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FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

Meagan Mckinney

SOÑANDO DESPIERTAS

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FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

Fugitiva
MEAGAN MCKINNEY

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FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

AGRADECIMIENTOS

A Betsy McGovern y Tommy Makem por proveerme de


maravillosas canciones, y a mi estimado amigo Pat Warner
miembro del tercero de Mississippi, quien siente aprecio
por mí a pesar de que soy una condenada yanqui.

Y por último, para Damaris Rowland, editora asociada de Dell


Books, y para mi agente, Pamela Gray Ahearn, quien, como
millones de mujeres, ve la feminidad, la belleza y la fuerza en la
novela romántica. (¡Y se niega a aceptar un no por respuesta!)

Gracias a Dios por vuestra existencia.

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VESTIDOS DE GRIS

La cruenta lucha ha finalizado ya,


y la paz sonríe en nuestra tierra.
Y aunque nos rendimos,
nos mostramos fieles a nosotros mismos
Luchamos durante mucho tiempo y lo hicimos bien.
Luchamos día y noche
y defendimos con valentía nuestros derechos,
mientras vestíamos el uniforme gris.

Canción del Campo Confederado.

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Capítulo 1

Junio de 1875

No había nada que el doctor Amoss odiase más que una mala ejecución.
Y desde luego, la de aquella mañana, lo había sido.

El médico examinó con mirada analítica los siete cadáveres envueltos en


sábanas blancas que yacían en su pequeña consulta. Incluso aquellos hombres,
los componentes de la sanguinaria banda de Dover, se merecían el respeto de
un rápido cuello roto y un veloz viaje al infierno. Pero el ahorcamiento no
había sido limpio; al menos, no al final.

Sacudió la cabeza, se colocó bien los anteojos y regresó al trabajo. Se


había pasado todo el día con los bandidos, primero presenciando cómo los
ahorcaban, uno a uno, hasta que los siete cadáveres quedaron colgando en el
aire, inertes y solemnes entre la niebla de polvo levantada por los caballos.
Luego había ayudado a bajarlos y llevarlos a su consulta.

El pequeño pueblo de Landen no tenía funeraria, así que él era el


encargado de prepararlos para el entierro. Ya había amortajado a cinco de
ellos; estaba con el sexto.

Se inclinó sobre la escupidera, pero falló el tiro y dejó una marca en el


polvo que cubría los desnudos tablones del suelo. En el exterior, bajo el
desconchado cartel de «Corte, lavado y afeitado: 10 centavos — Consultas
rápidas», podía ver el final del pueblo, donde siete hombres excavaban siete
tumbas en la anónima extensión marrón de la llanura este.

Las sombras crecieron en la consulta, indicándole que le quedaba poco


tiempo. Con rapidez, le quitó las botas al sexto hombre y le miró el interior de
la boca, por si tuviera un diente de marfil que el pueblo pudiese vender para
cubrir los gastos de la ejecución. Después lo tapó y tachó su nombre de la
lista.

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Ya no podía retrasarlo más: era el turno del último hombre, el séptimo y


peor de todos.

Macaulay Cain. La sola mención de su nombre le daba escalofríos. Lo


había visto en tantos carteles de busca y captura, que era capaz de
deletrearlo del derecho y del revés. Nunca había querido mezclarse con
gente de la calaña del infame pistolero. Puede que Dios tuviera un extraño
sentido de la justicia: de todas las ejecuciones de aquel día, sólo la de Cain
había salido mal.

Reticente, echó un vistazo a la séptima figura cubierta. Nunca antes


había visto que resultara tan difícil poner a un hombre encima de un caballo y
colocarle una soga al cuello. Hicieron falta todos los ayudantes del sheriff; e
incluso al final, cuando tenía la cabeza tapada por el saco negro y los hombres
estaban listos para azuzar el caballo, Cain luchó y exigió que esperasen la
llegada de un telegrama; un telegrama que, según él, lo exculparía.

Pero nunca llegó.

—Maldita sea. —El doctor Amoss se sentía incómodo con sólo pensar
en el caballo encabritándose y en Cain retorciéndose en el aire durante largos
minutos antes de que la muerte pusiese fin a su sufrimiento.

Cuando todo acabó, los ayudantes llevaron al forajido a la consulta, le


soltaron las manos y se las cruzaron sobre el pecho con respeto. Pero tenía
que ser el médico quien retirase el saco negro de la cabeza, ya que nadie
quería hacerlo. En un ahorcamiento como aquél, era habitual que el rostro de
los ejecutados tuviese una expresión de puro terror, debido a sus
desesperados intentos por respirar mientras el nudo les apretaba cada vez
más el cuello.

Los ayudantes se estremecieron visiblemente cuando Amoss quitó el


saco, inquietos por lo que pudiesen ver, pero, antes de destapar por completo
la cabeza de Cain, todos contemplaron con alivio la tranquila y pacífica
expresión bajo la desaliñada barba del forajido.

Resignado a su tarea, Amoss se acercó al último cadáver y se agachó


para coger un trozo de cuerda con el que atar la mortaja, ya que el sheriff no
tardaría mucho en reclamar a los bandidos para el entierro.

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La consulta estaba en silencio, salvo por el zumbido de los pulgones al


chocar contra las ventanas y la respiración del médico. Fue entonces, al
inclinarse sobre el cadáver y alargar la mano para coger la cuerda, cuando lo
vio.

Puede que otra persona no hubiese advertido la pequeña gota de sangre


que salpicó los zapatos negros que el buen doctor había comprado en la tienda
del pueblo. Un médico con menos experiencia no habría reparado en ello, pero
John Edward Amoss se había pasado cuarenta de sus sesenta y muchos años
aprendiendo, entre otras cosas, que los muertos no sangran.

Sin duda, en un ahorcamiento siempre se producía un ligero


derramamiento de sangre en el cuello, pero no lo suficiente para deslizarse
por la mesa y caerle en el pie.

Sintió que se le erizaba el vello de la nuca, y, aunque deseaba apartar la


sábana, sus pies empezaron a retroceder.

Fue demasiado tarde.

Una mano salió disparada de debajo de la sábana y le agarró el cuello.


Amoss gritó con todas sus fuerzas, pero nadie lo oyó, ya que la gente del
pueblo estaba reunida en el lugar donde se produciría el enterramiento.

Ambos hombres permanecieron inmóviles como estatuas durante un


largo instante. El silencio reinante le permitió incluso al doctor Amoss percibir
la áspera y laboriosa respiración de Cain al intentar llevar aire a los pulmones.

Incapaz de contenerse, el médico murmuró:

—¿Acabas de volver a la vida, hijo?

El forajido se quitó la sábana de la cara con un rápido movimiento. Tenía


mal aspecto, demasiado malo para un milagro, y su voz era dolorosamente
ronca.

—¿Resucitado? No me haga reír. —El médico asintió, dándose cuenta de


que había tomado por muerte lo que sólo había sido un desvanecimiento—. El
telegrama, ¿dónde está el maldito telegrama? —preguntó Cain con voz
ahogada y apenas discernible.

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—Nadie te exculpó, hijo. No llegó ningún telegrama. —Mientras hablaba,


Amoss no dejaba de pensar en los doce hombres por cuyo asesinato habían
ajusticiado a la banda de Dover, preguntándose a cuántos habría matado el
forajido que tenía delante y si él sería el siguiente de la lista.

—¿Me está mintiendo? —Los tensos rasgos del forajido se endurecieron


aún más.

—No te mentiría en un momento como éste, hijo.

Cain atravesó al médico con la mirada e hizo una mueca que pretendió
ser una sonrisa.

—Creo que tendré que llevarle conmigo, doctor. Estoy decidido a salir
de este maldito pueblo de verdugos como sea. —Dejó de sonreír y sus ojos
adquirieron la frialdad del hielo.

—No te colgarán otra vez, te lo deben. —Tragó saliva difícilmente,


como resultado de la mano de acero que se apretaba en torno a su garganta—.
Todos estamos de acuerdo: fue una mala ejecución.

—Bastante mala —escupió el forajido. El médico no respondió, pero su


mirada se centró en las muñecas en carne viva y el cuello ensangrentado,
donde la cuerda había rasgado la piel—. ¿Tiene un caballo?

—Sí, atrás —se apresuró a responder Amoss—, un buen caballo indio.


Llévatelo.

—¿Revólver?

—No tengo, no creo en las armas. Mi trabajo es salvar vidas, no acabar


con ellas.

—Entonces vendrá conmigo; necesito un seguro. —Se masajeó la


magulladura del cuello y bajó las piernas de la mesa. Tenía cortados casi
todos los flecos de la chaqueta de cuero, como solía pasar con los bandidos.
Los hombres que huían de la ley no tenían muchas oportunidades de entrar
tranquilamente en un pueblo para que les reparasen los arneses, así que
utilizaban los flecos para todo, desde arreglar hebillas hasta cambiar cordones
de zapatos.

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El médico tragó saliva y su rostro palideció visiblemente, consciente de


la mano que rodeaba su cuello, la mano que en cualquier momento podía
cerrarse y acabar con su vida.

—¿Crees que llegarás muy lejos conmigo?

El pistolero observó con frialdad la gruesa figura de Amoss.

—Necesito tiempo —fue lo único que dijo.

—No diré nada —le aseguró el doctor—. No daré la alarma hasta estar
seguro de que has escapado.

Cain entornó los ojos, recordándole al médico la mirada de un lobo al


que se había enfrentado una lejana tarde en pleno invierno.

—¿Por qué haría eso por mí?

—No me parece justo colgar a un hombre dos veces, eso es todo. Has
sobrevivido, y tiene que deberse a algo. No pienso jugar a ser Dios.

El proscrito clavó la mirada en el médico mientras le apretaba con más


fuerza el cuello. Su altura sobrepasaba a la de Amos en más de treinta
centímetros y su cuerpo era duro y fibroso.

—Necesito cinco minutos —dijo por fin, con voz dolorosamente ronca—.
Si no los consigo, si no me concede esa tregua, le juro que volveré de la
tumba a por usted.

—Te prometo que tendrás esos minutos, aunque tenga que atrancar la
puerta para que no entre el ayudante del sheriff —afirmó, intentando asentir
para dar mas énfasis a su argumento.

Con cuidado, Cain se puso en pie y juntos se acercaron a la puerta de


atrás. Durante un breve segundo, se miraron a los ojos y compartieron un
instante de entendimiento. El lobo había mirado de la misma forma al médico
antes de que éste bajara el fusil, dándole la oportunidad de que escapara. El
animal tan sólo había dejado tras sí el recuerdo de unos hermosos y fríos ojos
grises.

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—Buena suerte, Macaulay Cain. —No tenía por qué decirlo, pero lo
susurró de todos modos, a pesar de que su garganta todavía estaba oprimida
por la fuerte mano del forajido.

Cain, asombrado, lo miró. Estuvo a punto de decirle que no necesitaba


que uno de los hombres que habían intentado colgarlo le desease buena
suerte, sin embargo, en vez de hacerlo, lo soltó, le dirigió una última mirada,
al igual que el lobo, y salió corriendo por la puerta de atrás. Saltó sobre el
sorprendido caballo appaloosa que estaba en el corral y salió galopando hacia
el oeste al estilo indio, sin necesidad de silla ni de bridas, en dirección a las
montañas que se recortaban en el horizonte azul.

Amoss lo observó marchar, sintiéndose curiosamente aliviado de verlo


libre y alejándose, como le había pasado con aquel lobo en la nieve.

Roja es la rosa que crece en el jardín,


bello es el lirio de los valles
y clara el agua que fluye del Boyne,
pero no hay nada más bello que mi amada.

Tommy Makem: canción popular irlandesa.

Agosto de 1875

Siempre vestía de negro cuando viajaba porque a las viudas nunca les
hacían preguntas: El color de sus ropas lo decía todo. Christabel Van Alen lo
sabía, al igual que sabía que era imprescindible llevar guantes de algodón del
mismo color para que nadie viese que no llevaba alianza, y que, por tanto, no
existía ningún marido difunto al que llorar.

También había aprendido que era útil llevar un pequeño sombrero con
una redecilla de tul, lo que la etiquetaba definitivamente como viuda y velaba
sus facciones ocultando su edad. Vestida de aquella manera evitaba preguntas

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no deseadas. En el Oeste, un desconocido que demostrase curiosidad por su


pasado podía ser más peligroso que una banda de indios pawnee.

Sin previo aviso, la diligencia de Overland Express giró peligrosamente


y Christal se golpeó con la puntiaguda esquina del objeto que tenía a su lado.
Se trataba de la pequeña réplica de un escritorio, el orgullo del corpulento
vendedor de muebles que lo sostenía.

La joven se enderezó a duras penas y miró casi con envida el generoso


contorno del vendedor. La diligencia tenía espacio para seis pasajeros, pero el
hombre que tenía a su lado había pagado el doble para poder acomodar sus
muestras y su ya de por sí amplia figura. Christal, comprimida entre el
vendedor y el lateral de la diligencia, apenas podía evitar que se aplastara su
voluminosa falda. Su pequeña estatura no le servía de nada: mientras que el
vendedor era tan pesado que casi no se balanceaba con el movimiento, ella se
golpeaba contra la esquina del diminuto escritorio con cada sacudida.

Deseando llegar a su destino, apretó su bolso de seda y volvió a su


posición original: sentada decorosamente, con los tobillos cruzados y las
manos en el regazo. El viaje adquirió de nuevo un ritmo normal, y se arriesgó
a observar a los otros tres pasajeros que habían subido con ella a la diligencia
en Burnt Station.

Uno de ellos era un anciano con plácida cara de abuelo. Lo tomó por
predicador al verlo sacar una pequeña Biblia del bolsillo de la chaqueta, pero
después se percató de que el libro estaba preparado para ocultar una petaca
metálica de la que se dispuso a beber con entusiasmo, por lo que dudó de su
primera impresión.

El muchacho que estaba sentado frente a ella miraba nervioso por la


ventana, como si se avergonzara de ir dentro de la diligencia en vez de
montar a caballo. Su compañero de viaje parecía su padre, un hombre canoso
con un desgastado chaleco añil y una enorme barba gris que necesitaba un
buen corte.

Nadie interrumpía el silencio que se había instalado en el pequeño


habitáculo de la diligencia. El «predicador» bebía, el hombre del chaleco azul
dormitaba y el vendedor contemplaba su pequeño escritorio como si pensase
en la siguiente venta. Otro bache del camino hizo que Christal se golpease
duramente contra la despiadada esquina del mueble. Aquella vez se enderezó
mientras se frotaba las costillas.

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—Me llamo Henry Glassie, señora. —La joven levantó la mirada y vio
que el vendedor le sonreía. Era un hombre de aspecto agradable, y Christal
estaba segura de que podía ser una buena compañía para un viaje largo y
polvoriento como aquél. Pero prefería el silencio; en él podía esconderse de
todo el mundo... salvo de sí misma.

Miró al vendedor a través del anonimato del velo, preguntándose con


amargura si la amabilidad habría huido de los ojos del desconocido de haber
sabido que la cara de su compañera de viaje estaba en los carteles de busca y
captura de medio país, y que los guantes que llevaba para ocultar la falta de
una alianza, escondían una cicatriz en la palma de la mano que también
aparecía en cada uno de aquellos carteles.

Vio el último pasquín en Chicago, y, aunque hacía tres años de aquello y


el territorio de Wyoming había parecido lo bastante lejano para estar a salvo,
todos los días temía estar equivocada. En Nueva York se había visto envuelta
en una pesadilla, y en aquellos momentos huía tanto de la pesadilla como de
su propio rostro, por no hablar del violento asesino que prefería verla morir
antes que dejarle contar la verdad sobre un crimen que ella no había
cometido.

—Señora, ¿me haría el honor de decirme su nombre? —Decidido a


conversar, el vendedor arqueó las cejas como si le implorase que le ayudara a
soportar la monotonía del viaje.

—Soy la señora Smith —respondió en voz baja y educada.

—Un nombre encantador, Smith. —La sonrisa masculina se ensanchó—.


Muy popular, además de fácil de recordar.

Christal estuvo a punto de sonreír, porque al hombre sólo le había


faltado decir que su nombre era vulgar... Justo la razón por la que lo había
elegido. Pero el señor Glassie hizo que se sintiese halagada. Contaba con las
habilidades de un gran vendedor: una lengua de oro y un aspecto agradable,
con su traje de color verde claro y una enorme perla clavada en la corbata
negra. Todo en él denotaba el éxito que había tenido en su negocio.

Pero las viudas arruinadas no compraban muchos muebles, así que la


conversación languideció. Aliviada, volvió a contemplar la interminable y llana
pradera que se extendía ante la ventanilla. De vez en cuando sacaba un
pequeño pañuelo, lo metía bajo el oscuro velo y se secaba el sudor que le

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perlaba la frente. El sol ardía con fuerza y el polvo entraba por las ventanas
abiertas, cubriendo su vestido con una sucia capa dorada. La joven estaba
deseando llegar, aunque el viaje acababa de comenzar y Noble todavía estaba
a un día de distancia.

Había oído muchas cosas sobre el pueblo de Noble en los últimos tres
años y había puesto todas sus esperanzas en él. Estaba cansada de huir y
Noble parecía un buen sitio para esconderse: mucho juego, muchas mujeres y
nadie para hacer preguntas, ni siquiera un sheriff, puesto que llevaban varios
años sin tener uno.

La gente hablaba de Noble como lo hacía de South Pass o Miners


Delight; el pueblo había surgido de la nada gracias a los rumores de la
existencia de oro y había decaído con igual rapidez, pero, por alguna extraña
razón, Noble no se convirtió en un pueblo fantasma como tantos otros y, en
aquellos momentos, acogía a los vaqueros y a los hombres que se dirigían al
norte, a Fort Washakie, por las vías férreas de la Unión Pacific.

La joven creía que allí, en un pueblo pequeño en medio de ninguna


parte, sin representantes de la ley ni dedos acusadores, podría ser feliz
durante un tiempo, trabajar en una cocina o de crupier, o incluso bailar por
dinero si tenía que hacerlo. Bailar no era su primera opción para ganarse la
vida; los hombres solían ser bruscos y a veces olían mal, pero lo haría si no
había otro trabajo, porque lo primero era sobrevivir, y había peores formas de
ganar dinero... sobre todo para una mujer.

A Christal se le nubló la mirada, como si ya no viese el paisaje que


tenía delante; el vicio, la corrupción, la perversión... Odiaba pensar en ello,
pero aquellos términos la seguían como una sombra que no desaparecía al
anochecer. En los viejos tiempos, en una vida que apenas recordaba, palabras
como aquéllas nunca habrían formado parte de su vocabulario; en su mundo,
permanecían sin traducir ni explicar.

Para una niña de la alta sociedad de Manhattan, eran palabras sin


sentido, como algo escrito en el gaélico irlandés de los barrios pobres: un
idioma que, sin duda, no se enseñaba en el Conservatorio para Jóvenes Damas
de la señorita Bailey, la exclusiva escuela femenina de la Quinta Avenida a la
que había asistido desde niña.

Pero, de algún modo, su destino se había truncado, y, en vez de seguir


allí, se encontraba en Wyoming, viviendo una vida que nunca habría

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imaginado, y ahora entendía a la perfección el significado de todas aquellas


palabras. Al fin y al cabo, se había pasado tres dolorosos años intentando
evitar caer en sus garras.

Sus oscuros pensamientos habías sido súbitamente interrumpidos por la


voz del muchacho que viajaba en la diligencia.

—Yo también tendría que estar ahí fuera con el fusil, padre. Nunca se
sabe cuándo van a atacar los malditos sioux —comentó mirando al anciano del
chaleco azul, que intentaba dormir bajo el sombrero.

—Ahora eres un caballero, Pete. Tenemos dinero y nunca volveremos a


viajar fuera. En cuanto lleguemos a St. Louis, nos compraremos trajes
elegantes y vestiremos como corresponde.

—No tenemos escolta, sólo el conductor y el pistolero que le acompaña.


¿Y si nos atacan los indios? Estamos atravesando un terreno muy peligroso.

—Noble está a un paso. No te necesitan, Pete, les pagamos para que nos
protejan. ¿Y qué vas a hacer cuando nos subamos a esa locomotora de St.
Louis? ¿Ayudarlos a empujar?

—Padre... —gruñó Pete avergonzado, mirando de reojo a Christal.


Después, como si se sintiese aliviado por el velo que la cubría, se volvió hacia
la ventana y pareció examinar el terreno en busca de pieles rojas.

Indios. La joven sintió un escalofrío al pensar en ellos. Aquellas eran las


tierras de los kootenai, los cabezas planas, los shoshone y los pies negros; y
se contaban historias terribles sobre ellos capaces de provocar pesadillas.

De pronto y, sin previo aviso, la diligencia se detuvo.

Al principio nadie supo lo que pasaba y los viajeros se miraron entre


ellos con creciente inquietud. Un sonido de pisadas en el techo de la diligencia
interrumpió el angustioso silencio, pero Christal no le dio importancia,
pensando que se trataba del pistolero contratado para protegerlos.

—¿Por qué nos hemos parado? —preguntó el señor Glassie, agarrando


con fuerza su escritorio y mirando a su alrededor, como si alguno de los que
se encontraban en el interior de la diligencia supiese la respuesta.

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—Se supone que no paramos en Dry Fork. —El anciano del chaleco azul
frunció el ceño y sacó la cabeza por la ventana. Abrió la boca para gritarle al
conductor, pero, por algún motivo, las palabras se le ahogaron en la garganta,
y cuando volvió al interior del compartimento, tenía el cañón de un fusil
pegado a la nariz.

La joven se aferró a su bolso hasta que los nudillos se le quedaron


blancos. Con una velocidad asombrosa, recordó todas aquellas historias que
había oído sobre indios y forajidos, y se le secó la boca. A través de la bruma
de su velo, vio que el predicador cerraba de golpe su Biblia con el rostro
desencajado de miedo. Pete parecía a punto de cometer la estupidez de
lanzarse sobre el que apuntaba a la cabeza de su padre, y, en el exterior,
Christal oyó piafar a los caballos, nerviosos al notar a tantos extraños a su
alrededor.

Un segundo después pudieron oír el ruido de una pelea sobre la


diligencia. Y de repente, todo quedó en silencio y un fusil cayó al suelo.
Entonces, una mano cubierta de mugre se introdujo a través de la ventanilla
del vehículo y abrió el cerrojo interior de la puerta. Christal retrocedió,
asustada, al observar que una sucia bota se apoyaba en el umbral de la
portezuela, y que su propietario se inclinaba hacia delante escudriñando a los
pasajeros.

—Buenos días, amigos. —El hombre sonrió, enseñando una boca llena
de dientes podridos. Estaba sucio y sin afeitar, y tenía unos ojos maliciosos y
apagados que no perdían detalle de los ocupantes del vehículo. Cuando
comprobó que todos lo tomaban en serio, lanzó una carcajada.

—¿Nos están atracando? —preguntó el señor Glassie con voz ahogada,


sujetando su escritorio en miniatura como si fuese un escudo.

Christal miraba al forajido a través su velo negro, con el corazón


latiendo frenéticamente contra el corsé.

—¡Cain! —gritó el asaltante, bajando el fusil—. ¡Quieren saber si los


estamos atracando! —Se rió de nuevo.

—Qué es lo... —exclamó el señor Glassie. Pero antes de poder decir


más, alguien apartó al forajido ocupando su lugar.

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Christal no había visto nunca a un hombre como aquél. Tenía el pelo


castaño oscuro, era mucho más alto y musculoso que el anterior, y una barba
de varios días ensombrecía sus firmes rasgos. Su camisa estaba gastada y
polvorienta, y llevaba un descolorido pañuelo rojo alrededor del cuello para
poder taparse la cara con él en caso necesario. Sin embargo, lo que hizo que a
Christal se le parase el corazón fue la intensa aura de peligro que le rodeaba
y su gélida mirada. Nunca había visto unos ojos tan fríos.

—Todos fuera —gruñó. Sus ojos grises se volvieron hacia Christal y la


clavaron en el asiento—. Excepto la mujer —añadió.

La joven sabía que el forajido no podía ver el rostro que se escondía


bajo el velo, pero aquello no la consolaba mientras se estremecía ante su
férrea mirada. Cuando el bandido centró su atención en los demás pasajeros,
se le hundieron los hombros y dejó escapar el aliento que había estado
conteniendo sin darse cuenta.

—¿Nos están atracando? —insistía el señor Glassie, no muy dispuesto a


separarse de la diligencia hasta aclarar mejor la situación—. Como pueden
ver, viajamos con una dama. No podemos alejarnos de la diligencia y dejarla
aquí sin alguien...

—He dicho que bajen —ordenó el forajido, en un tono que no admitía


réplicas.

El vendedor no necesitó más para convencerse de que debía renunciar a


su escritorio y salir del vehículo. Uno a uno, todos le siguieron. Pete se
mostraba desafiante mientras que su padre parecía nervioso, temiendo ver
frustrados todos sus sueños en un robo, después de haber trabajado tanto
para conseguirlos.

Christal se aferró a la ventanilla con manos temblorosas y observó cómo


el predicador levantaba los brazos en señal de rendición. En un intento
desesperado por encontrar ayuda, lanzó una rápida mirada a su alrededor.
Estaba claro que aquellos forajidos se habían escondido en el puente de Dry
Fork para esperar a su objetivo; lo único que habían tenido que hacer había
sido esperar a que pasaran, lanzarse sobre la diligencia a su paso por el
puente y derribar al hombre encargado de protegerlos.

—¡Soy un representante de la fábrica de Muebles Paterson, de


Paterson, en Nueva Jersey, y mi compañía tendrá conocimiento de este asalto,

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caballeros! —les advirtió el señor Glassie cuando el primer forajido lo registró


en busca de armas. El segundo, el de los ojos de acero, tanteaba el chaleco
azul del anciano, al tiempo que Pete lo miraba con rabia.

—Soy un hombre pobre, un hombre pobre, señor —repetía el padre de


Pete mientras lo registraban—. No poseo nada que les pueda interesar.

—No tienen armas, Cain —dijo el primer hombre.

El aludido asintió, levantó el abrigo de Pete y encontró un revólver de


seis balas metido en la cintura de los vaqueros del muchacho. Lo cogió y
apartó al chico.

—Escúchenme. —Cain disparó un par de veces al aire, consiguiendo la


completa atención de todos, incluidos el cochero y el pistolero encargado de
protegerlos, que ya estaban en el suelo—. El resto del camino lo harán
andando, siguiendo a la diligencia. —Cain miró a dos jinetes que habían
permanecido ocultos bajo el puente de Dry Fork—.Mis hombres se asegurarán
de que lo hagan.

—¿Dónde nos llevan? —preguntó Pete con valentía.

—A un pueblo llamado Falling Water —respondió Cain tras mirarlo


fijamente—. ¿Alguna vez has oído hablar de él, muchacho?

—Claro, es un maldito pueblo fantasma —dijo Pete, levantando la


barbilla—. Lleva años deshabitado.

—A partir de ahora, no lo estará.

—¿Nos están secuestrando?

—Sí.

—¿Por qué?

Christal se agarró a la puerta con más fuerza a la espera de la


respuesta, preguntándose si todo aquello no sería más que un simple robo, o
si se trataría algo más complicado y siniestro. Su mente planteó un sinfín de
posibilidades. La peor era que, de alguna forma, su tío había conseguido
encontrarla por fin.

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—La Overland Express enviará sus nóminas el martes. Ese será el


rescate que pediremos por su liberación. —Cain se metió el revólver del chico
en la cintura de los pantalones—. Si no siguen mis instrucciones, Zeke...—otro
forajido hizo avanzar su caballo de color canela hacia el grupo, con un látigo
en la mano— ...se encargará de enseñarles disciplina.

Christal observó cómo el horror se reflejaba en las expresiones de los


pasajeros. Sin embargo, ella sentía un extraño alivio al tener la certeza de que
su tío no estaba detrás de todo aquello. Si Baldwin Didier la encontraba, no
viviría para presenciar otro amanecer. Al menos, con aquellos forajidos
tendría una oportunidad.

—¡No pueden secuestrarnos durante tanto tiempo! ¡Faltan cuatro días


para el martes! —exclamó el señor Glassie, sin duda pensando en sus ventas.

Cain se encogió de hombros, indicando que aquello no le importaba.

—¿Quién se cree que es para atreverse a hacernos esto?

—Macaulay Cain.

—¡Macaulay Cain! —repitió Pete—. Es imposible. ¡A Macaulay Cain lo


colgaron en Landen hace más de un mes!

—Eso dicen algunos.

—Y otros dicen que Cain se libró de la horca y se reunió con la banda


de Kineson. ¿Es ésta la banda de Kineson? —preguntó el padre del chico, con
cara de miedo.

—Si así fuera, yo les aconsejaría que no causaran problemas. —Cain


pronunció aquellas palabras en una voz tan baja que Christal no habría podido
oírlas de no estar el forajido tan cerca de la diligencia. La amenazante voz del
hombre le provocó un escalofrío y, al instante, fue consciente de que su alivio
inicial había sido una equivocación. Los asaltantes eran bandidos
acostumbrados a utilizar la violencia para conseguir sus objetivos. Los
buscaba la justicia, estaban desesperados, y ella era una mujer sola.

Otro miembro de la banda salió del puente conduciendo a dos caballos


por las riendas y los ató a la cabecera de la diligencia. Christal estuvo a punto
de sacar todo el cuerpo por la ventana cuando Zeke empujó a los prisioneros,

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incluidos el conductor y el guardia, a la parte trasera del vehículo, donde ya


no pudo seguir viéndolos.

Se mordió el labio y volvió a su asiento. Si habían atado dos caballos,


uno de ellos debía de pertenecer al forajido que conduciría la diligencia.

Eso dejaba a otro miembro de la banda a pie o... dentro de la diligencia


con ella.

Presa del pánico, se sintió tentada de bajar a toda prisa y unirse a los
demás pasajeros. Le aterraba la idea de estar dentro del vehículo con alguno
de aquellos forajidos. Sobre todo si se trataba del hombre de los ojos grises.

—Será mejor que traten bien a la mujer. No vamos a permitir que le


hagan daño —oyó amenazar a Pete desde la parte trasera de la diligencia. Las
palabras del muchacho le llegaron al corazón. Era muy valiente por decir
aquello, y la joven no recordaba la última vez que un hombre se había
preocupado por su bienestar.

El ruido de una risa aguda le heló la sangre.

—Estará bien, va a viajar conmigo.

—Yo viajaré con ella. —La segunda voz no admitía protesta alguna.
Se produjo una larga pausa antes de que el otro forajido dijese con
resentimiento:

—Claro, Cain, adelante, échale un vistazo. Seguro que es demasiado


vieja para jueguecitos.

La diligencia crujió cuando las ruedas se prepararon para empezar a


rodar. El número de caballos se había doblado, al igual que el tintineo de los
arneses. Zeke hizo chasquear el látigo, pero su intención debió ser intimidar,
porque nadie gritó. De cualquier modo, el ruido creó ecos en la pradera
abierta, como si de un disparo se tratase.

El corazón de Christal latía a toda velocidad en su pecho. El poco dinero


del que disponía sólo le había permitido comprar una pequeña pistola que
guardaba celosamente en el bolso, pero el arma tenía más de cincuenta años y
contaba con una única bala, no como las modernas pistolas de repetición.
Habría sido una estupidez revelar que estaba armada en aquel momento, en
una diligencia rodeada de forajidos. Su única oportunidad era tragarse el

19
FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

miedo y esperar, así que agarró la bolsita de seda y aguardó a que se abriese
la puerta.

El forajido al que llamaban Cain entró en el vehículo de un salto


cerrando la puerta a su espalda, dio dos golpes en el techo con la culata del
fusil que llevaba, y la diligencia arrancó con una sacudida. Sin ni siquiera
mirarla, su nuevo compañero de viaje se acomodó en el polvoriento asiento de
terciopelo que había frente a Christal y movió de una patada el preciado
escritorio del señor Glassie para poder apoyar las piernas encima, sin que le
importara rayar la madera con sus espuelas.

Ella lo miró a través del velo, muerta de miedo. El hombre colocó el fusil
en el regazo, y eso la hizo ser consciente de la longitud y fortaleza de sus
piernas. Llevaba unos pantalones vaqueros cuyo desgaste denotaba las
muchas horas que se pasaba sobre la silla de montar. Estaba sucio, cubierto
de polvo y sudor, y su presencia hacía que el vehículo oliese a pólvora
quemada, la pólvora que le manchaba las manos y la camisa. Christal esperaba
que de él emanase un hedor animal, como el del primer bandido de dientes
negros, pero aquel hombre desprendía un olor intensamente masculino,
mezcla de cuero, caballos y aire libre que la atraía e intrigaba a su pesar.

El calor dentro de la diligencia era casi insoportable, ya que era


mediodía, y el polvo entraba por la ventana con ferocidad renovada. El sudor
le bajaba por las sienes y le caía entre el valle que formaban sus pechos.
Christal quería limpiarse el sudor de la cara, pero mantuvo la mano dentro del
bolso, con la palma sobre la culata de la pistola, y observó disimuladamente al
forajido desde la protección del velo.

Cain miraba por la ventana, limpiándose el sudor de los ojos con el


pulgar y el índice. Finalmente, tiró del descolorido pañuelo escarlata y lo
desató para poder secarse la cara con él.

Ella ahogó un grito: el cuello del Cain tenía una gruesa y marcada
cicatriz que sólo podía ser resultado de...

El clavó su mirada fría y gris en Christal, se tocó el cuello y sonrió con


cinismo, dejando al descubierto unos dientes blancos y fuertes.

—¿Alguna vez ha sentido una soga al cuello, señora? —le preguntó,


inclinándose sobre ella.

20
FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

La joven se llevó la mano al cuello de forma instintiva. La otra, la que


tenía la cicatriz que escondía bajo el guante negro, se cerró, como queriendo
protegerse. Tragó saliva intentando no pensar en su pasado, en Baldwin
Didier. Su tío había intentando que la colgaran, pero Christal se había librado
por ser muy joven. Así que Didier había negociado con las autoridades para
que fueran «benevolentes» con ella y la condenaron a una reclusión forzada en
la Institución Mental de Park View, de la que había escapado hacía tres años.

El forajido se echó hacia atrás, examinó la figura femenina vestida de


negro y, sin previo aviso, levantó el fusil y la apuntó con él. A ella se le paró
el corazón y esperó a que apretase el gatillo, pero Cain, en vez de hacerlo,
metió la punta del cañón bajo el velo y empezó a subirlo.

Christal agarró el fusil para detenerlo, siendo consciente de que


necesitaba la protección del velo. Aquellos ojos grises se lo confirmaban; no
quería que Cain viese su cara, no quería ser tan vulnerable.

Angustiada, le dio un golpe al arma tratando de apartarla. No le sirvió de


nada. Él la sostuvo con fuerza y siguió levantando la gasa negra. En un
segundo, la redecilla se apartó y dejó las bellas facciones de Christal al
descubierto.

En los ojos de Cain pudo leer sorpresa y desconcierto. Al parecer no


esperaba ver lo que encontró: una joven rubia de diecinueve años con mirada
desafiante.

En medio de un profundo silencio, se miraron durante un largo momento,


evaluándose. Christal estaba aterrada, sin embargo, la experiencia le había
enseñado que demostrar cualquier debilidad era un error. Intentó mostrarse
tan altiva y fría como una estatua de mármol, tarea fácil para una joven criada
en el seno de la alta sociedad neoyorquina, aunque sólo consiguió que él le
devolviera la mirada con una expresión enigmática.

Confusa, Christal giró la cabeza intentando evadirse de su presencia,


pero el forajido, sin piedad, apoyó el cañón del fusil en la mejilla femenina y la
obligó a mirarlo de nuevo.

Con una mezcla de rabia y miedo, la joven volvió a enfrentarse a los


ojos del forajido, que eran tan fríos y duros como el suave cañón del arma que
apoyaba en su piel. Entonces, Cain hizo algo sorprendente: bajó lentamente el
fusil. Christal se sobresaltó al ver que se acercaba a ella, pero tan sólo lo hizo

21
FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

para cubrirle de nuevo el rostro con el velo. Luego se acomodó otra vez en el
asiento, le dirigió una mirada indescifrable y volvió a mirar por la ventana,
absorto en sus pensamientos.

—¿Por qué le colgaron? —preguntó Christal con voz ahogada.

Cain se volvió hacia ella y la miró directamente a los ojos, a pesar de


que estaban cubiertos de nuevo por el velo.

—Porque quizá me lo mereciera.

Las duras palabras atravesaron a la joven, que se dejó caer en el


respaldo del asiento sintiendo que el miedo le impedía respirar. La sonrisa
masculina reflejaba satisfacción, pero estaba exenta de humor. Después volvió
a observar la pradera, como si ella no estuviese allí.

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FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

Capítulo 2

El camino se volvió accidentado al dirigirse al oeste, y la pradera llena


de salvia y arbustos fue dejando paso a un bosque de retorcidos pinos.
Christal podía oír los gruñidos y las quejas de los otros pasajeros a través de
la ventana abierta, pero las voces se fueron debilitando conforme aumentaba
la dificultad del terreno, hasta que reinó el silencio.

Finalmente, la diligencia llegó al umbral de las Montañas Rocosas. Los


picos de granito cubiertos de nieve se erguían a los lejos, y, tras una
pendiente particularmente empinada del sendero, en la que la columna de
montañas se fundía con las nubes, a Christal le dio la impresión de poder ver
el cielo. Pero apenas tenía tiempo para maravillarse del paisaje, ya que las
sacudidas y bandazos que daba la diligencia a causa del dificultoso camino,
requerían que centrara toda su atención en agarrarse al asiento para no
caerse al suelo, o peor, en los brazos del forajido.

Por último, la diligencia se paró de golpe y Christal se atrevió a mirar


por la ventana. Sólo podía ver más pinos, más cantos rodados y un angosto
sendero que se adentraba en las montañas, erosionado por las inclemencias
del tiempo. Asustada, volvió su acusadora mirada hacia el forajido que se
encontraba sentado frente a ella.

Cain apartó las botas del preciado escritorio del señor Glassie, apenas
perturbado por el brusco viaje. No se detuvo a mirarla, sino que abrió la
puerta de golpe y le hizo un gesto para que saliese.

Una parte de ella se encontraba desesperada por salir a toda prisa y


comprobar si los otros pasajeros habían logrado llegar bien, pero la otra parte
no quería moverse, pues eso supondría soltar la culata de la pistola que
ocultaba en el bolso.

23
FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

—No veo que mueva los pies, señora. —Ella lo miró. A pesar del velo,
podía ver claramente aquellos ojos de asombrosa frialdad. Quizá fue lo que vio
en ellos lo que la obligó por fin a salir de la diligencia.

Para su sorpresa, descubrió que se encontraban en un pueblo. Delante


de ella se erigían tres edificios, dos de ellos, decrépitos y ruinosos; el cielo
azul se asomaba por los agujeros de las paredes, como si de piezas de un
rompecabezas se tratase. El tercero había sido un salón, pero la parte
superior de la falsa fachada de madera se había derrumbado hacía tiempo y
bloqueaba la entrada. Christal levantó la mano para protegerse de la luz del
sol. Todavía colgaba un cartel sobre las puertas batientes del salón, aunque
estaba tan agujereado por las balas que resultaba ilegible. El ruido del agua
proveniente del barranco que se encontraba detrás del salón era lo único que
le daba alguna pista sobre su paradero. Les habían dicho que los llevaban a un
pueblo fantasma llamado Falling Water1, así que no cabía duda de que ya
habían llegado.

No podía vislumbrar a los demás pasajeros en el camino polvoriento,


pero tres bandidos armados salieron de la parte trasera del salón, y Caín los
observó con expresión imperturbable.

—¿Dónde están los demás? —preguntó uno de los hombres.

Portaba un antiguo fusil Sharp cruzado sobre el pecho y listo para


disparar.

Cain señaló el camino con un gesto.

—Ya vienen.

Los forajidos gritaron encantados y atravesaron corriendo los tablones


caídos, al tiempo que su inquietud se transformaba en júbilo.

—¡Los tenemos! ¡Los tenemos! —canturreaba uno, mientras otro


silbaba y el tercero se acercaba a Cain.

—He encontrado una habitación para encerrarlos como dijiste, Cain. —El
hombre era delgado, con la cara llena de granos. Aunque Christal estaba
oculta bajo el velo, el forajido le dedicó una sonrisa desagradable que la hizo

1
Fanning Wateree significa «cascada». N del T.

24
FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

retroceder unos pasos—. Está en la parte superior del salón. Créeme, no se


podría pedir nada mejor.

—Dame la llave —exigió Cain, sin dejarse contagiar por la emoción de


los hombres.

El que había hablado se la entregó obedientemente.

—¿Qué tenemos aquí? —Uno de los bandidos se acercó a la joven; era


un hombre enorme de aspecto rudo, que utilizaba un trozo de cuero para atar
su grasiento pelo. Con algo más que curiosidad, intentó levantarle el velo a
Christal, pero ella retrocedió, chocando contra el fuerte pecho de su
compañero de viaje.

—No la toques —gruñó Cain.

Al tiempo que hablaba, rodeó la cintura de la joven con un brazo de


hierro, ya fuera para impedir que huyese o para evitar que sus secuaces la
atacaran.

—Tenemos trabajo que hacer antes de que lleguen los demás. Boone —
dijo, dirigiéndose al que había intentado tocarla—, da de beber a los caballos.
—Se volvió hacia el hombre que no paraba de sonreír y hacia el tercero, que
tendría unos sesenta años y se encontraba sorteando los últimos tablones
rotos—. Vosotros dos, id a por un venado. Dentro de nada tendré hambre, y
ya sabéis que es algo que no soporto.

Los dos bandidos asintieron, se echaron el fusil al hombro y


desaparecieron detrás del salón. Boone le echó otro vistazo a Christal antes
de conducir los caballos al establo del final de la calle, junto con el forajido
que había conducido la diligencia.

De nuevo, la joven se quedó sin otra compañía que Cain. Tan sólo
estaban ellos dos, los edificios vacíos, el aire polvoriento y el cielo. Christal
tragó saliva, ya que tenía la garganta tan seca como el camino. No quería que
la apartasen de los demás pasajeros, y su mente daba vueltas y más vueltas,
en un intento desesperado por encontrar una vía de escape.

Apretó con fuerza el bolsito de seda y buscó en silencio el gatillo, pero,


antes de encontrarlo, la mano de acero de Cain la cogió por el brazo. Su
instinto le decía que corriera, así que dio un paso atrás, tratando de recogerse

25
FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

las faldas a la vez. No le sirvió de nada. Él la sujetó con una sola mano y la
arrastró hacia el salón sin darle opción a protestar.

—¿Dónde vamos? —inquirió mientras forcejeaba para librarse de la


mano de hierro que le inmovilizaba el brazo, sintiendo que el corazón latía
frenéticamente en su pecho.

Cain se detuvo, le quitó el velo de la cara y lo tiró al suelo. El viento lo


levantó y se lo llevó rodando, alejándolo con rapidez.

—Necesitaba el velo —le espetó ella con una expresión desafiante que
escondía el miedo que le corría por las venas.

Al enfrentarse a su fría mirada, vio por primera vez un pequeño rastro


de humanidad en los ojos del forajido.

—Habría sucedido tarde o temprano —respondió él en voz baja—. Y


ahora mismo prefiero ver con quién hablo. —Le apretó el brazo y la empujó
hacia el salón, de forma que la joven no podía llegar hasta el arma con la
mano libre.

La obligó a pasar entre las maderas caídas y la soltó cuando estuvieron


dentro del edificio. Christal dio unos cuantos pasos observando la gruesa capa
de polvo amarillo pálido que lo cubría todo: los tablones sin tratar, la barra y
las sillas desvencijadas.

—Suba por las escaleras. —Ella ahogó un grito y se volvió para mirarlo.
No pensaba subir a los dormitorios del piso de arriba con él. Incluso era capaz
de pegarle un tiro antes que dejar que la violase—.Vamos.

La joven miró a su alrededor en busca de una forma de escapar, pero


él bloqueaba la única puerta del salón.

Caín dio un paso adelante, y las profundas sombras del salón le


endurecieron los rasgos.

—¿Cómo se llama?

—Christal —susurró ella, sin mirarlo.

—¿Christal qué?

26
FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

—Christal Smith.

—¿Sin el «señora» delante? —repuso él, con un amago de sonrisa.

—Señora Christal Smith —replicó orgullosa.

—¿Cuánto tiempo lleva muerto?

La joven estuvo a punto de preguntar quién, pero reaccionó


rápidamente.

—Mi esposo murió hace seis semanas.

—No podían llevar mucho tiempo juntos. —Ella no respondió y Cain se


encogió de hombros—. Todos morimos algún día —afirmó con voz grave. A
Christal le pareció percibir un matiz de compasión en sus palabras. Si era
cierto, rezaba por poder apelar a ella; si se equivocaba, que Dios se apiadara
de su alma—. ¿Sabe quién soy? —le preguntó, avanzando un paso en su
dirección. Se había dejado el fusil en la diligencia, pero no lo necesitaba, a
juzgar por el aspecto de los dos revólveres de seis balas que llevaba a las
caderas.

Christal intentó mantener la voz fría y tranquila. Cuanto más se acercara


el forajido hacia ella y se alejara de la puerta, más oportunidades tendría de
escapar.

—Sí. Lo sé —contestó lentamente.

—¿Sí? ¿Quién soy? —se burló con una sonrisa.

—Macaulay Cain, el famoso forajido. —Christal miró hacia la puerta por


última vez, con los nervios tensos, a la expectativa.

Él dio un paso más y ella salió corriendo. Corrió como si huyese de un


incendio, y su esperanza aumentó al dejar atrás las puertas batientes del
salón, pero Cain la atrapó con insultante facilidad a causa de sus voluminosas
faldas. Christal cayó en el duro suelo y el bolso aterrizó en el polvo, fuera de
su alcance.

Sin darle tregua, Cain le dio la vuelta poniéndola bocarriba y se sentó a


horcajadas sobre ella, sujetándole los brazos por encima de la cabeza. La
joven forcejeó, y la luz del sol hizo que la cara del forajido resultase oscura y

27
FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

anónima. Desesperada por liberarse, levantó una rodilla para golpearlo y se


retorció bajo él, sin embargo, lo único que consiguió fue que se riera. Trató de
alcanzar el bolso con la poca libertad de acción que le permitía el férreo
agarre masculino, y casi pudo tocar el cordón de seda de la correa. Lo rozó
con la punta de los dedos, pero, como si él sospechase algo, la sujetó por las
muñecas con una sola mano, dejándola completamente indefensa.

Llena de angustia y con la respiración entrecortada, observó las duras y


marcadas facciones del rostro de Cain. Él se quedó inmóvil un momento y
después le acarició el pelo con una extraña suavidad.

Christal dejó escapar un gemido de furia. Inmovilizada como estaba, no


podía evitar que Cain deslizase entre sus dedos el grueso mechón de cabello
que se le había soltado del moño.

—Suélteme —le exigió.

—Su cabello es como la seda, ¿lo sabía? —Sus labios se convirtieron en


una fina línea, como si se tragase algo que no deseara sentir.

—He dicho que me suelte.

Él le rozó apenas el cuello desnudo, que probaba que ni siquiera podía


permitirse un camafeo barato, y luego le cogió la barbilla con fuerza,
obligándola a mirarlo.

—Ahora que los veo, también tiene unos ojos preciosos, de un azul poco
común. ¿Alguna vez se lo dijo su marido?

—¿Qué puede importarle eso? —replicó ella en tono bajo y confundido.

Él pareció no escucharla y su mano bajó hasta la cintura. La joven se


retorció, pero Cain no cedió ni un milímetro: le acarició el barato crespón
negro del corsé y recorrió con los nudillos el frágil torso femenino.

—Y su cintura es muy pequeña —musitó con voz ronca—. Muy pequeña


—repitió, casi en contra de su voluntad.

Su mirada subió lentamente hacia sus senos y Christal intuyó que al


forajido le gustaba la manera en que se movían a causa del agotamiento y la
rabia. Indignada, apretó los labios para intentar escupirle. Nadie tenía permiso
para mirarla de ese modo. Nadie.

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FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

—Si me escupe, señora, haré que ese general yanqui, Butler, parezca
un maldito caballero a mi lado.

La furia chocó contra el hielo. Ella no sabía mucho sobre la guerra, pero
sí había oído hablar de Butler, de cómo había encerrado y convertido en
prostitutas a todas las mujeres de Nueva Orleáns que se habían atrevido a
escupir a las tropas de la Unión.

Vencida, gritó de frustración y él la puso en pie. Trató de recuperar


desesperadamente el bolso, pero él lo levantó del suelo por el cordón de seda
y agarró a la joven por la cintura. Ella lo arañó y golpeó para evitar volver al
salón sin su arma, aunque todos sus esfuerzos resultaron inútiles ante la
enorme fuerza del hombre.

La arrastró de nuevo hacia el interior del ruinoso edificio y empezó a


subir las escaleras, obligándola a que lo precediera. Christal luchó con las
fuerzas que le quedaban para liberarse, pero él acabó con su rebelión de una
vez por todas echándosela sobre el hombro.

—No —gimió ella. Desesperada, pataleó y se retorció de tal forma que la


falda se le subió hasta los muslos, dejando al descubierto las enaguas. Al
llegar al final de las escaleras, Cain entró en una habitación, la tiró sobre un
colchón de plumas lleno de manchas y soltó el bolso en una silla, fuera de su
alcance.

La joven lo miró a través de la nube de polvo que se había levantado del


colchón. El forajido le cerraba el paso hacia el bolso, de modo que no tenía
forma de utilizar la pistola. No podía ganar; iba a violarla, pero tendría que
matarla primero, porque no se rendiría sin luchar.

Cain se inclinó sobre ella, intimidándola con su altura y Christal se


enfrentó a su mirada con ojos relucientes, llenos de desafío. Se había pasado
los tres últimos años protegiéndose de hombres como él, tres años luchando y
escapando. Las mujeres que la rodeaban entregaban su honor por hambre y
necesidad, sin embargo, ella no lo había hecho, ni siquiera cuando el poco
trabajo decente que encontraba no servía para calmar su hambre.

No había sucumbido a la prostitución y nunca lo haría. Su aspecto era


altivo y distante; se había convertido en la persona que aquella vida la había
obligado a ser, con la intención de proteger su frágil y vulnerable interior.

29
FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

Por dentro seguía siendo la misma que vivió en Nueva York, antes de
que el crimen de su tío arruinase su vida; una jovencita apenas salida de la
adolescencia que deseaba confiar y dar, amar y ser amada, y no iba a permitir
que aquel bandido la violase y se llevase lo que guardaba en lo más profundo
de su ser, AI menos no mientras siguiese viva. Conservaría dentro de su
corazón a la persona que había sido y la defendería con uñas y dientes,
porque, si él la destruía, acabaría con todas las razones que le quedaban para
luchar y sobrevivir. Si esa jovencita desaparecía, Christabel Van Alen nunca
podría regresar a casa ni volver a ser la que fue.

Cain le acarició suavemente la mejilla y parecía a punto de decir algo,


cuando ella se lanzó contra él, dispuesta a romperle un brazo en caso
necesario. El forajido gruñó e intentó detenerla, pero, por un instante, el
terror le otorgó a Christal una fuerza y una velocidad que no poseía. Le
empezó a dar puñetazos en cualquier parte que pudiera dolerle e hizo lo que
pudo por herirlo, sin embargo, resultaba descorazonador luchar contra aquel
cuerpo duro como la roca y aquellos rasgos intensamente masculinos que no
mostraban nada, salvo sorpresa.

Aún así, ella siguió luchando hasta que él consiguió cogerle un brazo. La
joven, con un reflejo aprendido, levantó la mano libre y le dio una bofetada
tan fuerte que hizo que Cain se quedase paralizado durante medio segundo.

—Gata salvaje —murmuró el forajido con voz ronca.

—No le dejaré hacerlo, ¡no le dejaré! —Christal abrió la boca para


morderle y él se echó hacia atrás con un rugido de rabia.

Finalmente, se miraron a los ojos y se detuvieron. Cain se restregaba la


mandíbula donde ella le había golpeado, y en su mirada se podía leer una furia
condescendiente, como si Christal fuese una niña malcriada.

—Permítame un consejo, señora Smith —susurró—: es una mujer bella,


y será mejor que aprenda deprisa a quién tiene que obedecer. Hay muchos
hombres solitarios en este campamento.

Ella se mordió el labio inferior, negándose a dejarle ver que le temblaba.

Cain se acercó más, y la joven pudo ver todas y cada una de las motas
plateadas que salpicaban sus increíbles ojos grises.

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FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

—Se cree muy valiente, pero eso aquí no vale nada. No tiene ninguna
oportunidad sin mí. Ahí fuera, un hombre puede oler a una mujer a un
kilómetro de distancia.

—¿Q-qué quiere decir con que pueden olerme? —preguntó mientras


Cain le tocaba el pelo sin dejar de mirarla.

—Lo que quiero decir, señora, es que puedo olerla por entero. Se ha
enjuagado el pelo con agua de rosas, probablemente esta mañana. Diría que
no lleva este vestido a menudo y que lo ha sacado hoy del baúl, ya que huelo
la lavanda que utilizó para alejar las polillas. No lleva perfume, y sospecho
que es porque no puede permitírselo. Pero, a pesar de eso, desprende un
intenso aroma femenino, y, si intentara describírselo mejor, seguramente
recibiría otra bofetada. —Bajó el tono de voz, que adquirió un tinte
inquietante—. Lo que le estoy diciendo, señora, es que todo eso hace que un
hombre piense y desee.

—Me enfrentaré a usted —susurró Christal.

El soltó una carcajada sin humor.

—No ganará. —Se puso serio—. Pero si me escucha y sigue mis


instrucciones, puede que llegue al martes sin haber pasado de uno a otro
como un trapo sucio. ¿Lo entiende?

Ella palideció y asintió con ojos asustados. Lo entendía: Cain quería ser
el único con derecho a violarla y abusar de ella, pero Christal lo desafiaría una
y otra vez, hasta su último aliento.

El forajido se alejó unos pasos y el pánico hizo presa de ella, a la espera


de que se quitase la camisa polvorienta. Sin embargo, él se limitó a decir:

—Va a ser una semana dura, señora Smith. Prepárese.

Tras decir aquello, salió de la habitación y cerró la puerta con llave.


Asombrada, Christal se quedó mirando la puerta durante un largo instante. Se
había librado de la violación por algún extraño milagro, pues en los ojos de
aquel hombre se podía leer que nunca había sentido piedad ni amor por nadie.

Pero sólo había pospuesto la violación; regresaría cuando ya no le


quedasen órdenes que dar ni pasajeros con los que tratar.

31
FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

Aterrada, corrió a la silla en la que estaba el bolso. Le temblaban tanto


los dedos que le costó abrirlo y coger el arma. Después, tras arrastrar la silla
desvencijada hasta el rincón opuesto, se sentó y apuntó con la pistola en
dirección a la puerta.

Christal se movía en la oscuridad de la habitación mezclándose con las


sombras. Llevaba varias horas en el dormitorio, la luz del día se había
desvanecido y, con ella, sus esperanzas de ser rescatada. Todavía no estaba
segura de las razones que habían llevado al forajido a no tocarla. Pensando
que quizá antes tuviera que dar cuentas a Kineson, el jefe de la banda, cruzó
los brazos y se estremeció.

De pronto, vio 1a luz de una lámpara filtrándose por debajo de la puerta


y se acercó al otro lado de la cama, sin saber si se sentía aterrada o aliviada
de que su destino se decidiese al fin. Cain entró en el dormitorio con paso
firme sosteniendo una lámpara de aceite, y la llama iluminó sus marcadas
facciones. Su rostro estaba por completo desprovisto de emociones, pero, sin
duda, pensó Christal, era lo que las chicas de los salones solían llamar un
hombre atractivo. Demasiado atractivo.

Cain sostuvo la lámpara en alto y la joven disfrutó de un momento de


satisfacción al comprobar el asombro que reflejaban los ojos del bandido.

—Estás llena de sorpresas. —Observó el revólver y después los


desafiantes ojos de la joven.

Christal le devolvió la mirada desde el otro lado de la cama, con la cara


pálida y decidida.

—Es la pistola más pequeña que he visto nunca. Debe tener muchos
años y sólo cuenta con un disparo.

—Con eso me basta.

—Sí, es cierto, siempre que no falles. —Dio un paso hacia ella.

—No sigas —le ordenó Christal, alargando el brazo que sostenía la


pistola. Al ver que él se detenía, le exigió—: Dame las llaves.

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FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

—¿Dónde vas a ir? Ahí fuera no hay nadie que pueda ayudarte —se
burló.

—Voy a alejarme todo lo posible de ti.

—Te aseguro que soy lo mejor que podrías encontrar —repuso Cain con
una sonrisa torva.

—No te preocupes por mí —adujo Christal, dando un paso en su


dirección—. Dame las llaves.

—¿Las quieres? —preguntó él, haciéndolas oscilar—. Son tuyas —


añadió, tirándolas con todas sus fuerzas.

Las llaves de hierro cortaron el aire como una bala, hicieron estallar el
cristal de una de las ventanas y se perdieron en la noche.

Ella ahogó un grito, pero no apartó los ojos de Cain.

Aunque la distracción no bastó para que le quitase la pistola, sí que


sirvió para que el forajido se acercase peligrosamente a ella.

—Vamos, vete —la tentó—. Corre escaleras abajo y coge las llaves del
suelo. Yo me quedaré aquí para que puedas encerrarme cuando vuelvas.

Sus miradas se cruzaron. Los ojos de ella eran sombríos y decididos; los
de él, enigmáticos y amenazantes.

—Te dispararé si te acercas más.

—No puedes controlar esta situación tú sola. Ignoras muchas cosas y


conseguirás que te maten. Dame la pistola, pequeña. —Cain dio otro paso.

Ella agitó la pistola para ordenarle que retrocediera, pero él no cedió ni


un milímetro.

—¿Es que quieres que te dispare? —preguntó Christal cada vez más
nerviosa. Era una locura que se arriesgase de esa forma.

—Estás alterando mis planes y no puedo dejar que lo hagas.

33
FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

—No tienes alternativa. ¡Retrocede! —Temblaba tanto que cogió la


pistola con las dos manos para mantenerla quieta.

El avanzó sin perder de vista a su presa. Christal se mordió el labio;


deseaba desesperadamente no haber llegado tan lejos. No había matado
nunca a nadie y no quería tener que hacerlo.

Su espalda dio contra la pared; ni siquiera se había dado cuenta de que


estaba retrocediendo ante el implacable avance del forajido.

Sin otra alternativa, la joven amartilló la pistola y Cain se detuvo.

Los segundos que pasaron mirándose a los ojos, estudiándose,


parecieron años. Él se comportaba como si no la creyese capaz de disparar,
pero ella sabía que sí lo era y deseaba con todas sus fuerzas que no la
obligase a demostrárselo.

Al ver que el forajido daba un paso atrás, la joven dejó escapar un


trémulo suspiro de alivio y bajó un poco la pistola, momento que Cain
aprovechó para lanzarse sobre ella. Christal gritó y apretó el gatillo, justo
cuando él la empujaba contra la pared, logrando que la bala acabase en el
techo.

—¿Có-cómo sabías que iba a disparar? —exclamó ella, sintiendo que la


rabia y la frustración constreñían su garganta.

—Tus ojos me lo dijeron —susurró el forajido de forma amenazante—.


Si alguien te apunta con una pistola, no lo miras a las manos, sino a los ojos.
—La soltó de un empujón y ella se alejó todo lo que pudo, todavía empuñando
la pistola inservible.

—¡No! —gritó ella, cuando él se acercó a la cama donde estaba el bolso


de seda negra.

Ignorándola, Cain abrió el bolso y vació el contenido sobre el colchón:


un pequeño peine de marfil, dos monedas y cinco cartuchos envueltos en
papel. Como si estuviese familiarizado con la mecánica de cargar una pistola
por el cañón, arrancó de un mordisco la punta de los cartuchos, escupió el
papel en el suelo y tiró por la ventana tanto la pólvora como las balas.

—¿Tienes más? —preguntó, volviéndose hacia ella.

34
FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

—No —contestó Christal en un hilo de voz.

—Muy bien, vamos. —La cogió del brazo y la llevó hacia la puerta.

—¿Dónde me llevas?

—Al campamento —respondió Cain con modales bruscos—. Se llevaron


la hornilla de este sitio cuando lo abandonaron. A partir de ahora te
encargarás de la comida. Baja.

Deseó haber dicho que no sabía cocinar y que tendría que buscarse a
otra que lo hiciera, porque en su casa de Washington Square no la habían
educado para ello. La música, la historia y el dibujo llenaban sus mañanas y el
punto de cruz ocupaba sus tardes.

A pesar del tiempo transcurrido, todavía podía ver a su madre en un


sillón junto a los grandes ventanales del salón, concentrada en su labor. Era
muy parecida a su hermana Alana. Aunque habían pasado seis años, recordaba
cada detalle: el cabello rubio de su madre recogido en un elegante moño
sobre la nuca, el chal con estampado de cachemira añil que su padre le había
comprado en París, echado sobre sus hombros, y el crujido del vestido de
seda marrón al inclinarse sobre el bastidor, contando las puntadas de su
bordado mientras se calentaba junto al fuego.

Fuego.

Los ojos se Christal se oscurecieron y se enfrentaron a los de Cain.


Sabía muy bien cómo cocinar, porque el cálido recuerdo que había acudido a
su mente no era más que eso: un recuerdo de algo que ya no existía. En los
últimos años había trabajado lo bastante en las cocinas de los salones como
para saber qué hacer con una hornilla caliente y un saco de alubias del
ejército.

Salieron del local, pero no antes de que Cain recogiese las llaves que
estaban en el suelo, manchadas de pólvora negra. Después la empujó para que
siguiera un camino que trazaba una curva detrás de los edificios y descendía
bruscamente, en el que se podía escuchar el sonido del agua. Se veían
obligados a avanzar poco a poco, ya que la débil luz de la lámpara apenas
iluminaba el empinado y rocoso sendero.

Cain la dejó caminar sola hasta que vio algo en sus movimientos que
traicionó sus deseos de escapar. Con mano firme, la agarró del brazo y la guió

35
FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

en el descenso. Ella forcejeó, a pesar de que las faldas la hacían tropezar una
y otra vez y de que sus botas resbalaban sobre la tierra seca. En una ocasión
estuvo a punto de caer los quince metros que la separaban del fondo de la
pendiente, pero él la ayudó a mantener el equilibrio y la instó a continuar.

Instantes después llegaron a un claro desde el que vislumbraron el brillo


de una hoguera lejana entre los pinos. Se acercaron a ella, y Christal pudo ver
que la luz provenía de una chimenea de piedra rodeada de las ruinas de lo que
un día fue una cabaña minera. Los pistoleros iban y venían en torno al haz de
luz y parecían estar en todas partes. Christal contó nueve, incluido Cain. Uno
de ellos le llamó especialmente la atención: se trataba de un hombre
corpulento con un gran bigote, cuyo pelo, blanco como la nieve, le caía hasta
los hombros. Cuando se levantó, comprobó que era tan alto como Cain y que,
con su chaqueta de cuero con flecos, podía haber sido la atracción principal
en una obra sobre Buffalo Bill. Unos cuantos botones de latón de un viejo
abrigo de infantería de Georgia brillaban en su chaqueta, y en sus ojos se
podía leer que era un hombre que no conocía la piedad.

Llena de inquietud, Christal miró entre las sombras en busca de los


demás pasajeros, hasta que Cain, a su espalda, dio una orden:

—Boone, lleva a los prisioneros al salón y enciérralos allí. Puedes


llevarles la comida cuando esté hecha.

Alguien empujó entonces al señor Glassie dentro del arco de luz; su


bonito traje verde estaba cubierto del polvo del camino, se tambaleaba por la
fatiga y su expresión denotaba nerviosismo. Pero lo que más aterró a Christal
fueron los grilletes de hierro que rodeaban sus muñecas y tobillos y que lo
unían con una cadena corta a Pete, que estaba encadenado a su padre, quien a
su vez estaba encadenado al predicador, y éste, al conductor de la diligencia
de Overland. Cerraba la fila el pistolero que debería haberlos protegido. Los
forajidos lo habían previsto todo. No querían que los pasajeros se escapasen y
les arruinasen el plan. Ella era la única que tenía una ligera oportunidad.

Impotente, observó cómo los pasajeros pasaban junto a ella como una
cuadrilla de presos. Pete exigió a sus captores que la dejasen ir con ellos para
poder protegerla, pero el forajido que llevaba el látigo lo silenció levantando
la mano. Las cadenas crujieron y tintinearon creando una macabra melodía, y
los hombres desaparecieron por el sendero que llevaba al pueblo.

—Entonces, ésta es la mujer.

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FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

Al escuchar aquello, a Christal se le heló la sangre. Se volvió buscando


el origen de la voz y se encontró con el hombre de pelo blanco. Cada vez más
nerviosa, miró a su alrededor y advirtió que era el centro de todas las miradas
y que las conversaciones al calor de la hoguera habían cesado. Al ver que uno
de los bandidos se humedecía los labios, se le erizó el vello de la nuca y el
miedo le impidió moverse.

—Va a preparar la comida, Kineson. —La voz de Cain, grave y profunda,


la sacó de su trance.

Christal se obligó a recuperar el control de sí misma y se dio cuenta de


que Cain había llamado Kineson al hombre del pelo blanco; el forajido que
daba nombre a la banda y que no apartaba la mirada de sus pechos.

El terror hizo presa en ella al enfrentarse a aquellos ojos de


depredador. Dio un paso atrás, encontrándose con que el sólido pecho de Cain
impedía su huida. No había ningún sitio en el que pudiera esconderse.

—Ponte con eso, muchacha —dijo Kineson, señalando la chimenea con


una sonrisa lasciva—. Tengo hambre.

Se rió, y ella quiso escupirle en la cara, pero Cain la empujó hacia la


chimenea. Cuando la joven consiguió soltarse, se volvió y le lanzó una mirada
cargada de furia. Luego empezó a trabajar, deseando que lo que se asara en el
fuego fuesen los miembros de la banda en vez del ciervo.

Con los nervios a punto de estallar, se las arregló para encontrar una
olla y algunas latas de alubias en un viejo saco. Después echó las alubias en la
olla y la puso al fuego, mientras todos los hombres la miraban como si fuesen
una jauría de perros salvajes.

Entonces notó que alguien le tiraba de la falda. Se dio la vuelta con


rapidez y observó que los hombres habían hecho un círculo alrededor de la
chimenea y que la habían atrapado dentro. Cain era el único que permanecía
alejado, examinando uno de sus revólveres como si no pasase nada.

La mano volvió a cogerle la falda y Christal dio un paso atrás para


alejarse del forajido con los ojos llenos de odio, pero, al estar rodeada, acabó
junto a otro pistolero, que, a su vez, intentó levantarle la falda. Los hombres
se reían y, en un momento, convirtieron aquello en un juego. Aterrada, la
joven estuvo a punto de echarse a llorar, sin embargo, consiguió contenerse y

37
FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

las lágrimas se le helaron en los ojos, consciente de que si se derrumbaba


acabarían con ella.

El juego continuó, y los forajidos cerraron cada vez más el círculo que la
rodeaba, disfrutando de la desesperación y el miedo de la joven.

Ella corría de un lado a otro del círculo sin encontrar una escapatoria,
hasta que la mano de Kineson se metió bajo sus enaguas y la sujetó por el
tobillo. Christal tiró una y otra vez tratando de liberarse y acabó tirada en el
suelo, sin aliento.

Los hombres aullaron de risa. Kineson se levantó y fue a por ella, pero,
antes de poder tocarla, Cain la puso de nuevo en pie. Ella se resistió,
temiendo que la atacase, sin embargo, en vez de hacerlo, Cain dijo con
brusquedad:

—Tienes cosas que hacer. Hazlas.

Christal contuvo la respiración sin poder dejar de mirarlo. Si no supiese


de lo que aquel forajido era capaz, habría dicho que acababa de salvarla. No
había participado en el juego; se había quedado a la sombra de la chimenea,
observando..., hasta que ella había caído.

La joven volvió a la olla de alubias sintiendo una absurda gratitud. Era


una locura sentir aquello por Cain, el hombre que la había secuestrado. Por lo
que sabía, seguramente había detenido la tortura para poder cenar a tiempo.
Lo miró de soslayo y observó que había regresado a la chimenea y volvía a
estudiar su revólver, como si el incidente nunca hubiese tenido lugar.
Enfadada consigo misma, Christal cogió una cuchara de madera y raspó las
alubias que se habían quemado en el centro de la olla, regañándose por haber
pensado que aquel hombre quería ayudarla.

—Cain... a veces me pregunto quién es el jefe de esta banda... si lo eres


tú o si lo soy yo —gruñó Kineson de manera amenazadora.

La banda guardó un ominoso silencio y todas las miradas se volvieron


hacía Kineson y Cain, que seguía junto a la chimenea sin dar señales de
alarma, sacándole brillo al revólver.

—¿No me respondes, chico?

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FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

Cain bajó lentamente el revólver y levantó la vista. La joven contuvo el


aliento, con la cuchara de madera olvidada sobre la olla.

—Ésta banda lleva tu nombre, no el mío —dijo Cain en tono frío y


conciso.

Kineson miró entonces a Christal con expresión triunfante.

—Pues recuérdalo bien, chico.

—No soy ningún chico. Recuérdalo tú si no quieres acabar en el hoyo


antes de tiempo. —Aunque tranquilas, las palabras de Cain resonaron como un
trueno en la oscuridad de la noche.

Al oír aquello, los bandidos se quedaron inmóviles, conscientes de que


el próximo movimiento debía venir de Kineson.

El jefe de la banda observo a Cain con inquietud. Entre los dos forajidos
existía un extraño desequilibrio; estaba claro que Kineson era el jefe, pero el
hombre a quien todos parecían temer era Cain, que era mucho más hábil con
las armas. En un tiroteo, incluso Christal apostaría por Cain.

Finalmente, Kineson se rascó la mandíbula y pidió algo de beber, lo que


puso fin al incidente.

Sin embargo, Christal sabía que aquello no había terminado. La banda


regresó a la normalidad y ella siguió cocinando las alubias; pero cuando nadie
la miraba, observó que Kineson clavaba sus terribles ojos en Cain, lleno de
odio.

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FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

Capítulo 3

Las alubias tardaron una eternidad en cocerse. Mientras que el resto de


los hombres se dedicaban a hablar entre ellos en voz baja observando de vez
en cuando a Cain, que seguía limpiando el revólver junto al fuego, Kineson
sólo tenía ojos para Christal, la cual no podía moverse sin sentir el peso de su
mirada.

Para matar el aburrimiento, uno de los hombres cogió un banjo y


empezó a tocar una canción, cuyas palabras helaron la sangre de Christal.

Soy un buen soldado rebelde, eso es lo que soy;


y por esta «tierra de libertad» yo ya nada doy.
Me alegra haber combatido y sólo lamento haber perdido.
No quiero perdón alguno por lo que haya podido hacer.

La guerra había terminado hacía más de diez años y Christal apenas la


recordaba, ya que había tenido poco que ver con ella. La vida continuó de la
misma manera para la élite de Nueva York. Fueron los irlandeses los que
lucharon contra el Sur, e, incluso una vez abolida la obligatoriedad de
presentarse a filas, siguieron yendo, al ser el único trabajo que podían
conseguir. La joven no conocía prácticamente a nadie que se hubiese visto
afectado por la guerra entre los estados... Hasta ese momento en el que el
forajido empezó a cantar una de las más famosas canciones del ejército
rebelde.

Odio la Constitución y a esta república de corruptos.


Odio a los libertadores, con sus uniformes azules.
Odio al águila presuntuosa, que no hace más que protestar
y a los mentirosos yanquis, que sólo saben llorar.

El único recuerdo que tenía de la guerra se remontaba al momento en


que, siendo una niña, había acudido cogida de la mano de su padre a la Quinta

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FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

Avenida, pocos días después de que el Sur se rindiera, para ver pasar la
comitiva fúnebre de Lincoln. Sólo tenía nueve años y le había resultado muy
extraño que alguien quisiera disparar al presidente.

Ahora sabía demasiado sobre aquella terrible guerra, ya que muchos


confederados resentidos formaron bandas para levantar de nuevo al Sur.
Habían empezado robando para financiar su política, pero su causa se
desvirtuó hasta hacerlo únicamente por codicia, aunque se negaran a
reconocerlo.

Seguí al viejo Robert durante casi cuatro años,


herido en tres puntos y hambriento en Pint Lookout.
La nieve me causó reuma cuando quisimos acampar,
pero maté a muchos yanquis... y mataría a algunos más.

La canción le zumbaba en los oídos. La banda de Kineson no era más


que un puñado de excombatientes rebeldes. Al pensar en ello, recordó que el
acento de Cain a veces tenía un cierto deje sureño. Los malogrados pasajeros
de la Overland Express habían acabado en manos de un grupo de forajidos
confederados.

Uno a uno, todos los hombres se unieron a la canción, hasta que


Christal tuvo que contener el impulso de taparse los oídos.

Hay trescientos mil yanquis en tierra sureña.


Matamos a trescientos mil antes de perderla;
murieron de fiebre sureña, de acero y balas del Sur
y ojala fuesen tres millones y no lo que dices tú.

Miró a Cain, que había dejado de sacarle brillo al revólver para unirse a
los hombres en el último verso con una expresión distante y melancólica.

No puedo coger el mosquete y seguir luchando,


pero no voy a aceptarlos, de eso estoy hablando.
No quiero ningún perdón por lo que era y soy
y nada doy por la reconstrucción.

Nerviosa, Christal siguió removiendo las alubias, sin dejar de rezar por
que no descubrieran que era de Nueva York. Se encogió de miedo al recordar

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FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

que el señor Glassie le había dicho que era de Paterson, en Nueva Jersey. La
cosa no tenía buena pinta para él.

Los hombres gritaron pidiendo comida, así que echó las alubias en los
platos con actitud desdeñosa, y observó cómo se sentaban a comer sin el
menor rastro de educación. Exhausta, se quedó junto al fuego y se preguntó si
no habría llegado el momento de escapar, aprovechando que los hombres
estaban ocupados calmando el hambre.

No sabía dónde podría ir. Sintiendo que la inquietud crecía en su


interior, le echó un vistazo furtivo a un bosquecillo de álamos que se
encontraba más allá del cerco de luz. Si pudiese adentrarse entre los álamos,
quizá lograse esconderse en la oscuridad, y, con mucha suerte, puede que al
día siguiente diera con un campamento de mineros o con algún vaquero que
pudiese ayudarla.

Contó los hombres lentamente para asegurarse de que estaban


concentrados en sus platos, y no en ella. Así era; incluso las miradas lascivas
de Kineson habían menguado con la necesidad de apaciguar el hambre.
Observó de nuevo el bosquecillo de álamos, sintiendo que el corazón le iba a
estallar en el pecho y, cuando volvió su atención al campamento, su mirada
chocó con la de Cain.

Desde que habían llegado a la fogata, él había hecho todo lo posible por
no prestarle atención, sin embargo, en aquel momento, no se perdía ni uno
solo de sus movimientos. Christal podía leer en su rostro que conocía sus
intenciones de escapar. Con una sombra de sonrisa en los labios, parecía
burlarse de ella y retarla a intentarlo. Puede que Cain hubiese evitado sin
querer que los hombres la molestasen, pero sabía que el secuestro le
importaba tanto como a los demás y que, si huía, la atraparía.

Abatida, inclinó la cabeza y se abrazó a sí misma tratando de no temblar.


Estaba tan concentrada en encontrar otra ruta de escape que no vio a Kineson
hasta que lo tuvo frente a ella.

Él sonrió, y el miedo corrió como fuego líquido por las venas de


Christal. Como un animal acorralado, intentó darse la vuelta, sólo para
encontrar que la chimenea le impedía el paso.

Atrapada, trató de empujarlo, pero el forajido era demasiado fuerte.


Con una mirada de lasciva satisfacción, Kineson le cogió la cara entre las

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FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

manos y examinó sus rasgos pálidos y temerosos. La joven intentó apartarle


las manos, logrando únicamente que él se divirtiese más y que la agarrase
brutalmente por la cintura.

—Es mía, Kineson.

El jefe de la banda se quedó inmóvil por un momento y después la soltó


para darse la vuelta. Cain estaba allí, con la mano derecha relajada sobre el
muslo, obviamente preparado para enfrentarse a Kineson.

—Por favor, ayúdame —suplicó Christal mirando a Cain. Pero los ojos
del bandido eran fríos como el hielo; su intención no era ayudarla, sino
conservar lo que consideraba suyo.

—¿Qué quieres decir? ¿Es que la estás reclamando? —le preguntó


Kineson, furioso.

—Sí —respondió Cain, con aire tranquilo.

—¿No quieres compartir?

—No.

Entre ellos se libró una batalla silenciosa de miradas, en la que nadie


quería ceder. La mano del jefe de la banda pareció acercarse a la culata nácar
del revólver. Grave error. La fama de pistolero de Cain se debía a su
velocidad, su precisión y, como Christal bien sabía, al hecho de que podía
intuir el momento en que su adversario iba a disparar. Kineson dudó por un
momento, luego, consciente de que sería el perdedor de aquel reto, se hizo a
un lado.

Christal apenas podía creer la escena que acababa de vivir. Puede que
la banda llevara el nombre de Kineson, pero ya no estaba segura de quién era
el verdadero jefe. Cain tenía, sin duda, madera de líder, y todos lo sabían.

Kineson se volvió de pronto hacia ella con la cara roja de ira,


contrastando vivamente con el pelo y el bigote blancos.

—Por ahora es tuya, pero no voy a permitir que le otorgues ningún


privilegio. Es una prisionera, que no se te olvide —le espetó con un violento
gesto de cabeza—. Que sea tu amante durante estos días. Pero tómala ahora
mismo o quítate de en medio.

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FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

Los sombríos ojos grises de Cain se posaron en ella. Habían puesto a


prueba su lealtad y se veía obligado a violarla si quería pasar la prueba.
Christal sintió un escalofrío. A pesar de que la expresión del forajido era
indescifrable, a la joven le pareció vislumbrar un brillo de arrepentimiento en
sus ojos, pero aquella emoción, si había existido, desapareció antes de que se
acercara a ella.

Christal huyó de él, zafándose de sus brazos con un grito. Su miedo le


proporcionó una fuerza inesperada y se abrió paso a través del círculo de
hombres hasta llegar al borde de la zona iluminada. Cain le había pedido que
lo obedeciese y puede que estuviese dispuesto a evitar que el resto de la
banda la violase, pero no había dicho quién la protegería de que la violase él
mismo.

Cuando la alcanzó, estaba casi a salvo en la oscuridad del bosque. La


abrazó con un rápido y violento movimiento, y apretó su boca contra la de ella.
Cuanto más se resistía, más aullaban y vitoreaban los hombres. Christal
golpeó el pecho de Cain, pero era como intentar mover un bloque de granito.
Sacudía la cabeza a derecha e izquierda tratando de evitar el duro beso del
bandido, mas todo era inútil. Los labios de Cain se movían sobre los suyos sin
piedad y su mandíbula sin afeitar le raspaba la suave piel.

Su miedo se multiplicó al sentir la lengua del forajido dentro de su boca.


Habría deseado morderla, pero la conmoción la dejó momentáneamente
inmóvil. Se zafó apartando la cabeza, y lo miró a la tenue luz del fuego,
aterrada.

No había compasión en sus ojos de hielo. Nada lo detendría. Al violarla


y humillarla probaría su lealtad a la banda, y estaba decidido a hacerlo. La
dejaría sin su orgullo, su dignidad y su amor propio, por unos minutos de
placer.

La volvió a besar y, aquella vez, la joven tuvo la suficiente presencia de


ánimo para morderlo. Hincó con fuerza los dientes en la lengua invasora y él
apartó la cabeza de golpe.

—Dios —murmuró Cain al ver la mancha escarlata en la mano que se


había llevado a la boca. Aquella pausa fue lo único que Christal necesitó para
salir corriendo. Él reaccionó al instante alargando el brazo para detenerla y le
arrancó el hombro del vestido.

