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EL CREYENTE ANTE

LA CIENCIA

MANUEL MARÍA CARREIRA VEREZ S.J.


PROFESOR DE FILOSOFÍA DE LA CIENCIA EN LA UNIVERSIDAD PONTIFICIA COMILLAS (MADRID) Y
EN EL DEPARTAMENTO DE FÍSICA DE LA UNIVERSIDAD JOHN CARROLL (CLEVELAND, ESTADOS
UNIDOS).
Biblioteca de Autores Cristianos, de La Editorial Católica, S.A. Madrid 1982 Mateo Inurria, 15.
Madrid-16 Depósito legal M-27.421-1982 ISBN 84-220-1061-5
Imprime: Mateu Cromo. S.A. Pinto (Madrid)

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de 2020, día de San Fermín.

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Se ruega una oración por las almas del purgatorio.
EL CREYENTE ANTE LA CIENCIA

FUENTES DEL CONOCIMIENTO HUMANO ..................................................................................... 6


LA PROPIA EXPERIENCIA, FUENTE DE CONOCIMIENTO ............................................................ 6
EL PROPIO RACIOCINIO, FUENTE DE CONOCIMIENTO.............................................................. 9
CONOCIMIENTO INDIRECTO: EL TESTIMONIO AJENO ............................................................ 11
LA FE COMO BASE DE LA RELIGIÓN......................................................................................... 13
CIENCIA Y FE EN PROBLEMAS COMUNES.................................................................................... 16
EXISTENCIA DE DIOS ................................................................................................................ 16
EL ORIGEN DEL UNIVERSO ...................................................................................................... 18
EL FIN DEL UNIVERSO .............................................................................................................. 21
EL ORIGEN DEL HOMBRE......................................................................................................... 24
EL FUTURO DE LA HUMANIDAD .............................................................................................. 26
NOTA BIBLIOGRAFICA ................................................................................................................. 27
La literatura popular de nuestra época y las ideas presentadas en los medios de comunicación
(revistas, radio, TV) nos dan una impresión casi contradictoria de la actitud intelectual de la
gente de cultura media. Por una parte se estima la ciencia, entendida casi exclusivamente como
el estudio de la materia (física, química, biología). Por otra se insiste en presentar como válido,
aunque debatible, lo a-científico, en todas sus formas, desde la puerilidad de la astrología del
horóscopo diario en los periódicos hasta las afirmaciones más solemnes del ocultismo, las
«filosofías» orientales y las innumerables formas de conocimiento cósmico más o menos
ritualizadas. Y dentro de este campo se incluye la fe religiosa. El diluvio constante de imágenes
y opiniones, de afirmaciones tajantes de los «maestros» más diversos y la atmósfera de «mesa
redonda», en que se discute todo sin aclarar apenas nada, lleva consigo una atmósfera de
relativismo intelectual, en que todo parece tener igual valor y nada es definitivamente cierto. Ni
la misma ciencia experimental se libra de esta acción corrosiva: sus datos mejor comprobados
se desechan sin vacilar cuando se oponen a otras ideas más atrayentes. Y en el campo de lo no
experimentable, en la filosofía y teología se considera casi axiomático que o no hay verdad fija
o es imposible distinguirla entre tantas opiniones.

Así se forma una actitud de desprecio y rechazo de todo lo que se afirme como verdadero e
inmutable: la fe «dogmática» (que llega a nombrarse así con significado peyorativo). Nada es
definitivamente cierto ni nadie puede considerarse en posesión de verdad alguna. Y se convierte
en virtud de tolerancia y apertura humana al decir que todas las religiones son de igual valor si
llevan a igual proceder social y a mutuo respeto y ayuda entre los hombres. Como casi todo
engaño, también éste se basa en la formulación inexacta de problemas reales o ficticios y en
respuestas parciales a ellos. Es necesario entender correctamente cuál es el ámbito de aplicación
de la ciencia y cuál el de la fe; distinguir sus métodos propios y la certeza que pueden producir;
buscar los límites de cada una en problemas que se extienden a ambos campos y, sobre todo,
distinguir de las teorías, opiniones o formulaciones pasajeras lo que es parte cierta de la ciencia
o el dogma.

A este fin se dirigen estas páginas. Al escribirlas tengo gratamente presente el recuerdo de dos
grandes científicos y creyentes, con cuyo trato me honré durante mis años de estudio para
obtener el doctorado en física: el doctor Karl Herzfeld, físico eminente, que abrazó la fe católica
a partir del judaísmo y la vivió hasta su muerte con una sinceridad y profundidad que siempre
admiré. Y el doctor Clyde Cowan, codescubridor del neutrino y director de mi tesis, cuyo
entusiasmo por la armonía entre ciencia y fe se manifestaba con toda naturalidad en sus
interesantísimas charlas y en su diario dejar el laboratorio para asistir a misa en una iglesia
cercana. Ambos maestros y amigos, ya en la vida eterna que tan firmemente esperaban, son
prueba real de que, si poca ciencia aparta de Dios, mucha lleva a Él.
FUENTES DEL CONOCIMIENTO HUMANO

Sólo el hombre, entre todos los seres vivientes de la Tierra, conoce su propio conocer: «sabe
que sabe». Esta consciencia y autorreflexión es la base de nuestra capacidad de desarrollarnos
como personas, de actuar libre y responsablemente y de confrontar conocimientos diversos
para alcanzar una síntesis verdaderamente personal. No es nuestro conocer el de un fichero
inerte, ni tampoco el de un ordenador electrónico, simple almacén de datos. El conocimiento
consciente es lo más valioso que tenemos, y la persona que no puede ejercitar esta función no
vive realmente una existencia plenamente humana.

Al nacer, según el dicho aristotélico, nuestro entendimiento es como un papel en blanco. Tal vez
los datos más recientes de la psicología experimental nos lleven a modificar ligeramente esta
afirmación: es muy probable que ya antes de nacer se registren impresiones más o menos
concretas de los datos sensoriales. Pero aún no hay consciencia: el niño reacciona a los estímulos
de la luz, el sonido, el calor, el contacto de una forma aparentemente idéntica a la que se observa
en animales recién nacidos. Los estímulos externos de los primeros meses y años van llenando
rápidamente las hojas en blanco del cerebro y la mente infantil, y la misma actividad de ese
conocimiento primitivo favorece la mayor capacidad subsiguiente. El cerebro crece en número
de neuronas y en riqueza de conexiones entre ellas; la inteligencia se despierta y pronto alcanza
la expresión de identidad y espontaneidad propia: el niño se sabe persona, YO. Y con el
constante refuerzo de esta autonomía en desarrollo va el hambre de conocer más y más: la
curiosidad insaciable, el deseo instintivo de llenar el vacío inicial y tener cada vez mayor fondo
de datos, de experiencias, de respuestas al infinito interrogante que es el mundo en que nos
encontramos. «Nada hay en el entendimiento que no haya llegado a él por los sentidos». El
dicho bien conocido de la filosofía tradicional sigue en pie, avalado por la ciencia más moderna.
No se dan en nosotros «memorias raciales», ni conocimientos innatos, ni sabidurías mágicas, de
origen desconocido. Cuantos casos se han querido presentar como prueba de alguna de estas
fuentes esotéricas de conocimiento, se han visto rechazadas por el examen imparcial de la
ciencia. Aun sin negar de forma absoluta su posibilidad teórica, la actitud natural que exige
pruebas de toda afirmación contraria a la experiencia común nos lleva a considerar como única
fuente cierta de nuestro conocimiento la actividad sensorial, bien como ventana por la que nos
ponemos en contacto con la realidad externa, bien como medio de hacer nuestro el
conocimiento obtenido por los que nos rodean.

En un proceso incesante, que durará toda la vida, nuestro entendimiento nos enriquece con tres
tipos de actividad: la asimilación de datos sensoriales propios; la incorporación de datos e ideas
recibidos por testimonio ajeno, y la reflexión sobre el contenido de estas dos fuentes. A la
primera actividad corresponde más estrictamente lo que llamamos conocer por propia
experiencia; a la segunda, conocer por fe; a la tercera, conocer por raciocinio propio. Nadie
puede dejar de utilizar, en mayor o menor grado, todos estos métodos, según lo permite o exige
la naturaleza del conocimiento que se busca y su relación al individuo que conoce.

LA PROPIA EXPERIENCIA, FUENTE DE CONOCIMIENTO

Nada hay tan ineludiblemente convincente como el ver y palpar algo. Contra el testimonio de
los sentidos se estrellan todos los raciocinios y todos los testimonios adversos.
Tal vez sea ésta la característica más obvia y positiva del conocimiento sensible. Se presenta
como inmediato, personal, intuitivamente cierto y satisfactorio. Creo que todos sentimos
simpatía por el apóstol Felipe cuando interrumpe un largo discurso de sublime teología con la
interpelación directa a Cristo: «Señor, muéstranos al Padre, y con eso basta». También San Juan,
en el comienzo de su primera carta, insiste en la base sensible, experimental, de su mensaje:
«Lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que contemplamos y palparon nuestras manos
tocando al Verbo de vida... lo que hemos visto y oído, os lo anunciamos a vosotros». Y el último
argumento de Santo Tomás, ante el entusiasmo de los que anunciaban la resurrección de Cristo:
«Si no veo en sus manos la señal de los clavos y meto mi dedo en el lugar de los clavos y mi mano
en su costado, no creeré».

Entre los sentidos, la vista es por excelencia el camino principal del conocer, y «ver» se hace
sinónimo en todas las lenguas de «conocer» y entender. Tal vez más del 90 por 100 de nuestro
conocimiento del mundo sea adquirido por las impresiones visuales. Aun así, la experiencia más
irrefutable es la del tacto: palpar algo es dejarlo fuera de toda duda, aunque se confiese que a
veces «la vista engaña».

¿Qué valor tienen estos datos de la experiencia sensible ante un examen crítico? ¿Qué ámbito
de conocimiento es realmente alcanzable por medio de nuestra propia experiencia?

Lo primero que se hace notar es la incomunicabilidad de nuestra sensación. Lo que yo veo o


palpo tiene valor irrefutable para mí, pero no para otro. No puedo transmitir a nadie esa
convicción directa de mi experiencia. Todavía más inquietante: no puedo saber si lo que yo
percibo es lo mismo que otros sienten ante el mismo estímulo. Si veo el cielo azul, no puedo en
modo alguno comparar mi sensación de «azul» con la de otro observador. Ni puedo saber nunca
si lo que todos llamamos áspero, o frío, o duro, o pesado, o ruidoso, o dulce es percibido por los
demás como lo es por mí. Muy pronto establecemos una correspondencia de lenguaje a los
diversos estímulos, y así todos decimos que el hielo es frío y duro, pero nadie puede hacer suya
la sensación de otro para comparar el efecto de un mismo estímulo en las diversas consciencias.

