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CURSO DE FORMACIÓN PERMANENTE

CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA


LA SAGRADA ESCRITURA

Introducción
Dicen los entendidos que para comprender bien la importancia y la relativa novedad de esta sección
del Catecismo es muy útil compararla con los documentos anteriores del magisterio. Sobre todo,
con Providentissimus Deus [sobre los estudios bíblicos] de León XIII (año 1893), con Spiritus
paraclitus [Sobre la interpretación de la Sagrada Escritura con ocasión del XV centenario de la
muerte de san Jerónimo] de Benedicto XV (año 1920) y con Divino afflante Spiritu [Sobre el modo
más oportuno de promover los estudios bíblicos] de Pío XII (año 1943). Ninguno de ellos se atrevió
a abordar en sí misma la cuestión de la revelación. Lo que sí hizo la constitución del Vaticano II
sobre la Divina Revelación, Dei Verbum. Constitución cuyas líneas argumentales sigue muy de
cerca esta sección del Catecismo.
Si la Constitución conciliar tuvo dos claros fundamentos, el uno cristologico («Quiso Dios
revelarse a Sí mismo y manifestar el misterio de su voluntad por Cristo»(DV 2) y el otro
pneumatológico («La revelación que la Sagrada Escritura contiene y ofrece ha sido puesta por
escrito bajo la inspiración del Espíritu Santo... Todo lo que afirman los agiógrafos.... lo afirma el
Espíritu Santo» (DV 7), el Catecismo articula sus enseñanzas en torno a dos grandes ejes: a)
Cristo, Palabra única de la Sagrada Escritura. b) El Espíritu Santo inspirador e intérprete de la
Escritura.

I. Cristo, Palabra única de la Sagrada Escritura (CCE 101-104)

  Dios solo dice una sola palabra


A la hora de hablar sobre la Sagrada Escritura el Catecismo comienza recordándonos que es Cristo
la Palabra única de la Sagrada Escritura. Así reza el título de este primer apartado.
El número 101 entiende la Revelación desde la perspectiva de un Dios que ha sido condescendiente
con el hombre y, para darse a conocer, le ha hablado con palabras humanas. La Revelación forma
parte, por tanto, de ese otro gran misterio que es la encarnación del Verbo. La palabra de Dios se ha
hecho palabra humana, asumiendo también, como lo hizo al asumir nuestra carne débil y mortal, la
contingencia y la debilidad del lenguaje humano.
Las palabras humanas son, por tanto, muchas (no podía ser de otra forma al tratarse de un lenguaje
plenamente humano), pero en realidad Dios es uno, y único también es su Verbo, y única
igualmente la palabra que nos quiere hacer llegar.

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San Agustín (y así lo recoge el Catecismo) comentó a propósito del prólogo de san Juan lo
siguiente: «Recordad que es una misma Palabra de Dios la que se extiende en todas las
escrituras, que es un mismo Verbo el que resuena en la boca de todos los escritores sagrados, el
que, siendo al comienzo Dios junto a Dios, no necesita sílabas porque no está sometido al
tiempo» (Enarrationes in psalmos 103,4,1: PL 37,1378 [CCE 102]).
Esta única Palabra de Dios en la Tradición es conocida como el Verbum abbreviatum. Jesús mismo
había dicho que las Escrituras daban testimonio de él (cfr. Jn 5,39). Al morir, el evangelista
comenta: Todo se ha cumplido (cfr. Jn 19,28). Y, ya resucitado, a los discípulos de Emaús les
explicó todo lo que las Escrituras decían a propósito de Él, comenzando por Moisés y por todos los
profetas (cfr. Lc 24,27).
Pablo, por su parte, a los Corintios les enseñaba que la roca de la que bebían los israelitas en el
desierto en realidad era Cristo (cfr. 1 Co 10,4).
La primera nota marginal nos remite al número 65 del Catecismo, texto del que ya hemos
hablado y que, a su vez, remite a lo que dice san Juan de la Cruz en la Subida al monte Carmelo
sobre cómo Dios nos lo habló todo junto y de una sola vez al enviarnos a su Hijo.
Y la segunda nota marginal, al número 2763, en el que se nos recuerda que toda la Escritura se
cumple en Cristo.
Por último, la cita de san Agustín, va acompañada de las referencias a los números 426 al 429 en
los que se nos habla de cómo la catequesis debe centrarse en Jesucristo.

