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HISTORIA
LEOPOLDO ZEA
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INDICE
PREFACIO..............................................................................................4
I.LA HISTORIA EN LA CONCIENCIA AMERICANA.............................................6
1. PREOCUPACIÓN POR LA ORIGINALIDAD.................................................6
2. AMÉRICA AL MARGEN DE LA HISTORIA..................................................9
3. CONCIENCIA DE LA HISTORIA..............................................................14
4. AMÉRICA COMO UTOPÍA......................................................................17
5. INCORPORACIÓN DE AMÉRICA EN LA HISTORIA...................................22
II.LA HISTORIA COMO INVENCIÓN OCCIDENTAL.........................................25
6. LA INOCENCIA COMO ESTADO AHISTÓRICO.........................................25
7. LA HISTORIA COMO LÍNEA ASCENDENTE.............................................28
8. NUEVO DETERMINISMO.......................................................................32
9. LA HISTORIA Y EL DESPLAZAMIENTO DEL MUNDO NO OCCIDENTAL.....37
III.EL LIBERALISMO Y LA EXPANSIÓN OCCIDENTAL.....................................42
10. EL MODELO OCCIDENTAL...................................................................42
11. EL LIBERALISMO COMO FILOSOFÍA DE EXPANSIÓN............................44
12. LA EXPANSIÓN SOBRE EL MUNDO......................................................50
13. EL RETROCESO COMO INSTRUMENTO DE PROGRESO.........................54
14. JUSTIFICACIÓN DE LA DESIGUALDAD DE OTROS PUEBLOS FRENTE A
LOS OCCIDENTALES................................................................................56
IV.UNIVERSALIZACIÓN DE LA CULTURA OCCIDENTAL..................................60
15. EL OCCIDENTE COMO INSTRUMENTO DE UNIVERSALIZACIÓN............60
16. EL NACIONALISMO VA UNIVERSALIZACIÓN DEL OCCIDENTE...............63
17. EL REGRESO DE KENYATTA................................................................66
18. NUEVA INTERPRETACIÓN DE LA HISTORIA OCCIDENTAL....................72
V.RUSIA AL MARGEN DE OCCIDENTE...........................................................80
19. PUEBLOS-BALUARTE DEL MUNDO OCCIDENTAL..................................80
20. RUSIA Y EL OCCIDENTE.....................................................................82
21. ESLAVISMO FRENTE A OCCIDENTALISMO...........................................87
22. PUGNA POR EL LIDERATO OCCIDENTAL.............................................89
2
VI.ESPAÑA AL MARGEN DE OCCIDENTE.......................................................93
23. ESPAÑA, BALUARTE DE LA CRISTIANDAD OCCIDENTAL.......................93
24. CONCIENCIA DEL ANACRONISMO ESPAÑOL........................................96
25. EL LIBERALISMO COMO INSTRUMENTO DE OCCIDENTALIZACIÓN.......98
26. EUROPEIZACIÓN DE ESPAÑA............................................................101
VII.EUROPA AL MARGEN DE OCCIDENTE....................................................105
27. EUROPA, ¿COLONIA NORTEAMERICANA?..........................................105
28. CULTURA OCCIDENTAL Y CULTURA EUROPEA...................................105
29. DESENCANTO Y FRUSTRACIÓN NORTEAMERICANOS.........................110
30. LA OBJECIÓN EUROPEA A NORTEAMÉRICA.......................................113
VIII.IBEROAMÉRICA AL MARGEN DE OCCIDENTE.......................................118
31. UNA VIEJA EXPERIENCIA AMERICANA...............................................118
32. NORTEAMÉRICA CAMPEÓN OCCIDENTAL..........................................121
33. LA RESPUESTA OCCIDENTAL A IBEROAMÉRICA.................................124
34. IDEALES OCCIDENTALES EN CRISIS.................................................128
IX.PURITANISMO EN LA CONCIENCIA NORTEAMERICANA...........................131
35. ENCUENTRO CON AMÉRICA..............................................................131
36. AMÉRICA Y EL PURITANISMO...........................................................135
37. PURITANISMO Y DEMOCRACIA.........................................................140
38. LA COMUNIDAD DE LOS ELEGIDOS...................................................143
39. RELACIONES ENTRE LAS DOS AMÉRICAS..........................................146
X.CATOLICISMO Y MODERNISMO EN LA CONCIENCIA IBEROAMERICANA
......................................................................................................151PAGE3
40. CONCIENCIA DE LA MARGINALIDAD DE IBEROAMÉRICA....................151
41. PECULIARIDADES IBERAS.................................................................152
42. CONCIENCIA DE UNA MISIÓN...........................................................159
43. DOS IMPERIALISMOS.......................................................................162
44. SUEÑO DE UN IMPERIO CRISTIANO..................................................165
45. FRACASO DE UNA IDEA....................................................................172
46. LA IGLESIA EN MANOS DE CALVINO.................................................174
47. PROLONGACIÓN DE UNA IDEA.........................................................177
48. EL IDEAL BOLIVARIANO...................................................................181
3
PREFACIO
4
caminos de un hombre, un grupo de hombres o un pueblo, el camino a seguir
por todos los hombres y por todos los pueblos; pero una historia, también, en
la que ese egoísmo es a su vez frenado por la voluntad de hombres y pueblos
que exigen se les reconozcan los mismos derechos que otros hombres y
pueblos reclaman para sí. Una historia de afirmaciones y negaciones, en la que
se han venido conjugando intereses que parecían de imposible conjugación.
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I
6
es la cultura occidental, de la cual se sabe parte el hombre de América, El
americano, al preguntarse sobre la posibilidad de una literatura, filosofía o
cultura americanas originales, solo lo hace en función con lo que la palabra
original expresa en un sentido más lato:. En mi libro Dos etapas del
pensamiento en Hispanoamérica. México, 1949. José Luis Martínez, La
emancipación literaria de México. México, 1955. el lugar de origen. Una cultura
original por su origen, por el hombre o pueblo que la expresa; pero no por la
forma de expresión, que esta deberá ser la propia de la cultura de la que se
sabe parte: la cultura occidental.
Por ello, la pregunta sobre la posibilidad de una cultura americana se hará más
clara, en lo que la misma quiere expresar, si se expone en otros términos. La
pregunta más bien sería en torno a las posibilidades o capacidad del hombre
americano para participar activamente en la creación o recreación de la cultura
occidental. El hombre americano se pregunta sobre la posibilidad de participar
en la cultura occidental en otros términos que no sean los puramente
imitativos.
1
En este sentido se orientan las respuestas de los emancipadores mentales de la
América Hispana, como Sarmiento, Lastarria, Bilbao,
7
La originalidad, he aquí el rasgo característico de la cultura europea, señalan
nuestros emancipadores culturales en América. La originalidad es el único rasgo
que debe ser imitado por América. América debe imitar a Europa en esa su
capacidad para ser original. Esto es, en su capacidad para enfrentarse a su
propia realidad para tomar conciencia de sus problemas y buscar las soluciones
adecuadas. Es esta capacidad del hombre europeo la que ha originado la
cultura europea.2 Esto es lo que ha faltado al americano que se ha empeñado
en repetir, copiar servilmente, los frutos de la cultura europea, en lugar de
copiar el espíritu que los ha originado. Y la imitación de esta originalidad no
puede ser vista, en modo alguno, como ruptura con la cultura en la cual se
aspira a participar. «No es esto renegar de los progresos de la ciencia europea
—decía José Victorino Lastarria—, ni pretender borrarlos para comenzar de
nuevo esa penosa y larga carrera que la inteligencia ha hecho en el Viejo
Mundo para llegar a colocarse donde está.»3 No, de lo que se trata es de
adaptar ese mismo espíritu que ha hecho posible la ciencia en Europa y la hará
en América. Una ciencia que, al igual que el espíritu de originalidad europeo,
habrá de ser común a la América y a Europa, esto es, al mundo occidental del
que ambos son parte. «¿Estaremos condenados todavía a repetir servilmente
las lecciones de la ciencia piropea —preguntaba Andrés Bello—, sin atrevernos
a discutirlas, a ilustrarlas con aplicaciones locales, a darles una estampa de
nacionalidad?» Si así lo hiciéramos, traicionaríamos, el espíritu de esa misma
ciencia, «que nos prescribe el examen, la observación atenta y prolija, la
discusión libre, la convicción concienzuda». Es más, lo que Europa espera de
América no es la imitación servil que no aporta nada, sino la colaboración que
solo se puede ofrecer si el americano aplica a su realidad el mismo espíritu que
en Europa ha puesto el europeo y que ha dado origen a la llamada cultura
occidental. «¡Jóvenes chilenos! —dice Bello—. Aprended a juzgar por vosotros
mismos; aspirad a la independencia de pensamiento. Bebed en las fuentes; a lo
menos en los raudales más cercanos a ellas... Interrogad a cada civilización en
sus obras; pedid a cada historiador sus garantías. Esa es la primera filosofía
que debemos aprender de Europa.»
Solo en esta forma, considera el americano, América podrá participar en la
elaboración de la cultura occidental como igual entre iguales. Solo imitando su
espíritu de originalidad e independencia, y no los puros frutos de ese espíritu,
es como América podrá ser algo más que una sombra, un eco o un reflejo de
Europa, una colonia, del Viejo Mundo. Hasta ahora los americanos no habían
hecho otra cosa que copiar servilmente los frutos del espíritu de originalidad e
independencia europeos, en lugar de adoptar ese espíritu para crear sus
propios frutos; frutos que serían, a su vez, una aportación a la cultura que es, o
debe ser, común a europeos y americanos. Ahora bien, el reconocimiento de la
capacidad del hombre americano para colaborar en la elaboración de la cultura
2
El maestro de Bolívar, Simón Rodríguez, decía que Hispanoamérica «debe ser
original» en el sentido en que lo era Europa. Bolívar no era ni más ni menos importante que
Washington y Napoleón, cada uno en su ambiente y de acuerdo con sus originales metas.
3
José Victorino Lastarria, Discurso pronunciado en la Sociedad Literaria, Santiago de Chile,
1842.
8
de que es parte solo habrá de venirle si demuestra a Europa que posee su
espíritu, ese espíritu de originalidad e independencia. Solo entonces, y no
antes, Europa aceptará o solicitará la colaboración de América. Sin la adopción
de ese espíritu, América no podrá ser sino una colonia, la fuente proveedora de
materias primas que la ciencia europea, aplicando su espíritu, transforma en
instrumentos para la felicidad de sus hombres.
«Nuestra civilización —dice Bello— será también juzgada por sus obras; y si se
la ve copiar servilmente a la europea, aun en lo que esta no tiene de aplicable,
¿cuál será el juicio que formará de nosotros un Michelet, un Guizot? Dirán: la
América no ha sacudido aún sus cadenas; se arrastra sobre nuestras huellas
con los ojos vendados; no respira en sus obras un pensamiento propio, nada
original, nada característico: remeda las formas de nuestra filosofía y no se
apropia de su espíritu. Su civilización es una planta exótica que no ha chupado
todavía sus jugos a la tierra que la sostiene.»
Lo que aquí se dice sobre la cultura en general será también válido para
aspectos de la cultura en particular, como los políticos. Ideas como la de
independencia y soberanía nacionales tendrán su origen en las ideas que en
ese sentido han esgrimido los pueblos occidentales en sus relaciones con otros
pueblos. Los grandes próceres de la emancipación política, mental y cultural de
la América enarbolarán frente al mundo occidental el espíritu de independencia
que este ha hecho patente frente al mundo. Es este espíritu el que importa asi-
milar, y no sus frutos. Estos, los frutos, se darán por añadidura si se asimila su
espíritu. En la América de origen sajón, por razones que ofreceré más adelante,
la asimilación de este espíritu, y por ende la inmediata incorporación al mundo
occidental, será fácil, casi natural; no así en la América de origen ibero que
tropezará con obstáculos internos, provenientes de su propia formación
cultural, y con los obstáculos que le pondrá el mismo mundo occidental que le
sirve de modelo.
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mismos, a su cultura y a su tierra, estos americanos empeñados en ser una
réplica de Europa, del mundo occidental; empeñados en imitar los frutos de ese
mundo y no en asimilar su espíritu. Es en estos americanos en los que se hará
patente la idea de estar fuera de la cultura, fuera de la historia, fuera de lo
humano. Para estos hombres lo importante son los frutos y no el espíritu que
los ha creado. Por ello, fuera de los frutos creados por el europeo u occidental,
no hay cultura, ni historia, ni humanidad. Partiendo de este punto de vista,
América no puede ser otra cosa que expresión de la barbarie, los confines de la
cultura; y sus hombres, si son nativos, serán bárbaros, salvajes, primitivos; y si
son originarios de Europa, desterrados, expulsados de la cultura, la historia y la
humanidad.
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expresión de la cultura, la cultura llamada occidental. Esto es, al margen de la
historia, al margen de la nueva expresión de lo humano.
5
Tal fue, por ejemplo, el espíritu que animó a los educadores hispanoamericanos que,
como en México, encontraron en el positivismo un buen instrumento para hacer hombres
prácticos semejantes a los sajones y con su mismo sentido para el trabajo personal y las
instituciones liberales.
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La preocupación por establecer en América no solo el espíritu europeo, sino
también sus frutos, era ya vieja en los. pueblos iberoamericanos, tenía sus
raíces en la misma etapa colonizadora. Y en este aspecto cabe, también,
señalar una diferencia respecto al espíritu que animó a los colonizadores
sajones de la América en relación con el que animaba a los iberos,
especialmente a los españoles. Los primeros, los sajones, buscaban en América
la realización de un mundo nuevo que no podía ser realizado en Europa. Se
trata de hombres, igualmente nuevos, esto es, sin acomodo en las viejas socie-
dades europeas de origen feudal. Muchos de estos hombres veían en América
la oportunidad de crear el mundo que habían soñado para Europa. Un mundo
nuevo donde habían de tener acomodo sus nuevos ideales. Un mundo en el
cual no hubiere que luchar contra viejos intereses creados. Un mundo virgen
que podría ser moldeado de acuerdo con los ideales de la modernidad. Así,
hombres que se sentían ajenos a los ideales de la vieja Europa cristiana, fuera
del orden por ella establecido, se lanzarían a una aventura en la que tenían
mucho' que ganar y prácticamente nada que perder. Esta aventura la represen-
tará la colonización de América. Una tierra virgen a la que se va dominando
palmo a palmo, de acuerdo con el espíritu de la modernidad. En esta tierra se
va creando el mundo que se habla soñado para Europa. Un mundo que no
oponía más obstáculos que los naturales, incluyendo como parte de esta
naturaleza a sus habitantes, a los indígenas o naturales de esas tierras que no eran
otra cosa que la expresión de esa naturaleza por dominar.
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realizan para semejarse o sobrepasar a su modelo, se saben distintos, muy dis-
tintos de los hombres que forman la vieja y rancia nobleza peninsular. Todo es
en vano, hay algo que impide se realice en América el mismo mundo que ha
sido creado en Europa. La Nueva España nunca será España. Todos los
esfuerzos se agotan en una inútil repetición, que a la larga resulta
caricaturesca. Y es que el iberoamericano, a diferencia del sajón, no intenta
crear un mundo nuevo, sino repetir aquel del cual es originario.
6
. Fon lando Benítez, La vida criolla en el siglo XVI. México, 1953.
7
A. Murena, El pecado original de América. Buenos Aires.
13
el pecado de América y de los americanos. El heredero de esta culpa, sigue
diciendo Murena, trata inútilmente de escapar a su realidad buscando
subterfugios que le hagan olvidarla. Unos tratan de situarse en el futuro, y
otros en el pasado para no tener, en un caso o en otro, que aceptar un
presente que no consideran propio. De cualquier manera, dice Murena, «Amé-
rica es un hijo crecido y sin experiencia, un joven senil que vive a la sombra de
sus padres, estancado, en cuyos días se alternan los banquetes brutales y
silenciosos y las interminables peroratas huecas y eruditas, que simbolizan lo
mismo: falta de vida, falta de espíritu».
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3. CONCIENCIA DE LA HISTORIA
El iberoamericano no; este no solo quiere cargar con las culpas de la historia,
sino que considera una culpa no cargar con ellas. El conquistador y colonizador
iberoamericano viene a la América en plan distinto al del anglosajón; su misión
no es crear un mundo nuevo, sino recrear y ampliar el viejo del que es
originario. La historia debe seguir su marcha en América, es el futuro de ella;
pero un futuro ligado estrechamente. A un presente y a un pasado europeo.
Ligado a la modernidad que es la Europa actual y la Cristiandad que ha sido la
Europa en el pasado. El iberoamericano, y con él el ibero de la Península y en
buena parte el latino, se resiste a amputar cualquier dimensión de la historia,
aunque a la larga, por razones que se expondrán más adelante, acabe
realizando, o al menos intente realizar, la más absurda de las amputaciones; a
diferencia del moderno que, a partir de su presente y en función con su
pasado, se enlaza con un pasado que ahora se encuentra ya a su servicio y no
a la inversa. El iberoamericano no; este, obligado por las circunstancias en que
se halla, al no encontrar la conciliación entre el pasado cristiano que ha
heredado y el modernismo que anhela heredar, intenta amputar su pasado para
hacerse digno del futuro que anhela. Y en esta pugna entre su pasado y su
futuro, entre lo que es por obra de sus antepasados y lo que quiere ser en el
futuro, agota posibilidades que el moderno ha desarrollado sin preocuparse por
una amputación que sabe es imposible realizar.
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de sus pueblos naciones Semejantes a las grandes naciones modernas que van
surgiendo en Europa y en la América sajona. Europa ha visto, ha logrado su
transformación negando su, pasado cristiano; él, el iberoamericano, tendrá que
negar también este pasado si ha de ponerse a la altura de los nuevos pueblos
directores de la cultura y civilización. Pero hay algo que no aprende el
iberoamericano, la forma de la negación utilizada por el moderno para crear su
nuevo mundo. Este, lo mostrarán sus más grandes filósofos dé la historia, como
Hegel, entiende por negar asimilar, conservar la experiencia alcanzada para no
tener que volver a repetirla. Pero conservar una experiencia no es mantener su
vigencia, salvo en la forma de lo que no tiene por qué volver a experimentar
Europa ha dejado de ser medieval, feudal, cristiana para ser moderna; pero no
lo ha dejado en forma tal que haya olvidado lo que significa ser tal para poder
ser lo que es ahora. En este sentido, el pasado sigue formando parte del
presente, y es una función del futuro: pero no lo es en forma tal que signifique
un estorbo, un impedimento, un obstáculo; todo lo contrario, es la experiencia
que ha permitido el presente y ha de permitir el futuro; es lo que ha sido, y que
por tal razón no tiene por qué seguir siendo en otra forma que esa de haber
sido. El iberoamericano no entenderá la negación en esta forma de asimilar,
conservar, sino en la forma de amputar.
8
«México —decía Antonio Caso— en vez de seguir un proceso dialéctico
uniforme y graduado ha procedido acumulativamente... Aún no resolvemos el
problema que nos legó la Conquista, ni tampoco la cuestión de la democracia, y
ya está sobre el tapete de la discusión histórica el socialismo en su forma más
aguda y apremiante.» Estas ideas pueden ser también válidas para todos los
iberoamericanos. Cf. A. Caso, México (Apuntamientos de cultura patria). México, 1943.
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tuviera que ver con ellas, ni siquiera en la forma de haber sido; renuncia
imposible, porque la una y la otra se harán patentes en forma de lo que no ha
sido aún asimilado. No son aún el pasado, la experiencia dada, sino el presente,
la experiencia que aún no termina. El iberoamericano quiere, como el moderno,
entrar a la historia como inocente, sin culpa alguna en el pasado, negándose a
aceptar las culpas de sus antepasados. Pero, a diferencia del moderno, siente
este pasado como una culpa, una culpa heredada, original, pero culpa al fin.
Una culpa que no siente el moderno que ha hecho de la misma algo personal y
único. Para este, para el moderno, el pasado es una experiencia necesaria, algo
por lo cual hay que pasar para llegarse a la situación en que se encuentra en el
presente; pero no algo que determine, que marque, que señale, como el
pecado original marcó a los hijos de Adán limitando sus posibilidades. No, el
pasado para el moderno no es una limitación, sino un punto de partida para un
futuro cuya ampliación depende de la capacidad del hombre para su logro.
El moderno no carga con las culpas de sus antepasados, solo con sus
experiencias: los utiliza, los pondrá a su servicio, le dicen lo que no tiene que
hacer para que no cometa sus errores. Pero nada más, el futuro es su obra, su
obra personal y única, la obra de la sociedad de la que forma parte. El
moderno, como dije antes, se niega a aceptar Un pasado que no ha hecho,
como si fuera el suyo, que no hizo; pero si lo acepta en la forma de lo que le ha
permitido llegar a ser lo que es, y a partir del cual puede llegar a ser otra cosa.
En cambio, el iberoamericano, a pesar de todos los esfuerzos que realiza, siente
que no puede escapar al pasado; sus antepasados, sus muertos siguen aún
vivos imponiéndole condiciones, cercando sus posibilidades, haciéndole cargar
con sus culpas. No puede ser un inocente, a la-maneta del moderno; no puede
empezar su propia historia; se ve obligado a cargar con la heredada, al mismo
tiempo que sufre por no poder cargar Con otra que tampoco ha hecho, la
moderna.
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tiempos en el obstáculo que impide su realización. Por ello, para el moderno el
presente es la realización cotidiana del futuro, una realización natural, lógica,
que se va apoyado en los escalones que representa lo realizado, esto es, el
pasado. En el iberoamericano tal cosa es imposible, porque ha hecho de su
presente la imposibilidad de su futuro, y, por ende, ha hecho del futuro una
simple utopía. Esto es, algo inexistente, sin lugar, sin topos. Algo que solo un
milagro podría realizar. Se puede decir que el iberoamericano es un
milenarista; un hombre que espera la llegada mesiánica de un futuro que no
cree merecer por lo que es y por lo que ha sido: un Adán culpable, en
recriminación permanente, que espera la llegada de la gracia que ha de situarle
entre los elegidos de la historia, de la historia de la que se sabe parte
vergonzante, de la historia del mundo occidental.
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Pero lo importante, lo real, es él ahora, él presente; y en el presente solo se
crea la historia que realiza el Occidente. El pasado es recuerdo; el futuro,
profecía; lo importante es el presente.
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fasto y cortesanía. Hombres que dejan virgen el maravilloso mundo de riqueza
y bienestar que está a su alcance. Hombres empeñados en repetir un pasado
que ya no existe sino en el recuerdo. Pasado y futuro del mundo
iberoamericano, pero sin conjugación.
El mundo iberoamericano es, al mismo tiempo, todo lo que puede llegar a ser y
todo lo que no tiene ya razón de seguir siendo. Mundo del futuro, utopía, en
cuanto no tiene asiento en una realidad que lo esté realizando. Forma sin
contenido, anhelo sin fuerza que lo impulse a realizarse. Esto es, nada, aunque
pueda teóricamente serlo todo. Tal es la idea que se forma el hombre
occidental del mundo iberoamericano que queda, al igual que el resto del
mundo, al margen de su historia. En espera de que sea incorporado a la misma
por la vía de su explotación y dominio, como son o van siendo incorporados los
pueblos de culturas que fueron en el pasado la historia, como la India, China,
todo el Oriente; o pueblos primitivos, que pueden llegar a ser esa misma
historia, pero que aún no lo son; África, Oceanía, etc. Pueblos todos, orientales,
primitivos e iberoamericanos, que por alguna razón u otra están fuera del
presente de la historia, fuera de lo que Hegel denominó lo que «es y debe ser».
20
han sido puestas, otras, en los márgenes de la historia; y que no son otra cosa
que los márgenes de una determinada y concreta historia. Por ello el
iberoamericano, como otros pueblos del mundo que se encuentran en su
situación, ha caído en la trampa que le ha tendido el mundo occidental, para
justificar su expansión y predominio: haciendo de ellos, de esta expansión y
predominio, la expansión y predominio de la historia por excelencia, de la
civilización, la cultura, la humanidad.
La falta de conciencia de su propia historia, de esa historia que día a día, noche
a noche, van haciendo los hispanoamericanos en su lucha contra el mundo o
contra sí mismos. Esa historia que el iberoamericano, al igual que todos los
hombres, hace para realizar ciertos fines, ciertos valores, sin importa asimilar su
pasado. Tal fue el espíritu que animó —tanto en la Península Ibérica como en la
América creada por los iberos— a los «erasmistas» y «cristianos nuevos», a los
partidarios de la Philosophia Christi; al igual que a los «eclécticos» iberos e
iberoamericanos en el siglo XVIII, a los Bolívar, San Martín Hidalgo para realizar
la independencia de la América ibera; a los que en España y en América
se enfrentaron a un pasado que se resistía a ser fura y simplemente expe-
riencia. Este mismo espíritu fue el que animó en España a los «krausistas» y a
sus discípulos empeñados en incorporar a España a la historia, pero sin dejar
de ser España. A una España «de carne y hueso», como le gustaría decir a
Unamuno. El mismo espíritu que animó y anima en Iberoamérica a los que
buscan la conciliación entre el mundo heredado y el que se quiere alcanzar.
Todos ellos son espíritus que anhelan para su mundo el mismo bienestar
material y la misma libertad que los occidentales anhelan y procuran lograr para
sus pueblos.
Tal es, también, lo que en este otro sentido se quiere expresar cuando se habla
de incorporar a la América en la historia. Esto es, a una historia que ahora
marcha por esos carriles de dignidad individual y confort material que no tienen
por qué no ser los carriles, las vías, de todos los pueblos. Esa dignidad
individual y confort material que reclaman para sí los pueblos de origen
occidental, los pueblos modernos, no tienen por qué no ser también propios de
otros pueblos. No tiene por qué haber pueblos fuera de la historia o al margen
de la historia, a los que se pueda negar el derecho a alcanzar o realizar la una y
el otro. El hecho de que haya sido el mundo occidental el que haya tomado,
posiblemente por vez primera, conciencia de los mismos, no implica que ha de
ser él el único mundo con capacidad para disfrutarlos. Pues este mundo, al
reclamar para sí el respeto a tales derechos, ha hecho, también, conscientes de
los mismos a otros pueblos. Una conciencia que, desde su aparición en la
historia, tuvo el iberoamericano; conciencia que también encontraba su apoyo
en aquellos valores, aparentemente desquiciados por la modernidad, que le
permitieron, a su vez, tener una conciencia más amplia de la dignidad, la
individualidad y la libertad humana. Conciencia que en el moderno se fue
transformando en un individualismo egoísta que acabó por hacer de su propio
individualismo el centro de la historia, la meta no solo de sus esfuerzos, sino de
21
los esfuerzos de otros hombres y otros pueblos. Individualismo que acabó
haciendo de su yo un yo deshumanizado, el eje de la historia, principio y fin de
ella; meta de todo quehacer. Ese espíritu objetivo de que nos habló el idealismo
romántico y que originó la justificación moral de todas las agresiones, de todos
los despojos y de todos los sufrimientos a que se sometió a otros hombres, a
otros pueblos que no podían ser, para ese Yo transformado en espíritu,
civilización o progreso, otra cosa que instrumentos para su desarrollo, pasto
para su insaciable apetito.
Una la jerarquía de los mismos de acuerdo con las tablas con que se les quiera calificar.
Una historia que, en alguna forma, es también historia occidental, por lo que esta
representa en su pasado, su presente y su futuro; pero, más aún que historia occidental,
historia del hombre sin más; historia del hombre unas determinadas y concretas
circunstancias que lo hacen distinto a otros, pero no inferior ni superior, salvo en el
cuadro de valoraciones que sobre su propio quehacer vaya estableciendo. Es esta falta
de conciencia histórica sobre su propio hacer la que le ha permitido aceptar una
situación marginal; pero marginal en función con una historia que no es la suya, sino en
22
la forma de haber sido o poder ser; pero no en la de lo que está siendo, como un hacer
concreto y propio, y no como un querer hacer puro y simple. Es esta - falta de
conciencia histórica la que le impide realizar la historia que realiza el occidental, que no
es otra cosa que conciencia de ella, conciencia de su propio y concreto hacer. Una
historia, la historia del hombre occidental, que no depende de ninguna otra historia que
no sea en la forma de lo que fue o de lo que puede llegar a ser; pero nunca en lo que está
siendo. Una historia, la del occidental, original y única, que en todo momento se siente
centro, la historia por excelencia; nunca margen, fuera de algo que solo ella puede ser.
23
Originalidad que sería a la vez una aportación en las tareas que viene
realizando la humanidad en común, cobre o no conciencia de ella.
Estos hombres de ayer, como muchos ahora, se preocuparon por establecer en
esta América los valores más altos que había aportado el mundo occidental a la
historia del hombre. Buscaron su establecimiento, pero sin forzar su realidad.
Todo lo contrario, buscando, en primer lugar, su conjugación con ella.
Modernos, sí; pero sin renunciar a la herencia recibida. Herencia que no era
otra cosa que acumulación de experiencias vividas, para que no fuese necesario
volver a vivirlas. Católicos o cristianos, también, pero sin renunciar al futuro en
el que se hace la capacidad del hombre para aprender, esto es, para progresar,
para ser cada vez más hombre. Tal es lo que había hecho el hombre occidental,
el moderno, que aun poniendo el acento de su acción en el futuro había sabido.
24
moderno que así hacía sentir su pujanza, hablaremos a continuación en este
trabajo.
25
II
11
Cf. Arnold J. Toynbee, Estudio de la Historia. Buenos Aires, 1.951.
26
negativo por excelencia, lo que puede hacer que un hombre deje de ser
hombre. La idea de que el hombre es, precisamente, todo lo contrario de lo
que pensaba la Antigüedad es una idea relativamente reciente, que en
nuestros días se ha hecho claramente patente.
Siendo el hombre un ente histórico, el descubrimiento de está historicidad, su
invención, es obra del hombre moderno, del hombre que ha creado lo que
llamamos cultura occidental, esa Cultura que se inicia en esa etapa que
conocemos como modernidad en el siglo xvi. Conciencia de la historia que,
como veremos más adelante, empieza por ser negación de un pasado que no
se acepta como-propio, de una historia que se considera ajena, para iniciar
otra hueva, otra de la cual quiere ser su único responsable el hombre moderno,
el hombre que se ve a sí mismo como «nuevo». Hasta llegar a nuestros días,
en los que el hombre se da cuenta de la imposibilidad de renunciar a historia
alguna, si ha de ser responsable de la que considera propia. Conciencia, cada
día más clara, de su historicidad. A esta conciencia de la historia es a la que se
ha llamado filosofía de la historia, término inventado por un francés, un
occidental del siglo XVIII —siglo en que se va afirmando la gran expansión del
mundo occidental sobre el mundo—, Voltaire. Así, la historia, como simple
transcurso del tiempo, un transcurso que no altera la esencia de lo humano,
como algo accidental, es algo que podemos encontrar en todos los hombres,
en todas las sociedades, en todas las culturas. Crónica, historia en este sentido,
la encontramos en todas las culturas y sociedades; filosofía de la historia, como
conciencia de esta historia, como conciencia de que es algo propio del hombre
y sus expresiones, es una invención occidental. Si entendemos por inventar el
hecho de descubrir algo que estando ahí, en lo cotidiano, no se había hecho
patente, consciente, hasta la modernidad. Es desde este punto de vista como
se puede decir que la historia es una invención o descubrimiento occidental.
Descubrimiento o invención que ahora se presenta como lo más natural, como
lo propio del hombre, como esencial a lo humano.
27
demostrar los grandes maestros del mundo griego: Platón y Aristóteles. Es un
pueblo, una cultura, sin sentido de culpa 1. Con ellos se inicia y se extingue lo
que consideran como propiamente humano. La idea de culpo, de pecado
original, esto es, de culpa heredada, histórica, aparece con el cristianismo.
Por ello se considera el estado de «inocencia» como un estado «ahistórico». El
griego que encuentra en sí mismo el origen y fin de su ser no se siente
subordinado a ningún panado, no tiene relación alguna con algo que no sea él
mismo. El pasado, como el movimiento y la historia, es lo accidental,
Indefinido, indeterminado; lo nebuloso y fabuloso, eso de lo cual no se puede
siquiera hablar, porque no existe dentro de la razón que define, afirma y da
«ser». Es el cristiano el primero que toma conciencia de la historia, como su
pasado, Como una herencia ineludible, por nefasta que sea. El cristiano es el
hombre que siente el pasado como algo propio, como su culpa, su pecado. San
Agustín, a quien podemos llamar el primer gran filósofo de la historia, ve en la
historia la culpa del hombre, la culpa original que se hereda con el primer
hombre y reciben todos los hombres sin excepción. Pero aquí, nuevamente,
aparece el «milagro», la «gracia», que redime y hace de lo histórico algo %
nuevamente, accidental. Una vez más, lo humano adquiere características
definidas, fuera de las cuales el hombre se degrada y deja de ser hombre. Por
la «gracia», el estado de culpa desaparece y se entra en un nuevo estado de
«inocencia». Una «inocencia» que nada, absolutamente nada, tiene que ver
con el pasado. Un pasado, como expresión del pecado, que ha sido borrado.
Por ello, en el cristianismo la conciencia de la historia se diluye y no alcanza los
perfiles que tomará en la modernidad. En el cristianismo, una vez que la
«gracia» ha borrado el «culpable pasado», todo tenderá hacia el reino de la
salvación universal, hacia Dios, donde todo se hace uno, algo firme, seguro,
permanente, eterno. Una eternidad para la cual la historia, ese vivir concreto
del hombre en la Tierra, es solo un incidente insignificante.
Es el hombre moderno el que, una vez puesta en crisis su relación con esa vida
eterna en Dios, ve en la historia una «culpa» que se niega a aceptar como
suya; pero para acabar aceptándola como instrumento de su afirmación en el
presente y de justificación para el futuro. Pero, tanto en su actitud
antihistoricista como en su actitud historicista, el hombre moderno toma
conciencia de la historia como de algo que no puede ya eludirse. La fábula, el
milagro o la gracia que hacían posible ese escapar de la historia, patente en
antiguos y cristianos, han sido eliminadas de lo humano. Ahora, el hombre es el
único responsable de su ser, de su hechura; las fuerzas externas en las cuales
había descargado sus culpas han sido eliminadas por su razón, una razón que
tiene como centro al «Yo», al hombre que piensa y quiere. Para este hombre ya
no es posible la «inocencia», aunque aspire a ella o finja alcanzarla. Tiene una
conciencia de la historia que le impide sentirse inocente. El hombre nace
culpable porque nace en la historia. Desde Descartes a Rousseau, se hace
patente este sentido de culpa ligado a la historia. Una culpa que ninguna
«gracia» puede ya borrar, salvo ese imposible volver a los orígenes de lo
humano; a aquella etapa en la que el hombre debió ser un ente «inocente», sin
28
mancha, sin pasado, el «hombre natural», el «salvaje ingenuo». Ese hombre
imaginado que los utopistas y románticos sitúan en América. El nombre —decía
ese buscador de la inocencia del hombre moderno, Juan Jacobo Rousseau— es
bueno por naturaleza. Es la historia, el pasado, el que lo ha hecho culpable. Por
ello, el filósofo de Ginebra proponía una vuelta al estado natural de inocencia
mediante subterfugios legales. El hombre es historia, pero había que empezar
la historia y no aceptar la historia hecha. Para ello bastaba un «contrato» que,
borrando todo el pasado, señalase cómo debería desarrollarse el futuro; esto es,
cómo tendría que hacerse la Historia.
Una historia dentro de la cual el pasado no será otra cosa que un escalón, una
etapa, en la interminable marcha del hombre hacia el futuro, hacia un futuro
cuya meta es siempre infinita.
29
sus nuevos valores. Algo que fue, pero que no tiene por qué seguir siendo. Algo
que ha pasado o que está pasando para que pueda darse la nueva cultura;
para que el nuevo hombre pueda surgir y realizarse. Esta nueva cultura es la
cultura occidental. Cultura que da origen a las grandes filosofías de la historia,
mediante las cuales tratará de justificar su predominio. Un predominio como
superación del pasado y como meta permanente en el futuro. Filosofías de la
historia dentro de las cuales todo el pasado no es otra cosa que simple abono
para el florecimiento de la cultura occidental. Filosofías en las cuales el presente
no es sino expresión de un florecimiento siempre creciente de esa cultura con
exclusión de cualquier otra. Florecimiento infinito de la cultura occidental en
línea siempre ascendente.
La historia, una vez negada como un pasado que solo servía de obstáculo, se
convierte en línea ascendente dentro de la cual el único protagonista es el
hombre occidental. El hombre y la cultura occidentales. Esta interpretación
lineal y ascendente de la historia empieza, significativamente, en el siglo XVIII,
en el siglo de Luces, el siglo de la Ilustración. Es el mismo siglo en que han
iniciado su marcha ascendente los nuevos grupos sociales que han desplazado
a la vieja aristocracia de origen feudal y a la Iglesia. Es el siglo en el que la
llamada burguesía, clase media, etc., va a tomar la dirección de la sociedad
desplazando a los antiguos poderes. Es también el siglo en el que se inicia el
afianzamiento de la expansión occidental que ha empezado en el siglo XVII.
Siglo en el que el Occidente va afianzando su predominio económico y político
sobre pueblos de cultura milenaria. Es esta la época en la que aparecen los
primeros filósofos de la historia occidentales, Voltaire, Turgot, Condorcet y
Gibbon, que buscan en la historia, en el pasado, la justificación del ya brillante
porvenir del mundo occidental. Justificación en la que se hace patente una
filosofía de la historia que ve en la misma una línea de progreso infinito.
De esta forma, el hombre moderno salva el obstáculo que la historia
representaba para él. La historia deja de ser lo negativo para sus afanes de
reforma. El obstáculo que representaba la historia desaparece. Las viejas clases
privilegiadas no podrán" ya justificar sus privilegios en una historia que solo justifica el
futuro. La historia como pasado no determina ya el presente ni el futuro. La nobleza
feudal y la Iglesia no pueden ya apoyarse en la historia como pasado. La historia que
hacía imposible toda alteración social, política, económica y religiosa ha sido
transformada en aliada del nuevo hombre al poner el acento en el futuro, en lo que aún
está por hacerse. La historia ya no determinará el futuro, sino que es este el que ha
determinado el pasado. El pasado es lo que es para que pueda ser el futuro: y ese futuro
está en el hombre moderno y su cultura.
30
antihistoricismo, ese anti-históricismo de que hablábamos páginas atrás. De ahí
su repulsa a la historia, esa repulsa que tan patente se hace en el siglo XVII en
el padre de la filosofía moderna, Renato Descartes. La historia es para este la
causa de todas las desigualdades y, con ellas, la fuente de todas las
incomprensiones humanas que han originado las guerras y el fanatismo que las
alimenta12. Por ello, frente a la historia como pasado, se predicará la vuelta a
los orígenes, la vuelta a la Edad de Oro, al Edén perdido, al mundo natural. Para
volver a este mundo, a este estado, habrá que empezar todo como si nada
estuviese hecho. Habrá que empezar de nuevo la historia, habrá que hacer otra
historia.
De esta manera, el nuevo hombre niega la historia hecha; pero no para quedarse
en la «ahistoria», en la «inocencia». Sabe que el hombre es por naturaleza
culpable; pero quiere que lo sea de lo que considera lo propio. Por eso habla de
volver a la naturaleza, al estado natural; pero no para permanecer en él, sino
para reanudar un nuevo camino que le lleve un mundo en el que pueda tomar
el lugar predominante, el mejor de los lugares. Él sabe lo que es la historia,
tiene plena conciencia de ella, por ello busca la manera de que sea ella un
instrumento y no un obstáculo. De aquí que no acepte la historia hecha, sino la
que puede hacer. La vuelta a los orígenes es solo una vuelta al punto de
partida, en el cual pueda tomar el mejor de los caminos. No quiere cargar con
las obligaciones de un mundo que no ha hecho; quiere, por el contrario,
empezar como si nada estuviese hecho, poniendo en crisis o bajo crítica todo
cuanto no tenga su origen en su propio y único afán de recreación13. El hombre
moderno abandona, así, el pasado como justificación del presente y del futuro y
pone el acento en el futuro como justificación de un nuevo presente. Para el
mejor logro de esta inversión, recurre a una nueva idea, a algo de su propia y
exclusiva creación. Algo que va a ser la expresión de la historia en potencia, de
la historia que aún no se ha hecho, pero que habrá de hacerse. Una historia
que no es ya exclusiva de una clase establecida, sino al alcance de todos los
hombres, y, por tanto, del nuevo hombre. Algo que parece eliminar toda
discriminación, algo válido para todos los hombres, sin distinción alguna. Este
algo, esta nueva idea, es la idea de progreso.
Con la idea de progreso el nuevo hombre podrá justificar, por un lado, su ideal
de igualdad frente a un mundo que le regateaba privilegios; por el otro,
establecer una nueva forma de justificación de la desigualdad dentro del mundo
que está creando, y en el cual va a tomar el lugar privilegiado. Progresar es
algo que está al alcance de todos los hombres, sin excepción; pero algo que
depende de ellos, de su capacidad. Desde este punto de vista, todos los
hombres son iguales, semejantes; con las mismas oportunidades. Pero
12
Toda esta preocupación se hace patente en los creadores de las
«rancies utopías renacentistas. Cf. Utopías del Renacimiento, Fondo de Cultura
Económica, México, 1941.
13
René Descartes, Discurso del Método
31
oportunidades solo al alcance de sus capacidades. Nada que no sea el esfuerzo
personal, único, de cada uno de estos hombres podrá justificar la idea de
progreso. Pero aquí está ya la otra cara de esta idea, que va a invalidar la
igualdad de que se parte. Progresar es algo a que pueden aspirar todos los
hombres, sin distinción; pero también algo que solo alcanzará un grupo de
ellos, los más capaces, los mejores o más aptos. Desde este punto de vista,
progresar es ya un índice distintivo. Una manera de diferenciarse de los aptos
para el progreso de los no aptos. Nada está hecho, lo que se haga dependerá
de cada individuo o gruño. Es el hombre mismo, como individuo concreto. el
autor de su propio bienestar y progreso. El bienestar, la felicidad del hombre en
la tierra, no puede ser otra cosa que fruto del esfuerzo de este mismo hombre.
Algo personal, concreto, único y, por lo mismo, indiscutible. Todos los hombres,
por el mero hecho de existir, son potencialmente capaces para el logro de este
progreso; en esta potencialidad estriba su igualdad. La realización de este
progreso es ya otra cosa, depende de la capacidad del individuo. Capacidad que
se transforma, en la cultura occidental, en fuente para un nuevo tipo de
discriminación social y cultural.
Progresar es, así, acumular; una acumulación sin fin, capitalizar Una
acumulación de bienes materiales a la que van unidos privilegios sociales,
económicos y políticos. El progreso adquiere, así, una dimensión más amplia
que la puramente racional de los individuos que lo hacen posible. Este va a acá
presentándose como la tarea propia de un grupo o clase social; como la tarea
de un determinado pueblo, como expresión destacada de ese grupo o clase
32
social. Dentro de este grupo o clase social lo realizado, lo progresado, no es
sino un punto de partida para lo que ha de realizarse. Lo acumulado se recibe
como algo más que una simple herencia, como un conjunto de bienes a partir
de los cuales los individuos han de acumular otros. De la capacidad de los
individuos para acrecentar lo recibido dependerá su pertenencia a la clase o
grupo social privilegiado. No basta recibir, heredar, además es menester
Acrecentar sin fin, en una línea ascendente que trasciende, inclusive, las
propias y personales necesidades.
8. NUEVO DETERMINISMO
33
tiene su origen en él mismo, en su propia voluntad. Un determinismo que
podemos llamar autónomo. Desde un cierto punto de vista, el hombre le
presenta como instrumento de un ente que le trasciende: llámese a este Dios,
progreso, espíritu objetivo. Solo que en esta ocasión, este ente trascendente no
lo es tanto que pueda desligarse del hombre que lo origina. Este ente, quiérase
o no, depende del hombre. A diferencia del Dios cristiano que crea al hombre,
este ente es un Dios creado por el hombre. Un ente cuya existencia depende del
hombre mismo. Es este el que lo hace posible, el que le da existencia y lo
determina con su acción. Dios; la Divinidad, cualquiera que sea el nombre que
se le dé, existe porque es el hombre el que le da con su obrar. Dios es el
producto de las obras del hombre. Sin el actuar del hombre, la Divinidad
carecería de existencia. Sin este actuar, la bondad divina dejaría de hacer-
patente, el progreso se detendría o el espíritu dejaría de existencia de sí mismo.
Sin los hombres, la misma naturaleza, aun existiendo por sí misma, carecería de
ser. Nada ni nadie sería testigo de la bondad, gloria o justicia divina, ni habría
instrumento que las realizase. El espíritu, Dios, naturaleza, o como se le llame,
no sería otra cosa que una fuerza indeterminada, sin expresión concreta, sin
fines, o el impotente de los valores14. Dios depende, aquí, del hombre. El
hombre es, en última instancia, el creador de Dios, no es sino una expresión del
poder del hombre. Es todo que el hombre ha sido, es y puede llegar a ser. Dios
es, así, pura posibilidad humana, su futuro, su permanente poder ser; esa meta
sin fin que el hombre moderno ha inventado para .justificar su existencia.
La relación del Dios con el hombre, de lo universal con ese ente concreto que
es el hombre, se hace claramente patente en el romanticismo. «La esencia
propia del romanticismo —decía Ióvalis— es hacer absoluto, universalizar y
clasificar el momento o la situación individual.» El romanticismo eleva lo
particular, lo concreto y único a lo absoluto y universal. El individuo, al
expresarse como tal, expresa, aunque parezca paradójico, la universalidad. El
individuo es como el espejo que hace posible que el ente universal por
excelencia. Dios, se conozca a sí mismo. Sin esta conciencia, piensan los
románticos, y con ellos los filósofos de la historia que hacen del romanticismo
su punto de partida, la divinidad carecería de existencia. Dios deja de ser un
ente puramente natural y ciego al reflejarse en la conciencia del hombre. Los
dioses, dicen los grandes poetas románticos alemanes, no serían felices si no
hubiese una conciencia que hiciese patente su existencia y su misma felicidad.
Es más, no tendrían existencia sin esa conciencia que los hace patentes, que da
cuenta de ellos. Por ello, dicen estos poetas, los dioses han tenido que crear a
los hombres. Necesitan del reconocimiento de los hombres. «Ciertamente —
decía Hoelderlin— lo sagrado necesita, para su completa gloria, de un corazón
humano que lo sienta y lo reconozca, del mismo modo que los héroes sienten la
necesidad de ser reconocidos y coronados de laureles.»
14
Sobre este aspecto Max Seheler, y con él la Filosofía de los fon. hace patente la
impotencia de los valores en relación, en la cual deben realizarse.
