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Meagan Mckinney
SOÑANDO DESPIERTAS
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FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY
Fugitiva
MEAGAN MCKINNEY
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AGRADECIMIENTOS
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VESTIDOS DE GRIS
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FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY
Capítulo 1
Junio de 1875
No había nada que el doctor Amoss odiase más que una mala ejecución.
Y desde luego, la de aquella mañana, lo había sido.
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—Maldita sea. —El doctor Amoss se sentía incómodo con sólo pensar
en el caballo encabritándose y en Cain retorciéndose en el aire durante largos
minutos antes de que la muerte pusiese fin a su sufrimiento.
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Cain atravesó al médico con la mirada e hizo una mueca que pretendió
ser una sonrisa.
—Creo que tendré que llevarle conmigo, doctor. Estoy decidido a salir
de este maldito pueblo de verdugos como sea. —Dejó de sonreír y sus ojos
adquirieron la frialdad del hielo.
—¿Revólver?
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—No diré nada —le aseguró el doctor—. No daré la alarma hasta estar
seguro de que has escapado.
—No me parece justo colgar a un hombre dos veces, eso es todo. Has
sobrevivido, y tiene que deberse a algo. No pienso jugar a ser Dios.
—Necesito cinco minutos —dijo por fin, con voz dolorosamente ronca—.
Si no los consigo, si no me concede esa tregua, le juro que volveré de la
tumba a por usted.
—Te prometo que tendrás esos minutos, aunque tenga que atrancar la
puerta para que no entre el ayudante del sheriff —afirmó, intentando asentir
para dar mas énfasis a su argumento.
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—Buena suerte, Macaulay Cain. —No tenía por qué decirlo, pero lo
susurró de todos modos, a pesar de que su garganta todavía estaba oprimida
por la fuerte mano del forajido.
Agosto de 1875
Siempre vestía de negro cuando viajaba porque a las viudas nunca les
hacían preguntas: El color de sus ropas lo decía todo. Christabel Van Alen lo
sabía, al igual que sabía que era imprescindible llevar guantes de algodón del
mismo color para que nadie viese que no llevaba alianza, y que, por tanto, no
existía ningún marido difunto al que llorar.
También había aprendido que era útil llevar un pequeño sombrero con
una redecilla de tul, lo que la etiquetaba definitivamente como viuda y velaba
sus facciones ocultando su edad. Vestida de aquella manera evitaba preguntas
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Uno de ellos era un anciano con plácida cara de abuelo. Lo tomó por
predicador al verlo sacar una pequeña Biblia del bolsillo de la chaqueta, pero
después se percató de que el libro estaba preparado para ocultar una petaca
metálica de la que se dispuso a beber con entusiasmo, por lo que dudó de su
primera impresión.
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—Me llamo Henry Glassie, señora. —La joven levantó la mirada y vio
que el vendedor le sonreía. Era un hombre de aspecto agradable, y Christal
estaba segura de que podía ser una buena compañía para un viaje largo y
polvoriento como aquél. Pero prefería el silencio; en él podía esconderse de
todo el mundo... salvo de sí misma.
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perlaba la frente. El sol ardía con fuerza y el polvo entraba por las ventanas
abiertas, cubriendo su vestido con una sucia capa dorada. La joven estaba
deseando llegar, aunque el viaje acababa de comenzar y Noble todavía estaba
a un día de distancia.
Había oído muchas cosas sobre el pueblo de Noble en los últimos tres
años y había puesto todas sus esperanzas en él. Estaba cansada de huir y
Noble parecía un buen sitio para esconderse: mucho juego, muchas mujeres y
nadie para hacer preguntas, ni siquiera un sheriff, puesto que llevaban varios
años sin tener uno.
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—Yo también tendría que estar ahí fuera con el fusil, padre. Nunca se
sabe cuándo van a atacar los malditos sioux —comentó mirando al anciano del
chaleco azul, que intentaba dormir bajo el sombrero.
—Noble está a un paso. No te necesitan, Pete, les pagamos para que nos
protejan. ¿Y qué vas a hacer cuando nos subamos a esa locomotora de St.
Louis? ¿Ayudarlos a empujar?
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—Se supone que no paramos en Dry Fork. —El anciano del chaleco azul
frunció el ceño y sacó la cabeza por la ventana. Abrió la boca para gritarle al
conductor, pero, por algún motivo, las palabras se le ahogaron en la garganta,
y cuando volvió al interior del compartimento, tenía el cañón de un fusil
pegado a la nariz.
—Buenos días, amigos. —El hombre sonrió, enseñando una boca llena
de dientes podridos. Estaba sucio y sin afeitar, y tenía unos ojos maliciosos y
apagados que no perdían detalle de los ocupantes del vehículo. Cuando
comprobó que todos lo tomaban en serio, lanzó una carcajada.
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—Sí.
—¿Por qué?
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—Macaulay Cain.
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Presa del pánico, se sintió tentada de bajar a toda prisa y unirse a los
demás pasajeros. Le aterraba la idea de estar dentro del vehículo con alguno
de aquellos forajidos. Sobre todo si se trataba del hombre de los ojos grises.
—Yo viajaré con ella. —La segunda voz no admitía protesta alguna.
Se produjo una larga pausa antes de que el otro forajido dijese con
resentimiento:
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miedo y esperar, así que agarró la bolsita de seda y aguardó a que se abriese
la puerta.
Ella lo miró a través del velo, muerta de miedo. El hombre colocó el fusil
en el regazo, y eso la hizo ser consciente de la longitud y fortaleza de sus
piernas. Llevaba unos pantalones vaqueros cuyo desgaste denotaba las
muchas horas que se pasaba sobre la silla de montar. Estaba sucio, cubierto
de polvo y sudor, y su presencia hacía que el vehículo oliese a pólvora
quemada, la pólvora que le manchaba las manos y la camisa. Christal esperaba
que de él emanase un hedor animal, como el del primer bandido de dientes
negros, pero aquel hombre desprendía un olor intensamente masculino,
mezcla de cuero, caballos y aire libre que la atraía e intrigaba a su pesar.
Ella ahogó un grito: el cuello del Cain tenía una gruesa y marcada
cicatriz que sólo podía ser resultado de...
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para cubrirle de nuevo el rostro con el velo. Luego se acomodó otra vez en el
asiento, le dirigió una mirada indescifrable y volvió a mirar por la ventana,
absorto en sus pensamientos.
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Capítulo 2
Cain apartó las botas del preciado escritorio del señor Glassie, apenas
perturbado por el brusco viaje. No se detuvo a mirarla, sino que abrió la
puerta de golpe y le hizo un gesto para que saliese.
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—No veo que mueva los pies, señora. —Ella lo miró. A pesar del velo,
podía ver claramente aquellos ojos de asombrosa frialdad. Quizá fue lo que vio
en ellos lo que la obligó por fin a salir de la diligencia.
—Ya vienen.
—He encontrado una habitación para encerrarlos como dijiste, Cain. —El
hombre era delgado, con la cara llena de granos. Aunque Christal estaba
oculta bajo el velo, el forajido le dedicó una sonrisa desagradable que la hizo
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Fanning Wateree significa «cascada». N del T.
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—Tenemos trabajo que hacer antes de que lleguen los demás. Boone —
dijo, dirigiéndose al que había intentado tocarla—, da de beber a los caballos.
—Se volvió hacia el hombre que no paraba de sonreír y hacia el tercero, que
tendría unos sesenta años y se encontraba sorteando los últimos tablones
rotos—. Vosotros dos, id a por un venado. Dentro de nada tendré hambre, y
ya sabéis que es algo que no soporto.
De nuevo, la joven se quedó sin otra compañía que Cain. Tan sólo
estaban ellos dos, los edificios vacíos, el aire polvoriento y el cielo. Christal
tragó saliva, ya que tenía la garganta tan seca como el camino. No quería que
la apartasen de los demás pasajeros, y su mente daba vueltas y más vueltas,
en un intento desesperado por encontrar una vía de escape.
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las faldas a la vez. No le sirvió de nada. Él la sujetó con una sola mano y la
arrastró hacia el salón sin darle opción a protestar.
—Necesitaba el velo —le espetó ella con una expresión desafiante que
escondía el miedo que le corría por las venas.
—Suba por las escaleras. —Ella ahogó un grito y se volvió para mirarlo.
No pensaba subir a los dormitorios del piso de arriba con él. Incluso era capaz
de pegarle un tiro antes que dejar que la violase—.Vamos.
—¿Cómo se llama?
—¿Christal qué?
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—Christal Smith.
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—Ahora que los veo, también tiene unos ojos preciosos, de un azul poco
común. ¿Alguna vez se lo dijo su marido?
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—Si me escupe, señora, haré que ese general yanqui, Butler, parezca
un maldito caballero a mi lado.
La furia chocó contra el hielo. Ella no sabía mucho sobre la guerra, pero
sí había oído hablar de Butler, de cómo había encerrado y convertido en
prostitutas a todas las mujeres de Nueva Orleáns que se habían atrevido a
escupir a las tropas de la Unión.
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Por dentro seguía siendo la misma que vivió en Nueva York, antes de
que el crimen de su tío arruinase su vida; una jovencita apenas salida de la
adolescencia que deseaba confiar y dar, amar y ser amada, y no iba a permitir
que aquel bandido la violase y se llevase lo que guardaba en lo más profundo
de su ser, AI menos no mientras siguiese viva. Conservaría dentro de su
corazón a la persona que había sido y la defendería con uñas y dientes,
porque, si él la destruía, acabaría con todas las razones que le quedaban para
luchar y sobrevivir. Si esa jovencita desaparecía, Christabel Van Alen nunca
podría regresar a casa ni volver a ser la que fue.
Aún así, ella siguió luchando hasta que él consiguió cogerle un brazo. La
joven, con un reflejo aprendido, levantó la mano libre y le dio una bofetada
tan fuerte que hizo que Cain se quedase paralizado durante medio segundo.
Cain se acercó más, y la joven pudo ver todas y cada una de las motas
plateadas que salpicaban sus increíbles ojos grises.
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—Se cree muy valiente, pero eso aquí no vale nada. No tiene ninguna
oportunidad sin mí. Ahí fuera, un hombre puede oler a una mujer a un
kilómetro de distancia.
—Lo que quiero decir, señora, es que puedo olerla por entero. Se ha
enjuagado el pelo con agua de rosas, probablemente esta mañana. Diría que
no lleva este vestido a menudo y que lo ha sacado hoy del baúl, ya que huelo
la lavanda que utilizó para alejar las polillas. No lleva perfume, y sospecho
que es porque no puede permitírselo. Pero, a pesar de eso, desprende un
intenso aroma femenino, y, si intentara describírselo mejor, seguramente
recibiría otra bofetada. —Bajó el tono de voz, que adquirió un tinte
inquietante—. Lo que le estoy diciendo, señora, es que todo eso hace que un
hombre piense y desee.
Ella palideció y asintió con ojos asustados. Lo entendía: Cain quería ser
el único con derecho a violarla y abusar de ella, pero Christal lo desafiaría una
y otra vez, hasta su último aliento.
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—Es la pistola más pequeña que he visto nunca. Debe tener muchos
años y sólo cuenta con un disparo.
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—¿Dónde vas a ir? Ahí fuera no hay nadie que pueda ayudarte —se
burló.
—Te aseguro que soy lo mejor que podrías encontrar —repuso Cain con
una sonrisa torva.
Las llaves de hierro cortaron el aire como una bala, hicieron estallar el
cristal de una de las ventanas y se perdieron en la noche.
—Vamos, vete —la tentó—. Corre escaleras abajo y coge las llaves del
suelo. Yo me quedaré aquí para que puedas encerrarme cuando vuelvas.
Sus miradas se cruzaron. Los ojos de ella eran sombríos y decididos; los
de él, enigmáticos y amenazantes.
—¿Es que quieres que te dispare? —preguntó Christal cada vez más
nerviosa. Era una locura que se arriesgase de esa forma.
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—Muy bien, vamos. —La cogió del brazo y la llevó hacia la puerta.
—¿Dónde me llevas?
Deseó haber dicho que no sabía cocinar y que tendría que buscarse a
otra que lo hiciera, porque en su casa de Washington Square no la habían
educado para ello. La música, la historia y el dibujo llenaban sus mañanas y el
punto de cruz ocupaba sus tardes.
Fuego.
Salieron del local, pero no antes de que Cain recogiese las llaves que
estaban en el suelo, manchadas de pólvora negra. Después la empujó para que
siguiera un camino que trazaba una curva detrás de los edificios y descendía
bruscamente, en el que se podía escuchar el sonido del agua. Se veían
obligados a avanzar poco a poco, ya que la débil luz de la lámpara apenas
iluminaba el empinado y rocoso sendero.
Cain la dejó caminar sola hasta que vio algo en sus movimientos que
traicionó sus deseos de escapar. Con mano firme, la agarró del brazo y la guió
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en el descenso. Ella forcejeó, a pesar de que las faldas la hacían tropezar una
y otra vez y de que sus botas resbalaban sobre la tierra seca. En una ocasión
estuvo a punto de caer los quince metros que la separaban del fondo de la
pendiente, pero él la ayudó a mantener el equilibrio y la instó a continuar.
Impotente, observó cómo los pasajeros pasaban junto a ella como una
cuadrilla de presos. Pete exigió a sus captores que la dejasen ir con ellos para
poder protegerla, pero el forajido que llevaba el látigo lo silenció levantando
la mano. Las cadenas crujieron y tintinearon creando una macabra melodía, y
los hombres desaparecieron por el sendero que llevaba al pueblo.
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Con los nervios a punto de estallar, se las arregló para encontrar una
olla y algunas latas de alubias en un viejo saco. Después echó las alubias en la
olla y la puso al fuego, mientras todos los hombres la miraban como si fuesen
una jauría de perros salvajes.
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El juego continuó, y los forajidos cerraron cada vez más el círculo que la
rodeaba, disfrutando de la desesperación y el miedo de la joven.
Ella corría de un lado a otro del círculo sin encontrar una escapatoria,
hasta que la mano de Kineson se metió bajo sus enaguas y la sujetó por el
tobillo. Christal tiró una y otra vez tratando de liberarse y acabó tirada en el
suelo, sin aliento.
Los hombres aullaron de risa. Kineson se levantó y fue a por ella, pero,
antes de poder tocarla, Cain la puso de nuevo en pie. Ella se resistió,
temiendo que la atacase, sin embargo, en vez de hacerlo, Cain dijo con
brusquedad:
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El jefe de la banda observo a Cain con inquietud. Entre los dos forajidos
existía un extraño desequilibrio; estaba claro que Kineson era el jefe, pero el
hombre a quien todos parecían temer era Cain, que era mucho más hábil con
las armas. En un tiroteo, incluso Christal apostaría por Cain.
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Capítulo 3
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Avenida, pocos días después de que el Sur se rindiera, para ver pasar la
comitiva fúnebre de Lincoln. Sólo tenía nueve años y le había resultado muy
extraño que alguien quisiera disparar al presidente.
Miró a Cain, que había dejado de sacarle brillo al revólver para unirse a
los hombres en el último verso con una expresión distante y melancólica.
Nerviosa, Christal siguió removiendo las alubias, sin dejar de rezar por
que no descubrieran que era de Nueva York. Se encogió de miedo al recordar
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que el señor Glassie le había dicho que era de Paterson, en Nueva Jersey. La
cosa no tenía buena pinta para él.
Los hombres gritaron pidiendo comida, así que echó las alubias en los
platos con actitud desdeñosa, y observó cómo se sentaban a comer sin el
menor rastro de educación. Exhausta, se quedó junto al fuego y se preguntó si
no habría llegado el momento de escapar, aprovechando que los hombres
estaban ocupados calmando el hambre.
Desde que habían llegado a la fogata, él había hecho todo lo posible por
no prestarle atención, sin embargo, en aquel momento, no se perdía ni uno
solo de sus movimientos. Christal podía leer en su rostro que conocía sus
intenciones de escapar. Con una sombra de sonrisa en los labios, parecía
burlarse de ella y retarla a intentarlo. Puede que Cain hubiese evitado sin
querer que los hombres la molestasen, pero sabía que el secuestro le
importaba tanto como a los demás y que, si huía, la atraparía.
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—Por favor, ayúdame —suplicó Christal mirando a Cain. Pero los ojos
del bandido eran fríos como el hielo; su intención no era ayudarla, sino
conservar lo que consideraba suyo.
—No.
Christal apenas podía creer la escena que acababa de vivir. Puede que
la banda llevara el nombre de Kineson, pero ya no estaba segura de quién era
el verdadero jefe. Cain tenía, sin duda, madera de líder, y todos lo sabían.
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pero la tierra estaba fría, y aquel contacto la hizo recuperar algo de fuerza.
Forcejeó de nuevo con él y se le rompió la manga del vestido. A los forajidos
pareció gustarles el ruido de la tela al rasgarse, porque murmuraron, y uno de
ellos dejó escapar una carcajada.
Finalmente, las manos de Cain atraparon las suyas, las sujetaron contra
el suelo, y se colocó entre sus piernas.
—Te he dicho que gimas, maldita sea —gruñó de nuevo, agitando las
agujas de pino un poco más.
Ella obedeció.
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Los ruidos que hacía Cain se volvieron más fuertes y ansiosos. La joven
empezó a llorar, incapaz de conciliar el conflicto de emociones que se
agitaban en su interior. Finalmente, él dejó escapar un sonido salvaje y
gutural, y se quedó inmóvil sobre ella.
Sólo se oían los sollozos de Christal. El silencio reinó al otro lado del
cobertizo hasta que los hombres empezaron a hablar, como si no hubiesen
estado escuchando.
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Con aspecto sombrío, Cain la empujó para que lo precediera, como había
hecho tantas otras veces aquel mismo día. Regresaron a la hoguera, ella con
aspecto de estar aturdida y destrozada, y él con expresión satisfecha y
dominante, abrochándose los pantalones lentamente y remetiéndose el faldón
de la camisa. Los forajidos gruñeron de aprobación mientras Kineson no
perdía detalle del desaliño de Christal.
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Tenía que haber supuesto que la obligaría a dormir con él. La banda
consideraba que ella era propiedad de Cain y su responsabilidad era impedir
que escapara. A pesar de saber que era inútil, retrocedió, y él tuvo que
obligarla a meterse bajo la manta. Con una caballerosidad inesperada, le cedió
el sitio más cercano al fuego, dejando su propia espalda expuesta al aire frío
de la noche. Después colocó la pistolera entre ellos, en una posición que le
permitiese coger su revólver rápidamente, y, sin decir palabra, se echó la
manta sobre los hombros y cerró los ojos.