Tampoco es posible dar una valoración exacta de una sensación: no son cuantíficables. No es
posible decir que un sonido es un 25 por 100 más intenso que otro, o que una sustancia tiene
dureza o temperatura mayor o menor en una proporción exacta. Por esta razón, aun las ciencias
puramente experimentales exigen el uso de algún instrumento «impersonal» para obtener
datos fiables y numéricos. Mientras la descripción de la naturaleza se limita a lo que nos da
directamente la sensación, sólo puede obtenerse un conocimiento cualitativo, y la ciencia no
puede desarrollarse.

Desde un tercer punto de vista, nuestros sentidos se muestran como muy limitados. Si se nos
preguntase acerca de la concepción del mundo que se forma un daltónico (que no distingue el
color rojo del verde), ¿la consideraríamos verdadera? Menos válida aún nos parecería la del que
no percibe color alguno, y todavía menos la de un ciego de nacimiento. En mayor o menor grado,
todas estas condiciones patológicas nos limitan en lo que podemos conocer, y, en ese sentido,
deforman lo que conocemos. Es una sorpresa un tanto humillante el que la ciencia moderna nos
descubra fallos semejantes en la actividad de todos nuestros órganos, aunque se encuentren en
perfecto estado. El mundo sonoro de un perro o un murciélago vibra con ultrasonidos
totalmente indetectables para nosotros. Mientras que, en pleno vigor juvenil, el oído humano
reacciona a vibraciones entre los 20 y los 20.000 ciclos por segundo, el perro oye perfectamente
30.000 y aún más. Otros animales oyen infrasonidos (por debajo de 20 ciclos), y así se explica el
desasosiego de muchos animales domésticos y salvajes poco antes de que se produzca un
terremoto: vibraciones de baja frecuencia preceden a la sacudida sísmica.
Con experimentos muy sencillos se puede comprobar que las abejas ven el ultravioleta, un
«color» totalmente indetectable e inimaginable para nosotros. Ciertas especies de serpientes
ven el infrarrojo, igualmente inexistente para nuestros ojos. Tampoco podemos darnos cuenta
de la polarización de la luz, una propiedad que las abejas utilizan para orientarse con respecto
al sol, aun en días nublados…

El sentido del olfato apenas nos parece contribuir a nuestro conocimiento del mundo que nos
rodea. Sin embargo, un perro vive en un entorno primariamente olfativo, en que cada objeto y
cada situación es sobre todo un estímulo nasal. Ante su propia foto, proyectada en una pantalla,
un perro no reacciona porque no huele. En cambio, podrá rastrear el camino seguido por una
liebre, o por su amo, aun horas después de haberlo recorrido. Algunas mariposas detectan la
presencia de otras de su especie ¡a varios kilómetros de distancia!

Si en todos estos ejemplos tenemos que confesar que nuestro conocimiento sensible es muy
limitado, simplemente porque otros seres vivos nos aventajan en cada sentido, más todavía
subraya nuestra limitación el saber que hay otros estímulos que simplemente desconocemos
por completo y que sólo podemos detectar mediante aparatos muy recientes. No podemos
saber qué siente un pez que encuentra su presa por variaciones de su campo electromagnético;
sin contacto alguno, reacciona de distinta forma ante un trozo de hierro y ante un imán, o ante
un hilo de cobre y un aislante. Ni podemos sentir las ondas de radio o TV, los rayos X y gamma,
las partículas emitidas por cuerpos radiactivos. Nuestra «ventana» de los sentidos, por la cual
nos asomamos al mundo, no es más que una rendija muy estrecha que sólo nos permite
reaccionar a una parte muy limitada de la actividad física que nos rodea.

La descripción del mundo basada tan sólo en lo que podemos percibir por los sentidos
posiblemente sea tan parcial e inexacta como la descripción del elefante en la fábula de los
ciegos, que solamente pueden tocar o la trompa, o la cola, o una pata.

Más importante todavía, como freno a la afirmación espontánea de que el conocimiento por
experiencia propia es la mejor base de certeza, es la constatación de su inexactitud en lo que
percibimos. La solidez de un bloque de hierro o mármol es sólo aparente: la ciencia nos
demuestra que casi todo su volumen es vacío. De no ser por las fuerzas electromagnéticas de
repulsión, los cuerpos podrían pasar a través de paredes «sólidas». Las mismas partículas
atómicas, que consideramos como la parte «maciza» en ese enjambre esponjoso que es la
materia, muy probablemente no tienen diámetro real; son puntos sin dimensiones, y la física
moderna nos indica que no hay límite a la compresibilidad de la materia. Es parte normal de la
astrofísica el describir situaciones en que la densidad de un astro llega hasta los mil millones de
toneladas por centímetro cúbico.

Estos y otros ejemplos semejantes subrayan la imprecisión de los datos sensoriales. Nos dan una
descripción superficial, utilitaria, de la realidad de la materia. Necesitamos de los sentidos para
llenar el vacío del entendimiento cuando nacemos, y necesitamos siempre de los sentidos como
canales de entrada para nuevos datos, pero tenemos que darnos cuenta de que el mundo es
mucho más rico y complejo que lo que los sentidos muestran; incluso que, en su verdadera
estructura, es muy distinto de lo que percibimos.
EL PROPIO RACIOCINIO, FUENTE DE CONOCIMIENTO

Para completar la presentación de lo que es más directamente actividad cognoscitiva propia,


pensemos en el papel del raciocinio. Sobre los datos de los sentidos construimos nuestras ideas.
Procesos de abstracción, analogía, deducción e inducción llevan espontáneamente a formar
esquemas interpretativos, generalizaciones, intuiciones de relación entre elementos
aparentemente dispares. Así se desarrolla el conocimiento intelectual abstracto y
exclusivamente humano. Mientras que nuestros sentidos son esencialmente comunes con los
de los animales que nos rodean, el entendimiento capaz de raciocinio abstracto es peculiar al
hombre, definido desde la antigüedad como «animal racional», homo sapiens.

El desarrollo de nuestra capacidad discursiva es todavía un misterio. Se entra en los primeros


esfuerzos del niño, que ya dice por qué quiere algo o hace algo. Se manifiesta en las preguntas
incesantes a los mayores, para conocer razones de normas de conducta, de restricciones o
acciones cuyo significado se escapa a la simple observación. Y cuanto más se ejercita, más
penetrante se vuelve la inteligencia, hasta llegar al asombroso desarrollo de la matemática y la
física teórica, o a la creación de belleza literaria o musical.

El grado de certeza de todo este conocimiento racional varía enormemente según su conexión
con los datos básicos y el proceso más o menos inmediato de las conclusiones. La certeza suma
se da en raciocinios lógico-matemáticos, en que la comprensión de los conceptos lleva consigo
necesariamente la verdad de los enunciados. «Dos y dos son cuatro», «El todo es mayor que sus
partes», son afirmaciones que tienen absoluta certeza en todo tiempo y para toda persona que
conozca el significado de las palabras. Como es obvio, no se trata de que todos los hombres usen
los mismos vocablos-sonidos, sino de que todos estén de acuerdo en la conclusión una vez que
se haya conseguido un lenguaje común. Todo el desarrollo de la geometría euclidiana, de la
matemática pura, es una demostración impresionante de la capacidad de la mente humana para
alcanzar conocimientos ciertos por puro raciocinio lógico, partiendo de datos que se afirman o
aceptan como postulados razonables. Tal es la fuerza de esta evidencia, que se convierte en
prototipo de convicción: «¡Estoy tan seguro de ello como de que dos y dos son cuatro!»

En el campo de la lógica y la filosofía, el desarrollo del raciocinio es igualmente cierto en sus


comienzos, pero no en las ramificaciones más finas. Se dan sofismas: afirmaciones con toda la
evidencia aparente de la lógica, pero que llevan a resultados absurdos. Se dan dilemas que
desembocan en callejones sin salida, porque ambas posiciones contradictorias parecen tener
consecuencias inaceptables. Se requiere mucho conocimiento y mucha madurez intelectual para
confesar, como hacía el gran filósofo Suárez, que hay muy pocas afirmaciones de las que
podamos tener completa certeza. Muestra de ello es la abundancia casi caótica de opiniones
filosóficas en todos los campos, que lleva a muchos a la convicción derrotista de que la filosofía
es pura lucubración subjetiva, sin verdad ni falsedad comprobable.

Las ciencias de la materia, aunque tienen que desarrollarse también a base de raciocinios más o
menos claros, buscan siempre un refrendo experimental que sirve de piedra de toque. En toda
ciencia de este tipo se excluye por principio lo que no es experimentable. Toda construcción
teórica tiene que basarse en datos comprobados, con sus límites conocidos de exactitud y
aplicabilidad. Luego debe llevar a predicciones concretas, comprobables asimismo por
observación o experimentación. Lo que no se ajuste a tales normas no es ciencia, aunque no por
ello deje necesariamente de ser verdad.

Es muy importante que nos demos cuenta de cuál es el valor del conocimiento científico y cuáles
son sus limitaciones. Tiene valor lo que se observa, como acervo de datos que extiende y
completa lo que nos dan los sentidos en su ejercicio normal de la actividad cognoscitiva. Pero,
además de los datos, la ciencia tiene que buscar conexiones, explicaciones, estructuras que los
hagan inteligibles. Y estas explicaciones —«teorías»— son más ciertas cuantos más datos
engloban y predicen con éxito, pero nunca se toman como definitivas en todos sus detalles.
Siempre cabe la posibilidad y la esperanza de una síntesis más profunda y completa. Tal vez el
caso más típico de este desarrollo científico lo presenta la concepción de la gravedad según
Newton y su refinamiento por Einstein, que realmente cambia por completo el punto de vista
en que se basa la explicación, pero incorpora en sus resultados todos los datos bien
comprobados en que se basó Newton.

