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1.a edición: 1999
© Donald Curtís
Impreso en España - Printed in Spain
ISBN: 84-406-9124-6
Imprime: BIGSA
Depósito legal: B. 4.394-99
CAPITULO PRIMERO
—Que Dios se apiade de tu alma, muchacho —resopló el verdugo oficial, eructando después con
fuerte hedor a mala ginebra. Su rostro embrutecido por el alcohol se mostró carente de toda emoción
cuando tiró de la palanca del patíbulo, cedió la trampilla bajo los pies del reo, y éste colgó de la
soga, con una brusca convulsión, oscilando luego lúgubremente en el boquete abierto en las tablas,
tras un seco crujido que delataba la fractura mortal de su nuca.
Era su labor habitual. Cobraba del Gobierno por esa fúnebre tarea, y se limitaba a cumplirla con
fría eficiencia, procurando siempre que, al menos, sus víctimas no sufrieran demasiado en la tétrica
ceremonia. La gente se preguntaba si los verdugos bebían tanto para olvidarse de su nefasto oficio, o
si éste era consecuencia de la insensibilidad que la bebida producía en gente como aquel pequeño,
esmirriado y sombrío personaje, de traje negro, bombín de igual color y nariz colorada como la de un
divertido Papá Noel. Sólo que el regalo que él llevaba en sus viajes, era siempre el mismo para
todos sus clientes: la muerte.
Terminada la tarea, el hombrecillo se encogió de hombros, carraspeó y se hizo a un lado, sin
mirar siquiera el cuerpo colgante que bailoteaba pesadamente en el vacío, pendiendo del nudo
corredizo.
—Ya está, juez —dijo, volviéndose al severo magistrado de cabellos largos y blancos, bigotes
marciales y patillas largas y frondosas, todo ello de plateados tonos a la claridad solar de la triste
mañana—. Sentencia cumplida.
—Bien —el juez Burke se volvid hacia el hombre pálido y vacilante que le acompañaba—.
Usted, doctor Kelly. Suba a comprobar la muerte del reo. -
Haciendo ostensiblemente de tripas corazón, el médico se encaminó escaleras arriba, hasta llegar
al catafalco de madera donde pendía el cuerpo del ejecutado. Alrededor del mismo, unos pocos
grupos de madrugadores testigos habían asistido a la ejecución, y se dispersaban ya en el amanecer
azulado y tibio, haciendo comentarios en voz baja.
Asomó una delgada tajada de sol por el horizonte, tiñen-do de dorado rojizo las resecas tierras,
las chumberas y las artemisas, así como los muros y tejados de la pequeña población.
La sombra del patíbulo y del ahorcado, se alargó siniestramente sobre la calzada rojiza,
salpicada de charcos de lluvia de la pasada noche. El médico tragó saliva, logró auparse los dos
últimos peldaños de crujiente madera, y se enfrentó a su ingrata labor de reconocimiento.
Tras un breve examen ocular, hizo un gesto a los ayudantes del sheriff, presentes también, como
éste mismo, en el acto de justicia que se acababa de llevar a cabo en la calle principal.
—Corten la soga y descuélguenlo —dijo—. Comprobaré todo, pero creo que está muerto y bien
muerto el pobre infeliz.
—¿Pobre infeliz, dice? —se sorprendió el sheriff, arrugando el ceño mientras enviaba a dos de
sus alguaciles para cumplir las instrucciones del doctor Kelly—. Ese hombre era un 'criminal
empedernido, doctor. Mató a más de diez personas a sangre fría en su corta y lamentable vida. No
merecía piedad alguna.
—Es posible —el médico desvió la mirada, para no ver caer pesadamente el cuerpo del joven
reo ejecutado, a la caja de madera de pino que esperaba bajo el suelo del patíbulo, para recoger sus
restos mortales rumbo a la fosa—. Pero yo no soy juez. Sólo médico. Mi misión es salvar vidas, no
acabar con ellas.
—Ningún juez disfruta enviando un reo al cadalso —se irritó el magistrado, poniendo una
expresión dura y desagradable. Se calzó fríamente unos impecables guantes de piel oscura mientras
iniciaba su retirada del lugar donde presenciara la muerte del sentenciado—. Pero los crímenes de
Caín Lester eran tales, que no merecía otra sentencia que la que se pronunció, doctor. Yo me limité a
aplicar la Ley cuando el jurado se pronunció por unanimidad, encontrándole culpable de esos
crímenes horribles.
—Yo no discuto su sentencia, juez —suspiró el médico, descendiendo de nuevo los peldaños del
patíbulo, para examinar abajo el cadáver del reo, ya tendido en su último alojamiento—. Sólo me
quejo de mi labor en estos casos. Creo tener perfecto derecho a ello, ¿no cree?
—Por supuesto. Pero lo cierto es que Caín Lester ha muerto. Y con él, se termina una triste y
lamentable vida de infamias. Ciertamente, quien le puso ese nombre al nacer, es como si previamente
le hubiera marcado ya con la condena divina para ser lo que luego sería. Caín... —el juez hizo un
gesto ampuloso, mientras se apoyaba en su bastón de madera negra con empuñadura de plata
iniciando su marcha hacia el edificio del juzgado local, con aquella leve cojera suya tan peculiar—.
Dios me libre de poner semejante nombre a algún
hijo mío...
Se alejó y el médico le contempló con gesto sarcástico. Luego cambió una significativa mirada
con el sheriff Mallory
-;De qué diablos hablará el juez Burke? -refunfuño el médico-. Nunca tuvo hijos ni los tendrá. Ni
siquiera tiene una esposa para dárselos... .
-Ese es su gran trauma -sonrió el sheriff, encogiéndose de hombros—. Siempre piensa ser lo
bastante joven aún como para casarse y tener hijos. Cosas, doctor... Bien, ¿qué decide sobre ese
cuerpo?
—Muerto, sin duda alguna —suspiró el doctor Kelly, tras examinar minuciosamente el cadáver
de Caín Lester—. Pueden llevarlo a la funeraria o al cementerio, como gusten. El pobre diablo dejó
de existir casi en el acto. Fractura cervical.
—Bien, ya lo oyeron —dijo Mallory a sus ayudantes—. Conducidlo a la tienda de «Fúnebre»
Gordon para que prepare el funeral adecuado. Vamos de aquí. Esto se ha terminado...
—Un momento, sheriff —avisó uno de sus alguaciles con voz excitada—. Vea eso. ¿Quién
diablos será, con tantas prisas?
El hombre de la Ley, como todos los presentes, dirigió su mirada hacia el final de la calle. Por él
venía, lanzado, un negro calesín conducido por dos caballos y con una sola persona sentada al
pescante, agitando las riendas con una mano y una fusta larga con la otra, como espoleando lo más
posible a los animales de tiro. Una densa polvareda envolvía al carruaje, porque la humedad de la
tierra se había disipado rápidamente en la madrugada, salvo en algunos puntos donde los desagües
habían dejado sus charcos.
El calesín alcanzó las proximidades del patíbulo, frenando con tal fuerza y brusquedad, que los
caballos se encabritaron, el liviano vehículo osciló sobre sus ruedas, y sólo un milagro impidió que
no volcase espectacularmente, lanzando a su único viajero por los suelos.
Y ese viajero, por cierto, era una mujer.
Una mujer enlutada, totalmente vestida de negro, con una pamela de igual color y un denso velo
cubriendo sus facciones, que quedaban virtualmente en la sombra más impenetrable.
—¿Pero qué diablos pretende? —clamó el sheriff, alarmado—. ¿No se da cuenta de que pudo
matarse, señora? ¿Quién es usted y a qué viene con tantas prisas?
El calesín estaba parado frente al patíbulo. El doctor Kelly hubiera jurado que los invisibles ojos
de la dama enlutada se fijaban en el siniestro armazón desde su inaccesible profundidad tras el velo,
y las manos enguantadas de negro se crispaban sobre riendas y fusta, en una contenida tensión.
—Vengo a reclamar un cadáver, supongo —dijo una voz grave, tras el denso tul negro que velaba
el rostro de la desconocida.
—¿Reclamarlo? —pestañeó Mallory, desconcertado—. ¿Se refiere a...?
—Al reo, sí —afirmó ella con frialdad—. Caín Lester. Era él quien fue ahorcado hoy aquí, ¿no es
cierto?
—Así es. ¿Quién es usted, señora?
—Abigail Lester. Su prima y único pariente vivo en el mundo —replicó ella con velada voz. Se
irguió. Era alta, esbelta, arrogante. Descendió a tierra con altivez, rechazando toda ayuda—. Creo
que tengo perfecto derecho a reclamarlo.
Y extrajo de una faltriquera negra unos pliegues doblados, que tendió fríamente al hombre de la
placa de latón sobre el chaleco.
En silencio, Mallory estudió los papeles. Eran, ciertamente, comprobante de la identidad de la
dama. Se llamaba Abigail Lester, procedía de Kansas, y llevaba consigo un permiso especial,
firmado por el Gobernador de Texas para que se le concediera el derecho de disponer el entierro de
su primo Caín Lester, condenado a muerte por diversos crímenes en la ciudad de Canyon, al sur de la
ciudad de Amarillo.
—Bien, señora o señorita —dijo con deferencia y respeto, devolviéndole los documentos—.
Puede usted hacerse cargo de los restos mortales de su primo, si lo prefiere ahora mismo, o bien
cuando lo desee, más tarde, directamente de la oficina del sepulturero local.
—Mejor ahora mismo, sheriff —cortó ella, tajante—. Despues de todo, no me siento a gusto aquí.
Creo que comprenderá las razones, ¿verdad?
—Por supuesto —se apresuró a afirmar Mallory, que parecía sentirse tremendamente incómodo
con aquella situación—. ¿Piensa regresar a Kansas con el difunto? Sería un viaje demasiado largo,
con un cadáver a cuestas...
—No estoy tan loca como todo eso. Será sepultado donde yo decida, no en la ciudad donde le
mataron, sheriff. Pero cerca de aquí. No deseo llevar conmigo unos restos que se pudran en el
camino.
—Entiendo. Es muy dura para todos esta sisituación, pero nadie quería dañar a su primo,
compréndalo. Fue juzgado con todas las garantías, y hallado culpable de varios crímenes. Por ello, le
condenaron a muerte y...
—Ahórrese detalles, por favor —le atajó ella con tono glacial—. Conozco la historia. Yo sólo
he dicho que le mataron aquí. ¿Es o no es cierto?
—Es un modo de explicar las cosas, pero no el más adecuado. Digamos que aquí se hizo justicia
con un asesino, señora.
—Soy señorita, sheriff. Pero no importa demasiado eso. Ni siquiera importa mucho que el juicio
fuese justo, las culpas de mi primo probadas sin lugar a dudas, y todo completamente legal y ético.
Lo único cierto es que él ha muerto, y debe ser enterrado. Eso es lo único que nadie puede cambiar ni
discutir.
Fue hacia el féretro de madera de pino. El doctor Kelly trató de evitarle lo peor.
—Por favor, señorita, sería preferible que no le viese... —argumentó, interponiéndose entre ella
y el ataúd.
Pero con rara e imprevisible energía, aquella menuda mano enguantada apartó con decisión al
galeno, caminó la altiva figura de negro hasta el borde mismo de la caja de madera, evitó con un
ademán autoritario, casi impresionante, que los alguaciles la cubrieran con la tapa, y examinó el
cuerpo rígido e inerte, el rostro céreo, sin que se notara ni el más leve estremecimiento en la figura
femenina. Por supuesto, la imposibilidad de ver su faz, impidió que los intrigados testigos de la
sombría escena pudieran descubrir la menor emoción en la desconocida.
—Sí, es él, Caín, mi primo —asintió con voz que ni siquiera tembló o reveló debilidad de ningún
tipo—. Ya pueden taparlo, gracias. Me lo llevo ahora.
Admirados, el sheriff y sus ayudantes, así como el doctor Kelly, vieron cómo la mujer subía de
nuevo al pescante, contemplaba cómo depositaban el féretro en el compartimento destinado a los que
en esta ocasión eran inexistentes viajeros vivos, y se disponía a partir sin pérdida de tiempo.
—¿Se va así, sin siquiera tomar algo, un pequeño refrigerio, un refresco? —ofreció el doctor
Kelly con gentileza—. Puedo invitarla a mi casa, señorita. Mi esposa la atenderá en todo con mucho
gusto, y luego podrá reanudar el camino.
—No, gracias —rechazó ella con firmeza—. Ya le dije que no me gusta permanecer demasiado
tiempo donde un pariente mío ha encontrado la muerte, justa o no. Les quedo muy reconocida por sus
atenciones, caballeros, de todos modos.
—Es lo menos que podemos hacer por usted —suspiró el sheriff.
—Pues ya lo han hecho, y es suficiente —dijo ella, tomando las riendas y la fusta con energía—.
Adiós.
No dijo más. Azuzó a sus caballos. Hizo girar el calesín, y se alejó en medio de una densa
polvareda, llevándose consigo el cuerpo del difunto Caín Lester. Los presentes en la calle principal
de la pequeña población, se quedaron contemplando el distanciamiento paulatino de aquel carruaje
fúnebre, conducido por tan extraña y enérgica mujer.
—Es todo un carácter, la verdad —comentó el doctor Kelly, admirado.