34
Schiller expresaba, también, esta relación entre lo absoluto y el individuo al
decir: «El Gran Amo del Mundo estaba sin alegría, algo faltaba a su divinidad,
por eso creó los espíritus, que son los reflejos afortunados donde se refleja la
divina beatitud.» Hoelderlin, por su parte, hace patente la trágica necesidad de
la Divinidad al decir: «Solo y solitario, mudo y triste, estaría en las tinieblas el
Padre Divino, a pesar de su omnipotencia, a pesar de ser todo pensamiento,
todo fuego, si no pudiera reflejarse en los hombres, si los hombres no tuvieran
un corazón para cantarle.» Ahora bien, el canto supremo de la humanidad es la
acción que se hace patente en la historia. Dios, la Divinidad, dicen los
románticos, se hace patente en la historia, en la cultura, en la humanización de
la naturaleza. La Divinidad, dicen también los románticos, necesita de las
hazañas de los hombres. Estos, al enfrentarse al mundo natural para
transformarlo convirtiéndolo en cultura, van dando a la Divinidad conciencia de
su existir. Sin la historia del hombre, la única historia posible, los dioses se
cansarían de una inmortalidad semejante a la de la piedra, una inmortalidad sin
sentido, muda, triste. «Los dioses —dice Hoelderlin— se cansan de la
inmortalidad: necesitan una cosa: esa cosa es el heroísmo de la humanidad. Sí,
necesitan de los mortales, porque los seres celestes no tienen conciencia de su
ser. Necesitan, sea permitido expresarse así, que alguien les revele su
existencia».
De aquí que «el fin de la historia universal», esto es, de la obra del hombre,
sea, por lo tanto, dice Hegel, «que el espíRITU llegue a saber lo que es
verdaderamente y haga objetivo «te saber, lo realice en un mundo presente y
se produzca A sí mismo objetivamente». Por esta razón, los individuos
35
Concretos, los hombres de carne y hueso, al tratar de realizar propios fines van
realizando los fines universales del espíritu. «Los individuos —dice Hegel—
quieren sin duda, en parte, fines universales; quieren un bien.» Solo que se
trata de bienes de naturaleza limitada; pero es mediante ellos como el espíritu se
va realizando. «En la historia universal y mediante las acciones de los hombres,
surge algo más que lo que ellos se proponen y alcanzan, algo más de lo que
ellos saben y quieren inmediatamente. Los hombres satisfacen su interés; pero
al hacerlo producen algo más, algo que está en lo <fke hacen, pero que no
estaba en su conciencia, ni en su intención.» Este algo es lo que hace que el
espíritu se realice. «En la historia universal —agrega Hegel— hay sin duda
también satisfacción; pero esta no es lo que se llama felicidad, pues es la
satisfacción de aquellos fines que están sobre los intereses particulares. Los
fines que tienen importancia en la historia universal, tienen que ser fijados con
energía, mediante la voluntad abstracta. Los individuos de importancia en la
historia universal que han perseguido tales fines se han satisfecho, sin duda;
pero no han querido ser felices»15. De esta manera, el hombre concreto se
puede transformar en agente de la Divinidad, en instrumento del espíritu, la
civilización, la democracia o la libertad en abstracto. Deja de ser un hombre, su
voluntad y sus fines dejan de ser particulares, para transformarse en agente de
una voluntad con fines abstractos, universales.
15
Guillermo Federico Hegel, Filosofía de la Historia Universal. Madrid, 1928.
36
El hombre moderno saca así de su endeble ser un nuevo determinismo. Un
determinismo que hace de su obrar, concreto y determinado, el obrar propio de
la Divinidad, cualquiera que sea el nombre que lleve. Obrar que se convierte en
orientación, dirección o guía de todo obrar humano. Obrar con sentido que
trasciende los intereses del obrar cotidiano y concreto del hombre; obrar con el
sentido propio de la divinidad que se realiza en él. Sin embargo, detrás de esta
supuesta trascendencia, detrás de esta divinización del humano, se esconde un
conjunto de intereses no menos concretos que aquellos que se habla de
trascender. Los fines, los Intereses que se debaten, son los de unos
determinados hombres grupos o clases sociales. Este nuevo determinismo sirve
para justificar los intereses del nuevo hombre y la nueva clase social que ha
.arribado a la historia. El hombre que ha tomado la iniciativa en ese nuevo
mundo, en el mundo moderno, hace de su obrar concreto y los fines por él
perseguidos, el Obrar por excelencia, el único obrar válido y los únicos fines por
realizar. Toda acción o interés que se aparte de este obrar e intereses carecerá
de sentido en el nuevo orden y, por ende, de justificación. Ahora bien, faltos de
justificación, por no estar de acuerdo con los de los nuevos grupos sociales,
tendrán que apartarse o ser apartados. Grupos sociales, sociedades, pueblos o
individuos cuyos intereses sean opuestos, o siquiera diversos, tendrán que
someterse o exponerse a su exterminio. Su destino, si quieren sobrevivir, será
el de servir DE instrumentos para el acrecentamiento de los individuos o grupos
que se presentan, a sí mismos, como la encarnación le los más altos fines
divinos, del progreso o del espíritu. Estos fines tendrán que ser sus propios
fines. Solo dentro del nuevo orden teológico de los puritanos; o dentro del
orden - establecido por las naciones que se presentan como abanderados del
progreso; o dentro del orden establecido por las i naciones en las cuales el
espíritu de la cultura occidental va tomando conciencia es posible la
supervivencia. Fuera es la muerte, el destierro, la perdición del alma, la
barbarie, lo marginal, lo no humano. Los hombres, pueblos o naciones que se
aparten de este orden estarán fuera de todo posible orden, pues no se
reconoce la existencia de otro que pueda ser diverso al establecido por el
hombre moderno; fuera, por ende, de todo lo que justifique su existencia. Estos
hombres no serán otra cosa que expresiones de lo negativo, del mal en sus
diversas expresiones, tales como la barbarie o la animalidad.
Por ello, toda acción contra estos hombres, pueblos o naciones queda no solo
justificada, sino que además es vista como una acción necesaria; como
expresión de algo que Dios, el progreso o el espíritu ha encomendado al
hombre o sociedad en que ha encarnado. Este hombre o grupo social tiene,
entre otras misiones, la de destruir al mal donde lo encuentre, la de someter a
la barbarie, la de dominar a la naturaleza en todas sus expresiones. Su misión
es establecer el reino de Dios en la tierra, o el reino de la cultura, el progreso o
la civilización; el reino de la libertad y la democracia, sobre todo lo que sea
opuesto a ellos; y será opuesto todo lo que no coincida con los intereses
concretos de ese hombre o grupo social que dicen encarnarlos. Así, vencer al
37
mal, en sus diversas expresiones, e incorporar a otros hombres y pueblos a ese
reino de Dios, el progreso o el espíritu, viene a ser la elevada misión del
hombre o pueblo privilegiados, la de hombres o pueblos que se presentan a sí
mismos como la encarnación de los más altos valores de lo trascendente.
Representantes, como lo son, de esos valores, su acción tendrá siempre éxito;
están predestinados a triunfar siempre. El bien siempre prevalecerá sobre el
mal; la civilización sobre la barbarie; los derechos de los mejores sobre los de
los inferiores. Todo éxito alcanzado no será otra cosa que expresión del bien;
en cambio, todo obstáculo, toda resistencia al logro de ese éxito será visto
como expresión del mal, como expresión de lo negativo por excelencia. Pero
está escrito que el bien siempre vencerá al mal; los obstáculos que este ponga
serán salvados. Dios, el progreso, el espíritu siempre triunfarán; los hombres y
pueblos en los cuales encarnan se destacarán, precisamente, por sus éxitos. Así
es, y no podrá ser de otra manera. Eso está escrito en el libro de la eternidad.
Nada ni nadie podrá alterar lo escrito en este libro. El nuevo hombre, el hombre
occidental y su cultura se ven y se presentan a sí mismos como entes
predestinados al triunfo, un triunfo permanente, sobre hombres y pueblos que
no se les subordinen voluntariamente.
38
Por ello, hablar del mundo occidental no es hablar, en forma alguna, de un
mundo cuya historia cultural abarque la cultura cristiana y la cultura clásica, No,
este mundo empieza prácticamente en el siglo XVI y se prolonga hasta nuestros
días. Un mundo que, si bien tiene sus raíces en la Cristiandad y la cultura
grecolatina, también-pretende ser distinto de ellas, y tan distinto que empieza
por negarse ese pasado como propio, presentándose a sí mismo como un
mundo nuevo, y a sus hombres como hombres que empiezan su historia, la
historia de la verdadera humanidad. Y solo a partir de esta idea aceptan tal
pasado. La modernidad, como expresión cultural del mundo occidental que
surgió simbólicamente en esa etapa histórica llamada Renacimiento, se
presentará como opuesta a la Cristiandad. Se opone a su orden, a sus
estamentos; a su moral y a la casi totalidad de sus expresiones culturales. La
modernidad solo acepta el pasado de la manera como lo hacía Descartes:
provisionalmente, a reserva de cambiarlo por algo nuevo; a reserva de
transformarlo en aquello que mejor concuerde con la nueva concepción del
mundo y de la vida del nuevo hombre16.
16
Toynbee considera también que el Mundo Occidental; aunque ligado al pasado
cristiano y grecorromano, es el que surge con una nueva idea del mundo y de la vida en el siglo
xvi y se perfila con sus grandes aportaciones: las instituciones democráticas y el indus trialismo,
en los siglos XVIII y XIV.
17
Esta es, en nuestros días, la preocupación que ha dado origen la gran obra de
Toynbee: mostrar al Mundo Occidental cómo es posible evitar la muerte de su civilización no
cayendo en los errores en que cayeron otras civilizaciones en el pasado.
39
Gibbon ya había escrito en el XVIII su Decadencia y caída del Imperio Romano para
mostrar a los ingleses cómo deberían organizar su imperio; un imperio en el
que se evitasen los errores de los romanos en la antigüedad y, con ello,
asegurar la permanencia del mismo. El progreso pero con un agente
permanente, estable i el hombre occidental. El protagonista de la historia, una
vez eliminados sus antiguos agentes, como lo habían sido en un pasado todavía
inmediato la aristocracia feudal y la Iglesia, tenía que ser siempre la clase que
había originado el nuevo orden social, cultural y económico: la burguesía. Lo
único que cambiaría de ella en la historia tendría que ser su capacidad, una
capacidad siempre renovada, para el progreso. Por ello, el espíritu que se hace
más patente en este afán siempre renovado de acumulación de bienes en una
cadena sin fin es descrito por Hegel como un «devorador insaciable». Es el
mismo espíritu sin metas, nunca satisfecho, que se hace patente en el mito de
Fausto. El espíritu del mundo occidental, el espíritu «fáustico» que Spengler
asignará en nuestro siglo al Occidente.
Todo progreso, todo lo que el hombre pueda llegar a ser, o a alcanzar, tendrá
que serlo dentro del orden o intereses de ese devorador insaciable que es el
mundo occidental. Por ello, la historia de esta cultura será la única historia
posible, la única historia propiamente, dicha. Los hombres, pueblos o culturas
que no estén dentro de esta historia, que se presenta a sí misma como la
historia universal, pertenecerán al pasado; a lo que, haciendo sido, no tiene por
qué volver a ser; o a un futuro tan lejano que, por no haber sido ni poder ser
todavía, ni siquiera se puede hablar de él. De esta manera, los pueblos no
occidentales, no solo los que existieron, sino también los que existen, aquellos
con los cuales se ha tropezado el Occidente en su expansión sobre el mundo,
pasarán a formar parte de lo que fue, de lo que ya es tan solo leyenda, cuento,
inexistencia; o a lo que puede tan solo llegar a ser: profecía, imaginación,
utopía; igualmente, lo inexistente, la nada.
40
futuro. «América —dice— no ha terminado aún su formación, y menos todavía
en lo tocante a la organización política... Norteamérica no constituye prueba
ninguna en favor del régimen republicano. Por eso no nos interesa este Estado,
ni tampoco los demás Estados americanos, que luchan todavía por su
independencia. Solo tiene interés la relación externa con Europa; en este sen-
tido, América es un anejo, que recoge la población sobrante de Europa.
América, al ponerse en contacto con nosotros, había dejado ya de ser, en
parte. Ahora puede decirse que aún no está acabada de formar.» ¿Qué es,
entonces, América dentro de esa historia en la que el principal protagonista es
Europa, el Occidente? «América —contesta Hegel— es el país del porvenir. En
tiempos futuros se mostrará su importancia histórica, acaso en la lucha entre
América del Norte y América del Sur. Es un país de nostalgia para todos los que
están hastiados del museo histórico de la vieja Europa... América debe
apartarse del suelo en que, hasta hoy, se ha desarrollado la historia universal.
Lo que hasta ahora acontece aquí no es más que el eco del Viejo Mundo y el
reflejo de ajena vida. Mas como país del porvenir América no nos interesa; pues
el filósofo no hace profecías. En el aspecto de la historia tenemos que
habérnoslas con lo que ha sido y con Jo que es. En la filosofía, empero, con
aquello que no solo ha sido y no solo será, sino que es y es eterno: la razón. Y
ello basta»19.
Fuera también de la historia, por no haber hecho aún nada por ella, queda
también África; un continente que ni siquiera tiene aún ese futuro que se
asigna a América. Parte del mundo que, dice Hegel, «no tiene en realidad
historia. Por eso abandonamos África, para no mencionarla ya más. No es una
parte del mundo histórico; no presenta un movimiento ni una evolución y lo
que ha acontecido en ella, en su parte septentrional, pertenece al mundo
asiático y europeo. En esta parte, Cartago fue un momento importante y
transitorio; pero siendo colonia fenicia pertenece a Asia. Egipto habrá de ser
considerado al hablarse del tránsito del espíritu humano de este a oeste; pero
no pertenece al espíritu africano.
Lo que entendemos propiamente por África es algo aislado y sin historia, sumido
todavía por completo en el espíritu natural, y que solo puede mencionarse,
aquí, en el umbral de la historia universal» África está, así, al margen de la
historia; de esa historia cuyo único protagonista se considera el hombre occi-
dental. África es el estado absoluto de inocencia; por ello, fuera de la historia,
«...en África —dice Hegel— encontramos eso que se ha llamado estado de
inocencia, de unidad del hombre con Dios y la naturaleza. Es este el estado de
la inconsciencia de sí. Pero el espíritu no debe permanecer en tal punto, en este
estado primero. Este estado natural primero es el estado animal. El paraíso es el
jardín en donde vivía cuando se hallaba en el estado animal y era inocente,
cosa que el hombre no debe ser.» De ahí, también, ese desprecio que el
africano siente por el hombre, dice Hegel. «Es increíble lo poco, lo nada que
vale el hombre en África. Existe un orden que bien puede considerarse como
19
Hegel, op. cit., pp. 185-186.
41
tiranía; pero que los negros no sienten como injusto.» De este orden se deduce
la naturalidad de la esclavitud. «Si bien en África el hombre no vale nada se
explica que la esclavitud sea la relación jurídica fundamental.» África no tiene
con Europa otro lazo que ese de la esclavitud. Es solo la proveedora de
esclavos del mundo occidental. «La única conexión esencial que los i negros
han tenido y aún tienen con los europeos —sigue diciendo. Hegel— es la de la
esclavitud.» ¿Es injusta esta relación? Lo es, contesta el filósofo alemán, pero
no puede ser de otra manera. «La esclavitud es en sí y por sí injusta, pues la
esencia del hombre es la libertad; pero para el ejercicio de la libertad se
necesita cierta madurez. La eliminación § progresiva de la esclavitud es, pues,
más conveniente que su abolición».
Eliminada África, ¿qué sucede con el resto del Viejo Mundo? Allí está Asia, «el
verdadero teatro de la historia universal». En Asia sí existe la conciencia de sí y
por sí. Pero Asia es solo el pasado. La fuente, el antecedente de Europa, del
Occidente; pero no más. Está relacionada con Europa como el pasado se
relaciona con el presente, «Nada de lo que aquí se le ha producido ha quedado
en el país mismo, sino que ha sido enviado por Europa.» Y de Asia la parte más
importante para Europa es, en opinión de Hegel, la Asia anterior, lo que hora
llamamos el Medio Oriente, que ha servido de enlace entre el resto de Asia y
Europa. Pero también esta parte de Asia es el pasado que ha sido potenciado
en el presente europeo. «En esta parte de Asia hallamos el orto de principios
que no han sido perfeccionados en el suelo mismo de su nacimiento, sino que
han recibido su pleno desarrollo en Europa. Enasta parte de Asia se han
originado todos los principios religiosos y políticos, cuya evolución ha
acontecido en Europa».
42
Justificada la; preeminencia de Occidente respecto a otros pueblos antiguos'\y
modernos, solo faltaba justificar la expansión de ese mundo sobre pueblos que
habían llegado antes o llegaban demasiado tarde a una historia que tenía como
único protagonista al europeo. La filosofía que justificaba esta expansión llevó y
lleva, entre oíros nombres, el de liberalismo. Un liberalismo ajeno, como
veremos más adelante, al surgido en España y los países iberos. Un liberalismo
que, en nombre de esa libertad de que habla Hegel, iba a justificar el predo-
minio sobre pueblos que no habían arribado a ella. Pueblos que, por una u otra
razón, no habían podido vencer su naturaleza. Pueblos inmaduros o
anacrónicos.
III
43
¿Cuál fue el mundo del que fueron desplazados los pueblos no occidentales? El
mundo de la libertad y del dominio de la naturaleza. El mundo de la
instituciones democrático-liberales el confort material que se alcanzó con el
industrialismo, fueron las dos principales aportaciones del mundo occidental.
Esto fue lo que lo caracterizó. Las dos grandes tendencias, dice Toynbee, que
pueden caracterizar a este mundo son estas dos instituciones: «el sistema
industrial de economía y un sistema político apenas menos complicado que lla-
mamos democracia, como abreviatura de: gobierno representativo parlamentario
responsable, en un Estado nacional independiente, soberano. Estas dos
instituciones, económica la una, política la otra, alcanzaron supremacía general
en el mundo occidental a fines de la época anterior a la nuestra, porque
Ofrecieron soluciones provisionales a los problemas principales que esa época
tuvo que enfrentar.» Ambas instituciones son la expresión de lo que Hegel
llamaba libertad del espíritu, característica del mundo occidental.
Libertad frente a la naturaleza en el aspecto social, político y económico.
Eran estas las mismas naciones que habían luchado y vencido a pueblos que
aún se empeñaban en mantener actitudes contrarias a esta libertad. Las
mismas naciones que recriminaban a España por la expoliación que había
realizado sobre sus colonias; las mismas naciones que habían condenado y
condenaban a la «España negra» que había traído a sus colonias el despotismo
político y la superstición religiosa. Las mismas naciones que, en África y Asia,
habían sometido a pueblos que aún vivían en un estado de inconsciencia,
patente en su subordinación a la naturaleza y en las instituciones despóticas
que los regían. Naciones que llevaban la civilización a esos pueblos que, por
una causa u otra, estaban fuera de la historia.
44
Eran las mismas naciones que habían decretado la libertad de los mares
eliminando a España de los mismos; las mismas naciones que ahora declaraban
la libertad de comercio en todos los ámbitos del mundo, cañoneando los
puertos de los pueblos que se negaban a comerciar con ellos. Naciones que en
América habían estimulado la emancipación política de las colonias hispanas
para provocar el vacío que después llenaban con obligaciones y concesiones
para explotar económicamente un mundo que no había sabido explotar la
antigua metrópoli española. Los pueblos hispanoamericanos, que habían alcan-
zado su emancipación política, como los pueblos que en Asia y en África habían
recibido el impacto de la civilización occidental, aprendieron pronto que la
ayuda que esta civilización prestaba, por pequeña que fuese, tenía un precio.
Este precio tenía que ser pagado en concesiones sobre las riquezas de las
naciones independizadas o civilizadas. La entrada a la historia ora gratuita, la
libertad que se suponía alcanzaban tenía un costo: un nuevo tipo de
subordinación. La subordinación propia de los pueblos inmaduros o
anacrónicos. No se podía pasar violentamente del pasado al presente, ni
adelantarse al futuro. «Para el ejercicio de la libertad —decía Hegel— se
necesita cierta madurez.» En cuanto a la esclavitud, es más conveniente su
«eliminación progresiva, que su súbita abolición».
Nada podían hacer estas naciones para que el espíritu de la libertad se hiciese
posible en estos pueblos, salvo incorporarlos en el estado en que se
encontraban para que, dentro de este nuevo ámbito, en forma natural y
progresiva, se pusiesen a la altura de ese nuevo mundo. Pero esto era algo
propio de estos pueblos. A ellos y solo a ellos correspondía tomar conciencia de
la libertad, como la que habían tomado los pueblos occidentales, sin ayuda, con
su propio esfuerzo. Mientras tanto, guardando su situación de inmadurez, esto
es, de pueblos más cercanos al espíritu en su estadio natural que no el de la
libertad, servirían de instrumento de ese espíritu libre encarnado en las
naciones occidentales. Toda esa filosofía se haría patente en el liberalismo, en
la filosofía liberal de origen occidental que se había expresado en las ya citadas
instituciones: la democracia y la industrialización.
45
doctrina.»20 Más que una doctrina racional, definible, es un modo de sentir y
vivir la vida, una concepción del mundo. La concepción del mundo y de la vida
del llamado hombre occidental. Esa concepción del mundo y de la vida de la
cual hemos hecho ya algunos anticipos en los capítulos anteriores; concepción
que trataremos de ampliar aquí enfocándolo en otros ángulos, especialmente el
referente a su idea de la libertad en relación con la supuesta libertad de otros
hombres y otros pueblos. Idea de la libertad que va a coincidir con su idea
sobre la historia como progreso, como una nueva forma de justificación en su
infinito afán de predominio: primero, dentro de la propia sociedad de donde es
originario; después, en su relación con otras sociedades, otros pueblos y otras
naciones.
Por esta razón, el moderno tiene poco o ningún aprecio por individuos o
pueblos que, de acuerdo con este punto de vista, no han podido lograr esa
capacidad para vencer a la naturaleza en su aspecto político y técnico. No
comprende, ni intenta comprender, las verdaderas causas de esa supuesta
incapacidad. Para este hombre no existen sino individuos y pueblos capaces o
incapaces. Las mismas dificultades para vencer los obstáculos son vistas como
expresión de esa supuesta incapacidad. Incapacidad que viene a ser, también,
como un índice de infrahumanidad. Algo deben tener estos hombres y pueblos
que no han podido alcanzar la democracia ni han vencido a su naturaleza; este
algo les coloca en una escala de inferioridad humana frente a individuos o
pueblos» que han logrado instituciones democráticas o han vencido a su
naturaleza. La diferencia entre unos y otros, entre capaces e incapaces,
justifica, a su vez, la actitud que los primeros toman frente a los segundos. Por
encima de cualquier consideración que permita comprender la situación de los
20
J. Laski, El liberalismo europeo. Fondo do Cultura Económica, México, 1953,
p. 14.
46
segundos está el hecho de su incapacidad, esto es, de lo que los mismos
significan en la incontenible marcha del progreso.
Frente a estos hombres y naciones amantes del progreso están, desde luego,
los hombres y naciones que no se han esforzado lo suficiente o nada, por
alcanzar bienestar y riqueza. Las razones internas o externas dé esta supuesta
incapacidad no se aceptan, solo vale el hecho concreto de su miseria. Por ello,
hombres que se consideran a sí mismos como creadores de su propia riqueza y
bienestar, como creadores de la grandeza de su nación, no sentirán simpatía
alguna por hombres y naciones que no han hecho de esa riqueza y bienestar
material la meta de su existencia; o que, debido a su situación social y
formación cultural, tropiezan con dificultades para alcanzar tal riqueza y
bienestar material, como sucede con todo el mundo no occidental. En su
marcha, siempre ascendente, las naciones formadas por estos hombres que a sí
mismos se consideran capaces tropezarán con pueblos pobres en tales bienes.
Pueblos que no les merecerán ninguna consideración, como tampoco se las han
merecido individuos dentro de su propia sociedad que han mostrado la misma
incapacidad para triunfar. Esta actitud se hace patente ideológicamente en el
21
Adam Smith, Theory of the Moral Sentimerits. Londres, 1759. Cf. op. cit., do
Laski.
47
liberalismo del que se hicieran abanderadas las grandes naciones occidentales.
Analizando esta doctrina, ha dicho Laski lo siguiente: «El liberalismo siempre ha
estado afectad» por su tendencia a considerar a los pobres como hombres
fracasados por su propia culpa.»
Ahora bien, lo que se dice acerca de los individuos se puede decir, también,
sobre los pueblos. Pueblos que han vencido a la miseria y pueblos que aún se
mantienen en ella. De ahí resulta que el mundo entero, excepción hecha de los
pueblos que forman el llamado Occidente, se halla formado por pueblos que,
por diversas circunstancias, se empeñan en mantener valores distintos de
aquellos que han hecho la grandeza de las naciones modernas. Pueblos que no
han comprendido la importancia de la ciencia emancipadora; pueblos que, por
una causa u otra, se retrasaron en la carrera que conduce a la emancipación
del hombre de la naturaleza. Pueblos que no han hecho del trabajo concreto de
sus individuos la grandeza de su nación. Pueblos, en fin, al margen del
progreso cuya dirección lleva el Occidente; pueblos que no pueden tener en
esta marcha del progreso otro lugar que el de subordinados.
22
Op, cit, pag 223
48
independientemente del lugar que dentro del mismo guarden. Los pueblos
occidentales lejos de ver en esta expansión algo negativo, la ven como un don
que se otorga a pueblos que no han hecho nada por incorporarse al nuevo
mundo.
49
pobre, el hombre que no pertenecía ni había pertenecido a esa clase media que
había dado origen a la burguesía que ahora imponía sus puntos de vista a su
sociedad y al mundo, nada podía hacer con la declaración que habla de su
igualdad, si carecía de los medios materiales con los cuales hace valer esta
igualdad frente a individuos que tenían sobra de ellos. Una igualdad ficticia, ya
que en la competencia, en la que se veía obligado a participar, no tenía otros
medios que sus propias fuerzas físicas; mientras su opositor era poseedor de
los instrumentos materiales, técnicos, medios de producción que ya había
acumulado; esos mismos medios que le habían permitido triunfar sobre sus
viejos enemigos: la aristocracia de origen feudal y el orden representado por la
Iglesia.
Por ello, una clase que había podido destruir sustituyendo al viejo orden
medieval no se encontraba, en forma alguna, en relación de igualdad con clases
o grupos sociales que no tenían otros bienes que su capacidad para el trabajo.
Un trabajo que podría o no ser aceptado, en forma individual, por la clase que
tenía en sus manos todos los medios de producción. Esto mismo habrá de
suceder con los pueblos con los cuales se encontró el Occidente en su
expansión. Estos pueblos se encontraban en un alto plano de desigualdad
material al ser incorporados al mundo moderno. Algunos de ellos, como los
iberoamericanos, fueron seducidos por el espejismo de la libre competencia en
un mundo al cual llegaban tarde; en un mundo en el que el predominio material
estaba ya en manos de los pueblos occidentales. En esta supuesta
competencia, a la cual les incitaban esos pueblos, estaban ya en absoluta
desventaja. Pueblos que no poseían otra riqueza que su nuevo afán por
alcanzarla se veían obligados a competir con pueblos que ya habían acumulado
suficientes riquezas para imponer sus puntos de vista e intereses. Pueblos que
empezaban por reeducarse para adaptarse al mundo moderno tenían que
competir con pueblos que habían hecho posible ese mundo. Competencia entre
pueblos ricos y pueblos pobres. Entre pueblos que estaban llegando al apogeo
de expansión económica y política y pueblos que no tenían otra cosa que su
aspiración a imitarlos. Pero había algo más; estos pueblos, en su aspiración a
ser 'como grandes modelos occidentales, lejos de recibir estímulo alguno de
ellos, representaron para los mismos un obstáculo a vencer. Su afán por
emularlos fue un reto más para su espíritu de expansión. Un reto a su
incontenible afán de enriquecimiento que podía ser mermado si las nuevas
naciones triunfaban en su afán por imitarlos. En el mundo no había ya lugar
para el enriquecimiento de otros pueblos, ni posibilidad alguna de llegar aún
acuerdo sobre un nuevo reparto de la riqueza del mundo-, una vez que un
grupo de naciones había alcanzado el control absoluto de la misma. No
quedaba sino la competencia entre el fuerte y el débil, una competencia que
no venía a ser otra cosa que un instrumento de justificación de la rapiña que el
primero realizaba sobre el segundo, armado, como estaba, de todos los
instrumentos para el triunfo.
50
Triunfo seguro, en el que la palabra competencia era solo expresión de la
justificación de lo injustificable en un campo moral
¿Cómo era posible que esta injusticia y desigualdad se derivasen de una
filosofía que parecía ser todo lo contrario, como el liberalismo? Sobre esto, nos
dice Laski lo siguiente: «Como doctrina, se relaciona sin duda directamente con
la noción de libertad, pues surgió como enemigo del privilegio conferido a
cualquier clase social por virtud del nacimiento o creencia.» Esto es, contra la
vieja aristocracia de origen medieval y contra la Iglesia. «Pero la libertad que
buscaba tampoco ofrece títulos de universalidad, puesto que, en la práctica,
quedó reservada a quienes tienen una propiedad que defender.» La libertad es
entendida como liberad para el propio enriquecimiento, como liberación frente a
cualquier traba que limitase este enriquecimiento. Libertad frente al Estado o
cualquier otra institución de carácter social que tratase de limitar este derecho
al libre enriquecimiento. «Casi desde los comienzos —sigue Laski—, lo vemos
luchar por poner diques a la autoridad política, por confinar la actividad
gubernamental dentro del marco de los principios constitucionales y, en
consecuencia, por procurar un sistema adecuado de derechos fundamentales
que el Estado no tenga facultad de invadir.» Pero derechos que van a ser
escamoteados a otros grupos o clases que puedan impedir ese libre crecimiento
de la clase que ha hecho del liberalismo su doctrina. «Pero aquí, también, al
poner en práctica esos derechos, resulta que el liberalismo se mostró más
pronto e ingenioso para ejercitarlos en defensa de la propiedad, que no para
proteger y amparar bajo su beneficio al que no poseía nada que vender fuera
de su fuerza de trabajo. Intentó, siempre que pudo, respetar los dictados de la
conciencia, y obligar a los gobiernos a proceder conforme a preceptos y no
conforme a caprichos; pero su respeto a la conciencia se detuvo en los límites
de su deferencia para con la propiedad, y su celo por la regla legal se atemperó
con cierta arbitrariedad en la amplitud de su aplicación.» El liberalismo, sigue
diciendo Laski, «siempre ha adoptado una actitud negativa ante la acción
social». Por eso, «el liberalismo, aunque siempre pretendió insistir en su
carácter universal, siempre se reflejó en instituciones de beneficio demasiado
estrechos o limitados para el grupo social al que pretendían conducir. Porque si
bien en teoría se ha rehusado a reconocer límites de clase o credo, o aun de
raza, a su aplicación, las circunstancias históricas en que ha funcionado lo
constreñían a limitaciones involuntarias».
Así tenía que ser, no podía ser de otra manera. El liberalismo no fue sino una
doctrina cuyo fin último fue justificar el predominio de la nueva clase surgida al
desaparecer el orden medieval. «Lo que produjo el liberalismo —sigue Laski—
fue la aparición de una nueva sociedad económica hacia el final de la Edad
Media. En lo que tiene de doctrina, fue modelado por las necesidades de esa
sociedad nueva; y, como todas las filosofías sociales, no podía trascender el
medio en que nació. También como todas las filosofías sociales, contenía en sus
mismos gérmenes los factores de su propia destrucción, en virtud de la cual la
nueva clase media habría de levantarse a una posición de predominio político.»
Inventó, como forma de relación social entre grupos desiguales, la idea de
51
libertad contractual que se realizaba a partir de una supuesta igualdad entre los
contratantes. «Nunca pudo entender —o nunca fue capaz de admitirlo
plenamente— que la libertad contractual jamás es genuinamente libre hasta
que las partes contratantes poseen igual fuerza para negociar. Y esta igualdad,
por necesidad, es una función de condiciones materiales iguales. El individuo a
quien el liberalismo ha tratado de proteger es aquel que, dentro de su cuadro
social, es siempre libre para comprar su libertad; pero ha sido siempre una
minoría de la humanidad el número de los que tienen los recursos para hacer
esa compra. Puede decirse, en suma, que la idea de liberalismo está
históricamente trabada, y esto de modo ineludible, con la posesión de
propiedad.» 23
23
Laski, op. cit., pp. 15 y 16. Sobre esta misma relación, en lo que se refiere
a los pueblos débiles respecto de los fuertes, ha hecho un agudo análisis Juan
José Arévalo en su libro que lleva el simbólico nombre de Fábula del tiburón y las
sardinas. México, 1956.
52
sus pueblos. Estos iban a ser los portadores de tales valores en el resto del
mundo, pero, al mismo tiempo, sus únicos beneficiarios.
53
cosas. Siempre ha rehusado ver cuán poco significado existe en la libertad de
contrató cuando está divorciada de la igualdad en la fuerza de negociación» \
Por ello, la conciencia de este hecho entre los grupos más fuertes, se hizo
patente en una resistencia cada vez l. más organizada contra la clase que en
nombre de la libertad y la igualdad mermaba sus cada vez más raquíticos
intereses.
La Revolución Industrial, punto de partida del ascenso de F la burguesía
occidental, se inició en el siglo XVIII en Inglaterra. Esta revolución significó
mayor producción y, con ella, mayo- ' res ganancias. Sin embargo, la
experiencia inglesa haría patente un fracaso en la primera mitad del siglo xix.
Los resultados de esta experiencia se presentaron como negativos. La
revolución, lejos de conducir al supuesto bienestar social y al enriquecimiento
nacional, llevó al país a la desocupación y, con ella, a la miseria. Y esto fue así
porque la burguesía en su crecimiento, el crecimiento que había de originar el
capitalismo, había descansado en la explotación de sus propios nacionales, en
la explotación de las clases más débiles de su nación. Fueron los grupos más
débiles de Inglaterra los que se vieron forzados a pagar el precio que
significaba la industrialización y la capitalización. La burguesía occidental
originada en Inglaterra crecía, se expandía, pero a costa de sus nacionales más
débiles, de los grupos sociales más débiles de Inglaterra. «Esta expansión —
dice Fritz Sternberg— se hizo principalmente a expensas de las formas
precapitalistas de producción en el interior del país.»24
El resultado fue la crisis. Crisis que amenazó con frenar la marcha del
capitalismo que la había originado en su crecimiento. Una gran masa con una
mayoría de desocupados y empobrecida tenía que ser, forzosamente, un mal
mercado para los productos que habían hecho posible la industrialización del
país. ¿Cuál podría ser la solución? ¿Cómo resolver este problema? La única
solución tenía que darla la salida al exterior, la expansión hacia otros pueblos,
hacia los pueblos no occidentales, en los que no se tropezase con la
competencia que ya se hacía patente en otras naciones occidentales. Inglaterra
buscó esta salida; la tenía en sus colonias, que ahora iba a tratar de aumentar.
Las colonias, abastecedoras de materias primas, iban a servir, también, de
mercados para ciar salida a las mismas materias, pero elaboradas. Los hombres
de los pueblos no occidentales, los coloniales, iban a cargar, ahora, con el
precio que era menester pagar para lograr la grandeza y enriquecimiento de la
nación inglesa.
54
seguirían tan útil práctica. Una práctica que les evitaría la experiencia del
fracaso inglés en su primera etapa de industrialización y capitalización. La
consecuencia sería esta etapa de gran prosperidad occidental que se hizo
patente en la segunda mitad del siglo xix, especialmente en Inglaterra. Engels,
en carta escrita a Marx el 7 de octubre de 1858, declaraba: «El proletariado
inglés, de hecho, se está volviendo cada vez más burgués, de modo que parece
que esta nación, la más burguesa de todas, acabará por tener una aristocracia
burguesa y un proletariado burgués, así como tiene una burguesía.» 1 La
expansión occidental permitía la creación de una nación ciento por ciento
burguesa con sus diferencias internas; pero en situación superior a la que había
establecido en sus colonias. Colonias cuyos pueblos representaban el pro-
letariado que había hecho posible la situación burguesa de sus metrópolis.
«Los obreros burgueses de Europa —dice Sternberg—... surgieron durante un
período de tremenda expansión capitalista y de explotación imperialista... Al
mismo tiempo, centenares de millones de personas en los países coloniales y
semicoloniales tenían un nivel de vida muy inferior al de los s obreros europeos.
No eran solo los trabajadores de esos países | los que vivían en condiciones
muy inferiores a las que prevalecían en Europa, sino el 90 por 100 de la
población total de ellos; en otras palabras, la mayoría de la población mundial.
De hecho, la relación entre los centros capitalistas metropolitanos y los países
coloniales y semicoloniales representó uno de los factores más importantes que
convirtieron a las clases trabajadoras de las naciones europeas en
«burguesas»25.
El capitalismo occidental no solo se expandió hacia pueblos ' domo los asiáticos
y africanos a los cuales era ajena la concepción del mundo y de la vida en que
descansaba esta expansión. Se extendió, también, a naciones que trataban de
seguir el ejemplo de naciones occidentales y a pueblos que, guardando su
independencia política, como Rusia y el Japón, carecían de instrumentos para
participar en esa expansión; igualmente, se expandió a pueblos recién
emancipados políticamente, como los iberoamericanos, que aspiraban a seguir
el camino de las grandes naciones occidentales. La industrialización que hacía
posible la grandeza de naciones como Inglaterra iba a encontrar dificultades en
otros pueblos que se preocupaban por seguir esta misma vía. «En países como
la Gran Bretaña, donde estaba ya bien desarrollado [el capitalismo], la
destrucción de las formas precapitalistas —dice Sternberg— se realizó rápi-
damente, de modo que el capitalismo no tardó en ser la única forma
prevaleciente de producción, en tanto que en los países en que su desarrollo
había sido tardío, por ejemplo en las naciones europeas, en particular en las de
Europa occidental y central, llegó rápidamente a serlo. Esto es válido sobre
todo en lo que se refiere a Alemania... Hacia el año 1850, el capitalismo
penetró en países que apenas si habían desarrollado su industria, pero que, al
25
Citado por Sternberg en op. cit., p. 94.Op. cit., pp. 94-95. En nuestros días vemos cómo
un Partido Socialista, como el francés, ha prohijado agresiones a países coloniales como Egipto
y se muestra, reacio a reconocer derechos a los naturales de Argel equivalentes a los de los
obreros franceses.
55
paso que creaban sus sistemas capitalistas, conservaban su independencia
política, por ejemplo, Rusia y Japón.» El capitalismo «penetró asimismo en
zonas incapaces de conservar su independencia política y que se convirtieron
en colonias de las potencias imperialistas (principalmente europeas), por
ejemplo, en amplias regiones de Asia y África. Así, en esas regiones, los
intereses de las 'madres patrias' capitalistas decidieron la conveniencia de ese
desarrollo y el grado del mismo... Por aquel entonces, el capitalismo se había
desarrollado también en zonas escasamente pobladas, en particular en los
Estados Unidos, pero también en el Canadá y en otras colonias 'blancas'; es
decir, en países que no era preciso destruir considerables vestigios feudales y
precapitalistas para que se estableciera el nuevo sistema.»' A lo que habría que
añadir los recién emancipados países que formaron el imperio español y
portugués en América; en los que se inició la penetración económica capitalista
de occidente una vez que los mismos rompieron sus ligas con la metrópoli es-
pañola y portuguesa. Penetración que acabó por imponer a los mismos un
nuevo tipo de subordinación colonial, la económica del imperialismo occidental
representado por Inglaterra, Francia y, posteriormente, los Estados Unidos.
En la expansión del mundo occidental sobre el resto del mundo se iba a hacer
patente lo poco que al mismo interesaba la negación de sus ideales en otro
mundo, si tal negación servía para el fortalecimiento de sus intereses. Se iba a
hacer patente una especie de conciencia para uso interno y otra para uso
externo. La norma burguesa de un «no quieras para otro lo que no quieras para
ti», carecía de validez en las relaciones del mundo occidental con otros pueblos
fuera de la órbita de sus intereses. Una iba a ser la relación con sus propios
nacionales y otra con los de otros pueblos. «La moral exterior —dice Max Weber
— permitía en este campo lo que condenaba en la relación entre hermanos.» 26
Pueblos que habían luchado en sus naciones contra el feudalismo, la Iglesia y
otras instituciones llamadas de retroceso iban a sostenerlas en los pueblos
subordinados, para evitar que los mismos alcanzasen el progreso y, con ello,
limitasen la marcha del progreso occidental. De esta manera, el retroceso se
convertía en un instrumento al servicio del progreso occidental. Tal cosa era
necesaria desde el punto de vista de las naciones occidentales que aspiraban a
su propio desarrollo, aunque el mismo significase la miseria de otros pueblos.
La experiencia de la industrialización inglesa había mostrado el camino.
La expansión del capitalismo occidental sobre el resto del mundo había frenado
el peligro que se hizo patente en las primeras etapas de su crecimiento en
Inglaterra. Este crecimiento iba a continuar, pero ya no a costa de la miseria de
los propios nacionales; otros pueblos pagarían el costo del mismo. La;
prosperidad prometida a los pueblos occidentales por la burguesía ya era un
26
Max Weber: La ética protestante y el espíritu del capitalismo. Madrid, 1955, p. 52.
56
hecho. Pero esta prosperidad no alcanzaría a otros pueblos que no iban a ser
otra cosa que simples instrumentos de una prosperidad que les era ajena. De
esta manera, el capitalismo venía a representar el progreso en los países de
donde era originario, no así en los pueblos que sufrieron su impacto y. pagaron
con su miseria la prosperidad a que, se decía, estaba llegando el mundo gracias
al sistema capitalista. «Todo este indiscutible progreso económico del capitalis-
mo es solo un aspecto de la situación —dice Sternberg— dado que el progreso
no se llevó a cabo de un modo uniforme en el mundo entero. Por el contrario,
frente al prodigioso progreso del los centros capitalistas —de aquellos a los que
se suele llamar 'madres patrias', aunque su papel distó mucho de ser
'maternal'— fue muy poco lo que adelantaron, cuando no entraron en
decadencia, los países que los primeros habían convertido en sus colonias o que
dependían, más o menos, de sus decisiones desde un punto de vista político,
económico y financiero...
Pero se hizo algo más. Esta acentuación de diferencias entre las metrópolis y
las colonias se convirtió en un programa racional permanentemente realizado
por las primeras. Se convirtió en una necesidad el mantenimiento de esta
desigualdad, el mantenimiento de la miseria de las colonias, para que no
peligrase la prosperidad de las metrópolis. La prosperidad de estas iba a
depender, en adelante, de la incapacidad de las colonias para vencer su
miseria. De aquí esa oposición de los pueblos occidentales a una auténtica
incorporación de sus colonias o semicolonias a un mundo que enarbolaban
como ejemplo y como justificación moral de su expansión. Dentro de este
mundo de prosperidad no tenían los pueblos no occidentales otro puesto que el
de subordinados; el de explotados. Esto iba a permitir el máximo desarrollo de
los países capitalistas, al mismo tiempo que se impedía el de los pueblos colo-
niales y semicoloniales. «El desarrollo capitalista de los centros metropolitanos
—dice Sternberg— se aceleró, en parte, gracias a que se impidió el desarrollo
industrial de los países coloniales, o a que se hizo deliberadamente más lento
cuando no se le pudo impedir del todo.»27 Deliberadamente, se impedía a los
pueblos no occidentales desarrollar las fuerzas que les permitiesen triunfar en la
27
' Op. cit,, p. 23.
57
competencia que, al decir de los occidentales, hacía la grandeza de los pueblos.
Los campeones de la igualdad mantenían deliberadamente la desigualdad que
beneficiaba su expansión y predominio siempre crecientes.
Para evitar que los pueblos no occidentales alcanzasen otro plano que no fuese
el de subordinados, los representantes del capitalismo occidental en esos
pueblos, los representantes del progreso, no tuvieron ni sintieron impedimentos
morales para establecer alianzas con los representantes de las fuerzas
retroactivas en esos pueblos, con las fuerzas que equivalían al feudalismo en el
Occidente. Los grupos más negativos, las fuerzas que por una u otra razón se
oponían a que sus pueblos se incorporasen al progreso occidental, recibieron el
apoyo de los representantes del Occidente. Las fuerzas empeñadas en
mantener viejos status encontraron apoyo en las fuerzas que representaban su
negación. La modernidad occidental hizo alianza con el feudalismo de los
pueblos no occidentales para evitar que estos se transformasen en modernos.
«Les fue necesario a los imperialistas —dice Sternberg— buscar entre la
población colonial aliados en quienes pudieran confiar. Como la única esfera
social en que podían encontrarse dichos aliados eran las antiguas clases
feudales gobernantes, el imperialismo comenzó a prestarles su apoyo y, en los
lugares en que se había iniciado su decadencia, fomentó inclusive su
resurrección.» De esta manera, fuerzas equivalentes a aquellas contra las
cuales había luchado en Europa se convirtieron en aliadas; una alianza que
evitaba el reparto de una prosperidad y riqueza que se querían monopolizar.
«Esta alianza tuvo ciertos resultados económicos importantes —continúa
diciendo Sternberg—: retardó considerablemente el desarrollo industrial y
económico en general en los imperios coloniales.»
28
Nehru, Jawahar-Lai, The Discovery of India. Londres, 1946. Citado por
Sternberg en op. cit„ p. 59.
58
14. JUSTIFICACIÓN DE LA DESIGUALDAD DE OTROS PUEBLOS
FRENTE A LOS OCCIDENTALES
Tal era, desde luego, un accidente que no alteraba la igualdad de esa razón o
«ingenio» en un sentido ideal; pero lo alteraba en su expresión real, en su
relación con el mundo. Era un simple accidente; pero un accidente mortal.
Porque ese «ingenio» o razón nada podía hacer- dentro de un cuerpo que no
llenase las cualidades que habían permitido a otros ingenios o razones desarro-
llarse. Este cuerpo resultaba, así, una especie de cárcel que impedía a una
razón desarrollarse como cualquier otra. La desigualdad accidental se
presentaba, así, como una desigual- i dad esencial, por lo que tenía de
ineludible. Pese a la igualdad de todos los hombres la realidad mostraba una
desigualdad que debería tener un origen. Este origen era de carácter físico,
natural, biológico. Pese a todas las ideas de igualdad, en el mundo existían
hombres superiores y hombres inferiores; superioridad que se ligaba en alto
grado con la raza a que pertenecían. Superioridad que se había hecho patente
en los resultados del encuentro de los hombres de raza blanca con los hombres
de color. En la libre competencia, la lucha por la I vida en la que siempre
triunfan los mejores, los más aptos, los hombres de raza blanca habían
mostrado su superioridad. Los pueblos no occidentales no habían podido resistir
el impacto de los pueblos occidentales, pueblos superiores por la raza a que
pertenecían.