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FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

Los diminutos botones de azabache que adornaban el escote de la joven


cayeron sobre la hierba, lo que permitió que Cain y el resto de los forajidos
pudieran tener una amplia visión del nacimiento de los senos que asomaba por
encima del encaje del corsé. Ella se llevó las manos al pecho de forma
instintiva, instante que Cain aprovechó para volver a atraparla. Y, aunque
Christal pudo ver su expresión triunfante, curiosamente, no parecía
satisfecho.

—Que Dios se apiade de tu alma, aunque tú no tengas piedad de la mía


—susurró Christal.

Sus palabras parecieron atormentarlo durante un segundo hasta que la


silenció con otro beso. Dominándola con insultante facilidad, la obligó a abrir
la boca, y la joven pudo saborear la esencia metálica de su sangre y oler su
intenso aroma masculino.

Luchó contra él con toda su furia y dejó escapar un sollozo inaudible,


pero no era rival para Caín, como ya había quedado patente en el salón.
Pronto le dolieron las manos de pegarle, y los labios de intentar liberarse.
Poco a poco, se quedó sin fuerzas, y el forajido tomó el control. Sólo le faltaba
tumbarla en el suelo, levantarle las faldas y violarla delante de todos a través
de la costura abierta de sus pololos. Cain se disponía a destruir la inocencia
que Christal había protegido y alimentado en su interior, y, después de aquella
noche, la persona que había sido desaparecería para siempre, y otra, una
versión herida y menguada de sí misma, ocuparía su lugar.

Cuando se le doblaron las rodillas, él le puso las manos en la cintura y la


levantó en el aire. A su espalda, los hombres seguían lanzando vítores, riendo
y aplaudiendo el predominio de su compañero. Ella se preguntó vagamente
qué clase de monstruo le haría aquello a una mujer. El pulgar de Cain oprimía
la parte inferior de su pecho mientras la sujetaba por la cintura, pero estaba
tan entumecida que apenas lo notaba.

De pronto, dejó de besarla y la condujo fuera del perímetro de la luz.


Justo detrás de la hoguera había un cobertizo destartalado a punto de
desmoronarse y Cain empujó a la joven detrás del ruinoso edificio, como si
necesitase privacidad.

Lo gritos y silbidos empezaron a disminuir. El espectáculo había


terminado y los bandidos se conformaban con escuchar. Cain la tiró al suelo, y
las agujas de pino, secas por el calor del verano, crujieron bajo las faldas,

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FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

pero la tierra estaba fría, y aquel contacto la hizo recuperar algo de fuerza.
Forcejeó de nuevo con él y se le rompió la manga del vestido. A los forajidos
pareció gustarles el ruido de la tela al rasgarse, porque murmuraron, y uno de
ellos dejó escapar una carcajada.

Finalmente, las manos de Cain atraparon las suyas, las sujetaron contra
el suelo, y se colocó entre sus piernas.

Se quedó inmóvil por un instante, con su cuerpo, alto y fibroso, sobre el


de ella. A Christal se le entrecortó la respiración, esperando que, en cualquier
momento, el forajido empezara a desabrocharse los botones de los vaqueros.

—Grita —le susurró Cain al oído, cambiando de apoyo y gruñendo en el


proceso.

Ella cerró los ojos y se negó a concederle su perverso deseo, aliviada


por no poder verle la cara en la oscuridad.

Él rugió y volvió a cambiar de postura.

—Te he dicho que grites, que gimas, que te quejes —murmuró—.


Vamos.

Christal abrió los ojos de golpe. No podía ver su rostro y, en aquel


momento, lo lamentó. Quizá se equivocara, pero algo en la voz del forajido le
decía que estaba dispuesto a ayudarla.

Él volvió a moverse y le abrió más los muslos. La joven era consciente


de cada centímetro del cuerpo masculino, pero Cain todavía no se había
desabrochado los pantalones, ni le había subido a ella las faldas.

—Te he dicho que gimas, maldita sea —gruñó de nuevo, agitando las
agujas de pino un poco más.

Ella obedeció.

No le costó mucho que resultara convincente, debido a que se sentía


conmocionada y perpleja. El sonido parecía una vacilante súplica femenina, y
Christal oyó cómo los hombres murmuraban más allá del cobertizo, excitados
por su sumisión.

—Otra vez —musitó Cain, jadeando con fuerza.

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FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

De pronto, Christal comprendió lo que él estaba haciendo y contuvo un


sollozo. Aquel forajido jugaba a ser Dios con su vida. Su condena o su
salvación dependían por completo de él, y Cain había decidido salvarla. Sabía
que era un criminal, pero, a pesar de todo, sintió hacia aquel forajido una
enorme e irracional gratitud.

Los ruidos que hacía Cain se volvieron más fuertes y ansiosos. La joven
empezó a llorar, incapaz de conciliar el conflicto de emociones que se
agitaban en su interior. Finalmente, él dejó escapar un sonido salvaje y
gutural, y se quedó inmóvil sobre ella.

Sólo se oían los sollozos de Christal. El silencio reinó al otro lado del
cobertizo hasta que los hombres empezaron a hablar, como si no hubiesen
estado escuchando.

La joven intentó recuperar la compostura. Podía sentir el peso de Cain


sobre su cuerpo y tenía la espalda helada, pero la parte delantera, cubierta
por el cuerpo masculino, parecía arder. Él respiraba con dificultad, tan cerca
de ella que podía sentir los latidos de su corazón.

—¿Por qué...? —susurró Christal, pero él le tocó los labios para


silenciarla.

—Si hablas de esto, conseguirás que me maten. O peor, conseguirás


que te maten a ti —respondió en voz baja.

Ella asintió, sintiéndose confusa. No sabía por qué la había ayudado.


Había podido violarla y, sin embargo, había optado por un elaborado
espectáculo para convencer a los demás de que lo había hecho, procurando no
hacerle daño. A su pesar, se preguntó si Cain no sería como ella, si su
exterior duro y frío no escondería a otra persona, a alguien honorable, alguien
que sabía de compasión y piedad.

Desfallecida, llorando y con los nervios a flor de piel, observó el rostro


masculino. Cain era el diablo en persona, la había secuestrado y tratado poco
mejor que a una esclava. Pero, cuando había tenido el destino de Christal en
sus manos, la había salvado. Y el hecho de que aquel gesto proviniera de un
forajido, de un hombre del que no se esperaba caridad alguna, hacía que ella
valorase mucho más lo que había hecho.

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FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

Cain se apartó unos centímetros y sus dedos rozaron sin pretenderlo la


tela rasgada del hombro de la muchacha. La acarició, vacilante, una sola vez,
dejando que sintiera la aspereza de sus dedos sobre la suave piel. Después se
puso de rodillas, se sacó la camisa y se desabrochó los pantalones. La joven
se estremeció al quedarse sin el abrigo de su cuerpo, pero, casi de inmediato,
él la ayudó a ponerse en pie, y Christal se secó las lágrimas perdida en un
torbellino de emociones.

Con aspecto sombrío, Cain la empujó para que lo precediera, como había
hecho tantas otras veces aquel mismo día. Regresaron a la hoguera, ella con
aspecto de estar aturdida y destrozada, y él con expresión satisfecha y
dominante, abrochándose los pantalones lentamente y remetiéndose el faldón
de la camisa. Los forajidos gruñeron de aprobación mientras Kineson no
perdía detalle del desaliño de Christal.

—Aquí llega la viuda alegre —dijo con desprecio.

Todos rieron, salvo Cain, que la miró con expresión indescifrable y


regresó a la limpieza de la pistola.

La joven se sentó junto al fuego, incapaz de pensar en otra cosa que en


lo sucedido. Los hombres empezaron a retirarse a sus jergones, y un forajido
llegó del salón con los platos que habían usado los otros pasajeros.
Agradecida por tener algo en lo que ocuparse, recogió todos los platos de
hojalata y los llevó hasta el riachuelo que corría a pocos metros. Una vez allí,
se quitó los guantes de algodón negro con cuidado de no mostrar la cicatriz de
la mano, y lavó los platos. Cuando terminó, se puso los guantes y se sentó
junto al fuego con cansancio.

No había comido en todo el día y estaba agotada, pero no necesitaba ni


sueño ni alimento, sino mantenerse alerta para escapar.

A medida que los hombres se dormían, ronquidos estridentes empezaron


a llegar de todos los puntos del campamento. Desde donde se encontraba,
podía notar la mirada de Kineson fija en ella mientras se tumbaba en el jergón;
Al cabo de un largo rato, por fin tuvo el valor de mirar en su dirección,
sintiéndose aliviada hasta lo indecible al comprobar que el jefe de la banda
también se había dormido. Consideró brevemente la posibilidad de esperar a
que todos se durmieran para poder escabullirse hacia el bosque, pero sabía
que Cain no se lo permitiría.

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FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

Lo observó colocar su jergón al lado de la chimenea, el mejor lugar del


campamento. A Christal no le sorprendió que la banda le dejase aquel sitio,
pero sí que un forajido tan duro necesitara la comodidad de la hoguera.
Entonces, se le paró el corazón al darse cuenta de que quizá lo quisiera para
dormir con ella. No dejó de mirarlo mientras él se agachaba y desataba las
correas que le rodeaban los muslos y sujetaban las pistolas. Luego,
cumpliendo las previsiones de la joven, se quitó la pistolera lentamente, la
sostuvo en una mano y la llamó con la otra.

Tenía que haber supuesto que la obligaría a dormir con él. La banda
consideraba que ella era propiedad de Cain y su responsabilidad era impedir
que escapara. A pesar de saber que era inútil, retrocedió, y él tuvo que
obligarla a meterse bajo la manta. Con una caballerosidad inesperada, le cedió
el sitio más cercano al fuego, dejando su propia espalda expuesta al aire frío
de la noche. Después colocó la pistolera entre ellos, en una posición que le
permitiese coger su revólver rápidamente, y, sin decir palabra, se echó la
manta sobre los hombros y cerró los ojos.

Christal se pasó más de una hora observando la parte trasera de la


chimenea. Estaba a gusto y caliente bajo la manta. Tanto, que tuvo que
esforzarse para no quedarse dormida, pero lo que la mantenía despierta era
pensar en los revólveres que tenía apoyados en el trasero. No podía quitarse
de la cabeza la idea de que, si conseguía hacerse con las armas de Cain, sería
libre.

Pasó otra hora que le pareció eterna y, muy lentamente, cambió de


postura para mirar a su captor. Él respiraba con normalidad, profundamente,
y, centímetro a centímetro, la joven fue metiendo la mano bajo la manta hasta
dar con la suave empuñadura de un revólver. Los fuertes latidos de su
corazón ahogaron el aullido lejano de un lobo. Con extremo cuidado,
desabrochó la protección de la pistolera y tiró del revólver, pero, justo en ese
instante, una mano la cogió de la muñeca.

—Si sigues así, puede que encuentres algo que no deseas —susurró él
en su oído con voz amenazadora.

Christal dejó escapar un pequeño gemido cuando el forajido le retorció


la muñeca para que soltara la pistola, y el dolor le recorrió todo el brazo.
Vencida, abrió la mano e intentó retirarla; sin embargo, Cain, a modo de
castigo, no se lo permitió. Deslizó la mano femenina por su torso y la sujetó
entre sus piernas, hasta que ella sintió la dureza de su excitación.

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FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

Asustada, la joven gimió en voz baja y forcejeó para soltarse. Él se lo


permitió mientras quitaba la pistolera de donde estaba. Luego la atrajo contra
su pecho y la abrazó, de modo que su peso le impidiera usar los brazos.
Conservaba la pistolera en la mano, con las pistolas justo bajo la nariz de
Christal, tan cerca y, a la vez, tan lejos.

Incapaz de moverse y sin desear hacerlo, se quedó apoyada en él,


sintiendo que su rígida erección le quemaba la piel a través de las faldas. Se
quedaron allí tumbados largo rato, hasta que él, sin motivo alguno, le preguntó
con una voz baja y sorprendentemente amable:

—¿Hay algún hijo esperándote?

—No —logró responder ella.

Cain dejó escapar un largo suspiro, como si se sintiera aliviado, y


después se durmió con la misma rapidez con la que se había despertado.

En la oscuridad, la fingida violación volvió a ella. Sin desearlo, recordó


los movimientos del bandido, sus gruñidos, y, finalmente, el profundo sonido
animal que había parecido surgir de su misma alma. Cain la hacía sentir cosas
que no deseaba sentir y lo maldijo por ello, incapaz de moverse bajo los
férreos músculos de su brazo, e intentando conciliar el sueño que tanto la
eludía.

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FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

Capítulo 4

—Muchacha, ven aquí y tráeme otra torta de pan —le ordenó Kineson,
que parecía dispuesto a darle una patada.

Christal se apartó unos rebeldes mechones rubios de los ojos y le lanzó


una mirada asesina. Sin otra opción, sacó otra torta de la sartén, la puso en un
plato y se acercó a él.

La mañana era fría, sin embargo, la joven apenas lo notaba debido a que
llevaba un buen rato cocinando en la hoguera. El sol estaba en lo más alto de
las montañas y empezaba a iluminar las cimas de los álamos. Christal miró
hacia el sendero rocoso que conducía al pueblo, aunque apenas podía ver el
tejado del salón en la cima de la pendiente. Era posible que los otros
pasajeros tuviesen un plan de huida, pero sólo podría participar en él si lo
conocía, así que esperaba poder tener la oportunidad de hablar con alguno de
sus compañeros de viaje.

Lanzó una mirada de soslayo a sus captores y vio que el forajido de más
edad, cuyo nombre desconocía, flexionaba las rodillas mientras daba vueltas
alrededor del campamento, como si tuviese problemas de reuma. Había otros
tres hombres sentados alrededor del fuego comiendo pan, entre los que se
encontraba el jefe de la banda; no sabía dónde estaban los demás.

—¿Por qué no te quitas nunca esos guantes?

Le dio a Kineson el plato con la torta de pan y no hizo caso de la


pregunta. Pero cuando se volvió, cerró las manos formando puños bajo los
endurecidos guantes de algodón negro, rígidos por el sudor y la grasa.

Cain apareció de repente delante de la chimenea. Tenía el pelo peinado


hacia atrás, como si acabara de bañarse en las cascadas que resonaban más
allá del bosquecillo de álamos. Aquello no era habitual en el resto de los

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FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

forajidos. Los harapos y las pulgas, tan característicos de la Confederación,


también lo eran de la banda de Kineson. El hedor reinante la repugnaba.

—Coge unas tortas para llevarlas al salón. —Cain apenas esperó a que
Christal las colocara en una bandeja de hojalata para cogerla del brazo y
conducirla por el sendero.

La joven temía lo que le deparaba el nuevo día. Sus intentos de huida


habían resultado inútiles, así que su única esperanza era esperar al martes...,
si es que el martes llegaba alguna vez. Aunque parte de ella, una parte muy
pequeña, confiaba en Cain después de lo sucedido la noche anterior, era
consciente de que seguía siendo un forajido, y ella su cautiva. Necesitaba
desesperadamente creer que la Overland Express entregaría el rescate y que
ella quedaría libre. Con ese pensamiento en mente, era capaz de sobrevivir
hasta el martes... con la protección de Cain.

Le resultaba muy complicado subir por el sendero manteniendo la


bandeja en equilibrio. En un descuido, tropezó y perdió bastantes tortas a
medio cocer antes de que él lograra sostenerla. Pero, cuando la enderezó, se
apartó del forajido con rapidez. No le gustaba sentir aquellas manos sobre
ella, porque, sin quererlo, le hacían revivir lo ocurrido por la mañana.

Christal se había despertado al amanecer al sentir el aire frío en la


espalda. Sentándose entre escalofríos, alzó la mirada y pudo ver que Cain
observaba con detenimiento su largo pelo enmarañado.

Avergonzada, intentó peinarse con los dedos, pero había perdido casi
todas las horquillas en el forcejeo y no tenia nada con que sujetárselo.

Entonces, Cain, en un gesto extrañamente considerado, arrancó un


fleco de su chaqueta y se lo ofreció. La joven lo aceptó a pesar de que odiaba
el sentimiento de gratitud que se apoderó de ella y la forma en que la mirada
de su captor le aceleraba el pulso.

Volvió a la realidad cuando la falda se le enredó entre las botas y cayó


con estrépito al suelo. La bandeja y las tortas salieron volando y, en un
intento por no resbalar y caer cuesta abajo, se agarró desesperada a una
rama; pero ésta, afilada y rota, se le enganchó en el guante y le arañó la palma
de la mano, haciendo que gimiera de dolor.

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FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

Cain la sujetó rápidamente, rescatando su mano de la rama que la tenia


atrapada.

—Deshazte de estos malditos guantes —le ordenó Cain, lacónico.

—Las tortas —respondió Christal con un grito ahogado, sin hacer caso
de la mano ensangrentada y temiendo que la obligara a volver al campamento.

El forajido echó un vistazo al pan quemado y pastoso tirado por el


sendero polvoriento, y sacudió la cabeza.

—Un poco de cieno no va a cambiarlas mucho.

En cualquier otra situación se habría sentido insultada, aunque lo cierto


era que no se había esforzado al cocinar porque la banda de Kineson merecía
morir envenenada.

Se agachó para recoger las tortas y tratar de limpiarlas, pero Cain la


detuvo.

—He dicho que te deshagas de esos guantes.

—No... —Apenas pudo protestar antes de que él la pusiera en pie y le


quitara el guante de la mano izquierda.

Cain le miró con detenimiento la mano, una mano en la que,


sospechosamente, no se veía ninguna alianza, y, antes de poder contenerse, la
joven se apresuró a darle una explicación.

—Ne-necesitaba dinero después de la muerte de mi marido y me vi


obligada a vender el anillo.

Él la atravesó con la mirada, tratando de descubrir si le estaba diciendo


la verdad.

—¿Cuánto tiempo estuviste casada?

—Dos años —mintió rápidamente.

—¿Y lleva seis semanas muerto?

—Sí.

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FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

Él acarició con suavidad el dedo donde debía haber estado el anillo, y


sonrió sabiendo que la había atrapado mintiendo.

—No veo la marca de ninguna alianza.

Ella no hizo comentario alguno, ya que confesar cualquier detalle la


habría sentenciado.

En medio de un opresivo silencio, Cain le cogió la mano derecha y


empezó a sacarle el guante destrozado con cuidado.

Christal sintió un escalofrío de terror. No podía dejarle ver la cicatriz.


Los carteles de busca y captura podían haberla seguido hasta el Oeste, y, si
Cain había visto alguno, sabría que ofrecían una enorme recompensa por ella.

La joven apartó la mano, dispuesta a luchar antes que a revelar lo que


había debajo del guante. Forcejeó con él y le manchó la camisa de sangre,
pero él no pareció inmutarse. Ignorando sus esfuerzos por alejarse de él,
volvió a cogerle la mano y, esta vez, la sujetó con fuerza y le sacó el guante.

La cicatriz ocupaba casi toda la palma. Era curiosamente bella: tenía la


forma exacta de una rosa, grabada en la mano a fuego.

Cain le soltó la mano y, poco a poco, levantó la mirada hasta llegar a sus
ojos. La joven examinó con atención la reacción del forajido, y se alegró al ver
que sus ojos sólo reflejaban una mezcla de curiosidad y asombro. Por el
momento estaba a salvo. Sabía que él quería hacerle preguntas, sin embargo,
por alguna extraña razón, no las formuló.

Sin decir palabra, Christal se arrodilló y empezó a recoger las tortas del
suelo. La mirada de Cain la siguió, como si deseara leer sus pensamientos, su
pasado, pero ella llevaba tres años guardando secretos y pensaba seguir
haciéndolo. Recogió todas las tortas requemadas y sopló para quitarles el
polvo, con el recuerdo de su tragedia dolorosamente grabado en el corazón.

Tenía trece años cuando se produjo el incendio. Su familia, los Van


Halen, pertenecía a la famosa e influyente comunidad knickerbocker de
Manhattan, los descendientes de los primeros colonos holandeses. Eran
adinerados, aunque vivían discretamente en una antigua casa de Washington
Square. Después de tanto tiempo, aquella vida le parecía irreal, como salida
de un cuento de hadas que hubiera leído siendo niña.

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FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

Christal adoraba a sus padres y a su hermana Alana. Y todo seguiría


igual de no haber sido por el marido de su difunta tía, Baldwin Didier, al que
trataban como si fuese de la familia. Era un hombre que, por muchos motivos,
resultaba aterrador para una adolescente como ella, con su aspecto
depredador, su recortada perilla gris y sus penetrantes ojos azules. Pero
también era un hombre de mundo y sus padres encontraban agradable su
compañía y sus irónicos comentarios.

Por desgracia, mientras Clarisse y John Van Alen lo recibían con agrado
y se reían con sus comentarios junto a las últimas brasas de la chimenea,
Baldwin Didier codiciaba lo que tenían. Se rumoreaba que la herencia Van
Halen era enorme, que contaba con muchos valores en la Compañía Holandesa
de las Indias Occidentales, participaciones en el Banco Knickerbocker y el de
Nueva York, y que poseían terrenos que se extendían desde Wall Street hasta
el río Harlem.

Y lo más importante: apenas tenían parientes. Sobre todo desde que la


hermana de Clarisse, la difunta esposa de Didier, muriera a causa de una
extraña enfermedad estomacal.

Una noche, poco después de su decimotercero cumpleaños, Christal se


despertó a causa de un penetrante olor a humo. Saltó de la cama sin
pensárselo y siguió el humo hasta las dependencias de sus padres. Allí
descubrió a Baldwin Didier, que observaba los cuerpos inertes de los Van
Halen con expresión pensativa, mientras ellos yacían bajo el dosel en llamas.

Christal gritó aterrada, y Didier salió corriendo. Ella rezó para que fuese
en busca de ayuda, pero supo que no sería así cuando se acercó tambaleante
a sus padres, dentro del dormitorio oscurecido por el humo, y vio el
candelabro lleno de sangre que su tío había utilizado para golpearles el
cráneo.

La joven suponía que había sido entonces cuando su mente se había


negado a asimilar lo ocurrido, perdiendo cualquier recuerdo de esa noche.
Aquello había resultado desastroso para ella, porque su falta de memoria,
aunque la protegía del trauma, la había conducido a una institución mental. Sin
recuerdos, no podía presentar ninguna prueba que la absolviese del asesinato
de sus padres. Y no cabía duda de que había estado en aquella habitación: sólo
hacía falta mirarle la palma de la mano para comprobarlo.

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FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

El interior de las dependencias de sus padres contaba con un bellísimo


conjunto de pomos parisinos hechos de plata repujada con la forma de una
rosa. La joven había recuperado la memoria antes de huir de la institución en
la que se hallaba recluida, y así había sido capaz de revivir los terribles
minutos vividos en la habitación. Su instinto le había dicho que ya no podía
ayudar a sus padres, y, al ver las llamas a su alrededor, había corrido hacia la
puerta, para encontrarse con que Didier la había cerrado con llave.

Como un animal enjaulado, había girado el pomo al rojo hasta quedarse


sin fuerzas, lo que había dejado su mano marcada para siempre.

Recordaba haber caído de rodillas con su camisón blanco de algodón,


que se había vuelto gris con el humo. No sabía si sus plegarias la habían
revivido o si había sido alguna otra cosa, pero, de algún modo, se había
arrastrado hasta las ventanas que daban a Washington Square y había abierto
una. El humo la cegaba y la ahogaba, sin embargo, había logrado dar con la
cornisa de piedra del exterior. Sólo estaba a unos cuantos metros de la
ventana de su dormitorio, así que se había arrastrado hasta ella, sin miedo a la
caída de seis metros hasta la acera, entre llantos e intentos por recuperar el
aliento en el claro aire nocturno, con el cuerpo y la mente conmocionados por
lo que acababa de presenciar.

Curiosamente, no podía recordar que le doliese la mano, aunque debía


de haberle dolido, y mucho, porque la había llevado vendada durante casi seis
meses. Pero ni siquiera después, al cabo de los años, recordaba el dolor.

La encontraron hecha un ovillo dentro de su armario, cubierta de hollín


de pies a cabeza, con la mano derecha colgando inútil junto al costado. Su
mente negaba lo que había sucedido, y no pudo recordar lo suficiente para
contestar las preguntas de las autoridades. El incendio había alcanzado tal
magnitud que los cadáveres de sus padres habían quedado irreconocibles. No
había pruebas de que hubiesen muerto de un golpe en la cabeza, ni del crimen
de Didier. Sólo estaba el pomo de la puerta grabado en la mano de Christal, lo
que la situaba en el dormitorio de sus padres a la hora de su muerte, y la
amnesia, que parecía constatar su locura.

Una lluvia de acusaciones cayó sobre ella, hasta que las autoridades, en
vista de su corta edad, decidieron ingresarla en una institución mental de lujo
de Brooklyn. Su tío Baldwin había querido colgarla en un primer momento,
pero después cambió de opinión. Tenía razones para ser clemente: con la
fortuna de su hermana Alana bajo su control, la memoria de Christal perdida y

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FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

la rosa grabada para siempre en su mano proporcionándole una coartada,


podría decirse que Baldwin Didier había hecho la mejor jugada de su vida.

La joven temblaba de rabia cada vez que pensaba en que Didier no había
recibido castigo por un crimen tan horrible. Su única razón para seguir
adelante era asegurarse de desenmascararlo, aunque tuviera que hacerlo sola
y el camino fuera largo y complicado. Se negaba a recabar la ayuda de Alana,
porque no quería poner en peligro a la única persona que amaba en el mundo.

Christal todavía recordaba la desolada expresión de su hermana cuando


la visitaba en el manicomio. Alana era tan bella como su madre, pero poseía
mucha más determinación y firmeza, y nunca había creído las terribles
acusaciones que recaían sobre su hermana. Había luchado con todas sus
fuerzas durante años para sacarla de aquel terrible lugar y, aunque no había
tenido éxito, su fe lograba que Christal siguiese adelante cuando desesperaba.
Por ello, el amor que sentía por su hermana era incluso mayor que el que
sentía por sí misma.

De pronto, Cain le hizo un gesto para que siguiese subiendo,


interrumpiendo el hilo de sus pensamientos. Mientras sujetaba las tortas de
pan con una mano y sus faldas con la otra, obedeció, acosada de nuevo por los
recuerdos.

Había recuperado memoria a los dieciséis años. En el lugar donde la


habían recluido creyeron que se había vuelto loca de verdad cuando empezó a
acusar a su tío de la muerte de sus padres, y le habían puesto tanta morfina
que estuvo a punto de darles la razón. Pero había convencido al auxiliar del
turno de noche para que no le pusiera la inyección, y, a altas horas de una
madrugada de hacía tres años, se había puesto el uniforme robado a una
enfermera y había huido de aquel lugar para siempre, convirtiéndose en lo que
era ahora: una fugitiva.

Sintiéndose terriblemente expuesta sin los guantes, cerró la mano en


torno a la cicatriz. Durante años había deseado poder librarse de ella, pero
siempre estaba ahí, como una sombra, lista para encarcelarla por unos
asesinatos horribles que no había cometido. Una vez llegó incluso a pensar en
cubrir la rosa con otra quemadura, pero, cuando estaba a punto de agarrar un
atizador al rojo vivo, no había tenido el valor suficiente para soportar el dolor.
Había tirado el atizador al fuego y se había condenado a vivir huyendo.

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FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

El corazón volvió a latirle con normalidad. ¿Por qué había tenido tanto
miedo? En el Oeste, todos eran fugitivos. Miró de nuevo a Cain... Fugitivos de
una u otra clase.

En el pueblo, Boone hacía guardia frente al salón y Cain le hizo un gesto


con la cabeza antes de adentrarse con Christal en el ruinoso edificio. Por las
huellas de pisadas que había por todas partes y que casi habían hecho
desaparecer el polvo, daba la impresión de que hubiese entrado un ejército.

La joven subió las escaleras con Cain y Boone a su espalda, y llamó a la


puerta. Respondió Zeke, que había cambiado el látigo por un Winchester.

Christal le dio la bandeja de las tortas y después miró por encima del
hombro del forajido para contar a los pasajeros. Todos parecían cansados: el
señor Glassie sudaba aunque la mañana todavía era fresca; la mano del
predicador tembló al coger el pan, dejando claro que habría preferido un vaso
de whisky; el cochero, el pistolero y el padre de Pete estaban dormidos, con
la cabeza apoyada en la pared de yeso desconchada, pero el ruido de las
cadenas los despertó.

Christal miró a Pete con ojos compasivos; el chico estaba encorvado en


una esquina, asustado, pero desafiante. La rabia le tiñó de rojo las mejillas al
ver el corpiño roto de la joven.

—¿Por qué no la dejáis aquí con nosotros? —preguntó furioso,


rechazando la bandeja de pan e intentando levantarse.

—Porque ahora pertenece a Cain —respondió Boone, tirándolo al suelo.

—¡No tienes derecho...! —le gritó Pete a Cain. Una patada de Zeke en el
estómago cortó sus palabras.

La joven quiso acercarse a él, pero Cain la cogió por la cintura y la


detuvo.

—No puedes ayudarlo —susurró en su oído, con voz ronca.

—¡No le hagáis daño! —gritó Christal.

Boone se disponía a pegarle otra patada a Pete, cuando Cain intervino.

—Déjalo —le ordenó tajante.

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FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

Boone obedeció maldiciendo entre dientes. No le gustaba que la orden


fuese resultado de la súplica de Christal, pero hasta él sabía que no podía
oponerse.

—¿Les habéis dado de beber hoy? —siguió Cain implacable.

Boone sacudió la cabeza.

—Pues ve a por agua.

Con una mueca de desagrado, el hombre asintió y salió de la habitación.

Cain miró a los pasajeros y pareció satisfecho de encontrarlos en buen


estado. Después, cogió a la joven de la mano y se fue, sin hacer caso de la
mirada de odio de Pete.

Cuando estuvieron al pie de la escalera, Christal, incapaz de contenerse,


musitó:

—¿Qué posibilidades tenemos de llegar todos vivos al martes?

—¿Por qué no te concentras en llegar viva tú? —La miró con expresión
sombría, y ella pensó en la noche anterior, en cómo la había salvado.

—No nos dejarás morir —susurró, convencida.

El apartó la vista, que se había vuelto fría e implacable.

—No te garantizo nada.

Cain condujo con habilidad a su appaloosa por las vías del tren. Estaban
en las llanuras, bajo un depósito elevado de agua hecho trizas, y el sol
calentaba con fuerza. Llegar a aquel lugar les había costado varias horas. El
examinó las vías, las zanjas y la disposición del terreno, y Christal supo
instintivamente que era allí donde la Overland Express debía dejar el dinero.

—¿Serás tú el que salga al encuentro del tren? —preguntó la joven, que


montaba a pelo el caballo con Cain, rodeada por los poderosos brazos del

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FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

bandido. Al salir del salón, él la había subido a lomos del animal, y habían
partido hacia las llanuras sin decir palabra.

—Kineson y los demás estarán conmigo. Zeke se quedará en el salón


cuidando a los prisioneros.

Dirigió al caballo a la izquierda y cruzaron las vías. La joven se sujetaba


a la crin con todas sus fuerzas. Cabalgar con Cain la inquietaba, ya que podía
sentir los músculos de su pecho y los movimientos de sus caderas contra las
de ella con el trote del appaloosa. El cuerpo del forajido tenía una fuerza que
sobrepasaba de lejos la suya, por lo que la única forma de escapar de él seria
utilizando el ingenio.

Volvió la cabeza y lo miró a los ojos.

—¿Qué pasará cuando Kineson y tú tengáis el dinero? —Temía la


respuesta, pero el crimen de secuestro y robo era tan grave que sospechaba
que el jefe de la banda no pensaba dejar testigos.

Cain guardó silencio durante un instante, con expresión dura.

—¿Pretenden matarnos? —insistió Christal en voz baja y tranquila. Como


él no respondió, siguió hablando—. Digo pretenden, porque no creo que tú...

—Sé por qué lo dices.

—No éramos más que pasajeros en esa diligencia. No tenemos nada que
ver con todo esto.

—Sois los medios para un fin. Kineson y yo pertenecíamos al regimiento


de Georgia que voló en pedazos en Sharpsburg. Terence Scott, el dueño de
Overland, era el comandante del regimiento de la Unión que nos aniquiló.

Cain era de Georgia. La joven guardó aquel pequeño dato en su mente


para usarlo en el futuro.

—Entonces, ¿es así como os vengáis del señor Scott? ¿Robándole? Sois
unos cobardes.

Ella se preparó para su ira, pero Cain se limitó a decir:

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FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

—Terence Scott es un maldito unionista y Kineson es un secesionista.


No hay nada que hacer. —En aquel momento, Christal volvió a notar su ligero
acento sureño.

—Tú sí puedes hacer algo —afirmó.

Por fin llegó la ira, y la voz de Cain resultó letal.

—Yo hago lo que me dice Kineson. Recuérdalo como si tu vida


dependiese de ello, porque así es, señora Smith, así es.

—No siempre haces lo que te dice —replicó, recordando la noche


anterior. Cain estaba a punto de refutarlo, pero ella siguió hablando—.
Podríamos escapar, Cain. Tú y yo podríamos volver a Camp Brown y decirles
a las autoridades lo que ha ocurrido. Me aseguraré de que te exoneren. El
señor Glassie, Pete y los demás estarán tan agradecidos que no presentarán
cargos.

Él la atravesó con una gélida mirada.

—Tú puedes hacerlo —insistió la joven, sin poder evitar el tono de


desesperación en su voz—. Anoche pudiste haberme violado y, sin embargo,
no me hiciste ningún daño y me protegiste de los demás. Debes dejar la
guerra atrás, Cain. Lo que pretende Kineson es una locura.

—¿Y qué sabrás tú de la guerra? No eres más que una yanqui que
seguramente era demasiado pequeña para recordarlo.

—¿Cómo... cómo sabes que soy del Norte? —preguntó Christal con voz
ahogada.

—Es fácil adivinarlo —respondió Cain dirigiéndole una sonrisa de


suficiencia—. No llevas ropa cara, pero tus modales son impecables y siempre
miras a los demás por encima del hombro. No conozco a ninguna sureña que
se lo pueda permitir en los tiempos que corren.

La joven se sorprendió de que supiese tanto sobre ella sin haberle dicho
nada. Cain la había ayudado la noche anterior, aun sabiendo que era una
yanqui. Había un hombre honorable dentro de él, en alguna parte. Si Christal
lo encontraba, quizá pudiera salvarlos a todos.

61
FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

—Si huimos, Cain, si escapamos, quizá podamos ayudarte. La compañía


del señor Glassie te estará agradecida, y... —Pensó en el padre de Pete, que
decía que se habían hecho ricos—. Quizá los pasajeros consigamos reunir
algún dinero y darte una recompensa. Podrías irte a casa, a Georgia, y
empezar una nueva vida.

—Ya no tengo adonde volver. Sherman se aseguró de eso cuando hizo


que Georgia ardiera por los cuatro costados.

Ella palideció. Perdía terreno muy deprisa. Aquel hombre no tenía nada
que perder y nada que ganar, no había forma de llegar a él.

—Debe haber algo que quieras y podamos darte —musitó finalmente.

Él la miró, y sus ojos bajaron hasta el corpiño sucio y roto, demorándose


en el punto en el que se tensaba sobre su pecho. Aquella mirada estuvo a
punto de quemarle la piel, sin embargo, Cain no dijo nada; no tenía por qué
hacerlo.

Ella guardó silencio segura de que nunca negociaría con su cuerpo.


Viviría con honor y orgullo, o moriría con ellos.

Él levantó por fin la vista y se encontró con los ojos desafiantes de


Christal.

—No importa lo que me ofrezcas, no voy a liberaros. —Giró la cabeza y


contempló la amplia pradera de hierba que los rodeaba—. Si voy al pueblo
contigo, seguro que me cuelgan por esto. —Se bajó el sucio pañuelo escarlata
que llevaba atado al cuello y Christal pudo ver de nuevo la gruesa cicatriz—.
No creo que salga victorioso de otro encuentro con el verdugo.

—Si me llevas a Camp Brown —repuso la joven en un último intento


desesperado—, nunca diré nada sobre ti. Les contaré lo de los otros
pasajeros, y tú podrás irte del fuerte, escapar.

—No puedo.

—¿No ves que Kineson te odia? Tú quieres tu oro, pero ¿y si Kineson


no piensa compartirlo? —Un sollozo de frustración se le ahogó en la
garganta—. No te entregaré si me llevas a Camp Brown. Sálvate. El hombre
que conocí anoche tenía buen corazón...

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FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

—Olvídate de anoche —rugió—. Si crees que puedo cambiar los planes,


te equivocas. Lo que tiene que pasar, pasará. Créeme, si cooperas, quizá
salgamos todos vivos de ésta.

Las esperanzas de Christal se desvanecieron. Abatida, se apartó de él y


contempló la gran pradera. No había más que decir.

Furioso, Cain detuvo el caballo.

—¿Qué puede importarte a ti que yo salve o no el cuello? Ya tienes


bastantes problemas para salvar el tuyo. —Ante el silencio de Christal, él la
sacudió por los hombros—. ¿Por qué te importa tanto?

Ella lo miró desafiante.

—Tú y yo somos iguales, Cain. Entiendo por lo que has pasado. A los
dos nos han perseguido como a animales. Yo no me lo merezco y quizá tú
tampoco. Así que pruébalo: llévame a Camp Brown.

—Ese marido tuyo... —La apretó con más fuerza—, ¿te persigue o...? —
Sus palabras flotaron en el aire mientras barajaba las posibilidades.

—Adelante, piensa lo peor. Todos lo han hecho —le espetó.

Él observó los ojos de Christal, unos ojos que eran de un azul cristalino
a la ardiente luz del sol.

—No —dijo al fin, lentamente—, no lo mataste. No llevarías ropa de luto


si lo hubieses matado. No se llora la muerte de la persona a la que has
asesinado.

—No —susurró Christal, sintiendo de nuevo una perturbadora gratitud.


Llevaba tres años huyendo, y Cain era la primera persona que la consideraba
inocente hasta que se probase lo contrario.

—¿Cómo era?

Una pregunta sencilla, imposible de responder. Le preguntaba por su


marido, pero ella sabía que quería saberlo todo: por qué estaba en aquella
diligencia de Overland Express, adonde iba, por qué no llevaba alianza, por
qué no tenía hijos. Quería evaluar la felicidad de su matrimonio, juzgar su
pasado y predecir su futuro... Si es que lo tenía.

63
FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

Christal contempló la impresionante llanura y el inmenso cielo azul


sobre la tierra. La pradera la llamaba, le prometía espacio y anonimato, y no
podía renunciar a aquel anonimato, ni siquiera cuando algo en el fondo de su
corazón le decía que confiara en Cain, que le contara la historia de su tío, de
cómo la buscaba, de cómo la habían acusado injustamente de la muerte de sus
padres.

Quizá quisiera contarle todo aquello con la esperanza de que él viera


que eran iguales y que merecía la pena salvarla, junto con los demás
pasajeros.

Pero temía no lograr convencerlo, y eso la pondría en peligro para nada.

Respiró profundamente y disfrutó por un momento del amplio espacio


abierto que la rodeaba. En Nueva York se había pasado tres brutales años
encerrada en un una institución mental, desconcertada y atormentada,
temiendo que todas las mentiras contadas por su tío fuesen ciertas. Después,
como si despertase de un mal sueño, regresaron sus recuerdos, y, con ellos,
la verdad. Algún día lograría hacer justicia... O la encontraría su tío. Pero
todavía no había pasado ninguna de las dos cosas, y, hasta entonces, seria
mejor guardar silencio.

—¿Qué te hizo ese hijo de perra? —Cain le acarició la mejilla con el


dorso de uno de sus dedos y la obligó a mirarlo.

La joven advirtió que a Cain le perturbaba su mirada, como a la mayoría


de la gente, porque sus ojos expresaban el dolor de una profunda e
inexplicable pérdida.

—¿Qué importa ya? —susurró ella—. Mi pasado es mío. Quería que


supieses que entiendo por qué vives así. Yo también tengo mis razones.

—Soy un forajido. Una mujer como tú no debería tener nada en común


conmigo.

—¿Y qué sabes tú de las mujeres como yo? —repuso Christal,


desconcertada por la nota de reproche en la voz de Cain.

—Creía saber mucho.

64
FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

—Cain —le suplicó, mirándolo a los ojos—. Salvemos a esos hombres


que esperan en Falling Water. Después podrás huir sin mirar atrás. Los dos
podremos.

La brisa de la pradera agitaba el pelo del forajido y el sol se reflejaba en


sus ojos, unos ojos que parecían fragmentos de cielo invernal. Durante un
breve segundo, la joven creyó que habían conectado, que se comprendían, que
se habían convertido en dos criaturas del bosque que se reconocen a pesar de
la oscuridad que los rodea. Pero el momento desapareció y Cain espoleó al
appaloosa para que galopase, dirigiéndose a Falling Water como si los
persiguiese el mismo diablo.

Durante las horas que tardaron en llegar, las facciones del bello rostro
de Christal mostraron la desolación que sentía por el hecho de que Cain no
fuese el hombre que ella esperaba.

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FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

Capítulo 5

Cuando llegaron al campamento, la noche ya había caído y Cain dio de


beber y comer al caballo, antes de soltar a Christal para que preparase otra
cena a base de alubias y tortas de pan. El espíritu de la muchacha se resistía a
ser tratada como una esclava, pero su cerebro quería sobrevivir, aceptando
que, por el momento, no le quedaba otra alternativa que preparar más comida
para sus captores.

Con un gesto de cansancio, removió las alubias a pesar de que el calor


de la fogata y el olor de la comida le daba náuseas y de que tuvo que sentarse
más de una vez. Aparte de la media torta que se había comido aquella mañana,
no había tomado nada desde el secuestro. Tenía que guardar fuerzas, pero, si
aquella noche resultaba ser como la última, le ofrecerían poca comida y
demasiado tarde. Se suponía que tenía que servir a los hombres, poner otra
olla al fuego para alimentar a los prisioneros del salón y después lavar la
grasa rancia de los platos en el riachuelo.

La noche anterior, al terminar con el trabajo, ya no quedaba comida;


sólo estaban los restos de los platos de la banda y se prometió que moriría de
hambre antes que alimentarse de las alubias que había dejado Kineson.

Sirvió a los hombres, apoyó la cabeza en las piedras de la chimenea y


cerró los ojos. Cain acababa de servirse otro plato, dejando la olla vacía, así
que se quedaría de nuevo sin cena.

Se tumbó en el suelo haciéndose un ovillo e intentó no pensar lo


hambrienta que estaba. El cansancio hacía que le doliesen todos los músculos
del cuerpo. El largo paseo en el caballo de Cain le había dejado el trasero
magullado y cargar con las ollas de hierro le había destrozado la espalda. Sin
comida para sustentarla, notaba cómo su cuerpo perdía la energía y el ánimo.

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FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

De pronto, Cain le dio un toque en el hombro y ella abrió los ojos. El


forajido había terminado de cenar pero, en vez de abandonar el plato en el
suelo cubierto de agujas de pino, se lo ofrecía a ella todavía medio lleno.

Se comportaba como el captor que cuidaba de su cautiva y Christal tenía


que comerse sus sobras si no quería morir de hambre. Miró el tenedor, el
mismo con el que había comido él, el que se había introducido entre lengua y
paladar, de la misma forma que aquella lengua se había introducido en su boca
cuando la había besado.

Había mil razones para salvar su orgullo y rechazar su oferta, pero el


instinto de supervivencia era más fuerte que la razón. Aceptó el plato y se
comió las alubias de Cain, y, a pesar de que intentaba evitarlo, volvió a
sentirse extrañamente agradecida por el hecho de que él le hubiese ahorrado
comer del plato de alguno de sus secuaces.

Cain esperó a que Christal lavase los platos antes de llevársela al


bosque. Los hombres la habían observado mientras preparaba la cena como si
fuesen lobos acechando una presa, y la joven se sintió aliviada cuando Cain la
cogió de la mano y la sacó del círculo de luz, entre las risas lascivas de los
forajidos. No la llevó detrás del cobertizo, sino a las profundidades del
bosque, lo que hizo que el corazón de Christal se acelerara de nuevo.

Caminaron hasta llegar al pie de las cascadas, donde el agua caía con
estruendo formando un lago; el ruido resultaba ensordecedor y la oscuridad
reinante les impedía ver la cascada. Cain la condujo hasta una roca,
moviéndose con la agilidad y la seguridad de un gato. La colocó a su lado, y
se sentaron durante largo rato, escuchando el sonido del agua y viendo tan
sólo las pocas estrellas que podían escabullirse entre las sombras del dosel
de abetos.

Una extraña conexión pareció fluir entre ellos. Estaban allí porque se
suponía que Cain debía violarla y, por alguna razón que sólo él conocía, había
decidido no hacerlo. Estarían sentados en aquella gran roca hasta que
transcurriera el tiempo necesario para cometer la ofensa. Christal se sentía
presa de una emoción en la que se mezclaban tanto la gratitud como el odio, y
se sentía incapaz de discernir lo uno de lo otro. Cain guardaba silencio, y sus
emociones, si las tenía, eran secretas e insondables.

La sujetaba con cuidado, rodeando su cintura con sus fuertes brazos.


Era agosto, y, aunque los días eran cálidos y estaban plagados de mosquitos,

67
FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

las noches eran implacables y frías. La joven temblaba visiblemente, echando


de menos el chal que llevaba guardado en el baúl y que vio por última vez
encima de la diligencia de Overland. A su alrededor, el bosque la amenazaba
con su helado silencio y, de pronto, temió que pudiera acecharles algún
animal.

—¿Corremos peligro? —susurró. Estaban tan cerca el uno del otro que,
a pesar del rugido de la cascada, sabía que Cain podía oírla—. ¿Habrá osos?

—¿Estás sangrando?

—¿Sangrando?

—Sí. ¿Estás en tus días del mes?

Durante un breve segundo, Christal tuvo la aterradora idea de que


quería saber aquel detalle íntimo porque pretendía violarla.

—¿Por-por qué lo preguntas? —tartamudeó.

—Porque los osos pueden oler la sangre a un kilómetro de distancia —


respondió él sucintamente—. Sólo es peligroso sentarse aquí si uno de los dos
está sangrando. ¿Sangras?

—No —se apresuró a contestar ella, agradeciendo la oscuridad que


ocultaba su rubor. La señora Bulfinch, su adorada institutriz de antaño, se
habría revuelto en su tumba de saber que su pupila se había visto obligada a
hablar de su naturaleza femenina con aquel forajido.

Cain guardó silencio, como si reflexionara sobre algo. Llevaba dándole


vueltas a la cabeza toda la noche, y su humor la inquietaba. Se agitó nerviosa
entre sus brazos, hasta que estos se volvieron de acero y la forzaron a
estarse quieta.

Finalmente, le preguntó:

—Hay algo que no entiendo: ¿por qué viajaba una mujer sola como tú en
la diligencia de Overland? No entraba en nuestros planes secuestrar a una
mujer. ¿Dónde está tu gente? ¿Dónde está tu familia, Christal?

Que Cain la llamase por su nombre la hizo detenerse a pensar. Después


de mentir constantemente durante tres años, solía tener respuestas falsas en

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FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

la punta de la lengua antes incluso de oír las preguntas. Pero, cuando oyó
decir su nombre con aquella voz ruda y profunda, las preguntas se volvieron
demasiado personales, y ella descubrió que no quería mentirle.

—No me estás respondiendo —insistió Cain.

—No quiero hablar de mí, ya te lo he dicho.

—No tienes más remedio. Te estoy obligando a hacerlo. Dime adonde te


dirigías el otro día y por qué tenías que ir.

—No —susurró Christal, preparándose para un arrebato de ira.

No tuvo que esperar mucho.

—Estás huyendo, ¿verdad? —le espetó con voz acusadora, cogiéndola


por los brazos. Ella no respondió, y la furia de Cain creció aún más—. Quiero
saber de quién huyes y por qué.

Christal se puso tensa y él la apretó contra su pecho, haciéndola sentir


frágil e indefensa.

—Dímelo —insistió Cain, su voz silenciada por el rugido de las cascadas.

La joven sintió su cálido aliento en la mejilla como una suave caricia.


Deseaba confiar en aquel extraño. Tenían muchas cosas en común: el hogar
de Cain estaba destruido, igual que el suyo; huía de la justicia, igual que ella;
había sentido la soga al cuello, y en todas las pesadillas que tenía sobre la
muerte de sus padres, terminaban ejecutándola por los crímenes de Baldwin
Didier. Pero ¿bastaba eso para confiar en él? No podía estar segura.

—¿Qué importa la razón que me llevó a esa diligencia? —susurró—. No


volveremos a vernos después del martes. Y cuando llegue el rescate, huirás
de las autoridades para salvar la vida. De hecho, no me sorprendería que te
matasen de un tiro antes de poder salir de Falling Water.

Aquel pensamiento hizo que la angustia hiciese presa en su corazón. Por


algún motivo, la idea de verlo morir la perturbaba. Entre ellos había una
conexión, una comprensión que, en otras circunstancias, podría haber
conducido a algo más. Estaba segura de que dentro de Cain habitaba otro
hombre, alguien íntegro y honorable que se hallaba oculto bajo una apariencia
violenta. En realidad, si examinaba lo ocurrido desde el secuestro, no había

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FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

hecho otra cosa que protegerla de los demás, arriesgando incluso su propia
vida.

Christal sentía el corazón del forajido latir contra su espalda, al ritmo


del agua. Cerró los ojos un instante, intentando memorizar la agradable
sensación de estar protegida por unos brazos de acero, y tratando de borrar
de su mente la imagen de Cain sangrando a sus pies, herido de muerte por la
bala de un marshal. Pero no pudo, y un extraño e involuntario pesar invadió su
alma.

—Vamos —dijo Cain, levantándose de la roca. Ella lo siguió, incapaz de


pensar en otra cosa que no fuera el temido momento en que la cálida mano
que la sujetaba se volviese fría.

—Dame ese espejo —le dijo Boone a Jalee con un gruñido.

Cain y Christal acababan de regresar de la cascada y se encontraban


entre las sombras, observando la escena que se representaba delante de
ellos. La joven se alegraba de que hubiese una pelea. Odiaba a los dos
hombres: a Boone por sus miradas groseras y a Jake por su sonrisa lasciva.
Además, las hostilidades abiertas entre aquellos dos desviaban la atención de
ella; estaba más que cansada de los lujuriosos comentarios de los bandidos,
sobre todo después de volver del bosque con Cain. Ya tenía bastante con la
incómoda vergüenza que sentía.

Las tensiones se dispararon cuando Boone y Jake empezaron a


acercarse a la luz de la hoguera. Boone intentó coger el espejo de nuevo sin
éxito, y entonces, sin previo aviso, le dio un puñetazo a Jake en el estómago.
Éste se abalanzó contra su atacante con los puños en alto y se desató una
brutal pelea. Zeke intentó separarlos, pero recibió un puñetazo en la
mandíbula y se unió a la refriega, olvidando rápidamente que estaba allí para
detenerla.

Justo en ese instante, Cain entró en el semicírculo de luz y todos se


detuvieron, temiendo irritarlo. Él los miró con expresión ligeramente
desdeñosa antes de sentarse junto al fuego. Aquella amenaza sin palabras hizo
que los hombres bajaran los puños y que lo miraran con odio mal disimulado,
antes de irse cada uno por su lado; Jake gruñó y tiró el espejo sobre una pila
de ropa que había al lado del fuego.

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FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

Christal observó el montón de ropa con curiosidad porque le resultaba


familiar. De pronto, abrió los ojos como platos y corrió hacia ella al darse
cuenta de que aquellos hombres se habían estado peleando por sus
pertenencias. Empezó a coger sus cosas frenéticamente, asqueada al saber
que las sucias manos de los forajidos habían tocado sus únicas posesiones.
Pero, casi al instante, apareció Kineson por el sendero que llevaba al salón.

—Apártate de ahí. Todo eso es nuestro —dijo con un matiz de


satisfacción en la voz, como si disfrutara de la angustia de la joven.

—¡Son mis cosas! ¡Las habéis sacado de mi baúl! —exclamó la joven con
voz ahogada y las mejillas rojas de rabia. Agarró el otro vestido que poseía,
que era de algodón, con un estampado azul descolorido, e insistió—: Overland
os dará mucho dinero. ¡No necesitáis vender lo poco que tengo!

—No importa lo que nos den por ello. Es nuestro —afirmó Kineson
mientras se acercaba a ella para quitarle la prenda de las manos. Ella tiró del
vestido para evitarlo, y empezaron una pelea de tira y afloja. Él lo soltó de
pronto, y Christal perdió el equilibrio hasta caer prácticamente en brazos de
Cain.

—¿Le habéis quitado la ropa al resto? —preguntó Cain.

Kineson sonrió y volvió la vista atrás, donde un par de pistoleros se


acercaban por el sendero llevando sendas pilas de ropa, entre las que
destacaba el traje verde del señor Glassie.

—Los hemos dejado en calzones —se burló Kineson—. Y había un


montón de oro en el chaleco del viejo. Sí, señor, se puso como loco cuando lo
encontré y se lo quité.

Christal estaba desolada: le habían quitado el dinero al padre de Pete.


Los futuros de todos se desvanecían como el humo.

—Quítate las enaguas, muchacha —dijo el jefe de la banda, volviéndose


de nuevo hacia ella—. También nos las quedamos. La ropa de mujer se vende
mucho mejor que la de hombre.

—No —replicó ella. Tenía más que perder que su modestia si le daba las
enaguas, así que se dispuso a protegerlas.

—He dicho que te las quites.

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FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

—No —respondió Christal, retándolo a tocarla.

—Quítatelas —le ordenó Cain detrás de ella.

La joven se volvió y lo miró, dolida por su traición. Por algún extraño


motivo, esperaba que él se pusiera de su parte, pero era demasiado pedir para
un forajido. Maldiciéndolo para sus adentros, se volvió hacia Kineson y afirmó:

—Mis cosas son mías, y me las quedo. Aléjate de mí.

El jefe de la banda se abalanzó sobre ella lanzando una carcajada, metió


sus sucias manos bajo el vestido y le arrancó las enaguas. Ella gritó de rabia,
pero, antes de poder apartarse, Kineson tenía sus enaguas en las manos,
soltando monedas de oro en el polvo del suelo.

—¿Qué tenemos aquí? —preguntó el jefe de la banda, cogiendo una.


Christal había trabajado tres años para ahorrar siete monedas de oro de diez
dólares. Incluso se había pasado sin comer algunos días para aumentar su
reserva, porque lo que la impulsaba era más fuerte que el hambre. Quería
venganza. Pensaba proclamar su inocencia y probar la culpabilidad de su tío,
pero necesitaba dinero para hacerlo, y cuando por fin había conseguido
ahorrar y guardar sus siete preciadas monedas en los dobladillos de las
enaguas, veía como unos forajidos las recogían del suelo, arrebatándole su
sueño.

Sin titubear, corrió hacia Kineson, desesperada por luchar y recuperar


el dinero, pero Cain la sujetó con fuerza para impedírselo. Furiosa, levantó la
mano con la intención de golpearlo; sin embargo, se detuvo al ver una sombra
de advertencia en los ojos de Cain.

Si lo golpeaba, él se vería obligado a devolverle el golpe con fuerza


redoblada para demostrar a Kineson que la controlaba. Christal parpadeó para
ahuyentar las lágrimas de frustración y rabia, y bajó la mano.

—No dejes que me las quite. Esas siete monedas de oro son todo lo que
tengo en el mundo —susurró, orgullosa de ser capaz de contener las lágrimas.

—Lo sé —se limitó a responder Cain.

Kineson se rió y tiró una moneda al aire, burlándose de ella. Cain le hizo
un gesto a la joven para que regresara a la chimenea, y ella lo contempló
durante un largo momento, rogándole en silencio que la ayudase a recuperar

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FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

el oro; después levantó la barbilla y se alejó. Se negaba a que Cain la viese


tan destrozada, a que descubriese las lágrimas que por fin le nublaban la
visión mientras atizaba el fuego con aire vengativo.

Pasó una hora hasta que los hombres se fueron a dormir. Kineson
roncaba al borde del semicírculo de luz y Christal lo observaba, deseando que
algún animal salvaje lo atacara y se lo llevara a rastras.

Las tensiones del día le impedían relajarse y dormir. Se enfrentaba a la


terrible situación de no tener ni un centavo y la aterraba tener que empezar
de nuevo. Suponía que debería sentirse agradecida si sobrevivía para volver a
empezar, pero, en aquel momento, sin ninguna otra protección que la que le
proporcionaba Cain, no podía sentirse optimista. Aquel oscuro y peligroso
forajido podría haber recuperado el dinero de la joven, y ella lo sabía, porque
los otros bandidos le temían y había demostrado que podía enfrentarse con
éxito a Kineson. Pero Cain seguía bajo las órdenes del jefe de la banda. ¿Y por
qué? Porque estaba tan metido en ella como los demás o incluso más.

Su mirada vagó hasta Cain, y se sorprendió al descubrir que él la estaba


observando. Los ojos del forajido no eran tan fríos a la luz de las últimas
brasas y su expresión no parecía tan dura. La contemplaba de forma extraña,
tensa, como si intentase no mirarla y no fuese capaz de evitarlo.

Ella sostuvo su mirada. Por algún motivo, Christal parecía fascinarlo, y


su pasado, que a alguien como él no tendría por qué importarle, lo intrigaba.
Lo percibía en sus preguntas y también en aquella intensa mirada. Estaba
segura de haber logrado conectar con él de alguna extraña manera. Era
consciente de que intentar un acercamiento con un hombre como Cain era
jugar con fuego, pero aun así, si pudiera ganarse su confianza, encontrar una
rendija en su armadura, quizá pudiera convencerlo para que se pusiera de su
lado y la ayudara.

La joven bajó la vista y se percató de que Cain había estado limpiando


sus armas de nuevo. Nunca le faltaba energía para aquello; era como si
siempre se estuviese preparando para un enfrentamiento y se preguntó si eso
pondría nerviosos a los demás pistoleros.

Sin darse tiempo a pensar, se acercó a él e intentó conversar.

—Tienes que apreciar mucho tus armas para que les prestes tanta
atención.

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FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

—Son las mismas que tienen miles de hombres. —Como siempre,


respondió de manera seca y volvió a su labor; parecía inaccesible y lejano
mientras le sacaba brillo a aquella arma de calibre excepcionalmente grande.

—¿Son confederadas? ¿Las tienes desde la guerra?

—Sí. —Abrió una y miró por el agujero del cañón.

—Las cuidas muy bien. Debes de tenerles aprecio.

Él la miro fijamente.

—Ahí fuera no se les tiene aprecio a las pistolas, señora Smith, se es


esclavo de ellas. Yo sólo soy un esclavo más diligente de lo normal. —Colocó
el tambor del revólver en su sitio de un golpe—. Además, las Remington de los
yanquis son mejores que éstas.

—Entonces, ¿por qué no llevas una Remington?

—¿Para qué molestarse? —repuso él—. Un hombre muerto no nota la


diferencia. —Ella guardó silencio, incapaz de rebatir aquel hecho indiscutible.

Después de una larga pausa, él siguió hablando:

—¿Para qué ahorrabas ese dinero? —No la miró. Siguió limpiando y


engrasando el revólver como si ella no estuviese, pero Christal sabía que, si
no respondía, aquellos ojos acabarían atravesándola con su frialdad.

—Era maestra y ahorraba para comprar una casa.

—Ya veo. —Su tono de voz indicaba su escepticismo.

—Las monedas pertenecían a mi marido.

—¿Tenías todo ese oro y vendiste la alianza? —Levantó la vista y, de


repente, sonrió. La joven sintió que un escalofrío recorría su espalda. La había
cogido en una mentira, y no había forma de retirarlo, así que no dijo nada. El
silencio era mejor que buscar una respuesta a la desesperada—. Lo odiabas,
¿verdad? —preguntó Cain en un tono curiosamente apremiante.

Christal apartó la vista y susurró:

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FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

—No me preguntes nada sobre mi pasado, a no ser que estés dispuesto


a ayudarme.

Él echó un vistazo a los hombres. Algunos estaban dormidos y sus


ronquidos resonaban al ritmo del ulular de un búho. Volvió la vista hacia ella y
sus ojos se encontraron. Cain parecía querer decirle algo, pero, por alguna
razón, no llegó a hacerlo. Cuando quiso preguntárselo, él la disuadió; metió el
revólver en la pistolera, sacudió el jergón y tumbó a Christal en él, al otro lado
de la chimenea.

Temblorosa, la joven esperó temiendo el momento en que él se


acostara; sin embargo, no la tocó, sino que se sentó de espaldas a las cálidas
piedras de la chimenea y sacó una armónica de su alforja. Empezó a tocar la
melodía de Tom Dooley, y uno de los hombres, probablemente Kineson, le
gritó:

—¡Si esa mujer fuese mía, Cain, no perdería el tiempo con la armónica!

El eco de las risas de los hombres resonó en el hueco de la chimenea.


Christal se estremeció y los forajidos empezaron a cantar.

Has sido condenado, Tom Doolah. Ya puedes llorar.


Mataste a Laurie Foster, y ahora te colgaran.

Las palabras se repetían una y otra vez dentro de la cabeza de Christal:


«Ahora te colgarán».

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FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

Capítulo 6

El domingo se produjo un fuerte cambio en el tiempo; un frío invernal


llegó del norte y una escarcha cristalina lo cubrió todo, incluida la manta que
les cubría. Christal temía abandonar el calor del cuerpo de Cain, pero el alba
apareció sobre las montañas y coloreó las paredes de las pendientes que
podía ver desde el jergón mucho antes de que la oscuridad desapareciese por
completo y de que el sol asomase realmente por las colinas orientales. Era
una de las extrañas peculiaridades de las montañas: había descubierto que,
para encontrar el amanecer, tenía que mirar hacia el oeste.

Aunque estaba tumbado de lado, a su espalda, apoyando su amplio


pecho sobre la espalda de la joven, ella sabía que Cain estaba despierto; no se
movía, como si él también fuese reacio a abandonar la calidez del improvisado
camastro. Sólo quedaban dos días para pagar el rescate, dos días más de
infierno y cautividad en la banda de Kineson, dos días más de intensas y
contradictorias emociones hacia el hombre que la mantenía prisionera bajo la
manta cubierta de escarcha.

Sólo quedaba saber cómo acabaría todo. Christal evaluó las diferentes
posibilidades de su futuro más próximo, segura tan sólo de una cosa: Cain no
dejaría que le hiciesen daño. Había corrido demasiados riesgos, la había
protegido en demasiadas ocasiones para dejar que Kineson y su banda la
asesinasen una vez lograsen cobrar el rescate. Pero no estaba tan segura de
que protegiese al señor Glassie, Pete y los demás pasajeros. Su destino era
incierto, aunque aquello también podía decirse de los destinos de todos. De
hecho, el futuro de la joven no dependía enteramente de Cain, porque, en
cierto modo, él también era prisionero del secuestro que había ayudado a
cometer.

Una tenue luz se derramó por los picos orientales, apenas derritiendo la
escarcha. Cain se movió, y ella esperó a que llegase la ráfaga de aire frío al
apartar la manta, pero, extrañamente, no llegó. Christal se volvió para ver qué

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FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

estaba haciendo el forajido y se encontró con su mirada a escasos centímetros


de la de ella. Seguía tumbado de lado; con una mano en la pistolera, contra el
pecho, y la otra bajo la oscura cabeza.

La miraba tan cerca, que la suavidad de su aliento acariciaba la mejilla


femenina. Estaba atrapada como un animal en un cepo, porque por fin veía
dónde radicaba la frialdad de los ojos grises del bandido: el color de sus iris
se fracturaba en astillas azul hielo alrededor de la pupila, consiguiendo un
efecto que parecía robarle calidez a los ojos, pero que, a su vez, los dotaba de
un peligroso e irresistible atractivo.

Christal bajó la mirada, perturbada momentáneamente por un anhelo que


no deseaba. Sus cuerpos estaban tan juntos que un suspiro podría cruzar la
distancia que los separaba y unirlos en un beso tembloroso. El instinto de la
joven le decía que él quería besarla, que la idea de aquel beso pesaba tanto en
la mente de Cain como en la suya.

Excitada a su pesar, Christal le miró el cuello, donde la cicatriz irregular


asomaba por encima del pañuelo y el pulso masculino latía eróticamente. Bajó
la mirada aún más, negándose a reconocer que el movimiento de aquel pecho
agitaba algo en el interior de su cuerpo.

Bajo el cuello de la camisa, la joven podía ver una gruesa camiseta de


lana blanca que necesitaba un buen lavado. Lo normal habría sido que no
pudiese soportar su olor, aunque, extrañamente, no era así. Al contrario. No
sabía si era más limpio que los demás o si había tenido que estar tanto tiempo
junto a él que había terminado por acostumbrarse a su presencia. Sólo sabía
que no notaba las capas exteriores de su olor, sino que tenía la capacidad de
reconocer su esencia, un aroma como el de los caballos: natural, animal,
caliente.

Christal hubiera dado cualquier cosa por un buen baño; no recordaba


cuándo había sido la última vez que había visto agua caliente o que se había
cepillado el pelo. Pero en eso radicaba el extraño poder de aquel forajido:
hacía que todo resultase elemental. Le ofrecía la trágica simplicidad de una
vida sin opciones, de modo que lo insignificante quedaba eclipsado por su
arrolladora personalidad. Era peligroso, protector e implacable, todo a la vez,
y ella se sentía cada vez más atraída hacia él.

Y quizá, por la gravedad de las circunstancias, había momentos en los


que Cain podía reducir la existencia de la joven al simple hecho de que los

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FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

dos eran humanos, nada más que un hombre y una mujer. Y lo que más la
aterraba era que... casi parecía suficiente.

Los firmes dedos de Cain acariciaron con inesperada ternura la mejilla


de Christal, y ella gimió. Iba a besarla, y lo peor era que deseaba que lo
hiciese. Cain le levantó la barbilla y sus miradas volvieron a encontrarse. La
joven deseaba sentir aquellos duros labios sobre los suyos. Era salvaje,
demencial y pecaminoso desear algo con tanta intensidad, pero así era, y el
deseo casi la ahogaba.

—¿En qué piensas cuando me miras... como lo estás haciendo ahora? —


susurró Cain.

A Christal se le escapó un sollozo, sabiendo que no podía mentirle en


aquella ocasión.

—Ojala fuese todo distinto.

Los nudillos de Cain rozaron la parte inferior de la mandíbula de la


joven, y ella odió a su cuerpo traicionero por reaccionar ante su contacto,
mientras la desesperanza se grababa en su rostro.

No la besó. Como si supiese cuánto daño podía ocasionar, se alejó de


ella con gesto preocupado. Se puso en pie, apartó la manta sin miramientos, y
Christal estuvo a punto de gritar cuando el aire helado de la mañana llegó
hasta ella, aunque, por suerte, aquello sirvió para devolverla a la realidad.

Christal siguió el ritual diario: preparó una comida tras otra, todas
horribles, y sirvió a los hombres. Cain se tragaba su primera ración y
compartía la segunda con ella, para después sumergirse en cualquier tarea
que lo mantuviese cerca de la chimenea y, por tanto, cerca de la joven. La
cogió dos veces de la mano para obligarla a meterse con él en el bosque, bajo
la envidiosa mirada de los bandidos. El desprecio que Christal sentía por ellos
crecía con cada hora que pasaba. Llamar animales a Kineson y a su banda
habría sido un insulto para los animales, y llamarlos demonios era darles un
nivel que nunca poseerían. Lo cierto era que había descubierto que aquella
banda de forajidos pertenecía a una especie que sólo había conocido en una
ocasión: la de su tío, Baldwin Didier.

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FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

Pero también estaba Cain. Para ella era la salvación, aunque también un
enigma, una maldición, un oscuro y obsesivo interrogante que se cernía sobre
las sombras de su inconsciente. Lo temía, y con razón. Su forma de andar
rezumaba brutalidad y sus ojos eran potencialmente mortíferos. Era como una
pistola tirada sobre una mesa, esperando a que la persona adecuada, o a la
equivocada, la utilizase. En el territorio de Wyoming había visto miles de
pistolas y miles de hombres violentos, pero nunca se había encontrado con la
terrible combinación que representaba Cain.

Y por mucho que lo temiese, también lo necesitaba, y en ello radicaba


parte de su miedo. El forajido era una ruleta rusa, y, en cualquier momento,
podía volverse contra ella. Así que se enfrentaba a unas emociones
contradictorias que amenazaban con desgarrarle las entrañas, unas emociones
que no hacían más que empeorar cuando aquel hombre la cogía de la mano y
la alejaba de la hoguera, cuando la sujetaba contra su pecho en silencio y ella
escuchaba el ulular del viento a través de los álamos.

La noche del domingo debía servir la cena no sólo a los bandidos, sino
también a los prisioneros. Estaba exhausta; resultaba agotador cargar con la
olla de alubias cuesta arriba hasta llegar a Falling Water. Se resbaló tantas
veces que al final Cain cogió la pesada olla de hierro y la llevó él mismo,
cargando con ella en una mano y con una lámpara de aceite en la otra. En
cualquier caso, Christal estaba encantada de poder ir al salón y ver a los
demás pasajeros. Ojala la situación de aquellas personas no fuese tan horrible
como ella se imaginaba.

En el salón, una luz amarilla brillaba a través de una ventana en el lugar


en que tenían a los prisioneros. Cain cruzó con paso firme el salón
abandonado y se detuvo al llegar a la escalera, esperando a que ella lo
precediera.

La joven llevaba pensando en escaparse desde que habían salido del


campamento. El hecho de que Cain fuese cargado con la lámpara y la olla le
hubiese dado cierta ventaja. Pero era una noche sin luna y el bosque estaba
negro como la boca de un lobo. Sabía que acabaría tropezando y golpeándose
contra rocas y árboles, y, además, aquel hombre tenía una habilidad
asombrosa para ver en la oscuridad, así que no tardaría en encontrarla. Peor
aún, si Cain soltaba la olla de alubias para hacerlo, ella tendría que pasarse
toda la noche cocinando para los prisioneros, perdiendo un tiempo precioso
que podría haber empleado en recobrar las fuerzas, y en pensar en una forma

79
FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

de salvarse y recuperar las siete monedas de oro que tintineaban en el


bolsillo de Kineson.

Nerviosa, subió las escaleras, llamó a la puerta cerrada y miró a Cain. Él


asintió y Christal la abrió, encontrándose con que todos los prisioneros
estaban sentados con la espalda apoyada en la pared en ropa interior. Pete
estaba al final, junto a un forajido al que llamaban Marmet, que se encontraba
echado hacia atrás en la única silla de la habitación, borracho y con el
Winchester cruzado sobre el pecho.

—Maldita sea, tengo que mear. ¿Dónde diablos te metes? —De repente,
Marmet vio a Cain y enderezó la silla con un chirrido—. N-no sabía que eras
tú, Cain —tartamudeó.

—Ella les dará de comer esta noche —respondió el aludido, dirigiéndole


una mirada asesina.

—Bien. —El forajido asintió de forma amistosa y la miró—. Ponte con


eso, muchacha —le dijo imitando a Kineson. Se rió de su propio chiste hasta
que se percató de que Cain no secundaba sus risas.

Christal se inclinó para llenar el cuenco del señor Glassie, y las manos
empezaron a temblarle. Si la forma en que trataban a los prisioneros era un
reflejo del destino que les tenían reservado, estaban condenados. Esposado,
tirado en el suelo y vestido con unos calzones largos de lana que habían
dejado de estar limpios hacía tiempo, el señor Glassie la miraba como un
perro apaleado. No había podido afeitarse ni peinarse, y tenía un aspecto tan
sucio y desaseado como el resto de los hombres, fueran forajidos o no.

Ella misma no debía presentar una imagen mejor, con el pelo enredado
y el corpiño roto. Pero sin ningún espejo en el que mirarse, sólo podía ver el
contraste entre el vendedor corpulento y elegante que los había impresionado
a todos con su moderno traje verde, y el hombre que tenía delante, con
aquella expresión abatida. La joven podía soportar los maltratos de los
bandidos porque no esperaba nada mucho mejor, debido a su triste pasado.
Sin embargo, por algún motivo irracional, le costaba soportar lo que le habían
hecho al señor Glassie. Sin poder contenerse, notó que sus ojos se llenaban
de lágrimas, como si, de algún modo, el vendedor se hubiese convertido en un
símbolo de sí misma.

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FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

Tratando de contener la emoción, se acercó más a él para terminar de


llenarle el cuenco, pero las manos le temblaban tanto, que el señor Glassie le
quitó el cuenco.

—Ah, señora Smith... —dijo educadamente el vendedor, con ojos


tristes—, gracias a Dios que tiene buen aspecto. Aunque me apena
terriblemente que deba verme en este estado.

Le habían quitado el traje caro; sin embargo, no habían conseguido


despojarle de su dignidad y seguía siendo un caballero. Su espíritu triunfaba,
lo mismo que haría el de Christal.

Sorprendiéndose incluso a sí misma le subió los brazos al cuello y lo


abrazó enterrando la cabeza en aquel pecho enorme, luchando por contener
las lágrimas. Habría pagado cualquier cosa, incluso sus siete monedas de oro,
para volver a ver al hombre con su traje verde.

—Ya, ya, cálmese... —dijo él en tono afligido y claramente sorprendido


por su inesperada reacción—. Saldremos de ésta, no se preocupe. La fábrica
de muebles Paterson no querrá perderme. Se asegurarán de que todos
volvamos sanos y salvos.

Ella escuchó sus palabras con los ojos cerrados, como si deseara
bloquear todo lo que ya no podía seguir aceptando. El señor Glassie intentó
abrazarla, pero tenía las manos esposadas, y, tras un intento de rozarle la
espalda, las dejó caer.

Christal se habría quedado allí para siempre, en el consuelo de su


pecho, pero Cain le puso una mano en el hombro y apretó con fuerza, sin
hacerle daño, pero indicándole sin lugar a dudas de que aquel comportamiento
debía cesar si no quería pagar las consecuencias. La joven se apartó del señor
Glassie a duras penas y siguió llenando los cuencos de los prisioneros, con la
cara pálida y ojerosa, y los ojos brillantes por unas lágrimas que no se
permitiría derramar. Miró a Cain una sola vez, deseando desesperadamente
intuir un rastro de culpabilidad en su rostro por lo que les había hecho a los
pasajeros de Overland Express. No encontró nada. El forajido tan sólo le
dirigió una mirada de posesión como había hecho en muchas otras ocasiones.

Llenó el cuenco del conductor y después el del pistolero que debía


haberlos protegido. El predicador estaba bajo los efectos de la falta de

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FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

alcohol, pero aceptó de buen grado la parte que le tocaba, así como el padre
de Pete.

Entonces se dirigió a Pete, que estaba claramente conmovido por su


crisis nerviosa con el señor Glassie. De pronto, el miedo a que el muchacho
volviese a hacer alguna tontería para intentar protegerla se apoderó de
Christal. Cuando le llenó el cuenco, él le hizo un pequeño gesto para que ella
mirara hacia abajo.

Tenía un revólver de seis balas escondido en el regazo, en el pliegue


entre sus piernas dobladas. Asustada, la joven miró al forajido borracho que
estaba sentado junto a ellos. Marmet le decía algo a Cain y se había reclinado
de nuevo en la silla, lo que le permitió ver a Christal que su pistolera
izquierda estaba vacía.

Se levantó sintiendo una mezcla de alegría y terror, porque iban a


escapar... o a morir.

—¿Dónde está mi cena? —le preguntó Marmet, arrastrando las silabas.


Christal estaba tan aturdida que no se había dado cuenta de que le estaba
tocando el trasero.

—Cógela tú —le respondió Cain furioso. Le dio una patada a la olla de


alubias para acercársela y agarró el brazo de Christal apartándola. Fue
entonces cuando Pete levantó el revólver con ambas manos y apuntó a
Marmet.

—Suéltala, Cain, si no quieres que lo mate.

Cain, rápido como el rayo, sacó su pistola, pero era demasiado tarde:
Pete ya tenía un rehén. Marmet se enderezó de golpe en la silla mirando
asombrado la pistola que le apuntaba a la cabeza. Se llevó la mano al costado,
y su terror creció al comprobar que la pistolera estaba vacía.

—Te he dicho que sueltes a la señora, Cain. Si no lo haces, primero


mataré a tu amigo y después te mataré a ti —le amenazó Pete, con la voz
quebrada por la tensión.

La habitación quedó en completo silencio. Christal sólo podía oír los


latidos de su corazón, y los prisioneros contenían el aliento a la espera de la
reacción de Cain.

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FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

—Baja la pistola, muchacho. No sabes lo que estás haciendo —le


advirtió, con una voz tan firme como la pistola que llevaba en la mano.

Entretanto, el forajido borracho cogió su Winchester y apuntó a Pete


torpemente. En un segundo, el muchacho apretó el gatillo de su revólver y
Marmet cayó muerto a los pies de los prisioneros con un agujero
atravesándole la frente.

La joven se mordió el labio inferior hasta hacerse sangre, tratando de no


gritar. El disparo le resonaba en la cabeza, y del revólver de Pete salía un
humo azul con un olor acre que le quemaba las fosas nasales. Los demás
prisioneros se habían quedado paralizados, al punto de no mover un solo
músculo.

Temblando visiblemente, el muchacho apuntó a Cain.

—¡Suéltala! —le exigió, con una expresión que delataba el horror de ser
consciente del asesinato que había cometido.

Cain vaciló un instante, quizá por la juventud de Pete. Fue un error: el


nervioso muchacho disparó, y la bala le atravesó el músculo del brazo para
después rebotar en la madera de la pared.

El forajido apartó a la joven y se lanzó sobre el Pete, que luchó


valientemente por conservar el arma. Pero no era rival para un duro pistolero
que se movía con la velocidad del rayo, y Cain recuperó el revólver de
Marmet antes de que Christal pudiese siquiera gritar.

—¡No le haga daño a mi hijo! ¡No le haga daño! —suplicó el padre de


Pete, al ver que Cain lo apuntaba con la pistola. El anciano intentó soltarse de
la cadena, pero sólo consiguió hacer ruido y el chico se encogió de miedo en
el suelo.

—¡No puedes matarlo! —gritó la joven, tirando del brazo de Cain. Al ver
que sus súplicas no iban a detenerlo, corrió hacia el chico y lo cubrió con su
cuerpo para protegerlo de la rabia del forajido.

Cain se irguió sobre ellos con expresión letal, amartilló la pistola, y


Christal supo que el instinto le decía que matase a Pete, sobre todo después
de ver derramada su propia sangre.

La joven lo miró, aterrada.

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FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

—Cain —susurró a modo de ruego, para después volver la cabeza,


incapaz de seguir mirando.

Lentamente, el forajido bajó la pistola y la ira pareció abandonarle. Se


enderezó, metió el revólver de Marmet en su pistolera y recogió el fusil que
estaba junto al cadáver. Después levantó a Christal del suelo sin muchos
miramientos, y cuando ella levantó un brazo para evitar que la tratase así, su
mano marcada encontró un reguero de sangre caliente y pegajosa.

Mareada, lo miró a los ojos. La expresión de Cain no permitía


desobediencia alguna. Le hizo un gesto a la joven para que saliese con él, y,
aunque la cogía con tanta fuerza que empezaba a hacerle daño, Christal volvió
la cabeza para mirar a los prisioneros.

Los seis estaban conmocionados por cómo había finalizado el intento de


huida. Marmet estaba muerto y, en el exterior, a través de los cristales rotos,
se oían gritos y se veían faroles que subían por el barranco.

—Vamos —murmuró Cain, irritado, llevándola hacia la puerta.

—Deja que me quede con ellos —suplicó la joven al tiempo que bajaba
por las inestables escaleras de madera.

—No.

—Los van a matar.

—No.

—Quiero estar con ellos —insistió, agarrándose al pecho de Cain—.


Sabía que Pete tenía el arma; me la enseñó cuando le di la cena, así que soy
tan culpable como ellos. Si ellos pagan por lo ocurrido, yo también debo
hacerlo. No puedo dejar que Kineson los mate por...

—No —repitió él, empujándola para que avanzara.

—Oh, Dios, por favor, Cain, por favor... —La última palabra acabó en un
grito ahogado.