—Vaya si lo es —asintió Mallory frotándose el mentón, que sonaba como papel de lija, al ser
rascado por el áspero dorso de su mano nervuda—. Toda una mujer diría yo. El tipo que tenga a esa
dama por compañera algún día, ya podrá sentirse satisfecho. Seguro que es capaz de sacarle de más
de un apuro.
Siguió un silencio. La calle había vuelto a quedarse desierta. El sheriff y el médico echaron a
andar hacia la cercana cantina, que abría ya sus puertas, terminada la ceremonia legal de la
ejecución.
—Vamos a tomar algo —dijo entre dientes el médico—. Yo invito, sheriff. Tengo la garganta
seca.
—Y yo —masculló Mallory—. Nunca me gustaron estas cosas, doctor.
—¿A quién pueden gustarle? —el doctor meneó la cabeza—. Por cierto, ¿no sigue usted
extrañado de que el reo admitiera todas sus culpas con una sonrisa tranquila, sin inmutarse y sin
intentar defenderse en ningún momento?
—Sí, resultó todo un poco extraño —admitió el sheriff, caminando junto a Kelly—. Yo esperaba
otra actitud, de un tipo como Caín Lester, un verdadero loco del gatillo, un asesino enfermizo y cruel,
que no admitía disculpa. En el juicio sólo llegó a parecerme un cínico despectivo y amoral, pero no
un psicópata o un paranoico obsesionado por la manía de matar y ensañarse en sus víctimas.
—Yo, que soy médico y he leído esos libros de medicina elemental que editan en Europa
doctores como ese tal Freud en Viena, esperaba también algo muy distinto —confesó el doctor Kelly
—. Hubiera jurado que Caín Lester no podía ser un hombre con la mente enferma y el odio por motriz
de sus actos, sino simplemente un tipo duro y violento, como tantos otros, situado al margen de lo
legal.
—Quizás todo eso forme parte de las complejidades de un cerebro enfermo —apuntó Mallory,
encogiéndose de hombros.
—Quizás —dijo Kelly, sin mucho convencimiento—. Pero a veces tengo la impresión de que
algo no funcionó bien. De que hemos cometido algún error con ese hombre... y no sé cuál.
—¿Error? Lo dudo mucho, doctor —rechazó el hombre de la Ley—. Después de todo, lo
encontramos con las manos todavía manchadas de sangre, tras matar a tiros a un hombre para robarle
sólo cien dólares... Y su retrato no admitía dudas. Era su mismo rostro. No pueden existir dos
personas totalmente iguales, después de todo...
Entraron ambos hombres en la cantina. Las puertas oscilantes batieron tras ellos, con un chirrido
repetido y molesto.
El sheriff Mallory no lo sabía, pero acababa de cometer él mismo un grave error al hacer cierta
afirmación. Fue cuando aludió a la rara posibilidad de que pudiesen existir en el mundo dos personas
con el mismo rostro que el del hombre que acababa de morir colgado de una soga, y que ahora una
enlutada mujer de rostro desconocido, conducía a su última morada en lugar ignorado.
Porque horas más tarde, a algunas millas de la población donde hallara la muerte Caín Lester, de
manos de un verdugo borrachín y ridículo, Abigail Lester, la mujer de ropas negras y velo al rostro,
detenía su calesín con la fúnebre carga ante una casa solitaria, aislada entre peñascos, algunos
arbustos y un solitario árbol erguido en el llano árido.
Y el hombre que salió con lentitud de la casa, rifle en mano, avanzando hacia el carruaje
funerario, era exactamente igual al difunto. El rostro de aquel hombre era el mismo del que ahora
yacía sin vida dentro del féretro de madera de pino...
—Hola, Abigail —saludó con voz ronca y fría, clavando en ella unos ojos duros, grises y
penetrantes, como los que tuviera en vida el infortunado Caín Lester—. ¿Traes ahí a mi hermano?
—Sí, Abel —afirmó ella, deteniendo los caballos entre una polvareda acre y dorada—. Aquí
está el cuerpo de Caín, tu hermano...
CAPITULO II
El montón de tierra quedó prensado a golpes de pala. Luego, las manos rudas y firmes clavaron
en él la cruz claveteada, hecha con dos troncos de madera. Quedó firmemente hincada en el lugar
adecuado. Sobre ella, sólo unas iniciales: C.L. y luego, unas breves palabras, talladas a punta de
cuchillo: «Descanse en paz». Eso era todo.
—Bien —respiró hondo el hombre que era el puro y exacto reflejo físico del hombre recién
sepultado—. Ya reposa en tierra para siempre. Dios le haya perdonado todos sus errores.
—Así sea —musitó, como en una oración, la voz de Abigail.
Ambos se persignaron en silencio. Tras contemplar unos insinstantes la tumba en silencio, se
alejaron de ella y del solitario árbol que le prestaba ahora una larga estría de sombra, mientras el sol
descendía desde su cénit hacia el horizonte del Oeste.
Entraron en la casa que se alzaba en el yermo. Al lado, en un cobertizo, permanecían el calesín,
los dos caballos de tiro, desenganchados, junto a un soberbio alazán negro azabache, atado a una
argolla de hierro.
En el fuego de un hogar hervía una marmita, cuyo contenido removió Abigail con una cuchara de
madera. El tomó un delgado cigarro de una caja, mordió su punta, que escupió a un rincón, y lo
prendió con una brasa del fuego.
Se sentó en un taburete crujiente, mirando a la enlutada mujer que ahora, sin velo, mostraba su
rostro suavemente pálido, sereno, de grandes ojos azules, tersa piel, boca carnosa y breve nariz.
Cabellos castaños escapaban libres ahora, ya sin el encierro de la pamela negra.
—Y ahora, ¿qué? —musitó lentamente ella, tras probar el guiso y removerlo un poco más en su
recipiente.
—No sé —confesó él, encogiéndose de hombros. Exhaló una leve voluta de humo—. No sé,
Abbe... Ha sido todo tan repentino...
—No puedes calificar de «repentina» la muerte de un hombre como tu hermano...
—Es posible que no. Todos, incluso él, sabíamos que tenía que morir así algún día. En realidad,
estoy seguro de que ni siquiera intentó en exceso evitarlo. Era su destino. Y no podía eludirlo en
modo alguno.
—¿Lo intentó en realidad?
—No lo creo —la mirada gris de Abel Lester vagaba por el recinto, sin mirar a nadie en
concreto—. Se dejó llevar por las circunstancias. Jamás se resistió a ser lo que era. Tal vez no tuvo
él toda la culpa, Abbe.
—¿Quién, entonces? —demandó ella, clavando en él su mirada profunda y seria.
—Hay gente que nace marcada —suspiró Abel—. Mi hermano fue una de esas personas. Nunca
debieron ponerle el nombre que le pusieron.
—¿Caín? ¿Por qué?
—A papá le gustaban los nombres bíblicos. El mismo lo llevaba, puesto que se llamaba Jonás. Y
nos bautizó con nombres extraídos del Génesis. Aplicó el de Caín a mi pobre hermano. Fue como
marcarle desde el principio. La marca de un asesino, Abbe.
—Caín era sólo un nombre.
—Lo sé, lo sé. Pero para él era quizás algo más. Mucho más, diría yo. Se sintió influenciado por
él. Se dejó llevar por la obsesión de que, realmente, era un Caín auténtico. A veces me he preguntado
si fue la voluntad de mi padre, la de Dios o la del diablo, la que eligió ese nombre para él.
—Estás dándole importancia a algo que no creo que la tuviera hasta ese punto —rechazó Abbe,
incorporándose lentamente y yendo hacia él—. Después de todo, hay quien sin llamarse Caín, es
infinitamente peor de lo que él fue en vida.
Abel Lester tuvo un leve estremecimiento, como si ella hubiera mencionado algo que a él no le
gustaba. Su mirada gris se clavó en ella con cierto reproche. Hubo un destello de dureza, pero
también una sombra de amargura en el fondo de aquellas pizarrosas pupilas.
—Por favor, eso no —pidió—. Convinimos en que no hablaríamos de eso.
—Tú sabes que es difícil no hacerlo, y más en estas circunstancias. Caín, a su lado, no era apenas
nada, ni siquiera un ser perverso. Sin embargo, él no lleva un nombre así que le marque...
—Ya basta —cortó abruptamente Abel, poniéndose en pie con tal brusquedad, que derribó el
taburete donde se sentaba—. No sigamos, Abbe. Ahora no, te lo ruego. Ya es suficiente con lo
ocurrido a mi hermano. Sabemos que habrá pagado por muchas cosas que no hizo. Pero eso ya no
tiene remedio. Ahora, él descansa tranquilo. Ya no sufrirá más en este mundo.
—¿Eso es todo lo que se te ocurre decir o hacer? ¿No piensas hacer nada por saber cómo fueron
las cosas, qué mal causó realmente Caín en su vida, y qué otros le adjudicaron por las causas que tú
sabes?
—No —negó con lentitud, amargo el gesto—. No puedo hacer nada. Sólo espero que las cosas
terminen de este modo, y nunca más se vuelva a desenterrar lo que el verdugo terminó para siempre
en ese maldito pueblo.
—¿Eso es justo?
—No sé si es justo. Posiblemente no. Pero Caín aceptó un destino, una fatalidad, y ni siquiera
luchó contra ella aunque sabía adonde iba a conducirle. Nosotros no podemos ahora ir más lejos de
lo que él fue. Se sacrificó, sí, ambos lo sabemos. Pero ese sacrificio seria absurdo si ahora yo
pretendiera hacer algo que sólo él podía hacer y no hizo.
—Eres su hermano, Abel.
—¿Y qué? Si él hubiera deseado que las cosas fueran de otro modo, me lo hubiera pedido. No lo
hizo. Por tanto, confiemos en que esto sea el fin de todo.
—No lo será mientras alguien siga con vida...
—¿Qué quieres que haga yo? ¿Que pase a ser el Caín de una nueva historia, Abbe?
—Ni aun en ese caso podría nadie calificarte de Caín.
—Pero yo me vería como tal una y mil veces. Créeme, Abbe. Juré enterrar viejos tiempos cuando
supe que Caín iba a ser colgado por sus delitos. Hice una promesa formal de que no diría jamás a
nadie lo que él mismo se callaba tan heroicamente. Eso es suficiente. Cumpliré ese juramento, Abbe,
aunque sea injusto. Confío en que con él, todo acabará.
—No creo que acabe. No ha acabado, Abel. Me lo dice mi instinto.
—Parece ser todo lo contrario...
—Sólo lo parece. En cualquier momento, la pesadilla puede volver.
—Esperemos que no sea así.
—¿Y si fuese...? —sugirió ella, con voz tensa, aferrándole un brazo y mirándole cara a cara.
—Si fuese... —meneó la cabeza con énfasis, como rechazando esa posibilidad—. No, Dios mío.
No quiero que ello sea así. Déjame, por favor. Necesito estar solo, pensar...
La apartó suavemente, pero con firmeza, se dirigió al fondo de la vivienda, alzó una tela que
servía de cortina a una puerta de comunicación con un cuarto pequeño, destinado a vivienda, y la
dejó sola, junto al pote que hervía en el fuego.
***
Las puertas del establecimiento saltaron en mil pedazos cuando estalló la carga de cartuchos de
dinamita.
Fue un estruendo formidable, que hizo temblar los sólidos muros, reventó los vidrios de las
enrejadas ventanas, y provocó el pánico dentro del local.
Inmediatamente, en medio de una acre y espesa humareda, resonaron los secos estampidos de las
armas de fuego, y una potente voz bramó, entre los nubarrones de humo oscuro:
—¡Quietos todos! ¡Quietos donde estáis o no quedará uno solo con vida!
Y, como seres llegados del infierno, surgieron ante ellos las figuras de media docena de hombres,
fuertemente armados, unos con rifles y otros con revólveres. Todas las armas rugían, vomitando
plomo, pero en dirección al techo del recinto, de donde se desprendieron astillas del artesonado y
fragmentos de cal y ladrillo.
El que capitaneaba el grupo, era alto, flaco y de duras facciones. Vestía ropas gris oscuras,
sombrero de ala redonda, y llevaba un rifle en su zurda y un Colt en su diestra. Todos pudieron ver
nítidamente su rostro.
Los tipos que le rodeaban eran mucho más ásperos y patibularios de aspecto. Todos ellos
malencarados, de barba crecida, pelo huraño y rostros sudorosos y sucios, de expresión poco
tranquilizadora.
Se dispersaron por la sala, cubriendo a todos con sus armas. Tres o cuatro clientes, sorprendidos
en plena operación de pagos o de cobros ante las ventanillas de la entidad ban-caria, se
apelotonaron, amedrentados, contra un rincón del establecimiento.
Los empleados, mientras tanto, en número de cuatro tras la verja de las ventanillas, soltaron
cuanto llevaban en la mano, ya fuesen papeles o billetes, y se replegaron, aterrados, bajo la amenaza
de aquellas armas rugientes.
—Cielos, es él... —jadeó uno de los empleados, lívido de miedo.
CAPITULO III
—Caín Lester... ¡Imposible!
El sheriff Mallory, del vecino Condado, meneó la cabeza con energía, tras dirigir una nueva
ojeada sombría a los cuatro féretros, uno de ellos pequeño y pintado de blanco, que eran en estos
momentos depositados ante sus respectivas fosas del pequeño cementerio local.