Es digno de mencionar explícitamente que todo el esfuerzo científico se basa en una doble
convicción no demostrable científicamente: que el mundo extramental existe y no es caótico, y
que la mente humana puede descubrir en él un orden inteligible. Esto, que parece tan obvio,
era causa de admiración constante para Einstein: «¡Lo más incomprensible del Universo es que
es comprensible!» «Allí estaba ese mundo enorme que existe independientemente de nosotros
los hombres y que se nos presenta como un gran acertijo eterno, al menos en parte accesible
para nuestro estudio».

Tal vez aquí encontremos la raíz histórica de que la ciencia se haya desarrollado en la cultura
occidental, greco-cristiana, y no en las grandes culturas orientales. Como vemos todavía en sus
formas contemporáneas, las filosofías orientales desdibujan la realidad, con tendencia a fundir
el entendimiento consciente con el mundo externo, a reunir lo contradictorio en una unidad
superior no-racional, a buscar ciclos en lugar de avances lógicos. Con tal actitud, consciente o
subconsciente, el trabajo científico en sentido moderno es imposible.

Además de lo dicho sobre la certeza y el método científico, debemos subrayar sus límites. Sólo
lo experimentable, al menos en principio, puede ser objeto de ciencia, en el sentido técnico de
esta palabra. Y dentro de lo experimentable, lo que se puede medir y expresar
cuantitativamente por cualquier observador. Por eso no es objeto de la ciencia «otro universo»,
que, por definición, no tiene ningún contacto con nosotros. Ni lo es tampoco la experiencia
propia e incomunicable de una alegría, ni toda la trama ético-moral de las relaciones humanas,
ni los valores estéticos. Tampoco puede ser objeto del método científico la pregunta sobre
finalidad o razón de ser. Y, sin embargo, todos estos campos no sólo son legítimos, sino incluso
los de mayor importancia para el hombre. La ciencia de la materia sólo nos dice cómo ocurren
las cosas y su concatenación factual, nunca por qué o para qué o qué valor tienen.

Se le preguntó a Einstein si pensaba que toda la realidad podría ser expresable en términos
científicos. Einstein contestó: «Sí, podría ser, pero no tendría sentido. Sería como intentar
representar la Novena Sinfonía de Beethoven como una curva de presión del aire». O en las
palabras de Cari F. von Weizsäcker, describiendo en términos físicos el acto de contemplar una
manzana roja y darla a un niño: «En ninguna parte de esta descripción se menciona el placer del
niño ni mi placer en su placer». Y a continuación: «... oigo los sonidos: ‘la manzana es roja’. No
hay nada en esta frase que indique que intenta expresar un conjunto de hechos y que esos
hechos son verdaderos. Nada se ha dicho del acto de juicio, que puede comprender una serie
de hechos de acuerdo con la verdad». Hablando de la relación entre las características del
Universo y la existencia de vida consciente, J. A. Wheeler se pregunta algo que es difícilmente
cuantificable: «¿Ha tenido que adaptarse el Universo desde sus primeros días a los futuros
requisitos para la vida y la muerte? Hasta que comprendamos por dónde va la respuesta
verdadera en este campo, podemos estar de acuerdo en que no sabemos ni la primera verdad
acerca del Universo». Y poco después, en una especie de invocación poética a Copérnico:
«Recuérdanos cada día el mayor misterio de todos: por qué existe algo más bien que nada».
Incluso en su propio campo, el científico moderno se da cuenta, con humildad, de lo parcial y
tentativo que es nuestro conocimiento. Dice E. P. Wigner: «En contenido y utilidad, el
conocimiento científico es una fracción infinitesimal del conocimiento natural». Y Einstein, ya
cerca de sus últimos años: «Una cosa que he aprendido en una larga vida: que toda nuestra
ciencia, contrapuesta a la realidad, es primitiva y pueril, y aun así, es la cosa más preciosa que
tenemos». De su propio trabajo y su certeza, añadía en una carta: «Pensará que miro el trabajo
de toda mi vida con una tranquila satisfacción. Pero, mirando las cosas de cerca, son muy
distintas. No hay un solo concepto del que tenga la convicción de que se mantendrá firme, y me
siento con dudas de si estoy, en general, en el camino correcto... Yo no pretendo tener razón...
Sólo quiero saber si tengo razón».

Podríamos aducir muchos más testimonios de los científicos más eminentes, que son los que
más cuenta se dan de las limitaciones de su conocimiento. Aunque este esfuerzo de la
inteligencia por comprender y ahondar más allá de los datos de los sentidos es lo más noble y
digno del hombre como ser racional, ¡qué pocas cosas podemos decir que conocemos con
certeza como fruto del propio raciocinio! ¡Qué pocas veces podemos estar orgullosos de una
nueva idea, realmente fruto de nuestro esfuerzo, que verdaderamente añada algo valioso y
cierto al conocimiento humano!

CONOCIMIENTO INDIRECTO: EL TESTIMONIO AJENO

Hasta este momento hemos descrito la propia actividad como fuente de conocimiento sensorial
o racional. Pero, aunque este acervo de datos y su elaboración directa sea nuestro orgullo más
legítimo y la fuente de certeza más satisfactoria, es de un ámbito muy restringido. En realidad,
casi todo lo que sabemos lo sabemos porque nos lo han dicho otros.

Comenzando con las respuestas de los padres y maestros, a las innumerables preguntas del niño,
nos ponemos en comunicación con el gran tesoro de experiencia y cultura de toda la humanidad.
Cuanto se ha hecho y aprendido en milenios nos sirve de base sobre la que construir.
Precisamente por esto el hombre avanza; como decía Newton: «Si he alcanzado a ver más lejos
es porque me apoyé sobre los hombros de los gigantes que me precedieron». Nadie tiene que
reinventar el lenguaje, la escritura, el álgebra... En unos breves años adquirimos la sabiduría de
siglos, contrastada y purificada por miles y miles de datos, comprobaciones y discusiones
llevadas a cabo por las inteligencias más eminentes.

Todo el ámbito de la historia, los hechos ya pasados, se nos hace asequible por testimonio ajeno,
ya que el pasado es inobservable directamente. Todo lo factual es también, por su misma
naturaleza, indemostrable por raciocinio teórico. Pensemos en cuanto conocemos de orden
geográfico, histórico, concreto: o lo sabemos por experiencia directa, o por experiencia ajena,
comunicada por testimonio escrito u oral.

Sobre esta trama de confianza en lo que nos dicen otros se basa casi toda nuestra actividad.
Pero el que no haya prueba lógica o experiencia propia no significa que no haya certeza. La
existencia de la Antártida o del Everest la aceptamos, con certeza, sin otra base que el testimonio
ajeno, la fe humana. Nadie duda de hechos históricos, como la batalla de Waterloo, aunque sea
imposible demostrarla por un proceso mental de evidencia matemática. Incluso cosas tan
personales como la identidad propia y de nuestros padres dependen de la certeza que
proporciona el testimonio acorde de testigos dignos de crédito, por su capacidad mental y su
honradez.

En un mundo ideal, donde no hubiese deficiencias de observación, ni errores de raciocinio, ni


prejuicios o preferencias inconscientes, ni falsedad interesada, el testimonio humano sería
siempre fiable y cierto. La realidad es muy distinta. Aun testigos presenciales de un simple hecho
que no les afecta (por ejemplo, un accidente de automóvil) difieren drásticamente en su
descripción de lo que vieron. Si se une el propio interés, se dan versiones contradictorias (por
ejemplo, de una falta en un partido de fútbol), aun con total sinceridad. No en vano exigen todos
los tribunales de justicia que se examinen los testigos para encontrar discrepancias, intereses,
fallos de observación, etc.

Aun con todas las condiciones necesarias, el testimonio ajeno nunca nos da la satisfacción
interna de lo que conocemos por actividad propia, sensorial o racional. Nunca se percibe esa
claridad de la evidencia lógico-matemática. Es posible inferir con certeza, pero no demostrar los
hechos concretos, y lo mismo se aplica a lo que otros nos comunican. Incluso es digna de tener
en cuenta la distinción entre inferencia cierta y demostración cuando tratamos de objetos del
mundo físico que no son directamente perceptibles, como las partículas de la física moderna.

Ante la absoluta necesidad de aceptar el conocimiento por fe humana como condición necesaria
para el avance cultural, el último fundamento en que nos apoyamos es la calidad del testigo y
su acuerdo con otros testigos igualmente fiables. Los expertos en cada campo son dignos de
crédito, al menos si no tienen intereses o pasiones que desvirtúen su testimonio. Así sucede
cuando aceptamos por fe humana lo que dicen los científicos en el tema en que son autoridades
reconocidas como tales. La palabra de un Einstein en física o de un Ramón y Cajal en fisiología
del cerebro son base suficiente para que una persona normal tenga certeza racional aun de lo
que se opone a sus convicciones más intuitivas.

Si una serie de datos históricos o geográficos se encuentra siempre en todos los libros que se
manejan en niveles profesionales, sólo un escepticismo absurdo puede poner en duda su
veracidad. No caemos ahora en el peligro infantil de tomar como cierto cuanto aparece impreso,
sobre todo en periódicos y revistas sin refrendo profesional en cada campo, ni tampoco en el
absoluto magister dixit («lo dijo el maestro») de tiempos pasados. Aun así, aceptamos la
estructura casi vacía de la materia, la existencia de neutrinos sin masa ni diámetro, la curvatura
del espacio hacia una cuarta dimensión por el testimonio de los físicos modernos, cuyo consenso
no tiene explicación lógica sin una objetividad cierta de lo que nos dicen.