El forajido se balanceó de forma precaria y se agarró a la barandilla,


pero la madera podrida cedió. Christal lo sujetó justo antes de que la

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barandilla cayera al suelo de la planta de abajo y, de algún modo, la joven


consiguió mantenerlo en pie.

—No lo entiendes, Christal —dijo en voz baja—. No lo entiendes. Si


quieres salvarte, tienes que hacer lo que yo diga...

Ella no sabía de qué le hablaba. Cain seguía siendo un enigma para ella.
La había salvado de los abusos de la banda, pero era tan culpable del
secuestro como los demás. Sus actos se contradecían continuamente y la
joven no podía entenderlo por más que pensase en ello.

—¿Me... oyes... Christal? —susurró—. Kineson... Yo me encargo de


Kineson... Tienes que apoyar mi historia. Maldita sea..., nos van a matar a
todos... Prométeme que apoyarás mi historia.

—Dios mío, cuánto sangras... —musitó ella, sintiendo el calor de su


sangre en la mano. Algo oscuro en sus entrañas la obligaba a ayudarlo, a
pesar de saber que quizá fuera una equivocación. Pero no podía soportar verlo
sufrir.

En silencio, lo ayudó a bajar las escaleras, lo condujo a una silla


destartalada del salón y encendió uno de los faroles que habían dejado el
resto de la banda. Tiró de una de las mangas del vestido hasta romperla y le
vendó el brazo rezando por que la herida no se infectase.

En uno de los momentos en que el brazo herido de Cain descansaba


sobre la mesa, Christal intentó cogerle el revólver con la vaga esperanza de
defender a los prisioneros de la ira de Kineson. Pero él la detuvo con un gesto
y la instó a que siguiera con su tarea. Aparentando una tranquilidad que no
sentía, la joven siguió vendándole el brazo como si nada hubiese pasado.

—¡Cain, hemos oído disparos! —ladró Kineson desde las puertas del
salón, al tiempo que levantaba el farol para iluminar mejor el interior del
edificio.

—Marmet está muerto —dijo Cain entre dientes mientras Christal


apretaba los vendajes para detener la hemorragia.

—¿Qué demonios ha pasado? —Kineson entró y clavó sus ojos llenos de


ira en la joven, que hacía todo lo que podía por esconder el temblor de las
manos y concentrarse en el brazo de Cain.

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—Estaba tan borracho que no me reconoció cuando entré. Me disparó y


tuve que defenderme. Supongo que me tomaría por uno de los prisioneros.

Al escuchar aquello, a la joven dejaron de temblarle las manos.


Asombrada, miró a Caín, pero éste rehuyó su mirada.

—Maldito imbécil —susurró Kineson entre dientes.

Después, con los rasgos distorsionados por la ira, ordenó al resto de sus
hombres que subieran para recoger el cadáver y vigilar a los prisioneros.

Poco a poco, Cain levantó la mirada para encontrarse con la de Christal.


Ella se preguntó si él podría ver en sus ojos lo que sentía. El forajido era un
fraude: aparentaba ser un pistolero sin entrañas, pero en realidad era alguien
muy distinto, alguien con honor y sentido de la justicia, alguien que, quizá,
como ya había pensado en más de una ocasión, se pareciese a ella.

Sin ser consciente de ello, la joven levantó la mano para acariciar los
rasgos tallados en piedra del hombre que despertaba en ella sentimientos que
no imaginaba que existieran.

—Cain... —susurró, casi suplicante.

Él le apartó la mano de un golpe, desviando la mirada bruscamente y


aislándose de ella. Después se levantó como si no estuviese herido y le hizo
un gesto indicándole que saliera.

Antes de aquello, Cain habría tenido que llevarla a rastras; sin embargo,
después de lo ocurrido, Christal obedeció sin protestar. No podía enfrentarse
al hombre que le había salvado la vida y que, curiosamente, también se la
había salvado a Pete. Con las emociones alteradas, se acercó a la puerta y
esperó a que él cogiese un farol.

Kineson la observaba con los ojos relucientes de rabia. La joven sabía


que al jefe siempre le había gustado que Cain la tratase mal, que había
disfrutado viéndola luchar; pero algo había cambiado entre ellos, y Christal
era consciente de que Kineson lo sabía.

Cain la cogió del brazo y salieron del salón. A su espalda, se oyó la voz
de Kineson ordenando a los hombres que habían bajado el cadáver que lo
tirasen al barranco lo más lejos que pudieran.

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Capítulo 7

Una casta que no honra a sus héroes,


pronto se quedará sin héroes a los que honrar.

John S. Tilley. Harvard University 1959:


Sobre la Confederación.

Al día siguiente tendría lugar el pago del rescate. El martes supondría el


comienzo de la vida de Christal... o su fin.

La joven hirvió café y sirvió a los hombres, que se lo pagaron con


gruñidos e intentos de manosearla. Ya habían terminado de cenar y algunos
estaban ya acostándose, demasiado nerviosos para pensar en nada más que en
lo que les esperaba al día siguiente. El tiempo se había recrudecido, y eso los
tenía inquietos, porque el frío restaba habilidad a sus dedos a la hora de
disparar. Kineson era el que estaba de peor humor. Cogió su café y, cuando
ella intentó alejarse, la hizo tropezar. La joven cayó sobre el duro suelo y la
cafetera se derramó sobre el fuego con un siseo.

—Puede que te lleve con nosotros cuando nos larguemos. ¿Qué te


parece eso, zorra? Cain no puede quedarse contigo para siempre. ¿Cuándo me
toca a mí?

Cain salió de las sombras de la chimenea justo en ese instante, pero no


la ayudó a levantarse.

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FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

Ella se puso en pie con los ojos llenos de ira; odiaba a Kineson casi
tanto como a Didier.

—Prefiero la muerte antes de dejar que me toques —le espetó, incapaz


de contenerse.

El jefe de la banda se levantó con la cara roja de rabia, pero Cain se


dirigió hacia ellos con rapidez, cogió a Christal de la mano, agarró una manta y
condujo a la joven en dirección al bosque.

—Se viene con nosotros, Cain. Quiero que me la cedas. Estoy deseando
sentir cómo lucha bajo mi cuerpo. ¡Me lo debes! —gritó Kineson.

Caín se limitó a guardar silencio.

Hacía demasiado frío para ir a la catarata, así que la llevó a una


pequeña arboleda formada por álamos temblones, donde encontraron
protección frente al viento. Se puso la manta encima de los hombros y se
sentó, obligándola a sentarse a su lado. La joven deseaba tener el coraje
suficiente para apartarse de su abrazo, pero hacía demasiado frío; ni siquiera
tenía un chal con el que taparse, así que se rindió, se dejó caer sobre su cálido
pecho y permitió que la cubriera con la manta.

La luna conseguía que el paisaje resultase casi mágico, irreal. Tenían


suerte de que no hubiese llovido desde el inicio del secuestro. Como la
mayoría de los forajidos, los hombres de Kineson no tenían tiendas de
campaña, ni se molestaban en montar campamentos.

Cain se movió y la abrazó con más fuerza. Christal evitó mirarlo; no


podía enfrentarse a su expresión glacial. No habían hablado en todo el día ni
sobre su brazo rígido y dolorido, ni sobre lo que había hecho para salvar a los
prisioneros la noche anterior. Él lo prefería así, pero ella no; ella quería
saberlo todo sobre él, empezando por lo que lo había convertido en un duro
forajido.

—Kineson se aprovechará de tu brazo herido —susurró Christal. Él no


respondió, así que la joven siguió hablando—. Me preocupa que...

—No te preocupes, sé cuidar de mí mismo —la cortó.

—¿Y si te mata? —musitó con un matiz de dolor en su voz.

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—Me necesita.

—No después de mañana. Creo que por eso quiere que me quede con él,
porque... porque tú ya no estarás. —Él la acercó más hacia sí, y la joven le
tocó el brazo con cuidado—. No quiero ver cómo te matan. Deberías escaparte
ahora mismo, si puedes. Todos estamos en deuda contigo, Cain, nadie te
acusará de nada después de lo que hiciste anoche...

—Escucha —la interrumpió—, lo de anoche no tenía nada que ver ni


contigo ni con los prisioneros. Hice lo que hice para evitar problemas, nada
más.

—No te creo. —Su voz era tan firme como sus convicciones. Había algo
bueno en Cain, y Christal lo creería hasta su muerte a pesar de lo mucho que
a él le irritara que lo dijera en voz alta—. ¿Cómo puedes serle fiel a Kineson?
Estaría encantado de verte muerto. —Su voz ya no podía esconder la emoción.

Él debió percibirlo, porque tardó en contestar.

—Escucha, deja de preocuparte por mí. Kineson estaba en mi


regimiento, en el sesenta y siete de Georgia. Luchamos contra los unionistas
y pasamos mucho juntos, nos comprendemos, por eso me dejó unirme a su
banda.

—Pero de eso hace muchos años. Tienes que dejar la guerra atrás.
Kineson sigue luchando una guerra que perdió hace tiempo.

—Sí, no hace falta que me lo recuerdes. —La amargura de Cain la cogió


por sorpresa. Entonces recordó cómo había cantado el último verso de El
buen soldado rebelde.

—Háblame de la guerra —le pidió ella, desesperada por encontrar la


forma de llegar hasta él—. Era demasiado joven y no recuerdo mucho.
Háblame de eso. Quiero comprender por qué te has convertido en lo que eres.
—Las palabras surgieron antes de que pudiera detenerlas. Era como si
hablase con su amante, como si susurrasen a oscuras sobre su malogrado
amor, sabiendo que al día siguiente por fin estarían juntos en la eternidad.
Pero no eran amantes, así que la analogía resultaba absurda. Él era un
renegado y ella su víctima, pero las emociones encajaban... y la inquietaban.

—No morirás, no si puedo evitarlo —respondió él tranquilo, con un brillo


de determinación en los ojos.

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—Pero tú sí morirás. —Christal no hablaba con tanta serenidad— Si


Kineson no acaba contigo, lo harán los marshals. Y si no lo logran, Terence
Scott os perseguirá como animales para vengarse. —Hizo una pausa—. No
quiero que mueras —confesó con voz quebrada.

Cain hizo que Christal girara la cabeza para acunar su bello rostro entre
las manos, y se miraron fijamente a los ojos, que ardían con una comprensión
mutua que sobrepasaba las palabras. La joven sabía que él deseaba besarla.
La necesidad era patente en la forma en que Cain apretaba los labios, como si
intentase reprimirse.

—Quiero saber más sobre ti —susurró Christal—. Háblame de la guerra,


háblame de Georgia.

—No hay nada que contar.

—Por favor...

Él la miró, como si juzgase su sinceridad. Tardó mucho en hablar; no


parecía querer hacerlo, y hubo un momento en que Christal pensó que se
apartaría de ella. Pero, ya fuera porque decidiera que no había nada malo en
hablar de sí mismo, o porque quisiera compartirlo en aquellos últimos
momentos, empezó a hablar, y el corazón de la joven se aferró a sus palabras
como si su vida dependiese de ello.

—Hasta los diecisiete años ayudé a mi padre en la granja que


poseíamos. —Apartó la mirada, como si su mente retrocediese en el tiempo—.
Mi familia no era pobre, pero no teníamos esclavos y hacíamos el trabajo
nosotros mismos. Cuando empezó la guerra me uní al sesenta y siete de
Georgia. Washington afirmó que los soldados confederados no éramos más
que esclavistas, aunque, en mi caso, no era cierto.

—Entonces, ¿por qué luchaste?

—Al principio lo hice por defender mi hogar —contestó Cain tras


respirar hondo—. Oía que el ejército del Potomac invadía Virginia, miraba a mi
madre y pensaba que pronto estarían en Georgia robándonos y quemando la
casa, y que tenía que hacer algo para evitarlo. Así que me alisté. —Su voz se
volvió ronca, llena de la rabia y la frustración que llevaba tanto tiempo
conteniendo—. Después llegó el frío. Íbamos vestidos con harapos y
luchábamos contra hombres con uniformes azules que estaban mucho mejor

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FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

equipados que nosotros. Y teníamos hambre; a veces sólo comíamos pan duro
con gusanos, mientras que, al otro lado, no dejaban de llegar provisiones por
las que nosotros hubiésemos dado un brazo. Después ves cómo un chico de tu
pueblo recibe un tiro en la cabeza. —Cain bajó la voz—. Entonces se convierte
en algo personal, y tanto frío y tanta hambre te endurecen. La lucha se
convierte en una forma de vida. Era un niño de diecisiete años cuando me fui
a la guerra, y un día me desperté y era un hombre de veintiuno. Parecía haber
pasado toda la vida en el ejército de la Confederación. Luché mi guerra y no
pagué a ningún irlandés para que luchase por mí, como hicieron los yanquis.
Pero, al cabo de cuatro años, todos los valores que me sustentaban se habían
convertido en algo que ya no reconocía. Perdí a mi padre y a dos hermanos en
la guerra, y, al final, sólo quería volver a casa y olvidar lo que me había
pasado.

—Pero Sherman se aseguró de que no pudieras —respondió ella,


recordando que aquel general yanqui había dado la orden de quemar los
campos de Georgia.

Tenía un nudo en la garganta. La guerra no la había afectado en


absoluto. Lo único que sabía lo estaba aprendiendo de él. En aquella época,
Cain no había sido más que un niño al que se le había exigido que lo
sacrificase todo por su patria. Y lo había hecho... sólo para acabar traicionado
por aquello por lo que luchaba.

—Cuando mi madre perdió a mi hermano pequeño, Walker, el segundo


de sus hijos que moría por las barras y estrellas, no pudo soportarlo más —
Caín hablaba como si hacerlo fuera una especia de catarsis—. Era una mujer
sencilla; nació en Manchester y su padre trabajaba en el ferrocarril. No
entendía la guerra ni la Causa del Sur. Los derechos de los Estados no
significaban nada para ella, y le quedaban muy lejos asuntos como la lucha
entre blancos y negros. Sólo le importaba su familia y, después de perder a
Walker, se negó a enfrentarse a su muerte. Se bebió un vaso de láudano y no
volvió a despertarse. Nunca supo que también se había quedado viuda.

En silencio, Cain apoyó la mandíbula en la cabeza de Christal.


Estuvieron allí sentados largo rato, ambos sumidos en sus pensamientos,
hasta que ella notó que la cabeza de Cain se movía sobre su pelo como si
disfrutara de su aroma. La joven quería expresar lo que sentía, hacerle saber
de algún modo que su historia la conmovía y que comprendía el rumbo que
había dado a su vida, pero no encontraba las palabras. Su mente no le
respondía... hasta que Cain le rozó los labios con los nudillos.

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Aturdida, alzó la vista para mirarlo. La luz de la luna proyectaba


sombras amenazadoras sobre los firmes y marcados rasgos masculinos.

—El hombre que te habla —susurró—, el hombre que desea besarte, es


un forajido. Sabes que no deberías dejarme hacerlo. No deberías...

En medio de una fascinación hipnótica, Christal lo observó bajar la


cabeza y un leve gemido desesperado emergió de su garganta antes de que
Cain tomara posesión de sus labios.

El beso fue justo como ella esperaba: intenso y profundo, e hizo que
Christal no deseara otra cosa más que a él. La boca de Cain era tan dura como
parecía, y, en su fuero interno, la joven se deleitaba en su dureza, porque era
indicio de una fortaleza que ella no poseía.

Mente, cuerpo y alma le decían que detuviese aquella locura que sólo
podía conducirla a la ruina, pero, abrumada por un anhelo que desgarraba su
corazón, abrió la boca cediendo a la seducción de la lengua de Cain, al igual
que hizo con el brazo que la sujetó por el trasero y la atrajo hacia él, al tiempo
que ambos se ponían de rodillas sobre la manta.

Una voz en la mente de Christal le decía que huyera, que había un


millón de razones para irse y ninguna para quedarse, que no tenía futuro con
aquel hombre, y que, al día siguiente, el secuestro llegaría a su fin y que uno
de los dos moriría.

Pero cuando la lengua de Cain invadió su boca y le robó el aliento, ella


dejó escapar un profundo gemido de rendición. Su alma era como la de él;
ambos se habían visto obligados a ser quienes no eran: él por la guerra, y ella
por Didier. Y quizá pudieran cambiar; quizá, si ella confiara en él...

—Me he acostado con muchas mujeres, Christal —le susurró al oído


con palabras acaloradas y urgentes, después de apartar los labios—. Pero
esto es distinto, nunca había sentido algo semejante. Te deseo desde la
primera vez que te vi.

Ella tembló al recordar lo mucho que Cain la había asustado en la


diligencia, cuando había usado su fusil para levantarle el velo. Todavía la
asustaba, pero el deseo se había hecho más fuerte que el temor, destruyendo
todas sus defensas.

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FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

—Dios, ojala tuviese una cama. Ojala pudiese estar contigo como estuvo
tu esposo, de forma civilizada, no aquí, sobre el frío suelo.

Ella ahogó un sollozo, consciente de que todo iba demasiado deprisa. Ni


siquiera podía decirle que no había estado nunca casada y que era virgen.

—Cain —musitó, pero él la silenció con un suave beso que la marcó


como suya.

La tumbó sobre la manta, la cubrió con su poderoso cuerpo, y los


pensamientos de Christal perdieron coherencia. Cain le cogió la cara entre las
manos y la besó como si nunca se cansase del sabor de sus labios. Apenas la
dejaba respirar, pero ella tampoco deseaba hacerlo; quería que él le quitase la
necesidad de respirar, que hiciera que sólo lo necesitase a él y que saciara
aquella necesidad con cada ardiente beso y con cada feroz caricia.

—Cuidaré de ti, pequeña. No te preocupes por mañana —musitó


en su oído. Después acercó la mano a su pecho y le acarició un seno,
apretándolo a través de las capas del corpiño y el corsé.

Aquello debería haberla escandalizado, porque había llegado a odiar a


todos los hombres que habían intentado tocarla en aquel lugar tan íntimo, pero
las caricias de Cain encendían un oscuro fuego en su interior, y, el hecho de
que fuese tan cuidadoso con ella, a pesar de lo fuerte que era, la excitaba aún
más.

Guiada por su instinto, Christal alzó una mano temblorosa y le acarició la


mejilla. Dibujó con sus dedos el puente recto de la nariz, la mandíbula áspera
por la barba, y, cuando llegó al cuello, bordeó el pañuelo y acarició con
extrema suavidad la gruesa cicatriz. La joven se estremeció visiblemente al
pensar en lo que la había provocado, pero la tranquilizó el firme latido
masculino bajo la sensible yema de su dedo. Cain había sobrevivido a aquella
terrible experiencia y ella no deseaba pensar en nada más.

—Ya no me duele —dijo él en voz baja.

—No me importa lo que hayas hecho —susurró Christal en un sollozo


que le desgarró la voz—. No te lo preguntaré.

—Puedes preguntarlo. Te aseguro que no he hecho nada.

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FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

Ella no le creyó del todo, pero enterró la cara en su hombro y se


escondió de las dudas. Cain se soltó y le apartó con inesperada ternura un
mechón rubio de los ojos. Sin previo aviso, le cogió la mano derecha y le besó
la palma, haciendo que la joven sintiera una descarga eléctrica en la marca de
la rosa.

—Cuéntame cómo te lo hiciste, Christal —susurró.

Cada palabra fue como un latigazo para la joven, que apartó la mano con
brusquedad. El beso la había hecho sentirse insegura y vulnerable, marcada
dos veces.

Ofrecían una gran recompensa por ella. Era muy probable que los
marshals no supiesen que se encontraba en Wyoming, pero la recompensa era
válida en cualquier parte del país. Sólo podía decirle a Cain que la acusaban
falsamente de la muerte de sus padres, y, a pesar de que anhelaba desnudar
su alma y encontrar consuelo, una parte de ella, la que había sufrido desde los
trece años, se lo impidió. Aunque Cain renunciase a la recompensa quizá
creyera que era mejor devolverla al manicomio de Park View antes que
permitirle seguir sola en Wyoming. La entregaría y no llegaría a saber que la
había condenado a muerte.

—Cuéntamelo, Christal.

—Por favor, no me obligues —le imploró con voz trémula.

—No me has contado nada sobre tu marido. —La joven intentó soltarse,
pero él la atrapó de nuevo entre sus brazos y la sacudió, intentando que le
contara la verdad—. Quiero saber cómo era, Christal. ¿Te hizo daño? ¿Te hizo
él la cicatriz?

—Mi esposo no tiene nada que ver con esta... esta cicatriz. —Agitó la
mano delante de él, enfadada por que no la soltase, y más enfadada aún al
saber que su corazón solitario y aterrado deseaba confiar en él.

—Quiero saber si lo amabas.

Ella lo miró a los ojos fijamente, asombrada por la pregunta, mientras la


cabeza le daba vueltas tratando de averiguar las razones que lo llevaban a
querer saber algo así. Y de pronto supo porqué: Cain no quería a ningún otro
hombre entre ellos, ni vivo, ni muerto.

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—¿Lo amabas, Christal? —inquirió con voz ronca y exigente.

—No —respondió tajante.

—Háblame de la cicatriz.

—No. —Volvió la cabeza y se negó a mirarlo.

—¿Por qué no me lo cuentas?

La joven era consciente de la ira contenida que se ocultaba en sus


palabras; su pasado se estaba convirtiendo en un punto candente para Cain.

—Porque eres un forajido, un criminal. ¿Cómo voy a contarte mis


secretos sabiendo eso?

El tardó en responder.

—Sí —le espetó finalmente, como si hubiese tenido que hacer un


esfuerzo por controlarse—. Me ves como a un forajido, es verdad, por eso no
puedes compartir tu pasado conmigo. Pero si yo no hubiera parado hace un
momento, hubieras permitido que te hiciera mía aquí mismo, en la fría tierra.
¿No te preocupa acostarte con un asesino? ¿Qué clase de dama eres tú?

Ella ahogó un grito y la ira le tiñó de rojo las mejillas. Cain no tenía
derecho a decirle aquello. Estaba malinterpretando su comportamiento,
retorciendo la verdad.

—Me besas y después te enfureces porque me ha gustado... Él le cogió


bruscamente la mandíbula y la obligó a mirarlo a los ojos. Nada podía romper
la fuerza de aquella mirada, ni la oscuridad, ni el sonido del viento entre los
álamos.

—Lo que me enfurece es que no quieras hablar conmigo —rugió.

—Pues acostúmbrate —respondió ella en tono glacial, forcejeando hasta


que logró que la soltara. Después se puso en pie y se negó a echar de menos
la calidez del cuerpo de Cain, a pesar del frío que traspasaba su piel.

Volvieron al campamento sin decir palabra. El resto de la banda estaba


ya dormida cuando se metieron en el estrecho jergón. Sintiéndose derrotada,
apenas sintió cómo la rodeaban los brazos de Cain. Todo era confuso: sus

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FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

emociones, sus deseos y su futuro. Se quedo dormida sin querer despertarse


por la mañana, sin querer que llegase el momento en que el forajido que
dormía junto a ella acabase muerto bajo los tiros de las autoridades.

Su sueño no duró mucho. Al cabo de menos de una hora, alguien la


despertó poniéndole una mano en la boca. Quería gritar, pero las palabras de
Cain la calmaron.

—No hagas ruido.

Ella obedeció, y él la soltó lo justo para apresar sus manos y atarle las
muñecas con una cuerda.

—¿Qué estás haciendo? —susurró Christal, cuyo miedo aumentó al ver


que un miembro de la banda, seguramente Kineson, se daba la vuelta en la
manta y empezaba a roncar.

—Tengo oro escondido en las montañas y no quiero que ni tú, ni


Kineson, ni nadie, sepa dónde guardo mi reserva. —Hizo una mueca, porque
tuvo que utilizar el brazo herido para atar la cuerda a un aro de hierro del que
colgaban las tenazas de la chimenea.

—Pero ¿por qué vas ahora? ¿No puedes esperar a mañana? —Estaba
aterrada. Por primera vez desde que se conocieron, Cain la dejaría sola.

—Tengo que ir esta noche.

—Pero... —Tiró de la cuerda deseando liberarse, pero fue inútil.

Él se encogió de hombros en la oscuridad.

—No puedo dejar que huyas mientras no estoy.

—Entonces, ¿te vas? —No se atrevió a pronunciar las palabras «Para


siempre».

Cain se inclinó sobre ella y le acarició la suave mejilla.

—Volveré. No digas ni una palabra y nunca sabrán que me he ausentado.

—No me dejes —suplicó Christal, sintiéndose desolada ante la idea de


no volverlo a ver. Estaba segura de que aprovecharía la oportunidad para huir,

97
FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

y que la abandonaría allí con Kineson y sus hombres. El miedo le atravesó el


corazón, pero no podía culparlo. Era un forajido y era lógico que intentase
salvarse.

—Te prometo que volveré —susurró Cain en un tono extraño y


apremiante. Después, como si deseara tranquilizarla, le dio un beso rápido e
intenso—. Y ahora, no digas nada, ¿de acuerdo?

La joven asintió y se volvió para que no viese las lágrimas que recorrían
sus mejillas. Él se levantó y condujo en silencio a su caballo hacia las
sombras. La joven oyó que el appaloosa sacudía la cabeza y, momentos
después, Cain desapareció.

El jinete rodeó las rocas en el punto en que la pared de granito de


Cirque of Towers se volvía azul marino bajo la luna. Su caballo logró
atravesar los campos de piedras siguiendo el sendero estrecho y casi
imperceptible abierto en la montaña por los búfalos blancos, llegó a los límites
del arbolado de las montañas, donde los abetos daban paso a la tundra, que
finalmente daba paso al hielo, y entonces azuzó a su montura para que fuese
al galope. El animal tomó la pendiente a una velocidad frenética; sus
poderosos cuartos traseros brillaban de sudor, pero no había tiempo para
detenerse. La silueta iluminada de un grupo de hombres apareció sobre un
saliente rocoso que había sobre él, y Cain se apresuró a reunirse con ellos.

—¿Qué tienes? —El líder, un hombre corpulento con un enorme bigote


gris, rompió filas.

—Ni siquiera debería haber venido —contestó con sequedad.

—Todavía no has olvidado lo de la horca, ¿no, Cain? —dijo el hombre,


riéndose entre dientes.

—Tendría que buscarme un abogado yanqui y denunciaros, cabrones.


¿Alguna vez llegó el maldito telegrama?

—Reconoce que todavía te duele que ganáramos la guerra, sureño. ¿Qué


culpa tenemos nosotros de que la operadora del telégrafo de Washington D.C.
tuviese una cena a la hora que debía mandar el mensaje?

—Así funcionan los federales —rugió Cain—. Rollins, llévame con esa
operadora y te enseñaré cómo funciona la justicia de los confederados. —

98
FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

Sacudió la cabeza—. Lo mejor sería que me olvidara de la banda de Kineson.


Si no fuera por...

—Termina este trabajo y no tendrás que volver a hacerlo si no quieres.


Overland te ofrecerá una buena compensación y podrás tener un puesto de
relevancia en Washington. El presidente en persona se ha interesado por ti.

—Para ellos es muy fácil ser tan generosos —gruñó de nuevo Cain—.
Maldita sea, ¿qué posibilidades tengo de sobrevivir a esto? ¿Una entre cien?

Rollins soltó una carcajada y le dio unas palmaditas a su caballo.

—Todo saldrá bien, hijo. Cuando Kineson consiga el dinero de Overland,


estaremos allí para rodearos, y ya habrás terminado tu último y más
espectacular trabajo. Terence Scott te está muy agradecido, Cain. Overland se
juega un millón de dólares en esto. Serás un héroe.

—Un héroe muerto. Scott no pudo matarme en Sharpsburg, así que lo


hará aquí.

—¿Por qué estás tan furioso? ¿Te han seguido? —Rollins miró a sus
compañeros; los dos hombres montaban en sus caballos con expresión
impasible y el fusil bajo el brazo, observando la silenciosa oscuridad.

—Sé lo que me hago, no me han seguido. —Cain tiró de las riendas del
caballo, que se movía precariamente por el borde del precipicio—. Había una
mujer en la diligencia. —Su expresión se endureció—. Ayer me disparó un
muchacho que está loco por proteger el honor de esa dama. Mi brazo está casi
inservible y seguirá así mucho después de que esto acabe.

—Teníamos todas las listas de los pasajeros de la Overland Express


desde que supimos que Kineson iba a asaltar una de las diligencias. Debió
montar en el último momento... —Rollins se puso serio.

—Me ha causado muchos problemas. Tengo que dedicarme a controlar a


esos hombres cuando ella está cerca. —Como si estuviese pensando en sus
obligados viajes nocturnos al bosque, Cain sacudió la cabeza—. Ni te imaginas
lo que he tenido que hacer.

Rollins podría haber sonreído, haberse burlado de las dificultades de


Cain, pero eran profesionales y tenían un trabajo que hacer. La presencia de
una mujer era algo con lo que no habían contado, un peligro añadido.

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FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

—Estaremos allí mañana, hijo. Hasta entonces, tendrás que manejarlo


solo.

—Como siempre. Maldita sea... —rugió Cain entre dientes.

Rollins hizo que el caballo diera la vuelta y fue a reunirse con sus
compañeros.

—Nos veremos en el momento decisivo —se despidió, casi con pesar.

Cain asintió con una sonrisa sarcástica e irreverente en los labios.

—Debería haberme hecho forajido. Díselo a los de Washington cuando


esté muerto y enterrado. Pon en mi tumba que dije que tenía que haber algo
mejor que esto.

Rollins se echó a reír mientras hacía bajar su caballo por la cuesta.

—Mientes, hijo, te encanta este trabajo. Eres el mejor, hasta el


presidente lo sabe. ¿Quién se iba a creer que el forajido más notorio del
Oeste, el más rebelde de los confederados, es uno de nosotros?

Exasperado, Caín sacudió la cabeza mientras la risa de Rollins


despertaba ecos en la montaña. Los tres hombres se alejaron, y la luz amarilla
de su farol se reflejó en sus chapas plateadas con forma de estrella; en ellas,
se podía leer: «Marshal de los EE.UU.».

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FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

Capítulo 8

Sintiendo que le faltaba el aire, Christal intentaba desatarse las manos


mientras oía roncar a los hombres. Faltaba poco para que amaneciera, y si
Kineson descubría que Cain no estaba, estaría por completo a su merced. Así
que respiró hondo y volvió a intentar deshacer el nudo, sin dejar de maldecir
la oscuridad que la cegaba.

No quería pensar en Cain. El había aprovechado su oportunidad, y eso


era todo. Al fin y al cabo, había ayudado a los prisioneros más de lo que
cabría esperar y merecía sobrevivir. Pero, por mucho que intentaba
racionalizarlo, a la joven le costaba aceptar su abandono. La había dejado
sola, sin protección y asustada.

Y, aunque odiase reconocerlo, sentía una profunda preocupación por él;


no había otra explicación para la opresión que sentía en el corazón.

Sabía que si sobrevivía al secuestro, el miedo que había sentido


acabaría por desaparecer, pero nunca olvidaría el dolor que había desgarrado
sus entrañas cuando Cain desapareció en la noche.

—Maldita sea —dijo entre dientes. Retorció los dedos hasta hacerse
daño e incluso usó los dientes para tirar del nudo. Todo fue inútil. Exhausta,
se echó hacia atrás y dejó que la desesperación la invadiera.

Entonces, cuando ya había dado todo por perdido, una mano le tapó la
boca.

El terror le recorrió la espalda como una descarga eléctrica. Tenía que


ser Kineson. Seguramente pensaba violarla mientras estaba atada, ya que le
gustaban aquel tipo de cosas.

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FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

Se volvió para enfrentarse a él, para mirar al enemigo a la cara, y, de


pronto, supo que no era Kineson: Cain había vuelto. Lo sabía con certeza a
pesar de la oscuridad. Podía reconocer su respiración, su olor, su tacto...

Sin decir una sola palabra, Cain la desató. La joven estaba dividida entre
las ganas de abrazarlo y el impulso de darle una bofetada. Él la atrajo hacia sí,
y ella se apartó con rebeldía. Haciendo caso omiso de su resistencia, la obligó
a tumbarse en el jergón sin hacer ruido. Cain ganó la batalla, como Christal se
imaginaba, y, al cabo de un instante, volvían a estar tumbados juntos,
fingiendo estar dormidos.

La mente de la joven estaba confusa por tantas preguntas sin respuesta.


Quería saber por qué había vuelto, dónde había estado y en qué estaba
pensando, pero sabía que nunca le sacaría más que la excusa que ya le había
dado sobre el oro escondido. Quizá fuese la verdad, sin embargo, Christal
estaba furiosa por su partida. Cain había despertado en ella emociones
desconocidas hasta entonces y, con su regreso, había conseguido que el
terror de la joven disminuyera y que sintiera de nuevo aquella inquietante
gratitud.

Se prometió acabar con lo que sentía por él, pero resultaba difícil
estando protegida dentro de la fortaleza de sus brazos. Sobre todo porque,
por primera vez en su vida, no se le ocurría ningún lugar mejor.

El alba, inexorable, hizo su aparición anunciando que ya era martes. La


banda se levantó temprano y todos guardaron un ominoso silencio durante el
tiempo que tardaron en ensillar los caballos y tragarse el desayuno. Kineson
era el que parecía más nervioso; sus ojos no se despegaban de Christal, como
si ella fuese la recompensa, y no el oro de Overland.

Cuando, finalmente, los hombres desmontaron el precario campamento,


Kineson montó sobre su caballo y empezó a dar órdenes:

—Zeke vigilará a los pasajeros en el salón mientras nosotros recogemos


el dinero. —Su mirada se dirigió a Cain, que estaba sobre su appaloosa, con la
joven agarrada a su cintura. Él le devolvió la mirada con otra fría e

102
FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

inescrutable, que Christal conocía demasiado bien—. Cain, tú y yo iremos a


por el rescate y los demás nos cubrirán.

El aludido asintió y el corazón de la muchacha dio un vuelco. Estaba


segura de que Kineson pensaba asesinar a Cain una vez tuviera el dinero en
sus manos. Levantó la cabeza para mirar a Macaulay, deseando
desesperadamente que él también se diese cuenta, pero éste sólo gruñó para
manifestar su aprobación.

—La mujer se irá con Zeke al salón —decretó Kineson.

—Se queda conmigo. —Los dedos de Cain volaron a la pistolera y la


respiración de la joven se quebró. Bajo ellos, el caballo corcoveaba nervioso,
esperando la orden para ponerse en movimiento.

Los ojos de Kineson bajaron hasta el revólver de Cain.

—No podrás moverte libremente en el caballo si ella te agarra por


detrás.

—Será un seguro. No van a dispararnos si ven que la tengo.

Una sonrisa torcida asomó a los labios del jefe de la banda.

—Como quieras. —La sonrisa se hizo más amplia, y Kineson dirigió su


caballo al este. Los hombres lo siguieron y Cain se colocó al frente del grupo.

Dejaron atrás el lago Valentine y tomaron un sendero que serpenteaba


entre los picos Cathedral y Lizard. Las montañas se alzaban orgullosas con
sus cumbres llenas de nieve formando un espectáculo grandioso. Pero nadie
se fijó en ello; todos estaban demasiado absortos en sus propias tragedias o
triunfos para darse cuenta del magnífico escenario que los rodeaba.

Después de varias horas de viaje, llegaron a las estribaciones que daban


al valle Popo Agie y, a lo lejos, vieron el humo de las fogatas de Camp Brown.
Allí ya sólo vivían tramperos e indios arapahoes. El gobierno había declarado
abandonado el fuerte, razón por la que Kineson había escogido el depósito de
agua que había cerca para hacer la entrega.

Las nubes se dispersaron y el sol se alzó triunfante sobre ellos. Cuando


abandonaron el abrigo de la montaña para salir a la pradera, el cielo se
convirtió en una enorme cúpula azul, y la angustia de Christal amenazó con

103
FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

ahogarla. Por mucho que intentase pensar en una forma de evitar el


desenlace, no parecía haber escapatoria.

Su única esperanza radicaba en que Cain se percatara del error que


suponía seguir a Kineson, pero sabía que no lo haría. Aunque a Christal le
rompía el corazón recordarlo, el hombre que la había besado y abrazado la
noche anterior seguía siendo el mismo hombre que la había secuestrado. Cain
tenía tanto interés en cobrar el rescate de Overland como el resto de los
miembros de la banda. Era un forajido, al igual que Boone, o como Marmet,
antes de morir.

Al borde de la llanura, la joven empezó a recordar el sendero que


llevaba al lugar de recogida del dinero. Parecían haber pasado años desde el
día en que Cain la había llevado allí. Entonces, el silencio había reinado entre
ellos, igual que en aquellos instantes, pero era un silencio diferente. El que
ahora oprimía el corazón de Christal parecía vivo, real, cargado de emociones
y recuerdos de lo que podría haber sido.

Incapaz de aceptar lo que se avecinaba, la joven se abrazó con más


fuerza a Cain y apoyó la mejilla en la suave tela desteñida de su camisa,
consolándose con el cálido moviendo íntimo de la sólida espalda masculina al
cabalgar. La elegante dama que debería haber sido nunca habría abrazado así
a un pistolero, pero la mujer en la que se había convertido estaba
completamente angustiada. Era como si hubiese vislumbrado algo hermoso,
bueno y perfecto, y, justo cuando creía que podría ser suyo, se lo hubieran
negado dejándola en la fría nada.

Al percibir su inquietud, Cain le aseguró con suavidad:

—Todo va a salir bien.

Ella no respondió. Ni siquiera lo miró por temor a echarse a llorar.

La banda llegó al depósito de agua mucho antes del mediodía. Kineson y


Cain estaban a la sombra, todavía a caballo, listos para marchar. El miedo de
Christal, también montada sobre el appaloosa y agarrada a la cintura de Cain,
crecía conforme el sol se acercaba a su cénit. Los otros miembros de la
banda, después de ocultar sus caballos entre los árboles, se arrastraban por la

104
FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

hierba alta con los Winchester en la mano para colocarse en posiciones


estratégicas cerca del punto de encuentro.

Vieron la locomotora kilómetros antes de que llegara. A lo lejos tenía un


aspecto casi frágil, en absoluto rival para una banda de forajidos; pero,
conforme se acercaba, parecía más siniestra. El rechinar del acero engrasado
y el destello de las cenizas al viento susurraban furia, y el rugido del vapor
era como un grito de guerra.

—Ya hemos hablado sobre esto. ¿Alguna pregunta? —Kineson se dirigía


a Cain, pero miraba a Christal, que se encogió en la silla.

—Ninguna —respondió Cain automáticamente, asintiendo con la cabeza.

En silencio, observaron cómo la locomotora se detenía con un chirrido


bajo el depósito de agua. Era una imagen extraña: no había gente, ni edificios,
nada más que la pradera vacía en cualquier dirección en la que miraran. El
tren se componía tan sólo del motor de hierro, la leñera y un vagón, tal y
como Kineson había exigido.

Se acercaron al trote a la locomotora, Cain golpeó la puerta del vagón


con la culata del fusil y la joven se agarró a él como un gatito asustado.

La puerta se abrió unos quince centímetros y, al instante, lanzaron fuera


una pequeña bolsa de lona que cayó con un golpe seco en el suelo. Después
otra, y otra más, hasta que hubo un buen montón de bolsas junto a las vías.
Kineson soltó una fuerte carcajada al ver brillar el oro en una saca que se
había roto en la caída.

Cuando la última bolsa cayó al suelo, la puerta del vagón se cerró y el


tren se puso en marcha con un traqueteo. Christal lo observó partir sin darse
cuenta de que tenía las uñas clavadas en la cintura de Cain. Una vez el tren
estuvo a unos cuantos kilómetros de distancia, Kineson desmontó y comenzó a
meterse dentro de la camisa todas las bolsas de lona que podía, mientras los
forajidos que habían estado escondidos en la hierba se levantaban gritando y
dando vítores.

—Traed los caballos, vamos a cargar el resto —gritó Kineson para


hacerse oír, al tiempo que montaba de nuevo. Boone asintió y fue el primero
que corrió hacia el lugar donde habían atado a los animales, deseando hacerse
con el botín.

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FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

—Pásame a esa zorra, Cain —ordenó entonces Kineson, con la camisa


hinchada por las bolsas de dinero.

El aludido cogió su revólver y apuntó con él a su antiguo compañero de


armas, antes de que la joven pudiese parpadear.

—No se irá contigo, Kineson. Métetelo en la cabeza.

—Lo único que se va a meter en la tuya es una bala. Mira detrás de ti,
Cain.

Christal se volvió, y vio que uno de los forajidos los apuntaba con un
fusil. Habían planeado la ejecución de Cain, justo como ella sospechaba.

Con el corazón desbocado, se aferró a Cain y se prometió no soltarlo.


Por alguna razón demencial, no lograba aceptar que lo vería morir de aquella
forma.

—¿A qué viene esto, Kineson? ¿Acaso crees que te he traicionado? —


Cain hablaba lentamente, con precaución.

—No, sabes que me fío de ti. Pero eres demasiado engreído. Ya


tenemos el dinero y no te necesitamos más. —La rabia era patente en su
encendido rostro cuando señaló a la joven con la cabeza—. Y no me gusta que
no compartas, así que pásamela, si no quieres que la mate también a ella.

Cain guardó silencio durante un instante, y luego le hizo un gesto a


Christal para que bajara.

—No. No te dejaré —susurró ella en tono apremiante—. Te matarán en


cuanto me baje del caballo. No quiero que mueras. ¡No quiero que mueras!

—¡Llévatela, Kineson! ¡Toda tuya! —dijo Cain negándose a mirarla.

—¡Te van a matar! —exclamó la joven, clavándole las uñas en los


antebrazos, desesperada por quedarse con él y compartir su destino.

—Si no bajas, te matarán a ti. —Los ojos de Cain ardían de ira—. Hazlo,
ve con él.

Un brazo le rodeó la cintura. Ella se agarró a Cain, pero Kineson era


demasiado fuerte y la tuvo en su regazo en pocos segundos.

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FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

—¡Suéltame! —gritó, haciendo todo lo posible por desmontar y detener


al forajido que apuntaba con el fusil a Cain.

De pronto, en medio de toda aquella confusión, un grito de terror


resonó en la pradera. Aturdida, Christal miró hacia los álamos y ahogó una
exclamación mezcla de miedo y expectación.

Al igual que espectros en un cementerio, unos hombres con abrigos


oscuros montados en caballos castrados del ejército salieron del cobijo de los
árboles y rodearon las monturas atadas de los bandidos.

Los forajidos se ocultaron entre la maleza y se tomaron apenas un


momento para evaluar la situación antes de desperdigarse.

Kineson soltó un juramento. El hombre que sostenía el fusil detrás de


Cain también había huido, y Cain era el único que quedaba armado.

—Suéltala —ordenó Cain en tono imperativo.

—Ahora es mi seguro —gritó Kineson, al tiempo que espoleaba al


caballo con crueldad para que se lanzara al galope por las vías del tren.

La joven forcejeó para liberarse sin importarle los golpes que recibía,
pero el jefe de la banda era muy fuerte. Aterrada, volvió la cabeza para mirar
atrás y vio que Cain los seguía de cerca con semblante sombrío.

—¡Acabaré contigo, bastardo! —rugió Kineson. Sacó su revólver de seis


balas y Christal dejó escapar un grito de furia intentando quitárselo de la
mano, pero él la golpeó con la culata de la pistola. La joven se apartó un
instante, sujetándose la mejilla y gimiendo de dolor. Kineson apuntó de nuevo
a Cain, y ella aprovechó la ligera distracción de su captor para tirar con fuerza
del bocado del caballo.

El animal frenó bruscamente, y eso fue todo lo que necesitó Cain para
atacar. Soltó un grito salvaje, se lanzó sobre Kineson, y los tres cayeron
rodando al suelo.

—¿Te vas a dejar colgar por esta mujer? ¡Eres un maldito estúpido!
¡Cojamos los caballos y salgamos de aquí! —Kineson se puso en pie con un
gruñido, pistola en mano, pero se encontró de frente con el revólver de su
antiguo compañero de armas.

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FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

Cain puso a Christal de pie y la colocó a su espalda sin dejar de apuntar.


La joven pudo ver entonces que los hombres de abrigo oscuro galopaban
hacia ellos como toros por las vías del tren y que los alcanzarían en poco
tiempo.

—Nunca la tendrás, Kineson, nunca —susurró Cain.

—Dios mío —sollozó la joven—. Lleva razón, monta en tu caballo y sal


de aquí. Kineson ya no importa, Cain. Da igual lo que yo diga en tu defensa, te
colgarán de todas formas. Vete ya. ¡Vete! —gritó con voz rota.

Los dos hombres estaban en un callejón sin salida, con las pistolas a
punto bajo el reluciente sol de la pradera. Sin embargo, Kineson parecía más
desesperado. Miraba hacia los marshals una y otra vez, mientras que Cain
sólo tenía ojos para él.

—Olvida a la mujer —le pidió Kineson con las facciones distorsionadas


por la rabia—. Servimos bajo la bandera del Sur y tenemos que seguir unidos.
¡No podemos rendirnos a la basura yanqui!

—Lo siento —susurró Cain con el alma desgarrada por un honor que la
guerra había dividido en dos bandos—. Ya no luchamos por Georgia, sólo
estamos nosotros, sólo nosotros...

Christal intentó liberarse de la protección de Cain, pero él la sujetaba


detrás de su espalda con un brazo que parecía estar hecho de acero, y se
quedó muy quieto, observando a Kineson sin hacer nada.

Una vez le había dicho que un pistolero sabía cuándo disparar mirando a
un hombre a los ojos y no a la mano, pero Christal no podía apartar la vista
del dedo de Kineson mientras gritaba a Cain que disparara, que moriría de no
hacerlo.

La detonación despertó ecos en la pradera. La joven se agarró a Cain


con desesperación, esperando verlo caer al suelo mortalmente herido como se
había imaginado mil veces, pero no cayó, sino que se metió el frío revólver en
la pistolera sin dejar de mirar a Kineson.

Las facciones del jefe de los forajidos reflejaron sorpresa cuando miró
el enorme agujero abierto en su pecho del que salían algunas monedas de oro
descascarilladas y con rastros de sangre. Abrió los ojos de par en par, ahogó
una maldición y cayó hacia atrás, muerto.

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FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

—Hoy sí hemos llegado a tiempo —dijo una voz desconocida.

Asombrada, se volvió y vio que un hombre de mediana edad desmontaba


del caballo con su Winchester todavía humeante. Tenía un gran bigote e iba
vestido con una camisa roja como la de los mineros, aunque Christal
comprobó que llevaba un abrigo oscuro del ejército amarrado a la parte
trasera de la silla. El brillo de la estrella plateada prendida en él resultaba
inconfundible, y a la joven le dio un vuelco el corazón.

—¿Cómo está usted, señora? Soy el señor Rollins —la saludó el


desconocido, llevándose la mano al sombrero y acercándose a ella. Christal
retrocedió, mirando impotente a los demás marshals trotar hacia ellos en sus
caballos—. Mis disculpas por la terrible experiencia, señora. Cuando supimos
que era probable que secuestraran una diligencia, no nos imaginábamos que
iría una mujer a bordo. —Rollins notó la inquietud de la joven y miró hacia el
cadáver de Kineson, que estaba sobre la hierba—. ¿Por qué no lo derribaste,
Cain? Eres el hombre con mejor puntería que conozco.

—Preferí que lo hicieras tú. Me ahorraste matar a uno de los míos —


respondió Cain con voz cortante.

Rollins asintió, como si respetara las razones del sureño.

El resto de los marshals empezaron a desmontar. La caballería iba con


ellos; estaban rodeados de hombres de azul y Christal tuvo que sofocar un
sollozo, esperando el momento en el que se llevaran a Cain esposado. En su
mente intentaba ordenar los argumentos que podría esgrimir para exculparlo,
pero, cuando Rollins se acercó a ellos, su razonamiento se esfumó y sólo fue
capaz de colocarse delante de él como si pretendiese escudarlo, y balbucear
palabras sin sentido en su defensa, sin poder pensar en otra cosa que no fuera
el cuerpo de Cain colgado de la horca, con el fuerte cuello cicatrizado partido
en dos.

—No tienes que protegerme, Christal.

Llena de angustia, se volvió y se abalanzó sobre el pecho de Cain.


Siempre se había considerado una mujer fuerte, sin embargo, la idea de que
se lo llevasen era más dolorosa que un disparo en el corazón.

109
FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

—¿Qué ocurre? —le preguntó él en voz baja, claramente afectado por la


emoción de la Christal—. Ahora estás a salvo, pequeña. Todo va a ir bien —le
aseguró, mientras le apartaba con ternura el pelo de los ojos.

—No —jadeó ella, incapaz de soltarlo—. Nada va bien, ¿no te das


cuenta? Van a detenerte y te colgarán de nuevo. —Desesperada por salvarlo,
observó a los hombres que se acercaban. Un amargo pesar corrió por sus
venas como lava ardiente. Nunca habían tenido una oportunidad. Todo,
incluido su pasado y su futuro, estaba contra ellos desde el principio.

Rollins se acercó a ellos mientras el tiempo avanzaba con una lentitud


cruel.

—Pequeña, todo va a ir bien —le susurró Cain, con los labios pegados a
su cabello.

—No pueden detenerte, no pueden... —gimió, clavando los dedos en sus


brazos para sujetarlo con más fuerza.

—Pero sigo armado, Christal. Piénsalo. —La estrechó contra sí y la


meció tratando de tranquilizarla—. ¿Me dejarían estos hombres sujetarte así si
fuera un forajido?

Desconcertada, la joven advirtió que la voz de Cain no denotaba ninguna


preocupación. A su alrededor, los marshals se ocupaban del cadáver de
Kineson. Y a lo lejos, la caballería esposaba a los otros miembros de la banda.
La joven contó a cinco: los habían capturado a todos.

Pero no a Cain.

Christal levantó la cabeza para mirarlo a los ojos. La sombra de una


sonrisa asomaba a los labios del hombre que la rodeaba con brazos de acero.

—No... No lo entiendo... —balbuceó.

—Está con nosotros, señora —intervino Rollins con una amplia sonrisa—
Desde el principio.

—Pe... pero... su cicatriz, su cuello... —Miró al marshal sin saber qué


pensar.

110
FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

—¿Quieres explicarle tú eso o lo hago yo? —le preguntó Cain al hombre


en tono seco.

—Aquello fue un error —le aclaró Rollins con una mueca—. Pero todos
cometemos errores, ¿no? —No pudo evitar reírse—. En nombre del gobierno
de los Estados Unidos de América, nos alegramos de que esta vez no haya
habido ningún contratiempo. —Miró hacia el cadáver de Kineson y después a
Christal, que, sin duda, no entraba en los planes—. Bueno, casi ningún
contratiempo... —concluyó.

La mente de la joven empezó a encajar las piezas. No iban a colgar a


Cain. Viviría porque... Se le doblaron las rodillas y estuvo a punto de
desmayarse, pero él la sostuvo a tiempo.

—Shhh... tranquila, pequeña. Todo ha acabado —susurró en su oído.

—¿Eres... eres un marshal? —tartamudeó ella, con el corazón encogido


de miedo.

—¿De verdad temías tanto por mi vida? —Cain la miraba con un extraño
brillo de ternura en los ojos.

La joven no contestó. No podía.

—Tenemos mucho de qué hablar, Christal. —Los rudos nudillos


masculinos le acariciaron con suavidad la mejilla.

Ella siguió sin decir nada, conmocionada por la noticia de que Cain era
un marshal de los Estados Unidos.

Sin darse cuenta, cerró la mano en torno a la cicatriz de la rosa. Si antes


había deseado escapar, aquel deseo se había multiplicado por diez. La sangre
le hervía pidiéndole salir de allí, y su mirada se detuvo en los hombres que los
rodeaban: estaba en medio de una pradera vacía, con más representantes de
la ley de los que había visto en su vida.

—Hemos encontrado a los demás prisioneros y al hombre que los


retenía en Falling Water —les informó Rollins, interrumpiendo el hilo de los
pensamientos de la joven—. La banda irá directamente a Fort Laramie para el
juicio... Tenemos a un juez allí. Pero vamos a llevar a los pasajeros a Camp
Brown para que se recuperen porque está más cerca. Después, Overland nos
ha prometido diligencias para que les lleven a donde deseen ir. —Se dirigió a

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FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

Christal, tocándose el sombrero—. Eso también va por usted, señora. Espero


que no le importe cabalgar de nuevo con Cain hasta el fuerte.

Ella no protestó, consciente de que no tenía otra opción. Tenía que


pasar por todas las formalidades y hacer lo posible por ocultar su identidad
hasta que se le presentara la oportunidad de huir.

Cain la puso sobre la silla sin más dilación, y ambos galoparon hacia
Camp Brown. La joven, todavía aturdida por el giro de los acontecimientos,
contempló la llanura mientras el impulso de escapar la consumía por dentro.
Lo cierto era que no quería marcharse y dejarlo. Ambos se habían enfrentado
a la muerte, y aquello la había ayudado a clarificar lo que sentía por él,
haciendo que la idea de abandonarlo le doliera en lo más profundo.

Sin embargo, estar con Cain había pasado de ser peligroso a resultar
suicida. Desde el principio había sabido que una dama no debía enamorarse de
un forajido, pero una mujer buscada en Nueva York, ni siquiera podía
permitirse mirar a un representante de la ley.

112
FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

Capítulo 9

Christal no sabía cómo huir. Incluso escapar de la banda de forajidos le


había parecido más sencillo que huir de la caballería. Cuando los soldados
rescataban a una mujer, se sentían en la obligación moral de protegerla y
darle el tiempo necesario para que se recuperara del trauma. Y estaba segura
de que, si se daba el extraño caso de que la mujer huyese, la «rescatarían»
una y otra vez, hasta que ella comprendiese que no pretendían causarle
ningún daño.

Aunque sólo llevaba allí unas cuantas horas, gimió en voz baja,
desesperada por salir de Camp Brown. El viejo fuerte abandonado estaba a
muchos kilómetros de cualquier parte. El asentamiento más cercano era la
reserva india de Wind River, y ella, con su cabello dorado, no tenía nada que
hacer entre los shoshone.

Después de bañarse y secarse, levantó las manos y dejó que las mujeres
que la rodeaban la vistiesen con un vestido de fiesta de seda rosa bastante
andrajoso y demasiado grande para ella. Las indias que la atendían, mujeres
de la tribu Mandan, eran conocidas por ser las prostitutas de los hombres
blancos. Christal había visto a muchas de ellas en los pueblos de las llanuras.
La viruela había diezmado a los suyos, así que se ganaban la vida
frecuentando los fuertes y los pueblos mineros, y aprovechando las sobras de
las chicas de los salones. Eran mujeres de rasgos toscos, piel oscura y voz
ronca, y pocas veces se las trataba bien. Christal cada vez sentía más empatía
por ellas, ya que compartían una extraña hermandad: las indias eran presas de
la necesidad y ella lo era del miedo.

Finalmente, las mujeres se fueron y Christal se acercó a la ventana de


su cuarto, que, según creía, había pertenecido a un capitán. Estaba exhausta,

113
FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

pero no podía dormir, ya que era demasiado peligroso. Además, podría llegar
una diligencia de Overland aquella misma tarde para recoger a los pasajeros
y no quería perderla, aunque significase renunciar a sus siete monedas de oro.

Limpió el cristal de la ventana y miró al exterior. El sol de agosto se


perfilaba en el horizonte. Tenía la frente perlada de sudor y el polvo le secaba
de nuevo la garganta; se le había olvidado del calor que hacía en la pradera.
Observó las puertas del fuerte y se preguntó si podría pasar delante de los
dos oficiales de caballería que habían colocado allí.

En realidad, no tenían derecho a retenerla. Podía exigirle a Rollins que


le devolviese el oro, pasar junto a los guardias y seguir andando.

Pero a los marshals no les gustaría que se fuera sin hablarles sobre el
secuestro. Con toda la caballería a su disposición, la devolverían a un lugar
«seguro» en cuestión de minutos, luego querrían saber por qué había huido y
después tendría dos opciones. La primera era negarse a responder sus
preguntas y, de ese modo, levantar sospechas, quizá hasta el punto de que
averiguaran lo de la cicatriz. Era la mejor opción, por que la segunda consistía
en mentirles, afirmar que los secuestradores habían abusado tanto de ella que
todos los hombres la asustaban, y que lo que había pretendido era abandonar
el fuerte y alejarse de ellos.

Puede que los marshals se lo creyeran, pero Cain sabría que estaba
mintiendo, y sus sospechas le daban mucho más miedo que las de toda la
caballería que estaba haciendo maniobras en el campo de instrucción del patio
central del fuerte.

Respiró profundamente, pasándose las temblorosas manos por el


cabello. Estar rodeada de representantes de la ley era su peor pesadilla hecha
realidad, sólo superada por un posible encuentro con Baldwin Didier. Estaba
deseando que llegara la diligencia de Overland, aunque la idea de marcharse
le rompiera el corazón.

Cain. No se quitaba aquel nombre de la cabeza. No quería volver a


pensar en él, consciente de que su relación, siendo él un representante de la
ley, resultaba imposible. En ese momento, alguien llamó a la puerta sacándola
de aquellas meditaciones tan sombrías. Avergonzada al darse cuenta de que el
pecho le asomaba por encima de la camisola, se subió los hombros del
desteñido vestido rosa.

114
FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

Volvieron a llamar con mayor apremio y el terror hizo presa en ella. La


consumía la irracional sospecha de que la habían descubierto, pero recuperó
la cordura y comprendió que era poco probable. Intentando presentar el mejor
aspecto posible, se echó el pelo sobre un hombro y abrió la puerta.

La respiración se le entrecortó y su corazón empezó a latir


frenéticamente cuando vio que era Cain quien estaba en el umbral, con un
aspecto muy distinto al del hombre que ella conocía. Se había afeitado, y una
fuerte mandíbula aparecía donde antes había una basta barba oscura. Christal
se dio cuenta de que, sin la barba, Cain era aún más atractivo de lo que ella
sospechaba. Sin embargo, en esencia, seguía siendo el mismo; los labios finos
y crueles y los gélidos ojos grises no habían cambiado, y la combinación,
como siempre, resultaba devastadora.

Aturdida, bajó la mirada para verlo por completo. Se había bañado y


vestía de forma civilizada: pantalones oscuros, camisa blanca y un chaleco de
seda color burdeos. Y se había peinado hacia atrás, lo que hacía que su aura
de peligro resultara más sutil, igual que un susurro es más erótico que un
grito.

—Apenas te reconozco —dijo la joven en voz baja y precavida.

Una sonrisa asomó a la comisura de la boca de Cain. Con aquel aspecto,


bien podría haber sido uno de los jugadores que frecuentaban los salones en
los que Christal había trabajado para dilapidar, o conseguir, una fortuna mal
ganada. Los tahúres que había conocido eran hombres poderosos y violentos
que poseían un enorme magnetismo, y la joven los evitaba por sistema, pero
incluso ellos palidecían ante el hombre que tenía delante.

Se apartó de la puerta sin saber muy bien qué decir. No lo miró y


tampoco lo invitó a entrar, ya que sabía que Cain entraría con permiso o sin
él.

—Ese vestido es demasiado grande para ti —comentó él después de


cerrar la puerta.

—Tengo que arreglarlo —respondió, sujetándose la tela.

—Ya veo. —Cain la examinó detenidamente, dejando patente que le


gustaba lo que veía y que esperaba que el vestido se le cayera del todo.

115
FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

Nerviosa, Christal bajó la mirada, sintiéndose avergonzada de pronto. Se


habían besado, dormido juntos, luchado, y aun así, ahora Cain se había
convertido en un amenazador extraño. El forajido por el que tanto se había
preocupado ya no existía, y no sabía cómo enfrentarse a la nueva situación.

—Tendrías que haberme dicho que eras un marshal —lo recriminó tras
reunir el valor necesario para ello—. Todo habría sido más fácil.

—No confiaba en tus dotes de actriz. No quería que resultaras herida, ni


acabar muerto.

—Entiendo. —Christal se miró el vestido. Se le había resbalado por un


hombro y había dejado al descubierto la suave piel del inicio de un seno. Se
cubrió con rapidez esperando que él no hubiese visto mucho, pero, a juzgar
por el fuego que ardía en los ojos de Cain, la joven había reaccionado
demasiado tarde.

Se produjo una larga y difícil pausa, mientras los dos se miraban.

—Las cosas han cambiado mucho, ¿verdad? —comentó la joven,


rompiendo el silencio—. Tú has cambiado mucho.

—Las cosas han cambiado a mejor; yo soy mejor —replicó él,


acercándose peligrosamente a la joven y acariciándole la clavícula con un
áspero pulgar—. Ahora puedo hablar contigo y contártelo todo... Y tú también
puedes hacerlo. Ya no soy tu secuestrador, sino sólo un hombre, un hombre
en el que puedes confiar —aseguró, atravesándola con la mirada.

—Ya había empezado a confiar en ti, de todos modos —repuso Christal.


Se sentía incómoda ante aquellos profundos ojos grises, así que pasó junto a
él, se dirigió al espejo que estaba sobre el escritorio de roble y comenzó a
trenzarse el pelo. Sólo podía pensar en huir. Le daba miedo que el antiguo
forajido fuese ahora un representante de la ley, pero, sobre todo, le daba
miedo lo que la hacía sentir. Cain había logrado confundir y robarle sus
emociones, y Christal no podía dejar que siguiera haciéndolo, porque
enamorarse de él, sabiendo lo que sabía, era suicida.

Cain se acercó por detrás para observarla en el espejo y, sin tocarla,


dijo:

—Me da la impresión de que, ahora que sabes que no soy un forajido,


confías menos en mí.

116
FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

La tarea de trenzarse el cabello resultaba demasiado para ella, así que


dejó caer las manos temblorosas. Justo en ese instante, se oyó un disparo
proveniente de las maniobras que se estaban realizando en el campo de
instrucción, que la puso aún más nerviosa.

—Es que no lo entiendo —estalló dándose la vuelta para enfrentarse a


él, llevada al límite de su resistencia—, si te consideras un rebelde, si has
luchado con los confederados, ¿cómo puedes trabajar ahora con los federales?
Nunca me habría imaginado... —Se interrumpió y sacudió la cabeza, temerosa
de haber dejado entrever demasiado.

—Hablas como si fueras de Sur —repuso Cain, con la sombra de una


cínica sonrisa bailándole en los labios—. Pero no eres más que otra mimada
flor norteña que cree que la guerra fue un cuento para antes de dormir. Debes
de haber sido especialmente afortunada, Christal. Han tenido que pasar diez
años para que te molestaras en preguntar sobre ella.

La joven se enfureció. Puede que hubiera sido una mimada flor norteña
durante su infancia, pero después su vida se había convertido en un infierno.

—Te pregunté por la guerra porque quería conocerte —señaló en tono


seco—. Pero todo lo que te rodeaba era mentira, y lo que me contaste sobre
tu pasado también tiene que serlo, porque no entiendo cómo se puede ser
confederado un día y, al siguiente, convertirse en federal. Un sureño no
podría hacer tu trabajo. Al menos, no un sureño de verdad.

—Puedo hacer este trabajo precisamente porque soy sureño. —La joven
esperaba la furia, pero no la amargura. La emoción que reflejaban sus
palabras le rompió el corazón—. ¿Qué crees que saqué de la guerra? ¿Crees
que la gané? ¿Crees que encontré honor y orgullo? —Cain respiró hondo;
parecía dolerle cada palabra—. En la guerra no encontré nada, salvo muerte,
sangre y pérdida. Han pasado diez años y sigo sin encontrarle un significado
con el que pueda vivir. Ya no sé qué está bien y qué está mal y todos los días
intento distinguirlo. Por eso puedo trabajar con los federales, Christal, porque
hace mucho tiempo que acabó la maldita guerra. Ya no soy un hombre de
Georgia, sino un ciudadano de la Unión, y mi trabajo es discernir el bien del
mal. Lo que hizo Kineson fue un delito. Hemos hecho justicia y ahora puedo
pasar al siguiente trabajo sin que éste me corroa las entrañas.

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FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

—Pero las cosas no están siempre tan claras. —La joven maldijo el
pánico patente en su voz—. A veces un delito no es lo que parece. A veces
los hechos pueden llegar a engañar...

—¿De qué estás hablando?

Ella le dio la espalda de nuevo y lo miró a través del espejo. Cain tenía
el ceño fruncido. No podía confesarle su pasado. Después de lo que él le
había contado, seguramente la llevaría a juicio y la colgarían antes de que su
tío pudiese llegar hasta ella.

—Christal, ¿qué pasa? —Le rodeó la cintura con las manos, y aquel
cálido y sólido contacto la venció. Anhelaba apoyarse en su pecho, tocarlo,
besarlo... Quería hacerle comprender algo que creía que el forajido que había
sido ya sabía: que, a veces, los delitos no eran tales; que, a veces, la justicia
se equivocaba.

Pero tenía junto a ella a otro Cain; a un hombre que no pensaba como
ella, a un representante de la ley del que tenía que protegerse con un muro de
silencio.

—No me trates como a un extraño Christal —le pidió con voz ronca—.
Sé que has pasado por mucho, pero...

—En realidad no nos conocemos —lo interrumpió, tratando


desesperadamente de distanciarse de él—. Hemos pasado unos días muy
difíciles, pero ya se han acabado. Podemos seguir con nuestras vidas. Estoy
deseando que llegue esa diligencia de Overland para salir de aquí. —Se volvió
para mirarlo, porque necesitaba ser sincera por última vez—. No imaginas lo
que me alivia que sigas vivo. Me... me alegro de que seas un marshal. No
podría haber soportado verte en la horca.

—Te preocupas por mí, así que deja que yo me preocupe por ti —repuso
Cain con voz tensa, como si deseara sacudirla para que le hiciese caso—. No
te alejes de mí.

—No estoy...

—Sí, lo estás haciendo. —Levantó una mano y le acarició con suavidad


la mejilla—. Necesito saber de ti, Christal: de dónde eres, quién era tu marido,
adonde te dirigías en aquella diligencia.

118
FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

—Mi vida es monótona. Mi pasado te aburriría.

—Nunca me has contado nada...

—No hay nada que contar.

—Si no hay nada que contar —insistió él, cogiéndole la barbilla y


obligándola a mirarlo a los ojos—, ¿por qué no me lo cuentas? Suponía que no
hablabas de ti porque creías que era un forajido, el hombre que te había
secuestrado. Ahora me pregunto si no habrá algo más.

—Somos extraños que hemos compartido una mala experiencia —adujo


ella, cerrando los ojos y esperando ser lo bastante fuerte. No iba a dejar que
Cain viese su interior; no podía dejar que lo hiciera—. Tenemos que seguir
con nuestras vidas. Yo seguiré mi camino y tú... el tuyo.

—No.

Christal contuvo el aliento y abrió los ojos de golpe. Una pequeña


punzada de miedo le atravesó el corazón.

—¿Qué has dicho?

—Ya me has oído, te he dicho que no. No vamos a seguir cada uno
nuestro camino.

—No tienes derecho a retenerme si no...

—Tengo todo el derecho.

—¿Por qué? —musitó con voz quebrada, sintiendo que un torrente de


ardientes sensaciones se derramaba en su sangre.

—Ya sabes por qué. —Un largo dedo acarició sus labios—. Ya sabes por
qué —susurró.

Las palabras que Christal pretendía pronunciar murieron en su garganta.

Durante un largo y silencioso instante se retaron con la mirada, sin que


ninguno estuviera dispuesto a rendirse. Finalmente, Cain señaló la ventana
con un gesto, en referencia a la caballería que hacía maniobras en el polvo.

119
FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

—Estás de vuelta a la civilización. Puede que no parezca gran cosa, pero


las reglas de la sociedad se aplican aquí tanto como en Fort Laramie, San
Francisco o Denver. Eres una mujer sola, y esta noche dormirás en este
cuarto, protegida de cualquier hombre que quiera molestarte... como yo.

Christal sintió un nudo en la garganta. No quería que siguiera hablando.


Si Cain le daba algún significado a lo sucedido entre ellos en Falling Water, a
ella le resultaría imposible abandonarlo.

—No estaré contigo esta noche —dijo él en un susurro ronco mientras


una sombra oscurecía sus ojos—. No sentiré tu piel suave junto a mí, ni te oiré
respirar profundamente cuando duermas. No puedo arruinar tu reputación
porque ahora tenemos reglas. Eres lo que se conoce como una dama, señora
Smith, así que se te tratará como a tal. Sin embargo, quiero que sepas que
maldigo las reglas. Lo que ocurrió entre nosotros en Falling Water no debería
haber pasado; pero pasó, y sabes, al igual que yo, que esta noche deberías
estar en mis brazos. Te lo dice tu corazón... justo aquí. —Le acarició la
clavícula con los nudillos y después abrió la mano colocando la palma sobre el
pecho izquierdo, donde ambos podían sentir los erráticos latidos de su
corazón.

Christal apartó la mirada con los ojos llenos de lágrimas no derramadas.


Las palabras de Cain la abrasaban con su veracidad. Había dicho todo lo que
ella rezaba por que no dijese, desgarrándole el alma en el proceso y haciendo
que dejarlo fuese casi imposible.

Por primera vez en años, notó que una lágrima, cálida y cristalina, se
deslizaba por su mejilla. Resultaba apropiado que lo hubiese conocido vestida
de luto, porque, durante seis largos años, había lamentado la pérdida de su
infancia y de su vida anterior, pero, sobre todo, había lamentado su soledad;
una soledad que se había convertido en maldición al hacerse mujer, porque, en
sus circunstancias, no podía permitirse amar y ser amada.

Sin embargo, en Falling Water habla llegado a vislumbrar la posibilidad


de una vida con Cain. No era el hombre de sus sueños, pero los sueños eran
para las jóvenes estúpidas que podían permitírselos, y el forajido con el que
había dormido, hablado y al que había besado, era de carne y hueso, no una
sombra, y conocía lo suficiente del otro lado de la ley para comprenderla.

120
FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

Pero aquel hombre se había ido; en realidad, estaba tan muerto como si
Kineson le hubiese disparado. Y, de pronto, Christal descubrió que el luto que
había llevado, y que llevaría, sería por Cain.

—¿Por qué haces esto? —gimió desolada.

—Porque te deseo.

—¿Quieres tenerme esta noche para poder marcharte mañana sin mirar
atrás? —musitó.

—No quiero que seas mi amante. Si hubiese pretendido eso, ya te


hubiera hecho mía una docena de veces desde que nos conocimos.

—Habría sido una violación.

—Pero lo podría haber hecho, de todos modos. —Ella empezó a temblar


y él la rodeó con sus brazos—. Quiero que me cuentes todo sobre ti. —Le
levantó la mano, la de la cicatriz con forma de rosa, y trazó cada exuberante
pétalo grabado en la palma, quemándola con su tacto—. ¿Qué escondes? —
Christal gimió, negándose a hablar—. Respóndeme —insistió él. Le cogió con
delicadeza la barbilla para que lo mirara, pero ella apartó la vista—. ¿De qué
tienes miedo? —susurró Cain en tono apremiante.

—De nada —respondió con voz ahogada.

La obligó a mirarlo de nuevo y examinó las profundidades de sus ojos


durante lo que parecieron varios minutos, como si evaluara su respuesta.
Después, con una furia inesperada, la apartó.

—Mientes.

—No —se apresuró a contestar, desesperada.

—Lo veo en tus ojos. Son del color del cielo, tan bellos, tan azules...

—Su tono se volvió siniestro—. Tan llenos de sombras... Mientes.

Abatida, se volvió hacia la ventana.

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FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

—Me acusas de mentir, pero eres tú el que lo ha hecho. ¿Quién eres en


realidad? ¿Eres del sesenta y siete de Georgia o un marshal de los Estados
Unidos? ¿Eres un yanqui o un rebelde? ¿Un forajido o un hombre honrado?

—Si alguna vez te he mentido —le aseguró él con voz dura—, ha sido
para salvarte la vida. Pero cuando te hablé de mí, te decía la verdad.

—Debe ser muy conveniente para ti tener unas lealtades tan repartidas.
—Sabía que estaba caminando por arenas movedizas, pero el miedo y la
desesperación dictaban sus palabras.

—Si te refieres a mi parte en el secuestro, era mi trabajo. Pero... —bajó


la voz y habló con rabia— ...si te refieres a mi parte en la guerra, te diré que
soy un rebelde y que siempre lo seré. Y no te equivoques, si fuera por mí,
Georgia sería la que te gobernara a ti y a todo este maldito país.

Rota de dolor, Christal se echó a llorar. ¿Por qué había querido hacerle
daño? Sólo quería huir de él, no tratarlo con crueldad. La guerra había
destrozado a Cain, dejándolo sin familia, sin hogar... Decía que no había honor
en ello, pero sí lo había: permaneció fiel a su país. Y cuando ya no hubo país,
dobló su bandera confederada y la enterró con respeto, en vez de romperla y
ensuciarla más con sus actos. Había seguido con su vida a pesar del vacío de
su corazón, e incluso entonces había hecho lo más honorable: luchar contra
las guerrillas rebeldes que se habían descontrolado en las praderas y colinas
solitarias del Oeste.

—No llores —lo oyó susurrar a su espalda, con una voz


sorprendentemente amable.

Aunque no deseaba rendirse, se dio la vuelta y apoyó la cabeza en su


pecho. Él le limpió las mejillas, y las lágrimas se le resbalaron entre los
pulgares; Christal tembló y escondió la cara en su camisa. Cain se había
bañado, llevaba ropa limpia; tendría que haber olido de forma distinta, pero,
bajo el almidón y el olor a jabón, su aroma resultaba dolorosamente familiar, y
ella disfrutó de él en silencio, deseando poder quedarse en sus brazos para
siempre. De pronto, la caballería disparó varias veces en el exterior
rompiendo su intimidad.

—¿Cuándo llega la diligencia de Overland? —preguntó, con la voz ronca


por la emoción, sin levantar la cabeza de su pecho.

122
FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

—Overland no puede enviarnos ninguna hasta dentro de dos días —


respondió él, inexpresivo. La joven dejó caer los hombros. No sabía si podría
aguantar tanto—. Christal —dijo en voz baja abrazándola con fuerza—, no
pienses en salir corriendo todavía. Tenemos dos días, aprovechemos eso, al
menos.

—Dos días es muy poco tiempo... o quizá demasiado —repuso ella,


dividida entre la necesidad de escapar y el anhelo de permanecer con Cain.

Se secó las lágrimas de las mejillas con el dorso de la mano, mientras el


silencio del marshal verificaba sus palabras.

—Vine aquí para pedirte que bajaras a cenar. Los demás pasajeros han
preguntado por ti. Sé que se sentirán aliviados al verte en el comedor esta
noche.

La joven se apartó de sus brazos y se dirigió al escritorio, dándole la


espalda para aislarse de su presencia. Pero, cuando alzó la vista, encontró su
penetrante mirada gris reflejada en el espejo y él la hizo prisionera de su
deseo. Durante una breve pausa en la eternidad, los ojos de la joven hablaron
a los de Cain de lo que sentía en su corazón. Después, forzada a salvarse o
morir, apartó la vista y fingió que aquel momento nunca había tenido lugar.

—Me encantaría bajar a cenar —le aseguró—. Deja que me recoja el


pelo.

—Tienes un pelo precioso, nunca te lo había dicho.

Ella cerró los ojos y luchó contra el deseo de que Cain le acariciase el
cabello, como había hecho en Falling Water. Lo miró de nuevo a los ojos, y en
aquellas profundidades heladas pudo ver anhelo y, quizá, dolor. Él ya había
terminado con las dificultades y las mentiras, pero ella acababa de empezar.

—Tardaré un segundo —susurró.

123
FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

Capítulo 10

El comedor del viejo fuerte era un tosco edificio de troncos con el suelo
sucio. No hacía mucho tiempo que lo habían abandonado, porque todavía
quedaba barro entre los troncos y la estufa de hierro colado estaba intacta.

Christal supo lo que era el verdadero terror cuando miró a su alrededor:


la sala estaba atestada de soldados de caballería... y marshals. Las estrellas
plateadas parecían estar en todas partes, cegándola con su brillo cada vez que
reflejaban las llamas de las lámparas de aceite.

Su mente le gritaba que corriera, sin embargo, sonrió y calmó la mano


que temblaba sobre el brazo de Cain. Era imperativo que evitase cualquier
sospecha hasta poder marcharse discretamente con los demás pasajeros, pero
el instinto le hizo cerrar el puño para ocultar la cicatriz de la rosa, y se juró
que tendrían que romperle la mano si querían que la dejase al descubierto.

Al localizarla, el señor Glassie se abrió paso a través del mar de


soldados de azul para llegar hasta ella y la joven notó de nuevo que sus ojos
se llenaban de lágrimas. Henry Glassie era una persona de buen corazón y a
ella le habría gustado que fuesen amigos. El vendedor estaba pálido, incluso
un poco más delgado, aunque, con su talle, resultaba difícil asegurarlo. Lo que
sí había mejorado era su aspecto: habían cepillado su traje verde, y estaba
casi tan elegante como el día en que la diligencia de Overland había partido
hacia Noble.

—Gracias a Dios que está bien, señora Smith. No sabe lo mucho que el
señor Adlemeyer y yo nos hemos preocupado por usted —exclamó,
abrazándola como si fuese su hija, largo tiempo perdida.

124
FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

Christal le sonrió y miró al «predicador». Era la primera vez que


escuchaba su nombre. Él le devolvió la sonrisa con aspecto cansado, como si
todavía estuviese desesperado por tomar una copa.

El señor Glassie señaló con la cabeza a Cain, que se había alejado para
charlar con un grupo de soldados.

—¿Puede creer que ese hombre sea en realidad uno de los marshals?

La joven miró cómo Caín se reía de un chiste que había contado uno de
los soldados. Sus dientes eran blancos y fuertes y casi podía distinguir una
leve calidez en aquellos ojos fríos. Parecía relajado, incluso feliz... hasta que
se encontró con la mirada de Christal.

La sonrisa desapareció como si nunca hubiera existido y ella se


apresuró a bajar la vista.

—Nunca lo hubiera imaginado —comentó, aliviada de que la atención del


señor Glassie se centrara en ayudarla a sentarse y no en aquel intercambio de
miradas. No quería que viera lo mucho que Cain la afectaba. Para distraerse,
saludó con la cabeza al cochero de Overland y al guardia, que estaban en una
esquina.

—¿Dónde están Pete y su padre? —preguntó la joven, mirando a su


alrededor.

—Pete está viendo las maniobras y creo que Elías está discutiendo con
Rollins sobre la devolución de su dinero. —El señor Glassie se rió entre
dientes—. Al parecer no quiere que se lo queden ni un minuto más de lo
necesario.

La muchacha sintió ganas de reír al imaginarse al canoso anciano


discutiendo con Rollins, pero estaba demasiado ocupada preguntándose
cuándo le devolverían a ella su dinero. Echaba de menos sentir el peso de sus
preciadas monedas de oro en la mano.

Alguien le tocó el hombro, así que levantó la mirada y se encontró con


Cain, que sujetaba una bebida en la mano.

—Toma, esto te ayudará a dormir —dijo el marshal, ofreciéndole la taza


de hojalata.

125
FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

—Gracias... —Se calló a media frase, porque no sabía cómo llamarlo. El


nombre de Cain ya no parecía encajar ni con él ni con su relación.

—Macaulay —dijo él, como si le leyera la mente.

—Macaulay —susurró ella, aceptando la bebida. Después giró la cabeza;


le daba demasiado miedo mirarlo, dejar que viese la preocupación en sus
ojos, la realidad de sus sentimientos. Se había acercado mucho a ella cuando
creía que era un forajido y no le quedaba otro remedio que retroceder.

Le dio un pequeño trago a la taza y descubrió que era café caliente bien
cargado de whisky. Al negarse a mirar a Cain a los ojos, la tensión entre
ambos creció. Y aquella vez, Henry Glassie no perdió detalle de lo que ocurría
entre ellos.

El marshal no tardó mucho en regresar con los hombres para ayudarlos


a trinchar el venado, momento que aprovechó el vendedor para acercar su
silla y coger la mano de Christal.

—Me alegro de que tengamos la oportunidad de hablar, señora Smith.

—Por favor, llámeme Christal. —Intentó sonreír, aunque resultaba difícil


teniendo en cuenta la situación.