—Usted podrá decir que es imposible, sheriff, pero todos los testigos coinciden: el nombre que
dirigía la banda asaltante, el mismo que mató con sus propias armas a un cliente del Banco, al niño,
al cajero y al propio sheriff nuestro, era Caín Lester, sin lugar a dudas.
—Repito que eso es imposible —rechazó Mallory, deteniendo con un brusco ademán al
presidente del expoliado Banco local, Benedict Edwards—. Totalmente imposible. Hemos ahorcado
hace pocos días, exactamente ocho, a Caín Lester en nuestra ciudad. Traigo conmigo todos los
documentos que lo confirman: la sentencia del juez, el certificado de ejecución firmado por el
verdugo oficial, el certificado de defunción del reo, firmado por el doctor Kelly, y un permiso legal
para trasladar el cadéver de Caín Lester adonde sus familiares deseen sepultarle. Véanlos todos.
El banquero Edwars frunció el ceño, tomó los documentos y comenzó a repasarlos con expresión
perpleja y desconfiada. A medida que leía, el asombro se pintaba en su rostro. Por fin, devolvió los
documentos al sheriff vecino, que había acudido apenas se le envió el telegrama informándole del
asesinato de su colega en la población, y la presencia de Caín Lester en la zona.
—Pues no lo entiendo —confesó—. Tiene que haber un error en alguna parte, Mallory. He
hablado con mis empleados, con los clientes, con la gente que les vio en el pueblo. Todos coinciden
sin excepción. Han identificado al asaltante en el pasquín de recompensa sin lugar a dudas. Es Caín
Lester. El mismo hombre que ellos vieron ayer aquí.
—Que me ahorquen a mí ahora si entiendo este lío —barbotó airadamente Mallory—. No tiene
sentido alguno lo que dice. Los muertos no salen de sus tumbas. Y juro por mi alma que Lester estaba
bien muerto cuando fue metido en su caja de madera de pino. El doctor Kelly no puede equivocarse
en eso. Un hombre con el cuello roto, es siempre un cadáver. Yo mismo puedo jurarlo también. Le vi
con mis propios ojos.
—Pues algo extraño sucede aquí —replicó Edwars, frotándose el mentón—. Los fantasmas no
asaltan Bancos ni matan a la gente, y menos con la ferocidad inhumana con que lo hace ese chacal,
esa bestia endemoniada. Todo un pueblo, sheriff, no puede estar equivocado.
Mallory no supo qué decir. Tenía la frente surcada de pprofundas arrugas, unas sombras
profundas velando su mirada habitualmente astuta y dura. Estaba al parecer en un verdadero caos
mental. Y no era para menos.
—Preguntaré a toda esa gente —dijo con cierta acritud—. Tengo algunas fotografías de ese
hombre, Caín Lester, tomadas en el proceso y antes de ser ejecutado. Las mostraremos a sus testigos,
y estoy seguro de que muchos de ellos rectificarán su testimonio y confesarán que cometieron un
error de apreciación, que creyeron ver a Caín Lester, cuando en realidad no podía ser éste quien vino
aquí a sembrar la muerte...
—Está bien —respiró hondo el banquero—. Haga lo que
quiera, Mallory. Pero estoy seguro de algo: esa gente se ratificará en lo que dice. Todos no
pueden cometer el mismo error. Y el grabado de ese pasquín es muy bueno, tiene usted que admitirlo.
Mallory no respondió a eso. No quería hacerlo. Entre otras razones, porque él mismo estaba de
acuerdo en esos puntos. Pero por otro lado, estaba seguro de que Caín Lester había muerto y, por
tanto, no podía ser él quien sembró la muerte y el terror en esta población.
***
El resultado de la prueba fue aplastante.
El sheriff Mallory no podía dar crédito a sus oídos ni a sus ojos. Uno por uno, sin la menor
vacilación, entre las diversas fotografías de forajidos que presentara el hombre de la Ley a los
ciudadanos, todos sin excepción señalaron las de Caín Lester como las del culpable del atraco y de
los asesinatos.
—¿Están todos absolutamente seguros de lo que afirman? —insistió al final, tratando de ver una
posible fisura en la firmeza de los declarantes reunidos en aquel amplio cobertizo cercano al Banco.
—Por completo, sheriff —admitió uno de ellos, moviendo enérgicamente su cabeza—. No puede
disuadirnos de lo que estamos seguros de haber visto.
—¡Pero ese hombre que ustedes señalan está muerto clamó Mallory, irritado—. Le ahorcamos
nosotros, yo presencié la ejecución, traigo pruebas rotundas de su muerte...
—Usted tendrá todas las pruebas que quiera, pero nosotros tenemos algo que nadie puede
cambiar: nuestros ojos —dijo uno de los empleados dei Banco, tristemente—. Nunca olvidaré,
mientras viva, el rostro del canalla que asesinó a aquel pobre niño y a mi compañero Boy le, el
cajero... Era ese del pasquín, el de las fotografías. Y no me importa lo que usted diga al respecto,
Mallory. Todos sabemos que le vimos a él y no a otra persona. Es inconfundible. Esos ojos grises,
esas facciones, esa expresión... No, sheriff. Usted dirá lo que quiera. Mi impresión es de que se la
dieron con queso. Debieron ahorcar a otro, o ese tipo fue más listo que ustedes y se evadió, tras
fingirse muerto.
—No puede ser. Era él, Caín Lester. También allí fue debidamente identificado antes del juicio.
Ya han visto las fotografías. En cuanto a su muerte, no hay la menor duda de ella.
—Pues tampoco hay duda ninguna sobre su presencia aquí en el día de ayer, sheriff —objetó con
acritud el alcalde local.
Mallory se encogió de hombros. Era un auténtico callejón sin salida en apariencia. Un verdadero
problema insoluole. Ambas cosas parecían indiscutibles. Pero una de ellas no podía ser cierta.
—Bien, señores —declaró al fin el sheriff forastero, recogiendo sus fotografías y documentos,
que guardó en una bolsa de cuero colgada de su hombro—. Creo que así no iremos a ninguna parte.
Ambos creemos tener razón, no se discutirá más este asunto. Enviaremos nuestros respectivos
informes a la capital del Territorio, y que el Gobernador decida lo que debe hacerse. Sólo he
pretendido ayudarles, por eso vine aquí, al saber lo de la muerte de mi colega.
—Y le estamos sinceramente reconocidos, sheriff Mallory —respondió prestamente el alcalde.
Lo lamentable es que no logremos ponernos de acueráo sobre lo que hay que hacer. Dada la
situación, es mejor que otros resuelvan por nosotros.
—Sí, sin duda —suspiró Mallory, resignado—. ¿Cuánto dinero fue robado del Banco?
—Ciento diez mil dólares, exactamente.
—Una respetable suma, la verdad.
—Así es. Pero el dinero nos importa menos que la sangre derramada. Los crímenes de esos
canallas claman al cielo. Eran como fieras, capitaneadas por el peor de las bestias sanguinarias.
—Siempre fue así cuando atacó la banda de Caín Lester. Ellos seguramente son los mismos, ya
que siempre lleva consigo a siete hombres. Pero lo cierto es que yo vi morir, colgado de una soga, al
verdadero Caín Lester. Eso, nadie puede negármelo.
—Es como caminar en círculo, Mallory —suspiró con fatiga el alcalde—. Siempre volvemos al
mismo punto, sin salir de él. Es mejor dejarlo como está y esperar a que las cosas se aclaren en uno u
otro sentido.
Y allí terminó la discusión. Mallory regresó a su ciudad vecina, y en la que fuera escenario de tan
terribles sucesos, se procedió al nombramiento de un nuevo sheriff.
A pesar de lo que Mallory afirmaba, un nuevo pasquín empezó a circular, ofreciendo la suma de
diez mil dólares por Caín Lester, vivo o muerto.
***
El sheriff Mallory levantó la cabeza al oír que se abría la puerta de su oficina. Contempló con
curiosidad al hombre que entraba, alto y moreno.
—Buenas tardes, sheriff —saludó el desconocido.
—Buenas tardes —respondió él, enarcando las cejas, expectante. Observó que un caballo
sudoroso, fatigado, aparecía atado a la talanquera, ante su oficina, y que el hombre venía sucio de
polvo, como si hubiera recorrido un largo trecho.
—¿Puedo sentarme? —indagó el visitante.
—Claro —Mallory le señaló una silla frente a él—. Acomódese. Parece cansado.
—Tuvieron que cometer un error, Wilcox. Ustades tienen jue saber que Caín Lester fue
legalmente juzgado y en esta ciudad...
—Claro que lo sabemos. El juez Burke envió el correspon-iiente informe al juez del Territorio.
Todo estaba en regla. Según ustedes, Caín Lester está muerto. Ahorcado y entérralo, ¿no es eso?
—Sí.
—Y según sus vecinos, una semana más tarde, el propio Z^aín Lester robó un Banco y asesinó a
varias personas, entre illas a un niño.
—Así es. Uno de los dos estamos equivocados, Wilcox. ^o lo entiendo.
—Yo, sí —sonrió el rural, apaciblemente, cruzándose de ciernas y echándose atrás ligeramente.
—¿Eh? —se sorprendió Mallory—. ¿Qué quiere decir con íso?
—Que yo sí lo entiendo. La explicación es sencilla, pero 10 se le ha ocurrido a nadie.
—Que el diablo me lleve si adivino siquiera esa explicación.
Monty Wilcox sonrió ampliamente, miró al techo, y dijo x>n sencillez:
—Yo conocí a Caín Lester.
—¿Que usted le conoció? ¿Cuándo?
—Hace algún tiempo. Años ya. Entonces no era un crimi-íal. Ni su hermano tampoco.
—¿Hermano? —pestañeó el sheriff—. El nunca habló de lingún hermano durante el juicio.
—No acostumbraba a hacerlo. Mucha gente ignora que Zaín Lester tuviera un hermano. Un
hermano gemelo, sheriff.
—¿Gemelo? —repitió Mallory, estupefacto—. Cielos, 10... ¿Es eso?
—Sí —suspiró Wilcox—. Es eso. Abel y Caín Lester. Dos nuchachos físicamente iguales. Nadie
podía diferenciar a uno de otro. Siempre fueron idénticos. ¿Explica eso su misterio' —Dios del cielo,
y pensar que nunca se me ocurrió ese explicación tan simple...
—Ya le dije que era fácil entenderlo. Pero necesitaba sa ber ese dato.
—Pero... un momento, Wilcox. Si ambos eran tan igua les... ¿A quién colgamos nosotros... y
quién cometió esos crímenes del vecino Condado?
—Eso no será fácil de descubrir por el momento. Pude ser Cain quien robó el Banco y mató a esa
gente... o pued( que realmente Caín Lester esté muerto y enterrado. Es um de las tareas que tengo que
llevar a cabo.
—¿Usted podría distinguir a uno de otro?
—Sí —afirmó gravemente Wilcox.
—¿A pesar de su gran semejanza?
—A pesar de eso.
—Si al menos estuviese aquí el cadáver de ese hombre.. —Mallory se pegó un golpe de reproche
en la rodilla—. ¿Poi qué diablos concedería yo el cadáver a su prima?
—¿Prima? —enarcó las cejas Wilcox—. Que yo sepa, ello; nunca tuvieron una prima. Por la
sencilla razón de que su¡ padres no tuvieron hermano alguno. Hubo sólo un tercer her mano, pero al
parecer murió antes de conocerles yo. Po entonces, vivían solamente ellos dos.
—¿Y Caín ya era tan perverso como lo fue más tarde'
—No, la verdad. Era un chico díscolo y rebelde, que ad miraba a pistoleros y tahúres en exceso.
Siempre decía qu< querría ser de mayor como todos ellos. Tal vez por eso s< convirtió en lo que
más tarde ha sido. En cambio, Abel en un hombre apacible y de buen carácter, a pesar de tener um
especial predisposición para manejar armas de fuego, doma potros salvajes y pelear con cualquiera,
aunque fuese much( más fuerte que él, siendo siempre el mejor.
—En ese caso, quizás cometimos un terrible error, colgan do al que no era. Es posible que se
tratase de Abel y no de su hermano Caín... Pero la prima existe. Llegó aquí y nos mostró su
documentación, facultándola para hacerse cargo del cadáver... Se llamaba Abigail Lester.
—Abigail Lester es la esposa de Abel —dijo fríamente el rural.
—Cielos... —boqueó Mallory—. Entonces no hay duda: matamos al que no era, a su marido
Abel, por eso venía enlutada, con el rostro cubierto por un velo... ¡Pero ese hombre mató a otro aquí,
en mi propia ciudad, después de robar la caja del almacén de Gallagher! Fue un doble delito
probado: robo y asesinato. Todos lo vieron, se le cogió cuando pretendía huir... y no negó ninguna de
sus culpas en el proceso.
—Es extraño. Abel no hubiera cometido un hecho semejante... a menos que haya cambiado mucho
en estos últimos años.
—Pero si nuestro ahorcado era realmente Caín... tuvo que ser su hermano Abel quien cometió la
masacre del Banco...
—No, cielos, no. Eso sí que no podría creerlo, a menos que Abel Lester se hubiera vuelto
rematadamente loco...