  En palabras humanas
Dado este fundamento, en lo que quiere insistir el Catecismo es en el hecho de que Dios, en la
condescendencia de su bondad, ha hablado a los hombres en palabras humanas.
Dios utiliza un lenguaje humano con todo lo que tiene de posibilidades, pero también de
limitaciones. Es decir, de concreción histórica, de asunción de categorías culturales, filosóficas,
históricas, cósmicas, etc., que nacen y se entienden desde un momento concreto de la historia, pero
que necesitan ser actualizados y traducidos para los momentos sucesivos y para culturas que utilizan
otras categorías y lenguajes diferentes.
Gracias al Verbo de Dios hecho carne, podemos conocer al Dios verdadero; y, gracias a la Palabra
humana, primero hablada y transmitida oralmente, y luego puesta por escrito, nosotros conocemos a
Dios.
En virtud de la economía del Verbo encarnado, que la Iglesia reconoce ya en marcha desde el
momento mismo en que Dios creó al hombre, podemos decir que en la palabra humana, en la

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palabra de los profetas, de los sabios, de los escritores, de los apóstoles, de los evangelistas, de los
doctores y maestros, está realmente la Palabra de Dios.
En los libros sagrados, como se dice en la Dei Verbum y como nos recuerda el Catecismo, el Padre
del cielo nos sale al encuentro, hablándonos como a hijos queridos, cara a cara, como habló con
nuestros primeros padres en el paraíso; como habló con Abrahán, Isaac y Jacob, como habló con
Moisés y con los reyes y profetas; y como le habló a Jesús. También a nosotros nos habla para que
le conozcamos a Él; y, lo que es más importante, para que entremos en comunión con Él y vivamos
su misma vida.
Por todo ello la Iglesia venera las Sagradas Escrituras, como venera el Cuerpo Eucarístico del
Señor, aunque no les rinda un mismo culto. Ambas mesas, la mesa de la Palabra y la mesa de la
Eucaristía, son el alimento del que vive el pueblo de Dios y que no puede dejar de ser distribuido
para que todos se sacien de él.

II. Inspiración y Verdad de la Sagrada Escritura (CCE 105-108)

  Inspiración de la Sagrada Escritura


El dogma de la inspiración de los Libros Sagrados prácticamente se ha olvidado en la teología
contemporánea. Y ello conlleva el notable riesgo de acabar reduciendo la exégesis bíblica a los
postulados de la filología y de la historia (incluyendo las ciencias auxiliares de la misma, como la
paleografía, la arqueología, la antropología cultural, etc.).
El Catecismo sigue atentamente los postulados de la Dei Verbum. Se reafirma, en concreto, en el
número 105 que Dios es el autor de la Sagrada Escritura.
Lo cual quiere decir que las verdades reveladas por Dios, que se contienen y manifiestan en la
Sagrada Escritura, se consignaron por inspiración del Espíritu Santo. Se dice, además, que todos
los libros del Antiguo y del Nuevo Testamento, con todas sus partes, son sagrados y canónicos,
en cuanto que, escritos por inspiración del Espíritu Santo, tienen a Dios como autor, y como tales
han sido confiados a la Iglesia.
En segundo lugar se afirma que Dios ha inspirado a los autores humanos de los libros sagrados
(CCE 106).
«En la composición de los libros sagrados, Dios se valió de hombres elegidos, que usaban de
todas sus facultades y talentos; de este modo, obrando Dios en ellos y por ellos, como verdaderos
autores, pusieron por escrito todo y solo lo que Dios quería» (DV 11).
Este texto de la Dei Verbum es especialmente importante, porque es la primera vez que en un
documento magisterial en el que el término “autor” se aplica a los hagiógrafos. Se reconoce,
pues, que el autor humano mantiene integralmente su índole propia y el uso de sus facultades.

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Únicamente habría que advertir que esta constatación no puede servir de excusa para que
la exégesis bíblica y la doctrina sobre la inspiración queden constreñidas por los postulados de
las teorías del lenguaje, tan extendidas en los años 70 y 80.
Siempre habrá que mantener como principio inalterable que Dios es el autor de la Escritura; y
el Catecismo lo subraya de tres formas diferentes.
El número 105 dice:
— Dios es autor de la Sagrada Escritura. Lo cual quiere decir que «Las verdades reveladas por
Dios, que se contienen y manifiestan en la Sagrada Escritura, se consignaron por inspiración
del Espíritu Santo».
— Los libros del Antiguo y del Nuevo Testamento son sagrados y canónicos, en cuanto que,
escritos por inspiración del Espíritu Santo, tienen a Dios como autor, y como tales han sido
confiados a la Iglesia.
El número 106:
— Dios ha inspirado a los autores humanos de los libros sagrados. Siendo, pues, verdades
autores los autores humanos, de los que Dios se valió para componer los libros sagrados, sin
embargo, pusieron por escrito todo y solo lo que Dios quería.