—Es un honor que me considere un amigo, Christal, pero... —La mirada


de preocupación de Glassie se dirigió de nuevo a Cain—. No puedo evitar
pensar en el aspecto que mostraba cuando llegó al salón el otro día. —Bajó la
voz hasta convertirla en un susurro—. Tenía la ropa desgarrada y Cain la
trataba como si fuera suya.

—No me hizo daño. Nunca me hizo daño —musitó la joven,


preguntándose por qué le temblaba la voz.

—Fueron unos momentos terribles, pero quiero que entienda que


cualquier cosa que le hiciera puede tener compensación. Si el señor Cain se
aprovechó de usted durante su cautiverio, me aseguraré de que se haga lo
correcto. Se casará con usted y...

—No —le interrumpió ella, con más pasión de la que quería mostrar.

—Por favor, señora Smith, no me interprete mal, no quería hacerle


sentir mal.

126
FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

—No se preocupe —le tranquilizó con una sonrisa vacilante—. Le


aseguro que el señor Cain no hizo nada de lo que deba arrepentirse. Estaré
bien en cuanto llegue la diligencia y pueda irme de aquí.

—¡No puede irse tan pronto! —exclamó el señor Glassie, entre risas—.
Terence Scott en persona viene en el tren de la Unión Pacific para darnos una
importante compensación por las molestias causadas. Creo que llegará mañana
por la tarde.

La joven no pudo ocultar la sorpresa. Quizá aquel dinero bastase para


desenmascarar a Didier. Aunque le costase creerlo, parecía que su suerte
mejoraba.

—¿Tiene alguna idea de cuánto nos van a dar? —Sabía que estaba
siendo indiscreta, pero no podía evitarlo.

—¡No, no! Aunque seguro que será una buena suma. Sobre todo para
usted, Christal. Por lo que tengo entendido, nunca se imaginaron que pudiera
haber una mujer en esa diligencia y sienten mucho lo mal que lo ha pasado.

—Ya veo.

—Bueno —siguió el señor Glassie—, lo cierto es que yo no podré


quedarme para recibir ese dinero. La fábrica de muebles Paterson me
necesita y me darán una cantidad importante para compensarme porque, como
sabe, soy un empleado valioso. Ya me han conseguido una diligencia para que
pueda salir a primera hora de la mañana y atender a mis clientes. —Se
planchó las solapas de la chaqueta—. No puedo demorarme aquí y perder mis
ventas.

La joven tardó un momento en asimilar lo que oía.

—¿Se va mañana a primera hora? ¿No espera a las diligencias de


Overland? —balbuceó finalmente.

—No puedo perder ni un día más. Mis negocios requieren de mi


inmediata atención.

Christal empezó a tamborilear en la mesa de madera. Estaba dispuesta a


esperar el dinero de Overland, pero la prudencia le decía que averiguase si
tenía la posibilidad de irse por la mañana. ¿Debería hacer lo más inteligente e

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FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

irse? ¿O debería olvidar toda precaución y coger el dinero de Overland, con la


esperanza de que fuese la solución a todos sus problemas?

—¿Por qué está tan pensativa?

—Sólo... sólo le envidiaba por poder irse tan pronto. Cain... ehh... el
señor Cain me dijo que las diligencias de Overland tardarían dos días en
llegar.

—¿Tiene usted mucha prisa?

Ella se mordió el labio inferior y pensó en Cain. Anhelaba con


desesperación pasar aquellos dos días con él, pero era consciente de que
corría un riesgo terrible en su compañía, pues tarde o temprano la obligaría a
confesar su pasado y, con su inamovible percepción del bien y del mal, lo más
probable era que la entregara a las autoridades.

—Pu-puede que tenga que irme antes —contestó, con los ojos nublados
por las lágrimas.

—Si necesita irse, será un placer llevarla conmigo mañana. El telegrama


de Paterson dice que tendré una diligencia al alba, pero ¿adonde quiere ir?

Christal no quería decir que no le importaba, porque eso supondría más


preguntas.

—¿Cuál es su primera parada?

—South Pass.

Ella esbozó una bella y cálida sonrisa: South Pass estaba a pocos
kilómetros de Noble, su destino original.

—Perfecto. Si decido marcharme, me reuniré con usted en la diligencia


al alba.

—¿Sin escolta?

—No pasará nada. —Volvió a esbozar una sonrisa que lo deslumhró—.


No se lo mencionará a nadie, ¿verdad?

128
FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

—Claro, por supuesto que no —se apresuró a decir el señor Glassie,


deseando agradar—. Esto queda entre nosotros.

Las mujeres indias empezaron a servir la comida, lo que puso fin a la


conversación. Cain se sentó junto a ella, y la joven comentó rápidamente lo
difícil que era encontrar muebles de calidad en el Oeste, logrando así que el
señor Glassie se embarcara en un monólogo de más de veinte minutos.
Christal comía en silencio, escuchando a medias al vendedor, pero muy
consciente de cada aliento de Cain, de cada trago de whisky, incluso de cada
movimiento que hacía sobre el tosco banco. Se preguntaba si a él le pasaría lo
mismo con ella, y, siempre que se atrevía a mirarlo, sus miradas hablaban por
ellos.

Después de la cena, Judd, el cochero de Overland, sacó un violín y tocó


un relajante vals. El café con whisky entró fácilmente, aunque la joven no
estaba acostumbrada a beber. Quería relajarse, tarea imposible cuando seguía
en el fuerte, rodeada de representantes de la ley.

Miró a Cain, preguntándose cómo tocar el asunto del dinero de


Overland. Si la compensación no era grande, su decisión de marcharse con el
señor Glassie sería sencilla. Si se trataba de una buena cantidad, se quedaría
a pesar del riesgo. Debía averiguarlo antes del alba.

—¿Cuándo crees que recuperaremos nuestras posesiones? —preguntó


Christal, como si en realidad no le importase la respuesta—. Tenéis siete
monedas de oro que me pertenecen, ya lo sabes.

—No te preocupes, aquí no tienes donde gastártelas —respondió Cain.

—Sí, pero...

—Además, tendrás más de siete monedas cuando llegue Terence Scott.


He oído que os va a pagar muy bien por las molestias.

—¿Cómo de bien? —inquirió ella con el ceño fruncido.

—Pareces muy interesada.

—Bueno... yo... —tartamudeó la joven—. No tengo mucho dinero. No se


me había ocurrido que nos fueran a compensar por esto.

—He oído que trae quinientos.

129
FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

Aturdida por la noticia, bajó la vista y le dio otro pequeño sorbo a la


bebida. Quinientos dólares entre los siete pasajeros representaban unos
setenta por persona, una pequeña fortuna. Con la compensación de Terence
Scott podría empezar a pensar en cómo probar su inocencia.

—¿Qué tramas en esa cabecita tuya, pequeña?

La joven volvió a mirarlo. Cain la ponía nerviosa cuando bebía porque


sus ojos parecían atravesarla como si pudiera leerle la mente, y aquel acento
sureño resultaba mucho más pronunciado. La forma en que arrastraba las
palabras era... seductora.

—Sólo pensaba en un vestido nuevo —replicó con frialdad—.

Setenta dólares dan para muchos vestidos nuevos.

—¿Setenta? He dicho quinientos. Por cabeza. Y es probable que tú te


lleves más, por ser mujer. Se sienten culpables por el hecho de que te hayas
visto involucrada en todo esto.

El whisky le quemó la garganta y estuvo a punto de ahogarla. Estaba


conmocionada. Sus sueños se habían hecho realidad: con quinientos dólares
podría contratar a un abogado, incluso a un detective de la empresa Pinkerton
para buscar pruebas contra Didier.

Cain sonrió, como si supiese algo que ella desconocía.

—Qué pena que no tengas ya el vestido nuevo. Éste no te queda bien. —


Sus penetrantes ojos grises se clavaron en el pecho de Christal.

La joven se ruborizó y siguió su mirada: tenía todo el hombro y una


cantidad considerable de escote al descubierto. Turbada, se subió
discretamente la seda rosa.

—Será mejor que te lo arregles esta noche. Seguro que quieres salir
bien vestida en la fotografía cuando Scott se presente aquí con el dinero.

—¿Fotografía?

—Sí. —El marshal dejó escapar una risa cínica—. ¿Acaso creías que ese
yanqui iba a venir hasta aquí a darte una compensación económica sin llevarse
el mérito? Los yanquis no funcionan así. De hecho, mañana habrá aquí tantos

130
FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

reporteros que acabarás siendo famosa. Cuando Scott acabe contigo, hasta el
increíble Barnum vendrá a buscarte para su circo.

—Se rió, claramente asqueado—. Es como si lo viera: «La viuda del


Oeste». —Le dio otro trago al whisky—. No dejes que te haga eso, Christal.

Pero ella apenas lo escuchaba. El terror la había dejado paralizada


después de oír la palabra «reporteros».

—Pero... —Cercó la mano con fuerza en torno a la taza caliente, para


esconder la palma—. Pero ¿cómo van a llegar tan deprisa los reporteros?
Acaban de rescatarnos.

—No seas ingenua, estamos hablando de un yanqui. Terence Scott, ese


maldito oportunista, los envió hace días para sacar publicidad de todo esto.
Fort Washakie está repleto de reporteros. He oído decir que han venido hasta
de Chicago, e incluso de Nueva York —gruñó, disgustado.

A la joven empezaron a temblarle las manos, así que las juntó con
fuerza sobre el regazo.

—¿Te ocurre algo? No tienes buen aspecto —comentó Cain,


preocupado.

—Su-supongo que el whisky no me ha sentado bien —tartamudeó,


intentando con todas sus fuerzas mantener la calma ante aquella catástrofe—.
¿Te importa si me retiro a mi habitación? Si mañana va a ser como dices,
necesitaré descansar.

Se levantó, pero, ya fuera por el whisky, el miedo o el puro cansancio,


la sala le empezó a dar vueltas. Tratando de recuperar el equilibro, se aferró
al borde de la mesa y se clavó dos astillas en la palma.

Cain la sujetó al instante y la atrajo hacia sí, observando las manchas


color lavanda que tenía bajos los ojos.

—Te llevaré a tu habitación. Estás agotada.

Justo entonces, una voz hostil, proveniente de la puerta, los detuvo:

—¿Es que no la has molestado ya bastante, Cain?

131
FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

Christal se volvió hacia el origen de la voz y vio a Pete en el umbral,


con una expresión hosca y malhumorada.

Cain no respondió. La joven sabía que todavía le dolía la herida del


hombro. Luchar contra Kineson la había abierto de nuevo, y el marshal se
había pasado la tarde con el médico.

—No debería permitir que se acercara a usted, señora —siguió diciendo


Pete, acercándose a ella y quitándose el sombrero como muestra de respeto—
No me importa lo que sea ahora; todos vimos lo mal que la trató.

—No tenía elección —adujo Christal, empezando a sentir un lacerante


dolor de cabeza. No se sentía capaz de tratar con Pete en aquel momento, no
después de perder quinientos dólares y la oportunidad de encontrar justicia,
no con los reporteros acercándose a Camp Brown a primera hora de la
mañana siguiente.

—¿Ah, no? —El muchacho hizo una mueca de desprecio levantando el


labio superior, salpicado de vello adolescente.

—No tengo por costumbre disparar a niños, hijo —intervino Cain con
una voz fría como el hielo—, pero debes saber que me estás tentando, y
mucho.

—No me importa enfrentarme a ti aunque seas marshal. Tienes que


aprender a tratar a las mujeres.

La joven se estremeció. La bravuconería del chico iba a acabar con él.

—No, Pete, ni lo pienses —le rogó—. No me hizo daño, sólo lo fingía, y


lo que hizo... Bueno, debía hacerlo, tenía que convencerlos de que era como
ellos. Yo ya he olvidado lo que pasó y tú debes hacer lo mismo.

—Fue rudo contigo —insistió Pete, tuteándola. Aunque pareciese


imposible, daba la impresión de que el chico, que apenas tenía dieciséis años,
se había enamorado de ella.

—Lo hecho, hecho está, Pete —repuso, poniendo una mano sobre su
brazo—. Si Cain no se portó como un caballero fue porque no podía hacerlo.
Por favor, deja que todo se olvide.

132
FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

—Sigue sin ser bueno para ti. —La miró a los ojos, lleno de esperanza—
Una mujer tan bella necesita a alguien que cuide de ella. Si... si me aceptas,
con el tiempo podríamos casarnos, formar una familia, ahora que mi padre y
yo hemos recuperado el dinero.

La pasión y la sinceridad del chico la conmovieron. Desde los trece


años, nadie se había comportado con ella con tanta caballerosidad. Le acarició
la mejilla impulsivamente y lamentó no poder volver a verlo.

—Llevaba mucho tiempo deseando oír palabras como las tuyas, Pete —
susurró con cariño—. Ni te imaginas cuánto me acordaré de ellas en los años
venideros, cuando tú ya estés casado y te hayas olvidado de mí.

El muchacho no encontró el valor para devolverle la caricia. Se quedó


donde estaba, paralizado; la emoción era patente en sus ojos mientras
intentaba ahogar una inapropiada declaración de amor. Después, incapaz de
contenerse, balbuceó:

—Christal, yo...

—Otra vez será, muchacho —lo interrumpió Cain, rodeando


posesivamente la cintura de la joven con el brazo y caminando hacia la puerta.

La joven se dejó llevar, aliviada por haberse visto obligada a frustrar las
intenciones de Pete; y triste, porque sabía que no volvería ver al valiente
muchacho.

—Podría» haber sido más amable con él —recriminó a Cain mientras


atravesaban la zona de maniobras del fuerte.

—Ese estúpido me disparó, ¿por qué iba a ser más amable?

—El creía que eras un forajido.

—Es demasiado engreído... Ni siquiera sé cómo se ha atrevido a cortejar


a una mujer adulta.

—No le llevo muchos años.

—Sabes tan bien como yo que lo único que he hecho ha sido ahorrarte
una situación incómoda.

133
FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

La joven guardó silencio, negándose a darle la razón.

Cuando por fin llegaron a la puerta de su cuarto, el marshal se detuvo y


la miró expectante.

Christal era consciente de que Cain quería pasar la noche con ella, pero,
al haber vuelto a la civilización, aquello resultaba imposible.

—Yo... Ne-necesito dormir, de verdad —tartamudeó nerviosa. No


encontraba las palabras adecuadas para despedirse. Tenía muchas cosas que
decirle, pero no tenía ni oportunidad, ni tiempo—Pete lleva razón, ¿sabes? —
dijo ella, pensando en lo poco apropiado que resultaba todo aquello—. No eres
un caballero. Lo sé con sólo mirarte a los ojos.

—Odio esta situación. Es una estupidez pensar en llevarte flores y


esperar a que me des permiso para cogerte la mano después de lo que hemos
pasado juntos.

—Sí, es verdad. —La joven guardó silencio un momento, pensando en lo


dolorosamente ciertas que eran aquellas palabras. Con su pasado, ya no era
una mujer que se sintiese impresionada por cortejos, y él tampoco estaba
dispuesto a llevarlo a cabo.

Lo había visto matar en Falling Water, había conocido un lado de él que


era duro y violento, poco dado a la piedad y la ternura. No cabía duda de que
el gobierno contaba con un buen representante de la ley. La guerra le había
enseñado a luchar y también a ganar... y a perder. Era un hombre que hacía lo
que tenía que hacer, daba igual lo que costase, y esperaba lo mismo de los
demás. Aquella dureza la atraía y se había engañado pensando que él podía
protegerla, pero era una característica que lo hacía aun más peligroso, porque
para él sólo existía el bien y el mal, y nada intermedio. Perder la guerra lo
había dejado sin nada salvo ese ideal, y, conociéndolo como lo conocía,
Christal comprendía por qué se había convertido en marshal. Su mundo se
había quedado sin orden, y la ley restauraba ese orden. Si Cain descubría que
la buscaban en Nueva York, sentiría la profunda e íntima necesidad de hacer
justicia, y aquello era lo que más la asustaba, porque ella ya no creía en la
justicia.

Resignada a marcharse al alba, lo miró y se preguntó cómo decirle


adiós. Sentía un intenso y lacerante dolor en el pecho por no poder volver a
verlo, pero no encontraba otra solución que escapar.

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FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

—¿Dormirás bien esta noche? —susurró él, sin necesidad de añadir el


«sola» que tenía en mente. Ella no respondió, porque sabía que si Cain notaba
pesar en su voz, nunca la dejaría marchar—. Te echaré de menos esta noche,
Christal —añadió en voz baja.

La joven cerró los ojos y olió el whisky en el aliento masculino,


deseando saborearlo. Desconcertada por aquella reacción, la joven bajó la
vista y se tocó las pequeñas astillas de la mano. Dos gotas de color escarlata
mancillaban la rosa, como si fuesen lágrimas.

—No me has dicho cuáles son tus planes, Cain —musitó con voz ronca—
¿Qué harás cuando te vayas de aquí?

—Voy a establecerme y a trabajar en algo tranquilo. Hay un trabajo que


me espera en Washington.

—Hagas lo que hagas, seguro que lo harás bien.

—¿Vendrás conmigo a Washington?

La oferta fue tan inesperada que no supo cómo reaccionar.

—Pero...

—Podríamos viajar durante un tiempo —la interrumpió Cain—. Incluso


podríamos visitar Nueva York. Te compraré el vestido más bello a este lado
del Atlántico.

A la joven se le paró el corazón. Rezó en silencio, dando gracias por las


sombras que ocultaban el terror de su rostro.

—No... no puedo ir allí contigo. Debo... debo estar en otra parte.

—¿Dónde? —inquirió él, con un tono que la retaba a negarse a contestar.

—Tengo que reanudar mi vida.

—Pero ¿dónde? —insistió, al límite de su paciencia.

Los segundos pasaban; el tiempo era lo único que le quedaba, pero se le


escurría entre las manos como arena.

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FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

—Hablaremos de eso por la mañana. —La joven cogió el pomo de la


puerta de su cuarto, y la inminencia de su separación la desgarró por dentro.

No volverla a verlo, no volvería a observar cómo sus duras facciones se


suavizaban bajo la luz de la luna, no oiría jamás sus bruscas órdenes, ni el
suave susurro de voz en su oído diciéndole que la deseaba.

Pero no había otra opción.

Incapaz de contenerse, se volvió, acunó su rostro entre las manos y lo


atrajo hacia sí, como si no pudiese soportar la idea de dejarlo marchar. Lo
besó con un anhelo que no estaba destinado a satisfacerse, y aquello hacía
que el beso fuese aún más agridulce, que resultase aún más imperativo que
sus labios se rindieran por completo a los de él, que su mente recordase todos
y cada uno de los detalles: la forma en que el pecho de Cain se apretaba
contra el suyo al rodearla con sus brazos, el aliento entrecortado del marshal
cuando ella abrió la boca y lo dejó entrar... Tenía que aprovechar el momento
para consolarse con el recuerdo en las noches solitarias que la esperaban en
el futuro.

Cain gruñó y la sujetó por el trasero. Si la joven se lo hubiera permitido,


la habría hecho suya allí mismo, a pesar de las faldas y el duro suelo de
madera.

Pero, si consumaban su relación, ella nunca podría irse; y si no se iba en


aquella diligencia a la mañana siguiente, estaría condenada.

Christal terminó bruscamente el beso y forcejeó hasta que la soltó. Él


susurró su nombre como si sufriese una angustia infinita, pero ella se alejó
con un sollozo y entró con rapidez a su habitación. Temblorosa, cerró la
puerta y se apoyó sobre ella, secándose las mejillas con el dorso de la mano.
Hubo un momento de silencio, sólo roto por el juramento ahogado de Cain y el
sonido de sus botas alejándose.

¡Maldición! Christal no lloraba nunca, pero, en aquel momento, no podía


parar. Deseaba regodearse en su dolor a pesar de que no podía permitirse ese
lujo. Tenía un millón de cosas en que pensar, un millón de cosas para ocupar
la mente. Sin embargo, sólo podía pensar en el sonido de aquellas botas, que
despertaban ecos de una pasión perdida en su corazón.

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FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

Capítulo 11

Cuando Christal oyó cerrarse la puerta de la habitación contigua, ya casi


había amanecido. Llevaba varias horas sentada en el borde de la cama,
esperando el primer brillo rosado del alba. Su cuarto estaba completamente a
oscuras; no se atrevía a encender un farol y despertar así sospechas.

Oyó una maldición en voz alta y después el ruido de un cuerpo al


tropezar con una silla. Sin hacer caso de su buen juicio, se levantó de la cama
y pegó la oreja a la pared. Estaba segura de que se trataba de Cain. Oyó otro
golpe y otra maldición, y quedó convencida de que lo era, sobre todo cuando
empezó a cantar con voz de borracho la canción confederada por excelencia:
«La hermosa bandera azul».

—¡Larga vida a los derechos del Sur! —Se oyó el estrépito de ambas
botas al caer al suelo, una tras otra, y luego hubo una pausa en la canción, que
Cain debió utilizar para beber más—. ¡Hurra por la hermosa bandera azul que
lleva una sola estrella! —A través de la pared, la joven oyó el tintineo de unas
monedas al caer sobre un escritorio. Entonces, la voz se volvió malhumorada
e, inexplicablemente, cambió de canción—. ¡En Ámsterdam encontré a una
doncella, oye bien lo que te digo! —Un cuerpo cayó sobre una cama que
estaba a pocos centímetros de la mano de Christal—. En Ámsterdam encontré
a una doncella que era experta en su oficio. ¡No vagaré más contigo, bella
doncella! —gritó, golpeando la pared con el puño. De no haber sabido que
estaba borracho, la joven habría pensado que intentaba despertarla para que
oyese las palabras de la canción—. ¡Vagar y vagar! Vagar ha sido mi ruina. —
El cuerpo se dio la vuelta—. No vagaré... más contigo..., bella doncella. —De
pronto, se oyó una respiración profunda y regular: Cain se había quedado
dormido.

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FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

Perpleja, Christal se sentó en la cama, pero su mente volvía una y otra


vez a las monedas, puesto que nunca había sido tan pobre. Si no hacía algo, y
pronto, llegaría a Noble con tan sólo el vestido que llevaba, que, además, le
quedaba grande. Todos pensarían que era una prostituta, y sería difícil
demostrarles que se equivocaban. Sin embargo, si contase con algo de dinero,
podría pagar una habitación para pasar la noche en South Pass, comprarse una
aguja e hilo, y convertir el vestido de fiesta en algo más modesto. Así, al
menos, tendría la oportunidad de conseguir un trabajo decente haciendo de
crupier, sirviendo bebidas o vendiendo bailes.

En el exterior, el cielo empezaba a iluminarse adquiriendo un tono gris


plomizo. No le quedaba mucho tiempo.

Temblando, abrió la puerta sin hacer ruido. La entrada del fuerte estaba
custodiada por dos centinelas y la diligencia todavía no había llegado.

Avanzando entre las sombras, se dirigió a la puerta de la habitación


contigua a la suya, acercó el oído a la cerradura y comprobó que la
respiración de Cain era firme y regular.

Abrió la puerta con cuidado, pero la madera crujió de forma estridente,


así que se detuvo un instante. Después respiró hondo y entró en la pequeña
estancia.

Cain estaba tirado en una cama plegable de lona del ejército, vestido tan
sólo con unos pantalones negros. Tenía un brazo sobre los ojos, la boca
ligeramente abierta y el musculoso pecho subía y bajaba al ritmo de su
profunda respiración. Junto a él había una mesita, y las monedas estaban
tiradas sobre ella y en el suelo.

Christal se acercó de puntillas a la mesa, aliviada de que el sol por fin


asomara en el horizonte y bañara la habitación de una tenue luz gris.

Sabía que debía darse prisa, pero era incapaz de irse sin mirar a Cain
por última vez.

El tiempo se detuvo por un instante mientras intentaba memorizar cada


detalle de sus firmes y masculinos rasgos.

Le dolía pensar en ello, pero no podía quitarse de la cabeza que, un día,


su esposa lo miraría como ella lo miraba en aquellos instantes. Se habría
levantado temprano, quizá para prepararle café, y se lo encontraría tumbado

139
FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

en la cama como estaba en aquel momento. Le tocaría con cariño la frente y


sonreiría para sí pensando en la furia de la noche anterior. Y entonces, cuando
ella estuviera a punto de volver a la cocina, la mano de Cain la retendría y la
devolvería a la cama...

De pronto, el marshal dejó escapar un gruñido que sobresaltó a Christal


y la llevó de vuelta a la realidad.

Sin hacer ruido, empezó a recoger todos los peniques tirados por el
suelo: una miseria, comparada con sus siete monedas de oro. En total, serían,
como mucho, un par de dólares. La joven encontró el viejo pañuelo del
marshal en un perchero y lo usó para meter las monedas. Se lo guardó en el
vestido, dentro del escote del corsé. Con suerte, si es que le quedaba alguna,
allí estaría a buen recaudo.

Cain volvió a gruñir y a ella le dio un vuelco el corazón. Dio un paso


hacia la puerta, pero estaba tan nerviosa que su pie golpeó una botella vacía
de whisky, que rodó por los tablones del suelo y se estrelló con estrépito
contra la pared.

Aterrada ante la posibilidad de haberlo despertado, miró a Cain y


descubrió, aliviada, que no se movía, aunque su respiración resultaba más
superficial.

Desolada, la joven se limpió las lágrimas que caían en silencio por sus
mejillas. No quedaba más tiempo. Los reporteros se dirigían a Camp Brown
en aquellos momentos, así que lo miró por última vez y, siguiendo un impulso,
se inclinó, le dio un ligero beso en la mejilla y le acarició con ternura la frente
como algún día lo haría su esposa.

Después huyó de la habitación, sintiendo que un profundo dolor


atenazaba su corazón.

Me puso la mano en el pie,


¡oye bien lo que te digo!,
me puso la mano en el pie,
y dije: «¿cómo has podido hacerlo?»
No vagaré más contigo, bella doncella.

140
FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

Cain gruñía y daba vueltas en la cama. Se hallaba inmerso en un sueño;


lo sabía porque no le dolía la cabeza y estaba seguro que le iba a doler cuando
se despertara. No solía beber como la noche anterior, pero la falta de resaca
no hacía que el sueño resultase menos real, ni que fuese menos inquietante.

Ella estaba de pie en el umbral, vestida de luto de pies a cabeza, y un


velo azabache cubría sus bellos rasgos.

Él se sentó en la cama, todavía en sueños, incapaz de apartar la mirada.


Notaba el miedo de la joven como una garra fría en el estómago. Quería
protegerla; ella necesitaba su protección, pero, por alguna razón que no
comprendía, quería alejarse de él.

—¿Quién eres? —preguntó Cain con voz ronca, sintiendo que la


necesidad de saber ardía en su interior como el whisky que había bebido.

La joven caminó hacia él balanceando sensualmente las caderas; el


exquisito vestido negro se ceñía a su cuerpo como una segunda piel,
resaltando la curva de sus pechos y la estrecha cintura.

La visión se detuvo junto a la cama, y él, sin dudar, alargó la mano para
levantarle el velo y se lo arrancó de un tirón. La belleza de la joven lo golpeó
como un puño en el estómago: sus ojos, sus bellos ojos, tan azules como el
cielo de la pradera, le cautivaron como el cántico de las sirenas.

—¿Quién eres? —repitió en un susurro, incapaz de cerrar los ojos ante


la desolación que reflejaban aquellos rasgos.

Ella tenía miedo, huía de algo que la asustaba, y estaba sola. Cain
quería protegerla aun a costa de su propia vida, pero ni siquiera estaba seguro
de conocer su verdadero nombre, ni de que fuese viuda. La joven mostraba
una dureza que lo inquietaba: había visto más mundo de lo que hubiese
querido.

De pronto, se inclinó sobre él y lo besó.

Sus labios se posaron sobre los suyos con una suavidad que tuvo el
efecto contrario en él. Quería controlar lo que estaba ocurriendo, pero no
podía. Ella lo impulsaba a hacer, a pensar, a sentir, incluso cuando no quería.

La boca de la joven trazó un ardiente sendero hasta el cuello de Cain y


recorrió con su suave lengua la cicatriz. Le gustaba el poder que ejercía sobre

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FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

él, como a todas las mujeres. Pero ésta era diferente: la tristeza nunca
abandonaba sus ojos.

—¿Quién eres? —inquirió de nuevo con voz profunda, mientras ella le


besaba el pecho y bajaba hasta el ombligo. La joven no respondió, y él le
acarició el cabello, que era de seda dorada. Quería ver su rostro, el brillo de
lágrimas no derramadas en sus bellos ojos azules, cualquier cosa antes de
sentir cómo aquella pequeña lengua rosa le abrasaba la piel y le robaba la
voluntad.

—Dime quién eres, deja que te ayude. Soy la ley... Soy la ley.

Ella siguió bajando y tomó la punta de su excitado miembro en su boca.

—Dios mío, ¿quién eres? —siseó con los dientes apretados.

Ella no podía responder; estaba demasiado ocupada torturándole con su


lengua, sus dientes...

Vencido por la excitación, cayó sobre la cama entre gruñidos.

—Dímelo... —susurró Cain. Su voz perdió claridad y se le desenfocó la


mirada. El placer lo recorría con tanta fuerza como el miedo que sentía por
ella. La joven tenía problemas y él lo sabía. Pero podía ayudarla: era la ley.
Por fin tenía todo bajo control y podía ayudarla... si ella confiase en él, si
confiase en él...

—¿Quién eres? —exigió saber, sin dejar de acariciarle el cabello, hasta


que ya no pudo seguir hablando.

Cain abrió los ojos de golpe. Estaba sudando a pesar de que el frío
imperante en la habitación había cubierto el agua de la palangana con una fina
y transparente capa de hielo. Desorientado, miró a su alrededor sin saber bien
dónde se encontraba. Entonces se miró los pantalones. ¡Dios mío!

Se puso en pie, tambaleante, con las piernas pesadas y el corazón


latiendo como si todo el regimiento treinta y cuatro de Maine le pasara por
encima.

Tenía que verla.

142
FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

Se echó el pelo atrás con una mano temblorosa y cogió su pañuelo para
limpiarse, pero no estaba en el perchero, como tampoco estaba su dinero,
aunque recordaba vagamente haber tirado las monedas en la mesa. La única
prueba de su existencia era un penique de cobre olvidado en una grieta entre
los tablones del suelo.

Apretó los dientes, rompió el hielo de la palangana y se lavó. No sabía


por qué se daba prisa, ya que estaba seguro de lo que iba a encontrar. Su
rostro se llenó de sombras y le invadió aquella horrible sensación que había
sufrido en los últimos años de la guerra: algunas cosas no tenían salvación.

Ya vestido, entró corriendo en la habitación contigua. Christal se había


ido. Podía buscarla en el comedor, pero no serviría de nada, porque algo en
su interior le decía que había huido, que había escapado como una ladrona en
la oscuridad.

—¿Quién eres? —le susurró a la habitación vacía, deseando que ella


hubiese dejado algo que pudiera tocar y oler. Entonces recordó algo y se
metió la mano en el bolsillo del chaleco. Todavía estaban allí las siete
monedas de oro relucientes. No lo entendía. En su prisa por huir, Christal se
había llevado peniques, cuando podría haber recuperado su dinero.

Los fríos ojos grises de Cain brillaron de rabia. Como si hiciese un voto
silencioso, apretó las monedas en un puño: algún día comprendería por qué
había huido y se aseguraría de que ella se lo explicase en persona.

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FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

Capítulo 12

Un beso de despedida le di,


¡oye bien lo que te digo!,
un beso de despedida le di,
y a bordo mi dinero no vi.
No vagaré más contigo, bella doncella.

Noviembre 1875

—Me temo que no podemos evitar que vaya tras esa mujer. —Rollins se
movió en el sillón de cuero marrón rojizo, incómodo en presencia del
pensativo caballero que permanecía de pie al otro lado del escritorio mirando
por la ventana. Una tormenta de nieve había azotado la ciudad. Los carruajes
habían sustituido las ruedas por patines, y los trineos superaban en número a
los caballos en las calles. El Hotel Willard's City estaba más silencioso que de
costumbre por culpa del mal tiempo. Sus ventanas, que durante años habían
observado impasibles las idas y venidas del poder, la corrupción y, en
ocasiones, el heroísmo, estaban cubiertas de blanco. En la ventisca, el
emblemático edificio parecía un fantasma agazapado de ojos vacíos.

—Creía que Cain iba a aceptar por fin el trabajo que merece. —El
hombre sacudió la cabeza sin comprender.

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FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

—Si Cain sobrevive a esto, estará más que dispuesto a trabajar para
usted, señor —adujo Rollins—. Déle un año y lo tendrá golpeando la puerta
del ministerio.

—¿Por qué lo ha decidido ahora? Cuando vino a Washington pensé que


ya había acabado su etapa en el Oeste.

—Quería olvidar a esa mujer. —Rollins sacudió la cabeza—. Pero así


están las cosas: lo único que ha conseguido es pensar cada vez más en ella.

—Necesitamos a Cain aquí. Me tiene impresionado desde que lo conocí


en Shiloh. Su trabajo para los marshals no tiene precedentes. Ojala
contáramos con más hombres como él.

—El Servicio Secreto seguirá aquí dentro de un año y cuando Cain


vuelva le aseguro que le prestará toda su atención, señor presidente. —Rollins
sonrió con ironía—. No como ahora.

Finalmente, Grant se apartó de la ventana. Rollins lo recordaba como un


hombre imponente, capaz de hipnotizar a cualquier audiencia. La última vez se
habían visto en la batalla, y Grant cabalgaba entre sus tropas con el uniforme
azul de teniente tan manchado como los del resto, pero, incluso con los
galones dorados de teniente general arrancados y deslucidos por el barro, no
había nadie más digno, ni con más valor y honor que Grant... Excepto Lee,
quizá.

El presidente había engordado desde entonces y parecía cansado.


Rollins supuso que la corrupción era una exigente compañera de cama.

—Bueno, ¿y adónde va ese rebelde? Creo que tengo derecho a saberlo,


si debo esperarlo un año. Es mucho tiempo. —Grant arqueó una ceja—. No
creo tener que recordarte que ésta es mi segunda legislatura.

Rollins dejó escapar un suspiro de irritación. Cain se comportaba como


si hubiera perdido el juicio. Desde la desaparición de aquella mujer en Camp
Brown el agosto pasado, el sureño no se la había quitado de la cabeza, aunque
había intentado hacerlo por todos los medios. Rollins nunca había visto al
marshal tan furioso y silencioso como después de la huída de Christal.

Se había ofrecido a ir tras ella con una partida de soldados, pero Cain no
se lo había permitido. Era evidente que se sentía traicionado cuando dijo que
una mujer así no merecía que nadie se interesara por ella. Sin embargo,

145
FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

Christal había dejado una huella en él que había crecido día tras días desde su
precipitada huida.

Rollins no sabía muy bien cómo explicárselo al presidente, porque


tampoco estaba seguro de entenderlo él mismo. Sólo sabía que Cain había
llegado al límite de su resistencia y que había decidido partir hacia Wyoming
en su busca, espoleado por sus recuerdos.

—Háblame de ella, de esa mujer que tiene tan fascinado a Cain.

—Tiene problemas, de eso no cabe duda. —Rollins bajó la mirada—. No


dejo de decirle a Cain que esa mujer le va a traer demasiados quebraderos de
cabeza. Debería haber visto la expresión de su rostro cuando descubrió que él
no era un forajido, sino un marshal. Creí que se desmayaría allí mismo, en
medio de la pradera. Esa maldita viuda le tenía más miedo en aquel momento
que a toda la banda de Kineson.

—¿Crees que se esconde en el Oeste para huir de algún delito


confederado?

—No, es demasiado joven. Además, estoy seguro que es del Norte y de


que pertenece a una buena familia. Había algo en su forma de andar, de
moverse, de hablar, que evidenciaba que nació en buena cuna.

—¿Tenía dinero?

—Creo que ya no. Si fuera rica no habría viajado en aquella diligencia.


Iba de luto. Es probable que su marido la dejase en la miseria.

—Quizá haya matado a su marido y huya de su familia.

—Cain y yo pensamos en eso. Pero entonces, ¿por qué iba a llevar luto?
Y, lo que es más, ¿por qué no tenía dinero?

—La mujer es un enigma, lo admito. ¿Dónde está ahora?

—Cain le ha seguido la pista hasta un pueblo minero de Wyoming


llamado Noble, en mitad de ninguna parte. Le dije que fuese allí y se sacase a
la mujer de la cabeza, pero está convencido de que ese sistema no funcionará.
Teme asustarla y que se vaya tan lejos que no pueda volver a dar con ella.
Está trabajando en el salón del pueblo y creo que vende algo más que...
Bueno, no quiero ser indiscreto...

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FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

—¿Quieres decir que es una prostituta? —preguntó Grant, directo al


grano.

Rollins tosió, incómodo.

—Sí, creo que sí, y eso está consumiendo a Cain. Le escribió una carta
al alcalde de Noble ofreciéndose como sheriff... sin hacerle saber todo su
historial, claro. El pueblo lleva cinco años sin sheriff, así que aceptaron
enseguida. El consejo acaba de aprobarlo, y, en estos momentos, Cain está en
el Willard haciendo las maletas.

—Todo esto por una mujer... Resulta difícil creerlo...

—Era una mujer muy atractiva, señor. Increíblemente bella, en realidad.


—Rollins se atusó el bigote, una costumbre que tenía cuando pensaba.

—La belleza es pasajera, ¿es que Cain no lo sabe?

—Sí, lo sabe. Y lo cierto es que a Cain nunca le ha faltado la compañía


de mujeres bellas; pero ésta es diferente, señor. Casi me preocupa; puede que
vaya directo al desastre.

—¿Por qué?

—Ya sabe cómo es Cain. La guerra lo destrozó, hizo estragos en él.


Todos sus valores y su moral se dividieron en dos cuando tuvo que bajar las
armas y rendirse. Perdió a su familia, a sus amigos, su tierra... —Miró a
Grant—. No lo engañaré, señor: cuando ofreció sus servicios a los marshals,
pensé que no sobreviviría. Es un hombre fuerte y duro como el acero, sí, pero
yo dudaba que pudiera trabajar con los mismos hombres contra los que había
luchado en Shiloh y Gettysburg. Y nos sorprendió a todos, porque no hay
hombre más fiel a la ley que él. —Hizo una pausa—. Ahora sé la razón.

El presidente le prestaba toda su atención.

—¿Y cuál es esa razón?

—Cuando perdió a su país, la ley se convirtió en su país —respondió


Rollins, con el ceño fruncido—. Cuando perdió a su familia, la ley se convirtió
en su familia. La ley es lo más importante para él, y me temo que es inflexible
en su interpretación. Verá, no puede volver a soportar la ambigüedad que le
supuso la guerra de Secesión.

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FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

—Y el pasado de esa mujer parece lleno de ambigüedad —señaló Grant,


comprendiendo al fin.

—Exacto. —El marshal miró con una extraña expresión de pesar el


paisaje nevado de la avenida Pennsylvania—. Puede que Cain se encuentre de
nuevo en la guerra. El aire de misterio de esa mujer la hace intensamente
atractiva, pero es peligrosa para él. Su pasado podría ser lo que por fin
lograse destruirlo.

—Podría pedirle que no se fuera —sugirió el presidente—. Soy el único


hombre a quien podría escuchar, aparte de Lee... Y Lee, Dios guarde su alma,
ya no está entre nosotros.

—Podría intentarlo, pero no se quedará. —Rollins dejó escapar un


profundo suspiro de resignación—. Cain va a ir tras ella, y, después de haberla
visto, casi comprendo su obsesión. El aura de tragedia que la rodea la
convierte en una de las mujeres más cautivadoras que he conocido. Si fuese
actriz, sería una gran Ofelia.

Grant le volvió lentamente la espalda al cegador paisaje blanco; su


rostro, antes firme y masculino, estaba ojeroso, hinchado y triste.

—Supongo que Shakespeare conocía la naturaleza humana mejor que tú


y que yo... «El poder de la hermosura someterá a la honestidad, antes que la
honestidad logre dar a la hermosura su semejanza...». —Grant guardó silenció
durante un instante—. «¡Hermosa Ofelia!... Espero que mis defectos no sean
olvidados en tus oraciones.»

Enero 1876

A pesar de su nombre, si los archivos del pueblo eran correctos, sólo


habían tenido lugar tres hechos nobles y generosos en la colina donde ahora
se erigía Noble. Wyoming no era conocido por su altruismo, pero los pueblos
como Noble surgieron llenos de buenas intenciones, aunque crecieran para
convertirse en algo muy distinto.

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El primer acto de naturaleza generosa que tuvo lugar en Noble, empezó


al grito de «¡Plata!», cuando el anciano Grizzard encontró una veta diez años
atrás. Su lema era «compartir la riqueza», y la riqueza se compartió hasta que
no quedó nada, lo que, por desgracia, sucedió nada más empezar.

El segundo hecho que hablaba de la buena voluntad de la gente del


pueblo, se produjo cuando empezaron a construir la iglesia luterana en el lado
oeste del pequeño asentamiento, donde las estribaciones de las montañas
rompían la llanura del este. Era una iglesia bonita, con vidrieras de colores
encargadas en St. Louis.

Por aquel entonces todavía tenían la esperanza de conseguir un


predicador.

El tercer y último gesto generoso había tenido lugar la primavera


anterior.

El pueblo pasaba por malos momentos después de la muerte del viejo


Grizzard y de la pérdida de su plata, y Noble se estaba haciendo famoso por
los delitos que tenían lugar en sus calles. La gente se ganaba la vida como
podía, y, con un último suspiro de resignación, una mano insegura había
escrito lo siguiente en los archivos del pueblo:

«13 de abril de 1875. No se encontró predicador. Hemos cedido la casa


del párroco a la señora Delaney, la dueña del burdel.»

Pero, mientras que algunos miraban a Noble, sacudían la cabeza con


desánimo y seguían su camino, había alguien que no lo hacía: una joven que
estaba junto a la ventaba escarchada del salón de F. A. Welty, estirándose
como si llevase mucho tiempo sentada. Su expresión denotaba que se sentía a
gusto en Noble. El pueblo le parecía perfecto, nieve incluida, y se dedicaba a
contemplar con preocupación el sendero de lodo helado en el que se había
convertido la calle, como si temiese que algún vaquero galopase hasta allí
para llevárselo todo.

Resultaba bastante difícil saber de qué tipo de mujer se trataba, porque


llevaba un pesado chal de lana negra sobre un vestido azul de algodón fino,
cuyo corpiño tenía las costuras blancas de tanto lavarlo, y cuya falda estaba
remendada con parches del mismo algodón barato. Todo parecía respetable,
aunque estaba claro que era un vestido corto de salón, que dejaba al
descubierto los pololos, las medias rojas y las botas altas con botones que

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FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

llevaba debajo. En Denver, puede que en Cheyenne, el vestido habría sido


de satén, pero aquello era Noble, y el negocio no daba para vestidos
elegantes.

—¡Christal! ¿Ha llegado ya? ¿Alguna señal de vida ahí fuera? —La voz
resultaba ansiosa y atronadora. Faulty A. Welty, propietario del salón, se
enderezó al otro lado de la barra y la miró, tras sacar una jarra de whisky de
la bodega.

Christal echó otro buen vistazo al exterior. Noble sólo contaba con unos
ocho o diez edificios de fachadas falsas de madera, sin contar el de la señora
Delaney, que estaba a las afueras del pueblo, en el lugar que debía haber
ocupado la iglesia y el cementerio. La calle que atravesaba el pueblo estaba
vacía y no se veía ningún movimiento en el paisaje de pradera helada que se
perdía en el horizonte.

Como si rezara, la joven alzó la vista al cielo color gris pizarra, que
amenazaba con dejar al pueblo aislado por la nieve. Un par de copos se
abrieron paso hasta el suelo, y la joven sonrió esperanzada, pensando en que
quizá el visitante no apareciera. Se colocó mejor el chal, volvió a la barra para
ayudar a Faulty, y, al hacerlo, los pequeños cascabeles que llevaba en los
tobillos dejaron escapar un alegre tintineo.

—¿Por qué se les habrá ocurrido buscar un sheriff, Faulty? —preguntó


una jovencita desde el piano. Llevaba un vestido de color azafrán y era bajita,
de piel suave y tostada; algunos pensaban que era mulata, pero nadie estaba
seguro. Poseía una misteriosa belleza que podía ser tanto cheyenne como
japonesa.

—Ivy Rose, no te quejes tanto —la regañó otra mujer que estaba en la
esquina. Dixiana siempre iba de morado, porque le gustaba pensar que tenía
los ojos violeta—. Estoy deseando ver a ese sheriff. Si tiene menos de
cincuenta y puede pagar sus copas, me lo quedo.

Los ojos de Dixiana recorrieron con tristeza el salón vacío. La bruma del
humo de la noche anterior todavía flotaba en el techo, junto con el volátil olor
del whisky; sin embargo, no había hombres por ninguna parte, salvo Faulty, y
probablemente seguiría sin haberlos hasta las siete, cuando los vaqueros
llegasen de los ranchos.

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FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

Pero no vendría nadie si el tiempo se ponía peor. Christal se preparó


para otro ataque de lamentaciones, y Dixiana no la decepcionó.

—¡En Laramie teníamos clientes día y noche! ¡Incluso podía comprar un


par de medias para cada día de la semana! ¡Y tenía una mujer para hacerme la
colada...!

—Ya lo sabemos —la interrumpió Ivy Rose, ahogando las protestas de la


otra mujer con los primeros acordes de Lorena, la canción que empezó a tocar
en las teclas de marfil del piano.

Faulty miró a Christal, haciendo caso omiso de Ivy y Dixiana. El


propietario del salón era un hombre pulcro de bigote gris y patillas anchas,
con unas cejas tupidas y demasiado arqueadas que le daban una expresión de
eterna sorpresa.

—Estás muy callada hoy. ¿Tú también estás pensando en ese sheriff?

Un sheriff en Noble. Christal apenas podía dar crédito a su mala suerte.


A decir verdad, deseaba más que todo el pueblo junto que aquel sheriff nunca
apareciese por allí.

—Su-supongo que no entiendo bien por qué creen que necesitamos uno.

Se concentró en la tarea de sacar brillo a los vasos del bar para intentar
dar la impresión de que no le importaba tanto. El camino había sido largo y
difícil desde que se fue de Camp Brown, huyendo de Cain. Había utilizado
todos sus ahorros para llegar a Noble, pero merecía la pena, porque había
sido un buen lugar donde esconderse... hasta entonces.

—Es que no entiendo por qué han tenido que elegir a un extraño al que
ni siquiera conocemos —estalló sin poder seguir ocultando su ansiedad—. Si
querían un sheriff, ¿por qué no han elegido a Jan Peterson? Es el dueño de la
tienda y también el alcalde, ¿por qué no sheriff? Habría sido una elección
mucho mejor.

—No se qué hay detrás de todo esto —dijo Faulty rodeándola con el
brazo y apretándola con cariño—, pero no te preocupes, que ese sheriff no va
a cambiar el salón. No si puedo evitarlo. Además, si a mí no me hacéis caso,
¿cómo se lo vais a hacer a él?

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FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

Dixiana se rió y Christal siguió limpiando, aunque, de vez en cuando,


miraba con aire rebelde al dueño del salón. No quería causarle problemas
porque Faulty había sido lo mejor que le había pasado nunca.

No era guapo; tenía la cara roja por la bebida y picada de viruela,


enfermedad que había pasado en Nueva Orleáns, pero poseía un rostro amable
y la había ayudado cuando llegó al pueblo en septiembre. Aunque se vestía
con harapos y estaba muy delgada, él la había contratado, y, hasta el
momento, el hombre había mantenido su parte del trato: el trabajo de la joven
se limitaba a vender bailes. Sin embargo, él siempre le recordaba que habría
preferido que se ganase el dinero en el dormitorio y no en la pista de baile.

Christal se concentró en una mancha, y sus pensamientos se


oscurecieron recordando su secuestro. A pesar de la bendita aparición de
Faulty en septiembre, la joven sabía que, en realidad, él no era lo mejor que
le había pasado nunca. Lo mejor que le había pasado debía estar ahora en
Washington, era alto, tenía unos fríos ojos grises y su sonrisa conseguía
hacerla estremecer. Todavía se preguntaba si se había enamorado de Cain.
Todas las noches se dormía pensando en él y pasaba el día fantaseando con
poder lograr justicia en Nueva York para después buscarlo; pero, cuando lo
lograra, seguro que él ya estaba casado y, quizá, con hijos.

Sin ser consciente de ello, suspiró con pesar, algo que solía hacer
desde que había llegado a Noble. No tenía sentido soñar con cosas que nunca
tendría, pero la tentación era grande. ¿Amaba a Cain? Estaba segura de que, si
volvía a verlo, sabría la respuesta sin dudarlo, y, entonces, aquel amor la
perseguiría durante el resto de su vida.

Intentando cambiar el rumbo de sus pensamientos, dejó el vaso en su


sitio y cogió el siguiente, volviéndose hacia el dueño del salón.

—Puede que no haga caso de tus consejos, Faulty —le dijo en voz
baja—, pero, de todos modos, te estoy haciendo ganar un buen dinero. No
puedes quejarte.

El hombre gruñó y frunció el ceño.

—Sigo pensando que te equivocas, aunque lo cierto es que el hecho de


reservarte tanto hace que aumentes de precio. —Estaba claro que no entendía
la actitud de la joven y que tenía esperanzas de que cambiara de opinión—.
¿No crees que llegará el día...?

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FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

—¡Ya viene! —Ivy se levantó del taburete del piano y corrió a la


ventana. Faulty, Dixiana y Christal la siguieron, aunque ésta última fue la más
lenta, la más reacia a acercarse.

A través de los cristales cubiertos de hielo observaron a un hombre que


avanzaba por la calle que cruzaba el pueblo montado sobre un enorme caballo
oscuro. La ventisca había empeorado, por lo que no podían distinguir muchos
detalles, pero, aún así, Christal pudo ver que llevaba el típico abrigo con capa
de los federales, además de los guantes de ante de la caballería. Había visto a
muchos hombres como aquél en Camp Brown.

—¿Qué aspecto tiene? Oh, por favor, dime que no es feo... Ni siquiera
me importa que no se bañe, pero... Oh, por favor, que no me de asco
acostarme con él... —Dixiana apretó la mejilla contra el frío cristal para ver
mejor. Tenía las manos entrelazadas, como si elevase una plegaria.

—Es alto, de eso no cabe duda —comentó Faulty, que se secaba las
manos en el delantal con aire nervioso.

—No se le ve la cara con el sombrero —susurró Ivy, temerosa.

Christal forzó la vista, pero la nieve era demasiado espesa. El hombre


pasó de largo, con la cara oculta por los copos de nieve y un sombrero de ala
ancha. Se detuvo unos metros más abajo, ató su montura frente a la tienda de
Jan Peterson y desapareció en el interior del edificio, pero, incluso después de
hacerlo, la joven tardó una eternidad en recuperar el aliento. Por alguna
extraña razón, la visión de aquel hombre había hecho que una corriente de
hielo recorriera sus venas.

—Bueno..., supongo que será mejor que me acerque a darle la


bienvenida al nuevo sheriff para que no piense que no somos amistosos. —
Faulty se quitó el delantal con expresión seria y fue a coger su abrigo de piel
de carnero.

—Faulty, si es atractivo, dile que le haré un trabajito a cuenta de la


casa. Si no, a mitad de precio, ¿vale? —le dijo Dixiana con voz de niña
pequeña.

—Espero que no nos cierre el negocio —gruñó el dueño del salón antes
de cerrar la puerta y adentrarse en el crudo invierno.

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FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

Las tres mujeres lo vieron avanzar dificultosamente a través de la nieve


que, en ocasiones, le llegaba hasta la rodilla. Cuando desapareció en el
interior de la tienda, el salón se quedó tan silencioso como un cementerio.

—¿Creéis que se lo hará pasar mal a Faulty? —susurró Dixiana.

Ivy suspiró y miró en dirección opuesta.

—No lo sé, pero al parecer, hoy vamos a tener compañía pronto. Debe
de ser el tiempo.

Seis hombres dejaron los caballos frente al salón y, al instante, Ivy se


puso detrás de la barra para sacar los vasos, Dixiana se colocó delante del
piano, y Christal sacó la caja de las cartas.

Tres de los hombres eran de Nevada y estaban cargados de monedas de


oro que no dudaban en gastar. Christal repartió una partida tras otra, hasta
que los dedos se le quedaron entumecidos. Uno de los hombres, un tipo rubio,
con barba y rasgos agradables, la observaba de vez en cuando por el rabillo
del ojo intentando captar su mirada y conseguir algo más que una mano de
cartas. Pero ella tenía mucha práctica en el arte de la evasión, así que
mantuvo los ojos fijos en la partida, contando cada segundo hasta que Faulty
volviera con noticias sobre el sheriff.

El ruido del reloj parecía incrementarse con cada segundo que pasaba,
el frío le entumecía los dedos, y el viento rugía contra las paredes del salón.
Los hombres abandonaron la mesa de juego y se acercaron a la barra a por
más whisky. De haber estado Joe para tocar el piano, Christal estaba segura
de que el rubio le habría comprado un baile y, quizá, algo más... si estuviese
en venta.

Ya había oscurecido cuando Faulty regresó finalmente al salón, cubierto


de nieve de pies a cabeza. Incluso se le habían formado carámbanos en la
barba en el corto paseo desde la tienda al salón.

Dixiana, Ivy y Christal dejaron lo que estaban haciendo para mirarlo.


¿Estaba enfadado? ¿Asustado? Como si tuvieran que prepararse para lo que se
avecinaba, necesitaban ver lo que reflejaba su cara antes de oírlo.

—Christal, tengo que hablar contigo —anunció el hombre al tiempo que


se sacudía la barba para secársela sobre la enorme estufa.

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FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

—¿D-de qué? —El corazón de la joven se desbocó. No se le ocurría de


qué podía haber hablado Faulty con el sheriff para que el dueño del local
quisiera hablar sólo con ella. ¿La habrían descubierto? ¿Sería el sheriff un
enviado de su tío?

—Vamos arriba, es urgente. —Faulty la cogió del brazo y subió con ella
por las toscas escaleras de madera que había en la parte de atrás del salón.
La metió en su dormitorio y ni siquiera se molestó en encender una lámpara.
Se quedaron de pie en la penumbra, iluminados por la luz del salón.

—Dios mío, ¿qué pasa? —exclamó ella.

Él extendió ambas manos, a modo de súplica.

—Christal, tienes que escucharme. He hablado con ese sheriff nuevo y,


por su mirada, no me gustaría causarle problemas.

—Pero, ¿qué te ha dicho? —Hablaba con voz tranquila, sin reflejar en


absoluto el miedo que la ahogaba por dentro.

—Que-quería llegar a algún tipo de acuerdo con él. Le expliqué que


tenía a las chicas más guapas del pueblo y que los bailes eran por cuenta de la
casa. —Faulty hizo una pausa, como si supiese que a ella no le iba a gustar lo
que tenía que decir—. Me dijo que estaría encantado de hacer negocios
conmigo, pero que le gustaban las rubias, Christal, sólo las rubias.

Ella sintió que le quitaban un peso de los hombros. El corazón volvió a


su ritmo normal, y dejó de sentir el latido de la sangre en los oídos.

—¿Eso es todo? ¿Le has prometido un baile gratis conmigo?

—No —respondió Faulty, sacudiendo la cabeza—. Eso no es todo.

—Entonces, ¿qué?

—No estábamos hablando de bailes.

De pronto, la joven entendió de qué iba todo el asunto. No le sorprendió


saber que el nuevo sheriff fuera corrupto. Al fin y al cabo, ¿qué hombre
honrado querría ser sheriff de Noble?

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FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

—¿Quieres decir que has intentado venderme? —preguntó en tono


amenazador.

—¡Tendrías que haber visto sus ojos! —repuso él, cogiéndola del
brazo—. ¡Tuve que prometérselo! ¡Si te ve y lo rechazas, me va a cerrar el
local!

—Hay rubias en la casa de la señora Delaney, envíalo allí.

—Christal, por favor, ¡tienes que ayudarme! Nos dejará en paz si lo


dejamos contento. Si no... el negocio correría peligro, ¡hasta podría perder el
salón!

Asqueada, la joven le dio la espalda. Su dormitorio daba a la calle, y, a


través de la ventana, pudo ver a unos hombres salir de la tienda de Jan
Peterson. Con la oscuridad y la nieve, no podía saber cuál de ellos era el
sheriff. Alguien se había encargado de su caballo y debía haberlo metido en la
cuadra.

—Tú no diriges un burdel, Faulty, sino un salón. Si Ivy y Dixiana quieren


ganar dinero extra, y te dan una parte a cambio de cama y comida, bueno, eso
no lo convierte en un burdel. Tienes que explicarle a ese hombre que no
todas las chicas del local están a la venta.

—Ayúdame, Christal —le suplicó Faulty.

Ella respiró hondo, cansada de luchar contra tanta adversidad. Seguía


soñando con el dinero de Overland; se había pasado varios meses deseando
escribir y pedir que se lo enviaran, pero le daban demasiado miedo los
periodistas, por no hablar del pánico que le producía pensar en que Cain la
encontrara y le hiciese preguntas que no deseaba responder. Así que había
vuelto a hacer lo que había hecho antes: trabajar de la mañana a la noche para
salvaguardar su honor, y ahorrar el poco dinero que ganaba de modo que,
algún día, en un futuro oscuro, confuso y lejano, pudiera regresar a Nueva
York, encontrar la forma de desvelar los crímenes de su tío, redimirse y,
entonces, sólo entonces, buscar a Cain. A veces se preguntaba si estaba loca
o si sólo era una soñadora.

Con un brillo de determinación en los ojos, levantó la barbilla y se volvió


hacia Faulty.

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FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

—Si has llegado a ese acuerdo, sólo hay una solución: ya no nieva tanto
como antes, así que, si no tenemos ventisca, me iré por la mañana. Después le
podrás decir que aquí ya no trabaja ninguna rubia.

—Christal..., hazlo sólo una vez, luego nos dejará en paz y podrás
quedarte.

—No. —Su tono de voz no admitía réplicas.

—Oh, Christal —se lamentó Faulty, suspirando, como si la habitación se


le derrumbase encima.

—Trabajaré esta noche. Ya puedes bajar.

—Pero ¿y si aparece? Te verá y estaré perdido. Nunca me perdonará


que te haya dejado escapar.

—¿Qué clase de sheriff es ése? —preguntó la joven, furiosa—. Está aquí


para protegernos de los pistoleros y los ladrones de bancos, no para
aprovecharse de su puesto.

—No sé qué clase de sheriff es, pero te diré una cosa: con sólo echarle
un vistazo a esos ojos tan fríos, estoy más que seguro de que nadie del
pueblo se atreverá a negarle nada.

Sin decir más, salió y cerró la puerta. Ella se quedó inmóvil en el


dormitorio a oscuras durante lo que parecieron siglos; después, miró por la
ventana y vio una lámpara encendida en el edificio que se encontraba junto al
de Peterson, el almacén de licores. Allí se guardaban con tranca y llave los
barriles, para protegerlos de los intrusos. Era un buen lugar para improvisar
una cárcel en caso necesario. Se veía luz en la planta de arriba, así que.
probablemente se tratase del alojamiento del sheriff nuevo.

Una figura se colocó delante de la lámpara y Christal pudo distinguir la


silueta, porque la nieve había dejado de caer. El sombrero le indicó que se
trataba del nuevo sheriff y, en aquel momento, estaba frente a la ventana,
igual que ella. Aunque la joven se dijo que estaba a oscuras y que él no podía
verla, habría jurado que la miraba directamente a los ojos.

—Maldita sea —susurró, cansada ya de huir y esconderse.

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FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

El sonido ahogado del piano vertical se filtraba a través de los tablones


del suelo y Christal supo que Joe había llegado. Debía bajar y vender bailes.
El hombre rubio estaría esperando, ya que no podía ir a ninguna parte con
aquel tiempo.

Sacudió la cabeza y se preguntó cómo acabaría todo. Vacilante, se


volvió hacia la figura del sheriff, recortada sobre la luz de fondo... Quizá ya
había acabado.

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FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

Capítulo 13

Aquella noche, el salón de Faulty estaba más lleno de lo normal. La


tormenta de nieve había sido lo bastante mala para terminar antes el trabajo y
atraer a los rezagados que seguían en el rancho, pero no lo suficiente para
dejar en casa a los clientes. Joe, un viejo minero demasiado lisiado y pobre
para irse de Noble, acudía cada noche al salón y tocaba valses en el piano.

Era el quinto baile de Christal con el hombre rubio. El vaquero llevaba


una extravagante camisa con volantes, una chaqueta verde oscuro y chaleco a
juego; tenía unos ojos de color avellana que no parecían especialmente
amables, aunque aquello era normal en el Oeste.

La joven quería descansar, pero él echó otra moneda sobre la mesa y


tiró de ella sin preguntar siquiera. Los cascabeles que tenía en los tobillos
repicaban con timidez conforme se movían por la pequeña pista de baile. Sabía
que aquella noche habría problemas: a su compañero de baile no le iba a
gustar que rechazase su oferta de un viaje pagado al dormitorio.

El vaquero la hizo girar, y el contacto de aquellas manos le resultó frío


y casi doloroso. Una ráfaga de aire helado le golpeó la espalda al entrar otro
cliente en el salón y Joe pareció vacilar en el piano un instante, lo que hizo
que bailar el vals fuese aún más difícil, pero ella casi no se enteró, ya que
estaba demasiado ocupada sacándose del pelo los atentos dedos de su cliente.
Faulty les decía a todas las chicas que se dejasen el pelo suelto, porque, en
su opinión, les daba un aire de inocencia que a los hombres les gustaba. Al
levantar la mirada hacia su compañero de baile, la joven comprobó que Faulty
tenía razón: el vaquero le sonreía con un brillo lascivo en los ojos. Aunque era
joven, le faltaban casi todos los dientes, y, los que tenía, estaban torcidos.

La canción terminó, y, a pesar de que ella estaba deseando alejarse de


él, el vaquero la cogió con fuerza por la cintura haciéndole daño y se inclinó
para besarla, pero la joven apartó la cabeza con discreción.

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FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

—Tengo que pagar primero, ¿no? —susurró él.

—No —dijo Christal, tratando de zafarse de sus brazos.

—¿Cuántos bailes tengo que pagarte antes de que me dejes subir?

—Todos los que quieras, porque eso es lo único que vendo.

—¿Estás de broma? —preguntó, sin soltarla.

—No —respondió ella, mirándolo con unos ojos tan fríos como su voz.

El brazo del hombre se convirtió en una presa de acero.

—Entonces, devuélveme el dinero.

—Eso tendrás que hablarlo con el encargado. —La joven le clavó las
uñas en el dorso de la mano, pero el vaquero la apretó con más fuerza,
dejándola sin aliento.

Faulty pasó junto a ellos, nervioso, con la mirada fija en alguien que
acababa de entrar. Solía vigilar a sus chicas como un halcón y, a la primera
señal de peligro, siempre estaba allí, pero, aquella vez, pasó de largo sin ni
siquiera verla.

Estaba a punto de llamarlo, cuando él se dirigió a todos los clientes del


salón:

—¡La casa paga una ronda para darle la bienvenida a nuestro nuevo
sheriff!

Al oír la palabra «sheriff», el hombre rubio la soltó y Christal se apartó


de él, agradecida por la tregua, aunque significase encontrarse cara a cara
con un representante de la ley.

Sintiendo de pronto una extraña sensación de fatalidad, se volvió hacia


la puerta, donde todo el mundo miraba fijamente al desconocido.

Al verlo, se le paró el corazón.

Aunque estuviese ciega, habría reconocido aquellos firmes rasgos tan


sólo por el tacto. Allí estaba el nuevo sheriff de Noble, una alta figura

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FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

recortada contra la pared, todavía con el abrigo azul de los federales con el
que había llegado al pueblo, y con el sombrero negro tan bajo que nadie, salvo
ella, podía ver cómo la miraba.

Era Cain.

Christal deseó que la tierra se abriese a sus pies y que se la tragara.


Pero la tierra permaneció tan sólida y helada como la pradera que se extendía
más allá del pueblo, así que se quedó inmóvil, al tiempo que Joe tocaba una
canción sureña, burlándose de ella sin darse cuenta.

En aquel momento, sólo podía pensar en tres cosas. Una era que podría
haber apostado la vida a que era la primera vez que aquel rebelde vestía de
azul. Lo segundo era que por fin podía responder a la pregunta que la había
atormentado desde agosto: ¿se había enamorado de Cain? Pues ya lo sabía.

Lo sabía.

Alguien le sirvió un whisky al sheriff, y él apartó la mirada de ella


mientras los vaqueros le daban palmaditas en la espalda para darle la
bienvenida al pueblo.

La joven no dejó de mirarlo; hacerlo habría sido como darle la espalda a


un tigre listo para atacar.

Le era imposible asimilar que él estuviese junto a la puerta, convertido


en el nuevo sheriff de Noble. Cerró los ojos con la vana esperanza de que sus
sentidos la estuviesen engañando, segura de que, cuando mirase de nuevo
hacia el rostro oculto bajo el sombrero negro, vería la cara de otro hombre.
Pero cuando miró de nuevo, sus ojos se encontraron con los de Cain al otro
lado de la habitación, y no pudo negarlo más: la había encontrado. O eso, o
acababa de producirse la más atroz de las coincidencias.

Entonces, por fin fue consciente del tercer pensamiento que martilleaba
su cabeza: Huye. Huye lo más lejos posible, le decía.

—Ven aquí y tómate algo conmigo.

Como si saliese de una pesadilla, Christal pestañeó varias veces al


mirar al hombre rubio. Observó de soslayo a Cain y, aquella vez, vio que no la
miraba a ella, sino al insistente vaquero. Sin duda lo había visto bailar con ella
y tocarle el pelo.

161
FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

—Tengo que irme —murmuró.

—Quiero lo que he pagado —repuso él, agarrándola del brazo.

—No..., no..., el sheriff... —protestó Christal, haciendo un gesto con la


cabeza en dirección a Macaulay.

El vaquero observó la expresión amenazadora de Cain y la soltó de


inmediato. Christal buscó entonces desesperadamente a Faulty con la mirada.
El dueño estaba ocupado en servir a los clientes que habían corrido a la barra
para conseguir su bebida gratis, y Dixi se había acercado al sheriff para
hablar con él, así que la oportunidad era perfecta.

Se escabulló de la ruidosa y estridente multitud, y subió de puntillas las


escaleras, maldiciendo cada tintineo de los cascabeles que llevaba en los
tobillos. Entró en su dormitorio y, sin ni siquiera pensarlo, sacó una pequeña
bolsa de viaje desgastada que había conseguido a buen precio en South Pass,
y puso sobre la cama su «nuevo» traje de viuda, también comprado en South
Pass... con el dinero de Macaulay.

Entumecida, se tragó el miedo que le subía por la garganta y metió sus


pertenencias en la bolsa, sin importarle que se arrugasen o rompiesen. Estaba
demasiado asustada para fijarse en los detalles: había robado el dinero de
Cain y él se lo haría pagar de alguna forma.

Todavía no había pensado en dónde iría ni en lo que haría. En aquel


momento no podía ser racional, porque en la planta de abajo estaba el hombre
que poblaba sus sueños y querría hacerle muchas preguntas, preguntas que
ella no deseaba responder, así que debía volver a huir antes de que fuera
demasiado tarde.

No creía en las coincidencias y estaba segura de que sólo había ido a


Noble para verla, dispuesto a obtener respuestas aunque tuviese que
destruirla para lograrlo.

Apagó la lámpara de un soplo y cogió la pesada bolsa de viaje. El


dormitorio de Ivy contaba con un pequeño porche para tender la ropa en el
que había unas escaleras que conducían a la parte de atrás del salón. Saldría
por allí y después... ¿Dónde iría?

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FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

Sin titubear, consciente de que quizá encontrara la muerte en la nieve,


se envolvió en su grueso chal y puso la mano en el pomo de la puerta.
Pensaría en dónde ir cuando se encontrase lejos de Noble.

Giró el pomo lentamente; tenía la cabeza llena de preguntas sin


respuesta. ¿Qué habría estado haciendo Cain desde Camp Brown? ¿Por qué
había ido a buscarla en aquel preciso momento? ¿Habría descubierto que huía
de la ley? ¿La capturaría para enviarla de vuelta al manicomio y a su tío?

Consumida por la preocupación, abrió la puerta y se quedó paralizada al


ver silueta de Cain recortada por las lámparas del hueco de las escaleras.

Desesperada, intentó cerrar la puerta de golpe, pero la mano de Cain


se agarró al borde y lo impidió. La fuerza de Christal no era rival para él, así
que empujó la puerta hasta abrirla de par en par y entró en el dormitorio.

La joven retrocedió en la oscuridad como un animal atrapado. La escena


en el salón de Falling Water se repetía de nuevo, pero, aquella vez, el miedo
había adquirido un tinte mucho más peligroso; él ya no era un forajido, sino un
sheriff del que se había enamorado como una estúpida, y que quizá
pretendiera llevarla ante las autoridades de Nueva York.

—Debo admitir que tienes mucha sangre fría —dijo Cain con aquella voz
profunda y ronca que Christal no había podido olvidar.

—¿Por qué estás aquí? ¿Por qué te han elegido sheriff?

El obvió la pregunta y encendió una cerilla para prender la mecha de la


lámpara que ella acababa de apagar.

La luz le permitió a la joven observar las duras y atractivas facciones


masculinas. Después de abandonar Camp Brown, había deseado a menudo
poder ver su rostro una vez más. Aquel deseo se había convertido en un
amargo y profundo dolor que nunca desaparecía, pero jamás habría imaginado
que volvería a verlo en semejantes circunstancias.

Christal deseaba suplicar, llorar y salir corriendo, pero permaneció


inmóvil y dijo en tono tranquilo:

—Eras marshal y te ofrecieron un futuro brillante en Washington. No


entiendo qué haces aquí jugando a ser sheriff.

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FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

—La última vez que te vi, se te olvidó una cosa —replicó él, dejando
algo sobre la mesita de noche con un fuerte golpe.

Ella bajó la mirada para ver qué era. Sorprendida, comprobó que se
trataba de una de sus siete monedas de oro. Cain dejó otra moneda en la
mesa, después otra y otra, hasta reunir las siete.

La joven las tocó y reunió el valor suficiente para mirarlo a los ojos.
Nunca había visto una mirada tan desprovista de calidez, unos ojos tan fríos
como la yerma pradera en invierno.

Notó una punzada de miedo en el corazón: Cain estaba enfadado por el


robo y, quizá, más enfadado aún porque ella se había ido dejándolo atrás.

—¿Por qué has venido? —se atrevió a preguntar en voz baja.

—¿Por qué no? —La miró a los ojos—. Tú estás aquí.

—Pero no quiero estar aquí —adujo ella, después de tragar saliva—.


Nadie en su sano juicio querría estar aquí.

Él observó su atuendo sin perder detalle: estaba vestida como una


prostituta, nadie podía negarlo. Los ojos del sheriff se llenaron de dudas,
además de reflejar un extraño sentimiento de traición.

—Quizá no esté en mi sano juicio —susurró.

—Entonces, ¿has venido a por mí? —A ella le costó que sus palabras no
delataran el miedo que sentía. Pero no había razón para seguir retrasando lo
inevitable.

—¿A por ti? —preguntó él a su vez, sin dejar de mirarla—. ¿Porque me


robaste y te fuiste sin decir adiós? No, creo que no. Si hubiese hecho este
viaje por ti, creo que tendría que ser por algo más, ¿no crees?

La joven palideció: si él ya sabía lo de Nueva York, Christal había


llegado al final del camino.

—¿Qué sabes sobre mí para haber decidido seguirme hasta este lugar?
—musitó.

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FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

—¿Que qué sé sobre ti? —Los fríos ojos masculinos le indicaron que se
sentía traicionado, además de perplejo—. Nada en absoluto. ¿Qué te parece?
Casi muero dos veces por ti en Falling Water y aquí estoy, sin ni siquiera
saber cuál es tu verdadero nombre. La última vez que te vi eras una viuda
virtuosa; y ahora te encuentro bailando en brazos de un desconocido,
actuando como una vulgar...

—No lo digas. —No sabía cómo había reunido las fuerzas suficientes,
pero, de algún modo, enderezó la espalda y alzó la barbilla—. No sabes lo que
soy, así que no lo digas.

Cada una de las firmes y marcadas facciones del rostro de Cain


reflejaba una amarga curiosidad.

—¿Por qué estás aquí, Christal? Me dijeron que trabajabas en un salón y


me negué a creerlo hasta que te he visto con ese hombre. No lo haces por
dinero, ya que Terence Scott te debe quinientos dólares. Y tenías mi oferta,
me tenías... —Pareció rompérsele la voz, pero fue algo tan rápido que la joven
pensó que quizá se lo había imaginado—. Habría cuidado de ti. Maldita sea, te
pedí que me acompañases a Washington. ¿Es que este sitio es mejor?

Ella agarró su bolsa de viaje y pensó en sus siguientes palabras. Se


sentía aliviada y curiosamente dolida a la vez. Cain no sabía nada sobre ella,
así que todavía tenía una oportunidad de evitar que la descubriesen, pero sólo
si lograba hacerlo regresar a Washington.

—Quizá te equivocaras conmigo. Quizá yo quería venir aquí y estoy


haciendo justo lo que quiero, sin hombres que me den órdenes continuamente.

—Entonces, ¿por qué huiste de los quinientos dólares? ¿Para mantener


tu independencia? —Su risa cruel la paró en seco—. No, viniste aquí porque
tenías que hacerlo, y yo he venido a descubrir por qué.

—No hay ninguna razón, me gusta esto. Estoy haciendo lo que quiero.

El la cogió por los brazos con tanta fuerza que le hizo daño.

—¿Prostituirte? ¿Es eso lo que quieres hacer? —La rabia distorsionaba


sus facciones—. No me lo creo. La mujer que conocí en Falling Water no era
una ramera.

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FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

—Quizá no lo sabías todo sobre la mujer de Falling Water —protestó ella


con voz ahogada mientras intentaba soltarse. Odiaba tener que confirmar lo
que él pensaba, pero era la única forma que se le ocurría de hacerle perder
interés y enviarlo a casa.

—¿Eres una prostituta, Christal? ¿Ha llegado a gustarte desde la última


vez que te vi?

Su desprecio la hería como si le clavaran un puñal en el pecho, sin


embargo, no dejó que eso la detuviese. No tenían ninguna oportunidad, nunca
la habían tenido, así que, ¿por qué prolongar lo inevitable? Él tenía que volver
al lugar de donde venía, y ella necesitaba seguir ganando dinero para probar
su inocencia. Nunca podría contarle la verdad a un representante de la ley; no
sin pruebas que demostrasen que no era una asesina. Una confesión suya no
serviría más que para que Cain dejase de creer en ella o en la ley, y Christal
prefería avergonzarse confesando ser lo que no era, que enfrentarse al hecho
de que Cain se traicionase a sí mismo.

—¿Por qué no vuelves a Washington, Macaulay? —dijo con la voz


convertida en un susurro bajo y desesperado—. Esto no es asunto tuyo, y en
Noble no hay nada para ti, así que, ¿por qué no vuelves al Este?

Cain la observó durante un momento dolorosamente largo, como si


intentara hacerse a la idea de que ella se había convertido en lo que él temía.
Christal podía ver la lucha en su interior y no estaba segura de qué lado
ganaría, pero, entonces, antes de que pudiera reaccionar, le quitó la bolsa de
viaje y vació su contenido en el colchón fino y relleno de paja.

Fue el traje de viuda lo que captó su atención. Tocó el vestido negro, y


acarició el corpiño y la falda como si, durante un instante, hubiera
retrocedido en el tiempo. Ella dio un paso atrás, asustada, pero él la cogió por
la cintura sin soltar la prenda.

—Por favor. —Christal forcejeó desesperadamente tratando de soltarse.

—Este maldito vestido negro me persigue. —Estaba tan cerca que la


joven notaba su aliento en la mejilla—. Estabas tan hermosa con él...

Tu pelo es como oro hilado sobre el negro, y tu piel es... rosada y


frágil. Cuando te vi con esto sentí la necesidad de protegerte, pero ahora me
encuentro con que todo fue fingido. No eres viuda, ¿verdad?

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FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

Christal negó con la cabeza lentamente, renunciando a seguir


mintiéndole sobre eso.

Cain intentó averiguar lo que ocultaban sus ojos, y la joven pudo ver
cómo algo se apagaba en él, convirtiéndose en cinismo. En Falling Water había
mantenido una especie de distancia respetuosa porque creía que ella era una
dama. Una vez confirmadas sus peores sospechas, la distancia respetuosa
había desaparecido, despojando a Christal de todo lo que la hacía especial. La
miraba como si ya hubiese visto antes a cien mujeres como ella, y, aunque la
joven se decía que eso era lo que ella deseaba, quizá incluso lo que
necesitaba, lo cierto era que se sentía desgarrada por dentro.

—¿Estabas estafando a alguien? ¿Por eso te vestías de viuda?

Ella sacudió la cabeza y bajó la vista.

—Me visto así cuando viajo porque me tratan mejor.

—Ya veo. Hasta yo debo admitir que, de haber sabido que no eras más
que una ramera, no habría sido tan caballeroso.

Las mejillas de Christal se tiñeron de rabia, pero no lo negó. Cuando


antes sintiese desprecio por ella, antes se montaría en su caballo y se
marcharía del pueblo.

—Yo no te pedí que me causaras tantos problemas. Si has venido aquí


para responder tus dudas sobre mí, ya tienes tus respuestas. Crees que soy
una prostituta, así que, adelante, créetelo si eso va a hacer que cojas tu
caballo y abandones el pueblo.

—No he viajado hasta tan lejos para irme sin más. —Arqueó una ceja
mientras la examinaba con atención. Al principio su mirada la condenó con
cada parpadeo, pero, en un instante, adquirió un brillo burlón. No perdió
detalle, ni de lo corto de su vestido, ni de los cascabeles que llevaba en el
tobillo sobre las medias de color escarlata. Sus ojos se demoraron en el
pronunciado escote. Bajo la gasa de algodón, se intuían ligeramente los senos
de una forma poco apropiada para una dama. Cuando volvieron a mirarse a los
ojos, a Christal le dieron ganas de abofetearlo.

—Te equivocas si piensas que me convertiré en tu ramera. —Su furia


era patente en cada palabra.

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FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

—Me agrada oírlo, señora Smith —repuso él, torciendo los labios en una
sonrisa cínica—, porque no pretendo pagar.

—No conseguirás nada, pagues o no —le aseguró ella, soltándose y


mirándolo con unos ojos fríos como el hielo.

—Faulty me dio una ficha para estar contigo. Insinuó que no era más que
un pequeño souvenir del salón, pero su intención no podía ser más clara. Sólo
le faltó decirme que hiciera contigo lo que quisiera.

—No tenía ningún derecho.

Él le agarró una muñeca y la obligó a abrir la mano. Buscó la ficha en el


bolsillo de su chaleco de seda y, cuando la encontró, la puso en la palma
abierta de la joven.

—Si de verdad eres una prostituta, no rechazarás esto.

Ella cogió la ficha de cobre con la mano libre. En un lado se leía:


«Burdel de la señora Buckner, Fort Laramie»; en el otro, habían escrito con
letras toscas: «Vale por una noche con una ramera». Faulty tenía un cofre
lleno de aquellas fichas, todas inútiles, de un prostíbulo que había cerrado
hace tiempo. Dixi e Ivy no las aceptaban, así que ella tampoco pensaba
hacerlo.

—Dásela a otra —le espetó, tirando la moneda al suelo con rabia.

—Entonces, ¿lo eres o no lo eres? —exigió saber con la misma ira y


desesperación que Christal.

—¿No deberías tener en cuenta que eres sheriff? Lo que me estás


proponiendo es ilegal —estalló—. No creo que al juez de distrito le guste
escucharlo.

Él rodeó su cintura con un brazo de hierro y la apretó contra su cuerpo.

—Y a ti te encantaría aparecer ante el juez de distrito, ¿verdad? Con tu


inclinación natural a huir de la justicia...