Aquí llegamos al extremo más sorprendente: creemos que las cosas son como nos dice la ciencia,
aun contra el testimonio de los sentidos, y cuando lo que se nos dice resulta totalmente
inimaginable. Tal es la fuerza persuasiva de testimonios concordes y fiables. Un posible desvío
de la certeza basada en el testimonio concorde se encontraría en buscar en una especie de
consenso democrático el criterio de verdad. En lo humano, es legítimo buscar la mayoría para
decidir cursos de acción que no se imponen por sí mismos, debido a responsabilidades ético-
morales. Pero la convicción de la mayoría, por aplastante que ésta sea, no es jamás criterio de
verdad, ni cuando se trata de hechos ni cuando se trata de ideas. Durante siglos, la forma de la
Tierra se consideró plana, y apenas alguna voz se alzó en favor de su esfericidad. Sin embargo,
la Tierra es redonda, y ninguna votación puede cambiar este hecho. Se cuenta que en un estado
de Norteamérica, durante el siglo pasado, se intentó legislar que el valor de 7r fuese
exactamente 3, en lugar de 3,141592, para facilitar las operaciones matemáticas en las escuelas.
Ni que decir tiene que ese valor resulta de dividir la longitud de la circunferencia por su diámetro,
y jamás se obtiene 3, sin más. No sólo en un país terrestre, sino en todo el Universo en que se
estudie la geometría plana, el cociente será siempre 3,141592...
Otro caso histórico de un esfuerzo inútil por doblegar la verdad factual a los prejuicios de
diversos grupos lo encontramos en las reacciones a la teoría de la relatividad. Tanto en la
Alemania nazi como en la Rusia soviética se denunció a la teoría de Einstein como un tipo de
ciencia «judía», incompatible con la mentalidad aria o marxista. En ambos casos, físicos de
prestigio se vieron obligados a hacer declaraciones en tal sentido, probablemente a sabiendas
del suicidio intelectual que suponía el cerrarse a una de las concepciones más geniales en la
historia de la ciencia. Todavía se leen a veces diatribas contra la ciencia capitalista o de cualquier
otro signo, como si la naturaleza tuviese distintas leyes según el matiz político o la conveniencia
estatal de quienes la observan.

No es, pues, el testimonio humano una fuente de evidencia y certeza del mismo orden que la
propia experiencia y el raciocinio. Sólo sirve para constatar hechos, no ideas. Sólo tiene el valor
de los testigos: de su propia fiabilidad, basada en conocimiento y honradez. Pero, dentro de
tales límites, es ésta la fuente de conocimiento más amplia y rica, y a ella debemos casi todo lo
que sabemos y lo que utilizamos como base de nuestro proceder. El hombre es un ser social
también en este sentido; aun el mismo desarrollo orgánico del cerebro exige la comunicación
constante con nuestros semejantes.

LA FE COMO BASE DE LA RELIGIÓN

Dentro del apartado que nos ocupa, del conocimiento derivado del testimonio ajeno, entra la
mayor parte del contenido conceptual de las religiones monoteístas de Occidente. En el
judaísmo, cristianismo e islamismo se presentan cuerpos de doctrina aceptados como ciertos no
por su comprobación experimental o raciocinio lógico, sino por fe en un testimonio verídico. Tal
situación implica dos facetas muy distintas: por una parte, la realidad de comunicaciones
sobrenaturales, por las cuales Dios manifiesta al hombre verdades que éste desconocía. Por
otra, la existencia histórica de testigos fiables, que nos comunican a su vez el hecho y el
contenido de la revelación divina, bien por tradiciones orales, bien por textos que se consideran
sagrados e inmutables.

Dejando a un lado el problema, más bien artificial, de la posibilidad de tal revelación (que queda
resuelto en cuanto se parte de la existencia de un Dios inteligente, creador del hombre), lo que
tiene que establecerse con certeza suficiente es que la revelación de hecho se ha producido y
que su mensaje se transmite fielmente. Si esto puede hacerse con una inferencia cierta (no
demostración lógico- matemática ni comprobación experimental, ambas inaplicables a hechos
pasados), el conocimiento obtenido por revelación gozará de la máxima certeza posible, por
apoyarse en el testigo de máxima autoridad: Dios mismo. Ninguna clase de ignorancia o
limitación ni prejuicio o falta de objetividad u honradez pueden desvirtuar el valor de su
testimonio. Ante aquel que todo lo conoce y que es la misma Verdad, el hombre puede y debe,
sin perder nada de su dignidad racional, creer con absoluta firmeza cuanto se le comunique, por
incomprensible que sea.

En cuanto al contenido mismo de la revelación, puede esperarse que se refiera a Dios mismo y
a nuestras relaciones con Él, no a temas científicos ni otros campos que están a nuestro alcance.
La revelación no debe suplantar el esfuerzo humano por conocer el Universo; debe suplir
nuestra incapacidad esencial para conocer a Dios en su mismo Ser y sus planes para nosotros.
Este carácter trascendente de la revelación religiosa, que tiene por objeto algo humanamente
inalcanzable, lleva consigo la probabilidad de que se den problemas de expresión. No es posible
explicar la física nuclear en el lenguaje de una clase de párvulos, ni debemos esperar que lo que
Dios es y hace sea expresable totalmente en lenguaje humano. De ahí nace la necesidad de
interpretar la revelación en su forma histórica, de tal modo que la fe requerida no sea fe en
expresiones humanas parciales, sino en el mensaje que encierran. En principio, toda forma de
comunicar ideas: narraciones, símbolos, ejemplos, acciones significativas, cantos poéticos,
puede servir de vehículo apto para la revelación. Sería imprudente y miope el querer entender
toda esa variedad de formas como una sola, la formulación árida y precisa de un libro de texto.

También es de esperar, en toda lógica, que las verdades reveladas, aun después de todas las
explicaciones, resulten incomprensibles por manifestar algo que excede nuestra experiencia e
imaginación. Pero si tenemos que renunciar a una imagen satisfactoria al hablar de la materia
(recordemos lo dicho acerca de partículas sin masa ni dimensiones o de espacios curvos), mucho
más debemos aceptar que lo que se nos dice de Dios sea inimaginable. El único límite, impuesto
por la misma esencia de todo lo real, es el principio de contradicción: no es posible que algo sea
y no sea al mismo tiempo y bajo el mismo respecto. Lo contradictorio no puede ser real ni puede,
por tanto, ser parte de una revelación divina. Es la misma razón que nos obliga a afirmar que,
aun siendo Dios omnipotente, no puede hacer que exista otro Dios, que sería automáticamente
Dios y no-Dios, por ser creado. Esto, tan evidente, se interpreta como limitación teológica
arbitraria cuando algún científico se pone a discutir, sin base alguna, excepto sus prejuicios, ¡los
llamados fallos de la religión!

Resumiendo lo dicho hasta aquí, la adquisición de conocimientos por fe divina es posible


siempre que haya certeza humana de que se dio la revelación y que su contenido se transmitió
sin alterarlo. De estas dos condiciones no puede ser prueba la misma revelación. Es necesario
partir de fe humana (histórica) para alcanzar la fe divina. Y esa fe humana tiene que ser
satisfecha no con demostraciones evidentes (que no son aplicables a hechos), sino con razones
de inferencia normalmente satisfactoria. Para concretar más: una exigencia de certeza lógico-
matemática es irrealizable, pero una convicción semejante a la que se requiere en un juicio
criminal es posible y necesaria. Una vez alcanzada, y bien sentado el hecho de la revelación y su
integridad, se da certeza absoluta con fe divina, apoyada en la autoridad infinita de Dios, sobre
el contenido del mensaje revelado.

El asentimiento por el que se acepta la revelación no evita el desasosiego intelectual que


acompaña la falta de claridad, de evidencia propia, en lo que se cree. Creer sin entender no es
nunca agradable ni en física moderna ni en teología. Pero este desasosiego es una reacción
natural, aun en lo que sabemos más cierto, cuando se exige un proceder contra nuestros
instintos. Incluso después de ver ante nosotros un estadio enorme, con pistas perfectamente
lisas, sin posible obstáculo, ¡qué difícil nos sería lanzarnos a correr a toda velocidad con los ojos
vendados! Nuestros instintos nos exigen ver para correr; de forma semejante, nos exigen
entender para asentir. Y en esta dificultad radica también el mérito humilde de la fe religiosa:
creemos aun sin entender, porque el testimonio de Dios nos basta.

Finalmente, si hemos alcanzado la certeza de que ha habido una revelación divina y de que su
contenido religioso es interpretado fielmente, nuestro asentimiento será inmutable. No hay
lugar para cambios ni correcciones a lo dicho por Dios. Necesariamente será la revelación una
serie de dogmas, sin posible alteración ni por raciocinio humano ni por consenso mayoritario.
Negar esta firmeza dogmática es negar la revelación misma como fuente de conocimiento y
considerar lo religioso como un simple esfuerzo humano, siempre cambiante. La mejor
refutación de que una religión se proclame como revelada será el que acepte la relatividad
completa de su doctrina.
Es verdad que el mensaje revelado debe transmitirse por canales humanos, que siempre son
imperfectos y falibles. Por eso la revelación aparecerá como provisional o mudable, a no ser que
incluya una garantía divina de firmeza. Tal es el caso de la revelación cristiana presentada por la
Iglesia católica. No se apoya simplemente en las Sagradas Escrituras, que, como mera colección
de escritos, no tienen propia garantía de autenticidad ni verdad. Se apoya en la comunidad
apostólica que recibió la revelación de Cristo y la promesa de asistencia divina para su
transmisión. La Iglesia primitiva, antes de escribirse los evangelios, sirvió de fuente humana de
certeza para el hecho de la revelación y de intérprete auténtico para su contenido. Esa Iglesia
reconoció algunos escritos como fieles presentaciones del mensaje cristiano, mientras rechazó
a otros como apócrifos por falsearlo. Esta misma Iglesia, iluminada por el Espíritu Santo, es
todavía hoy el único depositario e intérprete cierto de la revelación, ya completa. Sería absurdo
aceptar como verdad la Escritura negando al mismo tiempo el magisterio eclesial, que es la
última base del valor de esa misma Escritura como revelación divina.
CIENCIA Y FE EN PROBLEMAS COMUNES

Hemos establecido brevemente la necesidad y características de los tres canales por los que
adquirimos conocimiento. Y hemos prestado especial atención a la fe humana y divina como
medio para salvar las limitaciones de cada esfuerzo individual: podemos enriquecernos con todo
lo que otros hombres han conseguido aprender durante milenios, e incluso podemos alcanzar
conocimientos que superan la capacidad de todo entendimiento creado si éstos son
comunicados a la humanidad por Dios. Tal es, por ejemplo, el saber que hay tres personas en
una sola naturaleza divina, o el saber que el hombre está llamado a contemplar a Dios
directamente en su gloria.

De estos temas, ni puede decir nada la ciencia experimental ni puede alcanzar comprensión
completa el raciocinio filosófico o aun teológico. Son simplemente objeto de nuestra fe, jamás
podrán ser cuestionados por ningún tipo de ciencia humana sin que ésta traspase sus fronteras
y su metodología propia.