La inerrancia en los Libros Sagrados


El Catecismo en el número 107 comienza con la siguiente afirmación: Los libros inspirados
enseñan la verdad. A continuación recoge una cita literal de la Constitución dogmática sobre la
Divina Revelación del Vaticano II, la conocida Dei Verbum, en la que se recuerda que lo que
afirman los autores sagrados, en cuanto inspirado, es afirmación del Espíritu Santo. De ahí se sigue
que los libros que forman parte de la Sagrada Escritura enseñan sólidamente, fielmente y sin error la
verdad que Dios hizo consignar en dichos libros para salvación nuestra.
Es muy importante este punto, porque complementa perfectamente lo que el Catecismo enseña a
propósito de la autoría humana de los libros de la Biblia. Dios respetó al máximo la libertad de los
hombres que pusieron por escrito la Palabra revelada. Tanto, que se sometió en todo a su saber,
entender, pensar y razonar; a su modo de hablar y de escribir, a las concepciones culturales,
antropológicas y cósmicas imperantes en los distintos momentos en que fueron escritas las páginas
de la Escritura. Evidentemente muchas de esas concepciones han sido superadas con el transcurrir
de los siglos. No es lo mismo, por ejemplo, cómo ve la creación del hombre el libro del Génesis a
cómo la ve el libro de la Sabiduría. Si leemos atentamente ambos libros, observaremos una clara
evolución en la comprensión de un mismo dato: Dios creó al hombre.
Por todo ello, cuando hablamos de Verdad, refiriéndonos a los contenidos de la Sagrada Escritura,
la Iglesia no defiende que todo lo que se dice en el texto sea verdad. Sería absurdo, pues en algunas
de sus apreciaciones hay errores, y algunos de sus planteamientos, sobre todo, los de tipo

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cosmológico e histórico han sido superados por otros más recientes de ciencias como la
arqueología, la antropología, la historia, etc.
Las cosas se ven mejor con ejemplos y vamos a poner uno muy simple. En el comienzo del libro
de Judit se dice que Nabucodonosor reinó sobre los asirios en la gran ciudad de Nínive. Lo cual
es a todas luces falso. Nabucodonosor fue rey de los babilonios, y lo fue muchos años e incluso
siglos después de que desapareciera el imperio Asirio. La misma Biblia nos habla de
Nabucodonosor y del imperio Babilonio en otros libros, sin ir más lejos en el libro de los Reyes y
en el de las Crónicas.
Es evidente que al autor sagrado no le importaba mucho la cronología exacta, ni siquiera
tratándose de un hecho de sobra conocido por todos los israelitas. Él quería contar una historia
cuyo marco de referencia fueran los dos grandes enemigos y las dos grandes amenazas para la
existencia de Israel: Asiria y Babilonia. De esos enemigos va a librarle el Señor con su poder
magnífico. Y esta verdad es la que realmente cuenta. Y esto es, en definitiva, lo que Dios quería
que fuera consignado fielmente y sin error alguno. El error histórico no parece que tenga mayor
trascendencia, y, de hecho, el Espíritu Santo no le enmendó la plana al autor sagrado.
Por todo ello es muy importante tener también en cuenta lo que el Catecismo dice en el número
108. ¿Qué nos dice este número? Pues que las Escrituras no son letra muerta, y que para leerlas
tenemos que dejarnos inspirar también nosotros por el Espíritu Santo, su autor divino. Él es quien
nos tiene que abrir la inteligencia, como a los Apóstoles en el Cenáculo el día de la Pascua, para
poder leer sabiamente estas páginas donde encontramos la Verdad y la Vida.

III. El Espíritu Santo, intérprete de la Escritura (CCE 109-119)


Debemos, pues, dejarnos guiar por el Espíritu Santo para interpretar la Biblia según el sentir y la
inspiración de quien es su verdadero Autor.
Nos recuerda el Catecismo en el número 111 que «la Escritura se ha de leer e interpretar con el
mismo Espíritu con que fue escrita.» Se trata de una afirmación de la Constitución sobre la Divina
Revelación del Vaticano II, Dei Verbum 12.
En los números 112, 113 y 114 el Catecismo va a recordar los tres criterios ya señalados por el
Concilio:
El primero dice así: «Prestar una gran atención al contenido y a la unidad de toda la Escritura.»
Algunos formulan este criterio diciendo que la Escritura, en primer lugar, se debe interpretar
desde la Escritura. Y así es. Según nos adentramos en este inmenso mar del libro sagrado, nos
vamos dando cuenta de cómo unos pasajes sólo se pueden entender, o se entienden mejor,
cuando se han leído otros. Por ejemplo, lo que nos enseña Jesús en los evangelios, el sentido de
sus milagros, de su muerte y resurrección, se comprenden en toda su profundidad si se tiene en

