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Kierkegaard Soren - Pasion Femenina PDF
Kierkegaard Soren - Pasion Femenina PDF
Pasión femenina
T R A D U C C I Ó N DE V I C T O R I A A L O N S O Y R O D R I G O C R E S P O
GR EAT IDEAS
taurus
T
Prim era edición: o ctu b re , 2015
P rim e ra im presión en C olom bia: m arzo, 2016
ISBN: 978-958-59401-3-0
i Pengum
! R andom H ou se i
í G r u p o E d ito r la l 1
índice
Siluetas 7
El reflejo de lo trágico en la Antigüedad
sobre lo trágico en la Edad M oderna 81
Siluetas
Pasatiempo psicológico
* E n to d a s las a p a r ic io n e s d e e s ta p a la b ra , K ie r k e g a a r d u t iliz a e l té r m in o
g r ie g o : SVMJlttQaveKQCOUSYOl. [N . de los T.]
Abgeschworen mag die Liebe immer sein;
Liebes-Zauber wiegt in dieser Hóhle
Die berauschte, überraschte Seele
In Vergessenhcit des Schwures ein .
Comunicación improvisada
i. María Beaumarchais
2. Doña Elvira
3. Margarita
C o n o c e m o s a esta jo v e n p or Fausto de G o e th e . E ra
una burguesita, no destinada a un convento co m o E l
vira; y aunque educada en el tem o r del Señor, su alm a
era no obstante dem asiado infantil co m o para sentir la
gravedad, de la cual dice G o eth e de form a tan in igu a
lable:
* E n e l o r ig in a l la cita a p a re c e en a le m á n : « H alb K in d e rs p ie l, / H a lb G o t t im
H e rz e n » . L a tr a d u c c ió n es d e G o e t h e , Obras com pletas, Fausto, p r im e r a p a r te ,
t o m o III, p á g . 135$, M a d rid , A g u ila r, 1987. [N . de los T.J
Lo que am am os especialm ente en esta m uchacha es
la sencillez y hum ildad encantadoras de su alm a pura.
Ya desde el prim er m om en to en el que ve a Fausto se
siente d em asiado insignificante co m o para ser am ada
por él, y no es debido a la curiosidad de saber si Fausto
la am a o no, por lo que deshoja la m argarita, sino p or
hum ildad, p o rq u e se siente m u y insign ifican te co m o
para escoger, y p or ello se pliega al orácu lo m ito lógico
de un e n ig m á tic o p o d er. ¡Sí, a d o ra b le M a rg a rita !,
G o eth e ha revelado de qué m od o deshojabas recitando
las palabras: «Me quiere, no m e quiere»; pobre M argari
ta, ya puedes continuar con tu faena, sim plem ente cam
bia las palabras: «Me engañó, no m e engañó»; ya p u e
des c u ltiv a r u n te r re n ito c o n este tip o de flo res, y
tendrás labor para toda tu vida.
Se ha constatado lo sorprendente de que, m ientras la
leyenda de d o n ju á n refiere m il tres seducidas solo en
España, la leyenda de Fausto habla únicam ente de una
sola m uchacha seducida. M erecerá bien la pena no olvi
dar esta observación, ya que será im portante en lo que
sigue, nos guiará a la hora de determ inar lo característi
co de la aflicción reflejada en M argarita. Porque, a pri
m era vista, podría parecer qu e la única diferencia que
habría entre Elvira y M argarita sería sim ilar a la de dos
individuos qu e hubieran experim entado lo m ism o. N o
obstante, la diferencia es m u ch o más esencial, si bien
no tanto fundada en la diversidad de las naturalezas fe
m eninas cuanto en la diversidad esencial que reside en
tre un d o n ju á n y un Fausto. Ya desde el com ien zo tiene
que haber diferencia entre una Elvira y una M argarita,
en la m edida en que la m uchacha que afecte a un Faus
to tiene que ser esencialm ente diferente de la m uchacha
que afecte a un d o n ju á n ; sí, aunque m e im aginara que
la atención de am bos se ocupara incluso de la m ism a j o
ven, sería por algo distinto por lo que cada uno de ellos
se sentiría atraído. Tal diferencia, que de ese m odo esta
ba presente únicam ente com o posibilidad, se desarrolla
al ser puesta en relación con un d o n ju á n o un Fausto,
hasta la realidad plena. Porque si bien Fausto es una re
producción de d o n ju á n , justam ente el hecho de ser una
reproducción hace que él m ism o, en el estadio de la vida
en el que se le pu ed e llam ar un donjuán, sea esencial
m ente distinto de este, pues reproducir otro estadio no
significa solo ser este, sino serlo con todos los m om en
tos del estadio p reced en te d en tro de sí. P or eso, aun
cuando d esee lo m ism o que un don juán, lo d esea de
manera distinta. Pero para que él pueda desearlo de otra
form a, ello ha de estar presente adem ás de m anera dis
tinta. H ay m om en to s en él que hacen que su m étod o
sea distin to, del m ism o m o d o que h ay tam bién m o
m entos en M argarita que hacen necesario un m étod o
distinto. Su m étodo depende a su vez de su apetito, y su
apetito es distinto del de d o n ju á n , p o r más que exista
una sem ejanza esencial entre ellos. P or lo gen eral, se
cree haber dicho algo m u y sagaz cuando se acentúa que
Fausto acaba siendo un d on ju án y, sin em bargo, bien
poco se ha dicho con ello; pues lo im portante aquí es en
qué sentido llega a serlo. Fausto es un d em on io tanto
com o lo es un donjuán, solo que algo superior. Lo sen
sual solo cobra significado para él una vez que ha perdi
do la totalidad de un m undo previo, m as la conciencia
de dicha pérdida no es aniquilada, se encuentra siempre
presente, de m od o que él busca en lo sensual no tanto
disfrute cu an to d istracción. Su alm a escéptica no en
cuentra algo en donde pueda reposar, y así echa m ano a
la pasión am orosa, no porq ue crea en ella, sino porque
conlleva un m om en to de presencia, donde hay un ins
tante de reposo, y un afán que distrae y desvía la aten
ción de la inanidad de la duda. Por ello, su apetito no
p o see la «jovialidad»* que d istin gu e a un don juán. Su
sem blante no es risueño, ni su frente despejada y la ale
gría 110 lo acompaña; las jovencitas no bailan en sus bra
zos, sino que las atrae hacia sí por la inquietud que les
p rovoca. P or eso, lo que busca no es sim p lem en te el
g o ce sensual, sino que lo que codicia es la inm ed iatez
del espíritu. Igual que las som bras del A verno cuando
conseguían un viviente sorbían su sangre y vivían así el
tiem po que la sangre les calentaba y les alim entaba, del
m ism o m o d o busca Fausto una vid a inm ed iata, m e
diante la cual pueda reju venecer y fortalecerse. Y ¿qué
m ejor lu gar para hallarla que en una jovencita, y cóm o
puede él succionarla de m anera más perfecta sino en el
abrazo am oroso? A l igual qu e la Edad M edia habla de
hechiceros que sabían preparar u n bebedizo rejuvenece-
dor, para el cual utilizaban el corazón de un niño inocente,
así es el fortalecim iento que su alm a extenuada necesi
ta, lo único que puede saciarlo durante u n instante. Su
alma enferm a necesita lo que podría llam arse el prim er
verdor de un joven corazón; y ¿con qué otra cosa habría
yo de com parar la prim era juventu d de una inocente al
ma fem enina? Si dijera que es co m o una flor, entonces
diría dem asiado poco; pues es más, es el florecer; la sa
lud de la esperanza y de la fe y de la confianza brota y
florece en rica variedad, y suaves anhelos m ueven los
delicados retoños, m ientras los sueños dan som bra a su
fertilidad. D e este m ism o m o d o m u eve a un Fausto,
atrae su desasosegada alma com o una isla de la tranqui
lidad en un m ar calm o. Q u e es efím ero nadie lo sabe
m ejor que Fausto; no cree en ello, tan poco co m o cree
en ninguna otra cosa; mas en el abrazo am oroso se co n
vence de que existe. Solo la plenitud de la inocencia y
de la puerilidad puede confortarlo por un instante.
