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Las diez

y una noches
Diez y una historias para leer en la cama. Diez y una
historias para endulzar tus sueños.
“Una noche de amor es un libro menos leído.”
- Honoré de Balzac
Índice
3 LA PRIMERA NOCHE 47 LA SÉPTIMA NOCHE
Una procesión de Ríndete
pasión y frases de Brenda B. Lennox
amor
Cristina Cano 49 LA OCTAVA NOCHE
Sus fantasías swinger
7 LA SEGUNDA NOCHE o de cómo nos
Fiereza anal en el convertimos en una
“salón de té” de la pareja liberal
plaza Strinfork Cristina Cano
Valérie Tasso
61 LA NOVENA NOCHE
12 LA TERCERA NOCHE Historia de una
MIND FUCK: la historia ninfómana (parte I)
de sexo de Andrea María Esclapez
Karen Moan
68 LA DÉCIMA NOCHE
22 LA CUARTA NOCHE Porno para mujeres.
Una historia bondage Secuencia 1: cuerpos
(IV): tablas celestiales, gozo
Mimmi Kass
universal
Valérie Tasso
31 LA QUINTA NOCHE
La sexóloga y su editor: 73 UNA NOCHE DE MUJERES
una lección de sexo No va a cambiar
Lis Hernández
nada entre nosotras
Thais Duthie
38 LA SEXTA NOCHE
Fruto prohibido
Silvia C. Carpallo
LA PRIMERA NOCHE

Una
procesión
de pasión
y frases de
amor
Cristina Cano

Todo empezó el 18 de octubre


de 2014. En la noche, Córdoba
se agolpaba frente al Patio de
los Naranjos, para ver la salida de
una procesión extraordinaria: María
Santísima de la Paz y Esperanza.

Las conversaciones se convertían


en murmullos, y estos en bisbiseos
que antecedían a los clics y flashes.
La penumbra se abría en la divina
iluminación natural de los cirios,
y los shhh recorrían las primeras
filas, cuando noté su cercana presencia a mi espalda.
Disimuladamente, me giré; intuitivamente, sabía que era
bello.

La Virgen salió, y las cornetas y tambores comenzaron a


mezclarse con los vítores y aplausos que la recibían.

Frases de amor

– La Virgen es lindísima –dijo con marcado acento francés–,


pero yo estoy aplaudiendo a una divinidad –concluyó, y
dio un paso al frente para alcanzar mi posición.

Le miré. Me miró y sonrió.

–Soy ateo –continuó–, pero hoy pongo mi religión a prueba.


Pensé que no había seres superiores, y que de haberlos,
serían estéticos; bellas figuras inertes, como la de esa
impresionante talla que bambolean –prosiguió, con
académico ritmo y melodía–. Pero, puede que me haya
equivocado; puede que todos estos años de estudio,
descifrando borrones de tinta sobre papel amarillento, me
hayan cegado. Y eso solo lo puedo saber porque, hoy, mi
mirada te está conociendo.

Mis defensas languidecieron. Años de entrenamiento para


proteger mi imagen de mujer inaccesible caían, en capas,
como armaduras de sedoso metal.

–Perdón, ¿nos conocemos? –pregunté automáticamente,


sin reparar en que mi tono daba cuenta de que me moría
de ganas porque siguiera hablando.

–Probablemente no. Estoy casi seguro de que no nos


conocemos porque eso es precisamente lo que pretendo

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–continuó con dulzura–. De cualquier modo, me llamo
Saúl.Enchanté –susurró extendiendo su mano.

Los invisibles hilos del espíritu de un titiritero alzaron mi brazo


y posaron mis dedos sobre su mano. Esa leve y ceñida
caricia abrió una puerta que jamás cerraría: la imagen de
su cuerpo desnudo hendiendo mi sexo sin piedad.

Pasión

Tras las presentaciones, y otros piropos añadidos, decidimos


abandonar la procesión y peregrinar a esos parajes donde
los recuerdos se derraman sobre la espuma.

Los minutos caían sobre las cervezas, las palabras se


almacenaban escritas en nuestros oídos y las sonrisas… Las
sonrisas nos despojaban de los miedos y prejuicios.

–Nunca he hecho esto –le dije–, pero quiero que vengas a


casa conmigo. ¿Te apetece? –le pregunté electrizada en
vergüenza y nervios.

–Bien sûr, claro María, soy tuyo desde el instante en que me


imaginaste, detrás de ti, en el Patio de los Naranjos. Y, desde
ese momento, solo deseo idolatrar cada centímetro de tu
piel, y abocarla al deseo de volver a ser reverenciada…

Me dejé halagar, hasta que un breve silencio elevó


tímidamente sus alas. Y yo le besé, cortándolas de cuajo. Y,
como ángeles, volamos al refugio de mis sábanas, donde
encontré la voluntad de ser poseída. Y él me hizo suya,
cumpliendo su palabra.

Salvaje, me desnudó, y convirtió sus frases en lengua, y mi


sexo en su devoción. Y cuando creí estar en paz, me dijo

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que debía someter a su diosa; a mi diosa, que eres tú, dijo.
Y en mi cabeza, vestía como un centurión romano. Y,
después, como un gladiador echando la red a la bestia.
Y en el centro del Coliseo, y sus onduladas sábanas como
arena, estaba yo, desnuda, inerme y a la vez protegida por
su sexo, que me ahogaba en pasión…

Siete días después, Saúl regresó a Aix-en-Provence. Y, desde


entonces, alimento la esperanza de peregrinar al sur de
Francia para sentir paz, para sentirme humana.

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LA SEGUNDA NOCHE

Fiereza anal en el
“salón de té” de
la plaza Strinfork
Valérie Tasso

Ellen mide un metro setenta y dos. Su


complexión es fuerte pero esbelta, de
anchas espaldas y pecho pequeño,
glúteos firmes y musculatura general
marcada, pero elástica. Los rasgos
de su rostro son angulosos y rectos,
lo que, junto a su largo cuello, ojos
verdes y melena castaña, le confieren
una muy notable y singular belleza
andrógina. Su pareja, Lars, apenas
mide un par de centímetros más que
ella. Su aspecto es delgado y un tanto
frágil, pero firme y carismático en sus
gestos. Posee una mirada profunda y sincera enclavada en
un rostro armonioso y sugerente, que lo dota de la belleza
de la inteligencia.

Los lavabos públicos de la plaza Strinfork, situados junto a la


salida 8 del metro, alinean ocho retretes repletos de las más
obscenas inscripciones. Frente a ellos, tres piletas donde
lavarse las manos y un dispensador de papel secante,
que normalmente está vacío. Un espejo largo, vencido
ya por el óxido en sus esquinas, corona las tres piletas. Al
entrar, el olor es una mezcla de amoniaco, ambientador
industrial, humedad y un inconfundible toque de algo
desagradablemente orgánico. Los lavabos públicos de la
plaza Strinfork no son un lugar para pasar la luna de miel
ni un monumento para ser visitado por turistas. Ellen y Lars
saben todo esto y, sin embargo, se dirigen hacia allí.

–De verdad que no sé dónde os metéis los huevos en estos


pantalones de corte italiano –dice Ellen, intentando aflojar
la presión que el tiro del pantalón ejerce en su vulva.

Lleva el pelo recogido bajo una gorra, incipiente barba y


bigote postizo, así como un ostentoso reloj en su muñeca.

Lars contempla por un momento el aspecto varonil de Ellen,


y no puede dejar de sentir una poderosa excitación al ver a
su mujer así caracterizada.

–¿Es de fiar la información de tu amigo? –le pregunta Lars,


observando el andar aplomado de Ellen sobre las zapatillas
deportivas.

–Si él dice que ese lugar es el templo del tea-room en esta


ciudad, seguro que es el sitio apropiado… Aunque nunca
sepa muy bien lo que se hace, siempre sabe lo que dice.

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Lars permite que Ellen avance unos centímetros para poder
observar su firme trasero compactado en los pantalones. Es,
indudablemente, el culo que envidiaría cualquier cachas
de esos que se crían en los gimnasios, piensa.

–No dudo que él haya pasado antes por aquí, su afición por
los encuentros eróticos fortuitos en lugares públicos es bien
conocida –continúa Lars–…Solo hay una cosa que no me
ha quedado clara: el término “tea-room” de los ambientes
gais americanos o el británico “cottages” para las prácticas
homosexuales entre desconocidos en lavabos públicos,
¿hacen alusión a que los lavabos públicos ingleses tienen
aspecto de salones de té? O ¿se debe a que el nombre de
“tea party” ya estaba cogido?

Ellen esboza media sonrisa bajo el bigote.

Cuando llegan a las estribaciones de los lavabos, un


individuo enfundado en una sudadera con capucha, que
le cubre la cabeza, se acerca sigilosamente. Lars no puede
evitar dar un paso delante de Ellen, para interponerse entre
ella y aquel tipo demandante.

–¿Cottagers? –se limita a preguntar el de la sudadera, que


parece no advertir el travestismo de Ellen.

Lars asiente con un gesto.

–Ok, ok, come in…

Lars entra primero en los lavabos, y descarta los dos


primeros de la derecha por estar ocupados. Puede oír el
rítmico golpeteo, cada vez más violento, contra el tabique
de separación, y cómo los gemidos se mezclan con algo
que, pese a desconocer el idioma, parecen insultos. Entre

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el cuarto y el quinto retrete hay un glory hole toscamente
horadado en la mampara, a una altura aproximada de
unos setenta centímetros del suelo, y por el que podría
pasar un balón de rugby. Sin apenas dudarlo un segundo,
le indica a Ellen que pase al quinto, no sin antes recordarle
algo antes de entrar:

–Voy a darte por el culo como nunca te han dado…

Ellen entra en los dos metros cuadrados del retrete, y al


percibir el agujero, adivina las intenciones explicitadas por
Lars. Puede oír como este ha empezado a desabrocharse
los pantalones, mientras el tintineo del cinturón se mezcla
con los ruidos de las letrinas contiguas. Su excitación va en
aumento, y respira aliviada cuando desliza sus pantalones
y bragas por sus torneadas piernas, liberando a su coño del
pantalón.

De soslayo, percibe una tremenda erección apareciendo


por la oquedad, y apoya su mano derecha contra el
tabique opuesto, para exponer su culo a las embestidas de
Lars. Su mano izquierda diestramente se acaricia la vulva, ya
jugosa y ofrecida a sus propios tocamientos, cuando nota
la polla de Lars acercarse palpitante, inusualmente grande,
ancha y expandida hacia su ano… Un gemido seco se
arranca desde lo más profundo de su garganta. Siente a la
perfección cómo el glande de Lars pugna por adentrarse,
venciendo, finalmente, la natural resistencia de su esfínter.
Con la polla ya alojada en su culo, los movimientos y el ritmo
con el que profundiza y se retira por tan estrecho pasadizo
hacen que dolor y placer se combinen diabólicamente, y
le procuren un gozo que se le antoja como absolutamente
novedoso.

Ellen incorpora un poco la cabeza, a fin de tomar el aire

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que le exige su cuerpo, y percibe, por primera vez desde
que entró en la letrina, un pequeño agujero en la pared del
siguiente retrete, apenas a cuarenta centímetros de su rostro,
por el que una pupila la está observando atentamente. El
vaivén de la polla de Lars, su propio dedo acariciando el
clítoris y la excitación de este nuevo descubrimiento hacen
que Ellen tenga auténticas dificultades para contener el
orgasmo. Mientras nota un ligero temblor en sus piernas que
anuncia la inminencia del clímax, aprieta con fuerza sus
glúteos, lo que produce que Lars emita un sonoro gruñido,
junto a un exabrupto de placer, que Ellen escucha como si
proviniera de otro mundo. La voz de Lars se ha vuelto más
aguda, su timbre es distinto y la expresión empleada se le
hace incomprensible.

Ellen fija la mirada, desafiando la pupila que, de frente y


a corta distancia, la observa sin querer perderse detalle
alguno. Hay algo en ella que le resulta enormemente
familiar; su particular color castaño, la ligera melancolía del
párpado cuando cae sobre ella para lubrificarla, la fijeza
con la que se clava en su expresión de gozo… Esa pupila…
Justo cuando cree haber descubierto que la pupila
que la observa de frente pertenece a Lars y que, como
consecuencia, no tiene la menor idea de quién la está
penetrando cual animal en celo, desde la pared de
atrás… Justo en ese instante, el pensamiento de Ellen se
ve ahogado, desarticulado, abatido y definitivamente
arrasado por un orgasmo tan poderoso, que ni la más
fiera presa hubiera podido contener.