—¿Loco? El doctor Kelly, nuestro médico, y otros muchos jn este Territorio, han afirmado
repetidas veces que el autor de tales crímenes tenía que ser un enfermo mental, un psicópata,
forzosamente. Pero el que nosotros llevamos al patíbulo no parecía en absoluto un desequilibrado,
sino un hombre harto de vivir, dispuesto a confesar lo que fuese y morir lo antes posible.
—Extraño asunto —admitió, ceñudo, el joven rural moviendo la cabeza—. Tal vez el Abel
Lester que yo conozco, sea muy distinto al que entonces conocí... De todos modos, ahora podemos
cambiar sustancialmente ese pasquín y ofre-:er la recompensa por Caín o por Abel Lester,
indistintamente, sea quien sea el asesino que buscamos.
—Sí, eso se ajustará mejor a la lógica. Tiene que ser uno de los dos el que queda con vida, pero,
¿cuál?
—El tiempo nos lo dirá. Cuando capturemos a ese hom bre, vivo o muerto, la respuesta estará en
él, sheriff.
—¿No hay posibilidad de que usted, habiendo sido amigo suyo, llegue a sentirse en un momento
indeciso sobre su deber? Es posible que tenga que llegar a matar a su antiguo amigo...
—Si esa ocasión llega, le juro que lo mataré sin vacilar —dijo con fría decisión el rural—. No
hay nada en el mundo que me haga apartar de mi deber.
—Le creo —asintió Mallory, pensativo—. Perdone que hablara así.
—No tiene importancia, créame. Le entiendo muy bien. Admito que no va a ser un caso fácil ni
agradable para mí. Pero lo llevaré hasta su final, ocurra lo que ocurra, se lo garantizo.
Y Mallory, viendo aquel rostro joven, pétreo, como tallado en granito, donde brillaban unos
oscuros ojos castaños en medio de la tez bronceada, estuvo bien segudo de que así sería.
Fuese quien fuese el asesino de la vecina ciudad, aunque hubiera habido un trágico y relativo
error en el juicio y condena del otro hombre —no se podía discutir que había cometido un atraco y un
homicidio ante muchos testigos, antes de ser arrestado—, aquel rural venía dispuesto a dar caza al
«otro». Al Leester superviviente y asesino demoniaco, fuese quien fuese en realidad.
CAPITULO IV
Abel Lester contempló el pasquín que acababa de entregarle ella. Sus ojos se hundieron en una
red inextricable de arrugas profundas, bajo el mechón rebelde de su cabello. Eran como dos púas de
acero centelleando en las cuencas.
—No es posible... —jadeó roncamente, palideciendo bajo el curtido de su piel, donde el sol y la
intemperie habían dejado su huella broncínea.
—Vaya si lo es —afirmó Abigail con voz seca—. Tú mismo lo estás viendo.
—¿Quién podía saber esto? No tiene sentido, Abbe...
—Para ellos, parece ser que sí. Las cosas se han complicado mucho. Ese pasquín habla de una
serie de asesinatos, del atraco a un Banco... ocurridos después de morir tu hermano.
Abel levantó la cabeza. A la puerta de la solitaria casa del yermo, el aire, seco y cálido, agitaba
sus cabellos y los de ella. La tierra árida se arremolinaba en nubéculas acres.
—Tenía que suceder —manifestó roncamente—. Ambos lo sabíamos.
—Claro —asintió Abigail, acercándose a él. Se sentó a su lado, en el bordillo del porche de
madera, y apoyó una mano sobre la rodilla del hombre—. Siempre lo supimos. Con la muerte de
Caín, no se terminaba todo. Más bien empezaba. Hasta entonces, tú no significabas nada para nadie.
De pronto, recuerda alguien que existe un hermano gemelo idéntico al ahorcado. Y te acusan a ti. Era
de temer.
—No será fácil demostrar que soy inocente, Abbe —apuntó Abel Lester con gravedad, meneando
la cabeza pesimista.
—Aunque no lo sea, tienes que hacerlo. Ese rostro tuyo es ahora tu peor enemigo. Te reconocerá
cualquiera. Estos pasquines lo invaden todo. Están por todas partes, a centenares. Y diez mil dólares
son mucho dinero. Demasiado para ciertas personas. Harán lo imposible por cobrarlos. Serás como
una liebre acosada por perros de caza. Y terminarán contigo. Los bounty-killers rara vez fallan.
Hubo un corto silencio. El parecía sopesar los acontecimientos sin precipitarse. Por fin estrujó la
hoja de papel impresa con su propio rostro.
—Voy a buscar al asesino —dijo—. Es mi única forma de demostrar mi inocencia.
—¿De verás lo harás? —dudó ella.
—Ya te he dicho que no hay otra solución, y tú lo sabes.
—Ni siquiera sabes por dónde empezar la búsqueda. Y aunque des con él, ¿qué podrás hacer tú
solo frente a varios hombres capaces de todo y carentes de todo escrúpulo?
—Es mejor eso que quedarse aquí sentado, esperando a que esos cazadores de recompensas de
los que tú has hablado lleguen aquí y me acribillen como a una rata.
Abigail le contempló en silencio. Sus ojos dejaron de mostrar angustia para revelar un
sentimiento de ternura, de profunda emoción, de patético temor por el hombre amado. Los largos
dedos marfileños se crisparon sobre la rodilla de Abel. El la miró.
—Cariño —susurró—. Tengo miedo por ti...
—Y yo por ti —sonrió él, tomando aquella mano con la suya, ruda y fuerte. Apretó con suave
firmeza los dedos delicados, se inclinó y su boca tocó tiernamente la de ella. Abigail tembló bajo
esa caricia—. Debo irme cuanto antes.
—¿Y dejarme a mí sola en este horrible y solitario lugar? —se estremeció Abigail.
—Si estás sola, es seguro. Nadie te relacionará conmigo. Nunca te han visto el rostro los que
conocen tu nombre. Y. nadie sabe que eres la esposa de Abel Lester...
—No temo a la gente que te persigue, sino a la soledad, al miedo a ignorar lo que te sucede a ti,
mientras yo estoy aquí escondida...
—No puede hacerse otra cosa. Tú misma lo has dicho. Quedarse es una temeridad. Si alguien
pasa y me ve, estamos perdidos los dos. Si te ven a ti sola, no ocurre nada. Nadie sabe tu nombre,
nadie está enterado de que yo vivo aquí. Es mi rostro el que se ha convertido en mi peor enemigo,
Abbe. Un rostro que me acusa inexorablemente y me convierte en presa fácil para esos rastreadores
de hombres.
—¿Y adonde vas a ir? El Territorio es muy amplio, no tienes la menor idea del lugar donde él
pueda encontrarse...
—Me dejaré guiar por mi instinto y por la fortuna —suspiró Abel ya puesto en pie, erguida su
alta y enjuta figura juvenil—. Espero que eso sea suficiente.
—¿Y si no lo es?
—Seguiré buscando, buscando siempre —echó a andar hacia el interior de la vivienda—. Es lo
único que puedo hacer.
—Y yo esperar. Siempre esperar... —se quejó Abigail amargamente.
—Es el sino de las mujeres —sonrió Abel acariciando los cabellos largos y sedosos de su joven
y bella esposa—. Un día, me verás volver por ese mismo camino del llano por el que voy a
ausentarme ahora. Y ese dia ya no tendrás nada que temer, Abbe. Ese día, cariño, todo esto habrá
terminado y podremos vivir tranquilamente, sin miedo a cualquier trágico error de esa gente. Sin
temor a mostrar la cara en público. Sin pasquines que me hagan correr el peligro de morir ahorcado
o cosido a balazos.
—Pueden pasar meses, incluso años, hasta que eso ocurra... si es que ocurre alguna vez
—se lamentó la joven. —Ten fe y espera. Confía en mí. Sabes que no les será fácil darme caza, que
no soy un hombre inofensivo ni mucho menos. Tal vez antes de lo que imaginas, todo esto haya
pasado definitivamente.
Entraron en la casa. Abel recogió su rifle y su revólver, así como una caja de cartuchos. Ambas
armas eran de calibre 44, para poder utilizar las mismas balas con ellas. Después, en silencio, Abbe
llenó unas alforjas de cuero con tasajo, azúcar, harina, unas latas de frijoles, tabaco y café. Una
cantimplora con agua y otra con whisky, completaron su provisión de víveres, a lo que añadió
algunas ropas limpias. Después fue al cobertizo, ensilló al negro caballo, le puso una manta
enrollada, y palmeó afectuosamente su sedoso cuello bajo la crin de azabache. Se volvió hacia
Abigail Los ojos de ella rezumaban lágrimas silenciosas.
—No llores —pidió—. Siempre me he dicho que eres una mujer muy valerosa.
—No siempre se puede tener valor en la vida, Abel. Este es uno de esos momentos.
—Pues has de demostrar precisamente ahora todo el valor de que eres capaz —la rodeó con sus
brazos amorosamente, la atrajo hacia sí y la miró a lo más profundo de los ojos—. Te quiero. Y te
juro que haré lo imposible por sobrevivir y regresar a tu lado. ¿Te basta eso?
—No, Abel. No sólo tendrás que enfrentarte a gente sin conciencia, capaz de las mayores
felonías, sino a quien crea que tú eres Caín Lester cuando vean tu rostro. Con esos pasquines
invadiendo todo el Territorio, les será fácil reconocerte...
—Es el riesgo que hay que correr, aquí o en cualquier otro lado —sonrió el—. No temas, me
dejaré barba y bigote. Es posible que eso me desfigure un poco. Algo pensaré para despistar a
quienes conozcan mi cara, Abbe. Ahora, adiós. Es el momento.
Se besaron de nuevo. Larga, intensamente. Sus cuerpos vibraron, al sentirse unidos en aquel
abrazo, sintiendo cada uno el calor del otro, acaso por última vez en esta vida. Las lágrimas rodaron
por las mejillas de Abigail, pero ni un quejido, ni un sollozo, escapó de sus labios crispados.
Luego, Abel Lester subió a su montura, dirigió una última mirada a su joven compañera, y el
caballo echó a andar, alejándose paulatinamente de la solitaria casa a través del yermo.
—Adiós, amor mío —gimió ella roncamente, erguida en el porche, viendo partir al hombre
amado—. Hasta pronto... o hasta nunca.
En escasos minutos, la figura de jinete y montura se fue empequeñeciendo, perdiéndose en la
distancia, hasta ser solo un puntito lejano, envuelto en el dorado polvillo de la tarde. El sol
descendía lentamente hacia el Oeste. Abigail Lester, sola y abatida, entró en la casa, sintiendo que
todo su cuerpo temblaba.
—Dios mío... —susurró, encendiendo un quinqué para disipar las incipientes sombras de la
humilde vivienda perdida en la llanura—. Si pudiera hacer algo para estar cerca de él en el futuro...
Cualquier cosa sería mejor que quedarse aquí, esperando en esta terrible soledad...
Y sus ojos sombríos brillaban, al recibir la amarillenta luz del quinqué, fijos en aquel pasquín
que aún yacía en la puerta de la casa, medio arrugado.
***
Tucson empezaba a ser una amplia y próspera ciudad, al sur del Territorio de Arizona. El
ganado, las minas y los negocios eran sus tres principales fuentes de riqueza, muy mejoradas con el
tendido ferroviario de la Southwestern Rail-road Company.
Lugar de paso de muchos viajeros, bien hacia México, bien hacia California o Nuevo México,
toda clase de gente se daba cita en su amplia y zigzagueante calle principal, repleta de
establecimientos, la mayoría destinados a beber, divertirse y jugar, especialmente por la noche, sin
que nadie se fijase demasiado en el otro, por temor muchas veces a que una mirada excesivamente
curiosa pudiera ofender al interesado, y ser el principio de un tiroteo, saldado casi siempre con uno o
dos muertos.
Su actual sheriff, Cash Malone, tenía pésima fama en el Condado y fuera de él, lo cual significaba
que la gente procuraba allí mantenerse dentro de los límites de la ley, porque Malone tenía por norma
ser excesivamente duro con los infractores. Para algunos, su dureza rozaba o sobrepasaba, incluso, la
frontera de la crueldad y del sadismo. Más de un forajido, capturado por él, y no culpable de
excesivos delitos, había sido conducido a la prisión local, desde el lugar del arresto, por el
expeditivo procedimiento de arrastrarle atado al caballo, hasta desollar sus brazos y sus piernas.
La presencia de un hombre barbudo, joven y alto, con un parche negro de cuero sobre un ojo,
ropas grises y aire tranquilo, erguido a lomos de un negro caballo de bella estampa, no podía ser
especialmente llamativa en una ciudad como Tucson. Tal vez por ello, casi nadie, en los repletos
porches o en la enfangada calzada, convertida en un espeso y repugnante barrizal a causa de las
recientes lluvias, se fijo especialmente en el tuerto barbudo, mientras cabalgaba con lentitud,
chapoteando su caballo en el fango, en dirección a uno de los tres hoteles lócales, el menos lujoso y
caro de todos.
El único ojo del jinete se iba fijando en cada detalle a su alrededor. No le pasó por alto, ni
mucho menos, la presencia de una serie de pasquines, adheridos a los muros de la calle principal,
con la efigie de un tal Caín o Abel Lester, reclamado por diversos asesinatos y robos, a cambio de,
diez mil dólares de recompensa.
