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06 Sobre La Sagrada Escritura CCE 101-133
06 Sobre La Sagrada Escritura CCE 101-133
Introducción
Dicen los entendidos que para comprender bien la importancia y la relativa novedad de esta sección
del Catecismo es muy útil compararla con los documentos anteriores del magisterio. Sobre todo,
con Providentissimus Deus [sobre los estudios bíblicos] de León XIII (año 1893), con Spiritus
paraclitus [Sobre la interpretación de la Sagrada Escritura con ocasión del XV centenario de la
muerte de san Jerónimo] de Benedicto XV (año 1920) y con Divino afflante Spiritu [Sobre el modo
más oportuno de promover los estudios bíblicos] de Pío XII (año 1943). Ninguno de ellos se atrevió
a abordar en sí misma la cuestión de la revelación. Lo que sí hizo la constitución del Vaticano II
sobre la Divina Revelación, Dei Verbum. Constitución cuyas líneas argumentales sigue muy de
cerca esta sección del Catecismo.
Si la Constitución conciliar tuvo dos claros fundamentos, el uno cristologico («Quiso Dios
revelarse a Sí mismo y manifestar el misterio de su voluntad por Cristo»(DV 2) y el otro
pneumatológico («La revelación que la Sagrada Escritura contiene y ofrece ha sido puesta por
escrito bajo la inspiración del Espíritu Santo... Todo lo que afirman los agiógrafos.... lo afirma el
Espíritu Santo» (DV 7), el Catecismo articula sus enseñanzas en torno a dos grandes ejes: a)
Cristo, Palabra única de la Sagrada Escritura. b) El Espíritu Santo inspirador e intérprete de la
Escritura.
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San Agustín (y así lo recoge el Catecismo) comentó a propósito del prólogo de san Juan lo
siguiente: «Recordad que es una misma Palabra de Dios la que se extiende en todas las
escrituras, que es un mismo Verbo el que resuena en la boca de todos los escritores sagrados, el
que, siendo al comienzo Dios junto a Dios, no necesita sílabas porque no está sometido al
tiempo» (Enarrationes in psalmos 103,4,1: PL 37,1378 [CCE 102]).
Esta única Palabra de Dios en la Tradición es conocida como el Verbum abbreviatum. Jesús mismo
había dicho que las Escrituras daban testimonio de él (cfr. Jn 5,39). Al morir, el evangelista
comenta: Todo se ha cumplido (cfr. Jn 19,28). Y, ya resucitado, a los discípulos de Emaús les
explicó todo lo que las Escrituras decían a propósito de Él, comenzando por Moisés y por todos los
profetas (cfr. Lc 24,27).
Pablo, por su parte, a los Corintios les enseñaba que la roca de la que bebían los israelitas en el
desierto en realidad era Cristo (cfr. 1 Co 10,4).
La primera nota marginal nos remite al número 65 del Catecismo, texto del que ya hemos
hablado y que, a su vez, remite a lo que dice san Juan de la Cruz en la Subida al monte Carmelo
sobre cómo Dios nos lo habló todo junto y de una sola vez al enviarnos a su Hijo.
Y la segunda nota marginal, al número 2763, en el que se nos recuerda que toda la Escritura se
cumple en Cristo.
Por último, la cita de san Agustín, va acompañada de las referencias a los números 426 al 429 en
los que se nos habla de cómo la catequesis debe centrarse en Jesucristo.
En palabras humanas
Dado este fundamento, en lo que quiere insistir el Catecismo es en el hecho de que Dios, en la
condescendencia de su bondad, ha hablado a los hombres en palabras humanas.
Dios utiliza un lenguaje humano con todo lo que tiene de posibilidades, pero también de
limitaciones. Es decir, de concreción histórica, de asunción de categorías culturales, filosóficas,
históricas, cósmicas, etc., que nacen y se entienden desde un momento concreto de la historia, pero
que necesitan ser actualizados y traducidos para los momentos sucesivos y para culturas que utilizan
otras categorías y lenguajes diferentes.
Gracias al Verbo de Dios hecho carne, podemos conocer al Dios verdadero; y, gracias a la Palabra
humana, primero hablada y transmitida oralmente, y luego puesta por escrito, nosotros conocemos a
Dios.