Hay, en cambio, otras afirmaciones dogmáticas que rozan los campos de la astrofísica, la
biología, las ciencias de la materia en general. Tales son las enseñanzas de la Iglesia sobre el
origen del Universo por creación divina, la existencia y creación del alma humana, la
supervivencia del hombre, en alma y cuerpo, después de la muerte. Aquí se han dado y se dan
polémicas desde los datos y teorías científicas, contrapuestas a formulaciones o
interpretaciones de la revelación. Sin volver sobre el tristemente célebre caso de Galileo, todavía
puede sentirse un cierto posible antagonismo entre ciencia y fe. Creo que vale la pena presentar
cuáles son las posiciones que nuestra época permite tomar a un cristiano, con el sentimiento
gozoso de que nunca ha estado tan de acuerdo el conocimiento científico más exacto con
nuestros dogmas.

EXISTENCIA DE DIOS

Aunque con poca frecuencia, todavía se encuentran frases despectivas, con relación a la
existencia de Dios, en algunos autores científicos. No vale la pena detenerse en algo tan pueril
y absurdo como el comentario del astronauta ruso que quiso congraciarse con el ateísmo oficial
de su Gobierno afirmando que, viajando en su órbita a 100 kilómetros de altura, no había visto
a Dios..., como si esperase encontrarlo a bordo de otro Sputnik. Sólo una persona totalmente
sin cultura religiosa podría dejar de reírse con pena ante tal falta de seriedad y lógica.

Otras afirmaciones de ateísmo muestran también que el Dios que se niega es una caricatura que
el autor piensa corresponde al Dios bíblico, concebido antropomórficamente como un anciano
iracundo y caprichoso, divinidad tribal de unos nómadas israelitas. Nuestra fe comienza con las
palabras solemnes: «Creo en un solo Dios, Padre todopoderoso, Creador del cielo y tierra, de
todo lo visible y lo invisible». Tal descripción de la divinidad la distingue inmediatamente de
cuantos «dioses» han sido propuestos en las mitologías de diversas culturas: superhombres con
rivalidades mutuas, nacidos de la materia y parte de ella. El Dios cristiano se revela como único,
creador de todo cuanto existe, eterno, no-material, inmutable. A su actividad se atribuye cuanto
hay de positivo en el Universo y a su inteligencia y bondad infinitas se recurre como razón
explicativa del orden y finalidad que se entrevé en el cosmos. Dios, como ser infinito distinto de
la materia y superior a ella, automáticamente queda fuera del ámbito de las ciencias
experimentales. Ni pueden éstas encontrarlo con sus aparatos ni vale lógicamente el tomar la
ausencia de prueba como prueba de ausencia. Como tampoco es posible dar prueba
experimental de una cosa tan importante como la intención con que nosotros hacemos algo; ya
hemos indicado que la ciencia explica cómo funciona la naturaleza, pero no por qué o para qué.
Es, consecuentemente, imposible el que haya oposición entre ciencia y fe acerca de la existencia
de Dios. La ciencia no tiene nada que decir, ni en pro ni en contra, mientras se mantenga dentro
de sus límites de objeto y método.

Por su parte, la fe no debe usar el concepto de Dios como respuesta científica que cubre nuestra
ignorancia en lo que es experimentable. No es legítimo hablar de actividad divina para explicar
el rayo, como en las mitologías primitivas, ni para explicar la sucesión de las estaciones o del día
y la noche. Con razón se ha reprochado una actitud incompatible con la ciencia a ese espíritu
primitivo que parecía concebir a la materia como totalmente inerte, sin leyes ni proceder propio.
Tal es el trasfondo de esas «explicaciones» religiosas en que se busca la actividad explícita de
los dioses para todo lo que ocurre en la naturaleza. Si el Universo fuese así, no podría esperarse
regularidad alguna ni verdadero conocimiento de la materia.

No es lo mismo concebir a la naturaleza como inerte que admitir la posibilidad de una


intervención extraordinaria de la divinidad: el milagro. Quien niegue a Dios el poder intervenir
en el Universo, con el pretexto de que sería imposible la ciencia, hace una extrapolación
exorbitada de aceptar excepciones a negar toda regla. La actitud animista primitiva negaba la
regularidad esencial de la materia; la actitud cristiana la afirma, pero admite la libertad del
Creador para intervenir en forma excepcional. Porque se admite la regularidad, la ciencia es
posible; pero nunca puede ser una atadura para Dios.

Volviendo a la idea de Dios como explicación demasiado fácil de fenómenos naturales, dice C. F.
von Weizsäcker: «Cuando Newton explicó las leyes de Kepler en términos de la mecánica, se
sostuvo que el funcionamiento del sistema planetario había sido ya explicado en términos
profanos, por así decir, y se presentó la pregunta extraña de si esta visión del mundo dejaba
algún puesto para Dios» ... «Un hueco en el conocimiento se convirtió en un argumento para la
existencia de Dios. Esta es probablemente la peor forma posible de k probar la existencia de
Dios. Porque los huecos en nuestro conocimiento suelen llenarse, y Dios no es una tapadera
provisional».

¿Quiere decir esto que no hay nada en el mundo que nos lleve a encontrar a Dios como su
explicación? Conviene matizar la respuesta. Dios no se encuentra como un eslabón más de una
cadena de explicaciones físicas. Él no será ni una ley física más general ni una fuerza material
más profunda. No puede entrar en las categorías de la física, la química, la biología. Estas ciencias
deben buscar y comprobar experimentalmente todo cuanto la mente humana puede
preguntarse respecto al funcionamiento de la materia, desde la última partícula elemental hasta
la estructura del Universo. En cambio, Dios podrá aparecer como única razón suficiente cuando
nos preguntemos por qué existe el Universo, qué finalidad puede hacer inteligible su desarrollo,
qué responde en la realidad a nuestros anhelos de superación, inmortalidad, felicidad. Todas
estas preguntas se salen de las ciencias naturales, pero son tan espontáneas e importantes como
las preguntas científicas. El ignorarlas o negarse a estudiarlas es restringir arbitrariamente el
ámbito intelectual. No puede reducirse el Universo a simple física.

Por esta razón decía Einstein: «Si la religión sin ciencia es ciega, la ciencia sin religión cojea». Nos
hacen falta todos los puntos de vista, todas las aportaciones de diversos campos, para obtener
una síntesis completa de lo que es el Universo y nuestro papel en él. Y nada es tan básico a este
esfuerzo como conseguir entender por qué y para qué existe el cosmos y nosotros mismos; con
las palabras ya citadas de J. A. Wheeler: «¿Por qué existe algo en lugar de nada?» En el caso de
Einstein, su deseo de comprender el Universo en todos sus niveles se refleja también en
expresiones semejantes: «Yo quiero saber cómo Dios creó este mundo. No me interesa este
fenómeno o el otro, el espectro de este elemento o de aquel. Quiero saber sus pensamientos;
lo demás son detalles».

En términos más generales escribe W. Heisenberg: «Aunque estoy convencido ahora de que la
verdad científica es inexpugnable en su propio campo, nunca me ha sido posible el descartar el
contenido del ' pensamiento religioso como simplemente parte de una fase pasada de moda en
la consciencia de la humanidad, una parte a la que de ahora en adelante debemos renunciar».
No es ésta una actitud excepcional en nuestro tiempo. Cuando más se profundiza en el estudio
científico, más se siente la presencia de un ser superior, capaz de producir tanta belleza. Citando
a C. F. von Weizsäcker: «... el primer sorbo de la copa del conocimiento nos. separa de Dios, pero
en el fondo de la copa Dios espera a los que le buscan».

No es la existencia de Dios una valla contra el desarrollo científico, ni pide la religión que la
ciencia se ponga a su servicio para probar que Dios existe. Ambas posturas se han dado
históricamente con resultados negativos tanto para la ciencia como para la fe. En los altercados
más o menos agrios sobre el tema, la posición religiosa puede parecer más débil, porque se
admite que el científico hable de religión (¡todo el mundo se cree un experto en religión y en
política!), pero no que el teólogo hable' de ciencia. La posición correcta es de mutuo respeto y
de circunscribirse al propio terreno. Así no hay conflicto, y la presencia en todos los campos de
la ciencia de hombres eminentes que profesan su fe sin rebozo es prueba viviente de que ambas
formas de conocimiento se complementan y ayudan.

EL ORIGEN DEL UNIVERSO

Entre los temas fronterizos, con implicaciones científicas y religiosas, tal vez sea el origen del
Universo el más concreto y analizable desde ambos puntos de vista. Y es precisamente el
desarrollo científico moderno el que lo pone en primer plano. Podríamos decir, en líneas
generales, que el siglo XIX desarrolló una astronomía basada en la aceptación implícita o
explícita de un universo eterno e infinito, esencialmente inmutable. La pregunta sobre su origen
se relegaba a la categoría del mito más o menos simbólico. No ayudaba a superar esta actitud la
concepción estrecha de la Biblia como libro totalmente factual, sin lugar a símbolos o estructuras
literarias. La insistencia de muchos expositores del Génesis en el significado literal de los seis
días de la creación y en las cronologías que daban al mundo una edad de unos cuatro mil años
estaban claramente en contradicción con nuevos datos geológicos que exigían millones de años
para la formación de rocas terrestres. Se desarrolló, en consecuencia, una doble postura
irreconciliable: por un lado, creación por actividad divina de un mundo ya estructurado desde
su comienzo, con edades comparables a la historia humana. Por el otro, un mundo eterno,
increado, que tiene en sí mismo las causas de su desarrollo y que con sus leyes produce soles,
planetas, etc.

Hacia finales del siglo XIX y comienzos del XX, las posiciones comenzaron a evolucionar en un
sentido convergente. Los estudios bíblicos subrayaron la importancia de distinguir el mensaje
religioso de las formas literarias usadas en los libros sagrados: narración histórica, parábolas,
poesía, sistematización artificial, etc. El relato del Génesis se vio como una presentación
esquemática de cuanto hay en el mundo, como debido a la acción de Dios; no un intento de
enseñar astrofísica, sino una afirmación religiosa contra las doctrinas de otros pueblos orientales
que daban primacía al mundo y contraponían al dios-ordenador (no creador) otros dioses rivales
y destructores. El autor bíblico usa imágenes de su vida para indicar que todo está hecho con
sabiduría y orden, que se refleja en los sucesivos pasos por los que se completa la creación. El
mensaje total es sencillo y sublime: Dios es la única fuente de existencia. Nada se resiste a su
poder, y todo está hecho y ordenado por Él con sabiduría y amor.