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LA TERCERA NOCHE

Mind Fuck:
la historia
de sexo de
Andrea
Karen Moan

Por fin encuentro la foto para el


perfil del móvil, un esponjoso conejo
blanco. Karen se descojonará al
verla. Las maravillas del país de
Alicia dieron mucho juego a nuestra
imaginación y nos encantó la idea
de teñirme el vello púbico de blanco
en la próxima fiesta, en la que
recrearíamos ese cuento.
La curiosidad nos mueve, nos estimula, nos lleva a meter las
narices en una madriguera. Descubriríamos ese viaje de la
realidad al sueño, el despertar del alter ego que representa
nuestra naturaleza más extrema, y la revelación de la
locura, que, en mayor o menor medida, todos padecemos.

Llega un mensaje de Mario.

«Ayer le hablé de ti, de primeras se enfadó y casi se va de


la cama.»

«Has tardado mucho en hacerlo.»

«Joder, si la conozco hace un mes.»

«Sí, pero ya has follado con ella tres veces.»

«Me gusta la foto del conejo. ¿Cuándo te voy a ver?»

No contesto, no tengo ganas.

Antes de guardar el móvil le mando un mensaje de ánimo


a Karen. Anoche perdí la cuenta de los tequilas después del
quinto, bebimos más rápido de lo habitual y su intención de
ahogar los celos no funcionó. Pobrecilla, hay demasiadas
personas en esa relación mal llamada poliamorosa, que no
hablan, no evolucionan, y solo se limitan a bailar en torno a
las sesiones de los dos DJs.

El metro llega a Gran Vía, me bajo y ando lo más rápido


que puedo entre la multitud; algunos se apartan ante la
pisada de mis Dr. Martens, los pinchos de la cazadora y
mi cara de mala hostia. Quería llegar media hora antes al
estudio pero ni oí el despertador, o a lo mejor ni lo puse.

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Al llegar está todo listo. Saco la máquina, analizo la luz y
el decorado. El silencio es extraño. Nadie dice nada, y las
breves instrucciones de la maquilladora y el maestro en
Shibari se producen entre susurros.

Este se dirige a mí.

–Necesito que estés lo más cerca posible nuestra, sin


tocarnos. Cuando empiece no seré consciente de tu
espacio, tendrás que apañarte.

–Entendido.

Siempre que fotografío sesiones de cuerdas me cuesta un


poco concentrarme, cuando en un determinado momento
la visión de la fibra que aprisiona la piel me hace desear
que sea la mía. Me mimetizo y, casi inmóvil, dejo que solo
mis ojos y mis manos sean libres. Es curioso porque ocurre al
ver las marcas en los cuerpos a través del objetivo. Fuera de
las sesiones de fotos, soy yo la que ata.

La decoración es envolvente, inspirada en Japón. Largas


telas de seda colgadas cubren parte del suelo, en el
centro un tatami de madera oscura y dos postes verticales
permiten la suspensión. La modelo lleva un kimono de seda.
Oigo un suspiro. Es la chica, tras el desliz de la cuerda entre
sus piernas. Me fijo en ella por primera vez, pelo azul, largo,
moviéndose como un péndulo sincronizado con su cuerpo.
En los párpados han maquillado dos ojos, de manera que
aunque los cierre, parecen siempre abiertos para observar
el exterior mientras viaja dentro de sí, en un recorrido de la
luz a las sombras. Un tatuaje con forma de corazón asoma
en su pálido hombro, y el kimono, ya desordenado con las
ataduras, deja entrever una figura de formas redondeadas,
cómodas. Esas pieles cálidas a las que adoro acariciar.

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Esta vez su suspiro se transforma en gemido, en un hilo
de voz que sugiere una atadura más. Noto un leve sudor
en las manos. Solo se oyen los clics de la cámara, el casi
imperceptible ruido de los correajes sobre la seda y sus
respiraciones… Respiraciones, entrecortadas y profundas.
Entrecortada la de él, profunda la de ella. Tira del pelo de
la modelo, primero suave, luego con fuerza hasta que sus
caras están pegadas. Ella abre un poco los labios, él se
acerca hasta que la distancia no se aprecia. Hago zoom,
me tiembla un poco el pulso. Aún no la ha rozado, y tras
varios segundos, la suelta. Su gemido ahora es decepción.
Las cuerdas continúan su trabajo, la inmovilización, la
presión en puntos energéticos vitales, la sumisión y el delirio.
Intento alejarme de la excitación, tengo que serenarme
para acabar bien el trabajo. Me concentro en los preciosos
nudos, sin mirar la piel, desenfocándola. Como en todas
mis sesiones, cierro los ojos, y lanzo el disparador, las tomas
del inconsciente, las llamo. Consigo terminar la sesión un
poco más calmada. Me dirijo a la maquilladora y en un
susurro le digo que me voy, y que le comente al maestro
que en un par de días tendrá el trabajo.

Ando a casa a paso rápido, a lo mejor la hora de ejercicio


calma la ansiedad de mi cuerpo. A pesar del frío hace sol,
y el calor de los rayos se unen al mío, interno. Al llegar me
tiro al sofá, las escasas horas de sueño vencen la excitación
y me quedo dormida…

–¡Qué voz!

La suya suena divertida, es Karen, al teléfono, al que he


respondido aún sin abrir los ojos.

–Sí, estaba dormida.

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–Gracias por la imagen del conejo, llevo todo el día
riéndome.

–Te gustará verlo cuando lo decolore.

–¿Lo vas a hacer? ¡Te quiero! ¿Qué tal Mario?

–Sigue follando con otras, aún no lo entiende.

–Dale tiempo Andrea, no es fácil.

–Lo sé, creo en él, pero mi paciencia es finita.

–Tu paciencia es inexistente. Debe gustarte mucho.

–Joder, sí.

La presencia de Mario en mi cabeza es constante desde


que le conocí. Fue en el Volta, hace dos meses, uno de los
jueves en los que nos juntamos para leer y comentar el libro
Opening Up. Tras la lectura, solemos quedarnos a charlar,
o a jugar en el reservado que el Volta permite usar, si eres
kinker.

Está al fondo del bar, tiene dos entradas con cortinas para
acceder a él. Si no conoces el sitio, entiendes que es un
área privada, aunque si eres observador, dependiendo de
tu situación en el bar, puedes adivinar que hay algo más.

Esa noche estábamos solas mi amor Morna y yo,


y había un grupo desconocido cerca de la entrada. Nos
encontrábamos en medio de una especie de role-play,
a ambas nos encantaba el juego. Habíamos quedado
varias veces para que me enseñara técnicas de retoque
fotográfico y en las clases había sido maleducada

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y provocadora, como una alumna imposible ante una
profesora impaciente. Sabía que Morna había tocado
límite cuando me agarró fuerte el muslo y me dijo que
íbamos adentro. Debía estar tan caliente y enfadada que
ni siquiera iba a esperar al sábado, que era cuando nos
tocaba la clase siguiente. También supuse que el hecho
de haber elegido una falda de tablas a cuadros había
accionado el clic.

Me fijé en el grupo que había de camino al reservado y


entonces le vi. Los tatuajes son imanes para mí, y él debía
tener muchos, ya que ambos brazos estaban cubiertos. En
nuestro breve paseo al interior de la zona privada le miré
directa a los ojos. Él supo que iba a pasar algo.

Dejé la cortina entreabierta, mi compañera ni siquiera se


dio cuenta, aunque sabía que un poco de voyerismo nos
ponía a las dos.

Estábamos de pie, una frente a otra. Empezó a acariciarme,


lenta, alternando caricias con unos ligeros arañazos, allá
donde tocaba mi piel. De vez en cuando yo miraba fuera.
El chico tatuado ya no prestaba ninguna atención a la
conversación de su mesa, tenía el ceño un poco fruncido y
parecía nervioso.

Grité cuando Morna me mordió en el hombro.

–¿Te ha dolido? Lo siento, pero deberías prestarme atención.

Tenía razón, no estaba con ella al cien por cien. El tatuado


me desconcentraba, pero aún así, su tono condescendiente
me molestó y quise apartarme.

Pero ella me sujetó contra la pared, agarrando firme mis

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hombros. Sostuvimos la mirada hasta que yo la bajé.

Morna empezó a lamer el mordisco, subió mojándome


de saliva hasta que llegó a mi boca, y metió la lengua, sin
soltarme. Me gustaba, su lengua era grande, todo en ella
lo era. Casi nunca me besaba, cuando lo hacía era para
tranquilizarme, sabía lo mucho que me gustaba perderme
en los besos. Cuando mi respiración se calmó, Morna se
sentó en el sofá, y con ambas manos me instó a arrodillarme
sobre ella.

–Andrea, eres muy irrespetuosa, necesitas un buen


correctivo. He perdido el tiempo contigo durante dos
semanas, y no pienso hacerlo más.

Joder, los azotes y las manazas de Morna. Bien, me lo había


ganado a pulso. Con ella nunca sabía si el castigo sería
físico o mental. Aunque cuando elegí la falda de colegiala
deseaba lo primero. Mi cuerpo se puso en alerta. Frené
la aceleración y relajé muslos y nalgas, el impacto sería
menor que si me tensaba, aunque mi sexo palpitaba de
manera independiente. Despacio, me levanté la falda
hasta la barriga. La visión de mi pubis desnudo no cambió
su expresión, aunque seguro que lo hizo en la cara del
tatuado, pensé.

Puse las rodillas en el suelo y me coloqué sobre su regazo.


Me acarició un par de segundos y muy seguido me dio
el primer azote, el que más pica, cerca del interior de mis
piernas. Me mordí la lengua de la impresión.

–Si llevaras bragas, te dolería menos.

No respondí. Me dio otro azote, que resonó en la sala. Iba


fuerte hoy. Me concentré agarrándome en el cojín del

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sofá. Siguieron dos, tres, cuatro, alternados con caricias
en el clítoris, las que menos. Morna desplegó un repertorio
que pronto hizo que me moviera alrededor de sus piernas
buscando alguna zona intacta. Ella me inmovilizó con la
presión de su cuerpo y su único brazo libre, y gracias a
dios, entré en el viaje. Me vi desde fuera, desde los ojos de
aquel desconocido; me lo imaginé erecto, con su mano,
inconsciente, cerca de su entrepierna. Se habría apartado
de sus amigos con la excusa de ir al baño, y colocado
en un lugar donde tener plena visión de mi castigo, del
color rosa fuerte de mi culo, la falda arrugada, mi mirada
perdida y la brutalidad aparente del monstruo de Morna.
Su instinto le acercaba de manera sutil a nosotras, como si
quisiera protegerme, y entonces yo lo hice. Rugí, de placer,
de rabia, de placer, de rabia, de placer. Morna apretó las
nalgas y metió varios dedos en mi coño, me retorcí, volví a
mi cuerpo de manera inmediata, en cuestión de segundos
me corrí en sus salvajes y hábiles manos…

Cuando salí de la sala, derretida en un abrazo a mi amante,


él seguía allí. Había vuelto a la conversación con los suyos,
nos miramos, nos reconocimos. Acabamos de compartir
algo único. Al poco, Morna y yo decidimos irnos. Antes
me acerqué a su mesa y me coloqué frente a él. Todos se
callaron, le di la tarjeta del Atelier con mi número.

–Llámame. Me di la vuelta sin atender a reacciones.

Tardó una semana en escribirme, casi me había olvidado


de él.

«Soy Mario, me diste tu número en el Volta el pasado jueves.


Me gustaría tomarme un tequila contigo.»

Nuestro primer encuentro fue tenso. No me contestó

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cuando le pregunté su opinión sobre lo ocurrido en el Volta
y, cuando le conté cómo me relacionaba sexualmente,
hubo momentos de incómodo silencio. Estaba frente a
un hombre heterosexual, que oía por primera vez a una
mujer hablar de relaciones abiertas, juegos sexuales sin
penetración, cambio de roles, exploración de límites… Al
final, un condescendiente «Probemos» me sonó mal.

Distancié las quedadas para darle tiempo. Hablábamos


por mensajes y me contaba otras aventuras. Yo no quería
exclusividad, eso lo sabía, pero para jugar conmigo
necesitaba que dejara de follar unos días. No me valía
que la contención que practicábamos la aliviase con otras
amantes. Estaba siendo dura con él, me ponía nerviosa, me
gustaba cada día más. Y me moría por empezar a explorar
las reacciones de su cuerpo, aún virgen a mis manos.

