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El Amante Demonio - Juliet Dark PDF
El Amante Demonio - Juliet Dark PDF
El amante
demonio
Las crónicas de Fairwick - 1
ePub r1.0
nalasss 21.09.14
Título original: The Demon Lover
Juliet Dark, 2011
Traducción: Olivia Llopart
Interesante.
Entre el borrador manuscrito y la
copia mecanografiada Dahlia LaMotte
había eliminado las palabras «íncubo» y
«amante demonio». ¿Cuánto cambios
más habría realizado? Hojeé otro de los
cuadernos de El visitante oscuro y di
con una escena que recordaba bien.
Violet Grey, la tímida institutriz, oía un
grito en plena noche y salía corriendo al
rellano…
—¿Señorita?
Di un respingo y, avergonzada, cerré
de golpe el cuaderno que describía el
orgasmo de Violet Grey.
Alcé la vista, con la esperanza de
que mis mejillas no estuvieran tan rojas
como me temía. Brock se hallaba en el
pasillo, con el abrigo puesto y la caja de
herramientas en la mano.
—Seguirán aquí cuando vuelva —
dijo.
—¿Quién? ¿Quién va a volver? —
pregunté.
—Los libros, quiero decir —
respondió, mirándome extrañado—.
Seguirán aquí cuando vuelva de la
recepción de profesores.
Miré el reloj; eran las cinco menos
cuarto y la recepción empezaba a las
seis. Me había pasado toda la tarde
ordenando los papeles de Dahlia y,
además de perder la noción del tiempo,
me había sumido en una nube de
erotismo.
¡Dahlia LaMotte había escrito
literatura erótica! Y más tarde, en la
copia mecanografiada, había suprimido
todo aquel erotismo. ¡Menudo
descubrimiento! ¡Sería un libro
fascinante! Quería revisar todos los
cuadernos en aquel momento, pero
Brock tenía razón. Tenía que ir a la
recepción de profesores.
—Gracias por recordármelo.
Empecé a levantarme, pero había
pasado tanto tiempo sentada en la misma
posición que las piernas se me habían
quedado dormidas. Brock me tendió la
mano para ayudarme y en cuanto su
mano ancha y rugosa envolvió la mía
volví a sentir una increíble sensación de
bienestar. Bajé la vista a las pilas de
papeles, cada una custodiada por su
propio ratón centinela, y sentí una gran
emoción… seguida por un terror de
igual intensidad. Dahlia LaMotte había
escrito acerca de un amante que
aparecía a la luz de la luna y violaba a
sus heroínas del mismo modo que la
criatura de mis sueños me había violado
a mí. O bien Dahlia había tenido los
mismos sueños que yo… o no eran
sueños en absoluto.
8
La fecha y la firma me
sorprendieron. Creía que la carta iba
dirigida a Soheila, pues creía recordar
que había hablado del escritor como un
querido amigo suyo. Pero Angus Fraser
había impartido clases en Fairwick cien
años atrás. Quizás había enviado la
carta a la madre de Soheila, o incluso a
su abuela. Abrí el libro que tenía en el
regazo por la primera página y hallé su
nombre debajo del título: Angus Fraser,
doctor en Letras por Oxon, doctor en
Folclore por la Universidad de
Edimburgo, doctor en Arqueología por
Cambridge, 1912.
Ese debía de ser el libro que le
había enviado a Soheila para que lo
publicara. ¿Habría regresado? Por lo
que Soheila me había dicho no parecía
que lo hubiera conseguido. Y si había
muerto utilizando este hechizo para
enfrentarse al demonio que había matado
a su hermana, ¿era buena idea que yo
también lo utilizara para invocar al
mismo demonio?
Suponiendo que fuera el mismo.
Me quedé sentada con el libro
abierto en el regazo y el azucarero lleno
de agua caliente delante de mí. No
tardaría mucho en enfriarse y entonces
sería demasiado tarde para utilizarla.
