Está en la página 1de 208

Cat D´Arossi

Entre Napoleón
y los tulipanes

¿Existe la felicidad?
Título Original: Entre Napoleón y los tulipanes
© Cat D´Arossi 2010

catdarossi@hotmail.com

© Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser


reproducida, ni en todo ni en parte, registrada o transmitida por un sistema
de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, sea
mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia
o cualquier otro, sin el permiso previo, por escrito, del autor.
Para:

Rebeca y Ana, quienes comenzaron el círculo.


Yolanda y Tamara, quienes le dieron forma.
Camilla, Marina y François, quienes lo completaron.

Porque los amigos son la familia que nos permitimos elegir,


este libro va dedicado a ustedes,
y a todos los quetzales que me enseñaron a volar.
Querido lector:

En tus manos, posees un trozo de mí.


De lo que fui, de lo que soy y de lo que espero ser.

Cat D´Arossi
“No ser nadie, sino tú mismo,
en un mundo que está haciendo todo lo posible,
día y noche,
para que seas alguien distinto,
significa luchar la batalla más difícil
que cualquier ser humano pueda enfrentar
y nunca detenerse”

Edward Estlin Cummings


Primera Parte


Uno

“He cometido el peor pecado que una persona puede cometer.


No he sido feliz”

Jorge Luis Borges

P equeñas gotas de sudor frío se deslizan por mi sien, se escurren


a lo largo de mis pómulos y caen sobre el cuero negro del sofá,
estrellándose contra él como la lluvia en el asfalto.
Jugueteo con los pulgares y agito una pierna impacientemente,
mientras remuerdo mis labios carmesí, haciéndolos lucir blancos.
Tengo una extraña sensación de incomodidad, no sé si sea porque
estoy en medio de tres individuos que me aplastan las costillas o
porque estoy nerviosa. Creo que es un poco de ambas. Después de
todo, jamás imaginé encontrarme en una situación como esta:
compartiendo el sofá con tres inadaptados sociales y frente a una
psicóloga que no deja de tomar apuntes en su libreta marrón.
Me siento estudiada, como un gorila verde encerrado en una jaula.
El tipo que está a mi izquierda no ha parado de hablar en los últimos
veinte minutos. Podría levantarme en este preciso instante para
taparle la boca con sus calzoncillos y creo todos me darían las
gracias, en especial la adolescente gótica que está sentada a un
extremo del sofá. Ella sí que quiere mandarlo al diablo…

14
Bostezo con disimulo. Mi brazo derecho empieza a entumecerse, lo
movería, pero los enormes senos de la mujer que está junto a mí me
lo impiden.
– … y, entonces, le pregunté: ¿Qué pasa, Yasmin? ¿Por qué
estás evitándome? Y ella dijo: no estoy evitándote, es solo
que no aguanto tener una conversación contigo. ¿Pueden
creerlo? Digo, sé que tengo un pequeño problema para
controlar mi lengua, pero ella debería entenderlo. Creí que
había una chispa entre nosotros…
Sí, mi brazo derecho no puede moverse, pero mi izquierdo está,
realmente, considerando la posibilidad de callar a ese tipo con un
buen golpe.
– … puedo soportar que no esté interesada en salir conmigo,
pero ¿qué tiene Barry, del Departamento de Archivos, que
no tenga yo? –
No conozco a Barry, pero, si tuviera que elegir entre él y un
papagayo con forma humana, no sólo me quedaría con Barry, sino
que lucharía por él como una tigresa en celo.
– Algo me dice que están teniendo amoríos en el trabajo, y eso
va en contra del código laboral…
– ¡De acuerdo, Ted! – exclama la doctora Scheffer, alzando la
voz con autoridad – Has llenado tu espacio de veinte
minutos, continuaremos en la próxima sesión…
Dios bendiga los límites de tiempo de los loqueros.

15
– … quiero que sigas practicando los ejercicios de autocontrol
que te enseñé la semana pasada. ¿Está bien?–
Ted mueve la cabeza de arriba a abajo. Por su semblante de
pesadumbre, deduzco que aún tenía muchas cosas que contarnos
sobre su miserable existencia.
– Excelente. Ahora, es el turno de nuestra nueva participante:
Helena –
Doy un respingo de alarma. La doctora Scheffer me observa con
total atención, como si esperase que yo le contara el verdadero
motivo por el cual la gallina cruzó la calle.
– ¿Qué te trae a nuestra terapia grupal de autoayuda? –
Me rehúso a contestar. No por carecer de respuesta, sino porque aún
no estoy segura de que mi problema sea, en realidad, un problema.
– Comencemos por lo básico – continúa ella, al notar mi
escasa voluntad de romper el hielo – ¿Cómo fue tu
infancia?–
¿Mi infancia? Fue tan buena que me parece mala.
– Bastante normal, creo yo –
– Adelante –
– Mis padres me enviaron a la escuela más costosa de la
ciudad. Querían que me codeara con niños adinerados…
– Prosigue –
– Cuando cumplí los 16, mi madre quiso enviarme a un
internado agustino en París… aunque yo deseaba ir a
Londres –

16
Detengo el relato para dejar escapar un disimulado suspiro de
lamento. Londres. El Big Ben… el London Eye… los soldados que
no pueden moverse…
– ¿Y qué sucedió? – pregunta la doctora Scheffer, curiosa ante
mi silencio.
– Lo que suele suceder cuando no se es huérfano – respondo,
en tono sarcástico.
La mujer ignora mi chiste y toma apunte en su libreta. ¿Acaso no
tiene sentido del humor?
– ¿Cómo fue tu vida en ese colegio? –
Una vez más, permanezco callada. Los Campos Elíseos… el Arco
del Triunfo… las excursiones a la Catedral de Notre Dame… los 175
actos que, según el padre François, son pecado, y otras 80
excursiones a la Catedral… ¡Voilá la France!
– No puedo quejarme –
Vuelve a tomar nota. ¿Habrá notado que estoy mintiendo?
No creo. Es psicóloga, no consultante del tarot.
– ¿Y a qué te dedicas? – indaga, aumentando su interés.
– Soy subastadora –
– ¡Oh, subastadora! ¿Cómo va eso? –
– Muy bien… bien… creo –
Por tercera vez, la mujer posa el bolígrafo sobre el papel.
Me inquieta el hecho de que esté analizándome; por lo general, soy
yo quien disfruta analizando a los demás.
– ¿Qué me dices de tu familia? ¿Cómo son ellos? –

17
– ¿Mi familia? Pues…
Dudo. En 20 años, jamás he podido hallar la descripción adecuada;
todas son demasiado benévolas.
– Mi abuelo es subastador retirado, al igual que mi padre –
– ¡Ah, es una tradición familiar! –
– Algo así –
– Ya veo. ¿Qué hay de tu madre? –
¿Mamá? Es la encargada de invertir el dinero.
– No trabaja –
… Al menos que pueda considerarse un trabajo el despilfarrar los
ingresos monetarios…
– ¿Ama de casa? –
– Definitivamente –
La doctora Scheffer acomoda la espalda en el reclinar del asiento.
– ¿Y qué tal el plano amoroso? –
– Bueno… salgo con alguien hace un par de meses –
– Háblame al respecto –
¿Que hable de mi vida sentimental? ¿Es eso necesario?
– Su nombre es Patrick –
– Continúa…
Continúa. Prosigue. ¿Qué me cuentas de eso? ¿Qué hay de aquello?
¿Es lo único que esa mujer sabe decir?
Mi concepción de la psicología acaba de ser cruelmente violada por
el interrogatorio simplón del que soy objeto.
– Es empresario. Su familia tiene una cadena de hoteles…

18
– ¿Patrick Watson - Creek? ¡Oh, eres Helena Fakker! –
¡Magnífico! Ahora, mi nombre aparecerá en la portada de Magazine
Gossip con la doctora Scheffer dando testimonio de la inestabilidad
emocional que me condujo a su terapia.
Creo que necesitaré un abogado.
– Sí – respondo, entre dientes, apesadumbrada por mi falta de
reserva.
Un momento; para algo ha de servir el contrato de confidencialidad.
Al fin y al cabo, las terapias con los loqueros son como las
confesiones sacramentales, y se supone que ningún religioso debe
andar por ahí, contando tus pecados a diestra y siniestra…
– ¿Y cómo va su relación? –
– Eh… ¡bien! Muy bien. Patrick es… maravilloso –
La doctora Scheffer vuelve a tomar nota. Quisiera saber qué tanto ha
podido discurrir sobre mí con ese incómodo método inquisitivo.
– Creo que ya han sido suficientes preguntas, Helena. Ahora,
quiero que nos cuentes por qué estás aquí –
Inclino la mirada, no para huir de su pregunta, sino de la inminente
respuesta.
El ocaso abraza el cielo con osadía, puedo saberlo porque se filtra el
matiz naranja por la ventana de cristal. El suelo se pinta con el
reflejo de la tarde… esa tarde que siempre enfría mi alma,
convirtiéndola en toneladas de hielo que se desprenden y van a dar a
la boca de mi estómago.

19
Un molesto nudo se forma en mi garganta y la aprisiona, como
aquellos tediosos nubarrones de invierno que enclaustran al sol
detrás de sus cuerpos etéreos. Comienza a emerger esa insoluble
tristeza, de la nada, y se aferra a mi pecho, como una dolorosa
enredadera de espinas.
Estoy aquí porque algo me falta. Cada noche, el sueño se rehúsa a
envolver mis ojos. Doy giros desesperados y exhaustivos sobre la
cama, tratando de hallar un rincón donde no me sienta sola.
Los días han comenzado a parecerme monótonos y deprimentes…
iguales, unos a otros. Intento ignorar esta nostalgia sin fundamento,
pero, cada vez que trato de contenerla, el frágil manto de mi corazón
se desgarra y gotas de rocío lastimero se cobijan sobre mis párpados.
No soy feliz, y a eso se resume mi presencia en este acogedor
consultorio de Manhattan...
El súbito timbre del teléfono móvil me pone los nervios de punta.
Parpadeo repetidamente y sacudo la cabeza, queriendo volver a la
realidad.
– Lo siento, olvidé apagarlo – me excuso, mientras intento
hallar el móvil en el interior de mi bolso negro.
Mi mano se topa con la chequera, el monedero y las tarjetas de
crédito, antes de encontrar el teléfono entre las llaves del auto y el
espejo de bolsillo.
El identificador de llamadas me causa estremecimiento. Ojeo mi
reloj de pulso… ¡llevo media hora de atraso! Me disculpo con la
doctora Scheffer y le digo que regresaré en otra ocasión, lo cual,

20
probablemente, no haga, ya que no pienso pagar para que una mujer
me interrogue como si fuese sospechosa de un crimen.
Salgo del consultorio, reprendiéndome a mí misma por haber
perdido el tiempo de una manera tan tonta. ¿Acaso he olvidado que
soy una adulta racional y que, por ende, la felicidad no es más que
un tabú? ¿Cómo se me pudo ocurrir sentarme junto a cuatro
desconocidos para compartir mis inquietudes sobre la vida?
Y pensar que todo este embrollo surgió por un escrito del siglo
pasado…
Felicidad. ¡Joder! ¿En qué estaba pensando cuando me pregunté si
era feliz? Cualquier persona con dos dedos de frente que quiera
mantener el balance emocional de su vida, sabe que no debe
preguntarse tal barbaridad.
Yo soy una persona con dos dedos de frente… o lo era, hasta que me
topé con una dichosa carta atribuida a Borges. Y digo dichosa en
sentido irónico.
Pienso que nadie debería escribir semejante cosa y hacerla pública,
de manera que no apruebo a Borges, por el contrario, condeno su
revelador manuscrito como algo sumamente perjudicial para los que
preferimos vivir en la ignorancia supina, respetando las normas de la
sociedad y manteniendo una buena conducta estereotípica.
¿Qué hay de malo en hacer lo que todo el mundo hace? Poner el
trabajo y, por ende, al dinero, en primer plano. Dejar a los amigos y
al amor de último, porque son como el viento: vienen y van…

21
¿Qué hay de malo en querer tener las cosas bajo control? No salir sin
haber revisado el pronóstico del clima, por ejemplo.
Creo que Borges no tenía idea de lo que hablaba. Era un anciano
próximo a su muerte, deliraba, eso es todo.

Si pudiera vivir nuevamente mi vida, en la próxima, trataría de


cometer más errores. No intentaría ser tan perfecto, me relajaría
más. Sería más tonto de lo que he sido, de hecho, tomaría muy pocas
cosas con seriedad... Correría más riesgos, haría más viajes,
contemplaría más atardeceres, subiría más montañas, nadaría más
ríos. Iría a lugares a donde nunca he ido…
Tendría más problemas reales y menos imaginarios.
Yo fui una de esas personas que vivió con sensatez cada minuto de
su vida. Claro que tuve momentos de alegría, pero, si pudiera volver
atrás, intentaría tener, solamente, buenos momentos. Por si no lo
saben, de eso está hecha la vida: sólo de momentos. No te pierdas el
ahora.
Yo era uno de esos que nunca iba a ninguna parte sin un
termómetro, una bolsa de agua caliente, un paraguas y un
paracaídas. Si pudiera volver a vivir, viajaría más liviano.
Si pudiera volver a vivir, comenzaría a andar descalzo a principios
de la primavera y seguiría descalzo hasta concluir el otoño.
Contemplaría más amaneceres y jugaría con más niños, si tuviera,
otra vez, vida por delante…
Pero ya ven, tengo 85 años, y sé que me estoy muriendo.

22
B ajo del auto, aseguro la puerta y cruzo la calle a paso rápido.
Me detengo unos instantes para admirar el impetuoso letrero
que se levanta sobre la marquesina.

Casa de Subastas Fakker

No dice Casa de Subastas Helena, de modo que no me pertenece.


No es mi esencia lo que me mantiene atada a ella, sino mi apellido.
Cruzo el umbral de la puerta, atravieso el recibidor y entro al
auditorio; no hay un solo espacio libre en las quince hileras de
butacas. Noto que algunas personas murmuran entre sí al verme
llegar, supongo que critican mi demora. Es lo que mejor se les da:
criticar.
– Lo siento, se me hizo tarde –
– Hola, cariño –
Patrick se inclina para darme un beso. Han pasado varios meses y,
aun así, no termino de acostumbrarme a él…
– Espero que tengas una buena excusa –
La voz de mi madre posee un incómodo tono de hosquedad.
No tengo intenciones de contar a nadie sobre mi visita a la doctora
Scheffer, así que miento diciendo que el tráfico era una locura.
– ¿El tráfico te detuvo una hora? Eso no tiene sentido, vivimos
a quince minutos de aquí…

23
Maldición. Mi coartada acaba de ser desmantelada.
– También hubo un accidente –
– ¿Qué clase de accidente? –
– Un auto arrolló a una cebra –
Maldición. Mi nueva cortada es tan estúpida…
– ¿Cebra? ¡Pero el zoológico está del otro lado de la ciudad! –
¿Por qué dije cebra? Ovni hubiese sido más creíble.
El abuelo me observa con suspicacia, pero no hace comentarios.
Sospecho que me someterá a un interrogatorio profundo en cuanto
tenga la oportunidad. Mi madre ladea la cabeza con desaprobación,
es evidente que no cree ni media palabra de lo que he dicho.
– No hay tiempo para discusiones ridículas – interviene papá,
como por encargo divino – 45 minutos de atraso, es más que
suficiente. Helena, sube a la tarima y comienza con la
subasta…

Helena, haz esto y haz aquello. Es tu deber, tu responsabilidad,


aunque no hayas movido un dedo para adquirirla y aunque no
tengas el mínimo interés en llevarla a cabo.
¿Londres? ¿Para qué quieres ir a Londres? ¡Francia es la cuna del
pensamiento moderno! Montesquieu, Diderot, Voltaire, todos eran
franceses. ¡Tu madre es francesa! Irás a París.
¿Estudiar dibujo? No lo necesitas. Tu deber es hacerte cargo del
negocio familiar…

24
Antes de cumplir los 17, ya había hecho un doloroso descubrimiento
en mi vida: mi futuro estaba planeado y poco importaba mi voluntad.
Londres fue tirado a la basura como un trapo viejo. Obviamente, le
eché la culpa a Montesquieu y a sus amigos enciclopedistas.
Mi empleo, la profesión que ejercería hasta llegada la vejez, había
sido escogido sin mi consentimiento. Opté por culpar al abuelo de
mi abuelo y a su maldito sueño de tener una casa de subastas.
Está en la naturaleza humana el querer buscar culpables, nos alivia
saber que la responsabilidad no recae sobre nosotros…
Alea iacta est. La suerte estaba echada, y no había nada que yo
pudiera hacer al respecto. ¿Rebelarme? Jamás habría sido capaz de
hacerlo, mi familia había invertido mucho dinero en mi educación y
yo sentía la necesidad de corresponderles.
Sí, lo sé… tener conciencia es un asco.
En fin. Me dejé esclavizar y opté por afiliarme a la política del
hombre de las cavernas: vivo atado de manos y pies en la oscuridad
de una cueva, no conozco el fuego y no tengo interés en hacerlo. Me
conformo con lo que tengo a mano, no intento ver más allá de lo
debido, porque sé que la luz lastimaría mis ojos. No hago preguntas
ni analizo mi existencia. Simplemente, estoy aquí. Observo lo que se
me es permitido y sigo el ejemplo de mis compañeros, quienes
nunca se quejan por no poder salir al exterior.
Soy un esclavo satisfecho.
Eso, hasta que apareció Borges…

25
– Lote n° 225. Primera carta de Napoleón a Josephine.
Despierto lleno de pensamientos sobre ti. Tu retrato y la
intoxicada tarde que pasamos ayer, han dejado mis sentidos
en la agitación. ¡Dulce, incomparable Josephine, qué efecto
extraño tienes en mi corazón! ¿Estás enojada? ¿Veo tu
mirada triste? ¿Estás preocupada? Mi alma duele de pena,
y no puede haber descanso para ti, amada. Pero, ¿todavía
hay más guardado para mí, cuando, rendido a los
sentimientos profundos que me abruman, dibujo desde tus
labios, desde tu corazón, un amor que me consume con
fuego? –
Hago una pausa y elevo la mirada, sólo para darme cuenta de que el
auditorio entero tiene los ojos puestos en mí.
– La subasta abre con una oferta de 100 mil – anuncio,
afanada por deshacerme de la incómoda sensación que me
produce el tener cientos de miradas apuntándome.
Un sonoro cuchicheo se apodera de la sala. La esposa del senador
Jones le susurra algo; el hombre se limita a observarla con el rabillo
del ojo, mientras gira el tronco para echar un vistazo al auditorio.
Nadie ha levantado la mano. Su mujer le da un codazo en la costilla,
haciéndolo sobresaltarse. Él la mira con nerviosismo. En su mano
derecha, sostiene un cartel con el número 484. Comienza a erguir el
brazo…
– ¡100 mil! – exclama un sujeto regordete, sentado en la parte
trasera del salón.

26
El peluquín falso, las gafas cuadradas, el bigote abundante… es
Lipin Coles, uno de los empresarios más reconocidos del país. Tiene
fama de ser un excéntrico irremediable.
– El señor Coles ofrece 100 mil, ¿alguien está dispuesto a
superarlo? – cuestiono, mirando de reojo al senador Jones.
El pobre parece estar siendo reprendido por su esposa, ya que se
estremece cada vez que ésta se inclina sobre su oído para
murmurarle.
El cuchicheo persiste.
– ¡170 mil! –
Un hombre vestido de vaquero, levanta el número 315 y lo agita con
efusividad.
– Esa es una oferta muy decente, señor – comento, a manera
de cumplido.
El vaquero sonríe con una pizca de arrogancia y le dirige una mirada
desafiante a Lipin Coles. El empresario le devuelve el gesto.
Las cosas van a ponerse feas…
– ¡200 mil! –
El senador Jones intenta secar el sudor de su frente con la manga del
saco, mientras mantiene el brazo levantado con el número 484.
– ¡225 mil! – vocifera un hombre calvo, en la tercera fila.
– ¡240 mil! – riñe una mujer pelirroja, sentada junto a la
primera dama.
El farfullo consume el auditorio. Lipin Coles frunce el entrecejo con
inquietud; el vaquero le da un golpecito al borde de su sombrero

27
blanco, y, en la segunda fila, el senador discute en voz baja con
Marta Jones.
Me pregunto qué ha traído a esta gente a la subasta de hoy… a la de
hace una semana… tres meses… ¡a las subastas de los últimos 10
años! ¿Qué satisfacción puede brindarles el invertir su dinero en este
tipo de cosas?
Puedo entender el consumismo tecnológico, los vicios, las apuestas.
Incluso, puedo justificar la prostitución como la necesidad que tiene
el hombre de recibir afecto, pero ¿subastas? ¿Qué clase de persona
gasta miles de dólares en algo que sólo servirá para adornar su sala?
El inconfundible siseo de la puerta me hace levantar la vista. Una
desconocida acaba de entrar al salón; de espaldas, intenta ajustar el
cerrojo sin hacer ruido. No puedo ver su cara, pero tiene un hermoso
cabello azabache, largo y liso, que se agita mientras gira la
cerradura.
Da media vuelta, y nuestras miradas chocan entre sí con tal
intensidad que percibo un efímero fulgor consumiéndome los ojos…
– ¡270 mil! –
La voz de Lipin Coles me parece distante y vaga, como un
pensamiento olvidado que no me molesto en escuchar. Siento que mi
conciencia es arrancada súbitamente y contenida en ese inexplicable
cruce de sentidos.
– ¡300 mil! –
El resto del mundo ha dejado de importarme. ¡Ya ni siquiera sé si
estoy despierta! Una profunda calidez me abraza el pecho, como la

28
acogedora toga del alba que consume el frío de la noche. De pronto,
ella pestañea, y, apartando su mirada de la mía, camina tras la última
hilera de asientos, donde no puedo verla.
– ¡350 mil! –
Mi frágil mente es arrastrada con violencia de vuelta a la subasta. La
realidad me abruma. Ladeo la cabeza disimuladamente; mis ojos se
niegan a dejar de buscarla…
– ¡500 mil! –
El vaquero agita su brazo con desesperación. Tiene semblante de
angustia y su cara luce sudorosa. Me observa de manera suplicante,
mientras sacude el cartel 315 sobre su cabeza.
Miro a Lipin Coles; el tono rojizo de sus pómulos y el entrecejo
fruncido con aire malhumorado, me hacen suponer que no tiene una
oferta mejor que la de su rival.
– ¡500 mil a la una, a las dos…! –
– ¡785 mil! –
Un inesperado bramido proveniente de la segunda fila, me
interrumpe en el último instante. ¿Dijo 785 mil? No puedo evitar que
una expresión de pasmo se dibuje en mi rostro.
La señora Jones sujeta con fuerza el brazo de su marido,
manteniéndolo en el aire. Por un momento, tengo la impresión de
que el senador está siendo manipulado.
La multitud enloquece. El vaquero baja su cartel y, quitándose el
sombrero, se recuesta al asiento con resignación.

29
– ¡785 mil a la una, a las dos, y a las tres! Primera carta de
Napoleón a Josephine, vendida al senador Jones… y a su
esposa.

30
Dos

¡Qué cosa tan extraña es la felicidad! Nadie sabe por dónde , ni


cómo, ni cuándo llega. Y llega por caminos invisibles, a veces
cuando ya no se le aguarda.

Henrik Johan Ibsen

M i mundo ha sido ineludiblemente alterado. La notable


felicidad que consume a la señora Jones, el pálido
semblante de su marido, la frustración que invade al vaquero, el
enfado que Lipin Coles desborda con refunfuños… todo me parece
ajeno, apartado y ambiguo.
Sin saber por qué, la busco entre la multitud. Un incontrolable
desasosiego por hallar su mirada, perturba mi respiración. Nada de
esto tiene sentido…
– ¡Helena! –
La voz de mi madre me hace recuperar la consciencia. La veo
haciéndome señas para que deje la tarima. ¿Por qué sigo en la
tarima?
– Estuviste maravillosa – exclama el abuelo, haciéndome un
gesto de cariño en la mejilla.
Me limito a sonreírle.
– ¡Helena! –
31
Doy media vuelta. Una mujer esbelta, de labios carnosos y brillante
pelo negro se aproxima con aire malicioso. Viste un traje carmesí, de
escote provocador.
Conozco esa mirada de suspicacia intimidante, y nunca me ha
agradado…
– Betty Tale – saludo, aparentando cortesía.
– Debo felicitarte por tu lectura, fue… inspiradora –
Noto una pizca de ironía en su comentario, pero, por el bien de las
dos, fingiré demencia.
– Gracias –
– Betty, querida, estás radiante – mi madre la saluda con ese
presuntuoso beso europeo que siempre me hace dudar de mi
posición geográfica - ¿Quién ha diseñado tu vestido? –
– ¿Quién va a ser? Filipo –
– Lo supuse, tiene el porte Materazzo -
Dios las crea y ellas se juntan.
– Dime, Helena ¿qué se siente estar en el quinto lugar? –
– ¿Quinto lugar? –
– Deberías leer las revistas locales más a menudo. Patrick y tú
ocupan la quinta posición en la lista de parejas con mejor
trasfondo económico –
Así que ahora nos galardonan por tener dinero y asistir a eventos
sociales tomados de la mano…
¿Qué se supone que debo hacer, brincar sobre una pierna?
– Fantástico – ironizo, levantando las cejas.