En virtud de la economía del Verbo encarnado, que la Iglesia reconoce ya en marcha desde el
momento mismo en que Dios creó al hombre, podemos decir que en la palabra humana, en la
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palabra de los profetas, de los sabios, de los escritores, de los apóstoles, de los evangelistas, de los
doctores y maestros, está realmente la Palabra de Dios.
En los libros sagrados, como se dice en la Dei Verbum y como nos recuerda el Catecismo, el Padre
del cielo nos sale al encuentro, hablándonos como a hijos queridos, cara a cara, como habló con
nuestros primeros padres en el paraíso; como habló con Abrahán, Isaac y Jacob, como habló con
Moisés y con los reyes y profetas; y como le habló a Jesús. También a nosotros nos habla para que
le conozcamos a Él; y, lo que es más importante, para que entremos en comunión con Él y vivamos
su misma vida.
Por todo ello la Iglesia venera las Sagradas Escrituras, como venera el Cuerpo Eucarístico del
Señor, aunque no les rinda un mismo culto. Ambas mesas, la mesa de la Palabra y la mesa de la
Eucaristía, son el alimento del que vive el pueblo de Dios y que no puede dejar de ser distribuido
para que todos se sacien de él.
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Únicamente habría que advertir que esta constatación no puede servir de excusa para que
la exégesis bíblica y la doctrina sobre la inspiración queden constreñidas por los postulados de
las teorías del lenguaje, tan extendidas en los años 70 y 80.
Siempre habrá que mantener como principio inalterable que Dios es el autor de la Escritura; y
el Catecismo lo subraya de tres formas diferentes.
El número 105 dice:
— Dios es autor de la Sagrada Escritura. Lo cual quiere decir que «Las verdades reveladas por
Dios, que se contienen y manifiestan en la Sagrada Escritura, se consignaron por inspiración
del Espíritu Santo».
— Los libros del Antiguo y del Nuevo Testamento son sagrados y canónicos, en cuanto que,
escritos por inspiración del Espíritu Santo, tienen a Dios como autor, y como tales han sido
confiados a la Iglesia.
El número 106:
— Dios ha inspirado a los autores humanos de los libros sagrados. Siendo, pues, verdades
autores los autores humanos, de los que Dios se valió para componer los libros sagrados, sin
embargo, pusieron por escrito todo y solo lo que Dios quería.
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cosmológico e histórico han sido superados por otros más recientes de ciencias como la
arqueología, la antropología, la historia, etc.
Las cosas se ven mejor con ejemplos y vamos a poner uno muy simple. En el comienzo del libro
de Judit se dice que Nabucodonosor reinó sobre los asirios en la gran ciudad de Nínive. Lo cual
es a todas luces falso. Nabucodonosor fue rey de los babilonios, y lo fue muchos años e incluso
siglos después de que desapareciera el imperio Asirio. La misma Biblia nos habla de
Nabucodonosor y del imperio Babilonio en otros libros, sin ir más lejos en el libro de los Reyes y
en el de las Crónicas.
Es evidente que al autor sagrado no le importaba mucho la cronología exacta, ni siquiera
tratándose de un hecho de sobra conocido por todos los israelitas. Él quería contar una historia
cuyo marco de referencia fueran los dos grandes enemigos y las dos grandes amenazas para la
existencia de Israel: Asiria y Babilonia. De esos enemigos va a librarle el Señor con su poder
magnífico. Y esta verdad es la que realmente cuenta. Y esto es, en definitiva, lo que Dios quería
que fuera consignado fielmente y sin error alguno. El error histórico no parece que tenga mayor
trascendencia, y, de hecho, el Espíritu Santo no le enmendó la plana al autor sagrado.
Por todo ello es muy importante tener también en cuenta lo que el Catecismo dice en el número
108. ¿Qué nos dice este número? Pues que las Escrituras no son letra muerta, y que para leerlas
tenemos que dejarnos inspirar también nosotros por el Espíritu Santo, su autor divino. Él es quien
nos tiene que abrir la inteligencia, como a los Apóstoles en el Cenáculo el día de la Pascua, para
poder leer sabiamente estas páginas donde encontramos la Verdad y la Vida.
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cuenta toda la tradición bíblica del Antiguo Testamento. Y también es cierto que, una vez leído
el Evangelio y cuando conocemos suficientemente la persona de Jesús, los pasajes del Antiguo
Testamento alcanzan un relieve y una luz que trasciende a la propia literalidad de los textos.
El segundo criterio dice que la Escritura debe ser leída en la Tradición viva de toda la Iglesia.