Las instrucciones indicaban que una vez
que la hechicera hubiera entrado en el
círculo no debía volver a salir de él. De
manera que si pensaba hacerlo…
Lo que me hizo decidirme en última
instancia fueron dos frases de la carta de
Angus: «Desde el momento en que vi la
negrura que había tras sus ojos, una
parte de mí ha estado sumida en esa
oscuridad… A menos que me enfrente a
él nunca me sentiré entero de nuevo».
Cuando leí esas líneas la marca en
espiral me había ardido en el pecho.
Sabía que a mí me estaba
sucediendo lo mismo.
14
Consideré la posibilidad de
comentarle a Frank mi sospecha, pero si
lo hacía también tendría que decirle que
Soheila era un súcubo. Y no quería
revelar su secreto, sabiendo lo que ella
sentía por Frank. A no ser, por supuesto,
que Soheila fuera la que estaba
consumiendo a los estudiantes.
Empecé a hacer un seguimiento de
los jóvenes que enfermaban y comprobé
si mantenían algún contacto con Soheila.
Tanto Nicky como Flonia estaban en la
clase de Introducción a la Mitología de
Oriente Medio que ella impartía, y
también Scott Wilder, quien se puso tan
enfermo que tuvo que pedir la
excedencia. Y, por supuesto, la decana
también estaba en contacto constante con
Soheila. Pero cuando acudí a Liz para
compartir con ella mis sospechas, la
encontré totalmente recuperada.
Tenía la mirada nítida de nuevo, la
piel suave y sonrosada y el cabello
canoso recogido en un moño impecable.
Vestía un traje de tweed verde manzana
y una blusa rosa para celebrar que se
aproximaba la primavera, pero su abrigo
de piel todavía colgaba del respaldo del
sofá en que solía sentarse y de vez en
cuando Liz tendía la mano para
acariciarlo.
—¿Está mejor Ursuline? —pregunté,
mirando el brillante abrigo con cierta
inquietud.
—¡Sí, sí! Fingió que era un perro y
la llevamos a la clínica de los
Goodnough. Se lo pasó tan bien que he
accedido a dejarla pasar unas horas a la
semana en el parque para que pueda ver
a Abby y Russel con su rottweiller
Roxy, siempre y cuando se comporte,
claro. —Liz inyectó una nota de
severidad en su voz, pero le dio unas
palmaditas cariñosas al abrigo.
Me pregunté si Ursuline disfrutaría
de las horas que pasaba en forma de
abrigo, pero pensé que sería grosero
mencionarlo. De modo que le expliqué
que sospechaba que la «gripe» que
asolaba el campus podía estar causada
por un súcubo.
—Supongo que sería posible, pero
el único súcubo que hay en el campus
es… ¿No estarás pensando en Soheila?
¡Ella nunca haría algo así! ¡Y mucho
menos a los estudiantes!
De pronto me sentí culpable por
haber sugerido esa posibilidad, pero
insistí.
—Si no es Soheila, ¿podría ser que
hubiera un súcubo o un íncubo en el
campus del que no tuviéramos
constancia? O sea, no siempre sabéis
quién es una criatura sobrenatural y
quién no, ¿verdad?
Liz frunció el ceño.
—No; me temo que no siempre
podemos saberlo. En tu caso, por
ejemplo, sospechamos algo cuando nos
explicaste que habías rescatado a un
pájaro del matorral. No obstante, si
alguien realmente quisiera ocultar su
verdadera naturaleza… Dios mío, sería
espantoso que yo hubiera contratado a
un súcubo o un íncubo que estuviera
consumiendo a los estudiantes. ¡Jamás
me lo perdonaría! —Parecía muy
afligida—. Voy a revisar
meticulosamente el historial de las
últimas contrataciones. Le pediré a
Mara Marinka que me ayude… si no la
necesitas.
—Claro —dije. A pesar de que
Mara me era de gran ayuda, las sesiones
con ella resultaban incómodas y
agotadoras, y más ahora que se estaba
centrando en los pasajes eróticos de
Dahlia LaMotte. Además, me iría bien
volver a tener las tardes libres.