32
– Me preguntaba si no te molesta concederme una entrevista -
No, no me molesta. De hecho, me hastía.
– Sería un honor – mascullo, haciendo un esfuerzo por colocar
mi educación de antemano.
– ¡Magnífico! ¿Dónde está tu novio? –
Giro la cabeza de un lado a otro. Acabo de darme cuenta de que
Patrick no está.
– Dijo que volvería pronto. Espera un rato – sugiere mi madre.
Odio cuando hace sugerencias, en especial, porque yo termino
afectada.
– Lo haría si pudiera – Betty ojea su reloj – pero tengo un
compromiso dentro de media hora. ¿Te parece si lo dejamos
para otro día? –
– ¡Por supuesto! –
Una mueca de recelo en la cara de mi madre, me hace sospechar que
mi alegría es evidente.
– Nadine, te veo en el salón de belleza… o en el spa –
El doble beso vuelve a repetirse y, dando media vuelta, Betty Tale se
marcha.
¡Qué alivio me da ver su petulante existencia alejándose de mí!
Las carcajadas de Marta Jones resuenan en la entrada del auditorio.
Parece jactarse del cuadro con marco plateado que lleva entre las
manos. ¡Ahí va el nuevo utensilio decorativo de la esposa del
senador! Seguramente, lo colocará en la sala, cerca del vestíbulo,

33
para que todo el que llegue de visita se revuelque de envidia al
verlo…
– Menos mal que siguen aquí –
La voz de Patrick resuena a mis espaldas. De haber aparecido diez
segundos antes, me habría visto obligada a responder las incómodas
preguntas de la señorita Tale.
¡Bendito sea el hombre que inventó el reloj! ¿O debería bendecir a
Dios, por inventar el tiempo?
Doy media vuelta… La vida se detiene ante mis ojos.
El hermoso resplandor de sus pupilas, sumerge mi mundo en un
dulce delirio de irrealidad. Ahí está ella, mirándome fijamente, como
si supiera que, por alguna razón, inquieta mi universo.
– Helena, te presento a Sophie. Mi prima –
– Es un placer conocerte –
Ella sonríe con dulzura y extiende la mano derecha.
– Encantada – respondo, tratando de ocultar mi perplejidad.
Nos damos un ligero apretón de manos. Su piel acaricia mi muñeca
suavemente, y, en un delicado desliz, nuestros dedos se entrelazan
provocando tal calidez que mis latidos se descontrolan.
– Ellos son Harold y Nadine Fakker. Les presento a mi
prima…
He dejado de pensar; mi realidad está contenida en su presencia. El
hermoso cabello azabache que brilla con las luces del salón, la tierna
sonrisa que remarca sus pómulos color rosa, las dos estrellas verde
oscuro que tiene por ojos y que me desnudan el alma con lentitud…

34
– El señor Abraham Fakker –
– ¡Ah, pero todos me llaman Apu! –
Parpadeo una y otra vez, en un tenue esfuerzo por reprimir las
emociones que se desbordan dentro de mí.
– Sophie es la hija de mi tío Charles, el encargado de los
hoteles en Inglaterra… lo cual explica el apretón de manos –
– ¿No crees que es demasiado pronto para comenzar con tu
crítica a la reserva inglesa? – le cuestiona ella, entre dientes.
– No – responde Patrick, en tono juguetón.
– ¿Así que has venido desde Gran Bretaña? – la faceta
inquisitiva de mi madre, cobra vida.
– Sí. De hecho, fue algo de último momento: era mi padre
quien debía venir a la reunión de junta directiva, pero surgió
un imprevisto y me ha pedido que le reemplace…
¿Qué está pasándome? ¿Por qué me resulta tan inquietante su
mirada? ¿Y qué es ese aroma que emana de su cuerpo, parecido al
perfume de la brisa primaveral?
– Debiste avisarme que llegarías hoy. Habría ido por ti al
aeropuerto –
– No hacía falta, conozco la ciudad –
– Es tu primera vez en Nueva York –
– Sí, pero me gusta leer los folletos turísticos…
Sophie me sonríe con ternura. Le devuelvo el gesto, aunque con algo
de timidez.

35
– ¿Y cuánto tiempo te quedarás? – inquiere mi padre,
acomodándose la corbata.
– Sólo un par de días. Tengo que volver a Londres el domingo
por la tarde, de modo que, Patrick, tienes poco tiempo para
mostrarme el sueño americano –
– ¡Puf! Ésta vez tendré que fallarte. Mañana temprano viajo a
Tokio, para cerrar el trato con Harusame –
– ¿Hablas en serio? –
Patrick asiente. Sophie deja escapar un bufido de decepción.
– ¿Entonces tendré que pasar toda una semana dando vueltas
en el lobby del hotel? –
– Lo siento, cariño. Aunque…
¿Han sentido esa misteriosa presión que suele sentirse cuando
estamos convencidos de que van a pedirnos un favor?
– … Helena conoce toda la ciudad, estoy seguro de que le
encantaría darte un recorrido. ¿Cierto, linda? –
El corazón me da un vuelco. Su mirada vuelve a desviarse hacia mí,
atrapándome en un perturbado mar de emociones que torna violentos
mis latidos.
Un cosquilleo me recorre el cuerpo, haciéndome dar un salto que
procuro disimular.
– Eh… bueno… yo… – balbuceo.
– Podrían ir al MET – sugiere Patrick, rodeándome los
hombros con un brazo.

36
La sensación de su mano frotando mi piel, me resulta algo
incómoda.
– Tu prima sólo tiene un par de días para conocer Nueva
York, no creo que quiera perder el tiempo en un museo…
– De hecho – interviene ella, entrecerrando los ojos con una
pizca de provocación – Adoro los museos…

Infinitas gotas de agua se deslizan, suavemente, en la cristalina


ventana de mi habitación. La primera lluvia del año ha ocultado las
estrellas con lúgubres cortinas grises, que se alzan, tiranas, en el
firmamento. Detesto las noches frías, que, en su despiadado afán por
entumecer mi cuerpo, me hacen recordar que no hay nadie junto a mí
para abrigarme.
Siempre he tenido problemas para dormir. Miedo, tal vez. No a la
oscuridad de la noche, sino a la de mi alma.
Sí, a mi alma, como suele pasarle a todos los adultos cuando llegan a
la madurez y se dan cuenta de que no pueden seguir ahogando la voz
de sus corazones con tal de seguir los consejos de la razón.
Porque una cosa es hacer lo correcto y, otra, hacer lo normal. Yo,
por ejemplo, he llevado una vida normal, pero completamente
incorrecta. Y sí, estoy al tanto de mi error, pero una cosa es saberlo
y, otra, querer corregirlo.

37
La lluvia se hace cada vez más intensa, reflejándose el parpadeo de
los relámpagos en la nítida alfombra del dormitorio. Doy vueltas
sobre la cama, de un lado a otro, intentando sofocar la cotidiana
nostalgia que me mantiene en vela.
Mi recámara acostumbra ser más solitaria por las noches, cuando la
penumbra me obliga a convivir conmigo misma, sin poder
refugiarme en la calidez del balcón. Y, cuando a tal desgracia me
veo sujeta, es decir, cuando debo estar a solas con mi moribundo yo
interno, sólo hay algo que logra apaciguar la desgraciada sensación
de amargura que me consume: Napoleón.
No, no son delirios de una mente perturbada por el poco dormir y el
mucho pensar. Son las cartas de Napoleón a su amada Josephine el
único abrigo que me resguarda de la tormenta.
Enderezándome poco a poco, extiendo el brazo para encender la
lamparilla. Tomo el libro de solapa gris que yace inánime sobre la
repisa, y lo abro en la tercera página.

38
Italia, 1796

No he pasado un día sin amarte; no he pasado una noche sin


estrecharte en mis brazos; no he tomado una taza de té sin maldecir
la gloria y la ambición, que me tienen alejado del alma de mi vida.
En medio de las tareas, a la cabeza de las tropas, al recorrer los
campos, mi adorable Josephine está sola en mi corazón, ocupa mi
espíritu, absorbe mi pensamiento. Si me alejo de ti con la rapidez de
la corriente del Ródano, es para volver a verte más pronto. Si, en
plena noche, me levanto para trabajar, es porque ello puede
adelantar, en algunos días, la llegada de mi dulce amiga…
Adiós, mujer, tormento, dicha, esperanza y alma de mi vida, que
amo, que temo, que me inspira sentimientos tiernos que me llaman a
la naturaleza y movimientos impetuosos tan volcánicos como el
trueno. Yo no te pido amor eterno ni fidelidad, sino, simplemente, la
verdad… franqueza ilimitada. El día que me digas - te amo menos -
será el último día de mi amor, o el último de mi vida.

Napoleón

39
– E l mundo está sumido en la perdición. ¡No deberían
publicar este tipo de cosas en los medios! – se queja
mi madre, indignada.
En la mano derecha, sostiene la portada del News Follower, uno de
los periódicos más leídos de la ciudad.
– Es lo que llaman libre albedrío – justifica Apu, con aquella
inmutable serenidad.
– Yo lo llamo pecado –
– Nadine tiene razón, papá. No hay excusa para las
aberraciones –
– Aberración es una palabra muy fuerte – replica el abuelo.
– ¡Es una ofensa para Dios! ¿Cómo quiere que lo llamemos? -
– Modernismo –
Mi madre deja caer el periódico sobre la mesa. Finalmente, luego de
10 minutos presenciando la misma discusión, logro ver la portada
del tabloide: Aprueban matrimonio homosexual en el estado de
California.
– Harold, tu padre está endemoniado –
– Mi padre no está endemoniado –
– ¡No estoy endemoniado! –
– ¡Entonces deje de decir blasfemias! –
– Blasfemia también es una palabra muy fuerte –

40
– Ya es suficiente, los dos – gruñe mi padre – ¿Qué no
podemos desayunar tranquilamente? –
– Helena, dile a tu abuelo lo errado que está – refunfuña
Nadine Fakker, en un tono lo suficientemente agresivo como
para hacerme entender que debo apoyar su posición.
– Papá, ¿podrías revisar el…?
– Soleado –
– ¿Y en la tabla de…?
– Los Yankees –
– ¿Qué hay de…?
– ¡Helena! –
Doy un respingo y vuelvo los ojos hacia la mujer que me dio la vida.
Tal parece que fingir sordera, en esta ocasión, no es una alternativa
viable.
– La biblia dice que es pecado, Apu – murmuro, al caer en
cuenta de que es imposible rehuir el asunto.
Odio tener que darle la razón a mi madre, pero es la única manera de
ahorrarme una agobiante perorata sobre la voluntad divina. La
meteoróloga del News Follower ha pronosticado un hermoso día de
sol y los Yankees van ganando la serie; haré lo que sea para defender
este corto momento de paz espiritual.
Mamá le dirige al abuelo una mirada triunfante. Parece quedar
satisfecha con mis palabras, puesto que da el diálogo por terminado
y abre su tema preferido: la vida ajena.
– El hijo del senador Jones acaba de comprometerse –

41
– ¡Ya era hora! Un hombre de su edad que aún vive en casa de
sus padres, no es bien visto –
– Que sea hombre no tiene nada que ver, Harold. También
aplica a las mujeres –
Su comentario cae sobre mí como un balde de agua fría, haciendo
que me atragante con el zumo de naranja.
¿Es mi imaginación o pretender insinuar algo? ¡Adiós, paz
espiritual!
– Patrick es un caballero, como pocos. No se me ocurre un
mejor partido. ¡Estela! –
– Bueno, debo admitir que me agrada. Parece un hombre
decente – corrobora papá.
– ¿Qué opinas, Helena? Si él tuviera intenciones de casarse
contigo, aceptarías sin pensarlo, ¿no es cierto? –
– No sé si esté preparada para casarme…
– ¡Pero por supuesto que estás preparada, tienes 30 años! No
pensarás quedarte soltera… No, eso ni en broma. ¿Qué diría
la gente? ¡La prensa nos destrozaría! –
– Nadine, no exageres – espeta mi padre, sin apartar la mirada
de la sección de economía.
– ¿Quién exagera? Yo no exagero. Esos columnistas
difamadores que trabajan en los periódicos locales, no
dejarían pasar la oportunidad para escribir atrocidades sobre
nosotros. ¿O has olvidado la humillación que tuvo que
soportar Mary Eth Albright? ¡Estela! –

42
– Lo que le pasó a la señorita Albright, fue lamentable –
murmura Apu.
– ¿Lamentable? ¡Fue humillante! No la culpo por haberse
mudado a las Islas Canarias. ¡Estela! –
– ¿Madame? –
– Tuve que llamar tres veces –
– Disculpe, Madame, pero…
– Mi té adelgazante y mis barras de avellana –
– En seguida –
Estela sale del comedor a la velocidad del rayo. No deja de
sorprenderme su fortaleza para aguantar semejantes atropellos día
tras día.
– ¿Ves a lo que me refiero, Helena? – exclama mi madre,
haciendo un ademán despectivo – Un buen matrimonio pudo
haber salvado a nuestra mucama de tener que limpiar
inodoros para sobrevivir –

Cambio de emisora y me encuentro con una vieja canción de Los


Beatles: la vida es la serie de cosas que van sucediendo cuando
estás ocupado haciendo otros planes…
Estaría de acuerdo con ellos, de no ser porque, indudablemente, me
hizo falta hacer más planes.

43
Tengo 30 años y he llegado a un punto en el cual no sé en qué punto
estoy. Mi vida se ha convertido en una sarcástica paráfrasis de la
Divina Comedia: a mitad del camino, en una selva oscura me
encontraba, porque mi ruta había extraviado… Yo no sé repetir
cómo entré en ella, pues dormido me hallaba en el punto que
abandoné la senda verdadera.
¿A qué se refería Dante? ¿A un turista europeo extraviado en un
oscuro callejón de Brooklyn, o a un hombre extraviado en la
vastedad de su propia consciencia? Porque ambas cosas, debo decir,
me resultan aterradoras.
Vuelvo a cambiar de sintonía; no estoy de ánimo para canciones
hippies.

En mayo de 1967 fue publicado un artículo llamado “Conócete a ti


mismo”. La persona que lo escribió, dijo que todo hombre, a menos
que sea un simple ente sin ambición y sin conciencia, a menos que
sea un cretino, se enfrenta con seis preguntas fundamentales que
debe resolver de alguna forma: ¿De dónde? ¿Cuándo? ¿Dónde?
¿Cómo? ¿Por qué? Y ¿a dónde?

De dónde, cuándo, dónde, cómo, por qué y a dónde… ¡Pamplinas!


Todo el mundo sabe que semejantes preguntas conllevan un colapso
existencial que nos priva de la cordura. Es mucho más razonable que
cada quien se dedique a lo suyo y no pierda el tiempo preguntándose
por qué está vivo. La Gioconda es un buen ejemplo: no sabemos ni

44
estamos, si quiera, cerca de averiguar el verdadero motivo de su
sonrisa. Podemos suponer, como lo hacemos siempre que deseamos
explicar lo inexplicable; diríamos, entonces, que la Mona Lisa sonríe
porque está feliz, porque planea algo siniestro, porque, en ese
momento, coqueteaba con el pintor, o, siguiendo el ideal feminista,
que sonríe porque es mujer. Cualquiera de estos argumentos podría
ser el correcto, o, quizás, ninguno lo sea. ¿Por qué seguimos
preguntándonoslo? Han pasado 500 años y dudo que Da Vinci tenga
intenciones de levantarse de la tumba para desentrañar el misterio.
El problema es que el hombre ha olvidado que, algunas cosas, no
fueron concebidas para explicarse.
Vuelvo a cambiar de emisora, rogando, para mis adentros, que ésta
vez me tope con algo consistente y digno de una adulta racional que
conduce hacia el Museo Metropolitano de Arte.

Un estudio reciente ha conducido a un importante descubrimiento


sobre los elefantes: resulta que los mamíferos más grandes del
mundo, y los únicos cuadrúpedos que no pueden saltar, no sólo le
temen a los ratones, sino también a la picadura de las abejas.
En el mismo estudio, se ha llegado a la conclusión de que los
elefantes poseen una especie de alarma que los advierte cuando una
abeja se aproxima…

¡Bienaventurados los animales clarividentes, porque nunca serán


sorprendidos! ¿Era mucho pedir que Dios nos fabricara con una

45
alarma anti - desdichas? ¿Algo que nos previniera de las desilusiones
amorosas, los políticos mentirosos y las amistadas falsas?
No, pensándolo bien, es mucho más cómodo aferrarse al beneficio
de la duda…

46
– ¿S abes? Éste es uno de los mejores museos de arte en el
mundo. Podríamos llamarlo: el Louvre de América –
– ¿Y has estado en el Louvre? –
– ¡Oh, infinidad de veces! Estudié en París durante tres años –
– La ciudad de las luces… ¡París es un pozo profundo! –
– Cuando limpian un sótano, descubren otro; debajo hay una
cripta y, más abajo, una caverna –
– Debajo de ella, un sepulcro, y, más abajo, un abismo –
– ¿Te gusta Víctor Hugo? –
– No es mi escritor favorito, pero sí, me gusta mucho –
– ¿Quién es tu favorito? –
– Antoine De Saint-Exupéry –
– ¿El aviador? –
Sophie asiente con la cabeza y bosqueja una sonrisa inocente que
hace destellar sus ojos.
– No he leído ninguno de sus libros… excepto El pequeño
príncipe – comento, mientras ingresamos al departamento de
Arte Asiático.
– También yo –
Observo a mi acompañante, perpleja. Medito la posibilidad de
preguntarle cómo es que, siendo su escritor favorito, sólo ha leído
una de sus obras, pero, antes de que pueda abrir la boca para decir
algo, ella se detiene frente a un alucinante grabado que muestra un
oleaje levantándose sobre la cima de una montaña.

47
– La gran ola de Kanagawa – murmuro, dejándome embelesar
por el cuadro.
– ¿Qué crees que significa? – me pregunta.
– Es arte impresionista –
– ¿Y qué crees que significa? – repite.
Su interrogante me desorienta. He venido al Museo Metropolitano
de Arte cientos de veces; Patrick suele conformarse con una ficha
técnica y mi madre se enorgullece de poder diferenciar una acuarela
de un gouache. Pero a Sophie no le interesan los formalismos, sino
el significado de la pintura. Su esencia… su razón de ser.
Observo el cuadro en silencio durante unos instantes. Esa imponente
ola se acerca al Monte Fuji con aire amenazador, como si deseara
tragárselo de un bocado.
– Lo inevitable – contesto, luego de unos segundos.
Ella entrecierra los ojos con incredulidad.
– ¿Qué ves tú? – le pregunto, poniéndome a la defensiva.
– Esperanza –
Mi sensación de pasmo surge con presteza. La imagen de un tsunami
acechando la costa de Japón, no me resulta, para nada,
esperanzadora.
– Si observas con atención – continúa ella – notarás que el
cielo está despejado –
Volteo en dirección al lienzo, escudriñándolo con la mirada.
El violento mar se agita envolviendo tres barcas entre las olas. La
cresta de agua se alza contra la cima del monte, produciendo un

48
cuadro abrumador, pero, a pesar del turbulento océano y del tono
grisáceo sobre la cumbre del Fuji, el firmamento luce despejado.
– ¿Cómo perder la esperanza, si aún hay luz en el cielo? –
La benevolencia de sus palabras me sobrecoge de tal manera que un
vaivén hace brincar mi corazón. ¿Cómo es posible que jamás haya
notado ese pequeño detalle? O, mejor dicho, ¿cómo es que Sophie
pudo notar ese pequeño detalle?
Una persona normal no se fija en el color del cielo: se supone que
está demasiado ocupada visualizando la catástrofe marina.
¿O acaso a alguien le importa de qué tamaño es la cabeza de Van
Gogh en su Autorretrato? No, es la ausencia de su oreja lo que nos
interesa.
Retomamos el paso en total mutismo, pero, curiosamente, y en
contra de lo que suele pasarme durante los espacios tácitos
prolongados, no me siento incómoda, sino reconfortada.
Aquí, vagando en los pasillos del ala sur, contemplando,
paradójicamente, mundos antiguos al alcance de mi mano, hallo en
el silencio al más sublime de los lenguajes. Pienso que podríamos
permanecer calladas durante horas sin riesgo a que ninguna de las
dos sufriese, en algún momento, de un ataque de histeria causado por
el terrible miedo que los humanos le tenemos a la ausencia de la
palabra.
No obstante, es mucho más grande mi sed de conocimiento que mi
habilidad para hablar sin abrir la boca, de manera que reanudo la
plática.

49
– ¿Y cómo es el negocio de los hoteles? –
– Muy fructífero, supongo. No sé mucho al respecto –
– Creí que trabajabas con tu padre –
– No. Renuncié a mi patrimonio hace un par de años, cuando
me di cuenta de que no me apetecía invertir mi vida en algo
así –
– Oh… Y… ¿Qué dijo tu familia? –
– Mi abuela estuvo en el hospital 8 días, luego de sufrir una
crisis nerviosa; mi abuelo fingió estar agonizando para tratar
de persuadirme y mi padre amenazó con dejarme sin
apellido. Lo tomaron bastante bien – responde, haciendo
gala de la inherente destreza que poseen los británicos para
la ironía.
Dejo escapar un resoplido de gracia, mientras inclino la mirada con
aire pensativo. La imagen de Sophie y el término bohemia forman
una perfecta correlación en mi mente.
– ¿Y en qué decidiste invertir tu vida? – le pregunto, luego de
tomarme unos instantes para imaginármela vestida de gitana.
– Soy fotógrafa. Tengo mi propia revista en Londres –
– ¡Suena fascinante! – exclamo, con admiración – ¿Cómo
supiste que era la profesión adecuada para ti? –
– Bueno…
Sophie se lleva las manos a los bolsillos de su pantalón vaquero y,
encogiéndose de hombros, como quien no termina de entender lo
que está a punto de afirmar, responde:

50
– Un día abrí los ojos y me di cuenta de que, algunas cosas, no
pueden explicarse con palabras –

51
Tres

"Hay personas que nos hablan y que no escuchamos; personas que


nos hieren y no dejan cicatriz, pero hay personas que, simplemente,
aparecen en nuestra vida… y nos marcan para siempre"

Cecilia Meireles

T engo un sueño, un sólo sueño… seguir soñando. Soñar con la


libertad, con la justicia, con la igualdad… ¡y ojalá ya no tuviera
necesidad de soñarlas!
Soñar a mis hijos, grandes, sanos, felices; volando con sus alas, sin
olvidar nunca el nido. Soñar con el amor, con amar y ser amado,
dando todo sin medirlo, recibiendo todo sin pedirlo.
Soñar con la paz en el mundo, en mi país, en mí mismo, ¡y quién
sabe cuál es más difícil de alcanzar!
Soñar que mis cabellos, que ralean y se blanquean, no impidan que
mi mente y mi corazón sigan jóvenes y se animen a la aventura.
Sigan niños y conserven la capacidad de jugar.
Soñar que tendré la fuerza, la voluntad y el coraje para ayudar a
concretar mis sueños, en lugar de pedir por milagros que no
merecería. Soñar que, cuando llegue al final, podré decir que viví
soñando, y que mi vida fue un sueño soñado en una larga y plácida
noche de la eternidad.
52
Mi abuelo cierra el libro y suspira con nostalgia. Parece que él
soñaba con lo mismo.
Son casi las ocho, el ocaso pinta las nubes y un agradable viento del
norte hace bailar nuestros cabellos. Ninguno lo dice, pero, desde la
terraza, ambos nos sentimos como el rey y la reina de la ciudad que
nunca duerme. Él tiene un cetro: aquél misterioso libro que ha
comenzado a leer por las tardes. Yo, en cambio, tengo un
computador portátil en el que intento realizar un tedioso informe de
ventas.
Tal vez sea más acertado decir que él es el rey y, yo, la plebeya.
– Qué hermosa lectura, ¿no crees, Helena? –
– Sí, preciosa – respondo, sin apartar la vista del monitor.
– Y, a propósito – Apu acomoda la espalda en su vieja silla de
caoba – La cebra… ¿sobrevivió? –
Lo miro con nerviosismo. Sabía que, tarde o temprano, el tema
saldría a colación, pero tenía la esperanza de que no fuera hoy… ni
mañana… ni el próximo mes.
Pongo en código rojo a mis neuronas y les ordeno pensar en algo
para escabullirnos de ésta. Rápidamente, surgen ideas:
1. Decirle que la cebra murió. ¿Cuántas posibilidades hay de
que hubiese sobrevivido?
2. Decirle que, aunque recibió un fuerte impacto, el animal se
constituyó como un verdadero ejemplo de la selección
natural.

53
3. Contarle que nunca hubo tal accidente y que el motivo de mi
retraso fue una cita con la loquera, donde pretendía hallar la
razón por la cual me siento tan infeliz.
4. Fingir demencia.
Todas las ideas me parecen estupendas, a excepción la tercera, claro
está. Luego de analizar y re analizar, me decido por la segunda, ya
que está científicamente respaldada por Darwin.
– ¿Sabes, querida? Nunca he dudado de tu inteligencia, pero
debo admitir que la historia de la cebra es una de las cosas
más estúpidas que he escuchado –
Su comentario me toma tan desprevenida que soy incapaz de
defenderme. Aunque, mentalmente, le doy la razón: era un momento
crucial y necesitaba hallar una rápida excusa para contener a mi
madre. ¡A problemas necios, soluciones ridículas!
– No tengo pensado atormentarte para que me digas la verdad,
he vivido muchos años y sé reconocer los momentos en los
que debo tragarme mis preguntas… pero me aliviaría mucho
saber que todo está en orden. ¿Lo está? –
– Por supuesto –
– ¿Segura? –
– Sí –
– Bien –
Intercambiamos miradas silenciosas. Ninguno toma la palabra; yo sé
que miento y él sabe que miento, eso es todo, cualquier comentario
está de más.

54
– Abuelo, ¿puedo hacerte una pregunta? –
– Desde luego –
– ¿Es normal sentirse… triste? –
– Eso depende –
– ¿De qué? –
– Del motivo de tu tristeza –
– ¿Y si te dijera que lo desconozco? –
– Respondería que es imposible –
– ¿Qué es imposible? –
– Desconocer el motivo de tu tristeza –
Permanecemos callados, mientras el tono rojizo del crepúsculo se
desciñe en formas abstractas y el suave murmullo del viento pasa
rozando nuestros oídos.
– Yo…
– Creo que es buen momento para hablarte de algo –
interrumpe él, con un tono enérgico poco usual – Y espero
que puedas perdonarme la demora –
– Bueno, yo…
– Helena, estoy preocupado –
– ¿Preocupado? –
– Por ti. Por tu futuro –
Me sorprende que estemos teniendo esta conversación. No tengo 17
años, ni una vida por delante; al contrario, tengo 30 y he llegado a lo
que la mayoría de las personas considera la madurez. De modo que,

55
¿cuál es el objetivo de esta plática? ¿No habría sido más atinado
tenerla hace… qué se yo… 10 años, quizás?
– He comenzado a creer que nos equivocamos– continúa,
pasando por alto mi expresión de desconcierto – No te
dimos opciones, ni la oportunidad de elegir tu propio
camino–
Sigo pensando que ya es demasiado tarde para esta charla, aunque,
en definitiva, tengo curiosidad por saber cuándo cayó en cuenta de
su error.
– Siento esta… zozobra… este peso de conciencia, por no
haberte apoyado con esa disparatada idea de aventurarte a
Londres –
– Sí, pero…
– Tú querías ser dibujante, una profesión bastante dudosa,
debo decir, pero… ¡Já! ¡Hay tantas cosas dudosas que
terminan siendo indudables! –
Unas cuantas carcajadas secas acompañan su último comentario. Por
alguna extraña razón, un puñado de agujas de veinte centímetros ha
comenzado a bordarme el pecho.
– Dios sabe que he tenido una vida muy afortunada y que no
me quejo de ella, pero también sabe que estoy arrepentido de
todas las cosas que jamás tuve el valor de hacer. Y créeme,
si pudiera volver a vivir, no desperdiciaría el tiempo de la
manera que lo hice…
¿Qué es esto? ¿Borges se ha apoderado del cuerpo de mi abuelo?

