Está en la página 1de 54

© Ediciones B,

S.A.
Titularidad y derechos reservados
a favor de la propia editorial.
Prohibida la reproducción total o parcial
de este libro por cualquier forma
o medio sin la autorización expresa
de los titulares de los derechos.
Distribuye: Distribuciones Periódicas
Rda. Sant Antoni, 36-38 (3.a planta)
08001 Barcelona (España)
Tel. 93 443 09 09 - Fax 93 442 31 37
Distribuidores exclusivos para México y
Centroamérica: Ediciones B México, S.A. de C.V.
1.a edición: 1999
© Donald Curtís
Impreso en España - Printed in Spain
ISBN: 84-406-9124-6
Imprime: BIGSA
Depósito legal: B. 4.394-99

CAPITULO PRIMERO

—Que Dios se apiade de tu alma, muchacho —resopló el verdugo oficial, eructando después con
fuerte hedor a mala ginebra. Su rostro embrutecido por el alcohol se mostró carente de toda emoción
cuando tiró de la palanca del patíbulo, cedió la trampilla bajo los pies del reo, y éste colgó de la
soga, con una brusca convulsión, oscilando luego lúgubremente en el boquete abierto en las tablas,
tras un seco crujido que delataba la fractura mortal de su nuca.
Era su labor habitual. Cobraba del Gobierno por esa fúnebre tarea, y se limitaba a cumplirla con
fría eficiencia, procurando siempre que, al menos, sus víctimas no sufrieran demasiado en la tétrica
ceremonia. La gente se preguntaba si los verdugos bebían tanto para olvidarse de su nefasto oficio, o
si éste era consecuencia de la insensibilidad que la bebida producía en gente como aquel pequeño,
esmirriado y sombrío personaje, de traje negro, bombín de igual color y nariz colorada como la de un
divertido Papá Noel. Sólo que el regalo que él llevaba en sus viajes, era siempre el mismo para
todos sus clientes: la muerte.
Terminada la tarea, el hombrecillo se encogió de hombros, carraspeó y se hizo a un lado, sin
mirar siquiera el cuerpo colgante que bailoteaba pesadamente en el vacío, pendiendo del nudo
corredizo.
—Ya está, juez —dijo, volviéndose al severo magistrado de cabellos largos y blancos, bigotes
marciales y patillas largas y frondosas, todo ello de plateados tonos a la claridad solar de la triste
mañana—. Sentencia cumplida.
—Bien —el juez Burke se volvid hacia el hombre pálido y vacilante que le acompañaba—.
Usted, doctor Kelly. Suba a comprobar la muerte del reo. -
Haciendo ostensiblemente de tripas corazón, el médico se encaminó escaleras arriba, hasta llegar
al catafalco de madera donde pendía el cuerpo del ejecutado. Alrededor del mismo, unos pocos
grupos de madrugadores testigos habían asistido a la ejecución, y se dispersaban ya en el amanecer
azulado y tibio, haciendo comentarios en voz baja.
Asomó una delgada tajada de sol por el horizonte, tiñen-do de dorado rojizo las resecas tierras,
las chumberas y las artemisas, así como los muros y tejados de la pequeña población.
La sombra del patíbulo y del ahorcado, se alargó siniestramente sobre la calzada rojiza,
salpicada de charcos de lluvia de la pasada noche. El médico tragó saliva, logró auparse los dos
últimos peldaños de crujiente madera, y se enfrentó a su ingrata labor de reconocimiento.
Tras un breve examen ocular, hizo un gesto a los ayudantes del sheriff, presentes también, como
éste mismo, en el acto de justicia que se acababa de llevar a cabo en la calle principal.
—Corten la soga y descuélguenlo —dijo—. Comprobaré todo, pero creo que está muerto y bien
muerto el pobre infeliz.
—¿Pobre infeliz, dice? —se sorprendió el sheriff, arrugando el ceño mientras enviaba a dos de
sus alguaciles para cumplir las instrucciones del doctor Kelly—. Ese hombre era un 'criminal
empedernido, doctor. Mató a más de diez personas a sangre fría en su corta y lamentable vida. No
merecía piedad alguna.
—Es posible —el médico desvió la mirada, para no ver caer pesadamente el cuerpo del joven
reo ejecutado, a la caja de madera de pino que esperaba bajo el suelo del patíbulo, para recoger sus
restos mortales rumbo a la fosa—. Pero yo no soy juez. Sólo médico. Mi misión es salvar vidas, no
acabar con ellas.
—Ningún juez disfruta enviando un reo al cadalso —se irritó el magistrado, poniendo una
expresión dura y desagradable. Se calzó fríamente unos impecables guantes de piel oscura mientras
iniciaba su retirada del lugar donde presenciara la muerte del sentenciado—. Pero los crímenes de
Caín Lester eran tales, que no merecía otra sentencia que la que se pronunció, doctor. Yo me limité a
aplicar la Ley cuando el jurado se pronunció por unanimidad, encontrándole culpable de esos
crímenes horribles.
—Yo no discuto su sentencia, juez —suspiró el médico, descendiendo de nuevo los peldaños del
patíbulo, para examinar abajo el cadáver del reo, ya tendido en su último alojamiento—. Sólo me
quejo de mi labor en estos casos. Creo tener perfecto derecho a ello, ¿no cree?
—Por supuesto. Pero lo cierto es que Caín Lester ha muerto. Y con él, se termina una triste y
lamentable vida de infamias. Ciertamente, quien le puso ese nombre al nacer, es como si previamente
le hubiera marcado ya con la condena divina para ser lo que luego sería. Caín... —el juez hizo un
gesto ampuloso, mientras se apoyaba en su bastón de madera negra con empuñadura de plata
iniciando su marcha hacia el edificio del juzgado local, con aquella leve cojera suya tan peculiar—.
Dios me libre de poner semejante nombre a algún
hijo mío...
Se alejó y el médico le contempló con gesto sarcástico. Luego cambió una significativa mirada
con el sheriff Mallory
-;De qué diablos hablará el juez Burke? -refunfuño el médico-. Nunca tuvo hijos ni los tendrá. Ni
siquiera tiene una esposa para dárselos... .
-Ese es su gran trauma -sonrió el sheriff, encogiéndose de hombros—. Siempre piensa ser lo
bastante joven aún como para casarse y tener hijos. Cosas, doctor... Bien, ¿qué decide sobre ese
cuerpo?
—Muerto, sin duda alguna —suspiró el doctor Kelly, tras examinar minuciosamente el cadáver
de Caín Lester—. Pueden llevarlo a la funeraria o al cementerio, como gusten. El pobre diablo dejó
de existir casi en el acto. Fractura cervical.
—Bien, ya lo oyeron —dijo Mallory a sus ayudantes—. Conducidlo a la tienda de «Fúnebre»
Gordon para que prepare el funeral adecuado. Vamos de aquí. Esto se ha terminado...
—Un momento, sheriff —avisó uno de sus alguaciles con voz excitada—. Vea eso. ¿Quién
diablos será, con tantas prisas?
El hombre de la Ley, como todos los presentes, dirigió su mirada hacia el final de la calle. Por él
venía, lanzado, un negro calesín conducido por dos caballos y con una sola persona sentada al
pescante, agitando las riendas con una mano y una fusta larga con la otra, como espoleando lo más
posible a los animales de tiro. Una densa polvareda envolvía al carruaje, porque la humedad de la
tierra se había disipado rápidamente en la madrugada, salvo en algunos puntos donde los desagües
habían dejado sus charcos.
El calesín alcanzó las proximidades del patíbulo, frenando con tal fuerza y brusquedad, que los
caballos se encabritaron, el liviano vehículo osciló sobre sus ruedas, y sólo un milagro impidió que
no volcase espectacularmente, lanzando a su único viajero por los suelos.
Y ese viajero, por cierto, era una mujer.
Una mujer enlutada, totalmente vestida de negro, con una pamela de igual color y un denso velo
cubriendo sus facciones, que quedaban virtualmente en la sombra más impenetrable.
—¿Pero qué diablos pretende? —clamó el sheriff, alarmado—. ¿No se da cuenta de que pudo
matarse, señora? ¿Quién es usted y a qué viene con tantas prisas?
El calesín estaba parado frente al patíbulo. El doctor Kelly hubiera jurado que los invisibles ojos
de la dama enlutada se fijaban en el siniestro armazón desde su inaccesible profundidad tras el velo,
y las manos enguantadas de negro se crispaban sobre riendas y fusta, en una contenida tensión.
—Vengo a reclamar un cadáver, supongo —dijo una voz grave, tras el denso tul negro que velaba
el rostro de la desconocida.
—¿Reclamarlo? —pestañeó Mallory, desconcertado—. ¿Se refiere a...?
—Al reo, sí —afirmó ella con frialdad—. Caín Lester. Era él quien fue ahorcado hoy aquí, ¿no es
cierto?
—Así es. ¿Quién es usted, señora?
—Abigail Lester. Su prima y único pariente vivo en el mundo —replicó ella con velada voz. Se
irguió. Era alta, esbelta, arrogante. Descendió a tierra con altivez, rechazando toda ayuda—. Creo
que tengo perfecto derecho a reclamarlo.
Y extrajo de una faltriquera negra unos pliegues doblados, que tendió fríamente al hombre de la
placa de latón sobre el chaleco.
En silencio, Mallory estudió los papeles. Eran, ciertamente, comprobante de la identidad de la
dama. Se llamaba Abigail Lester, procedía de Kansas, y llevaba consigo un permiso especial,
firmado por el Gobernador de Texas para que se le concediera el derecho de disponer el entierro de
su primo Caín Lester, condenado a muerte por diversos crímenes en la ciudad de Canyon, al sur de la
ciudad de Amarillo.
—Bien, señora o señorita —dijo con deferencia y respeto, devolviéndole los documentos—.
Puede usted hacerse cargo de los restos mortales de su primo, si lo prefiere ahora mismo, o bien
cuando lo desee, más tarde, directamente de la oficina del sepulturero local.
—Mejor ahora mismo, sheriff —cortó ella, tajante—. Despues de todo, no me siento a gusto aquí.
Creo que comprenderá las razones, ¿verdad?
—Por supuesto —se apresuró a afirmar Mallory, que parecía sentirse tremendamente incómodo
con aquella situación—. ¿Piensa regresar a Kansas con el difunto? Sería un viaje demasiado largo,
con un cadáver a cuestas...
—No estoy tan loca como todo eso. Será sepultado donde yo decida, no en la ciudad donde le
mataron, sheriff. Pero cerca de aquí. No deseo llevar conmigo unos restos que se pudran en el
camino.
—Entiendo. Es muy dura para todos esta sisituación, pero nadie quería dañar a su primo,
compréndalo. Fue juzgado con todas las garantías, y hallado culpable de varios crímenes. Por ello, le
condenaron a muerte y...
—Ahórrese detalles, por favor —le atajó ella con tono glacial—. Conozco la historia. Yo sólo
he dicho que le mataron aquí. ¿Es o no es cierto?
—Es un modo de explicar las cosas, pero no el más adecuado. Digamos que aquí se hizo justicia
con un asesino, señora.
—Soy señorita, sheriff. Pero no importa demasiado eso. Ni siquiera importa mucho que el juicio
fuese justo, las culpas de mi primo probadas sin lugar a dudas, y todo completamente legal y ético.
Lo único cierto es que él ha muerto, y debe ser enterrado. Eso es lo único que nadie puede cambiar ni
discutir.
Fue hacia el féretro de madera de pino. El doctor Kelly trató de evitarle lo peor.
—Por favor, señorita, sería preferible que no le viese... —argumentó, interponiéndose entre ella
y el ataúd.
Pero con rara e imprevisible energía, aquella menuda mano enguantada apartó con decisión al
galeno, caminó la altiva figura de negro hasta el borde mismo de la caja de madera, evitó con un
ademán autoritario, casi impresionante, que los alguaciles la cubrieran con la tapa, y examinó el
cuerpo rígido e inerte, el rostro céreo, sin que se notara ni el más leve estremecimiento en la figura
femenina. Por supuesto, la imposibilidad de ver su faz, impidió que los intrigados testigos de la
sombría escena pudieran descubrir la menor emoción en la desconocida.
—Sí, es él, Caín, mi primo —asintió con voz que ni siquiera tembló o reveló debilidad de ningún
tipo—. Ya pueden taparlo, gracias. Me lo llevo ahora.
Admirados, el sheriff y sus ayudantes, así como el doctor Kelly, vieron cómo la mujer subía de
nuevo al pescante, contemplaba cómo depositaban el féretro en el compartimento destinado a los que
en esta ocasión eran inexistentes viajeros vivos, y se disponía a partir sin pérdida de tiempo.
—¿Se va así, sin siquiera tomar algo, un pequeño refrigerio, un refresco? —ofreció el doctor
Kelly con gentileza—. Puedo invitarla a mi casa, señorita. Mi esposa la atenderá en todo con mucho
gusto, y luego podrá reanudar el camino.
—No, gracias —rechazó ella con firmeza—. Ya le dije que no me gusta permanecer demasiado
tiempo donde un pariente mío ha encontrado la muerte, justa o no. Les quedo muy reconocida por sus
atenciones, caballeros, de todos modos.
—Es lo menos que podemos hacer por usted —suspiró el sheriff.
—Pues ya lo han hecho, y es suficiente —dijo ella, tomando las riendas y la fusta con energía—.
Adiós.
No dijo más. Azuzó a sus caballos. Hizo girar el calesín, y se alejó en medio de una densa
polvareda, llevándose consigo el cuerpo del difunto Caín Lester. Los presentes en la calle principal
de la pequeña población, se quedaron contemplando el distanciamiento paulatino de aquel carruaje
fúnebre, conducido por tan extraña y enérgica mujer.
—Es todo un carácter, la verdad —comentó el doctor Kelly, admirado.
—Vaya si lo es —asintió Mallory frotándose el mentón, que sonaba como papel de lija, al ser
rascado por el áspero dorso de su mano nervuda—. Toda una mujer diría yo. El tipo que tenga a esa
dama por compañera algún día, ya podrá sentirse satisfecho. Seguro que es capaz de sacarle de más
de un apuro.
Siguió un silencio. La calle había vuelto a quedarse desierta. El sheriff y el médico echaron a
andar hacia la cercana cantina, que abría ya sus puertas, terminada la ceremonia legal de la
ejecución.
—Vamos a tomar algo —dijo entre dientes el médico—. Yo invito, sheriff. Tengo la garganta
seca.
—Y yo —masculló Mallory—. Nunca me gustaron estas cosas, doctor.
—¿A quién pueden gustarle? —el doctor meneó la cabeza—. Por cierto, ¿no sigue usted
extrañado de que el reo admitiera todas sus culpas con una sonrisa tranquila, sin inmutarse y sin
intentar defenderse en ningún momento?
—Sí, resultó todo un poco extraño —admitió el sheriff, caminando junto a Kelly—. Yo esperaba
otra actitud, de un tipo como Caín Lester, un verdadero loco del gatillo, un asesino enfermizo y cruel,
que no admitía disculpa. En el juicio sólo llegó a parecerme un cínico despectivo y amoral, pero no
un psicópata o un paranoico obsesionado por la manía de matar y ensañarse en sus víctimas.
—Yo, que soy médico y he leído esos libros de medicina elemental que editan en Europa
doctores como ese tal Freud en Viena, esperaba también algo muy distinto —confesó el doctor Kelly
—. Hubiera jurado que Caín Lester no podía ser un hombre con la mente enferma y el odio por motriz
de sus actos, sino simplemente un tipo duro y violento, como tantos otros, situado al margen de lo
legal.
—Quizás todo eso forme parte de las complejidades de un cerebro enfermo —apuntó Mallory,
encogiéndose de hombros.
—Quizás —dijo Kelly, sin mucho convencimiento—. Pero a veces tengo la impresión de que
algo no funcionó bien. De que hemos cometido algún error con ese hombre... y no sé cuál.
—¿Error? Lo dudo mucho, doctor —rechazó el hombre de la Ley—. Después de todo, lo
encontramos con las manos todavía manchadas de sangre, tras matar a tiros a un hombre para robarle
sólo cien dólares... Y su retrato no admitía dudas. Era su mismo rostro. No pueden existir dos
personas totalmente iguales, después de todo...
Entraron ambos hombres en la cantina. Las puertas oscilantes batieron tras ellos, con un chirrido
repetido y molesto.
El sheriff Mallory no lo sabía, pero acababa de cometer él mismo un grave error al hacer cierta
afirmación. Fue cuando aludió a la rara posibilidad de que pudiesen existir en el mundo dos personas
con el mismo rostro que el del hombre que acababa de morir colgado de una soga, y que ahora una
enlutada mujer de rostro desconocido, conducía a su última morada en lugar ignorado.
Porque horas más tarde, a algunas millas de la población donde hallara la muerte Caín Lester, de
manos de un verdugo borrachín y ridículo, Abigail Lester, la mujer de ropas negras y velo al rostro,
detenía su calesín con la fúnebre carga ante una casa solitaria, aislada entre peñascos, algunos
arbustos y un solitario árbol erguido en el llano árido.
Y el hombre que salió con lentitud de la casa, rifle en mano, avanzando hacia el carruaje
funerario, era exactamente igual al difunto. El rostro de aquel hombre era el mismo del que ahora
yacía sin vida dentro del féretro de madera de pino...
—Hola, Abigail —saludó con voz ronca y fría, clavando en ella unos ojos duros, grises y
penetrantes, como los que tuviera en vida el infortunado Caín Lester—. ¿Traes ahí a mi hermano?
—Sí, Abel —afirmó ella, deteniendo los caballos entre una polvareda acre y dorada—. Aquí
está el cuerpo de Caín, tu hermano...

CAPITULO II

El montón de tierra quedó prensado a golpes de pala. Luego, las manos rudas y firmes clavaron
en él la cruz claveteada, hecha con dos troncos de madera. Quedó firmemente hincada en el lugar
adecuado. Sobre ella, sólo unas iniciales: C.L. y luego, unas breves palabras, talladas a punta de
cuchillo: «Descanse en paz». Eso era todo.
—Bien —respiró hondo el hombre que era el puro y exacto reflejo físico del hombre recién
sepultado—. Ya reposa en tierra para siempre. Dios le haya perdonado todos sus errores.
—Así sea —musitó, como en una oración, la voz de Abigail.
Ambos se persignaron en silencio. Tras contemplar unos insinstantes la tumba en silencio, se
alejaron de ella y del solitario árbol que le prestaba ahora una larga estría de sombra, mientras el sol
descendía desde su cénit hacia el horizonte del Oeste.
Entraron en la casa que se alzaba en el yermo. Al lado, en un cobertizo, permanecían el calesín,
los dos caballos de tiro, desenganchados, junto a un soberbio alazán negro azabache, atado a una
argolla de hierro.
En el fuego de un hogar hervía una marmita, cuyo contenido removió Abigail con una cuchara de
madera. El tomó un delgado cigarro de una caja, mordió su punta, que escupió a un rincón, y lo
prendió con una brasa del fuego.