Cuando se lo dijimos a Mara y esta
se ofreció a llevar a cabo ambas tareas,
no me hizo mucha ilusión, pero me dije
que estaba siendo mezquina. Era obvio
que la joven necesitaba el dinero que
pudiera conseguir con aquellos trabajos.
A medida que el semestre avanzaba
se fue reduciendo el número de
estudiantes que caían enfermos y muchos
de los convalecientes se empezaron a
recuperar. Las excepciones fueron
Nicky, que se había puesto tan enferma
que se había instalado de nuevo en casa
de su abuela, y Mara, que no asistió a
clase el último día antes de las
vacaciones de primavera. Me envió un
mensaje de texto desde la enfermería
diciéndome que sentía haberse perdido
la clase y que ese día no podría ir a
trabajar en los manuscritos de LaMotte.
Mi primera reacción fue sentirme
aliviada; podría irme a casa y
aprovechar para echar una cabezadita.
Pero después me sentí tan culpable por
esa reacción que fui a visitarla a la
enfermería al terminar la clase. Lesley
Wayman estaba en la habitación de
Mara, sacudiendo las almohadas y
estirando las sábanas.
—Pobrecilla —dijo la enfermera
Wayman, al tiempo que apoyaba una
mano maternal en la frente pálida de la
muchacha—. Cuando llegó ayer por la
noche estaba tan débil como un gatito.
Debería haber venido antes.
—Es que no quería faltar a clase ni
al trabajo —intervino Mara, moviendo
sus labios azulados—. Podría perder la
beca y ser deportada.
La enfermera Wayman chasqueó la
lengua.
—Qué tontería, cielo. Nadie te va a
quitar ninguna beca porque estés
enferma. ¿Verdad, profesora?
—Por supuesto que no —respondí,
dándole unas palmaditas en la mano a
Mara.
—Pero estábamos progresando tanto
en la catalogación de los libros de
Dahlia LaMotte… Podría seguir yendo a
su casa durante las vacaciones para
recuperar el tiempo perdido.
—No te preocupes por eso, Mara.
Los manuscritos seguirán allí después de
vacaciones, y deberías aprovecharlas
para descansar.
—Sí, eso también quiero hacer yo
—comentó Lesley Wayman,
acompañándome a la puerta—. Me voy
a pasar toda la semana tumbada en el
sofá.
—Supongo que ha sido bastante duro
para usted que tantos estudiantes hayan
caído enfermos a la vez.
La enfermera Wayman bostezó y
arqueó la espalda, masajeándose el
sacro con una mano. Ese gesto me hizo
sentir dolor en mi propia espalda.
—Al menos no ha sido una gripe
intestinal y la gran mayoría de jóvenes
se han recuperado con un poco de
descanso. Aunque me han dicho que
Nicky Ballard está bastante mal. Seguro
que la idiota de su madre la tiene todo el
día ocupándose de su abuela en lugar de
dejarla descansar.
—Sí, quizá debería pasarme por su
casa para ver cómo evoluciona —dije,
viendo esfumarse la posibilidad de
echar una cabezadita esa tarde.
—Si lo hace, ¿le importaría llevarse
estos complementos de hierro? Los pedí
para Nicky y llamé a JayCee para que
viniera a recogerlos, pero me dijo que
estaba demasiado ocupada. —La
enfermera resopló—. ¿Se lo puede
creer? ¿Demasiado ocupada para venir a
buscar las vitaminas de su hija enferma?
Fui al colegio con JayCee, que por
entonces era una chica muy maja, y odio
tener que hablar mal de ella, pero… —
Sacudió la cabeza y cerró la boca como
si quisiera reprimir sus críticas.
Accedí a llevarme las vitaminas y le
deseé unas buenas vacaciones.
—Lo mismo le digo —contestó—.
Descanse un poco y ponga un poco de
carne en sus huesos. Todavía está
bastante paliducha.