—Si sigues así, puede que encuentres algo que no deseas —susurró él
en su oído con voz amenazadora.
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Capítulo 4
—Muchacha, ven aquí y tráeme otra torta de pan —le ordenó Kineson,
que parecía dispuesto a darle una patada.
La mañana era fría, sin embargo, la joven apenas lo notaba debido a que
llevaba un buen rato cocinando en la hoguera. El sol estaba en lo más alto de
las montañas y empezaba a iluminar las cimas de los álamos. Christal miró
hacia el sendero rocoso que conducía al pueblo, aunque apenas podía ver el
tejado del salón en la cima de la pendiente. Era posible que los otros
pasajeros tuviesen un plan de huida, pero sólo podría participar en él si lo
conocía, así que esperaba poder tener la oportunidad de hablar con alguno de
sus compañeros de viaje.
Lanzó una mirada de soslayo a sus captores y vio que el forajido de más
edad, cuyo nombre desconocía, flexionaba las rodillas mientras daba vueltas
alrededor del campamento, como si tuviese problemas de reuma. Había otros
tres hombres sentados alrededor del fuego comiendo pan, entre los que se
encontraba el jefe de la banda; no sabía dónde estaban los demás.
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—Coge unas tortas para llevarlas al salón. —Cain apenas esperó a que
Christal las colocara en una bandeja de hojalata para cogerla del brazo y
conducirla por el sendero.
Avergonzada, intentó peinarse con los dedos, pero había perdido casi
todas las horquillas en el forcejeo y no tenia nada con que sujetárselo.
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—Las tortas —respondió Christal con un grito ahogado, sin hacer caso
de la mano ensangrentada y temiendo que la obligara a volver al campamento.
—Sí.
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Cain le soltó la mano y, poco a poco, levantó la mirada hasta llegar a sus
ojos. La joven examinó con atención la reacción del forajido, y se alegró al ver
que sus ojos sólo reflejaban una mezcla de curiosidad y asombro. Por el
momento estaba a salvo. Sabía que él quería hacerle preguntas, sin embargo,
por alguna extraña razón, no las formuló.
Sin decir palabra, Christal se arrodilló y empezó a recoger las tortas del
suelo. La mirada de Cain la siguió, como si deseara leer sus pensamientos, su
pasado, pero ella llevaba tres años guardando secretos y pensaba seguir
haciéndolo. Recogió todas las tortas requemadas y sopló para quitarles el
polvo, con el recuerdo de su tragedia dolorosamente grabado en el corazón.
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Por desgracia, mientras Clarisse y John Van Alen lo recibían con agrado
y se reían con sus comentarios junto a las últimas brasas de la chimenea,
Baldwin Didier codiciaba lo que tenían. Se rumoreaba que la herencia Van
Halen era enorme, que contaba con muchos valores en la Compañía Holandesa
de las Indias Occidentales, participaciones en el Banco Knickerbocker y el de
Nueva York, y que poseían terrenos que se extendían desde Wall Street hasta
el río Harlem.
Christal gritó aterrada, y Didier salió corriendo. Ella rezó para que fuese
en busca de ayuda, pero supo que no sería así cuando se acercó tambaleante
a sus padres, dentro del dormitorio oscurecido por el humo, y vio el
candelabro lleno de sangre que su tío había utilizado para golpearles el
cráneo.
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Una lluvia de acusaciones cayó sobre ella, hasta que las autoridades, en
vista de su corta edad, decidieron ingresarla en una institución mental de lujo
de Brooklyn. Su tío Baldwin había querido colgarla en un primer momento,
pero después cambió de opinión. Tenía razones para ser clemente: con la
fortuna de su hermana Alana bajo su control, la memoria de Christal perdida y
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La joven temblaba de rabia cada vez que pensaba en que Didier no había
recibido castigo por un crimen tan horrible. Su única razón para seguir
adelante era asegurarse de desenmascararlo, aunque tuviera que hacerlo sola
y el camino fuera largo y complicado. Se negaba a recabar la ayuda de Alana,
porque no quería poner en peligro a la única persona que amaba en el mundo.
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El corazón volvió a latirle con normalidad. ¿Por qué había tenido tanto
miedo? En el Oeste, todos eran fugitivos. Miró de nuevo a Cain... Fugitivos de
una u otra clase.
Christal le dio la bandeja de las tortas y después miró por encima del
hombro del forajido para contar a los pasajeros. Todos parecían cansados: el
señor Glassie sudaba aunque la mañana todavía era fresca; la mano del
predicador tembló al coger el pan, dejando claro que habría preferido un vaso
de whisky; el cochero, el pistolero y el padre de Pete estaban dormidos, con
la cabeza apoyada en la pared de yeso desconchada, pero el ruido de las
cadenas los despertó.
—¡No tienes derecho...! —le gritó Pete a Cain. Una patada de Zeke en el
estómago cortó sus palabras.
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—¿Por qué no te concentras en llegar viva tú? —La miró con expresión
sombría, y ella pensó en la noche anterior, en cómo la había salvado.
Cain condujo con habilidad a su appaloosa por las vías del tren. Estaban
en las llanuras, bajo un depósito elevado de agua hecho trizas, y el sol
calentaba con fuerza. Llegar a aquel lugar les había costado varias horas. El
examinó las vías, las zanjas y la disposición del terreno, y Christal supo
instintivamente que era allí donde la Overland Express debía dejar el dinero.
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bandido. Al salir del salón, él la había subido a lomos del animal, y habían
partido hacia las llanuras sin decir palabra.
—No éramos más que pasajeros en esa diligencia. No tenemos nada que
ver con todo esto.
—Entonces, ¿es así como os vengáis del señor Scott? ¿Robándole? Sois
unos cobardes.
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—¿Y qué sabrás tú de la guerra? No eres más que una yanqui que
seguramente era demasiado pequeña para recordarlo.
—¿Cómo... cómo sabes que soy del Norte? —preguntó Christal con voz
ahogada.
La joven se sorprendió de que supiese tanto sobre ella sin haberle dicho
nada. Cain la había ayudado la noche anterior, aun sabiendo que era una
yanqui. Había un hombre honorable dentro de él, en alguna parte. Si Christal
lo encontraba, quizá pudiera salvarlos a todos.
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Ella palideció. Perdía terreno muy deprisa. Aquel hombre no tenía nada
que perder y nada que ganar, no había forma de llegar a él.
—No puedo.
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—Tú y yo somos iguales, Cain. Entiendo por lo que has pasado. A los
dos nos han perseguido como a animales. Yo no me lo merezco y quizá tú
tampoco. Así que pruébalo: llévame a Camp Brown.
—Ese marido tuyo... —La apretó con más fuerza—, ¿te persigue o...? —
Sus palabras flotaron en el aire mientras barajaba las posibilidades.
Él observó los ojos de Christal, unos ojos que eran de un azul cristalino
a la ardiente luz del sol.
—¿Cómo era?
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Durante las horas que tardaron en llegar, las facciones del bello rostro
de Christal mostraron la desolación que sentía por el hecho de que Cain no
fuese el hombre que ella esperaba.
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Capítulo 5
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Caminaron hasta llegar al pie de las cascadas, donde el agua caía con
estruendo formando un lago; el ruido resultaba ensordecedor y la oscuridad
reinante les impedía ver la cascada. Cain la condujo hasta una roca,
moviéndose con la agilidad y la seguridad de un gato. La colocó a su lado, y
se sentaron durante largo rato, escuchando el sonido del agua y viendo tan
sólo las pocas estrellas que podían escabullirse entre las sombras del dosel
de abetos.
Una extraña conexión pareció fluir entre ellos. Estaban allí porque se
suponía que Cain debía violarla y, por alguna razón que sólo él conocía, había
decidido no hacerlo. Estarían sentados en aquella gran roca hasta que
transcurriera el tiempo necesario para cometer la ofensa. Christal se sentía
presa de una emoción en la que se mezclaban tanto la gratitud como el odio, y
se sentía incapaz de discernir lo uno de lo otro. Cain guardaba silencio, y sus
emociones, si las tenía, eran secretas e insondables.
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—¿Corremos peligro? —susurró. Estaban tan cerca el uno del otro que,
a pesar del rugido de la cascada, sabía que Cain podía oírla—. ¿Habrá osos?
—¿Estás sangrando?
—¿Sangrando?
Finalmente, le preguntó:
—Hay algo que no entiendo: ¿por qué viajaba una mujer sola como tú en
la diligencia de Overland? No entraba en nuestros planes secuestrar a una
mujer. ¿Dónde está tu gente? ¿Dónde está tu familia, Christal?
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la punta de la lengua antes incluso de oír las preguntas. Pero, cuando oyó
decir su nombre con aquella voz ruda y profunda, las preguntas se volvieron
demasiado personales, y ella descubrió que no quería mentirle.
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hecho otra cosa que protegerla de los demás, arriesgando incluso su propia
vida.
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—¡Son mis cosas! ¡Las habéis sacado de mi baúl! —exclamó la joven con
voz ahogada y las mejillas rojas de rabia. Agarró el otro vestido que poseía,
que era de algodón, con un estampado azul descolorido, e insistió—: Overland
os dará mucho dinero. ¡No necesitáis vender lo poco que tengo!
—No importa lo que nos den por ello. Es nuestro —afirmó Kineson
mientras se acercaba a ella para quitarle la prenda de las manos. Ella tiró del
vestido para evitarlo, y empezaron una pelea de tira y afloja. Él lo soltó de
pronto, y Christal perdió el equilibrio hasta caer prácticamente en brazos de
Cain.
—No —replicó ella. Tenía más que perder que su modestia si le daba las
enaguas, así que se dispuso a protegerlas.
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—No dejes que me las quite. Esas siete monedas de oro son todo lo que
tengo en el mundo —susurró, orgullosa de ser capaz de contener las lágrimas.
Kineson se rió y tiró una moneda al aire, burlándose de ella. Cain le hizo
un gesto a la joven para que regresara a la chimenea, y ella lo contempló
durante un largo momento, rogándole en silencio que la ayudase a recuperar
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Pasó una hora hasta que los hombres se fueron a dormir. Kineson
roncaba al borde del semicírculo de luz y Christal lo observaba, deseando que
algún animal salvaje lo atacara y se lo llevara a rastras.
—Tienes que apreciar mucho tus armas para que les prestes tanta
atención.
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Él la miro fijamente.
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—¡Si esa mujer fuese mía, Cain, no perdería el tiempo con la armónica!
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Capítulo 6
Sólo quedaba saber cómo acabaría todo. Christal evaluó las diferentes
posibilidades de su futuro más próximo, segura tan sólo de una cosa: Cain no
dejaría que le hiciesen daño. Había corrido demasiados riesgos, la había
protegido en demasiadas ocasiones para dejar que Kineson y su banda la
asesinasen una vez lograsen cobrar el rescate. Pero no estaba tan segura de
que protegiese al señor Glassie, Pete y los demás pasajeros. Su destino era
incierto, aunque aquello también podía decirse de los destinos de todos. De
hecho, el futuro de la joven no dependía enteramente de Cain, porque, en
cierto modo, él también era prisionero del secuestro que había ayudado a
cometer.
Una tenue luz se derramó por los picos orientales, apenas derritiendo la
escarcha. Cain se movió, y ella esperó a que llegase la ráfaga de aire frío al
apartar la manta, pero, extrañamente, no llegó. Christal se volvió para ver qué
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dos eran humanos, nada más que un hombre y una mujer. Y lo que más la
aterraba era que... casi parecía suficiente.
Christal siguió el ritual diario: preparó una comida tras otra, todas
horribles, y sirvió a los hombres. Cain se tragaba su primera ración y
compartía la segunda con ella, para después sumergirse en cualquier tarea
que lo mantuviese cerca de la chimenea y, por tanto, cerca de la joven. La
cogió dos veces de la mano para obligarla a meterse con él en el bosque, bajo
la envidiosa mirada de los bandidos. El desprecio que Christal sentía por ellos
crecía con cada hora que pasaba. Llamar animales a Kineson y a su banda
habría sido un insulto para los animales, y llamarlos demonios era darles un
nivel que nunca poseerían. Lo cierto era que había descubierto que aquella
banda de forajidos pertenecía a una especie que sólo había conocido en una
ocasión: la de su tío, Baldwin Didier.
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Pero también estaba Cain. Para ella era la salvación, aunque también un
enigma, una maldición, un oscuro y obsesivo interrogante que se cernía sobre
las sombras de su inconsciente. Lo temía, y con razón. Su forma de andar
rezumaba brutalidad y sus ojos eran potencialmente mortíferos. Era como una
pistola tirada sobre una mesa, esperando a que la persona adecuada, o a la
equivocada, la utilizase. En el territorio de Wyoming había visto miles de
pistolas y miles de hombres violentos, pero nunca se había encontrado con la
terrible combinación que representaba Cain.
La noche del domingo debía servir la cena no sólo a los bandidos, sino
también a los prisioneros. Estaba exhausta; resultaba agotador cargar con la
olla de alubias cuesta arriba hasta llegar a Falling Water. Se resbaló tantas
veces que al final Cain cogió la pesada olla de hierro y la llevó él mismo,
cargando con ella en una mano y con una lámpara de aceite en la otra. En
cualquier caso, Christal estaba encantada de poder ir al salón y ver a los
demás pasajeros. Ojala la situación de aquellas personas no fuese tan horrible
como ella se imaginaba.
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—Maldita sea, tengo que mear. ¿Dónde diablos te metes? —De repente,
Marmet vio a Cain y enderezó la silla con un chirrido—. N-no sabía que eras
tú, Cain —tartamudeó.
Christal se inclinó para llenar el cuenco del señor Glassie, y las manos
empezaron a temblarle. Si la forma en que trataban a los prisioneros era un
reflejo del destino que les tenían reservado, estaban condenados. Esposado,
tirado en el suelo y vestido con unos calzones largos de lana que habían
dejado de estar limpios hacía tiempo, el señor Glassie la miraba como un
perro apaleado. No había podido afeitarse ni peinarse, y tenía un aspecto tan
sucio y desaseado como el resto de los hombres, fueran forajidos o no.
Ella misma no debía presentar una imagen mejor, con el pelo enredado
y el corpiño roto. Pero sin ningún espejo en el que mirarse, sólo podía ver el
contraste entre el vendedor corpulento y elegante que los había impresionado
a todos con su moderno traje verde, y el hombre que tenía delante, con
aquella expresión abatida. La joven podía soportar los maltratos de los
bandidos porque no esperaba nada mucho mejor, debido a su triste pasado.
Sin embargo, por algún motivo irracional, le costaba soportar lo que le habían
hecho al señor Glassie. Sin poder contenerse, notó que sus ojos se llenaban
de lágrimas, como si, de algún modo, el vendedor se hubiese convertido en un
símbolo de sí misma.
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Ella escuchó sus palabras con los ojos cerrados, como si deseara
bloquear todo lo que ya no podía seguir aceptando. El señor Glassie intentó
abrazarla, pero tenía las manos esposadas, y, tras un intento de rozarle la
espalda, las dejó caer.
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alcohol, pero aceptó de buen grado la parte que le tocaba, así como el padre
de Pete.
Cain, rápido como el rayo, sacó su pistola, pero era demasiado tarde:
Pete ya tenía un rehén. Marmet se enderezó de golpe en la silla mirando
asombrado la pistola que le apuntaba a la cabeza. Se llevó la mano al costado,
y su terror creció al comprobar que la pistolera estaba vacía.
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—¡Suéltala! —le exigió, con una expresión que delataba el horror de ser
consciente del asesinato que había cometido.
—¡No puedes matarlo! —gritó la joven, tirando del brazo de Cain. Al ver
que sus súplicas no iban a detenerlo, corrió hacia el chico y lo cubrió con su
cuerpo para protegerlo de la rabia del forajido.
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—Deja que me quede con ellos —suplicó la joven al tiempo que bajaba
por las inestables escaleras de madera.
—No.
—No.
—Oh, Dios, por favor, Cain, por favor... —La última palabra acabó en un
grito ahogado.
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Ella no sabía de qué le hablaba. Cain seguía siendo un enigma para ella.
La había salvado de los abusos de la banda, pero era tan culpable del
secuestro como los demás. Sus actos se contradecían continuamente y la
joven no podía entenderlo por más que pensase en ello.
—¡Cain, hemos oído disparos! —ladró Kineson desde las puertas del
salón, al tiempo que levantaba el farol para iluminar mejor el interior del
edificio.
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Después, con los rasgos distorsionados por la ira, ordenó al resto de sus
hombres que subieran para recoger el cadáver y vigilar a los prisioneros.
Sin ser consciente de ello, la joven levantó la mano para acariciar los
rasgos tallados en piedra del hombre que despertaba en ella sentimientos que
no imaginaba que existieran.
Antes de aquello, Cain habría tenido que llevarla a rastras; sin embargo,
después de lo ocurrido, Christal obedeció sin protestar. No podía enfrentarse
al hombre que le había salvado la vida y que, curiosamente, también se la
había salvado a Pete. Con las emociones alteradas, se acercó a la puerta y
esperó a que él cogiese un farol.
Cain la cogió del brazo y salieron del salón. A su espalda, se oyó la voz
de Kineson ordenando a los hombres que habían bajado el cadáver que lo
tirasen al barranco lo más lejos que pudieran.
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Capítulo 7
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Ella se puso en pie con los ojos llenos de ira; odiaba a Kineson casi
tanto como a Didier.
—Se viene con nosotros, Cain. Quiero que me la cedas. Estoy deseando
sentir cómo lucha bajo mi cuerpo. ¡Me lo debes! —gritó Kineson.
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—Me necesita.
—No después de mañana. Creo que por eso quiere que me quede con él,
porque... porque tú ya no estarás. —Él la acercó más hacia sí, y la joven le
tocó el brazo con cuidado—. No quiero ver cómo te matan. Deberías escaparte
ahora mismo, si puedes. Todos estamos en deuda contigo, Cain, nadie te
acusará de nada después de lo que hiciste anoche...
—No te creo. —Su voz era tan firme como sus convicciones. Había algo
bueno en Cain, y Christal lo creería hasta su muerte a pesar de lo mucho que
a él le irritara que lo dijera en voz alta—. ¿Cómo puedes serle fiel a Kineson?
Estaría encantado de verte muerto. —Su voz ya no podía esconder la emoción.
—Pero de eso hace muchos años. Tienes que dejar la guerra atrás.
Kineson sigue luchando una guerra que perdió hace tiempo.
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Cain hizo que Christal girara la cabeza para acunar su bello rostro entre
las manos, y se miraron fijamente a los ojos, que ardían con una comprensión
mutua que sobrepasaba las palabras. La joven sabía que él deseaba besarla.