Sus palabras fueron como un latigazo. Christal estaba casi segura de


que Cain que no había visto el cartel de busca y captura. Posiblemente
pensara que era una prostituta que había cometido algún robo insignificante y

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FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

que después había huido de la ley hasta acabar en Noble. Pero no podía
permitir que siguiese especulando, porque, si seguía escarbando en su
pasado, no tardaría mucho en descubrir quién era realmente.

—¿Qué vas a hacer, Christal? ¿Me vas a decir por qué dejaste Camp
Brown como lo hiciste, o vas a tumbarte en esa cama y hacer honor a la ficha?
—Puso una mano en su cintura y la deslizó con lentitud hasta uno de sus
senos.

La joven se quedó sin aliento.

—Si eres una ramera, aceptarás esa ficha con tal de librarte de mí —
susurró en su oído, apretando suavemente su pecho.

El corazón de Christal latía con fuerza contra sus costillas mientras en


su mente se libraba una guerra sin cuartel. Quizá lograra echarlo del pueblo si
cedía, pero, si lo hacía...

—Para —suplicó, apartándole la mano. Forcejeó hasta librarse de su


abrazo, se dirigió a la cama, donde estaban tiradas todas sus cosas, y empezó
a meterlas de nuevo en la bolsa de viaje.

—No eres una prostituta, ¿verdad? —preguntó él con voz suave,


observando todos sus movimientos. Ella guardó silencio y siguió con la
maleta—. Sigues siendo la mujer que conocí en Falling Water —susurró Cain
con aire casi reverente—. Entonces, ¿por qué estás aquí? No hay razón alguna
para que hagas lo que estás haciendo. ¿Cuál es tu secreto, Christal?

Los ojos de la joven se llenaron de lágrimas impidiéndole responder, así


que se limitó a seguir metiendo sus escasas posesiones en la pequeña bolsa
de viaje desgastada.

Cain puso una mano sobre la de ella para detenerla, se la levantó


lentamente y le dio la vuelta para verle la palma. La cicatriz relucía bajo la luz
dorada de la lámpara. Él alzó la vista para mirarla a los ojos y vio el brillo de
las lágrimas contenidas.

La pregunta no llegó a pronunciarse.

Las risas del salón se filtraron a través de los tablones del suelo y
estropearon el momento. Ella retiró la mano a toda prisa y siguió haciendo la
maleta con rapidez.

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FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

—¿Qué crees que estás haciendo? —preguntó él, burlón—. ¿Piensas que
vas a poder huir de mí, como hiciste en agosto? —Hizo un gesto con la cabeza
hacia la ventana, cuyo alféizar cargaba con ocho centímetros de nieve—. No
podrás salir de aquí hasta el deshielo de la primavera. —Dio un paso adelante,
le cogió la bolsa y la dejó en la cómoda, lejos de su alcance—. Vamos a estar
los dos solos durante muchos meses, pequeña... Eso debería ser suficiente
para sacarte de mi cabeza.

—Puedo irme cuando quiera.

—Te irás cuando yo te deje. —La sonrisa nunca le llegaba a aquellos


ojos tan diabólicamente fríos—. Soy el sheriff, ¿recuerdas? Faulty no querrá
que le cierre su negocio. Si eso significa tener que avisarme de cuándo y a
dónde te vas, lo hará.

Ella lo miró con ojos desafiantes, sabiendo que estaba atrapada. No


llegaría muy lejos escapando a pie en el duro invierno de Wyoming. No le
quedaba más remedio que seguir las reglas de Cain hasta que llegase el
deshielo y él estuviese desprevenido.

—No tienes nada que ganar quedándote en Noble. Nunca aceptaré esa
maldita ficha —afirmó ella, apretando los labios.

—Cuando llegue el momento, no necesitaré la ficha.

Llena de angustia, la joven contuvo el aliento y se dirigió a la puerta,


pero él la cogió del antebrazo para detenerla.

—Tengo clientes —dijo ella entre dientes.

—Cuando Faulty me sugirió, de modo completamente legal, por


supuesto, que quizá quisiera disfrutar de la compañía de una de sus chicas, le
dije que, si me gustaba una en concreto, esa chica sólo estaría conmigo. Ése
fue nuestro pequeño acuerdo.

—Yo sólo vendo bailes —le aseguró tajante.

—Bien. De todos modos, no dormirás con nadie más. Faulty te tendrá


vigilada, porque ya sabe que me gustas.

—¿Cómo va a saber eso?

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FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

—¿Qué va a creer que estamos haciendo aquí? —preguntó, esbozando


una oscura sonrisa—. ¿Hablar? —Echó la cabeza atrás y lanzó una carcajada.

Deseando golpearlo, Christal susurró en voz muy baja:

—No sé por qué has venido, pero te prometo que lamentarás el día que
lo decidiste. Si no salgo de aquí en varios meses, juro que mi único objetivo
será hacer tu vida miserable.

Él le cogió la barbilla y la obligó a mirarlo.

—Adelante, haz mi vida miserable, pero no creas que no puedo


devolverte el favor. No soy estúpido, me di cuenta de que decidiste alejarte
de mí justo cuando me puse la insignia de marshal. Cuando era un forajido
perseguido, no parecías tan preocupada. Hay muchas formas de ser una
ramera.

Antes de poder contenerse, Christal le dio una bofetada. La violencia de


su acción la horrorizó, en vez de aliviarla. Arrepentida al instante, las lágrimas
se deslizaron por sus mejillas sin poder evitarlo, quizá porque él la había
encontrado, o quizá porque seguía sintiendo la misma desesperación que
cuando subió al coche del señor Glassie al alba para dejar a Cain atrás.

Él se restregó la mejilla con los ojos relucientes de ira.

—Maldita sea, dime por qué te fuiste en agosto y dejaré ahora mismo
este pueblo.

—No voy a decirte nada —musitó la joven, con la mirada fija en la


estrella de seis puntas que el sheriff lucía en el pecho, casi ahogada de la
desesperación.

—Entonces, me quedaré aquí hasta que lo hagas. —Asintió para


remarcar su afirmación, sin dejar de frotarse la mejilla.

—En ese caso, estarás aquí hasta que se hiele el infierno.

Él miró por la ventana y vio que volvía a nevar; una pequeña capa de
hielo cubría los cristales. Cuando volvió la vista a la joven, un extraño deseo
asomó a las profundidades de su inquietante mirada.

—¿Sabes, Christal?, yo diría que el infierno se esta helando.

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FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

Tras decir aquello, Cain salió del dormitorio sin mirar atrás.

Christal apenas logró recuperarse lo suficiente para regresar al salón.


Aunque no quería admitir que su encuentro con él la había afectado, tardó casi
quince minutos en dejar de temblar.

Reticente, recogió las siete monedas de oro y el vestido negro del


suelo. Sentía un intenso dolor en el pecho cada vez que recordaba la imagen
de Macaulay. Quería confiar en él; el hecho de que hubiera ido a buscarla la
dejaba sin aliento. Quizá fuese tan sólo para dar respuesta a las preguntas que
lo atormentaban, pero, de cualquier modo, significaba algo.

Se acercó a la ventana con el vestido negro pegado al pecho, pensando


en su oscuro pasado. Podía confiar en Macaulay, entregarle su alma y suplicar
piedad. Si ella le contase lo ocurrido en Nueva York y él confiase en ella...
Quizá incluso la ayudara a encontrar la manera de probar su inocencia. Pero
cuando supiera que había estado durante tres años en una institución mental...
No, eso no podía contárselo.

Cerró los ojos y abrazó el vestido, intentando quitarse de la cabeza la


imagen de la reacción de Cain al escuchar aquella terrible confesión. No
podría soportar la duda que encontraría en sus ojos, y el rechazo que la
seguiría al saber que había estado a punto de confiar en alguien que la
sociedad había enviado a un manicomio. Alguien encerrado no por sus malas
acciones, sino por su incapacidad de comprenderlas. Alguien que, según las
autoridades, nunca había aprendido los límites entre el bien y el mal, entre la
verdad y la mentira.

Esbozó una sonrisa triste pensando que la memoria era caprichosa y


tenía voluntad propia. Durante los tres años que pasó encerrada, el nombre y
la cara del hombre que había matado a sus padres permaneció en la niebla y,
de pronto, un buen día, pudo recordar todo con claridad meridiana. La
memoria la había condenado en un momento de su vida y la había liberado en
otro. Cain siempre se preguntaría si escapó del manicomio porque recuperó la
memoria o si lo había hecho simplemente porque tuvo la oportunidad de
hacerlo.

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FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

Colocó el vestido color azabache en la cama y alisó las arrugas de la


falda. Nunca le hablaría de su pasado; fuese o no representante de la ley, lo
amase o no, no podía contárselo. Él podía perseguirla por todo el mundo, pero
nunca obtendría respuestas porque ella no soportaría ver cómo le daba la
espalda.

Se pasó el resto de la noche bailando alegremente con todo el que


tuviese una moneda para pagarle, sólo distraída por la tormenta que se
formaba en la expresión del nuevo sheriff, que no apartaba la mirada de ella.

Cuando Faulty cerró el salón, le dolían los pies, tenía las costillas
doloridas de tanto bailar y estaba exhausta. Cain se fue a su alojamiento en
silencio y extrañamente sobrio, a pesar de todos los tragos de whisky que
había ingerido. Christal lo observó marchar, tan silenciosa y sobria como él.
Después se fue directamente a la cama, sin ni siquiera ayudar a Ivy con los
vasos sucios.

Pero el descanso la eludía. La joven se levantó de la cama tres veces


durante la noche y se acercó a la ventana, abrigándose con el chal para
soportar las corrientes heladas. Tres veces vio la silueta de Cain en su
habitación, encima de la nueva cárcel, sentado junto a la lámpara, bebiendo,
dándole largos tragos pensativos al vaso de whisky. Como si algo lo estuviese
volviendo loco lentamente.

Por fin, cuando el alba venció a la noche, fue capaz de renunciar a parte
de la conmoción y el horror de ser descubierta por Cain, y aceptó la situación.
Dejar Noble en pleno invierno era peligroso y casi imposible, incluso con el
mejor de los transportes, y ella no tenía ninguno. Por el momento, tendría que
quedarse, pero no tenía por qué hablar; no lo haría hasta que pudiese probar
la verdad.

Salió el sol, y el sueño la abrazó con sus sombras largas y oscuras; soñó
que era la nueva esposa del sheriff, vestida de satén blanco y tul. Detrás de
ellos, Baldwin Didier colgaba de un cadalso, y su forma nacida e imponente se
balanceaba con la brisa. Se casaba con el hombre que amaba y nunca más
vestiría de negro.

173
FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

—¿Podrías bajar el precio un poco? —le preguntó Christal a Jan,


mientras admiraba un rollo de lana celeste. Era por la mañana y había
desafiado su miedo al nuevo sheriff para ir a la tienda. Se tapó más con el chal
y se humedeció los labios fríos y agrietados, sin dejar de mirar la preciosa
tela. Un vestido de aquella lana resultaría favorecedor y, mejor aún, abrigaría.

Jan arrugó la frente y miró el libro de contabilidad que tenía delante


para ver cuánto había pagado por la tela. Durante la pausa, Christal observó la
tienda, nerviosa por si se encontraba con el sheriff. El local de Peterson
estaba lleno de vaqueros que se habían quedado sin trabajo por culpa de la
nieve, y de viejos mineros solitarios sin ningún otro sitio al que ir que un
taburete junto a la enorme estufa negra. No vio a Cain por ninguna parte y dio
gracias por ello.

—No sé, Christal —dijo Jan, sacudiendo la cabeza de pelo rubio


grisáceo. Sus arrugadas facciones escandinavas se ensombrecieron por la
duda—. Todo el rollo me costó casi diez dólares. Si quieres la mitad por
cinco, no veo cómo...

—Si tienen que ser seis, ¿por qué no te pago tres dólares ahora y tres
dentro de unas semanas? —insistió ella, mirándolo con esperanza.

—No querrás decir dentro de unos cuantos meses, ¿verdad? La última


vez que le fié a una de las chicas, no llegué a recuperar todo el dinero.

Ella acarició la suave lana con expresión melancólica y nostálgica. No


podía gastar las monedas de oro en lujos, porque las necesitaría en el futuro
para encontrar a Didier y huir de Macaulay. Pero el rollo de tela le costaría
demasiados bailes.

Demasiados, siempre eran demasiados.

Había una forma más sencilla: Dixiana e Ivy Rose siempre tenían
muchos vestidos bonitos.

Retiró la mano lentamente.

—De acuerdo, te traeré el dinero en cuanto lo tenga. —En sus palabras


había una esperanza que ella sabía fingida. No tendría un vestido nuevo y
abrigado para el invierno.

—Lo siento, Christal, intentaré guardártela.

174
FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

—Gracias. —La joven suspiró, se puso los guantes y se volvió... para


encontrarse con la mirada del nuevo sheriff de Noble.

—Buenos días, señora —dijo él en voz baja, llevándose la mano al


sombrero negro a modo de saludo.

—Buenos días, sheriff. —Sus ojos helados la dejaron sin aliento. Intentó
alejarse deprisa, pero él la siguió. La joven se preguntó con amargura por qué
se molestaba en huir de Cain, cuando sus amenazas de la noche anterior le
habían dejado patente que nunca podría abandonar Noble antes de que Cain
supiese todo sobre ella. Hasta que lograse librarse del interés del sheriff, la
iba a seguir como un fantasma. Su espíritu estaría con ella, incluso cuando él
no estuviese cerca.

—Necesito que venga conmigo a la cárcel, señora. Quiero que vea algo.

Por un momento, la joven pensó que lo que quería que viese era un
cartel con la cara de Christabel Van Alen y el corazón amenazó con salírsele
del pecho. Consumida por la preocupación, se olvidó de todo por un instante y
levantó la cabeza para mirarlo como si Cain la apuntase con una pistola.

—Pequeña, no tienes buen aspecto —dijo él con una voz teñida de una
extraña ternura.

Christal trató de calmarse y de pensar racionalmente: él no le iba a


enseñar el cartel de busca y captura. No sabía nada al respecto. De haberlo
sabido, la habría arrestado la noche anterior, nada más llegar al pueblo.
Además, incluso él admitía que la única razón por la que había aceptado el
puesto de sheriff era para saber más sobre ella. No sabía nada, y Christal
necesitaba que siguiese siendo así.

—No puedo ir contigo, lo siento. Faulty necesita que...

—Es la puerta de al lado —la interrumpió, cogiéndola del codo.

La joven miró a su alrededor, pero en la tienda no había nadie que


pudiera intervenir. Macauley era el sheriff, así que todos se doblegarían
siempre a sus deseos. Ella no era la única persona de Noble que tenía algo
que esconder.

—¿De qué se trata? —preguntó inexpresiva, mientras él la conducía a la


puerta.

175
FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

—Ya lo verás —fue la única respuesta.

Caminaron sin hablar hasta la recién inaugurada cárcel. El silencio


helado que reinaba en el pueblo resultaba espeluznante y el frío no ayudaba a
hacerla sentirse mejor; el viento azotaba el centro del pueblo, silbaba a través
de los listones de madera sueltos y agitaba las falsas fachadas sin pintar de
los edificios.

—Entra —le ordenó Cain, abriéndole la puerta. Christal conocía bien


aquel edificio porque Faulty la mandaba muchas veces a recoger el licor del
salón que se guardaba allí. Se había convertido en una cárcel de verdad, y a
ella le sorprendió comprobar lo poco que había cambiado. Las paredes
seguían siendo de frágil ladrillo encalado, y unos barrotes de acero seguían
separando la habitación en la que se guardaban los barriles del resto de la
estancia. Observó con aire nervioso la nueva celda de la cárcel, en la que sólo
había un catre de lona del ejército y un fardo de heno. No dejaría que él, ni
nadie, la encerrase allí. Después del manicomio, no volverían a encerrarla.

—Siéntate.

Alguien había traído sillas y una mesa de la tienda. Ella se sentó a


regañadientes y le llamó la atención un calendario colgado en la pared de
enfrente, obviamente comprado en la misma tienda. La imagen de una rubia de
mejillas sonrosadas vestida con satén azul y armiño la miraba desde lo alto del
calendario. La fecha, 1876, estaba impresa en letras doradas en relieve sobre
el sombrero de plumas de la chica.

1876. Hacía ya cuatro años de su huida, y pensar en ello le produjo un


profundo pesar. Le quedaba mucho por hacer si quería volver algún día a
Nueva York, sin embargo, lo único que hacía día tras día era luchar por
sobrevivir. Se preguntó con tristeza si no estaría siendo una estúpida al
pensar que algún día conseguiría vengarse de Didier. Sin dinero estaba
indefensa, y tenía que invertir todo su tiempo y energía en procurar subsistir.
Nunca se había sentido tan dispuesta a rendirse, y la lana azul de la tienda
parecía llamarla. Era tan cálida... tan suave...

Pero, entonces, sus ojos se encontraron con los de Macaulay, y supo


que seguía siendo una luchadora, que no permitiría que él la viese cayendo en
desgracia. Aquel hombre ya tenía una pésima opinión sobre ella creyéndola
una prostituta, y Christal no pensaba darle la razón.

176
FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

Para probar su indiferencia, la joven se soltó un poco el chal y lo dejó


caer sobre los hombros. La habitación estaba caldeada, lo que era un cambio
agradable después de sufrir las corrientes de aire del salón. Durante el
invierno, el almacén de licores siempre era el lugar más cálido del pueblo,
porque Jan dejaba la estufa encendida noche y día para que las botellas de
whisky no se congelasen y rompiesen.

Macaulay se acercó a un pequeño escritorio en el que había algunas


pilas de papeles y cogió algo. Sin decir palabra, lo puso delante de la joven,
como si deseara comprobar su reacción.

Era una imagen de su hermana y ella. Alana tenía unos quince años, y
Christal, doce. La joven se había llevado la fotografía con ella al huir de
Nueva York, ya que era el único recuerdo que tenía de su familia, y la había
guardado cuidadosamente en el baúl que Kineson y su banda habían robado
tras bajarlo de la parte de arriba de la diligencia de Overland.

—Me has devuelto mi dinero y ahora esto. ¿Dónde está el resto de mis
cosas? —preguntó, controlando la voz para ocultar la emoción que sentía.

—Puedo mandarle un telegrama a Rollins y hacer que las manden aquí,


no hay mucho.

—Lo que Kineson robó de la diligencia es todo lo que tengo.

—Si hubieses esperado un día más en Camp Brown podrías haber


recuperado todas tus pertenencias y obtener la compensación de quinientos
dólares. Ahora tendrás tus cosas a su debido tiempo. —Le puso una mano en
el hombro, aunque ella no sabía si era para darle fuerzas o para intimidarla—.
Háblame de la fotografía.

—¿Por qué trajiste esto y no el resto de mis pertenencias? —insistió la


joven sin mirarlo.

—No soy un mensajero, y la fotografía era lo único que me interesaba.

Cain le cogió la mano derecha y, con cuidado, le quitó el guante. El


instinto de la joven le decía que apartase la mano, pero la intuición le ordenó
que se quedase quieta y no pareciese culpable. Sin ni siquiera mirar la cicatriz
de la palma, él le apretó la mano. La cálida sorpresa de ese pequeño consuelo
hizo que la muchacha se estremeciese levemente.

177
FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

—Háblame de esto —susurró con una voz ronca y profunda que


resultaba hipnotizante—. La niña que está a tu lado debe de ser tu hermana,
porque se parece mucho a ti. ¿Cómo se llama?

—A... —Cerró la boca, incapaz de hablar. Revelar un pequeño detalle,


como el nombre de Alana, habría sido una estupidez.

—¿Quién es Sarony?

Ella observó la fotografía: la palabra «Sarony» estaba impresa en la


esquina inferior derecha. Napoleón Sarony era el mejor daguerrotipista de
Nueva York. Aquella fotografía era algo inusual; no había muchas personas de
su clase social que hubiesen posado para un daguerrotipo, porque la alta
sociedad neoyorkina solía contratar a grandes pintores, como Stuart o
Copley, para sus retratos. La fotografía era algo que la mayoría de las
personas de su estrato social consideraba fugaz e intranscendente, pero su
madre había insistido en que las dos hermanas Van Halen debían hacerse una.

El estudio de Sarony estaba en el último piso de un edificio de cuatro


plantas con vidrieras de La Farge y tragaluces que dejaban entrar por todas
partes la luz del sol. Era un lugar precioso, pero lo que de verdad le había
llamado la atención a 1a Christal de trece años era la colección de artículos
exóticos de Sarony. Había pieles de leopardo en los suelos, macetas con
palmeras que se mecían sobre las puertas, y, en una esquina, unos sofás
persas tapizados de rojo y morado flanqueaban un extraño mono de color
rojizo al que llamaban orangután, adiestrado para refrescar a los huéspedes
que allí se sentaban con un abanico de plumas de avestruz.

Christal sonrió al recordarlo. Su madre pensaba que Sarony estaba loco,


pero, a pesar de todo, había insistido en el daguerrotipo.

La joven sintió un nudo en la garganta y se obligó a seguir mirando la


imagen. Las dos niñas estaban vestidas con serios vestidos de satén color
chocolate, lo que indicaba la elevada posición de su familia. Su hermana,
Alana, que todavía no había cumplido los dieciséis años, parecía tranquila y
serena, incluso regia, pero no así Christal. Sus ojos brillaban con un aire
travieso, tan alegre, que la joven no pudo evitar preguntarse si el brillo
seguiría allí, listo para volver a la vida si cambiase su fortuna.

Intentó ocultar lo mucho que para ella significaba el daguerrotipo, pero


le resultaba difícil, sobre todo porque podía revivir aquel día entero en su

178
FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

memoria. Cuando el señor Sarony había colocado el aparato que utilizaba para
hacer fotos delante de ellas, Christal recordaba haber sentido una punzada de
ansiedad.

Era como si le preocupase que la magia de capturar sus imágenes se


llevase también consigo algo que ya nunca pudiesen recuperar. Pero, justo
cuando estaba a punto de arruinar la fotografía, Alana le cogió la mano y se la
colocó en el regazo, como si su instinto de hermana mayor le dijese que la
pequeña necesitaba que la tranquilizasen.

Incluso después de los años transcurridos, Christal todavía veía la


imagen fantasma del brazo de Alana al cogerle la mano y, en aquel momento,
se sentía muy agradecida hacia Sarony. No les había robado nada en absoluto,
sino que les había regalado un instante que permanecería para siempre, ajeno
a la cruel memoria de los mortales.

Levantó la mirada del daguerrotipo y miró la mano de Macaulay que


rodeaba la suya. Las hermanas se cogían de la mano, al igual que los amigos y
familiares. Lo echaba de menos, porque resultaba reconfortante y consolador:
una mano encajaba perfectamente en la otra, como la suya y la de Macaulay.

Contempló aquel vínculo físico y le pareció perfecto: su mano, frágil y


pálida, cubierta por otra, fuerte, musculosa y salpicada de vello negro. Eran
las manos entrelazadas de dos amantes.

Amantes.

—Gracias por traerme esto, pero debo irme ya. —Se levantó y se puso
el guante con manos temblorosas.

—Sé que es tu hermana, ¿por qué ni siquiera me dices cuál es su


nombre? —Sus rasgos estaban distorsionados por la rabia y la frustración.

—Su nombre no tiene importancia.

Cain cerró la puerta de golpe justo cuando ella la abría y Christal se


estremeció ante la ráfaga de aire helado que entró en la habitación.

—Si no tuviese importancia, me lo dirías. —La miró, y ella pudo ver


todas las motas plateadas de sus ojos—. ¿Está muerta? —Christal guardó
silencio, y él pareció a punto de sacudirla—. ¿Qué tengo que hacer para

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FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

obligarte a hablar? ¿Encarcelarte por algún delito menor y dejarte a pan y


agua?

—Nunca te diré nada, así que no nos hagas pasar por esta tortura.

—Eras rica, ¿verdad? —Le quitó el daguerrotipo de la mano y señaló los


vestidos—. Estos vestidos son de satén, y sólo las niñas ricas visten de satén.

Ella guardó silencio y Cain la observó con el rostro desencajado por la


frustración. A la joven se le pasó por la cabeza la idea de contarle todo tipo de
mentiras; quizá así se sintiese satisfecho y la dejara marchar.

—No puedo evitar pensar que, si yo fuese en realidad un forajido, no me


hubieras abandonado y ya me habrías contado todo sobre ti. —La empujó a un
lado—. Eres como todas las mujeres caídas en desgracia que he conocido:
sólo te gustan los criminales que te maltratan.

—Tengo que irme —repuso ella, con los ojos brillantes de lágrimas. No
tenía más que decir—. Me están esperando.

—Seguro que sí —estalló Cain, asqueado.

—¡Me refiero a Faulty!

—¡Bien! Vuelve al salón. Al fin y al cabo, ése es tu lugar.

—No soy una prostituta, y tú lo sabes —afirmó, parpadeando para tratar


de impedir que las lágrimas corriesen por sus mejillas.

—Entonces, pruébamelo —susurró él en tono bajo y desesperado—.


Cuéntamelo todo sobre ti y pruébamelo, porque, si no lo haces, voy a cerrar el
negocio de Faulty y todos los negocios similares por prostitución.

—No te molestes con Faulty, no seguiré trabajando para él —replicó


ella, deseando abofetearlo—. Ha sido demasiado amable conmigo para que
deje que arruines su modo de vida. Me iré mañana, cuando lleguen los
carromatos de Fort Washikie, Adelante, sígueme; así podremos ir de pueblo
en pueblo destrozándonos la vida.

Se miraron con rabia, retándose el uno al otro, hasta que, finalmente,


Caín sacudió la cabeza con resignación.

180
FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

—Si huyes, aguantaré más que tú, pero creo que preferirías morir antes
que contarme nada, y no me gustaría tener que enterrarte en la pradera.

—Si crees eso, ¿por qué no vuelves a Washington? Aquí nadie quiere un
sheriff, salvo Jan.

—Me gustaba la idea de este trabajo, todavía no estoy listo para


Washington.

—Debes ser el único que está contento con tu trabajo. —Lo miró con
dureza—. ¿Puedo irme ya, sheriff?

—Sí, claro, vete, pero no creas que hemos terminado. Algún día
hablarás.

—No lo haré, ya te lo he probado.

—No, no lo has hecho. En Falling Water estuviste a punto de hablar


porque entonces confiabas en mí. Conseguiré que confíes de nuevo.

—Lo dudo —se lamentó ella, mirando la estrella de seis puntas prendida
en su pecho.

Él se encogió de hombros, se sacó una moneda del bolsillo y empezó a


darle vueltas. Christal se percató, asombrada, de que se trataba de la ficha
que Faulty le había dado. Furiosa de nuevo, abrió la puerta.

—Espera. —La joven se detuvo y lo miró—. Guárdame un baile, ¿de


acuerdo? —se burló Cain, mirándola con un desagradable brillo en los ojos.

Ella cerró de un portazo.

—Ahora no quiere que seas demasiado amable con los clientes, Christal,
me lo dijo anoche. Supongo que te quiere toda para él. —Faulty se limpió las
manos en el delantal blanco y le sirvió un whisky a otro hombre. Había poco
negocio aquella noche; el nuevo sheriff llevaba menos de una semana en el
pueblo y la actividad ya empezaba a decaer.

181
FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

—Le estás haciendo pensar que soy una... —Christal miró a Dixiana y a
Ivy, porque no le gustaba pronunciar la palabra «ramera» delante de las
chicas—. No tendrías que haberle dado a entender que hago ese tipo de
cosas, Faulty —siguió diciendo, airada—. Ahora tiene expectativas, y se
enfadará cada vez más cuando no acepte su ficha.

—¿Es que todavía no la ha usado? —se sorprendió Faulty, juntando las


manos.

—No —respondió la joven, mirándolo con desaprobación.

—¡Ay, mi salón! —exclamó el hombre con voz ahogada, mirando al


cielo—. ¿Por eso viene todos los días? ¿Porque está esperando para usar la
maldita ficha? Christal, ¡tienes que hacer que la use! Está acabando con el
negocio porque la gente no quiere venir para verlo sentado aquí cada noche,
mirando con odio a cualquiera que se atreva a tocarte. Tienes que ser amable
con él. ¡Tienes que salvar mi salón!

—No voy a ser tan amable, Faulty —afirmó Christal—. Además, me iré
en cuanto consiga un carromato que me saque de aquí.

—¿Y adonde vas a ir? Vamos, Christal, las otras chicas lo hacen.

—¡Pero yo no! ¡No tendrías que haberle dado esa ficha!

—¿Cómo le iba a explicar que tú eres distinta? No me habría creído.

La joven ocultó sus sentimientos heridos; quizá ya no tuviera derecho a


su orgullo, pero era una Van Alen, una dama de clase alta de una de las
familias más ilustres de Nueva York, que había conseguido sobrevivir en las
circunstancias más adversas. El orgullo era algo a lo que nunca renunciaría.

Le dio la bandeja a Faulty y le pidió tres whiskys. Él se los sirvió con la


frente arrugada por la preocupación y, de pronto, Christal comprendió que no
podía seguir enfadada con él por el asunto de la ficha, porque aquel hombre le
había salvado la vida cuando no tenía a nadie más a quien acudir. Los
propietarios de salones no eran conocidos por su actitud caritativa. Uno de
ellos, en Laramie, le había pegado para intentar que subiera al dormitorio con
un cliente. Ella se había marchado aquella misma noche y nunca había mirado
atrás, pero vivir huyendo era duro. Los billetes de diligencia eran caros; tenía
que gastar una moneda de oro de diez dólares cada vez que se montaba en

182
FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

uno. En muchos sentidos, Noble era un respiro; Faulty no era demasiado


ambicioso, no podía permitírselo con su tipo de clientela.

La joven se llevó los tres whiskys y le dio dos de ellos a un par de


vaqueros que estaban jugando al póquer. El último vaso lo llevó hasta la mesa
del rincón y lo dejó allí, procurando no mirar a Cain. Joe tocaba el piano
alegremente, y un vaquero borracho le puso una moneda en la mano y la
arrastró a la pista de baile.

En la esquina, Macaulay se tomó su whisky le dio una patada a la silla


que tenía delante y puso los pies encima. Miró a todos los hombres del salón,
pero ninguno captó su atención como el que tenía a Christal en brazos.

Sin embargo, no protestó ni empezó ninguna pelea. En vez de ello, hizo


exactamente lo mismo que había hecho noche tras noche: bebió y observó.

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FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

Capítulo 14

EL AMOR DE ALGUIEN

En una sala de paredes encaladas


donde muertos y moribundos yacen
heridos por bayonetas, cañones y balas,
un día llegó el amor de alguien.
El amor de alguien, tan joven y valiente,
que en su pálido y dulce rostro aún mostraba
la luz marchita de su gracia de niño
pronto cubierta por el polvo de la tumba.

Mates y húmedos los ríos de oro,


besan la nieve de su joven frente,
pálidos los labios de delicado contorno,
porque el amor de alguien hoy se muere.
De su bella frente de azul velado
aparto las olas errantes de oro
y cruzo sus manos sobre el pecho,

184
FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

porque el amor de alguien está frío y solo.

Le doy un beso por quien no puede darlo,


murmuro un rezo suave y bajo,
recojo de su pelo un mechón dorado...
porque de alguien es orgullo claro.
Aquí descansó la mano de alguien:
¿sería la de su madre, dulce y blanca?
¿O fueron los labios de su hermana
los que en sus olas de luz se bautizaron?

Dios es sabio y guarda el amor de alguien,


el corazón de alguien allí lo consagra,
alguien que elevó su nombre en plegaria
noche y día, mirando al sitio.
Alguien lloró al verlo marchar
¡tan bello, grandioso y valiente!
Alguien le besó con cuidado la frente
y de su mano no se quiso soltar.

Alguien observa y lo espera,


deseando abracarlo de nuevo
y ahí yace él sin luz en los ojos,
con los sonrientes labios abiertos.
Con cuidado entierran al joven muerto,
deteniéndose para derramar una lágrima
y sobre su losa unas palabras han puesto:

185
FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

«El amor de alguien aquí descansa».

Escrito por Mane Revenell La Coste,


que atendió a los soldados sureños en los hospitales de
Savannah y perdió a su esposo en nombre de la Confederación.

Macaulay cerró los ojos e intentó dormirse, pero el sueño parecía estar
siempre fuera de su alcance. Sabía que no era el whisky lo que lo mantenía
despierto, sino Christal. La llevaba en la sangre, se había metido bajo su piel,
pensaba en ella noche y día, y, sencillamente, no podía dejarla marchar.

Se colocó las manos en la nuca y miró al techo, rodeado por el silencio


de la noche. Al otro lado de la calle, las luces del salón se habían apagado
hacía tiempo.

¿Era la lujuria lo que lo había conducido hasta allí? Ella era bella, sí,
realmente preciosa, con su clásicos rasgos aristocráticos y su largo cabello
rubio, pero había conocido a mujeres que eran igual de bellas y mucho menos
problemáticas.

Como si buscase respuestas, dejó vagar la mente y se encontró en el


pasado, en su infancia en la granja de Georgia. Un día apareció por sus tierras
un perro, un chucho feo y lleno de cicatrices. Estaba hambriento y lleno de
heridas de una pelea. Su madre había sentido pena por el animal y lo había
cuidado hasta devolverle la salud. Durante doce largos años, el perro callejero
fue la sombra de su madre, trotando alegremente a su lado mientras ella iba a
la compra con la cesta de sauce colgada del brazo, o durmiendo junto a la
cocina cuando hacía la comida. Cain debía de tener nueve años cuando levantó
la mirada de las gachas del desayuno y vio cómo su madre alimentaba a aquel
horrible perro con patatas y grasa de tocino, el día que había llegado a la
granja.

—¿Por qué te preocupas por ese perro, mamá? Es el más feo que he
visto... —comentó con suficiencia, siempre demasiado seguro de sí mismo.

Su madre se acercó a él, le acarició la cara suave e infantil y le colocó la


mano bajo la barbilla.

186
FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

—Mac, cariño, recuerda esto bien: no hay rostro más bello que el del
ser amado —contestó, mirándolo con ternura.

El recuerdo lo abrasaba: ¿acaso amaba a Christal? ¿Era el amor lo que


lo había llevado hasta allí?

No lo creía.

Le importaba y, por supuesto que la deseaba, pero, amor... Todavía no,


no la conocía lo suficiente; sólo sabía que...

Los recuerdos volvieron, esta vez de tiempos de guerra. Acudieron a él


imágenes que no deseaba contemplar: ejércitos de niños esqueléticos con
muletas, todos ellos con la cara de su hermano, derrotados, pero no muertos,
con la guerra en los ojos.

Su fantasmal recuerdo siguió avanzando en el tiempo; cientos de


muchachos avanzando en una fila imaginaria a través de su dormitorio, todos
jóvenes traicionados por la idea de que la virilidad y la guerra caminaban de la
mano.

Sin apenas darse cuenta, Cain susurró en la oscuridad algunas líneas


escritas por un patriota confederado.

Y en nuestro sueño tejimos el hilo


de los principios por los que sangraron
y sufrieron nuestros inmortales muertos,
en la tierra en la que soñábamos.

Repitió el último verso dos veces, y notó que el estómago se le encogía


con la nostalgia y los recuerdos. Fue entonces cuando supo la verdadera
razón que lo había atraído hasta allí. Christal tenía algo que rara vez había
visto en una mujer y tras reconocerla, ya no podía apartar la vista: también
llevaba la guerra en los ojos,

187
FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

Capítulo 15

—Ivy, dices eso porque es martes y Jericho vendrá a verte esta noche.
Todos sabemos lo mucho que te gusta. Bueno, no me importa. Con unos
cuantos vaqueros guapos y jóvenes para mí, puedes quedarte todos los
Jericho que quieras y algunos más.

Dixiana se dejó caer en la cama, vestida tan sólo con braguitas, camisola
y corsé, y contempló sus uñas cuidadosamente afiladas.

—Deja en paz a Jericho —le espetó Ivy, sentada en un banco de


madera, mirándose el maquillaje en un espejo de mano cobrizo y deslustrado.
Christal estaba detrás de ella, recogiéndole la tupida mata de pelo oscuro en
un moño.

Aunque en ocasiones Christal era muy consciente de lo diferente que


había sido su entorno y su educación, y debería haber sido difícil para ella
entender a sus compañeras, no lo era en absoluto. Las tres habían recorrido
un camino muy distinto para llegar a Noble, pero todas eran mujeres solas en
una tierra cruel y violenta.

—¿Por qué estáis siempre discutiendo? —les preguntó—. Dixi, a veces


creo que estás celosa de Jericho e Ivy.

—¿Celosa? —exclamó Dixiana, levantándose de golpe y dejando al


descubierto una cantidad imponente de busto—. ¿Por qué iba a estar celosa
yo? Pero si Jericho es un... —Se detuvo en seco y empezó a reírse—. ¡Oh,
vamos! ¿Qué intentas? ¿Tomarme el pelo?

Christal recogió unos cuantos rizos más de Ivy.

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FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

—Puede que no quieras estar con Jericho, pero sí que estás celosa de
que le preste tanta atención a Ivy. Vamos, Dixi, admítelo: quieres que un
hombre te corteje, igual que la señorita Blum quiere que Jan Peterson vaya a
buscarla con un ramo de violetas en la mano.

Christal vio que Dixiana se tumbaba boca arriba y miraba las tablas sin
barnizar del techo. Sus dormitorios no eran tan lujosos como la parte de abajo
del salón, que tenía las paredes cubiertas de loneta en un intento por hacerlas
pasar por yeso. La parte de arriba era simple y cruda, lo que resultaba
extrañamente apropiado.

—Yo no soy como esa vieja Santh Blum. —Dixi suspiró, al tiempo que
una expresión distante y melancólica se adueñaba de su bello rostro—.
Además, hace unos años conocí en Laramie a un hombre que quería casarse
conmigo —dijo en voz baja—. Nunca he conocido a nadie como él, con muslos
duros como el hierro y cara de ángel. —Estiró el brazo hacia el techo, como si
intentase tocarlo.

—¿Qué pasó, Dixi?

Dixiana se encogió de hombros; de haber sido cualquier otra mujer,


puede que se le hubiesen saltado las lágrimas.

—Lo seguí hasta Noble porque él creía que aquí todavía funcionaban las
minas y quería hacerse rico. Pero lo de la minería no funcionó, y, el día antes
de casarnos, salió por la puerta y no volví a verlo. No me importa que no
quisiera casarse conmigo. —Su expresión se volvió de piedra—. Sé que no soy
de las que aguantan a un montón de críos colgados del delantal, pero ¿por qué
me sacó de Laramie? ¿Por qué me dejó aquí, sin cama y sin dinero? Hasta
comprendo que se largase, porque en Laramie hay muchas chicas... y sus
caras son muy suaves. —Dixiana se tocó la cara, como si pudiera sentir todas
y cada una de sus finas arrugas. Una vez les había dicho que tenía veintiocho
años, pero todos se imaginaban que se quitaba más de quince.

—Dixi —susurró Ivy, volviéndose sobre el banco—. Siento haberte dicho


que no podías coger prestada mi redecilla. Jericho la ha visto muchas veces,
así que póntela. Quedará más bonita con tu vestido lavanda que con el mío
amarillo.

—Quizá vuelva, Dixi, quizá se equivocó —añadió Christal, deseosa de


consolarla.

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FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

—No va a volver. Es un vaquero inútil, y esos nunca vuelven. —Dixiana


dejó escapar una risa hueca—. Lo único bueno que tienen, además de su
juventud, ¡es que hay muchos! Y mis vaqueros pueden ser muy dulces; te
colman de piropos y te dicen cuánto te quieren... Claro, ¡eres su madre, su
hermana y su novia, todo a la vez!

Ivy sonrió y le tiró la redecilla; incluso Christal esbozó una sonrisa.


Cada día llegaban más hombres al Oeste, y a Dixi le gustaba darles audiencia
a los que más le gustaban en su esquina especial, a la que habían decidido
llamar «el chiquero». Ni siquiera una mujer tan trabajadora como ella podía
con todos.

—Vamos, tengo que vestirme. —Dixi se levantó de la cama.

—¡Espera! Todavía no nos ha contado nada sobre el sheriff —protestó


Ivy, mirando a Christal.

La aludida te sentó en el borde de la cama en un intento por fingir que


no sabía de qué estaba hablando Ivy.

—¡Es verdad! —Dixi miró también a Christal, que se puso a juguetear


con los dedos—. ¡Venga, yanqui! ¡Cuéntanoslo! ¡Si no cazas a ese hombre, te
lo quito yo! —exclamó, dándole un pellizco.

Christal se levantó de golpe de la cama, cogió de una silla el miriñaque


de alambre de Ivy y se lo dio, diciendo:

—No hay nada de qué hablar. Te lo puedes quedar, Dixi, pero sólo te va
a causar problemas. Faulty se está enfadando y tengo que encontrar la forma
de librarme de él.

—¿Por qué lo rechazas? Es muy atractivo. Me deja con la boca abierta


cada vez que lo miro, pero es cierto que tiene una mirada muy fría. Hay algo
inquietante en él. —Dixi miró a Ivy, que estaba atándose el miriñaque. Aunque
seguía sirviéndole, el brazo de Ivy estaba ligeramente torcido desde que había
llegado a Noble, hacía un año. Sólo les había contado que un hombre la había
acusado de robo y se lo había roto. Ella les aseguró que nunca había robado
nada, y Faulty había vacilado en contratarla, aunque el tiempo les había
demostrado que Ivy tenía razón: nunca les dio problemas. Ningún cliente se
había quejado en el salón de Faulty de que le faltara dinero. Aun así, el brazo

190
FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

de Ivy era un lamentable recordatorio de lo mal que los hombres trataban a


las mujeres de su profesión.

Christal contempló a sus compañeras, pensando que eran como todas las
prostitutas que había conocido: niñas. Tan sólo deseaban encontrar un buen
hombre que las sacase de todo aquello. Sin embargo, la mayoría estaban
condenadas a morir entre las paredes de un burdel, víctimas tanto de su
naturaleza pasiva como de sus clientes.

La joven examinó los recortes de periódico y los corazones de flores


rosas que adornaban las rudas paredes de madera del dormitorio de Ivy. Era
típico: aquellas mujeres tenían una idea del amor que resultaba
sorprendentemente inocente y dulce. Para ellas, el amor era un cuento de
hadas, algo que desear y soñar, un caballero vestido con una brillante
armadura que llegaría para borrar todas las cosas horribles que los hombres
les hacían un día tras otro. Pero no dejaba de ser un cuento, y Christal lo
sabía mejor que nadie. Su caballero de brillante armadura había llegado y, en
vez de salvarla, se había convertido en un implacable representante de la ley
que podía conducirla al abismo.

Miró de nuevo a Ivy, que se frotaba el brazo con aire ausente, como si
le doliese. A todas les daba un poco de miedo el nuevo sheriff porque podía
abusar fácilmente del poder que tenia. Sin embargo, por mucho que Christal
tuviera que temer de Cain, lo conocía lo suficiente para saber que nunca haría
nada que pudiera dañar a las chicas y se sintió obligada a calmar la inquietud
de sus compañeras.

—Ivy Rose, Dixi..., no tenéis nada que temer de él —dijo en voz baja—.
Sé que nunca os haría daño.

—¿Y cómo lo sabes? —le preguntó Ivy, mirándola fijamente.

Christal no quería responder, pero tampoco quería que estuviesen


asustadas innecesariamente; ya tenían suficientes cosas que temer en sus
vidas.

Con más emoción de la que le habría gustado desvelar, susurró:

—Porque ya lo conocía de antes. —La expresión de su cara debió


indicarles que no deseaba más preguntas, pues las dos la miraron
sorprendidas, y apartaron la vista con rapidez, concentrándose en vestirse.

191
FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

Al cabo de un momento, como si deseara liberar la tensión, Dixi


decidió burlarse de Christal.

—Así que crees que el sheriff Cain es de los que van a tu casa con un
ramo de flores, ¿eh?

La joven estuvo a punto de reírse: no cabía duda de que Macaulay Cain


no era el tipo de hombre que iría a buscar tímidamente a una mujer, armado
con un puñado de violetas marchitas.

—Como he dicho antes —siguió Dixi—, es un hombre atractivo, aunque


no tanto como mis vaqueros. Si no lo quieres, Christal, me lo dices, y puede
que le haga un favor.

Christal estuvo a punto de negar que tuviese algún derecho sobre Cain,
pero de pronto, se apoderó de ella una extraña sensación de desasosiego
semejante a los celos, que la mantuvo en silencio. La lógica le decía que si
Dixiana podía alejar la atención del sheriff de ella, sería una estúpida si no la
dejaba intentarlo. Sin embargo, por algún motivo, no logró articular el
permiso, no cuando se imaginaba a Macaulay besando a Dixi como la había
besado a ella.

Con un brillo de determinación en los ojos, sacudió la cabeza y alejó


aquellos perturbadores pensamientos de su mente. No podía permitirse ser
débil y celosa. Como quien se arranca una venda de una herida dolorosa, se
apresuró a decir:

—Quédatelo, Dixi, no quiero tener nada que ver con él. Ojala se
marchara por donde ha venido. Nos está arruinando el negocio, ahí sentado,
noche tras noche, con esa mirada fría y gris fija en... en... todo el mundo...

—En ti, Christal —intervino Ivy—. Sólo te mira a ti.

—Creo que sientes algo por él —afirmó Dixi, casi alegre—. Sólo se
puede odiar a un hombre con tanta pasión cuando lo amas. ¿Qué pasó entre
vosotros dos antes de Noble? Me muero por saberlo.

Christal las miró a las dos, atónita. Estaba a punto de negarlo todo,
cuando el piano empezó a tocar en el piso de abajo. Joe ya estaba trabajando,
y Dixiana e Ivy todavía no se habían vestido.

192
FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

Las mujeres buscaron a toda prisa los vestidos y las enaguas, y, para
alivio de Christal, dejaron de hablar del sheriff.

Sin embargo, con el dueño del salón no tuvo tanta suerte. La noche era
joven y ella estaba en la parte de atrás, preparando la cena para los que se
podían permitir el lujo de pagarla, cuando Faulty entró hecho una furia.

—Tienes que deshacerte de él hoy mismo. Si sigue así va a acabar con


el negocio —le dijo con voz preocupada. Después, volvió la vista lentamente
hacia la puerta, para ver cómo Cain atravesaba el salón y se sentaba en la
misma esquina de todas las noches.

Nerviosa, Christal trató de hablar sin conseguirlo.

—Dixi dice que a ella le gusta —siguió Faulty—. ¿Por qué no dejamos
que te lo quite de encima? No arrestará a nadie si él también se está
divirtiendo. —Volvió la mirada hacia el piano, donde Dixi estaba sentada con
Joe, lanzando seductoras miradas hacia el sheriff.

—Que lo intente. A mí no me tendrá nunca —dijo la joven en voz baja.

El dueño abrió la boca como si pretendiese suplicar de nuevo, pero se


dio cuenta de que era inútil, así que suspiró y fue a hablar con Dixi.

Christal le dio la espalda a la puerta negándose a mirar, porque no sabía


si sería capaz de soportar que, en algún punto de la noche, Macaulay cogiese
a Dixi de la mano y la llevase arriba.

Un suave golpe en la puerta de atrás la sacó de sus tristes


pensamientos. Al acercarse, vio que se trataba de Jericho, que esperaba
impaciente con el sombrero en la mano, recién llegado de su viaje semanal en
busca de provisiones a la tienda de Jan Peterson. Era un hombre alto, joven y
fuerte, y, aunque ninguna mujer lo consideraría guapo, sí que tenía una mirada
cálida e inteligente, y unos modales amables. Christal entendía a la perfección
por qué Ivy se había enamorado de él.

La joven se llevó el dedo a los labios y, procurando no mirar ni a Cain,


ni a Dixi, fue de puntillas hasta la puerta que conectaba el salón con la cocina,
la cerró y dejó entrar a Jericho por la otra.

—¿Quieres alubias? ¿Has cenado? —le susurró.

193
FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

—No, señorita —contestó Jericho, sacudiendo la cabeza.

—¿Quieres que vaya a por Ivy para que podáis cenar juntos? Me
aseguraré de que Faulty no venga por aquí. Creo que os puedo dar una hora.

—Sería muy amable por su parte, señorita Christal.

La joven sonrió, hizo un gesto hacia una silla y se fue a buscar a Ivy
Rose.

La cara de Ivy se iluminó cuando le dijo que Jericho había llegado. Miró
a Faulty, se aseguró de que estaba atento a otra cosa y se dirigió con su
amiga a la cocina.

Christal les sirvió la cena y vigiló a Faulty, sin dejar de pensar en lo


extraño que era el mundo en que vivían. Al contrario que Faulty, o que Dixi e
Ivy, o que la mayoría de los clientes del salón, había crecido con dinero, muy
consciente de que el resto de la gente no era tan afortunada. Pero su
experiencia en el Oeste le había enseñado que hasta el hombre de más bajo
estrato social podía encontrar a otro que estuviese peor para poder aplastarlo.

El país había entrado en guerra para liberar a los hombres negros, pero
todavía no podían entrar en un salón de un pueblecito cochambroso como
Noble para pedir una bebida y hablar con una chica bonita.

Tenían que llamar a la puerta de atrás y esconderse en la cocina. Si


hacía buen tiempo, Jericho tenía que conformarse con sentarse en el porche
trasero durante veinte minutos mientras Ivy se tomaba su descanso, pero, si
hacía frío, ni siquiera le quedaba eso, y sólo podía ver a Ivy a espaldas de
Faulty.

—¿Quieres un whisky? —le preguntó Christal al musculoso hombre


negro.

Jericho asintió y dejó las monedas necesarias en la mesa.

—Yo lo traeré —dijo Ivy, levantándose de la mesa tras apretarle la mano


a su invitado. Como el hombre tenía la piel muy oscura, la mano de la joven
parecía casi blanca en comparación.

—No —la detuvo Christal—. Iré yo. Si Faulty te ve venir aquí con el
whisky, sospechará lo que pasa.

194
FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

—Gracias —sonrió Ivy, mirando con adoración al hombre que amaba.


Jericho era un colono, un esclavo liberado de Missouri. Vivía en una choza al
este del pueblo y había llegado a Wyoming con tan sólo una mula, con la
intención de plantar trigo. Había tenido bastante éxito y ya contaba con el
dinero suficiente para comprar ganado. Muchos decían que aquél era el futuro
del territorio, pero el futuro todavía no había llegado. Jericho seguía viviendo
en su choza de troncos, incapaz de comprar madera para construir una casa
de verdad, y, aunque todos sabían que odiaba lo que hacía Ivy para ganarse
una cama y comida, no se veía capaz de alejarla del calor y la comodidad del
salón hasta tener un lugar apropiado para ella.

Sin embargo, Christal sabía que Ivy estaba dispuesta a irse aquella
misma noche si Jericho se lo pidiera. Ningún otro hombre había sido tan
amable con ella; Jericho le hablaba y le preguntaba por sus sentimientos; la
hacía reír; le contaba historias divertidas sobre la dura vida del campesino,
sobre cómo a veces la cabaña estaba tan cubierta por la nieve que no veía el
cielo durante varios días, y que, a veces, veía congelarse el contenido de su
orinal antes de terminar con él. Christal no entendía la lógica de prohibirle la
entrada a Jericho en el salón. Al ser un hombre negro, no le permitían subir a
los dormitorios; sin embargo, por muy crueles que pudieran ser algunos de los
vaqueros, sobre todo cuando estaban borrachos, eran blancos, y eso les daba
«derecho» a utilizar el dormitorio de Dixi e Ivy.

La pareja pensaba que aquella primavera por fin podrían ser libres.
Jericho esperaba ganar una pequeña fortuna con su ganado, siempre que el
frío y los lobos no le robaran demasiadas cabezas antes de tiempo. Si hacía
una buena venta, se casaría con Ivy y la libraría de tener que ganarse el
sustento con su cuerpo.

—Enseguida vuelvo con ese whisky —dijo Christal, sacudiendo la


cabeza y volviendo a la realidad.

Cerró la puerta a su espalda y fue hasta la barra haciendo todo lo


posible por no mirar hacia la esquina, temiendo ver a Dixi sentada en el
regazo de Cain. El salón empezaba a llenarse y Faulty estaba ocupado
sirviendo en la barra.

—¿Otro para ese maldito sheriff? —se quejó el dueño, cuando Christal le
pidió un vaso de whisky.

195
FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

Ella no respondió, contenta al ver que Faulty estaba tan ocupado que no
la había visto salir de la cocina.

Sirvió dos dedos de whisky en un vaso y se lo dio. Ella lo cogió y


comprobó, consternada, que Faulty la seguía mirando, esperando a que se lo
llevase a Cain.

Se volvió y, con un alivio extraño e incalificable, vio que Dixiana estaba


bailando con un vaquero, muy lejos del inquietante hombre del rincón.

—Llévaselo de una vez. Sólo me faltaría que se quejase de que el


servicio es demasiado lento —farfulló Faulty, colocando con estrépito las
botellas en la barra.

Christal se acercó a Macaulay, consciente de que él la observaba con


ojos brillantes bajo el ala negra del sombrero.

—Esta noche hay negocio —comentó atravesándola con la mirada.

—Cómo no —replicó ella con frialdad—. He oído que has cerrado la casa
de la señora Delaney.

—Los burdeles no son legales, sólo es cuestión de tiempo que éste caiga
también. En cuanto vea que una de vosotras acepta dinero...

—¿No te importa que las chicas que trabajaban para la señora Delaney
se hayan quedado en la calle? —le interrumpió—. ¿Cómo se ganarán ahora la
vida?

—Van a montar un teatro de variedades. Les dije que estaba dispuesto a


ayudarlas cuando ellas quisieran.

—Así que estás limpiando el pueblo, justo como quiere la gente


«respetable».

No se molestó en ocultar el desdén que sentía, porque lamentaba lo de


las chicas de la señora Delaney. Algunas eran muy agradables y esperaba que
el teatro funcionara.

—Este lugar es el siguiente —afirmó él con aire burlón, señalando la


ficha que le había dado Faulty. El propietario del salón le había dicho que no
era más que un souvenir, y la mayoría de los hombres lo veía así; sólo se la

196
FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

había dado a Cain en un torpe intento por intentar averiguar la actitud del
nuevo representante de la ley.

Puede que Faulty creyera que estaba siendo cauteloso al darle al sheriff
la ficha, pero Cain no era estúpido: sabía lo que pasaba en el salón, y pronto
conseguiría las pruebas que necesitaba para cerrarlo.

La joven observó cómo Cain acariciaba la superficie de la ficha con el


pulgar. Se encontró con su mirada y apenas pudo reprimir la furia que, de
pronto, se apoderó de ella. Cuando fingió ser un forajido, la trató con cierta
deferencia, pero, una vez convertido en sheriff, sólo parecía esperar su turno,
como si la joven fuese una pieza de venado en un asador.

—¿Por qué guardas esa maldita ficha si sabes que nunca la aceptaré? —
susurró con emoción contenida.

—Todavía no he decidido qué voy a hacer contigo —respondió él,


cubriendo la ficha con la palma de la mano y metiéndosela en el bolsillo.

Christal le dirigió una mirada de angustia. En Falling Water, Cain había


conseguido que ella se preocupara por él. Por aquel entonces, la joven creía
que entre ellos podía existir un futuro. Sin embargo, ahora sólo quería odiarlo;
el problema era que no podía hacerlo.

Sin mediar palabra y aprovechando que Faulty estaba ocupado en servir


bebidas, se volvió con intención de dirigirse a la cocina, pero la mano de Cain
la detuvo.

—¿Dónde vas con mi whisky?

—¿Quién ha dicho que sea para ti? Ve a que te lo sirvan en la barra,


como todo el mundo. —Señaló con la cabeza la pista de baile—. O pídele a
Dixiana que te lo traiga, estoy segura de que ella aceptará tu ficha con mi
bendición.

—Si pensara que eso te haría perder los estribos, lo haría esta misma
noche. —Tiró de ella para acercarla hacia sí—. Pero te diré la verdad,
Christal: preferiría que fueras tú —dijo en voz baja.

De haber sido la persona que era antes, la joven habría soltado la


bandeja y el whisky, lo habría abofeteado, y después se hubiera alejado con
toda la dignidad de una duquesa viuda. Pero todo había cambiado desde que lo

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FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

conoció. Si las cosas hubieran sido distintas, si no pesara sobre ella su


terrible pasado y Cain le hubiese pedido que se casase con él, habría sido la
mujer más feliz del mundo. Pero las cosas se habían complicado hasta llegar a
un punto insostenible.

—Perdona —dijo fríamente, soltándose y negándose a mirarlo.

Regresó a la cocina con pasos lentos y rígidos, y le dio la bebida a


Jericho en silencio. Ivy y él estaban tan inmersos el uno en el otro que apenas
notaron su preocupación. Estaba a punto de volver al salón, cuando Faulty
entró en la cocina hecho una furia.

—¿Dónde demonios os metéis? Dixiana está ahí fuera intentando atender


a todos los clientes, mientras vosotras os quedáis aquí sentadas y... —La
mirada de Faulty recayó en Jericho, que se levantó con expresión tensa y
desafiante. Ivy palideció y Christal intentó hablar para dar una explicación—.
¿Qué demonios estáis haciendo? —exclamó el dueño, con voz ahogada. Se
dirigió rápidamente a la puerta de la cocina y la cerró, para que los clientes no
vieran nada. Después descargó en Ivy toda su rabia—. ¿Eres estúpida? (Aquí
no puede haber negros! ¡Si alguien lo supiera sería la ruina del negocio!

—Sólo estaban pasando un momento juntos —lo interrumpió Christal—.


Jericho viene al pueblo los martes para comprar provisiones y se ha pasado a
saludar. Yo lo invité a entrar; no Ivy.

—No, Christal, no lo hagas... —Ivy se levantó, temblando de miedo—.


Sabes que ha venido a verme a mí.

—Sí, pero yo lo invité a entrar.

—Christal, si vuelves a hacerlo, te daré una paliza que no olvidarás —la


amenazó Faulty, volviéndose hacia ella—. ¿Me entiendes? Te pegaré hasta
dejarte sin sentido. —Christal lo miró, incapaz de replicar, incapaz de
entender por qué Jericho no podía entrar en el salón y visitar a Ivy—.
Respóndeme, ¿sabes de lo que estoy hablando o tengo que abofetearte ahora
mismo para que veas lo que has hecho?

Faulty levantó la mano, pero una voz que provenía de la puerta de la


cocina lo detuvo.

—Yo no haría eso.

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FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

Cain había entrado durante la discusión sin que nadie lo viera y


observaba la escena con actitud tranquila, como si se tratase de la pelea de un
puñado de críos.

El dueño del salón señaló a Jericho.

—Sheriff, arreste a este hombre por allanamiento. Aquí no queremos


negros.

—¡No! —gritó Ivy, corriendo a ponerse junto a Jericho.

—¡Eso es ridículo! —exclamó Christal con voz ahogada, volviéndose


hacia Macaulay—. Yo lo invité a entrar, así que no está allanando nada. No
puedes arrestarlo.

—Éste es mi salón y no voy a dejar que la gente crea que sirvo a


negros. Arréstelo, sheriff —insistió Faulty.

Cain miró a su alrededor, analizando la situación con ojos fríos.

Varios clientes se habían acercado a la puerta de la cocina, así que


Faulty no tenía más remedio que protestar con ganas por la presencia de
Jericho y exigirle al sheriff que se llevase al allanador.

—En este salón no queremos negros, ¡lléveselo! —empezó a


despotricar.

Por fin, Cain hizo callar a Faulty.

—Este hombre no está en tu salón, sino en la cocina. No hay ninguna ley


que diga que no puede estar en tu cocina si lo han invitado a entrar.

—¡Nadie lo ha invitado!

Christal dio un paso adelante y se enfrentó con rabia a los hombres que
se arremolinaban en la puerta del salón.

—Lo hice yo.

Faulty hizo una mueca de desesperación y empezó a sacudir la cabeza,


como si el salón se estuviese desmoronando a sus pies.

199
FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

Tomando las riendas de la situación, Cain se volvió y miró a los clientes


que se acumulaban en el umbral.

—Salid de aquí y seguid bebiendo. Aquí no va a pasar nada.

Los hombres obedecieron y se fueron alejando poco a poco, momento


que Faulty aprovechó para cerrar de nuevo la puerta.

—¿Qué quiere decir, sheriff? ¿Acaso no va a arrestar a este hombre?


Nadie volverá al salón si creen que sirvo a los negros.

—Jericho estaba en tu cocina, no en el salón.

—Pero es negro, ¡y aquí no están permitidos los negros!

Macaulay hizo un gesto con la cabeza en dirección a Jericho.

—Este hombre no ha cometido ningún delito y no le arrestaré por algo


que no ha hecho.

Faulty abrió la boca, sorprendido.

—Nunca habría pensado que vería a un sureño saliendo en defensa de


un negro.

Los labios del sheriff formaron una dura línea y la mirada de Christal se
clavó en su rostro. La joven sabía la pasión con la que veía Cain su papel en la
guerra, lo poco culpable que se había sentido durante la lucha, y lo culpable
que el Norte lo había considerado después.

—Es la ley. Yo sigo la ley al pie de la letra, y este hombre no la ha


infringido.

—¡Entonces sáquelo de aquí! —rugió Faulty—. ¡Acabo de retirar la


invitación!

Jericho parecía a punto de pegarle un puñetazo, pero se limitó a mirar


a Cain, que asintió.

—Vámonos. Si quieres whisky, tengo una botella en la prisión. No hay


razón para seguir aquí.

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FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

Christal admiró a Cain en aquel momento, consciente de que había


salvado a Jericho. Incluso Ivy lo miraba como si fuese una especie de héroe.
Un hombre más débil no habría defendido a un negro.

Jericho le susurró unas palabras a Ivy para tranquilizarla y después


siguió a Cain hasta la puerta delantera. Irónicamente, era la primera vez que le
permitían atravesar el salón.

Joe empezó a tocar una alegre melodía y los hombres empezaron a


beber y a hablar de nuevo. Oyeron a Dixi reír en alguna parte, entre la
multitud, sin embargo, en la cocina, nadie se reía.

El dueño murmuró algo sobre atender a los clientes y advirtió a las


chicas que se pusieran a trabajar, pero Ivy empezó a llorar y Christal intentó
consolarla, así que Faulty tuvo que volver solo al salón, refunfuñando.

—Algún día las cosas serán diferentes —le susurró Christal a Ivy, que
lloraba con la cara entre las manos.

—Un día volverá aquí y lo meterán en una celda hasta que el juez venga
en primavera. Entonces su ganado se morirá, y él nunca tendrá bastante
para... para... —Empezó a llorar de nuevo.

—Macaulay no dejará que eso pase —la tranquilizó Christal.

—¿Cómo lo sabes? —le preguntó Ivy, con las suaves mejillas de color
café manchadas de lágrimas—. ¿Tan bien lo conoces? Porque he oído que era
un confederado, y mi madre es de color y dice que los confederados la
odiaban.

—No, él no es así... —susurró Christal. En lo más profundo de su


corazón, sabía que no lo era. Quizá fuese por su agudo sentido de la justicia,
pero no lo imaginaba encerrando a Jericho por un estúpido incidente y el color
de su piel.

—¿Estás segura? Quiero a Jericho y no podría soportar ver cómo la ley


lo destroza.

—Eso no pasará —respondió Christal, dándole palmaditas en la mano y


obligándose a creer lo que decía, aunque fuese por el momento—. La ley... la
ley..., bueno, no ha venido hasta aquí para destrozarnos la vida.

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Capítulo 16

Escogeré a un hombre con honor de este grupo tan valeroso.

El soldado que más me ame mi corazón y mano tendrá.

Carne Belle Sinclair, nieta confederada de Robert Fulton,


inventor del barco de vapor, 1872: El vestido sin adornos.

A las tres y media de la mañana, Faulty echó al último vaquero borracho


y cerró el salón. Quedaban dos clientes más, pero estaban arriba, y las chicas
les abrirían la puerta cuando hubieran terminado.

Exhausta, Christal llevó los fragmentos de un vaso roto a la cocina,


diciéndose que barrería el resto por la mañana. Lo que más deseaba era
dormir, sin embargo, se detuvo cuando atravesó el salón a oscuras de camino
a las escaleras y vio que las luces de la cárcel todavía estaban encendidas.

Cain había solucionado de forma pacífica el incidente con Jericho aquella


noche y había sido escrupulosamente justo, así que la idea de ir a verlo la
tentaba, haciendo que se preguntara si también podría ser justo con ella.

Detuvo la mirada en la capa negra de Ivy, que se había quedado olvidada


en una silla, y, sin pararse a pensar en lo que hacía, la cogió.

El frío le quitó el aliento en los pocos metros que la separaban de la


cárcel. Los copos de nieve caían de un cielo sin estrellas, dejándose llevar
tímidamente como si jugasen con la idea de convertirse en tormenta. Hasta la
pesada capa de Ivy era un pobre abrigo para aquella noche tan fría, y, cuando

203
FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

llegó a la cárcel, estaba deseando que la invitasen a entrar, aunque sólo fuera
para acercarse a la estufa y descongelarse.

Sintiéndose nerviosa de repente, llamó a la puerta. Macaulay abrió casi


al instante con una expresión vagamente disgustada; observó su pequeña
forma envuelta en la capa, y el disgusto se convirtió rápidamente en perverso
placer.

—Vaya, si es la viuda Smith... paseó la mirada por el cuerpo envuelto


en negro, como si, de algún modo, recordara el aspecto que la joven tenía con
su traje de luto. Lo único visible era su rostro, un óvalo pálido y perfecto
recortado contra los pesados pliegues de la oscura capucha.

La estuvo contemplando lo suficiente para que la nieve le cubriese los


hombros y las pestañas, y para que el aire helado le congelase las mejillas y
le enrojeciese los labios.

Empezó a sentirse incómoda: por la expresión del sheriff, parecía más


que capaz de calentarla.

—Só-sólo quería darte las gracias por lo bien que has llevado el
incidente del salón —dijo Christal en voz baja, deseando que no la mirase con
aquellos ojos que parecían querer llegar a lo más profundo de su alma—. Vi
que tenías la luz encendida. No he podido venir hasta que hemos cerrado,
pero sé que es tarde, así que...

—Entra —la invitó él, apartándose y dejándola pasar. Ella comprobó,


sorprendida, que la habitación no estaba vacía: Jericho estaba sentado en una
mesa cubierta de cartas y vasos de whisky. El humo de los puros flotaba en el
techo, como si los dos hombres hubiesen estado jugando una intensa partida
de cartas.

—Supongo que debería marcharme ya —intervino Jericho de pronto,


mirando a Christal—. Por favor, dile a Ivy Rose que volveré el martes que
viene.

—No deberías hacerlo, sabes que Faulty estará pendiente —le advirtió
la joven con el ceño fruncido.

Jericho se encogió de hombros con aire desafiante, y se puso el


sombrero y su enorme abrigo de piel de oso. Tras despedirse de Macaulay

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con un gesto de cabeza, salió de la pequeña prisión y desapareció en la fría


noche.

—No debería tener que esconderse para ver a Ivy. Se quieren; no está
bien que no puedan estar juntos —comentó Christal.

—Es la ley. Jericho no puede entrar en un salón que no acepta a gente


de color.

—Es una ley injusta, y me alegro de que realmente no creas en ella.

—Que crea o no en ella no tiene importancia. Hasta que cambien la ley,


yo la haré cumplir.

—No eres tan cruel.

—Claro que lo soy —afirmó él, acercándose a Christal y poniéndole una


mano en la fría mejilla.

El miedo empezó a revolotear en el estómago de la joven como una


mariposa atrapada. Su amenaza no la inquietaba tanto como el tono que había
usado. Lo miró a los ojos, y un mal presentimiento se apoderó de ella.

—Si fueras tan cruel, habrías arrestado a Jericho esta noche.

—No estaba en el salón. Tú lo invitaste a la cocina y, al confesarlo,


probaste estúpidamente tu valentía. Faulty podría haberte causado muchos
problemas en ese momento, ¿sabes? Podría haber tenido que encerraros a ti y
a Jericho.

Un escalofrío le recorrió la espalda; no se le había ocurrido que pudiera


arrestarla por defender a Jericho.

—¿Tienes que seguir la ley tan al pie de la letra? Sabes tan bien como
yo que lo que ha pasado esta noche ha sido ridículo...

—Soy el sheriff y debo ceñirme a la ley —la interrumpió, acariciándole


los labios con suavidad—. Eso es lo que he hecho esta noche.

—Pero sabías que el fin era justo.

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FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

—El fin sólo suele ser justo cuando cumples la ley. —Ella lo miró,
incapaz de estar de acuerdo—. ¿Por qué has venido, Christal? —le preguntó,
dirigiéndole una inquietante sonrisa.

—Sólo para darte las gracias. Me alegro de que hayas intercedido a


favor de Jericho e Ivy.

—Y has creído que quizá pudieras contarme por fin lo que te atormenta,
creyendo que contigo sería tan benévolo como con ellos, ¿verdad?

Christal se quedó paralizada. Cain parecía esperar una confesión, y ella


ya se había arrepentido de su impulso de ir hasta allí.

—Tengo que irme, es muy tarde.

Él le rodeó la cintura con un brazo, impidiéndole moverse.

—Respóndeme una cosa; si lo haces, te dejaré marchar —susurró sobre


sus labios.

—¿Cuál es la pregunta? —repuso ella con los ojos llenos de sombras.

—Tienes que prometer responderla sin saber cuál es. Si no, creo que te
retendré aquí indefinidamente. —Apretó el brazo, haciéndole sentir su poder.

Ella lo miró, pensando que Cain le preguntaría de dónde era, el nombre


de su hermana o algo similar. Aún así, aceptó el reto.

—Adelante, haz tu maldita pregunta.

—¿Me dirás la verdad?

—Si miento —respondió Christal mirándolo con frialdad y sin


pestañear—, será sólo por omisión.

Curiosamente, la sonrisa de Cain no le resultó reconfortante. La llevó


hasta la silla, se sentó e hizo que ella se colocara sobre su regazo.

—¿Quién es la persona a la que más quieres en este mundo?

Ella no pudo ocultar la sorpresa ante su pregunta. La respuesta era


Alana, así que sólo tenía que decírselo y salir de la prisión.

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FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

Sin embargo, cuando lo miró a los ojos, sintió una terrible y repentina
emoción. Quería mucho a su hermana, por supuesto, aunque sabía que Alana
Sheridan tenía una vida completa en Nueva York junto a su esposo; y a veces,
Christal se preguntaba si querría que volviera. Ahora era una persona muy
diferente de la que había vivido en Nueva York y ya no encajaba en su antigua
vida. Y después de todo por todo lo que había pasado, a pesar de que seguía
queriendo a su hermana tanto como antes, al mirar en los ojos de Macaulay
supo que había otra respuesta a la pregunta. Una respuesta que despertaba
dolorosos ecos en su corazón susurrando tú.

Él le levantó la barbilla, claramente inquieto por su silencio.

—¿Qué ocurre, Christal?

—Parece que no podré responder a tu pregunta —respondió sin mirarlo.

—¿Acaso te duele el recuerdo? —quiso saber Cain, con voz ronca.

Ella cerró los ojos, abatida.

—No voy a hablar del tema. De verdad, tengo que irme...

—¿Huyes por causa de un hombre? —El tono de su voz adquirió tintes


posesivos—. Si una mujer llega hasta aquí, siempre es por un hombre. O
mueren o te abandonan. ¿De cuál de las dos cosas se trata?

—No puedo hablar de esto...

—¿Va a volver a por ti? ¿Por eso dejaste Camp Brown de aquella
manera? ¿Lo estás protegiendo? ¿O te proteges a ti misma?

La joven se levantó y la silla chirrió con violencia sobre los tablones de


madera desnuda.

—No voy a hablar de eso, te lo he dicho mil veces.

—Maldita sea, ¡estoy cansado de que no me digas nada sobre ti! ¿Va a
volver? —Fue hasta ella con aire amenazador y la cogió del brazo con tanta
fuerza que la joven estuvo a punto de gemir—. ¿En qué clase de lío estás
metida? —La desesperación de su voz la obligó a mirarlo.

207
FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

—Por favor... —susurró Christal, sabiendo que, en cualquier momento,


confesaría el peso que llevaba en el alma y se condenaría. Te aseguro que yo
no maté a mis padres... ¿Me crees... ? Por Dios, tienes que creerme...

—Dímelo, Christal, dímelo...

Ella se llevó las manos a los oídos para no oírlo más.

—No hay ningún hombre —afirmó, a punto de llorar—. Nadie vendrá


nunca a por mí, nadie que me importe.

Él la estudió durante un instante como si intentase averiguar si decía la


verdad. Entonces, incapaz de llegar a ninguna conclusión o harto de intentarlo,
la atrajo hacía sí y la besó en la boca reclamándola como suya. Christal
saboreó el whisky en su aliento y eso hizo que lo deseara más. En lo más
profundo de su ser, deseaba que la hiciese suya, que la hiciese olvidar su
torturado pasado y que la obligase a pensar sólo en él.

—Vamos arriba —dijo Cain, cogiéndola bruscamente de la mano.

Ella recorrió con la mirada sus firmes y masculinos rasgos a la vacilante


luz de la lámpara. Cain nunca sabría lo mucho que Christal deseaba aceptar su
propuesta. Lo amaba y nunca habría otro hombre para ella. Su anhelo de estar
con él era una dolorosa necesidad que sólo Macaulay podía aliviar. Estaba tan
desesperadamente cansada de luchar sola... y él era tan fuerte...

—Oblígame a confiar en ti, Macaulay —susurró, notando su cálido


aliento en la sien.

—Si lo que te detiene es el miedo, debes saber algo: yo también te


temo. Quiero ser libre, pero te llevo dentro de mí; estás en mi sangre y, si te
deseo más que a nada, también debo temerte más que a nada.

Christal observó con detenimiento aquellos insondables ojos grises,


preguntándose si sus palabras estaban dictadas por un sentimiento más fuerte
que el deseo; sin embargo, no halló respuesta alguna.

Cain tiró de ella hacia las escaleras. La joven vaciló, deseando seguirlo
y, a la vez, deseando huir. Quizá fuese la bebida, pero él la trataba con más
rudeza de la necesaria. Como si volviese a ser el forajido y ella, de nuevo, la
cautiva, la empujó delante de él y le hizo un gesto para que subiese los
escalones.

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FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

—No, esta noche no —susurró Christal, sentenciándose a dormir sola


llena de deseo y sueños insatisfechos.

—Sí, esta noche.

—No —se negó ella, apartándose.

—Te deseo, tú me deseas, y, si no hay otro hombre, ¿qué te detiene?


Ella miró la estrella de seis puntas que Cain todavía llevaba prendida en la
camisa y que indicaba que era un representante de la ley.

Lentamente, él siguió su mirada, vio la estrella y se la quitó del pecho


para soltarla en el suelo, casi sin hacer ruido.

—Quitar la estrella no hace desaparecer al sheriff —señaló la joven.

—Esta noche, sí.

—Es sólo una farsa.

—Siempre lo es. —Cain le acarició el pelo y la mejilla con una ternura


devastadora, como si fuese incapaz de dejarla marchar.

—No, tú mismo has dicho que eres un fiel cumplidor de la ley. No sabes
quién soy, Cain, no sabes lo que he hecho.

Él la cogió por los brazos y la sacudió. Aunque sus manos la trataban


con delicadeza, la violencia contenida de sus acciones la hacían pensar en los
días de su secuestro.

—Quizá no quiera saberlo, quizá llevo varias noches aquí sentado


preguntándome si debería enviar una descripción tuya y de tu cicatriz a las
autoridades de Washington. Cuando estuve allí no quise saber si tenías
antecedentes o si estabas en busca y captura. Pero cuando te vi bailando y
creí que eras una ramera... casi me pudo la tentación y, aun así, no lo hice.
¿Por qué, Christal, por qué?

—Hay cables de telégrafo cortados en todo el territorio por culpa de la


nieve. Quizá no has mandado ese telegrama porque no puedes hacerlo —
susurró.

209
FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

—Sabes que eso no es cierto. —El tono de su voz la atemorizaba, al


igual que el brillo de deseo y desesperación que nublaba sus ojos. La duda lo
torturaba, y, curiosamente, ella lo entendía, ya que le había ocurrido lo mismo
cuando estaba en Falling Water y necesitaba confiar en él, aun creyéndolo un
forajido. Sin embargo, los papeles se habían invertido y Cain se había
convertido en representante de la ley, mientras que ella era una fugitiva—.
Quizá todo sea una mentira —siguió él, en tono bajo y duro—, pero esto no lo
es. Incluso tú lo sabes.

Sus labios atraparon los de Christal en un violento gesto de posesión.


Ella quería resistirse, pero Cain había dicho la verdad. Lo que había entre
ellos había nacido del peligro, el miedo y la necesidad: nunca había conocido a
un hombre como él, y nunca lo haría. Su futuro, si es que lo tenían, estaba
lleno de sombras. Sin embargo, mientras él saqueaba su boca con el audaz
empuje de su lengua y el calor del asalto la hacía arder, supo que no podía
luchar contra el hombre que amaba y se rindió sin condiciones a lo que la
hacía sentir.

Él dejó de besarla con brusquedad y la arrastró escaleras arriba,


subiendo los escalones de dos en dos. Su dormitorio no era mucho más
elegante que el de ella: tablones y paredes de madera desnuda, un escritorio
nuevo barnizado parecido a los que vendía Henry Glassie... y una cama con
cabecero de hierro.

Christal cerró los ojos e intentó pensar: si le entregaba su virginidad,


perdería todo lo que llevaba tantos años protegiendo. Le daría su cuerpo y su
corazón, y, cuando él se marchase, se quedaría sin nada.

Sin ser consciente de lo que hacía, dio un paso atrás para apartarse de
la cama, pero, antes de poder tomar aliento, él cerró la puerta, la atrapó de
nuevo y empezó a besarla.

El beso arrasó sus sentidos y, de haber estado lista para él, de haberlo
querido, habría sido dulce. Sin embargo, sólo podía pensar en que él se iría,
cogería todo lo que Christal podía darle a un hombre y se olvidaría de ella
cuando se fuese del pueblo. Intentó liberarse de sus brazos y, cuando por fin
lo logró, susurró con voz ahogada:

—No.

210
FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

Pero el hombre con el que estaba no iba a admitir su negativa: se había


convertido de nuevo en el forajido que había sido cuando lo conoció, el que
apresaba a su cautiva con brazos de hierro.

La joven puso las manos sobre su amplio pecho para empujarlo, pero
fue inútil. Era demasiado fuerte.

—Esto no está bien —jadeó ella—. No estoy preparada, suéltame...

—¿Que te suelte? —murmuró Cain contra su frágil cuello—. Te he


seguido hasta aquí, has torturado mis sueños desde que te conocí... —Hizo
una pausa como si le costara seguir hablando—. ¡Maldita sea! No sé cuál es
la fuente de tu poder sobre mí, Christal, pero estoy dispuesto a averiguarlo.
—Su poderoso cuerpo se tensó para la lucha mientras la besaba con una
ferocidad nacida de la desesperación. Ella intentó golpearlo, se retorció y
forcejeó con todas sus fuerzas hasta que consiguió que la soltara durante un
instante.

Él la observó bajo la vacilante luz de la lámpara con la respiración


agitada. Su sombría expresión reflejaba su determinación por poseerla, y que
nada, ni siquiera su propio corazón dolorido, iba a detenerlo.

La joven cerró los ojos durante un largo momento. Sabía que su unión
era inevitable; se lo decía la tensión en el aire al encontrarse sus miradas, la
delicadeza de la ruda mano masculina al tocarla, el latido de su corazón al
pensar en tenerlo desnudo sobre ella, derramando toda su rabia y su furia
entre sus piernas. Hacerle el amor a aquel hombre le haría daño pero, siendo
sincera, lo deseaba aún más que él a ella. En lo más profundo de su corazón,
soñaba con abrazarlo. Aunque no quisiera admitirlo, quería que la hiciese suya
para poder olvidar Nueva York y su terrible pasado, incluso la terrible
tormenta que había al otro lado de la ventana. Durante un dulce momento,
deseaba creer que en el mundo no existía nada más que él.