Antes de salir del campus le envié
un mensaje a Liam para avisarle que
llegaría a casa más tarde. Me respondió
que tenía una cita con la decana y que él
llegaría sobre las cinco. Salí por la
puerta sudeste, pasé de largo por mi
casa intentando no pensar en las ganas
que tenía de echarme una siesta y enfilé
la calle Elm. Al sol, la casa de los
Ballard se veía más destartalada que
nunca, a pesar de que algunos alegres
azafranes asomaban a través de los
restos de nieve que quedaban frente a la
casa. Me pregunté quién los habría
plantado. Estaba claro que en algún
momento alguien se había preocupado
de alegrar un poco la casa. También me
percaté de que pilas de periódicos
viejos, bien atadas con cordel, estaban
fuera preparadas para la furgoneta del
reciclaje. Puede que Nicky hubiera
hecho un poco de limpieza mientras
estaba allí; un esfuerzo encomiable, pero
seguramente no era el mejor modo de
recuperarse.
Llamé a la puerta y esperé. Oí una
radio encendida en la casa (WFAI, la
emisora de la universidad) y de vez en
cuando un golpazo. Volví a llamar y oí
que alguien maldecía. Entonces la puerta
se abrió de golpe y JayCee Ballard, con
un cigarrillo sin encender entre los
dedos, frunció el ceño al verme.
—A ver si lo adivino: ha venido
para ver cómo está Nicky. ¿Es que no
tenéis más estudiantes de los que
preocuparos en esa maldita universidad?
—¿Por qué lo dice? ¿Ha venido
alguien más a visitarla?
Encendió el pitillo y entre el humo
vi que entornaba los ojos y sonreía con
malicia. A continuación, cruzó los
brazos encima del descolorido logo de
Phish estampado en su ajustada camiseta
de tirantes.
—Por lo que veo, aún no sabe que
su novio se ha pasado por aquí esta
mañana como si nada. ¡Hasta ha traído
magdalenas! ¿Se lo puede creer? ¡Un
hombre en la cocina! Si no me hubiera
mirado tanto las tetas habría dicho que
era gay.
—Ah, ¿Liam ha estado aquí? —
pregunté, intentando disimular mi
sorpresa—. Me dijo que intentaría
pasarse, pero no sabía que ya lo había
hecho. A mí también me gustaría ver a
Nicky. Le he traído unas vitaminas. —
Extraje el frasco del bolsillo y JayCee
me lo arrebató de un manotazo.
—Ya se las doy yo. Ahora está
durmiendo. La visita de su novio la ha
dejado agotada. Si descubro que hay
algo raro entre ellos, demandaré a la
universidad por acoso sexual.
—Liam nunca se aprovecharía de
una alumna —repuse—. Le importan
demasiado para…
—Usted lo has dicho, «demasiado».
Se ha pasado media hora en la
habitación de Nicky. Ella dice que han
estado hablando de sus poemas, pero
pude verlo en sus ojos. Ese Liam tiene
mirada hambrienta, ya me entiende.
Muy a mi pesar, me sonrojé.
—Sí, está claro que me entiende —
se burló JayCee—. Le aconsejo que
mantenga a su hombre satisfecho para
que no venga por aquí en busca de carne
más joven.
Y tras darme ese sabio consejo,
JayCee me cerró la puerta en las
narices. Estuve a punto de volver a
llamar, pero decidí que no valía la pena.
Bajé los escalones del porche y crucé el
patio para salir de la casa. En aquel
momento me percaté de que había unas
huellas bastante grandes que
concordaban con la talla 48 de las botas
de nieve de la marca L. L. Bean que
tenía Liam. De manera que JayCee no
había mentido. Bueno, no había nada
malo en visitar a una alumna enferma.
Era justo el tipo de acto considerado
propio de Liam, incluso la parte de las
magdalenas. ¿Y entonces por qué me
sentía rara? Desde luego no me tomaba
en serio los insinuaciones obscenas de
JayCee. Liam nunca se aprovecharía de
una alumna de ese modo. No obstante,
había algo acerca de aquella visita que
me inquietaba…
—¡Hey! ¡Hey!