59
hecho posible el triunfo de los pueblos de raza blanca. 'Muchos de los pueblos
de color, inclusive, se habían opuesto a la marcha del progreso. En las llanuras
de Norteamérica, por ejemplo, los naturales se habían negado, en muchas
ocasiones, a dar paso libre a las caravanas y a los ferrocarriles que llevaban el
progreso, prefiriendo continuar cori sus viejos hábitos de nómadas; ; pueblos
que se empeñaban en vivir de la caza en llanuras que no pertenecían a nadie
en particular, llanuras sin propietarios, sin deslindes. En África eran también
muchos los pueblos que en una J forma u otra se oponían a la marcha de un
progreso en el que tenían su lugar de esclavos. Y lo mismo sucedía con la
India, China y los países árabes que, aun siendo herederos de antiguas y
destacadas culturas, no entendían que las mismas habían pasado a la historia y
se empeñaban en mantener vivos «hábitos y costumbres que lejos de ayudar a
la marcha del progreso la estorbaban. Los puertos del Japón y de China habían
sido, por esta razón, obligados a abrir sus puertas a cañonazos, para obligar a
sus pueblos a entregar sus materias primas y al recibir los objetos que habían
sido elaborados con ellas, los necesitasen o no. Toda resistencia a la expansión
occidental fue, así, vista como resistencia al progreso y como un índice de la
inferioridad de los pueblos que no aceptaban la expansión. Inferioridad cuya
fuente estaba en la diversidad biológica, racial, de los hombres qué se resistían
a la occidentalización. Algo tendría que ver su incapacidad para el progreso con
el color de A. piel, los rasgos de su rostro y la forma de sus ojos. Algo había en
ellos que invalidaba la supuesta igualdad de todos los hombres.
60
libertad entre hombres, como valores propios del hombre, que no tenían por
qué ser reconocidos a los entes que no habían alcanzado aún lo humano.
¿Tratarán a estos indígenas como sabandijas que hay que exterminar, o como
animales domesticables a los que convertirán en cortadores de leña y
acarreadores de agua?... Todo esto está implícito en la palabra indígena... el
vocablo no es evidentemente término científico, sino instrumento de acción;
justificación a priori de un plan de campaña... En suma, la palabra) indígena es
una lente ahumada que los observadores occidentales contemporáneos se
colocan ante los ojos cuando miran hacia el resto del mundo, a fin de que el
halagador espectáculo de una superficie occidentalizada no vaya a ser turbado
por percepción alguna de los fuegos indígenas que todavía arden bajo ella.» 29
De esta manera, todo va a quedar justificado moral mente. La filosofía que
habla de la igualdad de todos los hombres no ha sido alterada. Los hombres
siguen siendo iguales y libres, dueños de todos los derechos. La desigualdad no
existe entre los hombres; solo existe la natural desigualdad entre hombres y
cosas. Y el hombre ha sido creado para aprovechar las cosas; para aprovechar
su mundo, dominar su naturaleza; poner a su servicio el mundo físico. Los
habitantes de esas tierras, a las cuales ha llegado el occidental en su marcha
29
32 A. Toynbee, Estudio de la Historia, p. 178.
61
expansiva, no son sino cosas, objetos de dominio. Algo que debe dominarse,
como el resto de la naturaleza, para mayor felicidad del Hombre. El indígena, el
habitante de esas tierras, por su diversidad, índice de su infrahumanidad,
deberá estar al servicio del hombre que lo ha descubierto y conquistado. Nada
ni nadie podrá cambiar esta situación que ha sido el resultado de la misma
evolución de la naturaleza, un designio de lo divino. El mundo occidental solo
podrá ser de los occidentales. ¿Pero, que harán los hombres, los pueblos no
occidentales ante la situación a que se les condena con un nuevo
determinismo?
IV
Los pueblos, como los hombres, nada pueden esperar de otros que no puedan
esperar de sí mismos; tal es la enseñanza del Occidente al mundo. Los pueblos
no occidentales han aprendido algo que antes les era ajeno: su puesto en el
mundo. El Occidente, al expandirse, ha creado un ámbito universal que antes
era ajeno a todos los pueblos del mundo. Un ámbito dentro del cual cada
pueblo va a- poder medirse. Medida que no va a ser otra cosa que expresión de
la capacidad o incapacidad de un pueblo; de las posibilidades e imposibilidades
de sus hombres. Hasta ayer, cada pueblo se sentía el centro del mundo o del
universo al no sentir la presencia de pueblos que resistiesen esta universalidad.
62
Ahora esto ha cambiado: el Occidente ha hecho .sentir su presencia e impuesto
sus puntos de vista: los puntos de vista de una cultura que se considera a sí
misma como universal. Ha hecho patente la existencia de una historia, su
historia, como historia universal. Una historia de la cual son simples accidentes
las historias de otras culturas, las historias de otros pueblos. Historias
marginales, accidentales, que solo valen por lo que pudieron haber sido como
instrumentos de la historia universal y, si acaso, por lo que puedan llegar a ser
en un problemático futuro.
Estos pueblos son los que han tomado conciencia de su situación dentro de lo
universal. Conciencia de su situación marginal en relación con la situación
central de los pueblos occidentales que les han impuesto sus puntos de vista,
esto es, sus intereses. Y esto ha sucedido así como consecuencia del papel de
subordinados que les ha tocado. ¿Por qué les ha tocado este puesto y no otro?
Tal es la pregunta que, de una manera u otra, se han hecho y se hacen estos
pueblos marginales.
¿Cómo cambiar esta situación? ¿Cómo cambiar los papeles? O, al menos,
¿ cómo ponerse a la altura de los pueblos que son el centro del mundo?
Adoptando su cultura, adoptando sus puntos de vista y valores; tal es la
respuesta que, en general, se han venido dando los pueblos marginales a sus
preguntas. Pueblos que hasta ayer vivían aún en el pasado han sido sacados de
este pasado como consecuencia del impacto occidental; y lo mismo se puede
decir de pueblos que aún vivían en un estado de inocencia natural. Ahora los
unos y los otros, los que solo eran pasado o simple promesa, se empeñan en
incorporarse al presente que ha establecido el Occidente en otra situación que
la que les ha sido impuesta. Ya no existe lugar en la Tierra al que no haya
llegado el impacto occidental y, con él, la conciencia de lo universal. La
conciencia de que ese rincón del mundo es solo «un rincón del mundo». Una
provincia, un rincón, frente al cual está el resto del mundo. Un mundo que va
más allá de las limitadas fronteras de los pueblos. De ese más allá han llegado
los hombres que, con sus nuevas ideas y nuevas técnicas, han hecho de sus
pueblos, pueblos centrales, directores, pioneros de la civilización y el progreso.
El Occidente, al expandirse, dio origen a un nuevo concepto de lo universal
que, a la larga, ha revertido sobre sí mismo. Pues también el Occidente, los
pueblos occidentales, se preguntan en nuestros días por el puesto que les
corresponde en un mundo cuya universalidad hizo consciente su expansión. Las
ideas en nombre de las cuales justificaba moralmente su expansión han venido
y vienen sirviendo a los pueblos no occidentales para frenaría. Idea cuya
universalidad, lejos de ser regateada, ha venido siendo aceptada por todos los
pueblos. Las dos grandes aportaciones del Occidente a la cultura universal, la
industrialización y las instituciones democráticas, han sido y siguen siendo las
metas a alcanzar por los pueblos que han sufrido el impacto de las mismas.
Pero en esta ocasión adoptando el sentido originario de las mismas. Dominio de
la naturaleza, sí; pero al servicio de todos los hombres.
63
gobierno a cualquier pueblo de la Tierra. Por ello, los pueblos no occidentales
reclaman al Occidente la vigencia universal de valores que este solo reclamaba
para sí. «El ideal de nuestra democracia occidental moderna —dice Toynbee—
ha sido aplicar en la política concreta la intuición cristiana de la fraternidad de
toda la humanidad.» Este ideal, sin embargo, no ha sido realizado en la
expansión del Occidente sobre otros pueblos. «Pero la política concreta —sigue
Toynbee— que el ideal democrático nuevo halló actuando en el mundo occidental no
era ecuménica y humanitaria sino tribal y militante.» El occidental no ha sabido
reconocer en otros pueblos los derechos que reclama para sí; no ha podido vejen ellos la
humanidad de la cual se considera un especial representante. Su nacionalismo, en este
caso, es la valla que estorba lo que debería ser universalidad de su visión. Por encima de
lo universal está siempre el limitado punto de vista de sus intereses, espíritu de
nacionalidad —dice Toynbee— que «puede definirse como aquel que hace que el
hombre sienta y actúe y piense respecto a una parte de una sociedad dada como si fuera
el todo de esa sociedad» Pues bien, los pueblos que han sufrido las consecuencias de
este punto de vista occidental son los que ahora reclaman al mismo la ampliación de tal
punto de vista, su incorporación a un mundo que en sus orígenes ha enarbolado la idea
de la fraternidad humana. Estos pueblos se saben ya parte de la humanidad, de una
humanidad que no se agota en el Occidente.
64
Más que una reacción contra la cultura occidental, lo que se hace patente es
una reacción para el logro de la auténtica universalización de esa cultura. Los
pueblos no aspiran ya a encerrarse, a cerrarse a la cultura occidental; saben
que esto no es ya posible, las técnicas modernas hacen imposible este
aislamiento. Desde el punto de vista técnico, también la cultura occidental ha
dado fin a los archipiélagos culturales.
65
es lo que es gracias a la obligada colaboración que a la misma han dado los
pueblos no occidentales. Cultura que, para su crecimiento material, ha
necesitado de los sacrificios de muchos hombres y pueblos. Pero una cultura,
también, en la que se hacen patentes los más altos conceptos sobre la dignidad
humana. Esa dignidad en nombre de la cual reclaman otra situación los
hombres y pueblos a los cuales les había únicamente tocado el papel de
sacrificados.
66
valores se enfrentan al colonialismo. El nacionalismo no es, para estos pueblos,
lo que había sido para los pueblos occidentales, un instrumento para justificar
la subordinación de otros pueblos. No, el nacionalismo para estos pueblos no es
sino expresión de madurez, de una madurez que reclama un puesto en tareas
que no consideran privativas de un grupo de pueblos. «Sé que el nacionalismo
es hoy —dice el presidente Sukarno de Indonesia—, en muchos círculos,
palabra sospechosa, y que implica ideas de chauvinismo, de supremacía racial y
otras tantas ideologías que nosotros rechazamos. Esos males no son el
nacionalismo, sino deformaciones del nacionalismo. No hay que confundir las
deformidades con el fruto sano. Locura sería rechazar la democracia porque en
algunos sitios y en ciertas épocas la democracia ha revestido formas que son
una perversión del ideal democrático. Igual locura sería rechazar el
nacionalismo porque ocasionalmente ha sido pervertido.» De esta manera, un
asiático, un hombre no occidental, enmienda la plana al Occidente que ha
pervertido las ideas de democracia y de nacionalismo actuando como si fuese el
todo de la humanidad y no como lo que es, una parte.
Por tal razón, el nacionalismo, invención occidental, es ahora criticado por los
occidentales una vez que ha sido adoptado por los pueblos no occidentales. A
esas críticas se refiere Sukarno cuando dice: «A los asiáticos se nos ha dicho
que las inquietudes de nuestro continente se deben al nacionalismo. Ello es tan
erróneo como afirmar que los problemas del mundo se deben a la energía
atómica. Es cierto que hay agitación en Asia, pero esa agitación es resultado y
secuela del colonialismo y no puede atribuirse a los efectos liberadores del
nacionalismo. Repito efectos liberadores del No quiero decir solo que las
naciones se hallan otra vez libres de lazos coloniales, sino que los hombres se
sienten libres individualmente.» ¿No es esta conciencia de la libertad la que, en
opinión de Hegel, caracterizaba a los pueblos europeos u occidentales y los
hacía agentes del espíritu? Pues bien, son ahora los pueblos no occidentales los
que hablan de la libertad y en nombre de ella reclaman no el derecho a ser
agentes únicos de realización del espíritu, como lo pretendían los occidentales,
sino colaboradores en una realización que es la realización del hombre en su
más alto sentido.
67
alejarlos de Occidente, ha servido como ariete para romper las barreras que
hacían de los pueblos no occidentales pueblos marginales del mundo
occidental. De lo que este nacionalismo significó para los pueblos no
occidentales habla Sukarno cuando dice: «Nosotros los indonesios, y los
ciudadanos de muchos países de Asia y África, hemos visto a nuestros seres
más queridos sufrir y morir, luchar y fracasar, levantarse de nuevo y luchar y
fracasar una vez más. Y los hemos visto también resurgir de la propia tierra y
lograr finalmente su objetivo. Algo bullía en ellos; algo los inspiraba. Ellos lo
llamaban nacionalismo. Nosotros, que hemos seguido y visto lo que edificaron,
pero también lo que destruyeron al edificar, nosotros llamamos esa inspiración
—que también ha sido nuestra inspiración— nacionalismo. Para nosotros, ese
vocablo no tiene nada de innoble. Por el contrario, para nosotros lo encierra
todo: todo lo mejor y todo lo más noble que hay en la humanidad... Por lo
tanto, digo: no denigréis nuestro nacionalismo. Es, por lo menos, un credo
positivo, una fe activa y no tiene ni el cinismo ni las lasitudes de otras actitudes
menos viriles.»
68
colonialismo no morirá hasta que las naciones —inclusive la mía— se con-
greguen en esa libertad que es el derecho innato que tienen todos los
hombres». La resistencia no es, así, contra el espíritu de la cultura occidental,
sino contra una situación que siega lo mejor de este. Los pueblos no
occidentales, al adoptar un lenguaje como el que se ha transcrito aquí, están
mostrando la hondura de su occidentalización. Una occidentalización que se
hace patente en la adopción de los valores más positivos del mundo occidental
con eliminación de los negativos. Con eliminación de aquellas expresiones que,
lejos de permitir la universalización de Occidente, la estorbaban. Expresiones
negativas que aún se empeñan en resistir a la universalización de Occidente
con diversos pretextos. Puntos de vista limitados que pudieran llegar a ser una
amenaza para tal universalización.
La cultura europea no está amenazada por otra cultura. Los Estados Unidos de
Norteamérica y la U.R.S.S., los colosos que ahora se disputan el mundo, no
representan culturas distintas a la cultura occidental; todo lo contrario, ambos
69
son expresiones de esta cultura en su evolución, en su crecimiento. Ambos, los
Estados Unidos y la U.R.S.S., enarbolan principios y banderas occidentales;
ambos pretenden llevar a sus últimas consecuencias valores de la cultura
occidental. Las dos repúblicas, la liberal y la comunista, no hacen otra cosa que
disputarse el liderato de la cultura occidental, poniendo el acento en la
«libertad» o en la «justicia social». Ideas, valores propios del mundo occidental,
expresiones de la toma de conciencia de este mundo en su desarrollo.
Expresiones de una cultura que se han transformado en amenazas porque falla
a las mismas la conciliación que es necesaria para la unidad de una cultura. Se
podría decir que la cultura occidental, al desarrollarse, ha entrado en un
conflicto interno, conflicto dialéctico al que falta la ineludible síntesis de que
hablaba Hegel. Por un lado, los Estados Unidos se empeñan en mantener, en
nombre de la libertad, el tipo de liberalismo que ya hemos analizado, que no
hace otra cosa que lesionar los intereses de grupos, clases o pueblos que están
fuera de los intereses de los grupos, clases o pueblos que se consideran, a sí
mismos, como usufructuarios de la libertad. En cuanto a la U.R.S.S., en nombre
de los llamados intereses de la comunidad, limita y violenta la libertad del
individuo. En un lugar se amputa la justicia social en nombre de la libertad y en
otro a la libertad en nombre de la justicia social. Amputaciones que, en un lugar
y en otro, se presentan como necesarias, aunque provisionales; necesidad y
provisionalidad que acaba siempre por ser la negación no solo de los valores
negados, sino, también, de aquellos en nombre de los cuales se hace la
negación. Amenazas, ambas, a la cultura occidental, en efecto; pero no
amenazas que tengan un origen externo, sino interno, frutos de lo que pudiera
ser un mortal desajuste.
Pero, ¿cuál puede ser la otra amenaza a la cultura occidental? ¿La de los
pueblos coloniales que se están sacudiendo las cadenas que les impuso el
imperialismo occidental? Argelia, Marruecos, Egipto, los países árabes al igual
que Sudáfrica, Indochina, China, etc., ¿representan una amenaza para la cul-
tura occidental? ¿Se oponen al Occidente como hace unos siglos el Islam se
opuso al cristianismo? ¿El budismo, el brahamanismo o Confucio amenazan a la
cultura occidental? No parece que haya tal. Porque, como ya vimos antes, estos
pueblos, con independencia de su religión, formación cultural concreta, lo que
piden en su supuesta rebelión no es la entronización de sus respectivas
religiones o culturas, sino el cumplimiento de los principios que el mundo
occidental ha llevado al mundo no occidental.
70
Ahora son estos pueblos los que reclaman para sí derechos y reconocimientos
que los occidentales han clamado e impuesto a otros pueblos en sus relaciones
con ellos. Concretamente, el respeto a su soberanía; esto es, el derecho de
todos los hombres y de todos los pueblos a dirigir sus propios destinos. El
Imperio Británico, dice Raghaven N. Iyer, fue en la India el más eficaz vehículo
de cultura europea. «Era cierto que el principio racial dominaba en el espíritu
de los dirigentes británicos; también se ponía el acento sobre la preservación
del Imperio a cualquier precio, a base de la explotación de las razas sujetas,
'inferiores', ya sea por la fuerza o sobre la base de pequeñas ventajas materia-
les.» Sin embargo, si bien era cierto que «el principio liberal era el dominante,
también lo era que el acento se ponía en la noción de Commonwealth, sobre el
desenvolvimiento de las instituciones libres y sobre la expansión de la más alta
educación». Por un lado se buscaba mano de obra barata; por el otro, se busca
una justificación moral a la explotación, dando a los explotados oportunidades
educativas o simulando ciertas consideraciones hacia ellos.
Otra gran preocupación lo fue la enseñanza del inglés a los indígenas, por así
convenir mejor a los intereses de Inglaterra. Enseñanza que abrió a los hindúes
el mundo de la cultura occidental con sus mejores valores. «La lengua inglesa
—dice Iyer— abrió a la India las puertas del saber europeo... control de la
materia, disciplina de la vida social, espíritu de investigación... el deseo de
reformar las instituciones y la voluntad de descartar el tradicional ritualismo... y
exigencia de autonomía». El hindú asimiló prontamente el espíritu de la cultura
occidental con todos sus valores y empezó a actuar en función de ellos. Los
más destacados líderes de la emancipación de la India, como Ghandi y Nehru,
se formaron en los más altos principios de la cultura occidental. Y en función de
estos principios reclamaron a Occidente su emancipación política y el derecho a
colaborar en tareas del mundo occidental, que la India y, con la India, todos los
países coloniales consideraban como propias.
71
cultura, la civilización o la humanidad. Una cultura, civilización y humanidad
bien limitadas, estrechas, reducidas a pequeños grupos de hombres e intereses.
Hombres o pueblos que siguen diciendo, con una ya fingida seriedad, que aún
«existen grupos racial y étnicamente incivilizados, pobres, atrasados y
necesitados de una mano que los guíe» y que ellos representan esa mano.
Hombres que justifican la permanencia de su acción explotadora llamándola
civilizadora. Hombres y pueblos que, en nombre de esta supuesta acción
civilizadora, se niegan a conceder libertades que siempre han reclamado para
sí. Hombres y pueblos que se niegan a dar libertad a sus colonias bajo el
supuesto de que hacer tal cosa implicaría abandonarlos a la barbarie. «Nos
sentimos comprometidos —dicen— a conducir a estos pueblos menos
afortunados, por etapas constitucionales, al propio gobierno, a un nivel de vida
más próspero»; etapa cuya meta dependerá no de los pueblos subordinados,
sino de sus subordinadores, que han de decidir cuándo y cómo han de iniciar
esa supuesta etapa constitucional, ya que no se les considera capaces de llegar
a tal etapa por propia iniciativa. Porque esto equivaldría —dicen— a «dejarlos
abandonados a su suerte», a «hundirlos en la anarquía y arriesgarlos a su
propia destrucción».
72
para que la misma no llegue a hombres y pueblos que no sean aquellos en que
esa cultura se originó. Es el espíritu que se hace patente, entre otros lugares,
en África del Sur, en la cual los descendientes de los boers luchan porque la
cultura occidental no llegue a los indígenas; para evitar que se altere el status
social de los mismos. Allí, como en otros lugares, la occidentalización de los
indígenas del África del Sur es vista como un peligro, aunque parezca
paradójico, para la cultura occidental. Mejor dicho, para los hombres que han
hecho de la misma la base de la justificación de su superioridad. Por ello,
tratando de evitar la occidentalización de los indígenas se promulgó, en
Sudáfrica, una ley sobre educación, de acuerdo con la cual el control de la
educación de los negros en el África del Sur quedaba en manos del
Departamento de asuntos indígenas ¿Con qué intención? Simple y puramente,
para evitar que las escuelas para indígenas siguiesen bajo los auspicios y el
espíritu de los misioneros cristianos. Porque estas escuelas habían estado
inculcando a los indígenas el espíritu cristiano que habla de la igualdad de todos
los hombres, por encima de las diferencias raciales o económicas. Espíritu, dice
Peter Abrahams, que habla de «la unidad de todos los hombres y todas las
razas». Frente a este espíritu están las declaraciones del ministro de asuntos
indígenas que expone las razones por las cuales se promulgó la ley que da fin a
esas escuelas, diciendo: «No existe lugar para el hombre negro, dentro de la
comunidad europea, que no sea dentro del nivel de ciertas formas de trabajo.»
El negro no puede tener otra educación que no sea aquella que corresponde a
su papel de inferior dentro de esa sociedad. Esto es lo que habían venido
alterando las escuelas cristianas, impartiendo a los indígenas ideas que iban,
contra la justificación de la desigualdad en que se les mantenía. Estas escuelas
habían llevado a las tribus africanas ideas que antes les eran ajenas acerca de
la justicia y la igualdad de todos los hombres. A través de ellas, habían entrado
al África indígena los más altos valores de la cultura occidental, las más altas
tradiciones liberales y los más elevados valores de carácter universal, esto es,
válidos para todos los hombres. De estas escuelas estaban saliendo los
hombres $ de color que, en una nueva actitud frente a los colonos, reclamaban
un puesto responsable en la creación de un África que consideraban, con todos
los derechos, como propia. De allí estaban saliendo hombres aptos para
colaborar en la transformación, esto es, la occidentalización plena, del África del
Sur. Escuelas en las que se había puesto término a la absurda relación «entre
civilizados y no civilizados».
73
cuestión de los derechos que correspondían a los hombres de color, los cuales
no tenían por qué ser inferiores a los de otros hombres. Jóvenes que no solo
hablaban, sino que empezaban a reclamar estos derechos que no tenían por
qué ser inferiores a los de los descendientes de los boers, por el hecho de ser
estos blancos, en una tierra en la que 170.000 blancos imponían un dominio
absoluto sobre seis millones de negros. Pues bien, con todas esas cuestiones,
con todas esas reclamaciones, se quiso terminar prohibiendo que los negros
adquieran otro tipo de educación que no fuese la adecuada a su condición, la
condición que le ha señalado el colonizador. «No más doctores en filosofía,
cirujanos, abogados, escritores, músicos, ni nada que se les parezca», entre los
hombres de color. Estos no podrán ir más a Oxford, ni a Cambridge, ni a
ninguna otra universidad o centro de cultura occidental. El lugar de este
hombre es su tribu, siempre bárbara, frente al cual podrá también destacarse el
blanco civilizado; o los más bajos puestos en las ciudades en las que el único
señor es el blanco occidental.
74
lugar alguno para el negro. Pero si acaso existe, este tendrá que ser el más
inferior de los lugares. Por esta razón, el menos instruido, el menos cultivado
de los blancos, por el solo hecho de ser blanco, deberá ser siempre superior al
negro. Aunque este negro sea Kenyatta, el hombre de color que ha regresado a
su mundo después de asimilar lo mejor de la cultura occidental.
¿Qué sucede entonces? ¿Qué hace el africano Kenyatta y, con Kenyatta, todos
los rechazados de la cultura occidental? «Lucifer —dice Abrahams—, por más
malo que sea el lugar que ocupe en el universo, preferirá ser siempre señor en
el infierno que no el último de los ángeles en el cielo.» Al indígena africano le
sucede lo mismo: el ser indígena, negro, hombre de color, le invalida para
tomar en el mundo occidental otro puesto que no sea el de inferior. Él, haga lo
que haga, representará siempre a la barbarie, será su símbolo y, con él, la
representación de lo que estará siempre vedado para la cultura, para la
civilización, que es exclusiva de otros pueblos y hombres. Kenyatta estará, a
pesar de todos sus esfuerzos y logros, condenado a quedar fuera del paraíso,
fuera de la cultura y de la civilización. No le queda sino asumir su barbarie y no
ver en los representantes de la cultura occidental otra cosa que los ocupantes
dé, su tierra, los expoliadores de sus hermanos y luchar contra ellos con todos
los elementos A su alcance, ser el bárbaro que se dice que es, contra una
civilización que se niega a incorporarlo. Por ello, Kenyatta es el símbolo del
hombre que, habiendo adquirido la cultura occidental, se ve obligado a luchar
contra ella, a buscar su destrucción, porque no ha podido adquirir el color de
los hombres que la han convertido en su exclusividad.
75
ampliado en forma tal que han trascendido los fines propios de los hombres
que originaron esa cultura. Por ello, este hombre se ve ahora obligado a
realizar un reajuste entre sus fines concretos y los que ha originado la cultura
de que es exponente. Sus fines ya no concuerdan con los del mundo a que ha
dado origen su cultura en su ampliación. Han aparecido nuevas circunstancias,
dentro de las cuales tiene ahora que conciliar fines que antes consideraba
deberían ser los de todo el mundo por el solo hecho de ser los suyos. Ahora
bien, ¿esta ampliación, esta transformación de la cultura occidental para
adaptarse a ámbitos cada vez más amplios, son un signo de su decadencia?
O, por el contrario, ¿no son otra cosa que expresión de su renovación, de un crecimiento
natural, vivo? Muchas son las expresiones de la cultura occidental en los últimos años
en los que se daba impresión de que se tomaban estos signos en forma negativa; se veía
como decadencia algo que, lejos de serlo, significa su amplificación, la mayor plenitud
de la cultura occidental. Una de las primeras expresiones del espíritu exclusivista, que
lejos de ver en la ampliación de las circunstancias de la cultura occidental algo positivo
veía, en las mismas, los signos de su decadencia, lo fue la interpretación de la historia
de Spengler, que llevaba significativamente el nombre de Decadencia de Occidente. Se
puede decir que, a partir de Spengler, se inicia una nueva interpretación de la historia,
por la cual la historia del mundo occidental ha dejado de ser la historia sin más, la
historia por excelencia, para convertirse en la historia de una cultura más, la de una
entre otras tantas, una cultura a punto de desaparecer, como han desaparecido otras
muchas. Spengler, en Años decisivos, no solo veía la muerte de la cultura occidental,
sino señalaba a sus asesinos, como siempre, los otros pueblos, formados por hombres
herederos de culturas inferiores o ajenos a toda cultura; la cultura estaba amenazada,
entre otras amenazas, por los hombres de color. Y en esta amenaza no se veía lo que
había de auténtico: "la reclamación que, lejos de destruir a la cultura occidental, la
ampliaba, la universalizaba. Los pueblos no occidentales, lejos de amenazar a la cultura
occidental, le ofrecen las posibilidades de una auténtica universalización.
Tal es lo que ya han visto filósofos de la historia contemporáneos, una vez
abandonada la tesis pesimista de Spengler. El problema, para estos filósofos, es
hacer comprender al mundo occidental la necesidad de su readaptación al
mundo que "ha dado origen con su acción. Una readaptación de la cual
depende la ampliación y permanencia del mundo cultural que originó. El mundo
no occidental, ahora occidentalizado, ha obligado al mundo occidental a tomar
conciencia de su situación como cultura educadora en el mundo. Una situación
de gran responsabilidad ante éste, mundo que ha aprendido la lección
Le reclama sus derechos en función con la educación recibida, la cultura
occidental, se puede decir, ha trascendido sus fronteras materiales, sus
frontera, geográficas, físicas y, con ello, ha trascendido también la justificación
que la misma tenía para los intereses concretos de los pueblos occidentales. Por
ello, pueblos que hasta ayer habían sido subordinados a tales intereses
reclaman ahora, en nombre de valores con los cuales se quiso justificar
moralmente la subordinación, la universalidad de los mismos a base de su
reconocimiento en todos los pueblos del mundo, en todos los hombres. Los
pueblos no occidentales reaccionan frente al Occidente armados de argumentos
de origen occidental.
76
Es esta reacción ha que ha obligado en estos últimos años a los occidentales a
tomar conciencia de su auténtico, de su real puesto en el mundo, dentro del
orden al que han dado origen con su acción. Tal cosa se ha hecho patente en
las interpretaciones de la historia de que hablábamos. La historia toma ahora
un carácter auténticamente universal. La historia ha dejado de ser lo que había
sido antes: la historia del mundo occidental para convertirse en la historia del
mundo. Una historia de la cual es la de Occidente una parte, quizá la más
importante por sus consecuencias universalistas; pero una parte de la historia
del mundo, de la historia universal. Aquella interpretación lineal de la historia
que sirviera al Occidente para justificar su expansión, ha sido abandonada V se
la sustituye por una historia cíclica en la cual han intervenido, están
interviniendo y pueden intervenir otros pueblos, otras culturas. Una historia' en
la cual tienen un papel todos los hombres, todos los pueblos, todas las culturas.
El mundo occidental se ha dado ya cuenta, o se está dando, en los más
destacados de sus hombres de cultura, de que su cultura no es ya una cultura
exclusiva, sino que pertenece a todo el mundo. Va tomando conciencia de la
universalidad que la misma ha alcanzado y cómo esta universalidad se hace pa-
tente en las reclamaciones que hace el mundo. Las últimas dos grandes
guerras, en las que se debatieron grandes principios universales de origen
occidental, hicieron patentes las relaciones de Occidente con el resto del
mundo. Relaciones que mostraron la existencia de un solo mundo, en el que los
problemas y las soluciones presentados en una parte están en estrecha relación
con el todo. Esto es lo que han visto con gran claridad filósofos de la historia
occidentales que vienen a ser como los antípodas de aquellos filósofos de la
historia que no veían lo universal sino en función de la cultura de Occidente.
Toynbee, Berdiaeff, Schweitzer, Sorokin, Marrou y Northrop, entre otros, hacen
patente esta nueva interpretación de la historia en la que se ha ido
abandonando el pesimismo que se inició con Spengler.
30
Un gran ejemplo de este esfuerzo iniciado por hombres de cultura
europeos lo representan la Société Européenne de Culture con sede en Venecia,
en la qué se han unido los esfuerzos de intelectuales de la Europa Occidental y
Oriental, la América sajona y la América latina, para una mayor comprensión de
los problemas de la cultura occidental en sus relaciones con otras culturas,
pueblos o naciones.
77
transformaron en colaboradores naturales de Inglaterra, al mismo tiempo que
se acrecentó la occidentalización de estos pueblos. Actitud que también se hizo
patente en Francia con figuras políticas como Mendes-France. Actitudes de
comprensión, de entendimiento, hacia otros pueblos que desgraciadamente,
han sido frenadas en estos últimos días en función de viejos intereses que
antes habían permitido la expansión material de Occidente, pero que ahora
podrían detener el más auténtico fruto de esta expansión, la universalización de
su cultura.
78
tuación en relación con otros hombres, en relación con otros pueblos. La
historia, nos dicen sus nuevos intérpretes, nos muestra que las culturas o
civilizaciones han muerto porque puestas en la coyuntura, en la que ahora se
encuentra la occidental, de luchar por la permanencia de sus intereses
materiales y la universalización de sus valores espirituales, se han decidido por
los primeros. Estas civilizaciones o culturas de las que habla la historia han
desaparecido de ella porque se empeñaron en mantener su predominio político
y económico sobre pueblos que habían ya tomado conciencia de su situación en
el mundo creado por esas civilizaciones o culturas, razón por la cual se
empeñaron estas, a su vez, en luchar por el logro de su autonomía política y
económica hasta desplazar a los pueblos que se empeñaban en subordinarlos a
sus intereses. En esta pugna, muestra también la historia, solo se salvaron
aquellos valores que por referirse a la dignidad del hombre, a lo mejor de él,
pudieron ser adoptados por pueblos que también habían tomado conciencia de
su humanidad. Esto es lo que se salvó y permanece aún de las grandes culturas o
civilizaciones que aparecieron en la historia. Estos valores, lejos de pertenecer al
patrimonio de los pueblos que los originaron, de los pueblos que tomaron conciencia
primera de ellos, son ahora patrimonio universal, patrimonio de todos los hombres y
todos los pueblos.
79
ellos, centralmente, los que se refieren á la dignidad del hombre. Valores que,
por su auténtica realización y universalización, han de ser reconocidos a todos
los pueblos, a todos los hombres, sin discriminación racial política, religiosa,
política o geográfica alguna.
Toynbee, entre otros, habla de esta necesidad cuando dice que nada impide a
esta civilización seguir el camino que llevó a otras civilizaciones al desastre, mas
esto equivaldría a un suicidio. «Pero no estamos condenados a hacer que la his-
toria se repita; está abierto ante nosotros dar a la historia, en nuestro caso, con
nuestros propios esfuerzos, un giro nuevo y sin precedentes. Como seres
humanos, estamos dotados de la libertad de elección, y no podemos desplazar
nuestra responsabilidad sobre los hombros de Dios o de la naturaleza. Debemos
cargar con ella nosotros mismos. Es tarea nuestra... Nuestro futuro depende en
gran parte de nosotros. No estamos, sin más, a merced de una fatalidad
inexorable.» ¿Cuál es el camino? El del abandono de la intolerancia respecto a
los derechos de otros pueblos a organizarse política y económicamente de
acuerdo con lo que reclaman sus naturales necesidades, que esto es lo que han
venido reclamando para sí los pueblos occidentales. Por ello, el camino no
puede ser el de una paz impuesta por las armas, sino el entendimiento y
comprensión para las necesidades de otros pueblos. El Occidente ha mostrado
a estos pueblos que no están solos, que no están aislados, que forman parte de
una comunidad más amplia. El Occidente rompió, con su impacto, todas las
murallas chinas del mundo haciendo que todos los pueblos pudiesen asomarse
al panorama universal que forma toda la humanidad. Sin embargo, y aquí está
la gran paradoja del mundo occidental, el Occidente que ha roto con todo los
provincialismos del mundo, no ha podido vencer ni romper el propio. La lección
que enseñó a otros pueblos no la ha podido aprender en sí mismo. «La
paradoja de nuestra generación —dice Toynbee— es que todo el mundo se ha
beneficiado ahora con una educación dada por el Occidente, excepto el propio
Occidente. Este todavía contempla hoy la historia desde ese viejo punto de
vista autocéntrico 'provinciano' que las sociedades existentes se han visto ya
obligadas a trascender. Sin embargo, tarde o temprano, el Occidente, a su vez,
deberá recibir la reeducación que las otras civilizaciones ya han obtenido
gracias a la unificación del mundo por la acción del propio Occidente.» 1 Esta
enseñanza es la que podrá permitir al Occidente la salvación de sus mejores
valores y su más auténtica universalización.
Es esta misma enseñanza, la conciencia que de ella van lomando los hombres
de culturas occidentales, la que ahora les permite ver con más claridad el papel
que desempeña la cultura occidental en la cultura del mundo, como una expre-
sión de la misma. La historia, por ello, la historia que hacen los occidentales, en
función con su mundo, no es sino historia occidental, una parte de la historia
universal. «Las otras sociedades no han cesado de existir simplemente porque
hayamos dejado de tener conciencia de su existencia —dice Toynbee—; y es
casi imposible avanzar más allá de nuestra búsqueda de un 'campo inteligible
de- estudio' si no se reaviva o inventa algún nombre para denotar nuestra
80
sociedad como un todo y distinguirla de otros representantes de la especie.»
Un punto de vista provinciano, egoísta, había hecho de esa sociedad la única
sociedad por excelencia. Y ello ha sido así, dice Toynbee, porque «hemos
perdido de vista la presencia en el mundo de otras sociedades del mismo
rango; y que ahora consideramos la nuestra como idéntica con la humanidad
'civilizada', y los pueblos fuera de su esfera como meros 'indígenas' de
territorios en que habitan por concesión revocable, y que están, tanto moral
como prácticamente, a nuestra disposición, en virtud del derecho superior de
nuestro supuesto monopolio de la civilización en cualquier momento en que
decidamos tomar posesión. A la inversa, consideramos las divisiones internas
de nuestra sociedad —las partes nacionales en las cuales ha llegado a
articularse— como las grandes divisiones de la humanidad, y clasificamos a los
miembros de la raza humana como franceses, ingleses, alemanes, etc., sin
recordar que son meras subdivisiones de un solo grupo dentro de la familia
humana.»
81
desempeña en esa comunidad de hombres. Por un lado, ha hecho que otros
hombres tomen conciencia de su humanidad, conciencia que, a su vez, ha
provocado la propia. No hay hombres que sean más hombres que otros, ni
hombres que lo sean menos, salvo en su inhumanidad al tratar a otros, sólo
hay hombres. Ahora bien, el origen de esta conciencia es occidental y es desde
este punto de vista como el Occidente se ha universalizado. Por esta razón, en
cualquier resistencia, general o particular del Occidente a reconocer en otros
pueblos valores que reconoce para sí, lo que hace es oponerse a sí mismo: se
niega, se contradice. Por ello se puede decir, en nuestros días, que el Occidente
está en abierta pugna con el Occidente; el Occidente como expresión de los
más altos valores que se refieren a la dignidad humana, contra el Occidente
que se empeña en hacer de estos valores una exclusiva. El mundo occidental
no se enfrenta ya a un mundo que trata de imponer valores contrarios a su
"cultura, sino a un mundo que exige la universalización de esos valores. La
tragedia de esta absurda lucha del Occidente contra sí mismo la hace patente el
filósofo francés Henri Marrou refiriéndola a su patria en el problema argelino:
«Ya veo a nuestros hijos, soldados de la República, obligados a combatir a
hombres que invocan las palabras sagradas para nosotros, de libertad, patria,
igualdad y honor. Esas palabras no se encuentran en el Corán..., esas palabras
las han tomado de las enseñanzas que les han dado nuestros maestros... Les
llamamos rebeldes, pero tratamos de retenerlos a la fuerza, nosotros que
profesamos la idea de que la comunidad nacional debe ser sobre la base del
consentimiento de sus partes. Luchamos contra ellos con métodos que son la
misma negación del hombre francés, de la realidad francesa, de la presencia
francesa, de todo lo que nosotros pretendemos defender... Es esta una guerra
absurda, impía, inútil, porque es contra nosotros mismos que combatimos. Sí,
guerra más que civil, plus quam civile bellum...»31 Guerra civil, guerra que
Occidente hace contra sí mismo, contra ese conjunto de valores e ideales cuya
enseñanza ha llevado al mundo.
31
Henri Marrou: «Sommes-nóus sans avenir?», L'Express, 14 de septiembre de
1956.
82
V
83
mundo. Pueblos que, a fuerza de estar en contacto con pueblos no
occidentales, ese contacto directo que no alcanzaba al resto de los pueblos
occidentales, había adquirido —se habían contaminado, pensarán los
occidentales— muchos de los hábitos, costumbres y modos de ser de esos
pueblos. Hábitos y costumbres que los capacitaban para triunfar en su difícil
lucha y obligada convivencia con los pueblos que golpeaban las fronteras de
Occidente.
84
como pueblos ajenos a lo que podría llamarse comunidad europea u occidental.
Lejos de aceptárseles en esta comunidad, serán hostilizados para obligarlos a
mantenerse en sus fronteras. Unas fronteras de las cuales no habrán de
moverse, ni hacia el Occidente ni hacia el mundo no occidental, una vez que se
ha decidido la incorporación de este mundo al Occidente. Es más, se dará, o se
tratará de dar, a Rusia y a España el mismo trato que el Occidente ha dado a
los pueblos no occidentales. Se tratará, o de someterlos a su influencia o de
neutralizarlos, si lo primero no es posible, como sucedería con Rusia.
Rusia y España, al expandirse el Occidente sobre el mundo, serán también
objeto de agresiones diversas, para eliminarlas como fuerzas políticas en un
mundo cuyo dominio no se quiere compartir. «Los rusos —dice Toynbee—
recordarán al Occidente que su país ha sido invadido por tierra por los ejércitos
occidentales en 1941, 1915, 1812, 1709 y 1610.» En cuanto a España, que en
los inicios de la modernidad —esto es, del mundo occidental en el siglo xvi—
había desempeñado un papel que pudo ser decisivo para su historia, una vez
desplazada del tablero que formaban los intereses de ese mundo y arrinconada
tras de su frontera en los Pirineos, será también agredida por el Occidente, en
1810 por Napoleón, en 1898 por Norteamérica y en 1936 por Alemania e Italia,
con la complicidad del resto del mundo occidental. Sin embargo, tanto Rusia
como España, pese a todos los obstáculos, se empeñarán por participar en una
historia y un mundo del cual se consideran parte. Un empeño semejante al de
los pueblos iberoamericanos, como veremos más adelante. El mismo empeño
en nuestro tiempo del resto del mundo no occidental, pero sabiéndose
originalmente occidentales, herederos de la cultura de que es fruto el mundo
occidental.
85
al menos dos veces en la historia rusa: primero por Pedro el Grande, y luego,
nuevamente, por los bolcheviques.»
Aquí Toynbee pone el acento, para considerar a Rusia como parte del mundo
no occidental, en lo que habíamos llamado anacronismo, esto es, en su
pertenencia a la llamada civilización bizantina, con independencia del tronco
común de que es parte. Un mundo aparte del mundo occidental como lo puede
ser, aunque sin tanto anacronismo, la Cristiandad, aunque el Occidente sea una
continuación histórica de la misma. El anacronismo representado también por
España, por la España católica, en relación con el mundo occidental como
expresión de la modernidad que la ha vencido y relegado al pasado, a la
historia. Sin embargo —como se verá más adelante— tanto Rusia como España,
una vez que han tomado conciencia de su anacronismo, tratarán de adueñarse
no solo de la técnica, sino del espíritu occidental para actuar dentro de un
mundo del cual se saben parte. Su gran preocupación no será tanto defender
una cultura heredada, como vencer su anacronismo poniéndose a la altura de
los tiempos. Aunque estos tiempos signifiquen la ruptura con esa herencia o su
negación, no es posible su conciliación con aquello que la cultura occidental, de
la cual se saben parte, ha llegado a ser. Tal es lo que han intentado Rusia,
España y la América ibera; romper con un pasado que resulta anacrónico y es
un obstáculo para su incorporación a la historia que ha seguido el Occidente.
Claro que ese pasado, por anacrónico que sea, no se borra, no se elimina así
sin más, sino que sigue formando parte de los pueblos que lo han recibido,
como parte de su personalidad, caracterizándolos, distinguiéndolos de otros
pueblos; como se distinguen unos individuos de otros, sin que esta distinción
implique su eliminación de una comunidad determinada. Desde luego, Toynbee
parte de este hecho cuando dice: «El régimen actual de Rusia sostiene haber
realizado un limpio corte con el pasado ruso —no quizá en todas las
exterioridades menores, pero sí al menos en la mayor parte de las cosas que
importan—. Y el Occidente aceptó de los bolcheviques que han hecho lo que
dicen. Hemos creído y temblado. La reflexión, empero, sugiere que no es tan
fácil repudiar la propia herencia. Cuando tratamos de repudiar el pasado este
tiene, como ya sabía Horacio, un modo disimulado de volver sobre nosotros
bajo una forma apenas disfrazada.»
86
de convertirse en anacrónicas. Pero este atraso, este anacronismo frente a la
marcha de la evolución de la cultura o civilización occidental, no va a ser propia
de estos pueblos; aunque se haga más patente en ellos por representar los
extremos de la misma. Los pueblos europeos que han dado origen a la cultura
moderna, a la cultura occidental propiamente dicha, Inglaterra, Francia,
Alemania e Italia, no han evolucionado tampoco en forma pareja por ese
camino. De los cuatro pueblos, ha sido Inglaterra la que mejor ha representado
la evolución de esta cultura; la que mejor ha expresado a ese mundo
occidental, mientras los otros se han visto rezagados o han ido a la zaga de esa
evolución. El mismo rezago en que ahora se encuentra Inglaterra y todo el
mundo occidental europeo en relación con la América sajona, Norteamérica,
que ahora se ha trasformado formado en líder del mundo occidental, en la
máxima expresión y desarrollo de la cultura occidental. Un mundo dentro del
cual, ahora, Europa resulta anacrónica, con un anacronismo consciente que se
hace patente en su afán por preservar, defender, lo que llama cultura europea,
cultura que ya no es, propiamente, lo que se llama cultura occidental. Una
cultura que ahora vuelve sus ojos a ese pasado cristiano que la modernidad
creyó haber dejado atrás. Mundo europeo que ahora, como el resto del mundo,
se ve también envuelto en las mallas políticas y económicas, y teme verse
envuelto en las mallas culturales del mundo occidental del que fue un pasado y
ahora es presente Norteamérica.
87
anacronismo tomada por una minoría; pero una minoría activa dispuesta a que
su pueblo salve en años la distancia que el Occidente ha recorrido en siglos.
Occidentalización que no tiene como meta defender un pasado ya anacrónico,
sino situarse en un presente al que se debía haber llegado por vías de evolución
normal. No se trata, como en el caso de los pueblos orientales, dueños de una
cultura distinta a la occidental, de aferrarse a una cultura, aunque para ello sea
necesario adoptar una técnica occidental, tal y como sucedió en el Japón;
tampoco se trata de renunciar a una cultura para adoptar otra, como puede
ahora suceder con otros pueblos como China, la India, Birmania, etc.; de lo que
se trata es de ponerse al día, a la hora, de una cultura de la que se saben
parte; al día de una cultura dentro de la cual se saben en atraso.
Ese mismo atraso que, lejos de que el Occidente ayude a vencer en pueblos
bajo su predominio, ha sido sostenido por este como instrumento de
subordinación. El Occidente, dice Toynbee, en sus relaciones con Rusia, ha
tratado siempre de subordinarla a sus intereses, aunque a los ojos occidentales
parezca lo contrario. «En Occidente nos parece que Rusia es el agresor, y en
realidad tiene todo el aspecto de serlo cuando se la mira con ojos occidentales.
Ante los ojos rusos, las apariencias son precisamente lo contrario. Los rusos se
consideran las perpetuas víctimas de la agresión de Occidente, y, en una
perspectiva histórica más extensa, quizá haya para el punto de vista ruso una
justificación mayor de lo que podríamos suponer.» El Occidente ha invadido
territorio ruso diversas veces. «Es verdad que, durante los siglos XVITI y xix los
ejércitos rusos también marcharon por suelo occidental y pelearon en él, pero
llegaron siempre como aliados de un poder occidental contra otro en una
contienda local de Occidente. En los anales de la milenaria lucha de dos
cristiandades, parecería que lo más frecuente ha sido que los rusos fueran
víctimas de la agresión V los occidentales, en cambio, los agresores.» ¿Cuál es
el por qué de esta permanente agresión? Toynbee, siguiendo su idea sobre
pugna entre civilizaciones, aunque estas sean cristianas, considera que esta
hostilidad se debe a la obstinación rusa en una civilización extraña al Occidente.