Por su parte, la astronomía se vio obligada a considerar aparentes paradojas que resultan de la
infinitud y eternidad del Universo. La llamada «paradoja de Olbers» deducía, por leyes físicas de
propagación de la luz, que un Universo eterno e infinito, con un número infinito de estrellas,
debería presentar un cielo nocturno tan brillante como la superficie del sol. No habría espacio
oscuro entre estrella y estrella; la vida sería imposible. Otra forma, todavía más apremiante, de
la paradoja llegaba a la conclusión de que un mundo con una cantidad infinita de materia daría
lugar en cualquier punto a un potencial gravitatorio infinito y a fuerzas gravitatorias infinitas o
nulas. Tales consecuencias, en flagrante contradicción con los hechos, parecían inevitables. Pero
también parecía imposible concebir un mundo finito en un espacio limitado.

Con respecto a la edad del Universo, se presentaba el problema de su evolución. Las estrellas
(incluido el Sol) producen energía por la transformación del hidrógeno en helio, y del helio en
carbono, oxígeno y los demás elementos. De ser el Universo eterno, ya se habría agotado el
hidrógeno, mientras que el uso del espectroscopio nos permite comprobar que todavía el 90
por 100 de todos los átomos del Universo es hidrógeno. Parece que debemos aceptar la idea de
que la edad cósmica es relativamente corta; el Universo es tan joven, que apenas ha usado una
pequeña parte de su combustible nuclear. Es verdad que las edades geológicas y estelares se
miden en miles de millones de años, totalmente inimaginables para nosotros, pero quedaba la
conclusión sorprendente de que la edad del Universo puede ser del mismo orden que la
duración típica de una estrella, como el Sol.

En 1916 Einstein propuso su genial teoría de la relatividad generalizada, cuyas consecuencias


cosmológicas se formularon en el decenio siguiente. La idea más nueva y difícil de aceptar fue
la de que la masa curva del espacio que la rodea permitió concebir un universo finito pero
ilimitado, en un modo semejante (en una dimensión más) a la superficie terrestre, también finita
pero sin bordes (sin límites). Así se resolvían las paradojas de la luminosidad del cielo nocturno
y de la fuerza gravitatoria. Todavía supuso Einstein que el Universo sería estático y eterno, y
llegó a modificar artificialmente sus ecuaciones para evitar el resultado a que conducían
naturalmente: un Universo evolutivo.

Poco tiempo después, los estudios de E. Hubble con el gran telescopio de Monte Wilson (en
California) introdujeron como hecho experimental la expansión del Universo, tal vez la sacudida
más violenta de la ciencia moderna. Las ecuaciones de Einstein, devueltas a su lógica forma
original, describían exactamente lo que se observaba: un Universo evolutivo, cuyo comienzo
podía encontrarse en el momento en que toda la masa de las galaxias se encontraba en un
punto.

Después de varios reajustes de distancias y velocidad galácticas, se ha llegado a la descripción


actual del cosmos: un espacio finito, en que se observan aproximadamente 100.000 millones de
galaxias dentro de un radio de unos 15.000 millones de años-luz (año-luz = distancia recorrida
por la luz en un año, equivalente a unos diez billones de kilómetros). Todas estas galaxias
comenzaron a separarse como resultado de una gran explosión, hace unos 18.000 millones de
años. La explosión marca el comienzo del Universo como sistema físico observable y regido por
leyes que explican su evolución posterior: es el momento de la creación, entendiendo esta
palabra en un sentido técnico de límite de lo cognoscible.
La reacción ante tal concepto del Universo y su origen ha sido intensa. Los físicos se consideran
frustrados en su deseo de siempre preguntar más allá, por etapas previas y situaciones que
expliquen lo que luego se observa. La gran explosión pone una barrera a tal esfuerzo: si hubo
una época anterior, no queda ningún rastro de ella. Los filósofos y teólogos vieron en estas ideas
la justificación científica de una creación divina. Y astrónomos empeñados en evitar toda
hipótesis que llevase a un comienzo temporal intentaron presentar otras explicaciones
compatibles con la expansión actual, pero dentro de un mundo inmutable en gran escala, eterno
e infinito.

Hoyle, Gold y Bondi son los tres nombres asociados con la hipótesis del Universo estacionario,
contrapuesto al evolutivo de la gran explosión. Según ellos, el Universo tiene siempre el mismo
aspecto y la misma composición; no hubo momento inicial ni creación hace miles de millones de
años. En cambio, para mantener constante la densidad y la abundancia de hidrógeno mientras
las estrellas evolucionan y las galaxias se separan, se ven obligados a introducir la creación
continua de nuevos átomos. Y aquí sí que tiene que utilizarse la palabra «creación» en su sentido
estricto: comenzar a existir, producción de la nada. Queriendo evitar un comienzo (que en toda
lógica lleva a la idea de Dios Creador), se encuentran estos autores rodeados de creaciones
parciales, pero que filosóficamente son tan imposibles de explicar sin un Creador omnipotente
como la creación total en un principio único. Donde no hay nada, solamente un poder infinito y
una sabiduría infinita pueden hacer que exista algo.

En 1965, los radio-astrónomos americanos Penzias y Wilson detectaron, sin proponérselo, un


fondo de ondas de radio que llena todo el espacio. Exactamente esa «estática» universal había
sido predicha como resultado de la gran explosión por G. Gamow. Nuevas medidas de distancias
de quasars (núcleos super-luminosos de galaxias primitivas), y de abundancia de helio y
deuterio, confirmaron independientemente la misma teoría: el Universo, de acuerdo con todos
los datos de nuestra ciencia, comenzó su evolución hace unos 18.000 millones de años. Antes,
no podemos saber nada. Más exactamente, según la manera de concebir el espacio y el tiempo
en la teoría de la relatividad, no hubo «antes». El espacio y el tiempo son propiedades de la
materia, y no puede hablarse de ellos sino cuando la materia existe.

Ante tal concepción, podemos sentirnos inclinados a pensar que la ciencia ha demostrado la
existencia de Dios Creador. Pero recordemos los límites y métodos científicos: sólo lo
experimentable es objeto de las ciencias de la materia. No hay ninguna ecuación ni ley física que
presente en uno de sus términos a un Creador inmaterial; no es posible llegar a él sin salimos de
la ciencia. Pero sí es posible y lógico ver que una vez que la ciencia llega a ese punto cero, todavía
queda una pregunta legítima más allá de la física, en la meta-física: ¿cuál es la causa de que el
Universo comience a existir? Y a esa pregunta, o no se le da una contestación (con lo que no se
resuelve nada), o se tiene que admitir un Creador.

Un astrónomo que trabaja para la NASA, V. R. Jastrow, ha publicado recientemente un libro con
el título Dios y los astrónomos. Aunque se confiesa agnóstico, escribe: «En el momento actual
parece que la ciencia nunca podrá levantar la cortina del misterio de la creación». Para el
científico que ha vivido con la fe en el poder de la razón, el libro termina como una pesadilla. Ha
escalado las montañas de la ignorancia; está a punto de conquistar la cima más elevada; cuando
se remonta sobre la última roca, le saluda un grupo de teólogos que están sentados allí desde
hace siglos.

¿Qué alternativa científica puede ofrecerse? Hablando con propiedad, ninguna. Es posible
especular acerca de una fase previa de contracción, que llevaría a la gran explosión con que
comienza nuestra ciencia. Pero el postular algo inobservable, aun en principio, viola las normas
de la actividad científica. Si esa fase de contracción fuese eterna, se encuentran toda clase de
absurdas matemáticas. Si fue limitada, o se busca una creación a su comienzo, o hay que postular
un Universo cíclico, con períodos alternos de expansión y contracción. Nada hay en la física
moderna que permita prever una expansión si la materia sufre el colapso gravitatorio a partir
de una situación difusa. Y es posible también calcular que la distribución actual de energía
impide un número infinito de ciclos previos. De cualquier manera se llega a un comienzo, y tras
él, a la creación.

Es triste constatar que los prejuicios de algunos autores científicos les obcecan en este punto
hasta extremos pueriles: «¿De dónde viene Dios? Si respondemos que Dios es infinitamente
antiguo, o presente simultáneamente en todas las épocas, no hemos resuelto nada»... Excepto,
podemos contestar, que ese Dios no es material, ni mutable, ni sujeto a las leyes físicas de un
Universo en evolución. Por tanto, aun desde un punto de vista estrictamente científico, el
concepto de tiempo no puede aplicarse a Él. Y la comparación se muestra como una falta total
de profundidad filosófica y aun científica.

También indica un desconocimiento de la naturaleza de la ciencia el objetar que la creación es


inadmisible porque hay una ley física que dice que en el Universo «nada se crea y nada se
destruye». En primer lugar, la ley física supone la existencia de la materia, pero no puede decir
nada sobre su origen. Ni es tampoco la ley física una norma impuesta por los científicos, sino
simplemente la constatación del modo de proceder de la materia. Esta ley describe lo que ocurre
en todas las reacciones físico-químicas: antes de la reacción existe exactamente la misma
cantidad de masa-energía que después de la reacción. Ningún esfuerzo nuestro ni reacción
natural puede crear ni aniquilar nada; sólo transformarlo. La creación, aun de un solo átomo,
exige un poder infinito, exige la acción de Dios.

¡Qué bien encajan con la ciencia moderna las palabras del Génesis: «En un principio creó Dios el
cielo y la tierra»!

EL FIN DEL UNIVERSO

Como el origen, también el fin del Universo cae naturalmente fuera de lo experimentable.
Incluso nos encontramos con un cambio de sentido en las palabras: si «origen» llega a significar
«creación» aun para la ciencia moderna, la palabra fin no significa aniquilación (dejar de existir),
sino, en forma más restringida, la cesación de actividad física. Será el fin de la evolución del
cosmos, llevada a las últimas consecuencias de las leyes físicas.

Nada hay en la fe que nos indique la duración futura de la materia; el «fin de los tiempos», «fin
del mundo», que se menciona en la Escriturares solamente el fin de la vida humana. Y ésta puede
ser muy efímera a escala cósmica. Ni influye en la evolución de los astros el que el hombre
desaparezca del mundo viviente. Sin embargo, unido a este tema del fin del Universo, entendido
como estado último, se encuentra el problema de la finalidad, la razón de ser de todo cuanto
existe, y especialmente de la Tierra y el hombre. ¿Por qué y para qué existe la creación? ¿Qué
razón suficiente puede aducirse para su enorme riqueza de galaxias y soles, para las etapas de
miles de millones de años de su evolución? ¿Tiene sentido el Universo? Es interesante
comprobar que estas preguntas, totalmente ajenas a las ciencias experimentales, son hoy objeto
de artículos en revistas de astronomía y física. Autores de gran prestigio discuten las
características del mundo material en relación al hombre, como cumbre consciente de su
desarrollo. Esta actitud —el principio antrópico— no es aceptada universalmente, pero se
estudia como digna de respeto y de análisis.