56
– Sí, he vivido infinidad de aventuras y he aprendido mucho.
Algunas de mis lecciones fueron a golpes; otras no me
causaron ningún dolor, pero llegaron demasiado tarde,
cuando ya no podía hacer nada para ponerlas en práctica. Es,
precisamente, una de esas lecciones tardías de la que me
siento obligado a prevenirte –
Estoy atónita. El legítimo Apu fue abducido por una nave
extraterrestre sin que me diera cuenta y sustituido por un ser de
apariencia física idéntica, pero con el espíritu de un escritor
argentino.
¿Debería llamar a los Hombres de Negro o contactar al Hangar 51?
– Helena, lo que he aprendido es que el verdadero sentido de
la vida se reduce a una sola cosa: la búsqueda de la felicidad.
He aprendido que, ésta búsqueda, puede llegar a tomar
mucho tiempo, y que el tiempo, querida mía, es demasiado
corto –
Hace una pausa para humedecerse los labios, y continúa:
– Soy tan viejo que me cuesta recordar lo que he dicho o
hecho en el pasado, de forma que, si en algún momento, dije
algo que pudiera ir en contra de los tres principios que acabo
de revelarte, quiero que lo olvides. ¿De acuerdo? –
A falta de la lucidez necesaria para hacer que mis cuerdas vocales
funcionen, me limito a asentir con la cabeza.
– Y, en cuanto a tu pregunta… – el abuelo clava sus fatigados
ojos en los míos. La sombra que precede la noche, le cubre

57
con un manto oscuro, pero el brillo de su mirada es tan
intenso que desplaza la penumbra – Nunca, bajo ningún
precepto, puede ser normal –

58
Italia, 1796

No le amo, en absoluto, por el contrario… le detesto. Usted es una


sin importancia, desgarbada, tonta Cenicienta. Usted nunca me
escribe; no ama a su propio marido. Sabe qué placeres sus letras me
dan, pero, aun así, no ha escrito seis líneas informales a las
corridas.
¿Qué hace todo el día, señora? ¿Cuál es el asunto tan importante
que no le deja tiempo para escribir a su amante devoto? ¿Qué
afecto sofoca y pone a un lado el amor, el amor tierno y constante
que usted me prometió? ¿Qué nuevo amante reina sobre sus días, y
evita darle cualquier atención a su marido?
¡Josephine, tenga cuidado! Una placentera noche, las puertas se
abrirán de par en par y ahí estaré…
Estoy muy preocupado, mi amor, por no recibir ninguna noticia
suya; escríbame rápidamente sus páginas, páginas llenas de cosas
agradables que llenarán mi corazón de las sensaciones más
placenteras. Espero, dentro de poco tiempo, estrujarla entre mis
brazos y cubrirla con un millón de besos bajo el Ecuador.

Napoleón

59
– ¿ C uál es tu historia favorita? –

– ¿Te refieres a mi libro preferido? –


–– No necesariamente. Hablo de tu historia favorita, ya sea que
la hayas leído o que alguien te la contara –
– En ese caso, hay muchas historias que me parecen
fascinantes, pero, antes de que insistas para que elija una, te
diré que me quedo con Napoleón y Josephine –
– ¿Es tu historia favorita? –
– Ajá –
– ¿Por qué? –
– Es sencillo: creo que representan el amor verdadero –
– Pensaba que ambos habían sido infieles –
– Sí, lo fueron, pero eso no define su relación –
– ¿No lo hace? –
– Por supuesto que no. Al menos que creas que un fruto
echado a perder significa que el árbol ha dejado de ser fértil–
– No, no lo creo –
– Entonces, sabrás reconocer que Napoleón y Josephine se
amaron intensamente, a pesar de sus infidelidades, y que ése
amor puede comprobarse leyendo sus cartas –
– Lo reconozco, pero bajo ninguna circunstancia puedo
aceptar que representen el amor verdadero. Para amores
verdaderos, está mi historia favorita –

60
– Y me encantaría escucharla –
– Dicen que, en la antigua Persia, existió un príncipe
locamente enamorado de una doncella. Un día, le llegó la
noticia de que ella había sido asesinada, así que montó su
corcel blanco y cabalgó durante horas, hasta llegar a una
escarpada lo suficientemente profunda, desde la cual se
lanzó. Cuando su cuerpo se estrelló contra el suelo y su
sangre quedó esparcida en la tierra árida, brotó un tulipán
rojo, como símbolo de su amor perfecto, verdadero y
apasionado. Es por eso que, en la cultura popular, el tulipán
rojo significa declaración del amante arriesgado –
– Tienes un concepto muy romántico del amor verdadero –
susurro.
– Y tú, uno muy condescendiente –
Conmutamos miradas de complicidad y nos detenemos frente a un
afiche, en el Planetario Hayden del Museo de Historia Natural.

El universo está formado por 100 mil millones de galaxias y se


extiende 13 mil millones de años luz en cada dirección…

¿Debería creer esto? Como buena católica, me siento obligada a


refutar cualquier dato científico que atente contra la teoría
creacionista; es lo que la iglesia nos ha enseñado. Como aquella vez
en que la Santa Inquisición estuvo a punto de quemar a un tipo por
atreverse a decir que la tierra giraba alrededor del sol…

61
¿Cuál era su nombre? ¡Ah, sí! Galileo. Y sin embargo, se mueve…
– ¡Papi, quiero ver el Big Bang! –
– ¡Derek, no corras, o acabarás con un hueso roto! –
Un niño de 6 o 7 años pasa junto a nosotras a tal velocidad que me
cuesta distinguir el color de su cabello. Siento compasión por el
hombre que le persigue, dando trastabillones.
Volteo en dirección a Sophie y, fingiendo que me he olvidado de
nuestra plática, le pregunto:
– ¿Te gustaría ver la creación del universo que tomó más de
seis días? –

El público entra y se coloca alrededor de un gran ocular que yace en


el centro del teatro. Aquél niño y su padre logran ponerse en primera
fila dando empujoncitos sutiles, lo cual causa cierta molestia en el
resto de los espectadores y frustra mi plan de querer hacer lo mismo.
Me conformo con un espacio angosto en la segunda hilera, entre un
hombre de altura mitológica y una hermosa fotógrafa londinense que
no deja de sonreírme.
Como he dicho antes, mi condición de católica fiel a la causa me
impone una conducta subjetiva en cuanto a temas científicos. Y es
que, francamente, no imagino qué feligrés estaría dispuesto a aceptar
que desciende de primates tan agraciados como los del Planeta de
los Simios. Resulta más estético suponer que fuimos creados a

62
imagen y semejanza de Dios. De ésa manera, podemos imaginar a
Dios a nuestra imagen y semejanza.

¿Qué pasó antes del nacimiento de nuestro universo? Muchos


científicos imaginan que hubo un vacío, existiendo por sí mismo o
dentro de un universo mayor. En ese vacío sin forma, las burbujas
del espacio, mucho más pequeñas que los átomos, fueron naciendo y
desapareciendo de nuevo. Hace 13 mil millones de años, una de
esas pequeñas burbujas creció y, repentinamente, se disparó en una
gigantesca explosión, llamada Big Bang…

Un fuerte estruendo provoca que algunos miembros del público se


sobresalten. Una mujer deja escapar un gritito ahogado que me
resulta mucho más aterrador que los efectos de sonido. El grandulón
que está junto a mí se tambalea de forma amenazante, haciendo que
tema por mi seguridad.
¿Cuánto puede pesar un hombre de casi dos metros? ¿Cien, ciento
cincuenta kilos? Me aplastaría antes de poder gritar: ¡Auxilio, Goliat
está cayendo!
Observo a Sophie con el rabillo del ojo. Me llama la atención el
semblante risueño de su faz, parecido al del pequeño que está del
otro lado de la sala…

El espacio en sí estalló en fuego cósmico, dando a luz a toda la


energía y la materia en nuestro universo. La expansión llevaba,

63
consigo, nubes de materia. El universo se enfrió al tiempo que se
expandía. La gravedad juntó enormes grupos de materia… las
semillas de lo que serían las galaxias. Dentro de ellas, se formaron
las primeras estrellas…

Estrellas, como las que brillan en sus ojos. Diminutos luceros verdes
que me roban el aliento, al punto de hacer que mis latidos se
detengan por fracciones de segundo. No puedo dejar de mirarla, aun
sabiendo que, el hacerlo, desencadena un torbellino de emociones
inexplicables que suspende mis sentidos en el tiempo y el espacio.
Un impulso acérrimo por tomarla de la mano acecha mi mente… mi
consciencia… mi cuerpo. Me remuerdo los labios con nerviosismo,
incapaz de centrar mi atención en otra cosa. ¡No existe nada más en
lo que pueda centrar mi atención! Ni el Big Bang, ni el teatro, ni el
público. Sólo estamos Sophie y yo, en la creación del universo, en
medio de las nubes de materia y las estrellas nacientes. No existe la
noción del tiempo, sino lo infinito… la absoluta perfección de
nuestros cuerpos separados por veinte centímetros…
Veinte centímetro que quisiera desaparecer con un tenue soplo.

Hoy en día, usando telescopios de microondas, aún podemos ver el


resplandor del Big Bang a nuestro alrededo r...

Me apresuro a girar la cabeza de vuelta al ocular, pero no tiene caso,


continúo sintiendo aquella incontrolable palpitación queriendo
atravesarme el pecho. Basta con su aroma surcando el leve aire que
64
roza mis mejillas. Basta con la cercanía de nuestras manos, que se
tocan a propósito con tal de acariciarnos la piel.
Lucho contra mi voluntad, rehusándome a fijar la mirada en su
silueta. Trato de convencerme de que mis sentimientos son
normales, que no hay razón para perder la calma y que, a pesar de
los gritos incesantes que golpean las paredes de mi alma, Sophie no
despierta, en mí, nada fuera de lo común… Nada.
Un aplauso resonante prorrumpe en el teatro, tomándome por
sorpresa. El espectáculo ha finalizado de golpe, dejándome
desorientada y sin recuerdo alguno de media narración.
¿Ya han terminado de crear el universo?

– Fue una exhibición fantástica – comenta ella, mientras


bajamos las escalinatas.
Su mirada luce encantadora, como la de una mujer inglesa que
recorre Nueva York por primera vez.
– ¿Eh? Sí… lo fue –
Opinaría más al respecto, pero mi posición es la de una guía turística
cautivada por la mujer inglesa a la que está mostrando Nueva York
por primera vez.
– Es curioso que haya un planetario en Manhattan, con lo
difícil que es ver las estrellas desde una ciudad como ésta –
añade, manteniendo aquél entusiasmo infantil.

65
– Sí, es cierto. Muy pocas veces logramos ver más que la
luna–
– ¿Sabes? Algún día veré la caída de la noche en un rincón
apartado… En medio de Asia y Europa –
– ¿Asia? –
– Sí. Sueño con ir a Kazajistán –
Nunca sentí devoción por la geografía, pero el hecho de no saber en
dónde rayos está Kazajistán me hace sentir ignorante.
– Descuida, pocas personas saben que existe, aunque es ocho
veces mayor que Alemania – se apresura a decir, al notar mi
momento de crisis intelectual.
– Oh… y ¿por qué quieres ir a ese sitio? –
– Sólo por los tulipanes –
– ¿Tulipanes? –
– Crecen en las estepas de Kazajistán. Siempre he querido
fotografiarlos…
¿Planea hacer un viaje a un país que el 90% de la población mundial
no conoce, sólo para fotografiar una planta que puede encontrar en
cualquier floristería? ¿Acaso está demente?
– Eso es una locura –
Cuando caigo en cuenta de mis palabras, éstas ya han sido emitidas
por mis cuerdas vocales, atravesado el aire en forma de ondas,
llegado a los oídos de Sophie y procesadas por su cerebro; de
manera que está consciente de que pongo en tela de juicio su
cordura. Para mi sorpresa, no luce ofendida.

66
– Es lo que dicen todos – responde, con la misma
conmiseración de quien explica una fórmula aritmética a un
niño por décima vez – Pero yo no lo veo de esa manera. Los
tulipanes de Kazajistán no pueden compararse con el resto.
Ellos son diferentes, han crecido en un paraje desolado,
donde todo apuntaba a que perecieran… Te parecerá
extraño, pero creo que son como una buena lectura antes de
irse a dormir –
Su comparación me aturde. ¿Una buena lectura antes de irse a
dormir? ¿Acaso comparte mi problema de insomnio? Desearía
preguntárselo, pero no creo que sea un tema de conversación lo
suficientemente discreto como para ser sostenido entre dos adultas
racionales. Todo el mundo lo sabe, es la primera norma de
convivencia social: nunca discutas tus problemas con nadie, al
menos que ésa persona forme parte de tu círculo de confianza.
¿La razón? Es sencilla: los seres humanos tenemos un defecto de
fábrica, cuando le preguntamos a alguien por su estado de ánimo
esperamos una respuesta positiva, no estamos programados para
recibir lamentaciones y, al no saber cómo reaccionar, sufriríamos un
cortocircuito. De manera que recurrimos a la mentira y decimos:
estoy bien, gracias por preguntar, en lugar de: mi vida es una
porquería y necesito desahogarme contigo…
Sophie parece darse cuenta de lo difícil que me resulta dar
continuidad a nuestra charla, ya que, luego de observarme con
expectativa durante varios segundos, decide facilitarme las cosas.

67
– ¿Cómo va tu relación con Patrick? –
Retracto lo dicho, eso no es facilitar las cosas. ¡Qué bueno que estoy
programada para responder esa pregunta!
– Muy bien. Patrick es un hombre maravilloso –
– ¿Lo amas? –
Maldita sea, mi programación no da para tanto. Doy por sentado que
debo recurrir a la función manual, antes de que mi avión caiga al
triángulo de las Bermudas y sea transportado a la dimensión
desconocida.
– Es una persona muy especial…
– Pero no lo amas –
– Eso no fue lo que dije –
– Fue lo que quisiste decir sin tener que decirlo –
– ¿Eh? Bueno… yo…
La mirada desafiante de Sophie congela mis músculos, haciendo que
me detenga en plena vereda.
– Supongo que… espero llegar a sentir algo más fuerte –
murmuro, posando la vista sobre su boca.
Una parte de mí, enloquece porque sus labios húmedos besen mi
cuello. La otra, lucha con brío con tal de hacerme recuperar el juicio.
El tronar de los cláxones me parece tan lejano como el sonido de una
gota de agua cayendo al suelo. A penas y puedo notar las siluetas de
los transeúntes que cruzan la acera y los improperios que dos taxistas
se gritan en la bocacalle.

68
Sophie da un paso al frente y entrecierra los ojos, como si estuviese
preparándose para capturar un borrego inofensivo.
¿Soy yo ese borrego?
– Algo más fuerte, ¿como qué? – pregunta, con tal perspicacia
que termino ahogándome con mi propia respiración.
Abro la boca con insistencia, queriendo hallar el valor necesario para
responder, pero no logro dar más que inútiles bocanadas de aire.
Mi corazón está a punto de estallar y un hormigueo constante dibuja
círculos en las palmas de mi mano.
– La sensación de que el mundo se detiene – suelto, al fin, en
un hilo de voz similar al suave murmullo del viento que se
filtra por mi ventana a medianoche.
Mi pecho se abrasa entre llamaradas de fuego salvaje que se
extienden dentro de mí como granos de arena en el desierto. El
placentero impulso de sentir sus dedos acariciando mi piel desnuda,
es tan agresivo e impetuoso como su mirada. No controlo mis
pensamientos, ni mi voluntad… Soy, tan sólo, una mujer cuyo
corazón ha sido arrebatado por una hermosa extranjera de origen
inglés.
Una súbita ventisca hace descender un pétalo dorado que se estrella
contra mi mejilla. Sophie se apresura a levantar la mano y,
acariciando mi pómulo bajo la excusa de retirar la hojilla, pregunta:
– ¿Aún no lo sientes? –
Trago saliva con dificultad, temblando ante la cálida caricia que
emana del roce de nuestras pieles.

69
– No estoy segura – respondo, al borde de la locura.
Ella retira el brazo, con el pétalo de oro entre el índice y el pulgar; lo
lanza al viento con la gracia de quien libera una paloma y bosqueja
una sonrisa comprensiva.
– Si no estás segura – concluye, retomando el paso – Significa
que no ha sucedido –
La veo alejarse lentamente, danzando su cabello negro en errantes
espirales de brisa pícara. En un esfuerzo sobrehumano, rompo los
dos bloques de hielo invisible que me mantenían arraigada al asfalto
de la vereda; tomo un hondo suspiro, me enjugo la frente con el
antebrazo, y la sigo, procurando que la distancia que nos separa no
sea imposible de recorrer.

70
Cuatro

“Si quieres ser feliz, como me dices, no analices, muchacho…


no analices”

Joaquín Bartrina

– T e estaba esperando –
– ¿A mí? –
– ¿Ya está listo el informe de ventas? –
– Eh… no, aún no –
– ¿Cómo? ¡Pero si llevas una semana trabajando en él! –
– Dame un poco más de tiempo –
– ¿Tiempo? No tengo tiempo, Helena. Necesito ver esas cifras
antes de arriesgarme a invertir en la bolsa –
– ¿Desde cuándo inviertes en la bolsa? –
– No cambies el tema –
– No estoy…
– ¡El informe, Helena, el informe! –
– ¿El…? ¡Oh, sí! Iré a terminarlo –
– ¿Qué sucede contigo? Parece que alguien te golpeó en la
cabeza con un sartén –

71
– Estoy bien. Sólo… iré a terminarlo –
Ignoro la mirada desconfiada de mi progenitor y subo a mi alcoba.
Pienso que es inconcebible la manera en que soy recibida en mi
propio hogar: bastó con poner un pie en el vestíbulo para que mi
padre saliera disparado del estudio y me abordara al final de la
escalera exigiendo su maldito informe de ventas. No hubo saludos,
ni preguntas sobre mi día turístico. De hecho, creo que pude haber
sido asaltada o agredida por un grupo de delincuentes y, al llegar a
casa, lo primero que habría escuchado sería la frase informe de
ventas conjugada con el verbo terminar.
Echo seguro a la puerta, lanzo mi bolso sobre la cama y me dirijo al
escritorio, donde yace la pura encarnación del tedio: mi computador
portátil.
Es cierto que llevo una semana trabajando en lo mismo, pero no es
mi culpa que, fortuitamente, me haya topado con la carta de Borges
el mismo día que comencé a preparar el informe, como tampoco es
mi culpa que ese escrito haya sido tan abrumador que me hizo
desarrollar un complejo de rechazo a todo lo que guarda relación con
mi empleo. De manera que, si mi padre busca culpar a alguien por el
atraso de su inversión en la bolsa, yo postulo a Jorge Luis Borges y
al momento de crisis coexistencial que atravesó a los 85 años.
¿Que es ridículo culpar a un escritor que ni siquiera pertenece a este
siglo? ¿Y qué otra cosa puedo hacer? Es mi naturaleza.

72
Reviso el documento página por página, sin poder hacer nada para
evitar la frustración que me apremia. ¿Cómo terminé malgastando
mi vida tras un escritorio, llenando un estúpido cuadro de ingresos?
En momentos como éste, cuando la nostalgia que anuda mi garganta
es lo suficientemente dolorosa como para hacer que mis párpados se
humedezcan, suelo preguntarme qué habría pasado si hubiese tenido
agallas para seguir mis sueños. Imagino que tendría más tiempo para
alzar la vista y maravillarme con el hermoso vuelo de las gaviotas
surcando el atardecer. Imagino que notaría, más a menudo, la
ausencia de las estrellas en el cielo neoyorquino. Me sentaría bajo la
luz del alba para ver el encuentro del horizonte con el sol. Viajaría
para dibujar la sombra que refleja el Big Ben cuando el crepúsculo
cae sobre Londres, y, estando ahí, pasearía a orillas del Támesis
mientras leo los sonetos de Shakespeare. Me detendría justo cuando
el ocaso envuelve el firmamento y, en medio de ese juego de luces,
una sonrisa de satisfacción haría gala en mi rostro, porque, sólo
entonces, tendría la certeza de que estoy viva…
Yo quería ser diferente a lo que soy, pero me di cuenta de que es
más fácil convertirnos en algo que no deseamos y más fácil vivir si
no le pedimos mucho a la vida.
Despertamos más temprano de lo que queremos, sin ninguna
motivación para levantarnos de la cama, más que el miedo a lo que
podría suceder si rompemos la rutina. Así que hacemos un esfuerzo
y dejamos que nuestros pies toquen el suelo. Tratamos de
convencernos de que es un nuevo día, que todo irá bien… que, por la

73
noche, nos parecerá ridículo el haber buscado excusas para
quedarnos bajo las sábanas.
Intentamos amansar nuestra frustración pensando que, sin importar
lo detestable que sea nuestro trabajo, nuestra familia, nuestros
amigos, incluso nosotros mismos, siempre habrá alguien mucho más
miserable… Como la desdicha ajena nos sirve de consuelo,
terminamos dándonos la razón. Ignoramos el vacío que llevamos
dentro y ponemos frente a la vida, queriendo aparentar que todo está
bien.
Aunque se trate de un engaño, nadie tiene por qué enterarse.
¿Una farsa patética? ¿Un engaño cruel? Puede ser, pero es la única
manera de que las cosas funcionen: fingiendo que funcionan.

Me toma toda la tarde completar el cuadro de ganancias, lo cual es


una tontería, ya que hacían falta menos de diez cifras. Reviso mi
reloj de mano; son poco más de las siete. Imprimo el informe y se lo
llevo a mi padre, con la esperanza de que me deje tranquila de una
buena vez.
Al bajar las escaleras, advierto la silueta de una mujer en el diván de
la estancia. No tardo en darme cuenta de que es Betty Tale, quien
zarandea una pierna con inquietud mientras se retoca el maquillaje.
¿Qué hace esa detestable periodista sentada en el mueble italiano de
mi casa? ¿Por qué no fui avisada con tiempo de su presencia? Habría

74
tenido oportunidad de escapar por la ventana y no regresar hasta que
se hubiese marchado…
Suelto un bufido de fastidio y bajo los dos últimos escalones. Odio
el diseño arquitectónico de este edificio: es necesario cruzar la
estancia para llegar al estudio.
– Betty Tale – saludo, entre dientes, haciendo un esfuerzo por
ocultar mi contrariedad.
– ¡Helena! –
– No sabía que estabas aquí – continúo, mientras intento
deslizarme con rapidez hacia el otro lado de la sala – ¿Has
venido a ver a mi madre? –
– Sí. Iremos al teatro…
– Suena maravilloso; que tengan una linda velada –
– Escuché que tu novio está de viaje…
Betty se acomoda en el diván, de forma que su malévola mirada se
clava directo en mis ojos.
– Asuntos de trabajo – contesto, sin dar tregua a mi intento de
huida.
– ¿Cuándo regresará? –
– En dos días –
– Ya veo… Por cierto, ¿hace cuánto salen? ¿Siete, ocho
meses? –
– Nueve –
– ¿Y cómo va su relación? –

75
¿Está tratando de hacerme una entrevista o son delirios de una mente
paranoica?
– Muy bien, gracias por preguntar – respondo, con cierta
aspereza.
– ¿Sabes, Helena? A mucha gente le parece extraño que aún
no te hayas comprometido. Eres una mujer hermosa y de
buen status social; si yo fuera tú, me daría prisa… cuando
los rumores estallan, difícilmente puedes controlarlos –
Me detengo a dos pasos del estudio. He visto documentales sobre el
comportamiento animal muchas veces y suelo enorgullecerme de ser
una criatura civilizada que no recurre a la violencia para solucionar
nimiedades. Pero, teniendo a Betty Tale frente a mí, observándome
con esa arrogancia provocadora, desearía olvidar la evolución que ha
tenido mi especie y convertirme en una bestia salvaje, sólo para
mostrarle lo importante que es respetar el territorio de los demás.
– Gracias por tu consejo, lo tendré en cuenta –
Giro apresuradamente y, sin dejarle decir media palabra, entro al
estudio y aseguro la puerta con esmero, aun sintiendo que la sangre
me hierve de cólera.
– ¿Estás bien, querida? – pregunta el abuelo, al ver mi estado
de exasperación.
– Hay una alimaña en la sala –
– ¿Todavía no se marcha? – refunfuña mi padre, dando un
golpe al escritorio.
– No, todavía no. Toma, el informe –

76
Le entrego la resma de hojas y me desplomo en el canapé de cuero
marrón, junto a Apu, mientras disfruto haciéndome ideas de lo
divertido que sería ver a Betty Tale siendo evacuada del edificio por
el servicio de control anti plagas.
– 285 mil más 750… ajá… estas cifras se ven muy bien –
– ¿Qué tal tu paseo con la prima de Patrick? – susurra el
abuelo, con la ternura de un padre que desea averiguar cómo
estuvo el primer día de escuela de su hija.
– Fue muy… interesante – respondo, notando que el cuerpo se
me estremece con sólo pensar en Sophie.
– Menos el pago mensual de la electricidad…
– Me alegra oír eso –
– Sumando las dos últimas ventas…
– Abuelo, ¿sabes dónde queda Kazajistán? –
– ¿Kazajisqué? –
– Kazajistán –
– ¿Uh? Kazajis… Kazajistán, Kazajistán… Supongo que ha
de estar muy cerca de Afganistán y Pakistán. ¿Por qué me lo
preguntas? –
– Curiosidad, solo eso…
– ¡1 millón 650 mil! – suelta mi padre, en un estruendoso
alarido que me causa espanto.
– Buenas cifras, Harold, muy buenas cifras – confirma el
abuelo, poniéndose de pie para caminar hacia el ventanal del
estudio.

77
– Creo que podríamos invertir un 10 o 15 por ciento en la
bolsa –
– ¿Desde cuándo inviertes en la bolsa? –
¡Vaya, así que no soy la única que tiene dudas en cuanto a eso!
– No invierto en la bolsa, papá, pero creo que es buen
momento para hacerlo y, ahora que tocamos el tema, quiero
hacerte una propuesta…
Apu se distrae viendo la caída de la noche. Se inclina hacia la
ventana, moviéndose de un lado a otro para captar el cielo en su
totalidad; se pone de puntillas y vuelve a inclinarse. A simple vista,
parece que se encuentra en medio de una danza aborigen para
invocar al Dios de la lluvia.
– ¡Ejem! -
Mi padre carraspea con impaciencia, tratando de recuperar su
atención. Luego de varios intentos, lo logra.
– Como te iba diciendo, podríamos ganar mucho dinero
invirtiendo el 10 por ciento de las últimas ganancias –
– ¿Tú crees que valga la pena arriesgarse? La bolsa es un
terreno muy escabroso –
– Por supuesto que vale la pena. Confía en mí –
Me apresuro a dirigirle al abuelo una mirada de advertencia, como
queriendo decirle: si yo fuera tú, no lo haría. Él parece comprender
mi lenguaje no verbal, pero, misteriosamente, se atiene a guiñarme
un ojo.
– De acuerdo, toma el diez por ciento –

78
Hago una mueca de espanto, preguntándome qué demonios tiene
Apu en la cabeza para atreverse a confiar en los dotes inversionistas
de mi padre, quien, hace menos de un año, nos hizo perder 50 mil
dólares cuando quiso probar suerte en el hipódromo.

¡Rocinante ganará, es un buen caballo; corre como un judío


queriendo escapar de un nazi!