Recuerda el Catecismo una frase de los santos Padres que afirma que «La Sagrada Escritura está
más en el corazón de la Iglesia que en la materialidad de los libros escritos.» Si creemos que el
Espíritu Santo ha inspirado a los autores sagrados y también ha guiado a los fieles que han leído
sus textos a lo largo de los siglos, habremos de aceptar que esa lectura ha ido encendiendo
algunas luces en la comprensión de la letra escrita, que superan con mucho las intenciones del
autor material del texto. Seguro que si Isaías hubiera conocido la lectura que hizo Mateo, siglos
más tarde, del oráculo que él pronunció ante el rey Ajaz, prediciéndole el nacimiento de un hijo,
pues se habría quedado enormemente admirado. Pues con toda seguridad Isaías no tenía más
intención que la de dar una señal de esperanza a un rey, el rey de Judá, que temblaba ante la
llegada a Jerusalén de unos enemigos peligrosos, los reyes de Siria y de Israel. Sin embargo, el
Espíritu Santo verdadero autor del libro sagrado, sí que tenía otras muchas intenciones. Y fue el
Espíritu Santo quien inspiró a san Mateo para releer aquella vieja profecía de Isaías y descubrir
un claro anuncio de la concepción virginal de Jesús en el vientre de María. Y, al igual que
inspiró a Mateo, el Espíritu Santo ha seguido inspirando a las sucesivas generaciones de
creyentes para ahondar y profundizar en el sentido último de los textos escritos. Sentido que sólo
el Espíritu conoce y se lo revela a quien él quiere.
El tercer criterio es la analogía de la fe. Es decir, la cohesión de las verdades de la fe entre sí y el
proyecto total de la Revelación. Por eso mismo, sólo desde la fe de la Iglesia es posible leer
correctamente la Sagrada Escritura, porque es la Iglesia la que ha sido hecha depositaria por
voluntad del Señor de la Revelación plena y total, que es Jesucristo. La Iglesia, como madre
nuestra que es en la fe, no deja de alimentarnos con la Palabra del Señor, para que alcancemos la
plenitud de Vida y de Verdad a la que somos llamados por la gracia de Dios. Y la lectura
creyente de los que nos precedieron en el camino de la fe, le sirve a la Iglesia para seguir
alimentando a las nuevas generaciones y para que éstas, inspiradas también por el Espíritu, lean
el mismo texto sagrado de la forma que más les ayude en el momento presente a vivir su fe.
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otras cartas que el autor pudiera haber escrito esos mismos días a otras personas y por motivos
diferentes; sin embargo, al investigador sí que le interesan esos otros aspectos.
La Biblia la leen muchas personas y muy distintas entre sí. Sus intereses son, por supuesto, también
muy diferentes. El Catecismo, lo que hace en estos puntos es darnos unos criterios para que nuestra
lectura sea fiel al contenido de lo que está escrito y, al mismo tiempo, espiritualmente
provechosa.
Del primer sentido del que se nos habla el Catecismo es del sentido literal.
¿Qué es esto del sentido literal? Pues entender lo que dice el texto. Para ello tenemos que
comprender la lengua o el idioma en que está escrito, su gramática y la sintaxis utilizada y
también el contexto no sólo literario sino cultural, religioso, político, etc. En otras palabras, para
interpretar bien la Biblia, lo primero que hemos de hacer es tener muy en cuenta el conjunto de
elementos que nos permiten interpretar un texto escrito.
La Sagrada Escritura alimenta nuestra vida de fe. Lo que leemos y escuchamos nos sirve para
profundizar en lo que creemos. De hecho, las palabras de la Biblia evocan al creyente muchas
más cosas que las que simplemente se encuentran escritas en el texto. Así, unas veces, cuando el
creyente lee las Escrituras puede, o que comprenda algo que hasta el momento nunca se le había
ocurrido; o que se sienta iluminado en su propia vida, o que descubra que lo que oye le está
denunciando sus propios pecados; o que le está impulsando y orientando a tomar alguna
decisión; o a cambiar de actitud; o a emprender un nuevo camino.
Por eso el Catecismo nos habla, dentro del epígrafe del sentido espiritual, de otros tres sentidos.
Este es muy evidente en los textos donde se nos dice qué debemos hacer y qué no debemos
hacer. Por ejemplo, Jesús en el evangelio nos dice: Amad a vuestros enemigos y orad por los que
os persiguen y calumnian. Se trata de una mandamiento y aquí no hay duda sobre el sentido.