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cuenta toda la tradición bíblica del Antiguo Testamento. Y también es cierto que, una vez leído
el Evangelio y cuando conocemos suficientemente la persona de Jesús, los pasajes del Antiguo
Testamento alcanzan un relieve y una luz que trasciende a la propia literalidad de los textos.
El segundo criterio dice que la Escritura debe ser leída en la Tradición viva de toda la Iglesia.
Recuerda el Catecismo una frase de los santos Padres que afirma que «La Sagrada Escritura está
más en el corazón de la Iglesia que en la materialidad de los libros escritos.» Si creemos que el
Espíritu Santo ha inspirado a los autores sagrados y también ha guiado a los fieles que han leído
sus textos a lo largo de los siglos, habremos de aceptar que esa lectura ha ido encendiendo
algunas luces en la comprensión de la letra escrita, que superan con mucho las intenciones del
autor material del texto. Seguro que si Isaías hubiera conocido la lectura que hizo Mateo, siglos
más tarde, del oráculo que él pronunció ante el rey Ajaz, prediciéndole el nacimiento de un hijo,
pues se habría quedado enormemente admirado. Pues con toda seguridad Isaías no tenía más
intención que la de dar una señal de esperanza a un rey, el rey de Judá, que temblaba ante la
llegada a Jerusalén de unos enemigos peligrosos, los reyes de Siria y de Israel. Sin embargo, el
Espíritu Santo verdadero autor del libro sagrado, sí que tenía otras muchas intenciones. Y fue el
Espíritu Santo quien inspiró a san Mateo para releer aquella vieja profecía de Isaías y descubrir
un claro anuncio de la concepción virginal de Jesús en el vientre de María. Y, al igual que
inspiró a Mateo, el Espíritu Santo ha seguido inspirando a las sucesivas generaciones de
creyentes para ahondar y profundizar en el sentido último de los textos escritos. Sentido que sólo
el Espíritu conoce y se lo revela a quien él quiere.
El tercer criterio es la analogía de la fe. Es decir, la cohesión de las verdades de la fe entre sí y el
proyecto total de la Revelación. Por eso mismo, sólo desde la fe de la Iglesia es posible leer
correctamente la Sagrada Escritura, porque es la Iglesia la que ha sido hecha depositaria por
voluntad del Señor de la Revelación plena y total, que es Jesucristo. La Iglesia, como madre
nuestra que es en la fe, no deja de alimentarnos con la Palabra del Señor, para que alcancemos la
plenitud de Vida y de Verdad a la que somos llamados por la gracia de Dios. Y la lectura
creyente de los que nos precedieron en el camino de la fe, le sirve a la Iglesia para seguir
alimentando a las nuevas generaciones y para que éstas, inspiradas también por el Espíritu, lean
el mismo texto sagrado de la forma que más les ayude en el momento presente a vivir su fe.

  El sentido de la Escritura (CCE 115-119)


La Biblia, como cualquier otro documento escrito, se puede leer de muchos modos; todo depende
del interés que tenga el lector.
Por ejemplo, un historiador leerá una carta de un personaje sobre cuya vida está investigando, de
forma muy diferente a como la leyó el destinatario original de aquella carta. Pues al destinatario
nunca se le ocurriría detenerse sobre la estructura sintáctica de la carta, ni le interesarán tampoco

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otras cartas que el autor pudiera haber escrito esos mismos días a otras personas y por motivos
diferentes; sin embargo, al investigador sí que le interesan esos otros aspectos.
La Biblia la leen muchas personas y muy distintas entre sí. Sus intereses son, por supuesto, también
muy diferentes. El Catecismo, lo que hace en estos puntos es darnos unos criterios para que nuestra
lectura sea fiel al contenido de lo que está escrito y, al mismo tiempo, espiritualmente
provechosa.

 Del primer sentido del que se nos habla el Catecismo es del sentido literal.

¿Qué es esto del sentido literal? Pues entender lo que dice el texto. Para ello tenemos que
comprender la lengua o el idioma en que está escrito, su gramática y la sintaxis utilizada y
también el contexto no sólo literario sino cultural, religioso, político, etc. En otras palabras, para
interpretar bien la Biblia, lo primero que hemos de hacer es tener muy en cuenta el conjunto de
elementos que nos permiten interpretar un texto escrito.

 El segundo sentido es el espiritual.

La Sagrada Escritura alimenta nuestra vida de fe. Lo que leemos y escuchamos nos sirve para
profundizar en lo que creemos. De hecho, las palabras de la Biblia evocan al creyente muchas
más cosas que las que simplemente se encuentran escritas en el texto. Así, unas veces, cuando el
creyente lee las Escrituras puede, o que comprenda algo que hasta el momento nunca se le había
ocurrido; o que se sienta iluminado en su propia vida, o que descubra que lo que oye le está
denunciando sus propios pecados; o que le está impulsando y orientando a tomar alguna
decisión; o a cambiar de actitud; o a emprender un nuevo camino.

 Por eso el Catecismo nos habla, dentro del epígrafe del sentido espiritual, de otros tres sentidos.

 Al primero le llama sentido alegórico.

Consiste en descubrir en los acontecimientos y en las reflexiones que se hacen a lo largo de la


Sagrada Escritura, su significación plena en Cristo. Por ejemplo, leemos en muchos salmos cómo
se habla del sufrimiento de los justos: perseguidos, calumniados, abandonados por los amigos, a
punto de morir, en la boca del abismo, etc. El sentido alegórico nos lleva a representarnos a
Cristo en su pasión, viendo cómo Jesús es en realidad la manifestación más excelsa de lo que en
su momento escribió el salmista.

 El segundo es el sentido moral.