M efistófeles perm ite al Fausto de G o eth e que vea a
M argarita en un espejo. Sus ojos se en tretien en co n
tem plándola, m as no es su b elleza lo que él desea, aun
cuando él se la lleve consigo. L o que él desea es la p u
ra, serena, rica e inm ediata alegría de un alm a fem en i
na, pero no lo desea de m anera espiritual, sino sensual.
L u ego en ton ces su desear es co m o el de don Juan en
cierto sentido, y, sin em bargo, desea de m anera to ta l
m ente distinta. P uede que aquí algún que otro p ro fe
sor asociado que se m an tenga persuadido de haber si
do un Fausto — pues, de lo co n trario, sería im posible
que hubiera llegado a ser profesor asociado— observa
ra que Fausto exige fo rm ació n y d esarrollo espiritual
en la m u chacha que ha de despertar su deseo. P uede
que un g ra n n ú m ero de profesores asociados en cu en
tren en esta una excelen te o b servació n , y que sus res
p ectivas esposas y novias asien tan dan do su a p ro b a
ción. Sin em b a rg o , ha erra d o el tiro p o r co m p le to ;
pues eso es lo que m enos desearía Fausto. Una de esas
llam adas jó v en es cu ltivad as descan saría dentro de la
m ism a relatividad que él, y a pesar de ello no tendría
ningún significado en absoluto para él, sería absoluta
m en te nada. Q u izás ella, con su p o q u ita fo rm a ció n ,
ten ta ría a este v ie jo lic e n c ia d o de la d ud a a q u e la
arrastrara con él a la corrien te, donde ella no tardaría
en desesperar. Por el contrario, una jovencita inocente
descansa en una relatividad distinta y, por eso, en cierto
sentido, no es nada frente a Fausto, aunque en otro sen
tido es en orm em en te más, porque es inm ediatez. Solo
d en tro de esa in m ed iatez es ella m eta de su deseo, y
por eso decía yo que él desea la inm ediatez no de m a
nera espiritual sino sensual.
T odo esto lo ha com prendido G o eth e p erfectam en
te, y p or eso M argarita es una burguesita, una m u ch a
cha que casi estaríam os ten tad o s de llam ar in sign ifi
cante. A h o ra considerarem os más d etenidam en te, por
tener im portancia respecto a la aflicción de M argarita,
de qué m an era habría Fausto causado efecto en ella.
Los rasgos aislados que G o e th e ha acen tu ad o tienen
por supuesto un gran valor; si bien creo que, p or ra zo
nes de com pletitud, se podría pensar una pequeña m o
d ificació n . En su se n cille z in o cen te , M argarita se da
cuen ta bien p ron to de que en Fausto no hay verd a d e
ra consistencia en el terreno de la fe. G oethe lo muestra
en una breve escena ca teq u izad o ra que es in n egab le
m ente una excelen te invención del poeta. La pregunta
que surge ahora es qué con secu en cias pu ed e tener di
cho exam en para la relación de am bos. Fausto aparece
co m o el escéptico, y p arece qu e G o eth e, p u esto qu e
no indica nada más preciso a este respecto, habría de
ja d o a Fausto seguir siendo escéptico tam bién delante
de M argarita. Se ha esforzado por desviar la atención de
ella de tales indagaciones, para fijarla única y exclusiva
m en te en la realidad del am or. Pero, p o r u n a p a rte,
creo que esto le iba a resultar difícil a Fausto, una vez
que el p ro b lem a había aparecid o ya; p o r otra parte,
creo qu e no es p s ico ló g ica m e n te cierto. M as no es a
causa de Fausto por lo que m e detendré un p o co m ás
en este punto, sino a causa de M argarita, pues en caso
de que él no se haya revelado co m o escéptico ante ella,
su aflicción poseerá un m om en to extra. D e form a que
Fausto es escéptico, pero no un necio vanidoso que pre
tende hacerse el im portante dudando acerca de aquello
en lo que otros creen; su duda se funda en él de m an e
ra objetiva. D ich o sea esto en h o n o r de Fausto. P or el
contrario, en el m o m en to en el que quiere im pon er a
otros su duda puede fácilm ente verse en vuelta una p a
sión im pura. En el m o m en to en el que la duda se im
p o n e a otros, este h ech o lleva aparejada una envidia
que se com place en arrebatarles lo que ellos tenían c o
m o cierto. Pero para que esta pasión de la envidia se
despierte en el escéptico ha de poder hablarse de una
oposición por parte del individuo en cuestión. A llí d on
de no pueda hablarse de ello o allí donde incluso p en
sarlo sería de m al gusto, la tentación cesa. Este últim o
es el caso de una jovencita. Frente a ella, un escéptico
se en cu en tra siem pre en un aprieto. A rrebatarle la fe
n o es su com etido; al contrario, él siente que, solo g ra
cias a esta, ella es todo lo grand e que es. Él se siente in
ferior, pu es h ay en ella una p retensión natural de que
él sea su sustento, en tanto ella m ism a se ha vu elto v a
cilan te. C la ro qu e un e scép tico de tres al cu a rto , un
erudito a la violeta, ese sí que podría hallar satisfacción
en arrancarle su fe a una joven cita, placer en asustar a
señoras y niños, ya qu e no p u ed e espantar hom bres.
Mas esto no vale para Fausto; es dem asiado grand e pa
ra ello. D e m anera que se pu ed e estar de acuerdo con
G o eth e en que Fausto deja entrever su duda la prim era
vez, pero apenas p u ed o creer que le sucediera una se
gun da v e z. Esto es de vita l im p ortan cia respecto a la
co n cep ción de M argarita. Fausto ve con facilidad que
toda la significación de M argarita radica en su sencillez
inocen te; si se le quita esta, en ton ces no es nada en sí
m ism a, nada para él. De m o d o que tiene qu e ser co n
servada. Él es escéptico, mas, co m o tal, ha de llevar en
sí tod o s los m om en to s de lo positivo, porq ue si 110 es
un pésim o escéptico. Él carece de punto y final, p or lo
que todos los m om en tos se vuelven m om en to s n egati
vos. Por el contrario, ella posee p u n to y final, posee la
puerilidad y la inocen cia. Nada le resulta a él m ás se n
cillo en to n ces que equiparla. Su praxis en la vida le ha
enseñado m uy a m enudo que lo que él declam aba com o
duda actuaba sobre otros co m o verdad positiva. Y ahora
su placer consiste en enriquecer a M argarita con el pin
güe contenido de una percepción, extrae todo el adorno
de la fe inm ediata y su placer consiste en em bellecer a
M argarita con él, a quien le va m u y bien, torn án dose
así m ás bella a sus ojos. A dem ás, de ahí saca la ventaja
de que su alm a se vin cu la cada v e z m ás firm em en te a
la de él. En realidad ella no le entiende en absoluto; se
vin cu la firm e m e n te a él igu al que un infante; lo que
para él co n stitu ye duda, para ella es verdad infalible.