Pero cualquier otro hecho, acontecimiento, o suceso narrado por la Escritura puede convertirse
en una luz para nuestro obrar. Pongamos el caso de alguien que escucha o lee el relato de la
pasión de Jesús y siente una fuerza interior tremenda que le lleva a aborrecer con mayor
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determinación el pecado y a perseverar en el camino de la santidad. Esa persona no se ha
quedado en el sentido literal del texto, ha alcanzado a comprender su sentido moral, el cual no
está directamente en el texto, pero sí lo encuentra el lector que se deja guiar por el Espíritu.
La palabra es griega, y a lo que nos invita es a levantar la mirada a lo alto. El texto bíblico nos
puede hablar de cosas muy terrestres, de las de aquí abajo; sin embargo, el lector puede descubrir
que se le está hablando de realidades trascendentes, de verdades de fe.
Un ejemplo. Muchos de los santos padres, al leer el relato de la creación de Eva, formada a partir
de la costilla de Adán, piensan que se nos está hablando de la formación de la Iglesia. Ellos están
pensando en cómo del costado de Cristo, dormido en la cruz como Adán en el paraíso, nació la
Iglesia que es carne de la carne de Cristo y hueso de sus huesos. El texto no insinúa nada de este
tema, pero el lector hace una lectura anagógica, levanta su mirada y descubre realidades y
referencias ciertas a otros misterios de la fe.
El Catecismo termina recordando a los exégetas, es decir, a los estudiosos e intérpretes de la
Sagrada Escritura, que es la Iglesia, en definitiva, la que tiene el deber y derecho de conservar e
interpretar la Palabra de Dios, y que todos cuantos leemos estos textos sagrados, debemos en un
último término someternos a su juicio.
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En primer lugar, porque requiere un conocimiento previo de la historia del pueblo de Israel y de
sus principales instituciones, tanto políticas como religiosas. Sin ese conocimiento previo, resulta
muy complicado entender el alcance y el sentido de buena parte de las historias que se nos narran
en el Antiguo Testamento.
Por ejemplo: ¿Cómo se puede llegar a entender el gozo del que hablan algunos salmos ante la
contemplación de la ciudad de Jerusalén y de su Templo, sin comprender el papel que juega en la
religión y la historia del pueblo de Israel, la ciudad de Sión y el lugar donde Dios quiso poner su
morada?
En segundo lugar, porque nos encontramos con formas de hablar sobre Dios, y con términos y
conceptos teológicos, que chocan abiertamente con una mentalidad como la nuestra, mucho más
evolucionada, espiritualizada y purificada, gracias a la experiencia acumulada en tantos siglos de
historia.
En el siglo XXI atribuir a Dios sentimientos tan humanos como la ira, el rencor, el coraje,
el enfado, y hasta incluso el dolor, es algo que nos cuesta. Es lógico, entonces, que haya
expresiones, comunes en el Antiguo Testamento, y que, leídas por primera vez y sin posterior
explicación, echan para atrás, sobre todo, a personas con una sensibilidad religiosa educada en
claves muy diferentes.
Por último hay que mencionar que el Antiguo Testamento es la parte de la Biblia donde
encontramos los relatos más antiguos, aquellos que nacen en contextos culturales y sociales con
los que resulta difícil encontrar parangón alguno en nuestra época: Modos, usos, costumbres,
técnicas de construcción, de trabajos agrícolas, de hábitos religiosos, y de relaciones sociales y
formas de preceder, tan ajenos y diferentes a los nuestros, que nos es muy difícil entenderlos en
sí mismos, y, por lo tanto, difícil igualmente de entender el mensaje que se nos intenta transmitir
con ellos.
Leamos, si no, la historia de aquella lucha que Jacob tuvo con un hombre que, en medio de la
noche, le asalta, le hiere en la articulación del muslo, y que por último se niega rotundamente a
revelar su nombre. Esta historia ya de por sí es rara, pero ¿no es más raro aún que Jacob quiera a
toda costa ser bendecido por su asaltante? ¿Es esto normal?
Son, pues, más que comprensibles las dificultades de lectura que tenemos con el Antiguo
Testamento. Pero no podemos quedarnos en la queja y el lamento de que sea muy difícil. Puesto
que se trata de una parte de la Sagrada Escritura, y, puesto que estamos hablando de libros
inspirados, no podemos dejar de leerlos.