«Los rusos han provocado la hostilidad de Occidente al adherirse
obstinadamente —dice— a una civilización extraña y, hasta la revolución
bolchevique de 1917, esta señal de la bestia rusa fue la civilización bizantina de
la cristiandad ortodoxa oriental.»
¿La hostilidad no es más bien el temor a que Rusia tenga razón en los asuntos
que el Occidente considera como propios? Rusia ha sido un pueblo
insubordinable para el Occidente; pero hay más, es un pueblo que, además, se
consideró en el pasado y se considera en el futuro con derecho a entrar en esos
asuntos de Occidente, en los problemas de Europa que considera más propios
que los de Asia, por ejemplo. Y cuando interviene en el Oriente, o en otras
good far the greatest number». A esto contestó Vishinsky diciendo que era la misma idea que
sostenía la U.R.S.S. sobre la democracia, pero con un agregado: «the greatest good for the
greatest number, whether they tike it or not».
88
partes del mundo, lo hace en función de esa su preocupación por participar en
los asuntos de Occidente. No se trata tanto de la lucha de una civilización
contra otra, sino de una lucha interna que acaso, como piensa también
Toynbee, tenga sus raíces en la división de la Iglesia cristiana. Un problema de
ortodoxia y heterodoxia, de hombres que consideran tener la razón contra
hombres a quienes falta esta razón. Y en esta pugna, como ya se apuntó antes,
Rusia, al igual que España, ha estado del lado de lo que considera la ortodoxia,
del lado de lo que ve como legítimo en un asunto que es común al Occidente y
a Rusia. No se trata tanto de imponer una civilización, de hacerla prevalecer
sobre otra —como pudo suceder en la lucha entre el Islam y la Cristiandad—,
como de tener razón, la razón.
¿Razón sobre qué? Razón sobre los problemas y asuntos de Europa o del
Occidente. Asuntos sobre los cuales solo se consideran con derecho a opinar y
a actuar franceses o ingleses e, incidentalmente, algún otro pueblo europeo,
como supuestos herederos de la civilización occidental. Asuntos sobre los cuales
también se ha empeñado Rusia en intervenir como parte de esa civilización,
como otra de sus supuestas herederas. La pugna no es por imponer una
determinada civilización, sino por la primacía dentro de ella, es una pugna por
el derecho de primogenitura. Ayer, Roma o Moscú; ahora, Washington o Moscú.
Toynbee, aun poniendo en duda este derecho de Rusia, no deja de reconocer el
fondo de esta lucha cuando dice: «Nosotros los 'francos' (como nos llaman los
bizantinos y los musulmanes) creemos sinceramente que somos los herederos
elegidos de Israel, Grecia y Roma —los herederos de la Promesa—, aquellos, en
consecuencia, que son dueños del futuro. Los bizantinos hacen exactamente lo
mismo, salvo que se otorgan el improbable derecho de primogenitura que,
según nuestra concepción occidental, es nuestro. Los herederos de la Promesa,
el pueblo cuyo futuro es único, no son los 'francos' sino los bizantinos. Cuando
Bizancio y Occidente están en desacuerdo, Bizancio siempre tiene razón y el
Occidente se equivoca. Resulta evidente que este sentido de la ortodoxia y del
destino, que los rusos recogieron de los griegos bizantinos, es tan característico
del actual régimen comunista de Rusia como lo fue del régimen cristiano
ortodoxo oriental que le precedió. El marxismo es, sin duda, un credo
occidental, pero un credo occidental que pone en aprietos a la civilización
occidental. Un credo que permite al pueblo ruso conservar intacta esa
tradicional condenación rusa de Occidente, mientras sirve a la vez al gobierno
ruso como medio para industrializar a su país a fin de salvarlo de ser
conquistado por un Occidente ya industrializado, es uno de esos
providencialmente adecuados dones de los dioses que caen naturalmente al
regazo del pueblo elegido.» 33
33
Cf. A. Toynbee, «La herencia bizantina de Rusia» en La civilización puesta a prueba.
89
civilización o cultura occidental en el mundo. Los problemas que \ debate no
son problemas propios de Rusia, sino propios del mundo occidental. En
nuestros días, son los problemas que el mundo occidental ha originado con su
industrialización y su expansionismo. Rusia, precisamente, se presenta al
mundo como el pueblo que ha resuelto esos problemas, como el pueblo que ha
encontrado la solución adecuada a la lucha de clases a que ha dado origen la
industrialización y el nacionalismo que han originado la expansión occidental. La
pugna es, así, una pugna por derechos, una pugna por «razón». La pugna por
ver quién tiene más derecho y razón para intervenir en los asuntos del mundo,
de ese mundo a que ha dado origen el Occidente. Ayer, en tiempo de los zares
y del predominio de Inglaterra y Francia, la pugna era por la influencia en
Europa; ahora lo es por la influencia en un mundo que ha sido occidentalizado,
europeizado, en su casi totalidad. Y hoy, como ayer, el Occidente sigue
negando a Rusia razón y derechos para intervenir en un mundo que considera
como su exclusiva34.
¿Frente a qué trata de tener Rusia razón en sus pugnas con el Occidente? ¿En
dónde está la heterodoxia del Occidente frente <Pla ortodoxia de Rusia en el
mundo moderno? Rusia está de acuerdo, acepta y asimila 4os valores del
mundo moderno: las instituciones y técnicas occidentales; pero hay algo en que
no está de acuerdo. Algo que señala en el Occidente como una gran falla, como
una mala interpretación, como una heterodoxia, «Tanto para el marxista ruso
como para el eslavófilo ruso y el cristiano ortodoxo ruso, Rusia es la 'Santa
Rusia' -—dice Toynbee—, y el mundo occidental de los Borgias y la reina
Victoria, del 'ayúdate a ti mismo' de Smiles y de Tammany Hall, es
uniformemente herético, corrompido y decadente.» ¿En qué consiste esa
34
Ahora son los Estados Unidos de Norteamérica, como líderes del Occidente, los que se
oponen a la expansión de Rusia en el mundo. La última oposición se ha hecho en el Medio
Oriente, en países que se encuentran en las fronteras de la U.R.S.S. y no en las de los Estados
Unidos. El Presidente Eisenhower, en el texto en que justifica la intervención norteamericana en
el Medio Oriente, lipa la actitud de su país con la que siempre había tenido Europa frente a
Rusia cuando dice: «Hace mucho tiempo que los gobernantes rusos tratan de dominar el Medio
Oriente. Tuvieron los zares los mismos anhelos que ahora tienen los bolcheviques.» En aquella
época, como ahora los EE. UU„ Europa se opuso a este dominio manteniéndolo ella misma,
«vacío» que ha dejado en nuestros días y, con él, la necesidad, por parte del Occidente, de que
el mismo sea llenado por una nación occidental.
90
herejía, corrupción y decadencia de Occidente? En el abandono que se ha
hecho del hombre, contestarán los rusos. En el Occidente la técnica no está al
servicio del hombre, al servicio de la humanidad, sino al servicio de unos
cuantos y privilegiados individuos. Y esto es un pecado contra Dios, la
humanidad y la finalidad de esa misma técnica de la cual se siente tan orgulloso
el occidental. Aquí está la raíz de la herejía: en ese individualismo que justifica
todo.
Alexander Herzen, que había conocido la Europa de mediados del siglo xix,
hablaba ya de sus experiencias en este mundo al mismo tiempo que señalaba
sus fallas; fallas de un individualismo que llega a lo inhumano. Herzen admiraba
este mundo, admiraba su técnica y sus éxitos; pero estaba contra su uso, la
utilización que del mismo se hacía. «La caballerosa conducta, el encanto de los
modales aristocráticos, los austeros principios del protestantismo, la orgullosa
confianza en sí mismos de los ingleses, la vida lujosa de los artistas italianos, el
burbujeante intelecto de los enciclopedistas, la tenebrosa energía de los
terroristas; todo esto se ha disuelto y transformado en un todo complejo de
diversas convenciones reguladoras de la burguesía. Todos los partidos y las
sombras de opinión en este mundo burgués se han dividido gradualmente en
dos campos: por un lado, la burguesía propietaria, que se rehúsa
obstinadamente a dejar sus monopolios; por el otro, la burguesía sin propiedad,
que quiere apoderarse de la de los que la tienen, pero a la que le falta fuerza
para hacerlo. Esto es, por un lado, avaricia; por el otro, envidia. La atmósfera
de la vida europea es pesadísima y muy intolerante en aquellas partes donde
estas condiciones prevalecientes se han desarrollado a su máximo, y ellas son
las más ricas y las más industrializadas. Esa es la razón por la que es menos
asfixiante vivir en cualquier parte de Italia o España que en Francia o en
Inglaterra.»
Rusia tenía que hacer en el mundo lo que la Europa occidental había olvidado
hacer a pesar de sus grandes aportaciones al progreso. De esta manera, surge
el movimiento eslavófilo que es, al mismo tiempo, una combinación de
universalismo, en un sentido Humanista, y nacionalismo, en el sentido de ser la
91
nación rusa la llamada a realizar este humanismo. El eslavófilo era
antioccidental, pero no antieuropeo, pues se consideraba a sí mismo un
europeo. Antioccidental por ser el occidente de Europa el que había olvidado su
raíz autoicamente europea; esa raíz de que se hablaba en el cristianismo; pero
europeo en el sentido de considerarse el más auténtico de los representantes
de Europa, de esa Europa de cuyos B| valores se habido alejando el Occidente .
Frente al eslavismo ruso surgirá el occidentalismo que pretende lo mismo, pero
por la vía que se inicia con una previa incorporación de la técnica que ha
descubierto la Europa occidental; técnica que permitirá a Rusia fortalecerse
materialmente para poder contar como elemento decisivo en los destinos de
Europa. Es el camino de Pedro el Grande y el camino que más tarde tomarán
los comunistas. La misma meta, pero por dos vías distintas. Una vía era
religiosa, la otra racional; la meta: reivindicación del hombre en el pueblo,
como su máxima expresión. Era esta la ortodoxia rusa, frente a la heterodoxia
occidental que había olvidado al hombre. De los eslavófilos decía Alexander
Herzer lo siguiente: «Eslavofilismo, no como una teoría o una doctrina, sino
como un sentimiento indignante, como una oscura memoria e instinto de la
masa.» Sobre los occidentalistas decía lo siguiente: «Extranjeros en casa,
extranjeros en el exterior echados a perder para Rusia por prejuicios
occidentales, echados a perder para Europa por hábitos rusos, eran inteli-
gentes, pero inútiles, y se malgastaban en una vida artificial, halagando sus
sentidos, en un intolerable desfile de egotismo.»
92
genuinos tesoros del alma, en su esencia al menos, no defienden del poder
económico.» Esto último era el meollo de la divergencia entre eslavófilos y
occidentalistas. Divergencia que resolverán los comunistas en la forma en que,
en el pasa- o, trató de resolverla Pedro el Grande: haciendo de Rusia una
potencia europea, occidental y mundial, capaz de contar en la marcha de un
mundo europeizado u occidentalizado. Una potencia económica, política y
militar; pero con una meta que trascendiera los intereses nacionales, que es lo
que habrá caracterizada siempre a las potencias occidentales, para adoptar
metas supra-nacionales, super-europeas, super-occidentales, universales.
Universalismo que más se asemeja a ese pasado europeo, abandonado por el
Occidente, que al que sostendrá este a partir de su expansión sobre el mundo.
Comunismo frente a individualismo. Dos tipos de humanismo en pugna: el que
pone el acento en las relaciones del hombre con los otros, con la comunidad; y
el que lo pone en los valores del individuo, la personalidad y la libertad.
¿Ortodoxia frente a heterodoxia? ¿O simplemente expresiones del mismo
hombre en pugNA consigo mismo? Una parte del Occidente que este olvidó en su
crecimiento es lo que ahora se le enfrenta para hacerle tomar nueva conciencia,
obligándole a un nuevo reajuste en la situación que ha originado.
93
Especialmente en época reciente —dice Danilevsky—, Rusia sacrificó muchos de
sus más evidentes, de sus más justos y legítimos intereses en favor de los
intereses europeos, a menudo conduciéndose intencional y respetuosamente,
no como un organismo autosuficiente, teniendo en sí mismo una justificación
para todos sus esfuerzos y acciones, sino como un mero instrumento de los
intereses europeos.» Entonces ¿por qué ese odio?, se pregunta. ¿Por qué esa
desconfianza hacia Rusia? ¿Por qué nos rechaza Europa?
El por qué lo supone Danilevsky fundado en viejos e inconscientes prejuicios
tribales de pugnas por un determinado ^ predominio. «Por mucho que
busquemos las razones de este odio de Europa hacia Rusia —dice—, no
podremos encontrarlos ya en esta o en aquella acción de Rusia o en otros
hechos racionalmente comprensibles. Nada hay consciente en este odio del cual
Europa no puede dar cuenta racionalmente. La causa real yace más profunda.
Yace en las insondables profundidades de las simpatías y las antipatías tribales,
que son una especie de instinto histórico de los pueblos que los conducen
(prescindiendo, aunque no contrariando, su voluntad y conciencia) hacia un fin
desconocido para ellos.» Lo que sucede que se-ha confundido el género con la
especie. Rusia, como los países de la Europa occidental son especies de un
gran género, especies de una cultura que es universal, «es el área de la
civilización germano-romana... o la civilización germano-romana misma».
«Rusia, afortunadamente —dice Danilevski— o desgraciadamente, tampoco
pertenece a Europa o la civilización germano-románica.» Rusia no formó parte
del Sacro Imperio Romano de Carlomagno, tampoco aceptó el catolicismo ni el
protestantismo. No sufrió la opresión de la escolástica, no conoció la libertad de
pensamiento que creó la ciencia moderna. Rusia es algo de más allá de este
pasado, de esa cultura de Europa, otra expresión de ese pasado común.
Expresión de algo que no ha sido contaminado, que no ha sido corrompido. De
algo que podrá volver a todo el mundo occidentalizado, cuando esa corrupción
haya terminado. Esto último se hará patente en la lucha que va a continuar
Rusia por el liderato de Europa, por el liderato de Occidente y del mundo. Es el
espíritu que se hace patente en el poema de Mayakovsky sobre la Revolución
comunista rusa:
94
Rusia ha tratado de representar al Occidente en el mundo occidental, dada su
especial situación en el mismo; cuando ha tratado de expandirse en este
mundo a la manera de los ingleses, franceses y holandeses, portugueses y
norteamericanos, se ha visto frenada inmediatamente. Pitirim Sorokin —
sociólogo y filósofo ruso de la historia, actualmente profesor de la Universidad
de Harvard—, dice: «La totalidad de la historia política de Europa no indica
ninguna actitud o sentimiento de parentesco hacia Rusia. Europa ni siquiera
permitió a Rusia actuar como agente de la civilización europea en el Oriente o
en cualquier otra parte. Tan pronto como Rusia intenta desempeñar este papel
—ya sea en Turquía, Persia, el Caúcaso, en la India, China o cualquier otra
parte—, al momento Europa veta tal acción y comienza una guerra fría o
caliente contra Rusia, aliándose con países no europeos, ni cristianos, como
Turquía, Persia y China, o aun con grupos o tribus incultas y salvajes.»
Sin embargo, pese a esta oposición, Rusia ha realizado varios intentos por
formar parte del mundo que la rechaza, por contar en los destinos del mismo.
Los más destacados de estos intentos son los ya señalados; el representado por
Pedro el Grande entre los siglos xvii y XVIII y la Revolución Comunista que se
inicia en 1917. Pedro el Grande, para transformar Rusia en una potencia
europea capaz de contar en los destinos de Europa y capaz de hacer valer su
derecho a ser un agente del Occidente en el mundo no occidental, adopta la
tecnología occidental y el espíritu irréligioso de que hacía gala la Europa de su
época. Establece también e inicia algo que la misma Europa va a seguir como
modelo: el «despotismo ilustrado», para obligar al pueblo ruso a adaptarse a
las nuevas costumbres occidentales y a su técnica. La meta, ya se dijo, es
poder participar como potencia occidental en el tablero político de Europa y en
su historia.
95
anticipa a la solución que, de acuerdo con el marxismo, debe darse a los
problemas del mundo occidental. De esta manera, se presenta Rusia como líder
de una nueva Europa, como líder de Occidente en su marcha hacia el progreso.
Un progreso que ya no puede marchar por el viejo camino liberal. Los líderes rusos
se empeñan en crear en su país —en un país que aún se encontraba en una etapa rural—
una nación que ha de servir de modelo para las que surjan en el futuro; una sociedad con
todas las ventajas de la técnica occidental; pero sin los problemas sociales que la misma
ha originado en el Occidente. Un capitalismo; pero sin capitalistas; una capitalismo para
la comunidad. Es de sobra conocida la admiración de la Rusia Soviética por los Estados
Unidos, el actual líder de ese mundo occidental en la pugna por el dominio de un mundo
ya occidentalizado. Admiración que se hace patente en las palabras de José Stalin
cuando dice: «El sentido práctico norteamericano es... el contraveneno contra la
'charlatanería revolucionaria', y el arribismo fantástico. El sentido práctico
norteamericano es la fuerza indomable que no conoce ni admite barreras, que destruye
con su tenacidad práctica toda clase de obstáculos, que no puede por menos de llevar a
término una obra una vez empezada, aunque sea poco importante, y sin la cual no es
concebible una labor constructiva seria.» Pero, y aquí aparece el ortodoxo recordando la
verdadera finalidad del sentido práctico, frente a la desviación que el mismo ha sufrido
en los países occidentales, «el sentido práctico norteamericano puede degenerar siempre
en un practicismo mezquino y sin principios, si no va asociado al ímpetu revolucionario
ruso». Esto es, si no va asociado a la idea de convertir ese esfuerzo en un instrumento al
servicio de la comunidad, del pueblo, de la mayoría. «La asociación del ímpetu
revolucionario ruso con el sentido práctico americano: en eso reside la esencia del
leninismo» concluye Stalin. Admiración que se ha trocado en nuestros días en una
competencia por el dominio de la técnica para la guerra y para la paz con el uso de la
energía atómica. Una carrera de competencia cuya meta final es el liderato de la cultura
occidental que se ha extendido al mundo.
96
VI
La península Ibérica, al igual que Rusia, va a quedar fuera de Europa al iniciarse en esta
la modernidad. España, el pueblo que ha expulsado de la Península al Islam, permanente
enemigo de la Cristiandad, va a quedar fuera de la historia que la Europa occidental está
fraguando. España, al igual que Rusia, va a ser vista en esta Europa como un pueblo
extraño a la cultura europea, a la cultura de esa Europa occidental y, más extraño aún, a
la cultura que está forjándose en esa Europa. Sin embargo, al iniciarse esta nueva
expresión de la cultura europea, España —por una serie de razones históricas— es una
potencia. En el siglo xvi, por sus propios fueros y por una serie de combinaciones
políticas, España es uno de los principales protagonistas de la historia que se está
haciendo en Europa. Su incorporación al imperio de los Habsburgo con Carlos V como
rey de España, ha hecho de España una potencia decisiva en los destinos de la Europa y
la cultura que está formando35. Pero hay más, tanto España como Portugal han iniciado
ese movimiento de expansión sobre el mundo no- occidental que habrá de ser decisivo
en la historia de Occidente. España ha descubierto y conquistado la casi totalidad de un
nuevo continente, América, y ha iniciado su expansión en el Asia. Portugal ha hecho
algo semejante en una gran porción de América y en Asia. Sin embargo, algo hay en
estos pueblos que hace que el europeo occidental los vea como extraños. Algo tienen
estos hombres del otro lado de los Pirineos que les hace semejarse más con los pueblos
con los cuales han combatido que con los pueblos a los cuales han defendido con su
resistencia. Algo hay en estos pueblos de «bárbaro», de extraño, de ajeno a la Europa
occidental. España, concretamente, es más un pueblo guerrero, hecho a las armas, que a
las letras y espíritu en la forma como los entiende el europeo. España ha dado grandes
genios y figuras en esta brillante etapa del Renacimiento europeo; pero hay algo,
también, en estos genios y figuras españolas que los distinguen del resto de los
europeos. También hay algo en ellos de batallar, de guerrear, de luchar por lo que
consideran debe ser establecido. Sus místicos, sus poetas, sus dramaturgos y novelistas
parecen estar siempre en armas, luchando por una idea, queriendo que triunfe por
encima de cualquier raciocinio.
Raciocinio, ese raciocinio tan caro a la nueva Europa que está surgiendo. Los iberos no
entienden de otras razones que las que impone su voluntad, su fuerza. El espíritu de
permanente combate en que se han formado en la Península se hace patente en su
expansión sobre el mundo y en la forma como tratan de intervenir en los asuntos de
Europa. Es un pueblo que se empeña, con todos los medios a su alcance, por formar
parte de la Europa que está surgiendo. Se aplica y trata de asimilar su espíritu, se siente
parte de ella; pero ese algo que le es propio mueve a los mejores espíritus europeos a
recelar de ella. En la Península, como en la Europa occidental, ha brotado también el
35
Marcel Bataillon, Erasmo y España. Fondo de Cultura Económica, México, 1950, t. I, p.
91.
97
humanismo del que es principal guía Erasmo de Rotterdam; pero se trata también de un
humanismo extraño al humanismo racionalista que ha surgido en Europa. Para Erasmo
—dice Bataillon—, España «era otra humanidad. España era, a sus ojos de occidental,
uno de esos países extraños en que la cristiandad entra en contacto con los semitas
rebeldes al cristianismo y se mezcla con ellos». Lejos de atraerle, esa España que
desconoce profundamente más bien le repugna. Es quizá cosa de instinto. España le
parece más semita que europea, más cercana a ese mundo de judíos y mahometanos con
los cuales está en contacto que al cristianismo humanista que Erasmo representa y, con
él, la nueva Europa que surge. «En España —dice—, apenas si hay cristianos.»
La tozudez de España en su lucha por defender los valores cristianos que consideraba su
herencia la habían convertido en un pueblo anacrónico, fuera de la historia. Otros
intereses estaban ya en juego en la nueva Europa; intereses ya ajenos a ese espíritu
cristiano que España se empeñaba en encarnar.
El feudalismo había ya pasado a la historia y, con él, pasaban también todas sus
expresiones económicas, políticas y sociales. La Iglesia no era ya el lazo de unión
espiritual o material de Europa. El mundo que nacía descansaba en otros principios que
no eran los que España se empeñaba en mantener. En su empeño por sostener lo que
consideraba la ortodoxia cristiana, no solo se opuso España a los brotes modernistas en
Europa, sino a los que surgieron en la misma Península.
98
con la modernidad. Las voces de los Vives, Vitoria, Valdés y otros humanistas
españoles, que trataban de realizar esta conciliación de España con Europa, de su
ortodoxia con la nueva heterodoxia, fueron apagadas. Con la misma tozudez y empeño
con que España había detenido y expulsado a las hordas orientales que amenazaban
Europa, detuvo, persiguió y expulsó cualquier idea que pudiese significar una negación
de su ortodoxia. Las nuevas ideas surgidas en la Europa occidental, esas ideas que
habían hecho la grandeza y habían fortalecido a su nueva enemiga, Inglaterra, fueron
negadas en España en un momento de su historia en el que dependía de su voluntad la
marcha hacia el futuro En esta etapa de su historia España se cerró no solo a las nuevas
ideas, sino también a las nuevas técnicas que las mismas habían originado. No pudiendo
re-cristianizar a Europa, no pudiendo competir más con esa Europa en su expansión
sobre el mundo, se encerró en sí misma, se apartó de Europa, de la Europa occidental,
del mundo occidental y aceptó como fronteras los Pirineos. En adelante, pareció con-
formarse con soñar en sus pasadas glorias, con recordar la etapa que pudo haber sido
decisiva en su historia como rectora de una Europa que ahora seguía sus propios
caminos. Caminos en los cuales ya no tenía cabida España. Esta Europa, la Europa
occidental, se encargaría ahora de evitar la resurrección de una España que pudiese
volver a contar en el tablero europeo y en el tablero del mundo. No era con España que
iba a compartir el mundo que ella había descubierto y ampliado. Todo lo contrario, el
mundo occidental iba a buscar la manera de expulsarla del mundo que había logrado
dominar estimulando el natural deseo de sus colonias por escapar a una opresión,
aunque ya se les deparase otra. España y sus colonias no eran ya sino partes del mundo
no-occidental, botín por conquistar, como habían sido conquistadas Asia, África y
Oceanía.
España, pese a una serie de obstáculos internos y externos, pese a la oposición de las
fuerzas o el espíritu feudal que aún la animaba, y a la oposición de la Europa que la
había sacado del tablero europeo, pese a todo esto, tomará conciencia de su
anacronismo, de la falsedad de su situación en un mundo que seguía ya otros caminos, y
se empeñará en incorporarse a ellos. En el siglo XVII se hacen patentes los primeros
esfuerzos de una España empeñada en modernizarse, en adoptar las nuevas técnicas y el
nuevo espíritu que ha hecho posible la grandeza y pujanza de la Europa occidental.
Varias son las razones y los hechos históricos que originaron este nuevo renacimiento,
pero solo atenderemos al espíritu que lo animó. Este espíritu se hizo patente en su
renovado afán por volver a contar en los destinos de Europa, en el afán de incorporarse
a ella, adoptando sus instituciones y el sentido de la vida que las animaba.
En el siglo XVII, España se halla conmovida por las mismas ideas que han renovado a
la nueva Europa; las mismas ideas que ahora, en una etapa combativa, están arrasando
teocracias y despotismos. El virus de la modernidad parece que se ha infiltrado en el
último de los baluartes de la teocracia. Los mismos monarcas españoles, originarios de
esa Europa occidental, estimulan este renacimiento español, siguiendo el sistema de
Pedro el Grande en Rusia, el «despotismo ilustrado» que obliga a los españoles a seguir
las nuevas líneas de la historia. España, al chocar con las "nuevas ideas originadas en el
occidente europeo, se da cuenta de su anacronismo, toma conciencia de su situación
99
marginal en la nueva historia que se está haciendo y se empeña en adoptar el espíritu
que le ha de permitir una nueva participación histórica. No la decisiva, pero sí la que
considera le corresponde como pueblo europeo que es.
Reaccionando contra la decadencia de que han tomado conciencia, llevados por un afán
de renovación espiritual, una pléyade de españoles injerta en su patria la semilla del mo-
dernismo europeo. Un deseo de luz, de mayor iluminación frente a la oscuridad que ha
dejado la España teocrática, se hace sentir en todos los órdenes de la cultura española en
el XVIII. Era menester iluminar, poner luces, aclarar, distinguir de acuerdo con el
espíritu racionalista que se hacía patente en el mundo moderno. Uno era el mundo de la
razón y otro el mundo de la fe. El error de España había sido confundirlos. Estos
mundos no estaban reñidos entre sí, siempre que cada uno guardase sus naturales
fronteras. La política v f la ciencia pertenecían al mundo de la razón; no de la fe y de lo
divino, como había pretendido el espíritu teocrático es pañol. La política y la ciencia,
como expresiones de la capacidad racionalizante del hombre, habían dado origen a las
grandes expresiones del mundo moderno, de la Europa occidental: las instituciones
democráticas y La física madre de la técnica que pone a la naturaleza al servicio del
hombre. El único error europeo había sido llevar este espíritu racionalizante al campo de
la religión, dando sí origen al ateísmo que se hacía patente en su filosofía y concepción
de la vida. En España no era menester dar este paso innecesario: uno era el mundo de lo
humano y otro el de lo divino.
100
España realiza, así, un nuevo intento de reoccidentalización. Intento vano ante un
Occidente, ante una Europa occidental, que no está dispuesto a repartir su influencia
sobre el mundo con ninguna otra potencia. Aquí también, Europa se aliará con las
fuerzas que representan el espíritu teocrático, feudal, de España. A principios del xix las
fuerzas liberales españolas, las más empeñadas en reincorporar a su España a las nuevas
corrientes políticas europeas, son agredidas y ahogadas por la Francia de Napoleón I; la
misma Francia que en Europa se presentaba como líder de las nuevas ideas y libertades
políticas de la nueva Europa. España no es para la Europa occidental, cualquiera que sea
el líder de esta, sino un peón que ha de ser utilizado de acuerdo con los intereses de esta.
En adelante, hasta nuestros días, las potencias occidentales de Europa y América
encontrarán siempre buenos pretextos para impedir la occidentalización de España, su
incorporación al Occidente de otra manera que no sea la de la subordinación. Poco a
poco, parte por parte, se irá eliminando a España del tablero de la historia occidental.
Estimulándose el mismo espíritu que ella misma ha llevado a sus hijas en América,
estas alcanzan su emancipación política; pero sin poder evitar caer en una nueva
subordinación, la económica, de donde habrá de derivarse otra forma de subordinación
política de la América hispana al mundo occidental.
En los esfuerzos realizados por España para occidentalizar se, tropezará con la
oposición interna de las fuerzas teocráticas que se niegan a perder su situación de
privilegio, y las fuerzas modernas del mundo occidental que tampoco quieren perder sus
situaciones en una España colonizada. Fuerzas opositoras que, inclusive, trabajan de
común acuerdo, siguiendo la política del Occidente en su expansión sobre el mundo. El
siglo xix español, como el de Rusia y el de la América ibera, es un siglo en el que se
hace patente este intento por vencer el anacronismo en que ha caído. Esfuerzos siempre
vanos, que acaban por dar el triunfo a las fuerzas que se lo impiden. Un último esfuerzo
lo fue el de la República en el siglo xx, un gran esfuerzo, como veremos a grandes
rasgos más adelante. Un último esfuerzo realizado por España por occidentalizarse, ante
la nueva conciencia de anacronismo que le ha hecho sentir su derrota frente al más
joven de los representantes del mundo occidental, los Estados Unidos de Norteamérica,
en 1898. Nuevamente, los mejores espíritus españoles se empeñarán en borrar la
frontera física y espiritual de los Pirineos para reincorporarse a Europa. El resultado lo
conocemos nosotros: una vez más, no solo Europa, sino el Occidente, se opondrán a
esta reincorporación española. Una vez más el Occidente, en su expresión más
totalitaria, agredirá a España e impondrá en ella a las fuerzas más reaccionarias y
negativas de la España anacrónica; mientras la democrática Europa, el mundo accidental
de las libertades y la democracia, dejará extinguir a un pueblo con el pretexto que nunca
había sido realidad: el de la política de No Intervención. Una política que no era sino otra
forma de intervención en los destinos de una España que había tomado, vanamente,
conciencia de su anacronismo y trataba de escapar de él. El Occidente, una vez más,
rechazaba la participación en su historia de uno de los pueblos que más habían hecho
por guardar sus fronteras y por realizar sus valores.
El siglo xix español, decía antes, representa una etapa de la historia de los esfuerzos
hechos por un pueblo por occidentalizarse, por europeizarse, como los españoles
101
mismos decían. Este gran esfuerzo se hizo aquí patente en el liberalismo. Un liberalismo
que, al igual que el liberalismo hispanoamericano, tratará de borrar de España ese
pasado que tan nefasto había sido en su historia. Aquí el espíritu de conciliación que se
hizo patente en erasmistas y en eclécticos se va perdiendo. El liberal español se ha dado
cuenta de que uno de los principales obstáculos con que tropieza lo representa ese
pasado feudal, teocrático. Por ello, aunque sin ser antirreligioso, es anticlerical. Pero
este hombre liberal, al igual que el liberal hispanoamericano, está en minoría frente a un
pueblo formado en las viejas ideas teocráticas españolas que, imaginaba, habían
representado lo más alto en su historia. Un liberalismo que, para triunfar, tendrá que
orientar esa fuerza popular. Detrás del liberalismo no había una clase social, un grupo
popular. Era un movimiento que representaba el futuro, pero no el pasado ni el presente
de España. El primer gran esfuerzo liberal se hizo patente en aquel grupo de españoles
que, junto con el pueblo, resistió a la intervención francesa de Napoleón. «Aquello fue
el despertar aturdido de una nación adormilada al rudo choque de una guerra terrible —
dice Oliveira Martins—. Acumulábamos las impresiones, las ideas se agitaban
locamente en los cerebros debilitados por siglos de atrofia.» Han surgido las famosas
Cortes de Cádiz, que parece el inicio de España por el nuevo camino del progreso que
ha señalado Occidente. Empeño vano. Fernando VII, el rey español en el que los
liberales creían haber encontrado al gobernante que había de guiarlos por el nuevo
camino, recula y disuelve las Cortes para restablecer el espíritu de la vieja y teocrática
España. Las mismas fuerzas que en Europa, la Europa occidental, parecen triunfar sobre
el espíritu de la modernidad, la Europa que ha hecho la Santa Alianza, han reinstalado al
monarca español que nada quiere saber de liberalismo. Napoleón ha sido vencido; pero
con él también el espíritu liberal que le diera batalla en España. «Esas Cortes fantásticas
e ingenuas —dice Oliveira— desaparecieron pulverizadas y como un incidente sin
precedentes ni efectos en el seno de la atonía y de la adoración del pueblo, al que se
restituían sus antiguos y queridos símbolos. Entre un sueño y otro sueño, la Península,
sacudida, se desperezó, y medio dormida expulsó a los franceses y esparció la semilla
de las revoluciones futuras» 36 en la Península y en las colonias.
Toda la primera mitad del siglo xix español es una lucha constante de este liberalismo
que, golpeado una y otra vez, se esfuerza por transformar a España en una nación
moderna. Liberalismo siempre en lucha contra las fuerzas que representan a España
teocrática y contra los intereses de una ' Europa occidental que ha hecho de España una
nueva colonia U económica de sus intereses. En vano lucharán estos liberales por crear
una burguesía nacional, una burguesía que, a semejanza de las surgidas en la Europa
occidental, haga la grandeza de la nueva nación española. Lo más que logra es la
desamortización de los bienes del clero, y esto porque la misma beneficia a los grupos
mejor acomodados que ven en ella la oportunidad de adquirir tierras de la Iglesia. Lo
que ya no puede el liberalismo es hacer las reformas sociales, políticas y económicas
que eran menester para transformar a España en nación moderna. En España, como en
Hispanoamérica en la misma época, siguen en pie antiguos privilegios que impiden el
surgimiento de la clase burguesa que sirva de resorte i en la marcha de la nación por el
camino del progreso. Lo único que se logra es la aparición de un grupo semifeudal,
formado por viejos propietarios de la tierra y por los nuevos que han surgido al
36
Algo semejante sucede en la casi totalidad de las naciones iberoamericanas, en las que
surgen oligarquías que, en nombre de la paz v el orden, establecen regímenes dictatoriales que
convienen a sus intereses. Cf. mi Positivismo en México.
102
repartirse las tierras de la Iglesia, al que se unen militares que han participado en la
larga guerra civil y funcionarios que regresan de América. Se forma una oligarquía
semejante a muchas otras oligarquías que aparecen en la América española. Una
oligarquía preocupada, como estas, por establecer la paz que permita a ese nuevo grupo
gozar de todas sus ventajas. Nuevas luchas, nuevos regateos respecto al porvenir de
España en los que siempre van triunfando los partidarios de un orden que no perturbe
los limitados intereses de la oligarquía en sus diversas expresiones. El sueño liberal de
una España liberal, europeizada, occidental, va siendo aplazado en su realización.
La tradición, la vuelta al pasado, se convierte en programa de un grupo que no quiere se
alteren sus intereses. La paz y el orden aparecen como lemas de gobierno'. España no
tiene por qué seguir otros caminos que no sean los propios, los de su pasado, los de su
tradición. Su anacronismo, lejos de ser un mal, es un bien que debe ser conservado. «Y
para que no se altere el orden público —dice José Ortega y Gasset—, se renuncia a
atacar ninguno de los problemas vitales de España, porque, naturalmente, si se ataca un
problema visceral, la raza, si no está muerta del todo, responde dando una embestida, le-
vantando sus dos brazos, su derecha y su izquierda, en fuerte contienda saludable»37.
Dentro de esta situación, el liberalismo, sin poder encontrar arraigo popular, no
representó sino un grupo útil en determinadas situaciones para los intereses de una
oligarquía empeñada en mantener la paz y el orden que servían a la marcha de los
mismos. España, pese a todos los esfuerzos, continuaba en el pasado. Era un pueblo
anacrónico que no contaba en la historia que seguían haciendo la Europa y la América
occidentales. Pronto iba a saber España de este atraso, pronto iba a despertar del sueño
al que se había vuelto a entregar. Sus últimas posesiones en América y Asia, las Antillas
y las Filipinas, clamaban por su emancipación y detrás de ellas, esperando su liberación
para establecer nuevo dominio, está Norteamérica, la más joven expresión del mundo
occidental, de ese mundo al que vanamente había tratado España de incorporarse. La
derrota de 1898 provocará nueva conciencia de su anacronismo y, con ella, nuevos
esfuerzos por destruirlo e incorporarse al mundo de la modernidad, al Occidente, a
Europa. Nuevamente, España vuelve a preguntarse sobre la posibilidad de ser una
nación moderna; sobre la posibilidad de una ciencia española; sobre la posibilidad de
formar parte de Europa. España debe fortalecerse, rehacerse, transformarse, y esto solo
lo logrará si se europeiza. Europeizar a España será, una vez más, la meta de la gene-
ración que ha tomado conciencia de su anacronismo frente a la nueva catástrofe
nacional.
103
Morillas—, la habían sumido en la apatía espiritual y en la inopia material. Pero la
contemplación de la España contemporánea, ignorante y gárrula, menesterosa y
sangrante, les hacía sentir también la necesidad de romper con la España pretérita, con
la que surge de la Contrarreforma y arma el brazo del imperialismo católico, la España a
la vez castrense y frailuna a la que, justa o injustamente, hacían responsable de las
desdichas del momento. Para esta labor de 'depuración' histórica resultaban inservibles
las ideas recibidas, las creencias tradicionales, los tópicos adocenados y las trivialidades
del casticismo de ordenanza.» Lo importante era asimilar el racionalismo que
caracterizaba a la cultura de la Europa occidental. Aceptar o rechazar a Europa equivalía
a aceptar o rechazar la visión racionalista de la Europa que había iniciado su marcha
hacia el progreso en el siglo XVII. Por ello, dice López Morillas, este intento de
europeización de España es el más lógico. «Frente a las tentativas europeizantes que
empiezan en España con el siglo XVIII, representa el krausismo la primera que logra
ver claro en el fondo del problema. Aquellas se habían contentado con abogar por la
aclimatación de principios y usos de vivir foráneo, esto es, de ideas políticas, doctrinas
económicas, prácticas sociales, maneras literarias, estilos de arte, sin advertir que tales
principios y usos eran excrecencias orgánicas de una determinada postura ante que era
desconocida en España.» Por ello, si «se acepta la tesis de la europeización de España se
habrá de concluir que los krausistas enfocaron la cuestión de manera más lógica que sus
predecesores». Se aspiraba a traer algo más que formas aisladas de la cultura europea, se
aspiraba a asimilar el espíritu que las había originado.
La europeización de España era, así, un viejo anhelo que, hasta ahora, había venido
fracasando. Ya la habían intentado los «erasmistas españoles» en el siglo xvi; los
«eclécticos» e «ilustrados» en el XVII; los «liberales» en la primera mitad del xix.
Ahora lo intentaban los «krausistas». La novedad en estos últimos, dice López Morillas,
estriba en el hecho de «identificar a Europa con la visión racional del mundo y, de
conformidad con tal identificación, en tratar de orientar la cultura española en dirección
al racionalismo». Una nueva heterodoxia, como lo señalaba Menéndez Pelayo, había
surgido. La ortodoxia española se presentaba a los nuevos espíritus como un
anacronismo que era menester vencer para dejar ese lugar marginal en que había caído
España. Era este sentimiento de lo marginal, de lo anacrónico, lo que había hecho
despertar al español una vez más. El fracaso del liberalismo era uno de los índices de
ese anacronismo que había de ser vencido. El español de mediados del siglo pasado,
dice López Morillas, «veíase preterido en un rincón humilde del escenario de la Europa
moderna, desde el cual observaba con avidez, no exenta de mortificación, el papel más
relevante que desempeñaban otros actores que no eran de su sangre» La derrota de 1898
marcará, aún más, este sentimiento. Con él se iba a iniciar un nuevo y, hasta ahora,
último esfuerzo de occidentalización de España.
¿Tiene España una historia? Esto es, ¿pertenece España a la historia? No, es la respuesta
de la generación que hace el último esfuerzo de occidentalización o europeización de
España. «España —dice Joaquín Xirau— es un pueblo sin historia. Carece de la
104
continuidad de un juicio sereno y crítico sobre el sentido que informa su presencia y su
desarrollo temporal en el mundo de Occidente. La historia de España se resuelve o en el
paciente amontonamiento de hechos sin sentido o en el fácil manejo de grandes tópicos
sin base... para cantar sus glorias para denostar sus abyecciones» España no tiene
conciencia de su situación en la historia universal, en la historia de Occidente, tal es lo
que percibe la nueva generación de sus relaciones con un mundo del que se sabe parte.
105
Revisar la historia española en función con la historia universal, esto es, occidental, será
una de las grandes preocupaciones de la generación de Ortega. Es la toma de conciencia
de España la que permitirá a esta incorporarse a la universalidad representada por la
cultura occidental. Conocer a España, sí, pero no como un todo único y cerrado, sino
como parte de una gran totalidad: conocer su situación en la cultura universal. «Hemos
de buscar —dice Ortega— para nuestra circunstancia, tal y como ella es, precisamente
en lo que tiene de limitación, de peculiaridad, el lugar acertado en la inmensa
perspectiva del mundo. No detenernos perpetuamente en éxtasis ante los valores
hieráticos, sino conquistar a nuestra vida individual el puesto oportuno entre ellos. En
suma, la reabsorción de la circunstancia es el destino concreto del hombre... Mi salida
natural hacia el universo se abre por los puertos del Guadarrama o el campo de
Ontígola. Este sector de realidad circunstante forma la otra mitad de mi persona: solo al
través de él puedo integrarme y ser plenamente yo mismo... Yo soy yo y mi
circunstancia, y si no la salvo a ella no me salvo yo. Asimilar el pasado de España, asu-
mirlo, es la mejor manera de vencer este pasado que tantos obstáculos pone al futuro.
España —dice— es tierra de los antepasados... Por lo tanto, no nuestra, no libre
propiedad de los españoles actuales. Los que antes pasaron siguen gobernándonos y
forman una oligarquía de la muerte que nos oprime.» ¿Cómo vencerlos? Tratándolos
como lo que son, como una experiencia que fue y no tiene por qué seguir siendo. «La
muerte de lo muerto es la vida.» El pasado es solo un modo de vida, no la vida misma.
Tal es lo que no puede ver el reaccionario, tal es lo que no puede hacer: «tratar el
pasado como un modo de vida». Por ello lo «arranca de la esfera de la vitalidad, y, bien
muerto, lo sienta en su trono para que rija las almas».
Por ello, para salvar a España habrá que negar, asimilar, a la España del pasado
haciendo de ella lo que auténticamente es, una experiencia para la España del futuro,
pero no la ya única y posible España. Tal fue lo que intentó la nueva generación, negar a
la España caduca. Pero esto traía un compromiso, afirmar otra España. «Habiendo
negado una España, nos encontramos en el paso honrado de hallar otra»
106
España, como una de las mejores formas de occidentalización de España, es el
programa de la nueva generación española. Anhelos, afanes, truncos frente a un nuevo y
violento rechazo por parte de ese mundo occidental tan admirado de España. Una vez
más, España, como otros pueblos en circunstancias semejantes a la suya, será rechazada
de la historia de Occidente; una vez más será puesta al margen, regresada a ese pasado
que, por estímulo del Occidente, se resiste a su negación, a su asimilación.
107
VII
108
la borda la modernidad. Ese pasado, el pasado propio de la cultura europea, no ya de la
cultura occidental de la cual también es una expresión Norteamérica, es el que se
encuentra en peligro. El pasado puesto al margen por el espíritu de la cultura occidental
al seguir nuevos derroteros, un pasado que ahora se esgrime frente a un mundo que
siendo su expresión no es ya parte suya. Europa, al igual que Rusia y España, hace de
este pasado el punto de apoyo para hacer patente su ortodoxia. Norteamérica tiene ahora
el control político y económico del mundo occidental. Norteamérica es el nuevo líder de
este mundo. Pero Europa es y será el centro de la auténtica cultura, la cultura universal
por excelencia, la cultura europea, de la cual la cultura occidental, ahora representada
por Norteamérica, es solo una de sus expresiones. Europa ayer, ahora y siempre, aunque
ya no posea el control político y económico del mundo, será la que señale los derroteros
de la auténtica cultura. Una cultura que no se limita a la técnica, al dominio de la
naturaleza, sino una cultura que tiene como eje el espíritu creador del hombre. La
persistencia en el mundo de la técnica, en el dominio de la naturaleza, solo puede llevar
a una heterodoxia por lo que se refiere a lo que ortodoxamente debe ser la cultura.
Los Estados Unidos han llevado a su apogeo las grandes conquistas materiales de que
fue expresión la llamada cultura occidental; pero no han podido dar origen a ese otro
tipo de obras propias de la cultura europea cristiana, moderna y contemporánea. «Los
Estados Unidos —dice Paul Rivet— han producido un número de técnicos eminentes,
de constructores de rascacielos, de presas fluviales, de puentes, de carreteras, de
máquinas perfeccionadas, etc., superior al que pueda presentar otro país cualquiera del
mundo. Su civilización material goza por eso de un auge incomparable. Pero esa
fertilidad excepcional en ingenios va asociada a una indigencia sorprendente de
descubridores, inventores, filósofos, escritores y artistas. Los hombres de fama mundial
que ostentan el marbete norteamericano se han formado con frecuencia en el extranjero
y constituyen, brotes, en suelo americano, de plantas importadas... Una visita al Museo
de Arte Moderno de Nueva York basta para darse cuenta de la falta de personalidad de
las obras, a veces de gran belleza, que allí se encuentran. En ellas domina la inspiración
de los grandes maestros del Viejo Mundo. Son raras las creaciones verdaderamente
originales, que no evoquen recuerdos europeos. Parece como si Norteamérica solo
hubiera conseguido crear una estética de lo grandioso o, más bien, de lo gigantesco.»
