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El expansivo Ejército Imperial japonés que, acuciado por la depresión económica de 1929,

buscó, entre 1931 y 1945, un espacio vital donde asentar su dominio territorial, político,
económico y racial.

El 6 de agosto de 1945 una bomba atómica de uranio enriquecido explotó a una altura de 600
metros sobre la ciudad japonesa de Hiroshima. La explosión, equivalente a 16.000 toneladas
de TNT, creó una onda de calor de unos 300.000 grados centígrados, una potente onda de
choque y un estallido de radiación gamma. Los edificios de madera de la ciudad entraron en
combustión, y casi todas las personas que estaban dentro de un radio de un kilómetro y medio
del centro de la explosión (el hipocentro) murieron inmediatamente. Los potentes incendios
que devoraron la ciudad crearon corrientes de aire caliente que elevaron a la atmósfera
algunos de los 200 isótopos radiactivos que creó la detonación. El resultado fue una lluvia
radiactiva que esparció la contaminación: la llamada «lluvia negra». Con aquella explosión, se
cree que murieron unas 100.000 personas. Otras 10.000 lo harían en los dos años siguientes.

Solo tres días después de la explosión de Hiroshima, el 9 de agosto, los Estados Unidos de
América detonaron una bomba aún más potente. El blanco primario era la ciudad de Kokura,
pero el humo creado por bombardeos anteriores hizo que el avión volara hacia Nagasaki. La
segunda bomba, basada en el plutonio, estalló a 500 metros de altura con una potencia
equivalente a la de 21.000 toneladas de TNT. En aquella explosión las cifras de víctimas fueron
similares. Unas 100.000 en el momento y otras 10.000 en los años posteriores.

En realidad, las cifras de muerte y devastación alcanzadas en Hiroshima y Nagasaki fueron


comparables a las de sucesos ocurridos meses antes. Los Aliados, encabezados por Estados
Unidos y Gran Bretaña, ya arrasaron ciudades alemanas, causando decenas de miles de
muertes (Dresde y Hamburgo) en un solo ataque. Y en Japón, cuando Alemania ya estaba a
punto de caer, los bombardeos indiscriminados fueron aún más intensos. Empleándose a
fondo en el uso de bombas explosivas e incendiarias, y enviando al cielo cientos de aparatos en
cada oleada, los estadounidenses golpearon las principales ciudades japonesas. Por ejemplo, el
9 de marzo un bombardeo de más de tres horas causó 100.000 muertos y un millón de heridos
en Tokio. Los días siguientes, las bombas arrasaron Nagoya (11 de marzo), Osaka (13 de marzo)
y Kobe (16 de marzo), matando a otros 150.000 ciudadanos y causando un número
incalculable de heridos y mutilados.

Pero las bombas convencionales no lograron lo que consiguió el terror nuclear. El 15 de agosto
de 1945, tras la explosión de las dos bombas atómicas y mientras Estados Unidos preparaba
sus próximos bombardeos nucleares, el Emperador Hiro-Hito anunció la rendición
incondicional de Japón.

Para los supervivientes de las explosiones atómicas, la rendición no hizo más que marcar el
comienzo de una nueva odisea. Los muertos fueron víctimas de la onda de choque, de la
explosión de calor y de la radiación liberada en el momento de la detonación, que les causó el
llamado síndrome de irradiación aguda. Pero los supervivientes hicieron frente a otras
amenazas: aparte de quedar huérfanos, heridos, mutilados y sin hogar, muchos quedaron
afectados por la radiación. En primer lugar fueron marcados y rechazados porque se pensaba
que la radiación podía ser contagiosa, y también se decía que habían quedado condenados a
tener una descendencia con malformaciones.
Entre los incontables problemas de salud de los supervivientes, se registró, por ejemplo, un
incremento del riesgo de padecer cáncer del 44 por ciento, entre 1958 y 1998, entre aquellos
que estuvieron expuestos a unas dosis más altas de radiación.

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