El futuro del Universo.- Trataremos primero del futuro del Universo. En líneas generales, las leyes
físicas predicen el agotamiento de fuentes de energía en las estrellas y de los gases interestelares
de los que pueden formarse nuevas generaciones de soles. Inexorablemente, el hidrógeno se va
transformando en elementos más pesados, y cada estrella deja parte de su masa en astros
superdensos, oscuros y fríos. Las galaxias tendrán cada vez menos estrellas activas, hasta que
en un tiempo del orden de un billón de años, ya todo el universo será una colección de astros
muertos, todavía girando inútilmente en sus órbitas, mientras las galaxias continúan su fuga
alejándose cada vez más unas de otras.

¿Continuará indefinidamente la expansión? No hay todavía una respuesta cierta, pero cada vez
más los astrónomos se inclinan a dar una respuesta afirmativa. El Universo parece tener
solamente el 10 por 100 de la masa necesaria para que las fuerzas gravitatorias frenen y paren
la expansión. Así como un cohete espacial se escapa definitivamente de la Tierra si se lanza
verticalmente con una velocidad superior a los 11 kilómetros por segundo (velocidad de escape),
las galaxias se alejan á una velocidad superior a la de escape para la masa conocida en el cosmos.
Y cada vez parece menos probable que exista, escondida a nuestros instrumentos, el 90 por 100
que todavía no se ha encontrado.

Si nos preguntamos qué ocurrirá una vez que se apaguen las estrellas, la física nos da respuestas
en escalas de tiempo tan enormes, que la duración del Universo hasta ese momento resulta
insignificante. En una cifra de años que se escribe con la unidad seguida de 30 ceros, la mayor
parte de la masa del Universo estará condensada en «agujeros negros», cuya atracción
gravitatoria impide que aun la luz pueda escaparse de su interior. Por un fenómeno conocido
como «efecto de túnel», estos agujeros negros, terminan por evaporarse, y en una escala de
años escrita como la unidad seguida de 100 ceros, la materia y energía del cosmos será
simplemente un fondo difuso de partículas y radiación debilísima, en un espacio vacío, oscuro y
frío. Podría decirse que eso es el fin, en cuanto a actividad física se refiere.

De encontrarse la cantidad de masa necesaria para frenar la expansión, el futuro es más


dramático, pero igualmente pesimista. Dentro de unos 40.000 millones de años, las galaxias se
habrán frenado, y comenzarán a caerse hacia un centro común. Allí se aplastarían unas contra
otras, deshaciendo estrellas, planetas y hasta los mismos átomos. Todo quedaría en un enorme
agujero negro dentro de unos 120.000 millones de años. Sería el fin de todas las estructuras
conseguidas durante la evolución cósmica, el volver a un caos irreversible. Porque ninguna ley
física conocida permite un rebote y un nuevo ciclo. Y, como decíamos antes, si hubiese ciclos,
no podrían darse indefinidamente, pues la energía se disipa en parte en cada expansión y no se
recupera en la contracción.

De cualquier manera, la astrofísica predice como cierta la destrucción de cuanto hay de orden y
estructuración de la materia. No sólo no es eterno el Universo, sino que va hacia su muerte. Es
esto algo que produce verdaderas crisis de angustia para quienes ven en la materia la única
realidad. Se opone especialmente la ciencia a los dogmas marxistas de una materia en continua
superación: no es así como la describe la física y astronomía más de acuerdo con todos los datos
experimentales.

Sentido del Universo.- Si se acaba el Universo y se destruyen todos los logros de su evolución,
¿qué sentido tiene su existencia? Parece de una futilidad trágica el que la naturaleza se
desarrolle dando tantas maravillas como observamos para luego deshacer todo una vez más.
Incluso en un universo cíclico, ¿qué puede pensarse más sin sentido que un eterno hacer y
deshacer las mismas estructuras? El deseo natural de encontrar una razón satisfactoria de lo
que existe exige una respuesta menos cínica y desesperada que decir que el Universo no tiene
sentido. Y aquí es donde entran como nuevos factores el sentido de finalidad y los datos de la
fe.

Desde el punto de vista puramente natural, el principio antrópico, antes mencionado, busca una
relación entre la estructura y evolución del Universo y la existencia de la vida inteligente, de la
consciencia, al menos aquí en la Tierra. Una serie de relaciones numéricas propuestas por Dirac
hace unos cincuenta años parecían indicar que los valores de las fuerzas fundamentales del
cosmos podrían depender de su masa y de su edad. Hace unos veinte años, Dicke amplió esta
posible dependencia en el sentido de que sólo en un Universo con características muy peculiares
sería posible la vida inteligente. Y, más recientemente, J. A. Wheeler ha propuesto una serie de
«coincidencias» que no parecen necesarias en el cosmos para que exista, pero sí para que el
hombre pueda aparecer en un planeta como la Tierra.

El estudio detallado de los argumentos nos exigiría una discusión muy técnica de las estructuras
biológicas, la evolución estelar y planetaria, las reacciones nucleares, etc. Sin entrar en todos
estos detalles, será suficiente apuntar las consecuencias a que llegan estos autores: si la masa
del Universo fuese apreciablemente mayor o menor de lo que es, la vida consciente sería
imposible. Lo mismo puede aplicarse a las propiedades de las partículas elementales, la
intensidad relativa de las diversas fuerzas, la distancia de la Tierra al Sol, su masa y composición,
etc. Cuando se analizan las consecuencias de variaciones relativamente pequeñas en estos
parámetros, el resultado es que la vida consciente sería imposible. Resumiendo este punto de
vista, dice Wheeler: «¿Por qué es el Universo como es? ¡Porque nosotros existimos!»

De esta posición a la idea de finalidad, no hay más que un paso. Si el Universo pudo haber sido
de infinidad de maneras distintas y exigió un «ajuste cuidadoso» (Wheeler) para que se diesen
las condiciones necesarias para el hombre, parece lógico ver en ese ajuste el plan de un Creador
inteligente, que prepara su creación para que culmine en el hombre, hecho a su imagen y
semejanza. Así se justifica la existencia de la materia, de su evolución multimilenaria, de la
enorme riqueza de astros que observamos a nuestro alrededor. Todo ha sido necesario para que
aparezca el hombre; no un derroche inútil.

Aun así, quedaría la falta de sentido más profunda si dijésemos que también el hombre, obra
maestra y justificación del Universo, terminaría por desaparecer, sin dejar rastro ni de su
persona ni de sus obras más admirables. Tal es el vacío absurdo de quienes piensan que el
hombre no es sino materia, y con la materia se destruye en el final previsto por la ciencia.

La fe nos da una respuesta más coherente. Ni es el hombre pura materia ni va a desaparecer


con ella. Aparte de razones científicas de gran peso, que dan una base legítima para admitir la
existencia del espíritu humano, la fe cristiana nos enseña que el hombre es esencialmente
superior a la materia, aun en los animales más desarrollados. La consciencia, la racionalidad, la
espontaneidad libre, no se sujetan a leyes físico-químicas ni son medibles o intercambiables con
energías del mundo material. Hay un proceder esencialmente distinto, que exige una raíz
también distinta de la materia.

Se habla a veces de la «inteligencia» de un ordenador electrónico, pero este uso de la palabra


es aún más inexacto que cuando se aplica al proceder de un perro. La inteligencia propiamente
dicha no puede darse sin espontaneidad y libertad: ningún ordenador electrónico muestra jamás
iniciativa para solucionar un problema, ni sabe si la respuesta obtenida en sus cálculos tiene
valor alguno, ni encuentra sentido en las operaciones.
Solamente el hombre puede, con sus programas, iniciar una serie de computaciones, y puede
interpretar luego los resultados. Aunque funcione a gran velocidad y en forma invisible, la
corriente eléctrica en los transistores de los circuitos electrónicos no es más inteligente que la
corriente de agua en una serie de tuberías y válvulas, o que las ruedas dentadas, de una máquina
de calcular de hace cincuenta años.

Por eso es también absurdo atribuir inteligencia al cerebro como órgano material. Sus neuronas
funcionan como los transistores, con minúsculas corrientes eléctricas en las ramificaciones que
enlazan las células nerviosas entre sí. Toda su actividad se reduce, finalmente, a un paso de señal
o su bloqueo, como en el ordenador electrónico. El que esa señal lleve consigo la luz de una
intuición matemática, el gozo de una creación artística o literaria, la profundidad de una teoría
física, es algo totalmente nuevo y distinto de la materia. Tan distinto como el chorro ciego de
electrones que cae sobre la capa fosforescente de una pantalla de TV es distinto de la imagen
que se observa y de su contenido informativo y emocional.

En las palabras del gran físico E. P. Wigner, «uno tiene razón para admirarse de que el
materialismo, la doctrina de que la vida (consciente) puede explicarse por combinaciones
sofisticadas de leyes físico-químicas, haya podido ser aceptado durante tanto tiempo por la
mayoría de los científicos». Ahora bien, si el materialismo es insuficiente y la inteligencia
humana exige una explicación supra- material, es perfectamente lógico aceptar la posibilidad de
que el espíritu humano no se destruya ni desaparezca aunque se destruyan las estructuras
materiales. Este es el sentido de la inmortalidad, siempre entrevista y anhelada por el hombre,
y afirmada por nuestra fe. Aun la muerte propia no es el fin de nuestra existencia; ni es el fin de
la actividad física del Universo la total destrucción de lo que le dio sentido, la vida consciente.

Así se obtiene una respuesta total a la pregunta acuciante: ¿para qué todo esto? El Universo
está hecho para el hombre, y el hombre para Dios. No sólo no hay contradicción entre ciencia y
fe, sino que mutuamente se ayudan y complementan.

EL ORIGEN DEL HOMBRE

Para terminar esta breve exposición de temas en que ciencia y fe se enfrentan con problemas
comunes, será útil añadir algunas consideraciones más específicamente dirigidas a la peculiar
naturaleza del hombre, parte del mundo físico y biológico, pero parte también de otra esfera
superior, la del espíritu.

