verano en las que humoristas y gente de televisión celebran fiestas con militares en jocosos tugurios del barrio alto. La juerga esta buena para la farándula oficialista. Unos celebran, otros mueren… y otros, ven cine. Cine del más delirante y espantoso - Al menos así lo catalogaría el gobierno y su ente represor. Cine prohibido por la dictadura. Cine de países que ningún chileno ha escuchado hablar, cine de vampiros de Pakistán, películas de amor de Oriente Medio, historias de redención y venganza en un Templo Shaolin. Todo se conjuga en los nueve televisores que Bruno tiene en su sala de cine. Si tenía suerte conseguía una copia en 35mm y la rodaba en su viejo proyector heredado de su abuelo. Los matices de los colores variaban en el rostro del joven. El adolescente tenía todo para disfrutar su obsesión por el séptimo arte: Televisores importados, caseteras de VHS, proyector de 35mm, una casona para él sólo. Y es que a Bruno Stone le intriga profundamente lo desconocido: El cine de Oriente. No es que no le apasionara el cine del resto del mundo. Pero sentía que se iba a pasar la vida descubriendo películas de Oriente: China, Japón, Hong Kong, Taiwán, Singapur, Tailandia, Pakistán, Las Filipinas; Creativas cintas que difícilmente cruzarían a América del sur. Sentía que tenía todo un universo por descubrir; La búsqueda cruzaría su vida. Los años no pasarían en vano mientras aparecieran películas y relatos escondidos dignos de ver, oír y palpar. Son las 5:23 AM y Bruno ve una película gore italiana. Y es que la cabeza del adolescente es un delirio, una ensalada de luces, sonidos e ideas. Mira películas de zombies en el Congo, suicidas cintas japonesas, existencialistas europeos; Para terminar su noche leyendo historias de guerra ; Todo esto mientras en su radio suena música disco cortesía de algún país extranjero mediante la frecuencia de su radio de onda corta. Escudriña una película tras otra. Era una obsesión apreciar la condición humana en sucesivas y estrambóticas maratones de cine. Su rostro iluminado por sus televisores apilados en forma de triangulo que conectadas a videocaseteras proyectaban distintas películas del mundo: Indonesia, Alemania, Etiopía, Unión Soviética, China. No importaba su procedencia. Y no bastando con eso, tenía andando un proyector que iluminaba la pared y sonaba toda la noche. A Bruno le encanta la mescolanza entre historias, ruidos e imágenes. Y a pesar de esto, tiene la capacidad para concentrarse en una sola cinta, mientras el resto continua proyectándose. Bruno ama la noche, el jovenzuelo ama el cine. 6:30 AM, el estruendo del despertador pilla al joven despierto. No ha dormido nada, se la ha pasado toda la noche viendo cintas que le trae su hermana de sus viajes por el mundo. Recorría los videoclubes más roñosos y las productoras más destartaladas del mundo para conseguirle las raras películas que Bruno se afanaba de ver en sus televisores. Ignacia Stone, una veinteañera de tenaz carácter se las arreglaba para siempre conseguirle una rareza a su hermano. Y es que desde la muerte de su padre la joven se atribuyó el paternalismo que el joven había perdido. 7:57 AM, Bruno está en el salón de su colegio echado sobre la mesa, piensa el monjas japonesas que vio cuando sonó el despertador. No es raro que se la pase echado todo el día. El colegio no es el fuerte del adolescente. Se sienta atrás solo para dormitar. Sus amigos no están ahí. Sus verdaderos amigos aparecen por su casa las noches de semana para visionar las películas del mundo.