Sí, claro…
El abuelo sonríe con serenidad, quizá para hacerme ver que tiene
todo bajo control y, retomando su danza aborigen, pronostica:
– Hoy será una buena noche para ver las estrellas –

79
C ualquiera con más de un año residiendo en la Gran Manzana,
sabe que ver las estrellas en el centro de la ciudad es tan poco
probable como ver al monstruo del Lago Ness surcando el Canal de
Panamá. Pero, ¿a quién le importan las probabilidades? ¿A la gente
racional? ¡Pamplinas! Dejémoslas a un lado tan sólo por un
momento. No porque sean irrelevantes, sino porque, debido a algún
motivo que aún intento descubrir, sentí la necesidad de hallar una
excusa para ver a Sophie y, esa excusa, fue prometerle que la
llevaría a un sitio donde podría ver las estrellas…
Por cierto, cuando digo: sentí la necesidad, me refiero a esos
indescriptibles flashes de la vida en los que un ataque de ansiedad se
apodera de nosotros y nos lleva a cometer actos que, luego, nos
parecen de lo más tontos y, aún peor, hacen que sintamos vergüenza
de nuestro coeficiente intelectual.
De modo que, por consideración al orgullo y a la dignidad que,
vagamente, acompañan a las personas que nos hemos sentido más
estúpidas que el resto, evitemos hablar de probabilidades y
centrémonos en necesidades.
Mi necesidad, se llama Sophie. Sophie Watson – Creek.

Admiro el errático movimiento del agua, que tirita y se esparce en


ondas sin final. Las luces del puente de Brooklyn se reflejan sobre el
East River, creando una aurora boreal que centellea ante mis ojos,
hablándome en una lengua que hace mucho tiempo olvidé. A lo

80
lejos, se levantan los colosales rascacielos de Nueva York;
monstruosos gigantes indiferentes que nunca se quedan a oscuras.
El viento sopla dando tenues caricias a mi piel, escucho el canto de
la noche susurrándome al oído, y el murmullo de las aguas
despidiéndose de la costa.
A mi lado, está ella, silenciosa, como las pocas estrellas que tiritan
en el infinito. Sobre nuestras cabezas, la luna, vestida de un blanco
tan intenso que mis ojos se entornan con sólo levantar la vista.
Deslizo la mano sobre la barandilla de metal, tersa y fría, como el
piso de mi balcón durante la madrugada. La silueta de Sophie, flota a
mis pies, doblándose y estirándose cada vez que el agua vibra por el
roce del viento.
– ¿Por qué crees que las estrellas son tan difíciles de ver en
Nueva York? –
– Por la contaminación lumínica – respondo, con simpleza.
– No creo que sea el único motivo. Pienso que también es
culpa del código laboral –
Arqueo las cejas por instinto, preguntándome si la mujer que está de
pie, junto a mí, estuvo ingiriendo alguna sustancia tóxica antes de
nuestro encuentro.
– ¿Qué te hace pensar eso? – indago, algo temerosa de que su
respuesta pueda ser más descabellada que su comentario.
– El neoyorquino promedio trabaja un tercio de su vida. ¿En
qué crees que utiliza el segundo tercio? –
– ¿Vacaciones? –

81
– A algún paraíso tropical, o a Europa, pero nadie se detiene a
ver las estrellas, porque están demasiado ocupados
reponiéndose de la rutina diaria. Aunque siguen ahí,
brillando igual que siempre, ya no pueden verlas –
– ¿Dices que no se trata de un asunto atmosférico, sino de una
ceguera intencional? –
– Lo que digo es que el ser humano moderno vive con los ojos
cerrados, he ahí la razón de que tropiece tan a menudo –
Sophie sonríe levemente y se deja caer en una banca, frente al
barandal. La imito. Intercambiamos miradas suaves, interrumpidas,
tan sólo, por el cautivador baile de su cabello negro, que se columpia
hacia mi rostro formando espirales.
– ¿Siempre quisiste ser subastadora? – me pregunta, apoyando
la cabeza al respaldar del escaño.
– No… no en realidad –
Mi respuesta aviva su interés, pero finjo no darme cuenta de que
espera un relato detallado.
– Helena, ¿estás consciente de que, hasta ahora, no hemos
hablado de ti? –
– Eso es porque no hay mucho de qué hablar –
– O porque hay demasiado –
Le doy la razón guardando silencio.
– Menos mal que tenemos toda la noche – agrega,
encogiéndose de hombros.

82
La historia de mi vida podría resumirse en una sola palabra: basura.
Y sí, podría buscar sinónimos para hacerla menos desagradable,
pero, entonces, ya no estaría hablando de mi vida.
Con la mirada de Sophie adherida a mí, como una estaca en el
corazón de un roble, se me hace imposible continuar evadiendo el
tema.
– Quería ser dibujante –
– ¿Y qué pasó? –
– Mi familia tenía otros planes para mi futuro…
– El negocio familiar –
– Precisamente – resoplo con melancolía – Yo deseaba
estudiar en Londres, pero, en lugar de eso, mis padres me
enviaron a París. Creyeron que alejándome de mi sueño
olvidaría el asunto y entraría en cintura –
– Y…
– Y funcionó –
Sophie guarda silencio durante un rato, lo cual en el fondo le
agradezco, ya que me da algo de tiempo para desatar el nudo de mi
sufrida garganta.
– Si tanto lo deseabas, ¿por qué no luchaste por ello? –
pregunta con sutileza, como si temiera que sus palabras
pudieran lastimarme.
– Llevarle la contraria a mi familia implicaba demasiado. En
la vida, hay que saber cuándo colgar los guantes –

83
Y, el mejor momento para hacerlo, es al principio. De esa manera,
nos ahorramos una fatiga tremenda.
– ¿Aún sueñas con ser dibujante? –
– Todos los días –
Presiento que mi semblante inspira verdadera compasión, ya que
Sophie cambia de tema en seguida, probablemente para evitarme un
colapso depresivo.
– Este lugar tiene una vista increíble. Gracias por traerme –
– No es nada –
– ¿Sueles venir muy a menudo? –
– No, casi nunca –
– Es una lástima, tiene un aire romántico –
– No hay mucho tiempo para el romanticismo en la vida
neoyorquina –
– En la vida en general, diría yo. Me parece una verdadera
calamidad que el mundo haya perdido la iniciativa en el
amor. ¡Con suerte, aún se regalan flores! –
– ¿Flores? – repito, algo incrédula – Son ese tipo de cosas lo
que yo llamo falta de iniciativa –
– ¿No te parecen románticas? –
– Sí, mucho, pero pienso que es un detalle simplón. ¿Cuán
profundos pueden ser los sentimientos de una persona que se
limita a expresar su afecto con tan poca cosa? –
– ¿Y cómo lo harías tú? –pregunta, en un sospechoso tono
inquisitivo que hace juego con su mirada perspicaz.

84
– Una carta...
– ¿Como Napoleón y Josephine? -
– Exacto –

Yo no te pido amor eterno, ni fidelidad, sino, simplemente, la


verdad… franqueza ilimitada. El día que me digas - te amo menos -
será el último día de mi amor, o el último de mi vida.

¿Podría, una simple flor, decir tanto?


– Si tuviera que elegir entre Napoleón y un ramo de flores, sin
duda me quedaría con Napoleón –
– Entonces – ultima ella, con sutileza – ¿Unas cuantas
palabras dulces escritas en un trozo de papel, serían la clave
para ganar tu corazón? –
Bajo la vista con rapidez, queriendo huir de aquellos intensos
luceros evanescentes que penetran mi calma y consumen mi
universo.
El mundo parece contraerse, dilatarse y fraccionarse, una y otra y
otra vez. Todo lo que, en un estado de consciencia normal, es, y debe
ser inánime, ha comenzado a tambalearse peligrosamente dentro de
mi campo visual. Puede que sean alucinaciones causadas por la falta
de aire, o por la lista absurdamente infinita de sentimientos
irracionales que me azotan cuando Sophie está cerca...
Una violenta ráfaga de viento helado se aprovecha de mi quietud y
golpea, estropea, maltrata mi cuerpo. Me cruzo de brazos, en un

85
intento por aplacar el frío, pero continuó estremeciéndome sin
control.
Entonces, un ala tibia surge de la nada y desciende, reposándose en
mis hombros. Levanto la mirada; veo a Sophie cubriéndome con su
chaqueta de lana gris. Le digo que no es necesario, pero ella toma mi
mano entre las suyas y comienza a frotarla suavemente, como si
buscase calentar las gélidas yemas de mis dedos.
Los pálpitos de mi corazón se disparan a tal velocidad que el pecho
me ruge como un volcán furiente a punto de caldear su fuego espeso.
No hay suelo bajo mis pies, y, si lo hay, he dejado de sentirlo.
Ya no veo las luces de los rascacielos neoyorquinos, ni el reflejo de
las luminarias del puente sobre el East River…
Mi realidad es Sophie, Sophie y la luna llena que irradia nuestros
cuerpos, haciendo parecer que nada más importa, que nada más
existe, ni puede existir, si no es entre nosotras.
Cierro los ojos, pero, aún en la efímera sombra que lo envuelve todo,
sigo viendo el resplandor de sus pupilas centelleando frente a mi
persona.
Entreabro los párpados y me acerco, me acerco, me acerco… y, por
cada centímetro que mi cuerpo resquebraja, un hormigueo me
acaricia el pecho, el estómago, las manos, la esencia…
Continuó inclinándome tenuemente hacia ella, en medio de un
contradictorio revuelo de ideas que ni siquiera yo logro comprender.
Dudo.

86
La razón me prohíbe seguir con esta locura. Me advierte que, si lo
hago, estaré cometiendo un error del que viviré arrepintiéndome por
el resto de mis días, y aún después de ellos. De modo que me exige
desistir; tomar mi bolso, marcharme a la velocidad de la luz,
permanecer algún tiempo aislada, reponiéndome de la vergüenza
interna; cortarme el cabello y comprar ropa … ya que los adultos
somos como los automóviles: nos sentimos nuevos con tapicería
nueva.
Sus mejillas rosáceas liberan una cadena de sentimientos pasivos
que me incitan a la ternura. Contemplo su aspecto frágil y dulce,
como el de un pétalo flotando en medio del mar en una sosegada
mañana de primavera, y entonces, cuando empiezo a sumergirme,
aunque voluntariamente, en un recóndito mundo surrealista, me
detengo, lucho contra mí misma, y me alejo.
– Deberíamos irnos –
– Pero…
– ¡Qué noche tan fría! Pescaremos una gripe si continuamos
aquí –
Me pongo de pie y tomo mi bolso. El mundo sigue dando
trastabillones amenazantes en forma de vaivén. Doy media vuelta y,
sin dar tiempo a que su melodiosa voz se manifieste para doblegar
mi voluntad, emprendo camino a paso largo, con la errónea
convicción de que, tomando distancia, podré evitar lo inevitable.

87
Cinco

“Si no recuerdas la más ligera locura en que el amor te hizo caer,


no has amado lo suficiente”

William Shakespeare

– A ntes de continuar, quiero advertirle que conozco muy


buenos abogados –
– ¿A qué viene eso? –
– A que, si la prensa llega a enterarse de lo que voy a contarle,
la demandaré –
– ¡Oh, ya veo! – la doctora Scheffer acomoda la espalda en el
sillón del consultorio – Bueno, no creo que sea necesario
llegar a esos extremos –
– ¿Puede asegurarlo? –
– Desde luego –
– Bien –
Me froto las manos y recorro, con la mirada, el rostro de cada uno de
los presentes. Pienso que es una locura el haberme decidido a
compartir esto con tres desconocidos y una psicóloga de Nueva
York, pero, aun así, no tengo contemplado dar marcha atrás.

88
En el fondo, deseo, no, necesito ser escuchada.
Tomo dos respiros hondos, sintiendo cómo un escalofrío prolongado
me sacude el cuerpo; absorbo una última bocaza de aire frío y, con la
misma pesadumbre de un niño que ha sido obligado a confesar una
terrible jugarreta, murmuro:
– Creo que me he enamorado... de la prima de mi novio –
Bien, finalmente lo he sacado. Lo he pensado, considerado, aceptado
y, al final, lo he sacado.
Pero, ¿qué rayos…? Debo haber perdido la cabeza, no hay otra
explicación para que me encuentre aquí, divulgando mi intimidad a
los cuatro vientos. Quien dijo que hablar aliviaba los pesares del
alma, no era más que un desquiciado… un maldito y perfecto
desquiciado.
De pronto, siento que me he trasladado a un campeonato de tiro al
blanco, y no me molestaría en lo absoluto, de no ser porque yo soy el
blanco. La mujer de senos voluptuosos, la joven gótica de aspecto
amenazador y el hombre que tiene problemas para permanecer
callado; todos me observan atentamente. Incluso la doctora Scheffer
ha perdido la voz. ¿Cómo lo sé? Porque lleva casi diez segundos
abriendo la boca sin emitir sonido alguno.
– Y no digo que sea… ya sabe… Realmente, no lo soy. Es
más, aunque quisiera serlo, no podría, porque me iría al
infierno –
– No te irás al infierno por ser lesbiana, Helena –
– No, no soy… eso –

89
– Pero acabas de confesar que estás enamorada de la prima de
tu novio –
– Bueno, sí, pero…
– No te preocupes, es normal atravesar un proceso de
negación –
– No atravieso ningún proceso…
– Dime, ¿es la primera vez? –
– ¿De qué habla? –
– Del autodescubrimiento. ¿Es la primera vez que te sientes
atraída por una mujer? –
– Eh…
De acuerdo, esta conversación empieza a tornarse incómoda.
– ¿Cuántos años tienes? –
– 30 –
– ¿30? ¡Vaya que has tardado! La mayoría descubre su
inclinación en la adolescencia –
– Creo que no me ha entendido. No soy… lesbiana –
La doctora Scheffer frunce el entrecejo y se inclina hacia adelante,
como si creyera que, estableciendo un contacto visual más atinado,
logrará hacerme salir del armario.
– ¿Han tenido acercamiento físico? –
Hago una mueca de confusión.
– Esa es una pregunta compleja – respondo, queriendo
zafarme del recuerdo de mis labios aproximándose a los de
Sophie.

90
– No, no lo es, pero tomaré tu actitud esquiva como un SÍ –
Maldición.
– ¿Qué es lo que te atrae de ella? –
– Pues… yo… en realidad no lo sé –
– ¿Es agradable? –
– Sí, mucho –
– ¿Atractiva? –
– De una forma indescriptible – susurro, con tal suavidad que
incluso a mi alma le cuesta escucharme – Y tiene una
manera muy extraña de ver las cosas – añado,
precipitadamente – Es como si nada pudiera detenerla, aun
cuando sus ideas no sean más que ilusiones descabelladas.
Creo… creo que está algo loca –
– ¿Loca? –
– Sin duda alguna –
– Suena peligroso – la doctora Scheffer toma apunte de mi
declaración, como si pensara que de ello dependerá la
resolución de un futuro crimen pasional.
– Esto podrá parecer extraño – advierto, en un suspiro
lánguido – Pero, ¿alguno de ustedes sabe dónde está
Kazajistán? –
Las cuatro cabezas se menean de un lado a otro, acompañando el
gesto de negación con miradas interrogativas.
– ¿Qué hay de la contaminación atmosférica? ¿Creen que esté
relacionada con el código laboral? –

91
El desconcierto no da tregua. Debí suponer que nadie en su sano
juicio sería capaz de ver el mundo de la manera que Sophie lo ve.
Ella es como un pez rebelde que nada contra la corriente sin
importar en qué dirección vaya el banco, o a dónde pueda llevarla su
osadía…
Sophie. Pienso en ella y, de pronto, me doy cuenta de que hay más
en mí de lo que imaginaba. Más sentimientos, más emociones, más
capacidad de perder la cordura y de, estando loca, no desesperar.
Sophie. Su nombre resuena dentro de mí al igual que la melodía de
un piano tocado en el silencio de la noche. Acaricia, estremece las
paredes de mi alma, como el viento que choca contra una puerta
agrietada por el paso de los años.
Sophie. El simple recuerdo de sus pupilas esmeralda avivándose bajo
el resplandor de la luna, agita mi respiración y transforma mi hálito
en jadeos exagerados que superan el tic tac del reloj de la pared.
Hace poco más de una semana, era mi crisis depresiva lo que me
obligaba a exponer mi identidad frente a la doctora Scheffer y sus
pacientes. Era lo pesado y doloroso de mi tristeza lo que me había
traído a este sitio. Pero hoy, el motivo de mi presencia es, de cierta
forma, ajeno a mi propia voluntad, ya no se trata de aquél vacío
inexplicable que apuñalaba mi pecho durante el alba, ni de aquella
soledad ambigua que me impedía conciliar el sueño por la noche.
Ahora, todo se reduce a Sophie Watson – Creek. A sus ojos, al
aroma de su cabello, a la suavidad de su piel, a las curvas de su

92
cadera, a los pómulos remarcados de sus mejillas, a su busto, a sus
piernas, incluso a sus dedos y a cada una de sus uñas…
Ahora, es la silueta de aquella mujer inglesa lo que consume mi
pecho durante el alba y se posa entre mis ojos por la noche,
haciéndome imposible cerrar los párpados… convirtiendo mi vida,
por irónico que parezca, en una insoportable, pero plácida extensión
de su delicado cuerpo.
– ¿Cómo puede, una persona, estar segura de que se ha
enamorado? –
La doctora Scheffer me observa con perplejidad, encandilándosele
los ojos en breves intervalos que aparecen y desaparecen al ritmo de
sus latidos. Al cabo de un rato, cuando logra digerir la complejidad
mi pregunta, suelta un bufido y se tantea la quijada con el índice,
como quien medita la posibilidad de hacer un largo viaje en coche.
– El amor – murmura, entornando la vista – es un tema
complicado, pero, aunque suene contradictorio, también es
relativamente simple –
Cruza una pierna y, frotándose la barbilla, continúa:
– En una ocasión, leí la historia de un hombre que se dejó dar
una paliza con tal de recibir primeros auxilios de la mujer a
la que amaba. Él la describe como la paliza más tormentosa
y dulce que le han dado en la vida, pero que no se me
entienda mal, no es la tunda lo relevante, sino el propósito
de la misma –
– Eh…

93
– Lo que intento decir, Helena, es que el amor nos lleva a
cometer estupideces que, al final, terminan pareciéndonos no
tan estúpidas. Tú me preguntas cómo puede, una persona,
estar segura de que se ha enamorado; pues bien, te diré que
se basa en la cantidad de estupideces que esté dispuesta a
cometer –
– Y si esa persona no está dispuesta a cometer estupideces –
intervengo – Si, por nada del mundo, está dispuesta a tomar
riesgos… ¿Significa que no está enamorada? –
La doctora Scheffer guarda silencio. Su mirada, estoica como el
cielo nocturno y fulminante como el sol veraniego, penetra mis
pupilas sin reparo. Toca algo dentro de mí… descubre algo dentro de
mí. ¿Qué? No afirmo nada con contundencia, pero sospecho que,
ante su ágil y aguda vista, se ha rasgado el velo que ocultaba, o
pretendía ocultar, aquél sentimiento indomable y falto de razón…
Mi amor por Sophie.
Parpadea, vuelve a ser una psicóloga común cuyo consultorio no es
lo suficientemente ostentoso para la exquisita Manhattan. Sólo hay
algo que ha cambiado: ahora sabe lo que debe responder.
– No – susurra, esbozando una leve sonrisa de benevolencia –
Significa que no sabe amar –

94
Italia, 1796

Te envío tres besos: uno a tu corazón, otro a tu boca y otro a tus


ojos.

Napoleón

95
¿ A lguna vez han sentido ese pálpito incontrolable que hace
temblar las manos, o aquella ansiedad penetrante que socava
el estómago?
¿Han sentido, en algún momento de la vida, aquél vacío en las
entrañas que logra paralizar su cuerpo sin que puedan hacer nada
para evitarlo?
Si lo han sentido, entonces comprenderán por qué no he tocado el
timbre. Comprenderán por qué llevo diez minutos aquí, de pie,
dando vueltas de un lado a otro, surcando la alfombra del corredor,
sin poder tocar el timbre.
No es que no sepa lo que hallaré, al contrario, lo sé perfectamente,
he ahí la razón de que mis piernas tiemblen y mi aliento retumbe a lo
largo y ancho del pasillo.
Poso la mano derecha sobre la puerta, queriendo sentir más allá del
madero, queriendo encontrar, en la absoluta calma, el repicar de sus
latidos atravesando la pared. Y lo encuentro, o imagino encontrarlo,
y, aunque sólo lo imagine, me parece tan real como el hormigueo
que ahora me sube del vientre al cuello y del cuello a las
extremidades.
Inhalo, exhalo, inhalo, exhalo. Mi pecho sube y baja abruptamente,
cada vez con más violencia. Oprimo los párpados, hasta que las
córneas comienzan a dolerme y manchones oscuros surgen de la

96
nada, danzando frente a mí. Van dibujando su faz, trazándola en
medio de las sombras, bosquejando su belleza…
¡Ni siquiera en la oscuridad puedo ocultarme de su rostro!
Entonces, en medio de aquel ensimismamiento, mis frágiles dedos se
someten a la voluntad de mi corazón y, tiritando excitadamente,
tocan el timbre. Retrocedo, pero no más de un paso, porque la puerta
se abre de par en par antes de que logre huir.
– Helena…
Permanezco callada.
– No te esperaba –
Continúo en silencio.
– Adelante –
Entro sin emitir sonido. Entro, incluso, sin poder mirarla a los ojos.
– ¿Quieres – me pregunta – una taza de té? –
Muevo la cabeza de un lado a otro.
– ¿Zumo de naranja? –
Vuelvo a negarme.
– Bien…pues… toma asiento –
– Prefiero quedarme de pie, gracias –
Sophie no responde a mi gesto de indiferencia, al menos no en
primera instancia. Quizá, por sentirse incómoda, o quizá, para no
acrecentar mi incomodidad.
Un ruido intermitente prorrumpe en la habitación; son gotas de agua
golpeando el ventanal de vidrio. Ha comenzado a llover.

97
Inhalo y exhalo repetidas veces, queriendo mitigar la incontrolable
ansiedad que me pide a gritos recorrer su cuello con mis dedos.
Reposo la mirada sobre su boca, tratando de imaginar que mis
pupilas son capaces de rozar sus labios, sus húmedos y perfectos
labios de tulipán carmesí…
– ¿A qué has venido? – murmura, y su voz roza mi cara.
– No estoy segura –
– Pero… has de tener una idea –
– Sí, la tengo –
– ¿Y cuál es? –
– Una muy poco racional…
Un relámpago estrepitoso corta el eco de mis palabras, causándome
tal susto que termino, involuntariamente, acercándome a ella;
sintiendo su cálido respirar en mi rostro y el ardor de su mirada
atravesándome el alma.
¿Puede algo – me pregunto – ser más fuerte que esto?
¿Puede haber algo – insisto – más parecido al amor?
Mi pálida y temblorosa mano acaricia su mejilla. Me acerco.
Dibujo círculos bajo sus párpados de nieve. Me acerco aún más.
Toco sus labios. Me acerco… y la beso. La beso como jamás había
besado a nadie: con la certeza de que el pecho se me calcina.
Todo fluye, como el agua entre las manos, como la tinta en el papel,
como la arena en las dunas. Ojos cerrados, labios húmedos, dedos
que rozan la piel bosquejando declaraciones… todo fluye con
absoluta perfección, con absoluta belleza.

98
Mi mano se ciñe a su cuello, a su nuca, y sube, entrelazándoseme los
dedos en su cabello lacio, presionándola levemente contra mi boca.
Su índice recorre mi pómulo con suavidad, como si temiera hacerme
daño, como si yo fuese la más preciada de sus joyas. Y ahí, donde
nuestras pieles se funden, donde sus caricias derriten mi ser,
finalmente lo siento. Siento que el mundo se detiene.
Podría quedarme así para siempre. Podría quedarme así hasta que la
luna caiga del cielo y el sol deje de brillar… pero abro los ojos
lentamente, y retrocedo, mirándola con temor.
El frío de la lluvia traspasa el ventanal y estremece mi cuerpo.
Vuelvo a retroceder, sintiendo cómo su hálito se torna débil a
medida que me alejo y cómo sus pupilas van perdiendo la luz.
Inevitable e impredeciblemente, corro hacia la puerta y abandono la
habitación. Corro sin parar, dejando las huellas de mis zapatos
adheridas a la alfombra, dejando trozos de aliento gélido esparcidos
en el aire, pero llevándome su beso como fuego ardiente derramado
sobre mis labios.

99

Segunda Parte


Seis

“La felicidad es darse cuenta de que nada es demasiado


importante”

Antonio Gala

– T iene ojeras. ¿Ha dormido bien? –

– Sí, claro…
Fahrim me mira con incredulidad. Ambos sabemos que miento, pero
es, en definitiva, muy temprano para iniciar una discusión.

– Haremos un trayecto de cuatro horas hasta Kapchagai.
Puede que mi amigo, Said, sepa dónde encontrarla…
Encontrarla. Por alguna razón, esa idea ha comenzado a parecerme
aterradora. ¿Qué pasará si no quiere verme? ¿Qué pasará si ha
dejado de amarme?
– Dormiremos en una casa de huéspedes de la localidad.
Tengo entendido que son muy cómodas, aunque me siento
obligado a advertirle sobre los mosquitos…
Por otro lado, están aquellas palabras escritas al final de su última
carta:

101
Entre Napoleón y los tulipanes

Entre Napoleón y los tulipanes... he leído y releído la misma frase


durante los últimos seis meses. Cuesta creer que aún no logre
desentrañarle el sentido.
– ¿Está poniendo atención? –
– Sí, por supuesto –
– ¿De qué le hablaba? –
– De los mosquitos, hablabas de los mosquitos –
Fahrim frunce el ceño con una pizca de enfado. Temo que el asunto
de los mosquitos forma parte de un pasado remoto.
– Said, señorita Fakker, le hablaba de mi amigo Said–
– ¡Oh, claro! Por favor, continúa –
– Trabaja en el parque acuático de Kapchagai, pero también es
un botánico cualificado. Por cierto, no tendrá problemas
para comunicarse con él: habla su idioma…
Entre Napoleón y los tulipanes. No dejo de darle vueltas al asunto.
¿Qué relación puede haber entre una cosa y la otra? ¿Qué tiene que
ver uno de los emperadores más grandes de la historia con una flor
originaria de las estepas kazajas?
¿En realidad tiene sentido el hallarme aquí, en un país extraño y
cuya lengua desconozco, con la única finalidad de seguirle el rastro a
una mujer que no veo hace más de cinco años?
No… creo que no tiene sentido.