En todos esos pasquines, un mismo rostro parecía contemplarle, desde el grabado limpio y nítido
del papel, con cierto sarcasmo burlón, con cierta acusadora expresión de desprecio por su afán en
ocultar su propio rostro bajo aquella barba, aquel bigote y, sobre todo, aquel parche de cuero negro
sobre su ojo izquierdo.
Pero no había tenido otro remedio que recurrir a tan espectacular disfraz. El rostro de Abel
Lester era demasiado conocido en Arizona como para mostrarlo en público un solo minuto.
Abel detuvo su montura delante del Hotel Coronado. Su nombre hispano tenía cierta relación con
el muro encalado y el aspecto de edificación colonial del mismo. No muy lejos de él, se hallaba el
lujoso Hotel Arizona, con su saloon en la planta baja, y más lejos el Hotel Ganadero, reservado habi-
tualmente a la gente que comerciaba en reses, como su nombre indicaba. El Coronado era el más
modesto de los tres, pero se le veía limpio y aseado, que era lo importante.
Descabalgó Abel, entregando su montura a un mozo que la llevó prestamente a un anexo
convertido en establo para los caballos de los clientes. El hombre del ojo tapado le dio una moneda
al muchacho a cambio de su servicio.
Le dieron una habitación en la planta alta. Se inscribió con el nombre de Alvin Landers. Al
menos, se dijo, conservaba sus iniciales intactas.
Una vez arriba, se aseó y cambió su polvorienta y sucia camisa por otra más limpia, de las dos
que Abbe había incluido en su modesto equipaje.
Se sentía cansado, sediento y con hambre. Su caudal no era muy grande y no podía permitirse
dispendios excesivos. Hizo balance de su reducido capital y resolvió que tomar una cerveza y comer
algo en el comedor del hotel era un pequeño lujo que sí entraba en sus reducidas posibilidades
económicas sin demasiado quebranto.
Salió a la calle, caminando por entre numerosos paseantes que recorrían las aceras de porche en
una u otra dirección. Su único ojo visible lo recorría todo con rapidez y agudeza, aunque pareciese ir
distraído.
Llevaba ya varias semanas de viaje. No había tenido demasiada suerte, pero tampoco excesivo
infortunio. Durante el tiempo que viajó por las llanuras, dejó crecer su barba y bigote. Luego,
considerando insuficiente ese disfraz, recurrió a la idea del parche en el ojo, que sí alteraba
considerablemente sus facciones. Pero no había hallado ni el menor rastro de los asesinos del Banco
asaltado. Al parecer, tras su infame delito en aquella pequeña población que ellos mancharon de
sangre, parecía como si se los hubiera tragado la tierra. Ni siquiera se sabía de nuevos delitos
cometidos por sus siniestros componentes.
Abel imaginaba que el botín conseguido en aquel sanguinario asalto debía durarles lo suficiente
como para llevar ahora una buena vida, acaso en México, al sur de la frontera, sin necesidad de
nuevos golpes. Pero él conocía a esa clase de forajidos. La vida cómoda les resultaría aburrida. Y de
nuevo intentarían algo. Pero ignoraba dónde y de qué manera...
Durante su viaje, en dos o tres ocasiones había llegado a tener la rara e incómoda impresión de
que alguien le seguía. Se había detenido en su marcha, apostándose armado tras algún parapeto
natural del camino, pero en todas las veces que eso sucedió, nada confirmó sus temores. Ni siquiera
vio a nadie por parte alguna, de modo que lo atribuyó a su propia tensión nerviosa.
Ahora, en Tucson, se sentía seguro, rodeado de tanta gen te heterogénea y variada, desde pieles-
rojas a chinos de lavanderías y restaurantes, pasando por mestizos, tahúres, vaqueros, trabajadores
de las minas de cobre o de plata y hasta pistoleros profesionales, fáciles de identificar por sus
pistoleras bajas y sus movimientos parsimoniosos y cautos.
Se metió en una cercana cantina, donde pidió una jarra de cerveza. La apuró en un momento y
repitió, mientras miraba en torno, acodado en el mostrador. El inevitable rostro de Caín o de Abel
Lester, su propio rostro, le contempló desde un pasquín adosado a uno de los grandes espejos de la
sala. Algún gracioso había clavado una bala entre las dos cejas del retrato, dejando estriado el
espejo con el disparo. Parpadeó, preguntándose quién habría hecho ese blanco. Tal vez alguien que
soñaba con los diez mil de la recompensa, pensó. Uno más entre centenares de gentes ávidas de
dinero y capaces de desollar a su propio padre por una suma mucho menor de la que ofrecían por su
cabeza.
—¿Qué, amigo? ¿Usted también busca dinero fácil?
No se sobresaltó, pero estuvo a punto. La voz había sonado junto a su oído, y una mano ruda se
había apoyado en su hombro inesperadamente. Giró lentamente la cabeza, serenando su tensión lo
más posible, y clavó su único ojo en el otro.
Este era un hombre muy rubio, casi albino, de ojos muy claros, tez enrojecida por el sol, nariz
abultada, sonrisa fácil y cuerpo grande y torpe en apariencia, de enormes manazas. Vestía una camisa
a cuadros y pantalones de dril bajo sus zahones de cuero negro gastado. No observó que llevase arma
alguna visible al cinto.
—Perdone, ¿a qué se refiere? —indagó con calma Abel.
—Bueno, ya me entiende —rió el hombre rubio, guiñándole un ojo y señalando al pasquín—. Ese
tipo. Vale su peso en oro. Mucha gente daría su alma a cambio de encontrárselo en el camino. Y no
saben los pobres diablos la estupidez que cometerían con ello.
—¿Por qué? —se interesó Abel.
—Ese hombre del cartel sería capaz de convertir en coladores a más de cien de los que ahora
andan buscando la recompensa, casi sin mover un dedo. Salvo raras excepciones, la mayoría de los
que le buscan no tienen agallas ni capacidad para liquidar a Caín Lester, se lo aseguro.
—Ahí dice que no saben si se llama Caín o Abel —hizo notar él, cauteloso.
—Yo sé que.es Caín. Tiene que ser Caín. —¿Por qué está tan seguro? ¿Acaso el nombre ya lo es
todo?
—Casi todo, en este caso... —resopló el rubio, a quien acababan de servir un doble de ginebra
—. Yo conocí una vez a ese hombre, amigo.
—¿Usted? —Abel le miró, preguntándose si se las había con un fantoche o con un tipo demasiado
dado a las confidencias, lo cual no le convenía demasiado.
—Así es, amigo —se tomó la ginebra de un trago, con escalofriante facilidad—. No me haga
mucho caso, porque a estas horas, en mi día libre, suelo estar ya bastante bebido. Pero hace años, yo
conocí a Caín Lester. Está muy bien ese retrato, palabra. Es su mismo rostro. Sería muy fácil
identificarle si apareciese por Tucson alguna vez. Pero no creo que él cometa ese error.
—¿Por qué no?
—Tucson es un sitio lleno de gente de toda laya y condición. Hay muchos profesionales del
revólver aquí. Gente muy capaz de ganarse ese dinero y enviarle al infierno, y él lo sabe. Ese tipo
siempre fue muy listo y precavido. No, no vendrá por aquí, a menos que el riesgo valiese la pena.
El aliento del rubio olía a ginebra, de modo que era evidente que no mentía. El alcohol le hacía
locuaz y dado a las confidencias. No parecía mal hombre, pensó Abel. Pero tal vez exageraba en lo
que decía, y nunca había visto a Caín Lester. De todos modos, debía tener cuidado, por si era cierto.
—¿Y usted cree que hay algún riesgo que valga la pena en estos momentos en Tucson? —se
interesó Abel, pero haciendo la pregunta como si todo ello le tuviera sin cuidado.
—Ya lo creo que sí —afirmó el otro, moviendo enfáticamente su cabeza—. Creo que un hombre
como Caín Lester, ararriesgaría su vida sin vacilar, a cambio de trescientos cincuenta mil dólares.
—¡Trescientos cincuenta mil! —silbó Abel entre dientes—. Eso es mucho dinero... ¿Lo hay junto,
de verdad, en alguna parte?
—Vaya si lo hay —rió el hombre de la ginebra, pidiendo otro vaso del mismo licor—. Aquí
mismo ahora, en este momento. En Tucson, amigo. Esperando a que alguien sea lo suficientemente
valeroso y decidido como para intentar apoderarse de él.
—Supongo que no será nada fácil conseguirlo...
—Claro que no. Pero el dinero existe. Y todo el mundo lo sabe. La Compañía Ferroviaria del
Sudoeste ha de adquirir unos nuevos terrenos para otra estación y para un segundo tendido
ferroviario que una a Tucson con Nogales. Varias ricas propiedades ganaderas se extienden
precisamente en las tierras idóneas para sus nuevas obras. Y la Compañía no se detiene en pastos
para prosperar. La compra de todos los terrenos necesarios se eleva a trescientos mil dólares. Y
cincuenta mil son el montante de los primeros salarios y gastos a hacer en el tendido. Esa suma ha
llegado en un vagón blindado al Banco local. Pero el Banco no aceptó guardar esa suma, dada su
enorme importancia. Y ahí sigue, en el vagón blindado, escoltado día y noche por personal armado,
al servicio de la Compañía Ferroviaria, así como por hombres del sheriff local, esperando a que esta
misma semana se inicien los pagos previstos. ¿No es una ocasión única para un tipo como ése? —
y señaló al pasquín significativamente.
—Evidentemente, sí —aceptó Abel con aire indiferente, encogiéndose de hombros, pero con su
único ojo brillando de forma extraña—. Yo diría que es una tentación para cualquier persona,
incluso para usted o para mí...
Había vertido esa especie intencionadamente. El otro dio un respingo y le miró alarmado,
dejando incluso de beber su segunda ginebra doble.
—¡Alto ahí, amigo! —protestó vivamente—. Nada de eso. Yo seria incapaz de algo parecido,
aunque ese dinero me convertiría en un potentado. No me gusta jugarme la piel estúpidamente donde
no hay la más mínima posibilidad favorable. Ya lo hice una vez o dos siendo muy joven, pero de eso
hace ya bastantes años. Ahora tengo un buen trabajo, como capataz del rancho Cassidy, y no quiero
correr riesgos inútiles. ¿Usted sí sería capaz de algo así?
—¿Por qué no? —sonrió Abel, mostrando sus blancos dientes entre la frondosa barba—.
Trescientos cincuenta mil dólares valen la pena. Incluso de morir si uno falla en el golpe...
—La muerte nunca vale la pena, créame. Ahí termina todo. Y hay tantas posibilidades de robar
ese dinero, como de conseguir que haya otra guerra civil y la gane el Sur. Quítese de la cabeza
semejante locura si se tiene un mínimo de aprecio, créame. Si lo que busca es trabajo, yo puedo
facilitárselo en la hacienda de mi patrón. Morgan Cassidy es un gran tipo y un hombre admirable para
trabajar a sus órdenes. Me llamo Benjamín Craig, aunque todos me conocen simplemente por Ben.
—Es un placer, Ben —le tendió su mano Abel, presentándose a su vez—: Alvin Landers. ¿Qué
clase de trabajo ofrece su patrón?
—Ganado, ya sabe: si domina el lazado de reses, monta bien a acaballo, sabe marcar con el
hierro y todo eso, tiene un puesto y un salario decente. Yo soy el capataz del rancho y puedo
ofrecerle ese trabajo.
—Pero usted no me conoce de nada, Ben...
—No importa —cortó el rubio—. Sé conocer a la gente cuando la veo. Su aspecto no es muy
bueno, pero estoy seguro de que es honrado. Nunca fallé en estudiar a los demás,amigo. Si me
equivoco, pagaré las consecuencias, pero no lo creo. ¿Qué me dice a eso?
—No sé. Tengo que pensarlo —confesó Abel—. Vengo de muy lejos, de Colorado, y esperaba
encontrar en mi camino algo mejor que un puesto de vaquero.
—Por algo se empieza. Mi patrón fue primero un simple cowboy. Tuvo iniciativa y hoy posee la
mejor hacienda de la región. Le espero si se decide. Cualquiera le dirá dónde esa la Hacienda
Cassidy. Mañana me encontrará allí, posiblemente con dolor de cabeza por todo el alcohol que
ingiera hoy. Pero no le importe. Me acordaré de usted y del ofrecimiento de trabajo, esté seguro.
—Bueno, quizá nos veamos —admitió Abel, sin comprometerse.
El otro apuró finalmente su ginebra y se encaminó a la salida, tras darle una palmada en el
hombro. No había llegado aún a la puerta, cuando ésta se abrió y aparecieron dos hombres armados
de revólver. Ambos encañonaron al sorprendido Benjamín Craig, y uno de ellos dijo fríamente:
—Prepárate a morir, cerdo. Hemos venido a matarte.
CAPITULO V
Abel Lester se quedó petrificado, sin mover un solo músculo, acodado en el mostrador, mientras
los dos hombres cubrían con sus armas al capataz de pelo albino.
Eran dos tipos singulares aquellos. Y nada tranquilizadores, pensó Abel.
Uno, flaco y larguísimo, mostraba un muñón en vez de mano izquierda. Pero su derecha, larga y
huesuda, parecía muy firme a la hora de esgrimir un revólver. El otro era muy diferente. Grueso, fofo,
grasiento y sin apenas vello en el rostro, pelo lacio y ralo en una cabeza medio pelada, un anillo en.
una oreja, como un antiguo bucanero, y vestido enteramente de color blanco, tremendamente sucio
tanto en sus pantalones como en la levita de algodón. El sudor y la mugre formaban un cerco bien
visible en el cuello de su camisa, abotonado pero sin lazo.