Este es muy evidente en los textos donde se nos dice qué debemos hacer y qué no debemos
hacer. Por ejemplo, Jesús en el evangelio nos dice: Amad a vuestros enemigos y orad por los que
os persiguen y calumnian. Se trata de una mandamiento y aquí no hay duda sobre el sentido.
Pero cualquier otro hecho, acontecimiento, o suceso narrado por la Escritura puede convertirse
en una luz para nuestro obrar. Pongamos el caso de alguien que escucha o lee el relato de la
pasión de Jesús y siente una fuerza interior tremenda que le lleva a aborrecer con mayor

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determinación el pecado y a perseverar en el camino de la santidad. Esa persona no se ha
quedado en el sentido literal del texto, ha alcanzado a comprender su sentido moral, el cual no
está directamente en el texto, pero sí lo encuentra el lector que se deja guiar por el Espíritu.

 El tercero es el anagógico.

La palabra es griega, y a lo que nos invita es a levantar la mirada a lo alto. El texto bíblico nos
puede hablar de cosas muy terrestres, de las de aquí abajo; sin embargo, el lector puede descubrir
que se le está hablando de realidades trascendentes, de verdades de fe.
Un ejemplo. Muchos de los santos padres, al leer el relato de la creación de Eva, formada a partir
de la costilla de Adán, piensan que se nos está hablando de la formación de la Iglesia. Ellos están
pensando en cómo del costado de Cristo, dormido en la cruz como Adán en el paraíso, nació la
Iglesia que es carne de la carne de Cristo y hueso de sus huesos. El texto no insinúa nada de este
tema, pero el lector hace una lectura anagógica, levanta su mirada y descubre realidades y
referencias ciertas a otros misterios de la fe.
El Catecismo termina recordando a los exégetas, es decir, a los estudiosos e intérpretes de la
Sagrada Escritura, que es la Iglesia, en definitiva, la que tiene el deber y derecho de conservar e
interpretar la Palabra de Dios, y que todos cuantos leemos estos textos sagrados, debemos en un
último término someternos a su juicio.

IV. El Canon de las Escrituras (CCE 120-130)


La Iglesia aprendió a utilizar la Escritura de sus hermanos mayores, el pueblo judío. Jesús citó
frecuentemente los textos de los profetas y de la Ley y lo mismo hicieron los apóstoles en sus
primeras predicaciones. Luego, en los textos de los padres de los primeros siglos, encontramos que
citaban y conocían los evangelios y las cartas de origen apostólico cuya autoridad era reconocida en
las iglesias del orbe entero. De modo que, si perdiéramos los evangelios, por los escritos de los
santos padres seríamos capaces de reconstruir prácticamente toda la Biblia.
De los siglos IV-V contamos ya con manuscritos que recogen prácticamente en su totalidad los
testimonios más antiguos que conservamos de los libros sagrados.
Por tanto, aunque oficialmente el canon de los libros que componen la Sagrada Escritura no fue
definido hasta el concilio de Trento, sin embargo, contamos con un testimonio ininterrumpido desde
las predicaciones de Jesús hasta ahora, que nos permiten estar seguros de que, cuando leemos un
texto del que decimos que es Palabra de Dios, realmente estamos leyendo lo que Dios nos quiso
revelar y lo que quiso también que se conservara por escrito hasta el final de los siglos para nuestra
salvación.

  El Antiguo Testamento (cfr. CCE 121-123)


Es la parte de la Biblia menos conocida porque su lectura, por lo general, nos resulta difícil:

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En primer lugar, porque requiere un conocimiento previo de la historia del pueblo de Israel y de
sus principales instituciones, tanto políticas como religiosas. Sin ese conocimiento previo, resulta
muy complicado entender el alcance y el sentido de buena parte de las historias que se nos narran
en el Antiguo Testamento.
Por ejemplo: ¿Cómo se puede llegar a entender el gozo del que hablan algunos salmos ante la
contemplación de la ciudad de Jerusalén y de su Templo, sin comprender el papel que juega en la
religión y la historia del pueblo de Israel, la ciudad de Sión y el lugar donde Dios quiso poner su
morada?
En segundo lugar, porque nos encontramos con formas de hablar sobre Dios, y con términos y
conceptos teológicos, que chocan abiertamente con una mentalidad como la nuestra, mucho más
evolucionada, espiritualizada y purificada, gracias a la experiencia acumulada en tantos siglos de
historia.
En el siglo XXI atribuir a Dios sentimientos tan humanos como la ira, el rencor, el coraje,
el enfado, y hasta incluso el dolor, es algo que nos cuesta. Es lógico, entonces, que haya
expresiones, comunes en el Antiguo Testamento, y que, leídas por primera vez y sin posterior
explicación, echan para atrás, sobre todo, a personas con una sensibilidad religiosa educada en
claves muy diferentes.
Por último hay que mencionar que el Antiguo Testamento es la parte de la Biblia donde
encontramos los relatos más antiguos, aquellos que nacen en contextos culturales y sociales con
los que resulta difícil encontrar parangón alguno en nuestra época: Modos, usos, costumbres,
técnicas de construcción, de trabajos agrícolas, de hábitos religiosos, y de relaciones sociales y
formas de preceder, tan ajenos y diferentes a los nuestros, que nos es muy difícil entenderlos en
sí mismos, y, por lo tanto, difícil igualmente de entender el mensaje que se nos intenta transmitir
con ellos.
Leamos, si no, la historia de aquella lucha que Jacob tuvo con un hombre que, en medio de la
noche, le asalta, le hiere en la articulación del muslo, y que por último se niega rotundamente a
revelar su nombre. Esta historia ya de por sí es rara, pero ¿no es más raro aún que Jacob quiera a
toda costa ser bendecido por su asaltante? ¿Es esto normal?
Son, pues, más que comprensibles las dificultades de lectura que tenemos con el Antiguo
Testamento. Pero no podemos quedarnos en la queja y el lamento de que sea muy difícil. Puesto
que se trata de una parte de la Sagrada Escritura, y, puesto que estamos hablando de libros
inspirados, no podemos dejar de leerlos.
1) Porque el Antiguo Testamento de por sí nos prepara para la venida de Cristo, al tiempo que
nos ayuda a entender y comprender mejor el Evangelio. Sin el Antiguo Testamento el
Evangelio sería igualmente incomprensible.