Christal dio un paso hacia Cain con el corazón destrozado. El precio de


la rendición era demasiado alto, sobre todo para alguien que esperaba llegar
virgen al matrimonio, que había luchado tanto para salvaguardar su honor.
Pero eso había sido antes de encontrar el amor. Siempre había supuesto que
la crueldad y la violencia serían lo que acabaría con ella, y así había sido. El
amor era lo más cruel y violento que había conocido... Y, aquella noche, el
amor había ganado.

211
FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

Él buscó de nuevo su boca, dejando escapar un profundo rugido de


satisfacción al ver que ella se sometía. La joven no luchó; sus labios se
entreabrieron con un gemido traidor y no opusieron la menor resistencia
cuando la lengua de Cain se introdujo en las profundidades de su boca.

Él se quitó la camisa de franela sin dejar de besarla en ningún momento.


La joven levantó las manos para acariciarle el pelo con un sollozo de entrega
y, sin querer, le tiró el sombrero. Cain la rodeó por la cintura y su beso se
volvió tan intenso, profundo y exigente que estuvo a punto de levantarla del
suelo.

Sin apartar la mirada de sus ojos, Cain abandonó la boca de la joven


para desabrocharse la pistolera y colgarla del poste de hierro de la cama.
Después le desabrochó los lazos de la capa. Sus dedos eran rápidos y ágiles, a
pesar de su tamaño, y más familiarizados con la vestimenta femenina de lo
que le habría gustado a Christal. En pocos segundos, la capa cayó al suelo
cubriendo el sombrero de fieltro, convertida en una bandera negra de tregua.

—Ven aquí —dijo Cain, cogiéndola de la mano y llevándola a la cama. Se


detuvo para quitarse las botas y ella lo observó con los labios rojos y
sensibles a causa del duro beso, y con todas sus emociones brillándole en los
ojos, incapaz de seguir conteniéndolas.

Las botas cayeron al suelo con un ruido sordo, y él se volvió hacia ella,
estrechándola contra sí para devorar su boca de nuevo.

Sus lenguas iniciaron un duelo deseosas de detener el destino, mientras


él desabrochaba laboriosamente los botones que recorrían el frontal del
vestido de algodón. Sus manos, hambrientas de sus pechos, empezaron a abrir
el corsé incluso antes de terminar de quitarle el vestido. Manteniéndola
cautiva, le recorrió el cuello con los labios y dejó un rastro ardiente que
culminó en el valle que formaban sus generosos senos.

Ella dejó escapar una suave queja, dividida entre el deseo y el miedo
que le provocaba aquella intimidad. Sin ser consciente de ello, cogió la cabeza
inclinada de Cain entre sus manos como si necesitase algo en lo que
apoyarse, al tiempo que sus ojos se llenaban de lágrimas. Él siguió
atormentando el nacimiento de sus pechos y cuando dirigió su atención de
nuevo al corsé, una sola lágrima cayó en el dorso de su mano.

212
FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

Como si fuese una intrusa, Cain contempló la lágrima caída que parecía
un diamante sobre su piel. Después miró a Christal a los ojos, con los suyos
convertidos a la luz de la lámpara en frías e insondables llamas grises.

Ella era apenas consciente de sus lágrimas, porque no llegaron con


sollozos y lamentos, sino con una emoción que iba más allá de su habilidad de
expresarla con palabras. Se tocó las mejillas para secar aquella humedad,
como si a ella también la hubiese tomado por sorpresa, y esperó a que Cain la
besara de nuevo.

Pero no lo hizo.

—Dime qué te pasa —le pidió él en un susurro bajo y torturado.

Al ver que Christal guardaba silencio y seguía secándose las


incontenibles lágrimas que le caían por las mejillas, Cain bajó las manos y la
cogió por la cintura.

—Yo nunca te haría daño. No quiero violarte. Aunque pueda ser cruel,
sabes que pararía... Me vas a volver loco, pero pararé... —Parecía ahogarse
en sus palabras—. Pero, por Dios, ojala decidieras si quieres entregarte a mí o
llevarte tus sentimientos.

Cain le había dado a elegir, como ella sabía que haría, y por eso había
luchado contra él: ante la elección, su corazón optaría por el camino
equivocado. Iba a dejar que tomara su cuerpo y su alma y, cuando él la dejase
atrás, sufriría su castigo. Ser su amante la haría sufrir diez veces más de lo
que sufría en aquellos momentos, pero ya había tomado su decisión.

Christal le acarició suavemente los labios, eran tan duros como


parecían. Él le besó los dedos, lamiendo la sal de sus lágrimas de las puntas.
Después, ella apartó la mano y la sustituyó por su boca. Se besaron, y aquella
vez fue Christal la que inició el beso, igual que lo había hecho en Camp Brown
durante su despedida. Pero en esta ocasión no iba a parar; por una vez,
deseaba tener un recuerdo que mereciese la pena atesorar.

Cain la puso sobre la cama y se apartó un poco para mirarla a los ojos.
Como si por fin hubiese descifrado el enigma que ocultaban, se quitó la gruesa
camiseta de lana, la tiró a un lado y se deshizo de los vaqueros y los calzones.

Christal no recordaba haberle visto el torso desnudo, y se estremeció


ante la imagen deseando acariciarlo.

213
FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

Sin avergonzarse de su desnudez, como si hubiese estado en cien


burdeles con cien mujeres distintas, Cain se acercó a ella y empezó a quitarle
la ropa. Lo primero que apartó fue la cadena de cascabeles que llevaba en el
tobillo. La desató y la contempló con una mirada que le advertía que no debía
volver a ponérsela. Después tiró la cadena en una esquina y siguió con el
corsé.

Sus hábiles manos le indicaron a la joven que había desvestido a


muchas mujeres. Intentó desesperadamente no pensar en las otras, pero unos
celos enfermizos se apoderaron de ella. Por suerte, Cain se apoderó de su
boca en un beso que le robó el aliento y que hizo desaparecer todo el dolor y
los malos recuerdos para sustituirlos por un intenso deseo.

Con rapidez, las manos del sheriff le quitaron el corsé, las medias y las
ligas, y las tiró a los pies de la cama. Christal tenía el vestido enrollado en la
cintura, pero el frágil algodón gastado no era rival para los exigentes dedos
de Cain, que la liberó de él, bajándoselo por las caderas y provocando más de
un rasguño en la tela. A ella no le importó, sobre todo cuando Cain se arrodilló
entre sus piernas, dejándole ver su magnífico y musculoso cuerpo desnudo, y
su grueso miembro palpitante, listo para hacerla suya.

La joven tembló de miedo y anticipación cuando su mano se deslizó bajo


la camisola para llegar hasta sus braguitas de algodón blanco.

Desató los lazos que las mantenían sujetas a las caderas y se deshizo de
ellas rozándole eróticamente las suaves nalgas con los nudillos. Tan sólo la
separaba de él la camisola de algodón, tan desgastada por los lavados que
resultaba casi traslúcida. La fina tela estaba tensa sobre su pecho y perfilaba
claramente sus pezones. Christal deseaba llevarse las manos a los senos para
ocultarse de la salvaje mirada masculina, pero él había destruido todas sus
defensas y no le quedaban fuerzas. Así que mantuvo las manos pegadas a los
costados y lo dejó trazar pequeños círculos con su lengua alrededor de los
pezones hasta endurecerlos y dejarla jadeante de deseo insatisfecho.

Cain le dio un suave beso en los labios al tiempo que deslizaba de nuevo
la mano bajo la frágil tela y recorría con el pulgar el triángulo de suaves rizos
que ocultaban su feminidad, haciéndola ahogar un grito de sorpresa y deseo.
Sin darle tregua, le levantó el borde de la camisola por encima de las caderas
y la cintura, y, finalmente, por encima de los pechos. Tras dejar la prenda
recogida en el cuello, inclinó la cabeza y capturó uno de los pezones entre sus

214
FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

dientes, sometiéndolo a una tortura que obligó a la joven a lanzar un gemido


mezcla de dolor y placer.

Sin que ella pudiera detenerlo, le subió la camisola por los brazos,
colocándoselos por encima de la cabeza con mano de hierro, y dejó la tela
retorcida a la altura de las muñecas, exponiéndola completamente a su mirada.
Christal nunca se había sentido tan frágil y vulnerable mientras Cain, con la
mano libre, le acariciaba la cintura para después iniciar un camino ascendente
en una abrasadora caricia, como si sus turgentes y cremosos pechos fuesen
una tentación a la que no pudiera resistirse.

Christal volvió la cabeza y cerró los ojos sintiéndose desvergonzada y


lasciva, para después arquear las caderas contra él, incapaz de ocultar lo
mucho que necesitaba su contacto. Cain apresó uno de sus senos, abrasándolo
con el calor de su mirada y la ardiente palma de su mano. Jugó con el pezón y
lo presionó entre el índice y el pulgar, convirtiéndola en esclava de su propio
deseo. Ella luchó contra la tela que ceñía sus muñecas y gimió por la
necesidad de liberarse, sin embargo, él no se lo permitió.

Su mano exploró el valle entre sus pechos, su vientre, sus caderas y


finalmente sus dedos se deslizaron entre los húmedos y cálidos pliegues de su
feminidad.

Temblando, sintiendo que un oscuro fuego consumía sus entrañas,


Christal movió la cabeza frenéticamente de un lado a otro sobre la almohada y
se mordió el labio hasta notar el sabor metálico de su propia sangre, sin
querer rendirse al mundo de sensaciones que él estaba creando para ella.

Cuando Cain se abrió paso dentro de ella con el dedo, los muslos de la
joven se cerraron instintivamente, pero no antes de humedecerle con su
pasión. Luego, sumida en un extraño trance de asombro y placer, observó
cómo él le acariciaba con suavidad los pezones mojándolos con su propia
esencia, para después cubrir cada uno de ellos con los labios y marcarla como
suya.

Inclementes, los firmes dedos masculinos encontraron el punto de


placer escondido entre los pliegues de terciopelo y lo sometieron a ardientes
caricias hasta que ella emitió un sollozo de total entrega y se retorció
salvajemente contra él, rogándole sin palabras a aquel peligroso e
imprevisible hombre que la tomara.

215
FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

El olor, el sabor, la proximidad de Cain, sus manos, sentir su peso sobre


ella... todo ello combinado le robaba la voluntad, despertaba sus más ocultos
instintos, quemaba su vientre obligándola a desear que la poseyera como si no
existiese el ayer, ni el mañana, sólo ellos y el placer de aquella noche.

Temiendo perder el control, Cain la liberó arrancándole la camisola de


las muñecas.

—Tócame... por todas partes... —le susurró a Christal, mientras hacía


que abriese más las piernas y se acomodaba entre sus pálidos muslos. Ella
obedeció y, en medio de una fascinación hipnótica, disfrutó con el tacto áspero
de la mandíbula, la dureza de su pecho, los musculosos antebrazos... Sus
sensaciones parecían incrementarse por el hecho de que él le hubiera
impedido acariciarlo hasta entonces.

Con el rostro tenso, Cain respiró hondo y tentó sensualmente con su


duro y grueso miembro la suave entrada al cuerpo de Christal. Después, sin
detenerse, como si el abrasador deseo que desgarraba sus entrañas lo
empujase más allá de cualquier límite, la penetró violentamente... y encontró
una barrera inesperada. Conmocionado, se detuvo de repente, con todo el
cuerpo rígido y sin aliento. Aunque estaba dentro de ella, su virginidad todavía
podía salvarse, y se enfrentó a una decisión que no deseaba tomar.

A pesar del quemante dolor que sentía entre los muslos, Christal era
muy consciente de lo que debía estar pensando Cain en esos momentos: todas
las mentiras habían quedado por fin expuestas. Ella no era viuda, ni tampoco
una prostituta; de nuevo, su pasado se convertía en un rompecabezas
indescifrable.

—Maldita sea, Christal —susurró Cain, enterrando la cabeza en el hueco


de su frágil cuello; entonces, de una forma tan inesperada como el
descubrimiento del himen intacto, se hundió de nuevo en ella con fuerza hasta
que la joven sintió que su virginidad se rasgaba violentamente.

Podría haber gritado de dolor, pero él ni siquiera le permitió ese


pequeño alivio. Empujaba y se retiraba, completándola, llenándola,
sumergiéndola en una vorágine de pasión que disminuía el dolor y lo
convertía en placer. Aturdida por la feroz invasión, Christal rodeó las caderas
masculinas con las piernas y se arqueó contra él, aferrándose a su poderosa
espalda.

216
FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

Su vientre se contraía de excitación, una pasión desconocida hasta


entonces para ella martilleaba en sus venas y el olor de Cain llenaba todos
sus sentidos. Temblando, estremeciéndose sin control, se encontró sollozando
y suplicando alivio.

Christal no supo del chantaje que Cain guardaba en su corazón hasta


que, con un súbito gruñido de agonía, él redujo lentamente el ritmo de sus
embestidas hasta detenerse, evitando el clímax y probando que por sus venas
corría acero fundido y no sangre. La joven gritó, urgiéndole a que completara
la unión, pero él se mantuvo firme.

Fue entonces cuando Christal supo que estaba en sus manos. Cain había
ganado. En aquel momento era capaz de prometerle cualquier cosa, de darle
cualquier cosa, con tal de que la condujese al éxtasis que prometía.

—No vuelvas a huir de mí —le exigió él con voz ronca, encontrando las
palabras a duras penas. Tembló dentro de ella, y la joven pensó que tenía que
estar hecho de hielo para poder contenerse así, a pesar de los violentos
estremecimientos que recorrían su cuerpo—. Prométemelo, dilo, di que no
volverás a huir de mí...

Ella gimió y miró hacia el poste de hierro de la cama, hacia la pistolera,


cargada con el peso de sus revólveres de seis balas. Si cedía, estaría
condenándose a muerte.

—Te lo prometo... Nunca te dejaré... Nunca me iré —le aseguró,


intentando que Cain completase la posesión.

Él lo hizo.

Sin piedad, apretó los dientes y la penetró una y otra vez conduciéndola
a insondables y oscuros límites que ella nunca había imaginado que existieran.
Lanzó un rugido salvaje, colmándola con su semilla, y eso, por fin, la llevó al
éxtasis. Consumida por el placer, Christal le clavó las uñas en la espalda, echó
la cabeza hacia atrás y abrazó su pacto con el diablo.

217
FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

Capítulo 2

A Christal le dolió abrir los ojos. El sol de la mañana brillaba con fuerza
a través de la ventana, intensificado por la nieve. Se tapó los ojos y rodó
sobre la cama, consciente de que no era la suya. Notaba un extraño dolor
entre las piernas, un dolor de satisfacción, quizá, pero no por ello menos
extraño, y todos los músculos de su cuerpo parecían carecer de fuerzas, como
si acabase de subir una montaña. Cuando por fin se acostumbró al brillo del
día que se derramaba por la cama y abrió los ojos, descubrió la causa.

Macaulay estaba dormido junto a ella con las piernas enredadas entre
las suyas. Las sábanas y las mantas estaban desordenadas sobre ellos, como
si una tormenta las hubiese arrancado de la cama. Al pensar en la naturaleza
concreta de la tormenta, Christal sintió que las mejillas se le ruborizaban.

Le resultaba extraño tener a un hombre desnudo al lado. La calidez de


su piel era sumamente agradable, sobre todo porque la estufa se había
apagado mucho antes del alba, pero también le daba miedo, ya que estaba
demasiado cerca. Era como tumbarse junto a un lobo dormido que podía
despertarse en cualquier momento y despedazarla.

Temiendo molestarle, se quedó muy quieta y lo observó detenidamente


mientras una extraña y poderosa ternura se adueñaba de su corazón. No
estaba acostumbrada a verlo con las defensas bajas y disfrutó de aquel lujo.
Ya no era el forajido de ojos fríos de la infame banda de Kineson, ni el sheriff
de voluntad de hierro dispuesto a librar a Noble del vicio, sino sólo un
hombre; uno muy atractivo, tumbado con ademán posesivo sobre ella en la
cama, durmiendo profundamente después de una noche de intensa actividad.

Tenía la boca ligeramente abierta y de su frente había desaparecido la


huella de las tensiones que lo corroían. La joven deseaba acariciar su pelo

218
FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

castaño oscuro, y por primera vez, notó que tenía algunos cabellos más claros,
prueba de los años pasados sobre la silla de montar bajo el ardiente sol de la
pradera. El amplio pecho masculino subía y bajaba al ritmo de su respiración,
tentándola a tocar de nuevo los músculos que se endurecían bajo su mano, a
acariciar la fina línea de vello que recorría su vientre y se perdía bajo la
manta que ocultaba sus caderas.

Cain gruñó y cambió de posición, dándole a Christal la oportunidad de


levantarse. Quería vestirse y marcharse antes de que él se despertara. La
noche anterior se había sentido incómoda por su desnudez tanto física como
emocional, y aquella vergüenza se había incrementado con la brillante luz del
sol.

Se irguió lentamente sobre un codo y todos sus músculos protestaron


por lo ocurrido durante la noche. Intentó sentarse, pero su pelo estaba
atrapado bajo el pesado hombro de Cain.

La había obligado a prometerle que no huiría, pero, a la dura luz del día,
no sabía cómo iba a mantener la promesa. No quería que la mirase a los ojos y
viera la mentira que tenía que contarle, todavía no.

Sin otra alternativa, puso la mano en el colchón y tiró de su melena


hasta que se liberó, pero no antes que la mano de Cain apresase su muñeca
para acercarla hacia sí.

—Buenos días —murmuró, al tiempo que sus ojos, normalmente fríos,


brillaban de risa contenida.

—Buenos días —respondió ella; la formalidad de sus palabras la hizo


sentirse estúpida, teniendo en cuenta que estaba desnuda encima de él, con
los senos aplastados contra su amplio pecho y las nalgas en un lugar
demasiado conveniente para que se las agarrara con las manos..., unas manos
de increíble calidez.

—¿Qué hora es? —Su voz contenía una profunda vibración que le
recorrió el pecho y reverberó en el de ella.

—Tarde —susurró, incapaz de reunir el valor suficiente para apartarse


y revelar el resto de su desnudez.

—Entonces, permanezcamos en la cama. —Inclinó la cabeza y le besó la


parte superior del pecho.

219
FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

Ella quería soltarse, pero, si lo hacía, sabía que él le besaría el pezón


antes de que pudiese protestar y estaría perdida.

—Te-tengo cosas que hacer... Por favor...

—Te aseguro que Faulty no va a venir a sacarte a rastras de la cama —


se burló él, apretándole el trasero. Christal apenas podía creer lo fuertes que
eran aquellas manos.

—Pero...

—Pero no estás acostumbrada a hacer el amor a la luz del día —la


interrumpió, cogiéndole la barbilla y apartándole el pelo de los ojos—. O,
simplemente, no estás acostumbrada a hacerlo en absoluto, ¿verdad?

La joven guardó silencio, recordando el momento en que Cain se había


levantado de la cama después de poseerla por primera vez. Con una jarra
desconchada y una palangana había limpiado la sangre de su cuerpo, para
después pasarle a ella un trapo mojado con el que hacer lo mismo. Todo el
episodio se llevó a cabo sin decir palabra, sin preguntas. Él estuvo serio, casi
solemne, observándola con un posesivo y satisfecho brillo en los ojos, como si
tomar su virginidad, saber que había sido el único hombre de su vida, hubiese
calmado en parte la furia que lo había llevado hasta allí. Después regresó a la
cama y la poseyó dos veces más, preso de una necesidad que parecía no tener
fin.

—¿Para quién te reservabas, Christal? —le preguntó en voz baja. Para ti,
pensó ella; sin embargo, no lo dijo—. Deja que te vea. —Se sentó en la cama y
la alejó de sí. La joven se aferró a la sábana hasta que Cain se la quitó, y,
arrodillada como una esclava, sintió cómo la recorría con la mirada,
paseándose libremente por sus firmes senos, la estrecha cintura, los muslos...
Sentía tanta vergüenza que cerró los ojos, pero él la obligó a levantar la
barbilla. Finalmente se enfrentó a su mirada, deseando poder parecer tan fría
e indiferente como Cain y sabiendo que era imposible.

La firme mano masculina le acarició con suavidad los enredos del


cabello, otra prueba de la furia de la noche anterior.

—Eres tan bella, Christal... Escóndete del resto de los hombres, pero
no de mí —susurró.

220
FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

Incapaz de seguir aguantando su escrutinio ni un minuto más, agarró la


sábana arrugada y se la llevó al pecho.

—Por favor... me da... me da vergüenza.

—Ya es demasiado tarde para eso. —Observó su pose de doncella, con


la sábana tapándole los senos, y, de repente, sonrió—. ¿De qué tienes miedo?
¿Crees que estoy buscándote defectos?

—Quizá. No entiendo qué es lo que encuentras tan fascinante. —Miró a


su alrededor, maldiciendo la diáfana luz del amanecer que entraba a través de
las dos largas ventanas del dormitorio. Ya sabía por qué Dixi e Ivy rehuían el
dormitorio que daba al este: era demasiado duro enfrentarse a la mañana a
pleno sol.

—No estoy buscando defectos —se burló él suavemente, con la misma


sonrisa irreverente—, pero te diré una cosa: estás demasiado delgada, y no
necesito ninguna luz para saberlo.

—Mi vida no ha sido fácil últimamente —replicó ella, tensa—. ¿Crees


que ceno en Delmonico's todas las noches? —Apartó la mirada de golpe—.
Sólo quieres que engorde para que tenga el pecho tan grande como el de
Dixiana.

—No me estoy quejando de tu pecho —le aseguró Cain, recorriéndole


con las puntas de los dedos la parte del torso que no estaba cubierta por la
sábana. Se veía lo bastante para demostrar que estaba en lo cierto.

Desconcertada, Christal se cubrió el costado con la sábana, pero, al


hacerlo, dejó un pecho al descubierto.

Cain tomó posesión de él antes de que pudiera apartarse y se inclinó


sobre ella, utilizando su pulgar para atormentar su pezón mientras susurraba:

—Te aseguro que no tienes nada que envidiarle a Dixi... —Bajó los ojos
hasta detenerse en su mano, rebosante de la plenitud de su pecho.

—¿Y cómo lo sabes? —preguntó la joven angustiada por la idea de que


hablase por experiencia.

—No sé distinguir a una fulana de una virgen, ni a una viuda de una


fugitiva, pero, créeme, si hay algo que se me da bien, es juzgar el tamaño de

221
FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

los senos de una mujer. —Sus labios esbozaron una oscura e irónica sonrisa;
después la obligó a tumbarse en el colchón con un beso y se tomó su tiempo
en añadirle más dulces enredos a su pelo.

222
FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

Capítulo 18

Al mestizo no le fue fácil desmontar delante del hotel. El tráfico


saturaba la entrada, donde damas con grandes vestidos de terciopelo
necesitaban ayuda para bajar de sus carruajes, ya que los manguitos de visón
con los que protegían sus blancas manos las dejaban inútiles. El Hotel
Fairleigh era el mejor de St. Louis; estaba lejos de las vías del tren, de modo
que las cenizas y el humo no manchaban sus adornos dorados. Podía presumir
de visitantes tan ilustres como Henry Tompkins Paige Comstock, Mark Twain,
o el general George A. Custer y señora.

Incluso presumía de poseer la elegancia de los hoteles de Boston o


Nueva York, con todos los lujos modernos y una exquisita decoración al estilo
Luis XV, y, sin duda, disfrutar de una noche en sus colchones de plumas era
un respiro celestial para los que podían permitírselo, tras sufrir los
interminables chirridos del tren Pullman que se dirigía al Oeste.

Pero el hecho de que el hotel se elevara por encima de las embarradas


carreteras y la chusma que bebía sin parar en los salones situados entre las
caravanas, no lograba intimidar al mestizo. Quizá fuera por su altura, ya que
medía más de metro ochenta, aunque probablemente se debiera a que Lobo
Blanco era un criminal despiadado, tal como proclamaban sus ojos, heredados
de su padre pawnee, que había violado a su madre blanca mientras atacaba y
le prendía fuego a su caravana.

No, sin duda no había mucha gente que quisiera a Lobo Blanco como
adversario. Su madre sobrevivió a las quemaduras lo suficiente para dar a luz
y para castigar con brutales palizas al bastardo mestizo por lo que había
hecho su padre. Lobo Blanco la mató a los quince años, poniendo fin a sus
abusos, y se dedicó a vagar por los fuertes y reservas de las praderas hasta

223
FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

convertirse en hombre; un hombre bien dotado para tareas en las que se


requería no tener piedad, como la que le iba a encargar la persona con la que
estaba citado en el Hotel Fairleigh.

—¿Puedo ayudarlo? —Un pulcro recepcionista se acercó, colocándose


discretamente un pañuelito en la nariz con el que suavizar el olor a grasa de
oso rancia que desprendía el mestizo.

Lobo Blanco hizo caso omiso y examinó el vestíbulo decorado con oro
y cristal, como si buscara a un conocido. En la esquina opuesta, alguien se
levantó de un banco de damasco color rubí; se trataba de un hombre atractivo
en la cincuentena, con unos asombrosos ojos azules y perilla gris. Sacó un
reloj de oro de su chaleco de seda azul zafiro, miró la hora y asintió.

Cuando el mestizo pasó de largo con un Winchester colgado del hombro,


como si estuviese en las tierras salvajes de Dakota y no en el centro de la
gran ciudad de St. Louis, el recepcionista sacudió la cabeza y retomó su
puesto detrás del lujosamente grabado mostrador de nogal, pensando que la
civilización había llegado demasiado pronto a aquel lugar. Cada día había más
edificios siguiendo las vías del tren, tantos, que el golpeteo de los martillos
podía llegar a convertirse en el himno del estado. Pero los habitantes de
aquellas tierras no entendían que St. Louis estaba a la altura de las ciudades
de la Costa Este. Estaban en Missouri, y mientras los hombres pudieran entrar
en un hotel con sus fusiles, seguiría siendo el Oeste.

El mestizo rechazó un asiento en el banco, probablemente porque se


sentiría más cómodo en un tocón lleno de hormigas que en una tapicería de
damasco francés. El elegante caballero que lo había citado se sentó de nuevo,
lanzándole una despreciativa mirada que le indicó que lo consideraba poco
más que un criado.

—¿Cuánto quieres por encontrarla? —preguntó el caballero levantando


una ceja gris, con la mirada fija en un cuadro de Prometeo con un chillón
marco dorado.

Lobo Blanco examinó el vestíbulo como si juzgase el valor de una


persona que podía permitirse alojarse allí.

—Mil dólares.

El hombre de la perilla se rió y miró al mestizo a los ojos.

224
FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

—Te daré doscientos, ni un penique más. Apenas tengo suficiente para


pagar este nido de ratas. —Hizo un gesto con la mano, refiriéndose al
vestíbulo—. Por el mismo precio podría estar en el Hotel Fifth Avenue de
Nueva York, cómodamente instalado en la mejor suite. —El mestizo le echó
otro vistazo al vestíbulo. Nunca había visto un hotel mejor que el Fairleigh y
el menosprecio del hombre lo desconcertaba—. ¿Tenemos un trato? Me han
dicho que tú eres el más indicado para encontrarla, pero sé que hay otros
dispuestos a aprovechar la oportunidad, como los mormones que no pueden
llegar a Utah; he oído que son capaces de cualquier cosa por...

—Doscientos, y te traigo su pelo. Trescientos, y te traigo esto. —Lobo


Blanco se limpió las manos en el chaleco de piel de conejo y sacó un trozo de
papel grasiento del interior, lo abrió con cuidado y lo colocó en la mesa de
palo de rosa que había junto al banco. Era el dibujo de una cicatriz con forma
de rosa, con la frase «SE BUSCA» grabada encima.

El caballero se echó a reír de pronto y recogió el trozo de papel.

—¿Quiere decir que por trescientos dólares me traes su mano?

—Por trescientos sabrá que está muerta —asintió Lobo Blanco.

—Por favor —dijo el caballero, dirigiendo su atractiva sonrisa a un


camarero—, ¿podría traernos champán? Tenemos que celebrar algo. —
Después de que el camarero desapareciera y fuera a por la bebida con labios
fruncidos y desaprobadores, el caballero se volvió de nuevo hacia el
mestizo—. Te pagaré una habitación aquí esta noche. Sólo he oído el rumor de
que la chica está en Wyoming, pero, si el rumor es cierto, ya es tuya. Partirás
a primera hora de la mañana.

—Me iré esta noche. —A Lobo Blanco no le importaban los lujos.

—Excelente, excelente. —Debajo de su perilla, el hombre sonreía como


un chacal—. Estoy deseando regresar a Nueva York y buscar de nuevo
fortuna en la bolsa. Hasta que encuentre a la chica, sólo soy un paria. Dejé la
ciudad con todo el oro que pude cargar, pero estoy acostumbrado a algo
mejor. Cuanto antes la encuentres, antes podré volver. Nadie puede culparme
de nada si ella pierde la vida en los salvajes territorios del Oeste, y yo
regresaré a Nueva York sin que sus recuerdos puedan condenarme. —Su
sonrisa de chacal se ensanchó.

225
FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

Lobo Blanco observó cómo el hombre servía el champán que apareció en


la mesa de palo de rosa. No le importaban sus problemas, sólo pensaba en el
botín.

—¿Traigo la prueba a este hotel?

El caballero asintió y dijo:

—Me llamo Didier, Baldwin Didier. No lo olvides.

—No lo haré —respondió Lobo Blanco, sonriendo al fin.

A la pálida luz del atardecer, Christal observó cómo Macaulay se ponía


la pistolera. Estaba completamente vestido, salvo por la camisa de franela roja
que tenía puesta ella. La joven estaba sentada en la cama con la espalda
apoyada en el cabecero de hierro y las rodillas pegadas al cuerpo, triste
porque, finalmente, había llegado el momento de enfrentarse a la realidad.

El sheriff se acercó a la cómoda para sacar una camisa de lana.

—Deja que eche un vistazo abajo antes de vayamos a hablar con Faulty.

—¿Ha-hablar con Faulty? —La joven intentó quitarse el pelo de los


ojos, pero las largas mangas de la camisa le tapaban los dedos.

—¿Creías que iba a dejar que te quedases en el salón vendiendo bailes?


—le preguntó él, sentándose en la cama para ponerse las botas—. ¿Después
de lo que hemos hecho?

—No hemos hecho nada que no hagan Dixi e Ivy todas las noches.

—Exacto —dijo él, mirándola con expresión severa.

—Esto no durará para siempre —repuso ella, apartando la mirada y


observando a través de la ventana cómo el sol pintaba la fachada del salón de
Faulty de un color fucsia brillante.

226
FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

Tras unos segundos de silencio, Christal volvió la vista hacia él; se


había puesto el abrigo azul oscuro, y la capa hacía que sus hombros
parecieran aún más anchos, mientras que el largo lo hacía parecer más alto.
Era un hombre grande y musculoso que, comparado con ella, parecía un
gigante. Pero sentir su peso entre los muslos había sido la mejor experiencia
de su vida.

—Mejor no pensemos en el futuro. Centrémonos en el presente.

—De acuerdo —asintió ella—. No pensaremos en mañana. Es decir, no


pensaremos en ello hasta que llegue mañana, y llegará, pronto.

Cain recogió el sombrero, apartó con cuidado la capa que tenía encima y
la dejó sobre la cómoda.

—Haremos un trato: tú no hablas de mañana, y yo no hablo de Nueva


York.

A Christal se le heló la sangre en las venas.

—¿Cómo... cómo has averiguado eso?

—Ayer mencionaste Delmonico's. —Se encogió de hombros—.

Sé que es un famoso restaurante de Manhattan. —Ella lo miró, aterrada,


y él guardó silencio durante un instante—. Nunca he estado allí, pero he oído
decir que sólo gente como los Vanderbilt pueden permitírselo.

Christal se abrazó a sí misma para evitar los estremecimientos que la


recorrían. Mencionar Delmonico's había sido una estupidez y ahora Cain sabía
más por aquel desliz de lo que podría haberle sonsacado con un mes de
interrogatorios.

—Volveré dentro de una hora. —De repente, parecía cansado. La joven


se preguntó si mandaría finalmente el telegrama con el que la había
amenazado la noche anterior. Al fin y al cabo, ya tenía lo que quería: había
resuelto uno de los misterios que la envolvían. Sólo le quedaba otro.

—¿Vas a pedir información sobre mí?

—Sé que huyes de algo —respondió él, sin mirarla—. Lo sé desde el


principio. Si lo hago, ¿qué encontraré?

227
FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

Abatida e indefensa, Christal contempló la rigidez de la espalda


masculina. Si se lo explicaba todo, él se vería obligado por su deber como
sheriff a devolverla al manicomio.

—Eso pensaba —murmuró Cain, al ver que no respondía.

—Espera —susurró Christal, con la voz tan temblorosa como las


manos—. Mi tío... mi tío... —Se ahogó, incapaz de terminar, incapaz de vencer
su miedo.

—Háblame de tu tío. —Ella guardó silencio, temerosa de que el hombre


que amaba la traicionara llevándola de vuelta al manicomio—. Christal,
háblame de él. —Su voz no admitía desobediencia.

La joven juntó las manos para evitar que temblasen, pero no pudo
articular palabra.

Finalmente, él se dio la vuelta y clavó su mirada en ella.

—Christal, si hubieses cogido el dinero de Terence Scott y hubieses


dejado Camp Brown con el resto de los pasajeros, quizá te habría dejado
tranquila. Habría supuesto que no podías enamorarte del hombre que había
fingido ser un forajido contigo, que te había secuestrado y retenido en contra
de tu voluntad. Pero no dejaste que las cosas siguieran su curso normal:
cogiste mi dinero, dejaste el tuyo y huiste como si te persiguiese el mismo
diablo... Así que no pude dejarlo estar, tenía que encontrarte. —Guardó
silencio durante un buen rato, examinándola con ojos sombríos.

—Quiero contártelo —susurró la joven con la voz cargada de lágrimas


sin derramar y el corazón cansado de luchar solo—. Pero... pero tú eres un
sheriff. Tu deber, la guerra... Tienes que hacer lo correcto... Quiero
contártelo, pero no puedo, sencillamente no puedo. —Dejó caer la cara entre
las manos. El juego había llegado a su fin: Cain sabía lo suficiente para
mandar un telegrama a Nueva York, y la cicatriz la delataría. Podía averiguar
lo que quisiera en cuestión de horas. Al final, sería mejor confesar, porque lo
que dijeran las autoridades de Manhattan sería mucho peor que su
explicación. Y, quizá, sólo quizá, Cain la quisiera lo bastante para creerla.

Miró las sábanas arrugadas que la rodeaban mientras el corazón le latía


con fuerza en el pecho. Una cosa estaba clara: si no la quería en aquellos
momentos, nunca lo haría.

228
FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

—Cuéntamelo —exigió él de nuevo.

—Quieres saberlo todo sobre mí y te lo contaré —claudicó, ahogando un


sollozo—. Pero, primero, respóndeme a una cosa: ¿seguirías queriendo
saberlo si eso significase que me llevasen lejos y nunca volvieses a saber de
mí? ¿Seguirías queriendo saberlo si... si significase mi muerte? —terminó,
tragándose las lágrimas.

Cain se quedó inmóvil con sus firmes rasgos convertidos en piedra. No


la tocó. No le ofreció consuelo, sólo un silencio frío y calculador.

Ella rompió a llorar, medio ahogada, pero entonces, para su sorpresa,


sintió la mano de Cain acariciándole con ternura el cabello enredado.

—Es mi elección, ¿verdad? —dijo él, con una voz cargada de emoción—.
Debo elegir entre mi honor como representante de la ley o tu libertad. —
Guardó silencio durante largo rato. Tanto, que ella no se atrevió a levantar la
vista, hasta que, finalmente, susurró—: Te elijo a ti, Christal. Que Dios me
ayude, pero te elijo a ti.

La joven empezó a llorar en silencio, sintiéndose inundada por un alivio


liberador. No era momento de celebrar; él no tenía por qué abrazarla, ni ella
por qué correr a sus brazos. Sólo había espacio para el pesar cuando un
hombre renunciaba a todas sus creencias por una mujer que podría no ser
merecedora de tal honor.

Cain observó la triste figura de Christal y volvió a acariciarle los largos


mechones dorados.

—Vístete —le pidió, solemne—. Tenemos mucho que hacer y debo


hablar con Faulty. —Se acercó a la puerta, pero, antes de salir, se volvió hacia
ella y pareció hablar desde lo más profundo de su alma—. Un día me contarás
lo que te atormenta. Entonces te creeré, y nunca volveremos a hablar del
tema. Sólo quiero que lo sepas. —Salió de la habitación como si cualquier otra
cosa que hubiera que decir pudiese esperar hasta que estuviesen de nuevo
abrazados.

229
FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

Minutos más tarde, Christal se levantó de la cama con la cabeza llena de


ideas inquietantes y aterradoras. No sabía qué hacer. Le destrozaba el
corazón ver cómo Cain le daba la espalda a todo en lo que había sustentando
su vida. El instinto le decía que huyera, que se alejase todo lo posible de él
para perderse en otro territorio, de modo que pudiesen olvidar que se
conocían. Pero eso no ocurriría, nunca podría alejarse lo suficiente para
olvidarlo. Cuando Macaulay llegó a Noble, se asustó y sólo podía pensar en
huir, sin embargo, ahora estaban unidos por vínculos que no se romperían
jamás. Lo amaba, y, sin lugar adónde ir ni forma de llegar hasta allí, se resignó
a vestirse y esperar su regreso.

Cain volvió una hora más tarde y la llevó al salón de Faulty. En el


establecimiento no había ningún cliente salvo un viejo minero llamado
Brigtsen y Jan Peterson. Dixiana estaba en su dormitorio, pero encontraron a
Ivy en la cocina, y ella les sirvió la cena. No hubo mucha conversación,
porque Ivy se sentía nerviosa ante el sheriff, y lo que Macaulay le había dicho
a Faulty había dejado al dueño del salón muerto de miedo. El viejo había
estado a punto de saludarla con una reverencia cuando entró en la cocina.
Nunca volvería a insistir en que se llevase clientes a su cuarto; de hecho, por
su expresión, Faulty probablemente la mataría si a ella se le ocurría sugerir
semejante cosa.

Ivy abandonó la cocina rápidamente, y Faulty regresó al salón para


atender a los clientes mientras Christal y Macaulay cenaban sin decir palabra.
Aquello no era Delmonico's: no había manteles de lino blancos como la nieve
ni candelabros de plata; sólo una mesa de basta madera, una lámpara de llama
vacilante y un asiento caliente junto a la estufa, sin embargo, curiosamente, a
la joven no le importaba. El futuro la asustaba, pero, por el momento, miraba
en los ojos de Cain y no veía frialdad; eso era lo único que necesitaba.

Cuando terminaron, Macaulay la llevó a su dormitorio, desde donde


podían oír a Dixi hablando y riendo con un cliente a través de las toscas tablas
de las paredes. Cain le quitó la ropa poco a poco y le hizo el amor en silencio,
como si estuviese tan poco dispuesto a compartir su unión que ni siquiera
quería que oyesen sus gemidos. Pero aquellas caricias silenciosas la colmaron
rápidamente, y, por segunda vez, su corazón explotó de pasión por él, con la
alegría agridulce de experimentar algo maravilloso que no podría durar.

Cuando ambos quedaron exhaustos y la pasión se extinguió, él la rodeó


con sus brazos y se quedó dormido. Su respiración era profunda y
reconfortante, y ella se acurrucó junto a su fuerte y poderoso corazón,

230
FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

satisfecha con la mentira de que todo iría bien, de que un hombre honorable
seria capaz de abandonar su honor para siempre.

Cuando Christal despertó y abrió los ojos a otra mañana soleada,


descubrió que Cain ya se había ido. La luz se reflejaba en la nieve y
resplandecía en su cuarto. Podía oír el familiar goteo de los carámbanos de
los aleros al derretirse. Aquel sería más cálido, pero todavía faltaba para la
primavera.

Miró hacia el otro lado del colchón y advirtió que la almohada seguía
teniendo la huella de la cabeza de Macaulay, a pesar de que las sábanas
estaban frías, indicándole que había abandonado la cama hacía algún tiempo.

Se levantó y se vistió a toda prisa deseando volver a verlo, aunque


temerosa. En algún momento le contaría lo que tenía que confesarle. Tratando
de poner orden en sus ideas, permaneció sentada largo rato junto a la ventana
observando la fotografía en la que se la veía con su hermana. La mera idea de
hablarle sobre su pasado le resultaba difícil,. pero había algunas partes de su
vida que estaba ansiosa por compartir con él.

Tocó la imagen como si acariciase la mejilla de Alana. Lo cierto era


que había existido mucha alegría en su infancia. Quizá Dios era tan cruel que
había querido que pagase por haber sido demasiado feliz.

Se quitó la idea de la cabeza y volvió a mirar el daguerrotipo. Una


sonrisa agridulce le asomó a los labios al recordar uno de los mejores
momentos que había compartido con su hermana cuando eran pequeñas. Al
final de cada mes, su madre volvía a casa con el último número del Libro de
las damas, de Godrey. Siempre que traía uno, la señora Van Alen les daba las
tijeras de costura a sus hijas, después de hacerles prometer que tuvieran
mucho cuidado, y les permitía recortar las muñecas de papel del final de la
revista. Incluso después de tanto tiempo, Christal todavía recordaba los
elaborados diseños creados para las muñecas: trajes de montar de terciopelo
azul con atrevidos sombreros altos cubiertos de redecillas; vestidos de baile
de tafetán rosa con volantes de encaje francés; y, lo mejor de todo, vestidos
de novia con metros y metros de satén blanco. Con los anticuados miriñaques
con aros, las novias de papel parecían diminutos lirios de los valles. Ella las
adoraba, pero, sobre todo, adoraba a su madre por regalarles a sus hijas un
momento tan especial todos los meses, sin olvidarlo nunca.

231
FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

Los ojos de Christal se empañaron con los recuerdos. El día de la


llegada de la revista era aún más especial porque, si Alana y ella tenían
mucho cuidado con las tijeras y no cortaban el anuncio de un brebaje para
curar la gota o el último estilo de moño de París, su madre las recompensaba
enviándoles el té a sus habitaciones. Allí montaban una fiesta del té con todas
sus muñecas, incluida Mary Todd, la muñeca que su padre le había regalado
después de su viaje a París. A Alana le había comprado en aquella ciudad un
caro vestido de satén azul, aunque su madre le había hecho prometer que no
lo usaría hasta la siguiente temporada, ya que en su círculo social tenían la
tradición de envejecer sus posesiones para que nadie los confundiera con los
nuevos ricos. A su padre se le había olvidado traer un regalo para Christal, y
ella, destrozada, había deseado en silencio que llegara el día en que ella
también fuese lo bastante mayor para llevar vestidos de París. Aunque nunca
dejó que nadie viese su decepción, su padre tuvo que darse cuenta, porque, al
día siguiente, la sorprendió con una muñeca que se había puesto de moda
aquel año; tenía la cabeza de porcelana, cuerpo de cuero y un vestido de
satén azul muy parecido al de Alana. Christal recordaba que había adorado a
la muñeca hasta que tuvo la ropa hecha trizas y la cara llena de diminutas
grietas. También recordaba haberle puesto el nombre de la mujer del
presidente, Mary Todd, y que, cuando su padre se enteró, entró en el salón,
le dio un beso en la frente, la abrazó con fuerza y le dijo con voz temblorosa
que estaba orgulloso de su patriotismo.

Hasta más adelante, no supo de la terrible derrota sufrida por la Unión


en la batalla de Antietam de la que se informaba en el Chronicle aquel día. Y
tampoco supo lo que quería decir su padre cuando le pidió que no hiciese
ruido cerca de la señora Maloney, su lavandera. Sólo recordaba que la pobre
mujer se pasaba el día llorando en su delantal. Después averiguó que sus dos
nietos habían muerto en la batalla.

Christal respiró hondo e intentó contener la esperanza que empezaba a


nacer en su pecho. Cain había estado en Antietam y había vivido para
contarlo. Como era confederado, llamaba Sharpsburg a aquel lugar, pero era
la misma batalla. El derramamiento de sangre le había dejado cicatrices; sin
embargo, había sobrevivido... y la había encontrado. Los dos habían pasado
por mucho, así que no era posible que la traición de Baldwin Didier acabase
con todo. Sencillamente no era posible.

Con aire reverente, colocó de nuevo la imagen en la cómoda, cerró los


ojos y pidió un deseo; después fue en busca del hombre que amaba.

232
FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

Lobo Blanco acechaba a su presa como el animal que le daba nombre,


pero, mientras que el lobo utilizaba el olor y el hambre para llegar hasta su
víctima, Lobo Blanco empleaba la astucia y las ansias de matar. Casi siempre
tenía éxito, y, aunque tenía instinto para la caza, era su cruel infancia lo que lo
convertía en un asesino sin piedad.

El sol salió en el horizonte de la pradera y tiñó de amarillo la hierba con


la primera luz acuosa del alba. Sentía la llamada de su presa como un nudo en
el estómago que se tensaba o distendía según lo cerca que estuviera. Bajó la
vista para observar el cartel de busca y captura, y tocó cada curva de la rosa.
No le resultaría difícil encontrarla. No había muchas mujeres en el territorio
de Wyoming y, como había supuesto, una tan bella como Christabel Van Alen
tenía que haberle llamado la atención a todo el mundo.

Con cuidado, volvió a meter el papel bajo el chaleco de piel de conejo.


El nudo se soltaba, lo que era buena señal. Había dejado Laramie muy atrás y
seguía moviéndose en dirección oeste, hacia las montañas y hacia su presa.

—¡Para! —le pidió Christal entre risas, corriendo por la pradera


cubierta de blanco. Una bola de nieve le cayó en la espalda, seguida de otras
dos. Estaría empapada si no hubiese llevado puesta la capa de Ivy.

—¡En Georgia no tenemos mucha nieve, pero los rebeldes sabemos


aprovecharla! —Macaulay recogió otro puñado de munición helada y corrió
hacia ella.

La joven lanzó una carcajada y corrió por las infinitas llanuras. A su


espalda, Noble no era más que un diminuto refugio de madera en medio de un
tranquilo mar blanco.

—¡Es la guerra! —gritó ella, e intentó conseguir su propia munición


antes de que Macaulay la alcanzase. Pero no pudo: apenas tenía un puñado de
nieve en la mano cuando él la derribó entre risas.

233
FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

—¡Canalla! —le espetó.

—¡Yanqui! —susurró él contra sus labios, como si fuese el peor de los


insultos. Luego sonrió y la besó, y ella estaba tan distraída que no vio el
puñado de nieve hasta que Cain se lo echó por el pelo.

—¡Oooh! —Le dio un empujón y se sentó. Tenía el pelo enredado y


húmedo, con las horquillas desperdigadas por la nieve como agujas de pino.

—Gané. —Cain se inclinó sobre ella y la besó de nuevo. Habían pasado


una mañana maravillosa. El salón estaba vacío cuando bajaron y pudieron
disfrutar del lujo de desayunar solos. Christal había frito huevos con bacón y
había preparado un café bien cargado.

Después, Macaulay había tenido la idea de salir a pasear. El sol era


brillante y cálido, y se podía andar sobre la nieve con facilidad, así que la
joven no pudo negarse. Cogió prestada la capa de Ivy del perchero de la
cocina y salieron a la calle cogidos de la mano hasta que él le lanzó la
primera bola de nieve.

—Tardaré una hora en secarme el pelo —se quejó la joven cuando se


separaron. A modo de venganza juguetona, cogió un puñado de nieve y
amenazó con tirárselo a la cabeza, pero él la detuvo apresando su muñeca.

—¡Rebelde descortés! —susurró la joven cuando Cain le bajó el brazo.

—Eso es una contradicción, señora —respondió él con una sonrisa,


llevándose la mano al sombrero.

Craso error: Christal le quitó el sombrero de la cabeza y le estrelló la


bola de nieve en el pelo.

Cain la tiró al suelo y se colocó a horcajadas sobre ella; la nieve era un


colchón frío y blando, y la joven reía mientras luchaba por soltarse.

Pero entonces, algo en la cara de Christal, quizá su expresión, pareció


conmoverlo. Acunó su bello rostro entre las manos y la miró con aire solemne
y penetrante, como si intentase retener aquella expresión.

Ella empezó a perder la sonrisa.

—Ahí está esa niña —susurró Cain, confuso.

234
FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

—¿Qué niña? —preguntó la joven, sin saber a qué se refería.

—La niña pequeña de la fotografía... Cuando te ríes, la puedo ver.


Christal sintió de nuevo el antiguo y familiar dolor en el corazón que la había
abandonado desde que Cain la había hecho suya. Deseó que lo que él decía
fuese cierto, pero, de algún modo, le parecía imposible: aquella niña había
desaparecido para siempre, así que giró la cabeza hacia un lado para que Cain
no viese el pesar y la nostalgia que le empañaban los ojos.

Como si hubiese surgido un muro entre ellos, él se puso en pie en


silencio. Parecía un jinete de rodeo derribado, con los zahones de cuero
rígidos por la nieve derretida. La ayudó a levantarse y volvieron a Noble
cogidos de la mano, con todas las preguntas sin responder convertidas en una
oscura nube de tormenta que acechaba en el horizonte.

—¡Es mentira! ¡Te digo que es mentira!

Christal y Macaulay entraron en el salón y se encontraron a Dixi a punto


de echarse a llorar.

—¡Es todo mentira! —sollozó de nuevo.

John Jameson, un ranchero adinerado de las afueras del pueblo, se


interponía entre Dixi y Faulty. Tenía el pelo rojizo, llevaba un traje negro y un
pañuelo escarlata al cuello. Estaba furioso, y cuando vio a Macaulay, le
preguntó:

—¿Es usted el sheriff ? —Cain asintió, y entonces Jamenson señaló a


Dixi—. Arréstela. Me ha robado la cartera; anoche la tenía y esta mañana no
la encuentro por ninguna parte.

—Bueno, no hay razón para ir acusando a Dixi —intervino Faulty—. Ella


no roba, señor, se lo aseguro.

Ella no roba, señor, se lo aseguro

—Arréstela, sheriff. ¡Tenía trescientos dólares en esa cartera!

235
FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

—¿Cuándo la vio por última vez? —inquirió Cain, quitándose el abrigo


lentamente.

—En el dormitorio de esta ramera. Recuerdo claramente que la saqué


del bolsillo de la chaqueta y la puse junto a la cama.

—¡No, no, no lo hizo! ¡Yo no vi ninguna cartera! —Las lágrimas de Dixi


habían hecho que el colorete se esparciera por todo su rostro.

—Tranquila, no pasa nada —le susurró Christral, cogiéndole la mano y


mirando a Macaulay en busca de ayuda.

—Tendrían que colgar a esa zorra por robar. No es una ramera de fiar
—soltó Jameson.

—¡No le hable así! ¡Ella no le ha robado su maldito dinero! —Christal


debería haberse mordido la lengua, pero las palabras de Jameson eran
demasiado crueles. Decir aquellas cosas sobre Dixi era como darle patadas a
un niño.

—No tiene ninguna prueba de que le haya robado el dinero y no puedo


arrestar a la chica sin que haya un delito claro —dijo Cain, sentándose junto a
una de las mesas.

—Oh, sí, tengo pruebas —afirmó Jameson, señalando a Faulty—. Este


hombre de aquí me vio con la cartera un minuto antes de que subiese a la
habitación de esta ramera. Pagué la cuenta, y él hizo un comentario sobre la
cantidad de dinero que llevaba.

—¿Es cierto? —preguntó Macaulay.

—Sí —respondió Faulty, con la cara desencajada.

—Y ella me vio ponerme la ropa esta mañana. La cartera de seda verde


no está por ninguna parte, así que, ¿quién si no ella ha podido robármela?

Christal miró a Macaulay, vacilante. La cara del sheriff era un enigma;


no podía saber en qué pensaba y eso la inquietaba.

—Sigo sin creer que eso pruebe que esta mujer haya robado algo —dijo
Macaulay finalmente.

236
FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

La cara de Jameson adquirió el mismo tono que el color de su pelo.

—Eso no debe decidirlo usted. Su trabajo es meter a la chica en la


cárcel hasta que llegue el juez. Me permito recordarle, sheriff, que estoy en el
consejo municipal. Fui uno de los que le trajo a Noble.

Cain guardó silencio durante un instante antes de decir:

—Tengo que registrar su cuarto. —Se volvió y subió las escaleras, con
Christal pisándole los talones.

—Ella no ha robado esa cartera y tú lo sabes —susurró la joven cuando


Cain entró en la habitación de Dixi. Él se acercó a la cómoda desvencijada y
abrió un cajón. Lo único que había dentro eran medias, ligas y un corsé de
algodón remendado. Abrió otro y otro más, pero sólo encontró ropa.

Se acercó a la cama, apartó sábanas y mantas y le dio la vuelta al fino


colchón, pero tampoco estaba allí la cartera.

En silencio, examinó cada desolado rincón del aquel lugar sin hallar nada
incriminatorio.

—Ella no le robaría a ese hombre, sé que Dixi...

—Christal, no importa —la interrumpió él en tono sombrío—. Jameson es


un pilar de esta maldita comunidad, y no existe ningún juez en el mundo que
vaya a creer a Dixi antes que a él. —La miró—. Si tu amiga ha robado esa
cartera, será mejor que lo confiese ahora. Si no, Jameson la va a meter en la
cárcel.

—No, Jameson no: tú. Tú eres quien la va a meter en la cárcel —estalló


Christal, con los ojos brillantes de lágrimas—. ¡Y sabes que ella no ha robado
esa maldita cartera!

—Escucha bien lo que te voy a decir —le pidió Cain. cogiéndola por los
brazos—. Puede que no sea justo, pero la verdad: el juez vendrá aquí y verá
que Dixi es una prostituya conocida, una mujer de turbio pasado. Nadie dará
un penique por su credibilidad y todos creerán a Jameson. Mis protestas en el
asunto serán como escupir al viento, a no ser que alguien encuentre ese
dinero.

237
FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

—¿Y si Jameson está mintiendo? —señaló aturdida— ¿Y si le guarda


algún rencor a Dixi e intenta vengarse acusándola de robo?

—¿Por qué iba a hacer algo a así?

—No lo sé, tendrías que preguntárselo, y él nunca te contará la verdad,


así que Dixi puede darse por presa. Haya cogido o no su dinero, va a ir a la
cárcel.

—No si puedes convencerla de que encuentre la cartera.

—Hablas como si creyeras que ella la ha robado. —Christal lo miró


fijamente intentando ocultar el dolor de su mirado. Yo no maté a mis padres-
¿Me crees? Por Dios, ¡tienes que creerme...!

Se apartó de él y bajó la vista, incapaz de enfrentarse a su mirada.


Aquello era el final: si Cain no podía creer a Dixi, nunca la creería a ella, por
mucho énfasis que pusiese en su inocencia. ¿Encontraría rechazo en sus ojos
grises cuando supiese que había estado en una institución mental? El corazón
se le rompió en mil pedazos.

—Vamos —le dijo él con voz tensa, cogiéndola del brazo.

En la planta de abajo, Cain se enfrentó a Jamenson

—No he encontrado la cartera arriba, así que, cuando llegue el juez,


podrá presentar cargos. Hasta entonces, Dixiana se quedará aquí bajo mi
supervisión.

—¿Eso es todo? —Jameson se puso rojo de nuevo.

Macaulay asintió.

El ranchero miró a Christal y después le dedicó una desagradable


sonrisa a Cain.

—Bien, no haga nada, sheriff. pero cuando me presente ante el juez, me


aseguraré de que procesen a todas las chicas de este salón. El robo de
Dixiana ha sido demasiado hábil para que trabajase en solitario. Puede que
todas estén involucradas, incluida la ramera que tiene al lado.

238
FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

El sheriff agarró al ranchero por el cuello, amenazando con ahogarlo.


Christal gimió y corrió hacia él para evitar que matase a aquel hombre. No
sabía qué había despertado la ira de Cain, si el miedo a que Jameson la
denunciara o que la llamase ramera. En cualquier caso, lo tenía agarrado con
la suficiente fuerza para asfixiarlo.

—¿Qué va a hacer, sheriff? —consiguió decir el ranchero—. ¿Matarme?


¡Soy la víctima y me está tratando como a un criminal!

Macaulay pareció recuperar la cordura. Dejó caer la mano, miró a


Christal y pareció sopesar las circunstancias.

La joven se sintió palidecer: si la procesaban con Dixi, el juez


probablemente le pediría al sheriff que mandase un telegrama a su último
lugar de residencia para averiguar si había cometido otros crímenes. Él se
vería obligado a ponerse en contacto con Nueva York, y, entonces, todo
acabaría.

La frustración de Cain era patente en su rostro.

—Vamos, tengo que encerrarte —le dijo a Dixiana en tono duro.

—Oh, Dios... —sollozó la mujer, con la cara entre las manos.

Christal no podía mover un músculo. Estaba segura de que Dixi era


inocente, pero si Cain no lo hacía, Jameson conseguiría que las procesaran a
todas.

—¡No, espera! —le gritó al sheriff con voz ahogada, preguntándose si


aquello sería un suicidio—. Cain, sabes que este hombre no tiene suficientes
pruebas para demostrar que Dixi haya robado algo. No hagas esto por mí... —
Desesperada, se levantó el dobladillo del vestido y empezó a sacar las siete
monedas de oro de sus enaguas—. Aquí tiene —dijo con voz temblorosa,
volviéndose hacia el ranchero—, ¡acepte esto a cambio del dinero perdido y
lárguese! —exclamó, dejando las monedas en la mano del hombre.

—Esto no es suficiente —se quejó Jameson.

—¡Pero es todo lo que tengo!

239
FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

Cain cogió las monedas de oro de la palma del ranchero y se las


devolvió a Christal. Ella estaba a punto de protestar, pero él se la llevó a un
lado y le advirtió:

—No te metas en esto. Te va a causar muchos problemas y no merece


la pena.

Ella lo atravesó con la mirada, consciente de que intentaba protegerla.


Pero si Cain podía tachar de ladrona a Dixi con pruebas circunstanciales, ¿qué
haría si alguna vez se encontrase con el cartel de busca y captura en el que
aparecía la cara de Christal? Un largo escalofrío recorrió la espalda de la
joven al pensarlo.

—No puedes hacerle esto a Dixi, Cain. No debes —susurró indefensa,


suplicándole piedad con los ojos—. Ella no ha hecho nada y sabes que es
incapaz de robar.

—No, no lo sé. Sólo sé que Dixiana es una chica de salón y que las
chicas de salón tienen fama de robarles el dinero a los clientes. —Hizo una
pausa—. Tú no tienes nada que ver con esto, así que no voy a dejar que
Jameson te involucre.

Desolada, lo observó acercarse a Dixiana y llevársela del brazo. Todo


había sido un sueño; tanto sus esperanzas de confiar en Macaulay, como creer
que él podría ayudarla. Pero el sueño había terminado. Se engañaba pensando
que su amor por ella sería mayor que su sentido del honor y del deber. Él
reaccionaría ante los supuestos crímenes de Christal al igual que cualquier
otro hombre. Como representante de la ley había probado más de una vez que
lo primero y más importante para él era su deber, y cumplirlo le resultaría
fácil una vez visto el cartel de busca y captura.

Guardó silencio mientras lo observaba salir del salón junto a Dixi


aunque, en su interior, sentía cómo su frágil y vulnerable corazón se enfriaba.
Se había abierto a él y lo había dejado mirar brevemente, sin embargo, no
volvería a caer en ese error. Había aprendido la lección. Cain le había hecho
prometer que nunca huiría, pero rompería la promesa, y correría lo más lejos
y deprisa posible.

—¿Qué le va a pasar? —susurró Ivy a su espalda.

240
FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

—No lo sé —respondió Christal, volviéndose con el rostro pálido y


triste.

—Que Dios se apiade de nosotras... Esto va a destrozar a Dixi.

La joven no lo negó porque ya la había destrozado a ella.

241
FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

Capítulo 20

—¡Nunca he conocido a un hombre tan frío como tú! —farfulló Dixi, que
estaba de puntillas agarrada a los barrotes mientras veía cómo Cain se alejaba
de la celda.

—Vamos, Dixi, así no vas a conseguir salir de aquí. Tenemos que


esperar a que venga el juez. —La mujer empezó a llorar entre grandes jadeos
dramáticos, pero su teatro no consiguió conmover a Cain—. Créeme, no será
tan malo.

—¡Sí! ¡Soy una prisionera! ¡Tengo que quedarme en esta celda inmunda!

—¿Inmunda? ¡Dixi, si nunca la han usado! —exclamó Cain, riéndose


entre dientes.

—¿No puedo hacer nada para salir de aquí? —preguntó, mirándolo con
ojos llorosos—. ¿Nada en absoluto? —Él sacudió la cabeza y ella se sintió
dolida. Volvió la cabeza y se limpió las lágrimas de las mejillas—. ¿Es porque
soy un poco mayor que las otras chicas? ¿Por eso no me quieres? ¿Crees que
soy... demasiado vieja? —Pronunció las dos últimas palabras en voz baja,
como si hablase de un difunto.

—Eres una mujer muy atractiva —le aseguró con amabilidad. Al ver que
ella no respondía, metió una mano a través de los barrotes y le tocó el
hombro—. ¿Sabes? Cuando iba con los forajidos de Wind River habría pagado
una fortuna por una noche con una mujer como tú. —Dixi lo miró de reojo,
sorbió por la nariz y aceptó el pañuelo que Cain le ofrecía—. Ahora todo ha
cambiado, eso es todo. Es Christal, ella hace que me resulte imposible pensar
en otras mujeres.

242
FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

—¿Estás enamorado de ella?

El sheriff guardó silencio como si llevase preguntándose lo mismo


mucho tiempo.

—Sea lo que sea, me ha dado fuerte —admitió en voz baja—. Vamos,


Dixi —siguió, con expresión más alegre—, sólo tienes que pasar una noche
aquí. Después mandaré un telegrama a Fort Laramie para ver cuándo puede
venir el juez. Creo que podemos convencer a Jameson para que te quedes en
el salón hasta entonces. Iré a verlo mañana.

—¿Vas a ir al salón? —le preguntó ella, con una temblorosa sonrisa de


agradecimiento—. ¿Podrías pedirle a Christal que me traiga mi perfume y una
muda de ropa interior?

—Será un placer, señora —respondió él, utilizando su acento sureño más


seductor.

—Me alegro de que todavía existan caballeros de Georgia como tú,


Macaulay Cain —repuso Dixi, sonriente—. Eso me hace pensar que el Sur no
está muerto.

—No, señora —respondió Cain, con la mano en el sombrero y una


sonrisa cegadora—, no está muerto en absoluto.

El salón parecía una funeraria aquella noche. Todos los habitantes del
pueblo sabían lo de Dixiana. Macaulay no volvió de la cárcel y Christal se dijo
que estaba contenta. En contra de las órdenes de Faulty, había vuelto a
vender bailes para llenar el hueco de la ausencia de Dixi, pero también a
modo de desafío. Al sheriff no le gustaría ver lo que estaba haciendo, aunque,
probablemente, sería lo mejor que podía pasar. Quería que estuviera furioso
con ella para poder distanciarse de él.

Sintiendo que la angustia amenazaba con ahogarla, intentó respirar


menos agitadamente. Macaulay la había seducido para que confiase en él, y la
pasión y la necesidad la habían hecho anhelar aquella seducción. Cada minuto
que pasaba con él minaba sus defensas. Había caminado de puntillas hasta un
precipicio y se encontraba mirando su destino, pero no había dado el salto, ni

243
FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

lo haría. O al menos eso esperaba. Su instinto de supervivencia era muy


fuerte, aunque no tanto como el amor que sentía por Cain.

Aquella noche no hacía falta buscar compañeros de baile. Dixi estaba


en la cárcel, mientras que Ivy había subido al dormitorio con un cliente que
estaba tardando mucho más de lo normal. En cierto momento, Christal le había
preguntado a Faulty si debería ir a llamar a su puerta, pero él adujo que el
vaquero había pagado una buena suma por adelantado, así que no tenían por
qué molestarlo. Ivy sabía cuidarse sola.

—¿Me traes otra copa? —Como si saliese de un trance, la joven miró al


hombre medio borracho que estaba sentado junto a ella. Aquel cliente la
desagradaba; deseaba con todas sus fuerzas alejarse de los hombres como él
y no volver a sentir jamás cómo la toqueteaban durante un baile. Pero, por el
momento, era el precio de la libertad y estaba dispuesta a pagarlo.

—Otro whisky, Faulty —pidió en la barra

—Christal, Cain me va a matar cuando entre por la puerta. Me dijo que


no quería más bailes.

—Me da igual lo que te dijera. Es mi negocio, y sé que es


completamente legal vender un baile. No puede hacer nada al respecto.

—¡Que Dios me ayude! ¿Para qué os habré contratado a todas? ¡No dais
más que problemas! —se quejó al tiempo que le pasaba el whisky,

Ella le dio su bebida al borracho y examinó la habitación. Todos los


clientes eran habituales, excepto un mestizo que era más alto de lo normal y
que llevaba el pelo trenzado como los indios. No podía decirse que fuera feo,
sin embargo, a pesar de su apariencia, esperaba que no le pidiera más bailes.
Desprendía un olor animal que había estado a punto de provocarle arcadas
cuando se acercaba demasiado. Y llevaba la ropa sucia, sobre todo el chaleco,
que estaba hecho con retazos de pieles de conejo finas y grasientas. Pero lo
peor de él era su mirada. Sus ojos castaños y desprovistos de emoción no se
habían apartado de ella en toda la noche y empezaba a ponerse nerviosa.

—Sólo trabajas esta noche porque Dixi no está, ¿me lo prometes? —le
preguntó Faulty, inquieto, pasándole otro whisky para el mestizo.

—No te preocupes, Faulty, no trabajaré mucho tiempo. —Se alejó con la


bebida, sin ánimos para contarle sus planes de escapar en pocas horas.

244
FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

Christal sirvió la bebida sin poder evitar los ojos del mestizo, que le
preguntó si quería bailar de nuevo.

Ella se encogió por dentro e intentó inventarse una excusa.

—Estoy... bastante cansada.

Sin previo aviso, el mestizo la cogió la mano y le pasó los dedos


mugrientos por la cicatriz de la palma. Ella la apartó de inmediato, como si su
tacto la quemara.

—¿Puedo... traerte... otra cosa? —Le resultaba difícil hablar, porque


aunque no sabía explicar la razón, aquel hombre la atemorizaba.

Él hizo un gesto con la cabeza en dirección a las escaleras, pero ella se


negó.

—No, yo...

—Pues otro baile. —Se levantó y le dió una moneda de cinco centavos.

No podía rechazarla sin iniciar una pelea, así que, a regañadientes, dejó
que le pusiera la mano en la cintura mientras Joe tocaba Devilish Mary.

—¿Cómo te llamas? —gruñó él.

—Christal —susurró ella, cada vez más asustada—. ¿De dónde eres? —
Por algún motivo, el instinto de la joven le decía que era importante saber más
cosas sobre él.

—Acabo de llegar de Laramie y antes estuve en St. Louis. ¿Has estado


en St. Louis? Las mujeres de allí no son tan guapas como tú.

Le recorrió la cicatriz de la palma con el pulgar y, por alguna razón, a


Christal le temblaron las rodillas. Un fuerte escalofrío recorrió su espina
dorsal y deseó con todas su fuerzas que Macaulay apareciese por la puerta.

—Por favor... Deja que te devuelva la moneda... No me siento bien.

—Quiero seguir bailando. No tengo muchas oportunidades de estar con


mujeres como tú..., y el tiempo se acaba.

245
FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

Ella se tambaleó, pero él la siguió sujetando por la cintura y sus


inexpertos pies la pisaron, sin importarle en absoluto causarle dolor.

—Por favor, no... Tenemos que parar.

—Me gusta —comentó el mestizo, como si no hablase con ella, sino


consigo mismo.

—No, no... —La joven intentó detenerse, zafarse elegantemente de sus


brazos, pero él era demasiado grande. La única forma de librarse era montar
una escena—. Tenemos que parar ahora mismo, no me siento bien. —Lo miró,
pero él ni siquiera la veía. Se dedicaba a pasar el pulgar una y otra vez por los
bordes de la cicatriz de la rosa.

Ella se quedó paralizada durante un instante y después empezó a


forcejear sin importarle nada. El hombre ni siquiera se inmutó y siguió
bailando, arrastrándola como un depredador a su presa... Hasta que una voz
retumbó como un trueno a sus espaldas.

—¿Qué haces?

Todas las cabezas se giraron hacia ellos, incluida la del viejo y sordo
Joe, que dejó de tocar el piano y se volvió en su taburete para mirar. Por el
rabillo del ojo, Christal vio que Faulty palidecía antes de tomar un
fortalecedor trago de aguardiente y salir de la barra.

El mestizo la soltó y se retiró a su mesa como un perro apaleado, lo que


hizo que Christal se sintiese sumamente aliviada... hasta que miró a Cain, que
tenía todo el cuerpo en tensión.

Aunque 1a joven se lo esperaba, la furia que emanaba de él la intimidó.

—Te dije que no quería más bailes —señaló él con una tranquilidad letal.

—Estaba ayudando a Faulty —repuso Christal, retándolo.

—Faulty se puede ir al infierno.

—¡Basta, no os peleéis! —exclamó Faulty, corriendo hacia ellos y


soltando una risa nerviosa y aguda—. Christal, tienes que ser amable con el
sheriff Cain. Si no quiere que bailes, pues...

246
FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

Macaulay se volvió hacia el dueño del salón una sola vez pero aquella
única mirada bastó para cortar de raíz las palabras del hombre.

—Te sugiero que tengamos esta conversación en otra parte —dijo,


dirigiéndose a Christal de nuevo—. Arriba, a ser posible.

Faulty volvió corriendo a la protección de la barra, presintiendo que no


se avecinaba nada bueno.

—No, Cain, no puedes decirme lo que debo hacer. Quiero ayudar a


Faulty esta noche, y eso es lo que voy a hacer. —Incómoda ante las
enfurecidas preguntas que podían leerse en los ojos de Cain, bajó la vista.
Comprendía que estuviese perplejo, pero era necesario conseguir que se
alejara de ella.

—Si crees que me voy a quedar aquí para que cualquier hombre pueda
ponerte las manos encima, has perdido la cabeza —le aseguró con frialdad—.
Coge tus cosas, te vienes conmigo a la cárcel.

—¿Me estás arrestando?

—¿Quieres que lo haga? —En sus palabras había una amenaza en


absoluto velada.

—No —susurró ella, retrocediendo.

—Pues coge tus cosas, Christal.

—No, tengo derechos. Puede que seas el sheriff de este pueblo, pero no
soy tu esclava.

Cain dio un paso hacia ella con aire amenazador y la joven se volvió
hacia las escaleras para salir corriendo, pero se detuvo en seco cuando vio
que Ivy estaba allí, pálida como la muerte.

—Dios mío, ¿qué te ha pasado? —susurró Christal.

Ivy alzó el rostro: sus mejillas mostraban grandes moratones y tenía un


ojo hinchado y negro. Parecía estar a punto de desmayarse y tuvo que
sujetarse a la barandilla de madera.

247
FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

—¿Quién te ha hecho esto? —susurró Christal, mientras sentía que una


ira irracional crecía en su interior.

—Ese vaquero del rancho Henderson. —Las palabras de Ivy eran un


poco confusas, y su amiga se dio cuenta de que tenía la mandíbula tan
inflamada que apenas podía abrirla.

Macaulay miró furioso a Christal, indicándole que tenían una


conversación pendiente. Después ayudó a Ivy a terminar de bajar las
escaleras y la sentó con cuidado en una silla cercana.

—Iré a por él.

—No —se negó Ivy, cogiéndole la mano.

—¿Qué quieres decir? —se extrañó Cain—. Un hombre no puede pegarle


a una mujer y salir impune.

—Se ha ido, y, de todos modos, no habrá justicia para mí. Lo sabe tan
bien como yo, sheriff. —Ivy se secó las lágrimas que empezaban a caer—. Me
dijo que si no se lo contaba a nadie, no volvería.

—Me aseguraré de que reciba lo que merece.

Faulty apareció con un poco de nieve envuelta en un trapo y Christal lo


puso en la cara de Ivy. Los hombres del salón habían formado varios grupos
y hablaban en susurros. Únicamente el mestizo permanecía aparte, con la
mirada fija en Cain.

Ivy cogió la mano de Christal.

—No se lo digas a Jericho. Se supone que aparecerá esta noche, pero


tienes que decirle que estoy enferma —le suplicó—. Si sabe que me han
golpeado, se volverá loco.

—¿Cómo voy a ocultarle algo así? Tengo que decírselo.

248
FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

—Ya no hace falta —intervino Macaulay, señalando con la cabeza la


parte trasera del salón. Jericho estaba allí, con su abrigo de piel de oso,
mirando a Ivy con expresión iracunda.

—¡Vete a casa ahora mismo, Jericho! ¡No tienes que estar aquí! ¡Ya
sabes las normas! —le gritó Faulty.

Macaulay lo calló con una mirada, se volvió hacia los clientes y les
ordenó:

—Fuera todo el mundo. El salón cierra por esta noche, podéis volver
mañana.

—Sí, eso es —corroboró Faulty—. Aquí no queremos negros, ¡mañana


lo veréis!

Los hombres obedecieron rápidamente. El mestizo salió en último lugar,


arrastrando sus enormes pies; por algún motivo, parecía reacio a marcharse.
Sólo se detuvo una vez para mirar a Cain, y, aquella vez, el sheriff le devolvió
la mirada. La aversión mutua era casi palpable.

—Vete de una vez —le gruñó Cain.

El mestizo obedeció y salió a la noche helada.

—Llévame contigo, sheriff, sé mejor que tú el camino al rancho


Henderson —dijo Jericho, sin hacer caso de la mirada de odio de Faulty.

—Iremos ahora mismo, antes de que ese cabrón tenga tiempo de huir —
respondió Cain, asintiendo con la cabeza—. Cierra bien este sitio —le pidió a
Faulty, señalando a Christal sin tan siquiera mirarlo—. Te hago responsable
de ella mientras esté fuera. Quiero que la vigiles cada minuto. Si tienes que
encerrarla en su habitación para que no se vaya, hazlo.

—¿Qué? —exclamó la joven, incrédula.

—Lo que oyes. —Cain se volvió hacia ella y habló en tono frío y
calmado—. No sé qué pretendías esta noche, pero, a partir de ahora quedas
bajo mi custodia. Considera a Faulty un guardián hasta que vuelva.

Ella, muda de furia, lo observó marchar junto a Jericho en busca del


maltratador de Ivy.

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FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

Capítulo 21

Cain y Jericho estaban de vuelta por la mañana, y a la gente del


pueblo le resultó llamativo que no llevasen un prisionero. Tardaron tanto que
Christal había empezado a preocuparse. Incluso el miedo al mestizo se
desvaneció de madrugada, conforme crecía su ansiedad. Había muchas
razones posibles para su tardanza, sin embargo, en vez de pensar en caballos
cojos y mal tiempo, ella pensaba en osos y forajidos armados que no querían
dejarse cazar.

Christal se había quedado toda la noche con Ivy, poniéndole compresas


frías en los moretones y dándole caldo caliente, pero la chica siguió llorando
hasta quedarse dormida de cansancio. Cristal también lloraba en lo más
profundo de su ser. Todos ellos habían sufrido demasiado a lo largo de sus
vidas; aunque, al menos, el sufrimiento de Ivy terminaría cuando Jericho se la
llevase de allí.

Cuando ya empezaba a desesperar, se asomó por la venta y vio cómo


Cain desmontaba. Sus espuelas cortaron el hielo de la calle al darle las
riendas de los caballos a uno de los chicos de la cuadra. No se había afeitado
y tenía la mandíbula cubierta de una incipiente barba oscura que acentuaba el
gris de sus ojos. Llevaba una chaqueta de flecos desgastada que ella
recordaba haberle visto en Falling Water y zahones de cuero.

El sheriff se dirigió al salón y, como si pudiera sentir su mirada sobre él,


levantó la vista hacia su ventana. Sus miradas se encontraron, lo que fue un
grave error, porque Christal vio demasiado y reveló demasiado. El amor que
sentía por él la dejaba sin aliento, pero le destrozaba el corazón pensar en el
futuro. En las horas más oscuras de la noche, había deseado que él se
acostase junto a ella y le ayudase a olvidar lo que les separaba. Sin embargo,
en aquel momento, a la fría luz de la mañana, se alegraba de que no lo hubiese

251
FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

hecho. Su lado práctico había tomado el control de nuevo, y estaba convencida


de que lo mejor era que siguiese furioso con ella y poder así mantener las
distancias.

Después de la entrada de Cain en el salón, se oyeron voces apagadas


cerca de la habitación de Ivy. Y aunque ya se lo esperaba, se sobresaltó al oír
que llamaban a su puerta.

—¿Quién es? —preguntó, a pesar de conocer la respuesta.

—Macaulay. —Su voz era más sombría que de costumbre.

Ella abrió la puerta lentamente y tuvo que emplear toda su voluntad para
no lanzarse a sus protectores brazos y hundir el rostro en su pecho.

—¿Lo habéis cogido?

—Está muerto —respondió él, entrando en la habitación y cerrando la


puerta.

—¿Le habéis... Le habéis disparado?

Cain se restregó la barbilla sin afeitar. Eran las diez de la mañana, pero
parecía necesitar una copa.

—Jericho lo ha matado de un disparo en la cabeza. Quizá no debería


haber dejado que viniera conmigo.

—¿Lo ha asesinado?

—Le diré al juez en mi informe que lo hizo en defensa propia. — Hizo


una pausa—. En cierta forma, lo fue.

—Es imposible crear un mundo justo y perfecto, aunque seas sheriff —


dijo ella, sopesando las palabras de Cain. Incapaz de aguantarle la mirada,
apartó la vista—. ¿Qué le va a pasar a Ivy?

—Jericho se la lleva a su cabaña. Las cosas mejorarán para ellos dentro


de unos cuantos años. A su ganado debería irle bien. Se casarán y tendrán
niños; no será tan malo.

—Suena maravilloso.

252
FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

Se miraron, y un músculo de la mandíbula de Macaulay se tensó. Ambos


eran conscientes de que lo que dijeran en aquel momento determinaría su
futuro.

—No me gustó lo que hiciste anoche. —Sus palabras eran como un


viento helado que la atravesaba, dejándola indefensa ante su ira—. Te dije que
no volvieras a hacerlo.

—¿Cómo me voy a ganar estancia y comida aquí si no trabajo para


Faulty? —se defendió.

—No quiero que sigas aquí, quiero que vengas a la cárcel.

—No voy a vivir contigo en la cárcel.

—Pero ¿qué te ocurre? ¿Dónde está la mujer con la que estuve ayer en
la nieve?

—No quiero seguir contigo, Macaulay —contestó ella, sintiendo un


terrible y opresivo dolor en el pecho—. Está claro que no tenemos futuro
juntos. Deberías irte a Washington.

—¿Cuándo has llegado a esa conclusión? —Bajo la tranquilidad de sus


palabras, habitaba una ira sorda.

—Lo he sabido siempre.

—¿Por qué?

Una pequeña pregunta que necesitaría toda la vida para responder.


Respiró hondo, sabiendo que la única forma de que lo entendiese era
explicarle punto por punto su pasado, y eso no podría hacerlo nunca. No
después de ver cómo había tratado a Dixiana: culpable hasta que se probase
lo contrario.

—El porqué no cambia lo inevitable. Cain —susurró.

—No. —La cogió por los hombros, intimidándola con la desesperación


que se leía en sus ojos—. Lo único inevitable era que nos encontrásemos, no
que nos separemos. Me diste tu palabra de que nunca me dejarías,
¿recuerdas?

253
FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

—Sabes muy bien cómo conseguiste esa promesa. —Cerró los ojos
porque le dolía recordarlo—. No la mantendré.

—Sí que lo harás. —La joven abrió los ojos y lo miró: la expresión
salvaje de sus ojos era la misma que le había hecho creer que era un forajido
sin piedad—. No voy a perseguirte de un lado a otro; eso ya lo he hecho. Te
vas a quedar conmigo hasta que terminemos lo que hemos empezado, y si eso
significa encerrarte para que no puedas irte, lo haré.