El hombre, según la ciencia, aparece claramente emparentado con la materia de todos los
vivientes terrestres. Los mismos átomos, regidos por las mismas leyes físico-químicas, se
encuentran en una bacteria, un insecto, una flor, y también en nuestro cuerpo. Todavía no es
posible a la paleontología explicar el origen de la vida en la tierra. Generaciones de estrellas
sintetizaron el carbono, el oxígeno, el calcio, el nitrógeno... necesarios para las moléculas
biológicas. Esta ceniza de estrellas, concentrada en un planeta donde la gravedad pudo retener
una atmósfera no corrosiva y la temperatura permitió el agua en estado líquido, comenzó a
reaccionar según las leyes de la química para dar lugar a moléculas complejas. No sabemos
cuándo o cómo se dio el paso a una estructura tan rica que fue capaz de reproducirse. Ni hay ley
conocida que explique por qué esa estructura tenía ya la espontaneidad y tendencia a la propia
conservación que es característica de todo ser viviente.
A fines del siglo XIX se formuló como antagónica a la existencia de Dios la idea de «generación
espontánea». Nada más ilógico: la generación espontánea lo será solamente si la materia ha
sido creada con las propiedades y tendencias necesarias para organizarse en un ser viviente.
Dios no debe buscarse como un agente inmediato, a cada paso interviniendo para suplir
deficiencias de su obra; ya Santo Tomás admitía que la orden del Génesis: «produzca la tierra
toda clase de seres vivientes», implicaba que la materia inerte, en circunstancias apropiadas,
daría lugar a seres vivientes capaces de evolución posterior.

La teoría de la evolución de Darwin propone un mecanismo de cómo se da el paso de una forma


viviente a otra por el juego de factores naturales: las mutaciones genéticas y la adaptación al
medio ambiente. Como teoría científica experimental, no puede tratar de lo que es indetectable:
una finalidad y dirección posible en la evolución. Ni pueden resolverse, con los pocos datos de
fósiles siempre escasos, los problemas concretos de la formación de órganos tan complejos y
especializados como la estructura interna del oído o algunos sistemas de defensa que se
encuentran aún en insectos y otros animales inferiores. En realidad, hay tantas lagunas en los
datos de la evolución terrestre, que pocas veces es posible dar más que la idea general de que
los organismos más antiguos son menos complejos y variados que sus sucesores más modernos.
Dentro de esta unidad y variedad de la vida, el hombre aparece muy tarde, y muy distinto aun
de los primates. Hay la semejanza de estructuras y de composición bioquímica que implica un
parentesco con el resto de las formas vivientes. Al mismo tiempo, hay diversidad, aun en lp
corporal, que no puede salvarse con certeza. No sabemos cuál es la línea genealógica que
culmina en el organismo humano.

Pero aun si esta laguna se colmase, queda fuera de lo demostrable la aparición del espíritu.
Solamente la presencia de herramientas, fuego, pinturas, son clara prueba de una inteligencia
que nos separa del resto del mundo viviente. Tal inteligencia, fruto y manifestación del espíritu
no-material, no puede ser resultado simplemente de la evolución de la materia, ni hay en
absoluto ninguna razón científica que lo exija o apoye. Si la fe nos dice que el alma humana tiene
que comenzar a existir por creación directa de Dios, la ciencia no puede contradecirla.

No sabemos en qué momento comenzó a existir el hombre, pero sí podemos decir que en
épocas remotas ya hay pruebas impresionantes de inteligencia, capacidad artística,
sentimientos religiosos. El hombre es el único que se preocupa por dar sepultura a sus
semejantes, indicio claro de una actitud religiosa unida a la persuasión de alguna forma de
supervivencia. Tumbas con ofrendas se encuentran en los estratos más primitivos, que tienen
las pruebas de inteligencia constituidas por herramientas de piedra. No tenemos derecho a
pensar que estos antepasados nuestros eran menos inteligentes que nosotros: el arte rupestre
de Altamira y los monumentos megalíticos de todos los continentes atestiguan la capacidad
intelectual y genio artístico de la humanidad hace quince mil o veinte mil años. Remontarnos
más lejos es muy difícil y discutible con los datos actuales.

Fisiológicamente, el hombre no ha evolucionado desde entonces. Su inteligencia le permite


acomodarse a los ambientes más diversos, desde las zonas árticas a los desiertos tropicales,
utilizando el vestido, la habitación adecuada. Así se libra de la necesidad de cambiar su
organismo o perecer, causa de la presión evolutiva en el resto de los seres vivientes.

Tampoco tenemos indicio alguno de que se dé una evolución hacia un «super-hombre» futuro
en el sentido biológico o intelectual. Aunque por la mayor estructuración social y los avances
técnicos el hombre sea cada vez más capaz de beneficiarse de la cultura total y de desarrollar
sus potencialidades, cada individuo al nacer es hoy exactamente lo mismo que era en la Edad
de Piedra, y probablemente será lo mismo en el futuro.
De estas extrapolaciones nada nos dice tampoco la fe. Será natural pensar, dentro de la
revelación cristiana, que Jesucristo es la cumbre y prototipo perfecto de la humanidad. Y que
nuestro desarrollo futuro es, precisamente, el llegar a ser más y más como Él, primero aquí en
la Tierra, por la aceptación de su doctrina y la imitación de su vida; después de nuestra muerte,
para participar también en su resurrección.

EL FUTURO DE LA HUMANIDAD

Y éste es el último punto en que ciencia y fe, lejos de oponerse, nos dan hoy razones poderosas
para encontrar armonía. La resurrección de Cristo se nos propone en la fe cristiana como el
ejemplo y raíz de nuestra propia resurrección. Y aunque no sabemos cómo será ese nuevo modo
de vida, la enseñanza constante de la Iglesia, desde los apóstoles hasta nuestros días, insiste en
decirnos que en la vida futura seremos verdaderos hombres con alma y cuerpo, espíritu y
materia. La misma materia de este mundo de las ciencias experimentales será salvada del
colapso final del Universo precisamente por haber entrado a formar parte del mundo del espíritu
y aun de Dios, en nuestros cuerpos y en el cuerpo de Cristo, Dios hecho hombre. Tal tipo de vida,
después de la resurrección, queda por siempre fuera de los datos de las ciencias, y nada pueden
decir éstas ni en pro ni en contra. Es posible, sin embargo, esclarecer un posible conflicto entre
la idea de materia y el comportamiento que la Sagrada Escritura atribuye al cuerpo resucitado.
Leemos en los evangelios que Cristo resucita y entra en un recinto cerrado sin abrir las puertas.
Que aparece y desaparece instantáneamente, y parece desplazarse en forma invisible a
cualquier distancia. Y, al mismo tiempo, que tiene un cuerpo tangible, que Santo Tomás ve y
palpa. Que puede comer con sus discípulos y lo hace varias veces. Como Él mismo dice, no es
«un fantasma, que no tiene carne y hueso», como Él tiene.

¿Puede ser verdadera materia la que se mueve sin obstáculos a través de paredes sólidas? ¿La
materia que no necesita esfuerzo para trasladarse, la que es impasible e inmortal?

Al hablar de las limitaciones de nuestros sentidos, indicábamos cómo los objetos más sólidos y
macizos no son apenas más que vacío para la física moderna. Sabemos que es posible comprimir
la materia hasta densidades de más de mil millones de toneladas por centímetro cúbico. En
realidad, no hay límite a tal compresión en un agujero negro.

Nos dice también la física que las partículas más elementales son probablemente puntiformes,
con radio cero. Ni se tocan jamás entre sí: la apariencia de solidez e impenetrabilidad se debe
tan sólo a las fuerzas de repulsión. Nada hay de contradictorio en que un cuerpo pase a través
de otro sin que choquen ni se confundan sus partículas.

También vislumbra la física la posibilidad de cambios de lugar instantáneos. Una partícula


nuclear puede «salir» de un recinto cerrado y aparecer fuera de él, sin gasto de energía y sin
pasar por el medio. En este «efecto de túnel» se basan muchos aparatos electrónicos de uso
diario. Y en el caso de objetos macroscópicos, la teoría de la relatividad parece llevar a la
conclusión de que pueden darse «túneles» entre agujeros negros, de tal modo que serían
posibles viajes instantáneos de millones de kilómetros sin pasar nunca por las posiciones
intermedias.

Aun la misma necesidad de estar en un lugar parece discutible a la luz de la física


contemporánea. Las partículas elementales se difractan, como si pudiesen pasar a la vez por dos
orificios distintos. Y se admite que la materia puede quedar «fuera del espacio y del tiempo»
dentro de un agujero negro. En tales circunstancias, queda también fuera del alcance de toda
alteración, pues las leyes físicas exigen el entorno espacio-temporal para actuar.

Si así es la materia en nuestros laboratorios, tan incomprensible y tan flexible, ¿qué lógica podrá
negar el poder de Dios para darle tales propiedades cuando la eleva al nivel del espíritu? No
seamos tímidos en admitir que Dios puede hacer mucho más que nosotros podemos imaginar o
comprender. «Ni ojo vio ni oído oyó, ni puede caber en el entendimiento humano lo que Dios
tiene reservado para los que le aman», según la frase de San Pablo.

Este es, pues, el mensaje de la fe, perfectamente compatible con la ciencia más estricta. Dios
Creador nos ha dado la existencia y la inteligencia para encontrarle y adorarle en sus obras. Él
ha querido, además, manifestarnos su naturaleza y amor, revelándose por medio de sus profetas
y, sobre todo, por su Hijo. En Él, en Jesucristo, nos da también el modelo de cuanto tiene
reservado para el hombre y el camino para conseguirlo. Cristo, cumbre de la creación, es el fin
supremo hacia el cual se dirige todo el Universo, para que en Él todo encuentre su razón de ser
y su culminación, y así lleguen las criaturas a participar de la misma vida de Dios.

NOTA BIBLIOGRAFICA

R. P. Wigner, Symmetries and Reflections (Indiana University Press, Bloo- mington & London,
1967).

C. F. von Weizsacker, The History of Nature (University of Chicago Press, Chicago 1966) (cuarta
ed.).

J. A. Wheeler, The Universe as Home for Man, en The American Scientist (Nov-Dic. 1974).

W. Heisenberg, Across the Frontiers (Harper & Row, Publishers, New York 1974).

A. Einstein, Artículo conmemorativo de su centenario en Nature (15 marzo 1979). Selección de


citas por Kenneth Brecher.

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