Se sentó en un taburete crujiente, mirando a la enlutada mujer que ahora, sin velo, mostraba su
rostro suavemente pálido, sereno, de grandes ojos azules, tersa piel, boca carnosa y breve nariz.
Cabellos castaños escapaban libres ahora, ya sin el encierro de la pamela negra.
—Y ahora, ¿qué? —musitó lentamente ella, tras probar el guiso y removerlo un poco más en su
recipiente.
—No sé —confesó él, encogiéndose de hombros. Exhaló una leve voluta de humo—. No sé,
Abbe... Ha sido todo tan repentino...
—No puedes calificar de «repentina» la muerte de un hombre como tu hermano...
—Es posible que no. Todos, incluso él, sabíamos que tenía que morir así algún día. En realidad,
estoy seguro de que ni siquiera intentó en exceso evitarlo. Era su destino. Y no podía eludirlo en
modo alguno.
—¿Lo intentó en realidad?
—No lo creo —la mirada gris de Abel Lester vagaba por el recinto, sin mirar a nadie en
concreto—. Se dejó llevar por las circunstancias. Jamás se resistió a ser lo que era. Tal vez no tuvo
él toda la culpa, Abbe.
—¿Quién, entonces? —demandó ella, clavando en él su mirada profunda y seria.
—Hay gente que nace marcada —suspiró Abel—. Mi hermano fue una de esas personas. Nunca
debieron ponerle el nombre que le pusieron.
—¿Caín? ¿Por qué?
—A papá le gustaban los nombres bíblicos. El mismo lo llevaba, puesto que se llamaba Jonás. Y
nos bautizó con nombres extraídos del Génesis. Aplicó el de Caín a mi pobre hermano. Fue como
marcarle desde el principio. La marca de un asesino, Abbe.
—Caín era sólo un nombre.
—Lo sé, lo sé. Pero para él era quizás algo más. Mucho más, diría yo. Se sintió influenciado por
él. Se dejó llevar por la obsesión de que, realmente, era un Caín auténtico. A veces me he preguntado
si fue la voluntad de mi padre, la de Dios o la del diablo, la que eligió ese nombre para él.
—Estás dándole importancia a algo que no creo que la tuviera hasta ese punto —rechazó Abbe,
incorporándose lentamente y yendo hacia él—. Después de todo, hay quien sin llamarse Caín, es
infinitamente peor de lo que él fue en vida.
Abel Lester tuvo un leve estremecimiento, como si ella hubiera mencionado algo que a él no le
gustaba. Su mirada gris se clavó en ella con cierto reproche. Hubo un destello de dureza, pero
también una sombra de amargura en el fondo de aquellas pizarrosas pupilas.
—Por favor, eso no —pidió—. Convinimos en que no hablaríamos de eso.
—Tú sabes que es difícil no hacerlo, y más en estas circunstancias. Caín, a su lado, no era apenas
nada, ni siquiera un ser perverso. Sin embargo, él no lleva un nombre así que le marque...
—Ya basta —cortó abruptamente Abel, poniéndose en pie con tal brusquedad, que derribó el
taburete donde se sentaba—. No sigamos, Abbe. Ahora no, te lo ruego. Ya es suficiente con lo
ocurrido a mi hermano. Sabemos que habrá pagado por muchas cosas que no hizo. Pero eso ya no
tiene remedio. Ahora, él descansa tranquilo. Ya no sufrirá más en este mundo.
—¿Eso es todo lo que se te ocurre decir o hacer? ¿No piensas hacer nada por saber cómo fueron
las cosas, qué mal causó realmente Caín en su vida, y qué otros le adjudicaron por las causas que tú
sabes?
—No —negó con lentitud, amargo el gesto—. No puedo hacer nada. Sólo espero que las cosas
terminen de este modo, y nunca más se vuelva a desenterrar lo que el verdugo terminó para siempre
en ese maldito pueblo.
—¿Eso es justo?
—No sé si es justo. Posiblemente no. Pero Caín aceptó un destino, una fatalidad, y ni siquiera
luchó contra ella aunque sabía adonde iba a conducirle. Nosotros no podemos ahora ir más lejos de
lo que él fue. Se sacrificó, sí, ambos lo sabemos. Pero ese sacrificio seria absurdo si ahora yo
pretendiera hacer algo que sólo él podía hacer y no hizo.
—Eres su hermano, Abel.
—¿Y qué? Si él hubiera deseado que las cosas fueran de otro modo, me lo hubiera pedido. No lo
hizo. Por tanto, confiemos en que esto sea el fin de todo.
—No lo será mientras alguien siga con vida...
—¿Qué quieres que haga yo? ¿Que pase a ser el Caín de una nueva historia, Abbe?
—Ni aun en ese caso podría nadie calificarte de Caín.
—Pero yo me vería como tal una y mil veces. Créeme, Abbe. Juré enterrar viejos tiempos cuando
supe que Caín iba a ser colgado por sus delitos. Hice una promesa formal de que no diría jamás a
nadie lo que él mismo se callaba tan heroicamente. Eso es suficiente. Cumpliré ese juramento, Abbe,
aunque sea injusto. Confío en que con él, todo acabará.
—No creo que acabe. No ha acabado, Abel. Me lo dice mi instinto.
—Parece ser todo lo contrario...
—Sólo lo parece. En cualquier momento, la pesadilla puede volver.
—Esperemos que no sea así.
—¿Y si fuese...? —sugirió ella, con voz tensa, aferrándole un brazo y mirándole cara a cara.
—Si fuese... —meneó la cabeza con énfasis, como rechazando esa posibilidad—. No, Dios mío.
No quiero que ello sea así. Déjame, por favor. Necesito estar solo, pensar...
La apartó suavemente, pero con firmeza, se dirigió al fondo de la vivienda, alzó una tela que
servía de cortina a una puerta de comunicación con un cuarto pequeño, destinado a vivienda, y la
dejó sola, junto al pote que hervía en el fuego.
***

Las puertas del establecimiento saltaron en mil pedazos cuando estalló la carga de cartuchos de
dinamita.
Fue un estruendo formidable, que hizo temblar los sólidos muros, reventó los vidrios de las
enrejadas ventanas, y provocó el pánico dentro del local.
Inmediatamente, en medio de una acre y espesa humareda, resonaron los secos estampidos de las
armas de fuego, y una potente voz bramó, entre los nubarrones de humo oscuro:
—¡Quietos todos! ¡Quietos donde estáis o no quedará uno solo con vida!
Y, como seres llegados del infierno, surgieron ante ellos las figuras de media docena de hombres,
fuertemente armados, unos con rifles y otros con revólveres. Todas las armas rugían, vomitando
plomo, pero en dirección al techo del recinto, de donde se desprendieron astillas del artesonado y
fragmentos de cal y ladrillo.
El que capitaneaba el grupo, era alto, flaco y de duras facciones. Vestía ropas gris oscuras,
sombrero de ala redonda, y llevaba un rifle en su zurda y un Colt en su diestra. Todos pudieron ver
nítidamente su rostro.
Los tipos que le rodeaban eran mucho más ásperos y patibularios de aspecto. Todos ellos
malencarados, de barba crecida, pelo huraño y rostros sudorosos y sucios, de expresión poco
tranquilizadora.
Se dispersaron por la sala, cubriendo a todos con sus armas. Tres o cuatro clientes, sorprendidos
en plena operación de pagos o de cobros ante las ventanillas de la entidad ban-caria, se
apelotonaron, amedrentados, contra un rincón del establecimiento.
Los empleados, mientras tanto, en número de cuatro tras la verja de las ventanillas, soltaron
cuanto llevaban en la mano, ya fuesen papeles o billetes, y se replegaron, aterrados, bajo la amenaza
de aquellas armas rugientes.
—Cielos, es él... —jadeó uno de los empleados, lívido de miedo.

—No digas su nombre —masculló el cajero, temblando como si le agitase un huracán—. Sé


quién es, maldito sea... Su cara es inconfundible. Igual que en los pasquines de recompensa...
—¡Callad ahí, malditos charlatanes! —rugió el de las dos armas en sus manos, mirando
aviesamente a los que hablaban tras las rejas—. ¡Al primero que vuelva a abrir el pico, le vuelo los
sesos!
Todos callaron, por la cuenta que les tenía. El sexteto siniestro, extendido por todo el Banco, era
dueño total de la situación. Su cabecilla se movió hacia el tembloroso cajero y le apoyó el cañón de
su Winchester en la barbilla. La cara del pobre hombre se volvió del color del yeso.
—Y tú, buen amigo —rió entre dientes el jefe del grupo asaltante—, vas a ser un chico servicial
y abrirás la caja fuerte sin intentar ningún truco, ¿está eso bien claro?
—Sí... sí, señor... —jadeó el amenazado, tragando saliva ruidosamente.
—Pues andando, y sin perder tiempo —le conminó el bandido—. Tengo poca paciencia, y
todavía menos tiempo que perder.
El cajero se movió pesadamente, en dirección a la negra caja de acero que aparecía al fondo de
las dependencias bancadas. Su rostro goteaba sudor, y sus piernas bailoteaban como si sufrieran de
un ataque de epilepsia.
En pocos momentos, se abrió la metálica envoltura, dejando ver su interior repleto de billetes.
Dos de los hombres armados saltaron con un saco por encima de la verja del mostrador, y se
apresuraron a recoger los fajos de billetes de cincuenta y de cien dólares, que fueron a parar al fondo
de su recipiente de lona.
—Muy bien —aprobó el jefe del grupo—. Veo que sois todos muy buenos chicos... Ni una queja
ni una protesta. No, no miréis a la puerta esperando ayuda. Hay otros dos tipos bien armados
guardando el exterior. Y vuestro sheriff está tan muerto como mi tatarabuela.
Soltó una risotada, al ver el gesto de pavor en los prisioneros sometidos a la amenaza de sus
armas. En ese momento, uno de los clientes, cautelosamente, trató de sacar un arma de chato cañón de
su levita. El hombre de las dos armas le vio.
Rápidamente, giró el cuerpo. Su revólver llameó dos veces. Con una hubiera bastado. Las dos
balas se alojaron en el cráneo del infortunado, lanzándole violentamente contra el muro, donde su
masa encefálica y su sangre dejaron un horrible manchón que terminó en reguero vertical, al
desplomarse con una sacudida de piernas espasmódica, quedando inmóvil boca abajo.
Una mujer chilló, cayendo desvanecida ante el horrible espectáculo de aquel asesinato. Un niño
asustado, se desprendió de manos de un hombre anciano, de pelo blanco, y corrió chillando y
llorando, en dirección a la salida.
El jefe del grupo se revolvió. Vio que era un niño. Sin embargo, no hizo nada por frenar sus
feroces instintos. Apretó el gatillo de nuevo. La pesada bala calibre 45 machacó la nuca del
desdichado niño, que lanzó un espantoso grito y se fue contra los restos de la puerta, con parte de su
cabecita pulverizada, y luego rodó siniestramente por la acera, entre nubes de humo oscuro.
Un ramalazo de horror sin límites sacudió a todos los presentes. Se miraron entre sí, incrédulos y
despavoridos. Uno de los bandidos soltó una carcajada.
—Buen tiro, jefe —ponderó—. Los niños nunca me han caído bien.
—A mí tampoco —silabeó el asesino, torciendo sus labios en un rictus cruel, maligno—. A
veces molestan demasiado con sus voces y sus travesuras...
Tras ese glacial comentario a su horrendo crimen, el bandido apremió con el gesto y con un
ademán de su mano armada del rifle, para que sus esbirros recogieran a la mayor prisa posible el
resto del dinero guardado en la caja.
—Ya está, patrón —dijo uno de ellos, recogiendo los últimos fajos, que fueron a engrosar el
botín del atraco—. Listos para largarnos de este villorrio.
—No debieron hacerlo —gemía el cajero, lívido y con lágrimas rodando por sus mejillas—. No
debieron hacerlo...
—No debimos hacer ¿el qué, amigo? —se mofó el asesino, volviéndose hacia él.
—Matar a ese pobre niño... Fue un crimen cobarde y estúpido... Un niño simplemente. No podía
hacer daño a nadie. Y era el hijo único de una pobre viuda... No debieron matarle... Es... es
horrible...
—De modo que, según tú, es un crimen cobarde y estúpido —silabeó el bandido—. Es lo mismo
que llamarme a mí cobarde y estúpido, amigo...
—No, no es lo mismo...
—¡Sí lo es! —rugió el otro, repentinamente airado—. Y nadie ofendió nunca a un Lester, amigo...
y vivió para contarlo.
Tras decir eso, apretó el gatillo de su Winchester, asestado hacia el rostro del infeliz cajero. Este
retrocedió, como golpeado con un martillo, la cara reventada de pronto por el balazo a quemarropa.
Una masa sanguinolenta desfiguró aquella faz, y agitando sus manos crispadas, con un alarido atroz,
se fue contra la caja abierta, la golpeó con el cuerpo, rebotó en una mesa de la oficina, y terminó
abatiéndose en el suelo violentamente.
El asesino rió de nuevo, enarbolando su humeante rifle. Miró con frialdad a los demás que
permanecían sometidos a sus armas.
—Eso les enseñará a todos a ser respetuosos conmigo —masculló con acritud—. Ahora, den
gracias a Dios o al diablo por haberme visto cara a cara y vivir. No todos los que se ven frente a
Caín Lester una vez en su vida, tienen la misma suerte.
Retrocedió, unido a sus hombres, saliendo a la acera. Saltaron por encima del cadáver del niño,
sin inmutarse. Más allá, en la calzada, yacía el cadáver de un hombre con una placa en el pecho.
Estaba acribillado virtualmente a balazos.
Dos bandidos más, rifle en mano, aguardaban junto a un grupo de caballos ensillados. Nadie se
había atrevido a acercarse siquiera a ellos o a intentar cualquier heroicidad para impedir el asalto al
Banco, tras haber cerrado éste sus puertas, con algunos clientes todavía en su interior, al dar la hora
de cierre habitual. Ese había sido, precisamente, el momento elegido por la banda de forajidos para
su audad y violento asalto. Y nadie había podido evitarlo. El único que lo intentó, el sheriff, estaba
muerto y bien muerto.
—¡Vamos ya! —ordenó el jefe con voz potente—. Ese atajo de gallinas ni siquiera se moverá
cuando nos larguemos! Están demasiado asustados para ello.
Y soltando otra carcajada, subió de un salto a su montura, y el pelotón de bandidos, abriendo
fuego de nuevo en todas direcciones, para cubrir su retirada, emprendieron rápido galope a través de
la calle principal, en busca de su evasión.
Detrás de ellos, quedaba un Banco con el arca vacía y la huella sangrienta y terrible de cuatro
cadáveres, uno de ellos, el de un niño que no podía causar daño a nadie, rastro espantoso del paso de
un asesino demencial por aquel pequeño pueblo del Sudoeste...
Un hombre que había dicho llamarse Caín Lester, pese a que Caín Lester había sido oficialmente
ahorcado una semana antes en otra población, no demasiado lejana de ésta.
Pero lo más desconcertante de todo, es que el rostro del asesino y salteador, era el mismo que
podían ver todos los ciudadanos en un pasquín de recompensa donde se ofrecían cinco mil dólares
por la cabeza de un asesino cruel y despiadado, un verdadero loco de las armas que disfrutaba
matando, llamado Caín Lester...

CAPITULO III
—Caín Lester... ¡Imposible!
El sheriff Mallory, del vecino Condado, meneó la cabeza con energía, tras dirigir una nueva
ojeada sombría a los cuatro féretros, uno de ellos pequeño y pintado de blanco, que eran en estos
momentos depositados ante sus respectivas fosas del pequeño cementerio local.
—Usted podrá decir que es imposible, sheriff, pero todos los testigos coinciden: el nombre que
dirigía la banda asaltante, el mismo que mató con sus propias armas a un cliente del Banco, al niño,
al cajero y al propio sheriff nuestro, era Caín Lester, sin lugar a dudas.
—Repito que eso es imposible —rechazó Mallory, deteniendo con un brusco ademán al
presidente del expoliado Banco local, Benedict Edwards—. Totalmente imposible. Hemos ahorcado
hace pocos días, exactamente ocho, a Caín Lester en nuestra ciudad. Traigo conmigo todos los
documentos que lo confirman: la sentencia del juez, el certificado de ejecución firmado por el
verdugo oficial, el certificado de defunción del reo, firmado por el doctor Kelly, y un permiso legal
para trasladar el cadéver de Caín Lester adonde sus familiares deseen sepultarle. Véanlos todos.
El banquero Edwars frunció el ceño, tomó los documentos y comenzó a repasarlos con expresión
perpleja y desconfiada. A medida que leía, el asombro se pintaba en su rostro. Por fin, devolvió los
documentos al sheriff vecino, que había acudido apenas se le envió el telegrama informándole del
asesinato de su colega en la población, y la presencia de Caín Lester en la zona.
—Pues no lo entiendo —confesó—. Tiene que haber un error en alguna parte, Mallory. He
hablado con mis empleados, con los clientes, con la gente que les vio en el pueblo. Todos coinciden
sin excepción. Han identificado al asaltante en el pasquín de recompensa sin lugar a dudas. Es Caín
Lester. El mismo hombre que ellos vieron ayer aquí.
—Que me ahorquen a mí ahora si entiendo este lío —barbotó airadamente Mallory—. No tiene
sentido alguno lo que dice. Los muertos no salen de sus tumbas. Y juro por mi alma que Lester estaba
bien muerto cuando fue metido en su caja de madera de pino. El doctor Kelly no puede equivocarse
en eso. Un hombre con el cuello roto, es siempre un cadáver. Yo mismo puedo jurarlo también. Le vi
con mis propios ojos.
—Pues algo extraño sucede aquí —replicó Edwars, frotándose el mentón—. Los fantasmas no
asaltan Bancos ni matan a la gente, y menos con la ferocidad inhumana con que lo hace ese chacal,
esa bestia endemoniada. Todo un pueblo, sheriff, no puede estar equivocado.
Mallory no supo qué decir. Tenía la frente surcada de pprofundas arrugas, unas sombras
profundas velando su mirada habitualmente astuta y dura. Estaba al parecer en un verdadero caos
mental. Y no era para menos.
—Preguntaré a toda esa gente —dijo con cierta acritud—. Tengo algunas fotografías de ese
hombre, Caín Lester, tomadas en el proceso y antes de ser ejecutado. Las mostraremos a sus testigos,
y estoy seguro de que muchos de ellos rectificarán su testimonio y confesarán que cometieron un
error de apreciación, que creyeron ver a Caín Lester, cuando en realidad no podía ser éste quien vino
aquí a sembrar la muerte...
—Está bien —respiró hondo el banquero—. Haga lo que

quiera, Mallory. Pero estoy seguro de algo: esa gente se ratificará en lo que dice. Todos no
pueden cometer el mismo error. Y el grabado de ese pasquín es muy bueno, tiene usted que admitirlo.
Mallory no respondió a eso. No quería hacerlo. Entre otras razones, porque él mismo estaba de
acuerdo en esos puntos. Pero por otro lado, estaba seguro de que Caín Lester había muerto y, por
tanto, no podía ser él quien sembró la muerte y el terror en esta población.
***
El resultado de la prueba fue aplastante.
El sheriff Mallory no podía dar crédito a sus oídos ni a sus ojos. Uno por uno, sin la menor
vacilación, entre las diversas fotografías de forajidos que presentara el hombre de la Ley a los
ciudadanos, todos sin excepción señalaron las de Caín Lester como las del culpable del atraco y de
los asesinatos.
—¿Están todos absolutamente seguros de lo que afirman? —insistió al final, tratando de ver una
posible fisura en la firmeza de los declarantes reunidos en aquel amplio cobertizo cercano al Banco.
—Por completo, sheriff —admitió uno de ellos, moviendo enérgicamente su cabeza—. No puede
disuadirnos de lo que estamos seguros de haber visto.
—¡Pero ese hombre que ustedes señalan está muerto clamó Mallory, irritado—. Le ahorcamos
nosotros, yo presencié la ejecución, traigo pruebas rotundas de su muerte...
—Usted tendrá todas las pruebas que quiera, pero nosotros tenemos algo que nadie puede
cambiar: nuestros ojos —dijo uno de los empleados dei Banco, tristemente—. Nunca olvidaré,
mientras viva, el rostro del canalla que asesinó a aquel pobre niño y a mi compañero Boy le, el
cajero... Era ese del pasquín, el de las fotografías. Y no me importa lo que usted diga al respecto,
Mallory. Todos sabemos que le vimos a él y no a otra persona. Es inconfundible. Esos ojos grises,
esas facciones, esa expresión... No, sheriff. Usted dirá lo que quiera. Mi impresión es de que se la
dieron con queso. Debieron ahorcar a otro, o ese tipo fue más listo que ustedes y se evadió, tras
fingirse muerto.
—No puede ser. Era él, Caín Lester. También allí fue debidamente identificado antes del juicio.
Ya han visto las fotografías. En cuanto a su muerte, no hay la menor duda de ella.
—Pues tampoco hay duda ninguna sobre su presencia aquí en el día de ayer, sheriff —objetó con
acritud el alcalde local.
Mallory se encogió de hombros. Era un auténtico callejón sin salida en apariencia. Un verdadero
problema insoluole. Ambas cosas parecían indiscutibles. Pero una de ellas no podía ser cierta.
—Bien, señores —declaró al fin el sheriff forastero, recogiendo sus fotografías y documentos,
que guardó en una bolsa de cuero colgada de su hombro—. Creo que así no iremos a ninguna parte.
Ambos creemos tener razón, no se discutirá más este asunto. Enviaremos nuestros respectivos
informes a la capital del Territorio, y que el Gobernador decida lo que debe hacerse. Sólo he
pretendido ayudarles, por eso vine aquí, al saber lo de la muerte de mi colega.
—Y le estamos sinceramente reconocidos, sheriff Mallory —respondió prestamente el alcalde.
Lo lamentable es que no logremos ponernos de acueráo sobre lo que hay que hacer. Dada la
situación, es mejor que otros resuelvan por nosotros.
—Sí, sin duda —suspiró Mallory, resignado—. ¿Cuánto dinero fue robado del Banco?
—Ciento diez mil dólares, exactamente.
—Una respetable suma, la verdad.
—Así es. Pero el dinero nos importa menos que la sangre derramada. Los crímenes de esos
canallas claman al cielo. Eran como fieras, capitaneadas por el peor de las bestias sanguinarias.
—Siempre fue así cuando atacó la banda de Caín Lester. Ellos seguramente son los mismos, ya
que siempre lleva consigo a siete hombres. Pero lo cierto es que yo vi morir, colgado de una soga, al
verdadero Caín Lester. Eso, nadie puede negármelo.
—Es como caminar en círculo, Mallory —suspiró con fatiga el alcalde—. Siempre volvemos al
mismo punto, sin salir de él. Es mejor dejarlo como está y esperar a que las cosas se aclaren en uno u
otro sentido.
Y allí terminó la discusión. Mallory regresó a su ciudad vecina, y en la que fuera escenario de tan
terribles sucesos, se procedió al nombramiento de un nuevo sheriff.
A pesar de lo que Mallory afirmaba, un nuevo pasquín empezó a circular, ofreciendo la suma de
diez mil dólares por Caín Lester, vivo o muerto.
***
El sheriff Mallory levantó la cabeza al oír que se abría la puerta de su oficina. Contempló con
curiosidad al hombre que entraba, alto y moreno.
—Buenas tardes, sheriff —saludó el desconocido.
—Buenas tardes —respondió él, enarcando las cejas, expectante. Observó que un caballo
sudoroso, fatigado, aparecía atado a la talanquera, ante su oficina, y que el hombre venía sucio de
polvo, como si hubiera recorrido un largo trecho.
—¿Puedo sentarme? —indagó el visitante.
—Claro —Mallory le señaló una silla frente a él—. Acomódese. Parece cansado.