—No me puedes retener contra mi voluntad dos veces. ¿Necesito


recordarte que eres un sheriff, no un forajido? Si me haces prisionera, tendrás
que buscar una acusación. —Odiaba que él esgrimiese contra ella el poder que
le daba el ser un representante de la ley.

—Si mando un telegrama a Nueva York, el instinto me dice que quizá


encuentre una. —Sus palabras fueron como ácido para el corazón de Christal.

—Si envías un telegrama a Nueva York, me apartarán de ti. —Llena de


angustia, le dio la espalda—. El resultado será el mismo —musitó.

Él le pasó un fuerte brazo por la cintura y la apretó contra la dura


calidez de su pecho.

—Coge tus cosas, nos vamos.

—¿Adonde? —Apenas le quedaban fuerzas para resistirse.

—A algún lugar donde podamos estar solos, donde el resto del mundo
no nos moleste nunca. Estaremos allí antes del alba. Coge tus cosas. —El
silencio de Christal fue incluso más tajante que una negativa—. Te irás por
propia voluntad, Christal, porque tu instinto de supervivencia te dice que soy
tu salvación; sin mí, esta vida que llevas acabará contigo; sin mí, tarde o
temprano te llevarán de vuelta a Nueva York. Nadie puede esconderte mejor
que yo.

Ella lo observó, aturdida por la oferta y el riesgo que estaba dispuesto a


correr. Una gratitud incómoda se apoderó de ella, igual que en Falling Water.
Sólo le quedaba por saber una cosa, aunque temiese la respuesta más que a
nada.

—¿Me amas, Cain? —Las palabras fueron apenas un suspiro. Bajó la


vista, temerosa de dejarle ver lo que sentía. Si la respuesta era sí, se iría con

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FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

él. Si era no, no le importaba lo que pasase con ella, quizá incluso se
entregase a las autoridades.

Ante el persistente silencio de Cain, se obligó a mirarlo. Había tantas


mentiras entre ellos que no sabía cómo una simple respuesta a una simple
pregunta podía cambiarlo todo, pero así era. Lo sabía. Así que esperó
aterrada, con el corazón desbocado.

—Sí, te amo —afirmó él finalmente, utilizado el mismo tono de voz que


emplearía en un juramento—. Pero no me lo vuelvas a preguntar —le exigió
con una frialdad que la hizo estremecer.

—Tengo derecho a saberlo. Si me voy contigo...

—No. No tienes ningún derecho a saberlo. He arriesgado todo por ti,


hasta la vida, y sí, te amo, pero mi amor no es tierno y dulce, sino oscuro y
lleno de rabia. Así que será mejor que no lo explores.

—Es como si me odiaras más que amarme —musitó, lívida.

—Te odio por tu pasado turbio y tus mentiras y, a la vez, te amo como
nunca imaginé. Adoro tu sonrisa... la forma en que me miras cuando te hago
mía... la manera en que me acaricias... Y sólo pensar que pueda pasarte algo...
—Hizo una pausa, como si estuviera sufriendo una agonía—. Mi amor por ti se
ha convertido en mi infierno personal.

Ella se quedó paralizada, con el corazón preso de una terrible angustia.


Sus palabras revelaban una verdad insoportable e ineludible. Cain afirmaba
que él era su única salvación, pero también supondría su ruina, porque nunca
podría tenerlo de verdad si el pasado seguía entre ellos.

—Prefiero que un hombre me ame o me odie, antes que verlo sentir lo


que sientes tú. Bien, descubre la verdad sobre mí de una vez. Envía un
telegrama a Nueva York —le dijo en voz baja.

Él la hizo retroceder hasta la pared y le cogió el rostro entre las manos.

—Tú vienes conmigo, Christal, porque mientras tengas algo que ocultar,
seguiré obligándote a hacer lo que quiera —La besó ferozmente,
trasmitiéndole todo su odio y todo su amor.

—No... —gimió ella cuando las manos masculinas acunaron sus pechos.

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FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

—¿Vas a luchar contra mí? —le susurró al oído—. ¿Quieres que envíe
ese telegrama? ¿Quieres que te odie?

—No... —sollozó Christal, deseando ser amada, deseando


desesperadamente ser amada.

—Entonces bésame y hazme el amor como si el mañana no existiera.


Llévame hasta tus muslos y tus muslos y tu boca, y deja que después yo te
lleve a un lugar seguro.

Christal se estremeció violentamente mientras su corazón se debatía


entre la necesidad de sobrevivir y la necesidad de estar con él. Notó su
palpitante erección contra el vientre y oyó cómo la voz de la razón la instaba a
separarse. Pero era demasiado tarde: sus labios le robaron la voluntad,
confundiéndola, enloqueciéndola, impidiéndole pensar... Vencida, emitió un
gemido de total rendición y cerró los ojos a cualquier cosa que no fuera él.

—Eres una mujer sabia, Christal, una mujer muy sabia —rugió Cain
cuando ella deslizó sus labios por el cuello masculino, al igual que una suave
pluma sobre la carne endurecida de su cicatriz.

—No. Soy una estúpida. —Recorrió sus firmes y atractivos rasgos con
dedos hambrientos, como si pretendiese memorizar el arco de sus cejas, la
poderosa línea de su mandíbula... Después, sintiendo que una profunda y
dolorosa tristeza le desgarraba el alma, le cogió de la mano, lo llevó hasta la
cama e hizo todo lo que él le había pedido.

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FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

Capítulo 22

—Pero, sheriff, ¿qué voy a hacer sin Christal? ¡Me ha dejado sin
chicas! —Faulty no recibió con alegría la noticia de la partida de la joven.
Siempre se levantaba a la hora de comer, así que estaba detrás de la barra,
con su camisa de dormir y una fina manta llena de agujeros sobre los
hombros.

—No iba a vender más bailes, así que no pierdes nada. —La expresión
de Cain no dejaba lugar a discusiones.

—Lo siento. —La joven apenas podía mirar a los ojos del propietario del
salón. Tenía la impresión de que se le notaba todo: su miedo, su amor, sus
labios hinchados y rojos, la piel magullada del hueco del cuello donde Cain
había dejado su huella en un momento de pasión... —. Sé que es un mal
momento para pedírtelo, Faulty —le dijo, con expresión culpable—, pero no sé
cuándo volveré, si es que vuelvo y, antes de irme, me gustaría comentarte lo
de los treinta y cinco centavos que me guardaste aquella noche que descubrí
que tenía un agujero en el bolsillo...

—Está bien —la interrumpió Faulty, asintiendo con aire cansado—. Me


habéis arruinado entre todas. Coge lo que te debo de la caja.

Aquel melodramático gesto hizo que la joven se sintiera aún más


culpable, pero se dijo a sí misma que hacía lo correcto. Cuando Cain y ella se
fueran, nadie interferiría en el negocio y podría seguir adelante. Faulty
todavía no era consciente de lo afortunado que era por perderla de vista.

El dinero estaba en una caja de latón escondida detrás de las botellas de


zarzaparrilla. Christal la cogió y contó las monedas exactas que le
correspondían, consciente de que los ojos de su antiguo jefe no se apartaban
de ella. Después dejó la caja en su sitio, pero una moneda se le cayó de la
mano y rodó bajo la barra. Vacilante, se inclinó y la buscó, a pesar de que la

257
FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

estremecía tener que explorar la polvorienta y sucia oscuridad que allí se


ocultaba. No quería perder ni una sola de aquellas preciadas monedas.

De pronto, su mano topó con un objeto suave y, cuando lo levantó, se


quedó asombrada al ver que se trataba de una cartera de seda verde.

—¡Dixiana se va a poner furiosa! —murmuró Faulty cuando Christal


se la entregó—. Se le caería a Jameson cuando pagó su cuenta, y yo le daría
una patada sin querer. —La abrió y contó trescientos dos dólares y algo de
calderilla.

—Se la devolveré —dijo Cain, cogiendo la cartera.

—Claro. —Faulty se rascó la cabeza—. Pero, ¿cree que podría enviarme


a Dixi ahora mismo, si no es mucha molestia? No me vendría mal tener a una
chica por aquí esta noche. No sé si sabrá que ayer tenía a tres... —añadió, en
tono acusador.

Cain asintió distraído, cogió a Christal de la mano y se dirigieron a la


cárcel.

De forma mecánica, como si estuviese en trance, Christal ayudó a Dixi


a vestirse mientras Macaulay se acercaba al rancho de Jameson para
devolverle la cartera. Dixiana no dejó de quejarse todo el tiempo, aunque los
pensamientos de su amiga estaban en otra parte, ocupados en sombrías
imágenes sobre Cain y su futuro juntos.

—¡Hombres! —se lamentaba Dixi, enderezando las medias negras de


punto y abrochándose las ligas—. Le dije al sheriff que no tenía nada que ver
con el dinero de ese hombre. ¿Y me creyó? ¡No!

—Necesitaba pruebas, ya lo sabes —respondió Christal, abrochando el


corsé de Dixi con aire ausente.

—¿Por qué siempre necesitan pruebas? ¿Por qué no pueden aceptar tu


palabra? —preguntó Dixi, mirándola—. ¡Ese maldito Macaulay Cain!

258
FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

Podría haberle preguntado a Faulty, o a ti, o a Ivy. Yo no robo, no tengo


que hacerlo. Mis vaqueros son lo bastante buenos conmigo para no tener que
robarles. ¿Por qué nunca nos creen? —Christal no contestó, pero se quedó
mirando la cicatriz de la palma de su mano con una expresión de angustia—.
Cariño, nunca me has contado dónde te hiciste esa cicatriz.

Christal cerró la mano y sus labios esbozaron una sonrisa amarga.

—No sé por qué no nos creen, Dixi; sólo sé que alguna gente nunca
estará convencida de la verdad.

—Dímelo a mí. —Dixi se ajustó el corsé, una maniobra que requería un


considerable esfuerzo, sin dejar de hablar acaloradamente—. Pero algún día,
todo eso cambiará. Óyeme bien, cariño, ¡pienso votar en las próximas
elecciones, sí señor! Tenemos suerte de vivir en este territorio, porque las
mujeres podemos votar desde el 69, y, a partir de ahora, me lo tomaré en
serio. Las cosas van a cambiar por aquí; puede que incluso me presente a juez
de paz para enseñar a la gente de este pueblo una buena lección. En South
Pass tenían a una mujer en el puesto, ¿por qué no aquí? —Dixi miró indignada
a Christal, esperando su opinión.

—Yo votaría por ti —afirmó la joven.

—Bueno, me lo estoy pensando, no te creas que no. —Se abrochó la


parte delantera, se colocó las faldas y salió de la celda convertida en una
mujer libre.

—Faulty te espera en el salón, Dixi —dijo Cain, que entraba justo en ese
momento en la cárcel.

—¿No hay disculpas, sheriff? —lo desafió Dixiana.

—Hice mi trabajo, eso es todo, además, sabes que pensaba llevarte al


salón. —Se volvió hacia Christal—. ¿Estás lista?

—¿Adonde vais? —Dixi miró al sheriff y después a Christal

—A una cabaña que tengo en las montañas. Christal y yo nos


quedaremos allí un tiempo. —Miró a la joven con una expresión dura e
inflexible, como retándola a que se negara, pero ella se limitó a guardar
silencio.

259
FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

—¿Nos dejas, sheriff? ¡Pero si acabas de llegar! —se extrañó.

Christal no estaba segura de que Dixi lamentara la marcha de Cain, ya


que era un hombre impredecible y peligroso, y su amiga prefería a los
vaqueros inexpertos y aduladadores, sin embargo, a pesar de ello, no podía
evitar sentirse atraída por él. La joven se daba cuenta incluso en aquellos
momentos, porque a Dixi nunca se le había dado bien disimularlo.

—Vendré de vez en cuando para encargarme de que todo siga en orden


—le aclaró Cain—. Este pueblo no necesita un sheriff disponible en todo
momento, pero estaré cerca si me necesitáis.

—Oh, eso espero —respondió Dixi irónicamente—. No me gustaría que


alguien más perdiese algo, y yo fuese acusada de nuevo.

—No había forma de evitarlo —señaló Cain, con una sonrisa de


disculpa—. Si de mí hubiera dependido, nunca te habría metido entre rejas y tú
lo sabes.

—Cuéntale eso al juez de paz. Me voy a presentar para el cargo, ¿no lo


habías oído?

Cain no pudo evitar reírse entre dientes. Dixi le dio un manotazo y


Christal sintió que unos extraños celos le ardían por dentro.

—Cuídate, Christal —le dijo Dixi a modo de despedida.

—Tú también, Dixiana. —La joven la observó marcharse al salón casi


con nostalgia. No creía poder olvidarla porque era una mujer única. Seguro
que estaría bien, quizá incluso consiguiera llegar a ser jueza.

La mirada de Christal se dirigió a Cain; ya no les quedaba más que


hacer, salvo irse.

—Coge ese paquete, nos lo llevamos —dijo él, haciendo un gesto con la
cabeza para señalar la mesa.

—¿Qué es?

—Míralo.

260
FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

La joven abrió una esquina del gran paquete, y de él asomó una tela de
lana celeste.

—¿Te gusta? Recordé que querías comprarla. Podrás hacerte un vestido


mejor que el que tienes puesto. —Se acercó a ella y le acarició los antebrazos
con aquellas manos que parecían de hierro.

—Es preciosa, gracias —consiguió decir entrecortadamente. Lágrimas


ardientes asomaron a sus ojos mientras se llevaba la tela al pecho. Nadie
había tenido un detalle así desde que la habían encerrado en aquella
institución.

Sintiendo una extraña calidez en el corazón, envolvió lentamente la tela


y se preguntó si aquel viaje que estaban a punto de iniciar no sería más que
un retraso, un tiempo construido de forma artificial. Nunca se lo había dicho a
Cain, pero el mestizo seguía obsesionándola, despertando en ella un miedo
innato, aunque la lógica le decía que se había marchado. Pero, cuando cerraba
los ojos, allí estaba él, mirándola con la misma expresión despiadada que su
tío, recordándole que, en cualquier momento, todo aquello por lo que vivía
podía desaparecer.

—Nos queda un largo viaje hasta la cabaña —comentó Cain, cogiendo el


paquete.

—¿Pertenece a alguien?

—Es una cabaña de tramperos en medio de la nada, así que es el lugar


perfecto. Kineson y su banda se escondían allí después de cada robo.

La llevó fuera, donde esperaba su caballo cargado de alforjas llenas de


provisiones. El cielo nocturno que los cubría estaba salpicado de estrellas tan
blancas y radiantes que parecían tan irreales como el polvo de hadas.

Macaulay la ayudó a montar y después subió detrás de ella.

—Dile adiós a Noble, Christal —dijo cuando el caballo empezó a cabalgar


hacia el este—. Si está en mis manos, nunca volverás a verlo; nos iremos a
Washington en primavera.

Ella contempló la pradera cubierta de nieve que se teñía de añil a la luz


de la luna y pensó en su tío. ¿Estaría cerca o al otro lado del mundo? No lo
sabía, y eso era lo que le provocaba pesadillas.

261
FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

—Oh, Macaulay, no sé muy bien qué nos espera.

—Esto es lo único que nos espera.

Volvió la cabeza y la sorprendió con un beso, un beso largo y lento que


la hizo olvidarse de todo salvo de lo mucho que lo necesitaba; una necesidad
tan querida como odiada, ya que estaba fuera de su control. La prueba de ello
era que se encontró aferrada a la rugosa lana del abrigo de Cain, suplicándole
que el beso no acabara nunca y, por fin, tuvo que ser él quien se apartara para
conducir al caballo hacia el este, donde las montañas se elevaban sobre las
nubes nocturnas como un enorme cielo azul.

Llegaron a la cabaña bien avanzada la mañana, tras seguir el curso del


río North Popo Agie hasta su nacimiento, un impresionante lago suspendido
entre el glaciar y la montaña. La cabaña de madera estaba en un valle que, en
primavera, quedaría cubierto de tierna hierba verde, aunque, en aquellos
momentos, no era más que una hendidura nevada entre enormes peñascos.

Al principio, Christal se preguntó cómo se las arreglarían en una cabaña


de una sola habitación sin ventanas ni comodidades, pero, cuando Macaulay
encendió la chimenea, vio que era lo bastante grande para mantener el cuarto
caliente, y que, al menos, había muebles, si se contaban las sillas hechas de
ramas con la corteza sin quitar, la mesa tambaleante con agujeros, y la cama,
también fabricada con tosca madera atada con tiras de cuero. En el exterior
había leña para la chimenea y en el lago conseguirían peces. Les iría bien, por
un tiempo.

Colocó el rollo de lana azul celeste sobre la polvorienta mesa. La luz del
sol se derramaba en la cabaña a través de la puerta abierta y pudo ver cómo
Cain llevaba al caballo a un pequeño establo aledaño. Al otro lado del valle, la
cima del Pingora estaba teñida de rosa y los colores del cielo eran tan
maravillosos que ningún pintor habría sido capaz de capturarlos. Bajo el
granito azul, el lago celeste se iluminaba alegremente con la luz que reflejaba
la nieve. Cain le dijo que lo llamaban Lago Solitario y Christal entendía el
porqué: tres de los lados del valle estaban rodeados de muros de roca que se
elevaban hasta el cielo. Era el escondite perfecto, aún más aislado que Falling

262
FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

Water. La joven dudaba que los indios pasaran por allí más de una vez cada
mil años.

Cain entró en la cabaña y tapó la luz por un instante. El fuego crepitaba


en la chimenea, proyectando sombras sobre su rostro.

—¿Podemos quedarnos aquí para siempre? —preguntó ella en voz baja.

—Es la mejor propuesta que me han hecho nunca —respondió él,


dejando las pesadas alforjas en la mesa y mirándola con una mezcla de calidez
y rara ternura.

—¿Tienes hambre?

—En realidad, la pregunta es: ¿sabes cocinar? Todavía recuerdo


aquellas alubias de Falling Water.

Ella reprimió una sonrisa y se acercó a las alforjas.

Cain cerró la puerta y dejó la cabaña sin ventanas sumida en sombras,


parcialmente vencidas por el fuego que bailaba en el hogar.

Estaban solos, profunda y completamente solos, como si fueran los


únicos habitantes del universo. Por una vez, la joven no tenía que preocuparse
por que el mundo exterior se inmiscuyera; allí sólo existía el fuego, la
oscuridad y él.

Cain se acercó a ella despacio por la espalda y le acarició el pelo, como


si rindiese homenaje a una deidad. Desde su salida de Noble, no había dejado
que se lo recogiese porque le gustaba vérselo suelto y salvaje, y Christal no
se molestó en protestar.

Se inclinó para besarla en el cuello y ella se ruborizó al recordar lo


atrevida que había sido la última vez que habían hecho el amor. El poder que
aquel hombre ejercía sobre sus sentidos la inquietaba.

Cain rodeó con sus poderos brazos la cintura de la joven y la estrechó


firmemente contra su pecho.

—Me amas, Christal —susurró en su oído. No era una pregunta, sino una
afirmación.

263
FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

Ella giró la cabeza para mirarlo, sin ser consciente del dolor que
reflejaban sus ojos.

—Podría decirte que no.

—Pero me amas. —La joven apartó la mirada sintiéndose expuesta e


indefensa, ahora que él conocía sus sentimientos—. Vamos, probemos la
cama.

Christal tembló y su cuerpo se puso en tensión. Aunque había hecho


todo lo imaginable con aquel hombre en la cama, todavía no se sentía cómoda
con lo que hacía. Sentía que algo no estaba bien porque, por muy salvaje que
se hubiese vuelto en Wyoming, la necesidad de casarse que le habían
inculcado de niña seguía grabada en su interior.

Al notar su reticencia, Cain susurró:

—Sé que somos diferentes, Christal, lo veo cada vez que hablas, cada
vez que levantas la barbilla para desafiarme. Sé que vienes de una buena
familia, puede que incluso de una familia rica; veo el dinero reflejado en la
fotografía con tu hermana y en tus modales. Pero, por alguna razón, una razón
que puede que nunca averigüe, ya no hay dinero. Aferrarte a tu moralidad de
niña rica no te lo va a devolver.

—¿Y tú creciste sin moral? No me extraña que Georgia perdiese la


guerra. —Se zafó de sus brazos y se alejó de él para que no viese que se
arrepentía de sus palabras. ¿Cuándo iba a dejar de flagelarlo con la guerra
cada vez que discutían? Se odiaba por hacerlo, y su única excusa era que Cain
la dejaba tan indefensa que recurría a tácticas cobardes.

—Puede que creas que no soy digno de ti, pero no soy yo el que huye.
—No se molestó en ocultar la amargura de su voz.

Ella sintió sus palabras como una puñalada en el corazón, así que
estaban empatados.

Cain le acarició la mejilla, la atrajo hacia sí lentamente, y ella acabó


aceptándolo.

—Estamos aquí para no pensar en eso —dijo él en voz baja.

264
FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

—Lo tenemos delante, ¿cómo no vamos a pensar en ello? ¿Cómo no nos


vamos a pelear por ello?

—Mis padres siempre se estaban peleando —se rió Cain—. De hecho, no


recuerdo un sólo día en que no lo hicieran. Una vez, mi madre le dio a mi
padre en la cabeza con una sartén, y él tardó dos días en despertarse. —Ella
lo miró con horror; incapaz de pensar en sus padres haciendo algo
semejante—. Sé que está bastante lejos de tu experiencia, pero te diré una
cosa: cuando se reconciliaban, nos enviaban a mis hermanos y a mí a jugar
fuera hasta la noche. Sólo puedo imaginarme lo que hacían todas aquellas
horas en el dormitorio. Todavía puedo oírlos reír y armar escándalo. —Acunó
el rostro de Christal entre sus grandes manos—. ¿Sabes? Mi madre tuvo que
saber de alguna manera que él había muerto en la guerra, y se rindió.

El pesar que teñía su voz la conmovió y la hizo pensar en sus propios


padres. Habían muerto juntos, y ella se consolaba pensando en que era lo que
habrían preferido.

La cogió de la mano para llevarla a la cama, pero ella se negó.

—¿Qué te detiene? Sé que disfrutas tanto como yo.

—Sí, así es —admitió, apartando la cara—. Me gusta demasiado. Tanto,


que apenas puedo seguirte el ritmo.

—Sí que puedes... Ya lo has hecho, y seguirás haciéndolo.

Se miraron a los ojos durante lo que pareció una eternidad. Aunque, en


algunas cosas, él podía afirmar que no había recibido la misma educación que
ella, el hombre que la miraba en aquellos momentos era alguien endurecido y
formado en sangrientas batallas. Sabía lo que quería y no veía razón para
perder el tiempo. Aquella idea la dejaba sin aliento.

Sintió el reconfortante cerco de sus poderosos brazos estrechándola


contra él y temió acostumbrarse a su protección, ya que su amor por ella
pendía de un hilo de seda que podía romperse en cuanto viese el cartel de
busca y captura.

—El colchón está sucio —susurró, sintiendo el ardiente rastro de los


labios de Cain en su vulnerable cuello.

265
FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

Lo estaba; la tela manchada estaba rellena de hierba seca que asomaba


a través de grandes agujeros. No había mantas ni sábanas, pero, sin dejarse
desanimar, Cain tiró su abrigo azul sobre el colchón para cubrirlo.

Lentamente, tumbó a la joven y la arropó con la intimidad de la calidez


que conservaba la prenda. Hicieron el amor poco a poco, deleitándose en cada
caricia, cada beso, creyendo que el mundo nunca se entrometería en la unión
que forjaban.

Más tarde, tumbada a salvo entre sus brazos, cerró los ojos y empezó a
soñar.

Cain era su amante, pero ya no era forajido ni sheriff. En su sueño, era


un caballero que llegaba de visita a la puerta de la casa de los Van Alen en
Washington Square. Llevaba un abrigo negro, un elegante pañuelo al cuello y
la cabeza descubierta.

Su madre no lo aprobaba del todo.

—No está civilizado —le dijo, observando a Cain desde la puerta abierta,
como si él no pudiera verla ni oírla.

Christabel no pudo negarlo, pero, a pesar de todo, lo invitó a entrar y


pensó que el negro se adaptaba a la perfección a su humor y a sus ojos,
pálidos como el hielo.

El invitado tomó una copa con su padre en la biblioteca, mientras su


madre y ella bebían licor dulce en el salón. Ni una sola vez durante el sueño
pensó que aquello fuese extraño. En la vida real, nunca había ido un
pretendiente a verla a casa de sus padres a causa de su extrema juventud.
Aún así, no resultaba difícil imaginarse cómo habría sido la escena.

Naturalmente, a su padre le gustaba su pretendiente, y sus carcajadas


resonaban a través de las puertas de roble. Cain podía despertar simpatía y
respeto en otros hombres, al igual que temor. No había términos medios.

266
FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

—¿Tendré hijos suyos, madre? ¿Serán tan fuertes y altos como él? —
preguntó. El sueño le daba libertad para hacer preguntas que nunca se habría
atrevido a plantear en la vida real.

—Siempre quisimos tener algún hijo varón aparte de ti y tu hermana. Sí,


mi querida Christabel, debes tener los hijos de Macaulay. —Su madre le dio
una palmadita en la mano y su sonrisa angelical la bañó con su luz.

—Pero, madre, ¿me querrá alguna vez como papá te quiere a ti? —
Incluso ella podía percibir la tristeza de su voz.

—Si no fuera así, cariño, no dejaríamos que se casara contigo. —Su


madre le apretó la mano y Christabel regresó a su costura, algo que nunca se
le había dado muy bien. Alana era la artista con la aguja, no ella.

—¡Un momento! —De repente, oyeron los gritos de su padre, furiosos y


teñidos de miedo—. ¡He dicho que espere un momento! ¡No puede hacerle eso
al prometido de mi hija!

Su madre saltó del asiento junto a la chimenea y abrió las puertas de


roble. El grito ahogado que emitió hizo que Christabel sintiese escalofríos.

Poco a poco, como si el miedo hubiese paralizado sus músculos, la joven


apartó el bastidor de la costura y se levantó. De algún modo sabía lo que la
esperaba, así que avanzó lentamente hacia la entrada de la biblioteca para
comprobar que Didier había llegado.

La biblioteca estaba a oscuras, iluminada tan sólo por la chimenea junto


a la que estaba su tío. Llevaba un abrigo azul y un chaleco de seda con
estampado de cachemira que cubría elegantemente su incipiente barriga. Al
contemplarlo con detenimiento, Christabel entendió lo que había visto su tía
en él: Baldwin Didier era un hombre atractivo, imponente con su perilla,
elegante, y con esa mirada fría y penetrante, similar a la de Cain.

Pero en los ojos de Didier no había un alma que clamase por su


salvación, ni un muchacho perdido en la guerra que necesitase calor y amor,
como había visto en los de Cain más de una vez. Cuando miraba en las
profundidades de los ojos de Didier, sólo encontraba un vacío helado del que
no se podía regresar.

267
FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

Empezó a dar vueltas, arañando las sombras para intentar encontrar a


su padre, para buscar ayuda, pero su padre había desaparecido en la
oscuridad junto con su madre.

Entonces, las sombras se abrieron y vio lo que había hecho gritar a su


madre.

Macaulay estaba amordazado y colgado de una soga, con un pañuelo


tapándole los ojos, mientras Didier se preparaba para darle una patada al
taburete que le sostenía los pies.

—Has sido una niña mala, Christabel... ¿Vas a aguantar tu castigo? —le
preguntó Didier dirigiéndole una mirada que la hizo temblar de frío.

—¿Por-por qué he sido mala? —consiguió decir, con la mirada fija en


Cain, que permanecía inmóvil sobre el taburete.

—Quizá si te hubieses portado mejor, no tendría que haber matado a tus


padres. Quizá si hubieses entrado en su dormitorio antes, podrías haberme
interrumpido, podrías haberme impedido que acabase con ellos. ¿Qué tienes
que decir en tu defensa, jovencita?

—¿Cómo iba a saber que pensabas matarlos? Me desperté, olí el humo y


entré. Ojala pudiera haberlos salvado. Los quería tanto... —La nostalgia y la
desesperación quebraron su voz—. Te lo suplico, no te lleves también a
Macaulay. Te lo suplico, es lo único que me queda.

—¿Y qué me puede importar eso a mí? —Didier colocó su reluciente


zapato en el taburete y fingió empujarlo—. Has sido una niña mala, Christabel
Van Alen. Podrías haber salvado a tus padres y no lo hiciste. No llegaste a
tiempo. No te mereces a este hombre.

—¡No! ¡Te lo suplico! ¡Te lo suplico!

La joven gritó y la oscuridad que la rodeaba, negra y terrible, se


apoderó de ella cuando Didier empujó el taburete.

268
FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

—Christal... Christal. —La voz que atravesó sus llantos era un murmullo
ronco y profundo que la hizo sollozar.

—¡No te lo lleves, te lo suplico!

—Shh... pequeña, tranquila. Es sólo una pesadilla.

Christal luchó por soltarse del abrigo que la envolvía, abrió los ojos y se
sentó en la tosca cama de la cabaña, aferrada a Macaulay como si todavía
fuese el forajido al que querían meter entre rejas.

—¡No dejes que te lleve! ¡Lo siento! ¡Oh, Dios, ojala hubiese llegado
antes! —se lamentó, intentando recuperar el aliento al tiempo que lágrimas
cristalinas caían incontenibles por sus mejillas.

—Has tenido una pesadilla, nada más. Nadie te va a hacer daño, te lo


juro. —Macaulay le apartó los mechones de pelo que se le habían pegado a la
frente sudorosa—. ¿Ves? Estás aquí conmigo, a salvo, y nadie me va a llevar a
ningún lado.

—Hazme el amor —susurró ella, recostada sobre su pecho.

—Pequeña, estás alterada...

—Hazme el amor —repitió, abrazándose a él como si no acabase de


creer que estuviese allí, cálido, vibrante y vivo.

—Cuéntame el sueño...

No pudo terminar la frase, porque ella se puso a horcajadas sobre él con


un rápido movimiento y lo besó, suplicándole que hiciese lo que le pedía. Si
antes había sido una doncella reacia, en aquel momento se había convertido
en una audaz seductora. Quería olvidar y haría cualquier cosa para
conseguirlo.

Cain gruñó y se quedó inmóvil bajo sus manos, como si temiese


aprovecharse de ella. Pero su caballerosidad tenía un límite; con cada suave y
ardiente beso de la joven, él parecía perder su voluntad, hasta que,
finalmente, el caballero desapareció, y el forajido rebelde que ella conocía
tan bien ocupó su lugar, el forajido que haría cualquier cosa por tenerla, el
forajido que tomaba lo que quería antes de preguntar.

269
FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

Con un gemido de satisfacción, Christal sintió que Cain le devolvía el


beso, que sus brazos la estrechaban con fuerza, que sus labios se tornaban
rudos y que su lengua saboreaba las texturas de su boca hasta hacerla
temblar de placer.

—Más —exigió la joven en cuanto se separaron para recuperar el


aliento.

—Dime qué te asustó.

Las manos de Christal temblaban cuando rodeó su gruesa y dura


erección con los dedos; necesitaba tenerlo en su interior, colmándola,
estirando sus tejidos al límite, que la hiciese sentir que la iba a partir en dos.

—Después.

Él le apresó las manos y detuvo sus movimientos.

—Dímelo ahora, Christal, necesito saber qué te ha asustado.

—Después —insistió ella, retorciendo las muñecas, frustrada ante su


inmovilidad. Luego, vencida, se calmó y lo miró a los ojos—. Prométeme que
no habrá otro tiempo ni otro lugar más que estos.

—Si eso es lo que necesitas, te lo prometo —respondió él con rostro


grave, lleno de preocupación—. Pero dímelo. Por una vez, confía en mí,
Christal.

—Lo haré —sollozó la joven—. Confiaré en ti, pero tienes que tomarme
y hacerme olvidar, aunque sólo sea durante un instante.

Él asintió, y la besó profunda e intensamente mientras la acariciaba con


rudeza, como si su pasión pudiese hacer desaparecer el miedo.

—Hazme tuya —musitó Christal, moviéndose sinuosamente sobre él y


urgiéndole a que completara la unión. Sus labios devoraban su boca,
despertando su hambre.

—A partir de ahora —siseó Cain contra sus labios, como si hiciese un


voto—, no habrá más lugar que éste, ni más pasado que el que vamos a
construir a partir de aquí.

270
FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

La tumbó de espaldas con facilidad y se irguió sobre ella, apoyando los


brazos en el colchón. Christal lo recibió anhelante entre sus muslos, deseando
que llenara el vacío que sentía siempre que pensaba en vivir sin él.

—Te quiero, Macaulay. No importa lo que pase, te quiero. Te quiero —


susurró mientras él la penetraba hasta lo más profundo de su ser.

El mestizo siguió el rastro del caballo por la nieve, aunque su propia


montura no era tan ágil ni tan rápida. Aun así, avanzó; ya estaba dentro del
valle y había dejado atrás el pico Dog Tooth y las praderas. Delante de él
tenía Cirque of the Towers, y la puesta de sol lo cegaba en su camino hacia el
oeste.

La encontraría; la chica de salón con la que había bailado la noche


anterior era la mujer que quería ver muerta el hombre de St. Louis.

Muerta. Pensó en ello y entrecerró los ojos: nunca había matado a una
mujer tan bonita. Aquella otra mujer de Laramie también era guapa, pero no
tanto. Quizá fuera el cabello rubio lo que marcara la diferencia; él era de piel
morena y quería comprobar el aspecto del pelo rubio de la joven enredado en
su mano. De haber podido, lo habría hecho la noche anterior, pero sabía que
ella no se lo hubiese permitido.

Una lasciva sonrisa distendió sus labios; matar a una mujer le hacía
sentir poderoso. Desde pequeño había pensado en cómo sería matar mujeres.

Detuvo el caballo y dejó que bebiese en las aguas poco profundas del
Popo Agie. También iba a tener que matar al hombre. Había sido una suerte
encontrarlo, porque había preguntado por la chica en varios lugares y nadie la
conocía, pero sí recordaban a un hombre que iba buscando a una joven con la
misma descripción unos meses antes. El hombre se llamaba Macaulay Cain, y
le dijeron que se había convertido en una especie de sheriff cerca de South
Pass. Había tardado menos de un día en encontrarlo en Noble y menos de una
hora en encontrar a Christal vendiendo bailes en un salón de mala muerte.

Llegó a la cabaña cerca del atardecer y vio a un caballo atado en un


pequeño establo, un appaloosa. El mestizo sintió que se le subía la sangre a la
cabeza, casi mareado por aquella emoción tan fuerte e intensa.

271
FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

Desmontó y se escondió debajo de un saliente de granito. La puerta de


la cabaña quedaba perfilada por la luz de la chimenea. Deseó poder entrar en
aquel mismo instante, pero sospechaba que la puerta estaría bloqueada por
dentro. No era problema, porque podía esperar. Al final se abriría, y, mientras
tanto, cavaría y construiría un refugio para evitar el frío de la noche.

Desató la piel de oso que llevaba enrollada a la espalda y se cubrió el


torso con ella, buscando con la mirada el contorno de aquella puerta. Un
rectángulo de luz, un pasaje al infierno.

Y esperó.

—¿Estás bien?

—Mmm... —Christal se arrebujó más en el hombro de Macaulay. El


fuego crepitaba y siseaba, dejando escapar llamas azules que lamían la
chimenea.

—Cuéntame lo del sueño.

Ella se puso tensa. Era un lujo estar junto al fuego en brazos del hombre
que amaba, con el cuerpo saciado y la mente tranquila. No quería que aquel
momento terminase.

—Era un sueño sobre mis padres. Un pretendiente venía a buscarme a


la casa de mi familia.

—¿ Quién era el pretendiente?

—Tú —respondió la joven, mirándolo a los ojos.

—¿Y por eso te despertaste gritando? —Sus labios dibujaron una sonrisa
amarga—. Me puedo imaginar esa reacción en algunos padres, pero no en una
hija.

—No —dijo ella, a punto de reírse—, no era por eso. De hecho, a ellos
les gustabas. —Rodó sobre el pecho de Cain—. Y yo estaba contenta.

272
FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

—Entonces, ¿qué te asustó? —Enredó la mano en su pelo, como si fuera


una sensual cuerda dorada.

A la joven se le oscurecieron los ojos y bajó la mirada hasta la cicatriz


que rodeaba el cuello de Cain. La rozó con el dedo y le sorprendió comprobar
que él daba un respingo.

—Dijiste que te colgaron por error y que podrían haberte matado. Fue
un milagro que sobrevivieras.

—Supongo que mi ángel de la guarda estaba por allí.

—Si te hubiesen matado, nunca te habría conocido —siguió ella,


apoyando la cabeza en su pecho desnudo, reconfortada por el firme latido de
su corazón—. Soñé que te colgaban —musitó, tras hacer una pausa en la que
poder tragarse la emoción que amenazaba con hacerla llorar.

—¿Esperabas poder salvarme? ¿Por eso gritabas? ¿Llegaste tarde?

—Sí —susurró ella, desolada—. Tarde para todo.

—Christal, ¿por qué no puedes presentarme a tus padres? —La abrazó


con fuerza y le acarició el largo cabello hasta llegar a sus nalgas desnudas.

Ella cerró los ojos, reacia a recordar los detalles, sobre todo en aquel
momento, cuando estaban tan lejos de todo lo que podía interponerse entre
ellos.

—Están muertos. Murieron en un incendio. Podría haberlos salvado pero


no llegué a tiempo. —Él guardó silencio durante un largo instante y siguió
acariciándole el cabello.

—Adoro tu pelo, Christal —dijo al fin, como si desease romper la


tensión—. Siempre huele a rosas.

—En Washington Square había una anciana que vendía rosas. Mi padre
le compraba una a mi madre todos los días, hasta el día que murieron. —Dejó
escapar un largo y trémulo suspiro.

—Es la culpa lo que te duele tanto, ¿verdad? —Una lágrima cayó por la
mejilla de Christal y se posó en el pecho de Cain—. Cuéntame el resto.

273
FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

—Es... terrible —sollozó ella.

—Quiero oírlo.

—Tengo miedo.

—No lo tengas. El tiempo que pasemos juntos en esta cabaña te hará


cambiar de idea.

—Hazme cambiar de idea, Macaulay. —La joven levantó el rostro


surcado por las lágrimas, y él la besó. No le hizo más preguntas ni ella ofreció
más confesiones. Se quedaron tumbados junto al fuego, y él le acarició el
cabello hasta que, por fin, se quedó dormida en sus brazos, sin sueños que la
perturbasen, a salvo de las pesadillas.

274
FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

Capítulo 23

—¿Adonde vas? —le susurró a Cain cuando vio que se levantaba de la


cama y se ponía los vaqueros. Tenía que ser por la noche, así que había
pasado un día entero sin que se diesen cuenta, aislados por la oscuridad de la
cabaña.

—El caballo está inquieto —le explicó, como si tuviese la cabeza en otra
parte.

—¿Podrían ser lobos? —preguntó, alarmada, al ser consciente de que el


acento sureño había aparecido de nuevo en la voz masculina.

—No... —En el exterior, el appaloosa relinchó, y Cain observó la puerta


cerrada, cada vez más preocupado—. Quizá sea un oso que ha despertado de
su letargo y tiene hambre.

—No vayas —le pidió ella, alargando el brazo hacia él—. Una vez vi
cómo un oso mataba a un ciervo y fue espantoso.

—Atranca la puerta cuando me vaya —dijo Cain mientras se colocaba la


pistolera con movimientos certeros, aunque intranquilo—. Si es un oso, olerá
la comida y estará aquí antes de que pueda detenerlo. —Miró hacia la mesa
donde estaban las alforjas, todavía sin desempaquetar.

—¿Vas a matarlo? —musitó Christal, poniéndose la camisola.

—Quizá, veamos de qué se trata. —Se encogió de hombros y se vistió


con una camisa de franela y su chaqueta de ante.

—Ten cuidado, por favor. —Las últimas palabras parecían una plegaria.

275
FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

Macaulay cogió su rifle de repetición y abrió la puerta. Christal, envuelta


en el abrigo, corrió al umbral y se sorprendió al ver que de nuevo estaba
amaneciendo. Todo el valle estaba bañado en luz grisácea.

El caballo había salido del establo acercándose hasta el lago, y, a pesar


de la penumbra, la joven vio que tenía las orejas levantadas y el rabo erguido
de miedo. Estaba oliendo algo en el aire, algo peligroso.

Cain se volvió hacia ella y le lanzó una advertencia con la mirada, así
que la joven entornó la puerta todo lo que pudo para ver lo que pasaba a
través de una rendija. Si era un oso, lo vería cargar contra la puerta antes de
que llegase, y, mientras tanto, Cain tendría que soportar que lo vigilase. No
pensaba dejarlo desaparecer sin saber lo que le pasaba.

Lo vio avanzar con sigilo hasta la orilla del lago y tranquilizar al caballo,
que se dejó conducir de vuelta a la cabaña.

Pero, de pronto, se oyó un ruido. Las ramas se agitaban y rompían


sobre un montículo de nieve medio derretida. Christal contuvo el aliento y se
tragó un grito por pura fuerza de voluntad. Cain no se movió y el appaloosa
empezó a corcovear aterrado por lo que se escondía en los arbustos que se
encontraban a su izquierda.

Sin hacer caso de su buen juicio, la joven salió corriendo de la cabaña


para acercarse a Cain. Estaba a unos veinticinco metros cuando se detuvo de
golpe, más helada por el miedo que por la nieve que le congelaba los pies
descalzos.

Era un oso. El animal apareció en lo alto del montículo, aplastando el


arbusto a su paso. No era muy grueso y tenía las garras increíblemente
largas, prueba de que no había cazado en varias semanas, no desde que la
nieve había cegado el valle y lo había convertido en un erial helado.

El caballo dejó escapar un relincho agudo y Cain le rodeó el hocico con


la mano para obligarlo a bajar la cabeza, ya que, si no veía nada, no estaría
tan asustado.

—Cain, Cain —susurró la joven.

—Te dije que te quedaras en la maldita cabaña —la regañó con voz
firme y segura, sin rastro de miedo, sorprendiéndola al comprobar que la
había oído.

276
FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

El oso se detuvo en el montículo y miró a Cain directamente.

—¿Quieres que lo distraiga? —le preguntó ella, con voz temblorosa.

—No, maldita sea. —El caballo intentó levantar la cabeza y Cain tuvo
que emplear toda su fuerza en contenerlo.

—¿Debería...? —empezó a decir Christal, pero las palabras murieron en


su garganta.

El oso se levantó sobre las patas traseras hasta alcanzar una altura de
más de dos metros y medio. Parecía tan humano que daba escalofríos.

—Vuelve a la cabaña, Christal —le ordenó Cain en tono tranquilo—. No


lo mires a los ojos y no hagas ruidos fuertes para no irritarlo.

—¡Dispárale! —susurró con voz ronca la joven, pensando que Cain se


había vuelto loco.

—Retrocede y métete en la cabaña. ¡Vamos!

—Te va a atacar, no puedo dejarte... —protestó ella, mirando al oso


erguido y tragándose otro grito.

—Me está oliendo, eso es todo. Si fuese a atacar, ya lo sabrías. Estaría


lanzando zarpazos como un perro rabioso. Ahora sólo quiere saber dónde
estamos, así que vuelve a la maldita cabaña. Necesito que lo hagas.

Ella retrocedió poco a poco, resbalándose con los pies desnudos sobre
la nieve y el hielo. De repente se dio cuenta de que era cierto que el oso
intentaba captar el olor de Cain. Tenía el hocico en alto y las enormes patas
delanteras permanecían inmóviles. El caballo dejó escapar un relincho de
cansancio y su dueño intentó silenciarlo contra su pecho.

Christal estaba en el umbral cuando, por fin, el oso se puso a cuatro


patas, y, aunque los ojos del animal eran demasiado pequeños para saber en
qué pensaba, vio que su boca se había torcido en una expresión de extrema-
repugnancia, como si hubiese detectado un aroma oscuro y extraño.
Finalmente, lanzó un rugido al aire y se alejó deprisa. Cain, el appaloosa y ella
se quedaron completamente quietos, observando cómo subía por la pendiente
hacia Warrior Peak.

277
FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

Temblando, Christal se agarró al umbral de la puerta mientras Cain se


quedaba inmóvil junto al lago hasta que el oso estuvo lo bastante lejos. La
joven casi se rió de alivio al oír otro de los débiles relinchos del caballo.

Entonces, el cielo desplomó, o, al menos, eso le pareció a Christal. Algo


pesado saltó del techo de la cabaña sobre ella y la tiró al suelo. Horrorizada,
se quedó quieta intentando respirar y contemplando la larga sombra del
mestizo que había conocido en el salón.

El hombre sacó una pistola, le dio una patada a la joven para terminar de
meterla en la cabaña y atrancó la puerta.

—¿Por-por qué estás aquí? —jadeó, arrastrándose hasta un rincón. El


dolor y el terror crecían con cada aliento que tomaba—. ¿Qué quieres?

—Otro baile. —El mestizo se rió, y el sonido hizo que Christal se


estremeciera de miedo.

Su sombra cayó sobre ella y, sintiéndose condenada, se acurrucó todo lo


que pudo, consciente de lo que aquel hombre iba a decirle antes de que lo
hiciera.

—Un hombre de St. Louis me pidió que te encontrara y me pagó con


oro. —Se arrodilló y le tocó el pelo, como si llevase mucho tiempo esperando
para hacerlo.

—Mi tío —musitó ella ahogadamente.

—No sé si seréis familia, pero me pagó para matarte, así que lo haré.

—Eres tú el que morirá —replicó ella, reuniendo de algún modo el


valor para hacerlo. No podía dejar que la matase y destruyese la felicidad que
pudiera tener con Cain—. El hombre de ahí afuera se vengará si me haces
daño. Ni siquiera imaginas lo peligroso que es. Te perseguirá y te matará sin
piedad.

—No ha matado al oso.

La expresión del mestizo o, mejor dicho, su falta de expresión la dejó


helada.

278
FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

—El... el oso se fue —tartamudeó ella—. Si te vas sin hacerme daño,


Cain también te dejará marchar. —Lo miró, buscando desesperadamente un
rastro de compasión en sus ojos, sabiendo que era inútil.

—He esperado durante horas a que se abriese la puerta de la cabaña.


Cuando vi el oso, me alegré. No tengo miedo ni del oso, ni de él —concluyó,
señalando la puerta con la cabeza.

Acurrucada en la esquina, la joven lo miró. Se le había olvidado lo alto y


musculoso que era; parecía un animal salvaje, salvo por la maldad que estaba
impresa en su mirada.

—El oso se ha ido y tú también tienes que hacerlo. Sálvate —susurró


Christal, con el corazón latiéndole con fuerza en el pecho.

—¡Christal! ¡Abre la puerta! ¿Por qué la has bloqueado? —la llamó Cain
desde fuera, en tono molesto.

—Ayúdam... —La sucia mano del mestizo ahogó la respuesta.

—Maldita sea, ¡abre la puerta, Christal! —La furia y la preocupación


eran evidentes en la voz de Cain.

—No hables —le advirtió el mestizo, poniéndose un dedo en los labios.


Ella vio cómo observaba su pelo, hechizado. Era el final del viaje: su tío la
había encontrado y había ganado. El mestizo la mataría y después, en cuanto
Cain atravesase la puerta, intentaría también acabar con él.

—No lo hagas —imploró.

—¿Qué otra opción tengo? —El mestizo sonrió, dejando al descubierto


unos dientes amarillos y torcidos—. ¿Crees que dejará que te lleve conmigo?

Impotente, la muchacha pensó en las veces que Cain la había protegido.


Incluso cuando ella pensaba que se trataba de un forajido, él siempre la había
cuidado. No se merecía morir por su causa; lo menos que podía hacer era
salvarle la vida. Si había llegado el fin para ella, que así fuera, pero lucharía
por la vida de Cain.

Cogió el cañón del revólver con el que la apuntaba y se puso en pie de


un salto, luchando como una gata salvaje. El mestizo se sorprendió y soltó el
arma. Ella lo apuntó, pero él le dio un golpe y la lanzó contra la pared,

279
FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

dejándola aturdida. Le quitó el revólver y, de nuevo en posición de poder, la


miró mientras ella jadeaba en la esquina, derrotada.

Entonces se dio cuenta de que Cain había dejado de gritar. El silencio


que se había instalado en el lugar era artificial, amenazador.

Con rapidez, el mestizo la cogió por la muñeca y la puso de pie. Le pasó


los sucios dedos por el pelo, y su olor, rancio y acre, abrasó las fosas nasales
de la joven, que examinó desesperadamente la cabaña en busca de un arma.

—Me llevaré tu pelo.

—Un puñado de pelo no es una gran compañía —repuso, intentando


ocultar el pánico—. ¿No... no preferirías que... que me fuera contigo? Pu-
puedo cocinar para ti... —Intentó pensar en algo que lo tentara para darle
tiempo a Cain—. Has-hasta puedo calentarte por las noches. ¿Sabes? Ya he
vivido con forajidos antes y, bueno, podría irme contigo.

Christal no estaba segura, pero le pareció ver por fin un rastro de


emoción en aquellos terribles ojos oscuros.

—Estás mintiendo. Sabes que no te quedarás conmigo ni me consolarás.


Huirás en cuanto puedas y yo me quedaré sin nada.

—No, no... —protestó, perpleja y sorprendida por su reacción—. Me


quedaría, te debería la vida del hombre que espera ahí fuera.

—Cuando salgamos de la cabaña, ese hombre intentará matarme. Pero


seré yo quien lo mate. No le perdonaré la vida.

—Abre la puerta y deja que hable con él —le suplicó, aterrada—. Le diré
que se vaya, que quiero irme contigo.

Él la observó durante largo rato; después, le puso la pistola en la


cabeza y dijo:

—Abre la puerta.

Christal quitó el cierre con manos temblorosas.

El mestizo salió con ella con la pistola en su sien, lista para disparar en
cualquier momento.

280
FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

—¡Me la llevo conmigo! —gritó al aire.

Dieron una vuelta completa a la cabaña en medio de un silencio


sobrecogedor, pero Cain no estaba a la vista.

—Llámalo —le ordenó el mestizo, golpeándola con el cañón de la pistola


en la cabeza. Cuando se dio cuenta de que ella no iba a obedecerle, la golpeó
otra vez haciendo que se le saltaron las lágrimas del dolor.

—¡Suéltala!

La voz provenía de un saliente en la roca, justo encima de ellos. Llena


de angustia, la joven levantó la mirada y vio a Cain apuntando con el fusil al
mestizo.

—Díselo —le ordenó el asesino.

—Me voy con él, Cain. —Las lágrimas le caían por las mejillas, y aquella
vez no estaba segura de que fuese por el dolor que le provocaba el cañón de
la pistola—. Tengo que hacerlo, ha venido a por mí.

—Suéltala si no quieres que te mate de un tiro —amenazó Cain al


mestizo.

—Si me disparas, le darás a ella. —Se rió y apretó a la joven contra su


cuerpo.

—En el ejército, era famoso por mi puntería. Suéltala.

El mestizo volvió a golpear a Christal en la cabeza con el cañón de


hierro, y ella hizo una mueca de dolor.

Entonces, se oyó un disparo y los brazos del mestizo cayeron como los
de una marioneta. Ella se volvió y contempló horrorizada cómo el enorme
cuerpo de su captor se derrumbaba de espaldas sobre la nieve.

No se veía sangre, tan sólo un pequeño agujero negro en la frente por


donde había entrado la bala.

Cain bajó de un salto del saliente y se inclinó sobre el cadáver.

—No entiendo... —dijo en voz baja, con expresión sombría.

281
FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

—¿Qué... Qué es lo que no entiendes?

—Conozco a este hombre: es un cazarecompensas. Todos los


representantes de la ley del territorio lo conocen.

Ella se quedó paralizada y supo que había llegado el momento que tanto
había temido.

Deseando detenerlo, vio que Cain sacaba un trozo de papel que


sobresalía del chaleco del mestizo. Tenía una pequeña gota de sangre vieja y
oscura, la sangre de otra persona.

—No mires ese papel. —No podía ocultar la desesperación en su voz.

—¿Sabes lo que pone? —Christal asintió, incapaz de mirarlo, y él


observó el cadáver—. Entonces, venía a por ti. —No era una pregunta.

—Mi... mi tío lo envió, el cazarecompensas me lo dijo. —Abatida, le dio


la espalda. Era el final.

Cain sacó lentamente el papel del chaleco del muerto, y, al leerlo, su


rostro se convirtió en piedra, como si estuviese luchando una guerra interna.

Ella no podía decirle mucho más; él ya lo sabía todo excepto la parte


sobre Didier. Pero sin pruebas, no sabía si conseguiría que creyese en su
inocencia.

—¿Es cierto lo que dice este papel? —Las palabras de Cain eran duras y
ahogadas—. ¿Es cierto? ¿Estuviste tres años en una institución mental?

—Sí. —Su respuesta fue apenas audible.

—¿Un manicomio para criminales dementes?

—Sí.

El silencio que siguió resultó más ensordecedor que un rugido.

—¿Te... trataban bien?

—Mi familia estaba muy bien relacionada, así que me trataron todo lo
bien que cabría esperarse. —Finalmente, se derrumbó—. Yo no lo hice, Cain,

282
FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

no lo hice. Fue mi tío... Él los mató. A mí me condenaron injustamente por... —


Logró reunir el valor suficiente para mirarlo. Estaba examinando el papel en
silencio, como si, de algún modo, las palabras que había allí escritas pudiesen
explicarle lo que le había pasado a sus padres mejor que ella misma—. Por
favor, créeme, tienes que creerme.

Él no quitó la vista del cartel.

—Esto explica muchas cosas... Tu extraño comportamiento en Falling


Water..., tu miedo a la ley..., tu sueño..., tu sentimiento de culpa...

—Yo no lo hice. Oh, Dios, tienes que entender que yo quería mucho a
mis padres. Mi tío los mató. Por favor, por favor, créeme. No estoy loca —
gimió, ahogando un sollozo.

—Tranquila, Christal —respondió él, al cabo de unos minutos—. Si me


dices que no fuiste tú, te creeré. —Su voz se convirtió en un ronco susurro—.
Te quiero. Tengo que creerte y te creeré.

—Ni siquiera puedes mirarme.

—Sólo tienes que darme una prueba de tu inocencia. Es lo único que


necesito.

—Soy inocente. Si no, ¿por qué iba mi tío a enviar a este hombre para
matarme?

—Era un cazarecompensas. Por lo que sé podría haber venido para


conseguir el dinero que ofrece el cartel. —Seguía sin poder mirarla—.
Cuéntame más sobre el manicomio..., sobre por qué te metieron allí.

—Fue un arreglo para evitar la cárcel. Mi tío hizo creer a todo el mundo
que me estaba ayudando. —Se miró la mano y la maldita rosa que llevaba
grabada en la palma—. Esta cicatriz prueba que estuve en el dormitorio donde
murieron mis padres. El trauma de ver el crimen me impidió recordar nada de
aquella noche hasta hace cuatro años, cuando todo me vino a la memoria de
golpe. Didier mató a mis padres y me encerró en la habitación en llamas para
que muriese con ellos.

—Tiene que haber alguna prueba...

283
FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

—Si las hubiera, me habrían tratado con justicia y no habría huido. La


única prueba es mi palabra. —Mantuvo los ojos bajos para no ver que no la
creía—. Sé lo que estás pensando. Piensas que es posible que esté loca, que
mi recuerdo de la verdad podría ser un sueño que tuve una noche para
encontrar el perdón y poder culpar a mi tío. —Lágrimas silenciosas arrasaron
sus mejillas—. No sé qué más decirte. Creo que soy inocente. Tanto, que he
estado ahorrando muchos años para contratar a un detective que encuentre a
mi tío y lo pruebe... Aunque puede que mi memoria esté mal y no sea capaz de
aceptar... lo que he hecho.

—¡No! —exclamó él, pasándose una mano por el pelo—. Tú no cometiste


ningún crimen. —Hizo una bola con el cartel y lo tiró al suelo—. Te creeré y
no volverás a hablar de esa forma.

—Si me crees, deja que lo vea en tus ojos —le pidió ella, angustiada.

Sin embargo, él no la miró.

—Pasé un infierno durante la guerra creyendo en el bien y en el mal —


dijo Cain lentamente en un tono bajo y gutural, como un animal herido—. Al
final, el bien y el mal se confundieron en mi mente y no puedo dejar que
suceda de nuevo. Tenemos que probar tu inocencia.

—¿Y si no lo logramos?

—La decisión de ir a la guerra fue sencilla —respondió él, mirándola


por fin—. El resultado no lo es. Pero, si queremos tener un futuro, debes
regresar a Nueva York y enfrentarte a los cargos. Daremos con tu tío y
encontraremos la forma de probar tu inocencia. —Fue hasta ella y la abrazó
con fuerza—. ¿Volverás a Nueva York conmigo?

—Sí —susurró, presa de la desesperación. Cain estaba haciendo lo que


la joven sabía que haría. No había forma de probar su inocencia sin la
confesión de Didier, y conseguirla era muy poco probable, por no decir
imposible. Christal se pudriría en el manicomio de Park View hasta el fin de
sus días o, si el juez decidía castigarla por escapar, sería ejecutada. En
cualquier caso, el daño estaba hecho: había perdido a Cain. Nunca
conseguirían probar su inocencia, y, si no lo lograban, ella nunca lo
recuperaría.

284
FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

—Ojala fueses un forajido, Cain —musitó con tristeza—. Ojala hubieses


formado parte de verdad de la banda de Kineson y ojala hubiésemos escapado
aquella noche que te lo supliqué.

—Si no cometiste ese crimen, Christal, encontraremos la forma de


probarlo.

—Entonces volvamos a Noble. Desde allí puedes enviar un telegrama a


Nueva York y pedir que venga un marshal a por mí.

—Yo te llevaré.

—No. —Intentó mantenerse firme—. No vendrás conmigo porque no hay


nada que puedas hacer. No podría soportar que me vieras... encerrada... —
Durante un instante perdió la voz—. Si me liberan, volveré contigo. Si no... —
No pudo terminar. No hacía falta, ya que no volvería. Su hermana, Alana,
llevaba años luchando por su liberación. Era un esfuerzo inútil empezar de
nuevo la batalla. Pero lo haría por Cain, aunque aquella vez corriese el peligro
de volverse loca de verdad.

—Haré que venga alguien a Noble en un par de semanas para que nos
acompañe a Nueva York. Discute si quieres, pero estaré contigo cuando te
enfrentes a los cargos. Coge tus cosas, tenemos que regresar al pueblo. —
Miró al mestizo muerto—. No tiene sentido seguir aquí.

Ella asintió, consciente de que la magia de aquel lugar se había


extinguido, y se dirigió a la cabaña temblando, dándose cuenta por fin del frío
que estaba pasando con la camisola.

Cain ensilló el caballo mientras ella se vestía y, al cabo de unos minutos,


la joven salió de la cabaña con el rollo de lana celeste apretado contra el
pecho.

Él la miró, perplejo, como si se preguntase por qué seguía importándole


la tela.

—Haré un vestido mientras esperamos a los marshals. —Fue su única


explicación.

En silencio, Cain la ayudó a montar, y los dos salieron del valle; Christal
sintió la llamada de los azules picos helados de la montaña, que le hablaban de
lugares míticos e inalcanzables.

285
FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

Sus pensamientos no eran tan elevados ni estaban tan lejos; aferrada a


la cintura de Macaulay, pensaba en el vestido que cosería con la tela celeste.
Si conseguía probar su inocencia, quería que fuese su vestido de novia. Si no,
ya muriese colgada o encerrada en un manicomio, al menos tendría el vestido.

Apoyó la cabeza en la espalda de Cain y se llevó la mano de la cicatriz


al cuello, donde la piel estaba suave, cálida e intacta. Aquello la consoló y la
hizo pensar que, quizá, todavía hubiese esperanza.

286
FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

Capítulo 24

El caballero que llegó a Noble en la diligencia de Overland Express fue


objeto de las murmuraciones de todo el pueblo. No era ningún secreto que
buscaba a Christal, porque fue al salón de Faulty, donde sus impecables
modales chocaban con la atmósfera violenta del local, y preguntó por una
chica rubia con una cicatriz en forma de rosa grabada en la palma de la mano.

Christal y Cain habían regresado de las montañas hacía dos semanas.


Una tormenta invernal había retrasado el telegrama, y, al final, Jericho había
tenido que llevarlo a Fort Washakie en persona. Se esperaba su regreso con
los marshals en cualquier momento.

La aparición del desconocido desvió la atención de la gente del hecho de


que Christal estuviese presa en la cárcel, a la espera de que la llegada de los
marshals. Algunos especulaban que la buscaban en otra parte y que el sheriff
había descubierto sus crímenes, mientras que otros pensaban que los
problemas habían empezado cuando Cain se la llevó a una cabaña perdida en
las montañas. Todos sabían que él odiaba aquella situación, que algo lo
atormentaba, porque el pesar era evidente en sus ojos y las luces de la cárcel
permanecían encendidas hasta bien entrada la noche.

Pero, en aquel momento, el caballero recién llegado centraba toda la


atención de los habitantes de Noble. Faulty supo de inmediato que aquel
hombre no era uno de los esperados marshals: La ropa del desconocido era
demasiado buena y los marshals no viajaban en diligencias de Overland
Express, sobre todo porque la empresa no tenía estación en Noble.

—Está en la cárcel, señor. El sheriff la vigila —le informó Faulty sin


mayor dilación.

El hombre asintió sin dar las gracias, como si fuera algo a lo que no
estuviese acostumbrado.

287
FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

—En el pueblo hay un desconocido que pregunta por Christal, sheriff.


Acabo de verlo entrar en el salón —le avisó Jan Peterson, que estaba delante
de la herrería, muerto de frío en mangas de camisa.

Cain se enderezó y soltó el casco del caballo que pretendía que el


herrero arreglase.

—¿Quién es? ¿Qué aspecto tiene?

—Parece rico y poderoso. Yo no me interpondría en su camino.

El sheriff echó un rápido vistazo a la tranquila calle, pero no había ni


un alma a la vista. Sin despedirse, salió de la herrería y se dirigió con paso
firme a la cárcel.

—Christal, ha venido alguien a verte —dijo, entrando en la prisión. Ella


estaba sentada en la mesa, cubierta de lana celeste. Ya casi había terminado
el vestido—. ¿Qué aspecto tiene tu tío? —le preguntó con voz tensa.

—Es más bajo, más gordo y más viejo que yo —contestó una voz
profunda desde la puerta, con un ligero acento irlandés.

Cain se volvió, y Christal observó sorprendida al desconocido que se


encontraba en el umbral. Llenaba el hueco con su figura alta y esbelta, y
estaba segura de no haberlo visto nunca: era asombrosamente guapo, con
unos brillantes ojos oscuros y un cabello casi negro peinado elegantemente
hacia atrás. Sin titubear, entró en la cárcel con pasos rígidos, apoyándose en
un bastón de ébano negro.

—¿Qué busca aquí? —Cain se colocó delante de Christal, lleno de


desconfianza.

—He venido en busca de Christabel Van Alen. —El hombre se detuvo,


como si respetase que el sheriff quisiera mantenerlo a distancia.

—¿Conoces a este hombre, Christal? —le preguntó el sheriff, miran do


hacia atrás, claramente preocupado.

Ella sacudió la cabeza sin apartar los ojos del recién llegado.

288
FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

—No me reconoce porque no hemos coincidido nunca —explicó el


desconocido—, pero yo sí la reconozco a ella. Guarda un gran parecido con su
hermana Alana... mi esposa.

—Oh, Dios mío. —Christal se llevó una mano al pecho, estremecida por
la conmoción. Aquel hombre era su cuñado, el marido de su hermana. Se
habían casado rápidamente y en secreto, y Christal, encerrada, no había
podido asistir a la boda. Nunca había llegado a conocer al hombre del que se
había enamorado su hermana; sólo sabía que era un irlandés de nombre
Trevor Sheridan y que Alana lo amaba más que a su vida.

Cada vez que hablaba de su marido, aunque sus conversaciones habían


sido lamentablemente cortas en el manicomio, Christal notaba la pasión que
sentía por el hombre que, en aquellos instantes, tenía delante.

—¿Cómo está mi hermana, señor Sheridan? —preguntó, sin poder ocultar


la emoción—. ¿Está bien? ¿Qué ha sido de ella todos estos años?

—Lo único que ha hecho, Christal, es sufrir por ti. —El irlandés dio un
paso hacia ella, pero Cain lo bloqueó.

Los dos hombres se observaron durante un largo momento lleno de


tensión. Los ojos de Sheridan brillaban de rabia, pero, entonces, vio algo en
Cain que lo hizo detenerse: advirtió la postura inflexible y protectora, y se
volvió hacia la joven examinando su apariencia, desde el cabello suelto y el
vestido barato, hasta la nariz patricia y los labios carnosos, réplica exacta de
los de su hermana.

Consciente súbitamente de la relación existente entre su cuñada y el


sheriff, Sheridan dio un paso atrás.

—¿Qué hacemos ahora, sheriff? Tengo que llevármela de vuelta a Nueva


York.

—Regrese a Nueva York solo. Yo la llevaré.

—Por favor, hábleme de Alana. ¿Cómo está? ¿Ha tenido...? —intervino


Christal.

—No pudo acompañarme, Christabel, aunque le dolió mucho tener que


quedarse atrás. —Su acento se hizo otra vez más fuerte. Christal entendía
muy bien por qué su hermana se había enamorado de aquel hombre: le

289
FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

rodeaba un aura de peligro que resultaba inquietante, pero había algo en él


que proclamaba su integridad, algo que se reflejaba en su ligero acento
irlandés, en la forma en que le ofrecía a Cain el respeto que se merecía—.
Está embarazada de nuestro tercer hijo.

—¿Tengo sobrinas o sobrinos? —quiso saber Christal, aturdida.

—Dos sobrinos. Esperamos que el tercero sea una niña, pero no lo sabré
hasta que regrese, porque Alana salió de cuentas hace dos semanas. He
pasado mucho tiempo fuera en este viaje.

—¿Cómo me ha encontrado? —Apenas podía ordenar todas las


preguntas que quería hacerle.

—Alana y yo te hemos buscado desde que te fuiste. Hace meses tuve


una larga charla con Terence Scott, un buen amigo mío. Su madre era de
Galway, como yo, y él se hizo rico transportando nóminas y pasajeros por
Wyoming y otros territorios que carecían de tren. Los detectives que contraté
me dieron la pista de que podrías estar en el Oeste, así que le dije a Terence
hace años que me hiciera saber si descubría algo, y por fin, el otoño pasado,
me contó que había una mujer implicada en el secuestro de una diligencia de
Overland. Desapareció antes de poder compensarla y todo le resultó muy
extraño. Su descripción encajaba con la tuya y no tuve más remedio que venir
en tu busca. —Hizo una pausa—. Alana nunca ha perdido la esperanza de
encontrarte, Christabel.

—Y me ha encontrado —susurró ella, asombrada. Luego alzó la vista y


se dirigió a Cain—. Mi cuñado podría acompañarnos a Nueva York.

—No. —El tono de Cain no admitía réplicas—. No conoces a este


hombre, Christal. Si Didier lo envió, podría tener el mismo objetivo que el
cazarecompensas.

—¡Está casado con mi hermana! —exclamó la joven, sorprendida ante su


desconfianza.

—No asististe a su boda. Este hombre podría estar mintiendo para


conseguir quedarse a solas contigo y matarte. —Bajó la voz—. Quieres que
crea en tu inocencia, ¿no? Pues ésta es la única forma.

Ella miró al irlandés, convencida de que estaba diciendo la verdad.

290
FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

—Señor Sheridan, ¿puede decirnos algo que nos convenza de que es


realmente quien dice ser? Debe conocer detalles sobre nuestra infancia.

Trevor esbozó una oscura y seductora sonrisa, y Christal supo que


había hechizado con ella a su hermana.

—Podría contar muchas cosas sobre vuestra infancia, pero nada que
Baldwin Didier no haya podido descubrir en los años que pasó con Alana y
contigo.

—Entonces regrese a Nueva York, Sheridan, si es que ése es su


nombre. Christal y yo estaremos allí en unas semanas para conseguir un juicio
nuevo en el que la absolverán.

—Ésa es también mi intención, sheriff —afirmó el irlandés, dirigiéndole


a Cain una franca sonrisa—. Estoy seguro de que entre los dos podremos
lograr que la exculpen.

—Eso espero —respondió Cain con expresión dura y menos optimista—.


Pero ahora, lo mejor que puede hacer es marcharse de Noble. Hasta que la
hermana de Christal no lo reconozca como su marido, no podré confiar en
usted.

—Lo entiendo —dijo Sheridan, asintiendo con la cabeza—. Terence


Scott me contó que un marshal llamado Cain estaba infiltrado en la banda de
Kineson y que salvó a todos los viajeros de la diligencia. Estoy en deuda con
usted, señor, y creo que llevará a Christabel hasta Alana sana y salva, pero le
pido de nuevo que me permita llevarla ahora. Le prometí a su hermana que la
encontraría, y, ahora que lo he hecho, no puede negarme la satisfacción de
acompañarla a casa.

—Seré yo quien la lleve a ver a Alana Van Alen, nadie más.

Los dos hombres se midieron con la mirada, enfrentados en una batalla


de voluntades de hierro. Finalmente, fue Sheridan quien cedió, impresionado
por la implacable necesidad de Cain de proteger a Christal.

—Antes de irme, debe saber algo para que pueda encontrarnos en


Nueva York.

—¿De qué se trata? —inquirió Cain, sin ceder un milímetro.

291
FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

—El nombre de la hermana de Christabel ya no es Alana Van Alen;


ahora es Alana Sheridan, la señora de Trevor Sheridan en su círculo social.

Cain hizo una pausa, como si el comentario del irlandés estuviese a


punto de convencerlo.

—Lo recordaré cuando volvamos a encontrarnos.

Sheridan se volvió entonces hacia Christal e inclinó la cabeza en señal


de respeto, antes de dirigirse a la puerta. A la joven se le formó un nudo en la
garganta al verlo partir.

—¡Oh, sé que era mi cuñado! ¡Creo que deberíamos haber confiado en


él! Cain, ¿por qué no le dejaste hablar más? Quería saber más cosas sobre
Alana y los niños... mis sobrinos —susurró en tono de asombro, todavía
incapaz de creer que Alana fuera madre.

—No podía correr el riesgo. Si es quien dice ser, lo verás cuando


lleguemos a Nueva York.

Ella lo miró detenidamente y advirtió los signos de inquietud que


reflejaban sus firmes y masculinas facciones. No podía recordar haberlo visto
nunca tan cansado.

—No te preocupes, amor mío. Ya no tengo miedo. Lo que tenga que


pasar, pasará. —No le había dicho lo inútil que sería la apelación, ya tendría
tiempo de averiguarlo por sí mismo. Mientras tanto, había encontrado algunos
momentos de felicidad entre sus brazos, a última hora de la noche, cuando
Cain la abrazaba primero con una devastadora ternura y le hacía el amor
salvajemente después, como si fuera la última vez.

Cain fue hasta la puerta para cerrarla con llave bajo la atenta mirada de
Christal, que era consciente de que le dolía cada gesto que hacía para
protegerla. No podría hacerlo para siempre y eso lo estaba destrozando por
dentro.

—No está en nuestras manos.

—Lucharé hasta la muerte por liberarte, y lo sabes —afirmó, con la voz


ronca y llena de emoción.

—Pero es como la guerra, Cain: puede que no ganes.

292
FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

Él fue hasta ella en dos largas zancadas, le cogió la nuca y la besó con
feroz intensidad, como si pudiese hacer desaparecer su frustración con la
violenta posesión de su boca.

—Sí, es igual que la guerra —gruñó, enterrando la cara en su pelo—. Si


no consigo que te liberen no habrá bien, ni mal, ni fin.

—Durante mucho tiempo quise que te mantuvieras alejado de mis


problemas como yo he hecho todos estos años —confesó ella, girando la
cabeza para besarlo suavemente—, pero el tiempo de huir ha terminado, y tú,
mi amor, no eres de la clase de hombres que huyen. La guerra te destrozó la
vida, pero tu honor se mantuvo intacto; por eso te quiero.

—Christal —rugió, cubriéndole un seno con su ruda mano, como si el


miedo a perderla lo estuviese volviendo loco.

—Hay un fin, mi amor —susurró la joven—. Nueva York será el fin, pero
ojala no tuvieras que venir conmigo. Recuérdame así, como soy ahora. Dios
mío, no puedo soportar que tengas que verme de otra forma...

Fue incapaz de seguir hablando, porque él la levantó en sus brazos para


llevarla al dormitorio y hacerla suya una vez más. Era como si buscase la
catarsis para un dolor viejo y profundo. Sólo susurró su nombre otra vez, justo
antes de encontrar la paz, justo antes de que las mejillas de Christal se
bañasen de lágrimas.

293
FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

Capítulo 25

Hemos compartido la inenarrable experiencia de la guerra. En aquel


momento sentimos, y seguiremos sintiendo, la pasión de la vida hasta su
último extremo...

Oliver Wendell Holmes.

Los marshals ya deberían haber llegado. Jericho había partido hacía


varias semanas y todavía no sabían nada sobre su paradero.

Mientras tanto, el deshielo había comenzado y corría en pequeños


riachuelos hacia la pradera, alimentando los tiernos brotes de hierba que
avanzaban con valentía a través de la nieve. Desde la ventana trasera del
dormitorio de Macaulay, Christal observaba cómo los parches de nieve
menguaban, adoptando formas nuevas cada día, como nubes después de una
tormenta. Pero la promesa de la primavera no la animaba, no detenía el
destino. Si acaso, la mejora del tiempo tendría que haberlo acelerado, pero los
marshals seguían sin aparecer.

—¿Deberías salir a telegrafiarlos? —le preguntó a Macaulay, alejándose


de la ventana.

Él la observaba desde una silla con los brazos relajados y las piernas
extendidas, aparentando una indolencia que ella sabía fingida.

—Vendrán, tarde o temprano —dijo, con expresión sombría.

—Podría haberle pasado algo a Jericho, me preocupa que Ivy esté sola
en casa.

294
FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

—Iré a verla esta tarde.

—Llévame contigo —le pidió ella, ilusionada. Daría cualquier cosa por
cabalgar por la pradera, por sentir el viento sobre su rostro, el cielo abierto,
la libertad...

—No te dejaré aquí. Nos iremos dentro de una hora. —Se levantó y miró
la cama. El vestido azul estaba primorosamente colocado encima—. Has
terminado el vestido, ¿por qué no te lo pones?

—Lo estoy reservando para una ocasión feliz.

—Te lo pondrás pronto, te lo prometo —repuso él, mirando la prenda


con ojos llenos de rabia y dolor, como los de un lobo inmovilizado en una
trampa.

Christal se limitó a sonreír, con la esperanza de que no se le notase la


tristeza.

Ivy estuvo a punto de llorar cuando aparecieron en su casa. Estaba


muerta de preocupación por Jericho, y, aunque la cabaña tenía provisiones de
sobra, no era tan cómoda como su dormitorio del salón. Sin Jericho, a Ivy le
resultaba difícil seguir adelante, así que decidieron que sería mejor que
esperase su llegada en el pueblo.

Christal e Ivy condujeron el carro con las mulas, mientras Cain, montado
en el appaloosa, buscaba el terreno más seco para el paso de los animales.
Llegaron a Noble por la noche, con las muías tan cubiertas de lodo como el
suelo que tenían a sus pies.

El herrero estaba listo para ocuparse de la carreta y los animales, y


después le dio un corto mensaje a Cain que lo hizo mirar hacia la cárcel.

Había varios caballos amarrados a la barandilla, indicando que los


marshals habían llegado.

295
FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

—Vamos, cariño, ha llegado el momento. —Cain cogió a Christal por la


cintura, mientras Ivy corría hacia Jericho, que acababa de salir del edificio de
la cárcel y la esperaba en la acera con los brazos abiertos.

Christal se dirigió a su destino con paso firme. Cain parecía seguro y


fuerte a su lado, y ella procuró no mirarlo a los ojos.

—¿Estás dormida?

Christal sacudió la cabeza y siguió mirando por la ventanilla del tren.


Habían cabalgado hacia el sur para coger un tren de la Unión Pacific en
Addentown y, en aquel momento, atravesaban las llanuras a gran velocidad, a
través de un paisaje monótono y salpicado de nieve.

—Parece que ya no duermes nunca. Tienes que estar cansada. —Cain se


agitó en su asiento. El vagón estaba lleno de gente. Dos mujeres daban de
comer a sus bebés junto a la estufa, y la ropa de lana se secaba en unas
cuerdas sobre sus cabezas. En el rincón más frío, Rollins y el resto de los
marshals jugaban a las cartas en los bancos de madera con otros pasajeros. El
vagón apestaba al humo de los puros y a las ovejas mojadas listas para
trasquilar que transportaban.

Christal y Macaulay estaban sentados lejos del resto de los viajeros del
vagón. Conversaban en silencio hasta que la joven se adormecía y dejaba caer
la cabeza sobre el pecho de Cain. Todos respetaban su alejamiento, como si
temiesen entrometerse en su intimidad.

—¿Dónde crees que estará ahora? —susurró Christal, mirando sin ver la
hierba bañada por el sol a través de la ventana.

—¿Tu tío?

—Sí.

—No lo sé.

—Podría estar en cualquier parte.

296
FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

—Lo encontraré, tengo a todos los hombres que me deben un favor


preguntando por él. Si lo buscamos entre tu cuñado y yo, no tardaremos
mucho.

Ella no respondió, se limitó a acurrucarse junto a él y a cerrar los ojos,


dejando que el traqueteo del tren calmara su cansado cuerpo y su abatido
corazón.

El Hotel Fairleigh estaba repleto aquel miércoles por la noche. Gracias


al tren de pasajeros adinerados llegado de Pittsburgh, no había ni una sola
habitación libre, pero, cuando cierto caballero entró en el establecimiento, su
suite pareció materializarse de la nada, causando no poco disgusto y
consternación entre las personas que se amontonaban en el vestíbulo con la
vaga esperanza de que el huésped registrado no se presentase.

El caballero tenía una ventaja de la que los demás carecían: era puntual
como un reloj y aparecía en el Fairleigh el tercer día de cada mes, así que se
trataba de un huésped regular que pagaba en las buenas y las malas épocas,
nevara o luciese el sol y por lo tanto, lo trataban como a un rey.

El equipaje del aquel hombre, que constaba de extrañas y numerosas


piezas, tuvo que ser transportado por no menos de tres botones hasta su
habitación, y el caballero, con todo el tiempo del mundo en sus manos, se
acercó al bar como si deseara el consuelo del famoso ponche de ron del
camarero.

Al acomodar su enorme figura detrás de una mesa, le comentó al


hombre que tenía al lado:

—Sin duda, he pasado mucho tiempo sin disfrutar de tanta elegancia.

—¿Dónde ha estado? —preguntó su interlocutor.

—Oh, aquí y allá, en todas partes. Sobre todo, en el territorio de


Wyoming.

—¿Wyoming, dice usted? Supongo que lo conocerá bien, si viaja tanto.


Me llamo Didier, Baldwin Didier, de Nueva York.

297
FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

—Mucho gusto en conocerlo, señor —respondió el caballero, sonriente,


siempre dispuesto a conocer a posibles clientes—. Yo soy Henry Glassie, de
la fábrica de muebles Paterson, en Paterson, Nueva Jersey. Tan lejos de casa,
eso nos convierte casi en hermanos.

—Cierto, cierto. —Didier se levantó y se alisó la cuidada perilla—. ¿Le


importa? —preguntó, haciendo un gesto hacia la otra silla que había en la
mesa del vendedor.

—Claro que no, necesito una buena conversación. He visto a demasiados


agentes indios corruptos y pieles rojas en este viaje como para no apreciar
una compañía amable. ¿A qué se dedica, Didier?

—En estos momentos estoy buscando a alguien. En Wyoming, de hecho.


Quizá pueda ayudarme. Se trata de mi sobrina. Me temo que haya podido
acabar mal. Lleva más de cuatro años desaparecida y empiezo a desesperar
en mi búsqueda.

—Qué tragedia —repuso el señor Glassie, dejando la bebida en la


mesa—. ¿Qué ocurrió?

—Huyó.