—¿Qué significa esto? —jadeó Craig, aturdido, mirándole a uno y otro—. No nos conocemos
de nada, supongo...
—Eso es lo que tú crees, bastardo —rió el de las ropas blancas—. Eres Benjamín Craig. El
viejo Ben. Te hemos buscado por todos estos lugares, sabíamos que estabas aquí. Y tenemos la
misión de convertir tu cuerpo en un colador, amigo.
—Debéis estar locos —replicó Ben, aunque mirándoles receloso—. No os he visto nunca antes
de ahora.
—Pero hay alguien que sí te ha visto y a quien tú conoces —comentó burlón el larguirucho de
figura cadavérica—. Es por encargo suyo que haremos esto.
—De modo que alguien os envía a asesinarme... —jadeó el capataz, dando un paso hacia atrás y
humedeciendo sus labios con la punta de la lengua.
—Así es, cerdo —se mofó el de blanco, cuyo rostro brillaba por la grasa y el sudor que
empapaban su piel—. Alguien con el que tienes una cuenta pendiente hace ya muchos años. Ya ves
qué pequeño es el mundo, sabandija. Tú tan escondido aquí, tan al sur, mientras alguien que soñaba
con este momento te buscaba por el norte e incluso por Nuevo México y Colorado... ¿Quién iba a
imaginar que un experto en explosivos y un técnico en abrir cajas fuertes iba a ser un vulgar capataz
en una hacienda ganadera del sudoeste?
—Por el amor de Dios... —repentinamente, Craig se había puesto muy pálido, sus manos
temblaban y miraba con ojos vidriosos a sus presuntos verdugos—. Vosotros... vosotros venís...
enviados por... por él...
—Parece que despierta tu memoria, ¿eh, Ben? —se echó a reír el larguirucho con una risa
cloqueante y sumamente desagradable, que recordaba lá de las hienas—. Empiezas a comprender,
maldito y sucio traidor, bastardo vendedor de amigos y camaradas...
—Está bien —masculló Ben de repente, en un súbito arranque de furia—. Matadme si queréis.
Disparad de una vez, y acabemos con esto. Después de todo, es vuestro oficio y debéis dominarlo
muy bien. Pero ved lo que hacéis: será un asesinato. Voy desarmado...
—Aunque fueses armado, sería igual. No podrías nada contra nosotros —se burló el de blanco
—. De todos modos, no pienses que vamos a llorar por ti ni a tener miedo por acribillarte a balazos.
No será el primer asesinato que corne-^ temos, estáte seguro.
—¡Disparad ya, entonces! —clamó Ben, arrogante.
—El tipo se siente héroe —soltó otra risotada el manco del cuerpo flaco—. Está bien, vamos a
complacerte, cerdo...
Iban a disparar sobre él a mansalva, no había duda de ello. Ni siquiera se molestaban en
disfrazar su crimen con una apariencia legal mínima, dándole ocasión a Ben de empuñar un arma.
Aquellos dos pistoleros se disponían a asesinarle sin más rodeos.
—Un momento —avisó fríamente Abel desde el mostrador—. ¿Por qué no enfundáis esas armas y
os largáis los dos antes de que las cosas se pongan feas para vosotros?
Los dos tipos armados se mostraron sorprendidos. Miraron al que hablaba, con cierto sobresalto,
y hasta el propio Ben giró la cabeza, angustiado.
—¿Eh, quién diablos eres tú, tuerto? —masculló el de blanco sarcásticamente.
—Por el amor de Dios, amigo, eso no —rogó Ben implorante a su nuevo amigo—. No se meta en
esto. Sería terrible para usted. Esta gente no vacilará en asesinarle también.
—De eso puede estar bien seguro —apostilló irónico el manco.
Abel Lester no se inmutó. Una mueca apareció en sus labios, entre la barba. No movid sus brazos
ni sus manos.
—Dije que os marcharais con viento fresco los dos, ¿no lo oísteis? —repitió—. No me
obligaréis a que os haga salir con los pies por delante, ¿verdad?
—¿Has oído eso, Hud? —bromeó lúgubremente el manco—. Incluso nos amenaza...
—Ese ha sido un error por tu parte, tuerto —añadió el de las ropas blancas y sucias con un
suspiro—. Te vamos a enviar al infierno junto a tu amigo Ben...
Y mientras el arma del flaco apuntaba hacia el capataz, la otra enfiló en dirección a Abel. El
cantinero y los escasos clientes del local, se habían parapetado ya tras mesas y mostrador.
CAPITULO VI
Se-hallaba solo en los pastos del sur de la hacienda, cuan-conduciendo a las reses a abrevar en la
curva del arroyo. Se había bajado de su caballo para beber él mismo un poco de agua fresca a la
orilla, a corta distancia de las reses.
Súbitamente, descubrió una figura humana a sus espaldas, rereflejándose en el espejo cambiante
de las aguas. No tuvo tiempo de empuñar su revólver ni tan siquiera de ponerse en pie.
—No te muevas, cerdo —silabeó una fría y dura voz, afilada como una hoja de acero—. No lo
hagas, o te vuelo la cabeza en pedazos...
Y sin duda así lo haría, porque el cañón de un arma se había apoyado, helado, en su sien. El
percutor chascó ásperamente, casi ensordeciéndole, de tan cerca como se hallaba de su oído.
Se preguntó si el siguiente movimiento de su captor sería el de apretar el gatillo, o esperaría a
hacerlo después de hablar con él algunas palabras.
—Te esperaba —dijo fríamente Abel Lester, sin moverse, arrodillado junto al arroyo, mirando al
hombre armado en su reflejo en las aguas azules.
—¿De veras me esperabas? —rezongó aquella voz ominosa y cortante.
—Claro —asintió tranquilamente Abel Lester—. Te esperaba desde que supe que los esbirros
que enviaste contra Benjamín Craig eran de tu gente. No podía suceder de otro modo, a menos que
hubieras cambiado mucho. Pero los hombres como tú no cambian jamás, salvo para ser muertos y
enterrados.
—Maldito piojoso hijo de perra —se irritó el otro, casi barrenando su sien con la extremidad del
largo cañón de su pesado 45—. No te servirá de nada tu cochina palabrería. Voy a matarte aquí
mismo, como si fueras un perro rabioso.
—Puedes hacerlo a placer. No puedo defenderme, como ves.
—Por el diablo que lo haré, bastardo —farfulló el asesino—. Por mucho menos he hecho tiras
con el pellejo de algunos. Pagarás lo que hiciste con mis hombres.
—Adelante, no pierdas tiempo —rió huecamente Abel—. Pero no me llames bastardo, hermano.
Porque si es así, también tú lo serías...
—¿Hermano has dicho? ¡Yo no admito que ningún cerdo maldito me llame así! —bramó su
adversario.
—Sin embargo, lo soy... —dijo Abel tranquilamente—. Como lo era Caín... Porque yo sé quién
eres tú realmente. No eres Caín Lester. Nunca lo fuiste. Tú eres nuestro tercer hermano, el último de
los trillizos, mi hermano Adam Lester... Y yo soy Abel, tu hermano... Vamos, dispara ahora. Haz lo
que Caín hizo en la Biblia. Después de todo, siempre has sido mucho peor que el propio Caín,
hermano Adam...
CAPITULO VII
CAPITULO VIII
Tal vez esa barba no me permite situarlo, pero tengo la sensación de que lo he visto antes en
alguna parte-Abel se estremeció. Las cosas se iban poniendo peor por momentos. No había más
remedio que marcharse de allí, fuese como fuese, antes de que la muchacha descubriera dónde había
visto ese rostro que tanto la intrigaba.
—Si me disculpa, me iré a dormir —dijo Abel, cortés—. Mañana ya no estaré aquí cuando usted
se levante.
—¿Cómo es eso? ¿Tan mal le tratamos que ya se despide de nosotros, Landers?
Esta vez, era la voz de un hombre, voz recia y enérgica, sonando a su espalda. Abel Lester se
puso rígido. Giró luego la cabeza. Cassidy les sonreía a él y a su hija, con un vaso de whisky en su
mano. Había aparecido entre los arbustos y las cercas, sin ser apercibida su proximidad. Brenda
miró a su padre. Abel temió que le contara lo que sucedía. Rápidamente, recuperó el parche de
manos de ella y se lo aplicó de nuevo al ojo. Esperó lo que ella tuviera que decir, mientras el
ganadero, sorprendido, contemplaba la maniobra.
—Oh, papá, debes perdonarme. Me he portado un poco brusca con Landers, y él se ha mostrado
lógicamente molesto, optando por abandonarnos. Trata de convencerle de lo contrario, papá. En
cuanto a mí, Alvin... le pido perdón y disculpas por todo. Nunca debí quitarle el parche para ver su
ojo dañado. No era justa mi curiosidad morbosa.
—¿Eso hiciste, hija? —se sorprendió Morgan, mirando con profundo reproche a la joven—. Es
un comportamiento indigno de ti, una señorita...
—Lo sé —se excusó ella, humilde—. No sé por qué lo hice. Fue una tontería, una travesura
imperdonable...
—Vamos, vamos —cortó vivamente Abel—. Sólo fue una broma, señor Cassidy. Su hija bromeó
sobre mi ojo y yo la desafié a que no me quitaba el parche. La provoqué, lo admito. Luego, si le dije
que me iba de aquí no fue por esa razón ni mucho menos, sino porque he pensado seriamente en dejar
el trabajo.
—¿Tan pronto? ¿Hay algo que le desagrade en mi propiedad? Dígamelo sin rodeos si es así...
—No, no es nada de eso, créame. Sólo tengo aquí motivos de satisfacción: buenos camaradas, un
trato agradable, unos patrones magníficos, un trabajo digno...
—¿Entonces?
—Créame, señor Cassidy. Soy hombre de ideas variables. De repente, he sentido nostalgia de
cosas que dejé atrás. Y he optado por regresar a alguna de ellas...
—Esté bien —suspiró el ganadero—. No voy a obligarle a quedarse aquí contra su voluntad, por
supuesto. Si ésa es su idea y mañana persiste, puede irse. Pero sepa que nos dolerá su marcha.
—Gracias, señor Cassidy —sonrió Abel—. Y, sobre todo, no culpe de nada a su hija. La
señorita Cassidy es algo más que una joven hermosa: es una dama muy inteligente y noble. Tiene
motivos para sentirse orgulloso de ella. Yo creo que no la olvidaré mientras viva, pese a nuestro
corto trato. Es una amiga entrañable que llevaré en mi corazón eternamente... Ahora, discúlpenme.
Empiezo a sentir sueño y fatiga.
Se inclinó, cortés, ante sus patrones, y se retiró hacia el alojamiento, donde continuaban
entonando melancólicas baladas.
Se acostó y se puso a meditar. Brenda Cassidy era una muchacha muy impulsiva. Y muy lista.
Pero también era muy generosa. Había arrostrado una regañina familiar, sin revelar nada de sus
sospechas. Era obvio que ella recelaba de él, que intuía, con esa rara percepción femenina, algo raro
y misterioso en su nuevo empleado. Pero lo había guardado para sí, poniéndose ella misma en
evidencia ante su padre.
Abel Lester se sentía inquieto. Y no sólo porque peligrase su propia seguridad si llegaba a ser
identificado, sino porque empezaba a temer que, de no sentir tanto amor por su esposa Abbe, le sería
demasiado fácil enamorarse de Brenda Cassidy.
***
Era un sábado bullicioso en Tucson. La ciudad, como todos los sábados, hervía de gente ruidosa,
de mineros y vaqueros con la paga semanal fresca en su bolsillo, dispuestos a gastarla en lo que
fuese: alcohol, juego, mujeres...
Burdeles, cantinas, saloons con juegos diversos, estaban allí como una tentación constante donde
vaciarse los bolsillos alegremente. Las luces salpicaban las aceras de resplandor, pero nadie se
atrevía a disparar tiros al aire o provocar otro escándalo que el inofensivo de las risas, voces, gritos
y canciones. El sheriff Cash Malone, la autoridad local, jamás permitiría desmanes en su ciudad.
Todos temían demasiado sus severas consignas al respecto. Más de un vaquero ebrio, que se atrevió
a entrar a caballo en un saloon, pegando tiros al aire, terminó encerrado durante toda una semana en
una celda, y se vio precisado a trabajar dos para poder pagar la multa impuesta.
Abel Lester se movía entre la multitud que llenaba la ciud-calzada, mirando indiferente a todas
partes con su único ojo visible. Se había despedido aquel sábado del rancho y de los Cassidy.
Morgan le había dado un fuerte apretón de manos, deseándole suerte, y Brenda ni siquiera había
asomado para decirle adiós.
No pensaba entrar en ningún garito de juego, bebida o prostitución. Se había tomado dos cervezas
después de la cena, y eso era todo. Volvía a alojarse en el Hotel Coronado, como al principio.
Ben no había entendido mucho su actitud, pero lo cierto es que no se propasó en protestas,
limitándose a dar un abrazo a su amigo y repetirle que podía contar con él incondicio-nalmente, fuese
en lo que fuese. Y parecía muy sincero al decirlo.