1) Porque el Antiguo Testamento de por sí nos prepara para la venida de Cristo, al tiempo que
nos ayuda a entender y comprender mejor el Evangelio. Sin el Antiguo Testamento el
Evangelio sería igualmente incomprensible.
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2) Porque gracias al Antiguo Testamento vamos conociendo y entendiendo mejor los modos de
proceder de Dios con el hombre, su pedagogía.
3) Porque el Antiguo Testamento nos acerca al misterio de Dios, y nos da instrumentos para que
sepamos cómo dirigirnos a Él, hablar con Él, expresarle nuestros sentimientos, necesidades,
angustias, preocupaciones.
4) Porque Jesús no abolió el Antiguo Testamento, sino que vino a dar plenitud a la Ley y los
profetas. De hecho oró con los salmos y habló del Padre con categorías y términos que se
encuentran en estos escritos, que, por cierto, el Maestro conocía muy bien. De todos modos,
en sus enseñanzas sobre Dios, Jesús superó radicalmente lo que nos dice el Antiguo
Testamento, porque lo que nos habló de Dios nos lo contó en cuanto Hijo suyo. Por eso,
cuantos le escucharon decían que nunca se había oído cosa igual.
Por la importancia y el valor de los escritos del Antiguo Testamento no podemos de ningún
modo prescindir de ellos. Habrá que aprender a leerlos desde Cristo, que es su plenitud, y habrá
que saber interpretar y conocer bien los lenguajes y las categorías con que fueron elaborados, de
forma que nos sean más asequibles. Habrá que hacer de todo, con tal que, lo que por voluntad de
Dios fue revelado a los patriarcas, profetas y sabios de la Antigua Alianza no se pierda. Si Dios
nos quiso hablar por medio de ellos, no podemos despreciar lo que en definitiva es palabra suya.
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Si nos vamos ahora al último de los escritos neotestamentarios, al libro del Apocalipsis, nos
encontraremos con que el propio Jesús afirma de sí mismo: «Yo soy el Alfa y la Omega, el primero
y el último, el principio y el fin.» (Apo 22,13)
Lo que se nos cuenta en estos escritos sobre Jesús: su nacimiento, su vida, sus obras, sus
enseñanzas, su pasión y su glorificación, tiene, pues, la clara finalidad de suscitar en el lector una
respuesta creyente. Todos estos libros han sido escritos para que creamos que Jesús es el Mesías,
el Hijo de Dios; y, para que, creyendo tengamos vida en su nombre.
Es verdad que los evangelistas no nos pudieron contar exactamente todo lo que hizo y enseñó Jesús;
ni siquiera intentaron hacer lo que hoy llamaríamos una biografía suya. Pero podemos tener la plena
seguridad y garantía de que, en lo que nos han contado, encontramos recogido fielmente una
síntesis de lo que Jesús hizo y enseñó, ajustada a los hechos que sucedieron. En definitiva, los
evangelios no hacen otra cosa que reproducir aquello mismo que los Apóstoles enseñaban en sus
predicaciones, amoldándose, eso sí, al modo de entender y a las circunstancias de los oyentes, según
el Espíritu les inspiraba. Por eso no contaban siempre lo mismo y, desde luego, no siempre de la
misma forma. De ahí la gran diversidad de matices y de acentos que encontramos en cada uno de
los Evangelios.
Termina el Catecismo hablándonos de que el Evangelio, en las cuatro versiones en que ha llegado
hasta nosotros, es un libro que la Iglesia venera de forma muy especial. Lo demuestra
fundamentalmente en la liturgia, en la que el propio libro donde están contenidos los evangelios, es
objeto de algunos gestos muy singulares: Se le lleva en procesión, se coloca sobre el altar o en un
lugar destacado del presbiterio, se le inciensa, se le besa una vez que ha sido proclamado.
Pero la veneración hacia los evangelios, además de en la liturgia, la tenemos que mostrar
leyéndolos, meditándolos, contemplándolos y estudiándolos a fondo. A ello nos animan los santos.
En los evangelios encontraremos siempre la doctrina más preciosa y espléndida sobre Jesucristo,
nuestro Señor. Cuanto más los conozcamos, mayores secretos descubriremos y más disfrutaremos
con ellos.