¿Se trata de un pueblo joven? «¿Eran pueblos viejos la Francia del siglo xv que dio
nacimiento a Rabelais, la España del xvi que produjo a Cervantes o la Gran Bretaña de
la época isabelina donde vio la luz Shakespeare? ¿Era ya un pueblo viejo, el pueblo
griego del tiempo de Homero? Varias veces he hecho esa pregunta y a menudo me han
respondido afirmativamente. Esa respuesta permite aproximarse más al meollo del
problema. Me ha parecido que para mis interlocutores un pueblo viejo es el que tiene
tras sí una tradición propia e ininterrumpida de civilización, o bien un pueblo cuya
civilización se ha beneficiado de la aportación de otras civilizaciones anteriores, sin
ruptura de continuidad». Norteamérica está, así, fuera de la tradición de la cultura
europea, aunque sea expresión máxima este tiempo, el transcurrido entre las dos
guerras, las naciones que antes eran consideradas como grandes potencias, con-
cretamente las grandes naciones de la Europa Occidental, Inglaterra, Francia y
Alemania, se transformaron en naciones de segunda fuerza y, en estos últimos tiempos,
en piezas del complicado juego en que están empeñados los Estados Unidos y Rusia
para el logro del predominio mundial. Esto último lo han podido comprobar Inglaterra y
Francia en su aventura sobre Egipto, en la cual no pudieron ya actuar como antaño,
109
como primeras potencias que se valían de cualquier pretexto para hacer prevalecer sus
intereses en pueblos más débiles. En esta ocasión, el interés de los Estados Unidos en
estos mismos pueblos para ampliar su expansión fue uno de los factores que hicieron
fracasar a la Europa occidental en el Medio Oriente. Fracaso que ha hecho hablar sin
empacho a políticos y periodistas europeos en forma semejante a la de los hombres de
cultura: Europa es una colonia de Norteamérica. Esto es, Europa es una colonia de
Occidente. De un Occidente representado ahora, con toda su pujanza, por los Estados
Unidos de Norteamérica. Un Occidente en que sus dos grandes aportaciones: las
instituciones liberales y la técnica que permite la industrialización, han llegado a su
apogeo con todas las complicaciones que el mismo implica y puede aún implicar.
110
de la cultura europea. ¿América está a la altura de sus nuevas responsabilidades? Esto
es, ¿está a la altura de su calidad de líder de la cultura occidental?, se preguntan los
europeos. América, esto es, Norteamérica, ha alcanzado en nuestros días su máximo
predominio económico y político sobre el mundo, ¿pero podrá ofrecer al mundo un
nuevo sentido de la vida? ¿Sabrá impulsar el espíritu creador que ha caracterizado a la
Europa occidental? O, por el contrario, ¿detendrá este espíritu e impondrá al mundo un
sentido simplista, y por simplista mecánico e inhumano? Muchas de las mejores mentes
de la cultura europea se alarman ante de una etapa de la misma. Norteamérica, se puede
decir siguiendo este punto de vista, es una expresión de la cultura occidental originada
en Europa, pero no expresión de la cultura europea.
La auténtica cultura es europea, la ortodoxia cultural es europea. Europa ha perdido el
control político y económico del mundo occidental, este control se ha desplazado más
hacia el Occidente; pero no ha perdido el control cultural, piensa el europeo que se
resiste a ser desplazado en este campo, que se resiste a ser un pueblo marginal en el
campo cultural. «América —dice Antony Babel— ha creído durante un tiempo que la
función reservada a Europa era la de Grecia en la antigüedad: ser un museo y una
biblioteca de gran valor como centro de consulta, pero sin actividad propia. Este papel
Europa lo ha rechazado siempre. Y en América empiezan a darse cuenta de la
equivocación que cometían. En realidad, el Viejo Mundo, aunque más débil política y
materialmente, es más activo que nunca en la vida del espíritu» Europa ha creado
cultura y la seguirá creando, independientemente de que haya perdido el control político
y económico del mundo. En Europa está el gran pasado de la cultura que sirve de abono
permanente a una cultura siempre renovada. Ese gran pasado, un pasado que no tiene
Norteamérica, se encuentra en el mundo clásico y en la Cristiandad. Europa reivindica
para sí este mundo. Es este mundo el que le da la fortaleza de su ortodoxia. Europa se
resiste a aceptar el espíritu práctico, utilitario y materialista que atribuye a
Norteamérica. La Europa desplazada del campo político y económico se declara contra
el espíritu que lo ha hecho posible con toda su pujanza en el mundo occidental,
desplazado a Norteamérica. Europa se declara clásica y cristiana frente al capitalismo y
burguesía que ahora han tomado asiento en América. «Me parece —dice Guido Piovene
— que las objeciones europeas a los modos de vida americanos pueden resumirse en
dos fundamentalmente: la objeción cristiana y la objeción humanista... Un aspecto
importante de esa conciencia de su personalidad adquirida por Europa es ciertamente
una acentuación revolucionaria de los motivos cristianos... Se trata de la convicción,
difundida en muchos espíritus de primera categoría, de que la crisis de la sociedad
contemporánea tiende a una aplicación integral del mensaje evangélico y reclama al
mismo tiempo paso libre para el mismo.»
Sin embargo, este mensaje, esta vuelta a una especie de comunidad cristiana encuentra
obstáculos en la sociedad burguesa y capitalista, sigue diciendo Piovene. Por ello, los
europeos temen al triunfo de la sociedad y civilización americana en el mundo, porque
se perpetuaría la estructura de esa sociedad capitalista y burguesa. Esta actitud, continúa
Piovene, ha llevado a los europeos a adoptar una doble oposición, «en la cual
consistiría, a su juicio, la esencia misma de la misión de Europa: contra la civilización
americana, en cuanto burguesa y capitalista, y contra la soviética en cuanto no cristiana.
Pero en el fondo de algunos ánimos, se plantea la pregunta de si no conviene aspirar a
llegar a un acuerdo con la civilización soviética, no precisamente ahora, sino en un
futuro difícil de precisar. Correspondería a la civilización soviética la misión de
111
desbrozar el terreno de la superestructura burguesa-capitalista, que es la que se opone a
la realización del mensaje cristiano». Después vendría la evangelización de ese mundo
una vez eliminados los obstáculos que se oponen a su recristianización. La otra objeción
es la humanista. Una protesta contra la preeminencia del «valor dinero». Un valor
extraño a la esencia del hombre, lo opuesto a esa idea del hombre que Europa tiene
como heredera de un gran pasado humanista. Norteamérica es la civilización que ha
hecho del índice económico un elemento de determinación de lo humano.
«El 'valor dinero' aparece como predominante a los ojos del alma, a la cual aplasta y
anula; la voluntad de poseer es siempre el principal y constante impulso de acción.»
Frente a Norteamérica aparece nuevamente Rusia como una salida hacia ese mundo
humanista y clásico. «Nos encontramos, así, frente a una paradoja —dice Guido
Piovene— que me parece va tomando cuerpo en Europa. Muchos europeos cultos y
anticomunistas experimentan la atracción de la sociedad soviética, no porque vean en
ella el mundo del porvenir, sino porque a través de ella entrevén la esperanza de un
mundo más antiguo o, tal vez mejor dicho, más clásico. Esta es la razón de que el
mundo soviético seduzca a muchos artistas y a muchos hombres de formación cultural
especialmente versados en las disciplinas humanistas y en el estudio de las
civilizaciones del pasado» De esta manera Europa, la misma Europa que, como centro
del mundo occidental, miraba marginalmente a pueblos como Rusia, España y la
América latina, empieza a sentirse ajena, marginal, a ese mundo occidental cuyo centro
se ha desplazado a los Estados Unidos de Norteamérica, y más cercana a esos pueblos
que antes le eran marginales. En estos pueblos empieza a ver la expresión del mundo
que considera su veredero mundo: mundo humanista y cristiano. Un mundo del cual fue
también centro Europa y que puede volver a serlo. Un mundo ya ajeno a la heterodoxia
que representó la modernidad. Rusia y el mundo ibero están, en su opinión, más cerca
de la ortodoxia humanista y cristiana que Norteamérica, máxima expresión de la
modernidad heterodoxa, máxima expresión del mundo occidental. Por eso, a esta misma
Europa empiezan a interesarle pueblos como los iberoamericanos en sus relaciones
políticas y económicas con Estados Unidos que mucho se asemejan a las que ahora
sostiene ella misma con este pueblo. Relaciones y experiencias ya viejas para pueblos
como los iberoamericanos, de las cuales Europa va tomando conciencia en nuestros
días. Relaciones que le sirven ya de ejemplo en su nueva relación de inferioridad
política y económica con Norteamérica.
Así, lo que Europa sigue esgrimiendo como superioridad es su cultura. Una cultura que
es ya, pura y simplemente, la llamada cultura occidental. Europa ha creado esta cultura,
pero su actual expresión, su desarrollo, no lo considera ya como suyo. Toda cultura
descansa, además, en un pasado que, en opinión de Europa, ha sido olvidado por
Norteamérica: el pasado humanista y cristiano. Ese mismo pasado que entró en
conflicto con la modernidad que dio origen a la cultura occidental. Pasado humanista-
cristiano cuyos valores entraron en contradicción con los valores a que dio origen la
modernidad empeñada en realizar una sociedad en la que predominasen los mejores, los
más hábiles. Valores cristianos y humanistas que el europeo actual encuentra reflejados
en formas ideales de comunidad como el socialismo y el comunismo. Valores por cuya
adopción y regreso han clamado y claman en nuestros días filósofos de la historia
europeos como Toynbee, Berdiaeff, Schweitzer y otros muchos más como una solución
a la crisis de Occidente, Valores que solo tardíamente empiezan a preocupar a la misma
112
Norteamérica. Son estos valores los que ahora opone Europa a los valores de la llamada
cultura occidental. Ortodoxia europea frente a heterodoxia occidental.
113
El norteamericano se sabe heredero de la civilización y la cultura europeas; pero un
heredero que ha sabido enriquecer el patrimonio recibido haciendo que el mismo
alcance sus logros máximos, su más extraordinario desarrollo. Sin embargo este
desarrollo, este progreso, lejos de entusiasmar al mundo, lejos de provocar la calurosa
aprobación de la Europa que le ha donado tal herencia, provoca frialdad, o lo que es
peor, hostilidad. En lugar de aplaudirse a Norteamérica por su aportación a la cultura, se
le critica. «Una de las más agudas y perspicaces observadoras, Mary McCarthy —sigue
diciendo Shuster—, expresó esta visión al referirse a las relaciones angloamericanas, sin
duda con ese don de la exageración que muchas veces acompaña a una nueva
percepción de las verdades. A su juicio, jamás ha habido 'un momento en la historia de
nuestros dos países en que Inglaterra haya sido tan altamente estimada' atribuyendo esto
a la creencia de que los ingleses han hecho bien muchísimas cosas que nosotros hemos
hecho mal. De aquí que concluya que es extrañamente irónico que, precisamente ahora,
sean tan impopulares los norteamericanos en la Gran Bretaña. Evidentemente, algo
parecido podría decirse de Francia, aunque habría que expresarlo en términos
diferentes.» Algo, pues, anda mal. Alguien ha engañado al pueblo norteamericano.
Alguien le ha dado un puñalada trapera. «Desde el punto de vista americano, se podría
atribuir esa evolución al sentimiento de frustrada inseguridad que brota del hecho de
que el alma del pueblo americano ha recibido una cuchillada en su parte más sensible.»
Este pueblo tiene ya la impresión de que ha sido engañado, de que «le han tomado el
pelo, tanto política como diplomáticamente, y le han llevado a cometer formidables
errores de juicio, de los que no puede culpar a nadie sino a sí mismo». Él
norteamericano, fiel discípulo del mundo occidental, una de sus mejores expresiones, se
encuentra situado, a pesar suyo, en la heterodoxia cultural. Que su fidelidad, en lugar.de
haber originado un sentimiento de orgullo en su padre y mentor, ha provocado la
reacción opuesta, la del que se ha salido de la línea, Algo o alguien lo ha engañado.
Algo se ha colado dentro de él llevándole al fracaso del éxito. De allí, agrega Shuster, la
«caza de brujas», el aplauso a los métodos del senador McCarthy «pues siente sa-
tisfacción, ya abierta o secretamente confesada, por el hecho de que a veces tales
medidas sirven de efectivo castigo, Cierto es que una actitud tal revela una impaciencia
deplorable y una incapacidad de hacer su propio examen de conciencia».
De esta manera, los triunfos alcanzados, los mayores y mejores triunfos materiales
que .el norteamericano ha alcanzado, lejos de satisfacerle le dejan vacío. Su acción no
es reconocida, no es aprobada. Nunca pueblo alguno alcanzó progreso material más
grande que el norteamericano; sin embargo, parece que no se da importancia a este
hecho, a este triunfo. El aplauso le es regateado, le es regateado el reconocimiento que
siempre se había otorgado a los pueblos más grandes de la historia. Su triunfo es un
triunfo al que se trata de restar importancia. En vano e! norteamericano ha enarbolado
las mejores banderas a que dio origen la modernidad. Banderas como las de «libertad» y
«democracia». En vano ha tratado que su idea de la libertad y su idea de la democracia
sean aceptadas con entusiasmo por otros pueblos, Él es líder de estas ideas y, sin
embargo, se le regatea el reconocimiento de este liderazgo. Los pueblos a los que ha
ayudado, en lugar de verle con simpatía, 1c ven con desconfianza y hostilidad. Sus
banderas, las mejores banderas, en cuanto es él quien las enarbola, parecen carecer de
atractivo, de sentido. No falta quien prefiera, dice Shuster, «por deshonroso y aterrador
que parezca, el sistema social impuesto por Rusia por sus actuales amos», frente a la
imagen que el europeo se ha formado de Norteamérica. Una Norteamérica «casi
114
tenebrosa: estridencias de jazz de la mañana a la noche, sensiblerías cinematográficas,
anti-intelectualismo, sexomanía adolescente...». ¡Qué no daría Norteamérica por
alcanzar el reconocimiento que ha alcanzado la cultura europea! El pueblo
norteamericano, «si le fuera posible, compraría, a crédito en caso necesario, la vida
interior que hasta ahora ha dado alma y sentido a las normas permanentes de la
civilización ' europea, de la misma manera que ha comprado sus artes y manuscritos, o
ha seguido sosteniéndolos mediante este lujoso subsidio que se llama el turismo». Pero
sabe que nada de esto es posible, que nada puede hacer en este sentido. «Tal vez podría
decirse —sigue Shuster— que lo trágico, lo verdaderamente trágico en el mundo de
hoy, lo que nos produce hondo desaliento, es que cuando la técnica americana ha
logrado descubrir armas de destrucción, que de emplearse imposibilitarían la
supervivencia de la raza humana, es precisamente cuando ha llegado a un punto más
bajo el respeto mundial por la generosidad, el idealismo y la moderación del pueblo
americano.»
115
Paul Rivet ha hecho también referencia a las relaciones entre los Estados Unidos y la
América latina, en las que se hace patente ese afán por imponer puntos de vista e
intereses de los Estados Unidos sobre el mundo: «En el momento actual, la palabra
independencia evoca un intenso sentimiento en todos los espíritus sensitivos —dice
Rivet— sentimiento que expresan todos los hombres de Estado, de México a Chile y del
Brasil a la Argentina, en un lenguaje que quizá varíe en la forma, pero que es, en el
fondo, unánime. El denominador común de la acción de los políticos es esa voluntad de
independencia y de liberación.» Sin embargo, esta voluntad ha tropezado con la
hostilidad de los Estados Unidos, pueblo orgulloso de su desarrollo material y de la
bandera liberal que lo ha hecho posible. «Esa voluntad de independencia que en la ac-
tualidad se traduce en ciertos países por medidas consideradas como revolucionarias,
¿tiene posibilidades de éxito?» Enorme es la presión que ejercen los Estados Unidos
sobre estos pueblos hasta hacerlos fracasar como sucedió en Guatemala y ha sucedido
en otros pueblos. «Es posible y aun probable —dice Paul Rivet—, que los Estados
Unidos ejerzan presión sobre los gobiernos que actualmente acometen grandes reformas
socialistas y nacionales y procuren paralizar sus esfuerzos.»
116
un pueblo que, también, les ha ayudado a alimentarse y a vestirse cuando solo el hambre
y la desnudez reinaban en Europa. El mismo pueblo que ahora les ofrece armas y dinero
para defender la democracia y la libertad amenazadas por nuevas doctrinas. Esa
democracia y libertad en nombre de la cual murieron unidos europeos y americanos.
¿Cómo, entonces, rebelarse contra estos hombres y este pueblo? ¿Cómo rebelarse contra
sus ideas y los intereses que las acompañan? La expansión norteamericana sobre
Europa, como sobre el mundo, va así acompañada de las mejores justificaciones
morales, aunque las mismas no le sean reconocidas a otros pueblos.
Tanto el europeo como los hombres que se encuentran en su misma situación, tiene así
conciencia del sentido que implica la actitud norteamericana frente al mundo. La actitud
de un pueblo que teniendo las mejores banderas puede servirse de ellas para afianzar sus
intereses, que ya no lo son de los pueblos que están de acuerdo con tales banderas. La
actitud de un pueblo que se ve a sí mismo como avocado a llevar al mundo los ideales
de la libertad y la democracia; pero haciendo depender la expansión de estos ideales de
la expansión de sus propios intereses. El destino de Norteamérica parece ser el de llevar
al mundo no los ideales de la libertad y la democracia sin más, sino los de la libertad y
democracia norteamericanas, esto es, de norteamericanos y para norteamericanos.
Pueblo que se ve, a sí mismo, como predestinado, elegido, para llevar al mundo el
«modo de vida norteamericano» y no la libertad y democracia propias de cada pueblo.
Claro que esto no es obstáculo para que los mismos europeos que señalan a
Norteamérica por esta actitud no tengan empacho, a su vez, en justificar actitudes
semejantes en las relaciones de sus respectivas naciones con pueblos que les están
subordinados. Esto es, muchos de los europeos que condenan el imperialismo
norteamericano no vacilan, a su vez, en justificar el imperialismo francés, inglés, o de
cualquier otra de sus naciones.
117
de la posibilidad de que los Estados Unidos de América asuman también el cometido y,
como quiera que sea, alcancen también ellos una madurez que les permita 'comprender'
la filosofía, es decir, los problemas del espíritu y el sentido de las palabras 'verdad',
'idea', 'ser', 'intelecto', etc.; pero, en el presente estado de cosas, tal posibilidad está lejos
y me parece incierta por dos motivos: porque Europa, salvo que se vuelva a encontrar a
sí misma, o sea, a su 'alma' metafísica y cultural, acabará por 'americanizarse' o
'marxicizarse' del todo; y porque los Estados Unidos, por su potencia política y militar,
creerán fatalmente ser un pueblo 'superior' y confundirán la potencia con la 'sabiduría',
su superioridad de medios con la madurez intelectual y cultural. En tal caso, serán más
propensos a creerse maestros que discípulos, y querrán difundir, con el ardor misionero
que les caracteriza, su 'filosofía' o concepción de la vida como la más progresada. El
éxito y la riqueza, cuando no son engrandecidos por una costumbre secular que dé el
sentido del despego y con él la perspectiva de verlos 'objetivamente' en sus límites y,
por consiguiente, el verdadero dominio del hombre sobre las cosas, y cuando no van
acompañados de un proporcional avance intelectual y espiritual, se suben a la cabeza y
crean la ilusión de una superioridad incondicionada, hija de la ingenua convicción de
que con el dinero y la técnica se puede comprarlo y fabricarlo todo, incluso una cabeza
bien organizada y un espíritu culturalmente bien educado y maduro.» 38
Pero, ¿en qué consiste ese espíritu auténticamente europeo que aún parece guardar la
América latina? ¿Qué es lo propio de la cultura europea, de la cultura universal? ¿En
qué consiste la auténtica ortodoxia cultural europea? Ya se ha anticipado, en el espíritu
cristiano negado por la modernidad, negado por la llamada cultura occidental. Ese
espíritu que ahora resulta haber sido tenazmente sostenido por España, esa España a la
que se alejó del mundo occidental europeo cuando este mundo representó el centro de la
cultura occidental. Gracias a esta raíz hispana, cristiana, católica, la América latina
parece avocada a continuar la auténtica cultura europea, que no está al alcance de los
Estados Unidos de Norteamérica. En cambio, dice Sciacca, los peligros que señalamos
en los Estados Unidos, no se hacen patentes en la América latina, aunque llegue a
alcanzar un poderío igual o superior al de este país, «por el hecho de que llegará con su
madurez filosófica y cultural... En todas estas consideraciones no se ha de olvidar que
los Estados Unidos han sido colonizados por Inglaterra y la América latina por España,
es decir, por un pueblo cuya cultura representa una de las dimensiones esenciales del
auténtico espíritu europeo. Esto, entre otras cosas, significa algo muy importante: los
Estados Unidos de América se han formado, hasta hace algún decenio, sin más apertura
que una ideología constituida por elementos de la revolución inglesa de 1688, de la
tradición puritana y de la cultura iluminista, es decir, de movimientos que son la
negación de las verdades religiosas (católicas y cristianas) y de los valores espirituales
humanos». Esto es, Norteamérica representa solo la encarnación de los valores
modernos, occidentales; valores originados en Europa y superados en los Estados
Unidos, pero Europa es algo más que estos valores.
38
M F. Sciacca, la filosofía hoy. Barcelona, 1956. Primer libro de historia de la filosofía hecho por
un europeo en el que se hace la incorporación de un capítulo sobre la filosofía en la América Latina.
118
VIII
119
Europa; y la preocupación, también permanente, de la América ibera frente a la
América sajona, frente a los Estados Unidos de América del Norte. Es una vieja
preocupación de los pueblos que se encuentran más abajo del río Bravo hasta la Tierra
del Fuego. Las preguntas, las cuestiones que ahora se plantea Europa frente a los
Estados Unidos de América, son cuestiones que la América ibera se ha venido
planteando desde el momento mismo en que sus diversas naciones fueron surgiendo al
independizarse de España y Portugal. Aquellas naciones, Una vez alcanzada su
independencia política, se encontraron enredadas dentro de las mallas de otra
dependencia más difícil de romper: la económica, que les impuso, en primer lugar, la
Europa occidental —Inglaterra y Francia y poco tiempo después los Estados Unidos.
Varios de los más destacados estadistas de la América ibera se dieron pronto cuenta de
la peligrosa vecindad que se alzaba en el Norte. Se encontraron con que no solo tenían
que defenderse de las agresiones originadas en la Europa occidental, sino también de las
que tenían su origen en la parte de América formada por esa Europa.
Los Estados Unidos no eran, en forma alguna, una nación unida al resto de la América,
a la que se podía apelar frente a cualquier agresión extraña. La doctrina Monroe,
establecida por esta nación, no era, de ninguna manera, una doctrina que defendiese los
intereses del continente americano, sino solo los intereses de la creciente nación
estadounidense. España misma, poco antes de que los pueblos iberoamericanos inicia-
sen su emancipación, ya veía alzarse, en el horizonte, al peligroso vecino de la América
ibera que iba a actuar como agente del mundo occidental que había desplazado a España
de la modernidad. En un Memorial apócrifo atribuido al conde de Aranda, se decía
sobre la recién emancipada nación norteamericana: «Esta República ha nacido, por así
decirlo, pigmea, y ha necesitado del auxilio y apoyo nada menos que de dos Estados
poderosos como Francia y España para conquistar su independencia; pero vendrá un día
en que ella será gigante, un verdadero coloso temible en aquellas comarcas, y entonces,
olvidando los beneficios que ha recibido, solo pensará en su propio interés y
crecimiento.» Una vez iniciada la lucha por la emancipación de los países
iberoamericanos y lanzada la famosa doctrina Monroe, de aparente defensa de América
por los americanos, Diego Portales, el inteligente y astuto dictador chileno, comenta en
1822 esa doctrina, diciendo en una carta a su amigo José M. Cea: «Mi querido Cea: los
periódicos traen agradables noticias para la marcha de la revolución en toda América.
Parece algo confirmado que los Estados Unidos reconocen la independencia americana.
Aunque no he hablado con nadie sobre este particular, voy a darle mi opinión. El Pre-
sidente de la Federación de Norteamérica, Mr. Monroe, ha dicho: 'se reconoce que la
América es para los americanos'. Cuidado con salir de una dominación para caer en
otra! Hay que desconfiar de esos señores que muy bien aprueban la obra de nuestros
campeones de liberación, sin habernos ayudado en nada: he aquí la causa de mi temor.
¿Por qué ese afán de Estados Unidos en acreditar ministros, delegados y en reconocer la
independencia de América, sin molestarse ellos en nada? ¡Vaya un sistema curioso, mi
amigo! Yo creo que todo esto obedece a un plan combinado de antemano; y ese sería
así: hacer la conquista de América, no por las armas, sino por la influencia en toda
esfera. Esto sucederá, tal vez hoy no; pero mañana sí. No conviene dejarse halagar por
estos dulces que los niños suelen comer con gusto, sin cuidarse de su envenenamiento.»
Simón Bolívar, el gran libertador, sabe por experiencia que nada puede esperar de la
Europa occidental y de los Estados Unidos en su lucha por la independencia de los
países hispanoamericanos, nada que no convenga a ese mundo occidental y a sus
intereses y no al de los pueblos cuya libertad se busca. «¡Cuán frustradas esperanzas! —
120
escribe—; no solo los europeos, pero hasta nuestros hermanos del norte se han
mantenido inmóviles espectadores de esta contienda, que por su esencia es la más justa
y por sus resultados la más bella e importante de cuantas se han suscitado en los siglos
antiguos y modernos, porque ¿hasta dónde se puede calcular la trascendencia de la
libertad del hemisferio de Colón?» ¿Cómo y por qué ayudan o pueden ayudar a la
América hispana Inglaterra y los Estados Unidos? Solo de la manera que mejor
convenga a sus intereses y para acrecentar estos. Inglaterra, dice Bolívar, «teme la
revolución de Europa»; pero «desea la revolución de América». ¿Por qué? Porque la
«una le da cuidados infinitos, y la otra le proporciona recursos inagotables». En cuanto
a los Estados Unidos, la «América del Norte, siguiendo su conducta aritmética de
negocios, aprovechará la ocasión de hacerse de las Floridas, de nuestra amistad y de un
gran dominio de comercio». Por ello, Bolívar temía estrechar demasiado sus relaciones
con uno y otro país. Teme a la Inglaterra, cabeza de la Europa occidental y a los Estados
Unidos que ya se apuntan como directores en la expansión del mundo occidental. Por
ello, en carta enviada por el Libertador a Bernardo de Monteagudo, en la que se refiere a
las razones por las cuales no quiere se convide a Inglaterra y a los Estados Unidos a la
reunión que piensa debe realizarse en Panamá para unir a todos los países de habla
hispana, dice: «Luego que la Inglaterra sé ponga a la cabeza de esta liga, seremos sus
humildes servidores, porque, formando una vez el pacto con el fuerte, ya es eterna la
obligación del débil. Todo bien considerado, tendremos tutores en la juventud, amos en
la madurez y en la vejez seremos libertados.»
En cuanto a los Estados Unidos, escribe el general Santander: «Después hallo que está a
la cabeza (de la América)... una poderosísima nación muy rica, muy belicosa, y capaz
de todo; enemiga de la Europa y en oposición con los fuertes ingleses, que nos querrá
dar la ley, y que la darán irremisiblemente.» Nada puede esperar la América hispana de
estos peligrosos aliados que solo la ayudarán para someterla a nueva subordinación. La
libertad y el porvenir de estas naciones tendrá que depender de ellas mismas. Ningún
otro pueblo hará nada por ellas. Los pueblos que ofrecen su ayuda, solo lo hacen en
función con sus intereses. «Los Estados Unidos —dice Bolívar— son los peores y son
los más fuertes al mismo tiempo.»
Los Estados Unidos, tan amantes de sus propias libertades, no lo son ya de las libertades
de otros. Todo lo contrario, han hecho de esta misma libertad en instrumento para llevar
la miseria a otros pueblos. «...Los Estados Unidos —dice Bolívar— que parecen
destinados por la Providencia para plagar la América de miseria a nombre de la
libertad.» Una libertad anhelada por los pueblos iberoamericanos que les es, al mismo
tiempo, regateada por pueblos que la enarbolan.
Los temores del Libertador y de otros estadistas iberoamericanos se verían pronto
confirmados. La América ibera sería objeto de diversas agresiones de parte de la Europa
occidental y de parte de los Estados Unidos. La doctrina Monroe sería solo una doctrina
en defensa de los intereses estadounidenses, razón por la cual no funcionaría en aquellas
agresiones de la Europa occidental en que tales intereses no fuesen afectados. No era
sino una advertencia que hacía los Estados Unidos para que Europa no atacase estos
intereses. Respetados estos, Europa y los Estados Unidos, el mundo occidental unido,
podían repartir su influencia en la América latina. Por ello, a pesar de la doctrina
Monroe, a sabiendas de los Estados Unidos, Europa pudo atacar impunemente a la
América latina para ampliar y defender sus intereses. En 1829, México es atacado por
España, que trata de recuperar su colonia; en 1833, los ingleses ocupan las Malvinas,
121
con la ayuda norteamericana; en 1835, los ingleses toman Belice, a pesar de que
Guatemala, invocando la doctrina Monroe, pide auxilio a los Estados Unidos. En 1838 y
1849 Inglaterra y Francia combaten y hostilizan en el Río de la Plata al dictador Rosas.
En 1847, los ingleses desembarcan en Nicaragua y establecen el Protectorado de La
Mosquitia con la anuencia estadounidense. En 1848, los mismos ingleses, contando con
la misma ayuda norteamericana, amplían su territorio en La Guayana a costa de
Venezuela. En 1852, Inglaterra crea en la Bahía de Amatique, en el Mar Caribe, una
nueva colonia en las hondureñas Islas de la Bahía. En 1862, España recupera Santo
Domingo. El mismo año, Francia invade territorio mexicano para establecer un imperio.
En 1864, una escuadra española se apodera de las Islas Chinchas en el Perú y
bombardea El Callao y Valparaíso. La hacen su parte de la agresión a la América latina.
México desde 1831; las Malvinas en 1831; Texas y todo el norte de México desde el
año 1831 al de 1847 en que México pierde la parte más grande de su territorio.
Valparaíso en 1891; Puerto Rico en 1898; Cuba en 1902 y en 1933; Panamá desde
1903; La Guayra en 1908; Nicaragua en 1855, 1909, 1912 y 1924; Haití en 1914;
Veracruz en 1914; Santo Domingo en 1916; Honduras en 1860 y 1924; Guatemala en
1953 y así otras veces, más o menos escandalosas. El mundo occidental, en su doble
expresión, la europea y la americana, agredían y subordinaban a los países que en la
América estaban al margen de tal mundo.
De aquí que el problema que ahora se plantea a la Europa occidental, al haber perdido
su puesto directivo en el Occidente, sea problema viejo para la América latina. Los
pueblos que forman esta América han sufrido toda clase de agresiones de este mundo,
en forma especial la agresión de la América occidental, la América sajona, que la ha
mutilado e impuesto sus intereses. Por ello, la historia de estos países es ahora una
historia que interesa a la Europa occidental que se encuentra en situación semejante a la
suya. Es la historia y experiencia de un conjunto de pueblos que, teniendo su origen en
la cultura europea, como lo han tenido España y Rusia, se han visto desplazados del
mundo formado por uno de los representantes-de esa cultura. Es la experiencia de lo que
ha podido "hacer un conjunto de pueblos para defenderse, a pesar de todos los
obstáculos, para sobrevivir, a pesar de las múltiples presiones a que ha sido sometido
por el Occidente en su expresión europea y americana.
América en bloque, ya lo hemos visto en otro lugar de este trabajo, había sido puesta
por Europa al margen de la cultura, la cultura occidental; al margen de lo que se
consideraba era la historia por excelencia. La posibilidad de la incorporación de
América al Occidente solo era aceptada a partir de los esfuerzos que en este sentido
podrían hacer los propios occidentales. La occidentalización de América solo podía
lograrse si los occidentales se empeñaban en ella, como se estaban empeñando en otras
partes del mundo. Solo la colonización plena de América, política, económica, social y
cultural, haría posible su occidentalización. Tal era, entre otros, el punto de vista de un
De Pauw. América —decía el sabio prusiano en el siglo XVIII— se integrará al
progreso europeo, gracias a la influencia y obra de los colonizadores; pero para esto
daba un plazo de trescientos años. Algo semejante decía Hegel respecto a la América en
su totalidad.
122
Sin embargo, pese a todos estos regateos, la América sajona, los Estados Unidos, irán
siendo aceptados, gracias a su capacidad para actuar en el mundo que la Europa
occidental se guardaba para sí. Norteamérica, al fin de cuentas, había sido obra de los
colonizadores europeos; la obra pura de la colonización europea en América.
Norteamérica era la obra más pura de occidentalización del mundo. En esta América se
continuaban y realizaban los más caros ideales occidentales. El mundo moderno, el
Occidente, alcanzaba aquí su máximo desarrollo, desligado, como estaba, de trabas
como aquellas con las cuales tropezaba en el Viejo Mundo. La guerra al pasado no occi-
dental de Europa era una guerra innecesaria en América. América no solo era la tierra
del porvenir, sino la tierra sin pasado. En ella, el europeo podía olvidar viejas trabas y
empezar una historia común, a partir de la cual se iniciase ese caro camino hacia el
progreso. En esta América, el hombre podría planificar sobre un mundo virgen, sin
compromisos, para realizar los sueños de los utopistas y filósofos idealistas creadores
del mundo occidental. Pronto América, la América sajona, se convertirá en la tierra de
promisión de Europa y, con ello, también en tierra de realización de todos los sueños de
la nueva Europa, los Estados Unidos, en pocos años, se transformaría, de promesa que
era, en una realidad: en la realización plena de los sueños del mundo occidental. Esa
realización que representan los Estados Unidos de Norteamérica actuales, pueblo y líder
del Mundo Occidental del que fue máxima creación. Por ello, los historiadores y
filósofos de la historia actuales no regatean ya a esta América su puesto en el mundo
Occidental. Norteamérica es, para ellos, una nación occidental. Toynbee, entre otros,
que pone entre los pueblos no occidentales a Rusia y a los países iberoamericanos,
llama a los norteamericanos «occidentales americanos» (American Westerners).
Así, frente a Norteamérica, campeón y líder del mundo occidental actual, queda,
precisamente, la América de origen ibero o latino. Una América que, al igual que Rusia
y España, se ha empeñado en formar parte de la historia y cultura occidentales.
Iberoamérica, fruto al igual que la América sajona, de la expansión europea en América,
ha sido puesta al margen de la historia, sufriendo el mismo rechazo que sufrieron sus
colonizadores europeos.
Iberoamérica empezará siendo rechazada, como lo fueron España y Portugal, por su
formación cultural, formada en el pasado religioso que sufrió el repudio de los pueblos
que encabezaron al mundo occidental. Iberoamérica, al igual que España y Portugal,
será vista como un reducto de las fuerzas que se opusieron a la marcha del progreso en
el mundo; como reducto del oscurantismo que se opuso a las luces, como reducto de
«papistas obcecados». Las colonias españolas, y portuguesas en América no eran sino
reductos del oscurantismo en una época en que predominaban las luces y la razón. Pero
había algo más, los colonizadores de esta América, a diferencia de los colonizadores de
la América del Norte, habían mezclado su oscurantismo con el espíritu supersticioso y
primitivo de sus indígenas39. Estos europeos, que no solo estaban contra la marcha del
39
Sarmiento, entre otros, hacía depender el atraso de la América hispana, en relación con los
Estados Unidos, de esa herencia y mezcla. Si hemos de aceptar, decía, que la inteligencia al ejercitarse
agranda el cerebro, «es de creerse que el de! español no haya crecido más quien el siglo xvi, antes de que
comenzase a obrar la Inquisición», v pollo que se refiere al hispanoamericano es de temer, agregaba. que
«en general lo tenga más reducido que los españoles peninsulares, a causa de la mezcla con razas que lo
tienen conocidamente más pequeño que las razas europeas», Conflicto y armonía de tas razas en
América. Buenos Aires, 1916.
123
progreso sino que, además, se habían empeñado en rebajarse como los miembros de una
gran cultura al mezclarse con pueblos inferiores; al mezclarse con hombres cuya
naturaleza humana estaba aún en entredicho. Europeos que habían dado origen a un
tipo, de hombre inferior al mismo indígena: el mestizo. Por ello, el prusiano De Pauw,
el francés Buffon y multitud de naturalistas sajones insistirán en la baja calidad de los
hombres que habían originado a los pueblos de la América ibera. Hombres empecinados
en una cultura que representaba ya el pasado de la Europa moderna, que, además, se
habían rebajado al mezclarse con los indígenas.
Nada de esto había pasado en la América del Norte, colonizada por hombres fieles a los
ideales políticos y religiosos del mundo moderno y a su raza. Estos hombres en lugar de
mezclarse con los indígenas, habían evitado toda contaminación llevando, así, la
civilización a donde solo existía la barbarie. Por ello, el puritanismo como expresión de
tolerancia religiosa e intolerancia cultural y racial será visto como símbolo del progreso
frente al catolicismo de los colonizadores íberos, con sus expresiones de intolerancia
religiosa y de tolerancia cultural y racial. Las fronteras del Occidente en América van a
quedar determinadas por la capacidad de expresión de los Estados Unidos sobre el resto
del continente americano. Norteamérica será el campeón del mundo occidental en Amé-
rica en su lucha contra el oscurantismo y el primitivismo. De esta manera, quedaba
Iberoamérica fuera del llamado mundo occidental, fuera de la historia. Los
«occidentales americanos» se encargarían de mantenerla a raya, dentro de los límites de
la capacidad de expansión de estos, a veces en pugna, a veces en colaboración con el
Occidente europeo. Norteamérica haría con los iberoamericanos en América, lo mismo
que la Europa occidental con rusos e iberos en el Viejo Mundo.
La América ibera, por su parte, al igual que España, Portugal y Rusia en Europa, se
empeñará en incorporarse al mundo que la rechazaba. Múltiples serán los esfuerzos que
haga por entrar en el concilio de los pueblos occidentales; esfuerzos por ser uno más de
ellos; por pertenecer a los pueblos que consideraba la historia; por hacer historia, esto
es, por participar en un esfuerzo que consideraba también suyo. Por eso, se puede decir
que la historia de los pueblos iberoamericanos es la historia de los esfuerzos que estos
han hecho por occidentalizase; adoptando, por un lado, los ideales, espíritu V técnicas
occidentales; y, por el otro, repudiando su pasado, ibero. Francia, Inglaterra y
Norteamérica, en primer lugar, van a ser los modelos conforme a los cuales tratarán de
organizarse los recién emancipados pueblos iberoamericanos.
El siglo XIX hará patente el esfuerzo de estos pueblos por librarse, no solo política, sino
también culturalmente, de sus matrices iberas. Un gran esfuerzo por arrancarse hábitos y
costumbres que consideran opuestos al nuevo espíritu occidental que había hecho
posible el progreso en el mundo. La cultura inglesa y francesa y las instituciones
políticas de Norteamérica serán los modelos conforme a los cuales los pueblos iberos
tratarán de reorganizarse para incorporarse al progreso representado por el Occidente.
Es el sueño dorado de los grandes emancipadores mentales de la América ibera; el
sueño de los Sarmiento, Mora, Luz y Caballero, Lastarria y otros muchos más en esta
América 1. Hombres que no se conformarán con la adopción de técnicas occidentales
sino que, además, tratarán de adoptar el espíritu que las ha hecho posibles. Hombres qué
sueñan con establecer el mismo espíritu que ha hecho posible el progreso de los países
que les sirven de modelo. Esta preocupación se hará patente en las grandes luchas que
ensangrientan a la América hispana en la primera mitad del siglo xix. Guerras intestinas
124
que expresan el gran dilema planteado a estos pueblos: permanecer fieles a sus orígenes
o transformarse. Guerra entre los que se empeñan en mantener el viejo orden heredado
de España y de los que se empeñan en realizar el nuevo orden cuyos modelos se alzan
en la Europa occidental y en Norteamérica. Lucha entre liberales y conservadores,
federalistas y centralistas; lucha entre la «civilización y la barbarie», como la llama el
argentino Sarmiento. Unos, aspirando a realizar en Iberoamérica las libertades y
derechos que se hacían patentes en la democracia norteamericana, así como el
parlamentarismo inglés y el espíritu revolucionario francés; otros, tratando de mantener
el viejo orden colonial apoyado en el clero y las castas militares. «Republicanismo o
catolicismo», es el dilema americano, dice el chileno Bilbao; «democracia o
absolutismo», dice a su vez Sarmiento; «progreso o retroceso», clama por su lado el
mexicano Mora
La segunda mitad del siglo xix, al triunfar los partidos liberales en la América hispana y
lusitana, se inicia lo que puede llamarse la occidentalización de Iberoamérica,
empezando por la adopción de sistemas educativos y políticos calcados de los países
occidentales que les servían de modelo. Se adopta, en general, la filosofía positivista y
un orden político que simula ser democrático apropiándose las cartas constitucionales
de los Estados Unidos y Francia y el parlamentarismo de corte inglés. Pero se adoptará
algo más: el espíritu discriminatorio que caracteriza al occidental. Se repudia, no solo al
pasado ibero sino también al indígena y a los indígenas, tratándose de seguir los pasos
del sajón en Norteamérica. Y si no se la repudia abiertamente, al menos se considera a
los indígenas como incapacitados para autogobernarse. Supuesta incapacidad que
permite a los dirigentes del nuevo orden social, criollos o mestizos, adoptar extrañas
dictaduras liberales; orden para el progreso o absolutismo liberal. Y en países como la
Argentina, en nombre de la civilización y contra la barbarie, se seguirán los pasos de los
pioneros norteamericanos limpiando la pampa de indígenas. Por lo que se refiere a los
países en los que la población indígena es más nutrida, como México, Perú, Ecuador
Colombia y otros más, se establecerán dictaduras partiendo de la consideración de que
«el pueblo aún no es apto para el ejercicio de sus libertades».
125
civilización, apoya a las fuerzas conservadoras mexicanas en su lucha contra las
liberales tratando de imponer un imperio que venía a ser la negación del progreso cuya
bandera enarbolaban los invasores. También en nombre de la civilización, la
democracia y la libertad, Norteamérica, modelo de todos los pueblos iberoamericanos,
apoyará a tiranuelos y dictadores que negaban y niegan tales principios, para así
afianzar los intereses concretos del mundo occidental en su expansión.
Mucho es lo que se ha hablado de la falta de comprensión entre la América sajona y la
América ibera; la misma falta de comprensión que encontramos entre el Occidente y el
resto del mundo. Mucho han hablado, también, los publicistas norteamericanos sobre la
incapacidad iberoamericana, o latinoamericana, para comprender los altos fines y
valores representados por la civilización norteamericana que ha dado origen a las
mejores expresiones de la democracia, la libertad y el confort material. Incapacidad
iberoamericana para comprender la importancia que tienen estas aportaciones a la
cultura que, inclusive, justifican la intervención norteamericana para imponer, si así es
necesario, tales valores. Por ello, muchas de las intervenciones norteamericanas en la
América ibera van a ser justificadas, en este sentido, como intervenciones en defensa de
la democracia y libertad amenazadas, se impondrán dictaduras que, se supone, tienen
como fin defenderlas, al menos simbólicamente, porque de hecho no podrían existir
dentro de dictadura alguna, cualquiera que sea la justificación que esta se dé.
126
espiritual que ha permitido a los Estados Unidos la adopción de múltiples credos e
iglesias. En cambio, existe un aspecto de esa mutua asimilación que sí sería fácilmente
aceptado por Iberoamérica; pero no solo aceptado, sino que se trata de algo que siempre
ha tratado de lograr esta América: la adopción de los valores occidentales señalados por
Northrop: ciencia, tecnología y otros valores teoréticos; los valores que han dado al
Occidente su predominio material sobre el resto del mundo. Sin embargo, es esta
adopción la que mayores obstáculos ha encontrado en Iberoamérica, obstáculos inter-
nos, desde luego; pero también y estos son los más graves, externos. Aquí Iberoamérica
ha tropezado con algo más que con la intolerancia interna, con la intolerancia que
proviene del mismo mundo que ha creado esos valores, el Occidente.
Sucede aquí algo que parece paradójico: la tolerancia que el Occidente, y concretamente
Norteamérica, ha hecho patente en el campo que hemos llamado espiritual —religioso,
estético, etc.—, se convierte en intolerancia en el campo material. Norteamérica puede
tolerar la aparición de múltiples credos y respetarlos; pero no puede tolerar, en forma
semejante, la aparición de fuerzas materiales capaces de disputarle su predominio
material en el mundo. Y lo que se dice de Norteamérica, en particular, se puede también
decir del Occidente, en general. Norteamérica y el Occidente, en general, encuentran
difícil tolerar otra competencia que no sea simplemente espiritual. El Occidente nunca
ha estado ni está dispuesto a tolerar competencia técnica, industrial y mercantil de otros
pueblos, como natural consecuencia de la adopción de los valores occidentales de que
habla Northrop. Y esto es así porque, si algo distingue al imperialismo occidental de
otros imperialismos, es la forma como somete a otros pueblos: la económica. Nunca el
Occidente se ha preocupado por someter a otros pueblos culturalmente, espiritual
mente; le basta la sumisión económica, una sumisión que ni siquiera necesita ser militar.
Lograda esta sumisión, los pueblos quedan en libertad para seguir pensando como sus
antepasados, o como les venga en gana. Son estos pueblos los que, a pesar del
Occidente, han ido adoptando sus expresiones culturales para reclamar, en nombre de
las mismas, derechos que antes les eran negados. El predominio económico del
Occidente es la base de su predominio mundial. Por ello, es este un campo en el que
nunca, voluntariamente, aceptará competencia alguna que pueda evitar desde su naci-
miento. En este campo, el tolerante mundo occidental se transforma en intolerante.. Esta
es y ha sido la base de su expansión en el mundo. El Occidente puede respetar, como lo
han hecho las grandes potencias occidentales, Inglaterra y Francia, la cultura, religión,
hábitos y costumbres de los pueblos que forman sus colonias, y hasta pueden tolerar una
relativa emancipación política de las mismas.
Los Estados Unidos, igualmente, toleran cualquier forma de gobierno en sus colonias
económicas. Pero lo que no toleran ni pueden tolerar todos ellos es la emancipación
económica de sus colonias; la emancipación económica del mundo, aunque dentro de
este mundo se encuentre, como se encuentra en nuestros días, la Europa occidental. Esto
es natural, no podría ser de otra manera; hay que comprenderlo, esta emancipación
significaría el fin del predominio occidental sobre el mundo.
Por lo que se refiere, concretamente, a las relaciones de la América ibera con los
Estados Unidos, no parece que la primera muestre incomprensión alguna hacia valores
que, desde los inicios de su independencia política, ha tratado de asimilar. Esta
América, ya se anticipó, ha tratado siempre de realizar estos valores, se ha empeñado en
127
hacerlos fructificar en sus tierras. Iberoamérica no solo ha comprendido la importancia
de estos valores modernos, sino que se ha empeñado en realizarlos aun negándose a sí
misma culturalmente. Por ello, la América ibera ha luchado por establecer en su suelo
instituciones políticas de carácter liberal y democrático semejantes a las
norteamericanas; ha venido, también, luchando por adoptar técnicas que le permitan
lograr su emancipación económica y, con ella, el auténtico confort material de sus hijos;
a semejanza de Norteamérica, ha pugnado, en el campo internacional, porque se
reconozca la soberanía de sus naciones y con ella su derecho de autodeterminación.
Iberoamérica, también, se ha empeñado en formar parte del bloque de naciones
occidentales; pero en un plano de igualdad y no de simple subordinada, con los mismos
derechos y obligaciones que deben regir a un auténtico bloque entre naciones iguales.
Iberoamérica se ha empeñado en formar parte de la historia occidental y se ha dolido
por lo que considera su frustración.