Abel dejó atrás la parte más ruidosa y frecuentada de Tucson. No era ésa la zona que él había ido
buscando ese sábado por la noche. Se detuvo en un porche oscuro, encendió un cigarrillo y
contempló la estación ferroviaria, situada a corta distancia de aquel punto, en el lado más oscuro de
la población.
Brillaban las luces del andén, y otras en un apartadero donde se había situado un vagón de
ferrocarril blindado, de los que se utilizaban para el traslado de valores postales desde fecha
reciente, rodeado por todo un enjambre de hombres armados.
Pacientemente, mientras fumaba, contó hasta una docena de individuos, provistos de rifles y
revólveres, bien formando cerco en torno al vagón, con paseos intermitentes, bien escalonados en el
propio apartadero y accesos, entre fardos y cajas por cargar en algún mercancías.
Era virtualmente imposible asaltar aquel vagón repleto de dólares, pensó Abel. Pero sin duda, a
estas horas su hermano Adam tenía alguna idea concreta sobre cómo intentarlo. Y, ciertamente,
cuando eso sucediera, triunfase en el empeño o no, ello significaría una masacre, porque él no
dudaría en asesinar a cuantos se le pusieran por delante.
Eso, precisamente, es lo que él quería evitar.
Por ello había ido esa misma tarde a la droguería de la ciudad, pidiendo al vendedor unos
determinados productos. El sabía que esos productos, convenientemente mezclados, daban por
resultado una determinada sustancia, muy útil para sus audaces planes.
Porque Abel Lester se disponía esta noche de sábado bullicioso, ni más ni menos que a
anticiparse a su hermano Adam... robando el tren de los miles de dólares.
***
El hombre que se cuidaba de la marmita de café, hirviendo sobre las brasas de una fogata
encendida en el andén techado del apartadero ferroviario, se volvió en una ocasión, sorprendido,
tomando su rifle. Había creído oír un ruido tras de él, en la oscuridad que circundaba el apartadero.
Allá, a cosa de cincuenta yardas de donde él estaba, se alzaba la mole gris y maciza del vagón de
ferrocarril blindado, con su
preciosa carga, y en torno suyo la hilera constante de los hombres armados, velando por su
integridad.
Revisó con la mirada en torno suyo, sin ver nada sospechoso. La repetición del ruido, sin
embargo, esta vez muy claramente, y cerca de donde él estaba, en la zona más oscura del paraje, le
hizo lanzar una imprecación y caminar resueltamente hacia aquella oscuridad.
—¡Alto, quienquiera que sea! —gruñó, asestando su rifle hacia las sombras—. Está prohibido
permanecer aquí. Si no quiere que le vuele la cabeza, salga de ahí. Es mejor que se conforme con
unos días a la sombra, en manos del sheriff Malone...
Pero nadie respondió. El hombre dispuso el cerrojo del rifle y caminó hacia las tinieblas, presto
a hacer fuego a la menor señal de alarma. Cuando el gato, soltando un bufido, saltó ante él,
perdiéndose entre los fardos, estuvo a punto de apretar el gatillo, tal fue su sobresalto.
Se contuvo a tiempo, soltó una maldición y regresó a la fogata.
—Maldito gato... —farfulló—. Menudo susto me dio...
Ya no hubo más ruidos. Removió mejor el café, y se puso a llenar unos potes de lata o de
porcelana desconchada, momentos después. Con todos ellos, fue hacia el vagón y fue repartiendo un
pote a cada hombre de guardia.
—La hora del café, muchachos —anunció jovial—. No hace demasiado frió esta noche, pero eso
os confortará, sobre todo oyendo desde aquí la música de las cantinas en una noche de sábado...
—Tengo unas ganas de que se lleven ese trasto con el dinero... —rezongó uno de los vigilantes
con mal humor—. Nada menos que un sábado, perdido aquí...
El hombre del café sonrió, siguiendo su ronda de aprovisionamiento de la vigilancia. El último
pote fue para el hombre que permanecía dentro del vagón, rifle en mano, pasén-doselo por una
estrecha abertura que le servía para apoyar su arma, a la expectativa de cualquier posible imprevisto.
La noche siguió transcurriendo lentamente. Todo parecía normal en torno al vagón del tesoro.
Pero no lo era. Lenta, inexorablemente, uno a uno, fueron sintiendo todos un profundo e inexplicable
sopor. Y sin poderlo remediar siquiera, soltaron sus armas, cayendo pesadamente al suelo, donde
quedaron inmóviles, profundamente dormidos.
Dentro del vagón se oyó el golpe seco de un rifle al caer de las manos de su dueño. Le siguió un
cuerpo humano, impactando seco en el suelo del vehículo. Luego, un silencio total se extendió por la
zona.
Una sombra emergió entre los fardos, sigilosa. Esta vez no era la de un gato, sino la de un
hombre. Una sonrisa irónica lucía en el rostro barbudo, provisto de un parche de cuero negro. Abel
Lester había conseguido su propósito hasta el momento.
Un gato capturado en el pueblo, oportunamente soltado, y una mezcla que daba por resultado un
fuerte pero insípido somnífero, fácil de mezclar con una bebida como el café, habían sido suficientes
para abatir a toda una docena de hombres, sin hacer un solo disparo. El gato fue quien atrajo la
atención del hombre de la marmita, el tiempo suficiente para echar la mezcla narcótica en el café, y
esperar sus resultados. Estos no se habían hecho esperar.
—Bien —se dijo Abel, caminando sigiloso en la oscuridad, revólver en mano—. Ahora, el resto
del plan...
Llegó sin dificultades a la sólida estructura del vagón. La única forma de entrar en él era por la
puerta, pero ésta estaba cerrada por dentro, como ya imaginara él previamente. Ahora sí iba a haber
un poco de ruido. Pero también eso lo tenía previsto.
Recogió los rifles de todos los guardianes dormidos, los situó sobre los fardos y cajas
almacenados en el apartadero, y pasó luego un tenso alambre por todos sus gatillos, tras mover el
cerrojo de cada arma. Un extremo del alambre quedó atado a un poste del apartadero. El otro lo
llevó consigo Abel hasta el vagón, sin soltarlo.
De sus ropas extrajo el otro adminículo de que se había provisto en el almacén de Tucson,
haciéndose pasar por minero. Un buen manojo de cartuchos de dinamita, capaz de volar un
promontorio.
Lo depositó junto a la puerta metálica del convoy y prendió la chispa. Luego, esperó, agazapado
tras los fardos, siempre con el alambre en sus manos.
El estampido fue aterrador. La noche toda de Tucson se llenó con la llamarada formidable de la
explosión, y el ruido hizo temblar los cristales de toda la ciudad. Una mezcla de sobresalto, estupor y
desconcierto, invadió a todos. Luego, las calles fueron un tumulto desordenado y confuso.
Abel Lester estaba ya en acción. Apenas evaporado el denso humo de la tremenda explosión de
la dinamita, penetró en el vagón, cubriéndose el rostro con un pañuelo mojado, para no sentir la
asfixia del humo tan intensamente.
Llegó junto a las sacas dispuestas sobre una mesa metálica, dentro del vagón. Todas ellas
llevaban impreso el nombre de la Southwest Railroad Co. y aparecían perfectamente selladas y
precintadas. Su contenido, evidentemente, eran billetes y monedas.
Había venido bien preparado. Cargó todo ello en un saco de lona de gran tamaño, que se echó a
la espalda. Y rápidamente, sin soltar nunca el alambre, caminó hacia la salida del vagón, cuando ya
sonaban disparos en las calles de Tucson, y numerosas personas corrían hacia la estación.
Abel sonrió, saltando fuera del vagón. Tiró del alambre sin vacilar, cuando vislumbró al sheriff y
varios alguaciles armados, corriendo hacia la estación, dispuestos a defender la seguridad de aquel
botín.
La hilera de rifles llameó al ser accionados simultáneamente todos sus gatillos por Lester, y eso
obligó a los que venían a tirarse por tierra, parapetándose y disparando furiosamente contra el
apartadero, pero sin atreverse a avanzar más ante aquella descarga nutrida que recibían.
Abel, entre tanto, se perdió en la profunda oscuridad que reinaba al otro lado del andén, pero
sólo para dar un amplio rodeo, cargar tranquilamente su voluminosa saca de lona a lomos de su negra
montura, emboscada en las tinieblas, y con otro rodeo, en torno a la estación y los establos cercanos,
regresar al centro de Tucson por una zona desierta y oscura, y por una callejuela, alcanzar los
establos del hotel, donde introdujo su caballo, y tomando consigo la pesada carga que constituían los
trescientos cincuenta mil dólares en las tres sacas precintadas, subir a su habitación por la pared
trasera, escalándola y utilizando una estrecha cornisa para alcanzar la ventana abierta del dormitorio,
que cerró cuidadosamente tras entrar allí.
Mientras tanto, allá en las cercanías de la estación, seguían los disparos y las voces. Todo
Tucson era un clamor, y la gente se lanzaba a las calles. Tranquilamente, él se encaminó luego a la
salida del hotel, para reunirse con los curiosos, tras meter la saca de lona, bien aplanada, bajo el
colchón de su cama.
Se unió a la curiosa multitud, y con todos ellos asistió, risueño, al descubrimiento del audaz robo
y sus circunstancias, por el enfurecido sheriff Malone. Se organizaron de inmediato grupos de
voluntarios para iniciar la cacería de los supuestos ladrones. Pero la ausencia de huellas en la zona
de piedrecillas donde se hallaba el tendido férreo, sólo lograba dificultar la búsqueda.
—Se han llevado limpiamente todo el dinero, sin herir a nadie —oyó comentar Abel a un
hombre, cerca de él—. Evidentemente, el que hizo eso no era Caín Lester. El hubiera rematado luego
a todos los vigilantes que narcotizó-Abel se encaminó a una cantina, entre otros muchos curiosos,
defraudados por el desenlace de la situación, mientras los voluntarios armados partían en todas
direcciones, en su afán de dar con ladrones y botín.
Mientras tanto, el verdadero ladrón, tranquilo e impune, tomaba una jarra de cerveza en un local,
mientras una rolliza rubia bailaba en un tablado, exhibiendo sus voluminosos encantos.
Abandonó luego el local, sonriendo para sí al imaginarse la ira de su hermano Adam cuando
conociera detalles del robo y supiese que alguien se le había anticipado en sus planes. Le hubiera
gustado poder ver la furibunda reacción de Adam cuando eso sucediera.
Pero en realidad, sabía que muy pronto iba a encontrarse nuevamente con él frente a frente. Adam
le buscaría hasta en el fin del mundo, cuando sospechara que había sido él quien robó el dinero. Esos
trescientos cincuenta mil dólares, después de todo, eran el dorado cebo para pescar a un pez gordo.
Sin embargo, Abel no había previsto que, posiblemente, su pez era más listo de lo que imaginaba
y que, no tardando mucho, descubriría la existencia de ese cebo.
Lo empezó a sospechar demasiado tarde.
Cuando, apenas llevando dos horas profundamente dormido, un frío contacto en su sien le
despertó bruscamente. Era el roce de un objeto cilindrico de acero, muy significativo. De nuevo el
desagradable chasquido del percutor de un revólver le llegó nítido al oído.
Y la misma fría voz de aquella tarde en los pastos, le conminó en las sombras de su dormitorio:
—Vaya, hermano. Volvemos a encontrarnos, ¿eh? Y esta vez sí voy a matarte, maldito seas, por
haber querido burlarte de mí y dejarme con un palmo de narices... Entrégame ese dinero, hijo de
perra. Y luego disponte a bien morir...
CAPITULO IX
Alguien encendió la luz del quinqué sobre su mesilla. A su claridad amarilla, descubrió hasta a
cuatro hombres más, todos ellos rodeándole con sus armas en la mano, aviesa la expresión. Pero
ningún gesto era más amenazador y temible que el de Adam Lester, su propio hermano, convulso y
enfurecido por la burla de que había sido objeto.
—Vamos, levántate —ordenó acremente Adam, presionando con su cañón en el parietal de Abel
—. Y no intentes ningún truco. Ya veo que no eres el que yo imaginaba, hermano. Conque Abel, ¿eh?
Y en cuanto me doy la vuelta, se apodera de lo que era para mi...
—Tú no me dijiste que estuvieras en Tucson para robar ese tren...
—Maldito bastardo, no hizo falta que te lo dijera. Sumaste dos y dos, y te dieron cuatro. Siempre
has sido el listo de la familia. De modo que ese dinero tentó ál fin al santo varón, ¿eh? —soltó una
risotada ominosa—. Pues ya ves por dónde, no me he dejado engañar por tus malas artes. En cuanto
supe que el robo se había hecho con inteligencia, rapidez y sin derramar sangre, en seguida me dije:
¿Quién ha podido hacer algo así, sino mi hermanito del alma, el puritano Abel? Y a por ti he venido.
—Como ves, no niego que lo haya robado. ¿Por qué pelearnos por ese dinero? Es una fortuna.
Hay para todos. Sólo que, hechas las cosas a mi modo, hemos evitado una matanza inútil.
—¿Inútil? ¡Me hubiera encantado bañar en sangre a esta cochina ciudad! —bramó el irritado
Adam Lester, que parecía encajar bastante mal el haber sido destronado por su propio hermano—.
Pero dejemos eso ahora, Abel. El dinero. Quiero el dinero.
