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El Holocausto: "El mayor y

más horrendo crimen de la


historia de la humanidad"
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Se calcula que 6 millones de judíos perdieron su vida


en los campos de exterminio nazi
"Después de Auschwitz es imposible escribir
poesía".
(Primo Levi, 1919-1987, escritor italiano sobreviviente
del más atroz de los campos nazis de exterminio)
El Holocausto, la Shoá (en hebreo, "Catástrofe"), se
tiene en cuenta el primer y brutal acto del nazismo: la
invasión a Polonia, el primer día de septiembre de
1939, inicio de la Segunda Guerra Mundial a partir de
las blitzkriegs (guerras relámpago), que no se
detendrían hasta que las fuerzas aliadas empezaron a
desvanecer el sueño de Adolf Hitler: un Tercer Reich
dueño del planeta Tierra durante mil años.

Pero la cáscara traslúcida del huevo dejó ver a la


serpiente y su furia una mañana de 1904 en la Escuela
de Artes de Viena cuando el alumno Hitler, de 16 años,
hasta entonces un vagabundo sin destino, vio
naufragar su delirio de convertirse en un gran artista…

El profesor, devolviéndole sus dibujos y pinturas, lo


sepultó:

Usted, Herr Hitler, no tiene futuro. Sus figuras


carecen vida. Parecen edificios. Tal vez debería
probarse como arquitecto…
La sorna de esas últimas palabras lo cegó de odio.

En adelante, deambuló, aunque era enemigo del


alcohol, por cervecerías de Munich y Berlín, atento a
las encendidas discusiones políticas generadas por la
crisis de Alemania, derrotada en la primera gran guerra
y condenada por el Tratado de Versalles a pagar una
deuda colosal.

Por fin, el 16 de octubre de 1919, empezó a hablar


sobre los enemigos que acechaban al país –a pesar
de ser austríaco, no alemán–, y ante la indiferencia de
los parroquianos, vociferó:

–¡¿Hay alguien que me oiga?!

Silencio en todas las mesas frente a ese joven


esmirriado, imberbe, sin más pelo en la cara que un
ridículo bigotito chaplinesco, que empezó hablando de
Lohengrin, Parsifal, el Valhalla, la pureza de la raza
alemana…, y acabó maldiciendo a los judíos:
–¡Se nutren de nuestra sangre y de nuestro
trabajo! ¡Son parásitos! ¡Hay que acabar con ellos!
¡Son el verdadero enemigo!

Adolf Hitler
Muchos, atónitos, abandonaron el local. Pero muchos
otros se quedaron.
La mecha estaba encendida…
El 30 de enero de 1933, después de una breve
condena a prisión por encabezar disturbios –lapso que
destinó a escribir Mein Kampf (Mi Lucha), la biblia del
nazismo, ascendió a su primer trono: Canciller de
Alemania.

Primera puntada de una de las tramas más siniestras


de la historia: el apaleo a los judíos a cargo de los
fanáticos de las juventudes hitlerianas, sus camisas
pardas y sus brazaletes con la cruz gamada, el
espanto de "La noche de los cristales rotos" –
destrucción de los comercios judíos–, y el prólogo
jurídico del Holocausto: leyes que los apartaron del
sistema educativo, el trabajo, la vida nacional…, y en
1935, las Leyes de Nüremberg, que los convirtió en
apátridas y los envolvió en una nube canalla:
considerarlos una raza…, cuando el realidad son un
pueblo, una cultura y una religión, por otra parte
optativa.
Pero los planes de Hitler acerca de ellos no acabaría
allí. El 2 de septiembre, apenas invadida Polonia, el
jefe de Seguridad de las SS, Reinhard Heydrich,
puso en marcha en Varsovia el primer gueto judío
urbano. Miles de familias aisladas, sin derechos, y
vigiladas por los esbirros nazis y sus fusiles de gatillo
fácil…

La noche de los cristales rotos


En 1940, la misma suerte corrieron los judíos de las
naciones ocupadas por las hordas nazis: Noruega,
Dinamarca, Bélgica, Francia, los Países Bajos…, y un
trágico símbolo de la Shoá: apertura de un campo de
concentración en Auschwitz…

Pero la máscara aún no había caído del todo. El 20 de


enero de 1942, en una conferencia en Berlín,
calle Grossen Wannsee números 56/58, y ante 13
funcionarios de todas las áreas, se "discutió" –un
eufemismo– la solución final de la cuestión judía: es
decir, "la aniquilación completa de los judíos
europeos".