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2) Porque gracias al Antiguo Testamento vamos conociendo y entendiendo mejor los modos de
proceder de Dios con el hombre, su pedagogía.
3) Porque el Antiguo Testamento nos acerca al misterio de Dios, y nos da instrumentos para que
sepamos cómo dirigirnos a Él, hablar con Él, expresarle nuestros sentimientos, necesidades,
angustias, preocupaciones.
4) Porque Jesús no abolió el Antiguo Testamento, sino que vino a dar plenitud a la Ley y los
profetas. De hecho oró con los salmos y habló del Padre con categorías y términos que se
encuentran en estos escritos, que, por cierto, el Maestro conocía muy bien. De todos modos,
en sus enseñanzas sobre Dios, Jesús superó radicalmente lo que nos dice el Antiguo
Testamento, porque lo que nos habló de Dios nos lo contó en cuanto Hijo suyo. Por eso,
cuantos le escucharon decían que nunca se había oído cosa igual.
Por la importancia y el valor de los escritos del Antiguo Testamento no podemos de ningún
modo prescindir de ellos. Habrá que aprender a leerlos desde Cristo, que es su plenitud, y habrá
que saber interpretar y conocer bien los lenguajes y las categorías con que fueron elaborados, de
forma que nos sean más asequibles. Habrá que hacer de todo, con tal que, lo que por voluntad de
Dios fue revelado a los patriarcas, profetas y sabios de la Antigua Alianza no se pierda. Si Dios
nos quiso hablar por medio de ellos, no podemos despreciar lo que en definitiva es palabra suya.

  Nuevo Testamento (cfr. CCE 124-127)


Los escritos del Nuevo Testamento son aquellos que nos ofrecen la verdad definitiva de la
Revelación. Su objeto central es Jesucristo.
¿Qué es lo que se nos dice de Jesucristo en estos escritos? Pues lo primero de todo (y también lo
último) que es el Hijo de Dios, que vino, y que volverá gloriosamente al final de los tiempos.
Así es, al abrir el Nuevo Testamento, si comenzamos a leer los evangelios, nos encontraremos que
ya en el primer versículo tanto de san Mateo, como el de san Marcos, se nos dice:

 Jesús, el Mesías, el Hijo de Dios vivo (Mt 1,1).

 Jesús, Mesías, Hijo de Dios (Mc 1,1; 15,39).

En el evangelio de san Lucas no encontramos una afirmación semejante en el primero de los


versículos, pero enseguida, concretamente en el relato del anuncio del Ángel a María, nos dice el
evangelista que quien va a nacer es el Hijo del Altísimo e Hijo de Dios.
Y en el evangelio de san Juan no puede estar más claro: «Y la Palabra se hizo carne y habitó entre
nosotros; ... el Hijo único, que es Dios y que está en el seno del Padre, nos lo ha dado a conocer.»
(Jn 1,14.18).