Ese grito, que bien podría haber sido
el graznido de un ave migratoria, me
trajo los pies al suelo mientras recorría
la calle Elm. Me volví y vi que una
mujer menuda de mediana edad, vestida
con un jersey rojo chillón y tejanos, me
saludaba desde el porche de una casa de
madera. Reconocí la casa como una de
las que visitamos el Día de Acción de
Gracias con Dory para comprobar las
tuberías porque sus propietarios
pasaban el invierno en Florida. La
autocaravana que había en el camino de
entrada demostraba que ya habían
regresado.
—¡Hola! —dije, sosteniendo la
mano encima de los ojos para que no me
deslumbrara la luz—. ¿Se dirige a mí?
La mujer bajó los escalones con sus
pantuflas rojas y miró consternada la
nieve que cubría el sendero.
—Ay, cielo —dijo, avanzando con
cautela—. Hemos vuelto antes de lo
previsto y nos olvidamos de decirle a
Brock que nos despejara el camino y
encendiera la calefacción. ¡Y acabamos
de descubrir que alguien ha entrado a
robar! Harald está hablando por teléfono
con el sheriff. ¿Te lo puedes creer?
¿Aquí en Fairwick? Soy Cheryl
Lindisfarne, por cierto, pero todo el
mundo me llama Cherry. —Se detuvo
ante mí y me tendió la mano.
—Callie McFay. Trabajo en la
universidad. Y, de hecho, estuve en su
casa con Dory Browne después de la
tormenta de hielo de Acción de Gracias
para comprobar que las tuberías
estuvieran bien. Todo parecía correcto
entonces.
—Oh, cielo, odio tener que decirte
esto, pero por las fechas de los cargos
fraudulentos a nuestra tarjeta de crédito,
¡el intruso ya estaba en casa en Acción
de Gracias! En diciembre hallamos unos
cargos extraños en nuestra American
Express y cancelamos todas las tarjetas.
Pero ¡quién sabe qué otra información se
puede haber llevado! ¡Puede que nos
haya robado la identidad!
La mujer miró recelosa a un lado y a
otro de la calle, como si unos clones de
Cheryl y Harald Lindisfarne pudieran
estar transitando a sus anchas y a plena
luz del día por la calle Elm.
—Menudo disgusto —comenté, sin
estar segura de qué quería que hiciera yo
con su problema—. Pero si no han
recibido ningún cargo fraudulento más,
puede que el problema ya esté
solucionado…
—¿Tú crees? —preguntó, apoyando
una mano en mi brazo—. Ese
sinvergüenza se comió todo el jamón y
las conservas de melocotón que preparé
el verano pasado. Pero fue muy limpio;
lavó todos los frascos y volvió a poner
en su sitio los DVD de la colección de
Harald. Mi marido es muy cinéfilo…
—¿Volvió a poner las películas en
su sitio? —pregunté—. ¿Y entonces
cómo saben que las cogió?
—Pues porque ya no están en orden
alfabético… Ay, cielo, ¡quizás era un
ladrón analfabeto! Puede que se haya
hecho delincuente porque nunca recibió
una educación adecuada. Yo colaboro
como voluntaria en un programa de
alfabetización, ¿sabes? —añadió—. En
Florida trabajo con inmigrantes recién
llegados, y aquí con trabajadores
extranjeros. Dios, ¿crees que podría
haber sido uno de los hombres a los que
doy clase?
Afortunadamente la nueva conjetura
quedó interrumpida por la aparición en
el porche de un hombre rechoncho, bajo
y calvo, vestido con shorts caquis, unos
tirantes rojos y una camiseta que
proclamaba «Jubilado migratorio y
orgulloso de ello».
—El sheriff está de camino, cariñín
—anunció mientras se dirigía hacia
nosotras—. Dice que tenemos que hacer
una lista de todo lo que ha desaparecido.