—Lo estoy. Usted es Mallory, el sheriff local, ¿no es cierto?


—Sí, exacto. Yo soy. ¿Y usted?
—Mi nombre es Monty Wilcox. He venido a toda prisa. Antes pasé por el Condado vecino.
Estuve donde murieron toda esa pobre gente, cuando el atraco al Banco hace dos semanas.
—Oh, sí —le estudió con interés—. ¿A qué debemos el honor de su visita, señor Wilcox?
Y observó también que el hombre llevaba un revólver calibre 45 al cinto, así como un cuchillo
de ancha hoja en su funda de piel.
—Soy de los Rurales —dijo inesperadamente el forastero, desabrochando su chaqueta de cuero,
que reveló la presencia de una placa sobre el pecho, prendida a su camisa azul oscura.
—;Un rural! —se sorprendió Mallory—. Vaya, eso es diferente, amigo. ¿Le viene bien un trago?
—Sí, gracias —sonrió el visitante—. A ser posible, de buen whisky. Traigo seco el gaznate.
El sheriff fue a un mueble y extrajo un frasco petaca de metal, que tendió a su interlocutor. El
rural se echó un buen trago, antes de devolverle el frasco con una frase de gratitud.
—Me gustaría conocer el motivo de su largo y pesado viaje —confesó Mallory, tomándose otro
trago él mismo, antes de sentarse frente a Monty Wilcox—. Porque supongo que su presencia aquí
tendrá una razón de peso...
—Vaya si la tiene —resopló el rural—. El Gobernador del Territorio nos ha encargado de un
asunto que les trae a ustedes de cabeza. Y yo soy el encargado de poner las cosas en claro e intentar
dar caza a un feroz asesino.
—¿Se refiere a... al hombre que dicen es Caín Lester? —se interesó Mallory.
—Sí, a él me refiero. Ya oí la versión de los testigos del atraco al Banco y los cuatro asesinatos.

—Tuvieron que cometer un error, Wilcox. Ustades tienen jue saber que Caín Lester fue
legalmente juzgado y en esta ciudad...
—Claro que lo sabemos. El juez Burke envió el correspon-iiente informe al juez del Territorio.
Todo estaba en regla. Según ustedes, Caín Lester está muerto. Ahorcado y entérralo, ¿no es eso?
—Sí.
—Y según sus vecinos, una semana más tarde, el propio Z^aín Lester robó un Banco y asesinó a
varias personas, entre illas a un niño.
—Así es. Uno de los dos estamos equivocados, Wilcox. ^o lo entiendo.
—Yo, sí —sonrió el rural, apaciblemente, cruzándose de ciernas y echándose atrás ligeramente.
—¿Eh? —se sorprendió Mallory—. ¿Qué quiere decir con íso?
—Que yo sí lo entiendo. La explicación es sencilla, pero 10 se le ha ocurrido a nadie.
—Que el diablo me lleve si adivino siquiera esa explicación.
Monty Wilcox sonrió ampliamente, miró al techo, y dijo x>n sencillez:
—Yo conocí a Caín Lester.
—¿Que usted le conoció? ¿Cuándo?
—Hace algún tiempo. Años ya. Entonces no era un crimi-íal. Ni su hermano tampoco.
—¿Hermano? —pestañeó el sheriff—. El nunca habló de lingún hermano durante el juicio.
—No acostumbraba a hacerlo. Mucha gente ignora que Zaín Lester tuviera un hermano. Un
hermano gemelo, sheriff.
—¿Gemelo? —repitió Mallory, estupefacto—. Cielos, 10... ¿Es eso?
—Sí —suspiró Wilcox—. Es eso. Abel y Caín Lester. Dos nuchachos físicamente iguales. Nadie
podía diferenciar a uno de otro. Siempre fueron idénticos. ¿Explica eso su misterio' —Dios del cielo,
y pensar que nunca se me ocurrió ese explicación tan simple...
—Ya le dije que era fácil entenderlo. Pero necesitaba sa ber ese dato.
—Pero... un momento, Wilcox. Si ambos eran tan igua les... ¿A quién colgamos nosotros... y
quién cometió esos crímenes del vecino Condado?
—Eso no será fácil de descubrir por el momento. Pude ser Cain quien robó el Banco y mató a esa
gente... o pued( que realmente Caín Lester esté muerto y enterrado. Es um de las tareas que tengo que
llevar a cabo.
—¿Usted podría distinguir a uno de otro?
—Sí —afirmó gravemente Wilcox.
—¿A pesar de su gran semejanza?
—A pesar de eso.
—Si al menos estuviese aquí el cadáver de ese hombre.. —Mallory se pegó un golpe de reproche
en la rodilla—. ¿Poi qué diablos concedería yo el cadáver a su prima?
—¿Prima? —enarcó las cejas Wilcox—. Que yo sepa, ello; nunca tuvieron una prima. Por la
sencilla razón de que su¡ padres no tuvieron hermano alguno. Hubo sólo un tercer her mano, pero al
parecer murió antes de conocerles yo. Po entonces, vivían solamente ellos dos.
—¿Y Caín ya era tan perverso como lo fue más tarde'
—No, la verdad. Era un chico díscolo y rebelde, que ad miraba a pistoleros y tahúres en exceso.
Siempre decía qu< querría ser de mayor como todos ellos. Tal vez por eso s< convirtió en lo que
más tarde ha sido. En cambio, Abel en un hombre apacible y de buen carácter, a pesar de tener um
especial predisposición para manejar armas de fuego, doma potros salvajes y pelear con cualquiera,
aunque fuese much( más fuerte que él, siendo siempre el mejor.
—En ese caso, quizás cometimos un terrible error, colgan do al que no era. Es posible que se
tratase de Abel y no de su hermano Caín... Pero la prima existe. Llegó aquí y nos mostró su
documentación, facultándola para hacerse cargo del cadáver... Se llamaba Abigail Lester.
—Abigail Lester es la esposa de Abel —dijo fríamente el rural.
—Cielos... —boqueó Mallory—. Entonces no hay duda: matamos al que no era, a su marido
Abel, por eso venía enlutada, con el rostro cubierto por un velo... ¡Pero ese hombre mató a otro aquí,
en mi propia ciudad, después de robar la caja del almacén de Gallagher! Fue un doble delito
probado: robo y asesinato. Todos lo vieron, se le cogió cuando pretendía huir... y no negó ninguna de
sus culpas en el proceso.
—Es extraño. Abel no hubiera cometido un hecho semejante... a menos que haya cambiado mucho
en estos últimos años.
—Pero si nuestro ahorcado era realmente Caín... tuvo que ser su hermano Abel quien cometió la
masacre del Banco...
—No, cielos, no. Eso sí que no podría creerlo, a menos que Abel Lester se hubiera vuelto
rematadamente loco...
—¿Loco? El doctor Kelly, nuestro médico, y otros muchos jn este Territorio, han afirmado
repetidas veces que el autor de tales crímenes tenía que ser un enfermo mental, un psicópata,
forzosamente. Pero el que nosotros llevamos al patíbulo no parecía en absoluto un desequilibrado,
sino un hombre harto de vivir, dispuesto a confesar lo que fuese y morir lo antes posible.
—Extraño asunto —admitió, ceñudo, el joven rural moviendo la cabeza—. Tal vez el Abel
Lester que yo conozco, sea muy distinto al que entonces conocí... De todos modos, ahora podemos
cambiar sustancialmente ese pasquín y ofre-:er la recompensa por Caín o por Abel Lester,
indistintamente, sea quien sea el asesino que buscamos.
—Sí, eso se ajustará mejor a la lógica. Tiene que ser uno de los dos el que queda con vida, pero,
¿cuál?

—El tiempo nos lo dirá. Cuando capturemos a ese hom bre, vivo o muerto, la respuesta estará en
él, sheriff.
—¿No hay posibilidad de que usted, habiendo sido amigo suyo, llegue a sentirse en un momento
indeciso sobre su deber? Es posible que tenga que llegar a matar a su antiguo amigo...
—Si esa ocasión llega, le juro que lo mataré sin vacilar —dijo con fría decisión el rural—. No
hay nada en el mundo que me haga apartar de mi deber.
—Le creo —asintió Mallory, pensativo—. Perdone que hablara así.
—No tiene importancia, créame. Le entiendo muy bien. Admito que no va a ser un caso fácil ni
agradable para mí. Pero lo llevaré hasta su final, ocurra lo que ocurra, se lo garantizo.
Y Mallory, viendo aquel rostro joven, pétreo, como tallado en granito, donde brillaban unos
oscuros ojos castaños en medio de la tez bronceada, estuvo bien segudo de que así sería.
Fuese quien fuese el asesino de la vecina ciudad, aunque hubiera habido un trágico y relativo
error en el juicio y condena del otro hombre —no se podía discutir que había cometido un atraco y un
homicidio ante muchos testigos, antes de ser arrestado—, aquel rural venía dispuesto a dar caza al
«otro». Al Leester superviviente y asesino demoniaco, fuese quien fuese en realidad.

CAPITULO IV

Abel Lester contempló el pasquín que acababa de entregarle ella. Sus ojos se hundieron en una
red inextricable de arrugas profundas, bajo el mechón rebelde de su cabello. Eran como dos púas de
acero centelleando en las cuencas.
—No es posible... —jadeó roncamente, palideciendo bajo el curtido de su piel, donde el sol y la
intemperie habían dejado su huella broncínea.
—Vaya si lo es —afirmó Abigail con voz seca—. Tú mismo lo estás viendo.
—¿Quién podía saber esto? No tiene sentido, Abbe...
—Para ellos, parece ser que sí. Las cosas se han complicado mucho. Ese pasquín habla de una
serie de asesinatos, del atraco a un Banco... ocurridos después de morir tu hermano.
Abel levantó la cabeza. A la puerta de la solitaria casa del yermo, el aire, seco y cálido, agitaba
sus cabellos y los de ella. La tierra árida se arremolinaba en nubéculas acres.
—Tenía que suceder —manifestó roncamente—. Ambos lo sabíamos.
—Claro —asintió Abigail, acercándose a él. Se sentó a su lado, en el bordillo del porche de
madera, y apoyó una mano sobre la rodilla del hombre—. Siempre lo supimos. Con la muerte de
Caín, no se terminaba todo. Más bien empezaba. Hasta entonces, tú no significabas nada para nadie.
De pronto, recuerda alguien que existe un hermano gemelo idéntico al ahorcado. Y te acusan a ti. Era
de temer.
—No será fácil demostrar que soy inocente, Abbe —apuntó Abel Lester con gravedad, meneando
la cabeza pesimista.
—Aunque no lo sea, tienes que hacerlo. Ese rostro tuyo es ahora tu peor enemigo. Te reconocerá
cualquiera. Estos pasquines lo invaden todo. Están por todas partes, a centenares. Y diez mil dólares
son mucho dinero. Demasiado para ciertas personas. Harán lo imposible por cobrarlos. Serás como
una liebre acosada por perros de caza. Y terminarán contigo. Los bounty-killers rara vez fallan.
Hubo un corto silencio. El parecía sopesar los acontecimientos sin precipitarse. Por fin estrujó la
hoja de papel impresa con su propio rostro.
—Voy a buscar al asesino —dijo—. Es mi única forma de demostrar mi inocencia.
—¿De verás lo harás? —dudó ella.
—Ya te he dicho que no hay otra solución, y tú lo sabes.
—Ni siquiera sabes por dónde empezar la búsqueda. Y aunque des con él, ¿qué podrás hacer tú
solo frente a varios hombres capaces de todo y carentes de todo escrúpulo?
—Es mejor eso que quedarse aquí sentado, esperando a que esos cazadores de recompensas de
los que tú has hablado lleguen aquí y me acribillen como a una rata.
Abigail le contempló en silencio. Sus ojos dejaron de mostrar angustia para revelar un
sentimiento de ternura, de profunda emoción, de patético temor por el hombre amado. Los largos
dedos marfileños se crisparon sobre la rodilla de Abel. El la miró.
—Cariño —susurró—. Tengo miedo por ti...
—Y yo por ti —sonrió él, tomando aquella mano con la suya, ruda y fuerte. Apretó con suave
firmeza los dedos delicados, se inclinó y su boca tocó tiernamente la de ella. Abigail tembló bajo
esa caricia—. Debo irme cuanto antes.

—¿Y dejarme a mí sola en este horrible y solitario lugar? —se estremeció Abigail.
—Si estás sola, es seguro. Nadie te relacionará conmigo. Nunca te han visto el rostro los que
conocen tu nombre. Y. nadie sabe que eres la esposa de Abel Lester...
—No temo a la gente que te persigue, sino a la soledad, al miedo a ignorar lo que te sucede a ti,
mientras yo estoy aquí escondida...
—No puede hacerse otra cosa. Tú misma lo has dicho. Quedarse es una temeridad. Si alguien
pasa y me ve, estamos perdidos los dos. Si te ven a ti sola, no ocurre nada. Nadie sabe tu nombre,
nadie está enterado de que yo vivo aquí. Es mi rostro el que se ha convertido en mi peor enemigo,
Abbe. Un rostro que me acusa inexorablemente y me convierte en presa fácil para esos rastreadores
de hombres.
—¿Y adonde vas a ir? El Territorio es muy amplio, no tienes la menor idea del lugar donde él
pueda encontrarse...
—Me dejaré guiar por mi instinto y por la fortuna —suspiró Abel ya puesto en pie, erguida su
alta y enjuta figura juvenil—. Espero que eso sea suficiente.
—¿Y si no lo es?
—Seguiré buscando, buscando siempre —echó a andar hacia el interior de la vivienda—. Es lo
único que puedo hacer.
—Y yo esperar. Siempre esperar... —se quejó Abigail amargamente.
—Es el sino de las mujeres —sonrió Abel acariciando los cabellos largos y sedosos de su joven
y bella esposa—. Un día, me verás volver por ese mismo camino del llano por el que voy a
ausentarme ahora. Y ese dia ya no tendrás nada que temer, Abbe. Ese día, cariño, todo esto habrá
terminado y podremos vivir tranquilamente, sin miedo a cualquier trágico error de esa gente. Sin
temor a mostrar la cara en público. Sin pasquines que me hagan correr el peligro de morir ahorcado
o cosido a balazos.
—Pueden pasar meses, incluso años, hasta que eso ocurra... si es que ocurre alguna vez
—se lamentó la joven. —Ten fe y espera. Confía en mí. Sabes que no les será fácil darme caza, que
no soy un hombre inofensivo ni mucho menos. Tal vez antes de lo que imaginas, todo esto haya
pasado definitivamente.
Entraron en la casa. Abel recogió su rifle y su revólver, así como una caja de cartuchos. Ambas
armas eran de calibre 44, para poder utilizar las mismas balas con ellas. Después, en silencio, Abbe
llenó unas alforjas de cuero con tasajo, azúcar, harina, unas latas de frijoles, tabaco y café. Una
cantimplora con agua y otra con whisky, completaron su provisión de víveres, a lo que añadió
algunas ropas limpias. Después fue al cobertizo, ensilló al negro caballo, le puso una manta
enrollada, y palmeó afectuosamente su sedoso cuello bajo la crin de azabache. Se volvió hacia
Abigail Los ojos de ella rezumaban lágrimas silenciosas.
—No llores —pidió—. Siempre me he dicho que eres una mujer muy valerosa.
—No siempre se puede tener valor en la vida, Abel. Este es uno de esos momentos.
—Pues has de demostrar precisamente ahora todo el valor de que eres capaz —la rodeó con sus
brazos amorosamente, la atrajo hacia sí y la miró a lo más profundo de los ojos—. Te quiero. Y te
juro que haré lo imposible por sobrevivir y regresar a tu lado. ¿Te basta eso?
—No, Abel. No sólo tendrás que enfrentarte a gente sin conciencia, capaz de las mayores
felonías, sino a quien crea que tú eres Caín Lester cuando vean tu rostro. Con esos pasquines
invadiendo todo el Territorio, les será fácil reconocerte...
—Es el riesgo que hay que correr, aquí o en cualquier otro lado —sonrió el—. No temas, me
dejaré barba y bigote. Es posible que eso me desfigure un poco. Algo pensaré para despistar a
quienes conozcan mi cara, Abbe. Ahora, adiós. Es el momento.

Se besaron de nuevo. Larga, intensamente. Sus cuerpos vibraron, al sentirse unidos en aquel
abrazo, sintiendo cada uno el calor del otro, acaso por última vez en esta vida. Las lágrimas rodaron
por las mejillas de Abigail, pero ni un quejido, ni un sollozo, escapó de sus labios crispados.
Luego, Abel Lester subió a su montura, dirigió una última mirada a su joven compañera, y el
caballo echó a andar, alejándose paulatinamente de la solitaria casa a través del yermo.
—Adiós, amor mío —gimió ella roncamente, erguida en el porche, viendo partir al hombre
amado—. Hasta pronto... o hasta nunca.
En escasos minutos, la figura de jinete y montura se fue empequeñeciendo, perdiéndose en la
distancia, hasta ser solo un puntito lejano, envuelto en el dorado polvillo de la tarde. El sol
descendía lentamente hacia el Oeste. Abigail Lester, sola y abatida, entró en la casa, sintiendo que
todo su cuerpo temblaba.
—Dios mío... —susurró, encendiendo un quinqué para disipar las incipientes sombras de la
humilde vivienda perdida en la llanura—. Si pudiera hacer algo para estar cerca de él en el futuro...
Cualquier cosa sería mejor que quedarse aquí, esperando en esta terrible soledad...
Y sus ojos sombríos brillaban, al recibir la amarillenta luz del quinqué, fijos en aquel pasquín
que aún yacía en la puerta de la casa, medio arrugado.
***
Tucson empezaba a ser una amplia y próspera ciudad, al sur del Territorio de Arizona. El
ganado, las minas y los negocios eran sus tres principales fuentes de riqueza, muy mejoradas con el
tendido ferroviario de la Southwestern Rail-road Company.
Lugar de paso de muchos viajeros, bien hacia México, bien hacia California o Nuevo México,
toda clase de gente se daba cita en su amplia y zigzagueante calle principal, repleta de
establecimientos, la mayoría destinados a beber, divertirse y jugar, especialmente por la noche, sin
que nadie se fijase demasiado en el otro, por temor muchas veces a que una mirada excesivamente
curiosa pudiera ofender al interesado, y ser el principio de un tiroteo, saldado casi siempre con uno o
dos muertos.
Su actual sheriff, Cash Malone, tenía pésima fama en el Condado y fuera de él, lo cual significaba
que la gente procuraba allí mantenerse dentro de los límites de la ley, porque Malone tenía por norma
ser excesivamente duro con los infractores. Para algunos, su dureza rozaba o sobrepasaba, incluso, la
frontera de la crueldad y del sadismo. Más de un forajido, capturado por él, y no culpable de
excesivos delitos, había sido conducido a la prisión local, desde el lugar del arresto, por el
expeditivo procedimiento de arrastrarle atado al caballo, hasta desollar sus brazos y sus piernas.
La presencia de un hombre barbudo, joven y alto, con un parche negro de cuero sobre un ojo,
ropas grises y aire tranquilo, erguido a lomos de un negro caballo de bella estampa, no podía ser
especialmente llamativa en una ciudad como Tucson. Tal vez por ello, casi nadie, en los repletos
porches o en la enfangada calzada, convertida en un espeso y repugnante barrizal a causa de las
recientes lluvias, se fijo especialmente en el tuerto barbudo, mientras cabalgaba con lentitud,
chapoteando su caballo en el fango, en dirección a uno de los tres hoteles lócales, el menos lujoso y
caro de todos.
El único ojo del jinete se iba fijando en cada detalle a su alrededor. No le pasó por alto, ni
mucho menos, la presencia de una serie de pasquines, adheridos a los muros de la calle principal,
con la efigie de un tal Caín o Abel Lester, reclamado por diversos asesinatos y robos, a cambio de,
diez mil dólares de recompensa.
En todos esos pasquines, un mismo rostro parecía contemplarle, desde el grabado limpio y nítido
del papel, con cierto sarcasmo burlón, con cierta acusadora expresión de desprecio por su afán en
ocultar su propio rostro bajo aquella barba, aquel bigote y, sobre todo, aquel parche de cuero negro
sobre su ojo izquierdo.
Pero no había tenido otro remedio que recurrir a tan espectacular disfraz. El rostro de Abel
Lester era demasiado conocido en Arizona como para mostrarlo en público un solo minuto.
Abel detuvo su montura delante del Hotel Coronado. Su nombre hispano tenía cierta relación con
el muro encalado y el aspecto de edificación colonial del mismo. No muy lejos de él, se hallaba el
lujoso Hotel Arizona, con su saloon en la planta baja, y más lejos el Hotel Ganadero, reservado habi-
tualmente a la gente que comerciaba en reses, como su nombre indicaba. El Coronado era el más
modesto de los tres, pero se le veía limpio y aseado, que era lo importante.
Descabalgó Abel, entregando su montura a un mozo que la llevó prestamente a un anexo
convertido en establo para los caballos de los clientes. El hombre del ojo tapado le dio una moneda
al muchacho a cambio de su servicio.
Le dieron una habitación en la planta alta. Se inscribió con el nombre de Alvin Landers. Al
menos, se dijo, conservaba sus iniciales intactas.
Una vez arriba, se aseó y cambió su polvorienta y sucia camisa por otra más limpia, de las dos
que Abbe había incluido en su modesto equipaje.
Se sentía cansado, sediento y con hambre. Su caudal no era muy grande y no podía permitirse
dispendios excesivos. Hizo balance de su reducido capital y resolvió que tomar una cerveza y comer
algo en el comedor del hotel era un pequeño lujo que sí entraba en sus reducidas posibilidades
económicas sin demasiado quebranto.
Salió a la calle, caminando por entre numerosos paseantes que recorrían las aceras de porche en
una u otra dirección. Su único ojo visible lo recorría todo con rapidez y agudeza, aunque pareciese ir
distraído.
Llevaba ya varias semanas de viaje. No había tenido demasiada suerte, pero tampoco excesivo
infortunio. Durante el tiempo que viajó por las llanuras, dejó crecer su barba y bigote. Luego,
considerando insuficiente ese disfraz, recurrió a la idea del parche en el ojo, que sí alteraba
considerablemente sus facciones. Pero no había hallado ni el menor rastro de los asesinos del Banco
asaltado. Al parecer, tras su infame delito en aquella pequeña población que ellos mancharon de
sangre, parecía como si se los hubiera tragado la tierra. Ni siquiera se sabía de nuevos delitos
cometidos por sus siniestros componentes.
Abel imaginaba que el botín conseguido en aquel sanguinario asalto debía durarles lo suficiente
como para llevar ahora una buena vida, acaso en México, al sur de la frontera, sin necesidad de
nuevos golpes. Pero él conocía a esa clase de forajidos. La vida cómoda les resultaría aburrida. Y de
nuevo intentarían algo. Pero ignoraba dónde y de qué manera...
Durante su viaje, en dos o tres ocasiones había llegado a tener la rara e incómoda impresión de
que alguien le seguía. Se había detenido en su marcha, apostándose armado tras algún parapeto
natural del camino, pero en todas las veces que eso sucedió, nada confirmó sus temores. Ni siquiera
vio a nadie por parte alguna, de modo que lo atribuyó a su propia tensión nerviosa.
Ahora, en Tucson, se sentía seguro, rodeado de tanta gen te heterogénea y variada, desde pieles-
rojas a chinos de lavanderías y restaurantes, pasando por mestizos, tahúres, vaqueros, trabajadores
de las minas de cobre o de plata y hasta pistoleros profesionales, fáciles de identificar por sus
pistoleras bajas y sus movimientos parsimoniosos y cautos.
Se metió en una cercana cantina, donde pidió una jarra de cerveza. La apuró en un momento y
repitió, mientras miraba en torno, acodado en el mostrador. El inevitable rostro de Caín o de Abel
Lester, su propio rostro, le contempló desde un pasquín adosado a uno de los grandes espejos de la
sala. Algún gracioso había clavado una bala entre las dos cejas del retrato, dejando estriado el
espejo con el disparo. Parpadeó, preguntándose quién habría hecho ese blanco. Tal vez alguien que
soñaba con los diez mil de la recompensa, pensó. Uno más entre centenares de gentes ávidas de
dinero y capaces de desollar a su propio padre por una suma mucho menor de la que ofrecían por su
cabeza.
—¿Qué, amigo? ¿Usted también busca dinero fácil?
No se sobresaltó, pero estuvo a punto. La voz había sonado junto a su oído, y una mano ruda se
había apoyado en su hombro inesperadamente. Giró lentamente la cabeza, serenando su tensión lo
más posible, y clavó su único ojo en el otro.
Este era un hombre muy rubio, casi albino, de ojos muy claros, tez enrojecida por el sol, nariz
abultada, sonrisa fácil y cuerpo grande y torpe en apariencia, de enormes manazas. Vestía una camisa
a cuadros y pantalones de dril bajo sus zahones de cuero negro gastado. No observó que llevase arma
alguna visible al cinto.
—Perdone, ¿a qué se refiere? —indagó con calma Abel.
—Bueno, ya me entiende —rió el hombre rubio, guiñándole un ojo y señalando al pasquín—. Ese
tipo. Vale su peso en oro. Mucha gente daría su alma a cambio de encontrárselo en el camino. Y no
saben los pobres diablos la estupidez que cometerían con ello.
—¿Por qué? —se interesó Abel.
—Ese hombre del cartel sería capaz de convertir en coladores a más de cien de los que ahora
andan buscando la recompensa, casi sin mover un dedo. Salvo raras excepciones, la mayoría de los
que le buscan no tienen agallas ni capacidad para liquidar a Caín Lester, se lo aseguro.
—Ahí dice que no saben si se llama Caín o Abel —hizo notar él, cauteloso.
—Yo sé que.es Caín. Tiene que ser Caín. —¿Por qué está tan seguro? ¿Acaso el nombre ya lo es
todo?
—Casi todo, en este caso... —resopló el rubio, a quien acababan de servir un doble de ginebra
—. Yo conocí una vez a ese hombre, amigo.
—¿Usted? —Abel le miró, preguntándose si se las había con un fantoche o con un tipo demasiado
dado a las confidencias, lo cual no le convenía demasiado.
—Así es, amigo —se tomó la ginebra de un trago, con escalofriante facilidad—. No me haga
mucho caso, porque a estas horas, en mi día libre, suelo estar ya bastante bebido. Pero hace años, yo
conocí a Caín Lester. Está muy bien ese retrato, palabra. Es su mismo rostro. Sería muy fácil
identificarle si apareciese por Tucson alguna vez. Pero no creo que él cometa ese error.
—¿Por qué no?
—Tucson es un sitio lleno de gente de toda laya y condición. Hay muchos profesionales del
revólver aquí. Gente muy capaz de ganarse ese dinero y enviarle al infierno, y él lo sabe. Ese tipo
siempre fue muy listo y precavido. No, no vendrá por aquí, a menos que el riesgo valiese la pena.
El aliento del rubio olía a ginebra, de modo que era evidente que no mentía. El alcohol le hacía
locuaz y dado a las confidencias. No parecía mal hombre, pensó Abel. Pero tal vez exageraba en lo
que decía, y nunca había visto a Caín Lester. De todos modos, debía tener cuidado, por si era cierto.
—¿Y usted cree que hay algún riesgo que valga la pena en estos momentos en Tucson? —se
interesó Abel, pero haciendo la pregunta como si todo ello le tuviera sin cuidado.
—Ya lo creo que sí —afirmó el otro, moviendo enfáticamente su cabeza—. Creo que un hombre
como Caín Lester, ararriesgaría su vida sin vacilar, a cambio de trescientos cincuenta mil dólares.
—¡Trescientos cincuenta mil! —silbó Abel entre dientes—. Eso es mucho dinero... ¿Lo hay junto,
de verdad, en alguna parte?
—Vaya si lo hay —rió el hombre de la ginebra, pidiendo otro vaso del mismo licor—. Aquí
mismo ahora, en este momento. En Tucson, amigo. Esperando a que alguien sea lo suficientemente
valeroso y decidido como para intentar apoderarse de él.
—Supongo que no será nada fácil conseguirlo...
—Claro que no. Pero el dinero existe. Y todo el mundo lo sabe. La Compañía Ferroviaria del
Sudoeste ha de adquirir unos nuevos terrenos para otra estación y para un segundo tendido
ferroviario que una a Tucson con Nogales. Varias ricas propiedades ganaderas se extienden
precisamente en las tierras idóneas para sus nuevas obras. Y la Compañía no se detiene en pastos
para prosperar. La compra de todos los terrenos necesarios se eleva a trescientos mil dólares. Y
cincuenta mil son el montante de los primeros salarios y gastos a hacer en el tendido. Esa suma ha
llegado en un vagón blindado al Banco local. Pero el Banco no aceptó guardar esa suma, dada su
enorme importancia. Y ahí sigue, en el vagón blindado, escoltado día y noche por personal armado,
al servicio de la Compañía Ferroviaria, así como por hombres del sheriff local, esperando a que esta
misma semana se inicien los pagos previstos. ¿No es una ocasión única para un tipo como ése? —
y señaló al pasquín significativamente.
—Evidentemente, sí —aceptó Abel con aire indiferente, encogiéndose de hombros, pero con su
único ojo brillando de forma extraña—. Yo diría que es una tentación para cualquier persona,
incluso para usted o para mí...

Había vertido esa especie intencionadamente. El otro dio un respingo y le miró alarmado,
dejando incluso de beber su segunda ginebra doble.
—¡Alto ahí, amigo! —protestó vivamente—. Nada de eso. Yo seria incapaz de algo parecido,
aunque ese dinero me convertiría en un potentado. No me gusta jugarme la piel estúpidamente donde
no hay la más mínima posibilidad favorable. Ya lo hice una vez o dos siendo muy joven, pero de eso
hace ya bastantes años. Ahora tengo un buen trabajo, como capataz del rancho Cassidy, y no quiero
correr riesgos inútiles. ¿Usted sí sería capaz de algo así?
—¿Por qué no? —sonrió Abel, mostrando sus blancos dientes entre la frondosa barba—.
Trescientos cincuenta mil dólares valen la pena. Incluso de morir si uno falla en el golpe...
—La muerte nunca vale la pena, créame. Ahí termina todo. Y hay tantas posibilidades de robar
ese dinero, como de conseguir que haya otra guerra civil y la gane el Sur. Quítese de la cabeza
semejante locura si se tiene un mínimo de aprecio, créame. Si lo que busca es trabajo, yo puedo
facilitárselo en la hacienda de mi patrón. Morgan Cassidy es un gran tipo y un hombre admirable para
trabajar a sus órdenes. Me llamo Benjamín Craig, aunque todos me conocen simplemente por Ben.
—Es un placer, Ben —le tendió su mano Abel, presentándose a su vez—: Alvin Landers. ¿Qué
clase de trabajo ofrece su patrón?
—Ganado, ya sabe: si domina el lazado de reses, monta bien a acaballo, sabe marcar con el
hierro y todo eso, tiene un puesto y un salario decente. Yo soy el capataz del rancho y puedo
ofrecerle ese trabajo.
—Pero usted no me conoce de nada, Ben...
—No importa —cortó el rubio—. Sé conocer a la gente cuando la veo. Su aspecto no es muy
bueno, pero estoy seguro de que es honrado. Nunca fallé en estudiar a los demás,amigo. Si me
equivoco, pagaré las consecuencias, pero no lo creo. ¿Qué me dice a eso?
—No sé. Tengo que pensarlo —confesó Abel—. Vengo de muy lejos, de Colorado, y esperaba
encontrar en mi camino algo mejor que un puesto de vaquero.
—Por algo se empieza. Mi patrón fue primero un simple cowboy. Tuvo iniciativa y hoy posee la
mejor hacienda de la región. Le espero si se decide. Cualquiera le dirá dónde esa la Hacienda
Cassidy. Mañana me encontrará allí, posiblemente con dolor de cabeza por todo el alcohol que
ingiera hoy. Pero no le importe. Me acordaré de usted y del ofrecimiento de trabajo, esté seguro.
—Bueno, quizá nos veamos —admitió Abel, sin comprometerse.
El otro apuró finalmente su ginebra y se encaminó a la salida, tras darle una palmada en el
hombro. No había llegado aún a la puerta, cuando ésta se abrió y aparecieron dos hombres armados
de revólver. Ambos encañonaron al sorprendido Benjamín Craig, y uno de ellos dijo fríamente:
—Prepárate a morir, cerdo. Hemos venido a matarte.

CAPITULO V
Abel Lester se quedó petrificado, sin mover un solo músculo, acodado en el mostrador, mientras
los dos hombres cubrían con sus armas al capataz de pelo albino.
Eran dos tipos singulares aquellos. Y nada tranquilizadores, pensó Abel.
Uno, flaco y larguísimo, mostraba un muñón en vez de mano izquierda. Pero su derecha, larga y
huesuda, parecía muy firme a la hora de esgrimir un revólver. El otro era muy diferente. Grueso, fofo,
grasiento y sin apenas vello en el rostro, pelo lacio y ralo en una cabeza medio pelada, un anillo en.
una oreja, como un antiguo bucanero, y vestido enteramente de color blanco, tremendamente sucio
tanto en sus pantalones como en la levita de algodón. El sudor y la mugre formaban un cerco bien
visible en el cuello de su camisa, abotonado pero sin lazo.
—¿Qué significa esto? —jadeó Craig, aturdido, mirándole a uno y otro—. No nos conocemos
de nada, supongo...
—Eso es lo que tú crees, bastardo —rió el de las ropas blancas—. Eres Benjamín Craig. El
viejo Ben. Te hemos buscado por todos estos lugares, sabíamos que estabas aquí. Y tenemos la
misión de convertir tu cuerpo en un colador, amigo.
—Debéis estar locos —replicó Ben, aunque mirándoles receloso—. No os he visto nunca antes
de ahora.

—Pero hay alguien que sí te ha visto y a quien tú conoces —comentó burlón el larguirucho de
figura cadavérica—. Es por encargo suyo que haremos esto.
—De modo que alguien os envía a asesinarme... —jadeó el capataz, dando un paso hacia atrás y
humedeciendo sus labios con la punta de la lengua.
—Así es, cerdo —se mofó el de blanco, cuyo rostro brillaba por la grasa y el sudor que
empapaban su piel—. Alguien con el que tienes una cuenta pendiente hace ya muchos años. Ya ves
qué pequeño es el mundo, sabandija. Tú tan escondido aquí, tan al sur, mientras alguien que soñaba
con este momento te buscaba por el norte e incluso por Nuevo México y Colorado... ¿Quién iba a
imaginar que un experto en explosivos y un técnico en abrir cajas fuertes iba a ser un vulgar capataz
en una hacienda ganadera del sudoeste?
—Por el amor de Dios... —repentinamente, Craig se había puesto muy pálido, sus manos
temblaban y miraba con ojos vidriosos a sus presuntos verdugos—. Vosotros... vosotros venís...
enviados por... por él...
—Parece que despierta tu memoria, ¿eh, Ben? —se echó a reír el larguirucho con una risa
cloqueante y sumamente desagradable, que recordaba lá de las hienas—. Empiezas a comprender,
maldito y sucio traidor, bastardo vendedor de amigos y camaradas...
—Está bien —masculló Ben de repente, en un súbito arranque de furia—. Matadme si queréis.
Disparad de una vez, y acabemos con esto. Después de todo, es vuestro oficio y debéis dominarlo
muy bien. Pero ved lo que hacéis: será un asesinato. Voy desarmado...
—Aunque fueses armado, sería igual. No podrías nada contra nosotros —se burló el de blanco
—. De todos modos, no pienses que vamos a llorar por ti ni a tener miedo por acribillarte a balazos.
No será el primer asesinato que corne-^ temos, estáte seguro.
—¡Disparad ya, entonces! —clamó Ben, arrogante.
—El tipo se siente héroe —soltó otra risotada el manco del cuerpo flaco—. Está bien, vamos a
complacerte, cerdo...
Iban a disparar sobre él a mansalva, no había duda de ello. Ni siquiera se molestaban en
disfrazar su crimen con una apariencia legal mínima, dándole ocasión a Ben de empuñar un arma.
Aquellos dos pistoleros se disponían a asesinarle sin más rodeos.
—Un momento —avisó fríamente Abel desde el mostrador—. ¿Por qué no enfundáis esas armas y
os largáis los dos antes de que las cosas se pongan feas para vosotros?
Los dos tipos armados se mostraron sorprendidos. Miraron al que hablaba, con cierto sobresalto,
y hasta el propio Ben giró la cabeza, angustiado.
—¿Eh, quién diablos eres tú, tuerto? —masculló el de blanco sarcásticamente.
—Por el amor de Dios, amigo, eso no —rogó Ben implorante a su nuevo amigo—. No se meta en
esto. Sería terrible para usted. Esta gente no vacilará en asesinarle también.
—De eso puede estar bien seguro —apostilló irónico el manco.
Abel Lester no se inmutó. Una mueca apareció en sus labios, entre la barba. No movid sus brazos
ni sus manos.
—Dije que os marcharais con viento fresco los dos, ¿no lo oísteis? —repitió—. No me
obligaréis a que os haga salir con los pies por delante, ¿verdad?
—¿Has oído eso, Hud? —bromeó lúgubremente el manco—. Incluso nos amenaza...
—Ese ha sido un error por tu parte, tuerto —añadió el de las ropas blancas y sucias con un
suspiro—. Te vamos a enviar al infierno junto a tu amigo Ben...
Y mientras el arma del flaco apuntaba hacia el capataz, la otra enfiló en dirección a Abel. El
cantinero y los escasos clientes del local, se habían parapetado ya tras mesas y mostrador.

—Os lo avisé —dijo pacientemente Abel con un suspiro—. Lo siento...


Y, de repente, aquel cuerpo inmóvil y pasivo se convirtió en una auténtica furia salvaje, en un
torbellino de acción y virulencia pocas veces visto.
El cuerpo elástico de Abel Lester se desplazó vertiginoso. El disparo de su enemigo encontró el
vacío y, mientras se agazapaba Abel, su mano diestra desenfundó con una celeridad increíble,
disparando su revólver varias veces, al nivel de su cadera.
Llameó el Colt rabiosamente, los estruendos llenaron la sala. Ben, aturdido, incrédulo, vio saltar
atrás al flaco pistolero manco que le encañonaba, con un balazo reventando de súbito su frente en un
estallido de huesos, sangre y masa encefálica. El otro tipo, el .del traje blanco y mugriento, giraba ya
como una peonza, con dos proyectiles hincados en su cuello y su corazón, disparando alocadamente
su revólver en un último movimiento puramente reflejo.
En escasos instantes, dos cuerpos rodaron por el suelo de la cantina, dejando regueros de sangre,
para ir a quedar inmóviles justo en el umbral de la entrada, batiendo las puertas sobre ellos con un
monocorde chirrido de bisagras mal engrasadas.
Ben, trémulo, se tambaleó, retrocediendo hacia el mostrador, sin poder dar crédito a lo que sus
ojos contemplaban. Como hipnotizado, mantenía fija su mirada en los cuerpos sin vida de sus
adversarios.
—Cielos... —jadeó—. Ellos tenían toda la ventaja. Llevaban sus armas en la mano, y él ni
siquiera había desenfundado... Sin embargo, liquidó a los dos... Nunca vi nada parecido...
Se volvió, mirando con profunda gratitud al hombre del parche en el ojo, cuyo revólver aún
humeaba en su mano, tras abatir a los dos pistoleros. La sonrisa de Abel fue fría y llena de fiereza.

—Eran unos cerdos asesinos —silabeó—. No merecían otro final...


—¡Cuidado! —avisó agudamente el cantinero en ese momento.
Abel comprendió que se había confiado en exceso. Giró la cabeza, buscando el motivo de
aquella advertencia apremiante. Lo halló, pero quizás era demasiado tarde.
En una de las vidrieras del local, se silueteaba la sombra de un hombre armado de rifle. Estaba
destrozando con el cañón los vidrios, para después vaciar sobre él las restantes balas.
Levantó, rápido, su revólver, amartillándolo. Disparó. Pero antes ya había disparado el enemigo
a través del hueco en el vidrio roto. Sólo que, inexplicablemente, a tan corta distancia, el proyectil
silbó muy por encima de él, yendo a clavarse en algún punto del altillo. Sin embargo, él no falló. Su
bala se clavó en el cráneo del tirador, abatiéndole de bruces contra la vidriera, por la que penetró,
terminando de destrozarla ruidosamente, para quedar tendido de bruces, contra una mesa que volcó
con su peso.
Siguió un profundo silencio en la cantina a esa nueva explosión de violencia. Ben exhaló un
gemido, mortalmente pálido.
—Sin duda eran tres, no dos —murmuró—. Uno esperaba fuera, debimos pensarlo...
Abel no dijo nada. Estaba avanzando hacia el caído, al que contempló, con el ceño fruncido. Un
reguero de sangre corría bajo su cabeza destrozada por el balazo. Pero no era eso lo que atrajo su
atención, sino un hecho mucho menos explicable.
El caído no tenía solamente una bala en la cabeza. Otra le había penetrado por la espalda,
alcanzándole de lleno el corazón, dado el emplazamiento del orificio de entrada en su chaqueta de
cuero, algo a la izquierda. Eso explicaba que su disparo fallase tan clamorosamente cuando Abel era
un blanco virtualmente perfecto para el tirador. Aquella bala en el corazón se había anticipado en
décimas de segundo al disparo del rifle asesino.
Rápido, con larga zancada, Abel alcanzó la puerta, saltó sobre los cuerpos sin vida de los dos
pistoleros y pisó la acera, escudriñando en torno, arma en mano.
Se vio ante una multitud de transeúntes que, atraídos por los disparos, se habían detenido ante la
cantina. Muchos de ellos se dispersaron al verle con el revólver entre los dedos. Pero no descubrió a
persona alguna armada, en los alrededores del local.
Su ojo escudriñó la otra acera, especialmente ventanas, azoteas y balcones. Siguió sin ver rastro
alguno de un arma de fuego o de una persona armada. Regresó, pensativo, al interior de la cantina.
Ben había pedido una tercera ginebra doble, que apuraba de golpe, esta vez con toda la razón del
mundo. Le miró, inquieto.
—¿Hay alguien más allá fuera? —indagó.
—No, nadie que signifique un peligro para ninguno de los dos, a lo que parece —negó con
firmeza Abel—. No era eso lo que buscaba, de todos modos.
—¿Qué, entonces?
—Alguien disparó a ese hombre cuando pretendía hacerlo él sobre mí. Dudo que mi disparo
hubiera llegado a tiempo. Pudo haberme herido, quizás me hubiese matado, de no mediar ese disparo
llegado desde el exterior, que le alcanzó en el corazón, a través de la espalda... No lo entiendo, la
verdad.
—¿Quiere decir que alguien... alguien, desde allá fuera, salvó su vida y quizás también la mía?
—tartajeó el capataz.
—Sí —afirmó Abel con énfasis—. Eso es lo que creo. Pero no tiene sentido. Yo no tengo amigos
en Tucson. Ni en ninguna parte, que yo sepa.
—Qué raro entonces, ¿no? —el capataz meneó la cabeza, perpleja la expresión—. Bueno, sea
como sea, estamos vivos aún los dos. Gracias, amigo. Le debo la vida. No olvidaré esto jamás.
—No me debe nada —cortó secamente Abel, mirando fijo al capataz—. ¿Tantos enemigos tiene
que querían convertirle hoy en una criba?
—No muchos. Esto de hoy ha sido como la aparición de un fantasma del pasado, Alvin, amigo.
¿Recuerda lo que le dije antes, respecto a ese pasquín?
—Sí —miró de soslayo su propio rostro, grabado en el cartel—. ¿Qué tiene eso que ver con esa
gente que quería matarle?
—Esos hombres, los pistoleros que intentaron asesinarme... eran gente al servicio de ese hombre
del pasquín —dijo con voz temblorosa Ben—. Pistoleros de su banda, sin duda. Yo... yo traicioné
una vez, hace años, a Caín Lester. Y ahora, él me ha encontrado. Eso quiere decir que ese hombre
está muy cerca de aquí en estos momentos...
***
—Me complace tenerle con nosotros, Landers —el hom-bretón rubio, canoso, fornido y de
aspecto cordial y enérgico, estrechó su mano estrujándosela entre los gruesos dedos nervudos—. Sea
bien venido a la Hacienda Cassidy, sobre todo después de haber salvado la vida de mi buen
capataz...
—Eso fue simple buena suerte, señor —manifestó Abel modestamente—. Lo cierto es que ellos
eran pistoleros expertos. Pero se confiaron conmigo. Pura suerte.
—No creo que sea así —rió de buen grado Morgan Cassidy—. Pero acepto su modestia, y no
volveré a hablar más de ello, Landers. Aquí tiene un puesto de trabajo, un techo, comida y doce
dólares semanales de salario. Espero que sea uno más entre nosotros, y esté a gusto en mi hacienda,
muchacho.
—Es muy amable conmigo, señor. Procuraré no defraudar.
—Sé que no lo hará. Ben tiene fama de conocer bien al prójimo. Yo también. Ambos estamos
seguros de que usted es un hombre honrado, Landers.
Así había ingresado en la comunidad trabajadora de la finca ganadera de Morgan Cassidy. Ni un
solo momento había dudado en aceptar el trabajo que tan generosamente le ofreciera desde el
principio Benjamín Craig. Pero ahora existía otra razón que un simple salario o un trabajo decente
para meterse en aquel rancho.
Esa razón era Caín Lester. El hombre del pasquín.
Ben había estado a punto de ser asesinado por orden suya. Eso significaba que el asesino del
Banco de aquella pequeña población al nordeste de Arizona, estaba cerca de Tuc-son, o en el propio
Tucson, tal vez disfrazado también, para que su rostro harto popular en el Territorio, no fuese
identificado. Sólo así se explicaba que hubiera visto y reconocido a Ben, su antiguo compinche.
Y si el supuesto Caín Lester estaba allí, él no tenía ya por qué seguir viaje. Había encontrado a su
hombre. Y era fácil imaginar la clase de señuelo que había traído al asesino hasta Tucson:
trescientos cincuenta mil dólares- en un vagón ferroviario blindado.
Sólo que Caín Lester había cometido un error: querer ajus-tar primero las cuentas con su antiguo
compinche, el que le traicionara. Benjamín Craig había explicado todo eso a Abel, mientras
cabalgaban ambos hacia la propiedad de Cassidy:
—Yo formé parte de una de las viejas bandas de Caín Lester. Pero nunca maté a nadie. Un día,
supe que pensaban traicionarme y dejarme en poder de los alguaciles de una determinada población,
tras escapar ellos con el botín. Me anticipé a sus planes, y les delaté. Capturaron a Lester ese día.
Pero escapó de la prisión, salvando su cuello de la horca, si bien juró vengarse de mí alguna vez.
Estuvo a punto de hacerlo hoy... Sólo él tiene motivos para desear mi muerte, Landers. Sólo él en el
mundo...
De modo que no había lugar a duda alguna: Caín Lester, o el hombre que tenía su mismo rostro —
y el de Abel, por añadidura, puesto que Caín estaba muerto y enterrado, junto a una solitaria casa, en
un lejano yermo del nordeste de Ari-zona—, estaba allí, muy cerca de él.
—Te he encontrado —se dijo Abel a sí mismo—. Te he encontrado y no pienso dejarte escapar
esta vez, maldito asesino...
Pero sabía que también él iba a buscarle cuando supiera que tres de sus hombres habían muerto a
manos de un forastero tuerto. Y contaba con ello.

CAPITULO VI

Era su primera cena en la hacienda.


Excepcionalmente, Morgan Cassidy había invitado a su capataz y al nuevo empleado a su mesa.
El propio Ben le había dicho que eso no era habitual en él, pero que en ciertas ocasiones especiales
acostumbraba a invitar a alguno de sus hombres a cenar con él y con su único familiar, su hija
Brenda.
Abel se sentaba entre el anfitrión y la joven hija, frente a aquél y junto a ésta. El cuarto puesto en
la mesa lo ocupaba, naturalmente, el capataz del rancho de los Cassidy.
Fue una velada grata y cordial, sin ceremonias ni distan-ciamiento entre patronos y empleados. El
propio Morgan se lo resumía así a Abel, cuando se sirvió una copa de licor y un cigarro para cada
uno, y Brenda se disculpó, abandonando el comedor para salir a la terraza de la hacienda para no
aspirar el humo de tanto tabaco.
—Me gusta la disciplina, pero eso no está nunca reñido con el mutuo afecto, la confianza y la
camaradería lógica en quienes tenemos que trabajar unidos en una misma causa común. Ben sabe
bien que ésa ha sido siempre mi norma, y nunca me fue mal con ella. También en algunas ocasiones,
durante el año, me siento con todo el personal a la mesa. Es cuando vienen fiestas navideñas, el Día
de Acción de Gracias o el de la Independencia, pongamos por caso. En esta ocasión, amigo mío, el
simple hecho de que mi fiel capataz le deba a usted la vida, tras su heroica acción en la ciudad, me
hace sentirme particularmente honrado de que comparta la mesa con nosotros.
—Le repito, señor Cassidy, que no tuvo gran importancia. No podía permitir que mataran
impunemente a un hombre indefenso, eso fue todo —rechazó Abel suavemente.
—Vamos, vamos, no sea modesto —sonrió Cassidy, apoyando una de sus grandes manos en el
hombro de Abel, cor-dialmente—. Sé muy bien cómo sucedieron las cosas. Todo Tucson habla de
ello. De no ser por usted, Ben hubiera sido asesinado sin remedio. Y no era nada fácil enfrentarse a
gente de esa calaña, bien lo sé. Al parecer, eran pistoleros que pertenecían a un temible gang de
forajidos, ¿no es cierto?
—Sí, eso parece —admitió Abel, evasivo.
—¿No teme alguna posible represalia de esos rufianes sobre su persona?
—Si han de llegar, procuraré defenderme. No sirve de nada temer lo que no se sabe si va a
ocurrir.
—Landers, ¿qué ha hecho usted últimamente? —quiso saber Cassidy, fumando su cigarro con
calma.
—Muchas cosas —sonrió Lester—. He sido guarda armado de los ferrocarriles, postillón de
diligencias, minero, incluso pistolero en cierto modo, aunque sin asesinar nunca a nadie ni cometer
delito alguno, por supuesto.
—¿Perdió su ojo izquierdo en alguna escaramuza?
—Algo parecido —admitió Abel, ambiguamente—. Pero me basta con el que queda. '
—Sí, lo creo —rió Cassidy de buen humor—. Estoy seguro de que ha sido un acierto traerle a mi
casa. Hay algo en usted que huele a honradez y a nobleza, muchacho. O yo no entiendo nada de los
seres humanos. Ahora discúlpeme un momento. Voy a repasar unas cuentas con Ben. Si quiere puede
quedarse, por supuesto, pero pasará una hora muy aburrida. Yo le aconsejaría que saliera a la terraza
a charlar
con mi hija. Brenda tiene una conversación muy amena, a pesar de su juventud. Estudió varios
años en el Este, y puede considerársela como una verdadera señorita.
—Es una señorita —rectificó suavemente Abel—. Y muy bella.
Cassidy y Ben se ensimismaron en la revisión de cuentas de la hacienda, y Abel, siguiendo el
consejo de su nuevo patrón, salió a la alargada terraza frontal del rancho asomada al amplio claro en
cuyo fondo se alzaban las caballerizas y el edificio alargado destinado a alojamiento de personal.
Más a la derecha, eran visibles el pozo y las empalizadas de los cercados destinados a las reses.
Sobre el paisaje, las estrellas lucían en la noche oscura. El aire olía a yerba fresca y a ganado.
Brenda Cassidy giró la cabeza. Era una joven de cabellos rubio oscuros, ojos pardos y bella
silueta, vestida elegantemente a la usanza del Este. No tendría más allá de veinte años, calculó Abel
al verla sentada a la mesa durante la cena.
Ella se volvió. Llevaba un abanico plegado, sujeto entre sus dedos. Miró sonriente al joven y
flamante empleado de su padre.
—Vaya, veo que prefiere contemplar las estrellas que discutir de números con papá y con Ben...
—Suele ser un trabajo aburrido. Y además, no entiendo aún gran cosa de este rancho. Para mí
sería como oír hablar en chino.
—Hizo bien en salir. Vea qué hermosa noche, qué calma y qué belleza la del cielo estrellado...
—suspiró, aspirando el aire a pleno pulmón—. Y la brisa... Estas tierras tienen encanto. Un encanto
salvaje y primitivo que fascina.
—¿Le gustan más que el Este, con todo su ambiente culto y refinado?
—Por supuesto —sonrió ella agradablemente, mirándole con interés—. ¿Estuvo usted alguna vez
en el Este?
—No, nunca. Nací en estas tierras y aquí sigo.

—Pero ha debido estudiar. Habla distinto a los demás peones y vaqueros.


—Sólo estudié lo indispensable, en la escuela de mi pueblo. No demasiado, la verdad. Pero me
gusta leer. Siempre me ha gustado.
—¿Leer? ¡Oh, eso es magnífico! —aprobó ella, con entusiasmo—. ¿Qué lee, principalmente?
—Depende de lo que encuentro. Libros que me enseñen algo, casi siempre. Clásicos europeos,
alguno americano, como Neville o Poe... y cosas así.
—Es fantástico. Un vaquero de mi padre, y lee a los clásicos... —ponderó ella, mirándole
asombrada—. ¿Siempre ha llevado barba?
—Bueno... casi siempre —vaciló Abel, antes de mentir.
—Debería afeitarse. Seguro que está más atractivo y joven sin ella.
—No demasiado —suspiró Abel—. He perdido un ojo, recuerde.
—Eso importa poco. Tiene aspecto de hombre guapo. Pero tendría que quitarse la barba. No me
gustan los hombres con barba. En el Este es signo de madurez y severidad.
—Es posible que algún día me rasure —aceptó Abel—. Pero, ¿qué haré con mi parche?
—Oh, eso no importa, ya se lo he dicho. Puede que incluso le dé un aire más misterioso. Una
nunca sabe lo que piensa un hombre a quien sólo puede ver un ojo. La cara pierde toda su expresión.
Le hace enigmático.
—Tiene usted un particular modo de encontrar agradable hasta lo más sórdido —rió Abel de
buen humor, apoyándose junto a ella en la barandilla, mirando a los astros que titilaban en el negro
cielo despejado.
Ella le miró fijamente, estudiando su perfil. De repente, hizo una pregunta:
—¿Tiene novia?
Se estremeció Abel. Por fortuna, se había despojado de su anillo matrimonial al emprender viaje.
Tras una breve pausa, se encogió de hombros.
—En cierto modo —admitió, cauto.
—Ya —los pardos ojos de Brenda Cassidy reflejaron cierta desilusión—. ¿Es bonita?
—Mucho. Para mí, la más bonita del mundo —se volvió, con un gesto de disculpa—. Perdone.
Usted es muy hermosa y lo sabe, señorita Cassidy. Pero eso es diferente.
—¿Por qué diferente?
—Bueno, usted es la heredera de un gran ganadero y propietario. Tendrá su futuro en un hombre
de muy distinta condición que le dé el trato y el cariño que merece una auténtica dama, bellísima y
sensible por añadidura. No es, pues, misión mía, ponderar sus encantos, sino los de la mujer que a mí
me correspondió en la vida.
—Habla usted muy bien, Landers. De todos modos, aún no tengo novio, si a eso se refiere. Puede
llenarme de alabanzas, si realmente las siente, sin que nadie se sienta ofendido por ello. A mí no me
importará tampoco que me piropee. A todas las mujeres nos gusta eso. Pero hablemos de su novia.
¿Está lejos de aquí?
—Sí —suspiró Abel—. Muy lejos, señorita Cassidy.
—¿Cómo se llama?
—Abbe... Bueno, yo la llamo así. Su nombre es Abigail.
—Abigail... Es un bello nombre. Estoy segura de que debe ser muy hermosa, y digna de su afecto,
por otro lado.
—Así es —asintió Abel—. No puedo dejar de pensar en ella.
Brenda pareció empezar a sentirse repentinamente incómoda en aquella situación, y respiró
hondo, iniciando la retirada de la terraza.
—Creo que empieza a refrescar —se excusó—. Perdone que me retire, Landers...
—Claro —Abel hizo una leve reverencia respetuosa—. Ha sido muy grato charlar con usted
estos minutos, señorita Cassidy. Puede creerme. Y no es simple cortesía, ni mucho menos.
—Gracias, Landers —sonrió ella más halagada—. Creo que vamos a ser buenos amigos. Le
confieso que usted me gusta. Pero sabiendo que su corazón pertenece a otra mujer que no puede
luchar conmigo sobre el terreno, no tema que intente seducirle. Sólo seremos eso, mientras usted no
quiera otra cosa: amigos. Muy buenos amigos, Landers...
Y con una deslumbrante sonrisa, la bella muchacha abandonó la terraza, dejando a Abel Lester
entre sorprendido y desconcertado.
—Vaya... —murmuró—. Nunca pensé que una chica como esa pudiera fijarse en mí... y menos
con este aspecto mío de ahora. Pero no temas, Abbe querida: he prometido serte fiel en todo
momento...
Y también él, con lentitud, se retiró de la terraza unos minutos más tarde, para reunirse con
Morgan Cassidy y con Ben. Para entonces, Brenda ya se había retirado a descansar.
***
Siguieron tres días bastante duros para Abel Lester, enfrentado a las rudas tareas de la hacienda
de los** Cassidy.
Eran jornadas enteras de ruda tarea en los pastos, en el arroyo donde abrevaban las reses,
dirigiendo a la reata desde el caballo y haciendo todas y cada una de las difíciles labores de la
hacienda hasta la puesta del sol, desde la hora misma del amanecer, sin otro descanso que una escasa
hora para el almuerzo al mediodía.
Tras la labor cotidiana, llegaba el momento del aseo en el amplio claro situado ante el
alojamiento de personal, y luego la cena, mientras el cuerpo rendido exigía a voces el descanso, que
no tardaba en llegar, en las literas del dormitorio común.
Abel era hombre fuerte, vigoroso y habituado a trabajar en las más duras condiciones. Por tanto,
ni una queja escapaba de sus labios, ni un momento de fatiga o de relajamiento surgía durante las
largas horas de trabajo. Los compañeros le miraban con admiración y respeto. Todos ellos eran ya
buenos camaradas para el nuevo en la hacienda, sobre todo desde que supieran que había sido capaz
de matar nada menos que a tres pistoleros peligrosos.
Pero mientras trabajaba día a día, Abel sólo estaba pendiente de una cosa: el posible curso futuro
de los acontecimientos. Creía conocer mejor que nadie en el mundo las reacciones del hombre que
enviara a sus asesinos contra Ben, y ese conocimiento le decía a las claras que no podía tardar en
hacerse tangible la reacción del criminal cuya cabeza valía ya diez mil dólares.
Solamente se despojaba de su parche negro de cuero en plena noche, con las luces del
alojamiento apagadas en su casi totalidad, y tendido en su propia litera alta, sobre la de un
compañero llamado Bart Haskin, cuyos ronquidos hacían temblar en ocasiones hasta los vidrios de la
ventana.
Allí tendido, en la oscuridad, antes de conciliar definitivamente el sueño, su pensamiento iba
hacia Abbe, hacia la casita-aislada en el yermo, hacia la tumba del auténtico Caín Lester... y también
hacia el hombre amenazador que, en alguna parte, no lejos de Tucson, estaría preparando su revancha
sobre él y sobre Ben.
Le sorprendía, incluso, que hubieran transcurrido ya tantos días sin tener noticia alguna de los
forajidos a cuya banda pertenecían los tres hombres muertos en la cantina de Tucson.
Por ello, tal vez, no se extrañó demasiado cuando, al día siguiente, el que hacía cuatro de su
estancia en el rancho de Morgan Cassidy, ocurrió lo previsible.

Se-hallaba solo en los pastos del sur de la hacienda, cuan-conduciendo a las reses a abrevar en la
curva del arroyo. Se había bajado de su caballo para beber él mismo un poco de agua fresca a la
orilla, a corta distancia de las reses.
Súbitamente, descubrió una figura humana a sus espaldas, rereflejándose en el espejo cambiante
de las aguas. No tuvo tiempo de empuñar su revólver ni tan siquiera de ponerse en pie.
—No te muevas, cerdo —silabeó una fría y dura voz, afilada como una hoja de acero—. No lo
hagas, o te vuelo la cabeza en pedazos...
Y sin duda así lo haría, porque el cañón de un arma se había apoyado, helado, en su sien. El
percutor chascó ásperamente, casi ensordeciéndole, de tan cerca como se hallaba de su oído.
Se preguntó si el siguiente movimiento de su captor sería el de apretar el gatillo, o esperaría a
hacerlo después de hablar con él algunas palabras.
—Te esperaba —dijo fríamente Abel Lester, sin moverse, arrodillado junto al arroyo, mirando al
hombre armado en su reflejo en las aguas azules.
—¿De veras me esperabas? —rezongó aquella voz ominosa y cortante.
—Claro —asintió tranquilamente Abel Lester—. Te esperaba desde que supe que los esbirros
que enviaste contra Benjamín Craig eran de tu gente. No podía suceder de otro modo, a menos que
hubieras cambiado mucho. Pero los hombres como tú no cambian jamás, salvo para ser muertos y
enterrados.
—Maldito piojoso hijo de perra —se irritó el otro, casi barrenando su sien con la extremidad del
largo cañón de su pesado 45—. No te servirá de nada tu cochina palabrería. Voy a matarte aquí
mismo, como si fueras un perro rabioso.
—Puedes hacerlo a placer. No puedo defenderme, como ves.

—Por el diablo que lo haré, bastardo —farfulló el asesino—. Por mucho menos he hecho tiras
con el pellejo de algunos. Pagarás lo que hiciste con mis hombres.
—Adelante, no pierdas tiempo —rió huecamente Abel—. Pero no me llames bastardo, hermano.
Porque si es así, también tú lo serías...
—¿Hermano has dicho? ¡Yo no admito que ningún cerdo maldito me llame así! —bramó su
adversario.
—Sin embargo, lo soy... —dijo Abel tranquilamente—. Como lo era Caín... Porque yo sé quién
eres tú realmente. No eres Caín Lester. Nunca lo fuiste. Tú eres nuestro tercer hermano, el último de
los trillizos, mi hermano Adam Lester... Y yo soy Abel, tu hermano... Vamos, dispara ahora. Haz lo
que Caín hizo en la Biblia. Después de todo, siempre has sido mucho peor que el propio Caín,
hermano Adam...

CAPITULO VII

El arma seguía apoyada en su sien.


El sabía que podía ser disparada en cualquier momento. El dedo del portador estaba tenso en el
gatillo, podía intuirlo sin necesidad siquiera de verlo. Conocía bien a los hombres como aquél.
Sobre todo, conocía muy bien a aquél.
La tensión, la espera, se hizo larga, angustiosa. Interminable casi. A él le gustaba así. Quizás
estaba gozando con su propia incertidumbre en el umbral de la muerte. A aquel hom-• bre le gustaba
hacer sufrir a los demás. En el dolor, en el daño ajeno, estaba su mejor goce.
Finalmente, muy despacio, como con desgana, el arma se separó de su sien, aunque seguía
pareciendo que estaba allí, tal era la fuerza con que antes había clavado el cañón del revólver en el
parietal.
—Bien —dijo lentamente la voz, con menos dureza que antes—. Bien... Eso sí es una sorpresa,
hermano... ¿Con esa barba, ese parche en el ojo? No me dirás que es falso... ¿O has perdido la visión
de ese lado por alguna causa?
—No, nada de eso —suspiró Abel, permaneciendo quieto donde estaba, sin volverse siquiera
hacia su hermano—. Simple disfraz. Tu cara y la mía son bastante conocidas. Prefiero disimular un
poco mis facciones.
—Ya —el otro se echó a reír—. Yo no he cambiado. No cubro mi rostro. Sencillamente, vivo
oculto cuando me interesa, hermano.
—¿Puedo levantarme ya? —preguntó Abel, tranquilo. —Claro. Pero ten cuidado con lo
que haces. Te he quitado tu revólver. No me gustaría ser fácil presa tuya.
—Yo no mato a un hermano —silabeó Abel fríamente, empezando a incorporarse.
—No, claro —se burló su interlocutor—. Tú eres Abel, el bueno. Pero yo no soy tampoco Caín.
—No, claro. De nombre, no. Papá te puso Adam por nombre. Eras el mayor. Aunque todos
naciéramos a la vez, como trillizos que éramos. Pero el nombre importa poco.
—Para nuestro hermano Caín sí importó. Le colgaron por asesinato.
—Le colgaron por tus crímenes. Por el robo y homicidio cometidos, quizás se hubiera librado
sólo con unos años de cárcel —le replicó duramente Abel—. Pero él calló, cuando le acusaron.de
todo lo que tú habías hecho. Calló, y se sacrificó. Tal vez deseaba morir y terminar de una vez, no sé.
Lo cierto es que no opuso resistencia alguna contra sus verdugos. Pero murió por tu culpa y tú lo
sabes, Adam. Los crímenes que él pagó en la soga, los habías cometido tú, núes-tro hermano
desconocido, el que todos daban por muerto desde hace muchos años. Un par de gemelos conducen
fácilmente al error cuando son idénticos físicamente. Pero tres hermanos exactamente iguales entre sí,
todavía pueden desconcertar y equivocar más a la gente. Te ha ido bien ese parecido, ¿no? Incluso
ahora. Los pasquines ya no ofrecen dinero sólo por la cabeza de Caín Lester, sino también por la de
Abel. El próximo en ir a la horca en tu lugar, puedo ser yo. Ahora ya sabes por qué cubro mis
verdaderas facciones lo mejor posible, Adam.
Adam Lester le escuchaba en silencio, con su habitual mueca de helado sarcasmo curvando sus
labios, los ojos grises y crueles fijos en el ser de su misma sangre, el revólver siempre a punto,
enfilado hacia él sin contemplaciones.
Le había dejado expresarse así sin pretender interrumpirle en ningún moto. Al final, se tocó
distraídamente el mentón con el cañón de su arma, sin importarle siquiera, al parecer, que ésta
estuviese amartillada.
—Muy bien —comentó—. No tengo la culpa de que Caín fuese el más estúpido de los tres.
Después de todo, tampoco él era un angelito.
—Ninguno somos ángeles. Todos somos seres humanos, simplemente. Pero tú estás enfermo,
Adam. Eres un loco, un criminal que goza matando y causando daño, un desequilibrado...
—¡Ya basta! —rugió airadamente Adam Lester, crispando su rostro amenazadoramente y
pegando un salto de la roca donde se había medio sentado, para encañonar de nuevo, con aire
frenético, a su propio hermano—. ¡No consiento que me insultes, Abel, por muy de mi sangre que
seas! Si sigues llamándome loco, me obligarás a disparar.
—Sé que lo harías sin que nunca sintieras el más leve arrepentimiento. El Caín de la familia eres
realmente tú, Adam. Un nombre no marca a una persona. Ni yo, por llamarme Abel soy el más bueno
de los hombres, ni Caín, por llevar ese nombre, tenía que ser lo que quiso ser, obsesionado por lo
que consideraba un estigma, un indicio de maldad, la marca del crimen y del mal. Tú, en cambio,
siempre has sido ajeno a todo eso. Sencillamente, has sido el peor de todos. El auténtico Caín de los
Lester.
—No he venido a hablar tonterías contigo.
—Lo sé. Has venido a matarme. Termina de una vez tu infame tarea, Adam.
—Cuando vine a matarte, no sabía que eras mi hermano.
—¿Y eso va a detener tu mano?
—¡Infiernos, no me tientes! —aulló Adam, crispando su gesto colérico todavía más. Luego, su
dedo tembló en el gatillo. Por un momento pareció que iba a disparar. Pero finalmente bajó el arma,
inició una sonrisa, y terminó ésta en una risotada—. Dejemos eso, Abel. No quiero derramar mi
propia sangre.
—Es la única que te falta.
—Escucha, maldito seas. ¿Qué haces tú aquí? ¿Por qué mataste a mi gente?
—Tengo que estar en alguna parte. Hemos coincidido en Tucson, eso es todo —mintió fríamente
Abel—. Por otro lado, no me preguntes eso. Sabes bien por qué maté a tres de los tuyos. Iban a
asesinar a un hombre indefenso.
—Ese hombre me traicionó una vez —los ojos de Adam Lester volvieron a llenarse de un odio
frenético, exacerbado—. Por su culpa estuve a punto de ir a la horca. Juré vengarme de él, maldito
canalla traidor.
—Es una vieja historia, Adam. Pasaron años de eso.
—Yo nunca olvido. Cuando llegué a Tucson y le vi por la calle, le reconocí de inmediato. Y me
dispuse a ajustar cuentas. Tú no debiste intervenir, hermano. Me has dejado sin tres de mis hombres.
No eran los mejores, pero eran cama-radas míos.
—Eran basura. Carne de horca de la peor especie. Y ni siquiera eran buenos pistoleros.
—Los buenos pistoleros escasean cada vez más. Ya no es como antes. La gente prefiere trabajos
reposados, para no correr riesgos. Todos son unos cobardes, unas sucias ratas, hermano. Tú eres
distinto. Siempre lo fuiste. Hacían falta muchas agallas para {liquidar tú solo a mis tres camaradas.
—Tus elogios me tienen sin cuidado, Adam. No voy a darte las gracias por ellos.
—Ya sé, ya sé que no soy persona de tu gusto. Nunca lo fui, ¿verdad? Por eso siempre dijiste que
yo estaba muerto...
—Era lo mejor. Fuiste tú quien se separó de los dos, para vivir una existencia miserable y
criminal. Lo más piadoso ante todos, era decir que habías muerto. Así esperaba, cuando menos,
salvar al pobre Caín de su triste destino. Pero no lo logré. La marca que pesaba sobre él, pudo más
que todos mis empeños.
—Abel, sería magnífico que te unieras a mí. No, no te pediría que mataras a nadie. Sólo que
trabajases conmigo. Seríamos los más temidos del país, estoy seguro. Y nos haríamos inmensamente
ricos en poco tiempo...
—Estás diciendo tonterías, Adam. Sabes que tú y yo nunca podríamos unirnos. Tu vida de
crímenes no se hizo para mí.
—¿Y si te ofreciera mucho, Abel? Ahora mismo, sólo por unirte a mí, puedo darte veinte mil
dólares. Es mucho más de lo que ganarías aquí durante años enteros, trabajando duramente, piénsalo.
—No tengo nada que pensar. Este trabajo duro es honrado y me siento orgulloso de él. Lo que me
ofreces, en cambio, es vender mi alma y mi conciencia, bañarme en la misma sangre en que tú te
bañas. No sigas, Adam. Mi respuesta siempre será «no».
—¡Está bien, maldito puritano moralista! —bramó Adam Lester, perdiendo de nuevo el control
de sus excitados nervios—. Haz lo que quieras, hermano. Podría hacer contigo justamente lo que
pensaba. Prometí matar al nuevo amigo de Benjamin Craig, al mismo tiempo que a él, pero entonces
no sabía que eras tú. No puedo matarte, Abel. No me siento capaz de ello. Te voy a dejar con vida,
para que veas que no soy tan malo como crees. Pero no esperes que Ben tenga tan buena fortuna. A él
sí pienso eliminarle para siempre.
Abel no respondió, limitándose a permanecer mirando fijamente a su interlocutor. Tras un
silencio prolongado, Adam Lester bajó despacio el percutor de su arma y enfundó ésta con lentitud.
—Está bien. Me voy —susurró, poniéndose en pie todo lo alto que era, exactamente igual a su
hermano incluso en estatura—. Queda en paz, hermano. Y recuerda que me debes la vida. Pero no
tientes dos veces a la suerte. Es peligroso.

Echó a andar, alejándose de Abel. Murmuró por el camino:


—Dejaré tu revólver allá, en esas piedras de arriba, en el altozano. No quiero que tengas una
mala idea.
Estaba alejándose de él cuando Abel preguntó con voz firme y seca:
—¿A qué se debe tu presencia en Tucson, Adam?
El otro se paró en seco. Abel captó su vacilación. Sin apenas volverse, se encogió de hombros,
manifestando con ambigüedad harto sospechosa:
—A la casualidad. Pudimos habernos encontrado en otra parte cualquiera. Pero fue aquí, en
Tucson. Yo nunca paro demasiado en ningún sitio. Ya sabes las razones... Adiós, hermano.
—Hasta otra, Adam.
—Espero que no sea así.-Si nos volvemos a encontrar como enemigos, no me importará que seas
de mi propia sangre, Abel. Te mataré.
Y se alejó por los pastos, sin prisas, mientras los ojos de Abel contemplaban su figura erguida,
como si se estuviera viendo a sí mismo en un extraño espejo de tres dimensiones.
***
—Miente. Sé que miente... —Perdona. ¿Decías algo, Alvin?
—Oh, no, no —rechazó, al escuchar la voz de Ben cerca de él—. Simplemente, hablaba conmigo
mismo. No me hagas caso, Ben.
Y siguió lavándose en el barreño, a la puerta del alojamiento, mientras las últimas luces del día
se difuminaban en la distancia, y las sombras del anochecer se extendían sobré la hacienda. Las luces
de kerosene brillaban ya en la finca de los Gassidy.
Ben siguió también con su aseo personal en el barreño vecino, en tanto el cocinero llamaba a la
cena golpeando una sartén con un cazo ruidosamente. El jolgorio de los demás vaqueros, denotaba el
apetito con que afrontaban la cena tras la ruda tarea cotidiana.
Naturalmente, no había hablado con nadie de su encuentro en los pastos, y menos aún con el
propio Ben. Si ellos sabían que un hombre como Lester —para ellos Caín o Abel, pero no Adam, que
oficialmente no existía para nadie—, le había perdonado la vida tras haber matado a tres de sus
esbirros, entrarían en sospechas sobre su persona, y eso era lo último que Abel hubiera deseado.
Pero sabía que su hermano mentía. No estaba en Tucson por azar ni por simple casualidad, como
en un sitio más. Había algo allí que atraía a un bandido, como la miel a las moscas. Ese algo sólo
podía ser una cosa: dinero.
Trescientos cincuenta mil dólares. Mucho dinero.
Su presa inmediata era el vagón blindado de la Southwest Railroad Company.
Estaba seguro de ello. Hubiera podido poner la mano en el fuego por tal convicción, en la plena
seguridad de no quemarse.
Por eso pensaba sobre ello una y mil veces, habiendo llegado a hablar en voz alta consigo
mismo, peligrosamente cerca de los demás. En su mente, una idea rondaba de forma insistente una y
otra vez. Sabía que si estaba en lo cierto, su hermano tendría que actuar deprisa, porque dentro de
sólo dos días más, ese dinero pasaría a los propietarios de tierras y a los materiales, salarios y
gastos del tendido de la nueva prolongación de la vía férrea hasta la frontera mexicana.
Y precisamente por esa razón, una audaz, temeraria idea, había germinado en la mente de Abel.
Después de todo, él estaba allí para intentar capturar con vida a su hermano y entregarlo a las
autoridades. No sólo por sus horrendos crímenes, sino porque era la única forma de demostrar su
propia inocencia en aquellas infamias que despertaban el horror y el odio en las gentes honradas
de todo el Territorio.
Entró junto a Ben en el largo comedor de los vaqueros. Una prolongada mesa acogía a todos en el
momento de devorar alegremente el colmado plato de comida, del que muchas veces algunos de ellos
repetían. Durante la cena, que apenas probó, silencioso y meditativo, observó que Ben le miraba con
frecuencia de soslayo, si bien siempre que él miraba, el capataz desviaba sus ojos, fingiendo no estar
contemplándole.
—Tengo que comportarme con más normalidad —se dijo—. No sería bueno que la gente de esta
hacienda comenzara a sospechar de mí...
Terminada la cena, rechazó la invitación a quedarse y escuchar a un compañero que tocaba la
guitarra y cantaba baladas vaqueras, pretextando que quería pasear un poco ai aire libre, antes de
irse a dormir. Al otro día era sábado, la jornada era menos dura y más breve, ya que recibían su
salario y podían irse a la ciudad a media tarde, y la mayoría de los muchachos querían tomarse una
hora de asueto oyendo canciones.
Paseó bajo las estrellas, mientras allá al fondo se oía la bien timbrada voz del vaquero, cantando
sus baladas entre rasgueos de guitarra. Respiró el aire tibio, con olor a yerba fresca. Se" detuvo junto
a un recio árbol, mirando a las distantes estrellas.
—¿Un paseo romántico, evocando a su amada, o sólo afán de respirar aire sano sin necesidad de
trabajar?
Se sobresaltó. Giró la cabeza. No la había oído llegar. Era ella, Brenda Cassidy. La hija del
patrón. Estaba muy atratractiva con aquellos téjanos azules ceñidos a sus bien formadas piernas, y la
camisa a cuadros, típicamente vaquera. Las estrellas hacían brillar sus ojos. Mordisqueaba una
brizna de hierba que colgaba entre sus carnosos labios.
—Ni una cosa ni otra —sonrió Abel—. Estiraba un poco las piernas antes de ir a dormir.
—¿No le gustan las canciones?
—A distancia, sí. Son un fondo agradable y dulce.
—Creo que le gusta la soledad, Alvin —sonrió ella.
—A veces, sí —admitió él, sonriendo también.
—¿Le molesta, entonces, mi presencia?
—Por Dios, no, señorita Cassidy. Eso nunca.
—No me llame así. Es demasiado formal. Ambos somos jóvenes. Llámeme Brenda.
—¿No molestará eso a su padre?
—A él no le molesta nada de lo que yo decida, Alvin. Recuerde que somos amigos.
—Cierto. La verdad es que me gusta llamarla Brenda. Me hace olvidar que somos patrona y
empleado.
—No me gusta ser patrona —cortó ella vivamente. Le miró, muy fija—. Ni usted tiene aspecto de
empleado, Alvin.
—Pero lo soy.
—Circunstancialmente, supongo. Usted no es un vaquero normal, uno de tantos. Se nota en
seguida. Quiere parecer rudo y vulgar, pero no lo consigue. ¿Qué clase de hombre es usted,
realmente, Alvin?
—No trate de fantasear —sonrió él algo forzado—. Soy lo que soy, simplemente.
—Pero es que ni siquiera sé lo que usted es. Pero desde luego, no es lo que aparenta, de eso
estoy segura.
—En los relatos clásicos, a veces hay un príncipe o un rey que se hace pasar por mendigo o por
vagabundo —rió Abel—. Pero eso sólo ocurre en los libros. Aquí, en el mundo que nos rodea, no
existen esas leyendas. En el Oeste no hay príncipes ni reyes.
—Pero hay hombres diferentes. A veces, hombres que ocultan algo: un pasado, una vida que
quieren olvidar... —apuntó ella, pensativa.

—Brenda, usted sueña con romances imposibles. La vida no es tan complicada.


—Alvin, ¿qué oculta usted, realmente? —le espetó ella, sin escucharle siquiera.
Se habían detenido junto a una cerca. Ella se había plantado ante él, mirándole con fijeza. Abel
vaciló. Aquella muchacha tenía una mirada taladrante. Era como si quisiera leer sus pensamientos. Y
eso era peligroso.
—¿Yo? —trató de sonreír, y no supo si le resultaba bien—. Créame, soy solamente lo que usted
ve. Una persona como otra cualquiera. Tengo que hacer trabajos así porque la vida es difícil, eso es
todo.
—¿No me oculta nada?
—No. Nada.
—Miente —dijo ella con repentina frialdad.
Y antes de que pudiera evitarlo, alargó velozmente su brazo y le arrancó de un tirón el parche
negro de su ojo. Los dos ojos de Abel Lester quedaron brillando a la luz de los astros, ambos al
descubierto.
—¿Quién es usted? —preguntó ella, incisiva—. ¿Qué ha venido a hacer aquí?

CAPITULO VIII

Era una situación difícil. Muy difícil.


Abel Lester se tapó instintivamente el ojo con una mano. Le dolía la claridad, tras tantas horas
tapándose aquella pupila con el negro parche de cuero. Además, eso podía evitar que sus facciones,
pese a la barba, resultaran identificables.
—No debió hacerlo —se quejó amargamente.
—¿Por qué lo hizo? —replicó Brenda, agresiva casi—. ¿Por qué se puso este parche en un ojo
perfectamente sano?
—Es... es una larga historia, Brenda, créame —se excusó Abel—. Y no afecta para nada a mi
trabajo aquí. Le aseguro que soy una persona honesta, que mi presencia en su hacienda no implica el
menor riesgo para usted o para su padre...
—Lo sé. Un hombre que salva la vida a Ben no puede ser peligroso... a menos que ésa fuese su
forma de entrar a formar parte de nuestro personal.
—Entonces ni siquiera sabía que iba a trabajar aquí. Pero comprendo que tiene sus razones para
sospechar de mí. No tema. Me iré ahora mismo. No me verá más.
—Espere. No le he despedido. Ni he pedido a mi padre que lo haga.
—Dada la situación, será lo mejor, créame. No he sido totalmente sincero con ustedes, aunque
tengo mis razones para ello. Es preferible no seguir aquí en estas circunstancias.
—Alvin, su rostro me resulta conocido por alguna razón —le atajó ella, de pronto, mirándole
fijamente—. No sé...

Tal vez esa barba no me permite situarlo, pero tengo la sensación de que lo he visto antes en
alguna parte-Abel se estremeció. Las cosas se iban poniendo peor por momentos. No había más
remedio que marcharse de allí, fuese como fuese, antes de que la muchacha descubriera dónde había
visto ese rostro que tanto la intrigaba.
—Si me disculpa, me iré a dormir —dijo Abel, cortés—. Mañana ya no estaré aquí cuando usted
se levante.
—¿Cómo es eso? ¿Tan mal le tratamos que ya se despide de nosotros, Landers?
Esta vez, era la voz de un hombre, voz recia y enérgica, sonando a su espalda. Abel Lester se
puso rígido. Giró luego la cabeza. Cassidy les sonreía a él y a su hija, con un vaso de whisky en su
mano. Había aparecido entre los arbustos y las cercas, sin ser apercibida su proximidad. Brenda
miró a su padre. Abel temió que le contara lo que sucedía. Rápidamente, recuperó el parche de
manos de ella y se lo aplicó de nuevo al ojo. Esperó lo que ella tuviera que decir, mientras el
ganadero, sorprendido, contemplaba la maniobra.
—Oh, papá, debes perdonarme. Me he portado un poco brusca con Landers, y él se ha mostrado
lógicamente molesto, optando por abandonarnos. Trata de convencerle de lo contrario, papá. En
cuanto a mí, Alvin... le pido perdón y disculpas por todo. Nunca debí quitarle el parche para ver su
ojo dañado. No era justa mi curiosidad morbosa.
—¿Eso hiciste, hija? —se sorprendió Morgan, mirando con profundo reproche a la joven—. Es
un comportamiento indigno de ti, una señorita...
—Lo sé —se excusó ella, humilde—. No sé por qué lo hice. Fue una tontería, una travesura
imperdonable...
—Vamos, vamos —cortó vivamente Abel—. Sólo fue una broma, señor Cassidy. Su hija bromeó
sobre mi ojo y yo la desafié a que no me quitaba el parche. La provoqué, lo admito. Luego, si le dije
que me iba de aquí no fue por esa razón ni mucho menos, sino porque he pensado seriamente en dejar
el trabajo.

—¿Tan pronto? ¿Hay algo que le desagrade en mi propiedad? Dígamelo sin rodeos si es así...
—No, no es nada de eso, créame. Sólo tengo aquí motivos de satisfacción: buenos camaradas, un
trato agradable, unos patrones magníficos, un trabajo digno...
—¿Entonces?
—Créame, señor Cassidy. Soy hombre de ideas variables. De repente, he sentido nostalgia de
cosas que dejé atrás. Y he optado por regresar a alguna de ellas...
—Esté bien —suspiró el ganadero—. No voy a obligarle a quedarse aquí contra su voluntad, por
supuesto. Si ésa es su idea y mañana persiste, puede irse. Pero sepa que nos dolerá su marcha.
—Gracias, señor Cassidy —sonrió Abel—. Y, sobre todo, no culpe de nada a su hija. La
señorita Cassidy es algo más que una joven hermosa: es una dama muy inteligente y noble. Tiene
motivos para sentirse orgulloso de ella. Yo creo que no la olvidaré mientras viva, pese a nuestro
corto trato. Es una amiga entrañable que llevaré en mi corazón eternamente... Ahora, discúlpenme.
Empiezo a sentir sueño y fatiga.
Se inclinó, cortés, ante sus patrones, y se retiró hacia el alojamiento, donde continuaban
entonando melancólicas baladas.
Se acostó y se puso a meditar. Brenda Cassidy era una muchacha muy impulsiva. Y muy lista.
Pero también era muy generosa. Había arrostrado una regañina familiar, sin revelar nada de sus
sospechas. Era obvio que ella recelaba de él, que intuía, con esa rara percepción femenina, algo raro
y misterioso en su nuevo empleado. Pero lo había guardado para sí, poniéndose ella misma en
evidencia ante su padre.
Abel Lester se sentía inquieto. Y no sólo porque peligrase su propia seguridad si llegaba a ser
identificado, sino porque empezaba a temer que, de no sentir tanto amor por su esposa Abbe, le sería
demasiado fácil enamorarse de Brenda Cassidy.
***

Era un sábado bullicioso en Tucson. La ciudad, como todos los sábados, hervía de gente ruidosa,
de mineros y vaqueros con la paga semanal fresca en su bolsillo, dispuestos a gastarla en lo que
fuese: alcohol, juego, mujeres...
Burdeles, cantinas, saloons con juegos diversos, estaban allí como una tentación constante donde
vaciarse los bolsillos alegremente. Las luces salpicaban las aceras de resplandor, pero nadie se
atrevía a disparar tiros al aire o provocar otro escándalo que el inofensivo de las risas, voces, gritos
y canciones. El sheriff Cash Malone, la autoridad local, jamás permitiría desmanes en su ciudad.
Todos temían demasiado sus severas consignas al respecto. Más de un vaquero ebrio, que se atrevió
a entrar a caballo en un saloon, pegando tiros al aire, terminó encerrado durante toda una semana en
una celda, y se vio precisado a trabajar dos para poder pagar la multa impuesta.
Abel Lester se movía entre la multitud que llenaba la ciud-calzada, mirando indiferente a todas
partes con su único ojo visible. Se había despedido aquel sábado del rancho y de los Cassidy.
Morgan le había dado un fuerte apretón de manos, deseándole suerte, y Brenda ni siquiera había
asomado para decirle adiós.
No pensaba entrar en ningún garito de juego, bebida o prostitución. Se había tomado dos cervezas
después de la cena, y eso era todo. Volvía a alojarse en el Hotel Coronado, como al principio.
Ben no había entendido mucho su actitud, pero lo cierto es que no se propasó en protestas,
limitándose a dar un abrazo a su amigo y repetirle que podía contar con él incondicio-nalmente, fuese
en lo que fuese. Y parecía muy sincero al decirlo.
Abel dejó atrás la parte más ruidosa y frecuentada de Tucson. No era ésa la zona que él había ido
buscando ese sábado por la noche. Se detuvo en un porche oscuro, encendió un cigarrillo y
contempló la estación ferroviaria, situada a corta distancia de aquel punto, en el lado más oscuro de
la población.
Brillaban las luces del andén, y otras en un apartadero donde se había situado un vagón de
ferrocarril blindado, de los que se utilizaban para el traslado de valores postales desde fecha
reciente, rodeado por todo un enjambre de hombres armados.
Pacientemente, mientras fumaba, contó hasta una docena de individuos, provistos de rifles y
revólveres, bien formando cerco en torno al vagón, con paseos intermitentes, bien escalonados en el
propio apartadero y accesos, entre fardos y cajas por cargar en algún mercancías.
Era virtualmente imposible asaltar aquel vagón repleto de dólares, pensó Abel. Pero sin duda, a
estas horas su hermano Adam tenía alguna idea concreta sobre cómo intentarlo. Y, ciertamente,
cuando eso sucediera, triunfase en el empeño o no, ello significaría una masacre, porque él no
dudaría en asesinar a cuantos se le pusieran por delante.
Eso, precisamente, es lo que él quería evitar.
Por ello había ido esa misma tarde a la droguería de la ciudad, pidiendo al vendedor unos
determinados productos. El sabía que esos productos, convenientemente mezclados, daban por
resultado una determinada sustancia, muy útil para sus audaces planes.
Porque Abel Lester se disponía esta noche de sábado bullicioso, ni más ni menos que a
anticiparse a su hermano Adam... robando el tren de los miles de dólares.
***
El hombre que se cuidaba de la marmita de café, hirviendo sobre las brasas de una fogata
encendida en el andén techado del apartadero ferroviario, se volvió en una ocasión, sorprendido,
tomando su rifle. Había creído oír un ruido tras de él, en la oscuridad que circundaba el apartadero.
Allá, a cosa de cincuenta yardas de donde él estaba, se alzaba la mole gris y maciza del vagón de
ferrocarril blindado, con su
preciosa carga, y en torno suyo la hilera constante de los hombres armados, velando por su
integridad.
Revisó con la mirada en torno suyo, sin ver nada sospechoso. La repetición del ruido, sin
embargo, esta vez muy claramente, y cerca de donde él estaba, en la zona más oscura del paraje, le
hizo lanzar una imprecación y caminar resueltamente hacia aquella oscuridad.
—¡Alto, quienquiera que sea! —gruñó, asestando su rifle hacia las sombras—. Está prohibido
permanecer aquí. Si no quiere que le vuele la cabeza, salga de ahí. Es mejor que se conforme con
unos días a la sombra, en manos del sheriff Malone...
Pero nadie respondió. El hombre dispuso el cerrojo del rifle y caminó hacia las tinieblas, presto
a hacer fuego a la menor señal de alarma. Cuando el gato, soltando un bufido, saltó ante él,
perdiéndose entre los fardos, estuvo a punto de apretar el gatillo, tal fue su sobresalto.
Se contuvo a tiempo, soltó una maldición y regresó a la fogata.
—Maldito gato... —farfulló—. Menudo susto me dio...
Ya no hubo más ruidos. Removió mejor el café, y se puso a llenar unos potes de lata o de
porcelana desconchada, momentos después. Con todos ellos, fue hacia el vagón y fue repartiendo un
pote a cada hombre de guardia.
—La hora del café, muchachos —anunció jovial—. No hace demasiado frió esta noche, pero eso
os confortará, sobre todo oyendo desde aquí la música de las cantinas en una noche de sábado...
—Tengo unas ganas de que se lleven ese trasto con el dinero... —rezongó uno de los vigilantes
con mal humor—. Nada menos que un sábado, perdido aquí...
El hombre del café sonrió, siguiendo su ronda de aprovisionamiento de la vigilancia. El último
pote fue para el hombre que permanecía dentro del vagón, rifle en mano, pasén-doselo por una
estrecha abertura que le servía para apoyar su arma, a la expectativa de cualquier posible imprevisto.
La noche siguió transcurriendo lentamente. Todo parecía normal en torno al vagón del tesoro.
Pero no lo era. Lenta, inexorablemente, uno a uno, fueron sintiendo todos un profundo e inexplicable
sopor. Y sin poderlo remediar siquiera, soltaron sus armas, cayendo pesadamente al suelo, donde
quedaron inmóviles, profundamente dormidos.
Dentro del vagón se oyó el golpe seco de un rifle al caer de las manos de su dueño. Le siguió un
cuerpo humano, impactando seco en el suelo del vehículo. Luego, un silencio total se extendió por la
zona.
Una sombra emergió entre los fardos, sigilosa. Esta vez no era la de un gato, sino la de un
hombre. Una sonrisa irónica lucía en el rostro barbudo, provisto de un parche de cuero negro. Abel
Lester había conseguido su propósito hasta el momento.
Un gato capturado en el pueblo, oportunamente soltado, y una mezcla que daba por resultado un
fuerte pero insípido somnífero, fácil de mezclar con una bebida como el café, habían sido suficientes
para abatir a toda una docena de hombres, sin hacer un solo disparo. El gato fue quien atrajo la
atención del hombre de la marmita, el tiempo suficiente para echar la mezcla narcótica en el café, y
esperar sus resultados. Estos no se habían hecho esperar.
—Bien —se dijo Abel, caminando sigiloso en la oscuridad, revólver en mano—. Ahora, el resto
del plan...
Llegó sin dificultades a la sólida estructura del vagón. La única forma de entrar en él era por la
puerta, pero ésta estaba cerrada por dentro, como ya imaginara él previamente. Ahora sí iba a haber
un poco de ruido. Pero también eso lo tenía previsto.
Recogió los rifles de todos los guardianes dormidos, los situó sobre los fardos y cajas
almacenados en el apartadero, y pasó luego un tenso alambre por todos sus gatillos, tras mover el
cerrojo de cada arma. Un extremo del alambre quedó atado a un poste del apartadero. El otro lo
llevó consigo Abel hasta el vagón, sin soltarlo.
De sus ropas extrajo el otro adminículo de que se había provisto en el almacén de Tucson,
haciéndose pasar por minero. Un buen manojo de cartuchos de dinamita, capaz de volar un
promontorio.
Lo depositó junto a la puerta metálica del convoy y prendió la chispa. Luego, esperó, agazapado
tras los fardos, siempre con el alambre en sus manos.
El estampido fue aterrador. La noche toda de Tucson se llenó con la llamarada formidable de la
explosión, y el ruido hizo temblar los cristales de toda la ciudad. Una mezcla de sobresalto, estupor y
desconcierto, invadió a todos. Luego, las calles fueron un tumulto desordenado y confuso.
Abel Lester estaba ya en acción. Apenas evaporado el denso humo de la tremenda explosión de
la dinamita, penetró en el vagón, cubriéndose el rostro con un pañuelo mojado, para no sentir la
asfixia del humo tan intensamente.
Llegó junto a las sacas dispuestas sobre una mesa metálica, dentro del vagón. Todas ellas
llevaban impreso el nombre de la Southwest Railroad Co. y aparecían perfectamente selladas y
precintadas. Su contenido, evidentemente, eran billetes y monedas.
Había venido bien preparado. Cargó todo ello en un saco de lona de gran tamaño, que se echó a
la espalda. Y rápidamente, sin soltar nunca el alambre, caminó hacia la salida del vagón, cuando ya
sonaban disparos en las calles de Tucson, y numerosas personas corrían hacia la estación.
Abel sonrió, saltando fuera del vagón. Tiró del alambre sin vacilar, cuando vislumbró al sheriff y
varios alguaciles armados, corriendo hacia la estación, dispuestos a defender la seguridad de aquel
botín.
La hilera de rifles llameó al ser accionados simultáneamente todos sus gatillos por Lester, y eso
obligó a los que venían a tirarse por tierra, parapetándose y disparando furiosamente contra el
apartadero, pero sin atreverse a avanzar más ante aquella descarga nutrida que recibían.
Abel, entre tanto, se perdió en la profunda oscuridad que reinaba al otro lado del andén, pero
sólo para dar un amplio rodeo, cargar tranquilamente su voluminosa saca de lona a lomos de su negra
montura, emboscada en las tinieblas, y con otro rodeo, en torno a la estación y los establos cercanos,
regresar al centro de Tucson por una zona desierta y oscura, y por una callejuela, alcanzar los
establos del hotel, donde introdujo su caballo, y tomando consigo la pesada carga que constituían los
trescientos cincuenta mil dólares en las tres sacas precintadas, subir a su habitación por la pared
trasera, escalándola y utilizando una estrecha cornisa para alcanzar la ventana abierta del dormitorio,
que cerró cuidadosamente tras entrar allí.
Mientras tanto, allá en las cercanías de la estación, seguían los disparos y las voces. Todo
Tucson era un clamor, y la gente se lanzaba a las calles. Tranquilamente, él se encaminó luego a la
salida del hotel, para reunirse con los curiosos, tras meter la saca de lona, bien aplanada, bajo el
colchón de su cama.
Se unió a la curiosa multitud, y con todos ellos asistió, risueño, al descubrimiento del audaz robo
y sus circunstancias, por el enfurecido sheriff Malone. Se organizaron de inmediato grupos de
voluntarios para iniciar la cacería de los supuestos ladrones. Pero la ausencia de huellas en la zona
de piedrecillas donde se hallaba el tendido férreo, sólo lograba dificultar la búsqueda.
—Se han llevado limpiamente todo el dinero, sin herir a nadie —oyó comentar Abel a un
hombre, cerca de él—. Evidentemente, el que hizo eso no era Caín Lester. El hubiera rematado luego
a todos los vigilantes que narcotizó-Abel se encaminó a una cantina, entre otros muchos curiosos,
defraudados por el desenlace de la situación, mientras los voluntarios armados partían en todas
direcciones, en su afán de dar con ladrones y botín.
Mientras tanto, el verdadero ladrón, tranquilo e impune, tomaba una jarra de cerveza en un local,
mientras una rolliza rubia bailaba en un tablado, exhibiendo sus voluminosos encantos.
Abandonó luego el local, sonriendo para sí al imaginarse la ira de su hermano Adam cuando
conociera detalles del robo y supiese que alguien se le había anticipado en sus planes. Le hubiera
gustado poder ver la furibunda reacción de Adam cuando eso sucediera.
Pero en realidad, sabía que muy pronto iba a encontrarse nuevamente con él frente a frente. Adam
le buscaría hasta en el fin del mundo, cuando sospechara que había sido él quien robó el dinero. Esos
trescientos cincuenta mil dólares, después de todo, eran el dorado cebo para pescar a un pez gordo.
Sin embargo, Abel no había previsto que, posiblemente, su pez era más listo de lo que imaginaba
y que, no tardando mucho, descubriría la existencia de ese cebo.
Lo empezó a sospechar demasiado tarde.
Cuando, apenas llevando dos horas profundamente dormido, un frío contacto en su sien le
despertó bruscamente. Era el roce de un objeto cilindrico de acero, muy significativo. De nuevo el
desagradable chasquido del percutor de un revólver le llegó nítido al oído.
Y la misma fría voz de aquella tarde en los pastos, le conminó en las sombras de su dormitorio:
—Vaya, hermano. Volvemos a encontrarnos, ¿eh? Y esta vez sí voy a matarte, maldito seas, por
haber querido burlarte de mí y dejarme con un palmo de narices... Entrégame ese dinero, hijo de
perra. Y luego disponte a bien morir...

CAPITULO IX

Alguien encendió la luz del quinqué sobre su mesilla. A su claridad amarilla, descubrió hasta a
cuatro hombres más, todos ellos rodeándole con sus armas en la mano, aviesa la expresión. Pero
ningún gesto era más amenazador y temible que el de Adam Lester, su propio hermano, convulso y
enfurecido por la burla de que había sido objeto.
—Vamos, levántate —ordenó acremente Adam, presionando con su cañón en el parietal de Abel
—. Y no intentes ningún truco. Ya veo que no eres el que yo imaginaba, hermano. Conque Abel, ¿eh?
Y en cuanto me doy la vuelta, se apodera de lo que era para mi...
—Tú no me dijiste que estuvieras en Tucson para robar ese tren...
—Maldito bastardo, no hizo falta que te lo dijera. Sumaste dos y dos, y te dieron cuatro. Siempre
has sido el listo de la familia. De modo que ese dinero tentó ál fin al santo varón, ¿eh? —soltó una
risotada ominosa—. Pues ya ves por dónde, no me he dejado engañar por tus malas artes. En cuanto
supe que el robo se había hecho con inteligencia, rapidez y sin derramar sangre, en seguida me dije:
¿Quién ha podido hacer algo así, sino mi hermanito del alma, el puritano Abel? Y a por ti he venido.
—Como ves, no niego que lo haya robado. ¿Por qué pelearnos por ese dinero? Es una fortuna.
Hay para todos. Sólo que, hechas las cosas a mi modo, hemos evitado una matanza inútil.

—¿Inútil? ¡Me hubiera encantado bañar en sangre a esta cochina ciudad! —bramó el irritado
Adam Lester, que parecía encajar bastante mal el haber sido destronado por su propio hermano—.
Pero dejemos eso ahora, Abel. El dinero. Quiero el dinero.
—Como podrás suponer, no pienso dártelo si acabas de amenazarme con matarme de todos
modos —sonrió Abel, sarcástico.
—Escucha, rata asquerosa —silabeó Adam—. Estoy harto de ti. Y voy a matarte. Pero antes
quiero el dinero. De ti depende que tu muerte sea lenta o muy breve. Si me das el botín, te volaré la
cabeza de un tiro, y asunto concluido. Si no hablas, vamos a torturarte hasta morir. Pero conozco
torturas que pueden hacer durar a un hombre hasta una semana, implorando a cada segundo morir
para no seguir sufriendo. Ahora ya estás avisado, hermano.
—De modo que piensas seguir siendo verdaderamente el Caín de la familia, asesinando a tu
propio hermano...
—Empiezo a estar harto de ti. Algo me dice que no vas a traerme sino problemas, querido Abel.
No me detendrá que tengamos la misma sangre. A fin de cuentas, toda es igual: roja. Vamos, no tengo
tiempo que perder. Hazlo menos difícil. Habla. Quiero ese botín ahora mismo, Abel. Lo tendré, hagas
lo que hagas, porque no hay ser humano, por fuerte que sea, que resista la mitad de torturas que yo
conozco.
—¿De modo que no hay trato ya? ¿No me admites en tu banda después de probarte lo que valgo?
—Ni por todo el oro del mundo te llevaría a mi lado. Eres como un escorpión en la mano. Me
picarías en cuanto moviera un dedo. No, hermano. Te mataré. No hay otra solución. Luego afeitaré tu
cara y te quitaré ese ridículo parche. Ese será el fin de la historia de Caín Lester. Ya no me buscarán
a mí porque creerán tener mi cadáver. Y yo, con ese dinero, lejos de aquí, seguiré tu ejemplo: una
buena barba y un parche en un ojo, me harán una nueva personalidad respetable...
—Veo que lo tienes todo bien pensado...

—Así es. Ahora veamos: el dinero, Abel.


—No —negó él tranquilamente.
—Muy bien. Entonces lo pasarás mal. Vosotros, registrad este cuarto, por si acaso. Luego nos
iremos con él adonde sabemos. Allí hablará, sea cuando sea. Seguro que hablará...
Empezaron a registrar silenciosamente su habitación. Abel Lester se reprochó por su torpeza. Era
obvio que encontrarían la saca a poco que buscaran. Lo cierto es que había perdido la partida y lo
sabía. La reacción de su hermano había sido demasiado rápida. Al otro día, todo hubiera sido
diferente.
—¡Aquí está! —clamó uno de los rufianes, al tirar el col-colchón al suelo.
Y se inclinó ávidamente sobre la saca de lona depositada allí.
—¡Bravo! —aprobó Adam Lester, con ojos relucientes—. Ya lo tenemos... No fuiste muy listo
esta vez, hermano. Demasiado fácil todo. Pero veamos. No me fío de ti. Antes de volarte los sesos de
un piadoso disparo, quiero ver el color de ese dinero. Ábrelo, Kane.
El aludido, un tipo fornido, musculoso, con el cráneo totalmente rasurado y brillante, de enormes
bigotes y ojos bizcos, asintió, rasgando con un ancho cuchillo la saca de lona. La vació sobre el
suelo.
Abel esperaba ver caer las tres sacas de la Southwest. Por ello su asombro fue tan grande como
el del propio Adam Lester, cuando del interior de la saca rodaron al suelo tres inocentes saquitos...
de café.
Café era el nombre que llevaban impreso, y café era, sin duda, el grano visible bajo el firío
tejido de saco. Adam lanzó un juramento atroz.
—¡Maldito cerdo! —aulló, mirando a Abel con rostro repentinamente púrpura—. ¡Me has
engañado! ¡Todo es un simple truco!
Abel no entendía aquello. Contemplaba con igual estupor que los demás, el contenido
inexplicable de su saca. Se preguntó quién podía haber cambiado aquellos sacos por los del dinero,
en su breve ausencia de la noche, mientras presenciaba las operaciones del sheriff y sus hombres y se
tomaba una cerveza en la cantina.
Evidentemente, había un tercer ladrón en Tucson, más listo que todos ellos.
Y ese tercer personaje misterioso era el que tenía el botín en su poder.
—Bien, hermano —silabeó Adam Lester, convertido en una máscara de odio y de furia realmente
pavorosa—. Tu juego no me gusta. Nos vamos de aquí ahora mismo. Pero hablarás, quieras o no.
Sólo que tu agonía va a ser lenta, terriblemente lenta...
El no dijo nada. Era inútil. Tampoco iban a creerle. Además, mientras tuviera vida, existía una
esperanza, una posibilidad aún, aunque remota... Si bien la perspectiva de sufrir tortura a manos de
un psicópata como Adam era alucinante, no lo era menos saber que iban a matarle un segundo
después.
El grupo de enfurecidos bandoleros le empujó hacia la salida de la habitación. Cinco armas se
fijaban en él, amenazadoras. Le permitieron ponerse los pantalones y salir así del dormitorio,
descendiendo por las silenciosas escaleras del hotel. Abel se estremeció al descubrir al conserje de
noche degollado en recepción. Así habían entrado Adam y su gente al establecimiento. Siempre
derramando sangre inocente-Llegaron al porche del hotel. La ciudad a estas horas había cobrado su
aire callado. Las calles aparecían oscuras y desiertas. Muchos voluntarios debían de andar aún por
allí, cabalgando en busca de los evaporados ladrones.
—En marcha —ordenó Adam Lester, señalando un grupo de caballos apostados en un oscuro
callejón inmediato—. Nos vamos de aquí, hermano. Y espero que si tenemos que volver, sea para
recoger ese maldito dinero...
Habían caminado solamente unos pasos, cuando de súbito, sonaron dos disparos en alguna parte.
Dos hombres de Adam Lester rodaron por tierra, lanzando un grito de agonía.
Estupefacto, Adam advirtió el inesperado fin de sus hombres, y rápidamente aferró por el cuello
a Abel, situándolo como escudo viviente de su persona, con el cañón del revólver aplicado
ostensiblemente a su sien.
Sus otros dos esbirros buscaron protección en un porche, disparando contra el punto de donde
brotaron los disparos. Otra arma replicó, y el tercer individuo del grupo saltó grotescamente, con la
cabeza destrozada de un balazo. Adam juró entre dientes, gritando a los que disparaban:
—¡Un disparo más, y mato a vuestro amigo! ¡Tengo a Abel Lester conmigo, y le mataré si me
obligáis a ello, aunque sea mi propio hermano, malditos puercos! ¡Elegid entre su cabeza o la mía!
Hubo un silencio al otro lado de la calle, donde se hallaban apostados los imprevisibles
enemigos de Adam Lester. Evidentemente, habían advertido que él no hablaba en broma ni
fanfarroneaba.
—¿Cuántos compinches tienes en esto, hermano? —jadeó junto al oído de Abel.
—No lo sé —confesó éste—. No tengo la menor idea de lo que sucede...
En ese preciso instante, una figura familiar asomó al otro lado de la calle, avanzando hacia ellos.
Era Ben.
—Espera, Caín —dijo con voz serena—. Yo no sabía que ese hombre era tu hermano Abel. Pero
es mi amigo. Suéltalo. Me cambio por él. Mi vida por la suya...
—Ben, maldito y sucio traidor... ¿Tú otra vez, y enfrentándote de nuevo a mí? —farfulló con odio
profundo Adam—. Claro que te mataré. Pero sin recibir nada a cambio, ¡bastardo asqueroso!
Y rápido, apartó el revólver de la sien de Abel, para disparar sobre el noble capataz de los
Cassidy.
Abel, dándose rápidamente cuenta de ello, movió desesperadamente el brazo de su hermano, en
un esfuerzo titánico, pese a estar sujeto por el férreo brazo zurdo del asesino. El arma se desvió lo
preciso. La bala partió, tras el estampido del arma, pero silbó junto a Ben, sin alcanzarle. Adam juró
rabiosamente, intentando disparar de nuevo y sujetando con mayor fuerza a su hermano.

Pero en su esfuerzo, había asomado la cabeza lo preciso, un poco más de lo prudente. Ben
disparó en ese momento.
El impacto de la bala hizo crujir horriblemente el cráneo de su hermano. Abel Lester captó ese
chasquido mortífero no lejos de su propio rostro, y sintió un profundo escalofrío de horror. Pero supo
que el leal Ben acababa de devolverle el favor, salvándole la vida.
Su vida, a cambio de la de Adam Lester, el asesino, que oscilaba ya, muerto en pie, con medio
rostro desfigurado por el destrozo de una bala de calibre 45. Su brazo soltó a Abel y se desplomó
lentamente, sin exhalar ni un gemido.
Su esbirro, entre tanto, había disparado sobre el cuerpo al descubierto de Ben. Y éste se doblaba,
herido en algún punto de su cuerpo. Abel, rápido, se arrojó a tierra y alcanzó el revólver que
perdiera su hermano Adam al morir. Desde el suelo disparó sin vacilar sobre el último de la banda.
Este pegó un salto atrás, como si le dieran un mazazo, golpeó el porche y rodó sin vida encima de la
acera entarimada. La banda de Adam Lester había sido exterminada. Y con ella, su propio cabecilla,
el falso Caín Lester de tantos años de terror y de sangre-Abel corrió adonde yacía encorvado Ben.
Este le vio venir, sonriendo, aunque con un rictus de dolor. Meneó la cabeza negativamente.
—No temas, muchacho —dijo—. Este viejo truhán tiene la piel muy dura para morir de un simple
balazo en el costado, estoy seguro... Lamento... lamento haber matado a tu propio hermano, pero no
tenía otro remedio.
—Claro, Ben —observó que, ciertamente, la herida con orificio de entrada y salida, no parecía
interesar ningún órgano vital. Vio venir a tres vaqueros del rancho de Cassidy, armados de revólver,
a reunirse con Ben—. De modo que incluso reclutaste gente para ayudarme... ¿Cómo pudiste saber lo
que ocurría, Ben?
—No era difícil. Había empezado a advertir que eras un tipo raro, muchacho. Cuando supe lo del
robo y el modo en que se había efectuado, en seguida até cabos e imaginé que era cosa tuya, y que
eso irritaría a un tipo como Caín Lester, que sin duda venía al olor del dinero fácil. De modo que
tomé precauciones, pidiendo a unos muchachos que me acompañaran a la población, pero no a
divertirnos, sino a vigilar tu hotel y esperar, por si sucedía lo peor, como así ha sido. Lo que nunca
pude imaginar es que tú fueras... el hermano de Caín Lester...
—No. El nunca fue Caín Lester. Pero dejaba que todos lo creyeran, Ben. Caín no era un buen
chico, pero pudo haberlo sido. Su muerte no fue del todo injusta, pero murió por delitos que había
cometido Adam, nuestro tercer hermano, un maníaco de la violencia y de la sangre... Eramos trillizos,
¿entiendes? Los tres idénticos...
—Dios del cielo, claro. Entonces tú, eres...
—Abel Lester —suspiró él—. Y no tienes que disculparte de nada. Este era el fin inevitable para
mi hermano. Te debo la vida, Ben...
—Estamos en paz, recuerda —sonrió él, mientras le ayudaban todos a taponar la herida para
evitar la hemorragia.
—Cierto —admitió Abel—. En cuanto al dinero...
—¿El dinero? Lo tendrás tú, imagino...
—¿Yo? —Abel miró con asombro a Ben—. Claro que no. Estaba arriba, pero ellos encontraron
sólo tres sacos de café al registrar la habitación...
—Cielos, no es posible. Yo no he tocado nada. Ni mis muchachos tampoco, palabra. Alguien,
entonces, se ha aprovechado de la ocasión, robando ese dinero...
—No era para mí, Ben, tienes que creerme. Sólo era un señuelo para atraer a Adam a una trampa
y entregarlo a la Justicia, pero falló. Y ahora el dinero ha volado...
En ese momento, varias personas armadas de rifles venían hacia ellos. Alarmado, Abel
reconoció al sheriff Malone y a algunos comisarios suyos. Procedían de su oficina, a la que sin duda
acababan de llegar, de vuelta de la fallida cacería. Enfilaron con sus rifles a todos ellos. Luego,
Malone avanzó, severo, hacia él.
—¿Es usted Abel Lester? —preguntó, con voz potente.

—Sí, sheriff —afirmó Abel—. Ya no quiero ocultar nada. Ese hombre que yace ahí es mi tercer
hermano, Adam Les-ter. El que siempre se hizo pasar por Caín Lester, para que éste cargase con
todas las culpas. Yo soy inocente de todo, pero respecto al dinero, sí debo confesarle que...
—No tiene que confesar nada, Lester —cortó rudamente el sheriff—. Lo sé todo. Venga conmigo
a la oficina.
Abel asintió pesadamente. No podía hacer nada por evitarlo. El mismo se había metido en la
trampa. Era el autor del robo de los trescientos cincuenta mil dólares. Y eso es lo que contaba ahora.
Lo demás, no le importaría mucho al sheriff.
Entró en la oficina, escoltado por los hombres del sheriff y por éste mismo. Su primer sobresalto
fue al mirar sobre la mesa de la oficina.
Allí estaban, intactas, las tres sacas de la compañía ferroviaria.
—Que el diablo me lleve... —comenzó Abel, palideciendo.
—Amigo Lester, no diga nada —sonrió inesperadamente el sheriff apoyando una mano en su
hombro—. Esa nota, en su brevedad, es suficiente. Gracias por tan gran servicio a la sociedad,
muchacho. Ciertamente, si sus hermanos fueron gente indigna, usted limpia sobradamente su apellido
y su sangre con este comportamiento. Ha recuperado y devuelto una fortuna. Tucson, la compañía
ferroviaria y yo mismo, le estamos muy reconocidos por todo. Cuando acabo de entrar aquí, y
encuentro ese dinero, ya podrá imaginar lo que siento...
Asombrado, Abel estaba leyendo una nota, depositada junto a las sacas, donde se leía, en
caracteres de imprenta, trazados con mano firme:

HE RECUPERADO EL DINERO. ABEL LESTER

Una nota que él jamás había escrito. El ladrón que le robó a él, no sólo devolvía el dinero, sino
que firmaba con su nombre. ¿Quién podía ser ?

—Abel, cariño...
Se abrazaron fuertemente. Sus labios se encontraron.
—Abbe, mi amor... Ya he vuelto. Todo terminó...
—Lo sé —musitó ella al apartarse y mirarle, risueña, a los ojos—. Lo sé muy bien, Abel. He
leído algunos periódicos. No se habla de otra cosa. Los pasquines han sido retirados.
—Y un tal Ben Craig ha cobrado diez mil dólares en Tuc-son —sonrió Abel—. Yo no acepté un
solo dólar de esa recompensa. A fin de cuentas, era mi hermano...
—Tampoco aceptaste el dinero de la compañía, dice el periódico —sonrió Abigail, colgada del
cuello de su marido—. Eran treinta y cinco mil dólares. Es una locura, ¿no crees? Tenías derecho a
ello por devolver el dinero robado... Hubiéramos podido iniciar una nueva vida en alguna parte...
—No, Abbe. Tú no lo entenderías ahora, pero no hubiera sido un dinero limpio, honrado. No
merecía ese premio, créeme. Te lo explicaré más adelante...
—No tienes que explicar nada —sonrió ella dulcemente—. Lo sé todo.
—¿Eh? ¿Que tú... qué? —jadeó Abel, perplejo—. No es posible... Nadie puede saber... Sólo
Ben, allá en Tucson... Ni siquiera los Cassidy sospecharon jamás...
—Ah, los Cassidy —suspiró Abbe, enigmática—. Hermosa criatura Brenda Cassidy, ¿no, Abel?
—Pero, ¿qué... qué estás diciendo? —Abel retrocedió, asombrado, indeciso ante la extraña
clarividencia de su joven esposa.
—La verdad, llegué a temer por tu fidelidad, aquella noche, con las estrellas, el suave olor a
yerba fresca y esa chica mirándote de aquel modo, demostrando con su mirada lo mucho que tú le
gustabas...
—¡Abbe! —clamó Abel, estupefacto—. Es imposible. No puedes saber esas cosas... ¿Qué clase
de hechicería es ésta?
Ella se echó a reír. Movió la cabeza dulcemente.
—Mi querido Abel... Nada de brujería. No temas. Sé que me fuiste fiel, aunque admito que era
difícil conseguirlo...

Abel, mi vida... ¿sigues preguntándote todavía quién alcanzó a aquel hombre que iba a matarte en
la cantina, y quién cambió por café el botín del robo en el tren?
—¡Abbe! —la tomó por un brazo, frenético—. Esto es demasiado. Nadie, excepto yo, conoce
tantos detalles... ¿Qué sucede aquí?
—Vamos, vamos, ¿es que no entiendes aún la respuesta? Te seguí, Abel.
-¿Qué?
—Te seguí. Vestida de hombre, sin que tú lo supieras... Así pude salvar tu vida en Tucson, evitar
que el dinero cayera en manos de Adam y te matase... También estaba allí por si tenía que matar a
Adam antes de causarte daño a ti, pero fue Ben quien lo hizo, y me alegré de ello. Detestaba tener
que derramar la sangre de tu propio ser...
—Dios mío, Abbe... Tú, el amigo misterioso y anónimo que tanto me intrigaba...
—Así es. Y no lo hice mal del todo, ¿verdad? —sonrió ella, feliz.
—¿Devolviste también el dinero al sheriff? ¿Escribiste aquella nota?
—Sí, cariño. Esperaba que cobrases la recompensa —rió de buena gana.
—No seas cínica. No hubiera sido justo ni honrado.
—Es posible que tengas razón, pero nos tomamos ambos tanto trabajo para salvar ese dinero...
De no ser por ti, ahora estaría en manos de Adam Lester.
—Y de no ser por ti, yo ahora estaría muerto —abrazó a Abbe—. Eres una esposa muy valiente y
decidida, cariño. Nunca olvidaré cuanto hiciste por mí...
—Bueno, eso ya pasó. Un viejo amigo nuestro, el rural Wilcox, vino a informarme personalmente
de que ya nunca verás el rostro de un Lester en un pasquín, a menos que tú te hagas forajido... o
que tengas otros varios mellizos.
Ambos rieron de buena gana. Luego, Abbe tendió algo a Abel.

—Ah, de paso, el rural Wilcox nos dejó esto. Es para ti... en nombre del Gobernador del
Territorio de Arizona...
Perplejo, Abel Lester tomó lo que ella le tendía. Era un cheque a su nombre. Por valor de quince
mil dólares. Llevaba una nota prendida, firmada por el propio Gobernador:
«Amigo Abel Lester:
Enterado de la injusta persecución de que fue objeto por un error, y en vista de su honradez en los
sucesos de Tucson, que permitieron recuperar un dinero robado, y limpiar de malhechores toda la
región, me permito ofrecerle este humilde obsequio que espero acepte y destine a lo que mejor le
parezca.»
—Como ves, es una orden del Gobernador —rió Abbe—. No puedes rechazar ya más dinero.
Sólo es un obsequio, no un premio. Y con ese dinero, podemos dejar esta casa solitaria e iniciar una
nueva vida en un sitio mejor...
—Como quieras, Abbe, como quieras —suspiró Abel, devolviéndole el cheque—. Después de
todo, es como si tú fueses quien ganó esta recompensa...

FIN

También podría gustarte