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Si nos vamos ahora al último de los escritos neotestamentarios, al libro del Apocalipsis, nos
encontraremos con que el propio Jesús afirma de sí mismo: «Yo soy el Alfa y la Omega, el primero
y el último, el principio y el fin.» (Apo 22,13)
Lo que se nos cuenta en estos escritos sobre Jesús: su nacimiento, su vida, sus obras, sus
enseñanzas, su pasión y su glorificación, tiene, pues, la clara finalidad de suscitar en el lector una
respuesta creyente. Todos estos libros han sido escritos para que creamos que Jesús es el Mesías,
el Hijo de Dios; y, para que, creyendo tengamos vida en su nombre.
Es verdad que los evangelistas no nos pudieron contar exactamente todo lo que hizo y enseñó Jesús;
ni siquiera intentaron hacer lo que hoy llamaríamos una biografía suya. Pero podemos tener la plena
seguridad y garantía de que, en lo que nos han contado, encontramos recogido fielmente una
síntesis de lo que Jesús hizo y enseñó, ajustada a los hechos que sucedieron. En definitiva, los
evangelios no hacen otra cosa que reproducir aquello mismo que los Apóstoles enseñaban en sus
predicaciones, amoldándose, eso sí, al modo de entender y a las circunstancias de los oyentes, según
el Espíritu les inspiraba. Por eso no contaban siempre lo mismo y, desde luego, no siempre de la
misma forma. De ahí la gran diversidad de matices y de acentos que encontramos en cada uno de
los Evangelios.
Termina el Catecismo hablándonos de que el Evangelio, en las cuatro versiones en que ha llegado
hasta nosotros, es un libro que la Iglesia venera de forma muy especial. Lo demuestra
fundamentalmente en la liturgia, en la que el propio libro donde están contenidos los evangelios, es
objeto de algunos gestos muy singulares: Se le lleva en procesión, se coloca sobre el altar o en un
lugar destacado del presbiterio, se le inciensa, se le besa una vez que ha sido proclamado.
Pero la veneración hacia los evangelios, además de en la liturgia, la tenemos que mostrar
leyéndolos, meditándolos, contemplándolos y estudiándolos a fondo. A ello nos animan los santos.
En los evangelios encontraremos siempre la doctrina más preciosa y espléndida sobre Jesucristo,
nuestro Señor. Cuanto más los conozcamos, mayores secretos descubriremos y más disfrutaremos
con ellos.

  La unidad del Antiguo y del Nuevo Testamento (cfr. CCE 128-130)


Tras habernos hablado del Antiguo y del Nuevo Testamento por separado, el Catecismo aborda la
cuestión de la unión de ambos.
La unidad entre el Antiguo y el Nuevo Testamento está garantizada porque el plan de Dios es uno
solo. Ya insistimos, siguiendo el rastro de la Dei Verbum, que, desde el momento mismo en que
Dios creó al hombre, quiso comunicarse con él para revelarse a Sí mismo y manifestar el misterio
de su voluntad. Ni siquiera la caída en el pecado hizo a Dios abandonar su plan. Eso sí, rota la
comunión, el Señor tuvo que preparar a los hombres a través de los siglos para cuando llegara el
momento en que hablaría por medio del Hijo, Jesucristo.

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Al llegar Jesucristo, Luz del mundo, se desvela el sentido de lo que hasta entonces eran sombras y
anticipos de la realidad misma. Por ejemplo, el maná que los israelitas comieron en el desierto, era
un pan que bajaba del cielo y que Moisés obtuvo para saciar el hambre de los que protestaban
contra el Señor. Sin embargo, Jesús les reveló a sus contemporáneos que, en realidad, Él era el
verdadero pan que baja del cielo para dar vida. El pan que los israelitas comieron no les evitó la
muerte, en cambio quienes coman del pan vivo, que es Jesucristo, no morirán sino que tendrán vida
para siempre.
Esta lectura tipológica del Antiguo Testamento la aprendieron los Apóstoles del mismo Jesús y fue
un recurso muy utilizado tanto en sus predicaciones como en sus cartas. Veamos algunos de los
ejemplos más utilizados por los Apóstoles y que han llegado hasta nosotros gracias a los escritos del
Nuevo Testamento

 Hablaban de Adán como figura o tipo de Cristo;

 Del pueblo de Israel y de los principales acontecimientos de su historia, como la salida de


Egipto, el paso por el mar Rojo, la peregrinación por el desierto, etc., presentándolos en clave de
figura del nuevo pueblo de Dios, anticipo de los sacramentos de la Nueva Alianza y como
ejemplo para los cristianos.

 También el templo, el santuario y los sacrificios que se ofrecían según la Ley; son entendidos en
la predicación apostólica como anticipo de lo que se realiza en el culto de la Nueva Alianza. Un
culto en el que, no obstante, ya no hay necesidad ni de templo, ni de santuario, ni de ofrendas,
pues Cristo lo es todo al mismo tiempo: Sacerdote, víctima y altar.
Este modo de proceder, usado por los Apóstoles en sus enseñanzas, predicaciones y escritos, fue
asimismo imitado por los Santos Padres. E, igual que ellos, los cristianos de cada época, también de
la actual, estamos invitados a leer el Antiguo Testamento a luz de Cristo, sobre todo a la luz del
misterio pascual, que ilumina siempre y con nuevo resplandor cada uno de los versículos de la Ley,
de los Profetas y de los Salmos.
Por otra parte, el Nuevo Testamento exige ser leído a la luz del Antiguo. Los mismos evangelistas,
cuando se dirigen a comunidades paganas, les explican con el mayor detalle posible el significado
de algunas tradiciones judías. Eran, pues, conscientes de que sus destinatarios no podían conocer el
alcance y significado de muchos de los gestos y palabras de Jesús, si desconocían el Antiguo
Testamento.
Cuanto hemos dicho sobre la lectura tipológica del Antiguo Testamento, no debe hacernos olvidar
que el Antiguo Testamento conserva su valor propio de revelación. Así nos lo recuerda el
Catecismo (cfr. CCE 129). Si Dios quiso revelarse a nuestros primeros padres, a los patriarcas y a
los profetas, hemos de reconocer que las palabras y los hechos que se nos narran en las páginas del
Antiguo Testamento tienen valor por sí mismos y un sentido que les es propio. La lectura tipológica