No todos los presentes estuvieron de acuerdo (algunos


opusieron vallas legales), pero la decisión estaba
tomada de antemano: tanto, que en el verano del
mismo año, las cámaras de gas de 6 campos de
exterminio ya funcionaban a pleno. El gas Zykclon
B, un pesticida que mataba humanos en pocos
minutos, se llevó casi 3 millones de judíos…

Pero el delirante mito de la pureza aria no se


conformó sólo con masacrar judíos. Sufrieron y
murieron del mismo modo los gitanos, los
homosexuales y los deformes, venenosas semillas
capaces de alterar a los descendientes de
Lohengrin y Parsifal… Y también los negros, los
comunistas… ¡y los Testigos de Jehová!

Si el Mal admite prodigios, la Solución Final fue un


ejemplo de diabólica eficiencia: en pocos meses, 37
campos de exterminio repartidos en media Europa,
con predominio de Alemania, fueron construidos,
puestos en marcha –algunos con nombres imposibles
de olvidar: Auschwitz, Sobibór, Dachau,
Flossenburg, Bergen-Belsen, Buchenwald,
Treblinka…–, y terminada la guerra, se calculó que en
esas pavorosas barracas habían muerto 15
millones (hombres, mujeres, niños), de los cuales 6
millones eran judíos.

En el famoso libro The Holocaust Chronicle (en la


Argentina, Crónica del Holocausto, Ed. El Ateneo), tal
vez la obra más completa –mil páginas– sobre lo
que Winston Churchill definió como "El mayor y más
horrendo crimen de la historia de la humanidad",
se lee: "En la gélida mañana del 3 de noviembre de
1943, las SS y sus colaboradores nazis rodearon a los
judíos de Trawniki, Poniatowa y Majdanek,
Polonia. Hicieron marchar a hombres, mujeres y
niños hasta unas grandes fosas. Entonces,
mientras atronaban con música unos altavoces
para acallar los disparos y los gritos, fusilaron a 18
mil judíos. Orgullosos del trabajo de aquel día, los
sádicos verdugos denominaron a esa barbaridad,
"Enterfest": el Festival de la Cosecha".

Cerrada la farsa de la conferencia sobre la Solución


Final, el jefe del operativo, Hermann Göring, ordenó
al SS Reinhard Heydrich la planificación general de la
masacre, y a Adolf Eichman la creación del sistema
de transporte (trenes y camiones) de los judíos hacia
los campos de exterminio.
Pero por sobre ellos, y debajo de Hitler, el bastonero
de la muerte fue un mediocre soldado alemán que
había combatido en la primera gran guerra sin
pena ni gloria, pero de ambición y astucia sin
límites: Heinrich Himmler, el híper director del
espanto de aquellos campos de la muerte…

Su mente enferma, más la bestialidad de los


encargados de las barracas, creó los fusilamientos
masivos y la muerte en las cámaras de gas hacia la
que los prisioneros caminaban desnudos creyendo
que serían bañados después de los eternos viajes
en vagones de tren abarrotados, sin ventanas, sin
agua, sin comida…

Heinrich Himmler
Mientras, otro criminal con aires de científico –una
especie de Doktor Frankestein–, Joseph Mengele,
martirizaba a los prisioneros con sus experimentos
en busca del hombre y la mujer "de raza aria
pura" para que tuvieran relaciones sexuales que
darían como fruto perfectos ejemplares humanos
destinados a propagar nazis ideales por el mundo.

Para ello usaba seres vivos y cadáveres. A los


últimos, si eran judíos de ojos azules, les extirpaba
esos órganos y los coleccionaba en grandes
frascos.

Según sus esotéricas teorías, la raza perfecta debía


salir de la unión de parejas sin falla física alguna, de
modo que creó una serie de instrumentos para medir
las dimensiones de los huesos y otras características.
Si alguno de los conejos de Indias humanos no
respondía a los cánones de perfección…, los
desechaba. Serían pasto de balas o de cámaras de
gas, y convertidos en cenizas en los hornos
crematorios. En muchos casos, se obligaba a los
prisioneros a cavar sus propias fosas antes de morir
fusilados…

¿Por qué no, si Hitler, en sus discursos, repetía


"deteniendo a los judíos estoy luchando por la obra de
Nuestro Señor"?

Desde luego, miles, millones de cadáveres fueron


transformados en próspera industria. Judíos y no
judíos. Una vez muertos, y antes de su destino de fosa
o de horno, se les incautaban los zapatos, los
infamantes uniformes a rayas blancas y grises, y las
piezas de oro de sus dientes. Cuero, tela, metal,
llevados a la enésima potencia, llenaban depósitos, y
luego eran reciclados, vendidos, o robados por
algunos jerarcas…

Recordó en sus memorias MarieVaillant-Couturier,


valiente mujer de la Resistencia francesa, prisionera
en Auschwitz: "Una noche nos despertaron unos gritos
horrorosos. Y al día siguiente supimos por los del
Sonderkommando (unidades de trabajo) que el día
anterior se les había acabado el gas Zyklon B,
y arrojaron a los niños, ¡vivos!, a los hornos".