102
Abandonamos el hostal poco antes del alba, pudiendo presenciar, al
inicio de nuestro viaje en coche, el encuentro del horizonte con el
sol.
Sin importar los bucles de tiempo que se han tragado mis días, el
amanecer sigue siendo el mismo de hace seis años: sume la tierra sin
dejar nada, más que espectros de su silueta. Reflejos de su cuerpo
que, al pasar junto a mí, murmuran: Sophie, Sophie, Sophie.
Fahrim no tarda en colocar su disco de Edith Piaf. Innegablemente,
estuve contemplado el averiar la radio del coche mientras dormía,
pero lo cierto es que nada me relaja tanto como la buena música
francesa. De hecho, mi problema, me atrevo a decir, es el
relajamiento, ya que he adoptado la manía de utilizarlo como excusa
para pensar en ella. En ella, en Napoleón y en los tulipanes, claro
está…
– Señorita Fakker – comenta él, ladeando la cabeza al ritmo de
la melodía.
– ¿Sí? –
– Aún no termina de contarme cómo llegó aquí –
– Es cierto – respondo, bajando la mirada – Dime, ¿te interesa
saberlo? –
– Sólo si no le molesta recordarlo – contesta, observándome
con el rabillo del ojo.
– No, no me molesta. ¿Dónde hemos quedado? –
– En el beso, desde luego –

103
– Oh – murmuro, extraviando la vista en el horizonte infinito
de la carretera – El beso…

104
T
odo lo que necesitaba saber, ya lo sabía. Lo supe en cuanto mis
labios tocaron los suyos, en el momento que nuestra respiración
se tornó incontrolable. Supe que la amaba con locura y, aún peor,
que difícilmente podría recuperar el juicio.
Cuando Patrick volvió, tuve que fingir que nada había sucedido. Que
no me agobiaba tocarlo y que sus besos no eran demasiado cutres. Lo
habían sido siempre, pero ahora más que nunca.
Debí haberle dicho la verdad, debí decirle que había encontrado el
verdadero amor, o, al menos, algo parecido, porque, si bien era cierto
que Sophie despertaba, en mí, sentimientos irracionales e incontenibles,
nada me aseguraba que estuviese realmente enamorada de ella. Y, al
negarme a aceptar que lo estaba, reparé en hacer lo que los adultos
solemos hacer cuando nos hallamos frente a un problema que no
deseamos contemplar como un problema: sobrellevarlo.
Pasará – me dije – Es algo temporal y efímero… Un simple capricho… mera
curiosidad por aquello que nunca experimenté en la adolescencia…
Pero, entonces, llegaron los mensajes.
Cada mañana, tarde y noche, la voz de Sophie resonaba en el
contestador. Algunas veces, pedía encontrarnos; otras, que devolviera
sus llamadas; pero había ocasiones, y estas eran las que más me costaba
ignorar, en las que simplemente decía: no tengas miedo.
No tengas miedo… parecía estar convencida de que, repitiéndolo lo
suficiente, lograría llevarme a su lado.
¡Cuánta razón tenía! De no haber sido porque procuré enfriar mi
corazón, no habría resistido su primer mensaje, soportado el segundo,

105
amortiguado el tercero, ignorado el cuarto, contemplado el quinto, y el
sexto… ¡Ah, el sexto! De haber sabido que sería el último, me habría
ablandado un poco…
Pero no. No respondí ninguno de ellos, no devolví ninguna de sus
llamadas, no dejé de sentir miedo y días más tarde, cuando Sophie
regresó a Londres, pensé: todo terminó. Es mejor así…

106
~~~ ∞ ~~~

T rago saliva y parpadeo con énfasis, como esperando que todo


haya terminado para cuando vuelva a abrir los ojos, pero los
abro y las cosas siguen igual. Los adinerados ríen tan falsamente
que me provoca asco su hipocresía; mi madre se esfuerza por
mantenerse a la altura de Betty Tale, y, de pronto, siento pánico,
porque no logro ver cuál de las dos es más superficial.
Algunos no aprendieron el arte de aparentar y prefieren mantenerse
en un rincón, bebiendo, mientras se lamentan por tener que estar en
un lugar que no desean y en un momento vulnerable.
Otros, simplemente están cansados, tan cansados que no tienen
fuerza para seguir fingiendo, así que se retiran a la mesa del ponche
y permanecen ahí la mayor parte de la velada. Claro que también
están los que se han visto obligados a formar parte de un mundo que
no comprenden y que nunca comprenderán, porque está más allá de
su entendimiento.
Están los aprendices, los hijos de políticos y empresarios que
recorren el salón, sedientos de un poder que jamás logran controlar,
porque siempre son ellos los controlados. Y, por último, están los
que imploran quedarse ciegos, pero que siguen despertando todas las
mañanas, en el mismo lugar, con la misma sensación de vacío que
les impedía dormir la noche anterior…
¿Qué es lo más triste de ellos? Que terminan acostumbrándose.

107
Suelto un resoplido de exasperación y me refugio en la copa de
whisky que el mesero, tan acertadamente, acaba de ofrecer a los
invitados. Nunca he sido fanática del licor, pero la idea de entrar a
un estado de irreverencia donde, eventualmente, sea incapaz de
recordar mis penas, me resulta tentadora.
– ¿Helena? –
Las tripas me dan un giro de 360 grados antes de volver a su sitio.
– ¿Doctora Scheffer? –
– ¡Qué sorpresa! –
De hecho, la palabra exacta sería: infortunio.
– ¿Qué hace aquí? – indago, en tono algo brusco.
– Mi esposo – responde, señalando a un hombre alto y fornido
que platica con tres caballeros de saco y corbata – ¿Y tú? –
– ¿Yo? –
– ¿Qué haces aquí? –
– Mi novio – contesto, sin molestarme en buscar a Patrick
entre el gentío.
– Oh…
La doctora Scheffer se inclina hacia adelante con aire de chismorreo.
– ¿Seguiste mi consejo? –
No sé qué me resulta más incómodo, si el hecho de secretear o el
aparente tema del secreteo.
– ¿Hablaste con ella? –
Definitivamente, el tema del secreteo.
– Sí, por supuesto –

108
Mentira.
– ¿No te sientes mucho mejor? –
– Absolutamente –
Mentira.
– Y dime, ¿has logrado aclarar tu mente? –
– Sí… mucho –
Mentira. Quinto mandamiento: no rendirás falso testimonio.
Esta plática me llevará al infierno.
– Así que has tomado una decisión, en cuanto a…
– Sí…
Un estrépito repentino causado por el descorche de una botella de
champán, me hace dar un sobresalto.
– Hice lo que tenía que hacer –
– ¿Y qué tenías que hacer? –
– Lo correcto, obviamente –
La doctora Scheffer me observa con tal curiosidad que, por un
instante, me siento como una rareza de la creación.
– ¿Sabes cuál es la trampa más grande de la vida? – me
pregunta – Nos esforzamos en dar importancia a un centenar
de cosas, sólo para caer en cuenta, al final, de que nada es
demasiado importante... Nada, excepto la felicidad –
Me limito a guardar silencio. Trato de digerir su comentario; trato,
más bien, de omitir su complejidad, por miedo a que pueda llenarme
de coraje para hacer algo que, bajo ningún precepto, debo hacer.
– ¿Cómo está ella? –

109
– Se ha marchado –
– ¿De vuelta a Londres? –
Muevo la cabeza en señal de afirmación.
– ¿Y eres feliz con eso? –
¿Feliz? ¡Qué palabra tan curiosa, tomando en cuenta que no existe!
No, no existe. A no ser que piensen que una persona puede estar
satisfecha en todo momento, o al menos la mayoría del tiempo,
estarán de acuerdo conmigo cuando digo que no hay felicidad, sino
una serie de eventos que nos llevan a una dicha temporal.
– ¡Eleonor! –
Los estrepitosos gritos del esposo de la doctora Scheffer me
producen alivio. ¿Se puede escoger un momento más oportuno para
interrumpir una conversación que en el meollo de ésta?
Dios bendiga a los hombres imprudentes.
– Hola… Eh... Probando, uno, dos. ¿Me escuchan? –
Medio salón gira en torno a la tarima principal, donde un hombre
rubio y elegante intenta ganar la atención del público dándole
golpecitos a la cabeza del micrófono.
– ¿Podrían, por favor, darme un minuto de su tiempo? –
Los invitados dejan a un lado sus interesantes pláticas sobre
economía y giran la cabeza en dirección a mi novio, cuya frente luce
tan sudorosa como la de un maratonista.
– Yo… – Patrick me mira fijamente – Quiero hacer algo esta
noche – continúa, sacándose un pequeño cofre del bolsillo –
Dicen que no es fácil encontrar una persona con la que,

110
realmente, nos sintamos a gusto. Ya saben, alguien con
quien puedas ser tú mismo…
Por Dios, que no sea lo que estoy pensando.
– … es por eso que, cuando finalmente la encontramos, no
debemos dejarla ir…
Ha de ser el whisky, el whisky ha comenzado a producirme
alucinaciones.
– Helena…
Alucinaciones aterradoras.
– … cuando te conocí, supe que serías alguien importante en
mi vida…
O, quizá, he sufrido un choque etílico y esto es parte de un sueño
experimentado en la camilla de un hospital.
– … supe que estábamos conectados de alguna manera…
Tal vez, he entrado en coma.
– … ahora, comprendo ésa conexión y estoy decidido a
forjarla…
Despierta, despierta, por favor, por favor.
– … ¿quieres casarte conmigo? –
De pronto, siento como si me golpearan el estómago con un saco de
patatas, mientras mi cuerpo se tambalea colgado a la cima del
Empire State. Entro en pánico. Miro a mi madre con el rabillo del
ojo. ERROR. Lo único que encuentro, es una mujer con semblante
de desquiciada, moviendo la cabeza de arriba a abajo, poniendo en
peligro la seguridad de su nuca. Observo a mi padre. ERROR. El

111
pobre parece compartir mi estado de shock; no es de gran ayuda.
Doy un último giro de córneas. Me topo con el rostro de Apu, pero
no hay señas ni articulaciones mudas, sólo una sonrisa.
¿¡De qué me sirve una sonrisa!?
Sí o No… Casarse o No Casarse…
¿Qué es esto? ¿Una versión contemporánea del monólogo de
Hamlet?
– ¿Helena? –
No puedo casarme con Patrick. ¡No lo amo! Pero tampoco puedo
romperle el corazón frente a Betty Tale, eso sería condenarlo a la
humillación pública.
Podría, simplemente, desmayarme…
– Cariño…
… pero eso sería retardar lo inevitable.
– … ¿estás bien? –
De modo que sólo hay un camino.
– ¿Helena? –
– Yo…
¡No te amo!
– … necesito pensarlo –
Una cadena de murmullos se apodera del salón, seguida de los
flashes fotográficos de la prensa y una movilización considerable de
periodistas, encabezada por Betty Tale y su camarógrafo.

112
Sí, los veo, son los jinetes del Apocalipsis cabalgando hacia mí, en
aras de degollarme viva… Un momento. Creo que, esta vez, sí es el
whisky.
Le dirijo una última mirada a Patrick, como queriendo decirle: lo
siento, y, sin molestarme en esperar la avalancha de los medios, me
colo entre la multitud y huyo, al igual que huiría un venado
asustadizo de una manada de lobos hambrientos.

113
– H umillante. ¡Fue humillante! –

Nadie hace comentarios.


– ¿En qué pensabas, Helena? ¿Acaso… acaso te has vuelto
loca? –
El silencio continúa.
– Rechazar a Patrick frente a todo el mundo… ¡frente a los
medios! –
Me niego a pronunciar palabra.
– Es preciso que lo llames. ¡No, llama a Betty! Sí, la llamarás
y te retractarás en cadena nacional –
– No lo haré –
– ¿Qué dices? –
– Que no lo haré –
Mi madre se detiene en el centro de la estancia y me echa una
mirada suplicante, como si creyera que todo se trata de un complot
cuyo objetivo es matarla de un infarto.
– Pero…pero… ¿por qué? –
– Necesito pensarlo –
– ¿Pensar? No hay nada que pensar. Patrick es el hombre de tu
vida –
– No, mamá, es el hombre que tú quieres imponer en mi vida.
Hay una diferencia abismal –

114
– Helena tiene razón; la decisión, es suya. Si no quiere
casarse, que no se case –
– Gracias, abuelo –
– ¿Qué está diciendo? ¿Realmente desea ver a su única nieta
quedarse solterona? –
– El hecho de que no se case con Patrick Watson - Creek, no
quiere decir que vaya a quedarse solterona. Aún es joven –
– ¡Tiene 30! –
– Los 30 son la flor de la madurez –
– Pues su flor ya ha comenzado a marchitarse…
– ¡Mamá! –
– ¡Sólo digo lo que pienso! –
– Hija… – la voz de mi padre prorrumpe en el gran salón,
entrecortada y temblorosa – Creo que debes casarte con él –
– Harold, no es correcto que te pongas de lado de tu esposa –
– No estoy poniéndome de su lado, es sólo que… creo que
debe… casarse –
– No me casaré. Lo siento, pero no lo haré –
– ¡Helena, deja de comportarte como una niña caprichosa! –
– Querer controlar mi vida no me hace una niña caprichosa,
mamá –
– Dios bendito… Santa Madre de Jesús… ¿Cuándo se ha
nublado tu horizonte? –
¿Mi horizonte? No tengo ningún horizonte. He vivido
descarriadamente, siguiendo los sueños de otras personas y

115
brincando con el brazo extendido, como si en realidad me importara
alcanzarlos. Me dejé convertir en un prototipo del ser humano
moderno. Aquél que busca seguridad e imita lo que hace la mayoría,
porque le aterra ser diferente…
Por primera vez en mi asquerosa vida, soy capaz de ver quién reside
en esta masa de carne insípida, que se salva de la putrefacción
debido al conjunto de órganos pegajosos que mantienen mi cuerpo
funcionando...
Soy Helena Fakker, una mujer maniacodepresiva de 30 años que se
niega a admitir su inminente inclinación sexual por miedo a ser
destrozada por la prensa, o aún peor, por el tridente de Satanás.
Soy Helena Fakker, una miserable infeliz que acaba de darse cuenta
de que no ha sido más que un títere en la obra de teatro de su vida.
Dios…cómo duele haber perdido el tiempo...
– Hija, por favor, hazle caso a tu madre –
– No insistas, papá, ya he tomado una decisión –
– Pero…
– Harold, déjala tranquila. Mi nieta no necesita casarse con
ningún multimillonario para subsistir –
– Pero…
– Helena, cariño, haz lo que te plazca. Sabes que tienes mi
apoyo incondicional…
– ¡Estamos quebrados! –

116
Alto. Suspensión absoluta de sentidos en el tiempo, espacio y
dimensión. Todo se detiene, lentamente, hasta quedar inanimado.
Incluso las manecillas del reloj parecen estar en reposo.
De no ser porque el rostro de mi madre aún no presenta aquella
tonalidad propia de la asfixia, juraría que ha dejado de respirar.
– Repite lo que acabas de decir – pide el abuelo, esforzándose
por mantener las piernas fijas en el piso.
– Estamos en la quiebra... No tenemos dinero –
– ¿Por qué no tenemos dinero? –
– Yo no sabía que…
– Limítate a responder, Harold –
Mi padre oprime la mandíbula, como si creyera que, manteniendo
las palabras dentro de su boca, puede cambiar la realidad.
– ¡¿Dónde está el dinero?! –
– Lo perdí –
– ¿Lo perdiste? –
– Apostando –
Apu contiene la respiración y mi madre se lleva una mano a la
garganta. Podría jurar que busca estrangularse.
– Tuve problemas… en la bolsa – continúa mi padre – Pensé
que, apostando, podría recuperar lo que había perdido…
– ¿Qué fue lo que apostaste? – inquiere el abuelo, con voz
temblorosa.
– Mi capital… y el de Nadine –

117
– ¡¿Que hiciste qué?! – grita mamá, poniendo los ojos como
platos de porcelana.
– Y… los títulos de propiedad –
– Harold, ¿pero eres imbécil? – vuelve a gruñir mi madre,
rechinando los dientes.
– ¿Los títulos de propiedad de la casa? – pregunto, aunque, en
el fondo, ya conozco la respuesta.
Mi padre mueve la cabeza de arriba a abajo.
– ¿Y cómo es que no nos han echado aún? –
– Logré hacer un trato para que…
– ¿Un trato de cuánto? – interrumpe el abuelo, comenzando a
ponerse pálido.
– Un millón…
– ¡¿Un millón de dólares?! – vocifera mi madre, arrancándose
los cabellos desenfrenadamente.
– Un millón era todo lo que teníamos en el banco – vacila
Apu, desplomándose sobre el diván de la sala – De manera
que… ¿no tenemos ahorros? –
El silencio de mi padre indica afirmación.
– Al menos no has tocado las acciones del negocio…
Harold desorbita la mirada.
– ¿No lo has hecho, cierto? –
Continúa desorbitada, queriendo esquivar los ojos saltones del
anciano que yace frente a sus narices.

118
– He tenido que ceder mi parte. ¡Pero podemos recuperarla,
sólo…! –
Un grito desgarrador me aturde los tímpanos. Mi pobre y
desahuciada madre se lanza sobre su marido, echa un mar de
lágrimas.
– Dime – solloza – que no nos has dejado en la calle –
Papá no responde.
– ¡Júrame que no seremos el hazmerreír de la comunidad! –
Sigue sin haber respuesta.
– ¿Cuánto dinero nos queda? – pregunta Apu, en tono apenas
audible.
– Lo suficiente para sobrevivir un tiempo –
– ¿Cuánto tiempo? –
– Yo… creo que… un par de meses -
– ¡¿Un par de meses?! – repite mi madre, cuyos ojos casi no
pueden verse entre los manchones negros dejados por su
maquillaje corrido.
– Siempre y cuando – añade él – despidamos a Esther,
cancelemos la membrecía del club, del salón de belleza, del
gimnasio, de la boutique, de los…
Otro chillido agudo me penetra los oídos, haciéndome sentir que un
clavo es enterrado bajo mi sien.
Segundos más tarde, Nadine Fakker está aferrada a mi cintura y
moja mi vestido turquesa con sus lágrimas.

119
– Por favor – suplica – por lo que más quieras… ¡cásate con
Patrick! –
– ¿Qué? –
– Si la prensa se entera de que estamos arruinados, sería…
sería la peor vergüenza de nuestras vidas –
– No puedes pedirme que me case por dinero, mamá –
– ¡Te lo imploro, Helena! Hazlo por tu familia… ¡hazlo por el
mismísimo Dios! – gimotea, mientras el río de su llanto le
empapa la cara y se escurre, goteando sobre la alfombra
roja– ¡Ten compasión de tu madre, de la mujer que te dio la
vida! – insiste, dejándose caer de rodillas – Helena…
Helena, hija… Me lo debes...

120
~~~ ∞ ~~~

– ¿ S e casó por dinero? –


– No es algo de lo que esté orgullosa –
– ¿Pero cómo pudo hacerlo? Me refiero a dormir durante seis
– años junto a un hombre que no amaba –
– Créeme, yo me hago la misma pregunta todos los días –
– ¿Qué hay de ella? ¿La dejó ir tan fácilmente? ¿No intentó
detener su matrimonio? –
– Por supuesto que lo intentó –
– ¿Y cómo? Porque, obviamente, no dio resultado –
– Bueno, es que…
– ¿Asistió a la boda? ¿Estuvo presente cuando se casó con
Patrick? –
– No, no estuvo ahí –
– ¿Por qué? –
– Porque yo se lo pedí –
Fahrim hace una mueca de incomprensión.
– Sabía que tenerla cerca me haría dar marcha atrás – añado,
queriendo justificarme.
– Ya veo – murmura mi intérprete, volviendo la vista al
camino – Pero sigo sin entender –
– ¿Qué es lo que no entiendes? –

121
– ¿De qué manera pretendía Sophie impedir su boda,
hallándose del otro lado del mundo? –
Dejo escapar un bufido de gracia y, desviando la mirada al horizonte
con aire nostálgico, respondo:
– Ella recordó mi historia favorita –

122
~~~ ∞ ~~~

– C aviar. Es preciso que haya caviar –


– Y langostinos –
– ¡Langostinos, por supuesto! ¿Qué opinas, Helena? –
–– Me da igual –
– ¿Cómo que te da igual? Discúlpanos un momento, Randall –
El organizador de eventos da media vuelta y se aleja unos cuantos
pasos. Por alguna razón, tengo el presentimiento de que guarda la
distancia suficiente para no perderse ni un detalle de la plática.
– Podrías mostrar un poco más de interés –
– ¿Cómo? No tengo interés alguno –
– Helena, es tu boda…
– Madre – farfullo, exasperada – Haz lo que quieras, ¿sí? –
Para mi alivio, el sonido del timbre amortigua su voz justo cuando se
proponía reñirme.
– Llaman a la puerta – musito, ansiosa por atender al
desconocido, pero oportuno visitante.
Ignoro la mirada furiente de mi madre y camino hacia la entrada,
feliz de poder alejarme del pesado y fastidioso ambiente pre –
matrimonial, que ha venido absorbiendo mi calma durante las
últimas semanas.

123
– ¿Puedo ayudarlo? – pregunto, cuando, al girar el pestillo de
metal, me topo con un empleado de la oficina de correos.
– Busco a la señorita Helena Fakker –
– Soy yo –
– Firme aquí, si es tan amable –
El hombre me ofrece un bolígrafo y señala con el dedo una línea
vacía, al pie de un formulario de recibo.
– Bien… ya está –
El desconocido me entrega un sobre sellado, esboza una sonrisa de
amabilidad y se aleja, bajando las escalinatas.
Algo desorientada por el reciente episodio, me refugio en una
esquina del recibidor, fuera del alcance de mi eufórica madre, y doy
vuelta al misterioso paquete.
El corazón me da un brinco salvaje cuando mis ojos se topan con el
remitente.

Sophie Watson – Creek


Mayfair, Londres
Inglaterra

Sophie… El eco de su nombre, recitado por alguna fuerza interna,


sacude mi entorno, incluyendo los jarrones italianos que mi padre
mandó traer de Milán para presumir a sus amigos del club de póker.
Una carta de Sophie – me digo, a mí misma, como queriendo ayudar
a que mi consciente lo asimile.

124
¿Qué debo hacer? – auto cuestiono, caminando en círculos
alrededor de la mesa de centro.
Vuelvo a ojear el nombre del remitente. Cabe la posibilidad de que
sea una ilusión… un engaño de mis sentidos, basado en el ferviente
deseo de mi alma…

Sophie Watson – Creek


Mayfair, Londres
Inglaterra

No tiene caso, es evidente que la carta ha sido enviada por ella. Eso,
o he perdido definitivamente la poca cordura que me quedaba.
Me detengo junto a la mesa de caoba y coloco el sobre a un lado del
arreglo floral. Luego, retomo mi caminata en círculos, esta vez
teniendo las manos libres para arrancarme los cabellos con
desesperación.
¿Por qué me ha enviado una carta? Pudo llamar… aunque no
habría contestado… O pudo arreglárselas para enviarme un correo
electrónico… aunque, probablemente, no lo habría leído…
Tomo el sobre de golpe, incapaz de resistir un segundo más sin saber
qué hay plasmado entre las líneas caligráficas que, ligeramente, se
aprecian a través del envoltorio blanco. Rasgo el papel, en absoluto
éxtasis, y despliego la carta con ansiedad.

125
Londres, Mayo 20
Querida Helena

El recuerdo de tus labios rozando los míos, me persigue en cada


parpadeo. La brasa cálida que encendió mi pecho cuando nos
besamos, aquella tarde, continúa ardiendo dentro de mí…
consumiendo cada trozo diminuto de mi vida.
Quisiera pensar que aún piensas en mí. Quisiera pensar muchas
cosas, y, entre esas cosas, quisiera, no pensar, sino creer que no has
decidido entregar tu vida a alguien que no amas.
Aun así, sin importar lo mucho que me hiera tu inmutable actitud de
indiferencia y tu inútil intento por sepultar nuestros escasos
momentos de magia, debes saber que no hay hora, minuto ni
segundo en que tu sombra no golpee mi pecho, reclamando la total
atención de mi alma. Debes saber, dentro de esta última revelación,
que no hay hora, minuto ni segundo en que mi alma no se halle
sumergida en el abismo de tu memoria… en el néctar agridulce de
tu recuerdo.
Helena, ¿acaso nunca aprendiste a sentir? ¿Acaso tu corazón no se
detuvo cuando la humedad de mis labios se derramó sobre tu boca?

Con absoluta entrega y apego a tu pensamiento…

S. WC

126
~~~ ∞ ~~~

– ¿

– Sí –
U na carta de amor? –

– ¡Qué mujer tan ingeniosa! – exclama Fahrim, golpeando el


– timón del coche con la palma de la mano – Realmente

ingeniosa –
Me limito a sonreír con melancolía, como sonreiría una mujer
solitaria al recordar uno de los pocos momentos de su vida en que
llegó a sentirse completa.
– ¿Qué pasó después? – inquiere mi intérprete, lleno de
curiosidad.
– ¿Te parece si continuamos con la historia luego? –
– Ah… claro – responde, echándome un vistazo mal
disimulado – ¿Se encuentra bien? –
– Sí. Estoy bien –
Giro de medio lado sobre el respaldar del asiento, quedando mis
pupilas, irritadas por la falta de sueño, en dirección a la ventanilla.
Polvo, tierra y estepas. Kazajistán podría contenerse en tres palabras,
pero he aprendido que no es correcto etiquetar las cosas en envases
pequeños. Eventualmente, se desbordan.

127
Tal es el caso de este país. Hace un par de semanas, no había más
que infinitas extensiones de tierra cubiertas de hielo. Hoy, ese hielo
ha sido reemplazado por cientos, no, miles de tulipanes salvajes que
se agitan con el viento, saludando a los forasteros que pasan de
largo.
Viéndolos así, a través del cristal de la ventana, empiezo a darme
cuenta de que Sophie no estaba demente por querer venir a este sitio.
Empiezo a entender que Sophie, aquella mujer que, en cierto
momento, creí desequilibrada, siempre ha estado mucho más cuerda
que yo.

128
Siete

“Buscamos la felicidad, pero sin saber dónde, como los borrachos


buscan su casa sabiendo que tienen una”

Voltaire

M e inclino hacia el parabrisas del auto y observo más allá de


la vidriera. Frente a nosotros, se erige una marquesina
escrita en kazajo que, obviamente, no termino de comprender,
porque ni siquiera empiezo a comprenderla.
– Es el parque acuático de Kapchagai – indica Fahrim, al
percatarse de mi vaguedad intelectual.
– Oh…
Sigo a mi acompañante hasta el interior del edificio, realizando todo
el recorrido en silencio. No hago preguntas sobre la credibilidad de
su amigo; estoy tan desesperada por hallar a Sophie que, aún si el
contacto fuese un psicópata asesino, no dudaría en escuchar lo que
tiene que decir.
Caminamos durante un lapso aproximado de diez minutos, que, a mi
parecer, transcurren con la lentitud de una hora. Sólo puedo pensar
en tener a Said al frente, en interrogarlo meticulosamente y hacer
que me diga dónde puedo encontrar a una fotógrafa inglesa de ojos
verde oscuro.