Pues bien, a todos estos empeños se ha contestado con una negativa, no poniendo
facilidades para su logro, sino impedimentos. El Occidente, en su expresión
estadounidense, se ha empeñado, a su vez, en mantener en Iberoamérica formas de
gobierno que son las antípodas de las instituciones democráticas y liberales que este ha
originado en sus propias tierras; se ha empeñado en hacer de la América ibera un simple
proveedor de materias primas sin Capacidad técnica para su transformación, y en
mercado de las mismas una vez transformadas por la técnica y manos occidentales. La
gran tolerancia que, dentro de sus propias fronteras, guarda el Occidente para cualquier
forma de gobierno, se transforma en intolerancia si surge algún gobierno cuya única
pretensión sea hacer de su país otro Occidente, esto es, un pueblo con libertades, dere-
chos y el confort material necesario. Intolerancia absoluta; intolerancia para el
establecimiento de instituciones democráticas y liberales, no porque sea opuesta a la
libertad y la democracia, sino por las consecuencias económicas que la institución de las
mismas traen emparejadas para sus intereses materiales. Porque la implantación de la
democracia y la libertad, como forma absoluta de gobierno en estos pueblos, conduce
necesariamente a la exigencia de que las mismas les sean reconocidas por otros pueblos
en el campo internacional. Y, con ello, surgen también las negativas para que se les siga
considerando pueblos marginales, simples abastecedores de materias primas o forzosos
consumidores de las mismas elaboradas. La autodeterminación interna de los pueblos
iberos implica también la autodeterminación externa. Conflicto que es la raíz de la falta
de comprensión de una América frente a la otra en sus inevitables relaciones. Conflicto
que ahora pone en contradicción a una pareja de valores occidentales que hasta la fecha
marchaban juntos, en cuanto eran solo adoptados por el mundo Occidental. Los valores
políticos y los valores económicos. La democracia liberal en contradicción con la
técnica de expansión económica del Occidente. La primera negando, al ser adoptada por
pueblos no occidentales, el derecho de esa técnica de expansión. Una limitando a la otra
y viceversa; la expansión económica negando la libertad y democracia de los pueblos
que la sufren.
128
occidentales ha sido Norteamérica la que más hincapié ha hecho en este
abanderamiento. Pero no ha sido sino hasta hace pocos años que estas banderas, las de
la libertad y la democracia de los hombres y los pueblos, han entrado en contradicción
con los intereses materiales de los abanderados. Antes de este tiempo, tales banderas no
habían entrado en contradicción con la política económica de expansión occidental,
porque estas banderas no habían caído en manos de los pueblos no occidentales. Estos
pueblos, hasta ahora, habían sido vistos como pueblos de segunda, tercera y cuarta
categoría; la categoría que era menester para que no tuviesen derecho a reclamar nada
en nombre de tales banderas. Por el contrario, estas mismas banderas justificaban la
expansión de un mundo que descansaba en ideas de libertad y democracia sobre un
mundo que las ignoraba. Un mundo cuyos ideales solo podrían ser realizados por los
propios occidentales, en cualquier lugar de la tierra en que se aposentasen. La bandera
ideal justificaba, así, la expansión material. Esta expansión no vendría a ser, después de
todo, 'Sino un medio, algo necesario para la realización de los ideales que la
estimulaban; una realización futura, acaso situada muy en el futuro. En un futuro,
desgraciadamente aún muy lejano, todos los pueblos gozarían de los privilegios del
mundo occidental. Tal era lo que se exponía en esa interpretación de la historia,
teniendo como meta permanente el progreso. La occidentalización plena del mundo,
aunque la misma implicase la eliminación de los naturales de los pueblos de este mundo
que no fuesen occidentales. Mundos semejantes al creado por los occidentales en
Norteamérica, Canadá, Australia, Nueva Zelandia y otros lugares más, sin otros
hombres que los occidentales. Forma de occidentalización que, desgraciadamente para
el Occidente, no había podido ser establecida en otros lugares del mundo en los que los
naturales seguían siendo una mayoría difícil de eliminar.
129
Por ello, la conciencia de esta contradicción, también patente en los pueblos no
occidentales, va dando, a su vez, conciencia de una realidad que hasta antes, como en
Iberoamérica, se quería negar sin asimilar: la propia realidad. Así, por lo que a la
América ibera respecta, va surgiendo una nueva actitud, de la cual es fruto este mismo
trabajo: la toma de conciencia de la propia realidad. Se va abandonando ese inútil
empeño en hacer de la América ibera una América occidental ciento por ciento, y se van
aceptando, como elementos positivos, raíces culturales no occidentales que forman su
mestizaje cultural. Iberoamérica sabe ya que la historia es algo que hacen todos los
hombres, y con ellos todos los pueblos. Sabe, también, que en esta Historia tiene una
parte, sin importar nada que sea o no la principal. Sabe que su mestizaje, no tanto
etnológico como cultural, puede ser el punto de partida que la coloque dentro de esa
historia en una situación, posiblemente, especial. Algo que muchos pensadores
occidentales han previsto ya para esta América. Una América puente entre dos
mundos, que parecían contradictorios. Puente entre pueblos conquistadores y pueblos
conquistados. Puente entre Oriente y Occidente, entre el mundo occidental y el resto del
mundo. Por ello, en la historia de la humanidad, en la que hacen todos los hombres,
acaso esta historia iberoamericana de mestizaje cultural y racial tenga una gran
importancia .40
Esta experiencia, si ha de dar frutos, tendrá que llevar a la América ibera a una justa
asimilación de los valores de los mundos de que es puente. Hasta ahora había sido
desgarradora la experiencia del empeño en la occidentalización de Iberoamérica por un
lado y el empeño, por otro, que negaba esta occidentalización. Es la experiencia
desgarradora en que se vieron envueltos, especialmente, los pueblos hispanoamericanos.
Empeño doble, contradictorio, en que se enfrascaron y aún siguen enfrascadas muchas
de las llamadas fuerzas liberales y conservadoras de esta América. Empeño en ser, por
un lado, pueblos semejantes a una determinada nación occidental como Norteamérica y,
40
Es este el punto de vista de varios pensadores iberoamericanos en la actualidad, entre otros José
Vasconcelos, que hace de esta mezcla el centro del futuro de América como crisol donde ha de surgir una
nueva raza, la raza cósmica.
130
por el otro, en permanecer estáticos, como si la historia no fuese una marcha
permanente. Doble empeño que solo ha dado origen a dictaduras liberales o dictaduras
conservadoras, pero no a pueblos capaces de elegir libremente sus caminos. Unos
hombres empeñados en realizar un futuro que nada tuviese que ver con el pasado, y
otros empeñados en hacer permanente el pasado, como si no existiese el futuro.
Intolerancia de un lado y de otro, que solo había acabado por servir a los intereses de
pueblos que no tenían estas contradictorias preocupaciones. Intolerancia espiritual,
ideológica, que es lo contrario a la tolerancia que ha hecho posible el mundo moderno y
lo contrario de esa otra tolerancia que representó el cristianismo desechado por el
Occidente.
Ahora bien, ¿dentro del mundo propio de la América ibera, existe algo que pueda ser
una aportación en el mundo que se está formando, un mundo que ya no podrá dividirse
en Oriente y Occidente, en la forma simplista a que estamos acostumbrados? Quizá
surja este algo si analizamos con cuidado lo que hemos llamado modo de ser de los
pueblos iberoamericanos. Un modo de ser que, acaso, se nos haga más patente si lo
analizamos en contraposición con esa otra América, la otra parte del espejo, en donde
los países iberoamericanos siempre se han visto. Ese espejo de donde han deducido
defectos, incapacidades. Acaso el mismo nos dé ahora el reflejo de cualidades, de
capacidades. El punto de partida de esta confrontación lo buscaremos en los ideales que
dieron origen a una y a otra América; ideales que se hicieron especialmente patentes en
su religión. Ya que el mundo moderno surgió como fruto de un conflicto religioso. El
conflicto entre la Cristiandad, a la que quiso permanecer fiel el mundo ibero, y la
modernidad de la que fue paladín la Europa occidental con sus ideales de libertad
religiosa. El catolicismo iberoamericano y el puritanismo anglosajón. Analicemos este
último, como expresión religiosa del mundo occidental en América, para pasar al
catolicismo como expresión religiosa de los pueblos que parecen una contradicción
permanente de Norteamérica, los pueblos iberoamericanos.
IX
131
presentarse como un mundo libre de compromisos sociales, económicos, políticos,
religiosos y de cualquier otra especie. Se trataba de un mundo que podía ser hecho
desde sus cimientos. Un mundo por hacer de acuerdo con la propia razón'. Un mundo
planificado, uniforme, con leyes «claras y distintas», como el orden racional. Un mundo
en el que la igualdad, que se hacía patente en la razón como algo común a todos los
hombres, se hiciese, también, patente en todas las relaciones humanas. La igualdad que
era punto de partida para otro tipo de desigualdad, basada, en esta ocasión, en la
capacidad de cada individuo. Esto es, un mundo que ofreciese oportunidades a todos los
hombres para hacer patente su destino natural, el destino de cada uno, sin más traba que
su capacidad para lograrlo. Destino que, por esta razón, se haría patente en la capacidad
o incapacidad del hombre para la acción creadora. En este mundo no contarían ya más
privilegios que se apoyasen en la tradición, en la simple costumbre. En este nuevo
mundo, cada hombre sería el creador de su propio bienestar, el autor de sus propios
privilegios.
Sin embargo, esta América no estaba tan exenta de compromisos y relaciones como
pretendía el europeo; en ella se encontraban otros hombres. Hombres con sus relaciones
y compromisos, con su propia historia, la historia que hacen todos los hombres y todos
los pueblos. Pueblos con otras culturas, de un gran adelanto, como las de los aztecas e
incas en México en el Perú; o incipientes, primitivas, como la de los indígenas que
poblaban las llanura y bosques de la América del Norte. Pero, todos ellos, hombres, con
una visión del mundo y de la vida distinta de la del europeo. Hombres que tenían
también un pasado, una tradición más o menos alta o rudimentaria; pero una historia y
tradición que estaban, si así puede decirse, en las antípodas de las representadas por sus
descubridores, conquistadores y colonizadores. ¿Qué hacer frente a estos hombres?
¿Eliminarlos imponiendo los propios intereses? La tarca no iba a ser fácil, al menos
desde un punto de vista moral. Los europeos eran cristianos, hombres que, a pesar de
sus luchas, hablaban del respeto a sus semejantes. Pero, ¿eran estos indígenas
semejantes; esto es, hombres? Frente a los europeos se alzaban otros hombres; al menos
eso parecían, tal era su apariencia. Pero, ¿eran hombres?, ¿semejantes? ¿Lo eran a pesar
de la diversidad física que se hacía patente en el color de su cuerpo, de sus ojos, pelo,
etc.? ¿Lo eran a pesar de la diversidad de sus costumbres? Y, si lo eran, ¿cómo explicar
esta diversidad? ¿Cómo explicar la diversidad física y la diversidad cultural, sin me-
noscabo para las de sus descubridores y conquistadores?
132
vez instrumentos al servicio de la grandeza de los nuevos señores? Los evangelizadores
se preocuparon de lo primero; los conquistadores y sus descendientes, de lo segundo.
Una nueva nobleza, cristiana como la de la Península, se iba a formar en América;
nobleza que iba a hacer de las diferencias raciales y culturales la base de su predominio.
El problema giró, aquí, en torno a la naturaleza de los indígenas; naturaleza que parecía
reacia a someterse a los cuadros del orden cristiano. Naturaleza que se hacía patente en
su extraña religión, en su moral y costumbres diversas del cristianismo. Era esta
diversidad la que los hacía parecer algo menos que hombres. Bárbaros les hubiera
llamado Aristóteles; bestias les llamaba Sepúlveda. Bestias según la idea que del
hombre tenía el cristianismo; bárbaros según el concepto que del hombre se había
formado el helenismo. Bestias eran los hombres que, aun siendo hombres, se
encontraban fuera de la cultura cristiana que hace del hombre un hombre; como
bárbaros eran para Aristóteles los hombres que, siendo naturalmente hombres,
tartamudeaban el griego por encontrarse fuera de la cultura helénica. Era este el mismo
tipo de bestialidad en que podía caer cualquier cristiano que se apartase de la Iglesia al
violar las leyes sociales y la ética cristiana. Bestialidad originada en el pecado, en la
violación del orden cristiano; originada en el abandono de Dios por propia voluntad o
por engaño del demonio. Este último iba a ser, precisamente, el caso de los indígenas
americanos. La bestialidad en que estos se encontraban tenía su origen en el engaño
realizado por el maligno. Eran hombres, sí, pero vivían como si fuesen bestias, por
seducción del demonio. Así se explicaba la diversidad cultural, sin importar la física;
diversidad cultural por su origen. Una cultura, la cristiana, era buena y verdadera; la
otra, por contravenir el orden cristiano, tenía que tener su origen en el diablo. Dios, por
razones que solo Él conocía, había mantenido a todo un continente fuera de su seno;
esto es, fuera de la tradición y orden cristianos. Su descubrimiento indicaba que había
llegado la hora de incorporar a estos pueblos a la Cristiandad; tal era la misión
encomendada a España y Portugal en América. A esta tarea se entregaron,
especialmente, los misioneros de las diversas órdenes católicas que evangelizaron la
América ibera, llegando muchos de ellos más allá de sus fronteras; la misma misión a la
que se entregaron, también, evangelizadores franceses en el Canadá. La preocupación
central fue incorporar al cristianismo al indígena, e inclusive, su propia cultura. En esta
tarea no solo supieron encontrar las diferencias, de origen diabólico; sino también las no
eran sino hombres, con un mismo origen, creados por el único Creador; hombres que
habían olvidado a su Creador por una asechanza del demonio. Sin embargo, encontraron
que en muchos de sus hábitos y costumbres se hacía patente el recuerdo que tenían de su
verdadero origen, el cristiano, por alejado que estuviese de ellos. Por tal razón, los
evangelizadores se empeñarán en buscar en estos hábitos y costumbres su traducción
cristiana; de esta manera se incorporaba al indígena al mundo cristiano del que había
sido alguna vez desviado. El pasado, la tradición indígena, fueron así incorporados en
aquellos aspectos que no chocaban abiertamente con el punto de vista de sus cristianos
colonizadores. Sobre los fuertes cimientos de la cultura indígena, montaron los
misioneros la cultura católica representada por España y Portugal. Algo semejante harán
los conquistadores al levantar sus nuevas ciudades sobre los cimientos construidos por
los indígenas; al levantar sus templos sobre los templos indios, sus claustros, dentro de
los viejos claustros indígenas tal y como todavía puede verse en las ciudades de México
y del Cuzco en Perú.
133
Otra va a ser la actitud del europeo que buscaba en América la forma de desembarazarse
de una tradición que ya no aceptaba para hacer su propia y original historia. Un hombre,
como ya se vio en otro lugar, poco dispuesto a aceptar la tradición e historia que habían
hecho sus antepasados; y, por ende, menos dispuesto aún a aceptar una tradición, hábi-
tos y costumbres con las que nada tenían que ver, como sucedía con las indígenas.
Tradición y costumbres que no tenía que aceptar, ni siquiera a título provisional. Sin
embargo, para ser consecuente con su propia idea sobre lo que aceptar, ni siquiera a
título provisional. Sin embargo, para ser consecuente con su propia idea sobre lo
humano, empezará aceptando la humanidad de los indígenas. Estos, desde luego, eran
hombres como él, poseedores de la razón que iguala a todos; pero hombres cuya
rudimentaria cultura indicaba que no habían sabido hacer uso de ese don igualador y
fuente del progreso.
El europeo occidental encontraba que era buena la vida natural, libre de compromisos;
pero solo como un buen punto de partida, y no como un programa permanente de vida.
La vuelta a la naturaleza, la vuelta a los orígenes, declamada por este europeo, eran
buenos como una forma de desembarazarse de compromisos que no se querían ya
reconocer; pero mala si esta situación se hacía permanente. El propio indígena, que f el
europeo mostraba como un ejemplo ante Europa, como un modelo de sencillez cultural
frente a las complicaciones en que había caído la cultura europea, sería un mal modelo a
seguir para el espíritu de permanente acción y dominio del nuevo hombre, del europeo
moderno.
134
servidumbre de los hombres y pueblos que han hecho del dominio de la naturaleza una
misión.
El punto de partida de esta nueva Iglesia lo es, como todas las expresiones del
modernismo, el individuo. La nueva Iglesia luchará contra toda autoridad eclesiástica
que no encuentre su justificación en la razón de sus fieles. Existe una especio de pacto,
de relación directa entre Dios y los fieles que se expresa en la lectura c interpretación de
la Biblia. De su propia razón saca el nuevo cristiano los elementos sobre los cuales
fundar la nueva Iglesia. No acepta la existencia de un poder eclesiástico que pueda
salvar al hombre; la salvación del alma tiene que ser obra personal, individual, algo que
cada hombre deberá alcanzar con sus propias fuerzas. Pero fuerzas que son demasiado
débiles, si no cuentan con la ayuda divina. Ayuda que solo podrá alcanzar cada
individuo en particular mediante la humildad y confianza en Dios. El hombre, todo
hombre, tiene una misión a la que debe ser fiel, pues solo siendo fiel a ella podrá
salvarse. Ahora bien, esta fidelidad se hará patente en los frutos de la obra del hombre.
135
¿Cuál es la misión del hombre en la tierra? Glorificar a Dios, establecer su reino en la
tierra. De allí la necesidad do plasmar al mundo de acuerdo con este reino. De allí, tam-
bién, la necesidad de doblegar a los que no aceptan la ley divina. De allí, igualmente,
ese afán por mantener, con todo su rigor, una comunidad cristiana que sea expresión de
esa «mayor gloria de Dios» El mundo, lejos de ser un lugar de simple destierro, debe ser
el escenario de la acción divina a través de la humana. Por ello, el puro ascetismo, a la
manara del cristianismo primitivo, no tiene cabida en la nueva expresión del
cristianismo. El mundo, tanto como el hombre, es creación de Dios, expresión, por
ende, de su gloria. Es en este lugar donde es puesta a prueba la fe del cristiano, su capa-
cidad para servir a la gloria del Creador. Es aquí donde se hace patente la vocación del
hombre, donde se hace patente su capacidad o incapacidad para la misión que le ha sido
señalada. esta su capacidad para actuar sobre el mundo, el cristiano encontrará respuesta
a sus anhelos de salvación. Dominar a la naturaleza, transformaría en obras, es
glorificar a Dios. La patentización de la gloría divina depende, así, de la capacidad del
hombre para recrear la obra creada por Dios, de su capacidad para transformar al
mundo. De allí que el nuevo cristiano reclame el aprovechamiento sistemático de todas
las posibilidades de la acción humana sobre la naturaleza. Todo lo que pueda contribuir
al progreso del hombre, todo lo que implique su mayor dominio sobre la naturaleza,
contribuirá a esa mayor gloria de Dios. De allí la necesidad de mejorar la situación del
cristiano y su comunidad en la Tierra. Su prosperidad en esta será un signo de su
capacidad para hacer patente la gloria de Dios. Por eso, el puritano considera su trabajo
como una actividad encaminada a dar mayor gloria a Dios y mayor honor a su
comunidad. A mayor trabajo mayores frutos, y mayor gloria y honor. No se trabaja por
lo pura y simplemente necesario; sino para acrecentar esa gloria y ese honor en forma
tal que trascienda las necesidades propias del hombre. No basta tener lo necesario, es
menester, además, acumular, capitalizar. El puro obrar, el puro trabajar, deja de ser un
medio y se convierte en el fin del hombre. Lo logrado, lo alcanzado, no es ni puede ser
sino capital para una nueva y cada vez más amplia inversión. De allí que el trabajo por
el trabajo, el obrar por el obrar, el acumular por acumular, tengan sus antecedentes en
este trabajar, obrar y acumular por la mayor gloría de Dios en este mundo.
Ahora bien, este actuar, este acumular, que empieza por ser para la mayor gloria de
Dios, acabará siéndolo para la mayor gloria y provecho de quien actúa y acumula, y
para su comunidad. «En el ascetismo intramundano —dice Troeltsch— se alberga un
antagonismo entre el cielo y la tierra, y en este antagonismo, la tierra le ha ganado la
partida». El hombre que empieza buscando en sí mismo a Dios termina confundiéndolo
con él mismo. La pugna que se había entablado respecto a la acumulación de bienes en
este mundo, en perjuicio de la salvación en el otro, encuentra solución adecuada ha-
ciendo de lo primero un índice de la posibilidad de logro de la segunda. El triunfo en la
tierra, lejos de ser un obstáculo para la salvación en el otro mundo, viene a ser como un
índice de ella. De acuerdo con esta nueva interpretación, el hombre que actúa y triunfa
dominando su mundo, haciéndole fructificar, está cumpliendo con la misión que le ha
sido encomendada y, por ende, cumpliendo con los requisitos de su salvación. Es más,
el hombre que actúa y triunfa en el mundo resulta ser algo más que un simple mortal; es
un instrumento del Creador. Dios es el que habla en las obras de este hombre. Por ello,
la acumulación de bienes materiales no es ya un índice de avaricia, porque se convierte
en instrumento para una acción cada vez más amplia, sin fin, divina.
136
¿Con qué clase de hombres se tropieza este nuevo cristiano al pisar América? Se
encuentra con los llamados indígenas, peculiarmente distintos de él. Hombres —si es
que lo son— que no entienden el trabajo en la forma como lo entiende el puritano. No
saben nada del trabajo por el trabajo, de la acción por la" acción. El indígena reduce su
trabajo al simple logro de lo que considera necesario. No sabe acumular, salvo lo
estrictamente necesario para subsistir. Vive, si así puede decirse, prácticamente al día;
de la naturaleza no toma más frutos que aquellos que necesita y de los que esta, casi
libremente, le provee. Actitud que habrá de causar gran desagrado a hombres que .han
hecho del trabajo y la acumulación de frutos un fin casi último. Para estos hombres, el
indígena —cuya humanidad, por este hecho, está en entredicho— se ha apartado de la
misión que Dios ha encomendado a todos los hombres.
Los puritanos conquistadores y colonizadores de la América del Norte no aceptarán
tener de común con los indígenas sino los orígenes: el pecado.
Son sus semejantes en cuanto son hijos de Adán y herederos del primer pecado del
hombre contra Dios. Pero son distintos en cuanto que los indígenas, como lo muestran
sus obras y su raquítica civilización, han permanecido en el pecado, se han afianzado a
él; algo que no han hecho los nuevos cristianos, que se han esforzado en vencerlo con
obras en las que se honra a Dios. El demonio ha logrado establecer su imperio en
América a través de estos hombres. El predicador de Boston, Cotton Mather, decía: «No
sabemos cuándo ni cómo estos indios comenzaron a ser habitantes del gran continente;
pero podemos conjeturar que probablemente el demonio atrajo aquí a estos miserables
salvajes con la esperanza de que el evangelio de Nuestro Señor Jesucristo no vendría
nunca a destruir o perturbar su imperio absoluto sobre ellos». Algo semejante habían
pensado los evangelizadores de la América ibera; pero estos se habían esforzado en
hacer entrar a estos hombres al catolicismo. La misión que los colonizadores puritanos
en América no va a ser orientada tanto a arrancar a esos hombres de las garras del
demonio como a incorporarlos a esa naturaleza por ellos desperdiciada, a título de
naturaleza aprovechable, no a título de hombres. Se va a rescatar a la naturaleza y no al
hombre, de las manos del demonio.
No quiere esto decir que el colonizador puritano no haya intentado incorporar a los
indígenas a su comunidad, a la nueva comunidad cristiana. Lo intenta, pero fracasa. Su
concepción religiosa, más racional que emotiva, va a ser el principal obstáculo para esta
incorporación. El puritano partirá del supuesto de que la luz que le ha permitido orientar
su trabajo como una colaboración terrestre con Dios es una luz que no se da a todos los
hombres. La conciencia de esta colaboración solo la tienen hombres escogidos. Se trata
de una gracia, esto es, de algo gracioso, gratuito, que solo se da a determinados
hombres, que en esta forma vencen su animalidad, su estado natural. El puritano, por lo
que expresan sus obras, parece ser uno de estos hombres, uno de los elegidos. Tal
hombre es consciente de su misión. Ha sido llamado, avocado, por Dios para una misión
en la tierra, en este caso en América. Es en ella donde su misión tendrá como fin la de
incorporar al continente a la gloria divina. Respecto a los hombres que en ella se
encuentran, considera que su primer acto deberá ser el de atraérselos a la nueva
comunidad. Su misión, parte de ella, es predicar entre ellos para incorporarlos a la
comunidad cristiana. Atraerlos, pero no llevarlos, ya que esto es algo que solo ellos
137
podrán realizar. Su misión es dar a estos hombres la oportunidad de su salvación. Una
pura y simple oportunidad que permitirá destacar a los predestinados a la salvación.
Estos, en contacto con los hombres que traen la palabra divina, si es que están
predestinados, sentirán el llamado, la vocación, y se incorporarán libremente a la nueva
comunidad. Pero se trata solo de un llamado, de una vocación, que Dios, y solo Dios,
puede hacer sentir a los hombres. Estos no pueden hacerlo sentir a otros, ni sentirlo si no
están llamados por la voluntad divina. «Dios —decían ya los primeros colonizadores de
Norteamérica— no ha permitido que una gracia como es la luz de su palabra y
conocimiento de él les sea revelada a aquellos infieles antes del tiempo fijado para ello»
Los colonos no podían hacer por los indígenas otra cosa que ofrecerles ciertos medios
por los cuales, si la gracia existía, se pudiese esta hacer manifiesta. Lo primero, lo esen-
cial, era incorporarlos al orden cristiano, sometiéndoles, si fuese necesario, con sus
personas y bienes, para darles así la oportunidad de vivir dentro del orden propio de los
colonizadores. Si esto se lograba es que se iba por buen camino, era un primer paso
hacia el posible logro de la gracia. «Si a cambio de todos sus bienes solo recibieran el de
ser convertidos al cristianismo —dicen— podrían darse por bien recompensados».
La gloria de Dios se haría patente en estos frutos. Frente al colonizador se extendía una
tierra virgen, nueva, sin historia; tierra propia para hombres nuevos dispuestos a hacer
una nueva historia sagrada. Una historia hecha con sus propias manos, con los frutos de
sus mejores esfuerzos. Una historia en la que no tenían ya cabida los indígenas. Estos
138
hombres, si así podía llamárseles, nada habían hecho por transformar la tierra que les
había tocado en suerte; nada por realizar la transformación que ahora le imponían sus
colonizadores. Todo lo contrario, desperdiciando toda oportunidad, los indígenas no
habían hecho sino obstaculizar la marcha de la nueva comunidad, oponerse a la gloria
que para Dios implicaba la misma. El indígena no era sino un obstáculo, un estorbo y un
peligro para la extensión del cristianismo, la civilización o el progreso —como dirán los
descendientes de los colonizadores puritanos—. El puritano, al igual que sus
descendientes, una vez convencido de la imposibilidad de incorporar al indígena al
nuevo orden, se convenció también de que podría ser contaminado por el mismo. No
podía tratar, ya más, a este indígena como a un igual; si lo hacía, corría el peligro de
contaminarse cayendo en las garras del demonio, al que servía el indígena; podía
apartarlo de su misión, hacerle desoír su vocación, el llamado divino. La persistencia del
indígena en el mundo natural le hacía algo más que un simple desgraciado, algo más
que un dejado de la mano divina; le hacía instrumento del mal, encarnación del mal,
como el puritano lo era del bien.
Pero no solamente el indígena será la encarnación del mal, también lo serán sus
expresiones culturales; y no solo estas, también sus expresiones físicas. El color de su
piel, que parecía el origen de su incapacidad física para comprender el mundo de los
colonos y adaptar sus técnicas, va a ser también expresión del mal encarnado por el
indígena. Todo lo que hacía diverso al indígena de su blanco colonizador, va a ser visto
como expresión del mal por excelencia, como fuente de contaminación. Había que
evitar toda contaminación física, moral y cultural. El mal estaba allí, encarnado en la
raza, y en la pobreza de unos hombres. Un mal que debía ser evitado. De esta manera
fue como el indígena., el hombre natural originario de esta América, se convirtió en un
ente contaminado, en un ente al que era menester evitar. El indígena de América, se
puede así decir, fue el primer discriminado para la mayor gloria de Dios y el mayor
triunfo del bien. Los puritanos, incapacitados para incorporar culturalmente al indígena
a su orden, decretaron su expulsión de la tierra, de una tierra que debería estar al
servicio de la mayor gloria divina. Lo expulsaron por evitar cualquier contacto que
imposibilitase la obra de los predestinados. Toda mezcla con los mismos quedó
prohibida. A diferencia de los colonizadores católicos en Iberoamérica, se prohibió el
matrimonio con indígenas y se castigó la relación carnal con los mismos. De allí se
pasaría, fácilmente, a prohibir cualquier tipo de relación con ellos que significase el
reconocimiento de una igualdad que estaba ya en entredicho. El puritanismo se
impondrá, además, la misión de ensanchar los dominios del bien arrancándoselos al
mal. Por .ello, arrancar las tierras americanas a las inhábiles y diabólicas manos de esos
engendros del mal será visto como la tarea propia de los adelantados del bien. La
ampliación de fronteras, la colonización, en una permanente marcha hacia al Oeste fue
considerada como una misión por estos hombres. La misión del bien, del progreso o de
la civilización.
De esta manera las ambiciones, los incontenibles anhelos de expansión material del
hombre moderno, encontraron una justificación religiosa. Todo lo que no coincidió con
estos anhelos fue visto, de acuerdo con tal De esta manera las ambiciones, los
incontenibles anhelos de expansión material del hombre moderno, encontraron una
justificación religiosa. Todo lo que no coincidió con estos anhelos fue visto, de acuerdo
con tal interpretación, como expresión del mal. Punto de vista que el colonizador
139
norteamericano irá extendiendo en otros campos de su expansión. Primero sobre los
indígenas, después sobre los pueblos iberoamericanos y, actualmente, sobre el resto del
mundo en su lucha contra los pueblos que le disputan su predominio.
Este punto de vista será el que marque, desde sus inicios, las difíciles relaciones
entre los Estados Unidos de Norteamérica y los países Iberoamericanos la
diversidad religiosa será un buen punto de partida en la visión que el
norteamericano tenia de su situación. También los pueblos iberoamericanos, los pueblos
colonizados por la España de la Leyenda Negra, serán puestos en entredicho. Los
«papistas» eran también una expresión de ese mal que era menester combatir. Después
serán otras las razones justificativas que en poco se diferenciaran de las que se habían
hecho valer para expandirse sobre los territorios indígenas de las praderas del oeste
norteamericano.
El puritanismo como expresión religiosa de los ideales del hombre moderno ofrecerá,
dentro de la organización social y política a que dio lugar en América, los elementos
ideológicos que han hecho de los Estados Unidos la cuna de la democracia moderna. El
protestantismo, en general, tiene como base un sentimiento individualista y encarna al
individualismo moderno. El espíritu individualista que se ha opuesto al absolutismo
religioso encarnado por la Iglesia católica. Dentro del protestantismo se ha desarrollado
la libertad de examen e interpretación religiosa. No existen más verdades que aquellas
que se hacen patentes a través de los individuos que las interpretan. Son los individuos
los que se encuentran en una relación directa con Dios, sin intermediarios. Esta relación
se da, también, por supuesto, a través de la comunidad a que pertenece el individuo;
pero un tipo de comunidad cuya organización responde a lo que Tonnies llama
sociedad; comunidad organizada de acuerdo con el ideal moderno de lo que llamaría
Rousseau contrato social. Un tipo de comunidad en el que el determinante es la
voluntad del individuo que la acepta y la hace posible.
140
En las comunidades puritanas establecidas en las primeras colonias norteamericanas, el
poder civil queda dentro del poder religioso como centro coordinador de las mismas.
«El poder civil —dice Angélica Mendoza— quedó subsumido en el religioso y la norma
civil se sometió a la regulación eclesiástica, pasando la dirección total de la vida
ciudadana a manos de las congregaciones» El poder eclesiástico tenía como fin es-
tablecer el reino de Dios entre los hombres, reino que a su vez garantizaba la
convivencia social. Este poder señalaba a los individuos pertenecientes a la comunidad
ese mínimo de compromisos religiosos y sociales que hacía posible la doble seguridad.
Respetados estos límites, el individuo guardaba para sí una serie de libertades, tanto en
el campo económico como en el de la conciencia, que hacía posible lo que se llamaba
libre examen. La libertad en el uso de la razón, así como la libertad en el uso de los
bienes materiales alcanzados por el individuo, quedaban también garantizados. Se
establecía un equilibrio entre la libertad y el orden; ese mínimo de orden que servía de
seguridad a la libertad. Una libertad tendiente más a eludir ese mínimo de limitaciones
que a su aceptación.
Por ello, el orden calvinista, a pesar de su rigidez, permitió en América la formación de
las primeras comunidades democráticas. Se establecía, como ya se anticipó, una especie
de contrato social en el que la voluntad del individuo se hacía patente aceptando las
restricciones que le señalaba la comunidad a través de su Iglesia. El dominio que la
misma establecía tenía así su origen en tal voluntad, era su expresión; claro que a su vez
este sometimiento podía ser la expresión de una buena o una mala relación con la
Divinidad. Aceptar libremente las limitaciones religiosas y sociales de la comunidad era
ya un índice de que se estaba a la altura de ella, de que se estaba abocado para los altos
fines que la ha- bran hecho posible. La voluntad individual se convertía en expresión de
una voluntad trascendente que tenía su origen en Dios mismo. Dios mismo era el que
hacía patente su voluntad a través de la voluntad de los individuos que la acataban al
acatar su ley. Por ello, una vez acatada esta ley, el individuo quedaba sometido a ella.
Los funcionarios de la comunidad, que lo eran también de la Iglesia, ya no respondían
sino ante Dios, estableciéndose una especie de teocracia de origen democrático. «La
teoría era democrática en cuanto abría el camino a la elección regular de magistrados y
ministros de la Iglesia por determinación de todos los miembros —dice Herbert W.
Schneider—, y en cuanto que propugnaba por la igualdad y el gobierno representativo;
pero en otro sentido no era democrática, puesto que negaba que los funcionarios
elegidos fueran responsables ante la voluntad del pueblo, y afirmaba que la ley y la
autoridad provienen de Dios».
Por lo tanto, la intolerancia a que dio origen esta última afirmación habrá de provocar en
el futuro diversas reacciones, las cuales habrán de culminar en la explicitación plena de
la ideología liberal-democrática por parte de los llamados «ilustrados» que realizaron el
movimiento de independencia de los Estados Unidos y una organización social y
política de acuerdo con tales ideales.
De esta manera, la teoría contractualista criada por el puritanismo europeo para minar,
al menos en parte, los privilegios del sacerdocio y el poder de las instituciones
eclesiásticas, sometiéndolas a la elección de sus fieles, se transformó, en América, en un
sistema que sirvió de base para la organización democrática de las colonias sajonas. En
Nueva Inglaterra, dice Schneider, resultó práctico organizar «por pactos o contratos
sociales, pequeñas comunidades independientes, ciudades o congregaciones, pequeños
141
reinos de Cristo, o teocracias, en que magistrados y ministros de la Iglesia, elegidos por
voto popular, eran conjuntamente responsables del cumplimiento de la ley de Dios».
Aquel nuevo ideal de la modernidad, que ya hemos analizado en otro lugar, en el que el
hombre, sin compromiso alguno con un pasado que no había hecho, pudiese crear
organizaciones sociales, desde sus inicios, de acuerdo con la voluntad conjunta de todos
sus miembros, se hacía posible en América. El pacto social, la aceptación voluntaria de
compromisos sociales, era un hecho en el nuevo continente. No más compromisos que
la voluntad misma del hombre qué los vivía no aceptase. No más leyes ni reglamentos
sociales impuestos por voluntad que trascendiese a la de los individuos que los hacían
posibles. En América, era el individuo mismo el que establecía, libremente, todas las
leyes y reglamentos de su convivencia; no había más compromisos que aquellos que el
individuo reconocía como sus compromisos.
El factor teocrático acabará, sin embargo, por hacerse patente en estas comunidades de
origen religioso, minando, poco a poco, el espíritu democrático de las mismas. El poder
de la Iglesia procurará extenderse en perjuicio de sus miembros. La reacción seglar se
hará sentir pronto, reclamando los derechos de que se estaba despojando a los miembros
de la comunidad en nombre de una teocracia que no estaba de acuerdo con el espíritu
democrático que la había hecho surgir. «Aunque los ministros de la Nueva Inglaterra se
habituaron a promulgar decretos divinos desde, los púlpitos y se arrogaron poderes y
modales de estamento privilegiado —dice Schneider—, los seglares, a la larga,
insistieron y minaron de grado en grado las teocracias clericales en favor de las
democracias» Fue inútil el clamor de la clerecía contra esta reacción, como inútiles
fueron sus condenas contra la supuesta impiedad, porque las nuevas generaciones de las
comunidades norteamericanas fueron forjando e imponiendo el orden democrático que
había de ser ejemplo a otras sociedades del mundo. «En otras palabras —sigue
Schneider—, lo que fue en Europa, primariamente, una revuelta de la clase media en
contra del privilegio eclesiástico se convirtió en América en una base positiva en qué
asentar las comunidades políticamente independientes, en las que la clerecía perdió
gradualmente su poder v conservó su prestigio solo en la medida en que se resolvió a
compartir el punto de vista seglar.» En las comunidades a que dio lugar el calvinismo en
Nueva Inglaterra se entremezclaron los intereses del hombre moderno que buscó
solución a los mismos. La preocupación de este por dominar el mundo, sin perder, por
esto, las posibilidades de salvación en el otro, si acaso existía, encontró una salida
correcta. La nueva Iglesia sancionaría moralmente la libertad económica y el expansio-
nismo material que la misma permitía, al mismo tiempo que garantizaba la salvación del
alma de este hombre en función con esa misma expansión. «Las ciudades de Nueva
Inglaterra no fueron ni meros refugios de mercaderes aventureros ni santas repúblicas;
pretendieron ser ambas cosas —dice Schneider—, pero, de grado en grado, se fue
desenvolviendo un tipo distinto de independencia que entrañaba una mezcla de idea-
lismo platónico y prosperidad mercantil de tipo yanqui. La elección y la providencia de
Dios vinieron a ser la sanción ideológica de las comunidades autónomas»
142
podrían entrar. Privilegio de origen divino; una especie de selección hecha por la
Divinidad. Organizaciones comunales que vendrán a ser como la encarnación de la
Ciudad de Dios en la tierra. Los pactos contractuales que hacían posibles estas
comunidades alcanzaban su garantía y máxima sanción en Dios. Dios mismo era el
garante de estas privilegiadas comunidades democrático-teológicas. Por ello, los
puritanos en la Nueva Inglaterra organizaban las comunidades de sus colonias de
acuerdo con una serie de pactos: «El pacto de la gracia», el «pacto eclesiástico» y el
«pacto civil»2. Mediante el primer pacto se establecía una especie de alianza con Dios
mismo; era una alianza entre hombres justos y piadosos y la Divinidad; por ello este
pacto era solo válido para los «santos», esto es, para aquellos hombres que Dios
reconocía como tales. El «pacto eclesiástico» explicaba el pacto de la «gracia»,
estableciendo el reconocimiento y aceptación del mismo por los miembros de la
congregación; este pacto enlazaba lo espiritual, lo divino, con lo mundano. En cuanto al
«pacto civil», se refería al orden propiamente humano, en el que se admitía la inter-
vención del Estado con el fin de organizar las actividades de los individuos, regular sus
personales existencias y asegurar la salvación de todo el grupo que formaba la
comunidad.
El individuo que establece este pacto se compromete a llevar una vida recta, sin tacha, y
Dios a mantenerle en esta situación mediante la gracia. Una vida que tiene como centro
el dominio de las pasiones; dominio que permite alcanzar la santidad como revelación
de la gracia. Tanto el «pacto eclesiástico», el pacto entre los «santos» y los hombres
como el «pacto civil», el de los hombres entre sí, dependerán, para su éxito, del «pacto
de la gracia». La comunidad, en otras palabras, dependerá de la santidad de sus mejores
individuos.
143
I más creciente y plena en frutos será vista como prueba de la elección divina. A los
nuevos cristianos se exigen virtudes nuevas, tales como la diligencia, la moderación y el
ahorro. Las mismas virtudes que encarnará el llamado hombre de negocios que aparece
con la modernidad. Las virtudes del hombre que ha hecho posible la expansión del
mundo occidental sobre el resto de! mundo. Es esta acción la que hace posible la
santificación del mundo, la subordinación del mundo a la divinidad, de la que es
instrumento ejecutor el predestinado hombre de acción. Predestinación que se hace
patente en los frutos de esa acción; frutos que son una clara prueba de ella. «El ideal de
vida a que aspiraba el puritano —dice Angélica Mendoza— tenía más de vida recta que
de vida buena, y debía obtenerse en el arduo cumplimento de una rectitud, completa y
visible, como prueba de gozar de la bendición divina.»
144
no capacitados para la democracia, si han de poder realizarla, tendrán que aceptar el
«pacto político» de los pueblos democráticos que han de permitir su incorporación. Un
pacto, como los pactos de las comunidades puritanas, sancionado por la gracia.
Los Estados Unidos, desde el primer momento, inician su historia buscando en cada uno
de sus pasos la justificación moral de los mismos. En su crecimiento, en su enorme
expansión, han buscado siempre la justificación moral que es menester ante las estrictas
conciencias de sus ciudadanos y ante el mundo. El puritanismo aparece siempre en el
fondo de estas justificaciones. Los creadores del nuevo imperio arriban a la historia con
la conciencia del más irreparable de los pecados: el de ser hombres, hijos de Adán y, por
ende, herederos de su culpa y condenados sin apelación posible. Desde este punto de
vista, ya se ha dicho, el puritano colonizador es semejante a todos los hombres, con
independencia de su color.
Las relaciones de los colonos puritanos con colonos menos afortunados y con los
indígenas van a estar, así, determinadas por la concepción del mundo y de la vida que se
han formado a partir de sus ideas religiosas. El eje, lo hemos visto ya, es la acción, el
trabajo por el trabajo. El puritano no concibe una actividad que no tenga una finalidad
práctica, la cual, a su vez, servirá para otra en una cadena sin fin. El ocio carece de
sentido dentro de estas comunidades; y si lo tiene este es negativo: el ocio es padre de
todos los vicios. Lo importante es trabajar, que solo en los frutos del trabajo se hace
patente la selección que Dios realiza entre los hombres, separando a los justos de los
pecadores.»
La caridad, en el sentido católico, carece igualmente de sentido y es rechazada dentro de
las nuevas comunidades. Nadie puede ayudar a otro. Aquí solo cabe el «ayúdate que
Dios te ayudará». Cada individuo es responsable de su felicidad en esta tierra y de su
salvación en la otra. El individualismo tiene aquí un carácter absoluto, y es aquí donde
mejor cabe la expresión de «sálvese quien pueda». Por él, el puritanismo, dice Tawney,
sacrifica la fraternidad en aras de la libertad A partir de su autosuficiencia el puritano
limita su sentido de solidaridad humana. Todos los hombres son iguales, y si la
145
desigualdad existe, esta proviene de la flaqueza de los mismos individuos. Unos
prefieren el trabajo y otros la holganza. Las circunstancias nada tienen que ver con la ri-
queza o la pobreza de los individuos, porque el hombre debe estar por encima de las
circunstancias. Por ello, el puritano no ve en la pobreza de los que están a su lado una
desgracia digna de compasión y ayuda, sino un signo del carácter de ese hombre, la
prueba de un fracaso moral que, lejos de ser compadecido, debe ser condenado, porque
en ese fracaso se hace patente la misma condena de Dios para los hombres que se han
apartado de su misión, para los injustos. La riqueza, por otro lado, independientemente
de la condena de la Iglesia sometida al Papa, no tiene por qué ser objeto de sospechas,
sino de bendiciones, porque a través de ella se hace patente la bendición divina para el
justo que cumple con la misión que le ha sido encomendada. La riqueza no es sino
expresión de lo que puede lograr el carácter enérgico, templado, que ha hecho del
trabajo material el eje de su actividad. La desgracia y la fortuna no hacen sino señalar la
índole de los individuos. Dios premia o castiga al hombre en sus obras de acuerdo con
la índole moral del mismo. El bueno solo podrá obtener buenos frutos, como el malo
malos. De allí la hostilidad del puritano para con el pobre, y su negativa a ver en este, a
un representante de Cristo en la tierra, como lo veía el viejo cristianismo. Por ello, la
mendicidad fue prohibida en las comunidades puritanas y la vagancia perseguida, como
expresiones del mal que debía ser combatido.
Ahora bien, frente a esta interpretación del trabajo como centro de la vida puritana, se
alzan en sus fronteras del Sur otros pueblos. Pueblos de diversa mentalidad. Pueblos que
no hacían del trabajo por el trabajo una institución moral, pueblos que respetaban la
mendicidad y gustaban del ocio. Pueblos poco o nada preocupados por el dominio de la
naturaleza más allá de sus más urgentes necesidades. Pueblos cuya organización social
tenía sus raíces en formas de comunidad autoritaria. Pueblos que, por diversos signos,
parecían alejados de las rutas de los pueblos que se sabían predestinados por Dios para
establecer el bien, la civilización, el progreso o la democracia. Pueblos que, al intentar
organizarse a la manera de los pueblos modernos, habían fracasado rotundamente, como
mostraba el caos en que habían caído al independizarse de España. Pueblos, en fin, al
margen del nuevo mundo representado por Norteamérica. Pueblos fuera de la misión
que se había otorgado al hombre nuevo. A pesar de todos sus esfuerzos, a pesar de la
ayuda que a los mismos habían otorgado los pueblos modernos, los pueblos de la Amé-
rica hispana no habían logrado incorporarse al progreso. Los iberoamericanos seguían
siendo inhábiles para las industrias y para las instituciones liberal-democráticas.
Pueblos sin sentido práctico para la vida, retóricos, conservadores, absolutistas. Pueblos
cuyos gobiernos seguían rigiéndose por los viejos moldes autoritarios de la vieja España
y Portugal. En las tierras conquistadas por estos pueblos, la naturaleza seguía esperando
porotos hombres que arrancasen sus secretos y la pusiesen a su servicio. Los hombres
no tomaban de la naturaleza otros frutos que no fuesen los fue la misma le otorgaba
graciosamente. Los bosques guardaban aún la riqueza de sus maderas preciosas y las
selvas tropicales sus exquisitos frutos. En las entrañas de la tierra se ocultaban aún
preciosos metales, más preciosos que el oro y la plata que habían movido la codicia de
los conquistadores iberos; los metales que el hombre moderno precisaba para construir
nuevas máquinas, así como el oro negro que tan necesario era para moverlas.
146
Iberoamérica era aún enormemente rica, con una riqueza que no estaba a la altura de la
capacidad de sus hombres para explotarla41.