Tú tendrás que encargarte de la
despensa, ¿de acuerdo, cariñín?
—Ay —dijo Cherry, apretándome el
brazo—. Será mejor que ponga manos a
la obra. Gracias por escucharme. ¡Tenía
que contárselo a alguien! Y me alegro de
haberte conocido. Dory me dijo que
teníamos a una profesora nueva muy
amable. Tendrías que unirte a nuestro
club de lectura y al cine club de Harald.
Vemos tanto clásicos como películas
modernas. Mis favoritas son las
comedias románticas…
Estaba buscando un modo educado
de despedirme, pero las palabras
«comedias románticas» captaron mi
atención.
—¿Qué películas vio el ladrón? —
pregunté, interrumpiendo la crítica que
Cariñín estaba haciendo de la nueva
película de Nancy Meyers.
A ella le sorprendió mi grosería,
pero se recuperó y se volvió hacia su
marido.
—¿Tú te acuerdas, Harald?
—He redactado una lista para la
policía —respondió él, sacando un
papel doblado del bolsillo de sus shorts
—. Veamos… —Mientras se ajustaba
las gafas a la nariz bronceada, reprimí el
impulso de decirle que se diera prisa—:
La bella y la bestia, la francesa, no la
de Disney, Sucedió una noche,
Historias de Filadelfia, Tienes un email
y Cuando Harry encontró a Sally.
—Vaya. ¡Por lo visto le gustan las
comedias románticas! —exclamó
Cariñín—. Seguro que sufre de mal de
amores e intentaba descubrir cómo
recuperar a su novia. ¡Esas películas son
manuales de instrucciones en el arte del
amor!
—Sí, pueden extraerse valiosas
enseñanzas de ellas —asentí. Por
ejemplo, cómo mentir a tu novia, pensé
con amargura—. Y los cargos en la
tarjeta de crédito, ¿recuerdan de qué
empresas eran?
—Y tanto —respondió Cherry—. L.
L. Bean, Lands’ End y J. Peterman. Son
las marcas preferidas de Harald, así que
al principio no nos dimos cuenta. Pero
cuando revisamos los recibos vimos que
los pantalones eran de un par de tallas
más pequeñas de cintura que los de
Harald, y los zapatos mucho más
grandes…
—¿De qué talla? —inquirí.
—¡Un cuarenta y ocho!
—Ah —dije, sintiendo que me daba
un vuelco el corazón—. Eso es… muy
grande. Supongo que no hay muchos
hombres con esa talla de zapato.
—¡Desde luego que no! Será una
buena pista para la policía. Pero,
pobrecita, ¡te has quedado pálida!
Seguro que saber que el ladrón estaba en
la casa cuando viniste no te hace ninguna
gracia. No te culpo por ello, ¿sabes? De
algún modo, te hace sentir violada, ¿no?
—Así es —le dije a Cherry con
franqueza—. Creo que… que será mejor
que me vaya a casa.
—Sí, cielo. Vete a casa y prepárate
una taza de té bien azucarado. Y cierra
la puerta con llave. Quién sabe, ese
sinvergüenza podría seguir merodeando
por la zona.
Emprendí el camino de vuelta a
casa, repasando lo que me habían dicho
los Lindisfarne. El día después de que
yo echara al íncubo de mi casa, alguien
se coló en su casa y utilizó su tarjeta de
crédito para comprarse ropa de la
misma marca que usaba Liam, y menos
de dos semanas después Liam Doyle se
presentó en Fairwick.
Cuando doblé la esquina para tomar
mi calle vi que había tres mujeres
sentadas en mi porche. Dos de ellas eran
las mismas que habían venido la noche
de la tormenta de hielo: Diana Hart y
Soheila Lilly. La tercera era Fiona
Eldritch.
Al subir los escalones del porche
sentí que las piernas me pesaban.
Llevaba días sintiéndome cansada,
¿verdad?
—No es necesario que hagáis una
intervención —dije—. Sé lo que habéis
venido a decirme. Liam Doyle es el
íncubo.
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