Miro el móvil, su último mensaje me taladra. Vernos…sería la


cuarta vez. Voy directa al cajón donde guardo los juguetes.
Hoy necesito una larga sesión de auto-cuidado. Saco mi
último capricho. Es tan, tan bonito, y me lleva tan lejos… El
único problema es que hoy no creo que aguante más de
un par de minutos. A veces desearía que estos cacharros
no fueran tan efectivos. Lo vuelvo a guardar y me pongo
unas bolas. Voy a por la cámara y cargo las fotos en el
portátil. Me muevo sobre la silla, sonrío, hoy todo me da
mucho placer. Diez minutos más tarde me doy cuenta de
que voy a retocar la misma foto por tercera vez…

Cojo el móvil:

«¿Cómo tienes la semana que viene?»

Responde a los pocos minutos.

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«Hoy es martes, dijiste una vez a la semana.»

No estoy preparada para verle, ¿¡qué me pasa!?

Desisto de trabajar, vuelvo a la cama, saco las bolas y


empiezo a masturbarme con la perfecta máquina de color
morado, que se ha convertido en parte de mí. Su cuerpo
tatuado me flashea la cabeza, es él quién está manejando
el juguete, no puedo resistirme, ni resistirle. Mi orgasmo
viaja por el clítoris al Punto G, y vuelve… Jodido cacharro,
¡qué bien funciona! Presiono fuerte cuando estalla y grito,
enfadada, su nombre.

Le escribo antes de dormir.

«Ven mañana al Atelier.»

Mañana estoy sola en el local. Me preparo mentalmente:


aguanta Andrea. Cuando te toque, cuando le toques,
todo cobrará sentido.

Ya puedes leer el siguiente capítulo de esta novela erótica,


aquí: MIND FUCK: la historia de sexo de Andrea (II)

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LA CUARTA NOCHE

Una historia
bondage
(IV): tablas
Mimmi Kass

Carolina esperó con impaciencia,


tamborileando con los dedos en el
volante, a que se abriera la puerta
corredera del chalet de Miguel.
Aparcó junto a la entrada y respiró
profundo. Estaba preparada para
que le devolviera el golpe: dejarlo a medias después de
haber follado con Martín, con él mirando y esposado, había
sido una jugada sucia. Esperaba una réplica a la altura de
Miguel. La idea de lo que podría recibir la preocupaba,
pero sobre todo, la excitaba.

Entró por la puerta entreabierta y miró a su alrededor,


extrañada. El vestíbulo estaba en penumbra, y podía oír
la música suave de Coldplay que llegaba desde el salón,
a bajo volumen. No pudo evitar recordar la agonía y el
placer que vivió atada a aquella puerta, y se dio unos
minutos para estudiar el ambiente. Esta vez, Miguel no la
pillaría por sorpresa.

–Estoy en el salón.

La voz masculina interrumpió sus cavilaciones y se acercó


hasta él. Estaba sentado en el sofá frente a la chimenea,
vestido con un pantalón gris de algodón y una sencilla
camiseta blanca. Descalzo. ¿Qué estaría tramando?

–¿Estamos solos? –preguntó Carolina, algo brusca. Él esbozó


una sonrisa imperceptible al verla examinar la estancia con
el ceño fruncido.

–Estamos solos. Ven, siéntate conmigo.

Carolina ignoró su invitación y se acercó al fuego. Extendió


los dedos hacia las llamas, y se quedó allí durante unos
minutos, incapaz de deshacerse de las conspiraciones en
su cabeza. Miguel parecía tranquilo y relajado. No parecía
que se fuera a abalanzar sobre ella en busca del orgasmo
negado, o que fuera a vengarse. En vez de eso, se acercó
desde atrás y la abrazó por la cintura.

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–Tengo una propuesta para ti: quiero atarte de nuevo.

–Carolina lo miró durante un segundo, se echó a reír y


comenzó a negar con la cabeza. Pero Miguel la detuvo–.
Sé que te gustó.

–No me gustó sentirme indefensa. Quiero decir –rectificó,


dándose la vuelta para mirar a Miguel a los ojos–, quiero
poder defenderme con todas mis armas.

–No hay nada de lo que tengas que defenderte.

–¿No? –preguntó Carolina, con tono retador. Miguel volvió


a sonreír. Parecía cansado.

–No. Quiero que dejemos de lado el pulso absurdo que


nos traemos. Ha sido divertido –reconoció–, pero ahora
necesitamos algo distinto.

Carolina se relajó al escuchar sus palabras. En unos


segundos, pareció que le quitaban una losa de encima.
Llevaba toda la semana preguntándose lo que la esperaba.
Con un suspiro, se descalzó los tacones y rodeó el cuello de
Miguel con los brazos,

–¿Qué tienes en mente?

Recorrió sus labios con la lengua, y se besaron despacio,


con más calidez que lascivia. Deslizó la mano hasta su
entrepierna con el objetivo de encenderlo, pero Miguel la
apartó ligeramente y señaló unas cuerdas en el suelo.

–¿Sabes para lo que son?

Ella las examinó con atención. Eran delgadas, gráciles.

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Estaban colocadas en hatillos ordenados y el calor de
las llamas les daba un sutil color dorado. Todo su cuerpo
se tensó.

–Para Shibari.

Su piel se erizó con expectación al pensar en los preciosos


grabados japoneses que decoraban la habitación de
Miguel. Siempre la fascinaron, pero hasta ahora Miguel no
había dado señales de saber hacerlo, o de querer hacerlo
con ella.

–Desnúdate.

Carolina se quitó el vestido de lana por encima de la


cabeza. Miguel esbozó de nuevo esa sonrisa depredadora
que le decía a gritos que se la follaría en ese mismo instante,
pero no se movió. Manipulaba uno de los hatillos entre sus
manos expertas, sin apartar la mirada de ella. Dobló la
cuerda por la mitad, y la dejó extendida a sus pies sobre la
alfombra.

El precioso juego de lencería gris y las medias de Carolina


siguieron el mismo camino del vestido sin que él prestara
la menor atención. Eso sí era una novedad. Carolina se
irguió ante él, y por primera vez sintió la vulnerabilidad de
su desnudez.

Miguel se arrodilló junto a la chimenea, y arrastró a Carolina


frente a él.

–Tiéndete en la alfombra –le ordenó. Carolina estaba


reacia, seguía pensando que, en cualquier momento,
Miguel la sorprendería con alguna jugada–. Tiéndete–
repitió, empujándola con gentileza, con la palma de la

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mano apoyada entre sus pechos.

Carolina obedeció y se acostó de espaldas. Su respiración


comenzaba a acelerarse. El calor de la chimenea se
derramaba sobre su piel y observó a Miguel, arrodillado a
sus pies. El fuego otorgaba a sus ojos un brillo extraño.

La acarició desde la rodilla hasta el pie y ella se revolvió,


anhelante. Contuvo el aliento cuando Miguel le rodeó
el tobillo con la cuerda, menos áspera de lo que habría
esperado, e hizo un nudo firme. Percibió con claridad cómo
su cuerpo comenzaba a despertar entre sus manos.

Tirando de las hebras, la obligó a acercar el talón hasta que


tocó su trasero y, con calma, envolvió con varias vueltas de
la cuerda su pierna flexionada. Carolina la sentía clavarse
en su piel como una serpiente, sedosa y firme. Cuando
Miguel terminó, estaba totalmente inmovilizada.

–Es precioso –murmuró, al contemplar el contraste de las


ataduras sobre su piel pálida.

Miguel asintió sin decir nada. Estaba concentrado, con


los párpados entornados y pendiente de sus reacciones.
Siguió con la otra pierna. Esta vez, Carolina fue más
consciente de las caricias de los dedos masculinos sobre
la piel, que dejaban un reguero de fuego, haciéndola más
sensible al tacto de la cuerda. Cuando acabó, tenía las
dos extremidades envueltas en sendas espirales doradas.
No podía moverlas ni un milímetro, sentía su abrazo firme y
constante, y por un segundo, sintió miedo.

–¿Cómo se llama? –Carolina sabía que cada atadura


respondía a un nombre, y quería grabarlo en su memoria
junto con la imagen exótica de su cuerpo.

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–Futomomo –respondió Miguel, lacónico.

Su tono de voz hizo que lo mirara con atención. Tenía


los ojos fijos en su sexo, y Carolina abrió las rodillas para
exhibirlo frente a él. Las hebras se enroscaron en sus piernas,
acomodándose a la nueva postura. Miguel se desplazó
entre sus muslos inmovilizados y deslizó las yemas de los
dedos justo entre los labios empapados de su entrada. Ella
dio un respingo ante lo inesperado de la caricia y arqueó la
espalda como invitación, pero Miguel extendió la humedad
hacia su monte de Venus, haciendo que su piel se erizara,
y negó con la cabeza.

–Aún falta mucho, Carolina.

Sus pezones se endurecieron, y su interior se licuó como el


hierro fundido ante la promesa.

Miguel gateó a su lado, sin romper el contacto visual y la


ayudó a incorporarse, situándola entre sus piernas. Carolina
se recostó en su pecho, y odió el tacto de la tela de algodón
que lo separaba de ella.

–Quítatela. La camiseta, quítatela. Quiero sentir tu piel –


exigió.

Miguel se desprendió de la prenda y Carolina se recostó


sobre su tórax desnudo. Experimentó una inesperada
sensación de alivio al apoyar su espalda en él, que la
estrechó por un segundo entre sus brazos. La música seguía
impregnando el ambiente y se inició una de las canciones
favoritas de Carolina…

Miguel escogió ese preciso momento para incorporarla


y llevarle los brazos hacia atrás. Comenzó a atarle los

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antebrazos, de manera que cada una de sus manos
sostenía un codo. Sus pechos saltaron hacia adelante en
una postura forzada. Carolina se derretía con cada roce
de los dedos de Miguel sobre la piel, cada caricia de las
cuerdas bailando al compás de la desgarradora canción.
El abrazo de las hebras doradas frunció sus pezones hasta
el dolor, su sexo expuesto destilaba la miel que delataba
su excitación y su deseo. Miguel trabajaba infatigable,
concentrado en tensar, anudar y rodear su cuerpo, con
la boca muy cerca del cuello de Carolina, haciéndola
estremecer con cada exhalación de su aliento cálido.

–Takatekote –murmuró, cuando hubo terminado la obra


en su torso y sus brazos.

Carolina apenas le prestó atención, solo podía sentir con la


piel. Apoyó la cabeza en su hombro, arqueando la espalda
para darle acceso y entreabrió los labios, como una
ofrenda. Miguel por fin la besó. Sus manos la acariciaban
desde atrás, recorriendo los pezones atrapados entre las
cuerdas. Cuando su mano se dejó caer hasta su sexo
inundado, Carolina jadeó, moviendo sus caderas con
exigencia.

–Te necesito –murmuró.

No era una súplica, ni una orden. Era la realidad más pura y


descarnada, sin subterfugios, sin trampas ni juegos, y Miguel
así lo entendió.

La sujetó con fuerza de las cuerdas a su espalda y la tendió


contra el suelo. Carolina se vio obligada a apoyarse sobre
sus piernas flexionadas y abiertas, exhibiendo sus orificios
ávidos. Miguel se bajó el pantalón por las caderas para
descubrir su erección, y se enterró en ella a la vez que

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ambos emitían un gemido agónico de alivio.

Comenzó a moverse en su interior sin que Carolina pudiese


hacer nada. Inmovilizada, indefensa, se dejó invadir por
el torrente de placer que cada embestida de Miguel
desencadenaba en ella. La música del Stay de Rihanna
acompañaba las lentas y profundas acometidas. Miguel de
pronto, se retiró de su interior y Carolina se giró para pedir
explicaciones por su súbito abandono, pero Miguel no la
hizo esperar. Extendiendo su lubricación hacia el ano, la
penetró con cuidado, hasta el fondo. El gemido de Carolina
expresó la combinación exacta de placer, aderezado con
un punto de dolor, para hacerlo tocar el cielo.

Ambos bailaron coordinados. Carolina se sentía abrumada


por el doble abrazo de Miguel y de las cuerdas, y se dejó
caer en un exquisito, angustioso y sublime orgasmo. Miguel
se derramaba en ella poco después, tras asegurarse que
yacía deshecha entre sus brazos.

Permanecieron así una eternidad, al calor del fuego, hasta


que Miguel se despegó de su piel sudorosa con delicadeza.
Poco a poco, con movimientos suaves, fue liberándola de
las ataduras. Con un masaje continuo y firme, devolvió
a la vida sus extremidades entumecidas por la postura
forzada. Una languidez y un bienestar que había olvidado
se apoderaron de Carolina. Miguel la acunó junto al fuego,
susurrando palabras de consuelo. Carolina llevaba tiempo
llorando sin percatarse. Las lágrimas se mezclaban con su
pelo revuelto y lavaban el estrés y las preocupaciones que,
en su día a día, la acorralaban. Se refugió en los brazos de
Miguel, deshaciéndose en una catarsis inesperada de toda
la tensión, mientras recorría con los dedos las marcas que
las cuerdas habían dejado sobre su piel.

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–Has ganado –susurró Carolina, con la falsa certeza de
que su derrota era mucho más que algo físico, sin entender
aún la dulce victoria de su alma.

–No, Carolina –negó él, intensificando su abrazo–. Este juego


no tiene combinaciones ganadoras. Nuestros movimientos
siempre desembocan en tablas.

–No me dejes sola –murmuró, al sentir que Miguel se


incorporaba.

–Jamás –replicó él, en un susurro.

La levantó entre sus brazos y la llevó hasta el sofá,


envolviéndola en una manta suave. Al calor del fuego, las
cuerdas en el suelo fueron testigos mudos de sus emociones.
Los suspiros entrecortados de su sueño hablaban de un
juego todavía más grande.

Ya puedes continuar con la historia de Miguel y Carolina,


aquí: El imperio de los sentidos: mirar y no tocar

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LA QUINTA NOCHE

La sexóloga y
su editor: una
lección de sexo
Lis Hernández

Si por cada corrección recibiera un


latigazo, mi cuerpo sería más feliz.
Entre el soñar y el sentir, mi mente
juega con el dolor y el placer de
estar tan cerca y lejos a la vez…

–¡Ven y corrige mi cuerpo! –le grito


desnuda, desde la cama, clavando
mis rodillas, suplicante.

Puedo predecir su respuesta: Lo que


usted me pide no puedo hacerlo
porque mi ética profesional no me lo
permite. La sempiterna vieja, pero útil
política para los perfectos como él.

Ética profesional. ¡¿Quién dice que la ética pueda frenar el


deseo erótico o la entrega física?! Si no lo quiere vivir, que
sea valiente y me dé un simple y vacío no. O mejor, no.

–No. No diga eso Sr. editor, en mi mente también ha pasado


la excitante idea de corregir con mi propia lengua cada
uno de sus deseos.

–Si es así… ¿a qué esperas?

–¡Tómame! Hazme tuya, quiero rendirme a tu inteligencia, a


tus correcciones, moldéame a tu antojo, hazlo, pero hazlo
ya, que me arde la piel, que me arde el deseo…

Como quien ha recibido una orden, apresurado se acerca


para ejecutarla. Me coge con fuerza las manos, las une y
las sube, pegándome contra la pared, y me besa, sucio,
con fuerza, hasta dejarme sin aliento. Siento su sexo en mi
pelvis, firme, la humedad de sus besos se amalgama con
mi asfixia interna, noto su reprimidos deseos vaciarse en mi
boca. Y saca la lengua para recorrer mi cuello… Y la cara.
No sé si debería sentir asco…

Desciende con la otra mano para acariciar mi rostro, ya


puedo sentir su mirada, fría, rabiosa. Baja las dos a mis senos,
disfruto, los aprieta con fuerza, exhalo placer, mi corazón
se dispara, creo que voy estallar. Aprieta mis pezones, con
sus dedos que son pinzas que los estiran, muy erectos, muy
mojada. No sé por qué sigue besándome. Me coloca de
espaldas, retira mi cabello, continúa lamiéndome el cuello,
y al fin, sus manos se dignan a buscar mi clítoris. Umm… lo
encuentra. Sabe tocarlo. Suaves giros, presiona en círculos,
pero no quiere disfrutarlo. Baja, sin más, y empuja su dedo

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con fuerza y sin compasión dentro de mi vagina. Oigo una
voz en mi mente:

–Esto es lo que buscabas, perra.

–¿Por qué me haces esto? –pregunto sollozante.

–Porque me incitas a tocarte.

Prefiero guardar silencio. No quiero hablar, no quiero


responder, estoy tan excitada de sentirlo tan cerca, que
solo puedo doblegarme a su proximidad.

–No quieres hablar, no piensas hablar –sentencia, mientras


retira su dedo.

Acaricia mis nalgas, abre la palma, y tras un golpe seco y


sonoro en mi glúteo, grita:

–¡No hablarás!

Disfruto el reciente ardor en mi trasero y, como me ordenó,


mantengo mis labios sellados.

–Eres una pobre loca, pero me encanta corregirte. Voy a


escribir orgasmos en tu lecho…

Me empuja contra la cama. Se desabrocha la camisa, y


lanza su cuerpo liviano sobre mi claudicante desnudez. Me
besa, me ahoga, separa mis piernas, sus dedos dentro, muy
dentro de mí.

Con fuerza, percuten, entran y salen de mi vagina. Creo


que intenta hacerme gritar, pero solo puedo jadear, la
respiración se acelera en mis tímpanos. No sé si está

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excitado o cabreado, por un momento me lo pregunto, al
siguiente, solo pienso en el infierno celestial que noto en mi
vientre.

No quiero que pare, no quiero que se detenga, quiero


seguir sintiéndolo.

–No hablarás, no dirás ni una palabra, ¿vas a gritar?

–¡Sí! –grito–, sí. Hazlo más fuerte, fóllame duro, no tengas


piedad de mí… por favor.

Sorprendido de oírme hablar, casi petrificado por mis ruegos,


se recompone mientras responde a escasos centímetros de
mi cara, asiendo otra vez con fuerza mis muñecas.

–No es tan difícil cumplir tu petición, pero antes voy a


castigarte por el atrevimiento.

Se levanta y camina hacia el armario ropero. Me ordena


que me siente y, con una cinta, me ata las manos a la
espalda. Me pone en pie al lado de la cama y me dice que
le mire, que no deje de mirarlo. Saca un látigo de muchas
tiras, no sé dónde lo ha encontrado, yo tengo uno igual, lo
pasea por mi cuerpo.

Estoy paralizada por el miedo, pero he aceptado que


me corrigiera, me pone de espaldas y me dice que me
arrodille. Lo hago deprisa…. Camina a mi alrededor, con su
látigo, me grita:

–¡Levántate!

Estoy confundida, acabo de sentir cómo su mano acaricia


mi espalda. Sin embargo, se frena, y en un segundo, sacude

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un latigazo en mis nalgas.

Arde. Arde mucho, pero no quiero que pare, no voy a


detenerme, quiero ser corregida, quiero ser castigada,
quiero que escriba orgasmos sobre mi cama, y mi penitencia
es la antesala.

Siento el suspense del silencio, pronto llega un segundo


latigazo, creo que me ha hecho una equis en los glúteos.
Me ordena que me arrodille de nuevo. Yo lo hago.

Desesperado, da vueltas alrededor de mí, acariciándome


con el látigo.

–Tu rebeldía es tan atractiva, como incómoda tu


obediencia. No sé que quiero hacer contigo…

–Yo solo deseo estar aquí para ti, yo solo quiero ser la
protagonista de mi fantasía. No pido más de ti, no me
interesa nada más de ti.

Me coge por la mano y me levanta y me besa con fingida


ternura. Su lengua intenta acariciar la mía, yo no le dejo.
Me suelta la cinta liberando mis manos.

–No. No quiero corregirte, solo deseo castigarte. Mira lo


que me has obligado a hacer; estás desnuda, no deberías
estar aquí, yo no debería estar aquí, tú deberías estar
escribiendo, yo corrigendo tu escrito.

Me lleva a la ventana y me muestra la inmensidad de la


ciudad.

–En esta ciudad podría encontrar miles de mujeres, y todas


se rendirían a mi locuacidad y mis deseos. Pero me atraes

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–continúa, tras un breve suspiro– y quiero poseerte de tal
forma que nunca olvides que hoy solo corrijo tu forma de
tener sexo. Así, cuando cualquier hombre te toque, te hará
recordar que tienes un acento español tatuado en la piel.
El mío.

Me vuelve a lanzar sobre la cama. Me besa en la boca,


en los senos, en los pezones, los chupa, los mordisquea.
Yo quieta siento su lengua y pauso la respiración, mientras
él recorre todo mi cuerpo con su boca. Le freno cuando
llega a la vulva, separo los labios y dejo al descubierto mi
protuberante clítoris. Lo acaricia con la lengua, lo absorbe,
y posa los dientes a la espera de aprobación expresa, pero
yo tengo los ojos cerrados, me retuerzo y jadeo de placer,
deseando que continúe. Lo ha entendido. Ahora, pellizca
mis pezones, al tiempo que su boca invade todo mi sexo.

Me gira con suavidad y comienza a besar mi espalda y baja


con sus labios por todas mis vertebras. Intentando borrar
las marcas que aún arden, acaricia levemente mis nalgas,
las besa, las abre y desliza su lengua para envolverme en
todas las sensaciones del éxtasis sexual.

Pero se ha dado cuenta, mi culo es suyo porque yo deseaba


que así fuera. Me levanta las caderas, para colocarme
como yo nos había imaginado. A cuatro patas, oigo cómo
deja caer su pantalón, noto su glande inmediatamente
en mi ano, y mis primeros gemidos comienzan a narrar sus
intensas embestidas.

–¿Se escribe así? –le pregunto gritando entre jadeos.

Trascurren minutos, acaricia mi espalda y me agarra


del pelo, para penetrarme con más fuerza. No puedo
aguantar. Todo es dolor, delirio y placer. Es una locura que

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me va a hacer explotar de gozo. Lo intento contener, pero
no aguanto, mi vagina arde, todo mi interior se contrae
intermitentemente, los fluidos, abrasadores, ya recorren mis
muslos abajo. Giro mi cuello para intentar mirarle a la cara.

–¿No vas a castigarme?

Instantáneamente, su tórrido elixir abrasa la piel de mi espalda.


Y yo, extasiada, llena de placer, plena de él, rebosante de
vergüenza, me zafo y me apresuro hacia el servicio.

La ducha, relajante, también me ha liberado de las fantasías


sexuales, y de pensar en sus… correcciones. Ahora me
puedo concentrar. Sentada, de nuevo, frente al portátil,
hago la última revisión del artículo que le voy a enviar. En
él, explico cómo la sexualidad libre es incorregible, y cómo
un castigo puede ser un juego en el que quien domina es
quien recibe latigazos. Lo corregirá, pero quizás aprenda
algo de esta historia de rebeldía sumisa, no más que la
fantasía de una sexóloga, pero una gran lección de sexo
para su editor.

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LA SEXTA NOCHE

Fruto
prohibido
Silvia C. Carpallo

Le observo mientras bebe su cerveza,


sentado en mi terraza. Los rayos de sol
hacen de sus ojos verdes un misterio
aún más llamativo para mis sentidos.
No me mira. Está concentrado en su
conversación por teléfono móvil y no
puede adivinar que, cada vez que
sonríe, algo se mueve en mi interior.
No tengo muchas oportunidades
de observarle, así que me deleito
con sus brazos fuertes, su espalda
ancha, imaginando como sería
tenerle sobre mí. Acariciarle, arañarle,
saborearle…
Como si se hubiera sentido vigilado, me mira por un instante
y, por miedo a que me pueda leer el pensamiento, bajo la
mirada y pego otro trago a la cerveza. En ese momento,
cuelga el teléfono.

–Dice que va a llegar tarde. Es un desastre de tío, no sé


cómo no te saca de quicio.

–Ya. La puntualidad no es una de sus virtudes. Entonces,


¿qué haces?

–Pues le espero aquí mientras nos tomamos otra birra. Si no


te molesto…

–Claro, no te preocupes, voy a buscar un par más fresquitas


al frigorífico.

Me levanto maldiciéndome por llevar ropa de estar por


casa, en vez de algún vestidito de esos ligeros de verano
que sé que son los que mejor me sientan. Poco después,
llega el arrepentimiento por querer mostrarme sexy. No sé
por qué me importa cómo me vea Daniel y, sobre todo, no
sé por qué no puedo dejar de pensar cómo debe ser un
beso suyo, con esos labios tan gruesos.

Daniel es el fruto prohibido. Prohibidísimo. Pero no sé si es


eso lo que me excita, el haber escuchado tantas veces sus
historias de conquistas o incluso el haberle visto en acción,
seduciendo a otras mujeres. O simplemente esa forma de
ser, tan seguro de sí mismo y tan sensual en cada movimiento,
en cada gesto. Sé que ese tipo de chicos no me convienen
y sé que en una relación de pareja busco algo muy distinto.
Pero, también sé que tener sexo con alguien así, es una de
esas experiencias que se han quedado pendientes en mi
agenda.

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Vuelvo a la terraza con un nuevo par de cervezas y, cuando
le tiendo la suya, me roza con los dedos. No sé muy bien si
sin querer o queriendo pero, de repente, siento escalofríos.

–Nunca solemos estar los dos solos… –Daniel me mira y


sonríe. Yo no puedo evitar revolverme de nervios en la silla.

–Pues no… –replico titubeante.

–Y eso que hace mucho tiempo que nos conocemos


porque… ¿Cuántos años llevas saliendo con Rafa? –
Mencionar su nombre hace que toda la excitación se
convierta en culpa, sin ni si quiera haber hecho nada.

–Haremos tres años dentro de poco, dos viviendo juntos –


recompongo el semblante.

–Te voy a contar un secreto, pero no se lo digas a Rafa…


Todas las sensaciones anteriores se desvanecen. Ahora,
sólo importa desvelar el misterio…

–El día que te conocí en aquel garito de mala muerte, iba


directo a entrarte. Había algo en ti que me pareció súper
sexy… No sé, la forma en que mordías la pajita de tu cubata,
el vestido ceñido, tus ojos grandes… En ese momento,
Rafa se puso a tu lado y me dijo que eras su nueva novia.
Quise matarle por haber tenido la suerte de conocerte
antes que yo.

Me quedo estupefacta. No esperaba una confesión así, ni


mucho menos que lo recordase con tantos detalles. Ni si
quiera sé por qué me cuenta esto ahora.

–Seguro que si me hubieras conocido antes, te habrías


acostado conmigo y no me habrías vuelto a llamar, como

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haces con todas Dani. –No sé por qué soy tan borde, pero
es la única arma de defensa que encuentro ahora mismo.

–Sí, puede que tuvieras suerte de conocer a Rafa primero.


Pero eso no quiere decir que yo no haya fantaseado cada
vez que te he vuelto a ver con ese vestido…

Daniel deja esa frase en el aire y da un trago a su cerveza.


Yo me quedo totalmente bloqueada y vuelvo a beber para
llenar ese silencio incómodo, pero tanta cerveza empieza
a nublarme la razón y los sentidos. Me siento un poco
acalorada y confusa, así que me levanto para ir al baño
a refrescarme un poco. Me mareo ligeramente, perdiendo
un poco el equilibrio. En ese instante, Daniel se levanta y me
agarra para que no caiga al suelo.

–¿Estás bien? –En lugar de sentirme ridícula, sólo puedo


pensar en lo increíblemente bien que huele.

–Sí, sí, me he levantado demasiado rápido, sólo es eso.

Daniel no me suelta. Al contrario, me coge con más fuerza y,


para mi sorpresa, puedo sentir su erección entre mis piernas.
¡Qué demonios! Me separo tan rápido cómo puedo…

–Voy al baño un momento.

Me echo agua fría en la cara intentando pensar con un


poco de claridad. ¿Qué está pasando? ¿De verdad lo que
he sentido era lo que creo que era? Quizás fuera el móvil,
quizás esté sacando conclusiones precipitadas. A Daniel
siempre le ha gustado tontear, pero nunca le haría eso a
Rafa, es su mejor amigo. De hecho, yo nunca le haría eso a
Rafa. Es cierto que hace tiempo que las cosas no son como
antes; que hemos caído en la rutina; que ya no tenemos

41
tanto sexo como al principio; pero es algo que pasa en
todas las parejas… Eso no me da derecho a ser infiel y,
menos aún, ¡con su amigo! Yo no soy así, no soy ese tipo de
persona. Pienso que soy una estúpida por pensar siquiera
en esa idea pero, cuando abro la puerta, Daniel está justo
enfrente de mí.

–Tardabas mucho, y me preocupaba que estuvieras mal.

–Sí, es sólo que me siento algo mareada. Supongo que ha


sido del calor y la cerveza.

Daniel pone su mano en mi frente con un gesto tierno que,


en realidad, no le pega nada.

–Sí, estás algo caliente… –su gesto cambia a esa cara


pícara (mucho más suya que aquella cariñosa). ¿Crees
que sólo es por eso?

–Supongo… –pero Daniel no se aparta de mi camino. Rafa


estará a punto de llegar –susurro con esta (no tan sutil)
amenaza.

–No creo, dijo que tardaría un buen rato. Aún nos queda
tiempo… –asevera sin compasión.

–¿Para qué?

Su mano pasa de la frente a la espalda. Me empieza a


acariciar lentamente pero, cuando estoy a punto de
ronronear de placer como una gata lasciva, reacciono.

–¿Qué haces?

–Tocarte… Llevo mucho tiempo con ganas de hacerlo, de

42
saber cómo será tu piel de suave, de saber cómo será tu
cuerpo desnudo bajo ese vestido.

–No digas tonterías Dani, Rafa es tu amigo.

–Rafa nunca tendría por qué saber esto…

–Lo sabría yo.

–Lo sé. Pensarás en ello cada vez que nos volvamos a ver;
pensarás en ello incluso cuando estés con él; y no sabes
cómo me excita eso.

Como buen experto desabrocha mi sujetador y, como si


fuera incapaz de moverme, dejo que me quite la camiseta
y deslice los tirantes de mi sujetador por debajo de mis
hombros.

–Son preciosas. ¿Te lo han dicho alguna vez?

–No nos hagas esto Dani. Por favor, no podemos. No… –


Pero Daniel sumerge su cara entre mis pechos y los adora
con la misma cantidad de devoción que de ardor.

–Esto está mal Dani, esto es horrible… No debemos…

–No debemos, pero podemos. Y, desde luego, está claro


que queremos…

Mi cabeza emite palabras que mi cuerpo ya no interpreta


porque, mientras niego, agarro su cabeza y la subo para
besarle con fiereza. Sabe a deseo puro y concentrado.
Su lengua aguijonea mi boca, a la vez que su erección se
clava con urgencia entre mis piernas.

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–Sólo pídemelo. Pídemelo, y te hago mía aquí y ahora. Sólo
tú y yo, sin que nadie nunca lo sepa.

Todo deja de tener sentido. Lo que está bien, lo que está


mal, lo que debo hacer y lo quiero hacer… Y sin que las
palabras se filtren por mi cabeza, salen solas de mi boca:
–¡Fóllame Dani! Fóllame como nunca me han follado.

Como si fuera casi una orden, Daniel me coge en volandas


y me lleva del cuarto de baño al sofá –el sofá de su
mejor amigo. Nos quitamos la ropa a trompicones, como
animales en celo que han dejado de pensar en cualquier
ley racional y sólo saben dejarse llevar por sus instintos. Se
sienta en el sofá pero, cuando estoy a punto de posarme
sobre él y dejar que me penetre, sonríe y me para.

–Déjame saborearte primero…

Coge una de mis piernas, la alza y sumerge su cara en mi


vulva. Rafa nunca quiere hacerme eso –pienso. Ahora me
siento estúpida por pensar en mi novio. Pero en al sentir la
lengua de Dani entre mis pliegues para introducirla en lo
más oscuro de mí, la culpa y el miedo se disipan. Creo que
voy a llegar al orgasmo pero, entonces, Dani para y me
da la vuelta. Me inclina sobre la mesita de café y, para mi
sorpresa, comienza a comerme lo que nunca nadie me ha
comido. Abro los ojos de par en par ante la intensidad de
una sensación del todo desconocida que, de hecho, me
gusta más de lo que jamás hubiera pensado. El orgasmo
me abrasa sin piedad mientras la lengua del mejor amigo
de mi novio se cuela en mi parte trasera. Intento no gritar
porque no quiero dejar pistas. No quiero que nadie pueda
enterarse de lo que está pasando.

Daniel vuelve a darme la vuelta y, sin saber cómo lo ha

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hecho, ya tiene un condón en su firme erección. No lo
pienso más, sin más preámbulos, me siento sobre él y me
meto su pene en la vagina con mis propias manos. El primer
orgasmo me ha dejado tan húmeda que se desliza con
facilidad hasta lo más hondo de mí. Creo morir de placer
al sentir como su sexo duro acaricia mi interior en cada una
de sus embestidas. Me coge de las caderas y, a diferencia
de ese mete saca que tantas veces he sufrido, se mueve
para presionar todos mis puntos sensibles, sin dejar de
penetrarme con fuerza. Quiero más, necesito más. Esto es
una auténtica locura, una perdición, un viaje sin retorno.
Nunca había sentido el sexo así, con tanto deseo, y creo
que el orgasmo va a volver a encontrarme sin remedio.
Daniel clava sus ojos en mi mirada.

–¡Grita! Antes no has gritado cuando te has corrido… ¡Grita


para mí! Déjame sentir cómo te gusta.

–No. ¿Y si alguien nos oye? ¿Y si él nos oye?

–Nada me excitaría más que nos oyese…

Como si esas palabras prohibidas hubieran activado algo


dentro de mí, me corro con una intensidad desconocida.
Rompiéndome en mil pedazos y gritando todo el placer que
había escondido, Dani aumenta el ritmo y con un sonido
gutural –enormemente masculino– se deja ir conmigo.

Tras un aseo exprés en el baño, exhausta y hechizada por


esos ojos verdes, vuelvo con él a la terraza para recuperar
el resuello con nuestras cervezas. Daniel acaba de colgar
el móvil.

–Es Rafa. Dice que ya llega.

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Asiento con la cabeza y cruzo las piernas, como si así
disimulara la humedad que hay entre ellas. Vuelvo a
beber de mi cerveza, acallando las perversas ideas que
bombardean mi mente.

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46
LA SÉPTIMA NOCHE

Ríndete
Brenda B. Lennox

Me deseas. Engañarás a todos pero


nunca a mí. Ni a ti. Por muchas
excusas que inventes. Por muchas
puertas que cierres. Por muchas
huidas a ninguna parte. No puedes
escapar. Das vueltas en círculos
como un animal enjaulado. Muerdes
tu pata, pero el cepo aprisiona hasta
el hueso. El anzuelo está clavado en
el fondo de tus branquias. Te asfixias,
agónico, solo yo puedo devolverte
el aire. Lo sabes. Sé que lo sabes.
Y yo también. Tu cuerpo le habla
al mío aunque tu garganta calle.
Deja que grite la orden. Obedeceré. Arráncame la ropa
y los prejuicios. Clava los colmillos y saborea la sangre.
Márcame la espalda con tus uñas aceradas. Azótame
con la palma hasta arrancarme una súplica. Arrodíllate.
Separa mis piernas y muerde mis muslos. Tironea del vello
que adorna mi pubis. Juega con los labios hasta que tus
dedos brillen. Hasta que mi vulva sea un pez escurridizo.
Hasta que te apremie el hambre. Naufraga en la isla que
emerge en el centro. Lame, despacio, cada recoveco.
Penetra con la lengua hasta el fondo de mi sexo. Chupa
mi sal. No pares aunque las piernas me tiemblen. No pares
hasta que me haya corrido. No pares hasta que me dé la
vuelta. Entonces, fóllame.

Puedes leer otro relato corto de cunnilingus, aquí: Relatos ero

48
LA OCTAVA NOCHE

Sus fantasías
swinger o de
cómo nos
convertimos
en una pareja
liberal
Cristina Cano

Estabas a estilo perrito, rodeada por


amigos que me preguntaban cómo
te llamabas.

–Raquel. Se llama Raquel. ¿Veis cómo


se mueve? Es toda una amazona…

–les decía–.
Todos desnudos formando un corro, masturbándonos
alrededor del show. Y esos dos extraños te penetraban a
la vez, mientras asías otra enorme y dura verga. Casi no
podías continuar del placer que estabas recibiendo y, en
ese momento, aparté a todos y terminé penetrándote y
masturbándome sobre tu espalda –confesó mi marido al
despertarse con una erección–.

Yo soy esa Raquel que estaba siendo compartida en los


sueños húmedos de mi esposo. Eso no me molestaba, de
hecho, me ponía a cien. Aunque, en aquel momento,
no era consciente de lo que me iba a excitar que nos
convirtiéramos en una pareja liberal. Y tampoco sabía todo
lo que habría de ocurrir antes de ponernos orgullosamente
la etiqueta swinger.

Cuando una mujer casada y con hijos pasa los 35 años,


se enfrenta a un arsenal de fantasías que no ha llevado a
cabo. No sólo soy yo; mis amigas me cuentan relatos de
sus fantasías eróticas que no son sino una lucha constante
por congelar el tiempo para hacer todo lo que tenían que
haber hecho con aquel, con ese y con el que nunca se
atrevieron a cruzar una palabra. Es una batalla que todas
lidiamos contra el pasado, y frente a nuestras presentes y
depravadas ensoñaciones. Y por si esa lucha fuera poca,
ahora descubro que mi marido tiene fantasías mucho más
pervertidas que las mías.

–¿En serio? ¿Te has excitado con un sueño en el que tu


mujer tenía sexo con extraños mientras tus amigos y tú
os masturbabais alrededor? –pregunté indignada… y
enormemente excitada–.

Guille calló por vergüenza, creo. Pero así empezó todo.


Porque las mujeres somos persistentes. Porque la mayoría

50
sabemos buscar lo que queremos y compartirlo con quienes
queremos. Y porque cuando alcanzamos una edad,
perdemos esa maldita vergüenza que nos ha perseguido
toda la vida, enganchándose al alma durante años vacíos
de nuevas sensaciones íntimas… y repletos en tierna
dedicación con nuestras familias. Es la válvula de escape
de la olla exprés de los sentimientos de madres que quieren
follar como adolescentes, con nuestros sensualmente
ausentes maridos.

Guille no iba a mover un dedo. Su natural introversión y


su artificial vergüenza anquilosaban nuestro matrimonio.
Tuve que ser yo la que propusiera y organizara escapadas
sexuales. Cada dos fines de semana, huíamos de Madrid a
casas rurales en Ávila y Segovia, donde intentábamos dar
rienda suelta a nuestras pulsiones. Era una tarea hercúlea.
Una vez que estás acostumbrada a hacer las cosas de una
forma, cambiar el chip es casi imposible. Podría culparle;
por sus miedos, por sus paralizantes y estúpidos complejos.
Pero lo cierto es que yo también estaba hecha a un modo
de romanticismo que, en el fondo, en mi pereza erótica, no
quería abandonar. Y era en esos momentos en los que me
odiaba; por no decirle a viva voz que no me importaba
el tamaño de su pene; que me encantaba hacerlo con
él; que disfrutaba desde que nos conocimos. Y, en vez de
hacerlo, me ataba a la compasión maternal y reprimía
las ansías de desnudarle en un sitio público y lamer con
devoción su pequeño sexo… Pero, nos amamos. Y eso hizo
que siguiéramos intentándolo, a pesar de que ninguna
huida estuviera realmente funcionando.

–En vez de Logroño, el próximo finde podríamos ir a un


pueblecito de La Rioja que se llama Tricio… He visto que hay
casas rurales muy apetecibles en los alrededores, baratas y
con jacuzzi. ¿Qué te parece? –le propuse–.

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–Bien, vale –respondió lacónico e indolente mientras
jugaba una partida de ajedrez online–.

–¿Vamos en coche o cogemos tren y autobús? –inquirí para


saber si me estaba prestando atención–.

–Bien, vale –respondió mecánicamente confirmando mi


sospecha–.

–Si vamos en bus, ¡me voy a follar a todos los pasajeros y, si


me quedan fuerzas, al conductor también! –grité desde el
dormitorio–.

Se hizo el silencio. Creo que ahora sí había escuchado lo


que había dicho. Siempre me reservaba estas pequeñas
puyas para reírme en silencio de su desidia y darle un toque
de sarcasmo a su vida contemplativa.

–¿Cariño? –me llamó a los pocos segundos–.

–¿Sí? ¿Quieres algo? –pregunté como si no hubiera dicho


nada ofensivo–.

–¿Qué decías de trenes y autobuses? Vamos en coche,


¿no?

Parece que, al menos, ya había logrado captar su atención.

–Sí, Guille. Vamos en coche –dije mientras volvía a su


despacho–. La cuestión no es esa, la pregunta es ¿vamos
a salir de la monotonía? ¿Vamos a relajar nuestra tensión
sexual?

–Bien, vale… –respondió con la impenitente dejadez que


nos estaba carcomiendo–. Y antes de que pudiera dar un

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portazo, continuó: –pero, Sara y Angelito vienen con nosotros.

Por resumir, sé que Sara ha estado engañando a Ángel, al


menos, durante los últimos tres años de matrimonio. Y lo sé
porque se ha tirado a dos amigos solteros de mi marido. Y
ahora, él me estaba diciendo que íbamos a compartir con
ellos ¡un fin de semana reservado para nuestro sexo!

–¿Qué? –pregunté mientras la temperatura de la sangre


decaía hasta entumecer todo mi cuerpo–.

–Me llamó anteayer, se me olvidó comentártelo… –añadió


de soslayo–.

Me giré y sin mediar palabra fui al salón a hacer como


si leyese. Cogí un libro y dirigí mi mente hacia otros lares,
pero también eran páramos. Por unos instantes, esta vida
ya no me pertenecía, ausentándome fríamente del frío
mundo, como las esposas decimonónicas semi-vírgenes,
casualmente violadas por sus maridos. De repente, mi
instinto había desaparecido, se había evaporado durante
el proceso de congelación de mi corazón. Pasó un tiempo.
No sé cuánto. Y Guille entró en el salón. Se sentó enfrente y
me miró fijamente.

–Cariño, confía en mí –me dijo con una seguridad


inaudita–. Sé que tenemos que mejorar nuestra relación
sexual… Y mucho. Por eso no quiero engañarte. Necesito
confesar… –aseveró, haciendo una interminable pausa,
para tomar un breve respiro y armarse de fuerzas–. Lo cierto
es que siempre he tenido esos sueños. Esas fantasías en las
que te imagino gozando con varios hombres, me ofrecen
más excitación que el hecho de tener sexo directamente
contigo. Sólo cuando te imagino sudorosa y exhausta tras
haber tenido innumerables orgasmos con otros hombres, es

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cuando quiero poseer tu cuerpo…

Continuó narrando todas sus ensoñaciones durante media


hora. Yo estaba petrificada. No sabía que decir. No tenía
palabras pero, poco a poco, empecé a recuperar mi
capacidad racional. Y rompí a llorar…

–¿Es que no te das cuenta de todos los esfuerzos que hago


a diario para cuidar nuestro matrimonio? –reproduje el
lastimoso cliché entre llantos–.

En realidad, no me daba cuenta de que esa no era la


rabia que quería expresar. Deseaba decirle que le amaba
pero que tenía que darme más sexo. Que mi cuerpo había
cambiado. Que mis sensaciones eran distintas. Que mis
anhelos eran, probablemente, más depravados que los
suyos y que él debía colmarlos. Pero estaba agotada.
Necesitaba descansar.

Recuerdo que al día siguiente no fui a trabajar. Las ideas


más extremas se sucedían en mi cabeza; desde un
razonable divorcio, hasta un abandono del hogar sin previo
aviso. Guille no paraba de llamarme al móvil para saber
cómo estaba. Jamás se había preocupado tanto por mí,
justo cuando nunca me había importado tan poco que lo
hiciera.

Pasaron dos meses en los que hablamos lo justo para


que los niños no notasen nada extraño. Por supuesto, la
escapada al pueblecito riojano se había cancelado y el
sexo sólo hacía acto de presencia en nuestros sueños y en
sus erecciones matutinas.

Fue precisamente por la mañana, recién levantada y


mientras observaba el pequeño bulto que sobresalía de la

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sábana, cuando me noté mojada. Mi cuerpo me estaba
pidiendo algo para lo que mi mente quizás no estuviera
preparada, pero tampoco tenía muchas fuerzas para
pensarlo. Analizarme requería un esfuerzo titánico. No iba
a pensar.

–Simple y llanamente, actúa… –me dije a mí misma–.

Me bajé las bragas y salté a horcajadas sobre su pecho,


despertándole de súbito. Abrí mi sexo frente a su cara y
comencé a masturbarme compulsivamente, como si de
una tortura se tratara. Creo que tardé 10 segundos en
correrme…

–¿Estás bien? –me preguntó mientras recostaba mi cuerpo


a su lado, cogiéndome de las caderas con ternura–.

–Sí… Eh… Perdona. No sé qué me ha pasado. He perdido la


cabeza –dije realmente avergonzada–.

–¡No te pongas roja! –me dijo esbozando media sonrisa–.


¡Esto es perfecto! ¿No te das cuenta de que has enterrado
todos los tabúes en un minuto?

–¿Un minuto? ¿Tanto tiempo ha pasado? –le dije entre risas,


mientras intentaba recuperar el resuello–.

Era cierto. Por primera vez, a mis 35 años y aunque sólo


fuera durante 10 segundos (¡o un minuto!), había borrado
todas las ataduras mentales de un plumazo. O la locura me
poseía o yo me había apoderado de mis deseos. Y también
parecía que había provocado algo placentero en Guille…

–¿Eso es lo que creo? –le pregunté señalando una mancha


líquida que empezaba a dibujarse en la sábana–.

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–Ups, parece que sí es lo que crees… –dijo mientras
comprobaba que había eyaculado–.

–¡Eres un voyeur!

–Eso es lo que intentaba decirte hace dos meses. ¿Lo


entiendes ahora?

–De verdad, ¿no quieres follarte a Sara? Porque eso es lo


que pensé cuando me dijiste que los habías invitado sin
consultarme. No puedes negarme que ella estará más que
dispuesta…

–Sí, Sara estaría más que dispuesta –aseveró, sin dejarme


continuar con la retahíla de insultos que iba a proferir sobre
ella–. En verdad, Sara no es lo que tú piensas…

–¿Qué pienso?

–Tú crees que ella es una puta o algo así porque se ha


acostado con Lilo y Víctor. Pero no es así. Ellos presumen de
haberlo hecho, pero no cuentan que fue porque Angelito
deseaba observar cómo lo hacían.

–¿Qué? ¿Él es como tú? –pregunté anonadada–.

–Más o menos. Ángel y Sara son una pareja liberal…


Swingers, cariño. Y, antes de que digas nada, la respuesta
es sí. Sí quiero que probemos a intercambiar parejas…

Por un momento, volví a sentir aquellos escalofríos que


había tenido dos meses atrás. Pero, en esta ocasión, la
sensación era más placentera. Incluso el vello se erizaba,
con efímeras y prontas imágenes que se representaban en
mi cabeza.

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–¡Vale, hagámoslo! –dije sin ni siquiera tener tiempo para
liarme la manta a la cabeza–.

–¡Guau! ¿Segura? No quiero que…

–¿Qué es lo que no quieres? ¿Hay algo que pueda ir


peor en nuestro matrimonio? ¡Hagámoslo! Nos amamos.
Confiamos el uno en el otro y, sin embargo, no sabemos
cómo deleitarnos sexualmente. ¡Hagámoslo!

Guille consiguió organizarlo todo en tan sólo una semana.


Y lo hizo por todo lo alto; alquiló una pequeña villa en un
pueblecito costero de Ibiza, con un único dormitorio para
los cuatro.

A lo largo del viaje, me abrazaba constante e


inconscientemente a él. Me sentía indefensa. Al abrir las
puertas del chalet, los nervios se habían apoderado de mí
y eran totalmente visibles.

–Tranquila –me susurró Sara, cogiéndome del brazo para


separarme sutilmente de Guille–. Yo pasé más vergüenza
que la que estás pasando tú. Y ya tengo mucha experiencia
en esto. Así que no te preocupes, nos lo vamos a pasar muy
bien.

Entramos a la casa y soltamos las maletas en el salón.


Excepto Sara, que llevó la suya al dormitorio. Nuestros
respectivos esposos se habían encargado de comprar unos
buenos vinos y ella sirvió dos copas, mientras me empujaba
hacia la habitación.

Al parecer, había dedicado la última semana a pasearse


por tiendas de lencería para que ambas estuviéramos a la
altura de la situación. Comenzó a sacar medias y ligueros

57
de todos los colores, y hasta un par de corsés rojo burdeos.
¡Y yo vistiendo unas braguitas blancas estampadas a juego
con el sujetador!

–A ver, desnúdate –me dijo con la copa de vino en la mano–.

–¿Qué? ¿Ahora? –la verdad es que me estaba dando


vergüenza después de haber visto aquel despliegue de
lencería erótica de primera calidad–.

–Sí tía, quiero ver qué llevas de ropa interior…

No me hice rogar más y me quité el vestido.

–Bueno… –dijo entre dientes y algo decepcionada–. No es


muy sexy, pero si te sientes cómoda así, reservaremos las
prendas picantes para mañana. ¿Te parece?

–No sé, lo que tú digas –dije como una niña miedosa


mientras me intentaba beber los nervios con el vino–.

–Relájate –respondió suavemente para tranquilizarme, al


tiempo que se desnudaba–.

Se quedó con los zapatos puestos. Tenía un cuerpo extraño.


Era un poco rechoncha y con el pecho pequeño y caído.
Pero al tiempo, tenía un gran atractivo físico. No sé si se
trataba de ese tinte rosa fucsia del pelo que contrastaba
con el moreno de su piel, o simplemente es que ya me la
imaginaba como una fiera en la cama.

Me volvió coger del brazo y salimos juntas para decirles


que podían entrar al dormitorio.

–Uuuuu… –exclamó Ángel al vernos–. Esto se merece otro

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vino, ¿no crees Guille?

Entraron al dormitorio y sonrientes me pidieron que me


tumbara boca abajo en la cama, de espaldas al escritorio.
Era como si ya hubieran concertado lo que se iba a hacer
y cómo se iba a producir.

Me inspiró confianza, así que me tumbé mirando de reojo.


Mi marido se sentó en una silla con la copa en la mano,
mientras Sara se ponía de rodillas a su lado y le abría
la bragueta. Ángel se desnudaba en la otra esquina,
colgando sus prendas sobre una silla. Pronto, vi su pene
erguido. Una sensación sublimemente lasciva recorría mi
interior, quemando mis venas, mojando mis braguitas. Volví
a girar la cabeza para ver qué estaba pasando con Guille.
La melena rosa de Sara se movía incansablemente sobre
su entrepierna. Él miraba mi trasero. Cogí un poco más de
vino, sin perder la postura.

Bebí un sorbo, pero Ángel recogió mi copa para dejarla


sobre la mesilla de noche, dejándome ver de cerca su
verga. Estaba muy dura y torcida. Era bastante más grande
que la de Guille.

–¿Vas a empezar tú o tengo que hacerlo todo yo? –me


preguntó acercando su pene a mi cara–.

–Hazlo tú, Ángel –ordenó mi marido desde la silla del


escritorio–.

Me giré para verles. Sonreían, Sara también nos miraba al


tiempo que agitaba suavemente su pene…

Perdimos la noción del tiempo. Ángel me folló mientras Guille


disfrutaba de la escena. Después se unió y me penetraron

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a la vez, mientras Sara se masturbaba a nuestro lado. Era
lo que mi marido siempre quiso hacer. Lo que nunca pude
imaginar es que yo me deleitaría más que él.

Si deseas leer más historias como esta, haz clic aquí: Relatos
eróticos swinger.

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LA NOVENA NOCHE

Historia de una
ninfómana
(parte I)
María Esclapez

No sabría decir con exactitud cuándo


perdí el apetito sexual. Un buen día
las pulsiones decidieron que era hora
de tomarse unas vacaciones y, sin
consulta previa ni vacilación alguna,
se esfumaron…

Durante meses había acudido


a sesiones programadas con mi
terapeuta sexual sin obtener los
resultados deseados. Seguía siendo
una adicta al sexo. Una ninfómana
que pretendía mantener una
relación de pareja monógama con
su inocente novio Víctor, el cual
ignoraba todos sus lascivos escarceos; todos los salvajes
encuentros sexuales que me habían sentado frente a una
psicóloga.

Un día mi terapeuta se cansó y me dijo: ¡Nada de sexo!


Y sus palabras fueron misa para mis oídos. Nada de sexo;
la frase se movía constante y ondulante en mi cabeza...
Transcurrieron semanas en las que el deseo sexual seguía
aflorando como respuesta a casi cualquier estímulo. Pero,
de repente, nada… Ni rastro de él. Toda la vida conviviendo
con la sombra de un monstruo insaciable sin saber que, de
pronto, desaparecería sin dejar rastro. Y pasaron meses de
estiaje y hastío…

Abatida por el cansancio del insomnio de noches atrás,


me acosté pasadas las doce. Mi cabeza era un enjambre
de preguntas existenciales: ¿Quién soy? ¿En qué me he
convertido? ¿Qué fue de aquella mujer insaciable? Era
como si todo mi cuerpo se hubiese puesto en contra para
volver a hacerme la vida imposible.

Cerré los ojos. Y tan pronto los cerré, el despertador sonó


para avisarme que había quedado con Víctor. Debía
darme prisa si quería ser puntual. No había tiempo de elegir
las prendas más sexis, pero tuve la impresión de pasar horas
probándome toda la colección de braguitas. ¿Por qué me
importaba ahora? Por primera vez en muchos meses, sentía
la necesidad de mostrarme coqueta. Y es que, por primera
vez en una eternidad, notaba una dulce humedad entre
mis piernas…

Salí en dirección a casa de Víctor. Todo en la calle me


resultaba extraño y echaba en falta sensaciones cotidianas;
era como si no existieran los olores y los colores fueran
estampados sin alteración alguna. La gente indistintamente

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se combaba como espejos cóncavos y convexos. Y me
miraban.

Un hipster barbudo se chocó contra mí y, sin pedir disculpas,


clavó sus ojos mientras se perdía entre una multitud de
universitarias que salían del metro. ¿Era la cremallera de mis
vaqueros?

–Perdona – llamó mi atención una chica pelirroja,


sujetando levemente mi codo al pasar por mi lado–. Llevas
la cremallera abierta –me advirtió sonriente.

Anduve largo rato obsesionada, creyendo que me faltaba


algo. Palpaba mi camiseta para comprobar que el sujetador
estuviera colocado y miraba intermitente y obsesivamente
la bragueta de mis pantalones. ¡Maldita sea! Siempre que
miraba, tenía que volver a subirla. Y cuando la alzaba, ellos
me seguían mirando. ¡Qué locura!

–No te preocupes. De cualquier forma, eres preciosa –me


dijo un atractivo hombre de unos 40 años, repentinamente.

–Disculpe, ¿le conozco de algo? –pregunté de inmediato,


con un tono ciertamente desafiante.

–No rujas, leona –respondió burlón, alejándose con un


periódico doblado bajo el brazo.

En ese instante, el miedo atravesó mi cuerpo con


temperaturas secas, gélidas. No pensé. Aceleré el paso en
dirección a casa de Víctor, intentando recuperar el calor…
¡y la cordura!

Estaba tan obsesionada por verle y sentirme protegida


que no me di cuenta de que ya me encontraba frente a la

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puerta de su apartamento, hasta que me percaté de que
todo el pasillo olía a tortitas.

–¡Sorpresa! –exclamó con una gran sonrisa, señalando las


tortitas.

Desde luego, fue sorpresivo. Era la primera vez que le


veía cocinar. Pero, ¿cómo había llegado a su cocina? No
recordaba haber llamado a su puerta…

–¿Has desayunado? –me preguntó como si la situación


fuera normal, interrumpiendo mis esfuerzos por recordar
cómo había aparecido en su casa.

–No –respondí mecánicamente por el aturdimiento.

–Perfecto entonces –replicó–. ¡Has llegado justo a tiempo!

–exclamó con alegría, gesticulando con las manos como


un chef italiano.

Fascinada por los insólitos acontecimientos y presa de


la angustia por la falta de memoria, no me había dado
cuenta de lo atractivo que estaba, hasta que comenzó a
servirme las tortitas. Vestía un delantal sin camiseta y unos
vaqueros que se ceñían sin sutilezas en su entrepierna.

Lo escaneé con la mirada y pegué mis ojos a su piel. La


imaginación comenzó a volar y aterrizó en el pasado… En
mi yo adolescente que convertía a Víctor en aquel actor
porno que arreglaba el mobiliario de una desesperada
ama de casa; el personaje con el que me masturbaba en
mi juventud sexual, y con el que alcanzaba esos febriles
orgasmos una y otra vez.

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Un leve atisbo de consciencia hizo que me percatara de
que mi cuerpo ardía de un extremo a otro. Toda mi piel
quemaba, salvo mi mano derecha, que estaba congelada.
¿Se trataba de nuevas sensaciones ninfomaníacas? La
posé sobre mi cuello y mejillas para atenuar el sofoco, pero
no hubo manera.

–Ana, ¿estás bien? –preguntó Víctor, visiblemente alarmado


por mi actitud.

–No –mascullé.

Sencillamente, mi cabeza no estaba preparada para


aceptar lo que le ocurría a mi cuerpo. O ¿era al revés?

Tampoco tenía fuerza para responder preguntas


existenciales. La respiración se agolpaba y los consiguientes
jadeos eran, simple y llanamente, la expresión del voraz
deseo sexual y la proximidad de los millones de orgasmos
que me estaban subyugando. Me sentía igual que cuando
le engañaba con otras personas para colmar mis apetitos.
Personas y apetitos que él desconocía. Pero, no era el
momento de sincerarse con la existencia. Me abalancé
sobre él y, devorando su lengua, conduje mis manos a su
entrepierna en un frenesí estremecedor.

Lejos de resistirse, me alzó en volandas y haciendo fuerza


con sus grandes brazos me llevó hasta la encimera. Me
sentó y, con ansia fiera, me arrancó los botones de la
camisa haciendo que mis pechos se liberasen y las areolas
pidieran a gritos su lengua. Víctor recorrió todos y cada
uno de los poros de mi piel, humedeciendo mis pezones y
endureciéndolos para jugar cariñosamente con ellos entre
sus dientes. Después, agarró con fuerza mis glúteos y me
acercó para sentir su erección, que aún estaba vestida por

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sus pantalones. Yo ya era aquellos manantiales de deseo
que tanto había extrañado.

En pleno éxtasis, una sensación todavía más asombrosa se


apoderó de mí: Víctor había desaparecido. De repente,
mis brazos colgaban del aire y la excitación de mi vulva
se ocultaba bajo el tanga. ¡Ni siquiera recordaba que me
hubiera quitado los pantalones!

Todo estaba oscuro y hacía frío.

–Víctor, ¿dónde estás? –pregunté temblorosa en la


oscuridad–. ¿Víctor? –susurré con miedo.

–Tienes una piel muy suave, Ana –dijo un Víctor invisible.


Di un respingo y tropecé del susto, dando con mi espalda
sobre el torso desnudo de mi novio.

–¿Qué hacías? –chillé aterrada–. ¿Dónde estabas? –inquirí,


intentando controlar mis nervios, mientras él permanecía
sereno.

–¿Te gustan? –me preguntó, señalando unas siluetas


humanas sobre el sofá.

–Víctor, ¿quiénes son esas personas? –pregunté temblorosa.

Me cogió de la mano y, acariciando mi dedo índice, señaló


una cara tras otra asignando nombres absurdos.

–Ella se llama Universitaria Pelirroja – dijo con voz


inanimada, mientras la cara de la chica resplandecía
en lascivia–. Él se llama Cuarentón Seductor, y ese es
Chico de Barbas –prosiguió, al tiempo que se vislumbraban
sus rostros.

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–Víctor, tengo miedo. Eres mi novio y tienes que protegerme
–supliqué.

Víctor separó mis muslos, les mostró mi vulva y comprobó


que se encontraba anegada, ardiente.

–Míralos Ana, están deseosos de ti.

–¿Ellos? –pregunté con terror, mientras notaba una


excitación desbordante con los dedos de Víctor
acariciando mis labios.

–Sí, ellos. Quieren probar tu sexo. Beber de él, penetrarlo,


saciarse.

–Pero yo no sé quiénes son…

–Cariño, ¿desde cuándo eso es un impedimento? –


preguntó reflexivamente, como si supiera todo lo que
había hecho a sus espaldas. Como si conociera a todas
las personas con las que le había engañado… Como si
siempre hubiera sabido que yo era una ninfómana.

Ya puedes continuar con la última parte aquí: Historia de


una ninfómana (parte II): Adicta al sexo

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LA DÉCIMA NOCHE

Porno para
mujeres.
Secuencia
1: cuerpos
celestiales,
gozo universal
Valérie Tasso

Cuando Dieter me propuso el


encuentro, lo dudé un instante. Era
un buen tipo, pero le faltaba la virtud
de saber excederse sin extralimitarse.

–¿Hay algún requerimiento especial?


–le pregunté.

Me indicó que no, que nada de disfraces ni de cosas raras.


Ni siquiera había dress code.

–Lo organiza gente muy seria, querida, muy profesional…

–señaló como si quisiera acabar de convencerme.

Apunté la dirección en el único papel que tenía a mano,


la dichosa factura de la luz, mientras otro millón de cosas
pendientes daban vueltas en mi cabeza. ¿¡Dónde coño
dejé aquel conjunto con encajes de seda de La Perla,
perversamente caro!?

Al principio, me invadió la preocupación por el excesivo


número de personas que se habían reunido en aquel ático
de la calle Bonanova. No llegué a contar con exactitud
cuántos éramos. No podía. Los cuerpos semi-desnudos
tienden a parecerse. Repentinamente, las inquietudes se
disiparon.

–Supongo que lo tomarás con hielo… –dijo, alargándome


un vaso el que supuse que era nuestro anfitrión.

Era un tipo apuesto, de tez morena y melódico acento


argentino, que sujetaba a una hermosa rubia de piernas
aún más largas que la intención con la que me escrutaba,
y que supuse había sido alquilada por el porteño para la
ocasión.