Norteamérica, por el contrario, con sus éxitos, cada día más crecientes, daba origen a la
doctrina que, de acuerdo con los nuevos tiempos, sería el motor de la historia de
Occidente y, por ende, de su historia, la del progreso de que hemos ya hablado. Doctrina
que se conjugará con aquella de origen puritano que hacía de este pueblo un pueblo
predestinado. La conjunción se hará patente en la tesis del «destino manifiesto». Tesis
que le permitirá justificar, una vez más, su expansión territorial sobre México en 1847,
así como la expansión económica y política sobre el resto de Iberoamérica y sobre la
Europa occidental, en nuestros días. Tesis que encontrará su apoyo —como lo encontró
en su expansión sobre los pueblos indígenas de las praderas del Oeste norteamericano
—, en la supuesta incapacidad de estos pueblos para someter a la naturaleza y establecer
el reino de Dios o la democracia en la tierra. Tesis del destino manifiesto en pugna con
la admiración con que los pueblos iberoamericanos habían seguido el desarrollo de
Norteamérica. Pueblos que habían luchado y luchaban por establecer en sus países
instituciones semejantes a las norteamericanas, pueblos que soñaban, como lo había
declarado el argentino Sarmiento, con formar los Estados Unidos de la América del Sur.
En adelante, las relaciones entre las dos Américas girarán, por parte de los
iberoamericanos, entre la admiración y el temor. La Norteamérica del «destino
manifiesto» será objeto de todas las condenas como encarnación de todos los egoísmos
y materialismos; en cambio, la Norteamérica de la democracia y la libertad será vista
como el arquetipo que ha inspirado los mejores anhelos de los pueblos iberoamericanos.
Ahora bien, ¿han sabido comprender los Estados Unidos esta doble actitud de la
América ibera frente a ellos? El puritanismo, como expresión de la primera relación de
los Estados Unidos con pueblos diversos al suyo, fracasó en los intentos que realizó
para atraerse a los indígenas al nuevo orden, debido, en primer lugar, a una falta de
comprensión para la situación y cultura de estos. La tozudez, la seguridad que el puri-
tanismo tenía de la bondad de sus puntos de vista y sus métodos, hizo que pasasen por
alto los puntos de vista del indígena. Puntos de vista que vio como obstáculo, y no como
algo natural a pueblos distintos. Por ello, cuando los indígenas se mostraron reacios a
entrar en un orden que no comprendían y en el cual no eran comprendidos, se decretó su
exterminio. Nada hicieron los puritanos para adaptarse y adaptar a los nuevos grupos
humanos con que se encontraron. Actitud que vuelve a repetirse en esta etapa de la
historia que estamos viviendo. Solo que ahora sus relaciones no son ya con pieles rojas,
sino que lo han sido, ya por más de un siglo, con el conjunto de hombres que forman la
América ibera y en estos ,últimos años con el resto de los hombres que forman el mun-
do no occidental: africanos, asiáticos, árabes e, inclusive, europeos. Parece como si aún
se remedase a Hegel diciendo: «Si el mundo no nos entiende, peor para el mundo. Dios,
el progreso y la democracia sabrán por qué no están encarnados por otros pueblos que
no sea el nuestro.» Esta actitud, en el pasado justificó y dio origen a la gran expansión
sobre el Oeste y, con ella, al gran crecimiento material y económico que ha hecho de
Norteamérica una de las primeras potencias del mundo. Sin embargo, será difícil que
esta misma actitud alcance el mismo éxito en el futuro. Para que la expansión alcanzada
se afiance será menester, antes que nada, realizar ese reajuste de que hemos hablado al
referirnos al mundo occidental. El Occidente, encarnado ahora en Norteamérica, ha
41
Cf. mi libro Dos etapas del pensamiento en Hispanoamérica.
147
originado situaciones nuevas en el mundo, a las que es menester se adapte. De otra
manera, la expansión habrá ido más allá de la capacidad del occidental para adaptarse a
las circunstancias que la misma ha provocado.
148
«El determinista desilusionado que ha aprendido por pura experiencia que su Dios no
está, después de todo, de su parte, se ve condenado a llegar a la devastadora conclusión
de que él y sus congéneres homúnculos no son sino piezas desvalidas en el juego que
Dios juega.» Por ello, el determinismo para la victoria se puede fácilmente transformar
en determinismo para la derrota, salvo que se tome lo que llama Toynbee «conciencia
de pecado», conciencia de lo que la nueva situación debe a su propia acción y no a algo
externo, ajeno a él. La conciencia de que el error, la inadaptabilidad, ha sido el fruto de
uno de sus actos, fruto de un acto libre, fruto de su voluntad. Que él, y solo él, es el
único responsable de su fracaso y, por ende, el único capacitado para el arrepentimiento
y el reajuste necesario. El individuo o pueblo que toma esta conciencia podrá
readaptarse, y así enfrentarse a las nuevas circunstancias buscando su reacomodo en
ella. Podrá crear el instrumental, las instituciones, que le permitan permanecer en el
nuevo mundo que su acción ha provocado.
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Regresemos al punto de partida en este libro: la preocupación por la originalidad
iberoamericana como expresión de un sentimiento de marginalidad histórica y cultural.
La América ibera, ya lo hemos anticipado, entra en la modernidad, a diferencia de la
sajona, con la atormentada conciencia de estar formada por pueblos que se encuentran
ya al margen de la historia. Pueblos fuera de la llamada cultura occidental. Una cultura
que se ha caracterizado, precisamente, por su oposición a la Cristiandad. La Cristiandad
en que ha sido formada Iberoamérica. Tanto el español como el portugués son pueblos
marginales a esa cultura y, con ellos los pueblos que fueron colonizados por España y
Portugal, esto es, los pueblos hispanoamericanos y el Brasil. Algo separa a estos
hombres, algo les impide incorporarse a ese mundo nuevo, a la modernidad, a la cultura
occidental, algo que no han podido vencer todos los esfuerzos que en este sentido han
hecho liberales de la Península Ibérica y la América por ella formada.
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peculiaridad que caracteriza a Inglaterra respecto de Francia —sigue diciendo Américo
Castro—, o a esta respecto de Alemania u Holanda.»2 Esa misma peculiaridad que no
habrán de poder valorar iberos e iberoamericanos sino en forma negativa. En esta
peculiaridad verán estos hombres la fuente de sus fracasos en su afán por occidentalizar,
o europeizar, a la Península Ibérica y al continente iberoamericano. Peculiaridad que
trataron de borrar estos hombres en el siglo XIX, cuando iniciaron lo que llamaban la
lucha por la «emancipación mental» de Iberoamérica'. Emancipación que tenía por
objeto librar a sus pueblos de hábitos y costumbres heredados de la colonia, por lo que
significaban como obstáculo para asimilar los hábitos y costumbres de los hombres que
creaban el mundo moderno. En este aspecto, fue Brasil el más «práctico», pues sin
renunciar a lo mejor de su herencia se entregó a la tarea de asimilar los valores del
nuevo mundo. Sentimiento práctico y realista que le llevó a realizar lo mismo que
Hispanoamérica, pero sin sus violencias. Sentimiento que tenía su origen en esa
peculiaridad.
¿Cuáles son, en concreto, esas peculiaridades iberas que a veces han hecho sentirse a los
iberoamericanos al margen de la historia y la cultura? Comparando a la Europa de
allende los Pirineos con la Península Ibérica, Sergio Buarque de Holanda dice que tal
comparación «pone de relieve una característica bien peculiar a los habitantes de la
Península Ibérica, una característica que está lejos de compartir, por lo menos en la
misma intensidad, con cualquiera de sus vecinos del continente. Y es que ninguno de
esos vecinos sabe desarrollar a tal extremo ese cultivo de la personalidad que parece
constituir, el rasgo más decisivo en la evolución de la gente hispana, desde tiempos
inmemoriales». Peculiaridad que descansa en «la especial importancia que atribuyen al
valor propio de la persona humana» y en «la autonomía de cada uno de sus hombres en
relación con sus semejantes en el tiempo y en el espacio». Hombres que aman a la
comunidad, y que son, al mismo tiempo, como si dijéramos, la parte principal de ella,
hasta el grado de sentirse capaces de prescindir de los demás. El concepto que mejor
expresa este sentimiento se hace patente en la palabra española «arrogancia». Palabra
que es un índice de lucha y de emulación, que hace depender a los hombres de los
demás y de sí mismos; pero que es, al mismo tiempo, fuente de muchas de las flaquezas
iberas. «A esto se debe en gran parte —sigue Buarque de Holanda— la singular
flaqueza de las formas de organización que impliquen solidaridad y orden entre dichos
pueblos. En una tierra donde todos Son barones no es posible llegar a un acuerdo
colectivo duradero, a no ser por medio de una fuerza exterior respetable y temida.»
Muchos de los episodios más singulares «de la historia de las naciones hispánicas,
incluyendo entre ellas a Portugal y Brasil», vienen a ser fruto de la debilidad de la
estructura social y la falta de jerarquía organizada en estos países. En estos lugares,
concluye el sociólogo brasileño, los elementos anárquicos fructificaron fácilmente,
contando «con la complicidad o la indolencia de las instituciones y de las costumbres»
Fue esta misma arrogancia, esta misma preocupación señorial, la que también llevó a
los iberos a despreciar toda ocupación que no representase el engrandecimiento de su
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personalidad, independientemente de su situación material. La materia, lo material, no
podía ser sino un instrumento al servicio de fines más altos, al servicio de acciones que
la trascendiesen. Apoyar la grandeza del individuo, pura y simplemente, en la riqueza
material implicaba rebajar esta grandeza. Ya en el siglo XV, dice Américo Castro,
Fernando de la Torre mostraba estas peculiaridades del alma ibera al dirigirse, en una
comunicación confidencial, a Enrique IV de Castilla en 1455; peculiaridades que, en su
opinión, podrían ser encausadas. Castilla, decía de la Torre, posee tierra fértil y hombres
con ánimo fuerte y magnífico para las empresas bélicas. Los hombres de estas tierras
son inhábiles para la técnica; pero esta inhabilidad proviene de que les basta la riqueza
de sus tierras. Esto es, son hombres que no aspiran, en el campo material, sino a los
bienes necesarios para sufragar sus necesidades inmediatas y cotidianas. Una vez
resueltas estas, saben que pueden llevar su acción hacia otros campos. Fernando de la
Torre es ya consciente de la incapacidad del ibero para la técnica y lo atribuye a la
riqueza de la tierra que le da más que suficiente para resolver sus limitados problemas
materiales. Por eso, no tiene por qué ingeniarse en obtener otra riqueza material que la
que la misma tierra le ofrece naturalmente, apenas con el mínimo de esfuerzo que es
menester otorgarle. La fertilidad de la tierra les hace en cierta manera, agrega de la
Torre, «ser orgullosos y haraganes, y no tanto ingeniosos ni trabajadores». Son hombres
que no se sienten con la necesidad de acumular riquezas, razón por la cual no hacen de
esta riqueza material el fin último de sus esfuerzos. Por ello, de la Torre no ve en la
incapacidad técnica de los castellanos, heredada por todos los iberos, un defecto. Serán
defecto para otros pueblos, para aquellos que han hecho de esta capacidad el centro de
su concepción sobre el mundo y la vida.
Para el observador hispano, ese desprecio por la técnica, una técnica para alcanzar más
de lo que necesita el hombre, es un índice de superioridad; índice de que el hispano está
llamado a realizar obras más altas que las puramente materiales. Por ello, de la Torre,
dice Américo Castro, no es un crítico pesimista de las peculiaridades hispanas. «Si
España no es grande por su habilidad y riqueza industrial y comercial, lo es en cambio
por su ánimo y grandeza.» De estas tierras han surgido grandes hombres, de ellas
«nacieron —dice de la Torre— hombres que fueron emperadores de Roma, y no uno,
mas siete; y aun en nuestros tiempos avernos visto en Italia y en Francia, y en otras
muchas partes, muy grandes y valientes capitanes». Hombres son estos con un sentido
imperial que anhelan más la inmortalidad de las grandes acciones que la simple riqueza
por acumulación material. Los hombres que anhelan la inmortalidad de que hablaba
Jorge Manrique. Hombres sedientos de hazañas y de gloria, para los cuales lo
puramente material no es sino un instrumento para su logro. Por ello la tierra fértil era
más que suficiente para que el ibero pudiese entregarse a otras tareas. Lo otro, la
técnica, el comercio, no hacían sino envolver al hombre y orientarlo hacia fines que
acababan por serle ajenos. «El tráfago comercial —dice Américo Castro—..., desarraiga
al hombre de la propia tierra, lo desintegraliza, lo aleja de la naturaleza y lo hace
incurrir en el fraude.» «El español cristiano, ya en la Edad Media, desdeñaba la labor
mecánica, racional y sin misterio, sin fondo de eternidad que le trascendiera.» Trabajar
la tierra, por el contrario, hacía, además, al hombre apto para otras actividades, para
aquellas que el mismo ibero se había de asignar en su afán de grandeza. Juan Ginés de
Sepúlveda habla de esto cuando dice que la agricultura es «trabajo muy honesto y
próximo a la naturaleza, que suele endurecer el ánimo y el cuerpo, y prepararlos para el
trabajo y para la guerra: hasta tal punió que los antiguos prefirieron la labor del campo a
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los negocios, y los romanos sacaron de la ariega a muchos cónsules y dictadores.» Por
ello, el descubrimiento y conquista de América daría a estos hombres no solo nuevas y
fértiles tierras, sino también la oportunidad que esperaban para realizar una alta misión.
Una misión que, a la larga habría de fracasar al cambiar los tiempos y, con ellos, los
valores que serían impuestos por un mundo que descansaba en otra concepción del
mundo y de la vida obre la repugnancia que sentía el ibero hacia un trabajo que
implicase el sometimiento de lo que consideraba eran sus fines, los fines de su
personalidad, nos habla también Sergio Buarque de Holanda.
Estos pueblos, dice, sintieron siempre una repugnancia invencible a «toda moral basada
en el culto al trabajo». «La acción sobre las cosas, sobre el universo material, implica
sumisión a un objeto exterior, aceptación de una ley extraña al individuo. Esta no es
exigida por Dios, no acrecienta en nada su gloria, ni aumenta nuestra dignidad. Puede
decirse que, al contrario, la perjudica y envilece. El trabajo manual y mecánico busca un
fin exterior al hombre y pretende conseguir la perfección de una obra distinta de él.» De
esta manera, se comprende que jamás haya enraizado entre la gente hispana la moderna
religión del trabajo y el aprecio por la actividad utilitaria. Una ociosidad digna fue
siempre mejor o más ennoblecedora a los ojos de un buen portugués o de un español
que la ardua lucha por el pan de cada día. Lo que ambos admiran como ideal es una vida
de gran señor, que excluye cualquier preocupación, cualquier esfuerzo. Por eso, la
solidaridad propia de los pueblos sajones, esa que hace „ que estos unan sus esfuerzos
en tareas que consideran comunes, no se realiza entre los iberos. La solidaridad ibérica
se da en otro plano: en el plano de lo que se considera una misión común y no el simple
trabajo común. Misión, lealtad a fines que trascienden al mismo individuo, o bien
lealtad a grupos sociales por otra razón que las puramente prácticas de trabajo, como
pueden ser razones de amistad o parentesco. «La solidaridad solo existe —dice Buarque
de Holanda— donde hay una vinculación de sentimientos, más que relaciones de
intereses, en el hogar o entre amigos. Círculos forzosamente restringidos, particularistas
y más bien enemigos que favorecedores de las asociaciones establecidas sobre un plano
más amplio, gremial o nacional.»
Por ello, la idea de sociedad, propia del mundo moderno, va a ser prácticamente ajena a
los iberos. El ibero parece no conceder importancia a los supuestos pactos sociales de
que hablan los filósofos de la modernidad. Encuentran estos pactos demasiado
abstractos; pactos entre entidades inexistentes, salvo simbólicamente. El simbolismo
abstracto de los modernos parece también repugnar a los iberos. Estos prefieren las rela-
ciones concretas, relaciones como las que tienen su base en la consanguinidad o la
amistad. Nada le dicen las sociedades anónimas creadas por el hombre moderno. El
ibero es más bien partidario de las comunidades cuya amplitud dependerá de la
concreción de esas relaciones entre los miembros que las forman. Comunidades
estrechas, reducidas a un círculo real de familiares o amigos; o bien comunidades
amplias, pero no menos concretas, las propias de un imperio en las que todos los
individuos son y se saben parte concreta y esencial de ellas. Dentro de estas, cada
individuo se sabe parte insustituible, personal y única. Comunidades en las que nadie
está de más, en las que ninguno es simple suma o resta; comunidades en las que cada
individuo se siente la comunidad concreta. Dentro de este tipo de comunidad el ibero
puede darse íntegro, pleno, con su vida y bienes sin dudar un segundo, sin pestañear,
pues sabe que esta renuncia a su vida concreta y bienes, lejos de destruir su
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personalidad, la aumenta y la afirma. A cambio de esta renuncia concreta, material,
recibirá el honor, la fama, la permanencia posterior, la posteridad, dentro de la comuni-
dad de que se sabe parte esencial. Parte concreta, ligada con todas las otras partes, con
todos y cada uno de sus miembros; ligado a la totalidad como el padre puede estarlo con
el hijo o el hijo con el padre o el amigo con los amigos. «La autarquía del individuo -—
dice Buarque de Holanda—, la exaltación extremada de la personalidad, pasión
fundamental, y que no tolera compromisos, solo admite una alternativa: el renuncia-
miento a esa misma personalidad en vista de un bien mayor. Por lo mismo que es rara y
difícil, la obediencia aparece algunas veces ante los pueblos ibéricos como una virtud
suprema entre todas. Y no es extraño que dicha obediencia —obediencia ciega y que
difiere hondamente de los principios medievales y feudales de lealtad— haya sido hasta
ahora, para ellos, el único principio político verdaderamente fuerte. La voluntad de
mandar y la disposición para cumplir órdenes le son igualmente peculiares.»
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múltiples repúblicas, como expresión de intereses regionales y locales. Repúblicas que,
a su vez, se dividen» en partidos, que se las disputan encarnizadamente para hacer
prevalecer sus intereses concretos. Así, lo que pudo ser una gran familia ibérica se
transforma en un conjunto de familias en lucha permanente para imponer sus intereses.
Solo los caudillos, los hombres fuertes, los donadores de privilegios, logran establecer
el orden siempre amenazado por la anarquía. Cercenado el ideal de una comunidad más
amplia que la familiar o regional, el ibero se conforma con la obtención de privilegios
que le permitan, cuando menos, vivir al día, sin preocupaciones mediatas, sin importarle
un mañana que no tiene ya sentido una vez que carece del resorte de una misión por
realizar en ese mañana. Vano será, por ello, el esfuerzo de los reformadores que surgen
en el siglo xix por incorporar a estos pueblos a un mundo movido por otros resortes. El
progreso, como acumulación de bienes materiales, carecerá de sentido para estos
hombres. Les bastará, pura y simplemente, la posesión de una buena tierra y el dominio
sobre los hombres que la trabajan. Mantienen su independencia frente al mundo de lo
material, pero no saben qué hacer con esta independencia. La independencia pura, sin
otro fin, se transforma fácilmente en anarquía.
La obediencia nacida de la conciencia de un fin a perseguir se relaja y solo logra
imponerse la obediencia que establece el más fuerte. Por ello, las «dictaduras y el Santo
Oficio, dice Buarque de Holanda, parecen constituir formas tan típicas de su carácter
como a inclinación a la anarquía y al desorden». Un orden siempre expuesto al mayor
de los desórdenes; la unidad obligada y, por ello, siempre al borde de la anarquía.
Por tal razón, los pensadores e ideólogos del siglo XIX iberoamericano no verán del
mundo ibérico otra cosa que el fracaso: caudillaje, dictaduras, anarquía, incapacidad del
ibero para la técnica y para incorporarse al progreso. Esto es, un mundo fuera de la
historia y de la cultura. Fuera del mundo y cultura occidentales, el mismo punto de vista
de los occidentales sobre el mundo ibero. Los iberos se empeñarán en recuperar lo que
consideran tiempo perdido, un tiempo perdido que se hace patente en el inevitable
contacto con el mundo moderno, Un mundo que en su expansión acaba arrollando a los
pueblos iberos. Expansión difícil de detener, frente a la cual esos mismos ideólogos se
sienten impotentes. Lo único que podía hacerse era reeducar al ibero, dotarlo de los
hábitos y costumbres de los hombres que estaban haciendo el nuevo mundo. Dentro de
esta reeducación, el pasado, España, el mundo ibérico y sus peculiaridades fueron vistos
como obstáculos. La herencia ibérica se consideró, debía ser repudiada. El nombre de
España, dice Bolívar, será «execrado» dentro de cien años por todos los habitantes de
América. Este pasado iba a ser enjuiciado con vistas a esa urgente necesidad de
transformación de nuestros pueblos en pueblos pragmáticos, Esto es, en pueblos capaces
de resistir la expansión occidental occidentalizándose ellos mismos. Y de acuerdo con
esta urgencia el pasado ibero se convirtió en algo execrable. «Tomando como criterio de
juicio histórico el pragmatismo instrumentalista del siglo último —dice Américo Castro
—, el pasado ibérico consistía en una serie de errores políticos y económicos, cuyos
resultados fueron el fracaso y la decadencia, a los que escaparon otros pueblos
europeos, libres de la exaltación bélico-religiosa, y de la ociosidad contemplativa y
señorial,» El aspecto positivo de este mundo repudiado apenas si sería visto, «porque lo
impide la conciencia de superioridad de los angloamericanos y el resentimiento de la
mayoría de los hispanoamericanos, que hallan en el pasado colonial una fácil excusa
para su presente debilidad política y económica. Y lo impide, además, la inconsciencia
en que España vivió respecto de sí misma y de su pasado durante el siglo XIX,
inconsciencia que no se compensa hoy con gestos retóricos de interesada política.»
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Fue, es y ha sido este punto de vista el que ha hecho sentir a los iberoamericanos y a los
mismos iberos que están fuera de la historia, al margen de ella. Por ello las
peculiaridades iberas son vistas con signos negativos, como la causa de esa
marginación. Sin embargo, como ya «e anticipó al iniciarse este trabajo, en el mismo
siglo en que se originó este sentimiento de frustración, hubo voces que mostraron el otro
lado de la medalla ibera. Uno de ellos fue nuestro ya citado Andrés Bello. Los males de
que acusamos a este mundo, decía Bello, son males propios de todos los pueblos. «De
estos males no debemos acusar a ninguna nación, sino a la naturaleza del hombre.» Por
lo que se refiere a las peculiaridades de carácter heredadas, ha sido mucho lo que la
América ibera debe a ellas, incluyendo su mismo afán de libertad. «Jamás un pueblo
profundamente envilecido, completamente anonadado, desnudo de todo sentimiento
virtuoso, ha sido capaz de ejecutar los grandes hechos que ilustraron las campañas de
los patriotas, los actos heroicos de abnegación, los sacrificios de todo género con que
Chile y otras secciones americanas conquistaron su emancipación política.» El espíritu
que animó a estos hechos fue ibérico. «El que observe con ojos filosóficos la historia de
nuestra lucha contra la metrópoli reconocerá sin dificultad que lo que nos ha hecho
prevalecer es cabalmente el elemento ibérico. La nativa constancia española se ha
estrellado contra sí misma en la ingénita constancia de los hijos de España.» Las
proezas iberoamericanas llevaban el mismo sello, eran animadas por el mismo espíritu
que había hecho posibles las proezas de los españoles en Numancia y Zaragoza. En esta
lucha era España la que luchaba contra sí misma, venciendo en América el ideal de
independencia y libertad sobre la ciega obediencia sin sentido. «Los capitanes y las
legiones veteranas de Iberia trasatlántica fueron vencidos y humillados por los caudillos
y los ejércitos improvisados de otra Iberia joven que, abjurando el nombre, conservaba
el aliento indomable de la antigua defensa de sus hogares.» Tal era el mundo ibérico, la
dificultad estaba en tratar de establecer en él otro modo de vida que le era ajeno,
amputándole el que le era propio. Se quería renunciar a lo que se era para adoptar otro
modo de ser. El espíritu propio de la modernidad, el espíritu occidental, era para Bello
algo ajeno al espíritu ibero, algo que previamente, tenía que ser adaptado a este. Había
algo que el iberoamericano había heredado, algo a lo cual no tenía por qué renunciar, y
éste algo era la magnanimidad, el heroísmo, la altivez «y generosa independencia» El
mismo espíritu que animó a los emancipadores políticos y mentales de la América ibera
para librarla de esa otra cara negativa del mundo ibero. Esa otra cara que, en cierta
forma, estorbó la realización de lo que pareció ser la misión del mundo ibero en el
mismo momento en que surgía el otro mundo que se presentó como su antagónico, el
mundo moderno, el mundo occidental, que pronto le hizo sentirse a la zaga.
«El imperio español, fundado por Fernando e Isabel —dice Américo Castro—, no fue
ningún feliz azar, sino la forma ensanchada del mismo vivir castellano en el momento
en que adquiría conciencia de sí frente a los restantes pueblos de Europa.» A estos
hombres, cuyas proezas empezaban a admirar los pueblos europeos en el siglo xv, solo
les faltaba un impulso para lanzarse a las mayores aventuras. «El valor impetuoso, como
toda gran pasión, no se satisface con límites y fronteras, pues busca lo infinito en el
espacio y en el tiempo, justamente lo contrario de Jo que persigue la mente razonadora,
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que mide, que limita y concluye. Castilla, a mediados del siglo xv, se sentía segura de su
valor y de su querer, y aspiraba nada menos que a un infinito poderío —Cítara y
Ultramar—. El imperialismo catalán-portugués en el Mediterráneo (siglos XIV y XV),
el castellano y el portugués de los siglos XV y XVI fueron tareas en que se satisfacían
voluntades indómitas, incapaces de modificar racionalmente el mundo natural en que se
hallaban». España, en el siglo XV, no esperaba sino el adalid que unificase voluntades y
la señal sobrenatural de su destino. El adalid lo fue Carlos V, rey de España y heredero
del imperio creado por Cario Magno en Europa, La señal lo fue el descubrimiento de
América. España V Portugal se lanzaron a la gran aventura que la providencia les
deparaba. Los adalides se multiplicaron dispuestos a ensanchar el mundo ibero.
Descubridores y conquistadores «El imperio español, fundado por Fernando e Isabel —
dice Américo Castro—, no fue ningún feliz azar, sino la forma ensanchada del mismo
vivir castellano en el momento en que adquiría conciencia de sí frente a los restantes
pueblos de Europa.» A estos hombres, cuyas proezas empezaban a admirar los pueblos
europeos en el siglo xv, solo les faltaba un impulso para lanzarse a las mayores
aventuras. «El valor impetuoso, como toda gran pasión, no se satisface con límites y
fronteras, pues busca lo infinito en el espacio y en el tiempo, justamente lo contrario de
lo que persigue la mente razonadora, que mide, que limita y concluye. Castilla, a
mediados del siglo XV, se sentía segura de su valor y de su querer, y aspiraba nada
menos que a un infinito poderío —Cítara y Ultramar—. El imperialismo catalán-
portugués en el Mediterráneo (siglos XIV y XV), el castellano y el portugués de los
siglos XV y XVI fueron tareas en que se satisfacían voluntades indómitas, incapaces de
modificar racionalmente el mundo natural en que se hallaban». España, en el siglo xv,
no esperaba sino el adalid que unificase voluntades y la señal sobrenatural de su destino.
El adalid lo fue Carlos V, rey de España y heredero del imperio creado por Cario
Magno en Europa, La señal lo fue el descubrimiento de América. España V Portugal se
lanzaron a la gran aventura que la providencia les deparaba. Los adalides se
multiplicaron dispuestos a ensanchar el mundo ibero. Descubridores y conquistadores se
lanzaron a todos los mares llevando sus banderas, las de su rey o emperador, y su
religión, para aumentar tierras y vasallos Con su ímpetu abrieron el camino a la
expansión occidental que habría de seguirle, la cual arrolló a su vez a estos adalides
arrancándoles sus conquistas y estrangulando sus vías de comunicación hasta
desalojarlos y acorralarlos.
Pero antes, poco antes de que esto último sucediese, hubo un momento en el que el
mundo ibérico pareció el llamado a imponer su visión del mundo a todo el orbe: la
Cristiandad, o el catolicismo en la expresión nata de universalidad. Sin embargo, es este
también el momento en que surge el mundo moderno con sus ideales de libertad de
conciencia y de crítica a toda autoridad; ideales que también lo son de renovación
religiosa y de reforma. Un ideal que también se hará sentir en la España de Isabel la
Católica en hombres como el cardenal Cisneros y los iluminados españoles, antecesores
de los erasmistas españoles que han de aconsejar al joven emperador Carlos. El ideal de
renovación religiosa divide a Europa en dos facciones: la de los papistas y la de los
luteranos. Frente a esta división, los españoles, conscientes como eran de su misión
unificadora en el orbe, se resisten a tomar partido en la pugna y no aceptan otro papel
que el de unificadores de la Cristiandad amenazada, aunque para ella sea menester
someter tanto al Papa como a Lutero. Es este el papel que asignan a su emperador. La
misión de este es la de servir a la Cristiandad por encima de cualquier otro interés, ya
sea este económico o político. Dentro de sus cálculos no entra el espíritu de acomodo
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moderno que ya se hace sentir en Maquiavelo. Ese maquiavelismo practicado por Roma
y por los príncipes alemanes que apoyan a Lutero. Tampoco entienden de juegos de
equilibrios políticos entre potencias en el que se empeñan ya Francisco I de Francia y
Enrique VIII de Inglaterra. Para los iberos, lo único que importa es la unidad de la
Cristiandad por encima de los nacientes intereses nacionales y del Vaticano, que actúa
ya como un Estado más. Para lograr esta unificación España ha venido pidiendo ayuda
para una cruzada que expulse a los turcos de los Santos Lugares. Cruzada que tiene
como fin crear un nuevo sentimiento de unidad cristiana en una Europa que empieza a
dividirse en nacionalismos. Los hombres que habían expulsado a los moros de la
Península muy bien podían ahora dirigir la batalla de toda la cristiana Europa unida
contra los infieles. Una batalla que, a su vez, pondría fin a las divisiones entre
cristianos.
Pero se iba a ir aún más lejos; la idea de la unidad cris- liana trascendería a la misma
Europa. Europa tiene una misión en el mundo, la de llevar la fe cristiana a todos los
pueblos del mundo, incluyendo a los mismos turcos. El orbe cristiano debería ser el
orbe de todos los pueblos del mundo, tal es la misión de Europa y, dentro de ella, la de
los pueblos iberos. Marcel Bataillon habla del espíritu de unidad cristiana que se hacía
sentir ya en muchas conciencias europeas, transformándose en conciencia de una misión
en el mundo ibero. La inquietud mesiánica, dice, «nace del sentimiento agudo de una
crisis gigantesca, crisis de desarrollo que se traduce en el sueño de una unidad cristiana
que engloba al Islam convertido, crisis de conciencia que se expresa en violentas aspi-
raciones de reforma. Estos dos aspectos de la época no son disociables. También
Savonarola, en sus vaticinios, había entrevisto una Cristiandad renovada interiormente
que había de convertir a turcos y a paganos sin la ayuda de la espada. Muy pronto
encontraremos en España misma este profetismo iluminado». Profetismo que se inicia
prácticamente en España con el cardenal Cisneros, que tiene ya la experiencia de la
conversión de infieles con la conquista de Granada. Entre los conquistados moros se ha
iniciado el sistema de evangelización que luego ha de practicarse entre los indígenas en
América.
El primer arzobispo de Granada, Hernando de Talavera, ha aprendido rudimentos de
árabe y hace que su clero lo aprenda para entenderse con los evangelizados. Para
hacerse comprender por los conquistados, dice Bataillon, no teme «parecer
revolucionario. Sus sermones evitan la sutileza dogmática para fundarse en el terreno
liso y llano de la acción moral. Los entiende lo mismo una simple anciana que el
hombre más sabio. Lo que él procura es atraer el pueblo a la iglesia, concediéndole
participación más amplia en la liturgia: por eso remplaza los responsos por cánticos
piadosos apropiados a las lecciones, y consigue de ese modo que los fieles acudan a
maitines lo mismo que a misa. Se sirve del teatro religioso para conmover los
corazones. No falta quien lance denuestos contra esta invasión de los templos, pero él
no hace caso»2. La reforma española, nombre que justamente le da Bataillon, estará así
movida por ese afán misionero que a sí misma se ha señalado España en el mundo. Se
intenta reformar la Iglesia para hacerla más asequible a otros pueblos. España, en
permanente contacto con pueblos no cristianos, con pueblos de otras religiones y
costumbres, ha comprendido la necesidad' de la elasticidad para comprender y hacerse
comprender por otros pueblos. Movida por un auténtico celo cristiano, quiere hacer del
mundo entero un mundo cristiano. De los árabes ha aprendido el difícil arte de convivir
con otras religiones, aunque no el respeto que los mismos guardan para ellas. En este
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sentido, España no encuentra dispuesta a permitir la coexistencia religiosa, pero sí a
hacer todos los esfuerzos de comprensión posibles para atraer al cristianismo a los
creyentes en otras religiones. Por ello, pasará fácilmente de la mayor comprensión,
como instrumento de asimilación, al fanatismo más absoluto si esa comprensión no es
suficiente. La meta, el fin, es la cristianización del mundo, no importa cuáles sean los
métodos para su logro. Por ello, está dispuesta a modificar, dentro de los debidos
límites, la organización de su iglesia y su liturgia, para de esta manera hacer asequible,
fácil a otros pueblos, la religión cristiana, para que no sigan fuera de ella.
De allí ese gran movimiento reformista español que se inicia con el cardenal Cisneros y
se prolonga con los seguidores de la llamada Philisophia Christi y el jesuitismo en su
primera etapa. Reforma cuya meta última es la ampliación de la Cristiandad, para
incorporar en ella a todos los pueblos del mundo sin discriminación racial o económica
alguna. Una reforma bien distinta de la que ha surgido en la Europa occidental, que ha
de culminar con el fortalecimiento de la individualidad en su sentido más absoluto. Una
individualidad sin más límites que los estrictamente necesarios para la convivencia
social, no la comunal. Por ello, se puede casi afirmar que de haber triunfado la reforma
española no habrían surgido las múltiples Iglesias ni nacionalidades en que se dividió
Europa, todas ellas apoyadas en la reforma protestante de la Europa occidental. Reforma
que no se realizó teniendo como meta la ampliación de la comunidad cristiana, sino con
el fin de fortalecer el espíritu crítico, personal, independiente en que se apoya el mundo
que hemos venido llamando occidental, con todas sus cualidades y defectos. Ya hemos
visto, en páginas anteriores, cómo dentro de este mundo nada puede hacer el individuo
por incorporar a otros a su «ecumene». Esta incorporación tiene un carácter personal,
individual, único, que cada individuo ha de realizar por sí mismo y para sí mismo. Si el
individuo nada puede hacer por otros que los otros no puedan hacer para sí, tampoco
estos podrán hacer nada por él que él no pueda hacer por sí mismo. En el campo
religioso solo Dios puede hacer algo por otros; por ello, en el puritanismo, al orden
establecido por Dios, al orden puritano, solo se pertenece por predestinación, y lo
mismo sucede con la civilización o el progreso, a los cuales solo se pertenece por
naturaleza. Con el ibero no sucede esto. El ibero no solo cree que puede incorporar a
otros hombres al orden cristiano de que es parte, sino que considera esta labor de
incorporación como una misión que el-mismo Dios le ha señalado. No importa la
forma: por la comprensión y reformas necesarias, o por la fuerza, la espada, la
inquisición. «No importan los medios, lo que importan son los fines.» Todos los
hombres y naciones pueden y deben ser salvados, aunque para su salvación sea
necesario el fuego. Por ello surgen, junto con los medios de persuasión usados por el
arzobispo de Granada para atraer a los infieles, los medios violentos como los que
representó la Inquisición establecida por el cardenal Cisneros.
Cuando el método persuasivo resulta demasiado lento e insuficiente para las
pretensiones de evangelización universal de los iberos, recurren estos a otros métodos.
«Todos quieren resultados más decisivos», dice Bataillon. «Cisneros, llamado a
colaborar con Talavera, pone en práctica medios completamente diversos. Procura
ganarse a la aristocracia morisca, hace presión sobre los alfaquíes, provoca conversiones
en masa que suscitan una reacción violenta, quema libros musulmanes. Una rebelión le
da pie para mandar revocar las concesiones hechas en los días de la conquista. Todo
musulmán es considerado muy pronto como rebelde; y, tal como había sucedido un
siglo antes con los judíos, los nuevos conversos constituyen una masa inasimilada de
'cristianos nuevos', cuyo cristianismo es, con toda razón, bastante sospechoso. Entonces,
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más qué nunca, la Inquisición, instituida para vigilar a los cristianos nuevos judaizantes,
se hace un organismo esencial de la vida nacional.» Tal era el otro lado de la medalla
del espíritu evangelizador ibero, espíritu que acabará anulando esta obra, la misión que
se había impuesto. La violencia como medio de incorporación a la comunidad cristiana
acabará siendo un instrumento aislador que dará sus frutos, pocos años después, en el
intransigente imperio de Felipe II. Imperio que se irá replegando ante la Europa
occidental que lo acorrala. De cualquier manera, fue un hecho el afán ibero por
establecer un imperio universal de la cultura cristiana, en su más alto sentido, en todo el
orbe. Imperio que, como todo lo humano, vino a ser el exponente de las cualidades y
defectos de los hombres que trataron de establecerlo. Un imperio muy distinto del que
acabó por establecer la Europa occidental, el mundo occidental.
160
ambición sin límites conducía siempre a la barbarie denunciada por misioneros de la
altura de un Las Casas. El hecho importante es que siempre aparecían hombres como
este Bartolomé de las Casas, dispuestos a combatir y a denunciar los abusos de la
ambición, u hombres como Francisco de Vitoria, concediendo a todos los hombres el
derecho a formar parte de la gran comunidad cristiana en un plano de absoluta igualdad,
sin discriminación racial o cultural alguna.
Partiendo de este punto de vista, la gran preocupación ibera, española y portuguesa, en
su expansión sobre el resto del mundo, se encontró animada por el afán de incorporar a
este mundo a la gran comunidad cristiana de la cual se consideraba paladín. Una
preocupación expansiva bien distinta de la que iba a hacerse patente en la Europa
occidental en la expansión que se iniciará un siglo después, en el XVII. La diversidad
despreocupaciones y metas a perseguir en una y otra expansión se harán sentir en sus
resultados. Arnold Toynbee señala ya las consecuencias de una y otra expansión sobre
el mundo, las consecuencias de uno y de otro imperialismo. El intento de los españoles
y portugueses en el siglo xvi, dice, «llegó a tener cierto éxito en el Nuevo Mundo —las
actuales comunidades latinoamericanas le deben su existencia—, pero en otras partes la
civilización occidental, en la forma en que fue propagada por españoles y portugueses,
se vio rechazada al cabo de aproximadamente un siglo de prueba. La expulsión de los
españoles y portugueses del Japón, y de los portugueses de Abisinia, en el segundo
cuarto del siglo xvii, marcó el fracaso de este intento». Otro intento «comenzó en el
siglo xvii por obra de holandeses, franceses e ingleses; estas tres naciones europeas
occidentales fueron los principales autores del ascendiente mundial de que nuestra
civilización occidental disfrutaba en 1914. Ingleses, franceses y holandeses poblaron
Norteamérica, Sudáfrica y Australia con nuevas naciones de cepa europea que
comenzaron su vida con la herencia social de Occidente, y atrajeron dentro de la órbita
europea al resto del mundo» Ahora bien, el diverso éxito de una y otra expansión
europea sobre el mundo se deberá a la diversidad de intención que animaba a los
pueblos que realizaron esas expansiones: los ibéricos y los occidentales.
La expansión ibera llevaba, además de una intención política y económica, una
intención cultural: la de incorporar a los pueblos conquistados a comunidad cristiana. La
expansión occidental, por el contrario, solo aspiraba a mantener su predominio
económico y político y, solo en forma secundaria, el cultural, lo cual, como ya
expusimos antes, se ha realizado a pesar suyo en muchos casos. Diversa forma de
expansión como expresión de una diversa concepción del mundo y, por ende, de una
diversa finalidad. La justificación española y portuguesa de su expansión la daba lo que
llamaban la «mayor gloria de Dios», en el sentido de ampliar el ámbito de
reconocimiento de la Cristiandad en el mundo. Lo importante para esta expansión no lo
era tanto la tierra y los frutos por conquistar, sino los hombres por incorporar. Claro es
que fueron muchos los iberos que se lanzaron a la conquista de nuevas tierras animados
por la riqueza y bienestar que la misma implicaba; pero se trataba de una conquista sin
justificación moral; lo importante en esta expansión era la cristianización de los infieles.
La expansión occidental iniciada en el siglo xvii tiene otro sentido. Una expansión que
sí aspira al dominio de la tierra y sus riquezas como otra expresión de la «gloría de
Dios», tal y como la entenderá el puritanismo. La «mayor gloria de Dios» estriba aquí
en el mayor provecho que pueda arrancarse a una tierra, fauna y flora hechas para que el
hombre las domine. Aquí el hombre tiene como misión arrancar esos frutos, sacándoles
su mayor utilidad. De aquí ese desprecio hacia los naturales que no habían sabido domi-
nar su mundo natural. La incorporación de estos hombres a las comunidades
161
occidentales no interesa. De esta manera, mientras los iberos se preocupaban
centralmente por incorporar hombres y comunidades a la gran comunidad cristiana, los
occidentales se preocupaban, especialmente, por hacer de esas tierras descubiertas una
fuente de nuevas riquezas, que aprovecharían solo a los que las sabían explotar y a sus
naciones. A una expansión, la ibera, le importaba, principalmente, los pueblos o
naciones por incorporar; a otra, solo las materias primas que las tierras de esos pueblos
y naciones podrían ofrecer, esas materias primas que habían de ser una de las fuentes
-de riqueza cuya acumulación ha dado origen a los grandes capitalismos modernos.
La expansión ibera, en general, se orientará hacia los centros más poblados del mundo,
tratando de dominar y someter a sus pueblos, en un sentido totalitario, a la comunidad y
cultura de que se saben paladines. La expansión de la Europa occidental no buscará este
tipo de sometimiento, lo que importa a esta es el dominio de la tierra y sus frutos,
procurando no tener que ver nada con los naturales. Por ello, los iberos dan origen a
pueblos mestizos, racial y culturalmente. Los occidentales no; estos se cuidan de no
mezclarse, ni racial ni culturalmente, con los indígenas, respetando hábitos y costum-
bres que no quieren que sean alterados e, inclusive, aliándose con las fuerzas locales
que impidan el contagio occidental de los indígenas. Manteniendo el mismo estado de
cosas, sociales, culturales y políticas que han encontrado. Dadas estas dos diversas
actitudes, los conquistadores iberos tendrán éxito en lugares en donde la resistencia
cultural resultaba más débil, como en América; una cultura que se prestaba más
fácilmente a su asimilación por la cultura de los conquistadores, mediante
transposiciones como las realizadas por los misioneros entre los indígenas americanos.
En cambio, estos mismos conquistadores fracasarán en pueblos, como los asiáticos,
cuya cultura ha enraizado en tal forma que resultará imposible asimilarla o sustituirla
por la cristiana, como se hizo con los americanos. De allí la persecución desatada en
Japón, en el siglo XVII, contra la evangelización cristiana. Por ese mismo Japón que,
más tarde, ha de aceptar la técnica occidental. Y lo mismo se puede decir de otros
pueblos orientales que rechazan la colonización ibera, pero no pueden evitar verse
envueltos en la expansión occidental. Por ello, en Asia, fracasados los intentos de
incorporación cultural realizados por los iberos, salvo en las Filipinas, estos se ven
obligados a replegarse o a conformarse, como los portugueses, con mantener un tipo de
colonización semejante a la occidental, basada en el predominio económico y dejando a
un lado la incorporación cultural. Se realiza la colonización política y económica, pero
se frena la cultural. La expansión occidental, por el contrario, tendrá éxito en todo el
mundo, porque se limitará al campo de lo económico y lo político, en el aspecto en que
este sirve al primero. Existen, desde luego, lugares en que la expansión también ha sido
cultural, tales como Norteamérica, Australia y Sudáfrica, pero son los lugares en los que
los indígenas han sido exterminados, relegados o acorralados, en forma tal que no
representan ya ningún peligro para esa expansión total hecha por occidentales y para
occidentales. En el resto del mundo, donde este exterminio o relegación ha sido
imposible, se ha ignorado culturalmente a los indígenas. No representan estos ningún
problema cultural a resolver; no son sino cosas, objetos utilizables, como se utiliza la
flora y la fauna del lugar; materias explotables como la tierra en que habitan.
162
El ideal más puro del imperio cristiano anhelado por los pueblos ibéricos, como
consecuencia de lo que consideran su vocación evangélica, se hace patente en el siglo
xvi en España, en la parte de ese siglo en que influyeron en los asuntos del imperio
español el grupo de los llamados «erasmistas españoles». Y digo llamados porque son
algo más que erasmistas. En realidad, el erasmismo no es para ellos otra cosa que un
instrumento ideológico al servicio de la misión que el mundo ibérico se ha asignado. El
espíritu de lo£ erasmistas españoles es, en realidad, diverso del espíritu que animaba al
propio Erasmo y a los erasmistas europeos. Erasmo y los eras- mistas de la Europa
occidental no son sino expresión, la más elevada de las expresiones, del individualismo
que surgió con la modernidad. De ese individualismo que ha dado origen a las
instituciones modernas que tiene como eje la libertad de la persona, sin otra cortapisa
que la libertad de los otros. El ideal de las democracias liberales modernas.
Individualismo que es, también, la otra cara del individualismo, también moderno, del
que hemos ya hablado, y no es sino sinónimo de egoísmo. El individualismo moderno,
como el espíritu de comunidad ibero, va a tener también dos caras: una positiva y otra
negativa. El erasmismo europeo representaba la cara positiva del individualismo
moderno, como el erasmismo español la cara positiva del espíritu de comunidad ibero.