129
– Debe estar preparada para recibir una negativa – advierte
Fahrim, mirándome por encima del hombro.
– Lo estoy…
Mentira. No estoy preparada para recibir negativas, no en estas
circunstancias. He dado la vuelta al mundo con el solo propósito de
mirarla a la cara y decirle aquello que ha estado contenido en lo más
recóndito de mí durante seis años. Recibir otra negativa, sólo daría
cuerpo a la idea de resignarme y volver a Nueva York para pelear un
trozo de mi vida en una corte, con Patrick.
Al final del pasillo, nos detenemos frente a una oficina, cuyo gafete
de identificación, para variar, también está escrito en kazajo.
– Es el despacho de Said – explica mi traductor, procurando
evitar que vuelve a sentirme ignorante – ¿Lista? –
– Sí –
Fahrim llama a la puerta, una voz responde desde el otro lado de la
pared y, acto seguido, mi compañero gira el cerrojo.
El umbral se despeja lentamente, dando lugar a un escritorio, dos
sillas, un librero y una pecera enorme, donde alcanzan a verse unos
cuantos aleteos despreocupados. No tardo en percatarme de la
presencia de dos grandes círculos blancos que adornan el cristal. Dos
círculos blancos con una pigmentación negra en el centro.
Fahrim entra al despacho; lo sigo. Aquellos misteriosos círculos
empiezan a moverse de forma ascendente, acercándose a la boca de
la pecera, como si buscaran escapar.
Siguen subiendo, más y más, hasta que…

130
– ¡Said! –
Entonces, me doy cuenta. Los círculos blancos no son más que un
par de ojos distorsionados por la reflexión del vidrio. Un par de ojos
que, con suerte, habrán recibido la visita de una mujer británica hace
poco tiempo.
Fahrim y su amigo se dirigen unas cuantas palabras en ruso,
interrumpidas, únicamente, por abrazos enfáticos y palmaditas en la
mejilla. Yo, aunque impaciente y al borde de una crisis de ansiedad,
permanezco callada junto a la puerta, contemplando la escena y
orando para que no sea demasiado larga.
Al cabo de unos instantes de mutua expresión afectiva, Fahrim
parece recordar el motivo de nuestra visita y el escaso tiempo que mi
despechado ex - esposo me ha concedido antes de la audiencia.
– Said, te presento a la señorita Helena Fakker –
– Es un placer –
– Mucho gusto –
Nos damos un ligero apretón de manos.
– Por favor, pónganse cómodos. ¿Desean algo de beber? Hay
una máquina expendedora en el pasillo –
– Yo estoy bien. ¿Helena? –
– No, gracias –
– Bien… – Said se apoya al respaldar de cuero marrón – ¿En
qué puedo ayudarlos? –
Contrario a lo que había imaginado, me apresuro a mirar a Fahrim,
esperando que sea él quien tome las riendas del asunto.

131
– Buscamos a una amiga fotógrafa que ha venido a Kazajistán
por los tulipanes salvajes. Pensamos que pudo haber pasado
por aquí, tomando en cuenta que está el Oris Teni… Tina…
– El Iris Tenuifolia –
– Sí, exacto –
– Ya veo – Said se retoca la barbilla – Con que una
fotógrafa…
– Se llama Sophie. Sophie Watson – Creek…
– Es londinense – añado, tratando de ignorar las palpitaciones
violentas que responden a la sola evocación de su nombre.
– Sophie… Sophie Watson – Creek, de Londres – repite Said,
como si intentara memorizarlo para alguna utilidad futura –
Lo siento, no recuerdo a nadie con ese nombre –
– ¿Está seguro? –
– Completamente –
– Quizá si la describo, pueda hacer memoria – insisto,
poniéndome al borde de la silla – Es alta, delgada, de tez
clara y ojos verdes, aunque pudieron haberle parecido
negros si los vio bajo la sombra. Tiene el cabello lacio y
azabache –
– Hum – Said se rasca la cabeza con esmero – No, no la
recuerdo. Lo siento mucho –
– Tal vez fue con otra persona. ¿Cuántos botánicos hay en este
pueblo? –
– De hecho, hay varios…

132
– Pero Said tiene muy buena fama. Todos los fotógrafos que
llegan a la zona buscando tulipanes, se asesoran con él –
intercede Fahrim, al ver que empiezo a ponerme terca.
– Puede que Sophie no lo supiera. Puede que haya ido con
alguien más –
– La señorita Fakker tiene razón, no soy el único amante de
los tulipanes en Kapchagai. Es más, tengo la dirección de
unos cuantos colegas… debe estar en algún sitio… si me
dan un minuto…
Said se inclina, abre el cajón del escritorio y saca un bloque de
papeles terriblemente desordenados.
– Creí haber escuchado que estaba preparada para recibir
negativas – murmura Fahrim, cuya voz es casi apagada por
el sonido del papelero siendo revuelto.
– Mentí – respondo, desvergonzadamente.
– Ha de estar por aquí, denme un segundo…
– Señorita, tiene que dejar a un lado la obstinación – insiste él,
queriendo reprenderme.
– Estoy tan consciente de ello como la tortuga está consciente
de que necesita ser más rápida –
– Pero la tortuga es lenta por naturaleza –
– Exacto…

133
E s un hecho que las cosas no siempre salen como lo esperamos,
y que, cuando esto sucede, recurrimos a un sinfín de
alternativas para hacer que funcionen como teníamos previsto. El
problema radica en que éstas alternativas no siempre resultan y,
siendo así, ¿dónde ampararse al final del día? ¿A la puerta de qué
botánico volver a llamar, sólo para asegurarme de que no recuerda
haber conocido a Sophie?
Ése es uno de los problemas más grandes del ser humano: saber que
hay momentos en los que puede intervenir, conocer la existencia de
momentos en los que no puede hacer nada, pero no saber diferenciar
una cosa de la otra.
Es por eso que ignoro negativa tras negativa. Es por eso que hago
oídos sordos a las palabras de Fahrim, que me ruega salir de mi
trance para darme cuenta de que llevamos cinco horas recorriendo
Kapchagai sin encontrar ni un solo rastro de ella.
He ahí la razón por la cual, aún bajo el cuadro escarlata del
atardecer, me niego a retirarme sin haber visitado a todos los
botánicos de la lista…
El único inconveniente de amar profundamente a alguien es que,
luego de un tiempo, dejamos de ver la línea divisoria entre esa
persona y nosotros, y esa persona.

134
– ¡¿Cómo que una semana?! ¡Ése no era el acuerdo, Alice! –
La recepcionista me echa una mirada sagaz.
– ¡No puedo volver, aún no he terminado! –
Mis gritos parecen alarmar a los huéspedes que se pasean por el
lobby; algunos intercambian miradas nerviosas y optan por
marcharse al comedor o a la terraza.
– ¿No podrías hablar con él? Intenta persuadirlo -
Comienzo a dar vueltas de un lado a otro, enrollándome el cordón
del teléfono en el índice derecho para aplacar la inminente cólera.
– ¡Pero teníamos un trato! –
– Disculpe, ¿podría bajar la voz? –me pide la recepcionista, un
tanto enojada por mi falta de prudencia.
– Señorita Fakker…
Extiendo la mano para indicar a Fahrim que me encuentro en medio
de una conversación poco amena y prefiero no ser interrumpida.
– Entonces, ¿no hay nada que hacer?... ¿Ni siquiera un par de
días?... ¿No?... Sí, claro… Entiendo… Ahí estaré … Adiós –
Cuelgo el teléfono y me inclino para darme de frentazos con el
mostrador.
– ¿Qué sucede? – pregunta Fahrim, sin detenerse a pensar en
lo peligroso que puede ser interrogarme en un momento
susceptible.
– Patrick se las ha arreglado para adelantar el juicio. Tengo
una semana para volver a Nueva York – respondo, haciendo
un esfuerzo por acarrear mi pesada vida hasta el sofá del

135
recibidor – Aún no puedo creer que quiera alejarme de
Josephine – agrego, desplomándome sobre los cojines.
– Las personas cometen estupideces cuando están enojadas –
– Lo que Patrick está haciendo no es una estupidez, es una
venganza. Una venganza sucia y retorcida –
– ¿Ha intentado hablar con él sin abogados de por medio? –
– Por supuesto que lo he intentado. No ha servido de nada –
Fahrim se sienta a mi lado con intenciones de brindarme apoyo
moral, o al menos así es como interpreto las palmaditas rígidas que
ha comenzado a darme en el hombro. Palmaditas que bien podrían
dislocarme un hueso.
– Quizá deba resignarme – murmuro, extraviándome en mis
propios pensamientos – Tal vez, lo mejor sea volver a casa –
– ¿Quiere darse por vencida? – cuestiona él, atónito ante mis
palabras.
– Llevamos semanas enteras viajando de un lado a otro, sin
tener idea de dónde encontrarla, y, francamente, comienzo a
creer que es mejor así. Puede que ella ni siquiera desee
verme. Puede que haya venido a este lugar para olvidarme –
– ¿Qué le hace pensar eso? –
Trago saliva y bajo la mirada. El contacto visual sólo es agradable
cuando se habla de cosas agradables.
– Dejó de escribirme – respondo, juntando los pulgares.
– ¿Cuándo? –
– Hace un par de meses…

136
Coloco los antebrazos sobre las rodillas y continúo:
– Ha de haberme olvidado. Después de todo, los sentimientos
no son eternos –
– Es cierto, no lo son, pero bien pueden durar tanto como un
vida humana o, al menos, como parte de ella – comenta
Fahrim, arrugando la frente – Años, meses, días…
¿realmente importa? ¿No cree, usted, que debería ser más
relevante lo que se siente, en lugar del cuándo o el cómo? –
Su interrogante me toma desprevenida; no respondo.
– ¿Realmente piensa – insiste, al cerciorarse de que no
pretendo abrir la boca – que una persona puede olvidar, con
tanta ligereza, a quien estuvo enviando cartas de amor
durante años? –
– Ciertamente – me atrevo a afirmar.
– En ese caso, ¿por qué se tomó la molestia de venir hasta
aquí? –
Suspiro, fatigada por la intensidad de la plática.
Ni siquiera deberíamos estar hablando sobre esto. ¡Le pago a Fahrim
para que sea mi intérprete, no mi terapeuta personal!
Estiro el cuello. Mis pupilas se encuentran con el florero de la
recepción, de cuya boca salen cinco tulipanes rojos.
Declaración del amante arriesgado…
Una daga me atraviesa la garganta.
– ¿Por qué vino, señorita? – insiste él, ansioso por escuchar mi
respuesta.

137
– Vine... – contesto, recorriendo los pétalos rojos con la
mirada – porque estaba dispuesta a cometer estupideces…

Dejo a Fahrim en la pequeña sala del lobby y me retiro a mi


habitación, bajo la excusa de que un terrible dolor de cabeza
amenaza con perforarme el cráneo.
Dando trastabillones de cansancio, mi cuerpo se desploma al borde
de la cama. Mis brazos y mis piernas tienen tal pesadez que mi
espinazo se dobla a la altura del pecho, haciendo que me encorve.
Ciño las manos al término de las sábanas, arrugando la tela a medida
que mis dedos y mis uñas se incrustan en ella y la traspasan,
adhiriéndose al colchón.
Cabizbaja, me pierdo en las espirales del mosaico gris; me dejo, más
bien, seducir por ellas, con la esperanza de que ello evada el
torbellino de emociones que se avecina.
Oprimo las sábanas, más y más, como un mecanismo represor del
sufrimiento, pero, cada confín de mi insignificante cuerpo, sabe que
no da resultado. Sabe que ella, inevitablemente, sumerge los centros
de mi mundo.
Unos golpecitos leves sobre el cristal de la ventana me hacen
levantar la vista. Son gotas de agua, que caen y se estrellan contra el
vidrio, escurriéndose con lentitud en la superficie transparente. Mis
ojos se topan, en el mismo cuadro, con una réplica del florero que
adorna la recepción... una réplica desde la cual se asoman diez

138
tulipanes rojos, que parecen estar ahí con el único objetivo de
enloquecerme.
Declaración del amante arriesgado…
Permanezco ahí, inmóvil, tácita, sumergida en el sublime, pero
doloroso recuerdo de Sophie. Oprimo la mandíbula, trago saliva,
entierro las uñas en el cobertor de la cama… Todo es inútil.
Los labios han comenzado a temblarme, pequeñas lágrimas saladas
se forman sobre mis párpados y la cadena indescriptible que me
lastima la boca del cuello, está a punto de romperse.
Parpadeo. Los diez tulipanes rojos continúan hiriéndome con su
presencia… penetran, acuchillan mi pecho… me arrancan el alma.
Duele más que mil agujas enterradas en el corazón.
Amarla, recordarla, intentar olvidarla… duele por igual.
Me llevo las manos a los oídos, caigo sobre mis muslos y lloro.
Lloro de tristeza, de frustración, de arrepentimiento. Lloro sin
vergüenza ni reserva alguna, gimiendo y tiritando sin control,
halándome los cabellos. Me tumbo sobre la cama y cierro los ojos;
las húmedas lágrimas empapan mi rostro como rocío primaveral
sobre las hojas del jardín.
Dejo que el frío de la tempestad abrace mi cuerpo desolado y así,
cuando la noche comienza a envolver el firmamento, llenándome de
nostalgia, lloro hasta sentirme seca… hasta sentir que ya no siento.

139
Ocho

“El amor es el significado ultimado de todo lo que nos rodea. No es


un simple sentimiento, es la verdad… la alegría que está en el
origen de toda creación”

Rabindranath Tagore

L a llama incandescente del alba pasa desapercibida en el


obstinado cielo grisáceo. La lluvia de la noche anterior continúa
arremetiendo los espacios del hostal, extinguiendo la calidez de sus
rincones y volviendo gélido el aliento de los huéspedes.
Gota tras gota, el sonido del agua golpeando el pórtico me sumerge
en un trance involuntario, donde, para mi desgracia, termino
dándome cuenta de lo sola que estoy.
Podría culpar a la tempestad, por elaborar esta fachada deprimente
que únicamente sirve para acentuar mi tristeza; podría culpar a
Patrick, que, en su faceta de ex – marido despechado, ha optado por
demandarme para quedarse con la custodia de nuestra hija.
Podría echarle la culpa a mi abogada, Alice, por estar condicionada a
darme malas noticias… o podría, simplemente, culpar a Sophie, por

140
haberme cautivado de modo tal que no consigo apartarla de mi
mente.
El hecho es que no tiene caso buscar culpables; aún si los hubiera,
seguiría estando sola.
Quizá, así es como debe ser... – pienso, mientras dibujo formas en
el vidrio empañado de la ventana – Es el precio que debo pagar por
haberla dejado ir una vez: dejarla ir dos veces… para siempre...

Nadie presta atención cuando bajo las escaleras con un puñado de


cartas en la mano, a nadie parece importarle quién las escribió, ni
con qué propósito lo hizo, pero las cosas cambian cuando me acerco
a la chimenea con paso firme y arrojo el papelero al fuego. Entonces,
medio salón, repentinamente, sienten interés en el asunto; interés que
procuro ignorar, puesto que ansío deshacerse lo más pronto posible
de todo aquello que me mantenga atada a Sophie.
– ¿Por qué estás quemando todo ese papelerío? – me interroga
una anciana canosa y de ojos pronunciados, cuyo acento no
logro identificar.
– Ha dejado de tener valor – respondo.
– ¿Es por eso que te quedas de pie, contemplando cómo el
fuego lo consume? –
La miro con nerviosismo. No contesto.
– Siéntate, la lumbre no va a irse a ningún lado –

141
La mujer da unas cuantas palmaditas sobre el cojín del sofá,
invitándome a tomar asiento junto a ella. Decido acoger el
ofrecimiento, más por educación que por voluntad propia.
– ¿Facturas? – pregunta, en ese tono de inmutable
tranquilidad, propio de los adultos mayores.
– No –
– ¿Notas de condolencia? ¿Ha muerto algún familiar? –
– No – reitero.
– Ya veo – murmura, clavando la mirada en la fogata –
Entonces, son cartas de amor…
El corazón me sube a la garganta. ¿Cómo pudo adivinarlo? ¿Quién
es esta mujer? ¿Acaso se trata de una clarividente nómada que vaga
por el mundo haciendo alarde de sus poderes?
¿Qué vendrá después? ¿Pronosticará mi muerte?
Un momento… ¿qué está haciendo ahora? ¿Puede leer mis
pensamientos o, aún peor, manipularme a su antojo para convertirme
en una esclava del tráfico de órganos?
No hace falta decir que he entrado en pánico.
– ¿Cómo…?
– ¿Lo supe? ¡Oh, fue sencillo! Tu semblante lo dice todo –
Gira hacia mí, pero esquivo su mirada. Clavo los ojos en el ascua.
– ¿Ha terminado? – indaga, sutilmente.
– Jamás empezó…
El fuego absorbe el papel, poco a poco, distorsionando las líneas
escritas en tinta negra.

142
– Las cartas de amor siempre me han parecido muy
románticas – comenta ella, entrecruzando las piernas y
llevándose los nudillos a la quijada – Todos los grandes
amantes de la historia se enviaban cartas de amor… Víctor
Hugo y Adéle Foucher, Allan Poe y Hellen Withman,
Carlota y el joven Werther, Napoleón y Josephine... Aunque,
algunas personas, no logran ver el romanticismo en la
infidelidad de los dos últimos. Mi nieta, por ejemplo, lo cree
inconcebible –
– ¿Tiene una nieta? –
Lo cierto es que no me importa, pero, con tal de cambiar el tema,
finjo estar interesada.
– Sí. ¡Es un tesoro! – exclama la mujer, juntando las manos
como quien da las gracias a Dios – ¿Tú tienes hijos? –
– Sí, una niña –
– ¿Cuál es su nombre? –
– Josephine –
– ¡Ah, como la amante de Napoleón! –
Bosquejo una sonrisa y asiento con la cabeza.
Josephine... mi pequeña Josephine. No la he visto en dos meses; ya
echo de menos perseguir ese cabello rubio en la vereda del Central
Park o escuchar aquellas preguntas complejas que ni siquiera soy
capaz de responder…
Pestañeo. En la chimenea, sólo alcanzan a verse muñones de papel
carbonizado.

143
– ¿Sabes por qué son tan románticas las cartas de amor?–
continúa la anciana.
– ¿Por qué? –
– Son símbolos. Símbolos de la pasión, del deseo… de la
esperanza que todo ser humano deposita en el destino para
hallar a la otra mitad de su alma. Al contrapunto de sí
mismo. Una carta puede revelar, entre líneas angostas, todo
lo que una persona jamás podría decir, ni aunque tuviera
toda la vida para hacerlo –
Hace una pausa, toma aire y añade:
– Espero que guardaras, al menos, una, o no tendrás un objeto
material para recordar lo mucho que eres amada… y lo
mucho que amas –
La impresión que sus palabras me causan, sólo puede compararse
con el choque de dos locomotoras a 250 kilómetros por hora… a no
ser que una locomotora no pueda alcanzar esa velocidad, en cuyo
caso, apelaré a la imaginación.
Guardo silencio, pero durante ese espacio tácito se da un intercambio
de miradas donde, sea por simple alucinación o por verídico suceso,
caigo en cuenta de un factor que me aturde: aquella anciana tiene
unos preciosos ojos verde oscuro, que parecen negros a simple
vista…
– ¡Al fin la encuentro! –
El exclamo de Fahrim me arrastra a la normalidad.

144
– La he buscado por todas partes. Tengo malas noticias:
tormenta –
¿Tormenta? ¡Qué disparate!
– Suena disparatado, lo sé, pero es lo que han dicho los
expertos – continúa, adivinándome el pensamiento – No
dejará de llover en tres o cuatro días –
– ¿Y eso qué significa? –
– Que tendremos que aguardar hasta que el tiempo mejore…
– Pero debo tomar un vuelo el sábado, o no llegaré a tiempo
para la audiencia –
– Cuatro días, señorita Fakker… llegará – replica, echando un
vistazo a la desconocida mujer que me acompaña – ¿Ha
conocido a alguien? –
– ¡Oh, sí! – me apresuro a contestar – Ella es…
– ¡Señora Gresham! – los gritos de la recepcionista irrumpen
en el lobby, haciéndome imposible terminar la frase – ¡Su
nieta está al teléfono, desea hablarle! –
– ¡Ah, mi querida! – exclama la mujer, sonriendo
plácidamente – Disculpen, debo tomar esa llamada. Fue un
placer…
La anciana se pone de pie y, cantoneando la cintura con elegancia, se
aleja rumbo al mostrador. La sigo con la mirada, aún sorprendida por
la peculiaridad de sus ojos.
– ¿Qué es todo eso? – pregunta Fahrim, colocándose de
cuclillas frente a la chimenea.

145
– Símbolos de la pasión, el deseo y la esperanza –
– ¿Eh? –
– Son cartas –
– ¿Las cartas de Sophie? –
– Ajá –
– ¿Las ha echado al fuego? –
– Sí –
– Pero… pero… ¿por qué? – balbucea, haciendo un ademán
de desconcierto.
– Es una de esas extrañas costumbres humanas. Pensamos que
las cosas se acaban cuando las vemos arder –
– ¿Y se acaban? –
– No – contesto – Pero es un buen inicio…

No niego que mi voz se quebranta con facilidad, ni que, en lo


superfluo de mi ser, una cuchilla punzante, atravesando mi esencia,
hace que sienta deseos de llorar.
Tampoco niego, por razones obvias, que cada minuto de mi vida se
ha convertido en un tormentoso tic tac regresivo, cuyo fin, de una
manera u otra, sólo apunta a ella… Pero todo eso, aunque no lo
niegue, ha dejado de tener importancia, porque no son las cartas de
Sophie lo único que el fuego consume, sino también mis deseos de
encontrarla.
Aquí, viendo las llamas impetuosas que hacen resplandecer mis
pupilas, renuncio a ella definitivamente. Me despido de su recuerdo,

146
consciente de que ello puede significar la suspensión permanente de
mis latidos y el término de mi vida.
Fahrim, que hace unos instantes ha tomado asiento a mi lado, no
emite palabra alguna. Puede que esté al tanto de mi momento
reflexivo, o puede que no tenga nada que decir.
Clavo la mirada en el carbón ardiente, en las cenizas que han
suplantado los trozos de papel. Respiro hondo, los veo ser destruidos
por el ascua; parpadeo, me despojo de ellos… de su significado.
Fahrim continúa en silencio. Lo miro con el rabillo del ojo,
preguntándome qué pasa por su mente. Es entonces cuando lo
recuerdo: aún no conoce toda la historia.

147
Nueve

“El amor es como Don Quijote: si recobra el juicio, es que


está para morir”

Jacinto Benavente

Nueva York, Octubre 25


Querida Sophie:

Nueve. Esa es la cantidad de cartas que te has molestado en


enviarme, aun cuando no respondí las ocho anteriores.
¿Acaso no hay manera de fatigar tu necedad?

Helena

148
C on el tiempo, dejé de leer. Los libros ahora me parecían armas de
doble filo, objetos contenedores de ideas que podían llegar a
resultar lesivas para mi estabilidad emocional. Suficiente había
tenido con Borges y su pronóstico de lo que sería mi vida si continuaba
actuando conforme a la razón, no necesitaba toparme con otro escrito
de esa estirpe… no ahora, cuando estaba a punto de casarme.
Mis colecciones de Shakespeare, Jane Austen, Neruda, e, incluso, el
libro recopilatorio de las cartas Napoleónicas, fueron cuidadosamente
guardados en una caja de dimensiones abrumadoras y donados a la
Biblioteca de Nueva York.
Sólo dos libros permanecieron en mi poder: La Biblia y Los Relatos de
Edgar Allan Poe. Ambos eran lo suficientemente aterradores como para
evitar que cancelara la boda.

– Tenemos tres opciones de vajilla: la italiana, la española y la


inglesa. La primera, como pueden ver, es ideal para la
recepción: elegante, pero discreta. La segunda, tiene un
peculiar acabado que la hacer ser un tanto brillante, por lo
que no la recomiendo para las bodas matutinas. Y la tercera,
nos remonta a la época victoriana del pueblo británico…
¡Ah, ese irresistible aroma a antigüedad! –
Randall suspira prolongadamente.

149
– Sé que es una decisión difícil – continúa, a modo de
condolencia – Pero necesito una respuesta hoy mismo –
– Helena, ¿cuál prefieres tú? –
La inglesa.
– Todas son muy lindas –
– ¿Deseas quedarte con las tres? –
– ¿Eh? ¡No, no es eso! – respondo, tomando a Patrick de la
mano – ¿Sabes qué? Elige tú –
– ¿Segura? –
Meneo la cabeza de arriba a abajo.
– De acuerdo. Nos quedamos con la inglesa –
– ¡Magnífica elección! – vocea Randall, levantando las
muestras de la mesa – Será una boda inolvidable –
– ¿La inglesa? – lo cuestiono, rascándome la nuca.
– Un gesto de cortesía para mi tío Charles –
– ¿Tu tío Charles? –
– Sí, el hermano de mi padre –
– ¿Vendrá a la boda? –
– Desde luego – responde Patrick, como si mi interrogante
careciera de consistencia.
– Y... – carraspeo disimuladamente – ¿Tu prima también
vendrá? –
– ¿Sophie? –
– Sí, Sophie –
– Es lo más probable. ¿Por qué? –

150
– ¡Curiosidad! – farfullo, bosquejando una sonrisa falta de
credibilidad.
– Helena…
Mi abuelo entra al comedor dando pasos largos, con el teléfono en
una mano y las llaves de mi auto en la otra.
– ¿Estás lista? –
– ¿Lista? – repito, aún nerviosa por el tema de los posibles
invitados.
– Para la subasta – responde, colocando las llaves sobre la
mesa para acomodarse el cuello de la camisa.
– ¡Ah, sí, por supuesto! –
– Entonces vamos. No podemos llegar tarde…
Levanto la vista; mis ojos chocan con la hermosa vajilla inglesa que
Randall sujeta entre las manos. Aquellas terminaciones en los
bordes, hechas con la delicadeza de una pluma; el resplandor que
ilumina el fondo cuando los haces de luz se escabullen por el
ventanal; la suavidad con que los dedos se deslizan sobre la
impecable superficie…
– ¿Me permiten un minuto? – susurro, fuera de mí misma.
Dejo el comedor y salgo a la estancia, aún afectada por la vajilla
victoriana. Sigilosamente, reviso los rincones para asegurarme de
que no hay nadie escondido tras los muros; me saco una carta del
bolsillo, tomo un bolígrafo de la repisa y escribo:

P.D: ¿Puedo pedirte que reconsideres el venir a la boda?

151
– R ecuerda: no bajes de los 50 mil por nada del mundo –
– Entendido –
– Y, si hay algún pez gordo…
– Debo dejarlo nadar. Sí, ya lo sé, abuelo. Relájate –
Le doy a Apu un abrazo cariñoso. Debo aceptar que siento pena por
él: verse obligado a subastar objetos que han pertenecido a nuestra
familia por generaciones, y todo debido al cabeza hueca que tiene
por hijo… es lamentable.
Claro que ninguno de los presentes, a excepción de los Fakker, sabe
que el artículo subastado forma parte de la colección familiar… Eso
sería desatar las malas lenguas.
Me desprendo de Apu y subo al estrado, consciente de que el
bienestar económico de la familia, y psicológico, en el caso de mi
madre, dependen de mí. Abro el cartapacio colocado sobre el podio.
Tengo la mala costumbre de no informarme sobre los artículos que
he de anunciar con antelación, lo cual explica por qué mi rostro
adopta una expresión de susto cuando leo la primera línea de la hoja.

Dime. Jorge Luis Borges

Retrocedo con temor. Conozco ese poema, sé cómo empieza y cómo


termina, por lo tanto, también sé que no puedo leerlo.

152
No soy capaz, me quebraría…
Apu me hace señas para que abra la subasta. Muevo la cabeza de un
lado al otro, queriendo transmitirle mi indisposición, pero parece no
captar el mensaje.
– ¿Qué esperas? – pregunta.
– No puedo hacerlo – mascullo, inclinándome hacia la parte
baja de la tarima.
– ¿Qué es lo que no puedes hacer? –
– Esto. Yo… no puedo leer esto –
– ¿Necesitas anteojos? –
– No…
– ¿Qué sucede, entonces? –
Le imploro con la mirada, mientras intento hallar las palabras
adecuadas para decirle que soy propensa a sufrir crisis
maniacodepresivas cuando hago contacto con Borges. Esta teoría,
evidentemente, es una locura, lo cual explica por qué no hallo la
forma de exponerla.
Dos, cuatro, ocho segundos transcurren… Nuestras miradas
continúan fijas, la una en la otra, sin que nuestros labios articulen
sonido.
Diez, doce, catorce… Apu no me facilita las cosas...
Me doy por vencida.
– Olvídalo – concluyo, enderezando la columna.

153
Sujeto el micrófono con determinación, tratando de convencerme a
mí misma de que un escritor que yace tres metros bajo tierra no
puede alterar mi equilibrio mental de ese modo.
– Lote n° 520. Dime; Jorge Luis Borges –
Carraspeo con énfasis.
– Dime, por favor, dónde no estás, en qué lugar puedo no ser
tu ausencia; dónde puedo vivir sin recordarte, y dónde
recordar sin que me duela. Dime, por favor, en qué vacío no
está tu sombra llenando los centros; dónde mi soledad es
ella misma, y no el sentir que tú te encuentras lejos. Dime,
por favor, en qué camino podré yo caminar sin ser tu
huella; dónde podré correr, no por buscarte, y dónde
descansar de mi tristeza. Dime, por favor, cuál es la noche
que no tiene el color de tu mirada…
Hago un alto. La voz me tiembla y los dedos, que permanecen
aferrados a la hoja de papel, se estremecen como la cuerda de un
violín defectuoso.
– Dime, por favor, cuál es la noche que no tiene el color de tu
mirada; cuál es el sol que tiene luz, tan solo, y no la
sensación de que me llamas. Dime, por favor, dónde hay un
mar…
Mis ojos se humedecen como las paredes de un balcón desnudo en
una noche serena. Como el rocío se adhiere al zócalo de las
esquinas, las lágrimas se incrustan en mis párpados, esperando el
mínimo pestañeo para desbordarse de ellos como el delta de un río.

154
– … dónde hay un mar que no susurre, a mis oídos, tus
palabras. Dime en qué rincón nadie podrá ver mi tristeza, y
cuál es el hueco de mi almohada que no tiene apoyada tu
cabeza…
Es todo. Las pupilas me arden tanto que no resisto mantener los ojos
abiertos. Pestañeo, y las lágrimas brotan y se deslizan por mi rostro,
humedeciendo el papel... haciendo que la tinta se corra y dibuje
malformaciones de mi dolor.
– Dime, por favor, cuál es la noche que vendrás para velar tu
sueño… que no puedo vivir, porque te extraño - trago saliva
para contener el llanto – y no puedo morir, porque te
quiero…
Suelto un resoplido de agotamiento y, con toda la reserva que la
situación me permite, me enjugo las lágrimas con el pulgar derecho
e intento fingir que no he sido protagonista de melodrama alguno.
– ¡La subasta abre en…! –
El sonido de la puerta del auditorio, ahoga mis palabras.
Alzo la mirada automáticamente, buscando descubrir qué clase de
persona tiene la osadía de entrar a un evento privado cuando éste ya
ha dado comienzo.
Los brazos de la puerta se abren de par en par, dando paso a la
silueta de una mujer cuyo rostro es ocultado por el reflejo del sol.
Sin embargo, logro ver su cabello: largo, lacio y oscuro, como la
noche.

155
Da uno, dos, tres pasos, y su identidad comienza, poco a poco, a ser
de conocimiento público.
Cuatro, cinco, seis; alcanzo a ver la mitad de su cara a través del
manto de luz blanquecina. Veo, o imagino ver un par de ojos verde
olivo, que, a simple vista, lucen negros.
Pestañeo; la figura continúa acercándose.
Vuelvo a pestañear. Aquellos ojos se niegan a apartarse de los míos.
Pestañeo nuevamente, esta vez, prolongando el cierre de mis
párpados y sintiendo que el aire me falta.
Sophie…
Me tambaleo.
¿Eres tú, Sophie?
Cuando me doy cuenta, mi cuerpo reposa sobre el piso helado y mis
pupilas, clavadas al cielorraso del edificio, dibujan aquella silueta en
el aire, justo antes de perder el conocimiento.

156
Y a había tenido este sueño. No lo recuerdo, pero siento que lo
había tenido; como un Deja Vú, o una corazonada. Así que no
me cuesta deducir dónde estoy, ni a dónde quiero llegar.
Sé que este es un campo abierto y que, los manchones rojizos que
resaltan entre el pasto verdoso, no son otra cosa que tulipanes…
cientos de tulipanes.
Mis dedos rozan los pétalos al pasar junto a ellos. Mis piernas y
rodillas, también sienten el cosquilleo de la hierba… pero nada se
compara al revoloteo de las mariposas que me envuelven el corazón,
a medida que me aproximo a ella.
Ella, que aparenta ser inalcanzable, incluso para el tiempo, y que
permanece inmóvil y distante, sin importar cuántos pasos dé en
dirección suya.
Ella, la obsesión de mi horizonte; el amor de mi vida, del cual me
separa un océano de declaraciones de amantes arriesgados.
– Sophie…
No hay respuesta a mi llamado.
– Debo decirte algo...
Sus labios no se mueven.
– Yo…
– Helena, Helena… despierta –
– Aún no, debo decírselo –
– Abre los ojos, Helena –

157
– Pero…
– Ábrelos -

Sé que había tenido este sueño. No lo recuerdo, pero siento que lo


había tenido…

– ¡Está volviendo en sí! –


La voz de Patrick me zumba los oídos.
Aún puedo escuchar, aunque vagamente, el deslizar de mis pasos
atravesando la hierba.
– ¡Retrocedan, déjenla respirar! – indica una voz grave, que
asocio con mi abuelo.
Lentamente, voy desplegando los párpados. La luz me lastima los
ojos, me hace querer volver a la oscuridad, pero, cuando recobro la
conciencia y recuerdo el motivo de mi colapso, me incorporo con
rapidez y giro la cabeza de un lado a otro, buscando su cara entre la
multitud curiosa.
– Helena, ¿te encuentras bien? –
– ¿Dónde está? –
– ¿Dónde está quién? –
Apu luce alarmado. Es probable que tema por mi lóbulo temporal,
occipital, parietal y todas esas cosas que, según la ciencia, hay en lo
que llamamos cráneo…

158
– Ella – contesto, algo enojada, como si todos los presentes
tuvieran la obligación moral de saber a quién me refiero.
Patrick y mi abuelo intercambian miradas de preocupación.
Hablo de Sophie – se me ocurre decir, pero cambio de idea al
percatarme de que estaría poniéndome en evidencia.
– Hablo de la persona que acaba de entrar al salón – insisto,
quedando tiesa repentinamente.
– ¡Oh! ¿Te refieres a…
Sophie, espero escuchar.
– … la señorita Rogers? –
ERROR.
Una mujer asoma la cabeza entre el gentío y me dirige una sonrisa
caritativa, de esas que solemos dirigir a alguien con quien hemos
tropezado por la calle.
Su cabello es largo y liso, pero, y esto es algo que realmente me
consterna, no es azabache, sino rubio. Sus ojos, por otro lado,
tampoco son verde olivo, sino verde claro, tan claro que nadie
podría, jamás, confundirlos con el negro. Nadie, al menos que esa
persona hubiese ingerido toxinas, o perdido el juicio por amor…
como yo.

159
Diez

“La dicha de la vida consiste en tener, siempre, algo que hacer,


alguien a quien amar y alguna cosa que esperar”

Thomas Chalmers

Londres, Noviembre 2
Amada Helena:

Mi necedad es sólo comparable con el deseo de tener tu frágil


cuerpo entre mis manos. De modo que la respuesta es no; no hay
manera de fatigarla.

S.WC

P.D: Dame tres razones para no asistir a la boda. Entonces, lo


consideraré.

160
P atrick había comprado un apartamento en la zona más lujosa de
Manhattan. Yo a penas y estaba dispuesta a casarme, he ahí la
razón de que no haya opinado en lo absoluto respecto al sitio en
el que viviríamos. Al menos, claro, que la frase “es muy bonito” pueda
considerarse una opinión de peso.
La boda sería a finales de diciembre, no porque Patrick y yo lo
hubiésemos acordado, sino porque a mi madre le parecía una buena
idea. Naturalmente, a mi madre le parecían buenas todas sus ideas,
incluyendo el haberle suplicado a su única hija que contrajera
matrimonio por interés. Ésta, tengo la impresión, se presentaba ante
ella como la mejor idea de su vida.
El caso es que Nadine Fakker no había escogido finales de diciembre
sólo por tratarse de una fecha bonita, por el contrario, la verdadera
razón era que comenzábamos a quedarnos sin dinero suficiente para
fingir que no estábamos en la ruina. O, como mi madre prefería decir:
atravesando un “ligero” inconveniente económico.

– ¿Por qué tengo que empacar? Aún falta mes y medio –


– El tiempo pasa volando, Helena. Es preferible que tengas
todo listo –
Intento convencer a mamá de que no es necesario arreglar valijas
con tanta anticipación, pero es un hecho que, a mamá, no se le puede
convencer de nada que vaya en contra de su propio juicio. De

161
manera que, luego de unos tormentosos minutos de inútil discusión,
doy mi brazo a torcer y subo al dormitorio.
Había jurado que no entraría a mi alcoba más que para dormir o
cambiarme de ropa, puesto que corría el riesgo de toparme con las
cartas de Sophie sobre el escritorio, y, por consecuente, también me
arriesgaba a pensar en ella.
Obviamente, ya es demasiado tarde para serle fiel a ese plan.

Mi necedad es sólo comparable con el deseo de tener tu frágil


cuerpo entre mis manos. De modo que la respuesta es no; no hay
manera de fatigarla.

¡Pero qué atrevida! ¡Qué carta tan insoportablemente… seductora!


Me apresuro a doblarla y dejarla en su sitio, consciente de que no
tengo la fortaleza emocional para leerla más de dos veces.
Abro el armario de par en par, tratando de decidir qué cosas debo
empacar primero. Mis ojos se topan con una pequeña caja marrón,
colocada sobre la primera tablilla del mueble. No recuerdo que
estuviese ahí por la mañana.
Guiada por la curiosidad, me pongo de puntillas, extiendo los brazos
y la bajo, ansiosa por descubrir qué hay en su interior.
Al ponerla sobre la cama, detecto un trozo de cinta adhesiva con la
letra de mi madre:

Chucherías

162
Mi curiosidad aumenta en crescendo.
¿Qué es lo que mi madre considera una chuchería, y, aún más
intrigante, por qué está, dicha chuchería, en la repisa de mi armario?
Desempolvo la caja con la palma de la mano y desprendo la cinta,
separando las hojas de cartón que mantenían sellada la cajeta.
El hígado me sube al cuello.
Saco la vieja libreta y abro la primera página.

Propiedad de Helena Fakker

Paso a la segunda, y me encuentro con un dibujo de King Kong en la


cima del Empire State.
Paso a la tercera: un bosquejo de la Torre Eiffel.
La cuarta es un dibujo de Pegaso sobrevolando el Olimpo.
La quinta: una réplica muy atinada de La Creación de Adán, de
Miguel Ángel…
Continúo pasando las hojas, una tras otra, esforzándome por recordar
el momento exacto en que dibujé todo aquello. Por lógica, debió ser
antes de marcharme a París, ya que la última página está en blanco,
bajo el título:
Big Ben, Londres

Pliego la libreta y deslizo la mano sobre la solapa gastada.


Mi madre debió catalogarla como una chuchería mientras yo estaba
ocupada siendo exorcizada por el Padre François.

163
Es una lástima que haya tardado tantos años en darme cuenta de que
tener sueños propios, ajenos a los de nuestra familia, no es un
pecado, sino una bendición.

164
Nueva York, Noviembre 14
Estimada Sophie:

¿Qué es lo que deseas de mí? A penas y nos conocemos; no estás al


tanto de mis pocas virtudes ni de mis múltiples defectos.
¿Cómo puedes insinuar que me quieres?

Helena

P.D. Razón n° 1: La boda coincide con las fiestas de fin de año.

165
L
os exorcismos no han de ser reales, y, si lo son, no han de
haber resultado conmigo. De lo contrario, ¿cómo se explica
que aún sepa dibujar?
Trazos frágiles, delgados, como el borde de la luna; y trazos fuertes,
gruesos, como la sombra de una mano reflejada en la pared…
Aún sé cómo dar forma a las líneas, y cómo hacerlo de tal manera
que el resultado sea más que líneas con forma.
Froto el índice sobre el papel, dándole cuerpo al contorno de los
ojos. Pinto las pupilas con un semitono oscuro, dejando cabida a la
posibilidad de que su iris no sea negro, sino verde. Recorro sus
labios bien definidos, deslizo mis dedos sobre ellos. Me dejo llevar
por el sonido del lápiz friccionando el papel; por el aroma del grafito
penetrando mis sentidos…
– ¿Qué tienes ahí, querida? –
Apu corta mi estado de éxtasis, al igual que una tijera de jardinería
corta una cinta de inauguración.
– Reviso la lista de invitados – miento, cerrando la libreta de
un golpetazo.
Mi abuelo admira la puesta de sol que cae sobre la terraza,
inundando las copas de los edificios. Oculto el dibujo a un lado del
asiento e intento quitar los residuos de grafito de mis dedos.
– Helena – susurra él.
– ¿Sí? –
– ¿Estás segura de lo que haces? –

166
– ¿A qué te refieres? – le pregunto, dejando el asunto de mis
dedos sucios.
– Al matrimonio. ¿Estás segura de querer casarte con
Patrick?–
Intercalamos miradas silenciosas durante un rato, dándole tiempo al
crepúsculo para pintar el trozo de cielo restante.
– La decisión ya está tomada –
– ¿Y quién la tomó? – insiste – ¿Harold, en el momento que
nos dejó en la calle? ¿Tu madre, cuando suplicó de rodillas
que te casaras por dinero? ¿O yo, cuando me quedé
callado?–
– Abuelo – interrumpo, posando mi mano sobre la suya – La
decisión era mía, y yo decidí casarme –
– ¿Estás completamente segura de querer hacerlo? – vuelve a
preguntar, frunciendo el ceño.
– Completamente. No te preocupes por mí –
Apu sonríe con ternura, besa la palma de mi mano y entra a casa.
Tomo un respiro hondo, saco la libreta de su escondite y la abro en
la última página… donde el título “Sophie”, reemplaza el “Big
Ben”, tachado de lado a lado.

167
Londres, Noviembre 23
Mi adorada Helena:

Temo informarte que tus esfuerzos por hacer que disminuya mi


interés en ti, son tan inútiles como pretender que un farol puede
igualar el brillo de una estrella.
¿Acaso posees una virtud que deba serme revelada, aparte de tu
capacidad para hacer que te ame con locura? ¿O es que tienes un
defecto más grande que el de no responder a las súplicas de mi
corazón, cuando grita tu nombre por la noche?
Dudo que haya virtudes o defectos comparables, y aún si los
hubiera, cerraría los ojos para no verlos.

S.WC

P.D: Tu primera razón no es consistente. Inténtalo de nuevo.

168
Nueva York, Noviembre 29
Mi obstinada Sophie:

¿Qué es lo que te propones lograr con esto? Mi boda será dentro de


un mes y ninguna de tus cartas, por hermosa y cautivadora que sea,
me hará cambiar de opinión.
Debes entender que nuestro pasado no puede convertirse en nuestro
presente. No es correcto ni aceptable.
Por favor, olvídate de mí.

Helena

P.D. Razón n° 2. Nueva York no es seguro en época navideña.

169
Londres, Diciembre 5
Mi dulce e insoportable Helena:

¿Realmente deseas que me olvide de ti? ¿Te haría feliz saber que mi
pecho ya no palpita de más cuando el viento susurra tus palabras?
En ese caso, pongamos fin a esto de una buena vez. Aparentemos
que jamás sucedió nada entre nosotras. Finjamos que no te amo y
que tú no finges no amarme.
Sólo hay algo que te pido como garantía: tu rechazo.
Dime que no sientes nada por mí y todo habrá terminado.

S.WC

P.D: Aún te hace falta una razón.

170
Nueva York, Diciembre 12
Sophie:

No siento nada por ti.

Helena

P.D. Razón definitiva: Te odio y no deseo verte.

171
Londres, Diciembre 18
Querida Helena:

Eres una mentirosa.

S.WC

P.D: También te quiero.

172
Once

“Que un ser humano ame a otro ser humano, es, quizá, la tarea más
difícil que nos han encomendado. El objetivo principal, el examen
final, la obra para la cual, todo empeño precedente, no es más que
una mera preparación”

Rainer María Rilke



H
Hola –
ola, Patrick –

– Yo… quisiera hablar con Josephine –


– Aún duerme, Helena. Son las cinco de la mañana en Nueva
York –
– ¡Oh, cuánto lo siento! ¿Te desperté? –
– No. Ya estaba despierto -
– Bien... Yo… Supongo que llamaré luego –
– De acuerdo –
– Adiós, Patrick –
– Adiós –

173
Es curioso, desde cierto punto de vista, el hecho de que los seres
humanos seamos propensos a perder la capacidad de hablar. Es tan
curioso, me atrevo a decir, como el tema de Dios. No el Dios que la
religión nos impone, sino el Dios verdadero; aquél que, de ser tal y
como la iglesia profesa, contradeciría su propia voluntad cada vez
que respiramos.
Este Dios, en el que creo ciegamente, no sabe de reglas ni órdenes
que estén por encima de la felicidad de sus hijos.
Este Dios, al que veo en todas partes, no ha creado leyes que limiten
el amor, porque, simple y llanamente, él, más que nadie, sabe que el
mundo, sin amor, no es nada.
Este Dios, al que desearía haber descubierto antes, es tan hermoso
como el resplandor de la luna llena reflejado en las pupilas de un
niño, y resulta que me ama, tal y como soy, porque me ha creado a
su imagen y semejanza…
Me retracto, entonces, pues acabo de caer en cuenta de que sólo hay
una cosa que convierte, el tema de Dios, en algo curioso: que aún
haya personas que no lo encuentran.
Dejo el teléfono sobre la mesita de noche y me acerco a la ventana;
han pasado dos días y aún llueve. Dicen que el Todopoderoso actúa
de manera misteriosa, pero ¿por qué querría mantenerme anclada a
este puerto? ¿Con qué fin, con qué propósito?
Encontrarla – susurra mi yo interno.
Ignoro su hipótesis. Estoy convencida de que encontrar a Sophie está
más allá de la lista de eventos posibles. Es más, aunque quisiera

174
creer en ello, aunque cerrara los ojos e intentara, con todas las
fuerzas de mi corazón, convencerme de que es posible, la imagen de
Patrick saliendo del juzgado con la custodia de Josephine en el
bolsillo continúa encabezando mi lista de eventos a corto plazo.
De modo que cierro los ojos y oprimo los párpados, no para tratar de
hacerme creer que aún puedo llegar al amor de mi vida, sino para
pedirle a Dios que deje de actuar de manera misteriosa y ponga fin a
esa terrible tormenta.
Me recuesto al vidrio de la ventana, dejando que el vaho de mi
aliento empañe el cristal. Entonces, miro hacia el pórtico y veo a la
señora Gresham sentada en una mecedora de madera, con un abrigo
y una bufanda arrimada al cuello.
¿Qué hace ahí? Una persona de su edad no debería exponerse al
sereno de la lluvia.

Espero que guardaras, al menos, una, o no tendrás un objeto


material para recordar lo mucho que eres amada… y lo mucho que
amas…

Sus palabras resuenan en mi cabeza, entrecortadas e intermitentes,


como las gotas de agua que se precipitan del otro lado del cristal.
Camino hacia la pequeña cómoda, situada en un rincón estratégico
de la recámara para cubrir una grieta en la pared que, sospecho, es
obra de las polillas. Abro el primer cajón y extraigo un sobre blanco,
cuyo contenido no revelo hasta haberme sentado en la cama.

175
Londres, Abril 29
Helena, mi eterno y único amor:

Si tan solo las estrellas fueran capaces de igualar tu belleza…


Si tan solo la luna pudiera compararse contigo…
Pero no, no hay creación que logre cautivarme como tú lo has
hecho. No hay estrella que brille lo suficiente para merecer mi
corazón, ni luna que consiga detener el tiempo de la misma manera
que tu solo recuerdo lo hace.
Helena, mi alma no reconoce a nadie como su otra mitad, a nadie,
excepto a ti, amada… distante… inalcanzable, como el viento que
intentamos retener entre los dedos, pero que se escapa, porque no
ha sido creado para atraparse.
¿Acaso eres tú como el viento? ¿Acaso no hemos sido creadas para
atraparnos, la una a la otra? Mi amor por ti continúa latiendo con
furia, como las olas que se estrellan contra los peñascos de la
ribera… como el viento que sucumbe las copas de los árboles, y que
traspasa las paredes de mi alcoba para traerme recuerdos tuyos.
Helena, mi dulce y amada Helena… has tocado lo más profundo de
mi alma, y debes saber que ya no estoy dispuesta a pasar un día más
lejos de ti.
Decide, amor mío. Entre Napoleón y los tulipanes...

S.WC

176
Entre Napoleón y los tulipanes. Decide, amor mío.
Decidir.
Dejo caer las manos sobre los muslos, con la carta aún entre los
dedos. Veo las palabras escritas en algún rincón de mi mente, siendo
mecanografiadas frente a mis ojos, pero sin pertenecer a la realidad
tangible.
Decide… Entre Napoleón y los tulipanes…
Entre el amor distante y el amor pleno.
Entre una carta… y una declaración de amante arriesgado.
Al fin. Al fin lo he comprendido.

177
Doce

“No hay disfraz que pueda, largo tiempo, ocultar el amor donde lo
hay, ni fingirlo donde no lo hay”

François de la Rochefoucauld

D icen que el tiempo es la fórmula mágica para olvidar. Dicen que,


incluso los sentimientos más profundos, caen abatidos ante el
paso de los años, y que no hay nada que la distancia no pueda sanar.
Dicen que al amor no se escapa de la grieta que separa la historia del
presente… pues bien, quien sea que lo dijo, estaba equivocado, porque
yo seguía amando a Sophie más allá del tiempo y la distancia. Seguía
impacientándome cada vez que sus cartas llegaban; daba vueltas
alrededor de la estancia, preguntándome si debía o no rasgar el sobre…
si debía o no darme motivos para amarla más de lo que ya lo hacía.
Pero las cosas habían cambiado en los últimos meses. No había
recibido ninguna carta suya. Ninguna, luego de la última, aquella cuya
frase final no lograba comprender y que, por ende, no había
respondido.

178
“¡Vuelo, Zorbas! ¡Puedo volar!”, graznó el ave, desde la vastedad
del cielo gris.

El humano acarició el lomo del gato.

“Bueno, gato, lo hemos conseguido” dijo, suspirando.

“Sí, al borde del vacío, comprendió lo más importante” maulló


Zorbas.

“¿Ah, sí? ¿Y qué fue lo que comprendió?”

“Que sólo vuela el que se atreve a hacerlo”

Cierro el libro y lo coloco junto a la lamparilla de noche. Josephine


no me pide otra historia, por lo que deduzco que se encuentra
profundamente dormida.

Me deslizo con rotundo cuidado sobre la cama, procurando no


perturbar su sueño. Le acomodo el cobertor, de manera que su cuello
y pies queden protegidos. Me acerco para darle un beso en la frente,
hago un último esfuerzo por acurrucarla y salgo de la habitación,
dejando la puerta entreabierta, por si el “duendecillo naranja” vuelve
a aparecer.

– ¿Está dormida? – pregunta mi esposo, al verme entrar a la


alcoba.

– Sí –

– ¿Crees que debamos dejar la puerta abierta? –

179
– ¿Por si viene llorando a media noche? –

– Ajá –

– Sí, creo que sí – respondo, metiéndome bajo las sábanas…

Sí, sí. Sé lo que piensas. ¿Cómo podía dormir junto a Patrick todas
las noches, estando enamorada de Sophie?

Bien, te diré que me he hecho la misma pregunta un millón de veces,


y sólo hay una respuesta a la que logro llegar: Patrick, mi esposo,
terminó convirtiéndose en mi mejor amigo. Nunca pude amarlo,
porque nunca me plantee hacerlo. Sé que no habría tenido caso.

De manera que, luego de seis años acarreando un matrimonio falto


de amor, que jamás dejó de parecer una convivencia entre buenos
amigos, sólo había dos cosas que Patrick y yo compartíamos: la
cama y Josephine.

Claro que la segunda era mucho más importante que la primera. La


segunda era, definitivamente, lo único que importaba.

– No olvides que el recital de mañana es a las 11 – murmuro,


girando hacia mi lado de la cama.

180
– No lo he olvidado – responde él, volteándose hacia el lado
opuesto.

El silencio nocturno rodea nuestro lecho. Ese típico silencio


incómodo que abunda entre dos personas que ya han olvidado cómo
hablar entre ellas. Y sí, sólo hay una forma de mitigar dicha quietud,
la misma que todos los adultos solemos usar:

– Buenas noches, Patrick –

– Buenos noches, Helena –

Huir.

181
N o logro recordar lo que sucedió exactamente, ya que fue
uno de esos momentos en los que no podemos distinguir la
realidad de los sueños. Aun así, poseo recuerdos vagos de lo
acontecido aquella noche: el timbre del teléfono; el reloj de la
habitación marcando las dos de la mañana; la voz de Patrick, que,
adormecido, hablaba con la persona del otro lado de la línea; la
expresión sobresaltada de Josephine cuando la sacamos de la cama
y le dijimos que todo estaba bien, pero era necesario ir al hospital…

¡Como si Josephine, a sus seis años, no supiera que ir al hospital es


antónimo de <todo está bien>!

No recuerdo haber hablado mientras Patrick conducía. Quizás lo


hice, quizás le pregunté qué era lo que mi madre había dicho con
exactitud… o puede que no abriera la boca.

¿Cómo saberlo?

– ¡Helena, por aquí! – vocifera mamá, al vernos cruzar el


umbral de la entrada.

– ¿Cómo está? – es lo primero que pregunto.

182
– Ha recobrado el conocimiento, pero aún no nos dicen si va a
mejorar – responde ella, bajando la voz para evitar que
Josephine escuche.

– ¿Podemos verlo? –

– Sólo por turnos –

– Doctora Millatovick, a Pediatría…

– ¿Va a morir alguien? –

¡Esa es mi hija! El don de la deducción…

– No, cariño, nadie va a morir – contesto, acariciando su


melena rubia.

– Pero esto es un hospital y la señorita Margaret dice que en


los hospitales matan a la gente –

Patrick y yo intercambiamos miradas de desaprobación. No hay


duda de que la maestra de primer grado tendrá que escuchar unas
cuantas quejas en la próxima reunión de padres.