Pero al m ism o tiem p o que ed ifica de este m o d o la fe
de ella, tam bién la socava, pues finalm ente él m ism o se
convierte para ella en un o bjeto de fe, un dios y no un
ser h um ano. Ú nicam ente he de afanarm e aquí en p re
venir un m alentendido. Podría parecer que yo hago de
Fausto un hipócrita infam e. C o sa que no es el caso en
a bso lu to . Es la prop ia M argarita la qu e ha p u esto el
asunto sobre la mesa; al prim er vistazo percibe él todo
el esplendor que ella cree poseer, y ve que no puede re
sistir a su duda, mas él no tiene la entereza para aniqui
larlo, in clu so es a causa de una cierta b on d ad p o r lo
que se conduce de este m odo. El am or que ella le p ro
fesa es lo que la hace sign ificativa para él, a pesar de
volverse prácticam ente una niña; él se rebaja a su p u e
rilidad y su placer consiste en ver có m o ella lo asim ila
tod o. C o sa que, p o r o tro lado, ten d rá las m ás tristes
consecuencias para M argarita en el futuro. Si Fausto se
h u biera m ostrado ante ella co m o escéptico, en tonces
quizás m ás tarde hubiera podido salvar su fe, pues h u
biera reco n o cid o con toda h u m ild ad qu e los aud aces
pensam ientos de altos vu elo s de Fausto no estaban h e
chos para ella, se hubiera m antenido aferrada a lo que
tenía. A h ora, p or el contrario, le debe el contenido de
la fe, aun cu an d o esté p ersu ad id a, p u esto que la ha
ab an d on ad o , de qu e ni él m ism o ha creído en ello.
M ientras él estaba con ella, no descubrió la duda; ahora
que él no está todo ha cam biado para ella, y ve la duda
en tod os lados, una duda que ella no pu ed e dom inar,
más cuando considera con tin u am en te la circunstancia
de que ni el propio Fausto había podido dom eñarla.
T am b ién segú n G o e th e , a q u ello m ed ian te lo cual
Fausto cautiva a M argarita no es el agasajo seductor de
un donjuán, sino su en orm e superioridad. Por eso ella,
co m o tan en can tad oram ente lo expresa, de verdad n o
p u ed e co m p ren d er en abso lu to qué excelen cia pu ed e
en con trar Fausto en ella. La prim era im presión que él
le causa es p or eso com pletam ente abrum adora, y ella
queda red u cid a a nada frente a él. P or eso ella no le
p e rte n e c e c.n el sentido en el qu e E lvira p erten ece a
don Juan, pues, co n lo d o , esto es la expresión de un
existir independiente frente a él; sin em bargo, ella desa
parece p or com pleto en él; tam poco rom pe con el cielo
para p erten ecerle, pues ahí se fundaría una le g itim a
ción frente a él; im perceptiblem ente, sin la m ás rem ota
reflex ió n , él se co n v ie rte en to d o para ella. M as, de
igual m an era que es nada desde un principio, se v u e l
ve, si así puedo decirlo, cada v e z m enos cuanto m ás se
cercio ra de la su perio rid ad d el poder, casi divino, de
Fausto; ella CvS nada y adem ás solo es gracias a él. Lo
q u e G o eth e dijo en algún sitio acerca de H am let, que
su alma era en relación a su cu erpo co m o una sem illa
de roble plantada en un tiesto, que acaba, p o r eso, re
ventando el recipiente, eso m ism o vale para el am or de
M argarita. Fausto es dem asiado grand e para ella, y su
am or por él ha de acabar fragm entándole el alma. Y di
cho instante no pu ed e estar ausente p o r m u ch o tie m
po, pues Fausto siente a la perfección qu e ella no p u e
d e p e r m a n e c e r en esa in m e d ia te z ; no la c o n d u c e
en ton ces hasta las elevadas regiones del espíritu, pues
de ellas precisamente huye él; la desea sensualmente. Y la
abandona.
A sí pu es, Fausto ha ab a n d o n ad o a M arg arita . Su
pérdida es tan espantosa que el m ism o en torn o olvida
un instante lo que por lo gen eral le duele m u cho o lv i
dar, que ella está deshonrada; descansa en un desfalle
cim iento total, en el que ni siquiera es capaz de pensar
su pérdida, vién dose privada inclu so de la fu erza para
co n cebir su d esgracia. Si d icho estado pudiera persis
tir, sería im posible en ton ces que la aflicción reflejada
p u d iera ten er lugar. P ero las ra z o n e s co n fo rta d o ra s
del en to rn o la van llevando p o c o a p o co hacia sí m is
ma, dan un im pulso a su pensam iento m ediante el que
este se vu elve a poner en m ovim ien to; mas tan pronto
co m o es puesto de nuevo en m ovim ien to, se revela fá
cilm e n te que ella no está p rep a ra d a para re te n e r ni
una sola de sus con sideracion es. L o escucha co m o si
no fu e ra a ella a qu ien se habla, m as n in guna de sus
palabras se d etiene, ni activa la inqu ietu d en su discu
rrir. Su problem a es el m ism o que el de Elvira, pensar
que Fausto era un farsante, pero reviste m ayor dificul
tad aún, por estar ella m u ch o m ás profu n d am en te in
fluida p o r Fausto; él n o era un m ero un farsante, un
hipócrita es lo que era; ella no ha en tregad o nada por
él, pero le debe tod o, y hasta cierto punto sigue p o se
yendo ese todo, solo que ahora se revela co m o un en
gaño. M as entonces, lo que él ha dicho ¿es m enos ver
dadero por el h ech o de qu e ni él m ism o ha creído en
ello? D e n in guna m an era y, sin em b argo , sí qu e lo es
para ella, ya que gracias a él creía en ello.
Podría parecer m ás difícil qu e la reflexión haya de
ponerse en m ovim iento en M argarita, porque lo que la
detiene es el sen tim ien to de que ella no era absoluta
m en te nada. Sin em bargo , aqu í radica de nu evo una
en orm e elasticidad dialéctica. En caso de que pudiera
retener, en el más estricto sentido, el pensam iento de que
ella era absolutamente nada, entonces la reflexión queda
ría excluida, y entonces tam poco habría sido engañada;
ya que cu an d o no se es nada, no existe tam p o co rela
ción alguna, y donde no hay ninguna relación tam poco
p u ed e hablarse de engaño. D esde este, punto de vista,
ella está en calma. Sin em bargo, dicho pensam iento no
se deja retener, sino qu e de in m ed iato cam bia en su
con trario. El hech o de que ella no fu era nada expresa
sim plem ente que son negadas todas las distinciones fi
nitas del am or y, precisam ente por eso, expresa la abso
luta validez de su amor, donde se asienta entonces tam
bién la absoluta le g itim a ció n de M argarita. L u e g o la
conducta de Fausto no es m eram en te un engaño, sino
un en gañ o absoluto, porque el am or de M argarita era
a b so lu to . Y ta m p o co podrá descansar ahí de nu evo;
porque él ha sido tod o para ella, ella no será capaz si
quiera de retener dicho pensam iento sin el concurso de
él, p ero tam p o co puede pensarlo con su concurso, ya
que era un pérfido.