Desde luego, tanto Erasmo como los erasmistas europeos aspiraban también a la unidad
europea dentro del cristianismo, a una unidad basada en la comprensión y el respeto
mutuo. Se trataba de un cristianismo entendido como la máxima expresión del
humanismo. Un cristianismo que ligaba a todos los hombres sobre la base de un
reconocimiento general de la humanidad de los mismos. Todos los hombres, como hijos
de Cristo, eran iguales, semejantes, por encima de cualquier peculiaridad concreta. De
allí el respeto pedido a cualquier peculiaridad humana como propia de todos los
hombres. Por encima de cualquier peculiaridad estaba siempre lo esencial al hombre, la
razón. Esa razón que iba a ser, también, el eje del humanismo moderno, al igualar a
todos los hombres. Dentro de este humanismo, la comunidad es algo esencial al hombre,
pero dando a la- misma el sentido de colaboración, de ayuda, al individuo que es el
centro de la misma. En un erasmista como Tomás Moro se hará patente este ideal de
comunidad humana, basada en la conciencia y asentimiento personal de la misma. Ese
asentimiento que solo se puede dar a lo que es «claro y distinto», a lo que se comprende
previamente. Por eso en Utopía, ideal de comunidad de este erasmismo europeo, se
establece un mínimo de relaciones sociales, las necesarias para la permanencia del
individuo, pero no más. Es una comunidad en la que hay «pocas leyes», pero
«eficaces». En Utopía todos los individuos participan en los trabajos de la comunidad,
en lo estrictamente necesario, para dedicar el resto del tiempo a lo que se consideran
ocupaciones personales, las propias del individuo. «Los magistrados —dice Moro—
jamás obligan a los ciudadanos contra su voluntad al ejercicio de tareas inútiles, pues
las instituciones del Estado persiguen, más que otro' ninguno, el siguiente fin: que los
ciudadanos estén exentos de trabajo corporal el mayor tiempo posible, en cuanto las
necesidades públicas lo permitan, y puedan dedicarse al libre cultivo de la inteligencia,
por considerar que en esto estriba la felicidad de la vida» Esto es, la comunidad al
servicio de la individualidad. El mismo espíritu de comunidad individualista —esto es,
de sociedad en la forma en que la entiende Tonnies— que animará, perfilándola
claramente, las ideas sociales de un Locke o un Rousseau. Sociedades que tienen como
centro la voluntad de todos y cada uno de sus miembros, y que han sido creadas para
utilidad de los mismos. El mismo individualismo que nos presenta otra cara en las tesis
de un Maquiavelo y un Hobbes. Ya que, en el primero, la voluntad concreta, individual,
163
se puede transformar en razón de Estado; el Estado que, como expresión de diversas
voluntades concretas, se va transformando en una voluntad que trasciende a esas
voluntades concretas encarnada, por supuesto, en la voluntad de un individuo que, en
nombre de la voluntad general, justifica su acción. En el segundo, la sociedad es solo un
mal necesario, un instrumento de protección que ha inventado el individuo para
subsistir; un instrumento de protección mutua frente a la voracidad del lobo que anida
en todos lo individuos. De esta protección carecerán todos los individuos que se
encuentren fuera de la sociedad que con tal fin ha sido creada. Será este individualismo,
en su expresión maquiavélica y de Hobbes el que dé origen a los nacionalismos
agresivos al transformarse en imperialismos al servicio de unos determinados intereses.
Imperialismos que no son sino formas de ampliación de la individualidad que devora
todo cuanto no le es propio para hacerlo suyo. El imperialismo moderno, la otra cara de
la libertad y soberanía a que también dio origen el individualismo moderno.
Los erasmistas españoles tienen otras ideas: su aspiración central es la unidad cristiana
de Europa y del mundo. Dan un gran valor al individuo, a la individualidad, pero no ha-
ciendo de ella un último fin, sino al servicio de algo que la trasciende: la comunidad
cristiana. Una individualidad que se siente, a sí misma, ampliada dentro de la
comunidad de que es parte. Por ello este individualismo puede sentirse parte de una
comunidad sin sentir, con ello, que se rebaja o se altera a sí misma. Tal es el sentimiento
que se hará patente en los erasmistas hispanos. Grupo de hombres que pudieron influir
en los comienzos del imperio de Carlos V, por la cercanía personal que tenían con él
varios de ellos. Cercanía que, en varias ocasiones, les permitió inspirar la política del
imperio que consideraban propia para el logro de esa unidad cristiana. Por encima de los
nacientes nacionalismos y las pugnas religiosas estaba siempre la Cristiandad. La
misión de España era restaurar en Europa la unidad cristiana, para llevar el cristianismo
a todos los mundos que ahora les descubría la providencia. Era esta la misión de España
y, con España, la de cada uno de los españoles llevando al frente a su emperador. Por
ello, va a adoptarse el espíritu conciliador que se hace patente en Erasmo; un espíritu
que aspira a poner fin a la discordia que divide al mundo cristiano. Pero se pretende
algo más que lo que busca el humanista holandés. Algo que ya no está en la mente de
este. En ninguna parte de Europa va a prender con tanto entusiasmo el erasmismo como
en España; pero este entusiasmo va a ser ya un índice de la diversa interpretación que se
va a dar al mismo. Interpretación y fines de los que Erasmo no quiere saber nada. Por
eso es sintomático que, a pesar del entusiasmo que mueve entre sus lectores hispanos,
Erasmo no haya hecho esfuerzos por visitar la Península rechazando, inclusive, una
invitación. España es, para este occidental, un mundo extraño, con una idea de la
cristiandad que ya no es la suya. La derrota del Papa y el Saco de Roma por las tropas
del emperador es vista por los erasmistas hispanos como un signo de la misión divina de
España y de su emperador: la unidad de Europa bajo el imperio de .Cristo. Es un signo
de que Dios ha puesto en manos de España el destino de la Iglesia. Una Iglesia que se
había dividido por pugnas que ni el Papa ni Lutero habían podido dirimir. La fulminante
victoria de los imperiales —dice Bataillon— «contra el Papa habrá llevado hasta el
paroxismo la fe de la minoría selecta de España en una reforma religiosa impuesta por
el emperador»2. Los erasmistas hispanos creen, como Erasmo, en la conciliación; pero
creen en algo más que el humanista de Rotterdam: en que a veces es necesaria la
violencia para establecer tal conciliación. Ese pendular propio de España, entre la paz y
la guerra, se hace también patente en los conciliadores erasmistas. Luis Vives escribe a
su amigo Fevyn diciéndole: «Se dice que gran número de enemigos se han conjurado
164
contra Carlos. Pero este es el destino de Carlos: no poder vencer sino enemigos en gran
número, para que su victoria sea más sonada. Son, en realidad, decretos de Dios para
hacer ver a los hombres cuán débiles son nuestras fuerzas contra su poder.» Carlos, y
con 'él España, está destinado a llevar la comunidad cristiana a todos los pueblos del
mundo; pero para ello será menester establecer antes la unidad europea. Dios ha dado ya
muchos signos de ese destino español. Destino que le pondrá por encima de todos los
obstáculos y justificará todas las medidas encaminadas a su realización. «En virtud de
esta mística en que paz y guerra se entremezclan de modo tan extraño —dice Bataillon
—, el emperador aparece a sus fieles como instrumento de una voluntad divina más
fuerte que todos los obstáculos y que el mismo Papa. La política imperial, a medida que
se va haciendo decididamente antirromana, hace suya la idea del Concilio y pretende
rehacer la unidad cristiana por medio de una decisión justiciera que el emperador
victorioso sabrá imponer al Papa y a los luteranos»
Desde este punto de vista, los erasmistas hispanos se consideran discípulos del Erasmo
que ha pugnado por la conciliación de las iglesias dentro de la Cristiandad. Solo que
Erasmo no quiere que esta conciliación se realice bajo el predominio de un determinado
pueblo o emperador, cosa que quieren los hispanos. Erasmo, sigue diciendo Bataillon,
«no sigue a darlos V en su sueño de hegemonía universal: considera de mucho mayor
precio la paz entre los príncipes cristianos que la victoria imperial». Hombre moderno,
Erasmo prefiere el equilibrio entre príncipes o naciones, el mismo principio que va a
adoptar la Europa occidental en su política futura. Erasmo se hallará más de acuerdo
con la idea de Francisco I sobre la soberanía nacional que con la idea de unidad cristiana
de Carlos V. La única forma de unidad aceptable entre naciones y príncipes será aquella
que, a semejanza de la que debe regir entre individuos, tenga como base el acuerdo
mutuo. Un acuerdo que concilie todos los intereses. Es en este punto donde los
españoles discrepan de su maestro holandés: por encima de la diversidad de intereses
particulares nacionales estará siempre el interés de la Cristiandad. Por eso. Dios está con
ellos, por eso han vencido y derrotado a sus enemigos. La voluntad de Dios se ha hecho
patente en victorias que han sido alcanzadas, inclusive, sobre el propio vicario de Cristo
en la tierra. Alfonso de Valdés justifica así el Saco de Roma en su Diálogo de las cosas
ocurridas en Roma. Diálogo en el que se enjuicia a Roma, a una Roma que se ha ido
apartando de la Cristiandad. De allí su derrota, una derrota necesaria para establecer la
paz y la unidad perdidas por las guerras que han desencadenado las ambiciones y los
intereses limitados. Dios mismo ha permitido la violencia hecha a Roma por los
cristianos soldados del emperador. De esta derrota ha de venir la unidad anhelada y, con
ella, la única y verdadera paz cristiana. La paz en Cristo «Gracias a Valdés —dice
Bataillon—, el Saco de Roma fue, para los españoles de aquella época, algo más que un
espantoso escándalo, del que todos se apartaban con horror. Este acontecimiento,
conocido así en todos sus detalles, lo aceptaron los españoles más instruidos como señal
clara de una voluntad celestial, como anuncio de una renovación cristiana que acabaría
con los yerros de Roma para volver a encontrar el espíritu del Evangelio.»
El mundo ibérico, con España al frente, se había erigido en campeón de una causa que
acabaría fracasando. La historia iba por otro camino, el director de ese camino iba a
serlo el mundo occidental. Más importantes que los intereses de la comunidad iban a ser
los intereses de los individuos que la hacían posible. Más importante que la comunidad
de los pueblos cristianos iba a ser el interés concreto de cada pueblo
independientemente de su cristianismo. Francisco I iba a tener más razón con su idea
165
sobre la soberanía nacional que Carlos V con la de un imperio cristiano. Por eso,
mientras este se empeñaba en unificar Europa y evangelizar los nuevos mundos
descubiertos, Francisco I se empeñaba, a su vez, en engrandecer a Francia,
engrandeciéndose con ella. Mientras Carlos V predicaba una nueva cruzada contra los
viejos enemigos de la Cristiandad, los turcos, el rey de Francia, atendiendo a las
llamadas razones de Estado, a las necesidades de lo que iba a ser la nación francesa, se
aliaba con Solimán y sus turcos para frenar a Carlos I. La misma Roma se preocupaba
más por el poder material, entre las nacientes fuerzas que representaban los poderes
nacionales, que por el poder espiritual. «El Papa —dice Valdés— está en la tierra para
continuar a Cristo y encarnar el espíritu evangélico, no para ser un jefe del Estado y
defender sus posiciones con las armas en la mano. El señorío y autoridad de la Iglesia
más consiste en hombres que no en gobernación de ciudades. Si es necesario y
provechoso que los Sumos Pontífices —agrega Valdés— tengan señorío temporal o no
venlo ellos. Cierto, a mi parecer, más libremente podrían entender en las cosas
espirituales si no se ocupasen de las temporales.'» Palabras ciertas, pero que no valían
ante el nuevo giro que llevaba el mundo. La historia iba por otro camino que el elegido
por el mundo ibérico: «Emancipación de Roma, atesoramiento de riquezas, naciona-
lismo; reforma, capitalismo y grandes potencias», dice Eugenio Imaz.»
166
que nada, una reforma. Pero una reforma que fuese la inversa de la realizada en la
Europa occidental. El triunfo de la Reforma protestante había implicado la división de la
Iglesia, que había servido de unión en múltiples Iglesias. En realidad, cada individuo se
transformaba en una Iglesia, si así podría llamársele, partiendo de la posibilidad de la
relación directa entre Dios y cada uno de sus fieles.
Algo distinto buscaba la Reforma española. De haber triunfado esta, la reforma habría
sido interna, dentro de la misma Iglesia. Dentro de ella se habría buscado la conciliación
de los nuevos intereses con los propios de la Cristiandad. El individualismo moderno,
ya consciente, habría desempeñado un papel dentro de esta conciliación, uno de los más
importantes papeles. Por ello, desde este punto de vista, se puede decir que la Reforma
española era una reforma católica, puesto que se empeñaba en mantener la idea de
comunidad de la Iglesia. Solo que dentro de una Iglesia transformada, flexible, apta para
asimilar los nuevos valores de la modernidad, tal y como lo hacían los misioneros
cristianos en las nuevas tierras descubiertas, asimilando culturas que parecían extrañas
al cristianismo. Por tal razón los reformadores iberos se preocupaban por encontrar una
fórmula que concíbase los valores de la Cristiandad con los de la modernidad. «Ante
esta situación —dice Xirau— era preciso hallar una fórmula que, integrando las
conquistas de la libertad, se moviera en el ámbito de las más antiguas tradiciones y
otorgara a la civilización cristiana, al par que salvara la continuidad de sus destinos, una
amplitud tal que ya nada fuera imposible para ella.» Era menester coordinar el mundo
antiguo con el mundo que nacía, la tradición con el progreso, la comunidad con la liber-
tad del individuo. El espíritu cristiano no tenía por qué estar reñido con el espíritu
práctico, moderno. Se podía aspirar a !a felicidad en el otro mundo, sin tener que
renunciar a la felicidad en este. Frente a la violencia de la elección que plantean
modernos y cristianos, los nuevos cristianos, los reformadores iberos/se empeñarán en
conciliar uno y otro mundo eligiendo los mejores valores de ambos, la totalidad sin
menoscabo. Estarán, sí, contra un cristianismo estrecho, limitado, que ahogue las
posibilidades del hombre; pero también contra un humanismo cuyo individualismo
culmine en el egoísmo antisocial y sin límites. No estaba reñida la felicidad en el
mundo, el humanismo, con la felicidad en Cristo, el cristianismo, sin embargo, en la
idea que estos reformadores tienen sobre el papel de los príncipes y gobernantes se hará
patente la supremacía de la comunidad sobre los individuos. El príncipe o gobernante es
el encargado de velar por la felicidad de los individuos, pero en función de los intereses
de la comunidad, de la cual también es responsable. Debe cuidar de la felicidad de los
individuos, peso de todos, no de la de uno o de la de otro, de la de un grupo de ellos o
de otro. De su capacidad para este cuidado depende la unidad de la comunidad. Por esta
razón, el príncipe que se olvida de este fin se transforma en un mal gobernante, o en un
tirano, perdiendo así su calidad de gobernante. «¿Qué es regir y gobernar los pueblos
sino defenderlos, cuidarlos y tutelarlos como a hijos? —dice Luis Vives—. ¿Y hay cosa
más irracional que pretender tutelar a quienes no quieren tutela? ¿O tratar de atraerse a
fuerza de daño a los que dicen querer beneficiar? ¿O es que matar, destruir e incendiar,
también es proteger? Ten cuidado de que no se trasluzca que más bien que regir lo que
pretendes es dominar; que no es un reino lo que apeteces, sino una tiranía; que lo que
quieres es tener más súbditos, no para que vivan felices, sino para que te teman y
obedezcan sin discutir. » El gobernante es defensa y tutela de los pueblos que Dios le ha
encomendado. De él depende la felicidad de los mismos, y por ende, la permanencia de
la comunidad. «Veamos, ¿tú no sabes que eres pastor y no señor, y que has de dar
cuenta de estas ovejas al señor del ganado, que es Dios?», pregunta Alfonso de Valdés.
167
«Mala señal es cuando el pastor quiere más ovejas de las que el Señor le quiere
encomendar; señal es de que quiere aprovecharlas y que las quiere no para gobernarlas,
sino para ordeñarlas... El buen príncipe es imagen de Dios, como dice Plutarco, y el
malo figura y ministro del diablo. Si quieres ser tenido por buen príncipe, procura de ser
muy semejante a Dios, no haciendo cosa que Él no haría»42.
El buen príncipe cristiano no solo mantiene intacta la comunidad cristiana, sino que,
fácilmente, la amplía, tal y como hace el Polidoro del Diálogo de Valdés, como buen
gobierno hace que tanto turcos como moriscos pidan su incorporación, acepten el
bautismo y paguen el tributo que les corresponde por propia voluntad, sin fuerza alguna
sobre ellos. Un príncipe tal podría llevar el cristianismo al mundo entero sin provocar
muertes y sin derramar sangre cristiana. Lo importante, sin embargo, es la relación que
guarda el gobernante con Dios, porque ante él responde de sus buenos y malos actos en
relación con sus súbditos. Buen gobernante es aquel que se comporta con sus súbditos
como se comportaría Dios mismo. De Dios recibe la iluminación que le permite actuar
como si fuera Él mismo. Por ello, en esta relación no cabe hablar, propiamente, de un
«pacto» semejante a la idea que sobre el mismo tienen las sociedades modernas, La
autoridad del príncipe cristiano no le viene tanto de su relación con los gobernados
como de su legítima relación con Dios. Mal gobernante es aquel que ha perdido esa
relación divina que le permitía servir a sus gobernados; razón por la cual los gobernados
pueden cambiarle sin oponerse, por esto, a la voluntad de Dios. Por eso, la pérdida de su
supuesta iluminación puede conducir a su caída como gobernante. En esta idea, dice
Bataillon, nada hay parecido a la afirmación de una soberanía popular. Se trata, más
bien, de una forma de gobierno que puede ser autoritaria si así conviene al bienestar de
los miembros de la comunidad. Este gobierno, desde luego, deberá desear la paz y
buscarla con todos los medios y su ampliación, como ampliación de la cristiandad,
deberá también ser pacífica; aunque tal cosa no indique una condena absoluta de la
guerra, que es válida si se hace patente su necesidad. Por ello, Valdés ha justificado la
guerra hecha al Papa por el emperador. Una guerra necesaria para mantener la unidad de
la comunidad cristiana puesta en peligro por las ambiciones de Roma. En todo caso, el
gobierno cristiano debe ser un gobierno templado por la virtud y dirigido por la gracia
divina. Se trata, dice Bataillon, no tanto de un despotismo ilustrado como de una
«realeza iluminada».
El pacto que lo une a sus súbditos no es lo que funda su autoridad; ese pacto expresa, y
no más, la reciprocidad necesaria de los buenos y de los malos procedimientos entre el
príncipe y el pueblo, y por él solo. El despotismo ilustrado que luego surgirá en España
y los pueblos iberos en América tendrá mucho de esa «realeza iluminada» de que habla
Bataillon. Los libertadores iberoamericanos actuarán frente a sus pueblos dentro de esa
idea, como iluminados, aunque sea por otras fuerzas trascendentales que solo
nominalmente se diferencian de las divinas; buscando siempre el bienestar de sus
pueblos, aun contra la voluntad de los mismos; rigiéndolos y tutelándolos como a hijos;
protegiéndolos y cuidando de que, aun a pesar suyo, lleguen a ser libres, utilizando la
fuerza si fuese necesario. Fruto de este espíritu van a ser las dictaduras liberales que
surgen en Iberoamérica, una vez que la misma ha alcanzado su emancipación política en
42
Diálogo de Mercurio y Caronte. Madrid, 1925. Cf. Op. cit., de Bataillon. Cf. J. A. Ortega
y Medina, «La 'Universitas Christiana'» v la disyuntiva imperial de la España del siglo xvi», en
Filosofía y Letras. Núms. 51-52. Universidad de México, 1953.
168
el siglo xix. Por la libertad y bienestar material de sus pueblos, los grupos más
progresistas impondrán a los mismos las instituciones políticas y educativas que
consideraban más adecuadas para tan altos fines'. «En lugar, en suma, de que se creara
de golpe, como si dijéramos, un gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo —
dice Daniel Cosío Villegas—, se intentó crear simplemente un gobierno para el pueblo,
es decir, hecho en su nombre y en su beneficio. A esta necesidad corresponden... en
buen número de países latinoamericanos los verdaderos gobiernos oligárquicos,
ilustrados, benéficos, a los cuales se deben en realidad los progresos políticos iniciales,
aun cuando hoy la demagogia haya logrado hacer un estigma de la idea y de la palabra
oligarquía.»
169
una cruzada que la Cristiandad entera debería llevar contra los turcos. Mientras España
se empeñaba en esta unidad, surgían en Europa los nacionalismos modernos. Tanto
Inglaterra como Francia, los principados alemanes y las ciudades italianas estaban más
interesados por defender sus concretos intereses que en la unidad buscada por España.
Las alianzas, pactos y guerras preventivas les interesaban más que una cruzada en la que
no veían provecho alguno. Muy pronto, los representantes más audaces de estos
nacionalismos llevarán al resto del mundo un nuevo tipo de cruzada en la que nada
contaría la religión ni el espíritu. Nacionalismos que empezarán por expulsar de sus
tierras a los molestos iberos empeñados en someterlos, iberos a los que acaban por no
considerar europeos y, por lo mismo, como ajenos a los problemas propiamente
europeos.
Por otro lado, la intransigencia de Roma y la soberbia individualista de la Reforma
nacida en Wittenberg hicieron imposible el arreglo que hubiese vuelto a unir a la
Cristiandad tal y como lo anhelaba España. El emperador Carlos no se atrevió a seguir
el consejo de los erasmistas de su corte reduciendo el poder material del Papa al de
conductor espiritual de la Cristiandad y haciendo que tanto este como Lutero llegasen"
un arreglo que pusiese fin a la división. «La misión providencial de Carlos V se resolvía
en un espejismo. El Saco de Roma —dice Bataillon— no había señalado el comienzo de
una era nueva.» Lutero había puesto fin a sus sueños al rebelarse, con la complicidad de
los príncipes alemanes. A partir de este momento, España abandona su espíritu de
conciliación y, con él, los sueños de sus reformadores; en adelante solo tratará de
realizar por la fuerza lo que no había podido lograr por la concordia. España creerá ser
fiel a su misión persiguiendo al hereje donde quiera pueda encontrarle. Pero esta actitud,
lejos de hacer realidad sus sueños, pone punto final a los mismos. España aparecerá ante
la Europa occidental como lo que esta había visto en ella, como lo «otro», lo distinto, lo
ajeno a Europa y al mundo nuevo que se estaba formando. El testamento de Carlos a su
hijo Felipe II pidiéndole que «acabe con los herejes» es el documento de defunción del
sueño de Imperio cristiano. Al esfuerzo por conciliar todos los espíritus, sigue ahora la
lucha inútil por imponer un solo espíritu, una sola verdad. Para ello se tendrá que barrer
con toda conciencia libre, con toda actitud que pudiese significar el error o la simple
diversidad que hacía posible la discordia. Se quería imponer la concordia, pero sin el
corazón, con la voluntad ciega del fanatismo. «En el interior de España —dice Xirau—
van a desaparecer gradualmente todas las diferencias ideológicas y, con ellas, las
fisonomías personales de las naciones. El mundo entero quedaba reducido a la unidad
de un pensamiento católico, cierto e indubitable.'» La conciencia española se trueca en
fanática y persecutoria al inclinarse hacia la solución violenta que ya se había hecho
patente en Cisneros, para culminar, en el reinado de los Felipes, en una nación fuera de
la historia, ajena a la realidad que estaba forjándose en el mundo. Con los Felipes, dice
Juan Ortega y Medina, «la espiritualidad española se anquilosa y solo responde con
violencia a todo estímulo...; para los españoles no habrá otra solución que la de cerrar
contra los disidentes e infieles, sin dar ni pedir cuartel; guerra total, a ultranza».
España, y con ella el mundo ibérico, lejos de ser un instrumento de unificación de la
nueva Europa, acabó por representar lo antieuropeo, lo antioccidental. El sentido
católico, esto es, universal, por el que creía luchar España, se angostó y dejó de ser tal,
para transformarse en simple romanismo o papismo; esto es, en una nación partidaria de
una religión más entre las ya diversas religiones que se disputaban Europa, una Iglesia
entre Iglesias. Frente a los luteranos, calvinistas y anglicanos, los españoles no eran otra
cosa que papistas. Pero, lo que era más grave aún, dentro de esta denominación venían
170
resultando «más papistas que el Papa». Roma misma, dentro de la nueva situación en
que se encontraba el mundo, no estaba dispuesta a dejarse llevar por el camino que
quería imponerle España. El Papa actuaría más como el representante de una potencia
terrenal que espiritual; por ello no tendrá empacho en condenar la política española y en
excomulgar al hijo del defensor de la Cristiandad, al defensor de la Iglesia, al paladín-
del catolicismo, Felipe II.
171
La Iglesia, el clero católico, colaboraría en esta marginación de España y, con España,
del mundo ibérico. En su afán por defender la ortodoxia se convertía en aliada de la
misma heterodoxia que combatía. Queriendo combatir al mundo moderno y sus ideas se
transformaba en su mejor aliado, facilitando su expansión sobre un mundo dividido. Se
podía aquí hablar de «la Iglesia en manos de Lutero», pero más acertadamente se podía
hablar de «la Iglesia en manos de Calvino». Porque el espíritu calvinista, ese espíritu
que ha justificado, religiosamente, la expansión del mundo occidental sobre otros
pueblos, supo utilizar a maravilla la actitud de la Iglesia católica que ahogó la
oportunidad para que el mundo ibérico, sin dejar de ser cristiano, católico, fuese al
mismo tiempo moderno; al ahogar, como ahogó, los esfuerzos de los reformistas iberos;
primero, españoles; después, iberoamericanos. Resistiendo, combatiendo, los esfuerzos
que hacía España y, con España, los pueblos hispanoamericanos por ponerse a la altura
de la modernidad, sin que tal cosa implicase una renuncia a su cristiandad; la Iglesia,
paradójicamente, se convirtió en aliado inconsciente de la expansión del mundo que se
había empeñado en combatir ciegamente. Los pueblos iberos entregados a larga y
sangrienta disputa respecto a su futuro —una disputa en la que la Iglesia se oponía a
toda reforma que alterase intereses que resultaban ya limitados— se debilitaron y_ se
transformaron en fácil presa de las naciones que habían originado el mundo moderno.
Dentro de este mundo, los pueblos iberoamericanos no pudieron ser ya sino pueblos
subordinados, coloniales, en un nuevo tipo de colonización. En el mismo tipo de
colonización en que habían caído otros pueblos en África y Asia. La Iglesia tomó, en los
pueblos iberos, el mismo papel que en Asia y África habían tomado las fuerzas feudales
de que habla Fritz Sternberg: con su intolerancia frenó el desarrollo material de estos
pueblos, combatió, como una heterodoxia, todo empeño por adaptar a estos en una lucha
que no podían eludir. El mundo occidental, ya lo hemos analizado en otro lugar de este
trabajo pudo acelerar su desarrollo y expansión gracias a que eliminó con facilidad a
posibles competidores; impidiendo, con todos los medios a su alcance, que otros
pueblos fuesen algo más que donadores de materias primas y obligados consumidores,
no productores. Impidió el desarrollo industrial de estos países o, cuando menos, lo
frenó.
172
orden en el que el lugar de privilegio pertenecía a los mejores, los más aptos de ellos; en
el pasado quedaban aquellos pueblos que, por un momento, parecía iban a ser sus
mejores competidores, conciliando lo mejor de su pasado con un futuro para el cual se
sentían también predestinados.
De todo esto fueron claramente conscientes los reformistas iberos, no solo los
«erasmistas», sino los que tomaron su lugar en su afán conciliatorio y humanista:
eclécticos, liberales, krausistas, etc. Nunca atacaron a la Iglesia en lo que la misma tenía
de católica, de religiosa; solo la combatieron en lo que tenía y tiene de instrumento
político al servicio consciente o inconsciente de intereses contrarios al desarrollo de sus
pueblos en un mundo que se gobierna ya por otros valores. Nuestros reformistas no
fueron nunca anticristianos, antirreligiosos, anticatólicos, sino anticlericales; esto es,
enemigos del grupo o clase empeñado en mantener, en nombre de la ortodoxia,
situaciones que impedían el desarrollo de las nacientes naciones iberas. El poder
eclesiástico sí; pero como poder eclesiástico, no como poder político. «El poder
eclesiástico —decía el mexicano José María Luis Mora—, reducido a los fines de sus
instituciones, obrando en la órbita puramente espiritual y por medio del mismo orden, es
un elemento benéfico, necesario a la naturaleza humana y del cual no se puede pasar la
sociedad.» Nada tenían estos reformadores contra una Cristiandad de la cual se sabían
parte. Católicos, ellos mismos, distinguían entre su fe y las pretensiones materiales del
cuerpo que se justificaba en nombre del mismo. Encontraron que su afán por hacer de
sus pueblos naciones a la altura de las circunstancias no estaba en pugna con sus
creencias.
El ideal de los reformadores iberos, que encontró una de las más altas expresiones en los
«erasmistas», se hará patente, a pesar de todos los obstáculos, tanto en la Península
como en América. En esta América a la que han llegado los iberos en MU afán por
extender las fronteras de la Cristiandad. Hombres que han encontrado en este continente
a otros pueblos y hombres. Un mundo en el que no solo hay hombres por convertir; » no
también hombres a los cuales aprovechar y tierras por explotar. En este mundo también
se harán patentes las dos Españas, los dos espíritus en pugna: el de los reformadores y el
de los ortodoxos, que se conforman con un mundo que les da tierras y brazos que las
trabajen, y que no sea alterado por ninguna idea nueva. Al lado de este espíritu limitado,
afanoso de un orden que nada alterase, surgió también el espíritu de la otra España que
se había impuesto una misión evangelizadora ampliando las fronteras de la Cristiandad
con el mejor de los medios, la comprensión. Por eso, junto con el aventurero codicioso
y egoísta, vino también el evangelizador. Este vino por algo más que el oro, la tierra
para vivir al día y los esclavos que la trabajasen; vino por el hombre que existía en estas
tierras para incorporarlo al imperio que soñaba para todos los hombres, sin
discriminación alguna. Ante estos hombres, tan diversos en sus hábitos y costumbres de
los cristianos y europeos, se hizo más que nunca patente la misión del mundo ibérico.
La providencia le había puesto en su camino a estos pueblos para que los incorporase a
su seno. Todo un continente, miles de pueblos y millones de hombres habían
permanecido, hasta entonces, fuera de la Cristiandad. ¿Por qué quedaban ahora
173
descubiertos? ¿Por qué quedaban ahora al alcance del mundo ibérico antes que al de
ningún otro pueblo? El destino de este pueblo estaba claro: servir a la providencia
reincorporando a estos descarriados hijos suyos a su comunidad por ella establecida.
Pero a una comunidad en la que todos los hombres son semejantes. Dios daba al mundo
ibérico pupilos, no esclavos.
Surge así la pugna entre los que consideran a los hombres descubiertos como esclavos y
los que los consideran como pupilos. Y en esta pugna se abre la polémica sobre la
naturaleza de estos hombres. Esa polémica de que ya hablamos en otro lugar. ¿Qué eran
los indígenas, hombres, bestias? La polémica terminará con el triunfo de los que verán
en ellos hombres semejantes, a los que es menester incorporar al nuevo imperio. Triunfo
moral, aunque desgraciadamente no siempre practicado, no siempre aceptado por los
que se empeñaban en ver en ellos bestias de explotación. Pero triunfo que hizo que le-
galmente estas grandes masas de indígenas fuesen incorporadas a la comunidad
cristiana con todos sus derechos, aunque por ellos tuviesen que luchar más tarde para
hacerlos realizables Los derechos de estos hombres quedaban establecidos; solo faltaba
hacerlos realidad. Sahagún, Las Casas, Gamarra, Vasco de Quiroga y otros muchos más
en toda la América ibera van así realizando el ideal de los reformadores iberos que ha
fracasado en la Península. Estos hombres, como sus maestros en España, son todo
comprensión en su afán por descubrir lo humano que existe en los hábitos y costumbres
de los pueblos con que se han encontrado; descubrimiento que les permitirá
incorporarlos sin dificultad a la Cristiandad de la que se saben agentes. No imponen su
verdad, su fe, sino que procuran que sea comprendida a través de los hábitos y
costumbres propios de esos hombres. Un Sahagún, más que buscar diferencias entre los
hábitos y costumbres indígenas y las cristianas, busca semejanzas y las encuentra, con
lo cual da al cristianismo una vía fácil de acceso para extenderse entre esos hombres. A
diferencia de los evangelizadores puritanos en Norteamérica, los evangelizadores iberos
dan por supuesta la capacidad de los indígenas para el cristianismo y los incorporan sin
traba alguna. Y si estos, por alguna razón, se alejan, no ven en este alejamiento un signo
de que se trata de pueblos dejados de la mano de Dios, sino un signo de la incapacidad
de los evangelizadores para hacerse comprender comprendiendo previamente. De allí la
preocupación de estos evangelizado- res por comprender la cultura indígena. Querían
comprender para hacerse comprender, y, por supuesto, lo lograron, aunque para ello a
semejanza de los evangelizadores granadinos y toledanos entre moros, tuvieran
necesidad de transformar, de reformar, el armazón religioso del catolicismo: sus formas
y fórmulas de expresión, para hacerse asequibles. Por encima de la letra, de la ortodoxia
cerrada, estaba siempre la finalidad de la misma, la incorporación de estos hombres, la
ampliación de las fronteras de la cristiandad. La reforma católica, soñada por los
erasmistas hispanos, se hacía realidad en América.
La polémica en torno a la naturaleza de los indígenas, decía antes, había sido también
un triunfo del espíritu de conciliación que había fracasado en Europa. «Para quienes
viven en el Nuevo Mundo —dice Lewis Hanke—, será siempre una fuente de honda
satisfacción que esta batalla por la dignidad humana se diese en suelo americano.» 1 El
mismo espíritu que había soñado en un imperio cristiano, situado más allá de todas las
limitaciones individuales y nacionales, es el que se hace patente en las Relectiones de
Indias de Francisco de Vitoria que, como dice Antonio Gómez Robledo, viene a ser
como «nuestra primera carta continental de independencia». La conquista, ha dicho
174
Vitoria, no ha dado a España ningún derecho sobre este continente. Vitoria «no puede
admitir que el imperio comprenda de derecho el nuevo mundo descubierto, ni que por
derecho, tampoco, corresponda a su soberano». «Contra este y en favor de aquellos, de
los americanos, deja caer su sentencia acuñada en el duro y claro perfil de la forma
latina: Imperator non est dominus totiüs orbis. » Por encima de los intereses de su
señor, el emperador, estaban los intereses de la justicia, única base para un auténtico
imperio cristiano, más allá de los imperios nacionalistas apoyados en los intereses
concretos de individuos-y grupos, fuente de todas las injusticias.
Tal será, también, el espíritu que se haga sentir en los precursores intelectuales y
realizadores de la independencia de las naciones iberoamericanas. En los primeros, se
hace patente en el eclecticismo de su filosofía. Son hombres que saben que se puede
conciliar la idea de libertad con la pertenencia a una comunidad, a un imperio que
represente algo más que la imposición de unos intereses sobre otros. Dios y religión no
están reñidos con la idea de libertad. Hombres como Gamarra, Varóla y otros muchos
más en toda esta América saben conciliar sus" ideas de libertad con su fe, la modernidad
con la cristiandad. Aspiran a libertar a sus pueblos; pero sin que tal libertad implique,
necesariamente, una renuncia a lo mejor de su pasado, a los mejores valores de su
religión, ni de su pasado ibero. En cuanto a los realizadores de la emancipación política
de esta América, son conocidos sus esfuerzos para conciliar la misma con su afán de no
desprenderse ni romper con un mundo del que se saben parte. Naciones libres, sí; pero
dentro del imperio ibero. Un imperio visto como meta común de la acción de estos
pueblos. Por ello, en cada uno de los países hispanoamericanos el grito de
independencia se inicia en nombre del prisionero rey de España, Fernando VII. Lo que
piden estos pueblos es, pura y simplemente, autonomía e independencia. Por tal razón,
en casi todos estos países se ofrece el trono al rey hispano prisionero de los franceses.
Actitud que contrastará con la ceguera española que contesta con la violencia y se niega
a toda conciliación. Una España que se niega a aceptar en calidad de iguales a los
hombres de sus colonias. Mejor suerte correrá el imperio portugués en América. Aquí,
el rey Juan VI, huyendo también de los franceses, se refugia en el Brasil y concede a su
nueva metrópoli los derechos que en vano había reclamado Hispanoamérica a su rey.
Juan VI decreta la Constitución del Reino Unido de Portugal, el Brasil y los Algarbes;
estimula la cultura y al regresar a Portugal nombra regente a su hijo Pedro, preparando
así el camino para la independencia pacífica del Brasil, que se convierte en un nuevo
imperio, siendo su primer emperador el regente Pedro, que toma el nombre de Pedro I
del Brasil.
175
una fuerte lucha para insistir en la reforma, en una reforma que no implique renuncia a
los mejores valores del mundo ibérico. «El movimiento iniciado en el siglo XVIII en
España y en América española se presenta —dice José Gaos—, como un movimiento
único, de independencia espiritual y política.» Hispanoamérica ha sido la primera en
lograr está primera emancipación, a esta le siguen las ínsulas de las Antillas. «España es
la última colonia de sí misma, la única nación hispanoamericana que del común pasado
imperial queda por hacerse independiente, no solo espiritual, sino también po-
líticamente.» La unidad de intereses entre España e Hispanoamérica se ha hecho
algunas veces patente y otras no. Muchos de los liberales españoles, por ejemplo,
pudieron darse cuenta de las razones por las cuales luchaban los liberales his-
panoamericanos en el movimiento de independencia y se unieron a ellos. Pero en
general, el liberalismo español fue hostil a las demandas de libertad hispanoamericana,
como sucedió con Cuba, que insistió varias veces en ellas antes de emanciparse
definitivamente de la Metrópoli. Algunas veces, los liberales españoles tomaron
conciencia de que la guerra de las colonias contra la metrópoli era solo una guerra civil,
la misma que ellos libraban contra la España ortodoxa; otras no, no vieron esto, sino la
lucha de pueblos inferiores frente a uno superior que era España. «Muchos de los
españoles residentes en la América española, e incluso algunos de los residentes en
España —agrega Gaos— comprendieron simplemente, con mayor o menor sagacidad
histórica, la solidaridad de una nueva España con la conversión de las colonias en
naciones. En cambio, no comprendió la suya con esta conversión la primera república
española. Más clarividentes y generosos que esta, los representantes, los constituyentes
de la nueva Hispanoamérica en América, muy en primer término México, han com-
prendido la suya con la segunda república española, ayudándola combatiente y
acogiéndola derrotada y desterrada, remplazando un antihispanismo que seguía siendo
reacción contra la vieja España por un hispanismo que promete ser percepción definitiva
de la nueva y adopción relativamente a España de una actitud pareja a la adoptada por
las naciones hispanoamericanas que se habían hecho ya independientes.»
176
rompimos la piedra sepulcral». Después «hemos tenido que organizarlo todo. Hemos
tenido que organizarlo todo en las entrañas de la educación teocrática». Pero a pesar de
ello, por encima de todas las dificultades, «hemos hecho desaparecer la esclavitud de
todas las repúblicas, y vosotros los felices y los ricos no lo habéis hecho; hemos incor-
porado e incorporamos a las razas primitivas... porque las creemos nuestra sangre y
nuestra carne y vosotros las extermináis jesuíticamente». «Nosotros no vemos en la
tierra, ni en los goces de la tierra, el fin definitivo del hombre; el negro, el indio, el
desheredado, el infeliz, el débil, encuentra en nosotros el respeto que se debe al título V
a la dignidad de ser humano... He aquí —concluye Bilbao— lo que los republicanos de
la América del Sur se atreven a colocar en la balanza, al lado del orgullo, de las riquezas
y del poder de la América del Norte.» Esta herencia, patente en nuestras peculiaridades,
podremos agregar, es lo que podemos aportar al mundo a que ha dado origen el
Occidente; esto es lo que podemos agregar a muchos de sus incuestionables valores,
dentro de una comunidad más amplia que la formada por los estrechos nacionalismos
modernos y localismos antiguos.
177
grandes naciones occidentales; pero sabía, al mismo tiempo, que, para tratar
con ellas era menester, ante todo, fortalecerse, presentarse como sus iguales y
no como pueblos dispuestos a una nueva subordinación. Bolívar soñaba en que
un día las naciones hispanoamericanos alcanzarían el mismo desarrollo que las
grandes naciones modernas; pero dentro de sus propias líneas, dentro de sus
propias peculiaridades, asimilando la herencia ibera. Inglaterra y los Estados
Unidos tenían también un puesto especial en la atención del Libertador, allí
estaban muchos de los valores a realizar por la América hispana, pero dentro
de las peculiaridades propias de esta América. Esta América, al igual que esas
grandes naciones, aspiraba a la libertad; pero también a esa otra meta ibera
que es la gloria que solo puede alcanzarse unlversalizando esta libertad. Los
pueblos iberos no necesitaban extenderse destruyendo a otros, ni enriquecerse
a costa de la miseria de otros; a lo único que aspiraban era a crear una
comunidad, lo más amplia posible, en la que la libertad pudiese ser extendida a
otros pueblos y reconocida en ellos. Por ello, esperaba Bolívar que sus ideas
iban a alcanzar el apoyo de los grandes paladines de la libertad en el Occidente,
apoyo a los esfuerzos que los países iberos realizaban por alcanzar esa libertad.
43
Bolívar no toma en cuenta al imperio del Brasil que considera ajeno a esa comunidad;
y lo mismo hace con la Argentina, cuyos intereses consideraba opuestos a los del resto de la
178
distintos, pero con meta común, la libertad, a la cual tendrán que llegar por sus
propios caminos. «Yo pienso —dice Bolívar en otro lugar— que mejor sería para
la América adoptar el Corán que el gobierno de los Estados Unidos, aunque es
el mejor del mundo. Aquí no hay que añadir más nada, sino echar la vista sobre
esos pobres países de Buenos Aires, Chile, México y Guatemala. También
podemos nosotros recordar nuestros primeros años. Esos ejemplos nos dicen
más que las bibliotecas.»
La América ibera deberá seguir sus propios caminos, tal y como lo hicieron los
pueblos modernos, y crecer de acuerdo con ellos. Así hicieron los pueblos
sajones que han crecido atendiendo a su espíritu individualista y libre. Los
iberos también podrán hacerlo atendiendo a su viejo sentido comunal, el cual
no está reñido con la libertad. La América ibera no podrá actuar en función de
ideas propias de los sajones, por buenas que estas sean; tiene que atender, en
primer lugar, su realidad y modo de ser. «Se quiere imitar a los Estados Unidos
—dice el Libertador— sin considerar la diferencia de elementos, de hombres y
de cosas. Crea usted, general, que nuestra composición es muy diferente a la
de aquella nación, cuya existencia puede contarse entre las maravillas que de
siglo en siglo produce la política. Nosotros no podemos vivir sino de la unión.» 3
BOLÍVAR sabe de la diversa constitución de los pueblos sajones, de los pueblos
modernos, frente a los pueblos de origen ibero. Los primeros han hecho del
individuo el centro de sus relaciones sociales; los segundos solo podrán
apoyarse en un sentido de comunidad que les es implícito. Por ello, los primeros han
dado origen a sociedades que tienen como fin el engrandecimiento del individuo,
mientras los segundos solo podrán originar formas de relación que tengan como meta la
grandeza de la comunidad. En las sociedades, la vida social es producto de la
espontanea voluntad de unión de los hombres que la forman; en las comunidades, los
hombres conviven por naturaleza, y la convivencia es el resultado de un querer natural,
de una costumbre, de un afán común en el que los hombres se sienten identificados.
Este ha sido el tipo de convivencia que en el pasado soñaron los reformadores iberos
para el imperio cristiano. El tipo de convivencia cuyo ideal, en una etapa de la historia,
había hecho grande a España; este mismo ideal, piensa el Libertador, podrá hacer la
grandeza de sus hijas en América.
Será también la comunidad hispanoamericana, o más ampliamente, iberoamericana, la
que permita a los pueblos iberos participar en la sociedad moderna, establecida por los
pueblos occidentales, sin menoscabo para su libertad, soberanía c intereses. Bolívar sabe
que es este tipo de convivencia internacional el que han impuesto al mundo naciones
como Inglaterra y los Estados Unidos. Un tipo de convivencia dentro del cual los
pueblos débiles quedan siempre subordinados; de aquí la necesidad de unificar a
Iberoamérica con una serie de lazos que les son comunes para poder entrar en la
sociedad internacional en otro plano que el de simples subordinados. Pueblos de origen
e intereses comunes. Solo unidos estos pueblos podrán hacer valer la legitimidad de sus
fines, su derecho a la libertad y a la soberanía. La asociación establecida por el mundo
occidental es inevitable y debe ser aceptada; pero haciendo que en la misma los pueblos
iberoamericanos participen como iguales entre iguales. Por ello, se puede decir, Bolívar
desea la comunidad de los pueblos de origen ibero, de los pueblos hispanoamericanos,
América hispana. Sin embargo, en nuestro tiempo se ha visto la injusticia de esta dis-
criminación en la unidad de un mundo con el mismo origen como lo es el ibérico.
179
como él los llama, al mismo tiempo que la asociación con pueblos occidentales, pero en
un plano de igualdad y mutuo respeto. Los pueblos iberoamericanos no pueden ya
seguir la vía de los pueblos occidentales, han llegado tarde a ese mundo; pero sí pueden
actuar como una gran comunidad, la comunidad ibera, que haga respetar sus intereses al
mismo tiempo que esta respete los de otros pueblos. Si estos pueblos, los
iberoamericanos, no se unen, lo sabe Bolívar, no podrán llegar a ser otra cosa que pasto
de los pueblos que han hecho de su crecimiento material y el enriquecimiento de sus
individuos una de las principales metas de su expansión.
¿Qué puede deducirse de todo este ideal? ¿El panamericanismo de que hablan algunos
publicistas de nuestros días? En parte, sí; pero desde el punto de vista de la igualdad de
los pueblos iberoamericanos con Estados Unidos. O en un sentido más amplio: la
participación del mundo ibérico en el imperio formado por el Occidente, sí, pero dando
a este imperio un sentido diverso del que le dan sus fundadores. Un imperio, sí; pero si
se quiere hacer verdaderamente un imperio este no podrá establecerse extendiendo, pura
y simplemente, una soberanía sobre otras: lo que debe extenderse a otros pueblos no es
la propia soberanía, sino la idea de ella y el respeto que la misma debe merecer como
respetuosa de otras soberanías. Lo que hay que extender son los derechos políticos y
ventajas nacionales, que se reconocen para los propios nacionales, a los nacionales de
otros pueblos. Un imperio de esta naturaleza es aquel que amplía su nacionalidad
reconociendo en otros pueblos lo mismo que se reconoce para sí o quiere que estos pue-
blos le reconozcan. Un imperio de esta naturaleza fue el que trató de establecer
Alejandro en la antigüedad gobernando no solo para los griegos, y en favor de los
griegos, sino para griegos, persas y para todos los pueblos que formaban su imperio.
Algo semejante a lo que trató de hacer el imperio romano. Algo que solo obligado por
las circunstancias, se ha visto obligado a hacer el imperio occidental.
Pero hubo algo más en el sueño del Libertador, algo que había heredado de los sueños
de los reformadores iberos. Otro tipo de imperio. Un imperio que coordinase los
esfuerzos de todos los pueblos y hombres hacia una meta común. Una meta común para
esfuerzos comunes. Coordinación de esfuerzos orientados hacia la realización de un
conjunto de valores. ¿Qué valores? Los de la cultura occidental; pero en su sentido más
amplio. Los de una cultura que es algo más que la cultura moderna. Los de una cultura
que se inicia en Grecia, se amplía en Roma, se continúa en la Cristiandad y llega a su
apogeo en la modernidad al expandirse por todo el mundo. Una cultura en la que se
coordinan los derechos de los individuos con las necesidades de la comunidad; la
libertad y la soberanía de los pueblos con las necesidades de una paz y acuerdo
universales, que hagan verdaderamente posibles esta libertad y soberanía. Una cultura
en la que no tiene por qué estar reñida la libertad de los individuos y la soberanía de los
pueblos con la justicia social y la connivencia internacional. Esto es, una cultura en la
que el humanismo de sus mejores creadores prevalezca sobre el egoísmo individualista
que lo invalida.
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