La necesidad era patente en la forma en que Cain apretaba los labios, como si
intentase reprimirse.
—Por favor...
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equipados que nosotros. Y teníamos hambre; a veces sólo comíamos pan duro
con gusanos, mientras que, al otro lado, no dejaban de llegar provisiones por
las que nosotros hubiésemos dado un brazo. Después ves cómo un chico de tu
pueblo recibe un tiro en la cabeza. —Cain bajó la voz—. Entonces se convierte
en algo personal, y tanto frío y tanta hambre te endurecen. La lucha se
convierte en una forma de vida. Era un niño de diecisiete años cuando me fui
a la guerra, y un día me desperté y era un hombre de veintiuno. Parecía haber
pasado toda la vida en el ejército de la Confederación. Luché mi guerra y no
pagué a ningún irlandés para que luchase por mí, como hicieron los yanquis.
Pero, al cabo de cuatro años, todos los valores que me sustentaban se habían
convertido en algo que ya no reconocía. Perdí a mi padre y a dos hermanos en
la guerra, y, al final, sólo quería volver a casa y olvidar lo que me había
pasado.
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El beso fue justo como ella esperaba: intenso y profundo, e hizo que
Christal no deseara otra cosa más que a él. La boca de Cain era tan dura como
parecía, y, en su fuero interno, la joven se deleitaba en su dureza, porque era
indicio de una fortaleza que ella no poseía.
Mente, cuerpo y alma le decían que detuviese aquella locura que sólo
podía conducirla a la ruina, pero, abrumada por un anhelo que desgarraba su
corazón, abrió la boca cediendo a la seducción de la lengua de Cain, al igual
que hizo con el brazo que la sujetó por el trasero y la atrajo hacia él, al tiempo
que ambos se ponían de rodillas sobre la manta.
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—Dios, ojala tuviese una cama. Ojala pudiese estar contigo como estuvo
tu esposo, de forma civilizada, no aquí, sobre el frío suelo.
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Cada palabra fue como un latigazo para la joven, que apartó la mano con
brusquedad. El beso la había hecho sentirse insegura y vulnerable, marcada
dos veces.
Ofrecían una gran recompensa por ella. Era muy probable que los
marshals no supiesen que se encontraba en Wyoming, pero la recompensa era
válida en cualquier parte del país. Sólo podía decirle a Cain que la acusaban
falsamente de la muerte de sus padres, y, a pesar de que anhelaba desnudar
su alma y encontrar consuelo, una parte de ella, la que había sufrido desde los
trece años, se lo impidió. Aunque Cain renunciase a la recompensa quizá
creyera que era mejor devolverla al manicomio de Park View antes que
permitirle seguir sola en Wyoming. La entregaría y no llegaría a saber que la
había condenado a muerte.
—Cuéntamelo, Christal.
—No me has contado nada sobre tu marido. —La joven intentó soltarse,
pero él la atrapó de nuevo entre sus brazos y la sacudió, intentando que le
contara la verdad—. Quiero saber cómo era, Christal. ¿Te hizo daño? ¿Te hizo
él la cicatriz?
—Mi esposo no tiene nada que ver con esta... esta cicatriz. —Agitó la
mano delante de él, enfadada por que no la soltase, y más enfadada aún al
saber que su corazón solitario y aterrado deseaba confiar en él.
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—Háblame de la cicatriz.
El tardó en responder.
Ella ahogó un grito y la ira le tiñó de rojo las mejillas. Cain no tenía
derecho a decirle aquello. Estaba malinterpretando su comportamiento,
retorciendo la verdad.
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Ella obedeció, y él la soltó lo justo para apresar sus manos y atarle las
muñecas con una cuerda.
—Pero ¿por qué vas ahora? ¿No puedes esperar a mañana? —Estaba
aterrada. Por primera vez desde que se conocieron, Cain la dejaría sola.
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La joven asintió y se volvió para que no viese las lágrimas que recorrían
sus mejillas. Él se levantó y condujo en silencio a su caballo hacia las
sombras. La joven oyó que el appaloosa sacudía la cabeza y, momentos
después, Cain desapareció.
—Así funcionan los federales —rugió Cain—. Rollins, llévame con esa
operadora y te enseñaré cómo funciona la justicia de los confederados. —
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—Para ellos es muy fácil ser tan generosos —gruñó de nuevo Cain—.
Maldita sea, ¿qué posibilidades tengo de sobrevivir a esto? ¿Una entre cien?
—¿Por qué estás tan furioso? ¿Te han seguido? —Rollins miró a sus
compañeros; los dos hombres montaban en sus caballos con expresión
impasible y el fusil bajo el brazo, observando la silenciosa oscuridad.
—Sé lo que me hago, no me han seguido. —Cain tiró de las riendas del
caballo, que se movía precariamente por el borde del precipicio—. Había una
mujer en la diligencia. —Su expresión se endureció—. Ayer me disparó un
muchacho que está loco por proteger el honor de esa dama. Mi brazo está casi
inservible y seguirá así mucho después de que esto acabe.
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Rollins hizo que el caballo diera la vuelta y fue a reunirse con sus
compañeros.
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Capítulo 8
—Maldita sea —dijo entre dientes. Retorció los dedos hasta hacerse
daño e incluso usó los dientes para tirar del nudo. Todo fue inútil. Exhausta,
se echó hacia atrás y dejó que la desesperación la invadiera.
Entonces, cuando ya había dado todo por perdido, una mano le tapó la
boca.
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Sin decir una sola palabra, Cain la desató. La joven estaba dividida entre
las ganas de abrazarlo y el impulso de darle una bofetada. Él la atrajo hacia sí,
y ella se apartó con rebeldía. Haciendo caso omiso de su resistencia, la obligó
a tumbarse en el jergón sin hacer ruido. Cain ganó la batalla, como Christal se
imaginaba, y, al cabo de un instante, volvían a estar tumbados juntos,
fingiendo estar dormidos.
Se prometió acabar con lo que sentía por él, pero resultaba difícil
estando protegida dentro de la fortaleza de sus brazos. Sobre todo porque,
por primera vez en su vida, no se le ocurría ningún lugar mejor.
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—Lo único que se va a meter en la tuya es una bala. Mira detrás de ti,
Cain.
Christal se volvió, y vio que uno de los forajidos los apuntaba con un
fusil. Habían planeado la ejecución de Cain, justo como ella sospechaba.
—Si no bajas, te matarán a ti. —Los ojos de Cain ardían de ira—. Hazlo,
ve con él.
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La joven forcejeó para liberarse sin importarle los golpes que recibía,
pero el jefe de la banda era muy fuerte. Aterrada, volvió la cabeza para mirar
atrás y vio que Cain los seguía de cerca con semblante sombrío.
El animal frenó bruscamente, y eso fue todo lo que necesitó Cain para
atacar. Soltó un grito salvaje, se lanzó sobre Kineson, y los tres cayeron
rodando al suelo.
—¿Te vas a dejar colgar por esta mujer? ¡Eres un maldito estúpido!
¡Cojamos los caballos y salgamos de aquí! —Kineson se puso en pie con un
gruñido, pistola en mano, pero se encontró de frente con el revólver de su
antiguo compañero de armas.
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Los dos hombres estaban en un callejón sin salida, con las pistolas a
punto bajo el reluciente sol de la pradera. Sin embargo, Kineson parecía más
desesperado. Miraba hacia los marshals una y otra vez, mientras que Cain
sólo tenía ojos para él.
—Lo siento —susurró Cain con el alma desgarrada por un honor que la
guerra había dividido en dos bandos—. Ya no luchamos por Georgia, sólo
estamos nosotros, sólo nosotros...
Una vez le había dicho que un pistolero sabía cuándo disparar mirando a
un hombre a los ojos y no a la mano, pero Christal no podía apartar la vista
del dedo de Kineson mientras gritaba a Cain que disparara, que moriría de no
hacerlo.
Las facciones del jefe de los forajidos reflejaron sorpresa cuando miró
el enorme agujero abierto en su pecho del que salían algunas monedas de oro
descascarilladas y con rastros de sangre. Abrió los ojos de par en par, ahogó
una maldición y cayó hacia atrás, muerto.
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—Pequeña, todo va a ir bien —le susurró Cain, con los labios pegados a
su cabello.
Pero no a Cain.
—Está con nosotros, señora —intervino Rollins con una amplia sonrisa—
Desde el principio.
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—Aquello fue un error —le aclaró Rollins con una mueca—. Pero todos
cometemos errores, ¿no? —No pudo evitar reírse—. En nombre del gobierno
de los Estados Unidos de América, nos alegramos de que esta vez no haya
habido ningún contratiempo. —Miró hacia el cadáver de Kineson y después a
Christal, que, sin duda, no entraba en los planes—. Bueno, casi ningún
contratiempo... —concluyó.
—¿De verdad temías tanto por mi vida? —Cain la miraba con un extraño
brillo de ternura en los ojos.
Ella siguió sin decir nada, conmocionada por la noticia de que Cain era
un marshal de los Estados Unidos.
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Cain la puso sobre la silla sin más dilación, y ambos galoparon hacia
Camp Brown. La joven, todavía aturdida por el giro de los acontecimientos,
contempló la llanura mientras el impulso de escapar la consumía por dentro.
Lo cierto era que no quería marcharse y dejarlo. Ambos se habían enfrentado
a la muerte, y aquello la había ayudado a clarificar lo que sentía por él,
haciendo que la idea de abandonarlo le doliera en lo más profundo.
Sin embargo, estar con Cain había pasado de ser peligroso a resultar
suicida. Desde el principio había sabido que una dama no debía enamorarse de
un forajido, pero una mujer buscada en Nueva York, ni siquiera podía
permitirse mirar a un representante de la ley.
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Capítulo 9
Aunque sólo llevaba allí unas cuantas horas, gimió en voz baja,
desesperada por salir de Camp Brown. El viejo fuerte abandonado estaba a
muchos kilómetros de cualquier parte. El asentamiento más cercano era la
reserva india de Wind River, y ella, con su cabello dorado, no tenía nada que
hacer entre los shoshone.
Después de bañarse y secarse, levantó las manos y dejó que las mujeres
que la rodeaban la vistiesen con un vestido de fiesta de seda rosa bastante
andrajoso y demasiado grande para ella. Las indias que la atendían, mujeres
de la tribu Mandan, eran conocidas por ser las prostitutas de los hombres
blancos. Christal había visto a muchas de ellas en los pueblos de las llanuras.
La viruela había diezmado a los suyos, así que se ganaban la vida
frecuentando los fuertes y los pueblos mineros, y aprovechando las sobras de
las chicas de los salones. Eran mujeres de rasgos toscos, piel oscura y voz
ronca, y pocas veces se las trataba bien. Christal cada vez sentía más empatía
por ellas, ya que compartían una extraña hermandad: las indias eran presas de
la necesidad y ella lo era del miedo.
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pero no podía dormir, ya que era demasiado peligroso. Además, podría llegar
una diligencia de Overland aquella misma tarde para recoger a los pasajeros
y no quería perderla, aunque significase renunciar a sus siete monedas de oro.
Pero a los marshals no les gustaría que se fuera sin hablarles sobre el
secuestro. Con toda la caballería a su disposición, la devolverían a un lugar
«seguro» en cuestión de minutos, luego querrían saber por qué había huido y
después tendría dos opciones. La primera era negarse a responder sus
preguntas y, de ese modo, levantar sospechas, quizá hasta el punto de que
averiguaran lo de la cicatriz. Era la mejor opción, por que la segunda consistía
en mentirles, afirmar que los secuestradores habían abusado tanto de ella que
todos los hombres la asustaban, y que lo que había pretendido era abandonar
el fuerte y alejarse de ellos.
Puede que los marshals se lo creyeran, pero Cain sabría que estaba
mintiendo, y sus sospechas le daban mucho más miedo que las de toda la
caballería que estaba haciendo maniobras en el campo de instrucción del patio
central del fuerte.
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—Tendrías que haberme dicho que eras un marshal —lo recriminó tras
reunir el valor necesario para ello—. Todo habría sido más fácil.
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La joven se enfureció. Puede que hubiera sido una mimada flor norteña
durante su infancia, pero después su vida se había convertido en un infierno.
—Puedo hacer este trabajo precisamente porque soy sureño. —La joven
esperaba la furia, pero no la amargura. La emoción que reflejaban sus
palabras le rompió el corazón—. ¿Qué crees que saqué de la guerra? ¿Crees
que la gané? ¿Crees que encontré honor y orgullo? —Cain respiró hondo;
parecía dolerle cada palabra—. En la guerra no encontré nada, salvo muerte,
sangre y pérdida. Han pasado diez años y sigo sin encontrarle un significado
con el que pueda vivir. Ya no sé qué está bien y qué está mal y todos los días
intento distinguirlo. Por eso puedo trabajar con los federales, Christal, porque
hace mucho tiempo que acabó la maldita guerra. Ya no soy un hombre de
Georgia, sino un ciudadano de la Unión, y mi trabajo es discernir el bien del
mal. Lo que hizo Kineson fue un delito. Hemos hecho justicia y ahora puedo
pasar al siguiente trabajo sin que éste me corroa las entrañas.
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—Pero las cosas no están siempre tan claras. —La joven maldijo el
pánico patente en su voz—. A veces un delito no es lo que parece. A veces
los hechos pueden llegar a engañar...
Ella le dio la espalda de nuevo y lo miró a través del espejo. Cain tenía
el ceño fruncido. No podía confesarle su pasado. Después de lo que él le
había contado, seguramente la llevaría a juicio y la colgarían antes de que su
tío pudiese llegar hasta ella.
—Christal, ¿qué pasa? —Le rodeó la cintura con las manos, y aquel
cálido y sólido contacto la venció. Anhelaba apoyarse en su pecho, tocarlo,
besarlo... Quería hacerle comprender algo que creía que el forajido que había
sido ya sabía: que, a veces, los delitos no eran tales; que, a veces, la justicia
se equivocaba.
Pero tenía junto a ella a otro Cain; a un hombre que no pensaba como
ella, a un representante de la ley del que tenía que protegerse con un muro de
silencio.
—No me trates como a un extraño Christal —le pidió con voz ronca—.
Sé que has pasado por mucho, pero...
—Te preocupas por mí, así que deja que yo me preocupe por ti —repuso
Cain con voz tensa, como si deseara sacudirla para que le hiciese caso—. No
te alejes de mí.
—No estoy...
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—No.
—Ya me has oído, te he dicho que no. No vamos a seguir cada uno
nuestro camino.
—Ya sabes por qué. —Un largo dedo acarició sus labios—. Ya sabes por
qué —susurró.
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Por primera vez en años, notó que una lágrima, cálida y cristalina, se
deslizaba por su mejilla. Resultaba apropiado que lo hubiese conocido vestida
de luto, porque, durante seis largos años, había lamentado la pérdida de su
infancia y de su vida anterior, pero, sobre todo, había lamentado su soledad;
una soledad que se había convertido en maldición al hacerse mujer, porque, en
sus circunstancias, no podía permitirse amar y ser amada.
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Pero aquel hombre se había ido; en realidad, estaba tan muerto como si
Kineson le hubiese disparado. Y, de pronto, Christal descubrió que el luto que
había llevado, y que llevaría, sería por Cain.
—Porque te deseo.
—¿Quieres tenerme esta noche para poder marcharte mañana sin mirar
atrás? —musitó.
—Mientes.
—Lo veo en tus ojos. Son del color del cielo, tan bellos, tan azules...
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—Si alguna vez te he mentido —le aseguró él con voz dura—, ha sido
para salvarte la vida. Pero cuando te hablé de mí, te decía la verdad.
—Debe ser muy conveniente para ti tener unas lealtades tan repartidas.
—Sabía que estaba caminando por arenas movedizas, pero el miedo y la
desesperación dictaban sus palabras.
Rota de dolor, Christal se echó a llorar. ¿Por qué había querido hacerle
daño? Sólo quería huir de él, no tratarlo con crueldad. La guerra había
destrozado a Cain, dejándolo sin familia, sin hogar... Decía que no había honor
en ello, pero sí lo había: permaneció fiel a su país. Y cuando ya no hubo país,
dobló su bandera confederada y la enterró con respeto, en vez de romperla y
ensuciarla más con sus actos. Había seguido con su vida a pesar del vacío de
su corazón, e incluso entonces había hecho lo más honorable: luchar contra
las guerrillas rebeldes que se habían descontrolado en las praderas y colinas
solitarias del Oeste.
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—Vine aquí para pedirte que bajaras a cenar. Los demás pasajeros han
preguntado por ti. Sé que se sentirán aliviados al verte en el comedor esta
noche.
Ella cerró los ojos y luchó contra el deseo de que Cain le acariciase el
cabello, como había hecho en Falling Water. Lo miró de nuevo a los ojos, y en
aquellas profundidades heladas pudo ver anhelo y, quizá, dolor. Él ya había
terminado con las dificultades y las mentiras, pero ella acababa de empezar.
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Capítulo 10
El comedor del viejo fuerte era un tosco edificio de troncos con el suelo
sucio. No hacía mucho tiempo que lo habían abandonado, porque todavía
quedaba barro entre los troncos y la estufa de hierro colado estaba intacta.
—Gracias a Dios que está bien, señora Smith. No sabe lo mucho que el
señor Adlemeyer y yo nos hemos preocupado por usted —exclamó,
abrazándola como si fuese su hija, largo tiempo perdida.
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El señor Glassie señaló con la cabeza a Cain, que se había alejado para
charlar con un grupo de soldados.
—¿Puede creer que ese hombre sea en realidad uno de los marshals?
La joven miró cómo Caín se reía de un chiste que había contado uno de
los soldados. Sus dientes eran blancos y fuertes y casi podía distinguir una
leve calidez en aquellos ojos fríos. Parecía relajado, incluso feliz... hasta que
se encontró con la mirada de Christal.
—Pete está viendo las maniobras y creo que Elías está discutiendo con
Rollins sobre la devolución de su dinero. —El señor Glassie se rió entre
dientes—. Al parecer no quiere que se lo queden ni un minuto más de lo
necesario.
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Le dio un pequeño trago a la taza y descubrió que era café caliente bien
cargado de whisky. Al negarse a mirar a Cain a los ojos, la tensión entre
ambos creció. Y aquella vez, Henry Glassie no perdió detalle de lo que ocurría
entre ellos.
—No —le interrumpió ella, con más pasión de la que quería mostrar.
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—¡No puede irse tan pronto! —exclamó el señor Glassie, entre risas—.
Terence Scott en persona viene en el tren de la Unión Pacific para darnos una
importante compensación por las molestias causadas. Creo que llegará mañana
por la tarde.
—¿Tiene alguna idea de cuánto nos van a dar? —Sabía que estaba
siendo indiscreta, pero no podía evitarlo.