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Al llegar Jesucristo, Luz del mundo, se desvela el sentido de lo que hasta entonces eran sombras y
anticipos de la realidad misma. Por ejemplo, el maná que los israelitas comieron en el desierto, era
un pan que bajaba del cielo y que Moisés obtuvo para saciar el hambre de los que protestaban
contra el Señor. Sin embargo, Jesús les reveló a sus contemporáneos que, en realidad, Él era el
verdadero pan que baja del cielo para dar vida. El pan que los israelitas comieron no les evitó la
muerte, en cambio quienes coman del pan vivo, que es Jesucristo, no morirán sino que tendrán vida
para siempre.
Esta lectura tipológica del Antiguo Testamento la aprendieron los Apóstoles del mismo Jesús y fue
un recurso muy utilizado tanto en sus predicaciones como en sus cartas. Veamos algunos de los
ejemplos más utilizados por los Apóstoles y que han llegado hasta nosotros gracias a los escritos del
Nuevo Testamento
También el templo, el santuario y los sacrificios que se ofrecían según la Ley; son entendidos en
la predicación apostólica como anticipo de lo que se realiza en el culto de la Nueva Alianza. Un
culto en el que, no obstante, ya no hay necesidad ni de templo, ni de santuario, ni de ofrendas,
pues Cristo lo es todo al mismo tiempo: Sacerdote, víctima y altar.
Este modo de proceder, usado por los Apóstoles en sus enseñanzas, predicaciones y escritos, fue
asimismo imitado por los Santos Padres. E, igual que ellos, los cristianos de cada época, también de
la actual, estamos invitados a leer el Antiguo Testamento a luz de Cristo, sobre todo a la luz del
misterio pascual, que ilumina siempre y con nuevo resplandor cada uno de los versículos de la Ley,
de los Profetas y de los Salmos.
Por otra parte, el Nuevo Testamento exige ser leído a la luz del Antiguo. Los mismos evangelistas,
cuando se dirigen a comunidades paganas, les explican con el mayor detalle posible el significado
de algunas tradiciones judías. Eran, pues, conscientes de que sus destinatarios no podían conocer el
alcance y significado de muchos de los gestos y palabras de Jesús, si desconocían el Antiguo
Testamento.
Cuanto hemos dicho sobre la lectura tipológica del Antiguo Testamento, no debe hacernos olvidar
que el Antiguo Testamento conserva su valor propio de revelación. Así nos lo recuerda el
Catecismo (cfr. CCE 129). Si Dios quiso revelarse a nuestros primeros padres, a los patriarcas y a
los profetas, hemos de reconocer que las palabras y los hechos que se nos narran en las páginas del
Antiguo Testamento tienen valor por sí mismos y un sentido que les es propio. La lectura tipológica
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únicamente sirve para que nosotros, los que hemos conocido a Cristo, descubramos la plenitud de
su sentido y significado.
La unidad, pues, de ambos testamentos, el Nuevo y el Antiguo, nos tiene que llevar a apreciar los
dos en su justa medida. El plan de Dios es único y a nosotros nos toca conocerlo en su totalidad.
Gustemos y saboreemos cuanto el Señor por su bondad y su misericordia ha tenido a bien
revelarnos para nuestra salvación, tanto lo que se encuentra en el Antiguo, como lo que se encuentra
en el Nuevo Testamento. En uno y otro caso se trata de la Palabra de Dios, que ha de convertirse en
fundamento de nuestra fe y criterio de nuestro obrar.
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entregada fielmente para nuestra salvación? Quien se dedica, pues, a anunciar la Palabra ha de
conocerla toda ella, alimentarse de ella y entregarla hecha vida a cuantos aún no la conocen.
Por todas estas razones el Catecismo habla de facilitar el acceso a la Sagrada Escritura y
recomienda vivamente su lectura frecuente. Evidentemente esto se consigue teniendo a mano la
Biblia; pero, además, requiere que los pastores de la Iglesia, los catequistas y los educadores
cristianos enseñen a leerla. Se necesitan verdaderos pedagogos que nos introduzcan en su
comprensión para que, poco a poco, y siempre guiados por la luz del Magisterio y de la Tradición
de la Iglesia, vayamos adentrándonos en los libros, capítulos y versículos de la Biblia. Según
vayamos conociendo más y mejor la Escritura conoceremos más y mejor a Jesucristo, pues, en
definitiva, las Escrituras nos hablan de Él. Desconocer las Escrituras, como decía san Jerónimo,
supone, ni más ni menos, que desconocer al propio Cristo.
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