A l volverse ahora el entorno cada vez más y más aje
no a ella, com ienza el m ovim ien to interno. N o sim ple
m ente ha am ado a Fausto con toda su alma, sino que él
era su fuerza vital, ella llegó a ser gracias a él. El efecto
que esto produce no es tanto que su alm a sufra m enos
conm oción en el estado de ánim o que la de una Elvira,
sino que el estado de ánim o particular sufre m enos con
moción. Margarita se encamina hacia un estado de ánimo
fundam ental, y el estado de ánim o particular es com o
una burbuja, que se eleva desde el fondo, sin fuerza pa
ra m antenerse ni tam poco ser desplazada por una nue
va burbuja, sino que se disuelve en el estado aním ico
gen era l de que M argarita no es nada. Este estado de
ánim o fundam ental es a su vez un estado que es senti
do, sin encontrar expresión en un estallido particular, es
inefable, y vano resulta el intento que el estado de áni
m o particu lar hace para alzarlo, levantarlo. El estado
aním ico com pleto resuena p or eso continuam ente ju n
to con el estado aním ico particular, que form a la reso
nancia de aquel en tanto desm ayo y debilidad. El estado
de ánim o particular encuentra expresión, pero no m iti
ga, no alivia, es, para utilizar una expresión de mi Elvira
sueca — ciertam ente bien significativa, aun cuando un
hom bre la capte en m en o r m edida— , un suspiro falso
que defrauda, m ientras un suspiro auténtico constituye
un ejercicio vigorizante y beneficioso. El estado de áni
m o particular no es lo suficientem ente tónico ni en érgi
co, la respiración de M argarita es dem asiado entrecorta
da para ello.
«¿Puedo yo olvidarlo? ¿Acaso puede el riachuelo, por
más largo que se vuelva en su fluir, olvidar la fuente, o l
vid ar su m anantial, em anciparse? ¡Entonces no habría
sino de cesar de fluir! ¿Puede la flecha, por m ás rápido
que vuele, olvidar la cuerda del arco? ¡Entonces su m ar
cha habría de detenerse! ¿Puede la gota de lluvia, por le
jos que caiga, olvidar el cielo de donde cayó? ¡Entonces
habría sin duda de disolverse! ¿Puedo yo co nvertirm e
en otra, puedo nacer de nuevo de una m adre que no es
mi madre? ¿Puedo yo olvidarlo? ¡En ese m om en to ha
bría sin duda de dejar de ser!
»¿Puedo acordarm e de él? ¿Puede mi recuerdo e v o
carlo, ahora que él ha desaparecido, cuando y o m ism a
solo so y m i recu erd o de él? ¿Es esta pálida, nebulosa
im agen, el Fausto que yo adoré? Recuerdo sus palabras,
¡mas no poseo el arpa de su voz! M e acuerdo de sus dis
cursos, ¡mas mi pecho es dem asiado débil para rellenar
los! ¡Suenan desprovistos de sentido para oídos sordos!
»¡Oh Fausto, Fausto! ¡Regresa, sacia al ham briento,
viste al desnudo, conforta al que desfallece, visita al soli
tario! Sé m uy bien que mi am or no tenía significado al
gun o para ti, mas tam p o co te lo pedía yo. M i am or se
postraba h u m ild em en te a tus pies, m i suspiro era un
ru e go , m i b eso una o fren d a en a g ra d e c im ie n to , m i
abrazo adoración. ¿Es p or ello por lo que m e abando
nas? M as ¿no lo sabías ya de antemano? ¿Y no es m otivo
para am arm e el hecho de que te necesite, que m i alma
agonice, cuando no estás conm igo?
»Dios del cielo, perdónam e que haya am ado a un ser
h u m an o m ás que a ti, y que lo haga aún; ya sé que es
un n u evo p eca d o h ab larte de este m od o . ¡Oh, am or
eterno, perm ite que tu m isericordia m e sostenga, que
no m e aparte de ti, devu élvem elo, inclina de nuevo su
corazón hacia m í, apiádate de mí, piedad, porque te lo
pido de este m od o una vez más!
»¿Acaso puedo m aldecirlo? ¿Qué soy yo para atrever
me? ¿Acaso pu ed e la vasija alzarse contra el alfarero?
¿Qué era yo? ¡Nada! ¡Barro en sus m anos, una costilla
de la que m e form ó! ¿Qué era yo? Una hum ilde hierba,
y él se in clin ó hacia mí, m e cultivó, fu e tod o para m í,
mi Dios, el progen itor de m i pensam iento, el alim ento
de mi alma.
»¿Puedo afligirm e? ¡N o, no! La aflicción se ciern e
co m o niebla no ctu rn a sobre m i alm a. O h, regresa, re
nunciaré a ti, jam ás exigiré perten ecerte, sim plem ente
siéntate conm igo, m íram e para poder cobrar fu erzas y
suspirar, háblam e, habla acerca de ti m ism o co m o si
fueras un extraño, olvidaré que eres tú; habla para que
las lágrim as puedan irrum pir. ¡Si seré nada en absolu
to que ni siquiera so y capaz de llo rar si él no está co n
migo!
»¿Dónde habré de en con trar paz y reposo? Los p en
sam ien tos se levantan en m i alm a, el uno se subleva
contra el otro, el uno em baru lla al otro. C u an d o esta
bas conm igo, entonces obedecían a una señal tuya, en
ton ces ju g a b a yo con ellos c o m o una niña, tren zaba
coronas con ellos que ponía sobre mi cabeza, los deja
ba o nd ear co m o m i cabello dispersado p o r el vien to.
A h o ra se enredan de form a estrem eced ora en to rn o a
mí, co m o serpientes se enroscan oprim iendo m i alm a
angustiada.
»¡Y soy madre! Un ser viviente dem anda nutrición en
mí. Pero ¿puede el ham briento saciar al ham briento, el
que desfallece refrescar al sediento? ¿Habré entonces de
convertirm e en asesina? ¡Oh, Fausto, regresa, salva al in
fante que está en el vientre m aterno, aunque no salves a
la madre!».
D e este m odo, se conm ocion a no a causa del estado
de ánim o, sino en el estado de ánim o; y el estado de
ánim o particular no la m itiga, porque se disuelve en el
estado aním ico com pleto que ella no puede elevar. Sí, si
se la hubiera privado de Fausto, M argarita no buscaría
apaciguam iento; su suerte sería, con todo, envidiable a
sus ojos, m as ella ha sido engañada. C arece de lo qu e
podríam os llam ar estar en situación de afligirse puesto
que sola no es capaz de hacerlo. Sí, si ella pudiera, co
m o la pobre Florine del cuento, encontrar la entrada a
una gruta del eco, desde donde supiera que cada suspi
ro, cada gem id o sería escuchado por el am ado, en ton
ces no habría de pasar ahí tres noches sim plem ente, co
m o Florine, sino que tendría que perm anecer ahí día y
n o ch e; p ero en el palacio de Fausto no hay n in guna
g ru ta del eco, ni tam poco tiene él oídos en el co razón
de ella.
