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23 Consejos de san Agustín

A La Juventud
(…pero validos para cualquier edad de
la vida terrena…)

Eudaldo Formerít

Eudaldo Formerít, padre de familia, catedrático de Metafísica


en la Universidad Central de Barcelona
Fuente: Revista mensual MAGNIFICAT

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CONTENIDO
I. 23 CONSEJOS DE SAN AGUSTÍN A LA JUVENTUD........................3

1. CONSEJO: LA LIMPIEZA DE CORAZÓN........................................6

2. CONSEJO: LA SOBRIEDAD..........................................................8

3. CONSEJO: EL AMOR AL DINERO...............................................11

4. CONSEJO: FORTALEZA Y CONÓCETE.........................................13

5. CONSEJO: ENIGMA DEL HOMBRE Y LA IRA...............................16

6. CONSEJO: LAS TENTACIONES, VIGILA TUS SENTIMIENTOS.......19

7. CONSEJO: SOBRE EL CONOCIMIENTO PROPIO..........................21

8. CONSEJO: EL CASTIGO Y EL PERDÓN........................................24

9. CONSEJO: MEJORAR O EMPEORAR.........................................27

10. CONSEJO: LA AUTORIDAD Y LA FAMILIA................................30

11. CONSEJO: SERVIR A LOS DEMÁS............................................32

12. CONSEJO: LA CORRECCIÓN A LOS DEMÁS..............................35

13. CONSEJO: LA ENEMISTAD......................................................38

14. CONSEJO: LO QUE NO QUIERAS PARA TI, NO LO QUIERAS PARA


NADIE...........................................................................................41

15. CONSEJO: EL PODER Y EL AMOR............................................44

16. CONSEJO: CANTA Y CAMINA..................................................47

17. CONSEJO: LOS AMIGOS..........................................................50

18. CONSEJO: LA AUTORIDAD Y SUS PELIGROS...........................53

19. CONSEJO: LA SOBERBIA Y LA HUMILDAD..............................56

20. CONSEJO: EL ORDEN Y LA PAZ...............................................59

21. CONSEJO: LA BÚSQUEDA DE DIOS.........................................62

22. CONSEJO: EL ESTUDIO Y LA VERDAD...................................65

23. CONSEJO: LA ORACIÓN..........................................................69

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I. 23 CONSEJOS DE SAN AGUSTÍN A LA
JUVENTUD

A modo de prólogo
.
Agustín de Hipona, san Agustín, en el año 386,
inmediatamente después del momento milagroso de su
conversión y unos nueve meses antes de su bautismo, que fue
la noche de Pascua del año siguiente, dejó su cátedra de
retórica en Milán. Habían terminado las vacaciones
«vendímiales», y alegando una enfermedad no comenzó el
nuevo curso. Se retiró a una finca, situada a unos treinta y
cinco kilómetros de Milán.

En esta granja agrícola, situada en Casiciaco -actualmente


Cassago- que le había prestado su amigo profesor .de
gramática, Verecundo, buscaba el sosiego, la paz y el silencio,
que sentía como necesarios para prepararse para el bautismo
que recibiría a los treinta y tres años de edad.

Un grupo de amigos
No fue solo. Siempre pensó que la búsqueda de toda verdad,
dada la naturaleza social del hombre, debe hacerse en grupo
y en clima de amistad. Le acompañaron: Mónica, su madre;
su hermano Navigio; su hijo Adeodato; su gran amigo Alipio;
sus primos Rústico y Lastidiano; y Licencio y Trigecio,
alumnos suyos. Allí permanecieron hasta la Cuaresma,
porque, junto con Adeodato y Alipio, tenían que prepararse
como catecúmenos, en Milán, para recibir las aguas
bautismales.

En este retiro de Casiciaco, san Agustín y los suyos pusieron


en práctica un antiguo proyecto de vida en común para
buscar, también en común, la sabiduría con el estudio y la
oración.

Durante este ensayo de vida religiosa, que fue la base de su


posterior y famosa Regla, escribió varios pequeños tratados
que recogían las discusiones de aquellos días. Los dedicó y
envió a algunos amigos que no habían podido hacer esta

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experiencia de vivir el clásico «ocio tranquilo», ahora
iluminado por la verdad cristiana.

Ordenar su vida adulta


Estas obras, que son las primeras de su copiosa producción
escrita, son las tituladas:
 Contra los académicos, sobre la verdad
 La vida feliz, dedicada al tema de la felicidad
El orden, sobre la armonía que existe en la naturaleza y que
debe aplicar el hombre en su vida Soliloquios, una reflexión
propia, en forma de diálogo con un interlocutor interior,
sobre la verdad, la felicidad, el amor y la amistad, temas
tratados con sus amigos del retiro campestre.

En la tercera obra, El orden, reproduce tres conversaciones


mantenidas en los días 16, 17 y 23 de noviembre: del año 386
sobre el orden o disposición de todas las cosas, en cuanto se
ordenan o dirigen a un fin, ordenado o mandado por Dios. El
capítulo VIII, en el segundo de los dos libros en que se divide
la obra, lleva por título: «Se enseñan a los jóvenes los
preceptos de la vida y el orden de la erudición». Su objeto es
mostrar a la juventud el modo de vivir bien, de purificar el
corazón, para que ordenen la vida adulta que están iniciando.
Para su formación intelectual y moral, les da veintitrés
consejos, muy breves y prácticos, que se irán exponiendo y
comentando en próximas entregas.

Importancia de los consejos


Aunque los consejos están dedicados a la juventud del siglo
IV, son completamente actuales. No es ajena a nosotros la
actualidad y necesidad de las recomendaciones venidas de
“uno de los más grandes convertidos de la historia cristiana”,
tal como Benedicto XVI denominó a san Agustín en Pavía.

En la basílica de San Pedro, en Cieldoro, ciudad del suroeste


de Lombardía, se encuentran los restos mortales de este gran
Padre de la Iglesia, testigo gigante de la tradición de la
Iglesia.

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En las palabras del Papa en una audiencia semanal de
febrero de 2008 -la quinta alocución que dedicó al santo
obispo de Hipona-, Benedicto XVI se refirió a su
«peregrinación “a Pavía, en abril del año 2007, para venerar
los restos de san Agustín. Confesó: «De ese modo le expresé
el homenaje de toda la Iglesia católica, y al mismo tiempo
manifesté mi personal devoción y reconocimiento con
respecto a una figura a la que me siento muy unido por el
influjo que ha tenido en mi vida de teólogo, de sacerdote y de
pastor».

En esta misma audiencia, destacó la actualidad de su figura


como ejemplo que imitar también en nuestros días. «San
Agustín convertido a Cristo, que es verdad y amor, lo siguió
durante toda la vida y se transformó en un modelo para todo
ser humano, para todos nosotros, en la búsqueda de Dios».

En otra audiencia, la segunda, manifestó: «Cuando leo los


escritos de san Agustín no tengo la impresión de que se trate
de un hombre que murió hace más o menos mil seiscientos
años, sino que lo siento como un hombre de hoy: un amigo,
un contemporáneo que me habla, que nos habla, con su fe
lozana y actual».

Encontrar la verdad
San Agustín en su juventud vivía como todos los demás y, sin
embargo, había en él algo diferente. Como la mayoría de los
jóvenes, recordó el Papa en la ciudad italiana de Pavía «fue
siempre una persona que estaba en búsqueda. No se
'contentó jamás con la vida como se presentaba y como todos
la vivían. La cuestión de la verdad lo atormentaba siempre.
Quería encontrar la verdad».

En la primera audiencia citada añadió el Papa: «También hoy,


como en su época, la humanidad necesita conocer y sobre
todo vivir esta realidad fundamental: Dios es amor y el
encuentro con él es la única respuesta a las inquietudes del
corazón humano».

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Por eso, la juventud de hoy, afirmó el Papa en Pavia, precisa
también escuchar a san Agustín y particularmente sus
consejos, porque «los jóvenes, en especial, necesitan recibir
el anuncio de la libertad y la alegría, cuyo secreto radica en
Cristo. Él es la respuesta más verdadera a las expectativas de
sus corazones inquietos por los numerosos interrogantes que
llevan en su interior».

Eudaldo Formerít,
Padre de familia, catedrático de Metafísica en la Universidad
Central de Barcelona

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1. CONSEJO: LA LIMPIEZA DE CORAZÓN

El primero de los veintitrés consejos que da san Agustín a los


jóvenes es el siguiente:

Si te dedicas al estudio, debes mantenerte limpio de cuerpo y


de espíritu, alimentarte de comida sana, vestirte con
sencillez y no consumir superfluamente.

En la juventud, que es la época de la dedicación casi


completa al estudio, debe procurarse especialmente una
dieta sana, nutritiva y equilibrada, que será, por tanto,
sencilla. La misma naturalidad debe manifestarse en el vestir.
Como consecuencia no se consumirán, adquirirán ni
utilizarán los productos, bienes y servicios de manera
superflua o no necesaria y, por tanto, hay que pensar en lo
que verdaderamente se necesita.

La Castidad
Estas tres indicaciones naturales o de sentido común de este
primer consejo están precedidas de la exhortación a tener
«limpio» el cuerpo y el alma que las incluye.

Esta invitación a la «limpieza» integral se puede


corresponder con la sexta bienaventuranza evangélica:
«Bienaventurados los limpios de corazón, porque verán a
Dios» (Mt 5, 8).

La limpieza del hombre en el cuerpo y en el alma espiritual,


cuyo núcleo más profundo y directivo se expresa con el
término «corazón», puede relacionarse con la virtud de la
castidad. El consejo sería el equivalente, en positivo e
interiorizado, al sexto mandamiento: «No cometerás actos
impuros».

Toda acción contraria a la castidad -como conversaciones o


miradas, la pornografía, cualquier tipo de concupiscencia y la

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infidelidad matrimonial- pertenece a la lujuria, vicio opuesto
a la virtud de la castidad.

Con la lujuria, que lleva a la dispersión, el cuerpo no queda


sometido al alma y ésta deja de estar sujeta a Dios.

Se da una dualidad porque, como confiesa san Agustín, «mi


cuerpo vive de mi alma; mi alma vive de ti, Señor» (Conf. X,
20,29). Puede afirmar, por ello, que «por la continencia
somos juntados y reducidos a la unidad de la que nos
habíamos apartado derramándonos en muchas cosas» (Conf.
IX, 29,40).

La castidad está conectada con la contemplación de Dios. Los


lujuriosos están casi imposibilitados para el conocimiento
científico y no saben tampoco mirar lo espiritual. La lujuria es
uno de aquellos vicios que hace más vivas las imágenes
sensibles y que se fijen más profundamente. Por ello, también
dificulta la abstracción.

La pérdida de la capacidad abstractiva, que actualmente


detectan muchos educadores en la juventud, podría
relacionarse con la relajación de la práctica de la castidad.

La lujuria impide penetrar en el sentido profundo de la


realidad, desde el de las cosas hasta el de la historia.
Tampoco permite ascender de lo material a lo espiritual, ni de
las criaturas al Creador, a Dios. En cambio, la virtud opuesta
dispone altamente para la contemplación intelectual, que
lleva al conocimiento de Dios.

La hipocresía
Tampoco se puede «ver a Dios» si falta la limpieza de corazón
entendida en otro sentido -que expresa una división más
profunda que afecta a la propia interioridad- que se
denomina hipocresía. A la sencillez y franqueza se opone este
vicio, la hipocresía, un tipo de mentira, un faltar a la verdad
que no se hace con palabras, sino con hechos. Con esta

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simulación especial se aparenta exteriormente lo que no se
es en realidad.

Una postura teatral


En su comentario a la bienaventuranza de los limpios de
corazón explica san Agustín que el término hipocresía tiene
su origen en las representaciones teatrales. «Los hipócritas
-escribe- no llevan en el corazón los sentimientos que afectan
a los ojos de los hombres. Los hipócritas son ciertamente
simuladores al representar personas distintas, a la manera
que sucede en los teatros» (Sermón de la montaña, 11, 2,5).

Al igual que los actores teatrales antiguos, el hipócrita se


cubre con una máscara, representa un personaje. Actúa para
los demás. Su vida se convierte en una imagen, en un
espectáculo.

Sin embargo, hay una importante diferencia: en la


representación teatral se mantiene la distancia entre el
escenario y la realidad; en la vida del hipócrita queda
anulada esta distinción. Los hipócritas viven ofreciendo una
imagen y están pendientes, por ello, de la mirada de los
demás.

En cambio, es propio del corazón limpio «no mirar a las


alabanzas humanas al obrar bien, ni dirigir aquello que
rectamente se hace a conseguirlas; es decir, que el motivo
por el cual se cumple alguna obra buena no debe ser agradar
a los hombres, porque así también podrá fingirse el bien».

Es posible caer en la hipocresía porque los demás no ven el


corazón del hombre. «Los que hacen esto, es decir, los que
simulan bondad, son de corazón doble. No tiene corazón
sencillo, esto es, puro o limpio, sino aquel que, pasando sobre
las alabanzas humanas al hacer el bien, busca solamente
agradar a Dios, que es el único que penetra en la
conciencia», en el corazón o en el propio yo.

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Dado que, advierte san Agustín, «por ciertos oficios de la
sociedad humana nos es necesario ser amados y temidos de
los hombres, insiste el adversario de nuestra verdadera
felicidad (el diablo) en esparcir en todas partes como lazos
estas palabras: "¡Bien, bien!", para que, mientras las
recogemos con avidez, caigamos incautamente, y dejemos de
poner, Señor, en tu verdad nuestro gozo y lo pongamos en la
falsedad de los hombres, y nos agrade el ser amados y
temidos no por motivo tuyo, sino en tu lugar» (Conf. X, 36,
59).

El hipócrita no solamente falta a la veracidad y a la caridad


hacia los demás, que quedan reducidos a meros admiradores,
sino también a la fe, porque parece confiar más y dar mayor
importancia a los hombres que a Dios. Sin ser veraz y con
poca o ninguna fe, no se puede ver a Dios.

La limpieza interior es imprescindible, porque «La


purificación del corazón es la del ojo con que se ve a Dios»
(Sermón de la montaña, II, 1, 1).

2. CONSEJO: LA SOBRIEDAD

El segundo consejo que da san Agustín a la juventud de todos


los tiempos que aparece en El orden, una de sus primeras
obras, es que en la vida del joven «a la sobriedad en las
costumbres le debe corresponder la moderación en las
actitudes, la tolerancia en el trato, la honradez en el
comportamiento y la exigencia para consigo mismo» (Cap. 8,
25).

Después del consejo anterior, dedicado a la pureza interior


del hombre, o limpieza de corazón, dedica este segundo a la
virtud de la sobriedad, que implica la moderación en todas
las costumbres, desde la comida y la bebida hasta la
manifestación de las palabras, ademanes y todas las
relaciones con los otros hombres. A esta virtud, se le puede
también llamar templanza, una de las cuatro virtudes,
denominadas cardinales o principales, que, como ya enseñó

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el filósofo griego Platón, dirigen las líneas fundamentales del
buen obrar humano.

La humanidad de la templanza
Debe notarse igualmente que cuando san Agustín se refiere a
esta virtud o a cualquier otra, no lo hace considerándolas
como algo abstracto que no tiene incidencia en la vida
humana, sino que, por el contrario, las evoca como hábitos y
actos que configuran el comportamiento humano concreto.
No habla de la sobriedad o de la moderación, sino del hombre
o del joven «moderado».

En el hombre moderado la razón predomina sobre las


pasiones o impulsos afectivos del corazón, los deseos, las
necesidades y, sobre todo, la sensualidad. Con ello no quiere
decirse que la persona sobria no pueda tener o expresar sus
propios sentimientos, o que no pueda gozar.

La virtud de la sobriedad no le hace insensible, como si fuera


de piedra o de hielo, como pretendían los antiguos filósofos
estoicos. Simplemente le lleva a que no los deje pasar del
justo límite que marca la razón. La renuncia a la vigilancia de
la razón, como ocurre, por ejemplo, en una víctima del
alcohol o de la droga, desemboca en la esclavitud de las
pasiones y de la vida afectiva, en vivir como si se hubiera
perdido la propia humanidad, el ser verdaderamente racional
y social y, en definitiva, ello conduce a dejar de ser
plenamente hombres.

El respeto de la riqueza del cuerpo y de su emotividad


Tampoco la sobriedad quita la espontaneidad del ser humano.
La moral enseñada por san Agustín, la moral cristiana,
respeta toda la inmensa riqueza del cuerpo y de su
emotividad, con sus afectos y pasiones, que son tan variadas
y distintas en cada uno de los hombres y de las mujeres, con
su especial y propia sensibilidad.

Con el dominio de sí por la virtud de la templanza, estos


aspectos de la persona se colocan en el lugar adecuado, tal

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como les corresponde en el orden de la naturaleza humana.
Se les da así un valor mayor, pues si se les permite que
enajenen nuestra interioridad y la dominen, pasan a
convertirla en víctima de un despotismo inhumano.

Lo confirma el hecho de que la falta de la virtud de la


templanza o de la sobriedad perjudica la salud, tal como
revelan las estadísticas médicas, y además, con frecuencia,
con una gravedad irreversible, tanto física como psíquica. La
vigilancia racional que impide el abuso de los deseos
sensibles es la que permite que el joven pueda adquirir una
espontaneidad madura, una libertad plena, una libertad que
no se concreta en una mera elección arbitraria, sino una
libertad que elige para su propio bien. Hay que alcanzarla
con un trabajo laborioso de autodominio o, como dice san
Agustín, siendo «exigente» con uno mismo, con esfuerzo
personal.

La paz interior y el amor a Dios


Con la sobriedad se consigue la paz, el bien siempre buscado
por el hombre en todas las edades de su vida. San Agustín da
de ella la siguiente definición, que ya se ha convertido en un
clásico: «La paz de todas las cosas es la tranquilidad del
orden». Se designa en ella, por una parte, la paz personal o
paz interior, conseguida con la ordenación de todas las
tendencias e impulsos.

Por otra, la paz social o exterior, que es «la concordia bien


ordenada en el gobierno y en la obediencia de sus
ciudadanos» La Ciudad de Dios, 19,13, 1. Esta última es la
que posibilita la paz personal o individual. Sin embargo, la
primera es más perfecta. Para que se dé la paz social no es
absolutamente necesaria la paz interior, pero con ella la paz
social se alcanza de forma más fácil y duradera.

La templanza tiene así importancia individual y social. Puede


decirse que sin sobriedad no hay ningún tipo de paz. De la
misma manera que la paz es un quehacer sobre uno mismo,
mediante el autodominio que facilita la virtud y los actos de

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la templanza, también los demás deben ayudar a cada
persona con la educación.

Esta es la intención de san Agustín al dar estos consejos a los


jóvenes. Él mismo era joven -tenía treinta y dos años- y
conocía muy bien a los jóvenes. A los veinte años, había
abierto una escuela en Cartago y ocho años más tarde había
establecido otra en Roma. Un año después, enseñaba en una
cátedra en Milán. Cuando preparó este escrito después de
haberse convertido, todavía ocupaba esta importante plaza
oficial.

Gracias a la templanza, el hombre puede conocer y amar al


verdadero fin último, bien supremo y felicidad, o dicha
infinita y eterna. Toda virtud lo posibilita e incluso se puede
definir por ella. «Como la virtud es el camino que conduce a
la verdadera felicidad -escribe san Agustín-, su definición no
es otra que un perfecto amor a Dios».

Desde esta perspectiva nuclear y esencial, añade: «Se puede


decir que la templanza es el amor que se conserva íntegro e
incorruptible para solo Dios» (De las costumbres de la Iglesia
católica y de las costumbres de los maniqueos, 15,25) porque
permite «despojarse del hombre Viejo y vestirse del Nuevo.
Ésta es la función de la templanza: despojamos del hombre
viejo y renovamos en Dios» (Ibíd., 19, 36).

3. CONSEJO: EL AMOR AL DINERO

Puede parecer extraño que san Agustín coloque en el tercer


lugar de los veintitrés consejos que da a los jóvenes el evitar
el amor desordenado a las riquezas. Les dice: «Ten siempre
presente que la obsesión por el dinero es veneno que mata
toda esperanza».

Es innegable que da gran importancia a este aspecto al


indicar que deben tenerlo en la mente, sin olvidarlo, para que
así puedan recordarlo en todos los momentos; dice que si,
por el contrario, lo único que ocupa la mente es el deseo del

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dinero, lo que se posee es un veneno, algo que en nuestro
interior produce un grave trastorno y hasta la muerte. En
este caso, la avaricia actúa como un tóxico que disminuye o
destruye la esperanza y, por tanto, lleva a la desesperación.

Materialismo y hedonismo
Además de su valor intrínseco, este consejo era de capital
importancia por las circunstancias en que vivían los jóvenes
de la época del santo doctor de la Iglesia. La juventud de
Italia y del mundo civilizado de entonces estaba educada en
el materialismo y rodeada de un ambiente completamente
hedonista y obsesionado con el placer.

Antes de su conversión, en su época de estudiante en


Cartago, la gran capital romana del norte de África, el mismo
san Agustín vivió una existencia frívola, disipada y
despreocupada, en correspondencia total con una visión
materialista de la que a veces, por la misma superficialidad
que implica, no se es plenamente consciente.

Tampoco se libró del materialismo cuando después, como


también era frecuente entonces, cayó en la redes de una
secta muy extendida: el maniqueísmo. Los maniqueos, como
la mayoría de las sectas, enseñaban y practicaban una
ideología materialista y hedonista. El alma e incluso lo divino
eran concebidos como realidades materiales. En el
maniqueísmo no había lugar para lo espiritual.

No es necesario advertir que el paralelismo con nuestro


mundo es manifiesto y con ello la actualidad de este tercer
consejo agustiniano. El amor desordenado al dinero o a las
riquezas representadas en él es el vicio que se llama avaricia,
palabra que significa «avidez de metal» o ansía de dinero.

La avaricia hace buscar y conservar con vehemencia el


dinero. Las riquezas, en cuanto que son necesarias para la
propia vida, no son malas, y el ser humano las desea
precisamente porque le son necesarias. El mal está no en su
uso, sino en la inmoderación que las hace ser consideradas

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no como un medio, sino como un fin último que se antepone a
la justicia y al amor para con Dios y el prójimo.
La avidez del dinero, raíz de todos los males.

Afirma, por ello, san Agustín que «si el principio de todo


pecado es la soberbia, la raíz de todos los males es
ciertamente la avaricia» (Exposición sobre la 1º epístola de
san Juan, 8, 6).

La soberbia consiste en el deseo inmoderado de la propia


excelencia. Es el pecado que da dirección o finalidad a todos
los demás, que pueden considerarse como medios para
conseguir el fin que se propone la soberbia. San Agustín cita,
poco antes de su afirmación, la frase bíblica: «La soberbia es
el principio de todo pecado» (Eclo 10, 15). También esta otra
del Nuevo Testamento: «La avaricia es raíz de todos los
males».(1 Tim 6, 10). Las riquezas ayudan al hombre a caer
en cualquier pecado, al que alimentan como la raíz de un
árbol. Parece que sean unas raíces generales y hasta
infinitas. Por este aparente carácter infinito de las riquezas
pensamos que lo podemos conseguir todo.

Inmundicia del corazón


La avaricia, que «no es otra cosa que desear más de lo que se
necesita» (Exposición, 8, 6), en realidad implica cargarse de
lo que no es necesario. Podemos preguntarnos, como hace
san Agustín, en uno de sus sermones: «¿Para qué, siendo tan
breve el camino, llevar tanto bagaje que más que ayudar a
llegar al fin te sirve de impedimento para que no llegues
jamás?. Es bien extraño lo que pretendes: te cargas, y no ves
que lo mucho que llevas te oprime en el camino, ya que sobre
la carga del dinero se te echa encima, la de la avaricia; pues
la avaricia es la inmundicia del corazón».

Por hacer del hombre esclavo de los bienes externos, los más
bajos entre todos los bienes, la avaricia es un vicio
repugnante. A diferencia de otros vicios, nunca, como lo ha
manifestado la literatura, se ha justificado su maldad y

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fealdad, pues «todas las literaturas y escuelas han condenado
la avaricia».

En las riquezas no puede encontrar el hombre la felicidad.


Desplegando todo su atractivo mienten. Se descubre su
engaño porque, al estar sometidas al azar, no dan seguridad.
No ocurre así con los bienes espirituales. Añade, por ello,
nuestro autor: «Fortifica tu arca interior, que es tu
conciencia. Allí es donde tienes esas riquezas que no pueden
ser robadas ni por los ladrones, ni por los enemigos, ni por
los piratas; ni, finalmente, por el mar aunque naufragues,
porque, aunque salieras del mar desnudo, no dejarás de salir
lleno por dentro».

Una verdadera «tirana»


Para mantener su engaño, la avaricia «a veces se sirve de
otro motivo: "Atesora, te dice, para el porvenir". Pero, hay
que replicarle: "¿Qué porvenir es ése? Seguramente se
reduce a muy pocos días y muy inciertos". Si insiste en decir:
"Piensa en tu futuro", respóndele: "¿Para qué futuro, oh
avaricia, si hablas a quien está ya muriendo?"»

En general, la riqueza encierra al hombre en lo material, en


lo terreno, y le hace olvidar que puede morir en cualquier
momento y que en todo caso tarde o temprano tendrá que
dar cuentas de su vida.

No se le condenará por el hecho de tener riquezas, sino por


el uso que ha hecho de las mismas. La avaricia, como
verdadera «tirana», le ha hecho «siervo del desorden». En
cambio: «Si eres señor del oro, sabrás hacer con él cosas
buenas; si eres siervo, el oro se servirá de ti para el mal».

El remedio proporciona esperanza porque, como nos dice san


Agustín en un sermón: «Ama las riquezas celestiales y desde
ahora quedarás saciado: no está escondida la fuente de
donde manan; basta tener abierto el corazón. El corazón se
abre con la llave de la fe» (Sermón 177, 1-4).

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Es ésta una llave que verdaderamente hace rico, feliz y
esperanzado. San Agustín, en el pasaje en que da veintitrés
consejos a la juventud, recomienda: «No actúes con
debilidad, ni tampoco con audacia».

4. CONSEJO: FORTALEZA Y CONÓCETE

En este cuarto consejo, al desestimar los vicios de la cobardía


y la audacia temeraria, se pide que las acciones se
emprendan desde la virtud de la fortaleza. En los tiempos
nada fáciles que nos ha tocado vivir, es importante
reflexionar sobre esta virtud. Ella sitúa los deseos de bienes
difíciles en el orden de la razón iluminada por la fe, lo cual
permite superar el miedo y moderar la audacia imprudente.

Los enemigos del hombre


San Agustín, comentando el versículo 24 del salmo 104 (la
tierra está llena de tus criaturas), escribe: «La vida presente
está combatida por las olas de las tentaciones, agitada por las
tempestades de las tribulaciones y turbada por las borrascas
de las pasiones, pero no hay otro camino». La vida está llena
de estas tres clases de peligros, uno interno y dos externos.

No se puede dejar de permanecer Y avanzar por este mar de


dificultades. «Aunque el mar se agite, se embravezcan las
olas y rujan las tempestades, por él hay que pasar».

Es natural que la travesía por este mar hostil y peligroso


produzca temor. Se puede caer en la «debilidad» de ánimo,
por carecer de energías suficientes para resistir y afrontar
estos peligros continuos.

Esta cobardía con la que, como pide san Agustín en este


cuarto consejo a la juventud, no se debe actuar nunca se
puede relacionar con el llamado respeto humano. Por el
miedo al qué dirán, que es otra potente ola de este mar
tenebroso del mundo, muchas veces dejamos de practicar el
bien o incluso nos dejamos llevar conscientemente por las
olas.

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Los peligros del vicio
Además de este vicio por defecto de valor, hay otro vicio que
se da precisamente por exceso de éste y que se materializa
de dos formas: la indiferencia y la temeridad.

Con la primera actitud se ignoran los peligros de nuestro


propio desorden interior, de los atractivos del mundo y de los
engaños del espíritu del mal. No se les teme debiendo
hacerlo.

Con la segunda, nos exponemos a estos peligros


imprudentemente y sin causa justificada. Siempre se pueden
presentar de una manera imprevista y repentina, pero el
temerario no se protege o les sale al encuentro por necedad o
por soberbia.

San Agustín en el consejo dice también que no debe actuarse


con esta audacia temeraria, porque, al igual que la cobardía,
finalmente es vencida por las contrariedades, las
adversidades y los obstáculos de todo tipo que aparecen en la
mar de la vida.

Para que el hombre pueda tener siempre y en toda la virtud


de la fortaleza que permite resistir frente al mal e incluso,
cuando es posible, atacar a nuestros enemigos del alma con
el bien, reprimiendo o exterminando el mal, necesita la ayuda
de Dios.

Por ello, añade en este comentario: «Mientras peregrino en


esta tierra de los que mueren, elevo a ti mis clamores y digo:
(...) eres mi esperanza en la tierra de los que mueren y mi
herencia en la patria de los que viven (...) Aunque me
encuentre en medio del mar ya agitado por las olas, me
considero seguro. No te duermas, Señor; y si te duermes, te
despertaré para que des orden a los vientos, calmes el mar y
yo pueda gozar en el arribo a la patria» (Enarraciones sobre
los Salmos, 103, IV, 4).

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La búsqueda de Dios
Se podría preguntar a san Agustín dónde encontrar a Dios
para que nos proporcione apoyo, seguridad y fortaleza de
cara a navegar y luchar contra este mar. Su respuesta es muy
sencilla y fácil: en el hombre mismo. En su famosa
autobiografía espiritual, Las Confesiones, nota que debe
seguirse el viejo imperativo de Sócrates: «Conócete a ti
mismo».

Sin embargo, san Agustín descubre que para conocerme a mí


mismo, para llegar a mí mismo, a mi propio yo, debo
encontrar a Dios. Si estoy lejos de mí mismo, estoy lejos de
Dios; y a su vez si estoy alejado de Dios, estoy alejado de mí
mismo, pierdo mi verdadera identidad y sólo me encuentro
con oscuridad.

El imperativo agustiniano es, por ello: «No quieras salir fuera


de ti; vuelve a ti mismo» porque «en el interior del hombre
habita la verdad» (De la verdadera religión, 39,72).
Reconocerá después en Las Confesiones: «Tú estabas más
dentro de mí que lo más íntimo de mí, y más alto que lo más
sumo mío» (Confesiones, III, 6,11).

En la propia intimidad se descubre que Dios está más cerca


de mí que yo mismo. Dios está en lo más profundo de mi
interior en una misteriosa presencia, pero más auténtica y
real que mi propia intimidad.

En otro pasaje de esta obra en la que los hombres, como


decía Juan Pablo II, «se han encontrado y se siguen
encontrando así mismos» (Augustinum hipponensem, 1), san
Agustín, refiriéndose a su vida antes de su conversión
milagrosa, decía: «Tú estabas, ciertamente, delante de mí,
mas yo me había alejado también de mí, y no acertaba a
hallarme, ¿cuánto menos a ti?» (Confesiones, V, 2, 2). Había
salido fuera de sí mismo, pero su conversión fue
precisamente dejar la extroversión, la disipación exterior y
dispersión y encontrarse con Dios en la interioridad.

19
Inmediatamente después de morir, cuando Dios juzgue la
sucesión de toda nuestra vida consciente y moral, y nos
muestre nuestro destino eterno, infierno, purgatorio o cielo,
nos daremos cuenta claramente de esta presencia constante
de Dios durante toda nuestra vida. Se nos manifestará
entonces que su presencia y realidad era más verdadera que
nuestro propio ser.
También se advertirá que, cuando se ha ofendido a Dios por
el pecado, se ha hecho ante él cara a cara y que siempre se
podía recurrir con confianza a este Dios amantísimo para
recibir su gracia.

En nuestro juicio particular, en definitiva, se experimentará


con total intensidad la famosa frase del primer párrafo de Las
confesiones: «Nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón
está inquieto hasta que descanse en ti» (Confesiones, 1, 1, 1).

5. CONSEJO: ENIGMA DEL HOMBRE Y LA IRA

En su famosa autobiografía espiritual, Las confesiones, nota


san Agustín que el hombre para sí mismo es «un gran
enigma» (Confesiones, IV, 4, 9), porque, como dice también
más adelante, «el hombre es un gran abismo» (lb., 14, 22}.
Gran enigma y gran abismo que sólo Dios resuelve, ilumina y
colma.

Misteriosamente alienado de sí mismo, descubre y


reencuentra su propio yo, su verdadera identidad, desde la
luz y el bien de Dios, que satisfacen sus ansias siempre
crecientes de conocimiento y de felicidad. Desde esta
iluminación, se advierte el mal que hay en nuestro interior,
fruto del pecado original y de los propios pecados personales.
No necesitamos observar a los demás, para descubrir la
maldad y la atracción que ésta ejerce en el hombre; mi propio
yo descubre esta tentación claramente.

La ira justa
Una de las manifestaciones del mal son los distintos grados
de la ira, pecado capital u origen de otros muchos. Desde el

20
mal humor, el pesimismo y la amargura, hasta la sospecha de
la intención de los demás, los celos y el recordar las injurias
recibidas.

La ira se manifiesta gradualmente desde la impaciencia, el


menosprecio y la dureza hacia los otros hasta la irritación, el
furor y la violencia. Por ello, uno de los primeros consejos
que da san Agustín a los jóvenes, el quinto exactamente es:
«Aleja de ti toda ira o trata de controlarla cuando corrijas las
faltas de los demás» (Sermón 58,8).

Según nuestro famoso converso, «la ira es el deseo de


venganza». Debe notarse que la ira es justa y hasta santa
cuando está motiva por defender los derechos de otros,
especialmente la santidad y la soberanía de Dios. Así se ve en
muchos personajes bíblicos, y en el mismo Jesucristo en
varias ocasiones, recordemos su reacción con los fariseos y al
arrojar a los mercaderes del templo

La justicia vindicativa de Dios


Puede incluso hablarse de la ira de Dios. Así aparece en la
liturgia de la Iglesia. La famosa oración de la Misa de
difuntos, titulada «Día de ira» (Dies irae), en que se recuerda
a Cristo Juez y el juicio final, comienza con estas estrofas: «
¡Día de ira aquel que consumirá al mundo por el fuego,
reduciéndolo a cenizas, como canta David con la Sibila!
¡Cuán grande será el temor cuando aparezca el justo Juez
dispuesto a escudriñarlo todo hasta el menor detalle!» Sobre
esta justicia vindicativa de Dios, san Agustín, en una obra de
respuesta a una consulta de Simpliciano, el monje milanés
que le ayudó en su conversión, explica: «A pesar de que la
ciencia divina dista tanto de la humana, que es irrisoria toda
comparación, con todo, a ambas se da el mismo nombre de
ciencia; y la humana es de tal naturaleza, que, según el
Apóstol, será destruida(1 Cor 13, 8), lo cual no puede decirse
de ningún modo de la de Dios.

Análogamente, la ira en el hombre es turbulenta y llena de


tortura el ánimo, pero Dios, permaneciendo siempre

21
tranquilo y con admirable equidad, ejecuta su justicia
vindicativa en la criatura que le está sujeta (...) Quito todo
movimiento turbulento, de suerte que sólo quede la justicia, y
de algún modo llego al atisbo de lo que se llama la ira de
Dios» (Sobre diversas cuestiones, 11, 2, 3).

La ira injusta y el odio


La ira injusta es la que va contra la justicia y la caridad, y
«cuando se hace duradera se convierte en odio» (Sermón
58,8) Refiriéndose a la parábola de Jesús de la paja del ojo
ajeno que se pretende quitar aun teniendo una viga en el
propio (cf. Lc 6,41), indica San Agustín que «la ira es una
paja, el odio una viga; si a la paja se la alimenta, llega a ser
viga» (Sermón 49, 7).

En consecuencia, al «corregir» a los demás, tal como se dice


en este consejo a la juventud, dirá san Agustín: «Lo primero
que has de hacer es arrojar el odio de tu corazón: esta es la
viga que es preciso quitar de tu ojo. Gran diferencia hay
entre un ojo ofuscado y un ojo apagado; la paja ofusca, la viga
apaga» Sermón 82, 2).

Para que la reacción airada sea razonable o proporcionada


debe ser justa por el objeto o motivo, moderada en cuanto al
ejercicio o ejecución, y buena o caritativa en la intención.

Si no procuramos ser amables, afables, permanecer serenos,


olvidar las injurias o evitar provocar la ira de los demás, si no
intentamos que las pasiones o el fanatismo no nos dominen,
en definitiva, si no tratamos de vivir la virtud de la
mansedumbre, caeremos en el pecado de la ira.

Desde la ira se llega al odio, que es distinto a la ira pero está


en continuidad con ella. «Hay bastante diferencia entre el
pecado del que se deja dominar por la ira y la crueldad del
que odia: nos airamos con nuestros hijos, pero ¿quién es el
que los odia?» (Sermón 82,3).

22
El odio es el mayor pecado contra el prójimo. « ¿No has oído
lo que se lee en la carta de san Juan?: "El que odia a su
hermano es homicida" (1 In 3,15)... ¿Dices que amas a
Cristo? Pues guarda su mandato de amor a tu hermano,
porque si no amas a tu hermano, ¿cómo podrás amar a aquel
cuyo mandato desprecias?» (Explicación de la Carta de san
Juan, 91.11).

El perjuicio espiritual a si mismo


Además, el mal del odio y, en su grado correspondiente, la
irritación vuelve sobre el propio autor o agente. « ¿Qué daño
puedes hacer al que odias? Puedes quitarle el dinero, pero no
le perjudicaras en su crédito. Puedes quitarle la fama, pero
no lograrás mancillar su conciencia. Todo lo que hagas contra
tus hermanos será externo; en cambio, considera el prejuicio
espiritual que te haces a ti mismo. Te conviertes en tu mayor
enemigo cuando odias a tu prójimo (...).Mira a ver quién ha
perdido más: él ha perdido una cosa perecedera y tú te has
perdido a ti mismo» (Sermón 82,3).

El remedio decisivo está en aprender de Cristo, Dios


verdadero, modelo incomparable de mansedumbre, que era y
se definía como «manso Y humilde de corazón» (Mt 11, 29).
San Agustín, que tuvo la gracia de descubrirlo en su interior,
le dirigió esta famosa oración: «Tarde te amé, belleza tan
antigua y tan nueva, tarde te amé. Y he aquí que tú estabas
dentro de mí, y yo fuera, y fuera te buscaba yo, y me arrojaba
sobre esas cosas bellas que tú creaste. Tú estabas conmigo,
mas yo no estaba contigo. Me mantenían lejos de ti aquellas
cosas que, si no estuviesen en ti, no existirían. Me llamaste y
gritaste, y rompiste mi sordera; brillaste y resplandeciste, y
ahuyentaste mi ceguera; exhalaste tu fragancia, la respiré y
suspiro por ti; gusté de ti y tengo hambre y sed de ti; me
tocaste y me abrasé en tu paz» (Confesiones X, 27, 38).

23
6. CONSEJO: LAS TENTACIONES, VIGILA TUS
SENTIMIENTOS

El sexto consejo de san Agustín, a los jóvenes, a los de su


época -a los que tan bien conocía por su relación directa con
ellos como profesor y porque era también joven- y a los de
todos los lugares y tiempos, es:

«Sé el centinela de ti mismo: vigila tus sentimientos y tus


deseos para que no te traicionen» {El orden, II, 8).

Al pedir al joven que sea centinela , le invita a que se


comporte como el soldado, que vigila desde su puesto y que
está alerta, observando y dispuesto a luchar para que no
entre el enemigo y cause daños en lo vigilado.

El enemigo en este caso es múltiple: hay uno interno, el


propio egoísmo o el amor desordenado de sí mismo, y dos
externos: por un lado, el demonio que intenta atraer a los
hombres hacia el mal y, por otro, el ambiente que nos rodea
en forma de escándalos, malos ejemplos, consejos e
insinuaciones y todo lo que, en general, patrocina y anima el
mal.

La lucha interior
Los ataques del enemigo son inevitables. El hombre está
muchas veces con el «corazón angustiado» (Com. Sal 61, 4),
porque: «Nuestra vida en este destierro no puede estar sin
tentación, ya que nuestro adelantamiento se lleva a cabo por
la tentación. Nadie se conoce a si mismo sino es tentado; ni
puede ser coronado si no vence, ni vencer si no pelea, ni
pelear si le faltan enemigo y tentaciones» (Com. Sal. 60, 3).

Dios permite las tentaciones, para que se obtengan estos y


otros bienes. Las tentaciones afectan a nuestro corazón, a
nuestra interioridad, con sus facultades. Sus ataques se
manifiestan, como se dice en este sexto consejo, en forma de
«sentimientos», en el sentido de representaciones

24
intelectuales, imaginativas o sensibles, y de deseos de la
voluntad y del querer sensible.

Por su variedad y cantidad, puede decirse que: «Un hombre


solo lucha en su corazón contra una turba. Tienta la avaricia,
tienta la lujuria, tienta la voracidad, tienta la misma alegría
mundana; todas las cosas tientan. (...) Luego, ¿dónde habrá
seguridad? Aquí jamás; en esta vida nunca, a no ser
únicamente en la esperanza de las promesas de Dios.»

El centinela tiene siempre a los enemigos intentando atacarle


desde dentro. Le dice, por ello, san Agustín:

«Excluye, si puedes, de tu corazón todos los malos


pensamientos. Que no entre en tu corazón ninguna mala
sugestión. ”No consiento”, dices. Pero sin embargo entró
para tentarte. Todos queremos tener defendidos nuestros
corazones para que no entre nada en ellos que sugiera el
mal. ¿Quién sabe dónde entra? Únicamente sabemos que
luchamos cotidianamente en nuestro corazón.» (Com. Sal.
99, 11).

Modos de vencer
La tentación no es lo mismo que el pecado, aunque puede
llevar él. Los deseos que se experimentan, e incluso la
complacencia indeliberada que pueden provocar, sin el libre
consentimiento de la voluntad no son pecados. Sólo se da el
pecado cuando se consuma la tentación con la libre
aceptación de la voluntad, que la admite, aprueba y retiene.
Sentir no es consentir.

En cualquier caso, la tentación nos impide estar en una paz


perfecta. Si se vence una tentación, se puede preguntar: «
¿Cuál es el bien que hago? El no consentir al mal deseo. Hago
el bien, pero no en su perfección; también con ese deseo, mi
enemigo obra el mal, pero no en su plenitud, ¿Cómo es que
hago el bien, pero no en su perfección? Hago el bien cuando
no consiento al mal deseo, pero no tan en plenitud que
carezca totalmente del deseo. Lo mismo respecto a mi

25
enemigo. ¿Cómo realiza el mal, aunque no en su plenitud?
Obra el mal, porque el mal deseo existe; pero no en su
plenitud, porque no me arrastra hacia él. En esta guerra se
cifra toda la vida de los santos» (Serm. 151, 6).

La vigilancia activa
El hombre debe luchar siempre contra las tentaciones, que
existen mientras vivimos en este mundo. No tienen fin
mientras existimos; pueden disminuir, pero no desaparecer.
En esta lucha han estado durante toda su vida los santos.

Por el peligro que entrañan las tentaciones, hay que evitar


sufrir sus ataques, no exponiéndose voluntariamente y
procurando tomar las cautelas necesarias. La vigilancia
activa, propia del buen centinela, es una de ellas. Además de
vigilar se debe orar, que es la mejor vigilancia. El mismo
Señor nos dice «Vigilad y orad para no caer en tentación»
(Mt 26,41).

Por la oración depositamos en nuestro ángel de la guarda y


en los santos, a quienes nos encomendamos para que
intercedan por nosotros, nuestra confianza en Dios y en la
Virgen María. «Digamos a Dios: "No resbale mi pie. El que
nos guarda no duerme". En nuestro poder está, dándonoslo
Dios, conocer si hacemos de nuestro guardián a Aquel que no
dormita ni duerme y que guarda a Israel ¿A qué Israel? Al
que ve a Dios. Así vendrá el auxilio del Señor» (Com. Sal.
120, 14).

Consecuentemente, también hay que ser sobrio o moderado


en las cosas de este mundo. Tal como nos advierte la
Escritura: «Sed sobrios y vigilad, porque vuestro adversario,
el demonio, anda alrededor de vosotros como un león que
ruge buscando a quien devorar» (1-Pe 5,8).

En este sentido comenta san Agustín:


«Hay también algunos que no duermen, pero dormitan. Se
apartan algo del amor de las cosas temporales, mas de nuevo
vuelven al afecto de ellas; cabecean como adormilados.

26
Despierta, espabila, pues, adormilándote, caerás» (Com. Sal,
131, 8).

Por último, hay otros que no intentan vencer la tentación, ni


antes ni durante su embate, y caen en ella, aunque sea débil:
« ¿Y qué puedo decir de los impúdicos, que ni siquiera
luchan? Vencidos, son arrastrados, ni siquiera arrastrados,
porque se van libremente. Ésta, repito, es la batalla de los
santos; en esta guerra el peligro es constante hasta que
llegue la muerte» (Serm. 151,6)

La última tentación
No obstante, aun en este caso, el que ha tenido la desventura
de ser vencido, debe continuar la lucha, porque queda la
posibilidad del arrepentimiento. Conserva su corazón y puede
ser su centinela; aprendiendo la lección para próximas
ocasiones. El endurecimiento del corazón durante el estado
de peregrinación por la tierra nunca es completo, como lo es
el de los condenados en el infierno.

El pecador empedernido tiene siempre la posibilidad de


convertirse. «Aunque se trate del más grande pecador, no hay
que desesperar mientras viva sobre la tierra» (Retr. 1, 19,7):
Debe superar la última tentación que es la de la
desesperación. Debemos tener siempre una gran confianza
en la bondad y misericordia de Dios. La fe viva en la
misericordia de Dios nos hace creer que no rechaza jamás al
pecador arrepentido, por gravísimos e innumerables que
hayan sido los crímenes y pecados.

7. CONSEJO: SOBRE EL CONOCIMIENTO PROPIO

Relacionado con el consejo anterior sobre la vigilancia sobre


sí mismo por los ataques de las tentaciones, el siguiente que
da san Agustín a 1os jóvenes, es sobre el conocimiento
propio. Es muy breve: «Reconoce tus defectos y procura
corregirlos».
Necesidad del conocimiento propio

27
- Para corregirnos de nuestras imperfecciones,
debilidades, faltas y pecados es necesario el
conocimiento de nosotros mismos.

- Por, una parte, no se puede luchar contra las propias


miserias si no se conocen o se hace sólo de una manera
vaga y confusa.

- Por otra, es preciso conocer también las buenas


cualidades que se poseen y que Dios nos ha dado para
poder fomentarlas, perfeccionarlas y practicar las
virtudes.

El conocimiento de sí tiene que ser verdadero y muy claro.


De lo contrario se corre el peligro de forjarse una imagen
superior de sí mismo y caer en un engreimiento y en una
vanidad, que lleva a un optimismo estéril, porque si uno se
cree perfecto no se preocupa de rectificar y se para en el
camino de su vida.

Escribe san Agustín: «Somos caminantes. Diréis: "¿Qué


significa caminar?" Os respondo en pocas palabras:
“Avanzar”, no sea que, por no entenderlo, caminéis con
mayor pereza. Avanzad, hermanos míos. Cuando digas: "Es
suficiente", entonces pereciste».
Añade siempre algo, camina continuamente, avanza sin
parar; no te pares en el camino, no retrocedas, no te desvíes.
El que se para no avanza. El que añora el pasado vuelve la
espalda a la meta. El que se desvía pierde la esperanza de
llegar. Es mejor ser un cojo en el camino que un buen
corredor fuera de él» (Sermón 169, 18).

También es posible, por falta de un exacto conocimiento de la


interioridad una concepción exagerada de nuestros vicios y
pecados, una actitud pesimista que lleva al desaliento y, como
consecuencia, también a la inacción.

Cuando nuestro conocimiento es verdadero o adecuado a lo


que realmente somos, ello nos lleva: en primer lugar, a sentir

28
y lamentar nuestros malos hábitos y a los pecados a los que
tendemos, inclinación que se incrementa con su actualización
al pecar.
Comentando los versículos Yo reconozco mi delito, y mi
pecado está de continuo ante mí; contra ti, contra ti solo
pequé, y he hecho lo que es malo a tus ojos del salmo 50 o
«Miserere”, dice san Agustín: «Sintamos disgusto de nosotros
mismos cuando pecamos, ya que el pecado disgusta a Dios. Y,
ya que no estamos libres de pecado, por lo menos
asemejémonos a Dios en nuestro disgusto por lo que a él le
disgusta. Así tu voluntad coincide en algo con la de Dios, en
cuanto que te disgusta lo mismo que odia tu Hacedor»
Juzgar mal
En segundo lugar, el conocimiento verdadero de nuestro yo,
de cómo somos delante de Dios, hace que no podamos juzgar
como malas las intenciones y la conducta de los demás. Con
el conocimiento de nuestras propias miserias, es más fácil no
hacer juicios negativos sobre los demás y comprender que la
mayoría de las veces hacemos juicios temerarios o basados
en indicios insuficientes.

«Yo reconozco mi delito», dice el salmista. Si yo lo reconozco,


dígnate tú perdonarlo. No tengamos en modo alguno la
presunción de que vivimos rectamente y sin pecado. Lo que
da testimonio a favor de nuestra vida es el reconocimiento de
nuestras culpas. Los hombres sin remedio son aquellos que
dejan de atender a sus propios pecados para fijarse en los de
los demás. No buscan lo que hay que corregir, sino en qué
pueden morder. Y, al no poderse excusar a sí mismos, están
siempre dispuestos a acusar a los demás.

No es así como nos enseña el salmo a orar y dar a Dios


satisfacción, ya que dice: Yo reconozco mi delito, y mi pecado
está de continuo ante mí. El que así ora no atiende a los
pecados ajenos, sino que se examina a sí mismo, y no de
manera superficial, como quien palpa, sino profundizando en
su interior. No se perdona a sí mismo, y por esto
precisamente puede atreverse a pedir perdón».

29
Perdón y gracia
En tercer lugar, la conciencia de lo que somos y hacemos
realmente lleva a pedir perdón a Dios. « ¿Quieres aplacar a
Dios? Conoce lo que has de hacer contigo mismo para que
Dios te sea propicio. Si te ofreciera un holocausto -dice el
salmo-, no te agradaría. Si no quieres, pues, holocaustos,
¿vas a quedar sin sacrificios? De ningún modo: El sacrificio
grato a Dios es un espíritu quebrantado; un corazón
quebrantado y humillado, tú no lo desprecias».

Éste es el sacrificio que has de ofrecer. Busca en tu corazón


la ofrenda grata a Dios. El corazón es lo que hay que
quebrantar. Y no temas perder el corazón al quebrantarlo,
pues dice también el salmo: Oh Dios, crea en mí un corazón
puro. Para que sea creado este corazón puro hay que
quebrantar antes el impuro» (Sermón 19,2-3).
Además de servir para llevarnos al quebrantamiento o
arrepentimiento por nuestra ingratitud, por las resistencias a
su gracia y por todas nuestras ofensas, el conocimiento de lo
que somos sirve, por último, para pedir humildemente la
gracia de Dios, imprescindible para la corrección de nuestra
vida.

Aseguraba san Agustín, y lo asumió el concilio de Trento


citándolo (Dz 804), que a los hombres: «Dios no los abandona
con su gracia si no es abandonado antes por ellos»
(Naturaleza y gracia, 26, 29). Siempre hay que tener
confianza en Dios, porque «aunque se trate del más grande
pecador, no hay que desesperar mientras viva sobre la tierra»
(Retractaciones, 1 19,7).

Su gracia, fruto de su misericordia, me devolverá la libertad


que pierdo con mis imperfecciones, porque «la gracia de Dios
no anula la humana voluntad, sino que de mala la hace buena
y luego la ayuda en la práctica del bien; el querer de los
hombres está siempre en las manos de Dios. Él lo inclina a
donde quiere y cuando quiere» (Gracia y libre albedrío, 20,
41).

30
8. CONSEJO: EL CASTIGO Y EL PERDÓN

Puede producir cierta extrañeza que uno de los consejos de


san Agustín a la juventud, el octavo, diga: «No seas excesivo
en el castigo, ni tacaño en el perdón».

Los jóvenes parece que no están en situación de castigar, ni


tampoco de perdonar, sino más bien, por su situación
familiar, de estudios o de trabajo, de sufrir castigos de algún
modo y de recibir el perdón.

No obstante, debe tenerse en cuenta que, en este octavo


consejo, se habla del castigo y del perdón en un sentido
genérico, aplicable a todas las relaciones personales que, sin
duda, son muy variadas y vivas en la juventud.

El castigo en el amor
Para comprender la manera de utilizar el castigo y el perdón
aconsejada por san Agustín, es útil comenzar por el sentido
que les da en el ámbito de la educación. Considera al castigo
como un medio educativo, siempre que se emplee de una
manera ponderada, equilibrada y, en definitiva, justa.

Existe un claro sentido de la justicia en todo hombre y más


consciente en la juventud, porque la conciencia no ha estado
tan expuesta a la adulteración. En general, los jóvenes, al
igual que los niños, aceptan el castigo cuando consideran que
es merecido.
Lo ideal en todo proceso educativo sería no recurrir nunca al
castigo, pero a veces es necesario para corregir una mala
conducta.

Refiriéndose a los padres, dice san Agustín: «Tú educas a tu


hijo, y lo primero que haces, si te es posible, es instruirle en
el respeto y en la bondad, para que se avergüence de ofender
al padre y no le tema como a un juez severo. Semejante hijo
te causa alegría.
Si llegara a despreciar esta educación, le castigarías, le
causarías dolor, pero buscando su salvación. Muchos se

31
corrigieron por el amor; otros muchos, por el temor; y por el
pavor del temor llegaron al amor».

En todo castigo debe subyacer y manifestarse el amor. Añade,


por ello, esta afirmación paradójica: «Mantengo y defiendo
que un hombre puede ser piadoso castigando y puede ser
cruel perdonando. Os presento un ejemplo: ¿dónde puedo
encontrar a un hombre que muestre su piedad al castigar?
No iré a los extraños, iré directamente al padre y al hijo».

El castigo bien temperado


Se observa siempre que «el padre ama aun cuando castiga.
Como el hijo no quiere ser castigado, el padre desprecia la
voluntad del hijo, pero atiende a lo que le es útil. ¿Por qué?
Porque es padre, porque le prepara la herencia, porque
alienta a su sucesor. En este caso, el padre castigando es
piadoso; hiriendo es misericordioso».

Aceptando este caso, todavía se podría objetar: «Dices:


"Preséntame un hombre que perdonando sea cruel”: No me
alejo de las mismas personas; sigo con ellas ante los ojos.
¿Acaso no es cruel perdonando aquel padre que tiene un hijo
indisciplinado y que, sin embargo, disimula y teme ofender
con la aspereza de la corrección al hijo perdido?» (Sermón
13,9).

En todas las relaciones humanas es más eficaz alentar una


buena conducta que corregir la mala y es mejor la reprensión
que el castigo.

Al comentar las palabras de Cristo de que hay que perdonar


de corazón (Mt 18,35), concluye nuestro autor: «Usemos la
corrección verbal y, si fuese necesario, echemos mano de la
palmeta; mas perdonemos la falta y cerremos el corazón al
resentimiento.

32
El Señor añadió de corazón precisamente para que, si la
caridad obligase a castigar, no se vaya del corazón la
blandura. ¿Quién hay más piadoso que un médico armado
con el bisturí? Quien ha de ser operado llora; con todo, se le
opera. No es crueldad; a nadie se le ocurre llamar cruel al
médico. Es cruel con la herida para sanar al hombre; porque,
si a la herida se le guardan consideraciones, el hombre está
perdido» (Sermón 83, 8).

La bienaventuranza del perdón


Siempre debe perdonarse: « ¿Qué es perdonar sino no
conocer? ¿Qué significa no conocer? No advertir»
(Comentario al salmo 74, 3). Perdonar es no reparar en las
ofensas y en los males que se han recibido.
Comentando la parábola del siervo que, pese a ser perdonado
por su señor por los diez mil talentos que le debía, no
perdonó a quien le debía cien denarios (Mt 18,21-35), nota
san Agustín que «ocurre algo realmente grave. Los hombres
desprecian de tal modo la medicina del perdón que no sólo
no perdonan, cuando se les ofende, sino que tampoco quieren
pedir perdón cuando ellos pecan. Penetró la tentación y la ira
se apoderó de ellos. De tal manera les dominó el deseo de
venganza que no sólo se adueñó de su corazón, sino que
hasta la lengua vomitó ultrajes y crímenes... ¿No ves hasta
dónde te arrastró, a dónde te precipitó? Adviértelo y
corrígete. Confiesa: "Hice mal"; confiesa: "Pequé': Si
confiesas tu pecado, no morirás; sí lo harás si no lo
confiesas» (Sermón 17,6).

El doble perdón que se pide en el Padre nuestro -Perdónanos


nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los
que nos ofenden- tiene una gran importancia en la que hay
que reparar.

También, en otro lugar, comentando esta parábola del siervo


despiadado, advierte san Agustín: «Hay dos obras de
misericordia muy breves puestas por el Señor mismo en el
Evangelio: Perdonad y se os perdonará, dad y se os dará. En
ellas se cifra nuestra salvación. Perdonad y se os perdonará

33
hace referencia a la indulgencia; dad y se os dará, remite a la
beneficencia.

Se habla en ellas de perdonar; si tú quieres que se te perdone


cuando pecas, también tienes a un hermano a quien puedes
perdonar. Y a la vez se habla de socorrer: si el mendigo te
pide a ti, tú también eres mendigo de Dios. ¿No somos todos
mendigos de Dios cuando oramos? Nos ponemos de pie en la
puerta del gran Señor; aún más, nos echamos al suelo,
gemimos, suplicamos deseando recibir algo, y ese algo es el
mismo Dios. ¿Qué te pide a ti el mendigo? Pan. Y ¿qué le
pides tú a Dios sino a Cristo, quien dice: Yo soy el Pan vivo
que baja del cielo? ¿Queréis que se os perdone? Perdonad y
se os perdonará. ¿Queréis recibir? Dad y se os dará»
(Sermón 83, 2).

Ejemplo de san José


San Agustín nutre su doctrina del perdón con el ejemplo de la
actitud de san José cuando ignoraba el misterio de la
encarnación del Hijo de Dios en María: «Sabía, en efecto, que
ella no estaba encinta de él, y, en consecuencia, la tuvo por
adultera. Como era justo, dice la Escritura, no quiso
difamarla, o sea, divulgar el hecho, según traen muchos
códices, y pensó dejarla clandestinamente. Se turba como
esposo, mas, como hombre justo, no se muestra cruel».

Testimoniando la antigua veneración de san José en la Iglesia,


añade: «Tanta santidad se le atribuye a este varón que ni le
place tener consigo a una adúltera ni osó castigarla
publicando su deshonra. Pensó dejarla clandestinamente,
pues ni quiso castigarla ni sacar el hecho a la luz.

Ponderad bien lo genuino de su santidad. No la perdona, en


efecto, porque no desea tenerla consigo; muchos perdonan a
sus mujeres adúlteras y siguen con ellas, adúlteras y todo,
para satisfacción de la carnal concupiscencia.
Este varón justo no quiere tenerla consigo, luego no la quiere
carnalmente; pero rehúsa castigarla, se compadece de ella y
la perdona. ¿Dónde reluce su santidad? En no seguir con la

34
adúltera, porque no se piense que la perdona con miras
sensuales, y en no castigarla y delatarla. ¡Maravilloso testigo
de la virginidad de su esposa!» Sermón 51, 9.

9. CONSEJO: MEJORAR O EMPEORAR

Pocos autores han sido tan reconocidos y apreciados, en


todas las épocas, como san Agustín. Siempre se le ha
considerado actual y universal, porque su enseñanza va
siempre a lo esencial, y así trasciende las épocas y los
lugares con sus culturas.

Claramente se advierte esto en el noveno de los consejos que


da a la juventud: «Sé tolerante con los que tienden a mejorar,
y precavido con los que tienden a empeorar».

El mal humano y la bondad divina


Este consejo parte de la premisa de que todos somos malos o
pecadores, de que todos tenemos inclinación al mal y que
muchas veces lo hacemos.

Declara san Agustín ante el Señor: «A tu gracia y


misericordia debo que hayas deshecho mis pecados como
hielo y no haya caído en otros muchos. ¿Qué pecados
realmente no pude yo cometer... yo, que amé gratuitamente
las acciones malas? Confieso que todos me han sido ya
perdonados, así los cometidos voluntariamente como los que
dejé de hacer por tu favor» (Confesiones II, 7, 15).

No hay maldad cometida por otro hombre que yo no sea


capaz de cometer por razón de mi maldad. Las gracias
misericordiosas de Dios no lo han permitido y han hecho que
persevere en el bien.

Estos dones misericordiosos de Dios han sido totalmente


gratuitos. Son gracias, no pagos: « ¿Acaso nos eligió el Señor
porque éramos buenos? No eligió a quienes eran buenos, sino
a quienes quiso hacer buenos. Todos estuvimos en las
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sombras de la muerte, todos nos encontrábamos unidos y
apresados en la masa del pecado procedente de Adán: Si la
raíz estaba dañada, ¿qué fruto podía producir el árbol de la
raza humana?» (Sermón 229 F, 1).
Para conocer el mal, no es preciso observar a los que lo
hacen. Basta entrar en nuestro interior y examinarnos con
una mirada objetiva y verdadera.

Nota san Agustín respecto a esta introspección desde el bien:


«Causa reparo el enumerar todo lo que cada uno advierte y
reprende en sí mismo con mayor acierto con sólo mirar
atentamente al espejo de las Sagradas Escrituras. Aunque la
herida de esos pecados no se sienta como mortal, como en el
caso del homicidio y de adulterio y otras cosas de la misma
índole, sin embargo, todos juntos, como la sarna, al ser
muchos, causan la muerte, o bien echan a perder nuestra
belleza» (Sermón 351,4).
El mérito, hijo de la gracia
La condición del hombre ante Dios es la de pecador, y, por
tanto, está alejado de él por el obstáculo del pecado. No
obstante, puede pasar al estado de reconciliación con Dios si
acepta el perdón divino, si queda así justificado. Sin
embargo, nota nuestro autor que «la justificación (...) no
viene de ti: De gracia habéis sido, hechos salvos por la fe y
esto no viene de vosotros; es don de Dios, y no efecto de las
obras (Ef2 8, 9).

No digas, por tanto: "Lo recibí porque lo merecí". No te creas


haberlo recibido por merecerlo; no lo habrías merecido de no
haberlo recibido. La gracia precedió a tu merecimiento. No;
no es la gracia hija del mérito, sino el mérito de la gracia.
Porque si la gracia es fruto del mérito, sería compra y no don
gratuito. Por nada, dice un salmo, los hará salvos (Sal 55, 8):
¿qué significa esto? Nada encuentras en ellos por donde los
salves; y, sin embargo, los salvas. Das gratis, salvas gratis, tú,
que nada encuentras en ellos por donde salvarlos y sí mucho
por donde condenarlos» (Sermón 184,3).

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La gracia y la libertad
El hombre está bajo el poder trágico del pecado. La gracia de
Dios lo hace bueno, de manera que los méritos de lo bueno
del hombre son, en realidad, méritos de Dios. La bondad de
Dios premia en nosotros sus propios dones.

Nos podemos preguntar: « ¿Cuáles, pues, el mérito del


hombre antes de la gracia? ¿Por cuáles méritos recibirá la
gracia, si todo mérito bueno lo produce en nosotros la gracia
y si cuando Dios corona nuestros méritos no corona sino sus
dones? Dios, cuya bondad es tan grande, quiere que lo que
son dones suyos sean nuestros méritos. Tanta es la bondad
de Dios que quiere que sean méritos nuestros lo que son
dones suyos» (Carta 194, 5,19).

Estas gracias de Dios no suprimen la libertad humana, sino


que la incrementan, porque sanan a la misma libertad, la
clarifican y enderezan. Hacen que lo que Dios quiere lo
quiera también el hombre y lo realice libremente. «Cierto
que queremos cuando queremos; pero Dios hace que
queramos el bien» (Gracia y libre albedrío 16). No obstante,
en esta vida siempre le queda al hombre la posibilidad de
poner obstáculos a la gracia y hacer el mal. San Agustín
aconseja, por ello, tolerancia o paciencia con estas acciones
malas.
Imitación de la paciencia de Dios
A veces el mal de los buenos consiste en no mostrar
indulgencia con los que caen. «Quizá observa que un hombre
adelantado que ya no hace lo que antes hacía, o sea, el mal,
está sufriendo las molestias de un malicioso, y quiere se le
aparte Dios a un lado, y murmura contra Dios por conservar
la vida a un enemigo temible, en vez de llevársele. Olvida que
también con él ha usado de infinita paciencia, y, de no
haberla usado, no habría quien pudiese hablar. ¿Reclamas
severidad de Dios? Deja que pasen otros como has pasado tú;
no por haber tú ya pasado cortaste el puente de la
misericordia divina. Aún otros han de pasar por él. Si tú de

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malo fuiste trocado en bueno, quiere Dios que lo sean otros
como lo fuiste tú» (Sermón 113 A, 12).
El falso esplendor del mal prohibido
No obstante, además de la caridad y de la paciencia con los
que hacen el mal, debe tenerse cierta precaución con ellos,
dado el peligro constante para uno mismo de cometer
también el mal, de oponerse a la gracia de Dios.

Precisa san Agustín su consejo de ser precavido, diciendo:


«Apartaos siempre con el corazón de los malos, pero
exteriormente guardad con cautela la unión con ellos».

Nuestro corazón podría ponerse en el mal que hace, bien


aparente que no da la felicidad. Nos puede atraer el falso
esplendor del mal prohibido y sentir una especie de envidia
por su aparente alegría, que es mentirosa, porque es limitada
y a la larga insípida y decepcionante, porque desemboca
finalmente en tristeza.

No obstante, esta cautela no debe llevar a la indiferencia y a


la despreocupación por los que han sucumbido al mal
engañoso: Añade, por ello, seguidamente: «Mas no por eso
habéis de ser descuidados en corregir; llamadles la atención,
instruidlos, rogad, amenazad a los vuestros, o digamos a los
que de cualquier modo corren de vuestra cuenta; hacedlo de
cuantas maneras podáis» (Sermón 88, 19).

Si, a pesar de todo, el hermano persevera en el mal, debemos


conservar la paz interior ante este misterio de la libertad
humana que opta por el mal, y también sufrir con paciencia
sus ataques, porque el mal no «tolera» al bien. Además, «si el
malo quiere perseverar en el mal, no es compañero tuyo,
antes bien será ocasión de probarte. Porque, siendo él malo y
tú bueno, tú probarás que eres bueno, sufriéndole con
paciencia; recibirás la corona dé tu prueba y él tendrá el
correspondiente castigo por haber perseverado en el mal».
No olvidemos que «haga Dios lo que haga (...), es padre, es
benigno y es misericordioso» (Sermón 113 A, 12).
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10. CONSEJO: LA AUTORIDAD Y LA FAMILIA

En la época de san Agustín, al igual que en la nuestra, los


jóvenes asumían importantes responsabilidades. Así queda
confirmado en el décimo consejo que da a la juventud, y que
es el siguiente: «Ten como miembros de la familia a los que
están bajo tu potestad».

El criterio que propone para ejercer la autoridad o mandar en


las materias sobre las que se tiene autoridad moral o también
jurídica, en el orden al bien personal del gobernado, es
considerarlo como si fuese miembro de la propia familia.

Para conocer como debe ser este trato, que mira al fin o bien
propio de la persona sobre la que se manda, es preciso
examinar la relación que vivió san Agustín con sus familiares
y que explicó después en sus obras.

Una mujer excepcional


La influencia materna sobre el propio san Agustín puede
explicar muchos de estos consejos a los jóvenes, en los que se
percibe la presencia de su madre Mónica. Debe recordarse
que los veintitrés consejos a la juventud comentados en esta
serie de artículos pertenecen al diálogo juvenil escrito en su
retiro de Casiciaco previo a la recepción del bautismo, en el
que convivió con sus familiares y amigos íntimos y que
constituyó un primer ensayo para sus fundaciones monásticas
posteriores.
Entre estos familiares estaba su madre, que participaba en
las reuniones, por expresa invitación de su hijo, y cuyo
diálogo transcribió en cuatro libros.

Ante la excusa de santa Mónica de que las mujeres no deben


participar en discusiones filosóficas, le decía san Agustín: «Te
excluiría, pues, a ti de este escrito sino amases la sabiduría;
te admitiría en él aun cuando sólo tibiamente la amases;
mucho más al ver que la amas tanto como yo».

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En este hermoso pasaje, se advierte lo que significaba su
madre para él. Incluso termina con esta, pregunta, que revela
la influencia discreta, sin que se impusiera jamás, de santa
Mónica: «Por ello, ¿no tengo acaso motivos para ser discípulo
de tu escuela?» (El orden, l. 11, 32).

Y comenta seguidamente Agustín: «Aquí ella, acariciante y


piadosa, dijo que nunca había yo mentido tanto» (Ibíd., 33).
Es evidente que, en aquellos momentos, el amor maternal de
la madre encontraba respuesta total en la del hijo. Con
frecuencia su madre hacía desembocar en oraciones e
himnos aquellos diálogos llenos de alegría juvenil y
esperanzador optimismo a los que era invitada. Se lee en uno
de ellos: «Aquí a la madre le saltaron a la memoria las
palabras que tenía profundamente grabadas, y como
despertando a su fe, llena de gozo, recitó los versos de
nuestro sacerdote: "Guarda en tu regazo, ¡oh Trinidad!, a los
que te ruegan" (san Ambrosio, Himno 11, 32» (La vida feliz,
IV, 35).

La mansedumbre y la paciencia en la familia


Gracias a su madre, san Agustín pudo descubrir la
comunidad de amor que es esencialmente la familia. Las
relaciones interpersonales propias de la familia, profundas e
intensas, como lo son las conyugales, las paterno-filiales, las
fraternas y hasta las de los sirvientes, las tomó como modelo
ejemplar de las relaciones basadas en la autoridad. Santa
Mónica fue el alma de su familia, constituida por su esposo
Patricio, un pagano tolerante con las creencias cristianas, sus
dos hijos, Agustín y Navigio, y una hija de la que no
conocemos el nombre. De su madre san Agustín aprendió la
afabilidad y la paciencia.

En Las confesiones, explica san Agustín que su madre, que


había sido «educada honesta y sobriamente» en una familia
cristiana, con su mansedumbre, ternura y paciente espera
pudo vencer la rudeza de carácter de su esposo.

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A unas amigas, que «sabiendo lo feroz que era el marido que
tenía, de que jamás se hubiese oído ni traslucido por ningún
indicio que ni siquiera un día hubiesen estado desavenidos
con alguna discusión, y le pidiesen la razón de ello en el seno
de la familiaridad, enseñábales ella su modo de conducta»
(Confesiones IX, 9,19).

Con su mansedumbre y su saber esperar, cuenta también san


Agustín, que su madre Mónica «consiguió también ganar
para Dios a su marido al fin de su vida, no teniendo que
lamentar en él siendo fiel lo que había tolerado siendo infiel»
(Confesiones IX, 9, 22).

En su matrimonio con este funcionario de Tagaste, pequeña


ciudad de la Numidia, hoy Suk-Ahras, en Argelia, Mónica «le
sirvió como a señor y se esforzó por ganarle para ti,
hablándole de ti con sus costumbres, con las que la hacías
hermosa y reverentemente amable y admirable ante sus ojos.
De tal modo toleró las injurias de sus infidelidades, que
jamás tuvo con él sobre este punto la menor riña, pues
esperaba que tu misericordia vendría sobre él y que,
creyendo en ti, se haría casto» (Confesiones IX, 9,19).

La siembra de la paz y el servicio


Santa Mónica procuró vivir en paz y armonía con todos sus
familiares y amistades. Cuenta con justa admiración san
Agustín que «también a su suegra, al principio irritada contra
ella por los chismes de las malas criadas, logró vencerla de
tal modo con obsequios y continua tolerancia y
mansedumbre, que ella misma espontáneamente manifestó a
su hijo qué lenguas chismosas de las criadas eran las que
turbaban la paz doméstica entre ella y su nuera, y pidió se las
castigase» (Confesiones IX, 9, 20).

La cualidad de saber vivir en paz la extendía a la de sembrar


paz a todo su alrededor. Santa Mónica era pacífica y
pacificadora.

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Sobre esta otra virtud materna, explica san Agustín que
«siempre que podía, entre almas discordes y disidentes,
cualesquiera que ellas fuesen, oyendo muchas cosas
durísimas de una y otra parte, cuales suelen vomitar una
hinchada e indigesta discordia, cuando la amiga presente
desahogaba la crudeza de sus odios en amarga conversación
sobre la enemiga ausente, ella no delataba nada a la una de
la otra, sino aquello que podía servir para reconciliarlas»
(Confesiones IX, 9, 21).

Por último, otra cualidad, que destaca de su madre, al igual


que la mansedumbre, la paciencia y la siembra de la paz, es
su espíritu de servicio que vivió en la familia y fuera de ella.
Finaliza este breve retrato de su madre con estas palabras:
«De tal manera cuidó de todos nosotros los que antes de
morir ella vivíamos juntos, recibida ya la gracia del bautismo,
como si fuera madre de todos; y de tal modo nos sirvió, como
si fuese hija de cada uno de nosotros» (Confesiones IX, 9,22),
constituyendo un ejemplo, tal como se exhorta en este
undécimo consejo a la juventud, de cómo vivir las relaciones
de autoridad.
11. CONSEJO: SERVIR A LOS DEMÁS
El undécimo consejo de san Agustín a los jóvenes de todos los
tiempos podría considerarse una concreción del anterior,
dedicado al modo de considerar y de conducirse con los
subordinados.

De entre las virtudes ya tratadas de la mansedumbre, la


paciencia, la paz y el servicio, en este nuevo consejo san
Agustín insiste en la última de ellas, el servicio, a través de
un consejo que comienza y termina con el término «servir»:
«Sirve a todos de tal modo que te avergüence dominar, y
domina de modo que te agrade servir».

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Dominio y servicio
Toda autoridad implica poder, dominio o tener a otros bajo la
propia voluntad. El poder que otorga la autoridad implica un
dominio jurídico o la capacidad de hacerse obedecer por
mandato.

Este poder impositivo, que necesita de la obediencia, es


legítimo siempre que con ello busque el bien del
subordinado.

Sin embargo, la autoridad sobre las personas no puede


ejecutarse ni confundirse con el dominio que se tiene sobre
las cosas, pues, mientras que la persona es un fin en sí
misma, las cosas no disfrutan de este carácter.

A veces, en la persona que ejerce la autoridad se verifica una


pérdida de respeto hacia el subordinado al olvidar que la
autoridad se justifica por la bondad de a finalidad del
servicio.

En el mero dominio, el que ejerce la autoridad busca su


propio bien y considera a los demás como servidores del
mismo, como si fueran cosas o seres no personales, sin
inteligencia ni voluntad libre y amorosa. En cambio, en la
auténtica autoridad queda dignificado y justificado el
dominio, porque es un medio para lograr el bien de los
subordinados, que no son cosas, sino personas.

Canibalismo espiritual
El escritor inglés del siglo XX, C. S. Lewis, denomina
«canibalismo espiritual» a la utilización del poder de mandar
que confiere la autoridad -incluso la meramente moral, como
la que se da en la amistad- para poseer a las personas de un
modo parecido a como se tienen las cosas o a los seres no
personales.

El poder se emplea entonces para «dirigir al prójimo, hacer


de toda su vida intelectual y emotiva una mera prolongación
de la propia: odiar los odios propios, sentir rencor por los
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agravios y satisfacer el propio egoísmo, además de a través
de uno mismo, por medio del prójimo» (Cartas del diablo a su
sobrino, prefacio).

Con este dominio, que verdaderamente es vergonzoso, el


«tirano», tal como denominan los griegos a quien lo ejerce,
pretende «imponer perpetuamente su propio ser a la
individualidad atropellada del más débil». No quiere
desinteresadamente a la otra persona. No la quiere servir
para que sea feliz, sino que quiere servirse de ella. Aunque a
este deseo se le llama muchas veces «amor», no lo es en
sentido estricto, porque es un amor posesivo, propio de las
cosas, y no es el amor de donación que exigen las personas.
Podría decirse que se considera a la otra persona como
«alimento», porque se desea «absorber su voluntad» y así,
como con la comida en el orden físico, conseguir «a sus
expensas el aumento de la propia personalidad» (Ibíd., VIII).

El servicio en la familia
Unos treinta años más tarde, en su famosa obra La Ciudad de
Dios, san Agustín sintetizó esta doctrina: «En casa del justo,
cuya vida es según la fe y que todavía es lejano peregrino de
aquella ciudad celeste, hasta los que mandan están al
servicio de quienes, según las apariencias, son mandados. Y
no les mandan por afán de dominio, sino por su obligación de
mirar por ellos; no por orgullo de sobresalir, sino por un
servicio lleno de bondad» (Ciudad de Dios XIX, 15).

San Agustín no sólo aprendió de su madre a servir al mandar,


sino también de toda su familia. Santa Mónica había
impregnado de su espíritu de servicio a los otros miembros
de la familia. Las relaciones del joven Agustín con su padre
no tuvieron ni la intimidad ni la intensidad que con su madre,
pero le agradeció el esfuerzo económico que hizo Patricio
para que pudiera iniciar los estudios que hoy
denominaríamos universitarios en la ciudad de Madaura,
cerca de la actual Mdaouroch (Argelia). Sintió hondamente
su temprana muerte y confesó que fue para él un gran

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consuelo que su padre se hubiera convertido al cristianismo
antes de morir (Confesiones 11, 3,5; IX, 9, 19 Y 22).

Se desconoce, por falta de textos, la relación que tuvo san


Agustín con su hermano Navigio y con su hermana. Las
relaciones debieron de ser las normales en una familia.
Además, su hermano participó en las discusiones en el retiro
de Casiciaco realizado inmediatamente después de su
conversión.

Servir al mandar
También san Agustín educó a su hijo siguiendo este undécimo
consejo. Cuenta en los Diálogos de Casiciaco: «Asociamos
también con nosotros al niño Adeodato, nacido carnalmente
de mi pecado (...) Tenía unos quince años; mas por su ingenio
adelantaba a muchos graves y doctos varones» (Confesiones
IX, 6).

Dice Agustín humildemente que Adeodato es hijo de su


pecado. Se refiere a que había nacido de su unión con una
joven que había conocido en Cartago y con la que convivió
catorce años hasta poco antes de su conversión.

Cuenta también que le fue arrancada de su lado»


(Confesiones VI, 15), porque santa Mónica le aconsejaba que
se casase, e incluso le había buscado a una joven cristiana
como futura esposa.
Puede parecer extraño que no le hiciera casar con la mujer
con la que mantenía una unión de hecho. Este suceso, sobre
el que se ha escrito mucho, se puede explicar sencillamente,
porque su madre pensaba que si se casaba con una mujer
cristiana le sería más fácil su conversión. Aconsejó a la
pareja de su hijo a que le abandonara para su bien, ya que
ella no podía ayudarle en las inquietudes y luchas interiores
que vivía.

Con Adeodato, plena compenetración intelectual y


afectiva
Podía decirse que la compañera de san Agustín, de la que

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también se desconoce el hombre, era una mujer digna de él,
porque por cariño hizo un gran sacrificio: regresó a Cartago.
Además, cuenta san Agustín que «vuelta a África, hizo voto
de no conocer a otro varón, dejando en mi compañía al hijo
natural que yo había tenido con ella» (Confesiones VI, 15,
25). Con su renuncia, le prestó un gran servicio, porque san
Agustín no sólo se convirtió y terminó su afanosa búsqueda
de la verdad y de la felicidad, sino que además se consagró
totalmente a Dios.

Con Adeodato, al servirle y enseñarle a servir, su padre


consiguió una plena compenetración intelectual y afectiva.
Confiesa que en su libro-diálogo El maestro «él es quien
habla allí conmigo (...) y son de Adeodato los conceptos todos
que allí se insertan en la persona de mi interlocutor, siendo
de edad de dieciséis años (Confesiones IX, 6, 14).

En uno de los diálogos de los días Casiciaco, a la pregunta de


san Agustín: « ¿Quién tiene a Dios?», se dan estas
respuestas: «"Tiene a Dios el que vive bien", opinó Licencio.
"Posee a Dios el que cumple su voluntad en todo", dijo
Trigecio, con aplauso de Lastidiano. El más joven de todos
dijo: "A Dios posee el que tiene el alma limpia del espíritu
impuro". La madre aplaudió a todos, pero sobre todo al joven.
Navigio callaba, y preguntándole yo qué opinaba, respondió
que le placía la respuesta de Adeodato» (La vida feliz, II, 12).
El joven siguió a su padre como monje en la comunidad de
Tagaste, pero murió al año siguiente. Fue un golpe muy
fuerte para san Agustín, pero el recuerdo de su vida ejemplar
le sirvió de consuelo y satisfacción (cf. Confesiones IX, 6).

12. CONSEJO: LA CORRECCIÓN A LOS DEMÁS


Muchos de los consejos de san Agustín a los jóvenes pueden
entenderse como modos concretos de vivir la caridad.
Claramente es una especificación de esta virtud cristiana el
duodécimo consejo, que dice: «No insistas ni molestes a los que
no quieran corregirse».

A pesar de su brevedad, en el consejo se incluyen tres

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contenidos: El primero, que debe corregirse a los demás; se
matiza únicamente que no se haga repetidamente ni se
agobie al corregido para asegurar el resultado de la
corrección.

El segundo matiz es que hay personas que, aunque avisadas


de sus yerros, no quieren abandonar su falta o defecto. Sin
embargo, tercer matiz, el no asediar al otro con la corrección
no implica que deba dejarse de actuar para que mejore.

La corrección al prójimo
La corrección o advertencia que se hace al prójimo para
apartarle de una falta o pecado, o del peligro de caer en él,
es una obra de misericordia espiritual.

De este deber moral de amar al prójimo se sigue la obligación


de corregirle, que incluso prima sobre la obligación de
socorrerle en sus necesidades materiales o corporales.

San Agustín le da tanta importancia a la corrección que llega


a considerar que, junto con los que obran mal, la omisión de
este deber es una de las causas por la que los hombres sufren
justos castigos.

Escribe: «No es despreciable la razón por la que pasan


penalidades malos y buenos juntamente, cuando a Dios le
parece bien castigar incluso con penas temporales la
corrompida conducta de los hombres. Sufren juntos no
porque juntamente lleven una vida depravada, sino porque
juntos aman la vida presente. No con la misma intensidad
pero sí juntos. Y los buenos deberían menospreciarla para
que los otros, enmendados con la reprensión, alcanzasen la
vida eterna» (Ciudad de Dios, 1, 9, 3).

También comentando las palabras del Evangelio «si tu


hermano comete un pecado, vete y corrígele a solas tú con
él» (Mt 18, 15), nota que «nuestro Señor nos previene contra
la indiferencia hacia las faltas recíprocas y, sin andamos a
buscar materia de censura, quiere nos reprendamos aquellas

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de que fuéremos testigos» (Sermón 82,1).

Por el contrario, respecto al posible espíritu de discordia y de


crítica al que alude al final de este pasaje, indica: «Debemos
reprender por amor; no con ganas de hacer sangre, sino con
delicada intención de lograr enmienda. ¡Qué bien
cumpliríamos, de hacerlo así, el precepto! ... ¿Por qué le
reprendes? ¿Te apena el haber sido ofendido por él? No lo
quiera Dios. Si por amor propio lo haces, nada es lo que
haces; si lo haces por él, obras excelentemente» (Sermón 82,
4).

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El juicio temerario
También hay que evitar los juicios temerarios o precipitados.
Se entienden por tales el juzgar mal al prójimo sin suficiente
fundamento. En la Sagrada Escritura se exhorta: «No
juzguéis para no ser juzgados. Porque con el juicio con que
juzguéis se os juzgará, y con la media con que midáis se os
medirá» (Mt 7,1-2).

Explica san Agustín que «el Señor nos amonesta aquí acerca
del juicio temerario e injusto, porque quiere que hagamos
todas las cosas con un corazón sencillo y atento a Dios solo, y
porque es desconocida la intención de muchas acciones de
las cuales es temerario juzgar. Y juzgan temerariamente de
las cosas dudosas y las reprenden principalmente aquellos
que aman más censurar y condenar que corregir y enmendar,
lo cual es vicio de orgullo o de envidia» (Sobre el Sermón de
la Montaña, II, 19,63).

Por eso, al texto evangélico sigue esta pregunta: « ¿Por qué


te fijas en la mota del ojo de tu hermano y no reparas en la
viga que hay en el tuyo?» (Mt 7, 3).

No está prohibido juzgar -ni hacer la correspondiente


corrección-, pero ha de realizarse con motivos serios y
fundamentos suficientes para no quebrantar la justicia, ni
tampoco la caridad.

Por tanto: «Debemos proceder con piedad y prudencia, de


modo que cuando la necesidad nos obligue a censurar o
corregir a alguno, examinemos primeramente si ese vicio es
de tal naturaleza que nunca lo tuvimos nosotros, o si es de
aquellos de los que ya nos hemos librado; y, si nunca lo
tuvimos, pensemos que somos hombres y pudimos tenerlos;
mas si lo hemos tenido y ahora estamos libres de él,
acordémonos con indulgencia de la común debilidad, a fin de
que nuestra reprensión o nuestro castigo no sean inspirados
por el odio, sino por la compasión» (Sobre el Sermón de la
Montaña, II, 19,64)

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Aunque el juicio no sea temerario o poco fundamentado y
pueda ser calificado de razonable y prudente, siempre
debemos emplear la misericordia. Así, si nos equivocamos en
el juicio, el error redundará en beneficio nuestro, porque
Dios empleará entonces con nosotros el mismo
procedimiento.

Otras alternativas
A pesar de la corrección, puede que nuestro prójimo no haga
caso y persevere en su «malvivir», De una manera directa y
sencilla, san Agustín le dirige entonces estas palabras: «No
quieres llevar sandalias malas, ¿y quieres llevar mala vida?
¡Como si causaran más daño las sandalias malas que la mala
vida! Si tus malas sandalias te hacen daño porque te
aprietan, te sientas, te descalzas, las tiras, las reparas o las
cambias para no dañar el dedo, y luego vuelves a calzarte.
Pero no te preocupas de corregir tu mala vida, que te hace
perder el alma. Veo claramente dónde está el origen de tu
error: las sandalias que te hacen daño te producen dolor,
mientras la vida que te hace daño te causa placer. En un caso
hay dolor y en otro satisfacción; mas lo que de momento
produce satisfacción, después causa un dolor más intenso;
mientras que lo que de momento produce un dolor saludable,
luego causa alegría con placer infinito y gozo inagotable»
(Sermón 339, 4).

Si bien en este caso, como se indica en el consejo, no hay que


insistir, no por ello debe abandonarse al que obra mal. «Si lo
dejas estar, peor eres tú. Él se ha inferido a sí mismo una
herida, un agravio; ¿no te importan las heridas de tu
hermano? Le ves perecer o que ha perecido, ¿y te encoges de
hombros? Peor eres tú callando que él faltando» (Sermón 82,
7). Faltamos no sólo si no corregimos, sino también si,
después de avisar al hermano y éste no reacciona, no le
damos ejemplo y rezamos por él.

La oración es la ayuda que debe prestársele entonces,


acompañada de la penitencia, porque, si los corregidos por
los que hacen el bien «se niegan a acompañarles en la

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consecución de la vida eterna, deberían ser soportados y
amados por aquellos, ya que, mientras vivan, nunca se sabe
si cambiarán en su voluntad para hacerse mejores» (Ciudad
de Dios, I, 9, 3).

El que corrige, en definitiva, debe mostrar comprensión ante


la respuesta que provoca su corrección y quedarse en paz:
«De suerte que, ya sea que nuestro aviso aproveche para la
enmienda del culpable, ya sea que con ello se pervierta más,
pues el resultado es incierto, nosotros estemos seguros de la
sencillez de nuestro ojo y de la rectitud de nuestra
intención».

En el caso de que, después de corregir con resultado


negativo, «reflexionando encontremos que nosotros tenemos
el mismo defecto», ni debemos insistir ni tenemos que dejar
de prestarle ayuda directa: «Gimamos con el culpable e
invitémosle, no a ceder a nuestras amonestaciones, sino a
emprender juntamente con nosotros la enmienda» (Sobre el
Sermón de la Montaña, II, 19,64).

13. CONSEJO: LA ENEMISTAD

Antes y después de su conversión, san Agustín dio una


importancia extraordinaria a la amistad, tanta que incluso
quiso que se mantuviese en la vida monástica que fundó.

En uno de sus escritos se lee: «De entre los bienes de este


mundo, unos son superfluos, otros necesarios (...) Hablemos
de los necesarios; todos los restantes serán superfluos. En
este mundo son necesarias estas dos cosas: la salud y el
amigo; dos cosas que son de gran valor y que no debemos
despreciar. La salud y el amigo son bienes naturales. Dios
hizo al hombre para que existiera y viviera: es la salud; mas,
para que no estuviera solo, se buscó la amistad. La amistad,
pues, comienza por el propio cónyuge y los hijos y se alarga
hasta los extraños» (Sermón 299 D, 1).

Desde esta posición privilegiada que san Agustín da a la

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amistad, se comprende el consejo decimotercero que da a los
jóvenes: «Evita cuidadosamente las enemistades, sopórtalas
alegremente, termínalas inmediatamente».

Los auténticos enemigos


Se entiende por enemistad la relación entre dos personas que
no tienen amistad, en la que por lo menos una de ellas es
enemiga de la otra porque ésta le manifiesta antipatía, la ha
injuriado, o le muestra odio. Debe procurarse no tener
enemistades, porque hay que amar a todos nuestros
semejantes, sean más o menos allegados. «Pero si
consideramos que todos hemos tenido un único padre y una
única madre, ¿quién puede considerarse extraño? Todo
hombre es prójimo de todos los hombres. Interroga a su
naturaleza. ¿Es un desconocido? Pero es un hombre. ¿Es un
enemigo? Pero es un hombre. ¿Es un amigo? Siga siéndolo.
¿Es un enemigo? Hágase amigo» (Sermón 299 D 1).

Para hacer amigo al enemigo, para que vuelva a aparecer la


amistad natural que debe reinar entre todos los hombres
porque hemos nacido para ser amigos, conviene ante todo
asegurarse de su enemistad. «Prestad atención a lo que dice
el apóstol Pablo: "Por tanto, no juzguéis nada antes de
tiempo" ¿Cuándo será el tiempo? "Hasta que llegue el Señor
e ilumine lo escondido de las tinieblas y manifieste los
pensamientos del corazón, y entonces recibirá cada uno la
alabanza de parte de Dios"(1 Cor 4, 5) (...) Entonces estarán
abiertos los corazones que ahora, en cambio, se nos ocultan.
Sospechas que alguien es tu enemigo y tal vez es tu amigo»
(Sermón 49, 4).

Después, si su enemistad es clara y manifiesta, debe dejar de


sentirse todo tipo de odio de enemistad y deseo de venganza.
La malquerencia a una persona, a la que se considera mala
en sí misma, se opone al amor natural de benevolencia que
debe reinar entre todos los hombres -además de oponerse a
la caridad o amor sobrenatural por Dios y en Dios- y es
intrínsecamente mala. Si bien cuando no hay odio interior y
exterior se puede desear el justo castigo del culpable de un

52
mal y exigir la justicia por parte de la autoridad legítima para
que sean reparados los derechos infringidos, debería, por el
contrario, renunciarse a ello si se cae en la enemistad o el
odio.

Hay otro tipo de peligro que es el odiar por amistad.


Nuestros amigos pueden querer que seamos también
enemigos de sus propios enemigos. En este caso, san Agustín
da esta respuesta dictada por la razón natural: «Di a tu amigo
que quiere hacerte enemigo de tu amigo; háblale y trátale
con la suavidad de la medicina, como a un enfermo en el
alma; dile: -"¿Por qué quieres que sea enemigo de él?" Te
responderá: - "Porque es mi enemigo': -"¿Deseas, pues, que
yo sea enemigo de tu enemigo? Debo ser enemigo de tu vicio.
Ese de quien quieres que me haga enemigo es un hombre.
Hay otro enemigo tuyo, de quien tengo que ser enemigo si
soy amigo tuyo': Replicará: -"¿Quién es ese otro enemigo
mío?" -"Tu vicio'” - ‘‘ ¿Qué vicio?”-"El odio con que odiaste a
tu amigo”. Sé semejante al médico. El médico no ama al
enfermo si no odia su enfermedad. Para librar al enfermo,
persigue la fiebre. No améis los vicios de vuestros amigos si
en verdad amáis a vuestros amigos» (Sermón 49,7).

Los verdaderos enemigos nuestros, y que en este sentido


merecen odio, son, en primer lugar, nuestros vicios o
pecados. Dirá claramente san Agustín: «Vuestros pecados son
vuestros enemigos; van dentro de vosotros» (Sermón 213, 9).

En segundo lugar, debe odiarse al diablo, nuestro enemigo


externo: «Vemos al hombre, no vemos al diablo. Amemos al
hombre, odiemos al diablo; roguemos por el hombre,
maldigamos al diablo y digamos a Dios: ''Apiádate de mí, ¡oh
Señor!, porque me pisoteó el hombre" (Sal 56, 2). No temas
porque te oprimió el hombre, piensa en el vino; fuiste hecho
uva para ser estrujado» (Enarraciones sobre los salmos 55, 4).

Por último, no solamente debemos tolerar, sin odio, a


nuestros enemigos y soportar las injurias y males que
recibimos de ellos, no gozando nunca del mal que les pueda

53
sobrevenir, sino que:

El amor a los enemigos


Hay que amarlos con amor de caridad sobrenatural. Advierte
san Agustín sobre esta ley fundamental establecida por
Cristo: «Cuando dice: "Amarás a tu prójimo", ahí están
incluidos todos los hombres, aunque sean enemigos, porque
pensando en la proximidad espiritual no sabes lo que en la
presencia de Dios es para ti aquel hombre que
temporalmente te parece enemigo. Dado que la paciencia de
Dios lo lleva a la penitencia, quizá llegue a conocer y seguir a
quien le lleva» (Sermón 149, 18).

Hay que amar a los enemigos pero no en cuanto que


enemigos, sino en cuanto que son hombres y que son capaces
de salvarse; y no hay que amarlos porque son enemigos, sino
a pesar de ello.

Como indica san Agustín, no es lícito amar los defectos o


vicios del prójimo. Ni tampoco es preciso amar con afecto
sensible como amamos al amigo, porque es un amor
estrictamente sobrenatural. Menos aún es necesario sentir
este afecto: basta que se encuentre en la voluntad y se
manifieste también exteriormente, aunque no
necesariamente con signos de amistad, sino con aquellos que,
si faltan, cualquier persona consideraría que existe una
enemistad.

La reconciliación
El amor a los enemigos, en cualquier caso, pasa por la
reconciliación y se debe dar de la forma más pronta posible.
La reconciliación interior debe ser inmediata. En cambio, la
exterior puede diferirse para buscar el momento más
oportuno, ya que a veces puede ser contraproducente,
porque empeoraría la situación de enemistad.

Hay que tener siempre presente que «obrar contra el amor es


obrar contra Dios. Que nadie diga: «"Cuando no amo a mi
hermano, peco contra un hombre; y pecar contra un hombre

54
es cosa ligera; basta que no peque contra Dios" ¿Cómo no
pecas contra Dios cuando pecas contra el amor? "Dios es
amor" (1 Jn 4, 7) » (Comentario a la I carta de san Juan, 7, 8).

La vida de san Agustín es un verdadero ejemplo no sólo de


querer evitar la enemistad, sino de procurar siempre la
amistad. San Posidio, que fue discípulo y amigo de san
Agustín además de su primer biógrafo, cuenta: «Cuando
Agustín era requerido por los cristianos o personas de otras
sectas, oía con diligencia la causa, sin perder de vista lo que
decía cada uno; más quería resolver los pleitos de
desconocidos que de amigos, pues entre los primeros es más
fácil un arbitraje de justicia y la ganancia de algún amigo
nuevo; en cambio, en el juicio de amigos se perdía
ciertamente al amigo que recibía el fallo contrario» (Vida de
san Agustín, IX).

14. CONSEJO: LO QUE NO QUIERAS PARA TI, NO


LO QUIERAS PARA NADIE

La «regla de oro» del comportamiento moral humano, «lo que


no quieras para ti no lo quieras para nadie», es asumida por
san Agustín en la serie de consejos que da a los jóvenes. En
el decimocuarto leemos: «En el trato y en la conversación con
los demás, sigue siempre el viejo proverbio: "No hagas a
nadie lo que no quieras que te hagan a ti"» (Sobre el orden, II,
8).

La ley interior
Considera esta célebre máxima como un «proverbio», porque
efectivamente expresa un pensamiento de la sabiduría
popular. Es igualmente cierto que, como la mayoría de
proverbios, este aviso es muy antiguo. Era ya conocido en la
antigüedad clásica y aparece expuesto en el Antiguo
Testamento. Por ejemplo, Tobit, al despedir a su joven hijo
Tobías, que va a emprender un largo viaje, le dice entre otras
exhortaciones: «Lo que no quieras para ti no lo hagas a
nadie» (Tob 4, 15).

55
Además de ser la regla de oro de la caridad, es, precisamente
por ello, un principio primario de la ley natural. Evidente en
sí mismo, este precepto queda contenido en el principio «Hay
que hacer el bien y evitar el mal», al que se reduce.

San Agustín afirma la existencia de una ley natural que es


reflejo de lo que denomina «ley eterna», que se encuentra en
Dios porque es «la razón o la voluntad de Dios, que manda
respetar el orden natural y prohíbe alterado (Contra Fausto,
22, 27). La ley natural, conocida por todos los hombres de
todos los lugares y tiempos, ha sido insertada por Dios en el
interior del hombre.

Está de tal manera en cada uno de nosotros que ni con


nuestra maldad desaparece. Contando su infancia, confiesa el
santo que, además de no obedecer y mentir, cometía
pequeños hurtos. Escribe: «Ciertamente, Señor, que tu ley
castiga el hurto, ley de tal modo escrita en el corazón de los
hombres que ni la misma iniquidad puede borrar». Esto lo
confirma el hecho de que nadie quiere que le roben: « ¿Qué
ladrón hay que sufra con paciencia a otro ladrón? Ni aun el
rico tolera el robo al forzado por la indigencia» (Confesiones
II, 4, 9).

Lo mismo que se conoce el precepto de no robar, el cual se


deduce claramente sin ningún esfuerzo o razonamiento de los
preceptos primeros, igualmente ocurre con el principio de
ser justos. En un sermón, preguntaba san Agustín a sus
fieles: « ¿A qué perverso no le es fácil hablar de la justicia?
¿O quién habiendo sido preguntado por la justicia (...) no
responde fácilmente lo que es justo? Es así ya que la verdad
se esculpió en nuestros corazones por la mano de nuestro
Creador: "Lo que no quieres que te hagan no lo hagas tú a
otro"».

El contenido de la ley natural, que, además de universal, es


inmutable -razón por la cual no puede cambiar
intrínsecamente ni admite variaciones en el espacio ni el
tiempo- y para siempre, está en el interior del hombre. De ahí

56
que pueda preguntar san Agustín: « ¿Quién te enseñó a no
querer que nadie te robe? ¿Quién te enseñó a no querer
padecer injurias y todo lo que en particular y aun en general
puede decirse de esto? Pues hay muchas cosas sobre las que,
preguntados los hombres por cada una en particular,
responden sin titubeos que no las quieren padecer».

Se descubre también así el principio primario de esta ley que


ratifica a su vez la existencia de la misma ley, porque, como
concluye seguidamente: «Muy bien que no quieras sufrir esas
cosas; pero ¿acaso eres tú el único hombre? ¿No vives en la
sociedad del género humano? El que fue hecho contigo es tu
compañero y todos fuimos hechos a imagen de Dios ( ... ) Por
el mero hecho de no querer padecerlo, juzgas que es malo, y
esto te obliga a reconocer la ley íntima que se halla escrita en
ti mismo» (Enarraciones sobre los Salmos, 57, 1).

La ley de Moisés
El que se haya puesto en duda la existencia de esta ley o se
haya ignorado su contenido obedece a que los hombres,
«apeteciendo las cosas externas, se apartaron de sí mismos»
(Ibíd.). Volver a sí mismo no sólo sirve al hombre para
conocerse y reconocerse como imagen de Dios, sino también
para conocer la ley natural, que prohíbe la injusticia con los
demás. Exclama san Agustín en otro lugar: «Tú que me eres
más interior que mis cosas más íntimas; tú dentro, en mi
corazón, grabaste con tu espíritu, como con tu dedo, la ley,
para que no la temiese como siervo, sin amor, sino que la
amase como hijo con el casto temor y la temiera con el casto
amor» (Enarraciones sobre los Salmos, 18, 22,6).

Para facilitar el conocimiento de la ley natural, Dios


promulgó el Decálogo, escrito en las tablas de la ley
entregadas a Moisés en el monte Sinaí, que expresan los
grandes principios de la ley natural. «Para que los hombres
no tratasen de obtener algo que les faltaba, se escribió en
tablas lo que no leían en los corazones. Tenían escrita la ley,
pero no querían leer. Era contrario a sus ojos lo que se veían
obligados a ver en su conciencia; por tanto, oyendo el

57
hombre exteriormente la voz de Dios, fue impelido a penetrar
en su interior» (Enarraciones sobre los Salmos, 57, 1).

La ley del Evangelio


Antes de su conversión, san Agustín había pertenecido
durante casi diez años a una secta: el maniqueísmo. Explica
que, desde una concepción seudorreligiosa, que encubría una
concepción materialista, racionalista y determinista, «los
maniqueos afirman que la ley fue dada por Moisés, no por
Dios, y se empeñan en que contradice el Evangelio» (Sermón
153,2). Por ello, precisó las relaciones de la ley mosaica con
la ley evangélica.

También en el Nuevo Testamento se encuentra el principio de


la ley natural citado por san Agustín en este consejo. En el
evangelio de san Lucas, tiene esta forma positiva: «Como
queráis que hagan los hombres con vosotros, hacedlo de
igual manera con ellos» (Le 6, 31). Sin embargo, esta leyes
perfeccionada por la ley del amor. No la sustituye, sino que le
añade «un mandamiento nuevo»: que nos amemos unos a
otros como Cristo nos amó Un 13, 34).

Este perfeccionamiento implica, por una parte, que la ley


cristiana pone en práctica lo que la ley mosaica prescribía,
porque es también una ley de gracia, de manera que «se dio
la ley para que fuera buscada la gracia; se dio la gracia para
que se cumpliera la ley. Ésta no se cumplía por la malicia del
hombre y no por culpa de la ley, mal que había de ser
manifestado por la ley y curado por la gracia» (Espíritu y letra,
19,34)

Por otra parte, con la ley del amor y de la gracia se añade


algo que faltaba a la antigua. Hay una mayor exigencia,
porque se pide la pureza del corazón. Así, por ejemplo:
«Aquel que enseña que no nos irritemos no abolió de manera
alguna la ley de que no matemos, sino que más bien la
perfeccionó, a fin de que, absteniéndonos externamente del
homicidio e internamente de la cólera, conservemos nuestra
inocencia» (Sobre el Sermón de la Montaña,!, 9, 21).

58
Podría añadirse que la ley evangélica pide extender la
caridad a todos para llevarlos a Dios: «Abrazad con vuestro
amor no sólo a vuestras mujeres e hijos, porque un amor así
aun en las bestias y pájaros se halla (...) Ensanchad este
afecto, ampliad este amor (...) Que vuestra fe lo vea todo en
relación con Dios; amad a Dios sobre todo, elevaos hacia
Dios, y arrastrad hacia Dios a cuantos podáis. Si es un
forastero, llevadle hacia Dios. Al enemigo, llevadle hacia
Dios. Arrastradle, arrastradle hacia Dios; que si hacia Dios le
arrastras, ya no será enemigo tuyo» (Sermón 90, 10).

15. CONSEJO: EL PODER Y EL AMOR

Al igual que en uno de los consejos anteriores que da san


Agustín a los jóvenes, en el decimoquinto vuelve a presentar
el ejercicio de la autoridad como un servicio. Si en el anterior
se refería directamente a este poder, ahora lo hace a los que
creen que tienen aptitudes para gobernar a los demás. En
este nuevo consejo su exhortación a los que desean y
persiguen el poder es: «No busques puestos de mando si no
estás dispuesto a servir».

Las virtudes del poder


El joven que ambicione el poder no lo hará para disponer de
los demás a su agrado. Como en la época de san Agustín,
también en la nuestra existe lo que se denomina hambre o
sed de poder con las que se quiere subyugar a otros
hombres. Incluso un pensador como Nietzsche creía que, en
su sentido profundo, la vida humana, al igual que la vida
animal, era afán o voluntad de poder.

También es posible codiciar el poder por las ventajas y


facilidades de todo tipo que comporta, a pesar de que, en
realidad, dichas ventajas no son una compensación a la
actividad de quien lo ejerce, sino que sólo se dan como ayuda
para actuar con mayor facilidad y eficacia. Así, por ejemplo,
si a un gobernante se le evita que tenga que sufrir los atascos
del tráfico poniéndole medios extraordinarios para ello, no es

59
sino para que pueda cumplir con eficacia su misión, que
afecta al bien de todos los demás. Se le favorece no para su
bien personal, sino para el bien común.

Dirá, por ello, san Agustín al que tenga vocación de mandar


que deberá estar dispuesto a servir a los que están bajo su
autoridad, a serles útil, a querer su bien y, en definitiva, a
amarles. El amor a los gobernados, que exige la práctica de
la justicia, el respeto a los otros y a sus derechos supone una
vida de entrega de uno mismo.

San Agustín había tenido la autoridad de profesor en Tagaste,


Cartago, Roma y Milán -donde ocupó una cátedra oficial;
después la autoridad de superior de los monasterios que
fundó en Tagaste e Hipona, y, por último, tuvo la autoridad
episcopal, porque sin pretenderlo fue obispo de Hipona.

Conocía muy bien, por tanto, los peligros que conlleva la


voluntad de servicio que comporta necesariamente el
mandar. Decía a sus fieles en uno de sus sermones: «Más
felices son los que oyen que los que hablan; el que aprende
es humilde, el que enseña trabaja para no ensoberbecerse,
no sea que quizá se introduzca el afecto de agradar
malamente, no sea que desagrade a Dios queriendo agradar
a los hombres. Gran temor hay en el que enseña, hermanos
míos; gran miedo hay en mí al hablaros» (Sal SO l3).

El oficio de amor
Para san Agustín, el oficio de la autoridad es un oficio de
amor. En el capítulo VII de su Regla para los siervos de Dios,
que tuvo una importancia excepcional en la historia de la
vida religiosa occidental, se indica: «El que os preside no se
considere feliz por la potestad con que manda, sino por la
caridad con que sirve» (Regla, VII, 3).

Seguidamente dice a los monjes sobre «el que preside (...) o


el que sirve a los hermanos en aquellos lugares que se llaman
monasterios» (Enarraciones sobre los Salmos, 99, 11): «Entre
vosotros os preceda en el honor, ante Dios esté postrado a

60
vuestros pies con temor» (Regla, VII, 3).

Poco después de su consagración episcopal como obispo


auxiliar de Hipona tras la muerte del obispo Valerio, dice san
Agustín en una de sus predicciones sobre los Salmos a los
fieles de Cartago, entonces una de las ciudades más
importantes del Imperio semejante a Roma, verdadera capital
de aquel mundo: «Desde este sitio os hablo como desde un
lugar más elevado; pero Dios, que se hizo indulgente con los
humildes, sabe cómo estoy por el temor a vuestros pies,
porque no me deleitan tanto las aclamaciones de los que
alaban cuanto el fervor de los que confiesan y los hechos de
los que gobiernan. Únicamente me deleito en vuestro
aprovechamiento. De estas alabanzas que me tributáis, por
las que me ponéis en peligro, sepa librarme quien nos libra
de todos los peligros. El que a vosotros y a mí nos salva de
toda prueba o tentación se digne reconocernos y coronarnos
en su reino» (Enarraciones sobre los Salmos, 66, 10).

La obediencia como caridad


Si las relaciones del gobernante con sus súbditos son de
servicio del amor o caridad, igualmente la obediencia de los
gobernados a los que gobiernan está motivada por la caridad.
El paradigma que ofrece san Agustín de la obediencia en el
monasterio, y que se puede extender a toda sociedad porque
es la que posibilita el funcionamiento de todas las
instituciones, es el de la paternidad.

El capítulo VII de la Regla comienza con esta norma:


«Obedeced al superior como a padre, con el debido respeto»
(Regla, VII, 1). Todas las relaciones que se dan en la autoridad
quedan transformadas no sólo en relaciones humanas, sino
también en personales, como las que se dan en la paternidad
y filiación. Relaciones que deben entenderse en sentido
genérico. En la versión femenina de la Regla, se pide que se
obedezca a la superiora como «madre». El amor bilateral del
superior hacia sus súbditos y de la respuesta de éstos con
más amor es el que debe regir como norma suprema en el

61
ámbito de la autoridad y de la obediencia. Afirma, por ello,
san Agustín: «Un superior ejerce más fuerza rogando que
mandando» (Sermón 11, 11).

El peso del amor


En realidad, al poner el servicio de todo mando en el contexto
de la caridad, lo que hace san Agustín es aplicar su principio
ético fundamental, citado en uno de sermones hablando de la
autoridad paterna: «y si levantas la voz, haya amor
interiormente. Si exhortas, si favoreces, si corriges, si te
muestras duro: ama y haz lo que quieras» (Sermón 163 B, 3).

No quiere decirse con este mandamiento que el amor


justifique cualquier acto, como el basado en el propio
capricho o en el egoísmo, causa de todos los pecados, pues
éstos brotan del amor desordenado a uno mismo que puede
llevar «hasta el desprecio de Dios» (Ciudad de Dios, XIV, 28).
El amor al que se refiere san Agustín es al buen amor, al
amor de donación, al amor ordenado en el que ocupan un
lugar adecuado el amor a Dios y el amor a los demás. Lo
expresa claramente en otro lugar al escribir: «Te doy un
breve precepto: Ama y haz lo que quieras: si callas, calla por
amor; si gritas, grita por amor; si corriges, corrige por amor;
si perdonas, perdona por amor; ten dentro la raíz del amor,
de la cual no puede brotar sino el bien» (Exposición sobre la 1
a epístola de san Juan, 7, 8)

La raíz del verdadero amor, que está en lo más profundo de


mi corazón, me impulsa y me guía hacia el bien. Por eso, dirá
san Agustín: «Mi peso es mi amor; él me lleva donde quiera
que soy llevado» (Confesiones, XIII, 9,10). Así como los
cuerpos físicos son atraídos hacia al suelo por su peso, el
hombre es atraído por lo que ama, debiendo ser éste un amor
o querer de «buena voluntad» (Ibíd.).

La vida no es voluntad de poder, sino voluntad de amar con


amor de donación, de querer el bien, en definitiva, de servir.

62
16. CONSEJO: CANTA Y CAMINA

Todos los consejos que da san Agustín a los jóvenes son muy
concretos y aptos para seguir en nuestra propia vida. Sin
embargo, quizá el más práctico de ellos sea el decimosexto,
que dice: «Procura progresar siempre, no importa la edad ni las
circunstancias en las que te encuentres». Reconoce así san
Agustín que el hombre es un ser que se encuentra en camino
y que debe avanzar siempre por él.

Las tentaciones
En el camino de la vida en el que nos hallamos todos podemos
quedamos quietos o avanzar. La primera actitud se considera
la más cómoda; incluso parece que en estamos quietos,
deteniéndonos en los bienes que se encuentran al borde del
camino, es donde está nuestra felicidad, que es el fin para el
que hemos sido creados.

Sin embargo, lo que estos bienes prometen es falso, no


porque dejen de ser bienes, sino porque éstos son medios y
no fines. Nuestro egoísmo, el desordenado amor que se
cierra sobre uno mismo, que pone la primacía del amor en el
propio yo, los convierte en destructivos.

El amor egoísta, o repliegue sobre sí mismo, en cuanto


principio y fundamento de todos los amores desordenados a
los bienes temporales, o de volcarse en ellos, es la gran
tentación y causa de las diversas tentaciones. Podría decirse
que la vida es una continua tentación: « ¿Acaso no es
tentación sin interrupción la vida del hombre sobre la
tierra?» (Confesiones, X, 28, 39).

De la tentación del egoísmo, del amor prioritario a uno


mismo que lleva hasta la exclusión de Dios y de los demás,
surgen como efectos directos otros tres amores
desordenados, tal como indica san Juan: «No améis al
mundo, ni las cosas que hay en el mundo. Si alguno ama al
mundo, no está en la caridad del Padre; porque todo lo que
hay en el mundo es o concupiscencia de la carne o

63
concupiscencia de los ojos o la ambición del siglo, y no viene
del Padre, sino que viene del mundo» (1 Jn 2, 16).

Nota san Agustín que en esta epístola se entiende por


«mundo» a los que lo aman desordenadamente: «Se
denomina mundo no sólo esta obra que hizo Dios, a saber, el
cielo, la tierra, el mar, las cosas visibles e invisibles, sino
también a los habitantes de este mundo; al estilo que llaman
"casa" a las paredes ya sus habitantes».
Todos los hombres del mundo aman. Unos «tienen puesto el
corazón arriba, aunque vivan con el cuerpo en la tierra».
Otros son «amadores del mundo» y a ellos se les «llama
mundo». Los mundanos en este sentido, como se dice en el
pasaje bíblico, «no tienen más que estas tres cosas: la codicia
de la carne, el deseo de los ojos y la ambición del siglo».

Los tres amores


Con el primer amor, el de concupiscencia o deseo
desordenado de la carne, aman los mundanos: «Desean
comer, beber, la unión sexual, usar de estos placeres. Pero
¿no hay medida en ellos? ¿Cuándo se dice que no améis estas
cosas; cuándo se dice que no comáis, no bebáis, no
engendréis hijos? No se dice esto, sino que se guarde la
medida en todo ello por causa del Creador, para que no os
encadenen estas cosas por el amor, no sea que las améis para
gozarlas cuando debéis poseerlas para usarlas» (Exposición
sobre la 1º epístola de san Juan, 2,2).

Respecto a la segunda concupiscencia descrita por san Juan,


aclara san Agustín que «llama deseo de los ojos a toda
curiosidad. ¡Cuánto abarca la curiosidad! Se da la curiosidad
en los espectáculos, en los teatros, en los secretos diabólicos,
en las artes mágicas, en las hechicerías» (Ibíd., 2, 13). Dicha
«curiosidad, como radica en el apetito de conocer y los ojos
ocupan el primer puesto entre los sentidos cuyo fin es
conocer, es llamada en el lenguaje divino concupiscencia de
los ojos» (Confesiones, X, 35, 54). La concupiscencia de los
ojos es un deseo desordenado de tipo cultural, a diferencia
de la de la carne, que es un desorden de algo natural, como

64
es la conservación del individuo o de la especie. Es un afán
de conocer lo que no debería tener interés para uno mismo
sólo por vanidad o vanagloria.

Por el tercer deseo, la «ambición del siglo», apasionadamente


deseada por el mundo, hay que entender la soberbia. «El
hombre se jacta con los honores: se cree grande, ya por las
riquezas, ya por algún poder» (Exposición sobre la 1 a epístola
de san Juan, 2, 12).
El hombre mundano ambiciona la soberbia, el amor
desordenado a su propia excelencia. Llega a ella por la
ambición de las riquezas y del poder, por los honores por la
vanidad, que le permiten alardear de su superioridad máxima
grandeza. La soberbia le hace asimismo sobresalir y
despreciar a los demás, a ser orgulloso.

El camino de la alegría
Del egoísmo procedente del pecado original, que sembró el
desorden en las inclinaciones humanas, brotan directamente
los tres grandes deseos y por ellos sufrimos siempre
tentaciones. Exclama san Agustín:

“Diariamente somos tentados, Señor, con semejantes


tentaciones, y somos tentados sin cesar. Nuestro horno
cotidiano es la lengua humana. Tú nos mandas que seamos
también en este orden continentes; da lo que mandas y
manda lo que quieras. Tú conoces en este punto los gemidos
de mi corazón dirigidos hacia ti y los ríos de mis ojos. Porque
no puedo fácilmente saber cuánto me he limpiado de esta
lepra, y temo mucho mis delitos ocultos, patentes a tus ojos»
(Confesiones, X, 37, 60).

Los mandatos de Dios piden la continencia o el orden de


estos deseos, pero al mismo tiempo Dios «da» su gracia para
que puedan cumplirse. Con la gracia de Dios, nadie debe
atemorizarse ya por lo mandado, sea lo que sea. «Toda mi
esperanza no estriba sino en tu muy grande misericordia. Da
lo que mandas y manda lo que quieras» (Confesiones, X, 29,

65
40).

Ni en los bienes desordenados, ni en el egoísmo y en sus


efectos se encuentra la alegría, sino muy al contrario lo que
san Pablo llama la «tristeza de este mundo» (2 Cor 7,10),
porque los bienes del mundo son limitados y el ansia de
infinito del hombre nunca se apaga con ellos. Por el
contrario, cuando se avanza por el camino sin detenerse en la
falsa felicidad terrena, surge la auténtica alegría. Como nos
exhorta san Agustín: «Canta pero camina; consuela con el
canto tu trabajo, no ames la pereza; canta pero camina. ¿Qué
significa "camina"? Progresa, progresa en el bien. Según el
Apóstol, hay algunos que progresan para peor. Tú, si
progresas, caminas; pero progresa en el bien, en la recta fe,
en las buenas obras: canta y camina. No te salgas del
camino, no vuelvas atrás, no te quedes parado» (Sermón 256,
3).

El progreso está en el camino hacia la perfección cristiana,


que es el camino de Cristo, el único camino para la perfecta
unión con Dios por el amor. «Sólo él (Cristo) es camino
defendísimo contra los errores, por ser él mismo Dios y
hombre: Dios a donde se va, hombre por donde se va» (La
Ciudad de Dios, XI, 2). En cambio, los que no lo siguen, nota
san Agustín, sufrirán un progreso inverso, un retroceso,
según las palabras de san Pablo a las que alude: «Los
hombres malvados y embaucadores irán de mal en peor,
engañando a otros y a la vez engañándose a sí mismos» (2
Tim 3, 13).

Contra estos engaños y autoengaños con los que se


presentan las tentaciones hay que luchar durante toda la
vida, en las sucesivas edades y en todas las situaciones
personales, con el impulso y la fuerza de la gracia de Dios
que se obtiene en los sacramentos. Puede que la pelea sea
más fuerte en los años de la juventud y que con la madurez
los ataques de las tentaciones tengan ya menores fuerzas,
pero la batalla dura hasta el final. Siempre hay que luchar y

66
siempre se puede progresar en todas las perfecciones. El
precepto primero y fundamental es el del amor, es el de
progresar en el amor. La santidad está en el cumplimiento
del mandamiento del amor. Pregunta, por ello, san Agustín:
«¿Y qué soy yo para ti para que me mandes que te amé y si
no lo hago te aíres contra mí y me amenaces con ingentes
miserias? ¿Acaso es ya pequeña miseria la de no amarte?»
(Confesiones, 1, 5).

17. CONSEJO: LOS AMIGOS

En todas las etapas de la vida de san Agustín, desde su


infancia hasta su vida de monje y obispo, antes y después de
su conversión, fue permanente su aprecio por la amistad, a la
que consideró siempre como un gran bien. Siempre tuvo
amigos.
Los primeros recuerdos que tiene de su niñez son
precisamente de sus amigos de juegos y de la escuela. «Me
deleitaba -confiesa-la amistad» (Confesiones, 1, 20,31). Al
principio de su famosa Regla monástica prescribe la amistad
entre los monjes. Les pide que tengan «un solo corazón y una
sola alma» (Regla, 1, 2), tal como habían definido la amistad
autores clásicos como Cicerón. Es lógico, por tanto, que uno
de los consejos de san Agustín a los jóvenes esté dedicado
directamente a la amistad. En el decimoséptimo manda
categóricamente: «Durante toda tu vida, en todo tiempo y
lugar, ten amigos de verdad o búscalos»

La verdadera amistad
En la definición de amistad que da al principio de su Regla, y
que era la noción de amistad más lograda del pensamiento
pagano, san Agustín le añade el término «hacia Dios» (in
Deum). Quiere distinguir la «amistad verdadera», la que se
da entre los «amigos de verdad» -de los que habla en el
consecuencia de la amistad natural que él mismo había vivido
antes de su conversión, que no es falsa o mala, sino
incompleta.

San Agustín, que tuvo siempre el deseo vital de hacer amigos


y de ser amigo, de «amar y ser amado» (Confesiones, II, 2, 2),
67
había tenido grandes amigos. Cuenta en las Confesiones, tuvo
en su juventud un amigo en Tagaste, un «amigo del alma»
pero que se lo arrebató inesperadamente la muerte.

«Me maravillaba de que viviesen los demás mortales por


haber muerto aquel a quien yo había amado, como si nunca
hubiera de morir; y más me maravillaba aún de que,
habiendo muerto él, viviera yo, que era otro él. Bien dijo uno
de su amigo era "la mitad de su alma" (Horacio, Carmen,
1,3). Porque yo sentí que mi alma y la suya no eran más que
una en dos cuerpos, y por eso me causaba horror la vida,
porque no quería vivir a medias, y al mismo tiempo temía
mucho morir, porque no muriese del todo aquel a quien había
amado tanto» (Ibíd., VI, 11).

Junto con las expresiones que indican la unión anímica «la


mitad de su alma» y «yo sentí que mi alma y la suya no eran
más que una en dos cuerpos»-, nota san Agustín que el
consuelo que tenía era que de algún modo su amigo
continuaba viviendo en su recuerdo. Después, en su libro Las
retractaciones, en el que repasa todas sus obras, indicó con un
admirable amor a la verdad, honradez intelectual y humildad
que quizá no tenía que haber explicado lo que sentía en aquél
momento en el que todavía no se había convertido, por
considerarlo una «declaración ligera más que una confesión
seria» (Retractaciones, II, 5,6).

En este mismo lugar de las Confesiones, muestra que, sin


embargo, esta amistad no llegó a la plenitud, como consiguió
después de convertido con otros amigos, porque «no hay
amistad verdadera sino entre aquellos a quienes tú aglutinas
entre sí por medio de la caridad, derramada en "nuestros
corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado" (Rom 5,
5)>> (Confesiones, IV, 4).

Según la definición agustiniana de la verdadera amistad,


ésta sólo puede darse cuando es Dios el que une el afecto de
los que se dicen amigos por medio de la caridad. Desde este
nivel de la gracia, afirma: «Ama verdaderamente al amigo
quien ama a Dios en el amigo o porque ya está o para que

68
esté en él. Éste es el verdadero amor» (Sermón 336, 2). Dios,
en quien se ama y que se ama en el amigo, une de un modo
más intenso que en la mera amistad humana, porque une
entre sí a los amigos y a éstos con él mismo.

La amistad adquiere así el carácter de eternidad, «pues qué


otra cosa es la amistad, que trae su nombre de amor y que
nunca es fiel sino en Cristo, en quien únicamente además
puede ser eterna y feliz» (Contra dos epístolas pelagianas, I,
1,1).

La caridad
La amistad verdadera entre los amigos, afirma san Agustín,
está fundamentada en Dios, «porque nuestro amor mutuo no
sería verdadero sin el amor de Dios» (Comentario al evangelio
de san Juan, 87, 1). Este amor de Dios es la caridad, la cual,
según su definición de amistad en la que cita a san Pablo, se
nos da como don del Espíritu Santo: «La caridad de Dios se
ha dicho que fue derramada en nuestros corazones; no
aquella con la que Dios nos ama a nosotros, sino aquella por
la cual él nos hace amadores suyos». Nos hace que lea
memos «mediante su gracia», la cual «también nos la otorga
a través de los dones del Espíritu Santo» (Sobre el Espíritu y la
letra, c. 32).

El amor de Dios, que es creador, crea en el hombre el amor


divino, que es el que permite amar a Dios. El primer amor
con que Dios ama a los hombres es el mismo con que éstos le
corresponden. Por ello dice san Agustín: «Llamo caridad al
movimiento del alma que nos conduce a gozar de Dios por el
mismo y de nosotros y del prójimo por Dios» (D. Cristiana, III,
10,16). Aunque a lo que se dirige el amor de caridad sea
distinto, no lo es lo que lo determina o caracteriza: Dios en
cuanto amigo del hombre, o en cuanto le comunica su mismo
amor divino. Con el mismo movimiento y, por tanto, a la vez,
el hombre ama a Dios más que todo, se ama así mismo,
aunque con un amor subordinado al amor de Dios, y ama a
los demás.

En esta definición del amor de caridad o amistad suprema se

69
muestra que el hombre ama a Dios por sí mismo, pero
también para «gozar» o para su felicidad propia. El amor a
Dios hace que se le quiera por ser sumo bien en sí mismo y
además para el hombre. Dios no sólo es infinitamente
amable en sí mismo, sino que también se ha querido
proponer al hombre. Se ama a Dios con amor de donación y
con amor de deseo para mí. Puedo así decir verdaderamente:
«Dios mío». El hombre ama a Dios porque, por un lado, él ha
tomado la iniciativa y, de un modo absolutamente gratuito, ha
infundido en nosotros la correspondencia a su amor, aunque
respetando la libertad humana, para hacer posible este
mismo amor. Por otro lado, Dios es objeto del amor humano
no sólo por ser el bien infinito, sino porque siéndolo hace
feliz al hombre al hacer que su propio bien sea también el del
hombre.

La falsa amistad
El consejo de san Agustín es vivir la amistad, don
especialísimo de Dios, en todas sus formas, de amor a Dios y
también de amor a uno mismo y al prójimo, pero siempre por
Dios. Igualmente, deben evitarse las falsas amistades, porque
«mucho, valen los buenos amigos para lo bueno y los malos
para lo malo»
La peor amistad falsa o enemiga es la del mundo, o de todo lo
mundano en cuanto que apartado y opuesto a Dios. Hay que
aprender a “desligarse” de él. « ¿Qué significa desligarse de
él? No amarle interiormente». Aunque se viva en el mundo,
nos pide san Agustín: «Deslígate de sus hechizos ahora;
apercíbete para seguir la voluntad divina, vive colgado de
Dios. Arrímate a él, a quien no perderás sino queriendo». Al
mismo tiempo, añade: «Da de lado al amor del siglo, cuya
amistad es mala y engañosa y enemista con Dios. En un abrir
y cerrar de ojos una tentación logra que el hombre ofenda a
Dios y que lo haga su enemigo. O mejor dicho, no es entonces
cuando se hace enemigo suyo, sino que entonces aparece que
ya era su enemigo. Ya lo era cuando le alababa y creía,
aunque ni lo sabía él ni lo sabían los demás». El mundo en
este sentido es nuestro enemigo, porque «el mundo nunca da
lo que promete; es un embustero, un tramposo. ¿Es por

70
conseguir siempre uno lo que del mundo espera el motivo de
no cansarse los hombres de poner su confianza en el mundo?
Y aun cuando lo consiga todo, ¿no empieza el afortunado
conseguidor a cansarse de lo conseguido para dar cobijo a
otros deseos y esperar otras cosas? Y, en llegando que llegan
éstas, ¿no se las desestimas» El verdadero amigo es Dios:
«Arrímate, pues, a Dios; ése sí que no desmerece, porque no
hay nada más hermoso. Si las cosas de acá nos aburren, es
debido a su inestabilidad, pues no son ellas Dios. ¡Oh alma!
Ninguna cosa puede bastarte si no es quien te ha creado.
Dondequiera que pongas la mano, hallarás miseria; sólo
puede bastarte quien te hizo a su imagen» Sermón 125, 11.

18. CONSEJO: LA AUTORIDAD Y SUS PELIGROS

A toda autoridad, ya sea paterna, educativa, política, militar o


religiosa, le compete la obligación de conducir a quienes
están sujetos a ella hacia un fin, hacia un bien. Los que están
bajo la autoridad apetecen este bien, porque lo reclama su
misma naturaleza y les va a permitir alcanzar su plenitud o
perfección en el orden de aquel bien. El hecho de realizar el
servicio de proporcionar el bien de los subordinados implica
que la autoridad ha de poseer este bien que difunde o
comunica a los demás y, por tanto, que dicha autoridad tiende
a la excelencia. Al considerar su superior bien o excelencia,
los regidos por la autoridad le deben honor.

Estas nociones surgen de la consideración de las relaciones


que expresa la palabra «autoridad», no sobre talo cual
autoridad y sus características accidentales y diferentes
circunstancias. Sin ellas, no es fácil comprender que a las
personas constituidas en autoridad se las deba honrar por su
estado de mayor dignidad o excelencia. Por ello, en su
decimoctavo consejo a la juventud san Agustín pide a los
jóvenes -no siempre educados en estos conceptos-: «Da honor
a quien se lo merece aunque él no lo desee».

El principio de la autoridad
El honor que se hace a una persona revestida de autoridad es

71
el reconocimiento del bien que posee y de que merece la
consideración de los demás. Con el honor se testimonia o
reconoce su excelencia. A esta misma cualidad de la persona
honrada con la admiración, respeto y estima de los demás se
le puede también denominar honor u honra. Debe rendirse
honor al que lo merece o es digno de ello, tal como indica en
su consejo san Agustín. La obligación deriva de la misma
relación de autoridad. La autoridad, y el poder coercitivo o
moral que supone, es querida por Dios.

San Agustín mantiene esta importante afirmación cristiana


apoyándose en la Escritura. Comentando las palabras de
Cristo ante Pilato: «No tendrías ningún poder sobre mí si no
te hubiese sido dado de arriba» Un 19,11), concluye Agustín:
«Aprendamos su enseñanza, transmitida también por el
apóstol, de que "no hay poder que no venga de Dios" (Rom
13, 1)» (Comentario al evangelio de san Juan, 116,8).

En La Ciudad de Dios, en la que juzga desde la sabiduría


cristiana la política pagana, profundizando en la premisa de
que toda autoridad viene de Dios, san Agustín señala: «No
atribuyamos la potestad de distribuir reinos e imperios más
que al Dios verdadero. Él es quien da la felicidad, propia del
reino de los cielos, a sólo los hombres religiosos. En cambio,
el reino de la tierra lo distribuye a los religiosos y a los
impíos, según le place, él, que en ninguna injusticia se
complace».

Los imperios políticos no quedan sacralizados, se les critica


sus insuficiencias y sus vicios; pero tampoco son condenados,
porque tienen también valores, como el reconocimiento y
mantenimiento de la autoridad. Son vistos desde la
perspectiva cristiana providencialista. En los distintos hechos
históricos hay un designio de Dios, muchas veces
incomprensible para nosotros, pero que siempre es para bien:
«Sin lugar a dudas, es el Dios único y verdadero quien regula
y gobierna todos estos avatares de la historia, según le place.
Quizá los sean ocultos, ¿Pero serán por ello menos justos?»
(La Ciudad de Dios, V.21).

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La potestad de la autoridad no es, sin embargo, absoluta, Su
poder está limitado por la ley de Dios. Los cristianos
obedecen a la autoridad, en conciencia y con responsabilidad
ante Dios. Así, si el poder terreno contradice la ley de Dios,
argumenta el santo: «Pero ¿qué hacer si manda lo que no
debes hacer? Aquí no hay que dudado: Desprecia ese poder
por temor al Poder sumo. Examinad los grados de las
jerarquías humanas. Si algo mandase un pretor, ¿no se ha de
hacer? Pero si ordena contra el pro cónsul, cierto no es
despreciar su autoridad, sino preferir una obediencia a otra
mayor. Ni tiene aquí razón alguna para llevarlo a mal; el
mayor está delante» (Sermón 62,13). El cristiano no puede
faltar nunca a la ley de Aquel que dijo: «Dad al César lo que
es del César y a Dios lo que es de Dios» Mt 22,21

El peligro de los honores


Puede sorprender que al final de este consejo de san Agustín
sobre la honra y la alabanza, que es un modo externo de
manifestarla, advierta que puede que la persona n honrada y
alabada no quiera ser objeto de ello. Se comprende si se
tiene en cuenta el peligro que conllevan los honores. Es
innegable que «a muchos les aprovechó la vida privada y les
hizo daño el encumbramiento de los honores».

Los honores son bienes temporales que, como todos los


beneficios no eternos, también se pueden pedir a Dios,
aunque del modo que explica san Agustín:
«Pidamos también estos bienes temporales discretamente, y
tengamos la seguridad, si los recibimos, de que nos vienen de
quien sabe lo que nos conviene. ¿Pediste y no recibiste? Fíate
del Padre: si te conviniera, te lo habría dado. Juzga por ti
mismo. Tú eres, delante de Dios, por tu inexperiencia de las
cosas divinas, como tu hijo para ti con su inexperiencia de las
cosas humanas. Ahí tienes a ese hijo llorando un día entero
por que le des un cuchillo o una espada. Te niegas a dárselo y
no haces caso de sus lloros por no tener que llorarle muerto
(...) y para que vaya creciendo y posea sin peligro la fortuna,
le niegas ahora sus insignificantes demandas peligrosas»

73
(Sermón 80, 7).
Como los otros bienes temporales, los honores deben
ordenarse a su verdadero fin, que es el bien del prójimo y la
gloria de Dios. «Quieres honores: cosa buena son, bajo
condición de usar bien de ellos. ¡Para cuántos fueron los
honores principio de ruina! ¡Para cuántos fueron ocasión de
buenas obras!» (Sermón 72, 4). Si se desean las cosas
temporales desordenadamente, se usan mal y llevan al mal.

En cambio: «También nosotros usamos de ellas según la


necesidad de nuestra peregrinación, pero no fijamos ahí
nuestro gozo, para que al derrumbarse no nos sepulten;
nosotros "usamos de este mundo como si no usáramos" (1 Cor
7,31) para llegar a quien hizo este mundo y permanecer en
él, gozando de su eternidad» (Sermón 157, 5).

Además, pregunta san Agustín sobre la alabanza humana: «


¿Es todo más que humo y viento? ¿No pasa y se va todo en
veloz carrera? Y ¡ay de aquellos que se adhieren a lo que así
pasa, porque pasan junto con ello! ¿No es todo como un río
que va en su carrera a precipitarse en el mar? ¡Ay de aquel
que se caiga en ese río: será arrastrado al mar! (Comentario al
evangelio de san Juan, 10,6).

Al buscar la alabanza entre los hombres, se cae en el pecado


de la vanidad, el deseo de la excelencia de honor
desordenado. De la tentación de la vanidad se puede pasar a
la soberbia, al deseo desordenado de la propia excelencia.

De ahí que: «En mayor peligro nos ponen quienes nos honran
que quienes nos maldicen. La honra humana hace cosquillas
a nuestra soberbia, mientras que las maldiciones de los
hombres nos ejercitan en la paciencia» (Sermón 340 A, 8).

San Agustín incluso pone el origen de estas graves


tentaciones no sólo en el propio egoísmo, sino también en el
demonio, que incita con ellas al mal. «Como quiera que por
ciertos oficios de la sociedad humana nos es necesario ser

74
amados y temidos de los hombres, insiste el adversario de
nuestra verdadera felicidad en esparcir en todas partes como
lazos estas palabras:

"¡Bien, bien!': para que, mientras las recogemos con avidez,


caigamos incautamente y dejemos de poner en tu verdad
nuestro gozo, poniéndolo en la falsedad de los hombres, y
nos agrade el ser amados y temidos no por motivo tuyo, sino
en tu lugar; y de esta manera, hechos semejantes a nuestro
adversario, nos tenga consigo no para concordia de la
caridad, sino para ser consortes de su suplicio, él que
determinó poner su sede en el aquilón (Polo Norte), a fin de
que, tenebrosos y fríos, sirviesen al que te imitó por caminos
perversos y torcidos» (Confesiones, X, 36, 59)

19. CONSEJO: LA SOBERBIA Y LA HUMILDAD

Se lee en la Escritura, en un pasaje del Eclesiástico: «El


principio de todo pecado es la soberbia» (Eclo 0, 15). Al
explicar estas palabras, san Agustín define el pecado de la
soberbia: «Y, ¿qué es la soberbia sino el apetito de un
perverso encumbramiento? El encumbramiento perverso no
es otra cosa que dejar el principio al que el espíritu debe
estar unido y hacerse y ser, en cierto modo, principio para sí
mismo. Tiene esto lugar cuando se complace uno demasiado
en sí mismo. Y se complace así cuando se aparta de aquel
bien inmutable que debió agradarle más que él a sí mismo»
(La Ciudad de Dios, XlV, 13, 1). El querer la propia excelencia,
la máxima perfección, no es un mal, sino el hacerlo de un
modo desordenado o desmesurado, porque está por encima
de nuestras posibilidades naturales, tal como nos muestra
nuestra misma razón.

San Agustín quiere prevenir sobre todo a los jóvenes de este


peligroso pecado, al escribir el siguiente consejo, el que
ocupa el lugar diecinueve de los que da a la juventud:
«Aléjate de los soberbios, esfuérzate tú por no serlo»,

Gravedad de la soberbia

75
Esta advertencia es comprensible por la gravedad del pecado
de soberbia. En primer lugar, porque, a diferencia de los
otros pecados, impide la petición de perdón y de ayuda. San
Agustín recuerda que, tentado por el diablo, el primer pecado
del hombre fue de soberbia, que llevó al otro pecado de hacer
lo que Dios le había prohibido: «De ahí que el diablo le
halagara con aquel "seréis como dioses" (Gén 3, 5). Y
hubieran podido ser mejores uniéndose por la obediencia al
supremo y soberano principio, no constituyéndose a sí
mismos en principio por soberbia».

Al igual que a la primera pareja humana, siempre ocurre que


«apeteciendo ser más, se es menos, y al querer bastarse uno
a sí mismo, se aparta de aquel que verdaderamente le basta.
De suerte que, al complacerse el hombre a sí mismo como si
él fuera luz, aquel mal le aparta de la luz que, al agradarle, le
hace a sí mismo luz» (La Ciudad de Dios, XIV, 13).

El pecado de soberbia, que llevó a nuestros primeros padres


al pecado de la desobediencia del precepto divino, «busca la
excusa del subterfugio como la buscaron aquellos primeros.
Así, dijo la mujer: "La serpiente me engañó y comí"; y el
hombre: "La mujer que me diste por compañera me ofreció el
fruto y comí". No se oye aquí la petición de perdón, ni la
solicitud por la medicina».

Nota además san Agustín que, según el relato del Génesis del
pecado original de Adán y Eva, «aunque (éstos) no nieguen,
como Caín, lo que cometieron, todavía la soberbia trata de
cargar sobre el otro el mal que hizo; la soberbia de la mujer
sobre la serpiente, la soberbia del hombre sobre la mujer.
Pero cuando hay una transgresión clara del mandamiento
divino, la excusa es más bien una acusación. No dejaron de
cometer esa transgresión porque la cometiera la mujer
aconsejada por la serpiente, y el hombre por dárselo la
mujer; como si se pudiera anteponer algo a Dios, a quien se
debe creer y obedecer» (La Ciudad de Dios, XIV, 14).

En segundo lugar, se manifiesta la gravedad de la soberbia

76
porque todo pecado tiene su origen en ella, se accede a ella
desde otros pecados y es el fin de todos ellos: «y si la
soberbia es el principio del pecado, la soberbia es la puerta
de los infiernos. Considerad ya qué es lo que ha engendrado
todas las herejías; no hallaréis ninguna otra madre a no ser
la soberbia. Pues cuando los hombres presumen mucho de sí
mismos, llamándose santos y queriendo arrastrar a las masas
tras de sí, sólo por soberbia dieron origen a las herejías y a
los cismas, útiles ambos» (Sermón, 346 B, 3).

Generalidad de la soberbia
En este decimonoveno consejo, san Agustín pide al joven que
se esfuerce en no ser soberbio. Se necesita luchar para
librarse de la soberbia y del orgullo, una modalidad suya que
nos hace sentimos superiores a los demás y mostrarles
desprecio, alejándonos de su trato.

Ambos vicios, orgullo y soberbia, son como una especie de


serpiente que nos envuelve y se enrosca por todos lados
aprisionándonos y de la que es muy difícil desembarazarse:
«Los demás vicios prevalecen en la maldad, pero el orgullo
se desarrolla a expensas de las buenas obras».

Los que realizan buenas obras, y precisamente por ellas,


pueden acabar «atribuyéndose a sí mismos los dones de Dios
y ensoberbeciéndose perecerán con más grave caída que si
nada hiciesen, [ ... ] pues Dios es el que obra en vosotros el
querer y el ejecutar según su beneplácito (Flp 2, 12-
l3)»(Naturaleza y gracia, 27, 31). Apostilla el santo obispo que
«nunca el enemigo nos derriba más fácilmente que cuando le
imitamos en la soberbia, ni le infligimos dolores más intensos
que cuando sanamos las heridas de nuestros pecados
mediante la confesión y la penitencia» (Sermón 351,1).

La soberbia y la envidia
En primer lugar, en este consejo san Agustín pide al joven
que se aparte de la gente soberbia. Se comprende porque,
además del peligro de caer en la soberbia, padecerá también
la amenaza de los soberbios, que por envidia le podrán quitar

77
los bienes que posee: «El soberbio no puede carecer de
envidia que es hija de la soberbia. Esta madre no conoce la
esterilidad, allí donde se halla, pare inmediatamente»
(Sermón 354,5).
Por dolerse y entristecerse de los bienes de los demás, el
envidioso los ve como males para sí mismo. Se debería
alegrar, ya los posea o carezca de ellos, de que los demás
tengan bienes y de que, por tanto, en el mundo haya más
bien. No es la alegría lo que le embarga, sino la tristeza, y
además la falsedad le acompaña siempre. El soberbio y
envidioso es siempre un peligro. No hay que olvidar que «la
soberbia fue el pecado del diablo, a la cual juntó después una
malvada envidia que le llevó a infundir en el hombre esta
misma soberbia, por la cual reconocía haber sido el
condenado» (Libre albedrío, III, 25, 76).

La humildad
Dada la situación humana de inclinación a la soberbia, al
deseo desordenado a la excelencia o hacia la grandeza de
una manera des proporcionada a la naturaleza humana o a la
propia naturaleza individual, «dificultoso por demás habría
de sernos seguir el camino medio, verdadero y derecho, como
si dijésemos entre la izquierda de la desesperación y la
derecha de la presunción, si Cristo no dijese "Yo soy el
camino, la verdad y la vida" (Un 14, 6). O en palabras
semejantes: "¿Por dónde quieres ir? Yo soy el camino. ¿A
dónde quieres ir? Yo soy la verdad. ¿Dónde quieres
detenerte? Yo soy la vida"» (Sermón 142, 1).

Sobre este camino, que debe seguirse para vencer el


desorden o exceso de soberbia, precisa seguidamente:
«Aunque sea Cristo la verdad y la vida, el excelso, Dios, el
camino es Cristo humilde. Andando sobre las huellas de
Cristo humilde, llegarás a la cumbre; si tu flaqueza no
desprecia sus humillaciones, llegarás a la cima, donde serás
inexpugnable».

La humildad modera el peligroso desorden de la soberbia,


comparable a una enfermedad muy grave, «porque si tu

78
enfermedad fuese tal que, al menos, pudieras ir por tu propio
pie al médico, aún se podría decir que no era intolerable;
mas como tú no pudiste ir a él, vino él a ti, y vino
enseñándonos la humildad por la que volveremos a la vida,
porque la soberbia era obstáculo invencible para ello; como
que había sido ella la que había hecho apartarse de la vida el
corazón humano levantado contra Dios» (Sermón 142,2).

La puerta del cielo la pueden atravesar sólo los humildes


porque es pequeña: « ¿Quién entra por la puerta? Quien
entra por Cristo. ¿Y quién es éste? Quien imita la pasión de
Cristo, quien conoce la humildad de Cristo y, pues Dios se
hizo por nosotros hombre, bien claro está que no es Dios el
hombre, sino hombre. Quien, en efecto, quiere dárselas de
Dios no siendo más que hombre no imita ciertamente al que,
siendo Dios, se hizo hombre.
A ti no se te dice: "Sé algo menos de lo que eres", sino: "Sé lo
que eres': Conócete enfermo, conócete hombre, conócete
pecador, conoce ser Dios quien justifica, conócete manchado»
(Sermón 137,4). Puede decirse, por ello, que «la humildad
habla de la verdad y la verdad de la humildad; es decir, la
humildad, de la verdad de Dios, y la verdad, de la humildad
del hombre» (Sermón 183,4).

20. CONSEJO: EL ORDEN Y LA PAZ

Los veintitrés consejos que da san Agustín a los jóvenes se


encuentran en su libro El orden. El vigésimo trata del modo de
vivir en orden, porque dice: «Vive con dignidad y en armonía
con todo y con todos».

El joven, que está en una etapa de preparación y


organización de su vida para otras de mayor plenitud, debe
aprender a vivir con dignidad, o de manera conveniente y
apropiada, mereciendo el respeto de los demás y de sí mismo.
También, para ello, debe vivir de manera armónica o justa,
estar en completo acuerdo con la toda la realidad, y, por
tanto, con una vida ordenada.

79
El orden universal
El universo ha sido creado por Dios con admirable sabiduría'
bondad y grandísimo poder. También lo ha provisto
amorosamente de un orden para que alcance el fin para el
que ha sido creado. La ordenación de la realidad es una
consecuencia de su finalidad o sentido. Igualmente lo es que
unos seres manden sobre otros para encaminarles a su fin y
así los pongan en orden. Concluye san Agustín: «En
consecuencia, la causa primera y suprema de todas las
formas y mociones corpóreas es siempre la voluntad de
Dios».

Haciendo una comparación con el sistema político del


Imperio romano en el que vivía, precisa seguidamente:
«Nada acontece visible y sensiblemente en esta inmensa y
dilatada república de la creación que no sea o permitido o
imperado desde el invisible e inteligible alcázar del supremo
Emperador» (De Trinitate, 111, 4, 9).
Además, Dios respeta siempre la naturaleza de las criaturas
que ha creado. Las irracionales se encaminan
necesariamente hacia su fin, las racionales lo deben hacer
libremente. Todo está así regido por la ley eterna divina, que
hace que «todas las cosas estén perfectísimamente
ordenadas» (Sobre el libre albedrío, 1, 6, 15).

Puede darse así esta definición del orden: «Orden es la regla


con que Dios dirige todas las cosas. Pero ninguna cosa hay
que no la haga él; por eso nada puede hallarse fuera del
orden» (Sobre el orden, 11, 7, 21). El orden es universal.

El orden en el Hombre
El orden universal debe realizarlo también el hombre. El
cuerpo debe estar gobernado por el alma; la vida no racional,
como las pasiones, deben estar regidas por la razón; y la
misma razón debe estar bajo la ley beneficiosa de su
Hacedor:
«El alma sometida a Dios es con pleno derecho dueña del
cuerpo; y en el alma misma, la razón sometida a Dios, el
Señor, es dueña con pleno derecho de la pasión y demás

80
vicios. Por lo tanto, cuando el hombre no se somete a Dios,
¿qué justicia queda en él? Si el alma no está sometida a Dios,
por ningún derecho puede ella dominar el cuerpo, ni la razón
los vicios» (La Ciudad de Dios, XIX, 21, 2).

Sin embargo, Dios dejó al hombre en manos de su libertad el


poder vivir rectamente o conforme a su razón siguiendo la ley
de Dios: «Cuando la razón, mente o espíritu gobierna los
movimientos irracionales del alma, entonces, y sólo entonces'
es cuando se puede decir que domina en el hombre lo que
debe dominar, y domina en virtud de aquella ley que es la ley
eterna». También dice: «Entonces es cuando se dice que el
hombre está perfectamente ordenado» (Sobre el libre albedrío,
1, 9, 19).

Para vivir ordenadamente se necesita la salud del alma, de su


entendimiento, de su voluntad y de su libertad. Salud de la
que carece por el pecado original y los propios pecados
personales, pero que le da Dios con su gracia. Con el orden
de la gracia, «el Omnipotente imprime en el corazón de los
hombres un movimiento de sus propias voluntades, de
manera que por ellos hace cuanto quiere quien jamás supo
querer injusticia» (Gracia y libre albedrío, c. 21). Finalmente,
con el juicio de Dios queda reparado y completado el orden
en el hombre «según la inefable justicia de los premios y
castigos, de las gracias y de las retribuciones» (La Trinidad,
III, 4,9).

Para vivir de acuerdo con el orden universal querido por Dios


o «en armonía con todo», como se indica en este consejo a los
jóvenes, es bueno «mirar las postrimerías», las realidades
últimas que sucederán en el orden del mundo, ya en el más
allá: «Pero ahora camina en la fe, ordena tu vida. Él está muy
en lo alto, fortalece tus alas. Cree lo que aún no puedes ver
para merecer ver lo que crees. Vivamos como peregrinos,
pensemos que estamos de paso, y no pecaremos. Antes bien,
demos gracias al Señor Dios nuestro, que quiso que el último
día de esta vida esté cercano y sea incierto. Corto es el
tiempo que va desde la tierna infancia hasta la ancianidad

81
decrépita» (Sermón 301, 9).

La tranquilidad del orden


Si el orden es una característica del obrar de Dios, también
lo es su efecto, que es la paz. En todos los tipos de orden se
encuentra siempre la paz:

«La paz del cuerpo es el orden armonioso de sus partes. La


paz del alma irracional es la ordenada quietud de sus
apetencias. La paz del alma racional es el acuerdo ordenado
entre pensamiento y acción. La paz entre el alma y el cuerpo
es el orden de la vida y la salud en el ser viviente. La paz del
hombre mortal con Dios es la obediencia bien ordenada
según la fe bajo la ley eterna» (La Ciudad de Dios, XIX, 13).

Del orden del hombre consigo mismo y sobre lo que tiene


dominio, procede su paz interior, una paz del entendimiento,
de su voluntad, de sus apetencias sensibles y de sus acciones.
Del orden con respecto a las disposiciones divinas surge la
paz con Dios.

También en el orden relativo al prójimo aparece la paz: «La


paz entre los hombres es la concordia bien ordenada. La paz
doméstica es la concordia bien ordenada en el mandar y en el
obedecer de los que conviven juntos. La paz de una ciudad es
la concordia bien ordenada en el gobierno y en la obediencia
de sus ciudadanos. La paz de la ciudad celeste es la sociedad
perfectamente ordenada y perfectamente armoniosa en el
gozar de Dios y en el mutuo gozo en Dios con todos los
demás» (La Ciudad de Dios, XIX, 13).

De las relaciones ordenadas con el prójimo resulta la paz


externa por la que se tiene paz con todos o, como dice san
Agustín en este vigésimo consejo a la juventud, se vive en
«armonía con todos». La paz social es así efecto del amor.

Esta paz pide la eliminación de toda enemistad. Para ello, no


sólo hay que destruir todo rencor y odio desde que empieza a
surgir en nuestro corazón, sino que también deben olvidarse
las ofensas recibidas, muchas veces imaginarias; hay que
82
apartar todo resentimiento contra los demás, aunque parezca
e incluso pueda considerarse justo; no proferir ninguna
palabra contra nadie, ni contra los más próximos ni contra los
más lejanos; ni tan siquiera hay que consentir cualquier
pensamiento hostil o crítico hacia los demás, pues son
sentimientos que pueden hacerse extensivos a toda criatura
existente.

El procurar la armonía y la paz con los otros hombres no se


limita a realizar esta tarea en la propia vida personal, sino
también a ayudar a las personas que no están en paz. Hay
que poner paz donde no hay paz externa, donde hay
discordia, y procurar que se logre la reconciliación.
Igualmente hay que sembrar la paz interna, con el ejemplo,
con la palabra, con el consejo o con la confidencia. El
«construir paz» es una forma de amor al prójimo; es una obra
de misericordia (Mt 5, 9), porque se le ayuda a conseguir «el
gran bien que se llama paz» (Enarraciones sobre los Salmos,
127, 16).

Del examen de estas tres formas de paz, conmigo mismo, con


Dios y con el prójimo, san Agustín obtiene la conocida
definición de paz que se manifiesta y realiza en todas ellas:
«La paz de todas las cosas es la tranquilidad del orden. Y el
orden es la distribución de los seres iguales y diversos,
asignándole a cada uno su lugar» (La Ciudad de Dios, XIX, 13).

El enemigo de la paz, «el gran bien» (Sermón 357, 2), es el


pecado. «De ahí que la paz de los malvados, al lado de la de
los justos, no merezca el nombre de paz a los ojos de quien
sabe anteponer la rectitud a la perversión y el orden al caos»
(La Ciudad de Dios, XIX, 12,3).

21. CONSEJO: LA BÚSQUEDA DE DIOS

San Agustín, que comparte con santo Tomás de Aquino, el


primer puesto entre los pensadores cristianos de todas las
épocas, da este consejo, el número veintiuno de los veintitrés
que dedica a los jóvenes: «Busca a Dios, que su conocimiento

83
llene tu existencia y su amor colme tu corazón».

El ansia de Dios
Dios es el fin último, bien supremo o felicidad máxima del
hombre. Las facultades superiores de su espíritu, el
entendimiento y la voluntad, tienden a Dios por su misma
naturaleza. El entendimiento quiere conocer a Dios, la misma
Verdad, y su voluntad lo quiere como el supremo Bien. El ser
humano desea contemplar a Dios, conocerlo en su naturaleza
y quererlo en su individualidad o personalidad. Dirá también
san Agustín:

«Buscar a Dios es ansia o amor de la felicidad, y su posesión,


la felicidad misma. Con el amor se le sigue y se le posee, no
identificándose con él, sino uniéndose a él con un modo de
contacto admirable e inteligible, totalmente iluminado el ser
y preso con los dulces lazos de la verdad y de la santidad»
(Costumbres de la Iglesia Católica, 1, 11,18).

El ansia más profunda del hombre, la que explica todos sus


deseos e inquietudes por no satisfacerlos, no es por los
bienes materiales, ni por las riquezas, ni por el sexo, ni por el
poder, o por el éxito, como se ha afirmado en distintas
filosofías, sobre todo del siglo XIX, y muchas veces el hombre
actual así lo cree todavía. Su deseo y anhelo más básico,
fundamental y radical es la posesión intelectual y amorosa de
Dios.

Sólo Dios infinito puede satisfacer el ansia infinita del


hombre. De tal manera que san Agustín prorrumpía en uno
de sus sermones a sus fieles: «En modo alguno me hartaría
Dios si no se me prometiera el mismo Dios. ¿Qué vale toda la
tierra? ¿Qué vale todo el mar? ¿Qué vale todo el cielo? ¿Qué
todos los astros? ¿Qué vale el sol? ¿Qué vale la luna? ¿Qué
vale todo el ejército de los ángeles? Yo tengo sed del Creador
de todas estas cosas; tengo hambre de él; tengo sed de él»
(Sermón 158,7).

La ayuda de Dios

84
En el primer párrafo de las Confesiones, san Agustín,
dirigiéndose a Dios mismo, a modo de oración o de diálogo,
escribe «nos has hecho para ti», y, por ello, « muestro
corazón está inquieto»; además que nuestro yo en lo más
profundo de mí mismo está con intranquilidad y con
desasosiego «hasta que descanse en ti» (Confesiones, 1, 1, 1).
Para encontrar este reposo y tranquilidad que proporciona el
encuentro de Dios se necesita, sin embargo, su ayuda.

San Agustín nos exhorta, en consecuencia, a que «alcemos


los ojos del alma y busquemos a Dios ayudados por él»
(Comentario al evangelio de san Juan, 63,1). Si nuestro
entendimiento y nuestro corazón, «ojos» que permiten
unirnos intelectual y afectivamente con lo que queremos
«ver» o contemplar, buscan a Dios, lo hallan. «Es imposible,
por especial providencia divina, que a las almas religiosas
que piadosa, casta y diligentemente buscan (...) a su Dios, es
decir, la verdad, les falten los medios suficientes para
conseguirlo» (De quantitate animae, 14,24).

Con nuestros ojos corporales no podemos ver a Dios, que es


esencialmente invisible. Sólo podemos ver con ellos lo que no
es Dios. Al elevar el alma, se descubre que Dios mismo sale a
nuestro encuentro con su ayuda, que ha comenzado al hacer
que le buscáramos. «Se dice en los salmos: "Buscad a Dios, y
vuestra alma vivirá" (Sal 68, 33). Aquel a quien hay que
encontrar está oculto, para que le busquemos; y es inmenso,
para que, después de hallado, le sigamos buscando. Por eso
está escrito en otro lugar: "Buscad siempre su faz" (Sal 104,
4). Porque llena la capacidad de quien le busca y hace más
capaz a quien le halla, para que, cuando pueda recibir más,
torne a buscarle para verse lleno» (Comentario al evangelio
de san Juan, 63, 1).

Las cosas de este mundo, desde los bienes sensibles hasta los
culturales e incluso espirituales, nos atraen y nos llaman,
aunque su posesión nunca es suficiente para nosotros.
Incluso cuanto más se poseen más se acrecienta nuestra
insatisfacción, porque su finitud no llena nuestra ansia de

85
verdad, de bien, de belleza. Advierte san Agustín que, por
una parte, «todas estas cosas causan deleite, son hermosas,
son buenas», siempre que no se busquen desordenadamente.
Por otra, señala que, por su insuficiencia, nos llevan a seguir
esta recomendación: «Busca quién las hizo: él es tu
esperanza». El encuentro de su autor no es completo, pero
confiamos en que el hallazgo ahora iniciado vaya
aumentando. «Él es ahora tu esperanza y él será luego tu
posesión. La esperanza es propia de quien cree; la posesión,
de quien ve. Dile: "Tú eres mi esperanza”: Con razón dices
ahora: "Tú eres mi esperanza": crees en él, aún no lo ves; se
te promete, pero aún no lo posees. Mientras estás en el
cuerpo, eres peregrino lejos del Señor; estás de camino, aún
no en la patria» (Sermón 313 F, 3).

El camino hacia Dios


Podría pensarse con el poeta de Castilla que para el
caminante «no hay camino», o a la inversa, como escribió
otro poeta, para una sardana: «Todo es camino, todo es
atajo». San Agustín expresa claramente la verdad cristiana al
escribir: «Dios-Cristo es la patria adonde vamos; Cristo-
hombre, el camino por donde vamos; vamos a él, vamos por
él» (Sermón 123,3). Cristo es el camino. «El mismo que
gobierna y creó la patria se ha hecho camino para llevarte a
él, dile, pues, ahora: "Tú eres mi esperanza"» (Sermón 313 F,
3). Según el evangelio de san Juan, el mismo Cristo contesta
al apóstol Tomás sobre cuál es el camino: «Yo soy el camino, y
la verdad y la vida» (In 14, 9). Y sobre esta respuesta
comenta san Agustín: «Si vas en busca de la verdad, él es el
término adónde vas y por donde vas. No vas por una cosa a
otra distinta; no vas a Cristo por medio de una cosa distinta
de él; vas a Cristo por Cristo mismo. ¿Cómo por Cristo a
Cristo? Por Cristo hombre a Cristo Dios, por el Verbo hecho
carne al Verbo que en el principio era Dios en Dios»
(Comentario al evangelio de san Juan, 13,4).

La humanidad de Cristo es el camino para ir a Dios. Su


naturaleza humana, unida a la divina, es la fuente de todas
las gracias. «Verdad eterna y Vida en el Padre, se hizo

86
hombre para sernos camino. Siguiendo el camino de su
humanidad, llegarás a la divinidad. Él te conduce a sí mismo.
No andes buscando por dónde ir a él fuera de él». Cristo, al
asumir la naturaleza humana, es el camino hacia Dios, que
hay que seguir imitándole; es la verdad porque manifiesta la
verdad divina; y es la vida porque, por su gracia, nos hace
partícipes de la vida divina, que tiene desde toda la
eternidad.

La desgracia del hombre


La verdadera desgracia del hombre es, por consiguiente, no
conocer ni amar a Cristo. «Si él no hubiera tenido voluntad
de ser camino, andaríamos siempre extraviados. Se hizo,
pues, camino por dónde ir. No te diré, por ende: "Busca el
camino". El camino mismo es quien viene a ti» (Sermón
141,4).

El hombre debe aceptado y con la actitud de recibido, dirá


san Agustín, pedido. «A ti vuelvo y torno a pedirte los medios
para llegar hasta ti. Si tú abandonas, luego la muerte se
cierne sobre mí; pero tú no abandonas, porque eres el sumo
Bien, y nadie te buscó debidamente sin hallarte. Y
debidamente te buscó el que recibió de ti el don de buscarte
como se debe. Que te busque, Padre mío, sin caer en ningún
error; que al buscarte a ti, nadie me salga al encuentro en
vez de ti. Pues mi único deseo es poseerte; ponte a mi
alcance, te ruego, Padre mío; y si ves en mí algún apetito
superfluo, límpiame para que pueda verte» (Soliloquios, 1,6).

En definitiva, puede concluirse que «para la criatura racional


o intelectual, no hay bien posible que le haga feliz más que
Dios (...) Poseerlo es su felicidad; perderlo, su desgracia» (La
Ciudad de Dios, XII, 1,2). Confesará san Agustín, después de
haber encontrado y aceptado el verdadero y vital camino:
«Ahora te amo a ti sólo, a ti sólo sigo y busco, a ti sólo estoy
dispuesto a servir, porque sólo tú justamente señoreas;
quiero pertenecer a tu jurisdicción. Manda y ordena, te
ruego, lo que quieras, pero sana mis oídos para oír tu voz;
sana y abre mis ojos para ver tus signos; destierra de mí toda

87
ignorancia para que te reconozca a ti. Dime adónde debo
dirigir la mirada para verte a ti, y espero hacer todo lo que
mandes. Recibe, te pido, a tu fugitivo, Señor, flamantísimo
Padre; basta ya con lo que he sufrido; basta con mis servicios
a tu enemigo, hoy puesto bajo tus pies; basta ya de ser
juguete de las apariencias falaces» (Soliloquios, 1, 5) .

22. CONSEJO: EL ESTUDIO Y LA VERDAD

Cuando san Agustín dio la serie de veintitrés consejos a la


juventud todavía era profesor, aunque acababa de dejar su
cátedra de retórica en Milán, después de las vacaciones del
verano del año 386 y de su conversión, alegando una dolencia
que sufría en el pecho (Confesiones, IX, 2, 2). En realidad,
siempre continuó enseñando, como cristiano, monje,
sacerdote y obispo. Toda su vida, antes y después de la
conversión, fue la de un pedagogo. Todos sus numerosos
escritos están dirigidos a enseñar. No sorprende, por tanto,
que uno de los consejos, el penúltimo, se refiera directamente
al estudio. En este consejo número veintidós, se dice: «Desea
la tranquilidad y el orden para desarrollar tu estudio y el de
tus compañeros»

88
El conocimiento de la verdad
San Agustín dio una gran importancia a la educación, la
formación integral, primero a la de sus alumnos y después a
la de sus fieles. Era especialmente necesaria en una época
como la suya en la que, de modo sorprendentemente
parecido a la actual, no se creía que el hombre fuese capaz
de la verdad y, sin ella, carecía de sentido transmitida y
enseñada a vivir por la educación. La enseñanza se limitaba a
un adiestramiento en el lenguaje puramente utilitarista, para
conseguir dinero y poder.

Frente al relativismo de la verdad, a san Agustín le


interesaba transmitir la verdad, tanto mediante el lenguaje
oral como por el escrito, y además enseñar a conseguir y vivir
la verdad, que es el auténtico bien del hombre, El que enseña
hace que sus palabras sean un instrumento para que el que
aprende lo haga por sí mismo. Así, por ejemplo, si se
comprende una definición de cualquier cosa dada por un
profesor o encontrada en un libro, es porque de algún modo
ya se conocían los componentes de esta idea. Quizá ya se
conocían con otras definiciones, pero es imposible proceder
indefinidamente. Hay que admitir que «de todas las cosas
que entendemos no consultamos la voz externa que nos
habla, sino que consultamos la verdad interior que preside la
misma mente y que las palabras nos mueven a consultar» (El
Maestro, XI, 38)

En último término, la verdad se conoce por 'el «maestro


interior» y de una forma misteriosa, tanto en el orden natural
como en el sobrenatural. La conclusión de san Agustín que
pone en boca de su hijo en El Maestro -obra que transcribe
las conversaciones entre san Agustín y su hijo Adeodato,
escritas en Tagaste, tres años más tarde que este consejo
sobre el estudio- es la siguiente:

«Yo he aprendido con el estímulo de tus palabras que las


palabras no hacen otra cosa que incitar al hombre a que
aprenda y que cualquiera que sea el pensamiento de quien
habla muy poco puede aparecer a través del lenguaje, Por

89
otra parte, si hay algo de verdadero, sólo puede enseñarlo
aquel que, cuando exteriormente hablaba, nos advirtió que
habita dentro de nosotros, a quien, con su ayuda, tanto más
ardientemente amaré cuanto más aprovecho en el estudio»
(El Maestro, XIV, 46).

La pereza, la curiosidad y la mentira


El estudio tiene principalmente dos peligros. El primero,
como en general toda actividad humana, es el de la pereza. El
estudio requiere luchar contra la tendencia a la comodidad
propia del cuerpo, que parece como si no se quisiera someter
a las demandas del espíritu. Para vencer la pereza, como en
todo lo demás vicios, se cuenta con la gracia de Cristo. San
Agustín lo recuerda al comenzar un sermón:

«Hermanos, somos cristianos y todos queremos hacer el


camino y, aunque no queramos, lo hacemos. A nadie le está
permitido el permanecer aquí; la volubilidad del tiempo
obliga a no detenerse a cuantos vienen a esta vida. No haya
lugar alguno para la pereza; camina tú, no te dejes arrastrar.
Haciendo el camino, en una encrucijada nos ha salido al
encuentro un hombre; no un hombre sin más, sino Dios
hecho hombre por los hombres» (Sermón, 346 A, 1).

Otro peligro, en otro sentido, de la tendencia humana que es


contrario al estudio, a seguir este laborioso camino para
hallar la verdad, es la curiosidad. «El término "curioso" tiene
carácter peyorativo y la palabra estudioso tiene significado
laudatorio (...) Si el curioso desea saber lo que no le atañe, el
estudioso, en cambio, quiere conocer lo que le interesa»
(Utilidad de creer, IX, 22). Un tipo de curiosidad muy
peligroso es el que se tiene por cosas no sólo inútiles, sino
también falsas.

«Nos hallamos sumergidos en tantas frivolidades y torpezas,


que, preguntados qué es lo mejor, si lo verdadero o lo falso,
unánimemente respondemos que lo primero es preferible;
con todo, somos más propensos a entretenernos con chanzas
y juegos donde nos seducen no la verdad, sino las ficciones,

90
que con los preceptos para unimos a ella. Así, por nuestra
boca y juicio nos condenamos a nosotros mismos, aprobando
una cosa con la razón y siguiendo otra con nuestra vanidad».
(La verdadera religión, 49, 94).

Esta incoherencia entre lo que se piensa y lo que se vive,


hace que se pierda la verdad o que ella nos abandone. En
realidad, más que poseer la verdad, somos poseídos por ella y
«no permanecen en ella los que no son capaces de
sustentada. «Harás perecer a todos los que hablan mentira"
(Sal 5,7), lo contrario de la verdad. Pero para que nadie
piense que existe alguna sustancia o naturaleza contraria a la
verdad, entienda que la mentira pertenece a las cosas que no
existen. Si se dice lo que es, se dice verdad; si se dice lo que
no es, se dice mentira. Por esa razón dice: «Harás perecer a
todos los que hablan mentira", porque, apartándose de lo que
es, se encaminan a lo que no es» (Enarraciones sobre los
Salmos, 5, 7).

La difusión de la falsedad
El estudio de lo falso conlleva también al peligro de difundido
incluso siendo conscientes de su no verdad. Escribe san
Agustín:

«Dice el Señor: «Enseñaron a su lengua a decir mentira" (Jer


9, 5). El decir mentiras constituye ya una costumbre; y
aunque no lo quieras, la misma lengua habla falazmente. Así
como cuando das una vuelta a una rueda gira por sí misma
en virtud de su forma redonda, así tampoco hace falta
enseñar a la lengua a hablar falazmente. Una vez suelta se
dirige espontáneamente hacia aquello que le resulta más
fácil» (Sermón 16 A, 2).

La «lengua» habituada a mentir, que es como la rueda que


gira por su mismo impulso, tiene que ser frenada, o mejor,
dirigida por la razón, «facultad que se mueve a sí misma y a
los órganos a ella sometidos. Es del todo necesario que sea
bueno el que gobierna para que, ayudado por la gracia,
consiga vencer cualquier mala inclinación. El soldado tiene

91
en su mano las armas, pero, si no las usa, las armas son
inútiles. Así también la lengua es entre nuestros miembros el
armamento de nuestra alma. De ella se ha dicho que es un
"mal inquieto" (Sant 3, 8) » (Sermón 16 A 3).

La facultad del habla en sí misma es buena. «Tenemos gran


necesidad de la lengua; o para responder a lo que te
preguntan o para decir lo que tienes que enseñan». Además,
y lo que es más importante, «con la lengua rogamos a Dios, le
satisfacemos, le alabamos, le cantamos a coro, hacemos
diariamente las obras de misericordia: hablando a los demás
o dándoles consejo» (Sermón 16 A 3).

El orden del estudio


Los peligros del estudio revelan que debe estar regido por el
orden. En primer lugar, en las propias facultades superiores,
que requieren su orientación hacia la verdad y el bien y el
combate contra la falsedad y el mal.

«El conocimiento y la acción son los que dan la felicidad al


hombre; y así como en el conocimiento hay que evitar el
error, así en la conducta hay que evitar la maldad. Yerra
quien piensa que se puede comprender la verdad viviendo
inicuamente. Iniquidad llamo a amar este mundo y estimar
en mucho lo que nace y pasa, deseado y trabajar para
adquirido, regocijarse cuando abunda, temer que perezca,
contristarse cuando perece. Una vida tal no puede
contemplar aquella pura, auténtica e inalterable verdad,
adherirse a ella y permanecer adherida a ella para siempre»
(Combate cristiano, 13, 14).

En segundo lugar, y como consecuencia, el que quiera


estudiar con verdadera eficacia debe gozar de plena
tranquilidad interior. Necesita de la paz interna, porque
«como está dotado de un alma racional, todo aquello que de
común tiene con las bestias lo somete a la paz del alma
racional, y de esta forma primero percibe algo con su
inteligencia, y luego obra en consecuencia con ello, de
manera que haya un orden armónico entre pensamiento y

92
acción, que es lo que se llama paz del alma racional ( ... ) Así,
cuando haya conocido algo conveniente, sabrá adaptar su
vida y su conducta a este conocimiento». No obstante, para
ello necesita la gracia de Dios:

«Dada la limitación de la inteligencia humana, para evitar


que en su misma investigación de la verdad caiga en algún
error detestable, el hombre necesita que Dios le enseñe. De
esta forma, al acatar su enseñanza estará en lo cierto, y con
su ayuda se sentirá libre» (La Ciudad de Dios, XIX, 14).

23. CONSEJO: LA ORACIÓN

En el último de los consejos de san Agustín a la juventud, el


vigésimo tercero, hace esta exhortación a los jóvenes: «Pide
para ti y para todos una mente sana, un espíritu sosegado y
una vida llena de paz».

Necesidad de la oración
Puede considerarse este consejo como la síntesis conclusiva
de todos los anteriores, porque, en primer lugar, comienza
invitando a la petición a Dios, a la oración, a la elevación de
la mente a Dios para conversar con él. «Tu oración es una
locución con Dios. Cuando lees las santas Escrituras, te habla
Dios; cuando oras, hablas tú a Dios» (Enarraciones sobre los
Salmos, 83, 7).

La oración surge del corazón, desde el interior más profundo


del hombre. «Orar es llamar con corazón perseverante y lleno
de afecto a la puerta de aquel que nos escucha» (Carta 130,
10,20). La oración se identifica con el deseo. «Si no quieres
dejar de orar, no interrumpas el deseo; tu deseo continuo es
tu voz, o sea, tu oración continua. Callas si dejas de amar (...)
El frío de la caridad es el silencio del corazón, y el fuego del
amor, el clamor del corazón. Si la caridad permanece
continuamente, siempre clamas» (Enarraciones sobre los
Salmos, 37, 14). El corazón que permanece en silencio, que
no clama y no ora, es que le falta calor, es un corazón que no
ama.

93
El consejo más importante que se puede dar es el de
orar
Siempre y también en la edad juvenil, muchas veces llena de
«tinieblas», es imprescindible la oración. «Por muchos
consuelos humanos que rodeen a la vida, por muchos
compañeros de camino que tenga, por mucha abundancia de
cosas que la llenen, cuán inciertas son todas estas realidades.
Y en comparación de aquella felicidad prometida, ¿qué
podrían ser aunque no fuesen inciertas?» En esta «vida
moribunda», por ello «debe el alma cristiana considerarse
desolada, para que no cese de orar» (Carta 130, 2,5).

Para los jóvenes, y para todos, lo más útil o lo más


práctico es orar:
«Ninguna obra mayor, ninguna ocupación mejor hay en la
tribulación como alejarse de aquel bullicio que se halla fuera,
dirigirse al interior del aposento de la mente e invocar a Dios
allí donde nadie ve al que gime y al que socorre; nada como
cerrar la puerta de aquel recinto a toda molestia venida de
fuera, como humillarse a sí mismo con la confesión de los
pecados y alabar y engrandecer a Dios, que corrige y
consuela; esto es lo que de todas formas ha de procurarse
hacen» (Enarraciones sobre los Salmos, 34, 2, 3).

Como peregrinos gimientes en el mundo, por la oración hay


que pedir de corazón el auxilio divino. Debe tenerse en
cuenta, por una parte, que «cuando el hombre cree acabar,
entonces comienza» (La Trinidad, IX, 11). Por otra, que lo
esencial es llegar a la «vida verdadera, en cuya comparación
esta que tanto se ama, por muy alegre y larga que sea, no
merece el nombre de vida» (Carta 0, 2,3), Y encontrarse con
Cristo.
La oración, «por medio de la fe, de la esperanza y de la
caridad» (Carta 130, 9,18), es el remedio de los problemas y
preocupaciones. Pero la inquietud profunda del cristiano o
está motivada por los sufrimientos mundanos.

«Todo amor o sube o baja. Por el buen deseo nos elevamos a

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Dios y por el malo nos precipitamos al abismo (...) Se
angustia nuestro corazón y clamamos. ¿Por qué se angustia
nuestro corazón? No por las cosas que también padecen aquí
los malos, es decir, porque padecen daños, puesto que, si
nace de aquí la angustia del corazón es nada. Pues, ¿qué hay
de extraordinario en que se angustie el corazón por haber
perdido, queriéndolo Dios, a alguno de sus seres queridos?
Por esto se angustian también los corazones de los infieles.
Esto lo padecen también quienes aún no creyeron en Cristo
(...) ¿Por qué se angustia el corazón cristiano? Porque
peregrina y anhela la patria. Si por esto se angustia tu
corazón, aun cuando seas feliz en cuanto al siglo, gimes. Y si
afluyen a ti todas las cosas prósperas y por todas partes te
sonríe el mundo, con todo gimes, porque te ves colocado en
la peregrinación; y si percibes que tienes la felicidad a los
ojos de los necios, mas no lo es según la promesa de Cristo,
buscándola gimes; y buscándola la deseas, y deseándola
subes» (Carta 122, 1-2).

El santo espíritu
En segundo lugar, este consejo dedicado a la oración es un
resumen de los veintidós anteriores por la precisión de los
dos objetos de la petición. Primero, debe pedirse para lograr
la «vida verdadera y dichosa» (Carta 130,8,15), la
purificación de la mente o espíritu. Todo hombre tiene un
conocimiento directo existencial de su espíritu -aunque puede
que no entienda que es inmaterial-, que le hace consciente de
su propio yo, de su interioridad, individual y cerrada a los
demás, si no se comunica. Una identidad que permanece a
través del tiempo y de todos los cambios de la persona, que
siempre la conoce, o tiene experiencia individual de su vida
interior y de sus actos, y que la ama en su ser y en su
conocimiento. Para la sanación o purificación del alma
espiritual del hombre es necesario vivir conforme a la
voluntad amorosa y beneficiosa de Dios:

«Cuando el hombre vive según el hombre, y no según Dios,


es semejante al diablo. Ni siquiera el ángel debió vivir según
el ángel, sino según Dios, para mantenerse en la verdad y

95
hablar la verdad que procede de Dios, no la mentira, que
nace de su propia cosecha (..) y así, cuando el hombre vive
según la verdad, no vive según él mismo, sino según Dios,
pues es Dios quien dijo: "Yo soy la verdad" Un 14,6)».

En cambio, «cuando vive según él mismo según el hombre,


no según Dios, vive según la mentira. No se trata de que el
hombre mismo sea la mentira, puesto que tiene por autor y
creador a Dios, quien no es autor ni creador de la mentira. La
realidad es que el hombre ha sido creado recto no para vivir
según él mismo, sino según el que lo creó. Es decir, para
hacer la voluntad de aquél con preferencia a la suya. Y el no
vivir como lo exigía su creación constituye la mentira» (La
Ciudad de Dios, XlV, 4,1).

Vivir según Dios es vivir justa o santamente:


«La justicia de cada uno consiste en que el hombre esté
sometido a Dios con docilidad, el cuerpo lo esté al alma y las
inclinaciones viciosas a la razón, incluso cuando éstas se
rebelan, sometiéndolas, o sea, oponiéndoles resistencia;
consiste, además en pedirle al mismo Dios la gracia para
hacer méritos, el perdón de las faltas, así como el darle
gracias por los bienes recibidos» (La Ciudad de Dios, XIX,
27).

La vida en paz
La segunda petición para todos es una consecuencia de la
anterior: la paz y la tranquilidad. La purificación de la mente
necesaria para encontrar la verdad, que «no se capta con los
ojos del cuerpo, sino con la mente purificada, y que toda alma
con su posesión se hace dichosa y perfecta; que a su
conocimiento nada se opone tanto como la corrupción de las
costumbres y las falsas imágenes corpóreas, que mediante
los sentidos externos se imprimen en nosotros, originadas del
mundo sensible, y engendran diversas opiniones y errores;
que, por lo mismo, ante todo se debe sanar el alma» (La
verdadera Religión, I1I, 3).

Sin verdad, no hay bien, ni hay justicia, ni tampoco hay

96
sosiego ni paz. Todas ellas deben pedirse a Dios, tal como
indica san Agustín al finalizar sus Confesiones: «A ti es a
quien se debe pedir, en ti es en quien se debe buscar, a ti es a
quien se debe llamar: así; así se recibirá, así se hallará y así
se abrirá» (Confesiones, XIII, 38, 53).

La paz es un don Cristo, la paz terrena en este mundo y la


paz eterna, en el otro. «En él y de él tenemos nosotros la paz,
sea la que nos deja al irse al Padre, sea la que nos dará
cuando nos conduzca al Padre». El mismo Cristo nos dijo:

«"La paz os dejo, mi paz os doy" (Jn 14, 27). Esto mismo
leemos en el profeta: "Paz sobre la paz" (Is 9, 7). Nos deja la
paz cuando va a partir, y nos dará su paz cuando venga en el
fin del mundo. Nos deja la paz en este mundo, nos dará su
paz en el otro. Nos deja su paz para que, permaneciendo en
ella, podamos vencer al enemigo; nos dará su paz cuando
reinemos libres de enemigos. Nos deja su paz para que aquí
nos amemos unos a otros; nos dará su paz allí donde no
podamos tener diferencias. Nos deja su paz para que no nos
juzguemos unos a otros acerca de lo que nos es desconocido
mientras vivimos en este mundo; nos dará su paz cuando nos
manifieste los pensamientos del corazón, y cada cual recibirá
entonces de Dios la alabanza» (Comentario al evangelio de
san Juan, 77, 4).

En la vida eterna, la paz será perfecta, por, según las


palabras de san Agustín, con las que termina La Ciudad de
Dios, «el eterno descanso no sólo del espíritu, sino también
del cuerpo.

Allí descansaremos y contemplaremos, contemplaremos y


amaremos, amaremos y alabaremos. He aquí lo que habrá al
fin, pero sin fin. Pues, ¿qué otro puede ser nuestro fin sino
llegar al reino que no tiene fin?»(La Ciudad de Dios, XXII,
30,5)

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II. UN MODELO DE CONVERSIÓN CRITIANA: SAN
AGUSTÍN

Eudaldo Formet padre de familia, catedrático de Metafísica


en la Universidad Central de Barcelona

Cuando san Agustín dio a los jóvenes los veintitrés consejos


-que aquí se han examinado y comentado acudiendo a sus
muchos escritos posteriores-, hacía tres meses que se había
convertido. Puede concluirse que los consejos son el
resultado de su inicio en la posesión gozosa de Dios, después
de una dificultosa aproximación a él, desde una experiencia
de un largo alejamiento.

Modelo de conversión cristiana


La conversión de san Agustín, después de la de san Pablo, es
un modelo de conversión cristiana, o del encuentro con Cristo
por la fe y, como consecuencia, de un cambio radical de vida.
En los primeros días de agosto del año 386, en Milán, cuando
contaba treinta y un años de edad, el joven Agustín terminó
su larga búsqueda de la verdad y del bien que se había
iniciado en los primeros años de su juventud.

En su Mensaje para la XXVI Jornada Mundial de la Juventud


del año 2011, Benedicto XVI expresó muy bien la inquietud
que siente el joven de todas las épocas:

«La juventud sigue siendo la edad en la que se busca una


vida más grande (...) ¿Se trata sólo de un sueño vacío que se
desvanece cuando uno se hace adulto? No, el hombre en
verdad está creado para lo que es grande, para el infinito.
Cualquier otra cosa es insuficiente. San Agustín tenía razón:
"Nuestro corazón está inquieto hasta que no descansa en ti”:
El deseo de la vida más grande es un signo de que él nos ha
creado, de que llevamos su "huella': Dios es vida, y cada
criatura tiende a la vida; en un modo único y especial, la
persona humana, hecha a imagen de Dios, aspira al amor, a la
alegría ya la paz. Entonces comprendemos que es un
contrasentido pretender eliminar a Dios para que el hombre

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viva. Dios es la fuente de la vida; eliminarlo equivale a
separarse de esta fuente e, inevitablemente, privarse de la
plenitud y la alegría» (Mensaje para la JM! 2011, 1).
En la juventud, puede decirse que comienza verdaderamente
la búsqueda de la conversión. El joven, en su interior, no
quiere la mediocridad, sino la vida en su novedad, su
grandeza su belleza. Como en la época de san Agustín,
también hoy este anhelo puede ser sofocado por el
conformismo que impone la mundanidad, y las corrientes de
pensamiento de moda que la expresan al negar toda verdad,
toda referencia segura en el orden moral y, en definitiva, al
exigir la renuncia de la propia libertad.
El proceso de la conversión
Antes de su conversión, tal como cuenta en las Confesiones,
san Agustín había vivido en una tremenda confusión
intelectual. Buscando la verdad había pasado por varias
etapas filosóficas: racionalista, propia de los filósofos estoicos
y eclécticos, materialista y determinista, que siguió cuando
permaneció en una peligrosa secta, la de los maniqueos,
escéptica, propia de la Academia de entonces; y
espiritualista, que aprendió en el estudio de los filósofos
platónicos. Además, vivía en el desorden moral, que era la
causa profunda y última de su alejamiento de Dios. Así lo
declara, años más tarde, al dirigirse a Dios: «y todo, Dios mío
-a quien me confieso por haber tenido misericordia de mí
cuando aún no te confesaba-, todo por buscarte no con la
inteligencia, con la que quisiste que yo aventajase a los
brutos, sino con los sentidos de la carne» (Confesiones, VIII,
6, 11).

Gracias al platonismo, se había liberado de sus muchos


errores filosóficos, pero no le había quitado la soberbia. Con
la verdad racional platónica, declara: «Me hinchaba con la
ciencia» (Confesiones, VII, 20,26). En la lectura de san Pablo,
él la que acudió un día, recordando la enseñanza religiosa de
su madre, que «me había sido impresa profundamente», se le
mostró el «radiante semblante» de la verdad, centrada en
Cristo, y pudo curarse de su soberbia. Había comprendido
que el camino de la verdad es el de la humildad y de la gracia

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de Dios conseguida por Cristo. «Ya había hallado yo
finalmente la perla preciosa que debía comprar con la venta
de todo lo que tenía. Pero vacilaba» (Confesiones, VIII, 1,2).
Era como si se hubiera convertido intelectualmente, pero no
era una conversión suficiente o auténtica. Le faltaba lo que
podría llamarse la conversión moral.

Los titubeos y dudas que le impedían la plena conversión no


versaban en los contenidos de la fe, sino en la decisión de
vivida. El motivo era porque se sentía atraído por la fama, los
honores, el dinero y la lujuria especialmente. Recuerda
Agustín:

«Poseía mi querer el enemigo, y de él había hecho una


cadena con la que me tenía aprisionado. Porque de la
voluntad perversa nace el apetito, y del apetito obedecido
procede la costumbre, y de la costumbre no contradicha
proviene la necesidad; y con estos a modo de anillos
enlazados entre sí -por lo que antes lo llamé cadena-, me
tenía aherrojado en dura esclavitud» (Confesiones, VIII, 5,
10).

La gracia de la conversión
San Agustín presenta su conversión, y con ella lo que implica
toda conversión cristiana, como un encontrar a Dios, pero
que requiere también volverse a él, y para ello hay que dejar
lo que nos encadena el entendimiento y la voluntad.
Como se indica en la parábola de la perla, a la que alude san
Agustín, el buscador de perlas no vende todo lo que tiene y se
pone a buscar la perla de gran valor, sino que encuentra la
perla y por eso lo vende todo (cf. Mt 13, 45-46). Una vez se
ha encontrado a Dios y su reino de los cielos, hay que dejar lo
que comparado con ello ya no tiene valor.

La conversión es una gracia de Dios, que toma la iniciativa; el


hombre debe aceptarla y vivir conforme a su acogida y Dios
le continúa dando nuevas gracias para ello: «No es tal el
hombre que una vez creado pueda ejecutar algo bueno como
propio suyo, si abandona a quien le hizo, pues toda su acción

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buena consiste en convertirse hacia aquel por quien fue
hecho, y sólo por esto se hace justo, piadoso, sabio, y
eternamente bienaventurado» (Comentario a la letra del
Génesis, 8,12,25).

La conversión moral de san Agustín fue también claramente


obra de la gracia. Cuenta que, como consecuencia de su
debilidad, estaba indignado consigo mismo. En aquel estado
de lucha interna, en un atardecer de aquel verano, en el
huerto de su casa, acompañado de su amigo Alipio:

«Se quedó él en el lugar en que estábamos sentados


sumamente estupefacto; pero yo, tirándome debajo de una
higuera, no sé cómo, solté la rienda a las lágrimas, brotando
dos ríos de mis ojos (...) Me sentía aún cautivo de mis
iniquidades y lanzaba voces lastimeras: ¿Hasta cuándo, hasta
cuándo, ¡mañana!, ¡mañana!? ¿Por qué no hoy? ¿Por qué no
poner fin a mis torpezas en esta misma hora?» (Confesiones,
VIII, 12, 28).

Sin decidirse a tomar ninguna determinación, y sin disminuir


su angustia, explica:
«He aquí que oigo de la casa vecina una voz, como de niño o
niña, que decía cantando y repetía muchas veces: "Toma y
lee, toma y lee". De repente, cambiando de semblante, me
puse con toda la atención a considerar, si por ventura, había
alguna especie de juego en que los niños soliesen cantar algo
parecido, pero no recordaba haber oído jamás cosa
semejante. Y reprimiendo el ímpetu de las lágrimas, me
levanté, interpretando esto como una orden divina de que
abriese el códice y leyese el primer capítulo que hallase»
(Confesiones, VIII, 12,29).

Regresó al lugar donde todavía estaba Alipio sentado y,


obedeciendo la voz infantil, abrió al azar el libro, que antes
había dejado allí, que era de las epístolas de san Pablo, y
leyó:

«No en comilonas y embriagueces, no en fornicaciones y en

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desenfrenos, no en contiendas y envidias, sino revestíos de
nuestro Señor Jesucristo y no hagáis caso de la carne con sus
deseos» (Rom 13, 13). Estas palabras, encontradas de modo
tan misterioso, y que se adaptaban perfectamente a su
situación fueron el instrumento final de la gracia: «No quise
leer más, ni era necesario tampoco, pues al punto que di fin a
la sentencia, como si se hubiera infiltrado en mi corazón una
luz de seguridad, se disiparon todas las tinieblas de mis
dudas» (Confesiones, VIII, 12,29).

Al no resistirse a la gracia de la conversión, comprobaba que


con ella ya le había desparecido el miedo de la falta de
aquello a lo que tenía que renunciar, y que además no
representaba una verdadera renuncia, sino una liberación y
un enriquecimiento.

Los consejos a la juventud de san Agustín son fruto de su


comprensión de que la conversión y la misma inclinación
hacia ella dependen de la iniciativa divina, son una don libre
de Dios e independiente de todo mérito del hombre:

«Por lo mismo que es gracia, el Evangelio no se debe al


mérito de las obras, pues "de otro modo la gracia no es
gracia" (Rom 11, 6). Este pensamiento se repite en muchos
lugares, anteponiéndose la gracia de la fe a las obras, no
para anular éstas, sino para mostrar que ellas no se
adelantan a la gracia, sino la siguen, para que nadie se gloríe
de haber recibido la gracia por las buenas obras que hizo,
sino que sepa que no podría obrar bien si no hubiera recibido
por la fe la gracia. Y comienza el hombre a recibir la gracia
desde que comienza a creer en Dios, movido a abrazar la fe
por un aviso interno o externo» (Cuestión a Simpliciano, 1, 2,
3).

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