—¡No, no! Aunque seguro que será una buena suma. Sobre todo para
usted, Christal. Por lo que tengo entendido, nunca se imaginaron que pudiera
haber una mujer en esa diligencia y sienten mucho lo mal que lo ha pasado.
—Ya veo.
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—Sólo... sólo le envidiaba por poder irse tan pronto. Cain... ehh... el
señor Cain me dijo que las diligencias de Overland tardarían dos días en
llegar.
—Pu-puede que tenga que irme antes —contestó, con los ojos nublados
por las lágrimas.
—South Pass.
Ella esbozó una bella y cálida sonrisa: South Pass estaba a pocos
kilómetros de Noble, su destino original.
—¿Sin escolta?
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—Sí, pero...
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—Será mejor que te lo arregles esta noche. Seguro que quieres salir
bien vestida en la fotografía cuando Scott se presente aquí con el dinero.
—¿Fotografía?
—Sí. —El marshal dejó escapar una risa cínica—. ¿Acaso creías que ese
yanqui iba a venir hasta aquí a darte una compensación económica sin llevarse
el mérito? Los yanquis no funcionan así. De hecho, mañana habrá aquí tantos
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reporteros que acabarás siendo famosa. Cuando Scott acabe contigo, hasta el
increíble Barnum vendrá a buscarte para su circo.
A la joven empezaron a temblarle las manos, así que las juntó con
fuerza sobre el regazo.
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—No tengo por costumbre disparar a niños, hijo —intervino Cain con
una voz fría como el hielo—, pero debes saber que me estás tentando, y
mucho.
—Lo hecho, hecho está, Pete —repuso, poniendo una mano sobre su
brazo—. Si Cain no se portó como un caballero fue porque no podía hacerlo.
Por favor, deja que todo se olvide.
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—Sigue sin ser bueno para ti. —La miró a los ojos, lleno de esperanza—
Una mujer tan bella necesita a alguien que cuide de ella. Si... si me aceptas,
con el tiempo podríamos casarnos, formar una familia, ahora que mi padre y
yo hemos recuperado el dinero.
—Llevaba mucho tiempo deseando oír palabras como las tuyas, Pete —
susurró con cariño—. Ni te imaginas cuánto me acordaré de ellas en los años
venideros, cuando tú ya estés casado y te hayas olvidado de mí.
—Christal, yo...
La joven se dejó llevar, aliviada por haberse visto obligada a frustrar las
intenciones de Pete; y triste, porque sabía que no volvería ver al valiente
muchacho.
—Sabes tan bien como yo que lo único que he hecho ha sido ahorrarte
una situación incómoda.
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Christal era consciente de que Cain quería pasar la noche con ella, pero,
al haber vuelto a la civilización, aquello resultaba imposible.
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—No me has dicho cuáles son tus planes, Cain —musitó con voz ronca—
¿Qué harás cuando te vayas de aquí?
—Pero...
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Capítulo 11
—¡Larga vida a los derechos del Sur! —Se oyó el estrépito de ambas
botas al caer al suelo, una tras otra, y luego hubo una pausa en la canción, que
Cain debió utilizar para beber más—. ¡Hurra por la hermosa bandera azul que
lleva una sola estrella! —A través de la pared, la joven oyó el tintineo de unas
monedas al caer sobre un escritorio. Entonces, la voz se volvió malhumorada
e, inexplicablemente, cambió de canción—. ¡En Ámsterdam encontré a una
doncella, oye bien lo que te digo! —Un cuerpo cayó sobre una cama que
estaba a pocos centímetros de la mano de Christal—. En Ámsterdam encontré
a una doncella que era experta en su oficio. ¡No vagaré más contigo, bella
doncella! —gritó, golpeando la pared con el puño. De no haber sabido que
estaba borracho, la joven habría pensado que intentaba despertarla para que
oyese las palabras de la canción—. ¡Vagar y vagar! Vagar ha sido mi ruina. —
El cuerpo se dio la vuelta—. No vagaré... más contigo..., bella doncella. —De
pronto, se oyó una respiración profunda y regular: Cain se había quedado
dormido.
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Temblando, abrió la puerta sin hacer ruido. La entrada del fuerte estaba
custodiada por dos centinelas y la diligencia todavía no había llegado.
Cain estaba tirado en una cama plegable de lona del ejército, vestido tan
sólo con unos pantalones negros. Tenía un brazo sobre los ojos, la boca
ligeramente abierta y el musculoso pecho subía y bajaba al ritmo de su
profunda respiración. Junto a él había una mesita, y las monedas estaban
tiradas sobre ella y en el suelo.
Sabía que debía darse prisa, pero era incapaz de irse sin mirar a Cain
por última vez.
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Sin hacer ruido, empezó a recoger todos los peniques tirados por el
suelo: una miseria, comparada con sus siete monedas de oro. En total, serían,
como mucho, un par de dólares. La joven encontró el viejo pañuelo del
marshal en un perchero y lo usó para meter las monedas. Se lo guardó en el
vestido, dentro del escote del corsé. Con suerte, si es que le quedaba alguna,
allí estaría a buen recaudo.
Desolada, la joven se limpió las lágrimas que caían en silencio por sus
mejillas. No quedaba más tiempo. Los reporteros se dirigían a Camp Brown
en aquellos momentos, así que lo miró por última vez y, siguiendo un impulso,
se inclinó, le dio un ligero beso en la mejilla y le acarició con ternura la frente
como algún día lo haría su esposa.
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La visión se detuvo junto a la cama, y él, sin dudar, alargó la mano para
levantarle el velo y se lo arrancó de un tirón. La belleza de la joven lo golpeó
como un puño en el estómago: sus ojos, sus bellos ojos, tan azules como el
cielo de la pradera, le cautivaron como el cántico de las sirenas.
Ella tenía miedo, huía de algo que la asustaba, y estaba sola. Cain
quería protegerla aun a costa de su propia vida, pero ni siquiera estaba seguro
de conocer su verdadero nombre, ni de que fuese viuda. La joven mostraba
una dureza que lo inquietaba: había visto más mundo de lo que hubiese
querido.
Sus labios se posaron sobre los suyos con una suavidad que tuvo el
efecto contrario en él. Quería controlar lo que estaba ocurriendo, pero no
podía. Ella lo impulsaba a hacer, a pensar, a sentir, incluso cuando no quería.
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él, como a todas las mujeres. Pero ésta era diferente: la tristeza nunca
abandonaba sus ojos.
—Dime quién eres, deja que te ayude. Soy la ley... Soy la ley.
Cain abrió los ojos de golpe. Estaba sudando a pesar de que el frío
imperante en la habitación había cubierto el agua de la palangana con una fina
y transparente capa de hielo. Desorientado, miró a su alrededor sin saber bien
dónde se encontraba. Entonces se miró los pantalones. ¡Dios mío!
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Se echó el pelo atrás con una mano temblorosa y cogió su pañuelo para
limpiarse, pero no estaba en el perchero, como tampoco estaba su dinero,
aunque recordaba vagamente haber tirado las monedas en la mesa. La única
prueba de su existencia era un penique de cobre olvidado en una grieta entre
los tablones del suelo.
Los fríos ojos grises de Cain brillaron de rabia. Como si hiciese un voto
silencioso, apretó las monedas en un puño: algún día comprendería por qué
había huido y se aseguraría de que ella se lo explicase en persona.
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Capítulo 12
Noviembre 1875
—Me temo que no podemos evitar que vaya tras esa mujer. —Rollins se
movió en el sillón de cuero marrón rojizo, incómodo en presencia del
pensativo caballero que permanecía de pie al otro lado del escritorio mirando
por la ventana. Una tormenta de nieve había azotado la ciudad. Los carruajes
habían sustituido las ruedas por patines, y los trineos superaban en número a
los caballos en las calles. El Hotel Willard's City estaba más silencioso que de
costumbre por culpa del mal tiempo. Sus ventanas, que durante años habían
observado impasibles las idas y venidas del poder, la corrupción y, en
ocasiones, el heroísmo, estaban cubiertas de blanco. En la ventisca, el
emblemático edificio parecía un fantasma agazapado de ojos vacíos.
—Creía que Cain iba a aceptar por fin el trabajo que merece. —El
hombre sacudió la cabeza sin comprender.
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—Si Cain sobrevive a esto, estará más que dispuesto a trabajar para
usted, señor —adujo Rollins—. Déle un año y lo tendrá golpeando la puerta
del ministerio.
Se había ofrecido a ir tras ella con una partida de soldados, pero Cain no
se lo había permitido. Era evidente que se sentía traicionado cuando dijo que
una mujer así no merecía que nadie se interesara por ella. Sin embargo,
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Christal había dejado una huella en él que había crecido día tras días desde su
precipitada huida.
—¿Tenía dinero?
—Cain y yo pensamos en eso. Pero entonces, ¿por qué iba a llevar luto?
Y, lo que es más, ¿por qué no tenía dinero?
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—Sí, creo que sí, y eso está consumiendo a Cain. Le escribió una carta
al alcalde de Noble ofreciéndose como sheriff... sin hacerle saber todo su
historial, claro. El pueblo lleva cinco años sin sheriff, así que aceptaron
enseguida. El consejo acaba de aprobarlo, y, en estos momentos, Cain está en
el Willard haciendo las maletas.
—¿Por qué?
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Enero 1876
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—¡Christal! ¿Ha llegado ya? ¿Alguna señal de vida ahí fuera? —La voz
resultaba ansiosa y atronadora. Faulty A. Welty, propietario del salón, se
enderezó al otro lado de la barra y la miró, tras sacar una jarra de whisky de
la bodega.
Christal echó otro buen vistazo al exterior. Noble sólo contaba con unos
ocho o diez edificios de fachadas falsas de madera, sin contar el de la señora
Delaney, que estaba a las afueras del pueblo, en el lugar que debía haber
ocupado la iglesia y el cementerio. La calle que atravesaba el pueblo estaba
vacía y no se veía ningún movimiento en el paisaje de pradera helada que se
perdía en el horizonte.
Como si rezara, la joven alzó la vista al cielo color gris pizarra, que
amenazaba con dejar al pueblo aislado por la nieve. Un par de copos se
abrieron paso hasta el suelo, y la joven sonrió esperanzada, pensando en que
quizá el visitante no apareciera. Se colocó mejor el chal, volvió a la barra para
ayudar a Faulty, y, al hacerlo, los pequeños cascabeles que llevaba en los
tobillos dejaron escapar un alegre tintineo.
—Ivy Rose, no te quejes tanto —la regañó otra mujer que estaba en la
esquina. Dixiana siempre iba de morado, porque le gustaba pensar que tenía
los ojos violeta—. Estoy deseando ver a ese sheriff. Si tiene menos de
cincuenta y puede pagar sus copas, me lo quedo.
Los ojos de Dixiana recorrieron con tristeza el salón vacío. La bruma del
humo de la noche anterior todavía flotaba en el techo, junto con el volátil olor
del whisky; sin embargo, no había hombres por ninguna parte, salvo Faulty, y
probablemente seguiría sin haberlos hasta las siete, cuando los vaqueros
llegasen de los ranchos.
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—Estás muy callada hoy. ¿Tú también estás pensando en ese sheriff?
—Su-supongo que no entiendo bien por qué creen que necesitamos uno.
Se concentró en la tarea de sacar brillo a los vasos del bar para intentar
dar la impresión de que no le importaba tanto. El camino había sido largo y
difícil desde que se fue de Camp Brown, huyendo de Cain. Había utilizado
todos sus ahorros para llegar a Noble, pero merecía la pena, porque había
sido un buen lugar donde esconderse... hasta entonces.
—Es que no entiendo por qué han tenido que elegir a un extraño al que
ni siquiera conocemos —estalló sin poder seguir ocultando su ansiedad—. Si
querían un sheriff, ¿por qué no han elegido a Jan Peterson? Es el dueño de la
tienda y también el alcalde, ¿por qué no sheriff? Habría sido una elección
mucho mejor.
—No se qué hay detrás de todo esto —dijo Faulty rodeándola con el
brazo y apretándola con cariño—, pero no te preocupes, que ese sheriff no va
a cambiar el salón. No si puedo evitarlo. Además, si a mí no me hacéis caso,
¿cómo se lo vais a hacer a él?
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Sin ser consciente de ello, suspiró con pesar, algo que solía hacer
desde que había llegado a Noble. No tenía sentido soñar con cosas que nunca
tendría, pero la tentación era grande. ¿Amaba a Cain? Estaba segura de que, si
volvía a verlo, sabría la respuesta sin dudarlo, y, entonces, aquel amor la
perseguiría durante el resto de su vida.
—Puede que no haga caso de tus consejos, Faulty —le dijo en voz
baja—, pero, de todos modos, te estoy haciendo ganar un buen dinero. No
puedes quejarte.
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—¿Qué aspecto tiene? Oh, por favor, dime que no es feo... Ni siquiera
me importa que no se bañe, pero... Oh, por favor, que no me de asco
acostarme con él... —Dixiana apretó la mejilla contra el frío cristal para ver
mejor. Tenía las manos entrelazadas, como si elevase una plegaria.
—Es alto, de eso no cabe duda —comentó Faulty, que se secaba las
manos en el delantal con aire nervioso.
—Espero que no nos cierre el negocio —gruñó el dueño del salón antes
de cerrar la puerta y adentrarse en el crudo invierno.
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—No lo sé, pero al parecer, hoy vamos a tener compañía pronto. Debe
de ser el tiempo.
El ruido del reloj parecía incrementarse con cada segundo que pasaba,
el frío le entumecía los dedos, y el viento rugía contra las paredes del salón.
Los hombres abandonaron la mesa de juego y se acercaron a la barra a por
más whisky. De haber estado Joe para tocar el piano, Christal estaba segura
de que el rubio le habría comprado un baile y, quizá, algo más... si estuviese
en venta.
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—Vamos arriba, es urgente. —Faulty la cogió del brazo y subió con ella
por las toscas escaleras de madera que había en la parte de atrás del salón.
La metió en su dormitorio y ni siquiera se molestó en encender una lámpara.
Se quedaron de pie en la penumbra, iluminados por la luz del salón.
—Entonces, ¿qué?
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—¡Tendrías que haber visto sus ojos! —repuso él, cogiéndola del
brazo—. ¡Tuve que prometérselo! ¡Si te ve y lo rechazas, me va a cerrar el
local!
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—Si has llegado a ese acuerdo, sólo hay una solución: ya no nieva tanto
como antes, así que, si no tenemos ventisca, me iré por la mañana. Después le
podrás decir que aquí ya no trabaja ninguna rubia.
—Christal..., hazlo sólo una vez, luego nos dejará en paz y podrás
quedarte.
—No sé qué clase de sheriff es, pero te diré una cosa: con sólo echarle
un vistazo a esos ojos tan fríos, estoy más que seguro de que nadie del
pueblo se atreverá a negarle nada.
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Capítulo 13
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—No —respondió ella, mirándolo con unos ojos tan fríos como su voz.
—Eso tendrás que hablarlo con el encargado. —La joven le clavó las
uñas en el dorso de la mano, pero el vaquero la apretó con más fuerza,
dejándola sin aliento.
Faulty pasó junto a ellos, nervioso, con la mirada fija en alguien que
acababa de entrar. Solía vigilar a sus chicas como un halcón y, a la primera
señal de peligro, siempre estaba allí, pero, aquella vez, pasó de largo sin ni
siquiera verla.
—¡La casa paga una ronda para darle la bienvenida a nuestro nuevo
sheriff!
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recortada contra la pared, todavía con el abrigo azul de los federales con el
que había llegado al pueblo, y con el sombrero negro tan bajo que nadie, salvo
ella, podía ver cómo la miraba.
Era Cain.
En aquel momento, sólo podía pensar en tres cosas. Una era que podría
haber apostado la vida a que era la primera vez que aquel rebelde vestía de
azul. Lo segundo era que por fin podía responder a la pregunta que la había
atormentado desde agosto: ¿se había enamorado de Cain? Pues ya lo sabía.
Lo sabía.
Entonces, por fin fue consciente del tercer pensamiento que martilleaba
su cabeza: Huye. Huye lo más lejos posible, le decía.
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—Debo admitir que tienes mucha sangre fría —dijo Cain con aquella voz
profunda y ronca que Christal no había podido olvidar.
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—La última vez que te vi, se te olvidó una cosa —replicó él, dejando
algo sobre la mesita de noche con un fuerte golpe.
Ella bajó la mirada para ver qué era. Sorprendida, comprobó que se
trataba de una de sus siete monedas de oro. Cain dejó otra moneda en la
mesa, después otra y otra, hasta reunir las siete.
La joven las tocó y reunió el valor suficiente para mirarlo a los ojos.
Nunca había visto una mirada tan desprovista de calidez, unos ojos tan fríos
como la yerma pradera en invierno.
—Entonces, ¿has venido a por mí? —A ella le costó que sus palabras no
delataran el miedo que sentía. Pero no había razón para seguir retrasando lo
inevitable.
—¿Qué sabes sobre mí para haber decidido seguirme hasta este lugar?
—musitó.
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—¿Que qué sé sobre ti? —Los fríos ojos masculinos le indicaron que se
sentía traicionado, además de perplejo—. Nada en absoluto. ¿Qué te parece?
Casi muero dos veces por ti en Falling Water y aquí estoy, sin ni siquiera
saber cuál es tu verdadero nombre. La última vez que te vi eras una viuda
virtuosa; y ahora te encuentro bailando en brazos de un desconocido,
actuando como una vulgar...
—No lo digas. —No sabía cómo había reunido las fuerzas suficientes,
pero, de algún modo, enderezó la espalda y alzó la barbilla—. No sabes lo que
soy, así que no lo digas.
—No hay ninguna razón, me gusta esto. Estoy haciendo lo que quiero.
El la cogió por los brazos con tanta fuerza que le hizo daño.
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Cain intentó averiguar lo que ocultaban sus ojos, y la joven pudo ver
cómo algo se apagaba en él, convirtiéndose en cinismo. En Falling Water había
mantenido una especie de distancia respetuosa porque creía que ella era una
dama. Una vez confirmadas sus peores sospechas, la distancia respetuosa
había desaparecido, despojando a Christal de todo lo que la hacía especial. La
miraba como si ya hubiese visto antes a cien mujeres como ella, y, aunque la
joven se decía que eso era lo que ella deseaba, quizá incluso lo que
necesitaba, lo cierto era que se sentía desgarrada por dentro.
—Ya veo. Hasta yo debo admitir que, de haber sabido que no eras más
que una ramera, no habría sido tan caballeroso.