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únicamente sirve para que nosotros, los que hemos conocido a Cristo, descubramos la plenitud de
su sentido y significado.
La unidad, pues, de ambos testamentos, el Nuevo y el Antiguo, nos tiene que llevar a apreciar los
dos en su justa medida. El plan de Dios es único y a nosotros nos toca conocerlo en su totalidad.
Gustemos y saboreemos cuanto el Señor por su bondad y su misericordia ha tenido a bien
revelarnos para nuestra salvación, tanto lo que se encuentra en el Antiguo, como lo que se encuentra
en el Nuevo Testamento. En uno y otro caso se trata de la Palabra de Dios, que ha de convertirse en
fundamento de nuestra fe y criterio de nuestro obrar.

V. La Sagrada Escritura en la vida de la Iglesia (CCE 131-133)


¿Qué se nos dice en estos tres números?
En primer lugar se nos habla de que la palabra de Dios tiene tal poder y fuerza que constituye
sustento y vigor de la Iglesia. Es decir, la Iglesia, como Jesucristo, está llamada a vivir de toda
Palabra que sale de la boca de Dios. Esta Palabra es la que ha de iluminar y guiar cada uno de
sus pasos; la que le otorga la verdadera sabiduría para discernir la vía mejor y más segura en
cada momento. Sólo así la Iglesia puede caminar, como caminó el Señor, por la senda de la
obediencia radical a la voluntad del Padre, y, de este modo, es como puede continuar y prolongar
en el tiempo la obra salvífica que el Hijo realizó.
En segundo lugar la Palabra de Dios es lo que va dando firmeza a la fe de los cristianos. Como
Abrahán, que creyó a la Palabra y le fue reputado como justicia, así también todo creyente que
da fe a la Palabra revelada, crece en la justificación, que nace de la fe y que está destinada a dar
frutos de buenas obras.
En tercer lugar la Palabra de Dios es fuente y alimento perenne de vida espiritual. No podía ser de
otro modo, pues Dios se revela a los hombres para invitarles a entrar en comunión con Él y
hacerles partícipes de su misma vida. El crecimiento, por tanto, y la perseverancia en la vida de
los hijos de Dios es fruto de la lectura frecuente de la Palabra, de la meditación asidua de su
contenido y de la aplicación cotidiana a la vida de sus consejos y de sus normas.
En cuarto lugar el Catecismo dice que la Sagrada Escritura debe ser el alma de la teología. ¿Cómo
podríamos hablar de Dios y reflexionar sobre el misterio divino sin escuchar atentamente lo que
Él mismo nos ha querido revelar a los hombres? Sería un profundo contrasentido.
En quinto lugar, como consecuencia directa de lo anterior, se añade que el ejercicio del ministerio
de la Palabra, o sea, la predicación, la catequesis, la instrucción cristiana, las homilías, etc. para
que produzcan frutos de santidad han de alimentarse de la Escritura. ¿Cómo podríamos
transmitir lo que el Señor quiso comunicar de sí mismo y de su voluntad a los hombres, si no
leemos y conocemos la Palabra que, por voluntad divina, nos ha sido conservada íntegramente y

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entregada fielmente para nuestra salvación? Quien se dedica, pues, a anunciar la Palabra ha de
conocerla toda ella, alimentarse de ella y entregarla hecha vida a cuantos aún no la conocen.
Por todas estas razones el Catecismo habla de facilitar el acceso a la Sagrada Escritura y
recomienda vivamente su lectura frecuente. Evidentemente esto se consigue teniendo a mano la
Biblia; pero, además, requiere que los pastores de la Iglesia, los catequistas y los educadores
cristianos enseñen a leerla. Se necesitan verdaderos pedagogos que nos introduzcan en su
comprensión para que, poco a poco, y siempre guiados por la luz del Magisterio y de la Tradición
de la Iglesia, vayamos adentrándonos en los libros, capítulos y versículos de la Biblia. Según
vayamos conociendo más y mejor la Escritura conoceremos más y mejor a Jesucristo, pues, en
definitiva, las Escrituras nos hablan de Él. Desconocer las Escrituras, como decía san Jerónimo,
supone, ni más ni menos, que desconocer al propio Cristo.

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