– ¡Ah, Helena! –

El inconfundible tono del doctor Bloom me hace girar


automáticamente.

– Ha preguntado por ti – informa, acomodándose las gafas de


aro blanco – Ven conmigo…

Lo sigo sin pronunciar palabra, a pesar de tener miles de preguntas


dándome vueltas en la cabeza.

183
El caso es que, en situaciones como ésta, prefiero creer.
Creer que todo se solucionará, que la señorita Margaret es una loca
menopáusica, que las estadísticas médicas no son más que un
complot de la Organización Mundial de la Salud…
Quiero creer que todo esto es un sueño, y que, cuando despierte, las
cosas seguirán estando en el mismo lugar. Tan reacias al cambio
como yo.
Deseo preguntarle al doctor Bloom cuáles son las probabilidades de
que se recupere, no obstante, ¿y si responde que no las hay?
Entonces, tendría que afrontar la realidad. El hecho de que no estoy
soñando…
– Papá, ¿por qué estamos aquí? – escucho susurrar a
Josephine.

Patrick responde algo que no logro discernir. En parte, por el timbre


de voz con que lo dice, y, en agregado, porque mi atención está
inmersa en la bata blanca que se ciñe a la espalda del doctor de la
familia.

De pronto, Bloom se detiene, da media vuelta, sonríe levemente y


señala la habitación 105. Echo un vistazo a Patrick por encima del
hombro. Él, mi madre y Josephine han tomado asiento en las bancas
del corredor.

Giro hacia el doctor Bloom. Nuevamente, deseo preguntarle cuáles


son los pronósticos… Deseo hacerlo, pero no tengo valor…

184
– No te preocupes – me dice, manteniendo aquella sonrisa de
tranquilidad – Se pondrá bien, fue sólo un mal susto –

Sus palabras me alivian profundamente. Tanto que, dos segundos


más tarde, entro a la habitación sin ningún tipo de complejo… pero
eso no evita que la escena me atemorice.
El tanque de oxígeno, las máquinas conectadas a su pecho, el sonido
de aquél aparato que indica el ritmo del corazón…
¿Moriría si, en este preciso momento, fueran retirados todos y cada
uno de esos artefactos? ¿Depende del tanque de oxígeno, o de esos
tentáculos que se aferran a su pectoral para monitorear el
funcionamiento de su sistema cardíaco?
Me cuesta asimilarlo. Me cuesta asimilar que, el hombre frente a mí,
es el mismo que he contemplado, siempre, como el más fuerte del
mundo. Dios… ¡qué corta es la vida! ¡Qué efímero es el tiempo, y
los momentos felices! Y yo, ¿qué he hecho? ¿En qué he invertido mi
existencia? Cuando llegue mi hora, ¿podré morir en paz?
– Helena – susurra él, estirando la mano hacia mí.
Me acerco a paso rápido.
– Hola, papá –
– Hola, cielo…
Tomo la mano de mi abuelo y me siento al borde de la cama.
– Deseaba hablarte – dice él, sonriendo con dulzura – Harold,
hijo, déjanos a solas – agrega, dirigiéndose a mi padre.
– Estaré afuera, por si me necesitan…
Papá besa la frente de Apu, abandona la habitación y cierra la puerta.

185
– ¿Cómo estás? –

– Perfectamente. ¡Ni siquiera sé por qué me han traído aquí! –

– Abuelo, tuviste un infarto. ¿A dónde querías que te


llevaran?–

– ¡A ningún lado, cariño! Si era mi destino morir, habría


muerto aquí o allá, pero habría muerto –

– Bueno, al parecer, no era tu destino…

El semblante de Apu se torna serio; el entrecejo fruncido y los ojos


entornados.

– Helena – murmura, repentinamente – Ningún hombre vive


para siempre, pero hay algo que sí puede llevarse al
momento de su partida, y, ése algo, es la satisfacción de
saber que halló la felicidad –

El viento azota las ramas de un árbol crecido junto a la ventana,


haciendo que las hojas golpeen el cristal.

– Afortunadamente, yo he sido feliz. He cometido infinidad de


errores y estoy orgulloso de algunos, porque me han
conducido a sitios a los que jamás habría llegado por mi
cuenta –

Un destello ilumina su mirada.

– Tú, Helena, eres la mayor de mis felicidades. Mi logro, mi


huella… En tus ojos, veo reflejada mi niñez y mi juventud;
mis derrotas y mis victorias –

186
Oculta mi mano entre las suyas y me observa detenidamente,
tratando de cerciorarse de que presto atención.

– Todo eso me lleva a querer hacerte una pregunta. Pregunta


que, espero, sepas contestar con toda la sinceridad posible –

– Desde luego – respondo, intrigada.

– ¿Eres feliz? –

– ¿Feliz? – repito, como si la interrogante fuera demasiado


complicada como para asimilarla de un tiro.

– Sí, feliz –

¿Que si soy feliz? ¡Pero qué pregunta tan extraña!

Todo el mundo sabe que no existe la felicidad, sino momentos que


nos hacen felices…

– ¿Qué sientes cuando abres los ojos por la mañana y ves a


Patrick junto a ti? –

Un vacío atroz…

– Yo… me siento… satisfecha –

Dios, ¿por qué nos hiciste lo suficientemente listos como para


mentir?

– Querida, tengo 82 años y acabo de sufrir un infarto. ¿Insistes


en tratar de engañarme? –

Suelto un resoplido de desilusión. Dios, ¿por qué no nos hiciste lo


suficientemente listos como para mentir a los ancianos?

187
– Me siento…

Lo miro a los ojos. No tiene caso querer pasarme de lista con él:
descubriría que estoy mintiendo, reformularía su interrogante,
intentaría volver a mentir, me descubriría nuevamente y aquello
terminaría siendo un círculo vicioso cuyo final es inminente… la
verdad.

De modo que he desistido de mentir, porque, aún si lo lograra, ¿qué


conseguiría con ello? Fingir que la realidad no es real, no la vuelve
irreal.

– Me siento vacía – respondo, al cabo de un largo silencio.

Apu sonríe bondadosamente, de la misma manera que acostumbro


sonreír a Josephine cuando tropieza jugando y se hace raspones en
las rodillas.

– Vacía – vuelve a decir, acariciándome la mejilla con el


pulgar – Como si algo te faltara… Helena, mi niña, ¿qué es
lo que te hace falta? –

Meneo la cabeza y aprieto los dientes; he comenzado a llorar.

– Yo… creo que me hace falta un tulipán –

Mi abuelo suelta una carcajada estrepitosa, al tiempo que unas


cuantas lágrimas brotan de sus pupilas y mojan las sábanas del
hospital. Para mi sorpresa, no pide que ofrezca una respuesta más
lógica; ni siquiera pide que le explique el verdadero significado de

188
semejante locura. Simplemente, sonríe, sonríe con amor, y, dándome
palmaditas en el muslo, susurra:

– Entonces, ve, hija… ve y busca ese tulipán…

189
~~~ ∞ ~~~


– A sí fue como llegué aquí – concluyo, acercando las
manos al fuego para calentarme.
Pero, ¿cómo supo que Sophie estaba en Kazajistán? –
– Cuando decidí buscarla, llamé al Hotel Watson – Creek, en
Londres, y pedí su dirección. La recepcionista dijo que
estaba fuera del país… un viaje indefinido a un país asiático
de nombre raro –
– Y usted lo dedujo todo –
– Precisamente –
– Ya veo –
Fahrim entrecruza los brazos.
– ¿Qué hay de Patrick? ¿Cómo terminó su relación? –
– Le confesé cada palabra –
– ¿Se refiere a…? –
– Sophie –
– ¿Sólo eso? –
– Sólo eso –
– ¿De modo que no le contó el verdadero motivo de su
matrimonio? –
Me distraigo admirando las chispas de fuego candente que saltan y
se precipitan de un leño a otro.

190
¿Acaso no temen caer fuera de la chimenea y apagarse? ¿O es que
hay, entre esas pequeñas luces, alguna pareja de amantes
arriesgados?
– Hay secretos que deben seguir siendo secretos –
Fahrim no dice nada. Pienso que es una de esas personas bendecidas
con el don de saber cuándo es oportuno callar.
Han pasado tres días y la tormenta, finalmente, ha cesado. El aire
continúa siendo frío e incómodo, como suele ser luego de una lluvia
prolongada.
El reloj de la estancia marca la 1:00 a.m. ¡Nunca he podido dormir
antes de la 1:00 a.m.! Solía aplacar mi trastorno de sueño con la
lectura, pero eso cambió cuando, dicha lectura, se convirtió en una
fuente rebosante en recuerdos de Sophie.
Bostezo. Buena señal, significa que ya puedo irme a la cama…
Tengo la extraña manía de no poder dormir si antes no bostezo, al
menos, una vez.
– Mañana todo habrá terminado – pronostico, con la vista fija
en el carbón.
– ¿Está segura de querer marcharse? –
– Absolutamente –
– En ese caso, rezaré por usted – comenta Fahrim, en voz baja.
– ¿Por mí? –
– Sí, para que el arrepentimiento no le impida vivir en paz…

191

– H ola, cielo –
Hola, mamá –
– ¿Las estás pasando bien en casa de tu padre? –
– Sí. ¡Hoy iremos al festival del barrio chino! –
– Suena maravilloso. No te separes de papá, ¿vale? –
– Vale…
– Bien –
– Mamá…
– ¿Sí? –
– ¿Cuándo vas a volver? –
– Muy pronto, Josephine –
– ¿Y lo has encontrado? –
– ¿Qué? –
– El tulipán…
Sonrío levemente, mientras tomo aire para responder a su pregunta.
– No… no lo he encontrado –
– ¡Pero Apu dijo que lo necesitas para ser feliz! –
Hago una mueca de conmoción. No cabe duda de que los niños son
las criaturas más cercanas a Dios.
– Te tengo a ti, y eso es más que suficiente…
La voz de Patrick hace eco del otro lado de la línea, pero no consigo
entenderle.

192
– Papá dice que debemos irnos –
– Ah… de acuerdo. Te quiero, hija –
– También te quiero. Y, mamá…
– ¿Sí? –
– Cuando pierdo mi libreta de dibujo, siempre está bajo la
cama. Quizá debas volver a buscar –
Dejo escapar una risa breve y coloco los pies en el suelo, donde el
gélido piso me enfría los calcetines.
– Haré el intento – respondo, con voz quebrantada – Adiós,
Josephine –
– Adiós…
Cuelgo el teléfono y apoyo las manos al borde de la cama.
Es una lástima que Sophie no sea una libreta de dibujo…
Libreta.
Me pongo de pie y rebusco entre la muda de ropa empacada en mi
valija. Ahí la encuentro, a un costado del maletín.
Abro la primera página…

Propiedad de Helena Fakker

Voy pasando las hojas, una por una, cuatro a cuatro, seis a seis, hasta
llegar a la última, y en esa instancia, me detengo, respiro y acaricio
las líneas del dibujo… despidiéndome de ella para siempre.

193
Trece

“El amor, para que sea auténtico, debe costarnos”

Madre Teresa de Calcuta

S i pudiera vivir nuevamente mi vida, en la próxima cometería más


errores. No intentaría ser tan perfecta, me relajaría más. Sería
más tonta de lo que he sido, de hecho, tomaría muy pocas cosas
con seriedad. Correría más riesgos, haría más viajes, contemplaría más
atardeceres… iría a lugares a donde nunca he ido… ¡Tendría más
problemas reales, y menos imaginarios!
Yo he sido una de esas personas que vive con sensatez cada minuto de
su vida. Claro que he tenido momentos felices, pero, si pudiera volver
atrás, intentaría tener, solamente, buenos momentos, porque ahora
entiendo que de eso está hecha la vida: de momentos.
Si pudiera volver a vivir, aprendería a amar con estupidez, en lugar de
ser infeliz con inteligencia. Perseguiría mis sueños, arriesgaría mi
cordura, leería más novelas de amor y menos manuales de uso.
Aprendería a no aprender cómo ser un adulto racional, porque me he
dado cuenta de que ser un adulto racional puede alejarnos de lo que
más amamos.

Borges, si yo pudiera volver a vivir, te tomaría más en serio...

194
– Estamos a veinte horas de Astana, pero a una de Almaty. Le
aconsejo que tome su vuelo ahí, o no llegará a tiempo para la
audiencia del lunes –
No hago comentarios. Intento aprovechar los pocos minutos que me
quedan en este lugar, y eso puedo hacerlo, únicamente, estando
callada.
– Subiré las maletas al coche…
Me cruzo de brazos y admiro el horizonte. El cielo despejado, las
estepas lejanas… allá, donde no alcanza la vista.
No ha sido tan malo – pienso – Después de todo, fue un viaje
agradable.
Alguien sale del hostal, lo sé porque escucho el tintineo del sonajero
de la puerta. No giro la cabeza para investigar quién es, aunque estoy
en todo mi derecho, tomando en cuenta que las ruedas de la valija
del desconocido huésped levantan polvo suficiente para bloquearme
las vías nasales.
Aún si no pude encontrarla – continúo reflexionando – Aún si vuelvo
a casa tan sola como el día que partí, seguiré teniendo su última
carta... El recuerdo de lo mucho que fui amada, y lo mucho que
amé.
– Disculpe, ¿es usted el conductor? –
Una voz familiar resuena a través de la cortina de polvo.
– ¿Quoi? – inquiere un hombre.
– ¡Ah, vous parlez français! –
– Oui –
195
– Excuse moi. ¿Êtes vous le conducteur?
– !Oh, no, Je ne sui pas! –
Al fin y al cabo, ¿qué es el amor? ¿Un sentimiento mutuo? ¿Un
contrato?
No. El amor es libre, amamos porque deseamos hacerlo, y cuando
ya no lo deseamos o no podemos, todo termina, pero sabemos que
ocurrió. Sabemos que fue real, haya durado lo que haya durado...
– Disculpe, caballero. ¿Es usted el conductor? – se repite la
interrogante.
– ¿Conductor? ¡No, para nada! –
– ¿Está seguro? –
– Por supuesto, señora mía –
Los instantes que parecían detenerse en el tiempo, dándonos un par
de segundos para enamorarnos más. La agitación, el insomnio, las
fantasías... ¿A dónde van a parar esos recuerdos, cuando es preciso
olvidarlos para no convertirnos en ellos?
O, mejor dicho, ¿a dónde vamos a parar nosotros, cuando no
deseamos olvidarlos?
– No lo entiendo – insiste aquella voz, notablemente
contrariada – Mi conductor debería estar aquí…
– Señorita Fakker – Fahrim toca mi hombro – ¿Lista? –
– Sí – respondo, dando media vuelta.
Entonces, mis ojos descubren a una anciana de mejillas salientes y
expresión de angustia. Su mano derecha se aferra a un maletín de
viaje y, su izquierda, a la cintura del vestido.

196
– ¡Es usted! –
Mi alarido la toma por sorpresa. Al menos, eso deduzco,
considerando el brinco de espanto que sacude sus hombros y las dos
o tres hebras de cabello que se le erizan.
– ¡Ah, hola, querida! – responde la señora Gresham, una vez
recuperada del susto – ¿Te marchas? –
– Sí. Al igual que usted, por lo que veo –
– ¡Todo lo contrario! – exclama, llena de frustración – El
chofer que han contratado para mí, no aparece –
Fahrim murmura algo en ruso… o kazajo… ¡quién sabe!
Aún si me hablaran en la lengua élfica de J. R. R. Tolkin, yo,
probablemente, seguiría pensando que es el idioma nacional.
– ¿A dónde va? – cuestiono, mientras una parte de mí
contempla la necesidad de tomar una que otra clase de
ruso… o kazajo… o élfico…
– No muy lejos. A las afueras de Almaty –
– Nosotros vamos a Almaty. Si gusta, podemos llevarla…
– ¡Te lo agradecía inmensamente! –

Fahrim enciende la radio y pone su disco de Edith Piaf.


Si se tratara de cualquier otro músico, le reñiría el hecho de haber
viajada durante semanas escuchando el mismo timbre de voz. Pero
es Edith Piaf. ¿A quién no le gusta Edith Piaf?

197
– ¡Ay, me encanta Edith Piaf! – comenta la señora Gresham,
hundiéndose en el cabezal de la tapicería – Me recuerda a
mis días de juventud, paseando en los Campos Elíseos –
– ¿Ha estado en París? – le pregunto, volteando hacia el
asiento trasero.
– Claro que sí… ¡París es un pozo profundo! Cuando limpian
un sótano, descubren otro; debajo, hay una cripta y, más
abajo, una caverna –
– Debajo de ella, un sepulcro, y, más abajo, un abismo…
Completo la frase por inercia, lo cual me aturde, ya que,
inevitablemente, recuerdo aquel día en el Museo Metropolitano de
Arte, con Sophie…
– ¿Le gusta Víctor Hugo? – indago, en un hilo de voz que
hace a Fahrim apartar la mirada de la carretera para
asegurarse de que no estoy estrangulándome con el cinturón
de seguridad.
– Es uno de mis escritores favoritos – contesta ella.
– Está pálida – advierte mi compañero de viaje – Me detendré
para que tome un respiro…
– No, no hace falta –
– Insisto, Helena. Tiene usted muy mala pinta –
– Es un mareo sin importancia. No te preocupes –
– ¿Segura? –
– Sí –
Fahrim frunce el ceño a modo de discordancia, pero no discute.

198
La melodía francesa inunda el coche:

… Yo te veo en todas partes, en el cielo; te veo en todas partes, en la


tierra. Tú eres mi oscuridad y mi sol, mi noche, mi día, mis nubles
claras…

– A propósito, creo que no nos hemos presentado


formalmente…
– ¡Oh, qué descuido de mi parte! – se apresura a decir – Soy
Catherine Gresham –
– Helena –
– ¿Helena? –
– Sí, Helena –
Su vista se entrecierra por unos segundos.
– Igual que Helena de Troya – murmura, como queriendo
hablar consigo misma – Parece que todas las Helenas son
objeto de amor apasionado – continúa, manteniendo aquél
tono de reserva que me impide hacer comentarios, por no
saber si está hablando conmigo o con su sombra.
– Y… – Fahrim se une a la conversación – ¿Dónde vive,
señora Gresham? –
– Nací y crecí en Irlanda, pero me mudé a Inglaterra siendo
muy joven…
¡Ajá! Eso explica el acento indefinido.
– De modo que es inglesa –

199
– Me gusta decir que soy anglo – irlandesa…
– Claro. A mí me pasa lo mismo, nací en Turquía pero crecí
en Kazajistán. Cuando me lo preguntan, prefiero decir que
soy tanto turco como kazajo…

200
Catorce

“El tiempo es muy lento para los que esperan; muy rápido para los
que tienen miedo; muy largo para los que se lamentan; muy corto
para los que festejan, pero, para los que aman, el tiempo es
eternidad"

William Shakespeare

– M uchas gracias por haberme traído. ¡No saben el favor


que me han hecho! –
– Fue un placer, señora Gresham, pero… – echo un vistazo
alrededor – ¿Está segura de quedarse aquí, en medio de la
nada? –
La anciana mujer imita mi gesto de preocupación y gira en torno al
paraje. Por lo visto, no se había percatado de que estamos en una
llanura desolada, donde no hay más que estepas y un poste de
aluminio indicando los kilómetros que hacen falta para llegar a
Almaty.
– Hay un coche por allá – indica Fahrim, señalando un árbol
fornido, del otro lado de la calle.
– ¡Es el auto de alquiler! – vocifera ella – Menos mal. Por un
momento creí que me había extraviado –

201
Siento la incontrolable necesidad de preguntarle por qué está, su auto
de alquiler, abandonado en semejante rincón de la nada, pero Fahrim
disuelve mi voz con su timbre varonil:
– Déjeme llevar su equipaje –
– Gracias, muchacho. ¡Han sido tan amables! ¿Cómo puedo
devolverles el favor? –
– No hace falta…
– Déjenme presentarles a mi nieta, ella encontrará una manera
de agradecerles –
– Bueno, tenemos algo de prisa – respondo, tratando de no
hacerlo parecer un desplante – Además – me apresuro a
añadir – No veo a nadie en ese coche –
– Sí, lo sé. Mi pequeña ha de estar en las estepas –
– ¿En las estepas? – repito, forzando la vista con tal de
distinguir alguna figura humana en el campo repleto de
puntos coloridos.
– Sí. Es fotógrafa…
Mis pulmones se quedan sin aire por una fracción de segundo,
tiempo que basta para que mi cuerpo se entumezca y el pecho me
aplaste el corazón, dejándome en un estado en el cual no logro saber
si estoy consciente o drogada con algún sedante para caballos.
– ¿Cómo… – susurro, con los ojos clavados en lo que parece
ser una silueta femenina; allá, a lo lejos – cómo se llama su
nieta? –

202
Fahrim regresa la valija al suelo y ciñe la mirada al prado de la
estepa, buscando la causa de mi extraño comportamiento.
– Sophie – contesta la señora Gresham – El nombre de mi
nieta es Sophie. ¡Insisto en que la conozcan, es un amor! Ha
venido, únicamente, por los tulipanes. Tiene una revista de
sitios que todo ser humano debe visitar…
Las palabras de la señora Gresham se tornan lejanas y difíciles de
comprender. Carentes de sentido o propósito.
– Cuando me dijo que vendría a Kazajistán, me sentí algo
desorientada. ¿Dónde está Kazajistán?, le pregunté… ¿A
dónde vas, Helena? –
No es, hasta su interrogante, que me doy cuenta de algo: he
comenzado a cruzar la calle y camino rumbo a la estepa.
A lo lejos, me parece oír que Fahrim suelta una carcajada… pero
¿quién sabe? Estoy demasiado ocupada internándome en el campo
como para saberlo.
Voy surcando la hierba, rozando los tulipanes dorados, lilas y rojos.
Aquello lo había vivido antes, en un sueño… o tal vez no.
Extiendo la mano y dejo que mis dedos toquen el pasto crecido;
húmedo, por la misteriosa lluvia de los últimos cuatro días.
De no haber sido por esa tormenta no habría llegado hasta aquí…
Me acerco más y más, dando pasos silenciosos. Tengo la impresión
de que, si Sophie nota mi presencia, comenzará a alejarse, como en
aquel sueño que me parece haber tenido.

203
Las gotas de agua se escurren entre mis manos. La hierba da de
latigazos a mis piernas, penetrando la tela de mi ropa y
humedeciendo mi piel desnuda…
De pronto, me paro en seco, a tres metros de distancia y contemplo
cómo el viento sacude su cabello, dibujando círculos involuntarios
que hipnotizan mi realidad.
Ella permanece de pie, junto a un tulipán rojo, sin quitarle la vista de
encima. ¡Sin pestañear, si quiera! Silenciosa, como la noche
calmada, pero tan bella como la llama de una vela en una habitación
oscura.
Se inclina, toma una foto y se aparta. El reflejo dorado del sol, que
comienza a ocultarse bajo las montañas infinitas, ilumina su sombra.
Deseo mover los labios, decirle algo, por lo menos… pero se me es
imposible. He perdido la voz; no, mejor dicho, he perdido las
palabras.
Palabras… ¡qué cosa tan inútil! ¡Como si pudiéramos usarlas para
decir todo lo que deseamos decir!
Una ráfaga de viento inexplicable, y digo inexplicable porque no
puede decirse con seguridad de dónde salió, desprende el tulipán de
la tierra, haciéndolo volar metro y medio, justo entre nosotras… y
haciendo que Sophie levante la vista.
¡Nuestras miradas se funden con la misma pasión de dos galaxias
devorándose en el centro del universo!
El tiempo se detiene, los sonidos se vuelven huecos, el suelo se
despedaza y me traga los pies…

204
– Helena – la voz le sale con dificultad – ¿Qué… qué haces
aquí? –
Qué difícil es – pienso – buscar las palabras adecuadas para decir
algo que no tiene palabras.
– Yo…vine porque… tengo algo que decirte – respondo,
atropelladamente.
– ¿Has dado la vuelta al mundo sólo para decirme algo?–
– Sí –
– Y… ¿qué es? – pregunta, absolutamente confusa.

“Te amo”. Díselo, Helena.


¿Te amo? Pero, ¿y si ha dejado de quererme?
No tiene importancia lo que ella sienta, sino lo que tú te has
atrevido a sentir.
¡Por supuesto que tiene importancia! No he venido aquí para
marcharme con las manos vacías…
¿Y qué pretendes? Has estado esperando tenerla frente a ti para
decirle lo que llevas dentro. ¿Cómo lo harás sin abrir la boca?
Otra ráfaga de viento, desliza el tulipán sobre la hierba mojada,
estrellándolo contra las suelas de mis zapatos.

Dicen que, en la antigua Persia, existió un príncipe locamente enamorado de


una doncella...

205
Sin pensarlo dos veces, me agacho, tomo la flor y camino en
dirección a Sophie, tratando de disimular el temblor que me
estremece el cuerpo.

Un día, le llegó la noticia de que su amada había muerto, así que montó su
corcel blanco y cabalgó durante horas, hasta llegar a una escarpada lo
suficientemente profunda, desde la cual se lanzó...

El tono rojizo que pinta el cielo de la tarde, cae sobre ella,


convirtiendo cada centímetro de su figura en un imán irresistible que
me hechiza el alma.

Cuando su cuerpo se estrelló contra el suelo y su sangre quedó esparcida en la


tierra árida, brotó un tulipán rojo, como símbolo de su amor perfecto,
verdadero y apasionado...

Me detengo a poca distancia de su boca. Lo suficientemente lejos


como para mover los brazos, pero tan cerca que puedo sentir los
latidos de corazón.

Es por eso que, en la cultura popular, el tulipán rojo significa “ declaración


del amante arriesgado”

Extiendo la mano, sujetando la flor entre mis dedos. Los ojos de


Sophie se encienden, como perlas de cristal en el fondo del océano,

206
pero ella permanece inmóvil, distante; enloqueciéndome con su
silencio.
– Si ya no sientes nada por mí, lo entenderé y sabré vivir con
ello – los párpados se me inundan y el corazón me late cada
vez con más fuerza – Aun así, he venido a decirte que te
amo como jamás creí poder amar a alguien, y que no ha
pasado un día en que tu recuerdo no me sacuda la vida.
Fue… dejarte ir… Jamás he podido olvidarte… Si pudiera
volver en el tiempo, yo…
Sophie posa el índice derecho sobre mi boca, cerrándome los labios
con delicadeza. Sonríe. Su mirada resplandece aún más. Levanta un
brazo lentamente, toma la flor de mi mano, desliza los dedos sobre
mi cara, y dice:
– Me alegra que hayas elegido los tulipanes…

Nuestras siluetas se unen en una sola mancha negra reflejada sobre


el pasto, apenas visible en la penumbra de la noche, y ahí, donde
nuestros labios se tocan, el mundo deja de girar y la luna sale de
entre las nubes, ansiosa por ver a dos amantes arriesgados.
Querido lector, tú, que seguramente recorres estas líneas en la
calidez de tu hogar, un sitio al aire libre o algún confín apartado, en
medio de dos mundos, has de saber que tengo un mensaje para ti:

Entre Napoleón y los tulipanes, quédate, siempre, con los tulipanes.

207

También podría gustarte