Un mundo y un tiempo sin esperanza, a pesar de las


palabras de la joven y célebre mártir Ana Frank,
muerta a los 16 años en el campo de Bergen-Belsen:
"Nosotros, los judíos, no debemos exteriorizar nuestras
emociones, debemos ser valientes y fuertes, debemos
aceptar todos los inconvenientes y no quejarnos,
debemos hacer lo que esté en nuestras manos y
confiar en Dios. En algún momento esta terrible guerra
acabará. Con seguridad volverá el momento en el que
otra vez seamos un pueblo, y no solamente judíos…".
La escritora judeo-alemana Hannah Arendt (1906-
1975), en su libro de 1951 Los orígenes del
totalitarismo, acuñó una frase inolvidable y mil veces
analizada, no siempre con lucidez: "la banalidad del
mal".

Recuerda, en relación a la historia de Adolf


Eichman, que vivió en un suburbio de Buenos
Aires desde el fin de la guerra hasta el 11 de mayo
de 1960 bajo el falso nombre de Ricardo Klememt.
Capturado ese día por agentes israelíes, y juzgado y
ahorcado en Jerusalén en 1962, fue un factótum de la
Solución Final: nada menos que el encargado de la red
de transportes de judíos hacia los campos de la
muerte.

Y escribió Arendt: "Este criminal nazi no era un


fanático antijudío, ni un genio del mal, ni un loco
que sintiera placer por ser responsable de la
muerte de millones de personas. No era estupidez:
era una curiosa y auténtica incapacidad de
pensar. Para él, la Solución Final era un trabajo,
una rutina cotidiana con buenos y malos
momentos. No lo atormentaron problemas de
conciencia. Su pensamiento fue totalmente absorbido
por la organización y administración que le
encomendaron. Estamos ante un nuevo tipo de
maldad: el burócrata terroríficamente normal".

Como recordó el documentalista ruso Mikhail Room,


discípulo del genial Sergei Einsestein, en su film El
fascismo cotidiano, aquellos criminales de los
campos eran como oficinistas. Cumplidas sus
ocho horas de trabajo, y después de matar a miles
de seres humanos, volvían a su casa, a su mujer, a
sus hijos, a sus perros, a sus rosas recién regadas,
a sus discos de música alemana, a su apetitosa
cena, como cualquier hombre normal: la otra cara
del espanto. Tal vez la peor, la más peligrosa, porque
cumple órdenes diabólicas ordenadas por su jefe, e
ignora la diferencia entre el Bien y el Mal. Una pata
herida de su perro lo preocupa más que los miles de
seres humanos a quienes, horas antes, les cerró la
puerta de la cámara de gas y accionó la palanca…

Esa "nightmare", esa palabra que Borges decía que


era aun peor que "pesadilla", su traducción correcta,
no duró los mil años prometidos por el führer en su
borrachera de sangre: respiró apenas entre 1939 y
1945. Y en su caso, hasta el 30 de abril del año
final, cuando se suicidó con bala y veneno, igual
que Eva Braun, su mujer, en una Berlín en ruinas y
en un bunker alguna vez inexpugnable y al final un
castillo de naipes.

Pero un final dentro de ese final probó –y probará por


siempre– la demencia de los mesianismos
políticos: Magda, la mujer de Joseph Goebbels, el
todopoderoso ministro de Propaganda del nazismo,
antes de matarse junto a su marido… ¡envenenó a
sus seis hijos! para que no vivieran en una
Alemania derrotada.
Sin embargo, como cáscara de cebolla, hubo otro final,
narrado por Simon Wiesenthal en su imprescindible
libro Los asesinos están entre nosotros. Según él, ya
liberados los campos de exterminio, habló junto a un
arroyo con uno de los jefes nazis. Con cierto temor,
pero confiado, ya que "era el que mejor me había
tratado".

Y sucedió este diálogo:

–Dígame, Wiesenthal…, si mañana lo llevaran a


Nueva York, por ejemplo, y alguien le preguntara
cómo era la vida en el campo de concentración,
¿qué le diría?

–No sé… Supongo que la verdad.

–No lo intente.

–¿Por qué?
–Porque no le creerían, lo tomarían por loco, y
hasta lo internarían en una clínica.

–No comprendo por qué…

–Porque sólo los que vivimos aquí sabemos lo que


pasó. Nadie más, en todo el mundo, puede
imaginarlo…

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