★★★
* E n el o r ig in a l a p a re c e la c ita e n a le m á n : «D as w a h r h a ft c M itle id e n is t im
G e g e n th e il d ie S y m p a t h ie m it d e r z n g le ic h s ittlic h e n B c r e c h t ig n n g d e s L e i-
d en d en » . H e g e l, B d. 3, p á g . 531. [N . de los T.]
antigua, la aflicción era m ás honda, el d olor m enor; en
la m od ern a, el d o lo r es m ayor, la aflicción m enor. La
aflicción siem pre contiene en sí algo m ás sustantivo que
el dolor. El d olo r indica siem pre una reflexión acerca
del sufrim iento que la aflicción no conoce. D esde el as
pecto psicológico, es m u y interesante observar a un ni
ño cuando ve sufrir a un adulto. El niño no está lo sufi
cie n te m e n te reflejad o co m o para sen tir d o lo r y, sin
em bargo, su aflicción es de una hondura infinita. N o es
tá lo suficientem ente reflejado com o para tener una re
presentación del pecado y el delito; cuando ve sufrir al
adulto, no se le o cu rre pensar en ello, m as, aun qu e el
fundam ento del sufrim iento esté oculto para él, lleva en
su aflicción un oscuro presen tim ien to al respecto. La
aflicción griega es así, pero en com pleta y profunda ar
m onía, por eso es tan dulce y tan honda al m ism o tiem
po. P or el con trario, cu an d o un adulto ve sufrir a al
g u ien jo v e n , a un niño, el d o lo r es m ayor, m en o r la
aflicción. C u an to más entra en ju e g o la representación
de la culpa, m ayor es el dolor, m enos honda la aflicción.
Si ah ora aplicam os esto a la relación entre la tragedia
antigua y la m oderna, en tonces habrá qu e decir: en la
tragedia antigua la aflicción es m ás honda y, en la co n
ciencia qu e le correspond e, la aflicción es m ás honda.
Mas recordem os siem pre que eso no radica en mí, radi
ca en la tragedia, y que yo, para entender com o es debi
do la honda aflicción de la tragedia griega, ten g o que
m eterm e dentro de la conciencia griega. Así, la adm ira
ción de tantísim os p or la tragedia griega a m enudo no
es sino puro hablar por boca de otros; pues es m anifies
to que nuestra época no tiene ni la m ás m ínim a simpa
tía por lo que la aflicción griega es en rigor. La aflicción
es más honda, porque la culpa posee la am bigüedad es
tética. En la actualidad, el d olo r es m ayor. Q u e es es
pantoso caer en las m anos del D ios vivo se puede m u y
bien afirm ar de la tragedia griega. La ira de los dioses es
espantosa, pero el dolor no es, sin em bargo, tan grande
com o en la tragedia m oderna, d on de el h éroe padece
toda su culpa, en el sufrim iento de su culpa es transpa
rente para sí m ism o. De lo que ahora se trata aquí es de
m ostrar, igu al qu e en el caso de la culpa trágica, cuál
es la verdadera aflicción estética y cuál el verdadero do
lor estético. El d o lo r m ás am argo es a todas luces el
arrepentim iento, pero el arrepentim iento tiene realidad
ética y no estética. Es el d olor m ás am argo porque p o
see la com pleta transparencia de la culpa entera, mas,
justam ente debido a esta transparencia, no interesa des
de el punto de vista estético. El arrepentim iento posee
una santidad que eclipsa lo estético, no quiere ser visto,
sobre todo por el espectador, exigiendo un tipo com ple
tam ente diferente de actividad por parte de uno mismo.
Bien es cierto que la com edia actual ha llevado a escena
alguna vez el arrepentim iento, pero eso solo dem uestra
el d escon ocim iento que tiene el autor. T am bién se ha
traído a colación el interés p sicoló gico que hay en p o
der ver representado el arrepentim iento, mas, de nuevo,
el interés psicológico no es el estético. Esto form a parte
de la confusión que se hace patente en nuestra época de
tan m últiples m aneras: se busca una cosa allí donde no
se la debería buscar, y, lo qu e es peor, se la encuentra
allí donde no se la d ebería en con trar; u n o quiere ser
edificado en el teatro, im presionado estéticam ente en la
iglesia, ser convertido por las novelas, deleitarse con los
escritos edificantes, se quiere a la filosofía en el pulpito
y al sacerdote en la cátedra. Pero este d olor no es el do
lor estético y, sin em bargo, es m anifiesto que los nuevos
tiem p os se afanan p o r él co m o el interés trá g ic o más
elevado. L o m ism o se m uestra de n u evo aquí en rela
ción con la culpa trágica. Nuestra época ha perdido to
das las determ inaciones sustantivas de la fam ilia, el Es
tado, la estirp e; tie n e q u e a b an d on ar to ta lm e n te el
in d ivid u o sin gu lar a sí m ism o, de m o d o qu e este, en
el más estricto sentido, se convierta en su propio artífi
ce, p o r lo que su culpa es en ton ces p ecad o, su d olor
a rrep en tim ien to; m as con ello se su prim e lo trágico.
D el m ism o m odo, la tragedia padeciente en el más es
tricto sentido ha perdido propiam ente su interés trági
co, pues el poder de donde procede el padecim iento ha
perdido su significado, y el espectador grita: «Ayúdate a
ti m ism o y el cielo te ayudará»; en otras palabras, el es
pectador ha perdido la com pasión, pero la com pasión
es, tan to en un sentido subjetivo co m o objetivo, la ex
presión propia de lo trágico.
En aras de la claridad, prim ero v o y a determ inar de
m anera m ás precisa la verdadera aflicción estética, an
tes de seguir adelante con lo desarrollado hasta aquí. La
aflicción se m u eve en sentido contrario al d olor; para
no pervertir esto m ediante la producción indiscrim ina
da de consecuencias — cosa que he de im pedir tam bién
de otro m o d o — se puede afirm ar: cuanta m ás in o cen
cia, m ás honda es la aflicción. Si se hace hincapié en es
to, se suprim e lo trágico. Siem pre queda un resto, un
m om en to de culpa, pero este m om en to no está, en ri
gor, subjetivam ente reflejado; por eso la aflicción es tan
honda en la tragedia griega. Para im pedir co n secu e n
cias in o po rtu n as, sim plem en te qu iero señalar que to
das las extralim itaciones solo consiguen llevar el asunto
a otro terreno. Así, la unidad de la inocencia absoluta y
de la culpa absoluta no es una d eterm in ación estética,
sino m etafísica. Este es el verdadero m otivo por el que
siempre se ha tenido reparos en denom inar tragedia a la
vida de Cristo, porq ue se tenía la sensación de que las
determ inaciones estéticas no agotan el asunto. H ay aún
otro m od o de m ostrar qu e la vida de C risto es m ás de
lo que se deja agotar en determ inaciones estéticas: por
que dicho fen óm en o las neutraliza y las acalla en la in
diferencia. La acción trágica siem pre lleva en sí un m o
m ento de padecim iento, y el padecim ien to trágico un
m om ento de acción, lo estético radica en la relatividad.
La identidad de un actuar absoluto y un padecer absolu
to supera las fuerzas de lo estético y pertenece a lo me-
tafísico. Tal identidad se da en la vida de Cristo, pues su
padecer es absoluto en tanto que es una acción absolu
tam en te libre, y su acción es a b so lu to p a d ecim ien to
en tanto que es obed iencia absoluta. D e m anera que
ese m om en to de resto de culpa no está subjetivam ente
reflejado, y es lo que hace honda la aflicción. Porque la
culpa trágica es más que la culpa m eram ente subjetiva,
es culpa original; pero la culpa origin al, al igual que el
pecado original, es una d eterm inación sustantiva, y es
justam ente lo sustantivo lo que hace más honda la aflic
ción. La siem pre adm irada trilogía trágica de Sófocles,
Edipo en Colono , Edipo rey y Antígona, gira esencialm ente
en torno al auténtico interés trágico. M as la culpa origi
nal lleva una contradicción dentro de sí, la de ser culpa
que, sin em bargo, no es culpa. El vín culo por el que el
individuo se v u elv e culpable es ju sta m en te la piedad,
pero la culpa que así co n trae posee tod a la a m b ig ü e
dad estética posible. N o sería difícil dar en pensar en
ton ces qu e el pueblo que tendría que haber desarrolla
d o la h o n d u ra trá g ica fu era el ju d ío . A sí, cu a n d o se
d ice de Jehová que es un d ios celo so , q u e castiga las
faltas de los padres en los hijos hasta la tercera y cu ar
ta g en eración , o cuando uno escucha aquellas terro rí
ficas m ald icio n es del A n tig u o T estam en to , en to n ces
u no podría fácilm ente estar tentado de buscar ahí m a
terial trágico. Sin em bargo, el ju d aism o está d em asia
do d esarrollado éticam en te co m o para eso; las m ald i
cio n es de Jehová, p o r m u y espan tosas que sean, son
adem ás castigos ju stos. N o era así en G recia; la ira de
los dioses no posee carácter ético, sino la am bigüedad
estética.