—¿Se fugó?

Didier sonrió, pero no ofreció una respuesta.

Henry Glassie sacudió la cabeza, como si no lograse comprender las


locuras de la juventud o, al menos, las que no estaban relacionadas con la
compra de muebles.

—Si no le importa que recurra a su memoria, agradecería cualquier


noticia.

—Será un placer ayudarlo. ¿Qué aspecto tiene su sobrina?

—Es muy bonita, rubia, de unos veinte años. Ojos azules, del color del
cielo —respondió Didier, restregándose las manos.

—Conocí a una mujer que encaja con esa descripción —comentó


Glassie, poniéndose serio—. Pero no me percaté del color de sus ojos, porque
estaban llenos de tristeza y melancolía.

298
FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

—Mi sobrina es bastante llamativa. Además de su belleza, tiene una


marca única. —Empezó a dibujar círculos concéntricos en una servilleta, a
modo de demostración—. Christabel tiene una cicatriz, una cicatriz muy poco
común en la palma de la mano derecha, con forma de rosa.

—¿Cómo ha dicho que se llama? —exclamó el señor Glassie,


poniéndose derecho.

—Christabel Van Alen, ¿la ha visto? —le preguntó con ansiedad.

—Ella dijo que su nombre era Christal. Pero sí tenía esa cicatriz de la
que habla. Sólo se la vi una vez, la noche que cenamos en Camp Brown, pero
estaba allí, en la palma, como usted ha descrito.

—Debo ir a buscarla —afirmó Didier, levantándose de la silla con una


preocupación demasiado teatral y profunda para ser genuina. Fue el primer
momento de incomodidad que sintió el señor Glassie—. ¿Dice que la vio en
Camp Brown? ¿Dónde está ese lugar? ¿Cómo puedo llegar hasta allí? Es muy
urgente, no puedo esperar ni un minuto.

—Mi buen amigo, no hay prisa. Por desgracia, al oír el verdadero


nombre de su sobrina he recordado algo. Me temo que su destino ya está
decidido.

—¿Qué está diciendo? —exclamó Didier.

—Los periódicos, el St. Louis Chronicle, ¿no ha leído los titulares de


hoy?

—¿Dónde puedo conseguir un periódico?

En silencio, Glassie le pasó el que llevaba doblado en el bolsillo de la


chaqueta y se quedó mirando a Didier. Había visto muchas cosas en sus
viajes, incluso había sido secuestrado por una banda de forajidos, pero nunca
había visto cómo la cara de un hombre palidecía hasta parecer la de un
cadáver.

—¿Se encuentra bien, amigo? —preguntó, suspicaz.

Didier tiró el periódico sobre la mesa. Los titulares anunciaban:

299
FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

«¡Encontrada la heredera desaparecida! Christabel Van Alen se


enfrentará a las acusaciones en Nueva York. ¡Trevor Sheridan promete gastar
millones en su defensa!»

El señor Glassie se aclaró la garganta.

—Por supuesto, ha sido una sorpresa. Cualquiera que la conozca sabrá


que es una acusación falsa. Cuando la conocí, era una mujer muy respetable.
Los cargos contra ella no pueden ser ciertos, nunca los creeré. Pero no se
preocupe, amigo: nada mejor que la fortuna de Sheridan para resolver el
asunto en su favor.

—Tengo que irme —dijo de repente Didier, mirando a su alrededor


como si en cualquier momento pudiese encontrarse con alguien a quien
conocía y temía. Glassie se preguntó quién podría ser.

—Pero ¿no va a esperar a su sobrina? ¿La busca durante cuatro años y


se va cuando ella está a punto de llegar?

—¿Qué está diciendo? —La preocupación empezaba a desaparecer de su


voz, y una extraña ira ocupaba su lugar.

—El periódico. No ha terminado de leer el artículo: el tren de la Unión


Pacific llega mañana, y su sobrina estará en él, de camino a Nueva York.

Glassie no podría haberlo asegurado, pero le pareció ver satisfacción en


la cara de Didier. Podría ser la alegría de volver a ver a su sobrina largo
tiempo perdida, pero, de repente, el vendedor lo dudó.

—Entonces, tengo que verla —afirmó Didier, con una sonrisa que al
señor Glassie le pareció muy desagradable.

Los hombres se levantaron y una cierta frialdad se estableció entre


ellos. Glassie dejó una moneda de veinticinco centavos en la mesa, sin
ofrecerse a pagar la bebida del otro hombre, como habría hecho si no sintiese
aquella inquietud en las tripas.

—Buenas noches, señor. Le deseo suerte en el reencuentro con su


sobrina.

—Gracias. —Los ojos de Didier eran como un estanque cubierto de


hielo.

300
FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

Henry Glassie dejó el bar, deseando solamente calentarse junto a la


estufa.

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FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

Capítulo 26

El tren iba a parar más de dos horas en St. Louis, por lo que a los
pasajeros se les invitó a salir para disfrutar del fresco aire de primavera o
quizá para tomarse un ponche de ron en el famoso Hotel Fairleigh.

Christal no podía permitirse aquel lujo, así que permaneció bajo custodia
de los marshals en el mal ventilado vagón, contentándose con dormitar sobre
el pecho de Cain mientras él leía el periódico de St. Louis.

Partieron poco después, entre las sacudidas y tirones del tren al


arrancar. El vapor que soltaba la locomotora formaba nubes que llenaban la
estación embarrada y convertida en escombros. Acababan de construirla y ya
estaba en obras de ampliación, a punto de domar el salvaje Oeste.

Las horas pasaron mientras avanzaban a través de extensiones


interminables de pradera, aunque en el paisaje aparecían cada vez más
granjas y árboles. Christal estaba profundamente dormida cuando oyó una voz
familiar.

—¡Mi buen amigo! ¡Y la señora Smith... o, mejor dicho, la señorita Van


Alen! ¡Qué maravilla volver a encontrarlos! ¡He pensado a menudo en los dos!
¡Muy a menudo!

Christal abrió los ojos y se encontró con que el señor Henry Glassie
estaba de pie junto a ellos, tan pulcro como la primera vez que había subido a
la diligencia de Overland Express.

—Glassie —lo saludó Cain, levantándose—. ¿Qué le trae por aquí? ¿Ha
subido en St. Louis?

—Así es. Me dirijo a Paterson para reunirme con el presidente de la


empresa. Las ventas han sido muy buenas, ¿sabe? Cuantiosas, para serle

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FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

sincero. Pero me entristeció saber que la llevaban a Nueva York para juzgarla.
¿Cómo se encuentra, señorita Van Alen?

—Estoy aguantando y acostumbrándome a ello, como puede imaginarse,


sobre todo dadas las circunstancias de nuestro último encuentro —respondió
Christal con una sonrisa vacilante.

—No tema, señorita Van Alen —la animó Henry Glassie, asintiendo con
la cabeza para demostrarle su comprensión—. Veo que tiene de su parte a
Macaulay Cain. He oído muchas cosas sobre él desde nuestros días en Falling
Water, y todo es verdaderamente impresionante, así que no me cabe duda de
que quedará exculpada por completo, hija mía.

—Christal esbozó una trémula sonrisa y supuso que Glassie ya conocía


toda la historia. Sabía que había salido en los periódicos, pero ella no había
sido capaz de leer los que habían subido al tren—. Lo que me sorprende es no
verla con su tío.

—¿Qué ha dicho señor Glassie? —le preguntó Christal, sintiendo que la


sangre se le congelaba en las venas y que Cain se ponía tenso a su lado—.
¿Ha visto a mi tío?

—Sí, un hombre bastante agradable, llamado Baldwin Didier, aunque no


me gustaron demasiado sus ojos. Lo conocí en el bar del Fairleigh y estaba
deseando encontrarla. Creí que su intención era subir al tren.

Christal se llevó la mano al cuello como si intentase protegerse, y sus


palabras surgieron ahogadas y forzadas:

—¿Conoció a mi tío en el Fairleigh, en St. Louis, donde acabamos de


parar?

—No es su tío, ¿verdad, niña? —La cara regordeta y paternal de Glassie


se ensombreció con la duda—. Tuve la impresión de que ese caballero no era
de fiar. Me alegro de haber subido para poder contárselo.

—Sí es mi tío, señor Glassie, pero no es alguien de confianza. Él cometió


los crímenes de los que se me acusa y me temo que quiere verme muerta.

—Fui yo el que le dijo que estaría en el tren —confesó el señor Glassie,


con aspecto de sentirse muy preocupado—. Espero no haberla puesto en
peligro, pero, cuando me preguntó si había visto a una mujer con su

303
FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

descripción en Wyoming, me temo que no pensé con claridad. Supuse que


decía la verdad. Bueno, al menos lo pensé al principio.

—¿Lo ha visto en el tren? —lo interrumpió Cain. Christal lo miró,


sorprendida por la sed de sangre que leía en los ojos del hombre que amaba.

—No, quizá no subiese, al fin y al cabo.

—O quizá se haya disfrazado —adujo Cain, volviéndose hacia la joven—.


Christal, tú sabes qué aspecto tiene. Tenemos que recorrer todo el tren y
asegurarnos de que no esté a bordo.

—Por favor, permítanme que los ayude. Me siento un poco responsable.


Si hubiese tenido la boca cerrada, el tren habría pasado por St. Louis sin que
ese hombre viese el recorrido de la señorita Van Alen en los periódicos.

—Bien —asintió Cain detrás de él—. Usted comprobará el vagón de


equipajes. Los hombres, Christal y yo iremos hacia la parte delantera y
examinaremos a todos los pasajeros. Si no lo encontramos, podremos
descansar hasta que paremos de nuevo. En caso contrario, tenemos los
suficientes hombres para encargarnos de él.

El señor Glassie abrió la puerta del vagón de equipajes y se quedó entre


los vagones, con el suelo pasando bajo sus pies y el viento soplándole en los
oídos. Todo lo que le separaba del desastre era una diminuta plataforma con
una fina barandilla que no podría haber retenido a un niño si se resbalase, así
que prefería no pensar en lo que podría pasarle a alguien con su amplia figura.
Fue un alivio para él entrar en el vagón de equipajes.

No había mucho espacio para caminar. Unos sacos de lona con el sello
«Correo de los EE.UU.» estaban apilados en una esquina y a los lados había
una fila tras otra de cajas de madera con letras en chino que ocupaban casi
todo el compartimento. De las cajas sobresalían virutas de embalaje, lo que
daba a entender que contenían importaciones de porcelana que tomaban la
ruta más corta a través de la pradera desde San Francisco. Las maletas de los
pasajeros estaban en cualquier hueco libre, salvo en una esquina, donde la
nieve derretida goteaba por una grieta en el techo. El único equipaje
destacable eran un par de elegantes baúles de cuero, pero el resto del
compartimento estaba lleno de vulgares cestas de mimbre y de enormes

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FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

maletas desgastadas que, claramente, habían llegado hasta sus dueños por
herencia.

Glassie suspiró: allí no había nadie. Se volvió para regresar al


compartimento delantero, pero nunca llego a ver la porra que le golpeó en la
cabeza.

—Parece que no hay nadie en el tren que se parezca a su tío —le


susurró Rollins a Cain, echándole un vistazo a Christal, que examinaba con
aire nervioso el primer compartimento—. Ya hemos mirado por todas partes y
creo que es seguro volver a nuestro vagón. Cuando nos detengamos en
Abbeville, me aseguraré de que todos los pasajeros se sometan a inspección.

Cain miró a Christal y asintió.

Rollins también la miró.

—¿Sabes, Cain? Dicen...

—No me importa lo que digan, ella no lo hizo —siseó Cain en tono letal.

—Pero ¿y si lo hizo? ¿Qué pasa si la historia sobre su tío es sólo una


forma de entretenernos para intentar escaparse?

Rollins retrocedió ante la fría mirada de Cain.

—Sólo te lo diré una vez: ella no lo hizo. —Cain recuperó sus modales
impasibles—. Además, Henry Glassie habló con él.

—Quizá el tío estaba intentando encontrarla. Si se ha escapado de un


manicomio... —Cain le lanzó otra mirada helada, pero Rollins continuó
valientemente—, su tío podría estar realmente preocupado por su bienestar y
haber salido a buscarla. Ahora que la hemos encontrado, se dirigirá a Nueva
York para estar con el resto de la familia. —Rollins se ablandó y asintió con la
cabeza para consolar a su compañero—. Es una mujer bella y encantadora,
Cain. Es fácil comprender por qué te has enamorado de ella, pero podría
estar perturbada. Ha pasado por mucho: ver morir a sus padres en un
incendio, que la encerrasen en un manicomio... No sabemos qué le ocurrió allí
dentro y quizá esas historias sobre su tío no sean más que ilusiones.

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FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

—Cuando lleguemos a Nueva York, hablaré con su hermana y su cuñado,


y ellos confirmarán su historia.

—Mandé un telegrama a Nueva York para saber los hechos antes de


llegar a Noble y nadie de la familia ha acusado nunca a Baldwin Didier.

—Su tío envió a un mestizo para matarla, y él tenía el cartel. Eso prueba
su historia.

—Se ofrecía mucho dinero por su cabeza si se descubría su paradero.


Ese mestizo debía ir tras la recompensa; seguramente ni siquiera conociera a
Didier.

—¿Por qué me dices todo esto? —preguntó Cain, mirando a Christal,


que de nuevo recorría el pasillo enmoquetado del vagón de primera clase para
examinar la cara de todos los pasajeros. Los rasgos de Cain estaban
marcados por una profunda preocupación y de otra emoción sin nombre que
parecía quemarle por dentro.

—Porque creo que deberías apartarte de ella. No puedes hacer nada que
su familia no pueda hacer diez veces mejor con su dinero. Sheridan es uno de
los hombres más ricos de Nueva York.

—Ya lo sé...

—¿Qué vas a hacer por ella que su familia no pueda? ¿Por qué dejas que
los problemas de esa mujer te destrocen la vida? No merece la pena; acabará
en la cárcel. No veo cómo podrá librarse. No hay ninguna prueba de su
inocencia.

—Es inocente —afirmó Cain cerrando los ojos, como si no pudiese


soportar más ver el rostro de Christal en su desesperada búsqueda por el
vagón.

—Estuve en Fredericksburg, Cain. Estaba en el regimiento de Hooker


cuando fuimos a tomar aquella maldita tierra. Perdimos la mitad de nuestras
tropas ante el ejército confederado. Vuestros hombres estaban protegidos
detrás de una colina, y nosotros éramos como filas de prisioneros delante de
un pelotón de fusilamiento cada vez que intentábamos avanzar.

—¿Qué tiene eso que ver con...?

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FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

—Te vi, como todos los demás de mi regimiento que sobrevivieron a


ese avance. Oímos los gritos de Jimmy O'Toole con las piernas cortadas a la
mitad, gimiendo por un trago de agua antes de morir. Todavía hablamos del
Caballero de Georgia como si fuese un mito inventado por nuestros
antepasados. Ya sabes de quién hablo, Cain, del rebelde que se arrastró
bocabajo enfrentándose a una lluvia de fuego para llevar al enemigo un trago
de su cantimplora.

—Como te he dicho antes, ¿qué tiene eso...?

—Un hombre con un honor así, incluso si es un maldito secesionista, no


debería perder dos veces. Perdiste una guerra, Macaulay, no pierdas ésta,
vete mientras puedas. Puede que Christabel Van Alen sea inocente, pero
estoy seguro de que va a ir a la cárcel, quizá para siempre.

Cain observó a Christal y guardó silencio, ocultando cuidadosamente la


emoción que sentía.

—Permanecí al lado de mi país cuando era una causa perdida. Sólo


abandoné cuando no quedó más remedio y no pienso hacer menos ahora.

Rollins lo miró como un yanqui mira a un rebelde loco, hasta que por fin
dio un largo suspiro.

—Entonces haremos lo que tú creas necesario. Dime lo que quieres,


Cain, y sabes que lo haremos. —Después de aquella críptica afirmación,
añadió—: Hasta que lleguemos a Nueva York y ya no esté en nuestras manos.

Macaulay lo entendió.

Dentro del vagón de equipajes, un hombre acababa de vestirse,


mientras que otro, Henry Glassie, estaba de nuevo en ropa interior, atado y
amordazado, escondido entre las sacas de correo.

Tras despertarse del golpe recibido en la cabeza, Glassie observó a


Baldwin Didier a través de los sacos de lona sucios de correos: no era tan
corpulento como él, pero a Didier le quedaba bastante bien su traje, una vez
colocados los tirantes para sujetarle los enormes pantalones. La chaqueta
también era demasiado grande, aunque, si se dejaba sin abotonar, su corte

307
FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

quedaba tan indefinido que se podría pensar que había sido confeccionada a
medida.

Didier se quitó la chaqueta y se metió entre las bolsas de correo,


apartando la que escondía la cara de Glassie. El vendedor cerró los ojos justo
cuando la luz le dio en el rostro.

El tío de Christal lo examinó durante un buen rato y después lo tapó con


otro saco de correo. A través de un hueco entre las bolsas, Glassie movió la
cabeza un poco y siguió espiando: Didier había rebuscado en uno de los
elegantes baúles de cuero hasta sacar una copa de plata, luego le echó un
polvo blanco dentro y la llenó con el agua que goteaba del techo del vagón.
Glassie no tenía ni idea de lo que hacía Didier, hasta que sacó una brochita y
un espejo, y empezó a afeitarse.

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FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

Capítulo 27

Cuando Christal, Cain y los marshals regresaron a su vagón, el señor


Glassie estaba sentado en la parte de atrás, cerca de la puerta del vagón de
equipajes, profundamente dormido, con la cara parcialmente cubierta por su
fino sombrero de castor. Cain hizo ademán de despertarlo, y, aunque Christal
sabía que quería preguntarle por el vagón registrado, lo detuvo.

—Si hubiese encontrado a mi tío, hubiera ido a buscarnos. Hemos


tardado tanto que quizá se haya quedado dormido esperándonos.

Cain apartó la mano del hombro de Glassie.

—De acuerdo, lo dejaremos en paz por el momento. De todos modos,


tenemos que hablar. Ven aquí. —La cogió de la mano y la condujo a un banco,
tan lejos como le fue posible de los marshals que rodeaban la estufa.

En el banco de enfrente, Glassie dejó escapar un gran ronquido ahogado


y cambió de postura, pero Cain lo ignoró.

—¿Qué pasa? Te he visto hablar con Rollins. —Esperó tranquilamente


las malas noticias, porque sabía que siempre las había.

Cain le cogió la mano, la de la cicatriz, y recorrió con el dedo las líneas


de los pétalos. Tenía una expresión pensativa, decidida y aterradora. La joven
pensó que verlo así le resultaba perturbador, pero, en cualquier caso, él
siempre la dejaba sin aliento.

—El tren se detendrá en Abbeville dentro de poco.

—¿Temes que Didier suba?

309
FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

—No, Rollins y los demás marshals se asegurarán de que no lo haga. —


Christal miró a Cain fijamente; ya le costaba menos leer en las heladas
profundidades de sus ojos y sabía que él tenía algo más que decirle—.
Cuando lleguemos a Abbeville quiero que escapes.

—Pero... —La joven se tensó por la sorpresa y la incredulidad—. Pero...


¿por qué ahora? —tartamudeó.

—Sé mejor que nadie que algunas batallas no pueden ganarse —


respondió él, apretándole la mano de la cicatriz, como si necesitara aferrarse
a ella desesperadamente—. Rollins acaba de recordármelo, Christal. Ya perdí
una, y, si pierdo ésta, no creo poder soportarlo. Me da igual la ley, sé que no
lo hiciste y lo creeré hasta el día de mi muerte, así que, cuando el tren pare
en Abbeville, baja y piérdete en la ciudad. Volveré a por ti en una hora.
Cuando crucemos el río Big Crimloe, el tren tendrá que frenar para subir la
elevación que lleva al puente y aprovecharé para saltar. Rollins tardará un día
en alcanzarnos, porque la siguiente parada después de Abbeville está a varias
horas.

—Rollins lo sabe, ¿verdad? Va a ayudarnos porque es tu amigo.

Estáis todos rompiendo la ley por mí...

—No, no por ti, Christal, por nosotros dos. ¿No lo entiendes? Por
nosotros. La guerra se llevó a toda mi familia, se llevó mi hogar y mi país.
Sólo me quedas tú, y, si te pierdo, no tendré nada.

—Tendremos que estar siempre huyendo.

—Conozco bien esa vida —afirmó con una sonrisa que le recordó a
Christal sus días de forajido.

—Con la ayuda de mi cuñado, puede que consiga un juicio nuevo. ¿No


deberíamos intentarlo?

—Cuando lleguemos a Nueva York, no van a dejarnos respirar. No habrá


más oportunidades después de ésta.

—¿Seguro que quieres hacerlo? Va en contra de todo lo que sé sobre ti


—musitó con amargura.

310
FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

—Tengo que hacerlo. —La miró como si quisiera ver su alma a través
de los ojos, y después le dio un tierno y dulce beso en los labios—. No
escogería esa vida, Christal, pero prefiero no vivir que vivir sin ti.

El tren frenó, y sonó el silbato que anunciaba la parada de Abbeville.

—Dios mío, ¿estás seguro? —susurró asustada. El plan parecía una


locura.

—Me acercaré a la parte delantera del vagón y empezaré a jugar a las


cartas con Rollins —le explicó él, con el rostro convertido en una máscara de
piedra—. Los marshals me seguirán. Cuando el tren se detenga, sal por
detrás. Me encontraré contigo en Abbeville dentro de una hora y
conseguiremos un caballo para irnos antes de que anochezca.

Cain se levantó y Christal le cogió la mano, pero después lo dejó


marchar, observando con muda desesperación cómo avanzaba para unirse a
los otros hombres en la parte delantera del vagón.

El señor Glassie dejó escapar otro ronquido bajo el sombrero. Seguía


profundamente dormido, así que no tendría tiempo de despedirse de él.

Lentamente, se levantó y observó a Macaulay, que se negaba a mirarla,


como si eso pudiera traicionar su huida. Salió por la puerta de atrás del vagón
de pasajeros en dirección al de equipajes. Aunque la puerta crujió
horriblemente, los marshals hicieron un esfuerzo bastante llamativo por no
volver la cabeza.

Durante un breve instante se quedó en la pequeña plataforma entre los


vagones, respirando el aire fresco de la libertad. El corazón le latía con fuerza
en el pecho, prueba de su miedo y su júbilo.

Justo en ese momento, se abrió la puerta del vagón de pasajeros,


sobresaltándola.

La joven se volvió, segura de que Rollins u otro marshal había ido tras
ella, aunque el rostro que tenía delante no le resultaba familiar. Sin embargo...
Durante un momento creyó que se trataba del señor Glassie, que se unía a ella
para tomar un poco el aire, pero no lo era. Miró detenidamente a los ojos del
hombre que tenía delante y entonces supo que el destino la había alcanzado.

—Oh, Christabel, por fin ha llegado nuestro momento.

311
FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

La puerta se cerró detrás de él, y ella retrocedió, a punto de perder el


equilibrio en el precario borde de la plataforma, pero él le agarró con fuerza el
brazo y la empujó hacia el vagón de equipajes justo cuando el tren se paró.

—¿Dónde está el señor Glassie? —preguntó con voz ahogada, dándose


cuenta del engaño. Didier estaba casi irreconocible sin su característica
perilla.

—Nuestro amigo está echándose una siesta entre el correo. ¿Quieres


que lo despierte y me deshaga de los dos? —se burló.

Antes de poder responder, oyeron una discusión en la plataforma, donde


una mujer discutía con su marido.

—¡Sí que lo he traído! Se lo dimos al revisor, y él lo puso dentro de este


vagón, aquí mismo.

—No lo has traído, Martha, yo lo recordaría —contestó su marido,


irritado.

—¡Revisor! ¡Abra este vagón! ¡Tenemos equipaje dentro!

Didier le tapó la boca a Christal con la mano y la metió entre las


sombras, detrás de los cajones chinos, antes de que se abriese la puerta del
vagón.

—¡Ahí está! —exclamó la mujer, alargando el brazo para señalar un


maletín naranja—. Te dije que lo había traído, Howard.

—Sí, querida, perdóname. —Oyeron los ruidos que hacía Howard al


entrar en el vagón y soltar la maleta en el tosco andén de madera de
Abbeville.

—¿Alguien más quiere su maleta? —gritó el revisor, buscando otros


pasajeros.

Christal forcejeó con Didier para gritar, pero él la sujetaba con firmeza
aplastándola contra su pecho y silenciándola con la mano. Desesperada, olió el
agua de colonia de lima que él debía haber comprado en Lord and Taylor,
porque Didier sólo quería lo mejor. Alana y ella le habían comprado una
botella como regalo de bodas cuando se casó con su tía.

312
FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

Todavía recordaba la cara de la hermana de su madre, tan bella y


serena, haciendo por fin realidad su sueño de casarse. Se preguntó si su tía
llegó a saber que se había casado con un monstruo.

El revisor cerró la puerta, y se quedaron de nuevo a oscuras, salvo por


la luz que entraba a través de la grieta del techo por donde se filtraba la
nieve derretida.

—Pensabas que te habrías librado de mí, ¿verdad, querida sobrina? —


Didier la soltó y la joven se dio contra el lateral del vagón cuando el tren se
puso de nuevo en marcha.

—Mi hermana conoce la historia —jadeó, intentando mantener el


equilibrio en el tren en movimiento. Se le había secado la boca de miedo—.
Antes de huir de Nueva York, le escribí una carta contándole todo lo sucedido
la noche en que mataste a nuestros padres. No importa que me mates, todo
acabará igual. Ella conseguirá que te cuelguen por tus crímenes, aunque yo no
esté.

—Si tu hermana tuviese algo más que tu palabra contra mí, ese maldito
irlandés que tiene por esposo se habría encargado de ello hace mucho tiempo.

—Estoy segura de que no pudieron encontrarte para colgarte con esa


prueba. He oído que desapareciste poco después de la boda de Alana. —Tuvo
que reunir todo su valor para contestarle, porque estaba viviendo la peor de
sus pesadillas.

—Fui a buscarte, hija mía. Recorrí todo el maldito mundo... buscándote.


Me gasté todo el dinero que tenía para llegar hasta aquí. Oh, bueno, hay más
mujeres solitarias y adineradas como tu tía. Tengo perspectivas en París, y
también hay una viuda en España. Disfrutaré de todas en cuanto me libre de ti.

—¿Cómo piensas salir indemne de esto? —inquirió, sintiendo que el


terror corría a toda velocidad por sus venas—. Hay seis marshals en el vagón
de al lado, y uno en concreto...

—Ah, sí, él. He oído hablar mucho de tu amante. Es casi una leyenda en
estas tierras, ¿verdad? Pero imagina su sorpresa cuando salte del tren, llegue
a Abbeville y no te encuentre allí... Sí, me enteré de vuestros planes mientras
«dormía» —dijo, riéndose entre dientes.

313
FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

—Cain sabe que le amo y que nunca lo abandonaría. Si no aparezco,


sabrá que me ha pasado algo. —Le alegró que estuvieran a oscuras y que él
no pudiera ver la duda y el miedo en sus ojos.

—Todo lo contrario, querida. Pensará que te dio la oportunidad de


escapar y que la aprovechaste. Entonces creerá que cometiste los crímenes
por los que te condenaron en Nueva York y se volverá loco pensando que lo
engañaste.

—No... —susurró la joven, lívida. Sacudió la cabeza, como si negar sus


palabras las convirtiese en mentiras, pero su lógica no tenía fallos: iba a morir
a manos de Didier, y Cain creería que era una asesina.

—No pienses en ello, querida. Tu hermana y tú siempre fuisteis


encantadoras y lo cierto es que no quería que todo acabase así. Creía que
morirías tranquilamente en el incendio. Es muy poco elegante por mi parte
tener que desempeñar un papel activo en tu muerte y espero que puedas
perdonármelo. —Le tocó la mejilla y dejó en ella el aroma de las limas, el
mismo aroma que dejaba después de una visita a la casa de Washington
Square. Permanecía en el salón y flotaba en el aire hasta el vestíbulo, como
una presencia en sí mismo. El perfume fresco y tropical de la muerte.

—Mi tía estaba enamorada de ti, tú hiciste realidad todos sus sueños
cuando le pediste que se casara contigo. ¿Alguna vez la hiciste feliz? ¿Alguna
vez te gustaron mis padres? ¿Es que no sientes ningún remordimiento por sus
muertes? —Eran las preguntas de una niña de trece años acusada
injustamente. En su inocencia, quería respuestas, quería consolarse sabiendo
que todo el dolor de su vida se debía a algo más que al capricho de un
hombre. Necesitaba saber al menos eso antes de morir.

—Tu tía me perdonó la noche que murió. Aunque yo nunca la amase, ella
sí me amaba, y, ¿acaso no es eso lo que nos da la verdadera felicidad? ¿Tener
lo que amamos?

—¿La mataste tú? ¿Mataste también a mi tía? —La pregunta llevaba


mucho tiempo atormentándola desde que había recuperado la memoria.

—No —susurró él en tono grave—. En cierto modo, nuestro matrimonio


también me proporcionó felicidad a mi. Tu tía no era una mujer pobre, ¿sabes,
Christabel? Su fortuna me dio momentos de placer en Wall Street... y en el
hotel donde mantenía a mi amante. —Dio un paso hacia ella y su corpulenta

314
FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

figura se balanceó con el movimiento del tren, que estaba cobrando


velocidad—. Pero, cuando murió, descubrí mi terrible apetito: yo era una
criatura que se alimentaba de dinero. La fortuna de tu tía se esfumó, y si no
era capaz de conseguir más dinero me hallaría en una situación desesperada.
A no ser... —Levantó una ceja gris y sus palabras acabaron en un siseo—. A
no ser que encontrase la forma de conseguir toda la fortuna de los Van Alen.
Con toda tu familia muerta, yo sería el único heredero. En fin, ¿qué otra
opción me quedaba sino matar a tus padres e incendiar su dormitorio?

—Eres un monstruo —le espetó ella, sintiendo por fin que su odio era
más fuerte que su miedo.

—Sí, un monstruo, me has definido bien, Christabel —repuso él,


sonriendo con amargura, todavía bastante atractivo para su edad—. Eres una
chica inteligente, siempre lo he sabido. Quiero que sepas que no disfruté
metiéndote en Park View, que no me gustó romper tu espíritu. Fue un final
confuso e inesperado, incluso para un hombre como yo..., un monstruo.
Verás, quería que tu hermana y tú murieseis. Quería el dinero de los Van Alen
sin los Van Alen, pero, después del incendio, cuando descubrí que las dos
estabais vivas, me entró el pánico. Luego, cuando te condenaron por los
asesinatos que yo había cometido, temí tentar a mi buena suerte si intentaba
asesinar a las supervivientes. Os dejé en paz y ahora pago el precio. —La
miró, y ella descubrió una extraña intimidad en aquellos ojos: la intimidad del
asesino con su víctima—. No es fácil ser un monstruo, Christabel —susurró.
Ella guardó silencio y se limitó a contemplarlo con sus graves ojos azules y a
buscar inútilmente una chispa de compasión—. Soy un monstruo maldito con el
don de la inteligencia. Entiendo demasiado bien lo que hago y por qué lo
hago. Y te aseguro que tengo unas pesadillas que no le desearía a ninguna de
mis víctimas. —Hizo una larga pausa—. Maté primero a tu padre, que estaba
dormido. Lo golpeé en la cabeza con aquel pesado candelabro y no llegó a
abrir los ojos. Es tu madre la que me atormenta. Era tan bella, tan amable y
elegante... Cuando la maté, supe que era un monstruo. Ella se despertó y
forcejeamos, me suplicó que no...

—No... Dios mío, no... —murmuró ella, incapaz de oírlo. El dolor y la


rabia le formaron un nudo de bilis en la garganta.

—No seas como ella, Christabel —susurró Didier, cercándola. El


perfume de las limas era agobiante—. No supliques por tu vida, deja que sea
rápido. Te quiero valiente y desafiante, como ahora...

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FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

La joven se soltó y corrió hacia la puerta, la abrió y gritó, pero él tiró de


ella hacia atrás, cerró la puerta, y el silencio volvió a reinar de nuevo en la
pradera, sólo interrumpido por el antinatural ruido del tren avanzando sobre
las vías cubiertas de acero.

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FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

Capítulo 28

—¿Qué ha sido ese ruido? —Cain levantó la mirada de su mano de cartas


y observó con atención la parte trasera del vagón.

—Nada, sólo el chirrido de las ruedas —se apresuró a responder


Rollins—. Vamos, apuesta, Cain, vas ganando. No puedo permitirme perder
esta mano.

—Mirad, se ha ido. —Las cuatro palabras flotaron en el aire,


pronunciadas con toda la teatralidad de un actor en una obra de Shakespeare,
no de un marshal de los Estados Unidos obligado a exponer lo obvio.

A regañadientes, los seis hombres levantaron la cabeza y contemplaron


la parte de atrás del vagón, donde comprobaron que la prisionera ya no
estaba.

—Vaya, se ha ido —anunció Rollins, mirando a sus hombres.

—Se levantó y se fue en cuanto le dimos la espalda. ¿Qué os parece? —


intervino otro marshal.

Cain se levantó y se pasó la mano por el pelo, como si le exasperase la


pésima actuación de sus compañeros.

—Voy a comprobar ese ruido.

—Eh... Espera, Cain. —Rollins se acercó a él y susurró—: Deja que


vayan mis hombres, así nadie podrá decir que tienes algo que ver con su
desaparición.

—¿Dónde está Glassie? —preguntó Cain, mirando la puerta que daba al


vagón de equipajes—. ¿Se bajó en Abbeville? Me dijo que iba a Nueva Jersey.

317
FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

—Quizá haya vuelto a su vagón...

—No. —Cain se dirigió a la puerta de atrás, con las pistolas


balanceándose en sus fundas con cada impulso de las bielas del motor—. Si se
hubiera ido por la parte delantera del vagón lo hubiéramos visto. Si se ha ido,
lo ha hecho por aquí. —Cain tocó el panel de roble de la puerta trasera.

Rollins lo miró y arrugó la frente, preocupado.

—¿Qué pasa? Dime qué estás pensando.

—No sé qué es..., pero algo va mal. Dile al revisor que ordene que
paren el tren, voy a comprobar el vagón de equipajes.

Rollins asintió y Cain abrió la puerta entre los vagones.

—¿Cómo te gustaría morir?

—No podrás librarte de esto. Cuando me encuentren, descubrirán que


fui víctima de un asesinato... —Entumecida por el terror, Christal retrocedió
ante la bella daga española que Didier sostenía con elegancia en la mano.

—Si te empujo del tren, podrías romperte el cuello. El final sería rápido
y piadoso. —Se puso más serio—. Pero también podrías romperte sólo una
pierna o un brazo. Te quedarías tumbada en la nieve derretida, y cada ráfaga
de viento, cada escalofrío, te iría arrebatando el calor del cuerpo mientras
yaces indefensa por tus heridas. Podrías tardar días en morir, unos días lentos
y terribles, y yo nunca sabría con certeza que estás muerta.

—Él me encontrará. Crees que Macaulay supondrá que he huido de él,


pero lo conozco lo bastante bien para saber que irá en mi busca. Recorrerá
cada centímetro de estas vías y, cuando encuentre mi cadáver, sabrá que tú
me mataste.

—Entonces, será mejor que no encuentre ningún cadáver.

—¿Qué quieres decir?

318
FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

—Cuando Cain salte en el puente del río de Big Crimloe, tú ya estarás


muerta, querida. Ese río desemboca en el Missisipi y es lo suficientemente
rápido para trasladar un cuerpo lejos del alcance de este tren. Para cuando te
encuentren, nadie sabrá quién eres. —Tocó la punta de la daga con el pulgar
para probar lo afilada que estaba, se pinchó, y una gotita carmesí cayó al
suelo de madera—. Ven aquí.

—¡No! —exclamó ella, retrocediendo. Didier bloqueaba el paso a los


otros vagones, pero, si pudiera abrir la puerta lateral, quizá no muriese en el
salto. Sólo sabía una cosa: su tío no saltaría detrás de ella porque era
demasiado cobarde.

Didier se acercó y la daga reflejó los rayos de luz que entraban por los
agujeros del techo. Desesperada, la joven corrió hacia la puerta lateral y quitó
el pestillo. La simple fuerza motriz del tren hizo el resto y la puerta se abrió.
El ruido producido por las miles de toneladas de acero negro y madera que se
propulsaban a la vez, gracias al uso del vapor, era ensordecedor.

—Es inútil, Christal. Salta, si quieres. —La pradera pasaba volando junto
a ellos, convertida en un borrón blanco y dorado—. Sabes que, si sobrevives,
te encontraré, y siempre tendrás que vigilar tus espaldas. Tu muerte es
inevitable. —Se lanzó sobre ella apuntando al corazón y la joven gritó.

Entonces, de repente, la daga cayó y los fuertes brazos de Cain tiraron


de Didier.

—¡Oh, Dios mío! —gimió ella, con la cara bañada en lágrimas,


observando cómo Cain inmovilizaba la cabeza de Didier con un brazo.

—¿Baldwin Didier? —preguntó Cain, entre dientes, mientras Christal


recogía la daga que había caído a sus pies.

—¡Suélteme, señor! Esta mujer me ha robado y trataba de escapar del


tren cuando paramos en Abbeville.

—No —susurró Christal, sacudiendo la cabeza. Aturdida, miró fijamente


a Cain y supo que él la creía.

—Christabel Van Alen lo acusa del asesinato de sus padres y tenemos


un pasajero que puede identificarlo como su tío.

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FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

—¡No! ¡No es cierto! —negó Didier, con la voz ahogada por los brazos
de hierro de Cain—. ¡No tiene pruebas! ¿Y dónde está ese pasajero del que
habla? ¡No conozco a nadie en este tren que pueda identificarme!

—Es evidente que le ha causado algún daño a Henry Glassie porque


lleva puesta su ropa. Llegaremos al fondo de este asunto. Haré que todas las
autoridades en ochenta kilómetros a la redonda busquen pruebas. Así que
confiese, hemos llegado al final de la partida.

—¡Nunca! —Didier se metió la mano en el chaleco, y Cain forcejeó con


él para quitarle el arma que escondía dentro, una diminuta Derringer,
parecida a la pistola con la que Christal había apuntado una vez a Cain. Los
hombres lucharon por cogerla, aunque sus gritos y gruñidos quedaban
ahogados por el violento ruido del viento al pasar por la puerta abierta del
vagón. Cain agarró finalmente la muñeca de Didier, se oyó un grito, y la
pistola cayó al suelo.

—¡Juro que nunca me cogeréis! —Didier retrocedió ante la figura


amenazante del marshal, se volvió y huyó a través de la puerta que conectaba
los vagones. Cain lo siguió sin perder un segundo, pero, de pronto, se quedó
paralizado.

Christal corrió a su lado. Delante de ellos, su tío estaba agachado en la


barandilla de la otra parte del tren, sosteniendo en alto la pieza que unía el
vagón de pasajeros y el de equipajes, con una expresión triunfante. No era un
hombre ágil, ni tampoco esbelto, ya que Baldwin Didier estaba acostumbrado a
criados y camareros, sin embargo, cuando se trataba de su libertad, podía
rebajarse al trabajo manual.

—Pero ¿qué ha hecho? —le gritó Cain, alarmado. El tren se movía a


toda velocidad, y soltar los vagones podía provocar un descarrilamiento.

—Adiós, Christabel, ¡hasta que volvamos a encontrarnos! —Didier miró


la pieza en su mano negra y grasienta, y se rió.

De repente, el tren dio un giro brusco y le hizo perder el equilibrio.


Aterrado, se agarró a la frágil barandilla del vagón, pero ésta no pudo
contener el considerable peso del asesino y empezó a ceder.

Aunque el vagón de equipajes estaba separado del resto del tren,


todavía se movía rápidamente siguiendo su propio impulso. Christal, incapaz

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FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

de ver cómo Didier se precipitaba hacia las vías, gritó y ocultó la cabeza en el
pecho de Cain mientras se escuchaba un fuerte y horripilante golpe. El vagón
se detuvo y el resto del tren siguió avanzando, porque Rollins no le había
dicho todavía al revisor que parase.

El silencio de la pradera resultaba maravilloso después del atronador


ruido de la locomotora.

—Maldita sea. —Cain se apartó de la joven y repitió su exabrupto—:


Maldita sea.

—¿Qué pasa? —preguntó Christal, secándose las lágrimas de las


mejillas. No podía creerse que Didier estuviese muerto. Pero lo estaba: yacía
detrás del vagón como un canto rodado gris a rayas junto al lateral de las vías.

—No tenemos ni pruebas ni confesión. Sabía que pasaría algo así; tenía
que haber intentado salvarlo —rugió Cain.

—Te habrías matado en el intento.

—Debemos irnos. —Fue hasta ella y puso las manos en sus hombros—.
Cuando Rollins pare el tren y venga a buscarnos, quiero estar bien lejos de
aquí. Sin una confesión, te llevarán a Nueva York y te alejarán de mí...

—¿Qué es ese ruido? —Christal se volvió, preocupada, hacia un rincón.


El montón de sacas de correos se movía de forma extraña.

Cain empezó a apartar las bolsas con rapidez y apenas tardó unos
segundos en encontrar bajo ellas al señor Glassie, atado, amordazado, y con
aspecto de sentirse avergonzado porque, por segunda vez en toda su vida, la
misma dama volvía a verlo en ropa interior.

—Gracias a Dios que está vivo —susurró Christal. Ayudó a Cain con las
ataduras, y, cuando le quitaron la mordaza, el vendedor dejó escapar varias
imprecaciones.

—Lo siento mucho, señorita Van Alen. Su tío era incluso peor que
Kineson.

—Henry, vendrán a buscarlo, pero nosotros tenemos que irnos. —Cain


lo ayudó a levantarse y cogió a Christal de la mano. Echó un vistazo al

321
FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

exterior y vio, a kilómetros de distancia, que el tren se detenía justo antes de


la subida que cruzaba el río Big Crimloe.

—Entonces, al final se ha decidido por la vida del forajido, ¿eh, Cain? Y


todo por la señorita Van Alen...

—¿Qué opción me queda? —soltó Cain, contemplando la pradera en


busca de una ruta de escape.

—Bueno, diría que muchas —contestó el señor Glassie, riéndose entre


dientes—. Y yo sugeriría empezar con los votos matrimoniales. Me temo que
ha tratado usted a esta jovencita con demasiada informalidad.

—No podré casarme con ella si la encierran de nuevo en el manicomio.


Lo siento, Glassie, pero tenemos que huir.

Christal sintió que Cain tiraba de ella, miró al señor Glassie de nuevo y
se despidió de él en silencio.

—Espere Cain —se apresuró a decir el vendedor—. No tiene que huir.


He estado despierto casi todo el tiempo que he pasado bajo esos sacos y he
oído a Didier confesar sus crímenes, palabra por palabra. Testificaré en ese
sentido donde haga falta. Ya tiene el testigo que necesitaba. Desde este
momento, considere a Christabel Van Alen una mujer libre.

Cain se quedó muy quieto, como si necesitase tiempo para asimilar lo


que decía Glassie. Después, dejó escapar un rugido salvaje y la cogió en
volandas, como si no pesase nada.

El cuerpo y la mente de Christal estaban aturdidos por la sorpresa: era


libre.

Por fin era libre.

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FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

Capítulo 29

Manhattan había cambiado mucho en cuatro años. Christal había dejado


la ciudad cuando las estructuras más altas eran las agujas de las iglesias,
pero, en aquellos momentos, también había edificios de oficinas y tiendas que
contaban con más de seis plantas de altura. Además, estaban construyendo un
tren elevado para evitar los atascos de los carruajes y otros vehículos.
Habían nivelado las tierras de cultivo al norte de Central Park para dedicarlas
a viviendas, y se decía que iban a construir, aunque resultase extraño, un
elegante bloque de pisos para gente adinerada que se edificaría en el lado
occidental del parque, en una zona tan desolada que algunos la llamaban «el
desierto de Dakota».

La ciudad había cambiado, y ella también lo había hecho. Glassie había


declarado ante las autoridades y Rollins había logrado que todo se solucionase
en cuestión de horas, convirtiéndola oficialmente en una mujer libre el mismo
día de su llegada a Nueva York. Christabel Van Alen había regresado, aunque
no del todo, porque ya no era la misma que vivió allí. Pensativa, miró a
Macaulay, que estaba sentado junto a ella en el coche de caballos alquilado.
Lo cierto era que no quería volver a ser la persona que fue. Había sufrido
mucho, sí, pero de no haber huido hacia el Oeste, nunca habría conocido al
hombre que amaba.

—Estás muy callada, pequeña —le susurró él, apretándole la mano—.


¿Estás nerviosa? Llevas mucho tiempo sin ver a tu hermana. —Esbozó una
sonrisa que no le llegó a los ojos. Estaba ocultándole algo, y ella lo sabía.
Desde que habían llegado a la estación de Grand Central, Cain no había dicho
una sola palabra.

—Todo es muy diferente. La ciudad ha crecido tan deprisa que apenas


logro orientarme. —Miró por la ventanilla: cables de telégrafo surcaban el
cielo como enredos de cuerdas para tender la ropa; las aceras estaban

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FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

salpicadas de cubiertas de hierro que tapaban los depósitos de carbón; e


incluso los callejones estaban pavimentados. Era una ciudad moderna en todos
los sentidos de la palabra.

—Christal.

Ella se volvió hacia él con un brillo de felicidad y expectación en los


ojos, pero los de Cain estaban llenos de sombras.

—¿Por qué estás tan pensativo? —le preguntó preocupada.

—La verdad es que no me esperaba todo... esto —respondió con voz


neutra, haciendo un ademán hacia la ventana.

—Pero ya habías estado antes aquí; incluso sabías lo que era


Delmonico's.

—Vine hace mucho tiempo, justo después de la guerra, y todo el mundo


que pasa por aquí ha oído hablar de ese maldito restaurante. Pero te aseguro
que nunca comí allí.

—Podemos ir, si quieres.

—Sabes que no puedo permitírmelo. Tendrás que ir con Sheridan y tu


hermana.

—Mi hermana es rica, pero yo no tengo un centavo —repuso ella,


tocándole la pierna con un gesto íntimo—. Recuérdalo.

—Tienes tu herencia, y no estoy hablando de riqueza, sino de


educación, orígenes, lazos familiares y tradiciones. Este lugar es parte de ti,
Christal, lo veo en los ojos.

—Bueno, nací y viví aquí, así que sí, es parte de mí. ¿Qué cambia eso?
Nada.

—Es una parte que apenas conozco.

—Pues hagamos las presentaciones... —respondió ella, tocándole la


mejilla. El se volvió para mirarla, y sus ojos se encontraron.

324
FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

La joven lo besó con ternura en los labios, un beso suave y cariñoso


que pretendía ser tan casto como rápido, pero pronto descubrió que él tenía
otras ideas. La rodeó con sus brazos y la subió a su regazo, profundizando el
beso y convirtiéndolo en algo altamente erótico, como si ella todavía fuese
una chica de salón y no la famosa heredera desaparecida de Washington
Square.

A pesar de la intimidad del coche, algunos hombres los vitoreaban


desde las aceras de granito.

—Para... —le pidió, jadeante, cuando por fin la soltó. Tenía las mejillas
ruborizadas y miró por la ventanilla, avergonzada, para comprobar si alguien
los observaba.

—¿Ves como has cambiado?

—No, nunca he querido que me trates como a una ramera.

—Yo no trato así a las rameras. Te he besado así porque te amo, porque
cuando estás a mi lado sólo puedo pensar en estrecharte entre mis brazos —
respondió él, sus labios convertidos en una dura línea.

Ella le dirigió una sonrisa de disculpa y le apretó la mano, consciente de


que aquel hombre nunca podría ser domado. Allí, en medio de Nueva York,
parecía más salvaje que nunca.

—¡Quinta Avenida! —avisó el cochero, cuando el carruaje se paró.

—Alana —susurró Christal.

—Vamos. —Cain la ayudó a bajar del coche. Si se sentía impresionado


por la enorme mansión que tenían delante, no lo dio a entender. En cualquier
caso, la joven estaba demasiado ocupada corriendo hacia la regia puerta y
llamando para enterarse.

—¿Sí? —Un austero mayordomo ya entrado en años abrió la puerta. Más


allá esperaba el vestíbulo de mármol, amenazante como un mausoleo.

—Soy... he venido a ver a Alana Sheridan. —Christal contuvo el aliento,


temiendo por un momento haberse confundido de casa.

—¿Señorita Christabel?

325
FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

La joven abrió mucho los ojos: los labios del mayordomo casi formaban
una sonrisa, y en sus ojos había una calidez que no le habría demostrado a
ningún extraño. Christal guardaba el suficiente parecido con su hermana para
que el mayordomo la reconociera, así que estaba en el lugar correcto.

—¿Está Alana en casa? ¡Oh, no me diga que no está!

—Está en sus habitaciones, señorita. Le diré que ha llegado. Por favor,


entre y deje que la acompañe a la biblioteca. Mi nombre es Whittaker. —El
mayordomo se hizo a un lado y la dejó pasar. Cuando Macaulay la siguió, los
hombres intercambiaron miradas suspicaces.

—¿A quién debo anunciar como acompañante de la señorita Christabel,


señor? —El mayordomo esperó a que Cain se presentase sin perder detalle de
la apariencia del visitante, tomando nota de que el traje gris de lana no era
más que un barniz de civilización sobre una naturaleza salvaje, y que el cuello
almidonado y limpio apenas cubría una terrible cicatriz. El viejo mayordomo
prestó especial atención al extraño sombrero de fieltro negro que el visitante
no parecía dispuesto a quitarse—. He preguntado que a quién debo anunciar -
—repitió Whittaker.

—¡Maldita sea! —exclamó Cain, con aire burlón—. ¡Se me han olvidado
las tarjetas de visita!

—Mi acompañante es Macaulay Cain, marshal de los Estados Unidos —


intervino Christal, intentando romper la tensión.

—Muy bien —respondió Whittaker, inclinando la cabeza para saludar a


Cain con una expresión calculadamente neutra—. ¿Me permite su sombrero,
señor?

Cain se quitó el sombrero y se lo entregó al mayordomo, pero, justo


cuando Whittaker estaba a punto de retirarse, le dijo marcando el acento
sureño:

—Un momento.

Whittaker alzó una ceja con aire señorial y esperó. Cain sonrió, se
desabrochó la pistolera que llevaba a la cadera, y después la depositó en los
brazos del asombrado mayordomo.

326
FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

El anciano bajó la mirada: las pistolas de seis balas parecían bien


lubricadas y usadas; y la pistolera estaba llena de munición.

—¿Necesita algo más señor? —preguntó el criado, tragando saliva y


mirando a Cain con los ojos muy abiertos.

—No —respondió su interlocutor con voz suave.

El viejo mayordomo asintió y sostuvo la pistolera en alto, lejos de su


cuerpo.

—La biblioteca es la puerta que tiene a su derecha, señorita. —Sin


mirar a Cain, Whittaker se alejó con movimientos rígidos, llevando la
pistolera como si fuese una bomba.

—¿Crees que Alana me reconocerá? —le preguntó Christal a Cain,


preocupada.

Pero Cain no la miraba a ella, sino a los pilares corintios que recorrían
el vestíbulo. Tocó uno, como si quisiera comprobar si eran de mármol de
verdad. Por su expresión, la joven dedujo que eran auténticos.

—Esta gente vive en un banco.

Finalmente, Christal también miró a su alrededor. Sin duda, era la


entrada más lujosa que había visto, pero, por alguna razón, no le importaba en
absoluto: tenía demasiadas ganas de ver a Alana.

—Vamos a la biblioteca —le dijo a Cain—, seguro que es más cómoda.


—Lo cogió de la mano y atravesaron las puertas que Whittaker les había
señalado.

La biblioteca era cualquier cosa menos acogedora: las paredes estaban


adornadas con tapices flamencos del siglo dieciséis en los que se
representaba el Tratado de Utrecht; el suelo estaba cubierto por una moqueta
Axminster inglesa; y los muebles exhibían recargadas tallas y mucho dorado.

—¿Christabel?

La joven se volvió hacia el susurro, y un grito se le ahogó en la


garganta: Alana estaba en la puerta. Su cabello rubio y sedoso estaba
recogido en un discreto moño y llevaba un elegante vestido de tafetán verde

327
FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

bosque, del mismo color que sus ojos. El parecido con su madre resultaba
asombroso.

—Oh, Christabel —gritó de repente Alana, acabando con las


formalidades. Corrió hacia ella y Christal empezó a sollozar. Las dos mujeres
se abrazaron con fuerza, como si no desearan soltarse jamás—. Estaba muerta
de preocupación. No creo haber dormido bien ni una sola noche en todos
estos años. —Alana la tuvo en sus brazos durante casi un minuto; después se
apartó un poco y la miró.

A Christal no le dio la impresión de que su hermana hubiese envejecido.


Lo único diferente en ella era la profunda felicidad que podía leerse en sus
ojos, donde antes, cuando iba de visita al manicomio, sólo había dolor.

—¿Tuviste el bebé, Alana? ¿Era una niña, como esperabas? —le


preguntó entre lágrimas.

—Sí. ¿Quieres que vayamos a la habitación de los niños? Te presentaré


a la pequeña y a sus hermanos.

—¡Estoy deseando conocerlos! —Christal se rió y se secó las lágrimas,


cogida de la mano de Alana—. Mamá y papá estarían muy orgullosos: ¡nietos!
Ojala los hubiesen conocido.

—Vamos entonces.

—Espera. —Christal se volvió hacia Cain, que estaba en silencio junto a


la chimenea. Notó la incertidumbre en el rostro masculino, pero no entendía la
razón. En cualquier caso, no le gustó en absoluto—. Alana, éste es Macaulay
Cain. Él... él... —No sabía cómo empezar a describir todas las cosas que aquel
hombre significaba para ella. Por suerte, su hermana la interrumpió.

—Señor Cain —dijo, ofreciéndole la mano. Cuando él la cogió, Alana se


puso de puntillas para darle un beso en la mejilla—. Mi marido me contó cómo
protegió a mi hermana. Nunca podré agradecérselo lo suficiente. Estaremos
en deuda con usted mientras vivamos.

—Gracias, señora —respondió él, solemne. Después miró a Christal—.


Ve a ver a los niños, Christal. No te preocupes por mí, me quedaré en esta
habitación y esperaré a que regreses.

—Gracias —respondió ella, apretándole la mano—. No tardaré mucho.

328
FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

—No te preocupes —repitió él—. Aquí estaré muy cómodo.

Christal miró hacia atrás con preocupación antes de salir con su her
mana: Cain estaba sentado en un sillón Luis XIV y estaba lejos de parecer
cómodo.

—Es muy atractivo —comentó Alana cuando subían las escaleras que
llevaban al cuarto infantil de la tercera planta.

—¿Macaulay? —Los labios de Christal esbozaron una sonrisa secreta—.


Sí, lo es.

—¿Lo amas? Oh, claro que sí, se te ve en la cara. —La mirada de los
ojos verdes de Alana se volvió agridulce—. Te llevará lejos de nosotros.

—Si nos casamos, podríamos quedarnos en Nueva York. —A Christal no


le gustaba el rumbo de la conversación. Llevaban muchos años de retraso y
tenían que ponerse al día. ¿Cómo podían estar hablando ya de su marcha?

—Macaulay Cain parece tan cómodo en esta casa como Trevor Sheridan
intentando echarle el lazo a un toro —respondió Alana, ocultando su sonrisa—.
El señor Cain no querrá quedarse mucho tiempo.

—Pero seguro que podrá esperar hasta la boda.

—Eso espero —dijo Alana, arqueando una perfecta ceja de color


dorado, en señal de escepticismo.

En la biblioteca, Cain se levantó del sillón y recorrió la habitación en


busca de algo que beber. Al fin y al cabo, la biblioteca era un cuarto
masculino, con su escritorio, sus sofás de cuero y, con un poco de suerte,
abundante licor.

329
FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

Cuando por fin encontró lo que buscaba, sirvió el contenido de una


botella en un pesado vaso de cristal tallado y le dio un buen trago, sin
importarle la clase de licor que fuera.

—Dios. —Cerró los ojos para evitar que le lagrimearan, sintiendo arder
su garganta. Al oler el vaso, empezó a reírse entre dientes. ¿Cómo había
llegado aquel matarratas a las botellas de Sheridan?

Le dio otro trago, tomándoselo con más calma que el anterior. El líquido
bajó con la misma suavidad que un cuchillo con sierra, pero el efecto era
bueno, sin duda; ya se sentía mejor.

—¿Dónde están las mujeres?

Cain levantó la mirada y se encontró con el desconocido que había


llegado a Noble afirmando ser el cuñado de Christal. El hombre entró en la
habitación con pasos rígidos, apoyándose demasiado en el bastón de ébano
que llevaba en la mano.

—Veo que no nos mentía —comentó Cain, volviendo a centrarse en su


bebida.

—Soy quien dije que era. —Sheridan miró el vaso de su invitado—.


Tengo cosas mejores, si lo prefiere.

—No, esto está bien..., sea lo que sea.

—Es de los viejos tiempos. El Chateau Margaux todavía no me


impresiona.

Cain no estaba seguro de qué era el Chateau Margaux, pero tenía muy
claro que no pensaba dejar que Sheridan se diese cuenta.

—Christal y su esposa están con los niños.

Sheridan se sentó en un sofá, y a Cain le dio la impresión de que él


tampoco se sentía muy cómodo allí. Parecía un hombre que controlaba lo que
lo rodeaba, pero que todavía no lo había asimilado. Sin embargo, su esposa no
tenía ese problema. Alana Sheridan parecía haber nacido entre muebles
dorados, pilastras de mármol y tapices europeos. Lo mismo que Christal, que
parecía sentirse como en casa. Cain le dio un trago largo y amargo a su
bebida.

330
FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

—Me temo que tengo que preguntarle algunas cosas —le dijo Sheridan.

Cain se volvió para mirarlo.

—¿Cómo cuáles?

—Como sus hábitos nocturnos, sobre todo los que tengan relación con
mi cuñada. —A Sheridan le brillaban los ojos. Tenían un curioso color
avellana, no del todo castaños, dorados, ni verdes, sino una irresistible mezcla
de los tres.

—No voy a contarle nada sobre mis hábitos nocturnos, Sheridan. Será
mejor que lo sepa desde ya.

—Soy el único pariente masculino de Christabel, así que protegerla


entra dentro de mi responsabilidad —adujo Sheridan, al que todavía se le
notaba un leve acento irlandés.

—Protéjala todo lo que quiera, pero no pienso discutir con usted si


duermo o dejo de dormir con ella. Ni ahora, ni nunca.

—Buena respuesta.

El irlandés asintió con la cabeza, evitando enfrentarse al mal humor de


su invitado. Pensativo, se dedicó a acariciar la cabeza de león dorada que
adornaba el puño de su bastón.

—¿Qué haría usted en mi lugar, Cain? Ya ha dormido con ella, lo sé.


Como también sé que le ha salvado la vida más de una vez. Debería obligarlo a
casarse con mi cuñada, pero estoy en deuda con usted por haberla devuelto a
su familia. ¿Cómo puedo tener mano dura con un hombre al que debo tanto?

—¿Cree que ella no me importa?

—No —respondió en tono serio Sheridan, después de guardar unos


instantes de silencio—. Sé que le importa, vi lo que sentía por ella en Noble.
Pero...

—Pero ahora es una mujer diferente, una mujer a la que no conozco. —


Cain examinó la opulenta biblioteca—. Una mujer a la que quizá nunca
conozca...

331
FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

—Por dentro no ha cambiado, y, al fin y al cabo, eso es lo que importa.

—Eso dice usted, Sheridan, pero, cuando le pidió matrimonio a la


hermana de Christal, no la estaba privando de todo esto —afirmó Cain,
señalando la habitación.

—Estaba privando a mi prometida de mucho más —respondió el irlandés


con una sonrisa inquietante—: de un lugar en la alta sociedad y de su
reputación. Aquí, en Nueva York, no miran con buenos ojos a los inmigrantes
irlandeses que se casan con sus mujeres.

—No parece que eso le importe a Alana.

—Dio mucho de qué hablar cuando se casó conmigo. Fue el escándalo


del siglo. —Sheridan se levantó y volvió a llenar el vaso de Cain—. Pero la
sociedad acabó aceptándolo al cabo de un tiempo, y eso es algo que sólo
Alana es capaz de conseguir.

—Debe de ser una mujer extraordinaria.

—Las dos Van Alen lo son.

—Sí. —Cain dejó el vaso. Tal y como se sentía, lo que más deseaba era
estrellarlo contra aquellos malditos y elegantes tapices—. Christal ha pasado
por un infierno, nadie lo sabe mejor que yo. Se merece todas las comodidades
y los lujos que se le han negado durante estos años. Debería volver a la vida
que le quitaron cuando Didier mató a sus padres.

—Christal no necesita nada de esto —repuso Sheridan, abarcando la


habitación con un gesto—. Créame, no la hará feliz.

—¿Cómo lo sabe?

—Lo sé mejor que nadie, Cain. —La sombra de una sonrisa sobrevoló
los labios de Sheridan—. Mi esposa me lo enseñó.

La cena se sirvió en el comedor, con un total de cincuenta comensales;


una reunión íntima, según los criterios neoyorquinos, y una multitud enorme e

332
FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

incontrolable para Cain. Los niños estaban ya acostados en su cuarto, pero,


antes de la cena, los habían bajado para presentárselos a los invitados. A Cain
le divirtió comprobar que los dos chicos eran la viva imagen de Sheridan, con
pelo oscuro y aquellos llamativos ojos de color avellana. Sin embargo, la niña
recién nacida tendía más a la rama de los Van Alen. Para sorpresa de Cain,
Christal se había acercado con el bebé entre los brazos y se lo había
entregado a él. Como no podía hacer otra cosa, sostuvo a la niña con torpeza
hasta que el bebé empezó a aullar y las mujeres se rieron. Christal también se
rió y cogió de inmediato al bebé. Con la niña de nuevo tranquila, Cain estudió
a la pequeña: no tenía más que unas pocas semanas, y era rubia y bonita como
su madre y su tía. Christal había susurrado el nombre de la niña con placer y
sorpresa: Christabel. Cain oyó el nombre con una extraña sensación de
nostalgia, porque el bebé era otra prueba más de que la vida de la joven
estaba unida de manera indisoluble a la de los Sheridan.

Después de la cena, Christal buscó a Cain entre la multitud. Hacía un


poco de frío, pero se había abrigado con una de las capas de satén de su
hermana, así que cogió a Cain de la mano y salió a la galería de piedra que
daba a la Quinta Avenida.

—¿Empiezas a recordar el nombre de todo el mundo? Parece que ahí


dentro hay demasiada gente. —Le quitó una pelusilla de la solapa con el
gesto íntimo de una esposa.

—Todos son muy agradables.

—A mí me gusta sobre todo Eagan, el hermano de Trevor. —Se rió—.


Debió ser todo un conquistador antes de casarse. Si no estuviese tan
enamorado de Caitlin, diría que no tiene remedio.

—Sí.

—¿Y te puedes creer que la hermana de Sheridan sea una duquesa?


Estoy deseando que ella y el duque regresen a Nueva York para conocerlos...

Las palabras de Christal murieron cuando contempló el perfil de Cain a


la tenue luz de las farolas de la avenida. Era una silueta tensa y rígida. Ella
respiró hondo.

—¿Qué te ocurre, amor mío? Desde que llegamos pareces un toro


atrapado en un corral.

333
FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

Cain se pasó la mano por el pelo; algunos mechones se le habían


escapado dándole un aspecto ciertamente salvaje.

—Me voy, Christal. Ha llegado el momento de regresar a Wyoming.

Ella se sorprendió, pero algún extraño instinto ya le había hecho intuir


sus palabras. Cain había estado de mal humor desde que llegaron a Nueva
York.

—¿Cuándo nos vamos? —le preguntó en voz baja.

—¿Nos? —se extraño él, mirándola, a pesar de que la oscuridad


ocultaba sus ojos.

—Me voy contigo.

—Pero ¿qué estás diciendo? —exclamó él, cogiéndola por los brazos—.
Acabas de llegar y no habías visto a tu hermana en muchos años. ¿Por qué te
ibas a marchar conmigo ahora?

—Porque te amo y quiero estar contigo.

—Tienes una vida a la que regresar —repuso él, soltándola como si le


quemase. Christal llevaba un exquisito vestido de noche de satén celeste con
cascadas de encaje francés en la parte de atrás de la falda. Reticente, tocó el
pesado collar de zafiros y diamantes que llevaba al cuello, regalo de su
hermana—. Mírate, Christal, ¿dónde está la mujer que conocí, la que llevaba
vestidos de algodón desgastado? Se ha ido, como debería ser, porque tú
naciste para tener este aspecto, para llevar estas joyas de valor incalculable,
para vestirte de seda y satén. ¿No te das cuenta? Yo no puedo ofrecerte nada
de esto. Lo mejor a lo que puedo aspirar es a un trabajo en el Servicio
Secreto en Washington, y eso no nos dará una mansión.

—No necesito mansiones. —Sus palabras la desconcertaban; era como


si pensase que volver a su hogar de Nueva York fuese lo único que le
importase y, ciertamente, así había sido durante muchos años largos y
solitarios; pero Cain se había interpuesto en su camino y ahora él era la
única razón de su existencia. Tenía que lograr que lo entendiese.

—Tú no sabes lo que necesitas, ni lo que quieres —dijo Cain en voz


baja—. Mírate. Hace un minuto has entrado aquí deslumbrada por el hecho de

334
FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

que la hermana de Sheridan sea una duquesa. Deberías tener la oportunidad


de explorar la vida que te han negado, y yo no voy a impedírtelo.

—Claro que no me lo vas a impedir —protestó ella, empezando a sentir


pánico. ¡No podía estar hablando de dejarla!—. Soy yo la que debe elegir, y
elijo irme contigo.

—Me voy esta noche.

—Sólo te pido que te quedes un poco más...

—No. —Miró hacia la Quinta Avenida, donde había empezado a caer una
suave lluvia que dotaba a los adoquines de un brillo aceitoso como el del ala
de un cuervo. Ninguno de los dos se movió para entrar en la casa—. No me
siento bien aquí, viéndote en el ambiente al que perteneces —afirmó Cain con
un susurro bajo y ronco—. Tengo que regresar a Noble y terminar mi trabajo
allí; después me iré a Washington. Sabes que puedes volver conmigo en
cualquier momento, pero quédate aquí por ahora y comprueba si te gusta esta
vida. —Su voz estaba cargada de emoción—. Puede que te guste, Christabel.

—Avísame cuando te vayas esta noche —le pidió ella con un susurro,
conteniendo las lágrimas y pensando que su verdadero nombre le sonaba
extraño y hostil—. Estaré contigo en ese tren.

—Creo que tu hermana te busca —dijo Cain tras echar un vistazo a


través de las puertas acristaladas del salón.

Christal se volvió y Alana la saludó con la mano.

—Avísame cuando llegue la hora de marcharse —insistió—. Estaré


contigo, Cain, te lo juro.

—Claro —dijo él, observando cómo Alana cogía a Christal del brazo y se
la presentaba a un grupo de mujeres que llevaban suficientes esmeraldas y
diamantes colgados del cuello para financiar a todo el ejército confederado—.
Claro —repitió, sin dirigirse a nadie, volviéndose otra vez hacia la Quinta
Avenida.

335
FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

Capítulo 30

Si escoges la rosa, mi vida, me harás tuyo


y seré tu verdadero amor para siempre.
Tommy Makem.

—¿Has visto a Macaulay? —La expresión de Christal era tirante, casi


desesperada. Era más de medianoche y había estado en el cuarto de los niños
con su hermana, viendo cómo daba de comer al bebé. Le había pedido
acunarlo hasta dormirlo y, al volver al salón, no vio a Cain por ninguna parte.

—Tiene que estar por aquí, querida... —Alana se volvió y buscó con los
ojos a su marido. Con el instinto de los amantes, Sheridan levantó la mirada de
inmediato y vio a su esposa al otro lado de la habitación—. Trevor sabrá
dónde se encuentra. Oh, Christabel, no tienes buen aspecto, ¿por qué estás tan
preocupada? Quizá se haya acostado.

—No. —Christal se retorció las manos y buscó de nuevo entre la


multitud. La alta figura de Macaulay no estaba entre las joyas relucientes, los
satenes lustrosos y las chaquetas negras de esmoquin—. Oh, por favor, que
no se haya ido. ¡No puede haberse ido!

Sheridan llegó hasta ellas en pocos segundos y Alana se volvió hacia él


aliviada.

—Trevor, ¿sabes dónde esta Macaulay?

—¿Cain? Lo vi a medianoche, estaba hablando con Whittaker.

—¿Puedo hablar con el mayordomo? —preguntó Christal, pálida.

—Ven conmigo. —Trevor la cogió del brazo, y Alana los observó con
una arruga de preocupación en su suave frente.
336
FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

El mayordomo estaba en el comedor, dirigiendo a los criados en la


limpieza de la mesa.

—Whittaker, estamos buscando al señor Cain, ¿ha hablado con usted?


La atronadora voz de Sheridan viajó con facilidad por todo el mármol del
comedor.

—Acabo de verlo, señor —respondió Whittaker tras saludar a Christal


con una inclinación de cabeza—. Me pidió su pistolera.

—¿Quería sus armas? —susurró la joven.

—¿Está pensando en disparar a alguien? —le preguntó Sheridan con


frialdad.

—No... —Christal dejó caer la cabeza, luchando contra el impulso de


llorar.

—¿Ocurre algo malo? —intervino Whittaker; la patente preocupación en


sus ojos traicionaba su actitud profesional—. ¿Debería haberme quedado las
armas del señor Cain? Creía que las pedía porque se retiraba... He oído que
los vaqueros duermen con las botas puestas y demás, así que supuse que por
eso las quería.

—Me... ha... dejado. —Christal apenas lograba contener los sollozos.


Miró la cara de sorpresa de Sheridan, y después corrió al vestíbulo
levantándose las pesadas faldas de satén para subir las escaleras de mármol
de dos en dos hacia su dormitorio.

—¡Oh, no puede haberse marchado! ¡Si habéis llegado hoy! —exclamó


Alana, observando cómo su hermana metía sus pertenencias en un maletín.

—Seguramente me buscó —dijo Christal, tragándose las lágrimas y


metiendo otras enaguas en la maleta—, pero estaba en el cuarto de los niños y
él pensaría... ¡Pensaría que me... que me quería quedar!

—¿De qué estás hablando, Christabel?

337
FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

—¡Oh! ¿Cómo podría explicártelo? —La joven miró a su alrededor para


ver si se olvidaba algo, y así era: el vestido celeste estaba encima de un
mullido diván de satén malva. Parecía ridículamente barato y artesanal sobre
el artístico mueble, pero, para ella, era el vestido más bonito del mundo. Se lo
llevó al pecho y lo abrazó.

—¿Es que no le hemos gustado? —le preguntó Alana, muy irritada—.


Pero ¿cómo es posible? ¡Si no nos conoce!

—Creo que intenta ayudarme. Me dijo que se iba, que yo estaría mejor
aquí, en Nueva York, recuperando mi lugar en la sociedad... Pero él sabe que
le amo, ¿cómo ha podido irse sin decírmelo?

Alana la ayudó a doblar el vestido celeste sin preguntar por qué Christal
estaba renunciando a todos los caros vestidos de satén que ella le había
regalado en favor de un tosco vestido de lana.

—Quería bailar en tu boda, Christabel. Si te vas y te casas con él en


Wyoming, yo no estaré allí. —Christal había terminado la maleta y los ojos de
Alana se llenaron de lágrimas—. Quería organizarte una boda grandiosa.

—Creo que voy a tener un bebé —dijo Christal, observando el asombro


que se reflejó en el rostro de su hermana—. No he tenido mis días del mes y,
con todo lo que ha pasado estas semanas, ni siquiera he podido pensar en
ello. —La joven dejó caer la cabeza entre las manos—. ¿Qué debo hacer,
Alana? Si estuvieses en mi lugar, ¿qué harías? ¿Traerlo de vuelta y hacerlo
infeliz? ¿O ir con él y amarlo? —Sacudió la cabeza—. El no encaja en este
lugar y ahora me doy cuenta de que yo tampoco... ya no. —Los labios de
Alana no emitieron sonido alguno, se quedó donde estaba y dejó que las
lágrimas le cayesen en silencio por las mejillas—. Todavía no le he contado lo
del bebé, quería estar segura. —Christal notó que los ojos volvían a llenársele
de lágrimas—. No quiero dejarte, Alana. Te quiero, y quiero a los niños y a
Trevor, pero ¿qué otra cosa puedo hacer? Lo amo demasiado.

—Ve con él. —Alana cogió el maletín y rodeó la cintura de su hermana


con el brazo—. Me privaré de bailar en tu boda para estar en el nacimiento de
mi primer sobrino. ¿Cuándo será?

—En unos ocho meses... ¿O siete? ¡Oh, no lo sé! —De repente, Christal
se rió a través de las lágrimas—. Es que nunca tuve un momento para
sentarme a hacer cálculos.

338
FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

—Si vamos a Wyoming y ese hombre no te ha puesto un anillo en el


dedo, Trevor lo matará...

—No te preocupes, deja que encuentre a Macaulay y verás como el


resto se arregla solo.

—Envíanos un telegrama en cuanto puedas o tendremos que ir a


buscarte otra vez. —Alana la abrazó con una mezcla de tristeza y amor en sus
ojos—. Y quiero que sepas que te quiero mucho, hermana. Si no, no te dejaría
marchar.

Christal, sin poder contener los sollozos, se obligó a separarse y corrió


escaleras abajo para montarse en el coche que la esperaba.

El tren con destino a St. Louis estaba saliendo justo cuando ella llegó al
andén. Caminó a toda prisa junto a las vías, mirando por todas las ventanillas
para ver si Macaulay estaba dentro. Llegó a la mitad y seguía sin encontrarlo.
La frustración hizo que le asomaran lágrimas a los ojos; había pasado por
mucho en los últimos días para que todo acabase así.

Sabía que podía encontrarse con él más tarde, pero no quería estar un
segundo más sin Cain, lo necesitaba, lo amaba...

—¿Dónde estás, maldito rebelde? —le gritó al tren que pasaba


lentamente, sorprendiendo a la gente que estaba en el andén. En un arranque
de rabia, avanzó dos vagones más, pero él tampoco estaba dentro.

Y entonces lo vio: estaba apoyado en la barandilla entre dos vagones,


viendo pasar la estación de Grand Central con expresión hosca.

—¡Te odio! —gritó la joven, corriendo para no quedarse atrás. Macaulay


abrió mucho los ojos y estuvo a punto de caerse.

—En nombre de Dios, ¿qué estás haciendo? —le gritó, inclinándose


sobre la barandilla para estar más cerca de ella.

—¡Me voy contigo, malnacido! ¿Cómo has podido dejarme atrás?

339
FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

—¡No le estás dando una oportunidad a este sitio! —respondió él, con el
rostro ensombrecido y marcado por la preocupación—. Todavía no sabes lo
que te perderás y no quiero que seas desgraciada a mi lado. Naciste para vivir
aquí, Christal.

—Nací para ti. ¡Maldita sea! ¿Por qué no lo entiendes? —Empezaba a


perder la paciencia más deprisa de lo que se acababa el andén. Enfadada, le
tiró el maletín, que aterrizó con un fuerte golpe en el pecho de Cain. Después,
se llevó las manos al cuello y se desabrochó el collar de zafiros y diamantes—
¡Si no quieres que sea desgraciada, llévame contigo a Wyoming! Deja que
abandone todo esto, ¡no lo quiero! —Para probar su afirmación, le dio el
valioso collar a la primera persona que vio, una anciana desaliñada con un
chal negro sobre la cabeza. La mujer estuvo a punto de desmayarse al ver lo
que le había caído en las manos.

—¡Santo Dios! —A Cain le faltó poco para caerse del tren,


completamente perplejo y escandalizado.

La joven siguió corriendo por el andén, pero el tren empezó a ganar


velocidad.

—¡Llévame contigo! Te mentí... No te odio... Te amo. ¡No dejes que


estas cosas se interpongan entre nosotros! —Dejó caer la capa de satén de su
hermana en la plataforma y empezó a quitarse los pendientes de diamantes,
que entregó a otro viandante aturdido.

—Christal, ¿qué haces? —exclamó él, sorprendido por aquel


comportamiento demencial: la joven había regalado una pequeña fortuna.

—¡Te estoy probando mi amor! —El tren cogió una velocidad aún mayor.
A ella le dolía el pecho por la falta de aire y se estaba quedando sin andén.

Si Cain no la ayudaba a subir, perdería el tren y su vida no tendría


sentido hasta que volviera a verlo. No había forma de que lograse vivir sin él.
Lo amaba, y toda la riqueza de los Sheridan no sería más que un consuelo
insignificante si no lo tenía a su lado.

—Si vienes conmigo, cometerás un grave error. —Cain miró primero al


final del andén y después a la muchacha, que seguía corriendo. Ella no
respondió; se limitó a mirarlo con los ojos rebosantes de amor. La cola de su
vestido se había manchado y el pelo, antes arreglado, suave y elegante,

340
FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

flotaba tras ella como una cascada dorada. La orgullosa y altiva neoyorkina
había desaparecido, y en su lugar se encontraba una mujer cuyo corazón
estaba a punto de romperse porque el hombre que amaba pensaba que lo
mejor para ella era quedarse junto a su hermana y disfrutar de un dinero vacío
y de su inútil importancia social.

—¡Te odiaré si no me llevas contigo! —gritó ella, desesperada, al llegar


al final del andén.

Vencida su reticencia, Cain alargó el brazo, la cogió por la parte de atrás


del vestido y la levantó como si fuese un gatito callejero, sacándola del andén
y lanzándola sobre su duro pecho.

—Estás loca, yanqui —susurró, mirándola a los ojos.

—Te mentí, nunca podría odiarte, te amo demasiado.

—Si te casas conmigo, no vivirás como tu hermana.

—Llévame a Wyoming, a las montañas, donde florecen los nenúfares en


el Lago Solitario. Lo único que quiero es estar contigo, ser tu esposa y que
me ames. No me importa nada más.

Los ojos grises de Cain perdieron su habitual frialdad y adquirieron un


extraño brillo, mezcla de amor y ternura, cuando le cogió la mano de la
cicatriz y se la llevó al pecho.

—Christal, amor mío, te quiero desde que te vi por primera vez en


aquella diligencia. Mi alma te reconoció de alguna manera. Sin ti... sin ti la
vida no merece ser vivida —susurró con voz entrecortada.

Ella sonrió y metió la mano en su maletín, contenta por haber podido


conservarlo.

—¿Qué haces? —se extrañó Cain.

—¿Crees que esto valdrá como vestido de boda? —preguntó la joven,


sacando el vestido celeste—. Puede que encontremos algunas flores
silvestres para hacer un ramo. Quién sabe, quizá cuando lleguemos a Noble,
Dixiana sea juez de paz y pueda casarnos.

—Eso sí que sería bueno —respondió Cain, burlón.

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FUGITIVA MEAGAN MCKINNEY

—Pero no podemos tardar mucho.

—¿Y por qué no?

—Porque no me va a entrar para siempre, sureño —respondió ella entre


risas, tirándole el vestido—, por eso mismo.

—¿Qué...? —se extrañó él, apartando la prenda. Pero ella esbozó una
secreta y seductora sonrisa que le hizo comprender—. Oh, Dios mío... —
exclamó Cain.

—Tengo entendido que los varones de los Sheridan vendrán a lincharte


si no tengo un anillo en el dedo a su debido tiempo.

Cain estalló en carcajadas y dejó escapar un grito salvaje que despertó


ecos bajo la cubierta de hierro y cristal del tren. Después la besó con una
suavidad que pronto se convirtió en pasión, mientras la locomotora salía de
Grand Central. La luna brillaba sobre ellos compitiendo con las centelleantes
luces de gas de la ciudad, y el tren se dirigió al Oeste, a las montañas, donde
el cielo se fundía con la tierra.

Que Dios bendiga Wyoming y la mantenga salvaje.

Última entrada en el diario de Helen Meter, de


Quince años, fallecida en las montañas Tetones.

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