—No he viajado hasta tan lejos para irme sin más. —Arqueó una ceja
mientras la examinaba con atención. Al principio su mirada la condenó con
cada parpadeo, pero, en un instante, adquirió un brillo burlón. No perdió
detalle, ni de lo corto de su vestido, ni de los cascabeles que llevaba en el
tobillo sobre las medias de color escarlata. Sus ojos se demoraron en el
pronunciado escote. Bajo la gasa de algodón, se intuían ligeramente los senos
de una forma poco apropiada para una dama. Cuando volvieron a mirarse a los
ojos, a Christal le dieron ganas de abofetearlo.
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—Me agrada oírlo, señora Smith —repuso él, torciendo los labios en una
sonrisa cínica—, porque no pretendo pagar.
—Faulty me dio una ficha para estar contigo. Insinuó que no era más que
un pequeño souvenir del salón, pero su intención no podía ser más clara. Sólo
le faltó decirme que hiciera contigo lo que quisiera.
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que después había huido de la ley hasta acabar en Noble. Pero no podía
permitir que siguiese especulando, porque, si seguía escarbando en su
pasado, no tardaría mucho en descubrir quién era realmente.
—¿Qué vas a hacer, Christal? ¿Me vas a decir por qué dejaste Camp
Brown como lo hiciste, o vas a tumbarte en esa cama y hacer honor a la ficha?
—Puso una mano en su cintura y la deslizó con lentitud hasta uno de sus
senos.
—Si eres una ramera, aceptarás esa ficha con tal de librarte de mí —
susurró en su oído, apretando suavemente su pecho.
Las risas del salón se filtraron a través de los tablones del suelo y
estropearon el momento. Ella retiró la mano a toda prisa y siguió haciendo la
maleta con rapidez.
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—¿Qué crees que estás haciendo? —preguntó él, burlón—. ¿Piensas que
vas a poder huir de mí, como hiciste en agosto? —Hizo un gesto con la cabeza
hacia la ventana, cuyo alféizar cargaba con ocho centímetros de nieve—. No
podrás salir de aquí hasta el deshielo de la primavera. —Dio un paso adelante,
le cogió la bolsa y la dejó en la cómoda, lejos de su alcance—. Vamos a estar
los dos solos durante muchos meses, pequeña... Eso debería ser suficiente
para sacarte de mi cabeza.
—No tienes nada que ganar quedándote en Noble. Nunca aceptaré esa
maldita ficha —afirmó ella, apretando los labios.
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—No sé por qué has venido, pero te prometo que lamentarás el día que
lo decidiste. Si no salgo de aquí en varios meses, juro que mi único objetivo
será hacer tu vida miserable.
—Maldita sea, dime por qué te fuiste en agosto y dejaré ahora mismo
este pueblo.
Él miró por la ventana y vio que volvía a nevar; una pequeña capa de
hielo cubría los cristales. Cuando volvió la vista a la joven, un extraño deseo
asomó a las profundidades de su inquietante mirada.
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Tras decir aquello, Cain salió del dormitorio sin mirar atrás.
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Cuando Faulty cerró el salón, le dolían los pies, tenía las costillas
doloridas de tanto bailar y estaba exhausta. Cain se fue a su alojamiento en
silencio y extrañamente sobrio, a pesar de todos los tragos de whisky que
había ingerido. Christal lo observó marchar, tan silenciosa y sobria como él.
Después se fue directamente a la cama, sin ni siquiera ayudar a Ivy con los
vasos sucios.
Por fin, cuando el alba venció a la noche, fue capaz de renunciar a parte
de la conmoción y el horror de ser descubierta por Cain, y aceptó la situación.
Dejar Noble en pleno invierno era peligroso y casi imposible, incluso con el
mejor de los transportes, y ella no tenía ninguno. Por el momento, tendría que
quedarse, pero no tenía por qué hablar; no lo haría hasta que pudiese probar
la verdad.
Salió el sol, y el sueño la abrazó con sus sombras largas y oscuras; soñó
que era la nueva esposa del sheriff, vestida de satén blanco y tul. Detrás de
ellos, Baldwin Didier colgaba de un cadalso, y su forma nacida e imponente se
balanceaba con la brisa. Se casaba con el hombre que amaba y nunca más
vestiría de negro.
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—Si tienen que ser seis, ¿por qué no te pago tres dólares ahora y tres
dentro de unas semanas? —insistió ella, mirándolo con esperanza.
Había una forma más sencilla: Dixiana e Ivy Rose siempre tenían
muchos vestidos bonitos.
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—Buenos días, sheriff. —Sus ojos helados la dejaron sin aliento. Intentó
alejarse deprisa, pero él la siguió. La joven se preguntó con amargura por qué
se molestaba en huir de Cain, cuando sus amenazas de la noche anterior le
habían dejado patente que nunca podría abandonar Noble antes de que Cain
supiese todo sobre ella. Hasta que lograse librarse del interés del sheriff, la
iba a seguir como un fantasma. Su espíritu estaría con ella, incluso cuando él
no estuviese cerca.
—Necesito que venga conmigo a la cárcel, señora. Quiero que vea algo.
Por un momento, la joven pensó que lo que quería que viese era un
cartel con la cara de Christabel Van Alen y el corazón amenazó con salírsele
del pecho. Consumida por la preocupación, se olvidó de todo por un instante y
levantó la cabeza para mirarlo como si Cain la apuntase con una pistola.
—Pequeña, no tienes buen aspecto —dijo él con una voz teñida de una
extraña ternura.
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—Siéntate.
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Era una imagen de su hermana y ella. Alana tenía unos quince años, y
Christal, doce. La joven se había llevado la fotografía con ella al huir de
Nueva York, ya que era el único recuerdo que tenía de su familia, y la había
guardado cuidadosamente en el baúl que Kineson y su banda habían robado
tras bajarlo de la parte de arriba de la diligencia de Overland.
—Me has devuelto mi dinero y ahora esto. ¿Dónde está el resto de mis
cosas? —preguntó, controlando la voz para ocultar la emoción que sentía.
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—¿Quién es Sarony?
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memoria. Cuando el señor Sarony había colocado el aparato que utilizaba para
hacer fotos delante de ellas, Christal recordaba haber sentido una punzada de
ansiedad.
Amantes.
—Gracias por traerme esto, pero debo irme ya. —Se levantó y se puso
el guante con manos temblorosas.
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—Nunca te diré nada, así que no nos hagas pasar por esta tortura.
—Tengo que irme —repuso ella, con los ojos brillantes de lágrimas. No
tenía más que decir—. Me están esperando.
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—Si huyes, aguantaré más que tú, pero creo que preferirías morir antes
que contarme nada, y no me gustaría tener que enterrarte en la pradera.
—Si crees eso, ¿por qué no vuelves a Washington? Aquí nadie quiere un
sheriff, salvo Jan.
—Debes ser el único que está contento con tu trabajo. —Lo miró con
dureza—. ¿Puedo irme ya, sheriff?
—Sí, claro, vete, pero no creas que hemos terminado. Algún día
hablarás.
—Lo dudo —se lamentó ella, mirando la estrella de seis puntas prendida
en su pecho.
—Ahora no quiere que seas demasiado amable con los clientes, Christal,
me lo dijo anoche. Supongo que te quiere toda para él. —Faulty se limpió las
manos en el delantal blanco y le sirvió un whisky a otro hombre. Había poco
negocio aquella noche; el nuevo sheriff llevaba menos de una semana en el
pueblo y la actividad ya empezaba a decaer.
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—Le estás haciendo pensar que soy una... —Christal miró a Dixiana y a
Ivy, porque no le gustaba pronunciar la palabra «ramera» delante de las
chicas—. No tendrías que haberle dado a entender que hago ese tipo de
cosas, Faulty —siguió diciendo, airada—. Ahora tiene expectativas, y se
enfadará cada vez más cuando no acepte su ficha.
—No voy a ser tan amable, Faulty —afirmó Christal—. Además, me iré
en cuanto consiga un carromato que me saque de aquí.
—¿Y adonde vas a ir? Vamos, Christal, las otras chicas lo hacen.
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Capítulo 14
EL AMOR DE ALGUIEN
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Macaulay cerró los ojos e intentó dormirse, pero el sueño parecía estar
siempre fuera de su alcance. Sabía que no era el whisky lo que lo mantenía
despierto, sino Christal. La llevaba en la sangre, se había metido bajo su piel,
pensaba en ella noche y día, y, sencillamente, no podía dejarla marchar.
¿Era la lujuria lo que lo había conducido hasta allí? Ella era bella, sí,
realmente preciosa, con su clásicos rasgos aristocráticos y su largo cabello
rubio, pero había conocido a mujeres que eran igual de bellas y mucho menos
problemáticas.
—¿Por qué te preocupas por ese perro, mamá? Es el más feo que he
visto... —comentó con suficiencia, siempre demasiado seguro de sí mismo.
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—Mac, cariño, recuerda esto bien: no hay rostro más bello que el del
ser amado —contestó, mirándolo con ternura.
No lo creía.
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Capítulo 15
—Ivy, dices eso porque es martes y Jericho vendrá a verte esta noche.
Todos sabemos lo mucho que te gusta. Bueno, no me importa. Con unos
cuantos vaqueros guapos y jóvenes para mí, puedes quedarte todos los
Jericho que quieras y algunos más.
Dixiana se dejó caer en la cama, vestida tan sólo con braguitas, camisola
y corsé, y contempló sus uñas cuidadosamente afiladas.
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FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY
—Puede que no quieras estar con Jericho, pero sí que estás celosa de
que le preste tanta atención a Ivy. Vamos, Dixi, admítelo: quieres que un
hombre te corteje, igual que la señorita Blum quiere que Jan Peterson vaya a
buscarla con un ramo de violetas en la mano.
Christal vio que Dixiana se tumbaba boca arriba y miraba las tablas sin
barnizar del techo. Sus dormitorios no eran tan lujosos como la parte de abajo
del salón, que tenía las paredes cubiertas de loneta en un intento por hacerlas
pasar por yeso. La parte de arriba era simple y cruda, lo que resultaba
extrañamente apropiado.
—Yo no soy como esa vieja Santh Blum. —Dixi suspiró, al tiempo que
una expresión distante y melancólica se adueñaba de su bello rostro—.
Además, hace unos años conocí en Laramie a un hombre que quería casarse
conmigo —dijo en voz baja—. Nunca he conocido a nadie como él, con muslos
duros como el hierro y cara de ángel. —Estiró el brazo hacia el techo, como si
intentase tocarlo.
—Lo seguí hasta Noble porque él creía que aquí todavía funcionaban las
minas y quería hacerse rico. Pero lo de la minería no funcionó, y, el día antes
de casarnos, salió por la puerta y no volví a verlo. No me importa que no
quisiera casarse conmigo. —Su expresión se volvió de piedra—. Sé que no soy
de las que aguantan a un montón de críos colgados del delantal, pero ¿por qué
me sacó de Laramie? ¿Por qué me dejó aquí, sin cama y sin dinero? Hasta
comprendo que se largase, porque en Laramie hay muchas chicas... y sus
caras son muy suaves. —Dixiana se tocó la cara, como si pudiera sentir todas
y cada una de sus finas arrugas. Una vez les había dicho que tenía veintiocho
años, pero todos se imaginaban que se quitaba más de quince.
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FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY
—No hay nada de qué hablar. Te lo puedes quedar, Dixi, pero sólo te va
a causar problemas. Faulty se está enfadando y tengo que encontrar la forma
de librarme de él.
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FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY
Christal contempló a sus compañeras, pensando que eran como todas las
prostitutas que había conocido: niñas. Tan sólo deseaban encontrar un buen
hombre que las sacase de todo aquello. Sin embargo, la mayoría estaban
condenadas a morir entre las paredes de un burdel, víctimas tanto de su
naturaleza pasiva como de sus clientes.
Miró de nuevo a Ivy, que se frotaba el brazo con aire ausente, como si
le doliese. A todas les daba un poco de miedo el nuevo sheriff porque podía
abusar fácilmente del poder que tenia. Sin embargo, por mucho que Christal
tuviera que temer de Cain, lo conocía lo suficiente para saber que nunca haría
nada que pudiera dañar a las chicas y se sintió obligada a calmar la inquietud
de sus compañeras.
—Ivy Rose, Dixi..., no tenéis nada que temer de él —dijo en voz baja—.
Sé que nunca os haría daño.
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FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY
—Así que crees que el sheriff Cain es de los que van a tu casa con un
ramo de flores, ¿eh?
Christal estuvo a punto de negar que tuviese algún derecho sobre Cain,
pero de pronto, se apoderó de ella una extraña sensación de desasosiego
semejante a los celos, que la mantuvo en silencio. La lógica le decía que si
Dixiana podía alejar la atención del sheriff de ella, sería una estúpida si no la
dejaba intentarlo. Sin embargo, por algún motivo, no logró articular el
permiso, no cuando se imaginaba a Macaulay besando a Dixi como la había
besado a ella.
—Quédatelo, Dixi, no quiero tener nada que ver con él. Ojala se
marchara por donde ha venido. Nos está arruinando el negocio, ahí sentado,
noche tras noche, con esa mirada fría y gris fija en... en... todo el mundo...
—Creo que sientes algo por él —afirmó Dixi, casi alegre—. Sólo se
puede odiar a un hombre con tanta pasión cuando lo amas. ¿Qué pasó entre
vosotros dos antes de Noble? Me muero por saberlo.
Christal las miró a las dos, atónita. Estaba a punto de negarlo todo,
cuando el piano empezó a tocar en el piso de abajo. Joe ya estaba trabajando,
y Dixiana e Ivy todavía no se habían vestido.
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FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY
Las mujeres buscaron a toda prisa los vestidos y las enaguas, y, para
alivio de Christal, dejaron de hablar del sheriff.
Sin embargo, con el dueño del salón no tuvo tanta suerte. La noche era
joven y ella estaba en la parte de atrás, preparando la cena para los que se
podían permitir el lujo de pagarla, cuando Faulty entró hecho una furia.
—Dixi dice que a ella le gusta —siguió Faulty—. ¿Por qué no dejamos
que te lo quite de encima? No arrestará a nadie si él también se está
divirtiendo. —Volvió la mirada hacia el piano, donde Dixi estaba sentada con
Joe, lanzando seductoras miradas hacia el sheriff.
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FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY
—¿Quieres que vaya a por Ivy para que podáis cenar juntos? Me
aseguraré de que Faulty no venga por aquí. Creo que os puedo dar una hora.
La joven sonrió, hizo un gesto hacia una silla y se fue a buscar a Ivy
Rose.
La cara de Ivy se iluminó cuando le dijo que Jericho había llegado. Miró
a Faulty, se aseguró de que estaba atento a otra cosa y se dirigió con su
amiga a la cocina.
El país había entrado en guerra para liberar a los hombres negros, pero
todavía no podían entrar en un salón de un pueblecito cochambroso como
Noble para pedir una bebida y hablar con una chica bonita.
—No —la detuvo Christal—. Iré yo. Si Faulty te ve venir aquí con el
whisky, sospechará lo que pasa.
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FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY
Sin embargo, Christal sabía que Ivy estaba dispuesta a irse aquella
misma noche si Jericho se lo pidiera. Ningún otro hombre había sido tan
amable con ella; Jericho le hablaba y le preguntaba por sus sentimientos; la
hacía reír; le contaba historias divertidas sobre la dura vida del campesino,
sobre cómo a veces la cabaña estaba tan cubierta por la nieve que no veía el
cielo durante varios días, y que, a veces, veía congelarse el contenido de su
orinal antes de terminar con él. Christal no entendía la lógica de prohibirle la
entrada a Jericho en el salón. Al ser un hombre negro, no le permitían subir a
los dormitorios; sin embargo, por muy crueles que pudieran ser algunos de los
vaqueros, sobre todo cuando estaban borrachos, eran blancos, y eso les daba
«derecho» a utilizar el dormitorio de Dixi e Ivy.
La pareja pensaba que aquella primavera por fin podrían ser libres.
Jericho esperaba ganar una pequeña fortuna con su ganado, siempre que el
frío y los lobos no le robaran demasiadas cabezas antes de tiempo. Si hacía
una buena venta, se casaría con Ivy y la libraría de tener que ganarse el
sustento con su cuerpo.
—¿Otro para ese maldito sheriff? —se quejó el dueño, cuando Christal le
pidió un vaso de whisky.
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Ella no respondió, contenta al ver que Faulty estaba tan ocupado que no
la había visto salir de la cocina.
—Cómo no —replicó ella con frialdad—. He oído que has cerrado la casa
de la señora Delaney.
—Los burdeles no son legales, sólo es cuestión de tiempo que éste caiga
también. En cuanto vea que una de vosotras acepta dinero...
—¿No te importa que las chicas que trabajaban para la señora Delaney
se hayan quedado en la calle? —le interrumpió—. ¿Cómo se ganarán ahora la
vida?
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había dado a Cain en un torpe intento por intentar averiguar la actitud del
nuevo representante de la ley.
Puede que Faulty creyera que estaba siendo cauteloso al darle al sheriff
la ficha, pero Cain no era estúpido: sabía lo que pasaba en el salón, y pronto
conseguiría las pruebas que necesitaba para cerrarlo.
—¿Por qué guardas esa maldita ficha si sabes que nunca la aceptaré? —
susurró con emoción contenida.
—Si pensara que eso te haría perder los estribos, lo haría esta misma
noche. —Tiró de ella para acercarla hacia sí—. Pero te diré la verdad,
Christal: preferiría que fueras tú —dijo en voz baja.
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—¡Nadie lo ha invitado!
Christal dio un paso adelante y se enfrentó con rabia a los hombres que
se arremolinaban en la puerta del salón.
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Los labios del sheriff formaron una dura línea y la mirada de Christal se
clavó en su rostro. La joven sabía la pasión con la que veía Cain su papel en la
guerra, lo poco culpable que se había sentido durante la lucha, y lo culpable
que el Norte lo había considerado después.
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—Algún día las cosas serán diferentes —le susurró Christal a Ivy, que
lloraba con la cara entre las manos.
—Un día volverá aquí y lo meterán en una celda hasta que el juez venga
en primavera. Entonces su ganado se morirá, y él nunca tendrá bastante
para... para... —Empezó a llorar de nuevo.
—¿Cómo lo sabes? —le preguntó Ivy, con las suaves mejillas de color
café manchadas de lágrimas—. ¿Tan bien lo conoces? Porque he oído que era
un confederado, y mi madre es de color y dice que los confederados la
odiaban.
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Capítulo 16
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llegó a la cárcel, estaba deseando que la invitasen a entrar, aunque sólo fuera
para acercarse a la estufa y descongelarse.