–Si te refieres al whisky, sí. Si te refieres a la rubia, la prefiero


sola.

La rubia se acercó y me dio un pico. Le acaricié, sin más,

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la mejilla.

Pude ver a Dieter a lo lejos, sentado sobre un precioso


chéster de tres plazas y cómo una chica menuda, y
que parecía hambrienta, contenía en su boca todo su
generoso miembro. Un grupo de cuatro o cinco personas
observaban muy de cerca la escena, masturbándose.
Al verme, Dieter esbozó media sonrisa, a la que respondí
elevando ligeramente mi vaso en señal de “¡A tu salud!”.

La música se mantenía audible, sin estridencias, pero yo


sabía que en apenas un rato, dejaría de oírse, apagada
por los aullidos y gemidos, y el feroz lenguaje incoherente
del deseo. Olía a sándalo y perfume de almizcle. Dentro de
poco, ese olor también se perdería.

Yo me paseaba entre la gente que charlaba, follaba o


sencillamente se masturbaba mirando a los demás. De
repente, noté como una mano me asió suavemente por
el vientre, mientras un miembro duro se apoyaba sobre
mis nalgas, como si estuviera buscando cobijo. Me giré
despacio y, sin mirar su cara, arrimé mis labios a los suyos.
Pude oler, en su boca, el sabor de alguno de los coños que
estaban ofrecidos por la sala.

Descendí despacio hacia el cinturón, casi tan despacio


como bajé la cremallera de sus pantalones para liberar al
animal que la aprisionaba. Palpitaba… Él, yo, palpitábamos
juntos. Sus pies estaban desnudos, y su respiración se agitó
cuando me quedé inmóvil frente a su glande violáceo.

–Siéntate –le ordené.

Apoyé la punta de mi lengua sobre el frenillo de su prepucio,


mientras, con la mano derecha, extraía dos cubitos

70
de hielo que dejé con delicadeza en el suelo. Con mis
labios carnosos, aprisioné su glande con fuerza, mientras
colocaba sus pies sobre los cubitos de hielo. Al notar el frío,
mi amante desconocido arqueó la espalda al compás de
un ruido gutural seco, espasmódico.

–Antes de que se derritan, te habrás corrido –le anuncié


con solemnidad.

Comencé, con mi boca, a descender suavemente


desde el glande al tallo, realizando presión con diversas
intensidades, hasta que la saliva permitió que mis labios
circulasen sobre su falo como la lluvia besa al mar. Empecé
a regalarle distintos toques de lengua sobre el glande y
frenillo, mientras lo masturbaba en espiral.

Alguien, desde atrás, me apartó suavemente las piernas y


comenzó a acariciar el interior de mis muslos. Cuando mi
víctima eyaculó, me tumbé boca arriba sobre la alfombra,
con la vista perdida en las molduras del techo. El roce de
las manos que jugaban sobre mis muslos había empezado
a surtir efecto y nada me importó que, de repente,
desaparecieran mis bragas de blonda. Pude notar el calor
de un aliento nuevo sobre mi vientre. Alguien me empezó
a estirar con suavidad los brazos hacia atrás, y una lengua
se puso a recorrer las palmas de mis manos, a la vez que
otra se entretenía con mis pies, recorriendo, uno por uno, los
huecos entre mis dedos.

¿Cuánta gente tenía alrededor? Oía el murmullo de la


multitud, al tiempo que notaba como mi culo y la espalda
se pegaban al calor de la alfombra. Me parecía distinguir
a una pareja de ancianos que, cogidos de la mano, me
observaban. Ya no oía la música. Alguien me entreabrió
con delicadeza la vulva y comenzó a acariciarme el clítoris,

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a la vez que se unieron otras lenguas que jugueteaban con
mis pezones. Algo se introdujo con fuerza en mi vagina, y mi
cuerpo se contrajo; mi piel se erizó, a la vez que mi garganta
emitía un sonido seco. Perdí de vista las molduras del techo.
Oí gemidos que yo no producía. Mi cuerpo se achicó, se
fue encogiendo, se contrajo sobre él mismo y comprimió
toda mi energía justo antes de la gran expansión, que el
universo, la nada, se repartieran hacia el infinito. Mi cuerpo
ya no era mío, no se distinguía de los cuerpos de los demás
y el gozo no me pertenecía, no era mío ni era de nadie…
era de todos.

Fundido en negro. Eso lo recuerdo muy bien. Abro los ojos


lentamente, y me acuerdo de que debo pagar el recibo
de la luz…

Ya puedes continuar con la segunda parte aquí: Porno


para mujeres. Secuencia II: querida rubia, déjame ser
deliciosamente perra

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UNA NOCHE DE MUJERES

No va a
cambiar
nada entre
nosotras
Thais Duthie

La habitación estaba en silencio, salvo


por la respiración jadeante de Edith.
Mira que se había puesto veces los
ligueros, pero siempre tardaba varios
minutos hasta que los ataba a las
medias y conseguía que quedaran
rectos. Desde luego, llevarlos torcidos
era motivo de sanción y, Madame
De Valois, cuyo nombre real era archienemigo francés,
se daba cuenta de eso enseguida. También suponía un
problema llevar las medias rotas o simplemente llevarlas
de un tono demasiado tupido. Porque como decía la
Madame: “Bailar cabaret sin el vestuario apropiado es
bailar cualquier cosa”. Y los clientes pagaban por ver a
las chicas –bien vestidas– bailando cabaret, no bailando
cualquier cosa.

Edith dio los últimos retoques a su maquillaje: se perfiló


los labios y se pintó de nuevo las pestañas de aquel azul
oscuro que hacía juego con su traje. No tardó en calzarse
los tacones, mirarse en el espejo una última vez y abrir
la puerta con la intención de correr escaleras abajo. Sin
embargo, al abrirla, se encontró con la mirada profunda
de Alma.

–¿Qué haces aquí? –preguntó Edith.

La inglesa no parecía sorprendida ni molesta por la


presencia de la chica. Llevaba un vestido largo palabra de
honor de color verde esmeralda, aunque con el pañuelo
de seda por encima apenas se le veía un poco de piel.
Alma preparaba a las bailarinas del cabaret, haciendo
y deshaciendo los lazos de sus corsés, pero era bastante
recatada, todo hay que decirlo.

–¿Puedo entrar? –dijo Alma en un susurro casi imperceptible.

–Claro, come in.

Y echó el pestillo, al instante en que entró la inglesa. Por


la sonrisa que vestía mientras lo hizo parecía que ya sabía
exactamente lo que iba a ocurrir. Si no, ¿por qué cerrarla?
Se apoyó en la pared y miró muy fijamente a la chica, como

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si pudiera leerle la mente.

–He estado pensando en lo que pasó el otro día –murmuró


la recién llegada mirando al suelo–. Por mi parte, no va a
cambiar nada entre nosotras.

–Mírame.

Los ojos azules de Alma volvieron a encontrarse con los


verdes de Edith. Era evidente que Alma, la más joven, se
sentía avergonzada y no sabía qué demonios hacer. Ni qué
decir, ya lo había dicho todo. La bailarina tomó su mano y
acarició el dorso con las yemas de los dedos.

–Tienes que contarme qué es lo que usas para tener las


manos tan suaves…

Edith dejó un pequeño beso en la muñeca de Alma y


tiró de su mano quedándose a tan solo unos centímetros
de distancia la una de la otra. Azul y verde volvieron a
encontrarse, no sin la sensación de una conocida calidez.
Los labios de la bailarina experta comenzaron a recorrer
la piel blanca, casi de porcelana, de la otra. Las manos
abrazaban su cintura, descendiendo muy poco a poco
hasta descansar en su trasero.

El sonrojo de Alma fue evidente, tanto que le arrancó a


Edith una sonrisa.

–¿Hace mucho que ningún hombre te toca así?

–Nadie me había tocado así antes, ni hombre ni mujer –


sentenció Alma.

Oír aquella verdad excitó más, si cabe, a Edith. Tomó

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el rostro de la joven entre sus manos y acarició los labios
suaves de Alma con los propios. Le regaló un mordisco en
el inferior, así como un pequeño calambre que viajaba por
todo su cuerpo.

–Te gusta, ¿no es cierto?

–Mucho –contestó casi balbuceando.

A Edith no le faltó más para esconderse en el hueco de


su cuello y lamer y morder aquella zona tan sensible para
Alma. Entre una cosa y otra, bailarina le pidió que se
sentara en la cama, y así lo hizo. Se colocó sobre ella, con
una pierna entre las de la joven.

–Antes de que llegaras he estado investigando un poco. He


hecho un experimento conmigo misma –explicó, deslizando
la mano por el muslo casi desnudo de Alma para luego
ejercer una leve presión en su intimidad–. He llegado a la
conclusión de que si toco aquí sentirás algo de calor…

El gemido de la más joven inundó la estancia. Avergonzada,


Alma se incorporó para acallar sus propios gritos de placer
besando a la otra. Imitó los movimientos de la bailarina,
acariciando las piernas de Edith. En aquel momento no
podía pensar en nada que no fuera ella. Porque la quería.
Y la deseaba como no había deseado a nadie. Acercó
su boca hasta sentir su calor y su resuello y se rio sobre los
labios de Edith.

–¿Qué pasa? –dijo la segunda con una sonrisa, sin querer


apartarse demasiado.

–¡Llevas los ligueros mal puestos! –explicó entre risas.

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–¿Para qué iba a ponérmelos bien si tú me los vas a quitar
enseguida?

Dicho esto, tomó las manos de Alma y las colocó encima


del primer cierre de los ligueros. La joven lo desató con
destreza, dirigiéndose rápidamente al cierre trasero.

–Quiero que me desnudes y me des placer de una vez…

–le pidió Edith, en un tono cercano a la súplica.

Las manos de Alma se deshicieron enseguida de ambos


ligueros y continuaron con los lazos del corsé. Con cada
pedazo de piel que dejaba al descubierto, la joven besaba,
lamía y mordía, no sin cierta timidez. Edith echó la cabeza
hacia atrás, abandonándose al placer. En gran parte, se
debía a las atenciones de la joven, pero también por el
morbo de llevar a la realidad la escena con la que había
fantaseado tantas veces.

–¿Sabías que las geishas llevaban el lazo en la espalda?


Me lo dijo mi madre. Y me recuerda a vuestros uniformes…
Así es necesaria mucha paciencia para desnudaros. Ahora
entiendo por qué algunos hombres cortan los lazos, a mí
me está costando no hacerlo –dijo Alma, aunque Edith no
le hizo demasiado caso; estaba más ocupada buscando
los labios de la otra.

Finalmente volvieron a entrelazarse, pero ahora solo


entregadas al placer. Liberadas aún más en la necesidad
de tocarse. La habilidad de Alma para desatar el corsé
tenía mucho que ver con su función en el cabaret; se
encargaba de preparar a las chicas para que salieran
perfectas al escenario.

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Cuando se libró de aquel pedazo de tela brillante y dejó
los senos de Edith al desnudo fue como si estuviera en un
espectáculo de Music hall y el telón acabara de abrirse.
Alma los besó con ganas, mientras se quitaba el vestido y
alguna prenda más de ropa que su madre le obligaba a
llevar.

–Vaya, vaya… Me has quitado el corsé aún más rápido que


cuando salimos a escena –susurró Edith antes de soltar una
carcajada.

La bailarina separó las piernas casi por acto reflejo,


dejando que la otra se abriera paso entre ellas y hundiera
dos dedos en su humedad. Edith, sorprendida por el gesto
tan osado de su compañera, hizo lo propio, arrancándole
un pequeño grito. Y ambas empezaron a mover los dedos
dentro de la otra, explorando aquella zona desconocida,
para averiguar dónde se escondían aquella especie de
latidos que sentían en lo más hondo de su sexo. Llegó un
punto en el que se mimetizaron: los movimientos que hacía
Edith los repetía Alma, dejándose guiar por el ritmo experto
de la bailarina.

Mano a mano, estaban cada vez más cerca del orgasmo.


No llegó de forma simultánea, ni mucho menos. Primero fue
Edith la que rompió el silencio en el que estaban sumidas
con un largo gemido. Siguió moviendo los dedos, más
rápido y más profundo, hasta que Alma también disfrutó
de la oleada de placer. Después se quedaron muy quietas,
abrazadas y con los dedos empapados.

Pocos minutos después, la bailarina comenzó a besar los


hombros y las clavículas de la joven Alma, dejando un
rastro húmedo. Se acercó a su oído, lo besó también y dijo:

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–¿Sigues sin querer que cambie nada entre nosotras,
señorita De Valois?

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