En la propia tragedia griega se halla un tránsito de la
aflicción al dolor, y co m o ejem plo de ello quisiera citar
Filoctetes. Es esta una tragedia de p a d ecim ien to en el
m ás estricto sentido. Pero tam bién dom ina aquí aún un
alto grad o de objetividad. El héroe griego reposa en su
destino, su destino es inm utable, sobre eso no hay nada
más que hablar. Este elem en to es propiam ente el m o
m ento de la aflicción en el dolor. La prim era duda, con
la que com ienza propiam ente el dolor, es esta: p or qué
m e acontece esto a m í y si no puede ser de otra manera.
Ciertam ente hay en Filoctetes un alto grado de reflexión
que siempre ha llam ado mi atención, y por el cual se di
ferencia esencialm en te de aquella trilogía inm ortal: la
autocontrad icción m agistralm ente representada en su
dolor, en donde, si bien hay una m uy honda verdad h u
mana, hay sin em bargo una objetividad que sustenta la
totalidad. La reflexión de Filoctetes no profundiza en sí
m ism a, y autén ticam ente griega es su queja acerca de
que nadie sabe de su dolor. H ay ahí una verdad extraor
dinaria y, sin em bargo, precisam ente ahí se muestra ade
más la diferencia con respecto del auténtico dolor refle
jad o , qu e siem pre desea estar so lo con su dolor, que
busca un nuevo dolor en la soledad de este dolor.
La verdadera aflicción trágica exige entonces un m o
m ento de culpa; el verdadero dolor trágico, un m om en
to de inocencia; la verdadera aflicción trágica exige un
m om en to de transparencia; el verdadero d olor trágico,
un m om en to de oscuridad. C reo que esta es la m ejo r
m anera de poder insinuar lo dialéctico en donde se to
can las d eterm inaciones de aflicción y dolor, así co m o
tam bién la dialéctica que hay en este concepto: la culpa
trágica.
Ya que brindar trabajos congruentes o totalidades ca
da vez m ayores está en desacuerdo con los esfuerzos de
nuestra asociación, ya que nuestra tendencia no es tra
bajar en una torre de Babel que D ios en su justicia pue
da derribar y destruir, ya que nosotros, conscientes de
que aquella confusión sucedió con razón, reconocem os
co m o lo esp ecífico de tod o afán h u m an o el h ech o de
que, en verdad, es fragm entario, y que p or ello precisa
m ente se distingue de la infinita congruencia de la natu
raleza; que la riq u eza de una in d ivid ualid ad consiste
precisam ente en la fuerza de su derroche fragm entario,
y que lo que con stitu ye el g oce para el individuo p ro
ductor, y que lo es tam bién para el individuo receptor,
no es la dificultosa y exacta ejecución, ni la lenta co n
cepción de dicha ejecución, sino la producción y el goce
de la fu lgu ran te fu gacid ad, la cual co n tien e algo m ás
para el productor respecto de la ejecución llevada a ca
bo, en tanto es la aparición de la idea, y para el receptor
contiene algo más, en tanto su fulgurar despierta la pro
pia productividad de este. Ya que tod o esto, digo, está
en desacuerdo con la tendencia de nuestra asociación, y
que la parrafada expuesta ha de ser considerada casi un
preocupante atentado contra el estilo interjectivo — en
el cual la idea irru m pe sin llegar a ser rom ped o ra— , al
que en nuestra com un idad se le ha o to rgad o carácter
oficial; tras haber hecho ver que mi conducta no puede
ser, no obstante, llam ada levantisca, pues el lazo que da
unidad a dicha parrafada está tan flojo qu e las frases in
term edias que contiene se alzan de m anera aforística y
caprichosa, sim plem ente quiero recordar que m i estilo
es un intento de ser aparentem ente aquello que no es:
revolucionario.
N uestra sociedad exige, en cada una de las reu n io
nes, ren ovación y renacim iento, y, con esta finalidad,
que su actividad interna sea rejuvenecida con una nue
va d enotación de su productividad. Vam os por tanto a
denotar nuestra tendencia com o intento en el afán frag
m entario, o bien en el arte de escribir papeles p o stu
m os. Un trabajo com pletam ente acabado no tiene rela
ción alguna con la personalidad del poeta; a causa de su
carácter discontinuo, inconstante, con los papeles p o s
tum os se siente siem pre la necesidad de introducir p o é
ticam en te la personalidad. Los papeles p o stu m o s son
com o ruinas, y ¿cuál podrá ser el paradero más natural
para los enterrados? El arte está ahora en producir — ar
tísticam en te— el m ism o efecto, el m ism o d escuido y
casualidad, el m ism o pensam iento incongruente, el ar
te está en producir un goce que nunca se hace presente,
sino qu e siem pre lleva en sí un m o m en to del tiem po
pasado, de m anera que es presente en el tiem po pasado.
Eso es lo que ya está expresado en la palabra «postu
mo». D esde luego, todo lo que ha producido un poeta
es, en cierto sentido, postum o; mas lo ejecutado de m o
do pleno nunca puede darse en llam ar un trabajo postu
m o, aun cuando tuviera la característica fortuita de no
haber sido publicado estando aquel en vida. Tam bién
tengo p or característica, en verdad, de toda producción
hum ana tal y co m o nosotros la hem os concebido la de
ser un legado, pues no le es otorgado al ser hum ano vi
vir en la contem plación eterna de los dioses. Legado es
com o llam aré yo entonces a lo qu e es producido entre
nosotros, es decir, legado artístico; desidia, indolencia,
es com o llam aré a esta genialidad a la que tanto valora
mos; inercia, a la ley natural que veneram os. C o n ello
he acatado nuestras sagradas costum bres y estatutos.
Acérquense pues a mí, queridos Condifuntos , sitúense
ustedes a mi alrededor cuando envío a mi heroína trági
ca al m undo, cuando doy com o ajuar a la hija de la aflic
ción, la dote del dolor. Ella es m i obra y, sin em bargo,
sus contornos son tan indefinidos, su silueta tan nebulo
sa, que cada uno de ustedes puede enam orarse de ella y
podría amarla a su m odo. Ella es m i creación, sus pen
sam ientos son m is pensam ientos y, sin em bargo, parece
com o si en una noche de am or hubiera descansado con
ella, co m o si m e hubiera confiado su profundo secreto,
expirándolo ju n to con su alma en mi abrazo, y com o si
en ese m ism o m om en to se hubiera transform ado ante
m í, d esap arecien d o, de m o d o que su realidad ú n ica
m ente se pudiera rastrear en la atm ósfera afectiva que
dejó tras de sí, en lugar de lo contrario, que ella naciera
a partir de mi atm ósfera afectiva hasta hacerse cada vez
m ás y m ás real. L e p o n g o la palabra en la b o ca y, sin
em bargo, m e parece co m o si yo abusara de su confian
za, me parece co m o si ella perm an eciera detrás, am o
n estándom e, y, sin em bargo, es lo contrario, en su se
creto ella se vu elve continuam ente m ás y m ás visible.