—Como podrás suponer, no pienso dártelo si acabas de amenazarme con matarme de todos
modos —sonrió Abel, sarcástico.
—Escucha, rata asquerosa —silabeó Adam—. Estoy harto de ti. Y voy a matarte. Pero antes
quiero el dinero. De ti depende que tu muerte sea lenta o muy breve. Si me das el botín, te volaré la
cabeza de un tiro, y asunto concluido. Si no hablas, vamos a torturarte hasta morir. Pero conozco
torturas que pueden hacer durar a un hombre hasta una semana, implorando a cada segundo morir
para no seguir sufriendo. Ahora ya estás avisado, hermano.
—De modo que piensas seguir siendo verdaderamente el Caín de la familia, asesinando a tu
propio hermano...
—Empiezo a estar harto de ti. Algo me dice que no vas a traerme sino problemas, querido Abel.
No me detendrá que tengamos la misma sangre. A fin de cuentas, toda es igual: roja. Vamos, no tengo
tiempo que perder. Hazlo menos difícil. Habla. Quiero ese botín ahora mismo, Abel. Lo tendré, hagas
lo que hagas, porque no hay ser humano, por fuerte que sea, que resista la mitad de torturas que yo
conozco.
—¿De modo que no hay trato ya? ¿No me admites en tu banda después de probarte lo que valgo?
—Ni por todo el oro del mundo te llevaría a mi lado. Eres como un escorpión en la mano. Me
picarías en cuanto moviera un dedo. No, hermano. Te mataré. No hay otra solución. Luego afeitaré tu
cara y te quitaré ese ridículo parche. Ese será el fin de la historia de Caín Lester. Ya no me buscarán
a mí porque creerán tener mi cadáver. Y yo, con ese dinero, lejos de aquí, seguiré tu ejemplo: una
buena barba y un parche en un ojo, me harán una nueva personalidad respetable...
—Veo que lo tienes todo bien pensado...
Pero en su esfuerzo, había asomado la cabeza lo preciso, un poco más de lo prudente. Ben
disparó en ese momento.
El impacto de la bala hizo crujir horriblemente el cráneo de su hermano. Abel Lester captó ese
chasquido mortífero no lejos de su propio rostro, y sintió un profundo escalofrío de horror. Pero supo
que el leal Ben acababa de devolverle el favor, salvándole la vida.
Su vida, a cambio de la de Adam Lester, el asesino, que oscilaba ya, muerto en pie, con medio
rostro desfigurado por el destrozo de una bala de calibre 45. Su brazo soltó a Abel y se desplomó
lentamente, sin exhalar ni un gemido.
Su esbirro, entre tanto, había disparado sobre el cuerpo al descubierto de Ben. Y éste se doblaba,
herido en algún punto de su cuerpo. Abel, rápido, se arrojó a tierra y alcanzó el revólver que
perdiera su hermano Adam al morir. Desde el suelo disparó sin vacilar sobre el último de la banda.
Este pegó un salto atrás, como si le dieran un mazazo, golpeó el porche y rodó sin vida encima de la
acera entarimada. La banda de Adam Lester había sido exterminada. Y con ella, su propio cabecilla,
el falso Caín Lester de tantos años de terror y de sangre-Abel corrió adonde yacía encorvado Ben.
Este le vio venir, sonriendo, aunque con un rictus de dolor. Meneó la cabeza negativamente.
—No temas, muchacho —dijo—. Este viejo truhán tiene la piel muy dura para morir de un simple
balazo en el costado, estoy seguro... Lamento... lamento haber matado a tu propio hermano, pero no
tenía otro remedio.
—Claro, Ben —observó que, ciertamente, la herida con orificio de entrada y salida, no parecía
interesar ningún órgano vital. Vio venir a tres vaqueros del rancho de Cassidy, armados de revólver,
a reunirse con Ben—. De modo que incluso reclutaste gente para ayudarme... ¿Cómo pudiste saber lo
que ocurría, Ben?
—No era difícil. Había empezado a advertir que eras un tipo raro, muchacho. Cuando supe lo del
robo y el modo en que se había efectuado, en seguida até cabos e imaginé que era cosa tuya, y que
eso irritaría a un tipo como Caín Lester, que sin duda venía al olor del dinero fácil. De modo que
tomé precauciones, pidiendo a unos muchachos que me acompañaran a la población, pero no a
divertirnos, sino a vigilar tu hotel y esperar, por si sucedía lo peor, como así ha sido. Lo que nunca
pude imaginar es que tú fueras... el hermano de Caín Lester...
—No. El nunca fue Caín Lester. Pero dejaba que todos lo creyeran, Ben. Caín no era un buen
chico, pero pudo haberlo sido. Su muerte no fue del todo injusta, pero murió por delitos que había
cometido Adam, nuestro tercer hermano, un maníaco de la violencia y de la sangre... Eramos trillizos,
¿entiendes? Los tres idénticos...
—Dios del cielo, claro. Entonces tú, eres...
—Abel Lester —suspiró él—. Y no tienes que disculparte de nada. Este era el fin inevitable para
mi hermano. Te debo la vida, Ben...
—Estamos en paz, recuerda —sonrió él, mientras le ayudaban todos a taponar la herida para
evitar la hemorragia.
—Cierto —admitió Abel—. En cuanto al dinero...
—¿El dinero? Lo tendrás tú, imagino...
—¿Yo? —Abel miró con asombro a Ben—. Claro que no. Estaba arriba, pero ellos encontraron
sólo tres sacos de café al registrar la habitación...
—Cielos, no es posible. Yo no he tocado nada. Ni mis muchachos tampoco, palabra. Alguien,
entonces, se ha aprovechado de la ocasión, robando ese dinero...
—No era para mí, Ben, tienes que creerme. Sólo era un señuelo para atraer a Adam a una trampa
y entregarlo a la Justicia, pero falló. Y ahora el dinero ha volado...
En ese momento, varias personas armadas de rifles venían hacia ellos. Alarmado, Abel
reconoció al sheriff Malone y a algunos comisarios suyos. Procedían de su oficina, a la que sin duda
acababan de llegar, de vuelta de la fallida cacería. Enfilaron con sus rifles a todos ellos. Luego,
Malone avanzó, severo, hacia él.
—¿Es usted Abel Lester? —preguntó, con voz potente.
—Sí, sheriff —afirmó Abel—. Ya no quiero ocultar nada. Ese hombre que yace ahí es mi tercer
hermano, Adam Les-ter. El que siempre se hizo pasar por Caín Lester, para que éste cargase con
todas las culpas. Yo soy inocente de todo, pero respecto al dinero, sí debo confesarle que...
—No tiene que confesar nada, Lester —cortó rudamente el sheriff—. Lo sé todo. Venga conmigo
a la oficina.
Abel asintió pesadamente. No podía hacer nada por evitarlo. El mismo se había metido en la
trampa. Era el autor del robo de los trescientos cincuenta mil dólares. Y eso es lo que contaba ahora.
Lo demás, no le importaría mucho al sheriff.
Entró en la oficina, escoltado por los hombres del sheriff y por éste mismo. Su primer sobresalto
fue al mirar sobre la mesa de la oficina.
Allí estaban, intactas, las tres sacas de la compañía ferroviaria.
—Que el diablo me lleve... —comenzó Abel, palideciendo.
—Amigo Lester, no diga nada —sonrió inesperadamente el sheriff apoyando una mano en su
hombro—. Esa nota, en su brevedad, es suficiente. Gracias por tan gran servicio a la sociedad,
muchacho. Ciertamente, si sus hermanos fueron gente indigna, usted limpia sobradamente su apellido
y su sangre con este comportamiento. Ha recuperado y devuelto una fortuna. Tucson, la compañía
ferroviaria y yo mismo, le estamos muy reconocidos por todo. Cuando acabo de entrar aquí, y
encuentro ese dinero, ya podrá imaginar lo que siento...
Asombrado, Abel estaba leyendo una nota, depositada junto a las sacas, donde se leía, en
caracteres de imprenta, trazados con mano firme:
Una nota que él jamás había escrito. El ladrón que le robó a él, no sólo devolvía el dinero, sino
que firmaba con su nombre. ¿Quién podía ser ?
—Abel, cariño...
Se abrazaron fuertemente. Sus labios se encontraron.
—Abbe, mi amor... Ya he vuelto. Todo terminó...
—Lo sé —musitó ella al apartarse y mirarle, risueña, a los ojos—. Lo sé muy bien, Abel. He
leído algunos periódicos. No se habla de otra cosa. Los pasquines han sido retirados.
—Y un tal Ben Craig ha cobrado diez mil dólares en Tuc-son —sonrió Abel—. Yo no acepté un
solo dólar de esa recompensa. A fin de cuentas, era mi hermano...
—Tampoco aceptaste el dinero de la compañía, dice el periódico —sonrió Abigail, colgada del
cuello de su marido—. Eran treinta y cinco mil dólares. Es una locura, ¿no crees? Tenías derecho a
ello por devolver el dinero robado... Hubiéramos podido iniciar una nueva vida en alguna parte...
—No, Abbe. Tú no lo entenderías ahora, pero no hubiera sido un dinero limpio, honrado. No
merecía ese premio, créeme. Te lo explicaré más adelante...
—No tienes que explicar nada —sonrió ella dulcemente—. Lo sé todo.
—¿Eh? ¿Que tú... qué? —jadeó Abel, perplejo—. No es posible... Nadie puede saber... Sólo
Ben, allá en Tucson... Ni siquiera los Cassidy sospecharon jamás...
—Ah, los Cassidy —suspiró Abbe, enigmática—. Hermosa criatura Brenda Cassidy, ¿no, Abel?
—Pero, ¿qué... qué estás diciendo? —Abel retrocedió, asombrado, indeciso ante la extraña
clarividencia de su joven esposa.
—La verdad, llegué a temer por tu fidelidad, aquella noche, con las estrellas, el suave olor a
yerba fresca y esa chica mirándote de aquel modo, demostrando con su mirada lo mucho que tú le
gustabas...
—¡Abbe! —clamó Abel, estupefacto—. Es imposible. No puedes saber esas cosas... ¿Qué clase
de hechicería es ésta?
Ella se echó a reír. Movió la cabeza dulcemente.
—Mi querido Abel... Nada de brujería. No temas. Sé que me fuiste fiel, aunque admito que era
difícil conseguirlo...
Abel, mi vida... ¿sigues preguntándote todavía quién alcanzó a aquel hombre que iba a matarte en
la cantina, y quién cambió por café el botín del robo en el tren?
—¡Abbe! —la tomó por un brazo, frenético—. Esto es demasiado. Nadie, excepto yo, conoce
tantos detalles... ¿Qué sucede aquí?
—Vamos, vamos, ¿es que no entiendes aún la respuesta? Te seguí, Abel.
-¿Qué?
—Te seguí. Vestida de hombre, sin que tú lo supieras... Así pude salvar tu vida en Tucson, evitar
que el dinero cayera en manos de Adam y te matase... También estaba allí por si tenía que matar a
Adam antes de causarte daño a ti, pero fue Ben quien lo hizo, y me alegré de ello. Detestaba tener
que derramar la sangre de tu propio ser...
—Dios mío, Abbe... Tú, el amigo misterioso y anónimo que tanto me intrigaba...
—Así es. Y no lo hice mal del todo, ¿verdad? —sonrió ella, feliz.
—¿Devolviste también el dinero al sheriff? ¿Escribiste aquella nota?
—Sí, cariño. Esperaba que cobrases la recompensa —rió de buena gana.
—No seas cínica. No hubiera sido justo ni honrado.
—Es posible que tengas razón, pero nos tomamos ambos tanto trabajo para salvar ese dinero...
De no ser por ti, ahora estaría en manos de Adam Lester.
—Y de no ser por ti, yo ahora estaría muerto —abrazó a Abbe—. Eres una esposa muy valiente y
decidida, cariño. Nunca olvidaré cuanto hiciste por mí...
—Bueno, eso ya pasó. Un viejo amigo nuestro, el rural Wilcox, vino a informarme personalmente
de que ya nunca verás el rostro de un Lester en un pasquín, a menos que tú te hagas forajido... o
que tengas otros varios mellizos.
Ambos rieron de buena gana. Luego, Abbe tendió algo a Abel.
—Ah, de paso, el rural Wilcox nos dejó esto. Es para ti... en nombre del Gobernador del
Territorio de Arizona...
Perplejo, Abel Lester tomó lo que ella le tendía. Era un cheque a su nombre. Por valor de quince
mil dólares. Llevaba una nota prendida, firmada por el propio Gobernador:
«Amigo Abel Lester:
Enterado de la injusta persecución de que fue objeto por un error, y en vista de su honradez en los
sucesos de Tucson, que permitieron recuperar un dinero robado, y limpiar de malhechores toda la
región, me permito ofrecerle este humilde obsequio que espero acepte y destine a lo que mejor le
parezca.»
—Como ves, es una orden del Gobernador —rió Abbe—. No puedes rechazar ya más dinero.
Sólo es un obsequio, no un premio. Y con ese dinero, podemos dejar esta casa solitaria e iniciar una
nueva vida en un sitio mejor...
—Como quieras, Abbe, como quieras —suspiró Abel, devolviéndole el cheque—. Después de
todo, es como si tú fueses quien ganó esta recompensa...
FIN