—Só-sólo quería darte las gracias por lo bien que has llevado el
incidente del salón —dijo Christal en voz baja, deseando que no la mirase con
aquellos ojos que parecían querer llegar a lo más profundo de su alma—. Vi
que tenías la luz encendida. No he podido venir hasta que hemos cerrado,
pero sé que es tarde, así que...
—No deberías hacerlo, sabes que Faulty estará pendiente —le advirtió
la joven con el ceño fruncido.
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—No debería tener que esconderse para ver a Ivy. Se quieren; no está
bien que no puedan estar juntos —comentó Christal.
—¿Tienes que seguir la ley tan al pie de la letra? Sabes tan bien como
yo que lo que ha pasado esta noche ha sido ridículo...
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—El fin sólo suele ser justo cuando cumples la ley. —Ella lo miró,
incapaz de estar de acuerdo—. ¿Por qué has venido, Christal? —le preguntó,
dirigiéndole una inquietante sonrisa.
—Y has creído que quizá pudieras contarme por fin lo que te atormenta,
creyendo que contigo sería tan benévolo como con ellos, ¿verdad?
—Tienes que prometer responderla sin saber cuál es. Si no, creo que te
retendré aquí indefinidamente. —Apretó el brazo, haciéndole sentir su poder.
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Sin embargo, cuando lo miró a los ojos, sintió una terrible y repentina
emoción. Quería mucho a su hermana, por supuesto, aunque sabía que Alana
Sheridan tenía una vida completa en Nueva York junto a su esposo; y a veces,
Christal se preguntaba si querría que volviera. Ahora era una persona muy
diferente de la que había vivido en Nueva York y ya no encajaba en su antigua
vida. Y después de todo por todo lo que había pasado, a pesar de que seguía
queriendo a su hermana tanto como antes, al mirar en los ojos de Macaulay
supo que había otra respuesta a la pregunta. Una respuesta que despertaba
dolorosos ecos en su corazón susurrando tú.
—¿Va a volver a por ti? ¿Por eso dejaste Camp Brown de aquella
manera? ¿Lo estás protegiendo? ¿O te proteges a ti misma?
—Maldita sea, ¡estoy cansado de que no me digas nada sobre ti! ¿Va a
volver? —Fue hasta ella con aire amenazador y la cogió del brazo con tanta
fuerza que la joven estuvo a punto de gemir—. ¿En qué clase de lío estás
metida? —La desesperación de su voz la obligó a mirarlo.
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Cain tiró de ella hacia las escaleras. La joven vaciló, deseando seguirlo
y, a la vez, deseando huir. Quizá fuese la bebida, pero él la trataba con más
rudeza de la necesaria. Como si volviese a ser el forajido y ella, de nuevo, la
cautiva, la empujó delante de él y le hizo un gesto para que subiese los
escalones.
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—No, tú mismo has dicho que eres un fiel cumplidor de la ley. No sabes
quién soy, Cain, no sabes lo que he hecho.
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Sin ser consciente de lo que hacía, dio un paso atrás para apartarse de
la cama, pero, antes de poder tomar aliento, él cerró la puerta, la atrapó de
nuevo y empezó a besarla.
El beso arrasó sus sentidos y, de haber estado lista para él, de haberlo
querido, habría sido dulce. Sin embargo, sólo podía pensar en que él se iría,
cogería todo lo que Christal podía darle a un hombre y se olvidaría de ella
cuando se fuese del pueblo. Intentó liberarse de sus brazos y, cuando por fin
lo logró, susurró con voz ahogada:
—No.
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FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY
La joven puso las manos sobre su amplio pecho para empujarlo, pero
fue inútil. Era demasiado fuerte.
La joven cerró los ojos durante un largo momento. Sabía que su unión
era inevitable; se lo decía la tensión en el aire al encontrarse sus miradas, la
delicadeza de la ruda mano masculina al tocarla, el latido de su corazón al
pensar en tenerlo desnudo sobre ella, derramando toda su rabia y su furia
entre sus piernas. Hacerle el amor a aquel hombre le haría daño pero, siendo
sincera, lo deseaba aún más que él a ella. En lo más profundo de su corazón,
soñaba con abrazarlo. Aunque no quisiera admitirlo, quería que la hiciese suya
para poder olvidar Nueva York y su terrible pasado, incluso la terrible
tormenta que había al otro lado de la ventana. Durante un dulce momento,
deseaba creer que en el mundo no existía nada más que él.
211
FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY
Las botas cayeron al suelo con un ruido sordo, y él se volvió hacia ella,
estrechándola contra sí para devorar su boca de nuevo.
Ella dejó escapar una suave queja, dividida entre el deseo y el miedo
que le provocaba aquella intimidad. Sin ser consciente de ello, cogió la cabeza
inclinada de Cain entre sus manos como si necesitase algo en lo que
apoyarse, al tiempo que sus ojos se llenaban de lágrimas. Él siguió
atormentando el nacimiento de sus pechos y cuando dirigió su atención de
nuevo al corsé, una sola lágrima cayó en el dorso de su mano.
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FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY
Como si fuese una intrusa, Cain contempló la lágrima caída que parecía
un diamante sobre su piel. Después miró a Christal a los ojos, con los suyos
convertidos a la luz de la lámpara en frías e insondables llamas grises.
Pero no lo hizo.
—Yo nunca te haría daño. No quiero violarte. Aunque pueda ser cruel,
sabes que pararía... Me vas a volver loco, pero pararé... —Parecía ahogarse
en sus palabras—. Pero, por Dios, ojala decidieras si quieres entregarte a mí o
llevarte tus sentimientos.
Cain le había dado a elegir, como ella sabía que haría, y por eso había
luchado contra él: ante la elección, su corazón optaría por el camino
equivocado. Iba a dejar que tomara su cuerpo y su alma y, cuando él la dejase
atrás, sufriría su castigo. Ser su amante la haría sufrir diez veces más de lo
que sufría en aquellos momentos, pero ya había tomado su decisión.
Cain la puso sobre la cama y se apartó un poco para mirarla a los ojos.
Como si por fin hubiese descifrado el enigma que ocultaban, se quitó la gruesa
camiseta de lana, la tiró a un lado y se deshizo de los vaqueros y los calzones.
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FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY
Con rapidez, las manos del sheriff le quitaron el corsé, las medias y las
ligas, y las tiró a los pies de la cama. Christal tenía el vestido enrollado en la
cintura, pero el frágil algodón gastado no era rival para los exigentes dedos
de Cain, que la liberó de él, bajándoselo por las caderas y provocando más de
un rasguño en la tela. A ella no le importó, sobre todo cuando Cain se arrodilló
entre sus piernas, dejándole ver su magnífico y musculoso cuerpo desnudo, y
su grueso miembro palpitante, listo para hacerla suya.
Desató los lazos que las mantenían sujetas a las caderas y se deshizo de
ellas rozándole eróticamente las suaves nalgas con los nudillos. Tan sólo la
separaba de él la camisola de algodón, tan desgastada por los lavados que
resultaba casi traslúcida. La fina tela estaba tensa sobre su pecho y perfilaba
claramente sus pezones. Christal deseaba llevarse las manos a los senos para
ocultarse de la salvaje mirada masculina, pero él había destruido todas sus
defensas y no le quedaban fuerzas. Así que mantuvo las manos pegadas a los
costados y lo dejó trazar pequeños círculos con su lengua alrededor de los
pezones hasta endurecerlos y dejarla jadeante de deseo insatisfecho.
Cain le dio un suave beso en los labios al tiempo que deslizaba de nuevo
la mano bajo la frágil tela y recorría con el pulgar el triángulo de suaves rizos
que ocultaban su feminidad, haciéndola ahogar un grito de sorpresa y deseo.
Sin darle tregua, le levantó el borde de la camisola por encima de las caderas
y la cintura, y, finalmente, por encima de los pechos. Tras dejar la prenda
recogida en el cuello, inclinó la cabeza y capturó uno de los pezones entre sus
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FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY
Sin que ella pudiera detenerlo, le subió la camisola por los brazos,
colocándoselos por encima de la cabeza con mano de hierro, y dejó la tela
retorcida a la altura de las muñecas, exponiéndola completamente a su mirada.
Christal nunca se había sentido tan frágil y vulnerable mientras Cain, con la
mano libre, le acariciaba la cintura para después iniciar un camino ascendente
en una abrasadora caricia, como si sus turgentes y cremosos pechos fuesen
una tentación a la que no pudiera resistirse.
Cuando Cain se abrió paso dentro de ella con el dedo, los muslos de la
joven se cerraron instintivamente, pero no antes de humedecerle con su
pasión. Luego, sumida en un extraño trance de asombro y placer, observó
cómo él le acariciaba con suavidad los pezones mojándolos con su propia
esencia, para después cubrir cada uno de ellos con los labios y marcarla como
suya.
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FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY
A pesar del quemante dolor que sentía entre los muslos, Christal era
muy consciente de lo que debía estar pensando Cain en esos momentos: todas
las mentiras habían quedado por fin expuestas. Ella no era viuda, ni tampoco
una prostituta; de nuevo, su pasado se convertía en un rompecabezas
indescifrable.
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FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY
Fue entonces cuando Christal supo que estaba en sus manos. Cain había
ganado. En aquel momento era capaz de prometerle cualquier cosa, de darle
cualquier cosa, con tal de que la condujese al éxtasis que prometía.
—No vuelvas a huir de mí —le exigió él con voz ronca, encontrando las
palabras a duras penas. Tembló dentro de ella, y la joven pensó que tenía que
estar hecho de hielo para poder contenerse así, a pesar de los violentos
estremecimientos que recorrían su cuerpo—. Prométemelo, dilo, di que no
volverás a huir de mí...
Él lo hizo.
Sin piedad, apretó los dientes y la penetró una y otra vez conduciéndola
a insondables y oscuros límites que ella nunca había imaginado que existieran.
Lanzó un rugido salvaje, colmándola con su semilla, y eso, por fin, la llevó al
éxtasis. Consumida por el placer, Christal le clavó las uñas en la espalda, echó
la cabeza hacia atrás y abrazó su pacto con el diablo.
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FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY
Capítulo 2
A Christal le dolió abrir los ojos. El sol de la mañana brillaba con fuerza
a través de la ventana, intensificado por la nieve. Se tapó los ojos y rodó
sobre la cama, consciente de que no era la suya. Notaba un extraño dolor
entre las piernas, un dolor de satisfacción, quizá, pero no por ello menos
extraño, y todos los músculos de su cuerpo parecían carecer de fuerzas, como
si acabase de subir una montaña. Cuando por fin se acostumbró al brillo del
día que se derramaba por la cama y abrió los ojos, descubrió la causa.
Macaulay estaba dormido junto a ella con las piernas enredadas entre
las suyas. Las sábanas y las mantas estaban desordenadas sobre ellos, como
si una tormenta las hubiese arrancado de la cama. Al pensar en la naturaleza
concreta de la tormenta, Christal sintió que las mejillas se le ruborizaban.
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FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY
castaño oscuro, y por primera vez, notó que tenía algunos cabellos más claros,
prueba de los años pasados sobre la silla de montar bajo el ardiente sol de la
pradera. El amplio pecho masculino subía y bajaba al ritmo de su respiración,
tentándola a tocar de nuevo los músculos que se endurecían bajo su mano, a
acariciar la fina línea de vello que recorría su vientre y se perdía bajo la
manta que ocultaba sus caderas.
La había obligado a prometerle que no huiría, pero, a la dura luz del día,
no sabía cómo iba a mantener la promesa. No quería que la mirase a los ojos y
viera la mentira que tenía que contarle, todavía no.
—¿Qué hora es? —Su voz contenía una profunda vibración que le
recorrió el pecho y reverberó en el de ella.
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FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY
—Pero...
—¿Para quién te reservabas, Christal? —le preguntó en voz baja. Para ti,
pensó ella; sin embargo, no lo dijo—. Deja que te vea. —Se sentó en la cama y
la alejó de sí. La joven se aferró a la sábana hasta que Cain se la quitó, y,
arrodillada como una esclava, sintió cómo la recorría con la mirada,
paseándose libremente por sus firmes senos, la estrecha cintura, los muslos...
Sentía tanta vergüenza que cerró los ojos, pero él la obligó a levantar la
barbilla. Finalmente se enfrentó a su mirada, deseando poder parecer tan fría
e indiferente como Cain y sabiendo que era imposible.
—Eres tan bella, Christal... Escóndete del resto de los hombres, pero
no de mí —susurró.
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—Te aseguro que no tienes nada que envidiarle a Dixi... —Bajó los ojos
hasta detenerse en su mano, rebosante de la plenitud de su pecho.
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FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY
los senos de una mujer. —Sus labios esbozaron una oscura e irónica sonrisa;
después la obligó a tumbarse en el colchón con un beso y se tomó su tiempo
en añadirle más dulces enredos a su pelo.
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FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY
Capítulo 18
No, sin duda no había mucha gente que quisiera a Lobo Blanco como
adversario. Su madre sobrevivió a las quemaduras lo suficiente para dar a luz
y para castigar con brutales palizas al bastardo mestizo por lo que había
hecho su padre. Lobo Blanco la mató a los quince años, poniendo fin a sus
abusos, y se dedicó a vagar por los fuertes y reservas de las praderas hasta
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FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY
Lobo Blanco hizo caso omiso y examinó el vestíbulo decorado con oro
y cristal, como si buscara a un conocido. En la esquina opuesta, alguien se
levantó de un banco de damasco color rubí; se trataba de un hombre atractivo
en la cincuentena, con unos asombrosos ojos azules y perilla gris. Sacó un
reloj de oro de su chaleco de seda azul zafiro, miró la hora y asintió.
—Mil dólares.
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—Deja que eche un vistazo abajo antes de vayamos a hablar con Faulty.
—No hemos hecho nada que no hagan Dixi e Ivy todas las noches.
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Cain recogió el sombrero, apartó con cuidado la capa que tenía encima y
la dejó sobre la cómoda.
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La joven juntó las manos para evitar que temblasen, pero no pudo
articular palabra.
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—Es mi elección, ¿verdad? —dijo él, con una voz cargada de emoción—.
Debo elegir entre mi honor como representante de la ley o tu libertad. —
Guardó silencio durante largo rato. Tanto, que ella no se atrevió a levantar la
vista, hasta que, finalmente, susurró—: Te elijo a ti, Christal. Que Dios me
ayude, pero te elijo a ti.
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satisfecha con la mentira de que todo iría bien, de que un hombre honorable
seria capaz de abandonar su honor para siempre.
Miró hacia el otro lado del colchón y advirtió que la almohada seguía
teniendo la huella de la cabeza de Macaulay, a pesar de que las sábanas
estaban frías, indicándole que había abandonado la cama hacía algún tiempo.
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—Tendrían que colgar a esa zorra por robar. No es una ramera de fiar
—soltó Jameson.
—Sigo sin creer que eso pruebe que esta mujer haya robado algo —dijo
Macaulay finalmente.
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—Tengo que registrar su cuarto. —Se volvió y subió las escaleras, con
Christal pisándole los talones.
En silencio, examinó cada desolado rincón del aquel lugar sin hallar nada
incriminatorio.
—Escucha bien lo que te voy a decir —le pidió Cain. cogiéndola por los
brazos—. Puede que no sea justo, pero la verdad: el juez vendrá aquí y verá
que Dixi es una prostituya conocida, una mujer de turbio pasado. Nadie dará
un penique por su credibilidad y todos creerán a Jameson. Mis protestas en el
asunto serán como escupir al viento, a no ser que alguien encuentre ese
dinero.
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Macaulay asintió.
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—No, no lo sé. Sólo sé que Dixiana es una chica de salón y que las
chicas de salón tienen fama de robarles el dinero a los clientes. —Hizo una
pausa—. Tú no tienes nada que ver con esto, así que no voy a dejar que
Jameson te involucre.
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Capítulo 20
—¡Nunca he conocido a un hombre tan frío como tú! —farfulló Dixi, que
estaba de puntillas agarrada a los barrotes mientras veía cómo Cain se alejaba
de la celda.
—¡Sí! ¡Soy una prisionera! ¡Tengo que quedarme en esta celda inmunda!
—¿No puedo hacer nada para salir de aquí? —preguntó, mirándolo con
ojos llorosos—. ¿Nada en absoluto? —Él sacudió la cabeza y ella se sintió
dolida. Volvió la cabeza y se limpió las lágrimas de las mejillas—. ¿Es porque
soy un poco mayor que las otras chicas? ¿Por eso no me quieres? ¿Crees que
soy... demasiado vieja? —Pronunció las dos últimas palabras en voz baja,
como si hablase de un difunto.
—Eres una mujer muy atractiva —le aseguró con amabilidad. Al ver que
ella no respondía, metió una mano a través de los barrotes y le tocó el
hombro—. ¿Sabes? Cuando iba con los forajidos de Wind River habría pagado
una fortuna por una noche con una mujer como tú. —Dixi lo miró de reojo,
sorbió por la nariz y aceptó el pañuelo que Cain le ofrecía—. Ahora todo ha
cambiado, eso es todo. Es Christal, ella hace que me resulte imposible pensar
en otras mujeres.
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El salón parecía una funeraria aquella noche. Todos los habitantes del
pueblo sabían lo de Dixiana. Macaulay no volvió de la cárcel y Christal se dijo
que estaba contenta. En contra de las órdenes de Faulty, había vuelto a
vender bailes para llenar el hueco de la ausencia de Dixi, pero también a
modo de desafío. Al sheriff no le gustaría ver lo que estaba haciendo, aunque,
probablemente, sería lo mejor que podía pasar. Quería que estuviera furioso
con ella para poder distanciarse de él.
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FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY
—¡Que Dios me ayude! ¿Para qué os habré contratado a todas? ¡No dais
más que problemas! —se quejó al tiempo que le pasaba el whisky,
—Sólo trabajas esta noche porque Dixi no está, ¿me lo prometes? —le
preguntó Faulty, inquieto, pasándole otro whisky para el mestizo.
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Christal sirvió la bebida sin poder evitar los ojos del mestizo, que le
preguntó si quería bailar de nuevo.
—No, yo...
—Pues otro baile. —Se levantó y le dió una moneda de cinco centavos.
No podía rechazarla sin iniciar una pelea, así que, a regañadientes, dejó
que le pusiera la mano en la cintura mientras Joe tocaba Devilish Mary.
—Christal —susurró ella, cada vez más asustada—. ¿De dónde eres? —
Por algún motivo, el instinto de la joven le decía que era importante saber más
cosas sobre él.
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—¿Qué haces?
Todas las cabezas se giraron hacia ellos, incluida la del viejo y sordo
Joe, que dejó de tocar el piano y se volvió en su taburete para mirar. Por el
rabillo del ojo, Christal vio que Faulty palidecía antes de tomar un
fortalecedor trago de aguardiente y salir de la barra.
—Te dije que no quería más bailes —señaló él con una tranquilidad letal.
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FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY
Macaulay se volvió hacia el dueño del salón una sola vez pero aquella
única mirada bastó para cortar de raíz las palabras del hombre.
—Si crees que me voy a quedar aquí para que cualquier hombre pueda
ponerte las manos encima, has perdido la cabeza —le aseguró con frialdad—.
Coge tus cosas, te vienes conmigo a la cárcel.
—No, tengo derechos. Puede que seas el sheriff de este pueblo, pero no
soy tu esclava.
Cain dio un paso hacia ella con aire amenazador y la joven se volvió
hacia las escaleras para salir corriendo, pero se detuvo en seco cuando vio
que Ivy estaba allí, pálida como la muerte.
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—Se ha ido, y, de todos modos, no habrá justicia para mí. Lo sabe tan
bien como yo, sheriff. —Ivy se secó las lágrimas que empezaban a caer—. Me
dijo que si no se lo contaba a nadie, no volvería.
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—¡Vete a casa ahora mismo, Jericho! ¡No tienes que estar aquí! ¡Ya
sabes las normas! —le gritó Faulty.
Macaulay lo calló con una mirada, se volvió hacia los clientes y les
ordenó:
—Fuera todo el mundo. El salón cierra por esta noche, podéis volver
mañana.
—Iremos ahora mismo, antes de que ese cabrón tenga tiempo de huir —
respondió Cain, asintiendo con la cabeza—. Cierra bien este sitio —le pidió a
Faulty, señalando a Christal sin tan siquiera mirarlo—. Te hago responsable
de ella mientras esté fuera. Quiero que la vigiles cada minuto. Si tienes que
encerrarla en su habitación para que no se vaya, hazlo.
—Lo que oyes. —Cain se volvió hacia ella y habló en tono frío y
calmado—. No sé qué pretendías esta noche, pero, a partir de ahora quedas
bajo mi custodia. Considera a Faulty un guardián hasta que vuelva.
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Capítulo 21
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FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY
Ella abrió la puerta lentamente y tuvo que emplear toda su voluntad para
no lanzarse a sus protectores brazos y hundir el rostro en su pecho.
Cain se restregó la barbilla sin afeitar. Eran las diez de la mañana, pero
parecía necesitar una copa.
—¿Lo ha asesinado?
—Suena maravilloso.
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FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY
—Pero ¿qué te ocurre? ¿Dónde está la mujer con la que estuve ayer en
la nieve?
—¿Por qué?
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—Sabes muy bien cómo conseguiste esa promesa. —Cerró los ojos
porque le dolía recordarlo—. No la mantendré.
—Sí que lo harás. —La joven abrió los ojos y lo miró: la expresión
salvaje de sus ojos era la misma que le había hecho creer que era un forajido
sin piedad—. No voy a perseguirte de un lado a otro; eso ya lo he hecho. Te
vas a quedar conmigo hasta que terminemos lo que hemos empezado, y si eso
significa encerrarte para que no puedas irte, lo haré.
—A algún lugar donde podamos estar solos, donde el resto del mundo
no nos moleste nunca. Estaremos allí antes del alba. Coge tus cosas. —El
silencio de Christal fue incluso más tajante que una negativa—. Te irás por
propia voluntad, Christal, porque tu instinto de supervivencia te dice que soy
tu salvación; sin mí, esta vida que llevas acabará contigo; sin mí, tarde o
temprano te llevarán de vuelta a Nueva York. Nadie puede esconderte mejor
que yo.
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él. Si era no, no le importaba lo que pasase con ella, quizá incluso se
entregase a las autoridades.
—Te odio por tu pasado turbio y tus mentiras y, a la vez, te amo como
nunca imaginé. Adoro tu sonrisa... la forma en que me miras cuando te hago
mía... la manera en que me acaricias... Y sólo pensar que pueda pasarte algo...
—Hizo una pausa, como si estuviera sufriendo una agonía—. Mi amor por ti se
ha convertido en mi infierno personal.
—Tú vienes conmigo, Christal, porque mientras tengas algo que ocultar,
seguiré obligándote a hacer lo que quiera —La besó ferozmente,
trasmitiéndole todo su odio y todo su amor.
—No... —gimió ella cuando las manos masculinas acunaron sus pechos.
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—¿Vas a luchar contra mí? —le susurró al oído—. ¿Quieres que envíe
ese telegrama? ¿Quieres que te odie?
—Eres una mujer sabia, Christal, una mujer muy sabia —rugió Cain
cuando ella deslizó sus labios por el cuello masculino, al igual que una suave
pluma sobre la carne endurecida de su cicatriz.
—No. Soy una estúpida. —Recorrió sus firmes y atractivos rasgos con
dedos hambrientos, como si pretendiese memorizar el arco de sus cejas, la
poderosa línea de su mandíbula... Después, sintiendo que una profunda y
dolorosa tristeza le desgarraba el alma, le cogió de la mano, lo llevó hasta la
cama e hizo todo lo que él le había pedido.
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FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY
Capítulo 22
—Pero, sheriff, ¿qué voy a hacer sin Christal? ¡Me ha dejado sin
chicas! —Faulty no recibió con alegría la noticia de la partida de la joven.
Siempre se levantaba a la hora de comer, así que estaba detrás de la barra,
con su camisa de dormir y una fina manta llena de agujeros sobre los
hombros.
—No iba a vender más bailes, así que no pierdes nada. —La expresión
de Cain no dejaba lugar a discusiones.
—Lo siento. —La joven apenas podía mirar a los ojos del propietario del
salón. Tenía la impresión de que se le notaba todo: su miedo, su amor, sus
labios hinchados y rojos, la piel magullada del hueco del cuello donde Cain
había dejado su huella en un momento de pasión... —. Sé que es un mal
momento para pedírtelo, Faulty —le dijo, con expresión culpable—, pero no sé
cuándo volveré, si es que vuelvo y, antes de irme, me gustaría comentarte lo
de los treinta y cinco centavos que me guardaste aquella noche que descubrí
que tenía un agujero en el bolsillo...
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—No sé por qué no nos creen, Dixi; sólo sé que alguna gente nunca
estará convencida de la verdad.
—Faulty te espera en el salón, Dixi —dijo Cain, que entraba justo en ese
momento en la cárcel.
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—Coge ese paquete, nos lo llevamos —dijo él, haciendo un gesto con la
cabeza para señalar la mesa.
—¿Qué es?
—Míralo.
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La joven abrió una esquina del gran paquete, y de él asomó una tela de
lana celeste.
—¿Pertenece a alguien?
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Colocó el rollo de lana azul celeste sobre la polvorienta mesa. La luz del
sol se derramaba en la cabaña a través de la puerta abierta y pudo ver cómo
Cain llevaba al caballo a un pequeño establo aledaño. Al otro lado del valle, la
cima del Pingora estaba teñida de rosa y los colores del cielo eran tan
maravillosos que ningún pintor habría sido capaz de capturarlos. Bajo el
granito azul, el lago celeste se iluminaba alegremente con la luz que reflejaba
la nieve. Cain le dijo que lo llamaban Lago Solitario y Christal entendía el
porqué: tres de los lados del valle estaban rodeados de muros de roca que se
elevaban hasta el cielo. Era el escondite perfecto, aún más aislado que Falling
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Water. La joven dudaba que los indios pasaran por allí más de una vez cada
mil años.
—¿Tienes hambre?
—Me amas, Christal —susurró en su oído. No era una pregunta, sino una
afirmación.
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Ella giró la cabeza para mirarlo, sin ser consciente del dolor que
reflejaban sus ojos.
—Sé que somos diferentes, Christal, lo veo cada vez que hablas, cada
vez que levantas la barbilla para desafiarme. Sé que vienes de una buena
familia, puede que incluso de una familia rica; veo el dinero reflejado en la
fotografía con tu hermana y en tus modales. Pero, por alguna razón, una razón
que puede que nunca averigüe, ya no hay dinero. Aferrarte a tu moralidad de
niña rica no te lo va a devolver.
—Puede que creas que no soy digno de ti, pero no soy yo el que huye.
—No se molestó en ocultar la amargura de su voz.
Ella sintió sus palabras como una puñalada en el corazón, así que
estaban empatados.
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Más tarde, tumbada a salvo entre sus brazos, cerró los ojos y empezó a
soñar.
—No está civilizado —le dijo, observando a Cain desde la puerta abierta,
como si él no pudiera verla ni oírla.
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—¿Tendré hijos suyos, madre? ¿Serán tan fuertes y altos como él? —
preguntó. El sueño le daba libertad para hacer preguntas que nunca se habría
atrevido a plantear en la vida real.
—Pero, madre, ¿me querrá alguna vez como papá te quiere a ti? —
Incluso ella podía percibir la tristeza de su voz.
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—Has sido una niña mala, Christabel... ¿Vas a aguantar tu castigo? —le
preguntó Didier dirigiéndole una mirada que la hizo temblar de frío.
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—Christal... Christal. —La voz que atravesó sus llantos era un murmullo
ronco y profundo que la hizo sollozar.
Christal luchó por soltarse del abrigo que la envolvía, abrió los ojos y se
sentó en la tosca cama de la cabaña, aferrada a Macaulay como si todavía
fuese el forajido al que querían meter entre rejas.
—¡No dejes que te lleve! ¡Lo siento! ¡Oh, Dios, ojala hubiese llegado
antes! —se lamentó, intentando recuperar el aliento al tiempo que lágrimas
cristalinas caían incontenibles por sus mejillas.
—Cuéntame el sueño...
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—Después.
—Lo haré —sollozó la joven—. Confiaré en ti, pero tienes que tomarme
y hacerme olvidar, aunque sólo sea durante un instante.
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Muerta. Pensó en ello y entrecerró los ojos: nunca había matado a una
mujer tan bonita. Aquella otra mujer de Laramie también era guapa, pero no
tanto. Quizá fuera el cabello rubio lo que marcara la diferencia; él era de piel
morena y quería comprobar el aspecto del pelo rubio de la joven enredado en
su mano. De haber podido, lo habría hecho la noche anterior, pero sabía que
ella no se lo hubiese permitido.
Una lasciva sonrisa distendió sus labios; matar a una mujer le hacía
sentir poderoso. Desde pequeño había pensado en cómo sería matar mujeres.
Detuvo el caballo y dejó que bebiese en las aguas poco profundas del
Popo Agie. También iba a tener que matar al hombre. Había sido una suerte
encontrarlo, porque había preguntado por la chica en varios lugares y nadie la
conocía, pero sí recordaban a un hombre que iba buscando a una joven con la
misma descripción unos meses antes. El hombre se llamaba Macaulay Cain, y
le dijeron que se había convertido en una especie de sheriff cerca de South
Pass. Había tardado menos de un día en encontrarlo en Noble y menos de una
hora en encontrar a Christal vendiendo bailes en un salón de mala muerte.
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Y esperó.
—¿Estás bien?
Ella se puso tensa. Era un lujo estar junto al fuego en brazos del hombre
que amaba, con el cuerpo saciado y la mente tranquila. No quería que aquel
momento terminase.
—¿Y por eso te despertaste gritando? —Sus labios dibujaron una sonrisa
amarga—. Me puedo imaginar esa reacción en algunos padres, pero no en una
hija.
—No —dijo ella, a punto de reírse—, no era por eso. De hecho, a ellos
les gustabas. —Rodó sobre el pecho de Cain—. Y yo estaba contenta.
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—Dijiste que te colgaron por error y que podrían haberte matado. Fue
un milagro que sobrevivieras.
Ella cerró los ojos, reacia a recordar los detalles, sobre todo en aquel
momento, cuando estaban tan lejos de todo lo que podía interponerse entre
ellos.
—En Washington Square había una anciana que vendía rosas. Mi padre
le compraba una a mi madre todos los días, hasta el día que murieron. —Dejó
escapar un largo y trémulo suspiro.
—Es la culpa lo que te duele tanto, ¿verdad? —Una lágrima cayó por la
mejilla de Christal y se posó en el pecho de Cain—. Cuéntame el resto.
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—Quiero oírlo.
—Tengo miedo.
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Capítulo 23
—El caballo está inquieto —le explicó, como si tuviese la cabeza en otra
parte.
—No vayas —le pidió ella, alargando el brazo hacia él—. Una vez vi
cómo un oso mataba a un ciervo y fue espantoso.
—Ten cuidado, por favor. —Las últimas palabras parecían una plegaria.
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Cain se volvió hacia ella y le lanzó una advertencia con la mirada, así
que la joven entornó la puerta todo lo que pudo para ver lo que pasaba a
través de una rendija. Si era un oso, lo vería cargar contra la puerta antes de
que llegase, y, mientras tanto, Cain tendría que soportar que lo vigilase. No
pensaba dejarlo desaparecer sin saber lo que le pasaba.
Lo vio avanzar con sigilo hasta la orilla del lago y tranquilizar al caballo,
que se dejó conducir de vuelta a la cabaña.
—Te dije que te quedaras en la maldita cabaña —la regañó con voz
firme y segura, sin rastro de miedo, sorprendiéndola al comprobar que la
había oído.
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—No, maldita sea. —El caballo intentó levantar la cabeza y Cain tuvo
que emplear toda su fuerza en contenerlo.
El oso se levantó sobre las patas traseras hasta alcanzar una altura de
más de dos metros y medio. Parecía tan humano que daba escalofríos.
Ella retrocedió poco a poco, resbalándose con los pies desnudos sobre
la nieve y el hielo. De repente se dio cuenta de que era cierto que el oso
intentaba captar el olor de Cain. Tenía el hocico en alto y las enormes patas
delanteras permanecían inmóviles. El caballo dejó escapar un relincho de
cansancio y su dueño intentó silenciarlo contra su pecho.
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El hombre sacó una pistola, le dio una patada a la joven para terminar de
meterla en la cabaña y atrancó la puerta.
—No sé si seréis familia, pero me pagó para matarte, así que lo haré.
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—¡Christal! ¡Abre la puerta! ¿Por qué la has bloqueado? —la llamó Cain
desde fuera, en tono molesto.
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—Abre la puerta y deja que hable con él —le suplicó, aterrada—. Le diré
que se vaya, que quiero irme contigo.
—Abre la puerta.
El mestizo salió con ella con la pistola en su sien, lista para disparar en
cualquier momento.
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—¡Suéltala!
—Me voy con él, Cain. —Las lágrimas le caían por las mejillas, y aquella
vez no estaba segura de que fuese por el dolor que le provocaba el cañón de
la pistola—. Tengo que hacerlo, ha venido a por mí.
Entonces, se oyó un disparo y los brazos del mestizo cayeron como los
de una marioneta. Ella se volvió y contempló horrorizada cómo el enorme
cuerpo de su captor se derrumbaba de espaldas sobre la nieve.
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Ella se quedó paralizada y supo que había llegado el momento que tanto
había temido.
—¿Es cierto lo que dice este papel? —Las palabras de Cain eran duras y
ahogadas—. ¿Es cierto? ¿Estuviste tres años en una institución mental?
—Sí.
—Mi familia estaba muy bien relacionada, así que me trataron todo lo
bien que cabría esperarse. —Finalmente, se derrumbó—. Yo no lo hice, Cain,
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—Yo no lo hice. Oh, Dios, tienes que entender que yo quería mucho a
mis padres. Mi tío los mató. Por favor, por favor, créeme. No estoy loca —
gimió, ahogando un sollozo.
—Soy inocente. Si no, ¿por qué iba mi tío a enviar a este hombre para
matarme?
—Fue un arreglo para evitar la cárcel. Mi tío hizo creer a todo el mundo
que me estaba ayudando. —Se miró la mano y la maldita rosa que llevaba
grabada en la palma—. Esta cicatriz prueba que estuve en el dormitorio donde
murieron mis padres. El trauma de ver el crimen me impidió recordar nada de
aquella noche hasta hace cuatro años, cuando todo me vino a la memoria de
golpe. Didier mató a mis padres y me encerró en la habitación en llamas para
que muriese con ellos.
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—Si me crees, deja que lo vea en tus ojos —le pidió ella, angustiada.
—¿Y si no lo logramos?
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—Yo te llevaré.
—Haré que venga alguien a Noble en un par de semanas para que nos
acompañe a Nueva York. Discute si quieres, pero estaré contigo cuando te
enfrentes a los cargos. Coge tus cosas, tenemos que regresar al pueblo. —
Miró al mestizo muerto—. No tiene sentido seguir aquí.
En silencio, Cain la ayudó a montar, y los dos salieron del valle; Christal
sintió la llamada de los azules picos helados de la montaña, que le hablaban de
lugares míticos e inalcanzables.
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Capítulo 24
El hombre asintió sin dar las gracias, como si fuera algo a lo que no
estuviese acostumbrado.
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—Es más bajo, más gordo y más viejo que yo —contestó una voz
profunda desde la puerta, con un ligero acento irlandés.
Ella sacudió la cabeza sin apartar los ojos del recién llegado.
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—Oh, Dios mío. —Christal se llevó una mano al pecho, estremecida por
la conmoción. Aquel hombre era su cuñado, el marido de su hermana. Se
habían casado rápidamente y en secreto, y Christal, encerrada, no había
podido asistir a la boda. Nunca había llegado a conocer al hombre del que se
había enamorado su hermana; sólo sabía que era un irlandés de nombre
Trevor Sheridan y que Alana lo amaba más que a su vida.
—Lo único que ha hecho, Christal, es sufrir por ti. —El irlandés dio un
paso hacia ella, pero Cain lo bloqueó.
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—Dos sobrinos. Esperamos que el tercero sea una niña, pero no lo sabré
hasta que regrese, porque Alana salió de cuentas hace dos semanas. He
pasado mucho tiempo fuera en este viaje.
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—Podría contar muchas cosas sobre vuestra infancia, pero nada que
Baldwin Didier no haya podido descubrir en los años que pasó con Alana y
contigo.
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Cain fue hasta la puerta para cerrarla con llave bajo la atenta mirada de
Christal, que era consciente de que le dolía cada gesto que hacía para
protegerla. No podría hacerlo para siempre y eso lo estaba destrozando por
dentro.
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Él fue hasta ella en dos largas zancadas, le cogió la nuca y la besó con
feroz intensidad, como si pudiese hacer desaparecer su frustración con la
violenta posesión de su boca.
—Hay un fin, mi amor —susurró la joven—. Nueva York será el fin, pero
ojala no tuvieras que venir conmigo. Recuérdame así, como soy ahora. Dios
mío, no puedo soportar que tengas que verme de otra forma...
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Capítulo 25
Él la observaba desde una silla con los brazos relajados y las piernas
extendidas, aparentando una indolencia que ella sabía fingida.
—Podría haberle pasado algo a Jericho, me preocupa que Ivy esté sola
en casa.
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—Llévame contigo —le pidió ella, ilusionada. Daría cualquier cosa por
cabalgar por la pradera, por sentir el viento sobre su rostro, el cielo abierto,
la libertad...
—No te dejaré aquí. Nos iremos dentro de una hora. —Se levantó y miró
la cama. El vestido azul estaba primorosamente colocado encima—. Has
terminado el vestido, ¿por qué no te lo pones?
Christal e Ivy condujeron el carro con las mulas, mientras Cain, montado
en el appaloosa, buscaba el terreno más seco para el paso de los animales.
Llegaron a Noble por la noche, con las muías tan cubiertas de lodo como el
suelo que tenían a sus pies.
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—¿Estás dormida?
Christal y Macaulay estaban sentados lejos del resto de los viajeros del
vagón. Conversaban en silencio hasta que la joven se adormecía y dejaba caer
la cabeza sobre el pecho de Cain. Todos respetaban su alejamiento, como si
temiesen entrometerse en su intimidad.
—¿Dónde crees que estará ahora? —susurró Christal, mirando sin ver la
hierba bañada por el sol a través de la ventana.
—¿Tu tío?
—Sí.
—No lo sé.
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El caballero tenía una ventaja de la que los demás carecían: era puntual
como un reloj y aparecía en el Fairleigh el tercer día de cada mes, así que se
trataba de un huésped regular que pagaba en las buenas y las malas épocas,
nevara o luciese el sol y por lo tanto, lo trataban como a un rey.
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—Huyó.
—¿Se fugó?
—Es muy bonita, rubia, de unos veinte años. Ojos azules, del color del
cielo —respondió Didier, restregándose las manos.
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—Ella dijo que su nombre era Christal. Pero sí tenía esa cicatriz de la
que habla. Sólo se la vi una vez, la noche que cenamos en Camp Brown, pero
estaba allí, en la palma, como usted ha descrito.
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—Entonces, tengo que verla —afirmó Didier, con una sonrisa que al
señor Glassie le pareció muy desagradable.
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Capítulo 26
El tren iba a parar más de dos horas en St. Louis, por lo que a los
pasajeros se les invitó a salir para disfrutar del fresco aire de primavera o
quizá para tomarse un ponche de ron en el famoso Hotel Fairleigh.
Christal no podía permitirse aquel lujo, así que permaneció bajo custodia
de los marshals en el mal ventilado vagón, contentándose con dormitar sobre
el pecho de Cain mientras él leía el periódico de St. Louis.
Christal abrió los ojos y se encontró con que el señor Henry Glassie
estaba de pie junto a ellos, tan pulcro como la primera vez que había subido a
la diligencia de Overland Express.
—Glassie —lo saludó Cain, levantándose—. ¿Qué le trae por aquí? ¿Ha
subido en St. Louis?
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sincero. Pero me entristeció saber que la llevaban a Nueva York para juzgarla.
¿Cómo se encuentra, señorita Van Alen?
—No tema, señorita Van Alen —la animó Henry Glassie, asintiendo con
la cabeza para demostrarle su comprensión—. Veo que tiene de su parte a
Macaulay Cain. He oído muchas cosas sobre él desde nuestros días en Falling
Water, y todo es verdaderamente impresionante, así que no me cabe duda de
que quedará exculpada por completo, hija mía.
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No había mucho espacio para caminar. Unos sacos de lona con el sello
«Correo de los EE.UU.» estaban apilados en una esquina y a los lados había
una fila tras otra de cajas de madera con letras en chino que ocupaban casi
todo el compartimento. De las cajas sobresalían virutas de embalaje, lo que
daba a entender que contenían importaciones de porcelana que tomaban la
ruta más corta a través de la pradera desde San Francisco. Las maletas de los
pasajeros estaban en cualquier hueco libre, salvo en una esquina, donde la
nieve derretida goteaba por una grieta en el techo. El único equipaje
destacable eran un par de elegantes baúles de cuero, pero el resto del
compartimento estaba lleno de vulgares cestas de mimbre y de enormes
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maletas desgastadas que, claramente, habían llegado hasta sus dueños por
herencia.
—No me importa lo que digan, ella no lo hizo —siseó Cain en tono letal.
—Sólo te lo diré una vez: ella no lo hizo. —Cain recuperó sus modales
impasibles—. Además, Henry Glassie habló con él.
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—Su tío envió a un mestizo para matarla, y él tenía el cartel. Eso prueba
su historia.
—Porque creo que deberías apartarte de ella. No puedes hacer nada que
su familia no pueda hacer diez veces mejor con su dinero. Sheridan es uno de
los hombres más ricos de Nueva York.
—Ya lo sé...
—¿Qué vas a hacer por ella que su familia no pueda? ¿Por qué dejas que
los problemas de esa mujer te destrocen la vida? No merece la pena; acabará
en la cárcel. No veo cómo podrá librarse. No hay ninguna prueba de su
inocencia.
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Rollins lo miró como un yanqui mira a un rebelde loco, hasta que por fin
dio un largo suspiro.
Macaulay lo entendió.
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quedaba tan indefinido que se podría pensar que había sido confeccionada a
medida.
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Capítulo 27
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—No, no por ti, Christal, por nosotros dos. ¿No lo entiendes? Por
nosotros. La guerra se llevó a toda mi familia, se llevó mi hogar y mi país.
Sólo me quedas tú, y, si te pierdo, no tendré nada.
—Conozco bien esa vida —afirmó con una sonrisa que le recordó a
Christal sus días de forajido.
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—Tengo que hacerlo. —La miró como si quisiera ver su alma a través
de los ojos, y después le dio un tierno y dulce beso en los labios—. No
escogería esa vida, Christal, pero prefiero no vivir que vivir sin ti.
La joven se volvió, segura de que Rollins u otro marshal había ido tras
ella, aunque el rostro que tenía delante no le resultaba familiar. Sin embargo...
Durante un momento creyó que se trataba del señor Glassie, que se unía a ella
para tomar un poco el aire, pero no lo era. Miró detenidamente a los ojos del
hombre que tenía delante y entonces supo que el destino la había alcanzado.
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Christal forcejeó con Didier para gritar, pero él la sujetaba con firmeza
aplastándola contra su pecho y silenciándola con la mano. Desesperada, olió el
agua de colonia de lima que él debía haber comprado en Lord and Taylor,
porque Didier sólo quería lo mejor. Alana y ella le habían comprado una
botella como regalo de bodas cuando se casó con su tía.
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—Si tu hermana tuviese algo más que tu palabra contra mí, ese maldito
irlandés que tiene por esposo se habría encargado de ello hace mucho tiempo.
—Ah, sí, él. He oído hablar mucho de tu amante. Es casi una leyenda en
estas tierras, ¿verdad? Pero imagina su sorpresa cuando salte del tren, llegue
a Abbeville y no te encuentre allí... Sí, me enteré de vuestros planes mientras
«dormía» —dijo, riéndose entre dientes.
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—Mi tía estaba enamorada de ti, tú hiciste realidad todos sus sueños
cuando le pediste que se casara contigo. ¿Alguna vez la hiciste feliz? ¿Alguna
vez te gustaron mis padres? ¿Es que no sientes ningún remordimiento por sus
muertes? —Eran las preguntas de una niña de trece años acusada
injustamente. En su inocencia, quería respuestas, quería consolarse sabiendo
que todo el dolor de su vida se debía a algo más que al capricho de un
hombre. Necesitaba saber al menos eso antes de morir.
—Tu tía me perdonó la noche que murió. Aunque yo nunca la amase, ella
sí me amaba, y, ¿acaso no es eso lo que nos da la verdadera felicidad? ¿Tener
lo que amamos?
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—Eres un monstruo —le espetó ella, sintiendo por fin que su odio era
más fuerte que su miedo.
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Capítulo 28
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—No sé qué es..., pero algo va mal. Dile al revisor que ordene que
paren el tren, voy a comprobar el vagón de equipajes.
—Si te empujo del tren, podrías romperte el cuello. El final sería rápido
y piadoso. —Se puso más serio—. Pero también podrías romperte sólo una
pierna o un brazo. Te quedarías tumbada en la nieve derretida, y cada ráfaga
de viento, cada escalofrío, te iría arrebatando el calor del cuerpo mientras
yaces indefensa por tus heridas. Podrías tardar días en morir, unos días lentos
y terribles, y yo nunca sabría con certeza que estás muerta.
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Didier se acercó y la daga reflejó los rayos de luz que entraban por los
agujeros del techo. Desesperada, la joven corrió hacia la puerta lateral y quitó
el pestillo. La simple fuerza motriz del tren hizo el resto y la puerta se abrió.
El ruido producido por las miles de toneladas de acero negro y madera que se
propulsaban a la vez, gracias al uso del vapor, era ensordecedor.
—Es inútil, Christal. Salta, si quieres. —La pradera pasaba volando junto
a ellos, convertida en un borrón blanco y dorado—. Sabes que, si sobrevives,
te encontraré, y siempre tendrás que vigilar tus espaldas. Tu muerte es
inevitable. —Se lanzó sobre ella apuntando al corazón y la joven gritó.
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—¡No! ¡No es cierto! —negó Didier, con la voz ahogada por los brazos
de hierro de Cain—. ¡No tiene pruebas! ¿Y dónde está ese pasajero del que
habla? ¡No conozco a nadie en este tren que pueda identificarme!
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de ver cómo Didier se precipitaba hacia las vías, gritó y ocultó la cabeza en el
pecho de Cain mientras se escuchaba un fuerte y horripilante golpe. El vagón
se detuvo y el resto del tren siguió avanzando, porque Rollins no le había
dicho todavía al revisor que parase.
—No tenemos ni pruebas ni confesión. Sabía que pasaría algo así; tenía
que haber intentado salvarlo —rugió Cain.
—Debemos irnos. —Fue hasta ella y puso las manos en sus hombros—.
Cuando Rollins pare el tren y venga a buscarnos, quiero estar bien lejos de
aquí. Sin una confesión, te llevarán a Nueva York y te alejarán de mí...
Cain empezó a apartar las bolsas con rapidez y apenas tardó unos
segundos en encontrar bajo ellas al señor Glassie, atado, amordazado, y con
aspecto de sentirse avergonzado porque, por segunda vez en toda su vida, la
misma dama volvía a verlo en ropa interior.
—Gracias a Dios que está vivo —susurró Christal. Ayudó a Cain con las
ataduras, y, cuando le quitaron la mordaza, el vendedor dejó escapar varias
imprecaciones.
—Lo siento mucho, señorita Van Alen. Su tío era incluso peor que
Kineson.
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Christal sintió que Cain tiraba de ella, miró al señor Glassie de nuevo y
se despidió de él en silencio.
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Capítulo 29
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—Christal.
—Bueno, nací y viví aquí, así que sí, es parte de mí. ¿Qué cambia eso?
Nada.
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—Para... —le pidió, jadeante, cuando por fin la soltó. Tenía las mejillas
ruborizadas y miró por la ventanilla, avergonzada, para comprobar si alguien
los observaba.
—Yo no trato así a las rameras. Te he besado así porque te amo, porque
cuando estás a mi lado sólo puedo pensar en estrecharte entre mis brazos —
respondió él, sus labios convertidos en una dura línea.
—¿Señorita Christabel?
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La joven abrió mucho los ojos: los labios del mayordomo casi formaban
una sonrisa, y en sus ojos había una calidez que no le habría demostrado a
ningún extraño. Christal guardaba el suficiente parecido con su hermana para
que el mayordomo la reconociera, así que estaba en el lugar correcto.
—¡Maldita sea! —exclamó Cain, con aire burlón—. ¡Se me han olvidado
las tarjetas de visita!
—Un momento.
Whittaker alzó una ceja con aire señorial y esperó. Cain sonrió, se
desabrochó la pistolera que llevaba a la cadera, y después la depositó en los
brazos del asombrado mayordomo.
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Pero Cain no la miraba a ella, sino a los pilares corintios que recorrían
el vestíbulo. Tocó uno, como si quisiera comprobar si eran de mármol de
verdad. Por su expresión, la joven dedujo que eran auténticos.
—¿Christabel?
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bosque, del mismo color que sus ojos. El parecido con su madre resultaba
asombroso.
—Vamos entonces.
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Christal miró hacia atrás con preocupación antes de salir con su her
mana: Cain estaba sentado en un sillón Luis XIV y estaba lejos de parecer
cómodo.
—Es muy atractivo —comentó Alana cuando subían las escaleras que
llevaban al cuarto infantil de la tercera planta.
—¿Lo amas? Oh, claro que sí, se te ve en la cara. —La mirada de los
ojos verdes de Alana se volvió agridulce—. Te llevará lejos de nosotros.
—Macaulay Cain parece tan cómodo en esta casa como Trevor Sheridan
intentando echarle el lazo a un toro —respondió Alana, ocultando su sonrisa—.
El señor Cain no querrá quedarse mucho tiempo.
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—Dios. —Cerró los ojos para evitar que le lagrimearan, sintiendo arder
su garganta. Al oler el vaso, empezó a reírse entre dientes. ¿Cómo había
llegado aquel matarratas a las botellas de Sheridan?
Le dio otro trago, tomándoselo con más calma que el anterior. El líquido
bajó con la misma suavidad que un cuchillo con sierra, pero el efecto era
bueno, sin duda; ya se sentía mejor.
Cain no estaba seguro de qué era el Chateau Margaux, pero tenía muy
claro que no pensaba dejar que Sheridan se diese cuenta.
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—Me temo que tengo que preguntarle algunas cosas —le dijo Sheridan.
—¿Cómo cuáles?
—Como sus hábitos nocturnos, sobre todo los que tengan relación con
mi cuñada. —A Sheridan le brillaban los ojos. Tenían un curioso color
avellana, no del todo castaños, dorados, ni verdes, sino una irresistible mezcla
de los tres.
—No voy a contarle nada sobre mis hábitos nocturnos, Sheridan. Será
mejor que lo sepa desde ya.
—Buena respuesta.
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—Sí. —Cain dejó el vaso. Tal y como se sentía, lo que más deseaba era
estrellarlo contra aquellos malditos y elegantes tapices—. Christal ha pasado
por un infierno, nadie lo sabe mejor que yo. Se merece todas las comodidades
y los lujos que se le han negado durante estos años. Debería volver a la vida
que le quitaron cuando Didier mató a sus padres.
—¿Cómo lo sabe?
—Lo sé mejor que nadie, Cain. —La sombra de una sonrisa sobrevoló
los labios de Sheridan—. Mi esposa me lo enseñó.
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—Sí.
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—Pero ¿qué estás diciendo? —exclamó él, cogiéndola por los brazos—.
Acabas de llegar y no habías visto a tu hermana en muchos años. ¿Por qué te
ibas a marchar conmigo ahora?
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—No. —Miró hacia la Quinta Avenida, donde había empezado a caer una
suave lluvia que dotaba a los adoquines de un brillo aceitoso como el del ala
de un cuervo. Ninguno de los dos se movió para entrar en la casa—. No me
siento bien aquí, viéndote en el ambiente al que perteneces —afirmó Cain con
un susurro bajo y ronco—. Tengo que regresar a Noble y terminar mi trabajo
allí; después me iré a Washington. Sabes que puedes volver conmigo en
cualquier momento, pero quédate aquí por ahora y comprueba si te gusta esta
vida. —Su voz estaba cargada de emoción—. Puede que te guste, Christabel.
—Avísame cuando te vayas esta noche —le pidió ella con un susurro,
conteniendo las lágrimas y pensando que su verdadero nombre le sonaba
extraño y hostil—. Estaré contigo en ese tren.
—Claro —dijo él, observando cómo Alana cogía a Christal del brazo y se
la presentaba a un grupo de mujeres que llevaban suficientes esmeraldas y
diamantes colgados del cuello para financiar a todo el ejército confederado—.
Claro —repitió, sin dirigirse a nadie, volviéndose otra vez hacia la Quinta
Avenida.
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Capítulo 30
—Tiene que estar por aquí, querida... —Alana se volvió y buscó con los
ojos a su marido. Con el instinto de los amantes, Sheridan levantó la mirada de
inmediato y vio a su esposa al otro lado de la habitación—. Trevor sabrá
dónde se encuentra. Oh, Christabel, no tienes buen aspecto, ¿por qué estás tan
preocupada? Quizá se haya acostado.
—Ven conmigo. —Trevor la cogió del brazo, y Alana los observó con
una arruga de preocupación en su suave frente.
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—Creo que intenta ayudarme. Me dijo que se iba, que yo estaría mejor
aquí, en Nueva York, recuperando mi lugar en la sociedad... Pero él sabe que
le amo, ¿cómo ha podido irse sin decírmelo?
Alana la ayudó a doblar el vestido celeste sin preguntar por qué Christal
estaba renunciando a todos los caros vestidos de satén que ella le había
regalado en favor de un tosco vestido de lana.
—En unos ocho meses... ¿O siete? ¡Oh, no lo sé! —De repente, Christal
se rió a través de las lágrimas—. Es que nunca tuve un momento para
sentarme a hacer cálculos.
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El tren con destino a St. Louis estaba saliendo justo cuando ella llegó al
andén. Caminó a toda prisa junto a las vías, mirando por todas las ventanillas
para ver si Macaulay estaba dentro. Llegó a la mitad y seguía sin encontrarlo.
La frustración hizo que le asomaran lágrimas a los ojos; había pasado por
mucho en los últimos días para que todo acabase así.
Sabía que podía encontrarse con él más tarde, pero no quería estar un
segundo más sin Cain, lo necesitaba, lo amaba...
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—¡No le estás dando una oportunidad a este sitio! —respondió él, con el
rostro ensombrecido y marcado por la preocupación—. Todavía no sabes lo
que te perderás y no quiero que seas desgraciada a mi lado. Naciste para vivir
aquí, Christal.
—¡Te estoy probando mi amor! —El tren cogió una velocidad aún mayor.
A ella le dolía el pecho por la falta de aire y se estaba quedando sin andén.
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flotaba tras ella como una cascada dorada. La orgullosa y altiva neoyorkina
había desaparecido, y en su lugar se encontraba una mujer cuyo corazón
estaba a punto de romperse porque el hombre que amaba pensaba que lo
mejor para ella era quedarse junto a su hermana y disfrutar de un dinero vacío
y de su inútil importancia social.
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—¿Qué...? —se extrañó él, apartando la prenda. Pero ella esbozó una
secreta y seductora sonrisa que le hizo comprender—. Oh, Dios mío... —
exclamó Cain.
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