Ella es mi propiedad, mi propiedad legal y, sin em bargo,
de v e z en cuando parece co m o si m e hubiera deslizado
taim adam ente en el interior de su confianza, co m o si
h ubiera de m irar continuam ente detrás buscándola, y,
sin em bargo, es lo contrario, ella yace continuam ente
delante de mí, solo crece continuam ente cuando hago
que progrese. A ntígona se llama. C onservaré este n o m
bre de la antigua tragedia, a la que m e adheriré en con
jun to, aunque, p or otro lado, todo se vu elva m oderno.
Pero, prim eram ente, una observación. U tilizo una fig u
ra fem en ina, p o rq u e esto y in clinado a pen sar qu e el
com portam ien to de una naturaleza fem enina es el más
idón eo para m ostrar la diferencia. En tanto m ujer, p o
seerá la suficiente sustantividad co m o para que la aflic
ción se pueda m ostrar, m as al p erten ecer a un m undo
reflexivo, poseerá la reflexión suficiente co m o para o b
tener el dolor. Para obten er la aflicción, es preciso que
la culpa trá g ica se tam b alee entre culpa e in ocen cia,
aquello m ediante lo cual la culpa transita hasta la con
ciencia de nuestra heroína ha de ser siem pre una deter
m in ación de la sustantividad; m as si para o b ten er la
aflicción, la culpa trágica ha de ten er dicha ind eterm i
nación, entonces la reflexión no ha de estar presente en
su infinitud, porque así reflejaría a nuestra heroína fu e
ra de su culpa, ya que la reflexión, en su infinita subjeti
vidad, no puede dejar que perm an ezca el m om en to de
culpa original, que es el que nos da la aflicción. C u an
do, no obstante, la reflexión haya despertado, no la re
flejará fuera de la aflicción, sino que la reflejará hacia el
in terior de esta, convirtiend o a cada instante su aflic
ción en dolor.
La estirpe de Lábdaco es, pues, objeto de la exaspe
ración de los dioses enojados, Edipo ha m atado a la Es
finge y liberado Tebas, Edipo ha asesinado a su padre y
se ha desposado con su madre, siendo Antígona el fruto
de este m atrim onio. Así sucede en la tragedia griega. Y
aquí m e d esvío yo. D ejo qu e to d o o cu rra igual y sin
em bargo, todo es diferente. Q u e él ha m atado a la Es
fin ge y liberado Tebas es co n o cid o p or todos, y Edipo
vive honrad o y adm irado, feliz en su m atrim o n io con
Yocasta. El resto queda o cu lto a los ojos hum anos, y
ningún presentim iento ha llam ado jam ás este espanto
so sueño a la realidad. Solo A ntígon a lo sabe. C ó m o lo
ha llegado a saber queda fuera del interés trágico, y ca
da cual puede abandonarse en este sentido a su propia
reconstrucción. En una edad tem prana, antes de que es
tuviera aún desarrollada por com pleto, oscuros indicios
de este terrible secreto habían conm ovid o su alma por
m om entos, hasta que la certeza, de golpe, la arroja en
los brazos de la angustia. Ya tengo aquí una determ ina
ción de lo trágico m oderno. Pues la angustia es una re
flexión, y p or eso m ism o, esencialm en te distinta de la
aflicción. La angustia es el órgano p or el cual el sujeto
se apropia la aflicción y la asimila. La angustia constitu
ye la fu erza del m ovim ien to, m ediante el cual la aflic
ción se incru sta en el co ra z ó n de uno. Pero el m o v i
m iento no es rápido co m o el de la flecha, es sucesivo,
no de una v e z p o r todas, sino qu e d evien e co n tin u a
m ente. Igual que una apasionada m irada erótica codicia
su objeto, así m ira la angustia a la aflicción para codi
ciarla. Igual que una silenciosa m irada de am or im pere
cedera se entretiene en el o bjeto am ado, así la angustia
es la actividad que uno m ism o em prende con la aflic
ción. Pero la angustia lleva en sí otro m om en to que ha
ce que insista tod avía m ás reciam en te en su o b jeto ,
pues lo am a y lo tem e a la vez. La angustia tiene una
doble función; en parte, es el m ovim ien to indagador,
que co n tin u am en te toca, dando vu eltas en to rn o a la
aflicción, y en este teclear descubre la aflicción. O bien,
la angustia es súbita, pone la aflicción entera en un úni
co ahora, pero de m anera que este ahora se disuelve in
m ediatam ente en sucesión. Así entendida, la angustia es
una auténtica determ inación trágica, pudiendo emplear
aquí con verdad el antiguo adagio: «A quien D ios quiere
p erder, p rim ero lo v u e lv e loco»'*'. La p ro p ia len g u a
m uestra que la angustia es una determ inación de la re
flexión; pues siem pre digo «angustiarse p or algo», sepa
rando así la angustia de aquello por lo que m e angustio,
sin p o d er u tiliza r ja m á s «angustia» en sentido objeti-
yo, m ientras que, a la inversa, cu an d o d igo «mi aflic
ción», puedo expresar tanto aquello por lo que me aflijo
com o mi aflicción por ello. A esto hay que añadir que la
angustia contiene siem pre en sí una reflexión de tiem
po, pues yo no puedo angustiarm e de lo presente, sino
solo por lo pasado o futuro, m as lo pasado y lo futuro,
m antenidos así en una oposición, de m odo que lo pre
sencial desaparece, son determ inaciones de la reflexión.
Por el con trario, la aflicción grieg a, igu al que toda la
vida griega, es presencial, y por eso la aflicción es m ás
honda y el dolor m enor. Por eso la angustia pertenece
esencialm ente a lo trágico m oderno. Y por eso H am let
es tan trágico, porq ue presiente el delito de su madre.
Roberto el diablo' pregunta de dónde proviene su procli
vidad al mal. H ogn e, cuya m adre le había engendrado
con un trol, cuando da en ver casu alm en te su im agen
en el agua, pregunta entonces a su m adre de dónde le
viene a su cuerpo una form a tal.
La diferencia salta ahora fácilm ente a la vista. En la
tragedia griega, A n tígon a no se ocupa en absoluto del
desdichado destino de su padre. Este descansa sobre to
da la estirpe al m od o de una aflicción im penetrable, y
A ntígon a vive despreocupada co m o cualquier otra j o
ven g rie g a . Sí, el co ro se lam en ta p o r ella, p u es su
m u erte está fijada, porq ue tendrá que abandonar esta
vida en su ju ven tu d , abandonarla sin haber saboreado
sus m ayores alegrías, y o lvid a seg u ram en te la honda
aflicción propia de la fam ilia. Esto no ha de im plicar li
g ereza en abso lu to , o qu e el in d iv id u o sin gu lar solo
cuente consigo m ism o, sin preocuparse p or su relación
co n la estirp e. P ero es a u tén tica m en te g rie g o . Para
ellos, las relaciones vitales ya están dadas, com o el hori
zonte bajo el que viven. Por más oscuro y nublado que es
té, de todos m odos no puede ser mudado. Da una tonali
dad al alma que es la aflicción, no el dolor. En Antígona
la culpa trágica se concentra en un determ inado punto,
cuando entierra a su herm ano a pesar de la prohibición
del re y Si se viera esto co m o un h ech o aislado, co m o
una colisión entre am or fraternal y piedad y una arbi
traria prohibición hum ana, en tonces A n tígon a cesaría
de ser una tragedia griega, sería por co m p leto un tem a
trágico m oderno. Aquello que en sentido griego provo
ca el interés trá g ico es que, en la infortunada m uerte
del herm ano, en la colisión de la herm ana con una con
creta prohibición humana, resuena el penoso destino de
Edipo, igual que los en tu ertos tras el parto, el trágico
destino de Edipo se ramifica, extendiéndose a cada uno de
los retoños de su fam ilia. Esta sum a es la que hace tan
infinitam ente honda la aflicción del espectador. N o es
un individuo quien perece, sino un pequeño mundo, es la
aflicción objetiva que, liberada, avanza ahora, com o un
p oder natural, hacia la espantosa consecu en cia que le
pertenece, y el pen oso destino de A ntígon a es co m o el
eco del destino del padre, una aflicción potenciada. Por
eso, cuando Antígona decide enterrar al herm ano a pe
sar de la prohibición del rey, no vem os en ello tanto una
acción libre com o la necesidad preñada de destino, que
castiga el delito de los padres en los hijos. Por más liber
tad que haya aquí, de m an era que p odríam os am ar a
A ntígona por su am or fraternal, es, sin em bargo, en la
necesidad del hado donde radica la especie de estribillo
superior, que no solo en cierra la vida de Edipo, sino
tam bién la de su estirpe.
Luego, m ientras la griega A n tígon a vive despreocu
pada, de m an era que si ese n u evo h ech o no hubiera
acontecido podríam os pensar que su vida, en su desplie
gue gradual, era incluso feliz; p or el contrario, la vida
de nuestra A n tígon a ha term inado esencialm ente. N o
la he dotado yo parcam ente, y si, co m o se suele decir,
una palabra idónea en el lugar adecuado es com o m an
zanas doradas en fuen tes de plata, así he puesto yo el
fruto de la aflicción en la fu en te del dolor. Su ajuar no
posee la suntuosidad vanidosa que puedan corroer las
polillas y la h erru m b re, se trata de un tesoro eterno,
que n in guna m ano ladrona puede fo rzar y robar, ella
está dem asiado alerta com o para eso. Su vida no se des
pliega co m o la de la Antígona griega, no está vuelta ha
cia fuera sino hacia dentro, la escena no es exterior sino
interior, es una escena espiritual. ¿No habré de lograr,
qu erido s C ondifun tos , g an arm e v u e stro interés hacia
una joven así, o habré de recurrir a un captatio benevolen
t e ? T am p oco p ertenece al m u nd o en el que vive; por
más floreciente y sana que ella sea, su auténtica vida es
recóndita, al igual que, a pesar de estar viva, está m uer
ta en o tro sentido, esta vida es silen ciosa y o cu lta, el
m undo no escucha ni un suspiro; pues su suspiro está
o cu lto en lo secreto de su alm a. N o necesito recordar
que en absoluto se trata de una m ujer débil y enferm iza,
al contrario, es orgullosa y vigorosa. Q uizás no haya na
da que dignifique tanto a un ser hum ano com o guardar
un secreto. Le da a su vida entera un significado, que,
sin em bargo, solo tiene para sí m ism o, lo salva de toda
vanidad en relación con el m undo que lo rodea, casi po
dría afirm arse que él m ism o reposa bienaventurado en
su secreto, aun cuando su secreto sea el m ás desventu
rado. Así pasa con nuestra A ntígona. Está orgullosa de
su secreto, orgullosa de haber sido designada para res
catar, de un extraño m odo, el h o n o r y la gloria de la es
tirpe de Edipo, y cuando el pueblo, agradecido, aclam a a
Edipo agradeciéndole y alabándolo, entonces ella siente
su propio significado, y su secreto se hunde más y más
p ro fu n d am en te en su alm a, cada v e z m ás inaccesible
para tod o ser vivien te. Siente cu án to se ha puesto en
sus m anos, y esto le da la talla sobren atural necesaria
para que nos podam os ocupar de ella en un sentido trá
g ico. H abrá de interesarnos en tanto una figura indivi
dual. Es m ás que una jo v en com ún y, sin em bargo, es
una joven; es esposa y, sin em bargo, en toda su virgini
dad y pureza. C o m o esposa, la m ujer alcanza su signifi
cado y, p or ello, una m ujer com ún solo puede ocupar
nos en la m ism a m edida en la que es puesta en relación
co n este su sign ificad o. P or lo dem ás, no faltan aquí
analogías. Así se habla de una esposa de Dios, la cual re
posa sobre el conten ido que halla en la fe y el espíritu.
Aun en otro sentido m ás bello quizá llam aría yo esposa
a nuestra A ntígon a, sí, es incluso más, es m adre, virgo
mater en sentido pu ram en te estético, bajo el co ra zó n
lleva su secreto ocu lto y recóndito. Ella es silencio debi
do justam en te al secreto que la llena, m as ese retorno
sobre sí m ism a que radica en el silencio le da un porte
sobrenatural. Está orgu llosa de su aflicción, celosa de
ella, pues su aflicción es su amor. N o obstante, no es su
aflicción una p rop iedad m uerta e in m óvil, se m ueve
con tin u am en te, pare d olo r y es parida con dolor. C o
m o cuando una joven decide sacrificar su vida por una
idea, cuando está de pie con la coron a sagrada alrede
dor de su frente, está com o esposa, pues el en orm e en
tusiasm o de su idea la transform a, y la corona sagrada
es co m o la corona nupcial. Hila no co n o ce hom bre al
guno, y sin em bargo, es esposa; no co n o ce siquiera la
idea que la entusiasm a, pues eso no sería fem enino, y
sin em bargo, es esposa. Así es nuestra A ntígona esposa
de la aflicción. Consagra su vida a afligirse por el desti
no de su padre, por el suyo propio. Una desgracia com o
la que ha alcanzado al padre exige aflicción, y sin em
bargo, no hay nadie que pueda afligirse p or ello, pues
no hay nadie que lo sepa. Y así com o la Antígona griega no
puede consentir que el cuerpo de su herm an o sea arro
jad o de cualquier m anera sin las honras postum as, así
siente lo duro que habría sido que ningún ser hum ano
lo hubiera sabido, le angustia que no se hubiera d erra
m ado ni una lágrim a, y casi agradece a los dioses que
ella haya sido designada co m o in stru m en to para ello.
Así es A n tíg on a g ran d e en su dolor. T am bién puedo
m ostrar aquí una diferencia entre lo griego y lo m oder
no. A uténticam ente griego es qu e Filoctetes se lam ente
acerca de que no haya nadie que sepa lo que él sufre, es
una p rofun d a necesidad hum ana q u erer qu e otros lo
experim enten; pero el dolor que se refleja no lo desea.
N o se le ocurre a Antígona desear que alguien hubiera
de experim entar su dolor, mas sí que, p or el contrario,
lo siente en relación con el padre, siente la justicia que
hay en afligirse, que estéticam ente es igual de ju sto co
m o el sufrir castigo cuando uno ha obrado injustam en
te. Así, si la representación de estar d eterm inada a ser
enterrada viva es la que arranca a Antígona en la trage
dia griega este exabrupto de la aflicción: