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S0ren Kierkegaard

Pasión femenina

T R A D U C C I Ó N DE V I C T O R I A A L O N S O Y R O D R I G O C R E S P O

GR EAT IDEAS

taurus

T
Prim era edición: o ctu b re , 2015
P rim e ra im presión en C olom bia: m arzo, 2016

2014, d e la presente edición en castellano p a ra todo e l m undo:


Penguin R andom H o u sc G ru p o Editorial, S.A.U.
T iavessera de G rácia, 47-49.08021 Barcelona
® 2015, V ictoria Alonso y R odrigo Crespo, p o r la traducción
2016, Pctiguin R andom Ilo u s e G rupo Editorial, S. A. S.
C ra. 5a. A N°, 34-A -09, B ogotá, D. C ., C olom bia
PBX (57*1) 7430700
w ww .m egustaleer.coin.co

D iseño original de cubierta: D avid Pearson

Impreso en Colombia-Printed in Colombia

ISBN: 978-958-59401-3-0

Im preso en Carvajal Soluciones en C om unicación, S. A. S.

i Pengum
! R andom H ou se i
í G r u p o E d ito r la l 1
índice

Siluetas 7
El reflejo de lo trágico en la Antigüedad
sobre lo trágico en la Edad M oderna 81
Siluetas

Pasatiempo psicológico

C onferen cia leída ante los Condifuntos*

* E n to d a s las a p a r ic io n e s d e e s ta p a la b ra , K ie r k e g a a r d u t iliz a e l té r m in o
g r ie g o : SVMJlttQaveKQCOUSYOl. [N . de los T.]
Abgeschworen mag die Liebe immer sein;
Liebes-Zauber wiegt in dieser Hóhle
Die berauschte, überraschte Seele
In Vergessenhcit des Schwures ein .

Gestcm licbt’ ich,


Heute leid*ich,
Morgen sterb’ ich
Dcnnoch denk’ ich
H eut’ und Morgen
Gern an Gestern

«Lied aus dem Spanischen»


G o t t h o l d Ephraim L essing

Comunicación improvisada

Festejam os en esta hora la fundación de nuestra so cie­


dad, de nuevo nos regocija que esta feliz ocasión se haya
repetido una v e z más, que el día más largo haya term i­
nado y la noche em piece a triunfar. H em o s aguardado
durante el largo, larguísim o día y hasta hace un instan­
te suspirábam os aún a causa de su longitud, mas ahora
nuestra desesperación se ha tran sfo rm ad o en alegría.
Y si bien la victo ria es del tod o in sign ifican te, pues el

* «Siem pre se p u e d e re n e g a r d el am o r; / la m a g ia d e l a m o r a d o rm e c e e n esta cu ev a


/ a l a lm a ebria, sorp ren d id a / e n el o lv id o d el ju ra m e n to » . C ica n o identificada.
“ « A yer a m é , / h o y su fro , / m a ñ a n a m o rir é i p e ro aú n p ie n s o / h o y y m a ñ a n a /
c o n p la c e r e n e l ayer».
día seguirá pesando más durante algún tiem po, no deja­
m os de advertir que su poderío se ha roto. Por ello, no
va cilem o s en alb orozarn os ante el triunfo de la noche
porque aún no sea perceptible para todos, no vacilemos por­
que la indolente vida burguesa aún no nos haya recorda­
do que el día m engua. N o, al igual que la joven novia es­
pera im paciente que llegu e la noche, así aguardam os
nosotros ansiosam ente el prim er anochecer, el prim er
anuncio de su triunfo venidero, y la alegría y la sorpresa
se vuelven todavía m ayores por cuanto más cerca hem os
estado de desesperar pensando có m o podríam os sopor­
tarlo si los días no acortaran.
H a transcurrido un año, y nuestra sociedad subsiste
aún ~ ¿deberíamos alegrarnos por ello, queridos Condi­
funtos ', alegrarnos de que su existencia supone una burla
para nuestra doctrina acerca del declive universal, o de­
beríam os m ás bien afligirnos porque subsiste, y alegrar­
nos de que, en cu alqu ier caso, solo perdurará un año
más; pues si antes de ese m om en to no ha desaparecido,
acaso no es decisión nuestra el disolverla nosotros m is­
mos?— . Cuando la fundamos, nosotros no proyectam os
p lan es de am p lias m iras pu es, fa m ilia rizad o s con la
m ezquin dad de la vid a y la deslealtad de la existencia,
nos decidim os a venir en auxilio de la ley universal, ani­
quilándonos nosotros m ism os, si ella no se nos anticipa­
ba. l i a transcurrido un año y nuestra sociedad todavía
está al com pleto, aún no hay nadie relevado y nadie se
ha relevado por su cuenta, pues cada uno de nosotros
es dem asiado orgulloso para ello, ya que todos nosotros
estim am os a la m uerte co m o la m ayor dicha. ¡D ebería­
m os alegrarnos por ello más que afligirnos, y regocijar­
nos solo en la esperanza de que la confusión de la vida nos
disperse pronto, que la tem pestad de la vida nos arran­
que pronto de aquí! Y, en verdad, que estos pensam ien­
tos son tan to más apropiados para nuestra socied ad,
co n cu erd an p erfecta m en te con la festivid ad del m o ­
m ento y con todo el entorno. Pues ¿no resulta in gen io­
so y bien significativo que, al uso del país, el suelo de
esta salita esté salpicado de verd e, co m o si fu era una
tumba? Y si tom am os en cuenta la salvaje y furiosa tem ­
pestad en torn o y v ig ila m o s el po dero so vo zarró n del
vien to , ¿acaso la m ism a n atu raleza que nos rod ea no
nos está coreando? Sí, en m u d ezcam os un instante para
e s c u c h a r la m ú sica de la to r m e n ta , la v iv a c id a d de
su carrera, su desafío denodado, y el obstinado b ra m i­
d o del mar, el angustiado suspiro del bosque, el restallido
desesperado de los árb oles y el tem ero so silbar de la
hierba. Bien puede aseverar la hum anidad que la v o z de
la divinidad no está en el tiem po tem pestuoso, sino en la
suave brisa; pero nuestro oído no está hecho precisam en­
te para captar brisas suaves, sino más bien para engullir
el ruid o de los elem en to s. Y p o r qu é no irru m p e de
m anera aún m ás violenta y pone fin a la vida, al m u n ­
do y a este breve discurso, el cual, frente a tod o lo d e­
más, tiene la ventaja al m enos de que enseguida se va a
terminar. Sí, ojalá que aquel torbellino, que es el princi­
pio íntim o del m undo — aunque los seres hum anos ni
siquiera lo notan, d evoran do y beb ien d o, casándose y
m ultiplicándose en un despreocupado ajetreo— , ojalá
irru m piera y, con indign ación intrínseca, se sacudiera
las m ontañas de encim a y los Estados y los prod u ctos
de la cultura y las sagaces ocurrencias de la humanidad;
ojalá irrum piera con el postrer terrorífico chirrido que,
con m ayor seguridad que la trom peta del Juicio, anun­
cia la destrucción de todo; ojalá se agitara y se llevara
en un torbellino este desnudo risco sobre el que nos en­
con tram os, tan ligeram en te co m o si se tratara de una
pelusa para el aliento de su nariz. ¡Pero la noche triunfa
y el día acorta y la esperanza crece! Así que ¡llenem os
todavía una vez las copas, queridos herm an os de liba­
ción, y co n este cáliz te saludo, m adre eterna de todo,
callada noche! De ti vino todo, a ti retorna todo otra vez.
Así que, ¡apiádate de nuevo del m undo abriéndote una
vez más para recolectarlo todo y ocúltanos a todos, bien
g u ard ad os en tu vien tre m aterno! ¡A ti te salu do yo,
oscura noche, te saludo en calidad de vencedora, pues es­
te es m i consuelo, ya que tú lo acortas todo, el día y el
tiem po y la vida y la fatiga del recuerdo, en eterno olvido!

D esde el día en que Lessing, en su fam oso tratado Ia o -

coonte, estableció d efinitivam ente las diferencias entre


poesía y arte plástico, bien puede considerarse co m o un
hecho, que pone de acuerdo a todos los estudiosos de la
estética, que la diferencia estriba en que el arte descansa
en la d e te rm in a ció n d el esp acio , la p o esía en la del
tie m p o qu e el arte rep ro d u ce lo q u ieto , la poesía lo
m óvil. Por lo tanto, lo qu e d ebe convertirse en objeto
de la representación artística debe poseer la tranquila
transparencia que se da cuando lo interior descansa en
un exterior que se correspond e con él. C u a n to m enor
sea el caso, tanto m ás ardua será la tarea del artista has­
ta que la diferencia se im p on e, enseñándole que real­
m ente no hay ninguna tarea para él. Si aplicam os esto
— que aquí no h em os elaborado, sino solam ente esbo ­
zad o — a la relación entre la aflicción y la dicha, se verá
fácilm ente que la dicha se deja representar artísticam en­
te m u ch o m ás fácilm ente que la aflicción. C o n ello en
m od o alguno se niega que la aflicción se pueda repre­
sentar artísticam ente, sino que se indica que llega un
m o m en to en el que lo esencial es fijar una oposición
entre lo interior y lo exterior, que hace que su represen­
tación sea im posible para el arte. Ello reside, de nuevo,
en la propia naturaleza de la aflicción. Para la dicha es
natural manifestarse, la aflicción busca ocultarse y algu­
nas veces incluso engañar. La alegría es com unicativa,
socialm ente abierta, desea expresarse; la aflicción es in­
trovertida, silenciosa, solitaria y rem ite a sí mism a. Se­
g u ram ente la veracidad de esto no la negará nadie que
en alguna m edida haya hech o de la vida el objeto de su
observación. H ay personas cuya disposición es tal que,
cuando están afectados, la sangre fluye a su sistema epi­
d érm ico y de esa form a el m ovim ien to interior se hace
visible en el exterior. La disposición de otros es de tal
naturaleza que la sangre refluye, busca hacia el interior
los ventrícu los del co ra z ó n y los órganos internos del
organism o. De esta m ism a form a p o co más o m enos se
com portan la alegría y la aflicción en lo que respecta al
m od o de expresión. L a disposición presentada en pri­
m er lugar es m ucho más fácil de observar que la última.
En la prim era, se ve la expresión, la co n m o ció n in te­
rior es visible en el exterior; en la segunda de las estruc­
turas, el m ovim iento interior se intuye. La palidez exte­
rior es co m o el g esto de despedida de lo interior, y el
pensam iento y la fantasía se apresuran tras el fu gitivo,
que se o cu lta en lo recón d ito. Esto es vá lid o especial­
m ente para el tipo de aflicción al que m e gustaría dedi­
car un exam en m ás atento: la que se podría denom inar
«aflicción reflejada». En este caso, lo exterior contiene co ­
m o m áxim o solo un indicio que nos pone sobre la pista,
y en ocasiones ni tan siquiera. Esta aflicción no se p u e­
de representar artísticam ente, ya que el equilibrio entre
lo interior y lo exterior ha desaparecido, y p or lo tanto
no descansa en d eterm in acio n es espaciales. T a m p o co
es posible representarla artísticam ente en otro sentido,
ya que no posee la calm a interior, sino que está p erp e­
tuam ente en m ovim iento; si bien este m ovim iento ni si­
quiera se enriquece con nuevos resultados, así pues no
hay duda de que el m ovim ien to m ism o es lo esencial.
C o m o una ardilla en su jau la, así co rre en to rn o a sí
m ism a, aunque no tan m on ótonam ente co m o este ani­
m al, sino cam biando sin cesar en una com binación de
fases internas de la aflicción . Lo que hace que la aflic­
ción reflejada no pueda representarse co m o o b je to ar­
tístico es que le falta la calm a, que no to m a una d eci­
sión , n o descan sa en n in g u n a e x p resió n in d iv id u a l
concreta. C o m o el enferm o que, en su dolor, tan p ron ­
to se echa hacia un lado co m o hacia el otro, así la aflic­
ción reflejada se revuelve para encontrar su objeto y su
expresión. Cuando la aflicción halla la calm a, entonces
el interior de la m ism a tam bién va poco a poco querien­
do salir, hacerse visible en lo aparente, y de esa form a se
co n v ie rte en o b je to para la rep resen tació n artística.
Cuando la aflicción posee calma y reposo, el m ovim iento
aparece de dentro hacia fuera, m ientras que la aflicción
reflejada se m ueve hacia el interior, igual que la sangre
que h u ye de la superficie exterior y solo se deja intuir
por la palidez apresurada. La aflicción reflejada no con­
lleva ningún cam bio esencial en lo aparente; incluso en
el prim er instante de la aflicción, esta se apresura a bus­
car el interior, y solo un o b servad or cuidadoso puede
intuir su desaparición; después, vigila con atención que
la apariencia sea tan poco llam ativa co m o sea posible.
C o m o persigue de este m od o lo interior, finalm ente
encuentra un recinto, un lugar ín tim o donde cree que
puede perm anecer y entonces com ienza su m on óton o
m ovim iento. C o m o el péndulo de un reloj, así se balan­
cea hacia d elan te y hacia atrás sin e n co n tra r reposo.
U na y otra vez co m ien za desde el principio y vu elve a
meditar, interroga a testigos, reúne y com prueba las di­
ferentes declaraciones, algo que ya ha hecho cientos de
veces, y nunca concluye. C o n el paso del tiem po, la m o ­
n o ton ía tien e en sí m ism a algo ad o rm eced o r. C o m o
anestesia la repetida caída de las gotas de lluvia, com o el
cansino rotar de la rueca, co m o el sonido continuo que
produce una persona que cam ine con pasos m edidos de
un lado a otro de una habitación en el piso superior, así
la aflicción reflejada halla al fin alivio en este m ovim ien­
to, que co m o un desplazam iento ilusorio se convierte
en necesidad. Por fin, aparece un cierto equilibrio, cesa
la necesidad de perm itir que la aflicción se m anifieste,
en la m edida en que una única vez.se ha podido expre­
sar, lo exterior está en silencio y tranquilo, y en lo m ás
p rofun do de su pequeñ o rincón, la aflicción vive co m o
un prisionero bien vigilad o en una cárcel subterránea,
allí vive un año tras o tro con su m o n ó to n o m ovim ien ­
to, va y viene en su cubil, no se cansa nunca de realizar
su co rto o largo cam ino.
La causa de la aflicción reflejada puede estar bien en
la naturaleza subjetiva del individuo, bien en la aflicción
o bjetiva o en la ocasión para la aflicción. Un individuo
enferm o de reflexión transform ará toda aflicción en una
aflicción reflejada, su estructura y o rgan ización p erso ­
nales no le perm itirán fácilm ente asim ilar la aflicción.
Sin em bargo, se trata en este caso de una m orbidez que
n o nos interesa esp ecia lm en te, ya qu e de este m o d o
cualquier casualidad puede experim entar una m etam or­
fosis que la convierta en una aflicción reflejada. Una si­
tuación distinta es aquella en la que la aflicción es objetiva
o en la que la ocasión para la aflicción en el propio indi­
vid u o alum bra la reflexión, que transform a aquella en
en una aflicción reflejada. Este es siem pre el caso cuan­
do la aflicción objetiva en sí no está concluida, cuando
deja lugar a una duda, sea cual sea, por lo dem ás, la na­
turaleza de esta. Inm ediatam ente se m uestra aquí ante
el en ten d im ien to una g ra n variedad, que será m ayor
cuanto más haya vivido y experim entado una persona,
o dependerá de la inclinación a dedicar su inteligencia a
tales experim entos. N o obstante, no es mi intención en
ningún m od o repasar toda esta m ultiplicidad, destacaré
solo un único aspecto tal y co m o se ha m ostrado ante
m i percepción. Cuando la ocasión para la aflicción es un
engaño, entonces la propia aflicción objetiva está co n ­
form ada de tal form a que va alim entando en el indivi­
duo la aflicción reflejada. Q u e un engaño es realm ente
u n en gañ o es a m en u d o asaz com plicado de d eterm i­
nar, y, sin em bargo, tod o se basa en ello; m ientras sea
cuestionable, la aflicción no encontrará descanso y no
cesará de ir y venir en reflexiones. C u and o adem ás este
engaño no afecta a una cosa externa, sino a toda la vida
in terior del individuo, al ser más íntim o de su vida, la
probabilidad de que la aflicción reflejada perm anezca se
hace cada vez mayor. ¿Y qué podría designar con m ayor
autenticidad la vida de una m ujer sino su amor? Por lo
tanto, cuando una aflicción de am or desgraciado tiene
su base en un engaño, en ton ces tendrem os necesaria­
m ente una aflicción reflejada, que o bien el individuo es
capaz de vencer o perm anece toda la vida. El am or des­
g raciado es sin duda en sí m ism o la aflicción m ás p ro­
funda para una mujer, pero de ello no se desprende que
todo am or desgraciado engendre una aflicción reflejada.
Así pues, cuando el am ado m uere o cuando ella no pue­
de en absoluto hallar correspondencia a su amor, o bien
cuando las circunstancias de la vida hacen im posible la
consecución de su deseo, hay desde lu ego una ocasión
para la aflicción, p ero no de aflicción reflejada, salvo
que la propia afectada esté enferm a previam ente, en cu ­
yo caso quedaría al m argen de nuestro interés. Sin em ­
bargo, si no está enferm a, en tonces su aflicción se con­
vertirá en una aflicción inm ediata y, co m o tal, tam bién
podría ser o bjeto de representación artística, m ientras
que para el arte es im posible expresar y representar la
aflicción reflejada o su esencia. La aflicción inmediata es
justam ente la im pronta y expresión inm ediatas de la im ­
presión que deja la aflicción, que concuerdan perfecta­
m ente, igual que el retrato que V erónica retu vo en el
velo de lino, y el texto sagrado de la aflicción está m ar­
cado en el exterior, perfecto, claro y legible para todos.
Así pues, la aflicción reflejada no puede ser objeto de
representación artística; p or una parte nunca está pre­
sente, siem pre está en desarrollo; p or otra, lo externo,
lo visible es indiferente y falto de interés. P or lo tanto,
si el arte no quiere lim itarse a la ingenuidad, de la cual
se encuentran ejem plos en los antiguos escritos donde se
presenta una figura que m ás o m enos puede represen­
tar lo que va a ser, m ientras que se descubre en su p e ­
cho una placa, un corazón o algo similar, en el que p u e­
de leerse todo, especialm en te cuando la figura con su
posición atrae la atención hacia allí, incluso señala hacia
allí, un efecto que bien podría obtenerse escribiendo so ­
bre ella, haga el favor de tom ar nota; si no es así, enton­
ces el arte se ve obligado a renunciar a la representación
en esa dirección y a dejarla en m anos del tratam ien to
poético o psicológico.
Esta es la aflicción reflejada que ten go la intención
de resaltar y, en la m edida en que sea posible, destacar
en algunas figuras. Las llam o «siluetas», p or una parte
para recordar, desde la m ism a d en o m in ación , que las
saco del lado en pen u m bra de la vida y, p or otra, p o r­
que, igual que las siluetas, no son visibles de un m odo
inm ediato. C uando tom o en las m anos una silueta, esta
no m e produce ninguna im presión, realm ente no p u e­
do hacerm e ninguna idea de ella, y solo cuando la coloco
contra una pared y dejo de observar la im agen directa
para contem plar la que aparece en el m uro, solo enton­
ces p u ed o verla. Así es la fig u ra q u e qu iero m ostrar,
una im agen interior que no se hace patente hasta que
no penetro lo externo con la mirada. Lo exterior quizá no
ofrezca nada llam ativo, pero cuando lo exam ino con de­
talle, d escubro en ton ces la im agen interior, que es la
que quiero m ostrar, una im agen interior dem asiado fi­
na para ser visible exteriorm ente, ya que está tejida por
los estados de ánim o m ás d elicados del alm a. Si co n ­
tem plo un pliego de papel tal v e z no aprecie en una ob­
servación inm ediata nada asom broso, pero cuando lo
sostengo a la lu z del día y lo exam ino, entonces descu­
bro la sutil im agen interior, que es tam bién dem asiado
espiritual com o para poder ser vista de form a inm edia­
ta. D e este m odo, estim ados Condifuntos , deberán uste­
des d irigir su m irada a estas im ágenes interiores, no se
dejen distraer por lo externo, o m ejor no lo busquen,
pues lo m an tendré a un lado en to d o m o m en to para
m ejo r p o d er co n tem p lar el interior. M as no necesito
realm en te anim ar en ese sentido a esta sociedad a la
que ten go el honor de pertenecer; pues, por m u y jó v e ­
nes que seam os, som os lo suficientem ente m ayores co ­
m o para no dejarnos em bau car por lo externo o d ete­
nernos en ello. ¿Sería tal vez una vana esperanza, con la
que yo m e adularía, el creer que estas figuras serían dig­
nas de su atención? ¿O bien m i esfuerzo les será extraño
e in d iferen te, y n o en a rm o n ía co n lo s in tereses de
nuestra com un idad , una com un idad que solo co n o ce
una pasión: la sim patía co n el secreto de la aflicción?
T am bién n o sotros co n fo rm am o s una orden, tam bién
en ocasiones erram os co m o caballeros andantes por el
m undo, cada uno siguiendo su cam ino, no para com ba­
tir m on struos o auxiliar a los desvalidos o em barcarse
en aventuras am orosas. N ada de esto nos ocupa, ni si­
quiera lo últim o, pues la flecha en el ojo de una m ujer
no hiere nuestro en durecido p ech o y las alegres sonrí-
sas de la feliz doncella no nos conm ueven, solo el secre­
to gesto de la aflicción. Dejad que otros se en orgu llez­
can de qu e no haya m u ch acha aquí o allá qu e pueda
resistir sus encantos am orosos, no los envidiam os; ¡esta­
ríam os orgu llosos de q u e no hubiera aflicción secreta
qu e escapase a nuestra o b serv ació n , de qu e ninguna
o cu lta aflicción sea tan esquiva y tan orgullosa que no
logrem os penetrar victoriosos en sus más profundos re­
covecos! N o d eberíam os pregun tarn o s cu ál de las lu ­
chas es m ás peligrosa, cuál de ellas requiere más arte y
ofrece m ayor placer, pues nuestra elección está hecha:
solo am am os la aflicción, únicam ente indagam os en la
aflicción, y allá donde d escu brim os su rastro lo segui­
m os, inm u tables, firm es, hasta qu e aquella se revela.
P ara esta lucha nos p ertrech am o s y nos p reparam os
diariam ente. En verdad, la aflicción se escabulle subrep­
ticiam ente por el m undo y solo quien m uestra simpatía
por ella consigue intuirla. A l recorrer las calles, una casa
parece igual a la otra y solo el observador avezado per­
cibe que a m edianoche esta casa se presenta com p leta­
m en te distinta, que allí vaga alguien d esgraciado que
no halla reposo, sube las escaleras, sus pasos resuenan
en el silencio de la noche. Las gentes se cru zan por las
calles, cada uno parece igual al siguiente y este es igual
a los dem ás, y solo el observad or experim entado perci­
be que en lo más profun do de esa cabeza habita un er­
m itaño que nada tiene que ver con el m undo y que pasa
su solitaria vida en el tranquilo quehacer dom éstico. Lo
externo es ciertamente objeto de nuestra observación, pe­
ro no de nuestro interés; igual que el pescador que clava
su m irada fijam en te en el río, aunque n o sea el río lo
que le interesa en absoluto, sino los m ovim ien to s del
fondo. A sí lo exterior tiene significado para nosotros,
pero no co m o expresión de lo interior, sino co m o un
m ensaje teleg rá fico in form an d o de qu e m u y adentro
algo se esconde. Si se observa un sem blante durante lar­
go tiem p o y con atención, se descubre de vez en cuan­
do com o un segundo rostro dentro de aquel que vem os.
En general esto es un signo inequívoco de que esa alma
oculta un em igrante que se ha retirado desde lo exterior
para guardar un arcano tesoro; y la senda que debe se­
guir el observador está sugerida justam ente por el rostro
que yace dentro del otro, haciendo ver que hay que es­
forzarse por penetrarlo si se desea descubrir algo. El ros­
tro, que acostum bra a ser el espejo del alma, asum e aquí
una am b igü ed ad que no se deja representar artística­
m ente y que adem ás, p or lo com ún , solo se conserva
durante un instante fu gaz. Son necesarios unos ojos es­
peciales para verlo, una mirada especial para seguir este
seguro indicio de una aflicción secreta. Esta mirada es an­
helante y no obstante tan cuidadosa, ansiosa e imperiosa,
y a la vez tan com pasiva, perseverante e insidiosa, y al
tiem po tan sincera y solícita que arrulla al individuo en
una cierta agradable languidez, en la que encuentra una
voluptuosidad en la que derram ar su aflicción, sem ejan­
te a la voluptuosidad que se disfruta al m orir desangra­
do. Se olvida lo presente, se atraviesa lo externo, lo pasado
resucita, el aliento de la aflicción se alivia. El afligido en ­
cuentra alivio y el em pático caballero de la aflicción se
alegra de haber encontrado lo que buscaba, pues n o so ­
tros no buscam os lo presente, sino lo pasado; no la di­
cha, pues esta siempre es presente, sino la aflicción, pues
su esencia es pasar, y en el instante del tiem po presente
la ve co m o se alcanza a ve r a una persona ju sto en ese
instante en el que dobla por otro camino y desaparece.
Sin em bargo, en ocasiones la aflicción se oculta toda­
vía m ejor y el exterior no nos perm ite intuir nada, ni lo
más m ínim o. Puede esquivar nuestra atención durante
m ucho tiempo, pero si por casualidad un gesto, una pala­
bra, un suspiro, un eco en la vo z, un parp ad eo de los
ojos, un tem blor en los labios, una torpeza en las m anos
traicionan pérfidamente lo que con celo se había ocultado,
entonces se despierta la pasión, la lucha com ienza. Y se
da paso a la vigilancia, la perseverancia, la astucia; pues
nadie es m ás ingenioso que la aflicción escondida, por­
que un solitario condenado a cadena perpetua tam bién
dispone de su tiempo para idear muchas cosas, ni tan ve­
lo z en ocultarse co m o la aflicción secreta; ya que ningu­
na jo v en puede cu brir un p ech o que tu viera desnudo
con m ayor angustia y prisa que la aflicción oculta cuan­
do es sorprendida. Se exige un in co n m o vib le arrojo,
pues se lucha contra un Proteo que se dará por vencido
únicam ente persistiendo, aunque, com o aquel ser m ari­
no, adopte cu alq u ier form a para huir: co m o una se r­
p iente se enrosca en nuestra m ano, co m o un león nos
amedrenta con su rugido, se transforma en un árbol que
susurra con sus hojas o en un rem olino im petuoso o en
un fu ego crepitante, sin em bargo, finalm ente será posi­
ble adivinar y la aflicción habrá de revelarse. O bservad,
nuestro deseo es esta aventura, nuestro pasatiem po p ro­
barnos en nuestra andanza caballeresca; para eso esta­
m os aquí co m o ladrones en m itad de la noche, por eso
lo arriesgam os todo; pues ninguna pasión es tan salvaje
co m o la de la em patia. Y tam poco debem os tem er que
nos falten aventuras, sino más bien que nos enfrentem os
con un oponente que sea dem asiado duro e im penetra­
ble, ya que, tal y co m o cuentan los naturalistas que, al
quebrar algunos peñascos que habían resistido siglos, en
lo m ás profun do de su ser han hallado un anim al vivo
que ha sobrevivido hasta entonces sin ser descubierto,
del m ism o m odo bien puede ocurrir que haya personas
cuyo exterior sea una sólida m ontaña que custodia una
eterna y escondida vida de aflicción. Sin em bargo, nada
de esto debe atem perar nuestra pasión ni apagar nuestro
afán; ai contrario, deberá avivarlos, pues nuestra pasión
no es desde luego la curiosidad que se sacia con lo ex­
terno y lo superficial, sino una ansiedad em pática que
escudriña entrañas y pensam ientos ocultos; con encan­
tam ientos y con em brujos conjura lo recóndito, incluso
lo que la m uerte ha sustraído a nuestra mirada. Antes de
la batalla, se dice que Saúl llegó disfrazado ante una pito­
nisa y le exigió que con vocase a la fig u ra de Sam uel.
Ciertam ente, no era solo la curiosidad lo que le m ovió,
ni el deseo de contem plar la im agen visible de Sam uel,
sino que quería co n o cer su p en sam iento y, p ro b ab le­
m ente, esperó con im paciencia hasta que percibió la v o z
condenatoria del severo ju e z. D e este m ism o m odo, no
será desde luego solo la curiosidad la que m overá a cada
uno de ustedes, queridos Condifuntos , a contem plar las
imágenes que quiero presentarles. Pues aun cuando las de­
nominaré con determinados nombres poéticos, no deberá
en m odo alguno entenderse que son solo estos persona­
jes literarios los que pasarán ante ustedes, sino que los
nombres deben entenderse com o nomina appellativa, y así,
por m i parte, nada se hará p or o bstacu lizar que cu a l­
quiera de ustedes se sienta tentado a nom brar cada figu ­
ra con o tro nom bre, un nom bre querido o un nom bre
que tal vez les resulte m ás natural.

i. María Beaumarchais

Encontram os a esta joven en Clavijo de G oethe, a quien


segu irem os, solo qu e n osotros la aco m p añ arem os un
p o co m ás adelante en el tiem po, cuando ya ha perdido
el in terés d ram ático , cu an d o las co n secu en cias de la
aflicción se van d esvaneciendo poco a poco. C o n tin u a ­
m os con ella, pues, co m o caballeros de la em patia, te ­
nem os tanto el don innato co m o la capacidad adquirida
de p o d er seguir el paso de la aflicción en procesión. La
historia de esta m uchacha es corta: C lavijo le prom etió
m atrim onio, C lavijo la abandonó. Esta inform ación es
suficiente para quien está acostum brado a observar los
fenóm enos de la vida igual que se contem plan las curio­
sidades de un gabinete de arte, cuanto m ás breve tanto
m ejor, tanto más se pu ed e apreciar. D e esa m ism a m a­
nera p odem os contar tam bién m u y brevem ente có m o
T ántalo padece sed y Sísifo arrastra una piedra ladera
arriba. Si se tiene prisa, sería desde lu ego una pérdida
de tiem po entretenerse con esto, ya que no se puede sa­
ber m ás de lo que ya se sabe, que es todo. Lo que recla­
m ará más atención tiene que ser de otro tipo. U n círcu­
lo íntim o se reúne en torno a una mesita, la tetera canta
sus últim os versos, la dueña de la casa le pide al enigm á­
tico forastero que aligere su corazón, para ello pide que
traigan agua con azú car y confitura, y en tonces él co ­
m ien za: es una larga h isto ria. Asi se d esarro llan ios
acontecim ientos en las novelas y hay tam bién algo m uy
diferente: una larga historia y un pequeñ o anuncio así
de corto. O tra cuestión es si para M aría Beaum archais
es una historia corta; lo que es cierto es que no es larga,
pues una historia larga tiene desde luego que tener una
longitud medible; una historia corta, por el contrario, a
veces tiene la enigm ática propiedad de que, a pesar de
su brevedad, es más extensa que la más larga.
Ya antes he indicado que la aflicción reflejada no es
visible en el exterior, es decir, que no encuentra allí su
expresión bella y reposada. La in qu ietu d in terio r no
perm ite esta transparencia, sino que lo externo se ve de­
vorado con ello, y si lo interior se proclam ase en lo ex­
terior sería más bien con una cierta m orbidez, que nun­
ca puede llegar a ser o bjeto de representación artística,
puesto que no tiene el interés de lo bello. G o eth e lo da
a entender m ediante un par de alusiones aisladas. Pero
aun cuando se estuviese de acuerdo con la exactitud de
esta observación, se podría estar tentado a considerarla
algo casual, y solo cu an d o so m os capaces de reflexio ­
nar de fo rm a pu ram en te poética y estética nos dam os
cuenta de que lo que la observación enseña posee ve r­
dad estética, solo en to n ces se lleg a rá a la co n cien cia
p rofun da. Si ahora m e im a g in o una a flicción refleja ­
da y p re g u n to si no se p u e d e re p re se n ta r artística ­
m ente, enseguida se hará evidente que lo exterior es del
todo casual respecto a ella; pero si esto es verdad, en ton­
ces lo bello-artístico q u ed a d escartado. Es indiferente
si la jo v e n es alta o baja, im portan te o in sign ifican te,
h erm osa o no tanto; valorar si sería m ás correcto incli­
nar la cabeza a un lado o al otro, o hacia la tierra, clavar
la m irada con gravedad o fijarla co n m elan co lía en el
suelo, todo eso es com pletam ente indiferente, ninguno
de estos actos expresa la aflicción reflejada de form a
más adecuada que el otro. En com paración con lo inte­
rior, lo externo ha dejado de ser relevante y se ha vuelto
indiferente. Lo im p ortan te en la aflicción reflejada es
que siem pre está bu scan do su objeto, y esta búsqueda
es la inquietud de la aflicción y su vida. Pero esta explo­
ración es una flu ctuación constante, y si lo externo en
cada m om en to era una expresión com pleta de lo inte­
rior, entonces, para representar la aflicción reflejada se
debería tener una total su cesión de im ágenes; sin em ­
bargo, ninguna im agen individual ha expresado la aflic­
ción, ni ninguna im agen individual ha con segu id o un
valor realm ente artístico, ya que no ha llegado a ser b e ­
lla, sino verdadera. Se deberían contem plar estas im áge­
nes igual que se o bserva el segu n d ero de un reloj: la
m aquinaria 110 se ve y el m ovim ien to interior se m ani­
fiesta en todo m o m en to m ediante el con tin u o cam bio
exterior. A u n qu e esta transform ación no se pu ed e re­
presentar artísticam ente, ahí reside la esencia de todo.
D e este m odo, cuando el am or desgraciado tiene su ba­
se en un engaño, el d olo r y el sufrim iento se dan por­
que la aflicción no pu ed e hallar su o b jeto . C u a n d o el
en gañ o es co n o cid o y el afectado ha asu m id o que se
trata de un engaño, la aflicción no acaba, pero se trata
de una aflicción inm ediata, no de una aflicción refleja­
da. Fácilm en te se ve la d ificu ltad d ialéctica, pues ¿de
q u é se aflige? Si él era un pérfid o, sin duda era m ejor
que la abandonase, tanto m ejor cuanto antes ocurriera,
m ás bien debería alegrarse p o r ello y afligirse p o r ha­
berlo am ado; y, sin em bargo, que fuese un pérfido su­
pone una profunda aflicción. N o obstante, la cuestión
de si se trata de un engaño supone el desasosiego en el
perpetuum mobile de la aflicción. O btener la certidum bre
del hech o externo de que un engaño es un engaño es ya
ciertam ente difícil y, sin em bargo, el asunto no finaliza
en m od o alguno con ello, ni el m ovim ien to se detiene.
Pues un engaño es una absoluta paradoja para el amor,
y ahí radica la necesidad de una aflicción reflejada. Los
diferentes factores del am or pueden ser com binados en
el in d ividuo de m aneras co m p letam en te diferentes, y
así el am or puede no ser el m ism o en u no que en otro;
puede predom inar lo egoísta o bien lo em pático; pero,
sea co m o sea el amor, tanto para los instantes puntuales
com o para el conjunto, un engaño es una paradoja que
él no puede pensar, pero sobre el que sin em bargo, fi­
nalm ente, m editará. Si lo egoísta o lo em pático d o m i­
nan de form a absoluta, la paradoja queda anulada, esto
es, el individuo, en virtud de lo absoluto, se encuentra
fuera y por encima de la reflexión, no piensa la paradoja
en el sentido de que m ed iante un m o d o d eterm inad o
de reflexión la pueda suspender, sino que se salva ju sta­
m ente porq ue no la piensa, no se preocupa de las ata­
readas inform aciones o confusiones de la reflexión, re­
posa sobre sí m ism o. El orgulloso am or egoísta, debido
a su orgullo, considera im posible un engaño y no le in­
teresa saber lo que se pueda decir a favor o en contra,
de form a que el afectado pueda defenderse o disculpar­
se; está absolutam ente seguro porque^es dem asiado va ­
nidoso co m o para creer que alguien pueda osar en ga­
ñarlo. El am or em pático posee la fe que pu ed e m over
m ontañas, cualquier defensa es para él nada en com pa­
ració n con la co n v icció n in q u e b ra n ta b le de q u e no
existe engaño, ningún acusador puede probar nada an­
te su d efen sor que explicará qu e no h u bo tal engaño,
no lo explicará de uno u otro m odo, sino de form a ab­
so lu ta. P ero un a m o r así rara vez se ve en la vid a , o
q u izá nu n ca. En g e n e ra l, el am o r tien e en sí am bos
m o m en to s, y estos lo relacionan con la paradoja. Sin
duda, tam bién en los dos casos descritos, la paradoja
se co n vien e con el am o r pero no se ocupa de ella; en
el ú ltim o caso la parad oja se conviene con el amor. La
paradoja es im pensable y sin em bargo el am o r la q u ie­
re p en sar y, d e p e n d ie n d o de los d ife re n te s fa cto re s
q u e p or m o m en to s son preem in en tes, se aproxim a a
pensarla de form as a m en u d o contradictorias, pero no
lo consigu e. Esta vía de p en sam iento es interm in ab le
y no se detiene hasta que el individuo la interru m p e a
v o lu n ta d h acien d o p rev a lecer a lgu n a o tra cosa, una
d eterm in ació n de la vo lu n tad , pero con ello el in d ivi­
duo entra en las d eterm inaciones éticas y deja de o cu ­
p a rn o s esté tica m en te. M ed ian te una d ecisió n c o n si­
g u e lo que no logra p or la vía de la reflexión: el final,
el reposo.
Esto es aplicable a cualquier am or d esgraciado que
tiene su base en un engaño; lo que más puede provocar
la aflicción reflejada en M aría Beaum archais es que solo
es una prom esa lo que se ha roto. Una prom esa de m a­
trim onio es una posibilidad, no una realidad, pero justa­
m en te p o rq u e solo es una posibilidad pu ed e p arecer
qu e su ru p tu ra no tiene un efecto tan fu erte, qu e es
m u ch o m ás fácil para la persona soportar este golp e.
Sin duda así puede ser en ocasiones; pero, por otra par­
te, la circunstancia de que lo que se destruye sea solo
una p osibilid ad es una ten ta ció n m u ch o m ayo r para
q u e avance la reflexión. C u an d o se quiebra una reali­
dad, la ruptura es por lo general m ucho más profunda,
todos los nervios quedan cortados por la mitad y la rup­
tura, contem plad a co m o tal, conserva una perfección
en sí m ism a. Cuando se quiebra una posibilidad, tal vez
el d olor instantáneo no sea tan fuerte, pero a m enudo
tam bién deja tras de sí algú n que o tro p equ eñ o lig a ­
m ento entero y sin daño que se co n vierte en una oca­
sión constante para un dolor continuado. La posibilidad
destruida aparece transm utada en una posibilidad supe­
rior; sin em bargo, la tentación de con ju rar una nueva
posibilidad no es tan grande cuando se trata de una rea­
lidad quebrada, p o rq u e la realidad es su perior que la
posibilidad.
Así pues, C lavijo la ha abandonado, ha roto la rela­
ción de form a desleal. A costum brada a descansar en él,
cuando la aparta, ella no tiene fuerzas para m antenerse
en pie y se deja caer lasa en b ra zo s de qu ienes la ro ­
dean. A sí parece haberle sucedido a María. Podríam os
imaginar, p or cierto, otro com ienzo, podríam os im agi­
nar que ya desde un prim er m om en to ella tiene fuerzas
suficientes para transform ar la aflicción en reflejada y
que, bien para evitar la hum illación de oír que otros co ­
m entan el en gaño que ha sufrido, bien porq ue aún si-
^ue q u erién d o lo tan to que le d olería escu ch ar una y
otra v e z có m o lo tachaban de traidor,, inm ediatam ente
interrum pe toda relación con otras personas para devo­
rar en soledad la aflicción y consum irse en ella. Segui­
m os a Goethe: su entorno no perm anece al m argen, su­
fre a su lado el d o lo r y su frién d o lo dice: su p o n d rá su
m uerte. Y desde un punto de vista estético es totalm en­
te correcto. U n am or desgraciado puede ser de tal natu­
raleza que el suicidio sea contem plado co m o correcto
estéticam ente, pero no puede entonces tener su causa
en un en gañ o . Si es así, el su icidio perd ería tod a su
grand eza y supondría una concesión que el orgullo de­
be impedir. Sin em bargo, si supone su m uerte, entonces
sería lo m ism o que si él la hubiera asesinado. Lista ex­
presión está en perfecta arm onía con la fu erte co n m o ­
ción interior en su vida, ahí ella encontrará alivio. Pero
no siem pre la vida sigue con precisión categorías estéti­
cas, no siem p re o b e d e ce n o rm a s estética s y ella no
m uere. Así los que la rodean quedan en una situación
com prom etida. Sienten que no les interesa repetir cons­
tantem ente la afirm ación de que morirá, cuando aún si­
g u e con vida; p or o tra parte, a esto se añade el hech o
de que no se ven con fuerzas para sostenerlo con la m is­
m a patética energía que al principio, y sin em bargo esta
era la condición para que ella encontrara consuelo. Así
pues cam bian de m étod o . Él era un villano, dicen, un
m entiroso, un ser abyecto, p or el cual no m erece la p e­
na morir. O lvídalo, n o pienses más en ello, era solo un
p rom etido, b o rra de tus recuerdos este suceso, sigues
siendo joven, aún puedes tener esperanzas. Esto la enar­
dece, pues este patitos de rabia arm oniza m u y bien con
sus otros estados de ánim o, su orgullo se em papa de la
idea de vengan za, de transform ar el tod o en nada; no
fu e p o r ser un h o m b re extrao rd in ario p o r lo que lo
amaba, ni m ucho m enos, veía perfectam ente sus fallos,
pero creía que era una buena persona, alguien leal, por
eso lo amaba, por lástim a, y por eso será fácil olvidarlo,
p o rq u e n u n ca lo ha n e cesita d o . M aría y su e n to rn o
vu elven a estar en sintonía y su duetto suena excelen te­
m ente. Al entorno no le resulta com plicado pensar que
C lavijo era un pérfid o, ya qu e nunca lo han am ado y
no hay ninguna paradoja, y en la m edida en que tal vez
lo h ayan q u erid o (a lg o q u e G o e th e su g ie re con res­
p ecto a la h erm an a), ju sta m e n te ese interés lo s arm a
contra él, y esa benevolencia, que quizá fuese más que
benevolencia, es un m agn ífico com bustible para m an ­
tener la llam a del odio. A los qu e la rodean tam poco les
resulta com plicado borrar su recuerdo y por eso exigen
que M aría haga lo m ism o. El orgullo de la joven estalla
en odio, el entorno lo aviva, ella da rienda suelta a pala­
bras rigurosas y propósitos convincentes y hábiles, y se
em briaga con ello. El en torno se alegra. N o se da cuen­
ta de lo que ella apenas se atreve a confesarse a sí m is­
ma: que al instante siguiente es débil y frágil; los que la
rodean no se dan cuenta del inquietante presentim ien­
to que la atrapa: qu e esa fu erza qu e tiene en algunos
m om en tos es un fraude. Ella lo esconde co n celo y no
se lo con fiesa a nadie. El e n to rn o con tin ú a con éxito
los ejercicios teóricos, pero em pieza a querer verificar
ya los electo s p rácticos. A u n q u e estos no llegan. Los
que la rodean no cesan de instigarla, las palabras de ella
revelan fuerza interior y sin em bargo los otros abrigan
la sospecha de que algo no cuadra. E m piezan a im pa-
i ientarse, lo apuestan todo y la espolean con burlas pa­
ra hacerla salir de su guarida. Es dem asiado tarde. El
m alentendido ya se ha producido. El h ech o de que en
realidad él fuese un traidor no tiene nada de hum illante
para los de su entorno, pero sí para María. La venganza
que le ofrecen en form a de desprecio no tiene, en reali­
dad, m u cho sentido; pu es para que lo tu viera, él ten ­
dría que amarla, pero es claro que no lo hace, y su despre­
cio se con vierte en un pagare que nadie abonará. P or
otro lado, para el en torno no hay nada doloroso en que
C la v ijo fu era un traidor, pero sí para M aría, y desde
luego a él no le falta abogado defensor en el interior de la
m uchacha. Ella siente qu e ha ido dem asiado lejos, ha
dado a enten der que posee una fu erza que no tiene, y
no quiere adm itirlo. ¿Y qué con su elo existe en despre­
ciar? Es m ejor afligirse. A esto se añade que ella posee
alguna que otra nota secreta que puede ser de gran im ­
portancia para la aclaración de la situación, pero que, al
m ism o tiem po, es de una naturaleza tal que lo pondría
ba jo una lu z favo rab le o d esfavorable, se g ú n las cir­
cunstancias. No obstante, ella no ha hecho a nadie par­
tícipe y no quiere hacerlo, pues si no fu era un traidor,
desde lu ego sería esperable que lam entase este paso y
volviese a ella, o bien, y esto sería aún m ás m aravilloso,
que ni siquiera necesitara arrepentirse, que pudiera ju s­
tificarse totalm ente o aclararlo todo, y en ese caso q u i­
zá fuera un obstáculo el haber hecho uso de estas notas
y la antigua relación no se pudiera recuperar nunca; se­
ría en ton ces solo culpa suya, pues habría sido ella la
q u e se habría p ro cu ra d o co n fid en tes del crecim ien to
secreto de su am or; y si se pudiera convencer de que en
realidad era un villan o , le daría lo m ism o to d o y, en
cualquier caso, lo m ás elegante p or su parte era no ha­
cer uso de ellas.
Así pues, su entorno, en contra de su voluntad, la ha
ayudado a desarrollar una nueva pasión: los celos de su
propia aflicción. Ha tom ado una decisión y a quienes la
rodean les falta toda energía para arm onizar con su pa­
sión: tom ará el velo; no en trará en un convento, sino
que tom a rá el velo de la a flicción qu e la o cu ltará de
cualquier m irada ajena. Su apariencia externa es tran ­
quila, todo está olvidado, su vo z no deja intuir nada, se
hace a sí mism a el vo to de aflicción y com ienza su vida
oculta y solitaria. En ese m ism o m om en to todo ha cam ­
biado; antes ciertam en te parecía que podía hablar con
los dem ás, pero ahora no es solo que esté atada p or el
v o to de silen cio (al que la obligaba su o rg u llo con la
aquiescencia de su amor, o que su am or exigía y su or­
gullo toleraba), es que adem ás no sabe en absoluto por
dónde o cóm o com enzar; y esto no es así porque hayan
aparecido aspectos nuevos, sino porque la reflexión ha
triunfado. Si alguien en esos instantes le preguntara por
qué estaba afligida, no habría tenido nada que contestar,
o bien habría respondido del m ism o m odo que aquel sa­
bio al que se le inquirió qué era la religión y él pidió un
tiem po para m editar y después m ás tiem po para m edi­
tar y de esa form a la respuesta quedó por siem pre pen­
diente. Ella está ya perdida para el m undo, perdida para
su en torno, em paredada en vida; con tristeza cubre la
última abertura. Siente que, quizá aún en ese instante,
sería posible sincerarse, un m om en to después está apar­
tada de ellos para siem pre. Pero ya está tom ada la deci­
sión, firm em en te tom ada, y ella no debe tem er, co m o
cualquier em paredado en vida, que vaya a m orir cuando
se term inen las escasas provisiones de pan y agua que le
han sido en tregadas, pu es tiene a lim en to para largo
tiem po, y tam poco d ebe tem er al aburrim iento: tiene
ocupación suficiente. Su apariencia es tranquila y calma­
da, no presenta nada notable y, no obstante, su interior
no es el ser incorruptible propio de un espíritu tranqui­
lo, sino la estéril ocupación de un espíritu desasosegado.
Busca soledad o su contrario. En soledad se recupera del
esfuerzo constante que supone obligar a la apariencia en
una determ inada dirección. C o m o aquel que ha estado
largo tiem po en pie o sentado en una posición forzada y
p or fin, con placer, pu ed e estirar los m ú scu los, co m o
una ram a que ha estado largo tiem po doblada a la fuer­
za y que con regocijo recupera nuevam ente su posición
natural cuando salta la atadura, así tam bién ella encuen­
tra alivio. O bien busca lo contrario, el ruido, la distrac­
ción, porque m ientras la atención de todos está pendien­
te de otras cosas, puede ocuparse con tranquilidad de sí
m ism a; y lo que ocurre a su alrededor más cercano, to ­
nos musicales, ruidosas conversaciones, suena tan lejano
que es co m o si estuviera sentada sola en una pequeña
sala, alejada de tod o el m undo. Y si en un m om en to no
pudiera contener las lágrim as, está segura de que serían
mal interpretadas, quizá rom piese realm ente en llanto;
pues cuando se vive en una ecclesia pressa es una alegría
que el servicio divino de uno esté en consonancia, en las
form as de expresión, con el servicio divino oficial. Ella
solo tem e al trato tranquilo, pues ahí se encuentra m e­
nos falta de vigilancia, ahí es tan fácil com eter un error,
tan difícil evitar que no sea percibido.
N o hay por lo tanto nada que apreciar observando el
exterior, pero m irando al interior la actividad es frenéti­
ca. A llí se desarrolla un in terro g ato rio que, con total
justicia y especial énfasis, se podría denom inar un p en o ­
so interrogatorio. Todo se presenta y se com prueba cui­
dadosam ente, su figura, su rostro, su vo z, sus palabras.
En ciertas ocasiones tiene qu e haber sucedido que un
ju e z en u no de estos duros interrogatorios, co n m o cio ­
nado por la b elleza del acusado, haya in terru m pido el
interrogatorio y no se haya visto en condiciones de con­
tinuarlo. La sala aguarda expectante el resultado de su
interrogatorio, pero este no llega y no existe realm ente
razón alguna para que el ju e z deje de cum plir su deber.
El carcelero puede testificar que acude cada noche, que
el acusado es entregado, que el interrogatorio se desa­
rrolla durante varias horas y que en los años que él ha
conocido nunca ha habido un ju e z tan perseverante. D e
ello la sala concluye que debe de ser un caso m u y co m ­
plicado. Así le sucede a ella no una vez, sino día tras día.
T odo es presentado tal y co m o ha sucedido, fidedigna­
m ente, co m o exige el d erech o y ... el amor. Se cita al
acusado, «él acude, se balancea en el rincón, abre el p or­
tillo de la empalizada, ved cóm o se apresura, m e ha esta­
do añorando, con im paciencia deja todo a un lado para
poder llegar a mí lo m ás rápidam ente posible, oigo sus
pasos rápidos, m ás velo ces que los latidos de m i co ra ­
zón, ya llega, es él»... Y el in terro gato rio ... es aplazado.
«|Dios mío!, esta palabrita que tan a m enudo he repeti­
do para m í misma, la recuerdo entre m uchas otras, pero
nunca m e había dado cu en ta de lo que escon d e real­
m ente. Sí, esto lo explica todo, no es.su intención real
abandonarm e, volverá. Y qué representa tod o el m un­
do frente a esta palabrita, las gentes se cansaron de mí,
no tenía ningún am igo, pero ahora tengo uno, un confi­
dente, una pequeña palabra que lo aclara todo: volverá,
no baja la vista, m e m ira con un cierto gesto de repro­
che, y dice: "M ujer de poca fe", y esta palabrita flota en
sus labios co m o una hoja de olivo: él está aquí...». Y el
interrogatorio es aplazado.
Es perfectam ente com prensible que pronunciar una
sentencia en tales circunstancias siem pre estará ligado a
grandes dificultades. N o hace falta decir que una joven
no es un jurista, pero de ello no se sigue en m odo alguno
que no pueda dictar una sentencia y, de h ech o , el fallo
de esta m uchacha siem pre será de tal naturaleza que a
sim p le vista será una sen ten cia, p ero qu e al m ism o
tiem po contendrá m ucho más que dem uestra que no es
una sentencia y que adem ás en el m o m en to siguiente
puede dictarse un veredicto com pletam ente opuesto.
«No era un pérfido; pues para haberlo sido, debería
haber sido consciente de ello desde el principio; pero no
lo era, m i co ra zó n m e d ice que m e ha am ado». Si se
quiere destacar así el co n cep to de pérfid o, después de
todo quizá nunca haya habido ninguno. A bsolverlo por
esta razón dem uestra un interés p or el acusado que no
p u ed e casar con la estricta ju sticia y que ta m p o co se
sostiene frente a la más m ínim a objeción.
«Era un pérfido, un ser despreciable, que con frialdad
y sin co ra zó n m e ha hech o infinitam ente desdichada.
A ntes de conocerlo, yo era feliz. Sí, es cierto que no p o ­
día im aginarm e que podía llegar a ser tan dichosa o que
en la alegría había tal riqueza com o él m e enseñó; pero
tam p o co m e im aginaba que podía llegar a ser tan des­
g raciad a co m o él m e enseñó. P or eso qu iero odiarlo,
aborrecerlo, m aldecirlo. Sí, yo te maldigo, Clavijo, en lo
m ás íntim o y recóndito de mi alm a te m aldigo; nadie
d ebe saberlo, no p u ed o p erm itir qu e nadie lo haga,
pues nadie, excepto yo, tiene derecho a ello; te he am a­
do co m o nadie más lo ha hecho, pero tam bién te odio,
pues nadie com o yo conoce tu maldad. O h, buenos dio­
ses a quienes corresponde la venganza, concedédm ela
durante un breve instante y no lo desaprovecharé, no
seré cruel. Me colaré en su alma cuando se enam ore de
otra, no para m atar este amor, eso no sería castigo sufi­
ciente, pues sé que la querría tan p o co co m o a mí. Él
no ama a ningún ser hum ano, solo ideas, pensam ientos,
su poderosa influencia en la corte, su fuerza de espíritu,
todo aquello de lo que y o no puedo representarm e có ­
m o él puede am arlo. Eso es lo qu e quiero arrebatarle;
entonces sabrá cuál es m i dolor; y cuando esté próxim o
a la d esesperación, se lo d evo lveré tod o, p ero deberá
agradecérm elo a mí: así estaré vengada.
»No, no era un pérfido, ya no m e amaba, por eso m e
abandonó, pero esto no es realm en te una traición ; si
hubiera perm an ecid o a mi lado sin am arm e, entonces
sí que habría sido un traidor, entonces yo habría vivido
de las rentas del am or que una v e z me tuvo, de su co m ­
pasión, de la lim osna que tal vez hasta con largueza me
arrojase, h abría v iv id o sien d o u n a carga para él y un
lo rm en to para mí m ism a. ¡Cobarde y m iserable co ra ­
zón, despréciate, aprende la grandeza, apréndela de él!
Ivi m e ha am ado de fo rm a m ás elevad a de la q u e yo
misma he podido am arm e. ¿Y debo estar enojada con
él? D e ningún m odo, seguiré am ándolo porque su am or
era m ás fuerte y sus pensam ientos m ás orgu llosos que
m i debilidad y mi cobardía. Y quizá m e siga am ando, sí,
fue por am or por lo que m e abandonó.
»Sí, ahora lo veo claro, ya n o ten g o n in guna duda,
era un pérfido. Lo vi, su rostro era orgulloso y triunfan­
te, m e m en osp reció con su m irada burlona. A su lado
iba una española, radiante de belleza; ¿por qu é era tan
guapa?, la m ataría, ¿por qu é no soy yo así de herm osa?
¿Y es que no lo era antes?... Yo no lo sabía pero él m e lo
m ostró, ¿y por qué he dejado de serlo? ¿Quién tiene la
culpa? M aldito seas, Clavijo; si hubieras perm anecido a
m i lado m e habría v u e lto aún m ás herm osa, pues con
tu v o z y tu seguridad mi am or crecía y con él mi b elle­
za. A hora estoy pálida, he perdido m i lozanía, ¿qué p o ­
der tien e toda la tern u ra del m u nd o en co m paración
con una palabra tuya? ¡O jalá v o lviese a ser h erm osa!
¡Ojalá pudiera volver a com placerlo, pues solo para eso
deseo ser bella! ¡Ojalá él ya no pudiera am ar la juventud
y la belleza, pues entonces me afligiría más que antes, y
quién puede afligirse co m o yo!
»Sí, él era un pérfid o. ¿C óm o si no podría d ejar de
amarme? ¿Acaso he dejado yo de amarlo? ¿Es que no ri­
ge la m ism a ley para el am or de un hom bre que para el
de una m ujer? ¿O d ebe un h om b re ser m ás d ébil que
el débil? ¿O tal v e z co m etió un error? A m a rm e quizá
fue una ilusión, ilusión que desapareció co m o un su e­
ño. ¿Es esto propio de un hombre? ¿O fue volubilidad?,
¿es conveniente que un hom bre sea voluble? ¿Y por qué
en un principio m e aseguraba que m e am aba tanto? Si
el am or no puede conservarse, ¿qué puede entonces re­
sistir? ¡Sí, Clavijo, m e has arrebatado todo, mi fe, m i fe
en el amor, no solo en el tuyo!
»No era un pérfido. Yo no sé qué lo alejó de mí; no
co n o zco ese oscuro poder; pero a él tam bién le ha doli­
do, le ha dolido p rofu n d am en te; no qu ería h acerm e
partícipe de su dolor, p o r eso pretendió ser un traidor.
Sí, si se uniera a o tra m u ch acha, en ton ces yo diría: él
era un tra id o r y n in gú n p o d e r en la tie rra m e hará
cam biar de opinión; pero no lo ha hecho. Q uizá piensa
que al adoptar la apariencia de un pérfido hará que mi
d olor sea m enor, m e arm ará contra él. Por eso a veces
se deja ver acom pañado de jovencitas, por eso m e m iró
tan burlón el otro día, para espolearm e y de ese m odo
lib erarm e. N o, ciertam en te no era un traidor, ¿cóm o
podría traicionar esa voz? Era al tiem po tan tranquila y
tan em ocionada; co m o si se abriese paso entre m acizos
rocosos, así resonaba desde un interior cuya profu n d i­
dad apenas y o era cap az de intuir. ¿Puede m en tir esa
voz? P ues ¿qué es la voz? ¿Un m o v im ien to de la le n ­
gua? ¿Un ruido que se puede evocar co m o se desee? En
algún lugar del alma debe tener su hogar, debe tener al­
g ú n lu gar de nacim iento. Y lo tenía, en lo m ás íntim o
de su co razón estaba su hogar y allí m e amaba, allí me
ama. Bien es cierto que tam bién tenía otra v o z que era
fría, heladora, que podía asesinar cu alqu ier alegría de
m i alm a, tortu ra r tod o pen sam ien to d eleito so , h acer
que mis propios besos se m e antojaran fríos y desagra­
dables. ¿Cuál era la verdadera? Podía m en tir de cu a l­
quier m odo, pero siento que en aquella v o z tem b lo ro ­
sa en la qu e se e strem ecía to d a su pasión no había
en gaño, es im posible. La o tra era m entira. O fu erzas
m alignas lo habían poseíd o. N o, no era un pérfido, la
v o z que m e ha encadenado a él para siem pre no era un
en g a ñ o . N o era un tra id o r, a u n q u e n u n ca lle g u é a
com prenderlo».
Y nunca da por fin alizado ni el in terro g ato rio ni el
juicio; el interrogatorio porque continuam ente se p ro ­
ducen recesos, el juicio porque solo es un estado anímico.
Pues cuando este m ovim iento se pone en marcha, puede
seguir siempre igual y no se vislum bra ningún final. Solo
una ruptura puede hacer que se detenga, justam en te si
ella interrum pe toda la m archa del pensam iento; pero
esto no puede suceder, pues la vo lu n tad se encuentra
siem pre al servicio de la reflexión, que le otorga energía
a la pasión m om entánea.
Si en alguna o casión ella qu iere lib erarse de todo,
qu iere destruirlo, de nu evo estarem os ante un estado
de ánim o, una pasión m om entánea, donde la reflexión
sig u e salien d o siem p re v e n ced o ra . La m e d ia ció n es
im posible; si ella co m ie n za de tal su erte que este in i­
cio es de algún m od o resu ltad o de las o p eracio n e s de
la reflexión, en ton ces en ese m ism o instante será b o ­
rrada violentam ente. La voluntad debe com portarse de
form a absolutam ente indiferente, co m en zar en virtu d
de su propia voluntad, solo entonces se puede hablar de
un com ien zo. Si esto ocurre, sí que podría ella co m en ­
zar, pero quedaría co m p letam en te al m argen de nues­
tro interés, la dejaríam os, con gusto, en m an os de los
m oralistas o de quien quisiera hacerse cargo de ella, le
d esearíam os un m atrim o n io h on rad o y n o s c o m p ro ­
m eteríam os a bailar el día de su boda, en el que, com o
por fortuna tam bién cambiaría su nom bre, nos haría ol­
vid ar que fu e la M aría Beaum archais de la que hem os
hablado.
Pero volvam os a María Beaumarchais. Lo peculiar de
su aflicción es, com o se ha señalado anteriorm ente, el
desasosiego, que le im pide hallar el o bjeto de la aflic­
ción. Su d olor no pu ed e en con trar la calm a, le falta la
paz necesaria para toda vida que tenga que ganarse su
sustento y fortalecerse con él; ninguna ilusión proyecta
su som bra sobre ella con su tranquila frialdad m ientras
sorbe el dolor. Perdió la ilusión de la n iñ ez al gan ar la
del amor, perdió la del am or cuando C lavijo la engañó;
si pudiera ganar la ilusión de la aflicción, en algo la ayu­
daría. Así su aflicción alcanzaría la m adurez del hom bre
y obtendría una contrapartida por la pérdida. Pero su
aflicción no prospera, pues no ha perdido a Clavijo, él la
ha engañado, y aquella siem pre será un tiern o infante
con sus chillidos, un niño hu érfan o de padre y m adre;
porque si C lavijo le hubiera sido arrebatado, aquel h a­
bría te n id o un pad re en el re cu e rd o de su fid elid a d
y amabilidad y una m adre en el entusiasm o de María, y
ella no tiene nada con lo que criarlo; pues lo vivido fue
desde lu e g o h erm oso, pero a fin de cu en tas no tiene
ningún significado intrínseco, si no es com o anticipo de
lo venidero; y ella no tiene esperanzas de que este hijo
d olo ro so se co n v ierta en un fru to de la felicidad, no
p u ed e co n fia r en qu e C la v ijo v a y a a regresar, pu es
110 tendría fuerzas para cargar con un futuro, ha perdi­
do la feliz confianza con la que lo habría seguido al abis­
m o sin m iedo, y en su lugar lo que tiene son cientos de
reparos, ahora co m o m áxim o podría estar en disposi­
ción de revivir el pasado co n él una v e z m ás. C u and o
Clavijo la abandonó, tenía ante sí un fu tu ro, un futuro
tan bello, tan encan tador que casi le turbaba las ideas,
que ejercía un oscuro poder sobre ella; su m etam orfosis
ya había com enzado cuando se interrum pió el desarro­
llo y su transform ación se d etu vo. H abía vislu m brad o
una nueva vida, ya había sentido sus fuerzas dentro de
ella, cuando esa vida se rom pió y ella se vin o abajo; ya
no le queda ningún consuelo, ni en esta vida ni en la ve ­
nidera. ¡Lo que había de ven ir le sonreía tan abierta­
m ente y se reflejaba en la ilusión de su amor, y sin em ­
b a r g o era to d o tan n a tu ra l y se n cillo ! A h o r a una
desfallecida reflexión quizá de vez en cuando le pinte una
ilusión desfallecida que ni siquiera la tienta, pero puede
que por un instante la calme. Así transcurrirá su tiempo
hasta que haya d evo rad o el o bjeto m ism o de su aflic­
ción, que no es idéntico a esta, sino la ocasión para que
constan tem en te busque un o bjeto de aflicción. Si una
persona poseyera una carta que supiera o creyera que
contenía inform ación sobre lo que debería considerar co ­
m o la salvación de su vida, pero los trazos fueran finos
y apagados y la caligrafía apenas legible, entonces segu­
ram ente la releería una y otra vez con ansiedad, inquie­
tud y toda la pasión, y en un instante le parecería que
tenía un significado y al m om ento siguiente otro distinto,
pues en la m edida en la que con certeza creyese haber
leíd o una d eterm in ad a palabra, lo explicaría to d o de
acuerdo con esta; pero nunca pasaría de la m ism a incer-
tidum bre con la que había com enzado. Se quedaría m i­
rando, cada v e z m ás y m ás ansiosam ente, pero cuanto
más fijase la vista, tanto m enos vería; de tanto en tanto sus
ojos se llenarían de lágrim as, pero cuanto m ás a m enu­
do se los secase, tanto m enos vería; con el tiem po la es­
critu ra se iría a p ag a n d o y h a cié n d o se m ás co n fu sa ,
finalm ente el m ism o papel se desharía, y no le quedaría
nada excepto unos ojos cubiertos de lágrimas.

2. Doña Elvira

Encontram os a esta joven en la ópera Don Juan, y no se­


rá baladí, para nuestra investigación subsiguiente, tener
en cuenta las alusiones a su vida anterior contenidas en
la p ieza. Ella era m on ja, de la paz de un co n ven to la
arranca d o n ju á n . C o n ello se sugiere la en orm e inten­
sidad de su pasión. N o era una co legiala alocada, que
aprendiera a am ar en la escu ela y a co q u etear en los
bailes; que una de ellas sea seducida no es m u y signifi­
cativo. Por el contrario, Elvira ha sido educada en la dis­
ciplina del convento, que, sin em bargo, no ha consegui­
do erradicar la pasión en ella, sino que le ha enseñado
más bien a reprim irla, v o lvién d o la así aún m ás v e h e ­
m ente, tan p ron to co m o le sea p erm itid o eclosionar.
Una presa segura para un donjuán; él sabrá desatar la
pasión salvaje, desen frenada, insaciable, que so lo su
am or satisfará. Ella lo encuentra tod o en él y lo pasado
no es nada, si ella lo abandona, en ton ces lo pierde to ­
do, incluido lo pasado. Ella había renunciado al m undo
cuando se personó una figura a la que no puede renun­
ciar, es d o n ju á n . A partir de entonces, renuncia a tod o
para vivir con él. C u a n to m ás significativo sea aquello
que abandona, más sólidam ente habrá de aferrarse a él;
cuanto m ás sólidam ente lo haya cercado, m ás espanto­
sa se vuelve su desesperación cuando él la abandona. Su
am or era ya una desesperación desde el com ien zo ; na­
da tiene significado para ella, ni en el cielo ni en la tie­
rra, excepto d o n ju á n .
En la obra, Elvira nos interesa únicam ente en la m e­
dida en que su relación con don Juan tiene significado
para él. Si tuviera que indicar en pocas palabras esta sig­
nificación, diría que ella es el destino épico de d on ju án ;
el C om en d ad or, su d estino dram ático. H ay en ella un
odio que buscará a Juan en cada rincón, una llam arada
que ilum inará el escondite más oscuro, y si aun así no
lo hallara, entonces será el am or que hay en ella el que lo
encuentre. Participa con los dem ás en la persecución de
d on Juan, mas, si m e p o n g o a im agin ar que todas las
fuerzas se neutralizaran y los esfuerzos de sus persegui­
dores se contrarrestaran de m od o que Elvira quedara
sola respecto a d o n ju á n y que él se hubiera en com en ­
dado a su poder, entonces el odio le daría las arm as p a ­
ra asesinarlo, p ero su a m o r lo prohibiría — y no p or
com pasión, ella es dem asiado grande para eso — , de tal
m anera que ella lo m antendría continuam ente con v i­
da, ya que si lo m atara se m ataría a sí m ism a. Así, caso
de qu e en la obra no h u b iera otras fu erzas en m o v i­
m ien to contra d on Juan aparte de E lvira, en to n ces la
pieza jamás acabaría; pues Elvira im pediría, si ello fuera
posible, que lo alcanzara hasta el m ism o rayo, para ven­
garse ella, aunque una vez más no sería capaz de tom ar­
se la venganza. Ese es su interés dentro de la pieza; pero
a nosotros lo que nos preocupa aquí únicam ente es su
relación con don Juan, en la m edida en que esta es im ­
portante para ella. Ella es o bjeto del interés de muchos,
pero del m odo más diverso. Don Juan se interesa por ella
antes de que la pieza dé com ienzo, el espectador la obse­
quia con su interés dram ático, m as nosotros, am igos de
la aflicción, nosotros no la seguim os solam ente hasta la
siguiente calle transversal, no solo durante el instante en
el que aparece en escena, no, nosotros la seguim os en su
cam ino solitario.
D e m anera, pues, que d o n ju á n ha seducido a Elvira
y la ha abandonado, todo ello rápidam ente, tan rápido
«com o un tigre pu ed e tronchar un lirio»; si ya so lo en
España hay mil tres seducidas por él, ahí se puede cons­
tatar la prem ura de d o n ju á n , así com o calcular m edia­
nam ente la celeridad del m ovim ien to. D o n ju á n la ha
abandonado, pero no hay un en torno en cu yos brazo s
pueda caer desm ayada, no tiene que tem er que el en ­
to rn o vaya a cerrar filas a su alrededor, pues se gu ra ­
m ente él sabría abrirlas para facilitarle la partida, no tie­
ne que te m e r qu e algu ien le discuta su pérdida, m ás
bien habrá quizás algu no que o tro que se encargue de
dem ostrarla. Sola está y abandonada, y no la tienta d u ­
da alguna; es evidente que él era un farsante, que le ha
arrebatado todo y la ha dejado expuesta al deshonor y la
ignom inia. N o obstante, esto no es lo peor para ella des­
de un punto de vista estético, pues la salva de la aflicción
reflejada por un corto período de tiem po, la cual es cier­
tam ente más dolorosa que la inm ediata. El hecho aquí
es in d u d a b lem en te, y la reflex ió n no p u e d e lle g a r a
transform arlo tan p ron to en una cosa y tan p ron to en
otra. Una María Beaum archais puede haber am ado a un
Clavijo igual de vehem ente, igual de salvaje y apasiona­
dam ente, en lo que respecta a su pasión pu ed e ser del
tod o con tin gen te que no sucediera lo peor; ella puede
casi hasta desear que sucediera, pues entonces la histo­
ria tendría, con todo, un final, ella se habría arm ado en­
tonces m ucho más reciam ente contra él; pero no suce­
dió. El hecho que ella tiene entre m anos es m uchísim o
más dudoso, su auténtica naturaleza será siem pre un se­
creto entre Clavijo y ella. Cuando piensa en la frialdad de
su malicia, en la m ezquindad de su cordura, apropiadas
para engañarla de tal m odo que a los ojos del m undo ad­
quiere un aspecto m ucho m ás suave, y ella se convierte
en presa de m anifestaciones del estilo: «Pero, por Dios,
la cosa no es para tanto»; eso puede sublevarla, casi pue­
de volverse loca cuando piensa en la orgullosa altanería
que no la ha tom ado en consideración en absoluto, que
le ha puesto un lím ite diciéndole: «Hasta aquí y no más
allá». Y sin em bargo, todo ello puede m uy bien ser expli­
cado de o tra m anera, de m anera m ás bonita. Pero en
tanto que la explicación se vuelve otra, el hech o m ism o
se vu elve otro. La reflexión, por ello, obtiene en el acto
suficiente quehacer, y la aflicción reflejada es inevitable.
D o n Juan ha abandonado a Elvira, y en ese m ism o
m om en to todo está m u y claro para ella, ninguna duda
incita a la aflicción a entrar en el locutorio de la reflexión,
ella enm udece en su desesperación. La cual, con un úni­
co latido, fluye a través de ella, y su flujo se dirige hacia
fuera, y con una llam a, la pasión se trasluce a través de
ella, haciéndose visible en el exterior. O dio, desespera­
ción, venganza, amor, todo irrum pe para m anifestarse
visiblem ente. En dicho instante Elvira es pictórica. Por
eso, la fantasía nos m uestra tam bién de inm ediato una
im agen de ella, y ese exterior no se asienta en la indife-
renda, la reflexión sobre ello no es vacía, ni su actividad
carente de significado, en tanto escoge y desestima.
Si ella m ism a, en ese m om ento, es o no apta para la
representación artística constituye una cuestión diferen­
te; pero lo que sí es seguro es que, en ese instante, ella
es visible, y se la p u ed e ve r no en el sentido, n atu ral­
m ente, de que se pueda ver de verdad a esta o aquella
Elvira real, lo cual quiere decir la m ayoría de la veces
que no se la ve; mas la Elvira que nosotros im aginam os
es visible en lo que la constituye en esencia. Si el arte es
capaz de m atizar la expresión de su rostro, hasta el pu n­
to de hacer perceptible el carácter de su desesperación,
eso no lo decidiré yo; pero Elvira se deja describir, y la
im agen que así se m uestra no se vu elve una simple car­
ga para la m em oria — que aquí ni quita ni pone— , sino
que es m u y válida. ¡Y qu ién no ha visto a Elvira! Era
una m añana tem prano cuando yo em prendí una cam i­
nata por uno de los rom ánticos parajes de España. La
naturaleza se despertaba, los árboles del bosqu e sacu­
dían sus cabezas y las hojas parecían frotarse el sueño
de los ojos, un árbol se com baba hacia el otro para ver
si se había levantado y todo el bosque ondeaba en la bri­
sa fresca y revitalizadora; una ligera niebla se alzaba des­
de la tierra y el sol la arrancaba co m o si fu era una al­
fom bra debajo de la cual h ubiera pernoctado, y ahora
contem plaba allí abajo, co m o una m adre cariñosa, las
flores y todo lo vivo, diciendo: «Levantaos, queridos ni­
ños, el sol brilla ya». Al torcer en una vereda, mis ojos se
fijaron en un convento que se encontraba arriba, en la
cim a de una m ontaña, y hacia el que conducía un sen­
dero repleto de vueltas y revueltas. C o n m i m ente repo­
sando allí, pensé: ahí está com o una casa de D ios cim en­
tada sobre roca. Mi g u ía co n tó que se tratab a de un
convento de m onjas, conocid o por su severa disciplina.
Mi paso se am in oró, co m o mi pensam iento, pu es qué
habría m ás aprem iante teniendo el convento tan cerca.
Y con toda probabilidad m e habría detenido del todo si
no m e hubiera espabilado un m ovim ien to rápido m u y
cerca de m í. Involuntariam ente m e volví, era un jin ete
que pasaba con prem ura a m i lado. Q u é b ello era, su
paso qu é leve y a la v e z qué en érgico, tan reg io y a la
v e z tan ligero, g iró la cabeza para m irar tras de sí, su
semblante tan atractivo y su mirada en cam bio tan desa­
sosegada, era don juán . ¡Se apresura a una cita o vuelve
de ella! M as pron to d esapareció de mi vista y m i p en ­
sam iento lo olvidó, clavándose mi m irada de nuevo en
el convento. Volvía a su m irm e en m editaciones acerca
del deleite de la vida y la silenciosa paz del convento
cuando vi una figura fem enina en lo alto de la m on ta­
ña. Rapidísim am ente bajaba apresurada por el sendero
y, com o el camino era escarpado, parecía co m o si se des­
peñara p or la m ontaña. Se aproxim aba. Su sem blante
estaba pálido, solo sus ojos llam eaban terriblem ente, su
cuerpo estaba exhausto, su pecho se m ovía con vio len ­
cia y, sin em bargo, ella se apresuraba cada v e z m ás y
m ás, sus m ech o n es revo lo tea b a n sueltos, dispersados
por el viento, pero ni siquiera el aire fresco de la m aña­
na ni la velocidad de su paso eran capaces de sonrojar
sus pálidas m ejillas, su v e lo de m onja desgarrado huía
hacia atrás, su h ábito blan co y ligero habría revelado
m u ch o a una m irada profana, si la pasión de su rostro
no hubiera atraído sobre sí la atención hasta del m ás co­
rrom pido. Pasó apresuradam ente a mi lado y yo no m e
atreví a dirigirm e a ella, pues su frente era dem asiado
m ajestu o sa , su m irad a d em asiad o re g ia y su p asió n
d em asia d o ilu stre. ¿A d ón d e p e rte n e c e esta joven ?
¿Al convento? ¿Hay lu gar allí para estas pasiones...? ¿Al
mundo? Ese hábito... ¿P o rqu é ese apresuram iento? ¿Es
para ocultar su vergüenza e ignom inia o para alcanzar a
Juan? Se dirige a toda prisa hacia el bosque, que se cie­
rra a su alrededor ocultándola, y ya no la veo, pero es­
cu ch o el suspiro del bosqu e. ¡Pobre Elvira! Se habrán
enterado de algo los árboles..., mas los árboles son m e­
jores que los seres hum anos, pues los árboles suspiran y
callan..., los seres hum anos cuchichean.
En este m om en to inicial, Elvira se deja representar
— aun cu and o el arte no pueda co m p ro m eterse real­
m ente a ello, pues debe ser com plicado en con trar una
expresión unitaria que adem ás conten ga toda la m ulti­
tud de sus pasiones— y así el alm a exige verla. Es lo que
yo he pretendido insinuar con la ligera im agen que he
trazado en lo precedente; tam poco era mi intención re­
presentarla a través de ella, sino que quería insinuar que
le pertenecía de suyo ser descrita, que no era una capri­
chosa ocurrencia mía, sino una legítim a exigencia de la
idea. Este es, no obstante, solo un m om en to , por ello
debem os seguir a Elvira más allá.
El m ovim ien to del que tratam os es un m ovim ien to
en el tiem po. Ella se m antiene en ese extrem o casi pic­
tórico, denotado en lo precedente, a través de una serie
de m om entos tem porales. Así es com o ella tiene interés
dram ático. C o n la prem ura con la que pasó ve lo zm en ­
te a mi lado alcanza a d o n ju á n . L o cual es del tod o ló ­
g ico , pues si bien él la ha abandonado, tam bién la ha
arrastrado al interior del ím petu de su propia vida, de
m anera que ella tiene qu e alcanzarlo. Si le da alcance,
en tonces toda su atención se torna de nuevo hacia fu e ­
ra, y aún n o ten d ríam os la aflicción reflejad a. L o ha
perdido todo: el cielo, en tanto ha elegido el m undo; el
m undo, en tanto perdió a Juan. Por eso no existe lugar
a lgu n o en donde ella pueda refu giarse excep to en él,
únicam ente en su proxim idad puede m antener alejada
la desesperación: bien ahogando las voces internas con
el alboroto del odio y la am argura que, no obstante, so­
lo suenan co n fu erza cu an d o d o n ju á n está físicam en ­
te presente, o bien m ediante la esperanza. Esta últim a
indica ya la presencia de los m om en to s de la aflicción
reflejada, que, sin em bargo , no pueden haber tenido
aún el tiem p o de acu m u larse en el interior. «Prim ero
d ebe ella convencerse de fo rm a atroz», dice K ruse en
su reelaboración de la obra, m as dicha exigencia desve­
la p erfectam ente la disposición interna. Si, co n lo o cu ­
rrido, ella no se ha convencido de que d o n ju á n era un
farsante, entonces no se convencerá nunca. Pero m ien­
tras exija una pru eba adicional, p odrá lo g ra r evitar la
inquietud interna de la callada desesperación, m edian­
te una vida e rra n te y d esa so se g a d a , a taread a c o n s ­
tan tem en te en la persecu ción de d o n ju á n . La parado­
ja ya lo es para su alma, pero m ientras pueda m antener
el alma agitada, m ediante pruebas externas que no han
de explicar lo pasado sino in form ar acerca del estado
a ctu al de d on Juan, m ien tra s tan to, no p o see rá una
aflicción reflejada. Se alternan odio, am argura, m aldi­
ciones, súplicas, co n ju ro s, m as su alm a todavía no ha
retornado a sí m ism a para reposar en la consideración
de que ha sido engañada. Hila espera una explicación
que proceda de fuera. Por eso, cuando Kruse hace decir
a d on ju án :

si ahora estás dispuesta a escuchar


a creer mi palabra — tú que desconfías de mí;
pues casi puedo decir que es inverosímil
el motivo que m e fo rzó ... [etcétera]

en tonces hay que guardarse m u y bien d e creer que lo


que al oído del esp ectad o r le suena a bu rla en Elvira
tenga un efecto similar. Para ella, este discurso significa
confortación; pues lo que ella exige es lo inverosím il, y
lo creerá justam ente en virtud de su inverosimilitud.
Si ahora dejam os que d o n ju á n y Elvira se topen, te­
n em os que elegir entre perm itir a d o n ju á n ser el más
fu erte o a Elvira. Si él es el m ás fu erte, entonces la in­
tervención de ella no contará para nada. Ella exige «una
prueba, para co n ven cerse de fo rm a atroz»; y él es lo
bastante galante co m o para no faltar a ello. Pero, natu­
ralm ente, ella no se convence y exige una nueva p ru e ­
ba; pues exigir la prueba es un lenitivo, y la incertidum -
bre confortación. Y así, ella se convierte en m ero testigo
de las h azañas de d o n ju á n . P ero tam bién podríam os
im aginar que Elvira es la más fuerte. Cosa no dem asia­
do frecuente, mas vam os a hacerlo p or galantería para
con el otro sexo. D e hecho, ella está aún en plenitud de
su belleza, pues si bien ha llorado, las lágrim as no han
extinguido el brillo de sus ojos, y p o r m ás que se haya
afligido, la aflicción no ha dem acrado la lozan ía de su
juventud, y por m ucho que esté destrozada, su desazón
no ha corroído la vitalid ad de su belleza, y si bien sus
m ejillas han palidecido, justam ente por ello la expresión
es más espiritual, y aunque no flota con la ligereza de la
in o cen cia infantil, avanza, en cam bio, con la en érgica
firm e za de la pasión fem en il. Así va al en cu en tro de
d o n ju á n . Hila lo ha am ado más que a tod o en el m un­
do, por encim a de la beatitud de su alma, ha desperdi­
ciado tod o por él, in clu so su honor, y él le fu e infiel.
A h o ra solo co n o ce una única pasión, el odio, solo un
p en sam ien to, la ven gan za. D e esta form a, ella es tan
grand e com o d o n ju á n ; pues seducir a todas las jóvenes
es la expresión m asculina de lo fem en ino que consiste
en dejarse seducir una vez con toda el alm a y después
odiar, o bien, si uno lo prefiere, am ar a su seductor con
la energía que no posee esposa alguna. Así va a su en ­
cuentro, no le falta valor para enfrentarse a él, no se ba­
te por principios m orales, se bate por su amor, un am or
que ella no basa en el respeto; no lucha para ser su con­
sorte, lucha por su amor, y este 110 se conform a con una
fidelidad penitente, exige venganza; por a m o r a él ha
ech ad o a perd er su beatitu d y, au n qu e o tra v e z se le
brindara, la echaría a perd er de nuevo para vengarse.
U na fig u ra sem ejan te jam á s pu ed e dejar de te n e r su
efecto sobre d o n ju á n . Él conoce el deleite de aspirar la
flor m ás delicada y fragante de la prim era juventu d ; él
sabe que es solo un instante y sabe lo que vien e des­
pués, ha visto m u y a m enudo m architarse esas pálidas
figuras, tan rápidam ente que ello ocurría prácticam en­
te a ojos vistas; pero aquí ha sucedido lo extraordinario,
se han in terru m p id o las leyes d el cu rso no rm al de la
existencia: ha seducido a una joven cita y su vida no ha
m uerto, ni su belleza se ha deslucido, se ha transform a­
do y es m ás bella que nunca. N o lo puede negar, ella lo
cautiva más de lo que lo haya hecho ninguna joven algu­
na vez, más incluso que la propia Elvira de antes; pues la
inocente m onja era, no obstante, a pesar d&-toda su b e­
lleza, una joven co m o m uchas otras, y el enamorarse de
ella, una aventura com o muchas otras, mas esta joven es la
única de su clase. Esta n u eva jo v en va arm ada, no es­
cond e un puñal en su pecho, pero lleva una arm adura
qu e no es visib le — ya que su odio no se contenta con
discursos y declam aciones— , sino invisible, y es su odio.
La pasión de d o n ju á n despierta: ella tiene que pertene-
cerle todavía una v e z más, pero eso no sucede. Porque
si hubiera sido una jo v en que supiera de su bajeza y lo
odiara, a pesar de no haber sido ella m ism a engañada
por él, entonces d o n ju á n vencería, pero a esta joven no
pu ed e ganarla, toda su sed u cció n es im p o ten te. A u n
cuando su v o z fuera más insinuante que su propia voz,
su ataque más astuto que su propio ataque, no la co n ­
m overía, y sería inútil que los ángeles suplicaran por él
o que la madre de D ios fuera dama de honor en la boda.
D el m ism o m odo que la propia Dido en el Averno se dio
la vuelta dejando a Eneas, quien le había sido infiel, así
ella no se daría, claro, la vuelta dejándolo, sino que le ha­
ría frente de una m anera aún m ás fría que Dido.
N o obstante, este coincidir de Elvira con d o n ju á n es
únicam ente un m o m en to transitorio, ella atraviesa la
escena, cae el telón, mas nosotros, queridos Condijuntos,
nos d eslizarem os tras ella, porque ahora es cu and o se
co n v ierte realm en te en la autén tica E lvira. Toda v e z
que se encuentra en las proxim idades de d o n ju á n está
fuera de sí m ism a, cuando vu elve a sí m ism a, ha lugar
para pensar la paradoja. Pensar una con trad icción — a
pesar de todas las aseveraciones de la filosofía m ás re­
cien te y del va lo r intrépido de sus jóven es adláteres—
lleva siem pre asociadas grandes dificultades. ¿C óm o no
vam os a perdonarle a una jovcncita el que le resulte di­
fícil, siendo no obstante esta la tarea que a ella se le ha
asignado, pensar que aquel a quien am a sea un farsante?
Esto es lo que tiene en com ún con María Beaum archais
y, sin em bargo, la diferencia entre ambas está en el m o ­
do en el que cada una llega a la paradoja. El h ech o al
que M aría había de vin cu larse era tan d ialéctico en sí
m ism o que la reflexión con toda su concupiscencia te­
nía que asirlo inm ediatam ente. En el caso de Elvira, la
prueba factual de que d o n ju á n era un p érfid o parece
tan evidente qu e no se ve fácilm en te có m o pu ed a ser
aferrado p or la reflexión. Por ello, esta tiene que aco­
m eter el asunto desde otro lado. Elvira lo ha perdido to ­
do y, no obstante, tiene toda una vida por delante y su
alma exige un p ecu lio del que vivir. A q u í se m uestran
dos posibilidades: bien som eterse a categorías éticas y
religiosas, o bien conservar su am or hacia Juan. Si hace
lo prim ero, entonces cae fuera de nuestro interés y nos
congratula dejar que se retire a una fundación para M a­
rías M agdalena o a donde ella prefiera. Por lo demás, es
probable que esto tam bién le resultara difícil, pues para
q u e le fuera posible, antes tendría que desesperar; en
una o casión ya trabó co n o cim ie n to con lo relig ioso,
que, la segunda vez, le exigirá todavía más. Lo religioso
es un poder m u y peligro so para quien se involu cra en
él, es celoso de sí m ism o y no perm ite que se lo tom e a
m ofa. C u an d o escogió el convento, su orgullosa alma
quizás encontró allí abundante satisfacción; porque, dí­
gase lo que se qu iera, pero una jo v en no hace pareja
más estupenda que casándose con el Cielo; y ahora, en
cam bio, ahora tendrá qu e h acer el cam in o de vu elta,
contrita, en el arrepentim iento y el rem ordim iento. A d e­
más, aquí restaría aún la cuestión de si ella encontrará
algún sacerdote que predique el evangelio del arrepenti­
m iento y del rem ordim iento con el m ism o ardor que
d o n ju á n ha predicado el alegre m ensaje del placer. D e
m anera que, para salvarse de dicha desesperación, tiene
que m antenerse aferrada al am or de d o n ju á n , cosa que
le resulta m u cho m ás fácil p or cuanto ella, a pesar de
todo, continú a am án dolo. Una tercera posibilidad es
im pensable, pues que hubiera de consolarse en el am or
de otro ser hum ano sería la m onstruosidad más m ons­
truosa. Por su bien, entonces, ha de am ar a d on ju án ; le
vien e exigido co m o legítim a defensa, y es el acicate de
la reflexión, que la obliga a clavar la m irada en la para­
doja de que ella sea capaz de amarlo, a pesar de haberla
engañado. Cada vez que la desesperación qu iere aga­
rrarla, ella se refu gia en el recu erdo del am or de don
Juan, y para que pueda sentirse verdaderam ente a gusto
en este refugio, la tienta con el pensam iento de que no
era un farsante, aun cuando ella lo haga de diverso m o ­
do; pues la dialéctica de una m u jer es singular, y solo
aquel que ha tenido ocasión de observar, solo él puede
reproducirla, m ientras que, aun el m ayor dialéctico de
to d o s los tiem p o s p u ed e v o lv e rse lo c o esp ecu lan d o
acerca de su prod u cción. N o obstante, yo he tenido la
suerte de co n o cer un par de ejem plares por entero ex­
traordinarios, en com pañía de los cuales he seguido un
curso com pleto de dialéctica. Y cosa extraña, se podría
creer que uno los encontraría más bien en la capital, ya
q u e el ruido y el gen tío ocu ltan m ucho; sin em bargo,
no es así en absoluto, es decir, si lo que uno busca son
especies nobles. En provincias, en pequ eñ as villas, en
las casas señoriales se encuentran las más herm osas. En
qu ien pienso ahora era una dam a sueca, una señorita
de noble cuna. Su prim er am ante no puede haberla de­
seado con m ayor fijación que yo, su segu n d o am ante,
em p eñ a d o en p e rse g u ir la ló g ic a de su co ra zó n . N o
obstante, he de confesar, en h o n o r a la verdad, que no
fu ero n m i perspicacia y sagacidad las que en cau zaron
m is pesquisas, sino una circunstancia fortuita, que sería
dem asiado prolijo relatar ahora. Ella había vivido en Es-
to co lm o , d on d e co n o ció a un conde francés de cuyas
bondades desleales fu e víctim a. Todavía la tengo presen­
te de m anera m u y viva. La prim era vez que la vi no m e
causó en verdad ninguna im presión. A ú n era bonita, de
naturaleza orgullosa y distinguida, no habló demasiado,
y p robablem en te y o m e habría vu elto a levantar igual
de sabio qu e cu an d o lleg u é si el azar no m e h u b iera
convertid o en confiden te de su secreto. D esde ese ins­
tan te ella cobró significado para mí; m e p rop orcion ó
una im agen tan viva de una Elvira que yo no m e habría
cansado de m irarla. P asam os una velada en com pañía
de más invitados, yo había llegado antes que ella y espe­
rado ya un rato cuando m e dirigí a la ventana para ver
si ella ven ía y, un instante después, su ca rru a je paró
frente a la puerta. Se bajó y, de inm ediato, su indum en­
taria m e im presionó particularm ente. Llevaba un ligero
y sutil m an to de seda, m u y sim ilar al d o m in ó co n el
que la Elvira de la ópera aparece en el baile. H izo su en­
trada con una gravedad distinguida que verdaderam en­
te imponía: la cubría un vestido de seda negra, iba vesti­
da co n un g u s to e x c e le n te , p ero a la v e z co n u n a
sencillez absoluta, no la adornaba joya alguna, su cuello
desnudo y una piel más blanca que la nieve; pocas veces
he visto un contraste tan bello com o el que había entre
su vestido negro de seda y su niveo pecho. Puede verse
con cierta frecuencia un cuello desnudo, pero m u y rara
vez se ve una joven que tenga un busto auténtico. Se in­
clinó ante toda la concurrencia, mas cuando el anfitrión
se adelantó para saludarla ella le hizo una profundísim a
reverencia y, aunque sus labios se entreabrieron en una
sonrisa, no oí que dijera palabra alguna. Su conducta
m e pareció en extrem o sincera y yo, que era su co n fi­
dente, le apliqué para mis adentros las palabras que se
dijeron acerca del O ráculo: «No dice ni oculta, sino in­
dica por m ed io de signos»*. D e ella he aprendido m u ­
cho y, entre otras cosas, hallé adem ás la corroboración
de algo que h e o b serv a d o frecu en tem en te: que a las
personas que esconden un pesar les adviene, con el pa­
so del tiempo, una única palabra o un único pensam ien­
to m ediante los cuales podrían denotarlo tod o para sí
m ism os y para ese solo a quien han iniciado en ello. Se­
m ejante palabra o sem ejante pen sam ien to es algo así
co m o un dim inutivo respecto a la prolijidad de la aflic-

* C ir a d e H e r á c lito q u e a p a re c e e n g r ie g o e n e l o r ig in a l: o ü i s X éyet OÜT£


XQÚ71TSU á X k tí a r j u a í v e i . L a tr a d u c c ió n e s d e Los filósofos presocráticos, M a d rid ,
C r e d o s , 1982. [N . de los T J
ción, algo así co m o un nom bre cariñoso del que uno se
sirve en la vida cotidiana. C o n frecuencia se encuentra
en una relación del todo fortuita con aquello que tiene
que denotar y casi siem pre debe su origen a una casua­
lidad. Tras haber ganado su confianza, después de que
yo lograra ven cer su recelo para conm igo, porque una
casualidad la puso en m i poder, una vez que m e hubo
con tado todo, reco rrí con ella a m en u d o la escala de
sentim ientos com pleta. Si ella no tenía ánim os para ha­
cerlo pero quería darm e a entender que su alm a estaba
absorbida en la aflicción, en ton ces tom aba m i m ano y
m irándom e decía: «Yo era m ás esbelta que un jun co, él
más m agnífico que el cedro del Líbano». N o sé de dón­
de había sacado esas palabras, pero estoy persuadido de
que, cuando C aron te venga en su barca para cruzarla al
Averno, en lugar de hallar en su boca el obligado óbolo,
encontrará estas palabras en sus labios: «jYo era más es­
belta que un ju n co , él m ás m agn ífico que el cedro del
Líbano!».
D e m an era que Elvira no pu ed e hallar a d o n ju á n ,
ahora tendrá que ver có m o se las co m p on e para seguir
con su vida ella sola, y habrá de dirigirse hacia sí m is­
ma. H a cam biado de en torno, y con ello ha suprim ido
tam bién la ayuda que quizás habría contribuido algo a
sacar la aflicción hacia fuera. Su nu evo en to rn o no co ­
n o ce nada de su vida anterior, no sospecha nada; pues
ex terio rm e n te no h ay nada qu e llam e la aten ción en
ella, ni que sea extraño, no hay señal alguna de pesa­
d u m b re, n in gú n le tre ro q u e a n u n cie a la g e n te que
«Aquí se pena». Ella tien e d o m in io sobre cada expre­
sión, cosa que la pérdida de su h o n o r le enseña perfec-
tam ence; y aunque no valora en dem asía el ju icio h u ­
m ano, puede así al m enos ahorrarse sus condolencias.
D e este m odo, ya está todo en su sitio, y pu ed e contar
con que vivirá, casi seguro, sin despertar sospechas en
la m uchedum bre curiosa, que p or lo general es tan n e­
cia com o curiosa. Ya está en legítim a e inapelada p o se­
sión de su aflicción, y solo si tuviera la poca fortuna de
toparse con un espía profesional, solo entonces habría
de tem er una inspección. Pero ¿qué es lo que ocurre en
su interior? ¿No se afligirá? ¡Vaya si lo hace! ¿Y có m o
habrá que designar a esta aflicción? Yo la llam aría aflic­
ción nutritiva; ya que la vida hum ana no reside única y
exclusivam ente en la com ida y la bebida; tam bién el al­
ma exige su sustento. A pesar de su ju v en tu d , ella ha
consum ido ya sus víveres, mas no por ello hay que co n ­
cluir que m uera. A este respecto, cada día ella se p reo ­
cupa p or el día siguiente. N o puede dejar de am arlo, y
no obstante él la en gañó, p ero si la en gañ ó , en tonces
su pasión am orosa ha perdido tam bién el poder nutriti­
vo. Porque si él no la hubiera engañado, si se lo h ubie­
ra llevado un poder superior, claro que ella se sustenta­
ría en to n ces co m o una jo v e n p o d ría desear; pu es el
recu erdo de don Juan supondría m u ch ísim o m ás que
m uchos esposos vivos. M as si ella renuncia a su pasión
am orosa, en tonces se verá llevada a la indigencia, p or
lo que tendrá que regresar al convento para su escar­
nio e ignom inia. ¡Y si a pesar de tod o pu d iera con ello
adquirir el am or de él nu evam en te! Así va v iv ie n d o .
A ún el día presente le parece qu e pu ed e resistir, tod a­
vía queda algún resto del que vivir; pero el día siguien­
te es el que ella tem e. Así delibera una y otra vez, tom a
cada salida y, sin em bargo, no en cu en tra nin gu na, de
m anera que no llega nunca a afligirse de fo rm a co h e ­
rente y sana, porque continuam ente busca el m od o en
el que ha de afligirse.
«O lvidarlo es lo que y o quiero, arran carm e su im a­
gen del alm a, qu iero escu driñarm e a m í m ism a co m o
un fu e g o d evo ra d o r para qu e cada p en sa m ien to que
p erten ezca a él sea co n su m id o p o r las llam as, solo así
podré salvarm e, en legítim a defensa; si no arranco ca­
da pensam iento, hasta el m ás rem oto, acerca de él, en­
tonces esto y perdida, solo así podré co nservarm e a m í
mism a. A mí m ism a — ¿y qué es este "m í m ism a" mío?,
ruindad y m iseria— , a m i p rim er am o r le fu i in fiel y
ah ora ¿habría de reparar aqu ello sién d ole infiel al se­
gundo?
»No, quiero odiarlo, solo así puede m i alm a en co n ­
trar satisfacción, solo así puedo encontrar reposo y ocu ­
pación. V oy a trenzar una co ro n a de m ald icion es con
to d o lo q u e m e recu erd a a él, y p o r cada b eso diré:
‘'M aldito seas” , y por cada v e z que él m e abrazó: ''D iez
veces m ald ito seas” , y p or cada v e z qu e ju r ó qu e me
quería, yo he de ju ra r que lo odiaré. Esta habrá de ser
mi obra, m i trabajo, a esto m e consagraré; gracias al
convento estoy m u y habituada a rezar m i rosario, y así
m e he convertido en una m onja que reza de la m añana
a la noche. O quizás debería conform arm e con que m e
haya am ado una vez, debería quizás ser una m uchacha
sensata, que en v e z de deshacerm e de él con orgulloso
desdén, ahora que ya sé que él era un falso, debería qui­
zás ser una buena am a de casa, que sepa estirar lo poco
de su econom ía tanto co m o sea posible. N o, lo odiaré,
solo de esa m anera podré desasirm e de él y m ostrarm e
a m í m ism a que no lo necesito. Mas, si lo odio, ¿no le
deberé nada? ¿Acaso no vivo de él? Pues ¿qué es lo que
alim enta mi odio sino mi am or por él?
»No era un pérfido, él no podía representarse lo que
puede sufrir una m ujer. Si él lo hubiera sabido, en to n ­
ces no m e habría abandonado. Era un hom bre, y bien
q u e lo era. P ero ¿puede esto se rv irm e de consu elo?
D esde luego, pues m i sufrim iento y to rm en to m e de­
m uestran lo dichosa que he sido, tan dichosa que él no
puede representárselo siquiera. ¿Por qué m e quejo en ­
tonces, porque un h om b re no es co m o una m ujer, no
tan dichoso co m o ella cuando es dichosa, ni tan desdi­
chado co m o ella cuando es desdichada sin lím ites, ya
que la dicha de ella no tenía límites?
»¿Me engañó? jNo! ¿Me había prom etido algo? N o.
M i Juan no era un p retend iente; no era un p o b re la ­
drón de gallinas, por algo así no se rebaja una m onja.
N o pidió mi m ano, m e tendió la suya y yo la tom é, m e
miró y fui suya, abrió sus brazos y le pertenecí. Me adhe­
rí a él, m e enredé a su alrededor co m o una planta, repo­
sé mi cabeza en su pecho y mi m irada se absorbió en la
om nipotente faz con la que dom inaba el m undo y que,
no obstante, reposaba sobre m í, c o m o si yo fu era el
m undo entero para él; co m o un lactante, succioné ple­
nitud y riq ueza y d icha suprem a. ¿Puedo ped ir más?
¿No fu i suya? ¿N o fu e él m ío? Y aun qu e no lo fu era,
¿fui p or ello m en os suya? C u an d o los dioses se pasea­
ban p o r la tie rra e n a m o rá n d o se de m u jeres, ¿acaso
eran fieles a sus amadas? Y sin em bargo, ¡a nadie se le
ocurre decir que las engañaban! ¿Y por qué no? Porque
una m uchacha ha de estar orgullosa de que un dios la
haya am ado. ¡Y qué pueden significar todos los dioses
del O lim po frente a mi Juan! ¿Y yo no debería estar or­
gu llosa, d ebería d egrad arlo , debería o fen d erlo en mi
pensam iento, perm itir que este lo som eta a las m isera­
bles y estrechas leyes qu e v a len para el co m ú n de los
seres hum anos? N o. Q u iero en orgu llecerm e de qu e m e
haya amado, él era m ayor que los dioses, y lo honraré has­
ta v e rm e in clu so reducida a nada. A m arlo q u iero yo
p orq ue m e p erten ece, am arlo porque m e abandonó y
tod avía co n tin ú o sien d o suya, y qu iero co n serva r lo
que él despilfarra.
»No, no puedo pensar en él; cada v e z que quiero re­
cordarlo m i pensamiento se acerca una vez más al escon­
dite de mi alm a en donde habita su m em oria, y en ton­
ces es co m o si co m etiera yo un nuevo pecado; siento
una angustia, una inefable angustia, una angustia com o
la que sentía en el convento cuando, sentada en mi cel­
da solitaria, lo esperaba, aterrorizad a p o r m is pen sa­
m ientos: el severo desprecio de la priora, el terrible cas­
tig o d el co n v en to , mi d elito co n tra D ios. <Y n o era
consustancial esta angustia? ¡Q ué significaría m i am or
por él sin ella! Pues él no se hubo consagrado a mí, no
hubim os recibido la bendición de la Iglesia, la cam pana
no repicó p or nosotros, ni sonó el him no, y, sin em bar­
g o, ¡qué significaba toda la m úsica y festividad eclesia-
les, de qué m od o habría sido capaz de tem plar mi áni­
m o com parado con sem ejante angustia! M as entonces
llegó él, y la disonancia de la angustia se disolvió en la
arm onía de la tranquilidad m ás beatífica, y solo suaves
tem blores conm ovían volu p tu o sam en te m i alma. ¿Ha­
bría yo entonces de tem er esa angustia?, ¿acaso no m e
recuerda a él?, ¿no es el anuncio de su venida? Si m e fu e­
ra posible recordarlo sin dicha angustia, entonces no lo
recordaría de verdad. Él llega, ofrece quietud, dom ina
los espíritus que pretenden arrancarm e de él, so y suya,
plenam ente dichosa en él».
Si m e im aginara a una persona en peligro de naufra­
gio, sin preocuparse por su vida, perm aneciendo a b o r­
do porque había algo que quería salvar y que no podía
salvar, p o r estar indecisa acerca de qué era lo que te ­
nía qu e salvar, ahí tengo ya una im agen de Elvira; ella
está en peligro de naufragio, su destrucción se acerca,
pero eso no le preocupa, no repara en ello, está indecisa
acerca de qué tiene que salvar.

3. Margarita

C o n o c e m o s a esta jo v e n p or Fausto de G o e th e . E ra
una burguesita, no destinada a un convento co m o E l­
vira; y aunque educada en el tem o r del Señor, su alm a
era no obstante dem asiado infantil co m o para sentir la
gravedad, de la cual dice G o eth e de form a tan in igu a­
lable:

Entre juego de niña y plegaria de quien lleva a Dios en


el corazón*.

* E n e l o r ig in a l la cita a p a re c e en a le m á n : « H alb K in d e rs p ie l, / H a lb G o t t im
H e rz e n » . L a tr a d u c c ió n es d e G o e t h e , Obras com pletas, Fausto, p r im e r a p a r te ,
t o m o III, p á g . 135$, M a d rid , A g u ila r, 1987. [N . de los T.J
Lo que am am os especialm ente en esta m uchacha es
la sencillez y hum ildad encantadoras de su alm a pura.
Ya desde el prim er m om en to en el que ve a Fausto se
siente d em asiado insignificante co m o para ser am ada
por él, y no es debido a la curiosidad de saber si Fausto
la am a o no, por lo que deshoja la m argarita, sino p or
hum ildad, p o rq u e se siente m u y insign ifican te co m o
para escoger, y p or ello se pliega al orácu lo m ito lógico
de un e n ig m á tic o p o d er. ¡Sí, a d o ra b le M a rg a rita !,
G o eth e ha revelado de qué m od o deshojabas recitando
las palabras: «Me quiere, no m e quiere»; pobre M argari­
ta, ya puedes continuar con tu faena, sim plem ente cam ­
bia las palabras: «Me engañó, no m e engañó»; ya p u e­
des c u ltiv a r u n te r re n ito c o n este tip o de flo res, y
tendrás labor para toda tu vida.
Se ha constatado lo sorprendente de que, m ientras la
leyenda de d o n ju á n refiere m il tres seducidas solo en
España, la leyenda de Fausto habla únicam ente de una
sola m uchacha seducida. M erecerá bien la pena no olvi­
dar esta observación, ya que será im portante en lo que
sigue, nos guiará a la hora de determ inar lo característi­
co de la aflicción reflejada en M argarita. Porque, a pri­
m era vista, podría parecer qu e la única diferencia que
habría entre Elvira y M argarita sería sim ilar a la de dos
individuos qu e hubieran experim entado lo m ism o. N o
obstante, la diferencia es m u ch o más esencial, si bien
no tanto fundada en la diversidad de las naturalezas fe­
m eninas cuanto en la diversidad esencial que reside en­
tre un d o n ju á n y un Fausto. Ya desde el com ien zo tiene
que haber diferencia entre una Elvira y una M argarita,
en la m edida en que la m uchacha que afecte a un Faus­
to tiene que ser esencialm ente diferente de la m uchacha
que afecte a un d o n ju á n ; sí, aunque m e im aginara que
la atención de am bos se ocupara incluso de la m ism a j o ­
ven, sería por algo distinto por lo que cada uno de ellos
se sentiría atraído. Tal diferencia, que de ese m odo esta­
ba presente únicam ente com o posibilidad, se desarrolla
al ser puesta en relación con un d o n ju á n o un Fausto,
hasta la realidad plena. Porque si bien Fausto es una re­
producción de d o n ju á n , justam ente el hecho de ser una
reproducción hace que él m ism o, en el estadio de la vida
en el que se le pu ed e llam ar un donjuán, sea esencial­
m ente distinto de este, pues reproducir otro estadio no
significa solo ser este, sino serlo con todos los m om en ­
tos del estadio p reced en te d en tro de sí. P or eso, aun
cuando d esee lo m ism o que un don juán, lo d esea de
manera distinta. Pero para que él pueda desearlo de otra
form a, ello ha de estar presente adem ás de m anera dis­
tinta. H ay m om en to s en él que hacen que su m étod o
sea distin to, del m ism o m o d o que h ay tam bién m o ­
m entos en M argarita que hacen necesario un m étod o
distinto. Su m étodo depende a su vez de su apetito, y su
apetito es distinto del de d o n ju á n , p o r más que exista
una sem ejanza esencial entre ellos. P or lo gen eral, se
cree haber dicho algo m u y sagaz cuando se acentúa que
Fausto acaba siendo un d on ju án y, sin em bargo, bien
poco se ha dicho con ello; pues lo im portante aquí es en
qué sentido llega a serlo. Fausto es un d em on io tanto
com o lo es un donjuán, solo que algo superior. Lo sen­
sual solo cobra significado para él una vez que ha perdi­
do la totalidad de un m undo previo, m as la conciencia
de dicha pérdida no es aniquilada, se encuentra siempre
presente, de m od o que él busca en lo sensual no tanto
disfrute cu an to d istracción. Su alm a escéptica no en ­
cuentra algo en donde pueda reposar, y así echa m ano a
la pasión am orosa, no porq ue crea en ella, sino porque
conlleva un m om en to de presencia, donde hay un ins­
tante de reposo, y un afán que distrae y desvía la aten­
ción de la inanidad de la duda. Por ello, su apetito no
p o see la «jovialidad»* que d istin gu e a un don juán. Su
sem blante no es risueño, ni su frente despejada y la ale­
gría 110 lo acompaña; las jovencitas no bailan en sus bra­
zos, sino que las atrae hacia sí por la inquietud que les
p rovoca. P or eso, lo que busca no es sim p lem en te el
g o ce sensual, sino que lo que codicia es la inm ed iatez
del espíritu. Igual que las som bras del A verno cuando
conseguían un viviente sorbían su sangre y vivían así el
tiem po que la sangre les calentaba y les alim entaba, del
m ism o m o d o busca Fausto una vid a inm ed iata, m e ­
diante la cual pueda reju venecer y fortalecerse. Y ¿qué
m ejor lu gar para hallarla que en una jovencita, y cóm o
puede él succionarla de m anera más perfecta sino en el
abrazo am oroso? A l igual qu e la Edad M edia habla de
hechiceros que sabían preparar u n bebedizo rejuvenece-
dor, para el cual utilizaban el corazón de un niño inocente,
así es el fortalecim iento que su alm a extenuada necesi­
ta, lo único que puede saciarlo durante u n instante. Su
alma enferm a necesita lo que podría llam arse el prim er
verdor de un joven corazón; y ¿con qué otra cosa habría
yo de com parar la prim era juventu d de una inocente al­
ma fem enina? Si dijera que es co m o una flor, entonces
diría dem asiado poco; pues es más, es el florecer; la sa­
lud de la esperanza y de la fe y de la confianza brota y
florece en rica variedad, y suaves anhelos m ueven los
delicados retoños, m ientras los sueños dan som bra a su
fertilidad. D e este m ism o m o d o m u eve a un Fausto,
atrae su desasosegada alma com o una isla de la tranqui­
lidad en un m ar calm o. Q u e es efím ero nadie lo sabe
m ejor que Fausto; no cree en ello, tan poco co m o cree
en ninguna otra cosa; mas en el abrazo am oroso se co n ­
vence de que existe. Solo la plenitud de la inocencia y
de la puerilidad puede confortarlo por un instante.
M efistófeles perm ite al Fausto de G o eth e que vea a
M argarita en un espejo. Sus ojos se en tretien en co n ­
tem plándola, m as no es su b elleza lo que él desea, aun
cuando él se la lleve consigo. L o que él desea es la p u ­
ra, serena, rica e inm ediata alegría de un alm a fem en i­
na, pero no lo desea de m anera espiritual, sino sensual.
L u ego en ton ces su desear es co m o el de don Juan en
cierto sentido, y, sin em bargo, desea de m anera to ta l­
m ente distinta. P uede que aquí algún que otro p ro fe­
sor asociado que se m an tenga persuadido de haber si­
do un Fausto — pues, de lo co n trario, sería im posible
que hubiera llegado a ser profesor asociado— observa­
ra que Fausto exige fo rm ació n y d esarrollo espiritual
en la m u chacha que ha de despertar su deseo. P uede
que un g ra n n ú m ero de profesores asociados en cu en ­
tren en esta una excelen te o b servació n , y que sus res­
p ectivas esposas y novias asien tan dan do su a p ro b a ­
ción. Sin em b a rg o , ha erra d o el tiro p o r co m p le to ;
pues eso es lo que m enos desearía Fausto. Una de esas
llam adas jó v en es cu ltivad as descan saría dentro de la
m ism a relatividad que él, y a pesar de ello no tendría
ningún significado en absoluto para él, sería absoluta­
m en te nada. Q u izás ella, con su p o q u ita fo rm a ció n ,
ten ta ría a este v ie jo lic e n c ia d o de la d ud a a q u e la
arrastrara con él a la corrien te, donde ella no tardaría
en desesperar. Por el contrario, una jovencita inocente
descansa en una relatividad distinta y, por eso, en cierto
sentido, no es nada frente a Fausto, aunque en otro sen­
tido es en orm em en te más, porque es inm ediatez. Solo
d en tro de esa in m ed iatez es ella m eta de su deseo, y
por eso decía yo que él desea la inm ediatez no de m a­
nera espiritual sino sensual.
T odo esto lo ha com prendido G o eth e p erfectam en ­
te, y p or eso M argarita es una burguesita, una m u ch a­
cha que casi estaríam os ten tad o s de llam ar in sign ifi­
cante. A h o ra considerarem os más d etenidam en te, por
tener im portancia respecto a la aflicción de M argarita,
de qué m an era habría Fausto causado efecto en ella.
Los rasgos aislados que G o e th e ha acen tu ad o tienen
por supuesto un gran valor; si bien creo que, p or ra zo ­
nes de com pletitud, se podría pensar una pequeña m o­
d ificació n . En su se n cille z in o cen te , M argarita se da
cuen ta bien p ron to de que en Fausto no hay verd a d e­
ra consistencia en el terreno de la fe. G oethe lo muestra
en una breve escena ca teq u izad o ra que es in n egab le­
m ente una excelen te invención del poeta. La pregunta
que surge ahora es qué con secu en cias pu ed e tener di­
cho exam en para la relación de am bos. Fausto aparece
co m o el escéptico, y p arece qu e G o eth e, p u esto qu e
no indica nada más preciso a este respecto, habría de­
ja d o a Fausto seguir siendo escéptico tam bién delante
de M argarita. Se ha esforzado por desviar la atención de
ella de tales indagaciones, para fijarla única y exclusiva­
m en te en la realidad del am or. Pero, p o r u n a p a rte,
creo que esto le iba a resultar difícil a Fausto, una vez
que el p ro b lem a había aparecid o ya; p o r otra parte,
creo qu e no es p s ico ló g ica m e n te cierto. M as no es a
causa de Fausto por lo que m e detendré un p o co m ás
en este punto, sino a causa de M argarita, pues en caso
de que él no se haya revelado co m o escéptico ante ella,
su aflicción poseerá un m om en to extra. D e form a que
Fausto es escéptico, pero no un necio vanidoso que pre­
tende hacerse el im portante dudando acerca de aquello
en lo que otros creen; su duda se funda en él de m an e­
ra objetiva. D ich o sea esto en h o n o r de Fausto. P or el
contrario, en el m o m en to en el que quiere im pon er a
otros su duda puede fácilm ente verse en vuelta una p a­
sión im pura. En el m o m en to en el que la duda se im ­
p o n e a otros, este h ech o lleva aparejada una envidia
que se com place en arrebatarles lo que ellos tenían c o ­
m o cierto. Pero para que esta pasión de la envidia se
despierte en el escéptico ha de poder hablarse de una
oposición por parte del individuo en cuestión. A llí d on ­
de no pueda hablarse de ello o allí donde incluso p en ­
sarlo sería de m al gusto, la tentación cesa. Este últim o
es el caso de una jovencita. Frente a ella, un escéptico
se en cu en tra siem pre en un aprieto. A rrebatarle la fe
n o es su com etido; al contrario, él siente que, solo g ra ­
cias a esta, ella es todo lo grand e que es. Él se siente in­
ferior, pu es h ay en ella una p retensión natural de que
él sea su sustento, en tanto ella m ism a se ha vu elto v a ­
cilan te. C la ro qu e un e scép tico de tres al cu a rto , un
erudito a la violeta, ese sí que podría hallar satisfacción
en arrancarle su fe a una joven cita, placer en asustar a
señoras y niños, ya qu e no p u ed e espantar hom bres.
Mas esto no vale para Fausto; es dem asiado grand e pa­
ra ello. D e m anera que se pu ed e estar de acuerdo con
G o eth e en que Fausto deja entrever su duda la prim era
vez, pero apenas p u ed o creer que le sucediera una se­
gun da v e z. Esto es de vita l im p ortan cia respecto a la
co n cep ción de M argarita. Fausto ve con facilidad que
toda la significación de M argarita radica en su sencillez
inocen te; si se le quita esta, en ton ces no es nada en sí
m ism a, nada para él. De m o d o que tiene qu e ser co n ­
servada. Él es escéptico, mas, co m o tal, ha de llevar en
sí tod o s los m om en to s de lo positivo, porq ue si 110 es
un pésim o escéptico. Él carece de punto y final, p or lo
que todos los m om en tos se vuelven m om en to s n egati­
vos. Por el contrario, ella posee p u n to y final, posee la
puerilidad y la inocen cia. Nada le resulta a él m ás se n ­
cillo en to n ces que equiparla. Su praxis en la vida le ha
enseñado m uy a m enudo que lo que él declam aba com o
duda actuaba sobre otros co m o verdad positiva. Y ahora
su placer consiste en enriquecer a M argarita con el pin­
güe contenido de una percepción, extrae todo el adorno
de la fe inm ediata y su placer consiste en em bellecer a
M argarita con él, a quien le va m u y bien, torn án dose
así m ás bella a sus ojos. A dem ás, de ahí saca la ventaja
de que su alm a se vin cu la cada v e z m ás firm em en te a
la de él. En realidad ella no le entiende en absoluto; se
vin cu la firm e m e n te a él igu al que un infante; lo que
para él co n stitu ye duda, para ella es verdad infalible.
Pero al m ism o tiem p o que ed ifica de este m o d o la fe
de ella, tam bién la socava, pues finalm ente él m ism o se
convierte para ella en un o bjeto de fe, un dios y no un
ser h um ano. Ú nicam ente he de afanarm e aquí en p re­
venir un m alentendido. Podría parecer que yo hago de
Fausto un hipócrita infam e. C o sa que no es el caso en
a bso lu to . Es la prop ia M argarita la qu e ha p u esto el
asunto sobre la mesa; al prim er vistazo percibe él todo
el esplendor que ella cree poseer, y ve que no puede re­
sistir a su duda, mas él no tiene la entereza para aniqui­
larlo, in clu so es a causa de una cierta b on d ad p o r lo
que se conduce de este m odo. El am or que ella le p ro­
fesa es lo que la hace sign ificativa para él, a pesar de
volverse prácticam ente una niña; él se rebaja a su p u e­
rilidad y su placer consiste en ver có m o ella lo asim ila
tod o. C o sa que, p o r o tro lado, ten d rá las m ás tristes
consecuencias para M argarita en el futuro. Si Fausto se
h u biera m ostrado ante ella co m o escéptico, en tonces
quizás m ás tarde hubiera podido salvar su fe, pues h u ­
biera reco n o cid o con toda h u m ild ad qu e los aud aces
pensam ientos de altos vu elo s de Fausto no estaban h e­
chos para ella, se hubiera m antenido aferrada a lo que
tenía. A h ora, p or el contrario, le debe el contenido de
la fe, aun cu an d o esté p ersu ad id a, p u esto que la ha
ab an d on ad o , de qu e ni él m ism o ha creído en ello.
M ientras él estaba con ella, no descubrió la duda; ahora
que él no está todo ha cam biado para ella, y ve la duda
en tod os lados, una duda que ella no pu ed e dom inar,
más cuando considera con tin u am en te la circunstancia
de que ni el propio Fausto había podido dom eñarla.
T am b ién segú n G o e th e , a q u ello m ed ian te lo cual
Fausto cautiva a M argarita no es el agasajo seductor de
un donjuán, sino su en orm e superioridad. Por eso ella,
co m o tan en can tad oram ente lo expresa, de verdad n o
p u ed e co m p ren d er en abso lu to qué excelen cia pu ed e
en con trar Fausto en ella. La prim era im presión que él
le causa es p or eso com pletam ente abrum adora, y ella
queda red u cid a a nada frente a él. P or eso ella no le
p e rte n e c e c.n el sentido en el qu e E lvira p erten ece a
don Juan, pues, co n lo d o , esto es la expresión de un
existir independiente frente a él; sin em bargo, ella desa­
parece p or com pleto en él; tam poco rom pe con el cielo
para p erten ecerle, pues ahí se fundaría una le g itim a ­
ción frente a él; im perceptiblem ente, sin la m ás rem ota
reflex ió n , él se co n v ie rte en to d o para ella. M as, de
igual m an era que es nada desde un principio, se v u e l­
ve, si así puedo decirlo, cada v e z m enos cuanto m ás se
cercio ra de la su perio rid ad d el poder, casi divino, de
Fausto; ella CvS nada y adem ás solo es gracias a él. Lo
q u e G o eth e dijo en algún sitio acerca de H am let, que
su alma era en relación a su cu erpo co m o una sem illa
de roble plantada en un tiesto, que acaba, p o r eso, re­
ventando el recipiente, eso m ism o vale para el am or de
M argarita. Fausto es dem asiado grand e para ella, y su
am or por él ha de acabar fragm entándole el alma. Y di­
cho instante no pu ed e estar ausente p o r m u ch o tie m ­
po, pues Fausto siente a la perfección qu e ella no p u e­
d e p e r m a n e c e r en esa in m e d ia te z ; no la c o n d u c e
en ton ces hasta las elevadas regiones del espíritu, pues
de ellas precisamente huye él; la desea sensualmente. Y la
abandona.
A sí pu es, Fausto ha ab a n d o n ad o a M arg arita . Su
pérdida es tan espantosa que el m ism o en torn o olvida
un instante lo que por lo gen eral le duele m u cho o lv i­
dar, que ella está deshonrada; descansa en un desfalle­
cim iento total, en el que ni siquiera es capaz de pensar
su pérdida, vién dose privada inclu so de la fu erza para
co n cebir su d esgracia. Si d icho estado pudiera persis­
tir, sería im posible en ton ces que la aflicción reflejada
p u d iera ten er lugar. P ero las ra z o n e s co n fo rta d o ra s
del en to rn o la van llevando p o c o a p o co hacia sí m is­
ma, dan un im pulso a su pensam iento m ediante el que
este se vu elve a poner en m ovim ien to; mas tan pronto
co m o es puesto de nuevo en m ovim ien to, se revela fá­
cilm e n te que ella no está p rep a ra d a para re te n e r ni
una sola de sus con sideracion es. L o escucha co m o si
no fu e ra a ella a qu ien se habla, m as n in guna de sus
palabras se d etiene, ni activa la inqu ietu d en su discu­
rrir. Su problem a es el m ism o que el de Elvira, pensar
que Fausto era un farsante, pero reviste m ayor dificul­
tad aún, por estar ella m u ch o m ás profu n d am en te in ­
fluida p o r Fausto; él n o era un m ero un farsante, un
hipócrita es lo que era; ella no ha en tregad o nada por
él, pero le debe tod o, y hasta cierto punto sigue p o se ­
yendo ese todo, solo que ahora se revela co m o un en­
gaño. M as entonces, lo que él ha dicho ¿es m enos ver­
dadero por el h ech o de qu e ni él m ism o ha creído en
ello? D e n in guna m an era y, sin em b argo , sí qu e lo es
para ella, ya que gracias a él creía en ello.
Podría parecer m ás difícil qu e la reflexión haya de
ponerse en m ovim iento en M argarita, porque lo que la
detiene es el sen tim ien to de que ella no era absoluta­
m en te nada. Sin em bargo , aqu í radica de nu evo una
en orm e elasticidad dialéctica. En caso de que pudiera
retener, en el más estricto sentido, el pensam iento de que
ella era absolutamente nada, entonces la reflexión queda­
ría excluida, y entonces tam poco habría sido engañada;
ya que cu an d o no se es nada, no existe tam p o co rela­
ción alguna, y donde no hay ninguna relación tam poco
p u ed e hablarse de engaño. D esde este, punto de vista,
ella está en calma. Sin em bargo, dicho pensam iento no
se deja retener, sino qu e de in m ed iato cam bia en su
con trario. El hech o de que ella no fu era nada expresa
sim plem ente que son negadas todas las distinciones fi­
nitas del am or y, precisam ente por eso, expresa la abso­
luta validez de su amor, donde se asienta entonces tam ­
bién la absoluta le g itim a ció n de M argarita. L u e g o la
conducta de Fausto no es m eram en te un engaño, sino
un en gañ o absoluto, porque el am or de M argarita era
a b so lu to . Y ta m p o co podrá descansar ahí de nu evo;
porque él ha sido tod o para ella, ella no será capaz si­
quiera de retener dicho pensam iento sin el concurso de
él, p ero tam p o co puede pensarlo con su concurso, ya
que era un pérfido.
A l volverse ahora el entorno cada vez más y más aje­
no a ella, com ienza el m ovim ien to interno. N o sim ple­
m ente ha am ado a Fausto con toda su alma, sino que él
era su fuerza vital, ella llegó a ser gracias a él. El efecto
que esto produce no es tanto que su alm a sufra m enos
conm oción en el estado de ánim o que la de una Elvira,
sino que el estado de ánim o particular sufre m enos con­
moción. Margarita se encamina hacia un estado de ánimo
fundam ental, y el estado de ánim o particular es com o
una burbuja, que se eleva desde el fondo, sin fuerza pa­
ra m antenerse ni tam poco ser desplazada por una nue­
va burbuja, sino que se disuelve en el estado aním ico
gen era l de que M argarita no es nada. Este estado de
ánim o fundam ental es a su vez un estado que es senti­
do, sin encontrar expresión en un estallido particular, es
inefable, y vano resulta el intento que el estado de áni­
m o particu lar hace para alzarlo, levantarlo. El estado
aním ico com pleto resuena p or eso continuam ente ju n ­
to con el estado aním ico particular, que form a la reso­
nancia de aquel en tanto desm ayo y debilidad. El estado
de ánim o particular encuentra expresión, pero no m iti­
ga, no alivia, es, para utilizar una expresión de mi Elvira
sueca — ciertam ente bien significativa, aun cuando un
hom bre la capte en m en o r m edida— , un suspiro falso
que defrauda, m ientras un suspiro auténtico constituye
un ejercicio vigorizante y beneficioso. El estado de áni­
m o particular no es lo suficientem ente tónico ni en érgi­
co, la respiración de M argarita es dem asiado entrecorta­
da para ello.
«¿Puedo yo olvidarlo? ¿Acaso puede el riachuelo, por
más largo que se vuelva en su fluir, olvidar la fuente, o l­
vid ar su m anantial, em anciparse? ¡Entonces no habría
sino de cesar de fluir! ¿Puede la flecha, por m ás rápido
que vuele, olvidar la cuerda del arco? ¡Entonces su m ar­
cha habría de detenerse! ¿Puede la gota de lluvia, por le ­
jos que caiga, olvidar el cielo de donde cayó? ¡Entonces
habría sin duda de disolverse! ¿Puedo yo co nvertirm e
en otra, puedo nacer de nuevo de una m adre que no es
mi madre? ¿Puedo yo olvidarlo? ¡En ese m om en to ha­
bría sin duda de dejar de ser!
»¿Puedo acordarm e de él? ¿Puede mi recuerdo e v o ­
carlo, ahora que él ha desaparecido, cuando y o m ism a
solo so y m i recu erd o de él? ¿Es esta pálida, nebulosa
im agen, el Fausto que yo adoré? Recuerdo sus palabras,
¡mas no poseo el arpa de su voz! M e acuerdo de sus dis­
cursos, ¡mas mi pecho es dem asiado débil para rellenar­
los! ¡Suenan desprovistos de sentido para oídos sordos!
»¡Oh Fausto, Fausto! ¡Regresa, sacia al ham briento,
viste al desnudo, conforta al que desfallece, visita al soli­
tario! Sé m uy bien que mi am or no tenía significado al­
gun o para ti, mas tam p o co te lo pedía yo. M i am or se
postraba h u m ild em en te a tus pies, m i suspiro era un
ru e go , m i b eso una o fren d a en a g ra d e c im ie n to , m i
abrazo adoración. ¿Es p or ello por lo que m e abando­
nas? M as ¿no lo sabías ya de antemano? ¿Y no es m otivo
para am arm e el hecho de que te necesite, que m i alma
agonice, cuando no estás conm igo?
»Dios del cielo, perdónam e que haya am ado a un ser
h u m an o m ás que a ti, y que lo haga aún; ya sé que es
un n u evo p eca d o h ab larte de este m od o . ¡Oh, am or
eterno, perm ite que tu m isericordia m e sostenga, que
no m e aparte de ti, devu élvem elo, inclina de nuevo su
corazón hacia m í, apiádate de mí, piedad, porque te lo
pido de este m od o una vez más!
»¿Acaso puedo m aldecirlo? ¿Qué soy yo para atrever­
me? ¿Acaso pu ed e la vasija alzarse contra el alfarero?
¿Qué era yo? ¡Nada! ¡Barro en sus m anos, una costilla
de la que m e form ó! ¿Qué era yo? Una hum ilde hierba,
y él se in clin ó hacia mí, m e cultivó, fu e tod o para m í,
mi Dios, el progen itor de m i pensam iento, el alim ento
de mi alma.
»¿Puedo afligirm e? ¡N o, no! La aflicción se ciern e
co m o niebla no ctu rn a sobre m i alm a. O h, regresa, re­
nunciaré a ti, jam ás exigiré perten ecerte, sim plem ente
siéntate conm igo, m íram e para poder cobrar fu erzas y
suspirar, háblam e, habla acerca de ti m ism o co m o si
fueras un extraño, olvidaré que eres tú; habla para que
las lágrim as puedan irrum pir. ¡Si seré nada en absolu ­
to que ni siquiera so y capaz de llo rar si él no está co n ­
migo!
»¿Dónde habré de en con trar paz y reposo? Los p en ­
sam ien tos se levantan en m i alm a, el uno se subleva
contra el otro, el uno em baru lla al otro. C u an d o esta­
bas conm igo, entonces obedecían a una señal tuya, en­
ton ces ju g a b a yo con ellos c o m o una niña, tren zaba
coronas con ellos que ponía sobre mi cabeza, los deja­
ba o nd ear co m o m i cabello dispersado p o r el vien to.
A h o ra se enredan de form a estrem eced ora en to rn o a
mí, co m o serpientes se enroscan oprim iendo m i alm a
angustiada.
»¡Y soy madre! Un ser viviente dem anda nutrición en
mí. Pero ¿puede el ham briento saciar al ham briento, el
que desfallece refrescar al sediento? ¿Habré entonces de
convertirm e en asesina? ¡Oh, Fausto, regresa, salva al in­
fante que está en el vientre m aterno, aunque no salves a
la madre!».
D e este m odo, se conm ocion a no a causa del estado
de ánim o, sino en el estado de ánim o; y el estado de
ánim o particular no la m itiga, porque se disuelve en el
estado aním ico com pleto que ella no puede elevar. Sí, si
se la hubiera privado de Fausto, M argarita no buscaría
apaciguam iento; su suerte sería, con todo, envidiable a
sus ojos, m as ella ha sido engañada. C arece de lo qu e
podríam os llam ar estar en situación de afligirse puesto
que sola no es capaz de hacerlo. Sí, si ella pudiera, co ­
m o la pobre Florine del cuento, encontrar la entrada a
una gruta del eco, desde donde supiera que cada suspi­
ro, cada gem id o sería escuchado por el am ado, en ton­
ces no habría de pasar ahí tres noches sim plem ente, co ­
m o Florine, sino que tendría que perm anecer ahí día y
n o ch e; p ero en el palacio de Fausto no hay n in guna
g ru ta del eco, ni tam poco tiene él oídos en el co razón
de ella.

★★★

Q u izá s es ya d em asiad o el tiem p o qu e he atraíd o su


atención sobre dichas im ágenes, queridos Condifiintos,
y en m u ch a m ayo r m ed id a cu anto que, p o r m ás que
yo haya hablado, nada se ha hech o visib le ante u ste­
des. M as no tiene esto su ra zó n de ser en qu e m i pre­
sen tació n in d u zca a error, sino en el asunto m ism o y
en la m alicia de la aflicción. C u an d o se presenta favo ­
rable la ocasión , en ton ces se m anifiesta lo que estaba
o c u lto . Y esta la te n e m o s en n u estro p o d er, p o r lo
q u e, c o m o d esp ed id a, q u e rría m o s ah ora p e rm itir a
aquellas tres prom etidas de la aflicción unirse, las deja­
rem os qu e abracen a las d em ás en la con co rd ia de la
aflicción, dejarem os que fo rm en una agru pación ante
nosotros, un tabernáculo, donde la v o z de la aflicción no
enm udezca, donde el suspiro no cese, ya que ellas m is­
mas, m ás escrupulosas y fíeles que vestales, v ig ila n la
o bserv an cia de las p rácticas sagradas. ¿H abrem os de
in terru m pirlas aquí, h abrem os de desearles que recu ­
p eren lo perd id o, sería eso una g an an cia para ellas?
¿A caso n o han recib id o ya u n a in icia ció n su p erior?
Y esta iniciación las unirá arrojan d o b elleza sobre su
u n ió n y p ro cu rá n d o les en la u n ió n un len itivo, pues
solo aqu el que es m ord id o p o r serpientes sabe lo que
ha de sufrir el que es m ordido p o r serpientes.
El reflejo de lo trágico en la
Antigüedad sobre lo trágico
en la Edad Moderna

Un intento en el afán fragmentario

C o n fe re n c ia leíd a a n te lo s C ond ifu n tos


Caso de que alguien afirm ara «lo trágico siem pre será
lo trágico», yo nada tendría que objetar, ya que todo de­
sarrollo histórico se circunscribe con tin u am en te en el
con cep to. Suponiendo, claro, que sus palabras tengan
sentido, qu e no haya sospechas acerca de si la d oble
com parecencia de la palabra «trágico» form ará un signo
de paréntesis, carente de significado, que en cierre un
vacío, falto de contenido. D ich o sentido no consistirá
en tonces en que el co n ten id o co n cep tu a l d estron e al
concepto, sino en que lo enriquezca. Por otro lado, no
se le habrá pasado por alto a ningún observador aquello
de lo que el público lector y asistente al teatro se consi­
dera ya p o see d o r por derecho, en calidad de sus d ivi­
dendos com o esforzado experim entado en arte, a saber,
que hay una diferencia esencial entre la tragedia antigua
y la m oderna. Si ahora alguien pretendiera además con­
vertirla en una diferencia absolutam ente válida, y m e ­
diante ella abrir — prim ero de m an era taim ada y des­
pués quizás p or la fu erza— una brecha entre lo trágico
antiguo y m oderno, entonces su proceder no sería m e­
nos absurdo que el de aquel prim ero, pues querría que
aquello que a él le sirve necesariam ente de apoyo sea lo
trágico m ism o, cuando, una vez más, esto está tan lejos
de distinguir que ju sto lo que hace es enlazar lo trágico
antiguo y lo m oderno. Una advertencia en contra de ta­
les esfuerzos unilaterales por distinguir será el hecho de
que los estetas vu elva n co n tin u am en te a las d ete rm i­
n aciones y exigencias para lo trá g ico establecidas p o r
A ristóteles, en tan to que a go tan el co n cep to ; una ad­
verten cia será en m ucha m ayor m edida — y afectará a
cualquiera en form a de cierta tristeza— el hecho de que
p or m ás que el m undo haya cam biado, la represen ta­
ción de lo trá g ico , sin em bargo , p erm an ece esencial­
m ente inalterada, del m ism o m odo que llorar es siempre
igual de con n atu ral al ser hum an o. P or m ás qu e esto
pueda tranquilizar a quien no gusta de las separaciones,
ni aun de las rupturas, aparece la m ism a dificultad que
acaba de ser rechazada ba jo o tra figura casi m ás p eli­
grosa. Q u e se vu elve continuam ente a la estética aristo­
télica, 110 sim plem en te p or obligada deferencia ni por
hábito inveterado, lo adm itirá sin duda todo aquel que
posea algún con o cim ien to de la estética m ás reciente,
en virtu d del cual él se persuade de la exactitud con la
que u n o se adhiere a los hitos de la em o ción estableci­
dos por Aristóteles, continuam ente válidos en la estéti­
ca m ás reciente. N o obstante, tan pronto co m o u n o se
ap roxim a a ellos, aparecen de inm ed iato las d ificu lta­
des; pu es dichas d ete rm in a cio n es son tan g en era le s
que, si bien se pu ed e estar p erfectam en te de acuerdo
con Aristóteles, en otro sentido, sin em bargo, se puede
estar en desacuerdo con él. Para no anticipar ahora m is­
m o el desarrollo posterior, al nom brar a guisa de ejem ­
plo lo que form ará parte de su contenido, prefiero ilu ­
m inar m i parecer rem itiéndom e a la com edia en orden
a hacer la respectiva observación. Si un antiguo esteta
hubiera afirm ado que las prem isas de la com edia son el
carácter y la situación, y que lo qu e pretende provocar
es la risa, se podrá perfectam ente volver una y otra ve z
a este pu n to, m as tan p ron to co m o u n o reflexion ara
acerca de cuán diverso puede ser aquello que m ueve a
un ser h u m an o a la risa, se persuadiría enseguida del
en orm e vacío de tal exigencia. Q uienquiera que alguna
vez haya convertido la risa de los dem ás y la suya propia
en o bjeto de observación, ese que en este afán ha teni­
do ante sus ojos no tanto lo casual sino lo general, ese
que guiado ahora por un interés psicológico ha repara­
do en cuán diverso es lo qu e p ro v o ca la risa en cada
edad, se convencerá fácilm ente de que aquella inm uta­
ble exigencia de la com edia, a saber, que ha de provocar
la risa, contiene dentro de sí un alto grad o de m utabili­
dad conform e a las diversas representaciones de la co n ­
ciencia universal acerca de lo irrisorio, sin que esa diver­
sidad sea no o b sta n te tan d ifu sa c o m o para q u e la
expresión correspondiente en las fu n cion es som áticas
fuera que la risa se m anifestara p or el llanto. Así tam ­
bién ocurre ahora con la tragedia.
Mas no será tanto la relación entre lo trágico antiguo
y m od erno lo qu e conform ará el contenido de esta p e­
queña investigación, la cual será un intento de m ostrar
cóm o lo específico de lo trágico en la Antigüedad se de­
ja integrar dentro de lo trá g ico en la era m oderna, de
m odo que así aparezca lo verdaderam ente trágico. Sin
em bargo, por más que m e esfuerce para que aparezca,
m e abstendré de las profecías acerca de qu e eso es lo
que exige la época, porque en tonces su aparición q u e­
daría sin fruto alguno, tan to m ás cu anto que la época
entera se afana en lo cóm ico. Hasta tal punto la existen­
cia está m inada por la duda de los sujetos que el aisla­
m iento se extiende continuam ente más y más, algo de
lo que u no puede persuadirse p erfectam en te cuando
presta atención a los inn úm eros afanes de la sociedad.
Ya que estos dan testim on io del esfu erzo aislado de la
época p or intentar contrarrestarlo, así com o por la m a­
nera insensata de com batirlo. L o aislado radica siempre
en hacerse valer en tanto numcrus; cuando u no quiere
hacerse valer en tanto uno, eso es aislamiento; sin duda
m e darán la razón en esto todos los aficionados a aso­
ciarse, aun qu e no p o r ello puedan o qu ieran adm itir
que se trata exactam ente del m ism o aislam iento, cuan­
do cien quieren hacerse valer única y exclusivam ente en
tanto cien. La cifra siem pre es indiferente en sí m ism a,
por eso es del todo indiferente si se trata de uno, de mil
o de todos los habitantes del m undo entero determ ina­
dos m eram en te de fo rm a num érica. El principio que
guía el espíritu de asociacion ism o es por ello igu al de
revolucionario que el espíritu que pretende com batir.
Cuando David quiso sentir todo su poder y m agnificen­
cia h izo contar a su gente; por el contrario, en nuestra
época p odríam os decir que las gen tes se cu en tan a sí
mism as para sentir su significado frente a un poder más
alto. M as todas esas asociaciones llevan la im pronta de
la arbitrariedad, form adas a m enudo con una u otra fi­
nalidad fortuita, subordinada, naturalm ente, al asocia­
cionism o. Las m últiples asociaciones testim onian así la
d isgregación de la época, al tiem po que contribuyen a
acelerarla; son los infusorios del organism o del Estado
indicios de que está disgregado. ¿Cuándo com enzaron a
generalizarse las heterías en G recia sino en el m om ento
en el que el Estado se estaba disgregando? ¿Y no es p a­
tente la similitud de nuestra época con aquel tiem po, al
que ni el m ism o Aristófanes pudo vo lver m ás irrisorio
de lo que realm ente era? ¿No se ha soltado el lazo que,
en el aspecto político, m antenía invisible y espiritual­
m ente unidos a los Estados?, ¿no se ha debilitado y ani­
quilado en la religión el poder que sostenía lo invisible?,
¿no tienen en com ún los hom bres de Estado y los sacer­
dotes que no podrían m irarse sin sonreír, co m o otrora
los augures? Ciertam ente, nuestra época tiene una par­
ticularidad que no posee aquel tiem po en Grecia, a sa­
ber, que nuestra época es m ás m elan có lica y, p or ello,
su d esesp eración es m ás honda. N u estra época es lo
bastante m elancólica com o para saber que hay algo que
se denom ina responsabilidad y que tiene su significado.
Por eso, m ientras todos quieren mandar, ninguno quie­
re responsabilizarse. Aún perm anece en nuestra m em o ­
ria ese hom bre de Estado francés, quien, al ofrecérsele
de nuevo la cartera, aclaró que la aceptaría con la condi­
ción de que se hiciera responsable al secretario de Esta­
do. C o m o es sabido, el rey de Francia no es responsa­
ble, sino el m inistro; tam poco quiere ser responsable el
ministro, pero sí ser ministro, de m anera que el secreta­
rio de Estado se haga responsable; al final, naturalm en­
te, se term inará p or hacer responsables a los serenos y
alguaciles. ¡Q ué idónea tarea para Aristófanes no sería
esta historia inversa de la responsabilidad! Y, por otro la­
do, ¿por qué el G obierno y los gobernantes tienen tanto
m iedo de asum ir la responsabilidad si no es porque te ­
m en un partido beligerante que, a su vez y sin descan­
so, a lo largo de una escala parecida, rechaza la respon­
sabilidad? Si ahora nos representáram os am bos poderes
u no frente a otro, pero incapaces de apresarse m u tu a­
m ente, po rq u e el uno desaparecería siem pre frente al
o tro, el u n o m ero fig u ra n te ante el o tro , sem ejan te
plantel no dejaría de ten er una vis cóm ica. Esta es una
buena m uestra de que se ha disuelto lo que m antiene
verd ad eram en te u nido al Estado, m as el aislam ien to
que provoca naturalm ente que es cóm ico, y lo cóm ico
radica en que la subjetivid ad quiera hacerse v a ler en
tanto m era form a. Toda personalidad aislada se vu elve
siem pre có m ica cu and o qu iere hacer valer su co n tin ­
gencia frente a la necesidad del desarrollo. Sin duda, lo
m ás profun d am en te có m ico sería hacer que un indivi­
duo contingente adquiriera la idea universal de querer
ser el libertador del m undo entero. Por el contrario, la
aparición de Cristo es en cierto sentido (en otro sentido
representa, por supuesto, infinitam ente más) la tragedia
m ás honda, po rq u e C risto v in o en la p len itu d de los
tiem pos y, quiero especialm ente subrayar en relación a
lo que sigue, cargó con todo el pecado del m undo.
C o m o es sabido, A ristóteles indica dos cosas co m o
fuen te de la acción en la tragedia, raciocinio y carácter\
pero adem ás destaca que lo principal es el fin * , y que los
individuos no actúan para representar caracteres, sino
que estos son adoptados en función de la acción. Se ob­
servará aquí con facilidad una desviación respecto de la
tragedia más reciente. Pues lo específico de la tragedia
antigua es que la acción no procede m eram ente del ca­

* E n g r ie g o e n e l o rig in a l: S i a v o m xal rjílog. [N . d e fos T.]


** E n g r ie g o e n el o r ig in a l: tsK o ^ . [ N . d e los X ]
rácter, que la acción no está reflejada subjetivam ente lo
suficiente, sino que la propia acción tiene una relativa
dosis de padecer. Por eso, la tragedia antigua tam poco
ha desarrollado el diálogo hasta el gra d o de reflexión
exhaustiva qu e lo integra todo; ella tiene propiam ente
en el m o n ó lo g o y el coro los distintos m om en to s del
diálogo. Pues ya sea que el co ro se aproxim e m ás a la
sustantividad épica, o que tom e el giro lírico, delata sin
em bargo un cierto excedente que no quiere integrarse
en la individualidad; el m on ólo go , a su vez, concentra
m ay o rm en te lo lírico , y posee ese exced en te qu e no
quiere integrarse en la acción y la situación. En la trage­
dia antigua, la propia acción lleva en sí un m o m en to
épico, es aco n tecim ien to en la m ism a m edida que a c­
ción. N aturalm ente, esto se debe a que el m undo anti­
guo no poseía una subjetividad reflejada sobre sí. Por
más que el individuo se m oviera librem ente, descansaba
no obstante en determ inaciones sustantivas, en el Esta­
do, la familia, en el destino. Esta determ inación sustan­
tiva es en la tragedia griega lo auténticam ente preñado
de destino y constituye su auténtica especificidad. Por
eso, la ruina del h éroe no es m era consecuencia de su
acción, es adem ás p adecim ien to , m ientras que, en la
tragedia actual, la ruina del h éroe no significa propia­
m ente padecer sino obrar. Por ello, lo que en realidad
predom ina propiam ente en la época actual es la situa­
ción y el carácter. El héroe trágico está reflejado subjeti­
vam ente sobre sí, y dicha reflexión no solo lo ha refleja­
do fu era de cada relación inm ed iata con el Estado, la
estirpe, el destino, sino que a m enudo lo ha reflejado in­
cluso fuera de su propia vida anterior. Lo que nos ocupa
es un cierto m om en to determ inado de su vida en tanto
obra suya. Por este m otivo, lo trágico se deja exprim ir
p or com pleto en la situación y la réplica, porque ya no
queda absolutam ente ningún resto de algo inm ediato.
La tragedia m oderna, por eso, no tiene ningún prosce­
nio épico, y no deja legad o épico alguno. El h éro e se
sostiene y cae por entero en virtud de sus propias obras.
L o q u e acabam os de desarrollar, de m an era breve
pero suficiente, cobrará su sentido en el esclarecim ien­
to de una diferencia entre la tragedia antigua y la trage­
dia m ás reciente que yo estim o de vital im portancia: la
diversa esp ecie de la culpa trágica. C o m o es sabido,
A ristó teles exige que en el h éroe trá g ic o h aya^ aíta’.
Mas así co m o en la tragedia griega la acción es una cosa
interm edia entre actuar y padecer, así tam bién lo es la
culpa, siendo aquí donde radica la colisión trágica. Por
el contrario, cuanto más se ha reflejado la subjetividad,
cu an to m ás se ve al in d ivid u o solo, aban d on ad o a sí
m ism o, al m odo pelagiano, más ética se vuelve la culpa.
Entre estos dos extrem os se encuentra lo trágico. Si el
individuo no tiene culpa en absoluto, en tonces el inte­
rés trágico queda suprim ido, pues en tal caso la colisión
trágica se ha debilitado; si, por el contrario, él tiene la
culpa de m anera absoluta, entonces ya no nos interesa
desde el punto de vista trágico. Por eso, es ciertam ente
m alinterpretar lo trá g ico cuando nuestra época se es­
fuerza por transm utar todo lo preñado de destino en in­
dividualidad y subjetividad. N o se quiere saber nada del
pasado d el h éroe, se v u elca su vida en tera sobre sus
hom bros en tanto obra suya, ha de dar cuentas de todo,
mas así se transform a tam bién su culpa estética en cul­
pa ética. D e este m odo, el héroe trágico se vuelve m alo,
el m al se co n vierte propiam ente en el o b jeto trágico,
pero el m al no posee ningún interés estético ni el peca­
do es un elem en to estético. Es evidente que el fun da­
m ento de este esfu erzo m al en ten d id o se h alla en el
afán de la época entera p or lo cóm ico. Lo có m ico des­
cansa precisam ente en el aislam iento; si ahora se inten­
ta hacer valer lo trágico en el interior de él, se obtiene
el m al en su maldad, mas no el delito propiam ente trá­
g ico en su am bigua inocen cia. N o es difícil en con trar
ejem plos cuando uno echa una m irada en torn o a la li­
teratura m ás reciente. Así es co m o la tan genial — en
m u ch os sentidos— obra de G rabbe Don Juan y Fausto
está construida verdaderam ente sobre el mal. Mas para
no argu m en tar a partir de un ú n ico escrito, p refiero
m ostrarlo en la conciencia com ún de la contem poranei­
dad entera. Si se quiere representar a un individuo cuya
infancia desgraciada le ha perturbado de tal m od o que
dicha influencia ha sido su ruina, este tipo de cosas no
gusta nada en el presente, y p or su p u esto no po rq u e
no esté bien tratado, pues ten g o derech o a im agin ár­
m elo extraordinariam ente bien tratado, sino porque la
época m ide con otro rasero. Una época que no quiere
saber nada de ese estilo de cuentos y que hace sin m ás
al individuo responsable de su vida. D e m anera que, si
el individuo cae, no es que sea trágico, sino malo. Se po­
dría creer ahora que existe una estirpe, un reino de dio­
ses, donde yo tam bién tengo el h o n o r de vivir. Sin em ­
bargo, no es así en absoluto; esa fortaleza, esa valentía
que de ese m odo quiere ser artífice de su propia suerte, sí,
su p ropio artífice, es un espejism o, y m ientras la época
pierde lo trágico, gana la desesperación. H ay una triste­
za y una cura en lo trá g ico que en verdad no hay que
despreciar, m ientras que nuestra época, cuando intenta
ganarse a sí mism a del m od o sobrenatural en que lo ha­
ce, se pierde a sí m ism a y se vu elve cóm ica. T odo indi­
viduo, por original que sea, no deja de ser hijo de Dios,
de su época, de su pueblo, de su familia, de sus amigos,
ahí es donde prim eram ente encuentra su verdad; si, en
toda esta su relatividad, pretende ser absoluto, entonces
se vu elve irrisorio. D e vez en cuando, se encuentra en
los idiom as una palabra que, al ser usada con frecuencia
en un d eterm in ad o caso exigid o por la con stru cción ,
term ina por hacerse independiente co m o adverbio en
dicho caso; para el experto, sem ejante palabra ya posee
una im pronta definitiva y una tara de las que jam ás se
sobrepone; si, de todos m odos, ella exigiera en tonces
ser un su stantivo y requ iriera declinarse en los cinco
casos, resultaría verd a d era m en te cóm ica. Así sucede
tam bién con el individuo cuando — seguro qu e no sin
d ificu ltad — , sacado del vien tre m atern o de la época,
pretende ser absoluto en esa enorm e relatividad. Si, por
el contrario, renuncia a dicha exigencia y quiere ser re­
lativo, entonces tiene eo ipso lo trágico, aunque fuera el
individuo más feliz, pues yo afirm aría que el individuo
es feliz solo una vez que posee lo trágico. Lo trágico lle­
va en sí una clem encia infinita; propiam ente es, desde
el punto de vista estético en relación con la vida hu m a­
na, lo que la gracia y m isericordia divinas, e incluso más
tierno, por eso diré que es un am or m aternal, que arru-
lia al afligido. L o ético es estricto y duro. Así, cuando
un delincuente quiere exculparse ante el ju e z porque su
m adre tenía inclinación a robar especialm ente durante
el tiem po en el que lo Llevaba en el vientre, entonces el
ju e z recaba del C olegio M édico un inform e acerca del es­
tado m ental del ladrón, porque piensa que se las tiene
que haber con él y no con la m adre del ladrón. En tanto
aquí se habla de un delito, el pecad or no puede huir al
tem plo de la estética, por m ás que ella tenga una expre­
sión atenuante para él. Por otro lado, sería erróneo por
su parte buscar ahí, pues su cam ino no le conduce a lo
estético, sino a lo religioso. Lo estético se encuentra de­
trás de él, y constituiría un nuevo pecado p or su parte
que aferrara ahora lo estético. L o religioso es la expre­
sión del am o r patern al, pues lleva lo ético en sí, pero
atenuado, y lo es precisam ente gracias a lo m ism o que
o torga su clem encia a lo trágico: la continuidad. Pero
m ientras lo estético da este reposo antes de que la p ro­
funda contradicción del pecado se haga valer, lo religio­
so lo o to rga una v e z que dicha co n trad icció n ha sido
captada en toda su atrocidad. Justo en el instante en el
que el pecador está a punto de desplom arse bajo el p e­
cado general que ha cargado sobre sí, porque siente que
cuanto m ás culpable sea m ayores perspectivas tendrá
de ser redimido, en ese m ism o terrorífico instante, apa­
rece el co n su elo p o r ser la p ecam in o sid ad gen era l la
que se ha hecho valer tam bién en él; mas este consuelo
es un consuelo religioso, y aquel que piense que puede
alcanzarlo p or otro cam ino que no sea este, p or ejem ­
plo, m ediante la disolución estética, ha tom ado el co n ­
suelo frívo lam en te, p o r lo que no lo tiene verd adera­
m en te. P o r eso, el co m p ás de la é p o ca q u e hace al
individuo responsable de todo es m u y acertado en cier­
to sentido; pero, por desgracia, ella n o lo hace lo bas­
tante profunda e íntim am ente, y de ahí su insuficiencia;
es lo bastante presuntuosa com o para despreciar las lágri­
mas de la tragedia, mas tam bién lo bastante presuntuosa
com o para pretender vivir sin la misericordia. Y si supri­
m im os esas dos cosas, ¿qué es entonces la vida humana?,
¿qué es el género humano? O la tristeza de lo trágico, o la
honda aflicción y la honda alegría de la religión. ¿Pues no
es lo característico de todo lo que procede de aquel pue­
blo dichoso, esa melancolía, esa tristeza en su arte, en su
poesía, en su vida, en su alegría?
En lo que precede, he tratado sobre todo de resaltar
la diferencia entre la tragedia antigua y la m oderna, que
se vu elve nítida en la diferente culpa del héroe trágico.
Es el auténtico foco, de donde todo irradia en su diver­
sidad particular. Si el héroe es inequívocam ente culpa­
ble, entonces el m o n ólo go desaparece, el co ro desapa­
rece, el destino desaparece, y el p en sam iento se hace
transparente en el d iálogo y la acción en la situación.
Desde otro ángulo, podem os expresar tam bién lo m is­
m o en relación con el estado aním ico que la tragedia
provoca. Aristóteles exige, co m o es sabido, que la trage­
dia tiene que despertar en el espectador tem or y co m ­
pasión. R ecuerdo que, en su estética, H egel se adhiere
a esta observación y plantea, referida a cada uno de es­
tos puntos, una doble consideración que, de todos m o ­
dos, no es especialm ente exhaustiva. C u and o A ristóte­
les diferencia tem o r y com pasión se podría pensar, en
relación al tem or, m ás bien en ese estado aním ico que
acom paña a lo individual, y referente a la com pasión,
en ese estado aním ico que es la im presión definitiva.
Este ú ltim o estado de ánim o es el que yo te n g o m ás
bien ante los ojos, pu es es el que responde a la culpa
trágica, y p or eso tam bién, lleva en sí la m ism a dialécti­
ca que aquel concepto. A cerca do ello, H egel observa
qu e hay dos tip os de com pasión : la h abitu al, que se
orien ta al lad o fin ito del su frim ien to, y la verdadera
co m p asión trágica. D ich a o b servació n es to talm en te
correcta, pero de m en o r im portancia para m í, ya que
aquella em oción com ún es un m alentendido, que p u e­
de alcanzar tan to a la tragedia an tigua co m o a la m o ­
derna. N o obstante, añade legítim a y enérgicam ente en
relació n con la verd adera com pasión : «La verd adera
com pasión es, p o r el contrario, la sim patía p o r la, a la
vez, legitim ación m oral del sufriente»’. Frente a H egel,
que considera m ayorm ente la com pasión en su genera­
lidad y su diversidad en la diversidad de la individuali­
dad, yo preferiré resaltar la diferencia de la com pasión
en relación con la diferencia de la culpa trágica. Para in­
sinuarla de fo rm a rápida, dejaré d ividirse el «padeci­
m iento» que hay en la palabra «com pasión» y dejaré
añadir a cada cual lo sim patético que hay en la palabra
«con», aunque no de m od o que yo declare algo del esta­
do aním ico del espectador que pudiera apuntar a su ar­
bitrariedad, sino de m anera que, al tiem p o que yo ex­
p reso la d iversid ad de su esta d o de án im o, exprese
además la diversidad de la culpa trágica. En la tragedia

* E n el o r ig in a l a p a re c e la c ita e n a le m á n : «D as w a h r h a ft c M itle id e n is t im
G e g e n th e il d ie S y m p a t h ie m it d e r z n g le ic h s ittlic h e n B c r e c h t ig n n g d e s L e i-
d en d en » . H e g e l, B d. 3, p á g . 531. [N . de los T.]
antigua, la aflicción era m ás honda, el d olor m enor; en
la m od ern a, el d o lo r es m ayor, la aflicción m enor. La
aflicción siem pre contiene en sí algo m ás sustantivo que
el dolor. El d olo r indica siem pre una reflexión acerca
del sufrim iento que la aflicción no conoce. D esde el as­
pecto psicológico, es m u y interesante observar a un ni­
ño cuando ve sufrir a un adulto. El niño no está lo sufi­
cie n te m e n te reflejad o co m o para sen tir d o lo r y, sin
em bargo, su aflicción es de una hondura infinita. N o es­
tá lo suficientem ente reflejado com o para tener una re­
presentación del pecado y el delito; cuando ve sufrir al
adulto, no se le o cu rre pensar en ello, m as, aun qu e el
fundam ento del sufrim iento esté oculto para él, lleva en
su aflicción un oscuro presen tim ien to al respecto. La
aflicción griega es así, pero en com pleta y profunda ar­
m onía, por eso es tan dulce y tan honda al m ism o tiem ­
po. P or el con trario, cu an d o un adulto ve sufrir a al­
g u ien jo v e n , a un niño, el d o lo r es m ayor, m en o r la
aflicción. C u an to más entra en ju e g o la representación
de la culpa, m ayor es el dolor, m enos honda la aflicción.
Si ah ora aplicam os esto a la relación entre la tragedia
antigua y la m oderna, en tonces habrá qu e decir: en la
tragedia antigua la aflicción es m ás honda y, en la co n ­
ciencia qu e le correspond e, la aflicción es m ás honda.
Mas recordem os siem pre que eso no radica en mí, radi­
ca en la tragedia, y que yo, para entender com o es debi­
do la honda aflicción de la tragedia griega, ten g o que
m eterm e dentro de la conciencia griega. Así, la adm ira­
ción de tantísim os p or la tragedia griega a m enudo no
es sino puro hablar por boca de otros; pues es m anifies­
to que nuestra época no tiene ni la m ás m ínim a simpa­
tía por lo que la aflicción griega es en rigor. La aflicción
es más honda, porque la culpa posee la am bigüedad es­
tética. En la actualidad, el d olo r es m ayor. Q u e es es­
pantoso caer en las m anos del D ios vivo se puede m u y
bien afirm ar de la tragedia griega. La ira de los dioses es
espantosa, pero el dolor no es, sin em bargo, tan grande
com o en la tragedia m oderna, d on de el h éroe padece
toda su culpa, en el sufrim iento de su culpa es transpa­
rente para sí m ism o. De lo que ahora se trata aquí es de
m ostrar, igu al qu e en el caso de la culpa trágica, cuál
es la verdadera aflicción estética y cuál el verdadero do­
lor estético. El d o lo r m ás am argo es a todas luces el
arrepentim iento, pero el arrepentim iento tiene realidad
ética y no estética. Es el d olor m ás am argo porque p o ­
see la com pleta transparencia de la culpa entera, mas,
justam ente debido a esta transparencia, no interesa des­
de el punto de vista estético. El arrepentim iento posee
una santidad que eclipsa lo estético, no quiere ser visto,
sobre todo por el espectador, exigiendo un tipo com ple­
tam ente diferente de actividad por parte de uno mismo.
Bien es cierto que la com edia actual ha llevado a escena
alguna vez el arrepentim iento, pero eso solo dem uestra
el d escon ocim iento que tiene el autor. T am bién se ha
traído a colación el interés p sicoló gico que hay en p o ­
der ver representado el arrepentim iento, mas, de nuevo,
el interés psicológico no es el estético. Esto form a parte
de la confusión que se hace patente en nuestra época de
tan m últiples m aneras: se busca una cosa allí donde no
se la debería buscar, y, lo qu e es peor, se la encuentra
allí donde no se la d ebería en con trar; u n o quiere ser
edificado en el teatro, im presionado estéticam ente en la
iglesia, ser convertido por las novelas, deleitarse con los
escritos edificantes, se quiere a la filosofía en el pulpito
y al sacerdote en la cátedra. Pero este d olor no es el do­
lor estético y, sin em bargo, es m anifiesto que los nuevos
tiem p os se afanan p o r él co m o el interés trá g ic o más
elevado. L o m ism o se m uestra de n u evo aquí en rela­
ción con la culpa trágica. Nuestra época ha perdido to ­
das las determ inaciones sustantivas de la fam ilia, el Es­
tado, la estirp e; tie n e q u e a b an d on ar to ta lm e n te el
in d ivid u o sin gu lar a sí m ism o, de m o d o qu e este, en
el más estricto sentido, se convierta en su propio artífi­
ce, p o r lo que su culpa es en ton ces p ecad o, su d olor
a rrep en tim ien to; m as con ello se su prim e lo trágico.
D el m ism o m odo, la tragedia padeciente en el más es­
tricto sentido ha perdido propiam ente su interés trági­
co, pues el poder de donde procede el padecim iento ha
perdido su significado, y el espectador grita: «Ayúdate a
ti m ism o y el cielo te ayudará»; en otras palabras, el es­
pectador ha perdido la com pasión, pero la com pasión
es, tan to en un sentido subjetivo co m o objetivo, la ex­
presión propia de lo trágico.
En aras de la claridad, prim ero v o y a determ inar de
m anera m ás precisa la verdadera aflicción estética, an­
tes de seguir adelante con lo desarrollado hasta aquí. La
aflicción se m u eve en sentido contrario al d olor; para
no pervertir esto m ediante la producción indiscrim ina­
da de consecuencias — cosa que he de im pedir tam bién
de otro m o d o — se puede afirm ar: cuanta m ás in o cen ­
cia, m ás honda es la aflicción. Si se hace hincapié en es­
to, se suprim e lo trágico. Siem pre queda un resto, un
m om en to de culpa, pero este m om en to no está, en ri­
gor, subjetivam ente reflejado; por eso la aflicción es tan
honda en la tragedia griega. Para im pedir co n secu e n ­
cias in o po rtu n as, sim plem en te qu iero señalar que to ­
das las extralim itaciones solo consiguen llevar el asunto
a otro terreno. Así, la unidad de la inocencia absoluta y
de la culpa absoluta no es una d eterm in ación estética,
sino m etafísica. Este es el verdadero m otivo por el que
siempre se ha tenido reparos en denom inar tragedia a la
vida de Cristo, porq ue se tenía la sensación de que las
determ inaciones estéticas no agotan el asunto. H ay aún
otro m od o de m ostrar qu e la vida de C risto es m ás de
lo que se deja agotar en determ inaciones estéticas: por­
que dicho fen óm en o las neutraliza y las acalla en la in­
diferencia. La acción trágica siem pre lleva en sí un m o ­
m ento de padecim iento, y el padecim ien to trágico un
m om ento de acción, lo estético radica en la relatividad.
La identidad de un actuar absoluto y un padecer absolu­
to supera las fuerzas de lo estético y pertenece a lo me-
tafísico. Tal identidad se da en la vida de Cristo, pues su
padecer es absoluto en tanto que es una acción absolu­
tam en te libre, y su acción es a b so lu to p a d ecim ien to
en tanto que es obed iencia absoluta. D e m anera que
ese m om en to de resto de culpa no está subjetivam ente
reflejado, y es lo que hace honda la aflicción. Porque la
culpa trágica es más que la culpa m eram ente subjetiva,
es culpa original; pero la culpa origin al, al igual que el
pecado original, es una d eterm inación sustantiva, y es
justam ente lo sustantivo lo que hace más honda la aflic­
ción. La siem pre adm irada trilogía trágica de Sófocles,
Edipo en Colono , Edipo rey y Antígona, gira esencialm ente
en torno al auténtico interés trágico. M as la culpa origi­
nal lleva una contradicción dentro de sí, la de ser culpa
que, sin em bargo, no es culpa. El vín culo por el que el
individuo se v u elv e culpable es ju sta m en te la piedad,
pero la culpa que así co n trae posee tod a la a m b ig ü e ­
dad estética posible. N o sería difícil dar en pensar en ­
ton ces qu e el pueblo que tendría que haber desarrolla­
d o la h o n d u ra trá g ica fu era el ju d ío . A sí, cu a n d o se
d ice de Jehová que es un d ios celo so , q u e castiga las
faltas de los padres en los hijos hasta la tercera y cu ar­
ta g en eración , o cuando uno escucha aquellas terro rí­
ficas m ald icio n es del A n tig u o T estam en to , en to n ces
u no podría fácilm ente estar tentado de buscar ahí m a­
terial trágico. Sin em bargo, el ju d aism o está d em asia­
do d esarrollado éticam en te co m o para eso; las m ald i­
cio n es de Jehová, p o r m u y espan tosas que sean, son
adem ás castigos ju stos. N o era así en G recia; la ira de
los dioses no posee carácter ético, sino la am bigüedad
estética.
En la propia tragedia griega se halla un tránsito de la
aflicción al dolor, y co m o ejem plo de ello quisiera citar
Filoctetes. Es esta una tragedia de p a d ecim ien to en el
m ás estricto sentido. Pero tam bién dom ina aquí aún un
alto grad o de objetividad. El héroe griego reposa en su
destino, su destino es inm utable, sobre eso no hay nada
más que hablar. Este elem en to es propiam ente el m o ­
m ento de la aflicción en el dolor. La prim era duda, con
la que com ienza propiam ente el dolor, es esta: p or qué
m e acontece esto a m í y si no puede ser de otra manera.
Ciertam ente hay en Filoctetes un alto grado de reflexión
que siempre ha llam ado mi atención, y por el cual se di­
ferencia esencialm en te de aquella trilogía inm ortal: la
autocontrad icción m agistralm ente representada en su
dolor, en donde, si bien hay una m uy honda verdad h u ­
mana, hay sin em bargo una objetividad que sustenta la
totalidad. La reflexión de Filoctetes no profundiza en sí
m ism a, y autén ticam ente griega es su queja acerca de
que nadie sabe de su dolor. H ay ahí una verdad extraor­
dinaria y, sin em bargo, precisam ente ahí se muestra ade­
más la diferencia con respecto del auténtico dolor refle­
jad o , qu e siem pre desea estar so lo con su dolor, que
busca un nuevo dolor en la soledad de este dolor.
La verdadera aflicción trágica exige entonces un m o­
m ento de culpa; el verdadero dolor trágico, un m om en­
to de inocencia; la verdadera aflicción trágica exige un
m om en to de transparencia; el verdadero d olor trágico,
un m om en to de oscuridad. C reo que esta es la m ejo r
m anera de poder insinuar lo dialéctico en donde se to­
can las d eterm inaciones de aflicción y dolor, así co m o
tam bién la dialéctica que hay en este concepto: la culpa
trágica.
Ya que brindar trabajos congruentes o totalidades ca­
da vez m ayores está en desacuerdo con los esfuerzos de
nuestra asociación, ya que nuestra tendencia no es tra­
bajar en una torre de Babel que D ios en su justicia pue­
da derribar y destruir, ya que nosotros, conscientes de
que aquella confusión sucedió con razón, reconocem os
co m o lo esp ecífico de tod o afán h u m an o el h ech o de
que, en verdad, es fragm entario, y que p or ello precisa­
m ente se distingue de la infinita congruencia de la natu­
raleza; que la riq u eza de una in d ivid ualid ad consiste
precisam ente en la fuerza de su derroche fragm entario,
y que lo que con stitu ye el g oce para el individuo p ro ­
ductor, y que lo es tam bién para el individuo receptor,
no es la dificultosa y exacta ejecución, ni la lenta co n ­
cepción de dicha ejecución, sino la producción y el goce
de la fu lgu ran te fu gacid ad, la cual co n tien e algo m ás
para el productor respecto de la ejecución llevada a ca­
bo, en tanto es la aparición de la idea, y para el receptor
contiene algo más, en tanto su fulgurar despierta la pro­
pia productividad de este. Ya que tod o esto, digo, está
en desacuerdo con la tendencia de nuestra asociación, y
que la parrafada expuesta ha de ser considerada casi un
preocupante atentado contra el estilo interjectivo — en
el cual la idea irru m pe sin llegar a ser rom ped o ra— , al
que en nuestra com un idad se le ha o to rgad o carácter
oficial; tras haber hecho ver que mi conducta no puede
ser, no obstante, llam ada levantisca, pues el lazo que da
unidad a dicha parrafada está tan flojo qu e las frases in­
term edias que contiene se alzan de m anera aforística y
caprichosa, sim plem ente quiero recordar que m i estilo
es un intento de ser aparentem ente aquello que no es:
revolucionario.
N uestra sociedad exige, en cada una de las reu n io ­
nes, ren ovación y renacim iento, y, con esta finalidad,
que su actividad interna sea rejuvenecida con una nue­
va d enotación de su productividad. Vam os por tanto a
denotar nuestra tendencia com o intento en el afán frag­
m entario, o bien en el arte de escribir papeles p o stu ­
m os. Un trabajo com pletam ente acabado no tiene rela­
ción alguna con la personalidad del poeta; a causa de su
carácter discontinuo, inconstante, con los papeles p o s­
tum os se siente siem pre la necesidad de introducir p o é­
ticam en te la personalidad. Los papeles p o stu m o s son
com o ruinas, y ¿cuál podrá ser el paradero más natural
para los enterrados? El arte está ahora en producir — ar­
tísticam en te— el m ism o efecto, el m ism o d escuido y
casualidad, el m ism o pensam iento incongruente, el ar­
te está en producir un goce que nunca se hace presente,
sino qu e siem pre lleva en sí un m o m en to del tiem po
pasado, de m anera que es presente en el tiem po pasado.
Eso es lo que ya está expresado en la palabra «postu­
mo». D esde luego, todo lo que ha producido un poeta
es, en cierto sentido, postum o; mas lo ejecutado de m o ­
do pleno nunca puede darse en llam ar un trabajo postu­
m o, aun cuando tuviera la característica fortuita de no
haber sido publicado estando aquel en vida. Tam bién
tengo p or característica, en verdad, de toda producción
hum ana tal y co m o nosotros la hem os concebido la de
ser un legado, pues no le es otorgado al ser hum ano vi­
vir en la contem plación eterna de los dioses. Legado es
com o llam aré yo entonces a lo qu e es producido entre
nosotros, es decir, legado artístico; desidia, indolencia,
es com o llam aré a esta genialidad a la que tanto valora­
mos; inercia, a la ley natural que veneram os. C o n ello
he acatado nuestras sagradas costum bres y estatutos.
Acérquense pues a mí, queridos Condifuntos , sitúense
ustedes a mi alrededor cuando envío a mi heroína trági­
ca al m undo, cuando doy com o ajuar a la hija de la aflic­
ción, la dote del dolor. Ella es m i obra y, sin em bargo,
sus contornos son tan indefinidos, su silueta tan nebulo­
sa, que cada uno de ustedes puede enam orarse de ella y
podría amarla a su m odo. Ella es m i creación, sus pen­
sam ientos son m is pensam ientos y, sin em bargo, parece
com o si en una noche de am or hubiera descansado con
ella, co m o si m e hubiera confiado su profundo secreto,
expirándolo ju n to con su alma en mi abrazo, y com o si
en ese m ism o m om en to se hubiera transform ado ante
m í, d esap arecien d o, de m o d o que su realidad ú n ica­
m ente se pudiera rastrear en la atm ósfera afectiva que
dejó tras de sí, en lugar de lo contrario, que ella naciera
a partir de mi atm ósfera afectiva hasta hacerse cada vez
m ás y m ás real. L e p o n g o la palabra en la b o ca y, sin
em bargo, m e parece co m o si yo abusara de su confian­
za, me parece co m o si ella perm an eciera detrás, am o­
n estándom e, y, sin em bargo, es lo contrario, en su se­
creto ella se vu elve continuam ente m ás y m ás visible.
Ella es mi propiedad, mi propiedad legal y, sin em bargo,
de v e z en cuando parece co m o si m e hubiera deslizado
taim adam ente en el interior de su confianza, co m o si
h ubiera de m irar continuam ente detrás buscándola, y,
sin em bargo, es lo contrario, ella yace continuam ente
delante de mí, solo crece continuam ente cuando hago
que progrese. A ntígona se llama. C onservaré este n o m ­
bre de la antigua tragedia, a la que m e adheriré en con­
jun to, aunque, p or otro lado, todo se vu elva m oderno.
Pero, prim eram ente, una observación. U tilizo una fig u ­
ra fem en ina, p o rq u e esto y in clinado a pen sar qu e el
com portam ien to de una naturaleza fem enina es el más
idón eo para m ostrar la diferencia. En tanto m ujer, p o ­
seerá la suficiente sustantividad co m o para que la aflic­
ción se pueda m ostrar, m as al p erten ecer a un m undo
reflexivo, poseerá la reflexión suficiente co m o para o b ­
tener el dolor. Para obten er la aflicción, es preciso que
la culpa trá g ica se tam b alee entre culpa e in ocen cia,
aquello m ediante lo cual la culpa transita hasta la con­
ciencia de nuestra heroína ha de ser siem pre una deter­
m in ación de la sustantividad; m as si para o b ten er la
aflicción, la culpa trágica ha de ten er dicha ind eterm i­
nación, entonces la reflexión no ha de estar presente en
su infinitud, porque así reflejaría a nuestra heroína fu e­
ra de su culpa, ya que la reflexión, en su infinita subjeti­
vidad, no puede dejar que perm an ezca el m om en to de
culpa original, que es el que nos da la aflicción. C u an ­
do, no obstante, la reflexión haya despertado, no la re­
flejará fuera de la aflicción, sino que la reflejará hacia el
in terior de esta, convirtiend o a cada instante su aflic­
ción en dolor.
La estirpe de Lábdaco es, pues, objeto de la exaspe­
ración de los dioses enojados, Edipo ha m atado a la Es­
finge y liberado Tebas, Edipo ha asesinado a su padre y
se ha desposado con su madre, siendo Antígona el fruto
de este m atrim onio. Así sucede en la tragedia griega. Y
aquí m e d esvío yo. D ejo qu e to d o o cu rra igual y sin
em bargo, todo es diferente. Q u e él ha m atado a la Es­
fin ge y liberado Tebas es co n o cid o p or todos, y Edipo
vive honrad o y adm irado, feliz en su m atrim o n io con
Yocasta. El resto queda o cu lto a los ojos hum anos, y
ningún presentim iento ha llam ado jam ás este espanto­
so sueño a la realidad. Solo A ntígon a lo sabe. C ó m o lo
ha llegado a saber queda fuera del interés trágico, y ca­
da cual puede abandonarse en este sentido a su propia
reconstrucción. En una edad tem prana, antes de que es­
tuviera aún desarrollada por com pleto, oscuros indicios
de este terrible secreto habían conm ovid o su alma por
m om entos, hasta que la certeza, de golpe, la arroja en
los brazos de la angustia. Ya tengo aquí una determ ina­
ción de lo trágico m oderno. Pues la angustia es una re­
flexión, y p or eso m ism o, esencialm en te distinta de la
aflicción. La angustia es el órgano p or el cual el sujeto
se apropia la aflicción y la asimila. La angustia constitu­
ye la fu erza del m ovim ien to, m ediante el cual la aflic­
ción se incru sta en el co ra z ó n de uno. Pero el m o v i­
m iento no es rápido co m o el de la flecha, es sucesivo,
no de una v e z p o r todas, sino qu e d evien e co n tin u a ­
m ente. Igual que una apasionada m irada erótica codicia
su objeto, así m ira la angustia a la aflicción para codi­
ciarla. Igual que una silenciosa m irada de am or im pere­
cedera se entretiene en el o bjeto am ado, así la angustia
es la actividad que uno m ism o em prende con la aflic­
ción. Pero la angustia lleva en sí otro m om en to que ha­
ce que insista tod avía m ás reciam en te en su o b jeto ,
pues lo am a y lo tem e a la vez. La angustia tiene una
doble función; en parte, es el m ovim ien to indagador,
que co n tin u am en te toca, dando vu eltas en to rn o a la
aflicción, y en este teclear descubre la aflicción. O bien,
la angustia es súbita, pone la aflicción entera en un úni­
co ahora, pero de m anera que este ahora se disuelve in­
m ediatam ente en sucesión. Así entendida, la angustia es
una auténtica determ inación trágica, pudiendo emplear
aquí con verdad el antiguo adagio: «A quien D ios quiere
p erder, p rim ero lo v u e lv e loco»'*'. La p ro p ia len g u a
m uestra que la angustia es una determ inación de la re­
flexión; pues siem pre digo «angustiarse p or algo», sepa­
rando así la angustia de aquello por lo que m e angustio,
sin p o d er u tiliza r ja m á s «angustia» en sentido objeti-
yo, m ientras que, a la inversa, cu an d o d igo «mi aflic­
ción», puedo expresar tanto aquello por lo que me aflijo
com o mi aflicción por ello. A esto hay que añadir que la
angustia contiene siem pre en sí una reflexión de tiem ­
po, pues yo no puedo angustiarm e de lo presente, sino
solo por lo pasado o futuro, m as lo pasado y lo futuro,
m antenidos así en una oposición, de m odo que lo pre­
sencial desaparece, son determ inaciones de la reflexión.
Por el con trario, la aflicción grieg a, igu al que toda la
vida griega, es presencial, y por eso la aflicción es m ás
honda y el dolor m enor. Por eso la angustia pertenece
esencialm ente a lo trágico m oderno. Y por eso H am let
es tan trágico, porq ue presiente el delito de su madre.
Roberto el diablo' pregunta de dónde proviene su procli­
vidad al mal. H ogn e, cuya m adre le había engendrado
con un trol, cuando da en ver casu alm en te su im agen
en el agua, pregunta entonces a su m adre de dónde le
viene a su cuerpo una form a tal.
La diferencia salta ahora fácilm ente a la vista. En la
tragedia griega, A n tígon a no se ocupa en absoluto del
desdichado destino de su padre. Este descansa sobre to ­
da la estirpe al m od o de una aflicción im penetrable, y
A ntígon a vive despreocupada co m o cualquier otra j o ­
ven g rie g a . Sí, el co ro se lam en ta p o r ella, p u es su
m u erte está fijada, porq ue tendrá que abandonar esta
vida en su ju ven tu d , abandonarla sin haber saboreado
sus m ayores alegrías, y o lvid a seg u ram en te la honda
aflicción propia de la fam ilia. Esto no ha de im plicar li­
g ereza en abso lu to , o qu e el in d iv id u o sin gu lar solo
cuente consigo m ism o, sin preocuparse p or su relación
co n la estirp e. P ero es a u tén tica m en te g rie g o . Para
ellos, las relaciones vitales ya están dadas, com o el hori­
zonte bajo el que viven. Por más oscuro y nublado que es­
té, de todos m odos no puede ser mudado. Da una tonali­
dad al alma que es la aflicción, no el dolor. En Antígona
la culpa trágica se concentra en un determ inado punto,
cuando entierra a su herm ano a pesar de la prohibición
del re y Si se viera esto co m o un h ech o aislado, co m o
una colisión entre am or fraternal y piedad y una arbi­
traria prohibición hum ana, en tonces A n tígon a cesaría
de ser una tragedia griega, sería por co m p leto un tem a
trágico m oderno. Aquello que en sentido griego provo­
ca el interés trá g ico es que, en la infortunada m uerte
del herm ano, en la colisión de la herm ana con una con­
creta prohibición humana, resuena el penoso destino de
Edipo, igual que los en tu ertos tras el parto, el trágico
destino de Edipo se ramifica, extendiéndose a cada uno de
los retoños de su fam ilia. Esta sum a es la que hace tan
infinitam ente honda la aflicción del espectador. N o es
un individuo quien perece, sino un pequeño mundo, es la
aflicción objetiva que, liberada, avanza ahora, com o un
p oder natural, hacia la espantosa consecu en cia que le
pertenece, y el pen oso destino de A ntígon a es co m o el
eco del destino del padre, una aflicción potenciada. Por
eso, cuando Antígona decide enterrar al herm ano a pe­
sar de la prohibición del rey, no vem os en ello tanto una
acción libre com o la necesidad preñada de destino, que
castiga el delito de los padres en los hijos. Por más liber­
tad que haya aquí, de m an era que p odríam os am ar a
A ntígona por su am or fraternal, es, sin em bargo, en la
necesidad del hado donde radica la especie de estribillo
superior, que no solo en cierra la vida de Edipo, sino
tam bién la de su estirpe.
Luego, m ientras la griega A n tígon a vive despreocu­
pada, de m an era que si ese n u evo h ech o no hubiera
acontecido podríam os pensar que su vida, en su desplie­
gue gradual, era incluso feliz; p or el contrario, la vida
de nuestra A n tígon a ha term inado esencialm ente. N o
la he dotado yo parcam ente, y si, co m o se suele decir,
una palabra idónea en el lugar adecuado es com o m an­
zanas doradas en fuen tes de plata, así he puesto yo el
fruto de la aflicción en la fu en te del dolor. Su ajuar no
posee la suntuosidad vanidosa que puedan corroer las
polillas y la h erru m b re, se trata de un tesoro eterno,
que n in guna m ano ladrona puede fo rzar y robar, ella
está dem asiado alerta com o para eso. Su vida no se des­
pliega co m o la de la Antígona griega, no está vuelta ha­
cia fuera sino hacia dentro, la escena no es exterior sino
interior, es una escena espiritual. ¿No habré de lograr,
qu erido s C ondifun tos , g an arm e v u e stro interés hacia
una joven así, o habré de recurrir a un captatio benevolen­
t e ? T am p oco p ertenece al m u nd o en el que vive; por
más floreciente y sana que ella sea, su auténtica vida es
recóndita, al igual que, a pesar de estar viva, está m uer­
ta en o tro sentido, esta vida es silen ciosa y o cu lta, el
m undo no escucha ni un suspiro; pues su suspiro está
o cu lto en lo secreto de su alm a. N o necesito recordar
que en absoluto se trata de una m ujer débil y enferm iza,
al contrario, es orgullosa y vigorosa. Q uizás no haya na­
da que dignifique tanto a un ser hum ano com o guardar
un secreto. Le da a su vida entera un significado, que,
sin em bargo, solo tiene para sí m ism o, lo salva de toda
vanidad en relación con el m undo que lo rodea, casi po­
dría afirm arse que él m ism o reposa bienaventurado en
su secreto, aun cuando su secreto sea el m ás desventu­
rado. Así pasa con nuestra A ntígona. Está orgullosa de
su secreto, orgullosa de haber sido designada para res­
catar, de un extraño m odo, el h o n o r y la gloria de la es­
tirpe de Edipo, y cuando el pueblo, agradecido, aclam a a
Edipo agradeciéndole y alabándolo, entonces ella siente
su propio significado, y su secreto se hunde más y más
p ro fu n d am en te en su alm a, cada v e z m ás inaccesible
para tod o ser vivien te. Siente cu án to se ha puesto en
sus m anos, y esto le da la talla sobren atural necesaria
para que nos podam os ocupar de ella en un sentido trá­
g ico. H abrá de interesarnos en tanto una figura indivi­
dual. Es m ás que una jo v en com ún y, sin em bargo, es
una joven; es esposa y, sin em bargo, en toda su virgini­
dad y pureza. C o m o esposa, la m ujer alcanza su signifi­
cado y, p or ello, una m ujer com ún solo puede ocupar­
nos en la m ism a m edida en la que es puesta en relación
co n este su sign ificad o. P or lo dem ás, no faltan aquí
analogías. Así se habla de una esposa de Dios, la cual re­
posa sobre el conten ido que halla en la fe y el espíritu.
Aun en otro sentido m ás bello quizá llam aría yo esposa
a nuestra A ntígon a, sí, es incluso más, es m adre, virgo
mater en sentido pu ram en te estético, bajo el co ra zó n
lleva su secreto ocu lto y recóndito. Ella es silencio debi­
do justam en te al secreto que la llena, m as ese retorno
sobre sí m ism a que radica en el silencio le da un porte
sobrenatural. Está orgu llosa de su aflicción, celosa de
ella, pues su aflicción es su amor. N o obstante, no es su
aflicción una p rop iedad m uerta e in m óvil, se m ueve
con tin u am en te, pare d olo r y es parida con dolor. C o ­
m o cuando una joven decide sacrificar su vida por una
idea, cuando está de pie con la coron a sagrada alrede­
dor de su frente, está com o esposa, pues el en orm e en­
tusiasm o de su idea la transform a, y la corona sagrada
es co m o la corona nupcial. Hila no co n o ce hom bre al­
guno, y sin em bargo, es esposa; no co n o ce siquiera la
idea que la entusiasm a, pues eso no sería fem enino, y
sin em bargo, es esposa. Así es nuestra A ntígona esposa
de la aflicción. Consagra su vida a afligirse por el desti­
no de su padre, por el suyo propio. Una desgracia com o
la que ha alcanzado al padre exige aflicción, y sin em ­
bargo, no hay nadie que pueda afligirse p or ello, pues
no hay nadie que lo sepa. Y así com o la Antígona griega no
puede consentir que el cuerpo de su herm an o sea arro­
jad o de cualquier m anera sin las honras postum as, así
siente lo duro que habría sido que ningún ser hum ano
lo hubiera sabido, le angustia que no se hubiera d erra­
m ado ni una lágrim a, y casi agradece a los dioses que
ella haya sido designada co m o in stru m en to para ello.
Así es A n tíg on a g ran d e en su dolor. T am bién puedo
m ostrar aquí una diferencia entre lo griego y lo m oder­
no. A uténticam ente griego es qu e Filoctetes se lam ente
acerca de que no haya nadie que sepa lo que él sufre, es
una p rofun d a necesidad hum ana q u erer qu e otros lo
experim enten; pero el dolor que se refleja no lo desea.
N o se le ocurre a Antígona desear que alguien hubiera
de experim entar su dolor, mas sí que, p or el contrario,
lo siente en relación con el padre, siente la justicia que
hay en afligirse, que estéticam ente es igual de ju sto co ­
m o el sufrir castigo cuando uno ha obrado injustam en­
te. Así, si la representación de estar d eterm inada a ser
enterrada viva es la que arranca a Antígona en la trage­
dia griega este exabrupto de la aflicción:

¡Ay de mí, desdichada,


que no pertenezco a los mortales ni soy una más entre
los difuntos,
que ni estoy con los vivos ni con los muertos!*.

eso bien puede decirlo nuestra A n tígon a de sí m ism a


durante su vida entera. La diferencia es patente; en su
declaración hay una verdad fáctica que aminora el dolor.
Si nuestra A n tíg on a dijera lo m ism o, sería im prop io,
m as esta im p ro p ied ad es el d o lo r p ro p ia m en te. L os
griegos no se expresan im propiam ente, ya que en su v i­
da no hay la reflexión necesaria para ello. Así, cuando
Filoctetes se queja de que vive solo y abandonado en la
isla desierta, su declaración es verdadera adem ás fuera
de él; p or el contrario, cuando nuestra A ntígon a siente
el d o lo r en su soledad, es tan im propio que esté sola
que precisam ente por eso el dolor es entonces rigurosa­
m ente propio.
En lo que se refiere a la culpa trágica, ella radica, en
parte, en el h ech o de en terrar al herm an o y, en parte,
en el sobreen ten d id o co n texto del pen oso destino del
padre de las dos tragedias preceden tes. D e nuevo m e
encuentro ju n to a la especial dialéctica que pone el deli-

* «i<b ó ú g t q v o c , / o ü r ‘ é v PooxoTg o v r ' ¿ v v s x q o i o i / j.ié to ix o q , o ú ^cooiv, o ú


tf a v o ü c i» . L a tr a d u c c ió n e s d e A ntígona, d e S ó fo c le s , en Tragedias, M a d rid ,
G r e d o s , 1981, (850-851). [N. Je los T.]
to de la estirpe en relación con el individuo. Se trata de
lo heredado. Por lo general, uno se im agina la dialéctica
de m anera bastante abstracta, prácticam ente se piensa
en la dinám ica de la lógica. La vida, no obstante, le en­
seña enseguida a uno que existen m uchos tipos de dia­
léctica, de m anera que casi cada pasión posee la suya.
Así, la dialéctica que pone en relación el delito de la es­
tirpe o de la fam ilia con el sujeto singular, de m anera
que este no sim plem en te lo sufre — al ser una co n se­
cuencia de la naturaleza, contra la que es inútil em peci­
narse— , sino que lleva la culpa consigo, participando en
ella, esa dialéctica nos es ajena, no tiene nada de fo rzo ­
so para nosotros. Pero si lo que se quiere es pensar un
renacim iento de la tragedia antigua, entonces cada indi­
viduo debe considerar su propio renacer, no m eram en ­
te en sentido espiritual sino en el sentido finito de la fa­
milia y la estirpe co m o vien tre m aterno. La dialéctica
que pone al individuo en relación con fam ilia y estirpe
no es en m odo alguno una dialéctica subjetiva, pues es­
ta precisam ente extirpa la relación y el individuo fuera
del contexto; es una dialéctica objetiva. Es esencialm en­
te la piedad. El h ech o de co n serva r esta no d ebe ser
considerado dañino para el individuo. En nuestra época
algo que se considera válido en el ám bito natural no se
perm ite que valga en el ám bito espiritual. M as uno no
se aislará tanto, ni será tan antinatural com o para no con­
siderar la fam ilia co m o un todo, del que podem os afir­
mar que cuando un m iem bro sufre, sufren todos. Y lo
hacem os de m anera involuntaria, pues p or qué, si no, el
in d iv id u o sin g u la r tie n e ta n to m ie d o de q u e o tro
m iem bro de la fam ilia traiga la vergü en za sobre ella si­
no es p o rq u e siente que él la sufre tam bién . Es claro
entonces que dicho sufrim iento ha de acom pañar al in­
d ividu o, lo q u iera o no. M as co m o el p u n to del que
p a rtim o s es el in d ivid u o , no la estirp e, este p ad ecer
com pelido es m áxim o; sentim os que el ser hum ano no
pu ed e ser totalm en te d u eñ o de su con d ición natural,
pero lo desea en la m edida de lo posible. Si, por el con­
trario, el in d ivid u o ve su co n d ición n atu ral co m o un
m om en to que le p erten ece en verdad, esto se expresa
así en el m undo del espíritu: qu e el individuo participa
en la cu lp a. Q u iz á m u ch o s no p u ed an ca p tar d ich a
consecuencia, mas entonces tam poco podrán captar lo
trágico. Si el individuo está aislado, o bien él es absolu­
tam en te el artífice de su propio destino, y entonces ya
no hay nada trágico, sino únicam ente el m al — pues ni
siquiera es trágico que el individuo estuviera ofuscado
o fuera víctim a de sí m ism o, ya que él es obra suya— ; o
bien los individuos son m eram en te m odalidades de la
sustancia eterna de la existencia, y en tonces lo trágico
desaparece una vez más.
Tam bién respecto a la culpa trágica se revela ahora
fácilm en te una diferencia en lo m od ern o , después de
que este haya descubierto lo antiguo dentro de sí, pues
solo ahora cabe hablar de ello con propiedad. La Antígo-
na griega participa en la culpa del padre por m edio de su
piedad infantil, y tam bién lo hace así la m oderna; pero
para la Antígona griega la culpa y el sufrim iento del pa­
dre es un hecho externo, un hecho inam ovible, que su
aflicción no m ueve (lo que no mueve en el pecho*); y en tan­
to en cuanto ella misma sufre la culpa del padre a m odo
de consecuencia natural, esto vuelve a ser enteram ente
facticidad externa. N o ocurre así con nuestra Antígona.
Supongo que Edipo ha m uerto. M ientras él vivía, A n tí­
gona conocía ya dicho secreto, pero no tuvo el valor pa­
ra confiarse al padre. La m uerte del padre le sustrajo el
único m ed io para liberarse de su secreto. C o n fiárselo
ahora a otro ser viviente sería m ancillar al padre, su v i­
da solo tiene sentido para ella si está consagrada a brin­
darle las honras postum as m ediante su inquebrantable
silencio diario — casi a cada h o ra — . N o obstante, hay
una cosa que ign ora, si el p rop io padre lo sabía o no.
A quí está lo m oderno, es la inquietud en su aflicción, es
la am bigüedad en su dolor. A m a a su padre con toda su
alma, y este am or la saca de sí m ism a para introducirla
en la culpa del padre; en tanto fruto de un am or tal, ella
se siente ajena a la hum anidad, siente su culpa cuanto
más am a al padre, solo en él puede encontrar reposo, y
al ser igual de culpables se afligirán jun tos. M as m ien­
tras el padre vivía, ella no podía confiarle su aflicción,
pues no sabía si él lo sabía, p or lo que cabía la posibili­
dad de precipitarlo en un dolor similar. Si bien, en el ca­
so de que él no lo supiera, la culpa habría sido m enor.
El m ovim ien to es aquí siem pre relativo. En el caso de
que A n tígon a no conociera a ciencia cierta el contexto
factual, ella se volvería insignificante, pues no habría de
luchar sino contra un presentim iento, lo cual es dem a­
siado p o co co m o para que nos ocu pem os de ello desde
el aspecto trágico. Pero ella lo sabe todo; si bien, en el
interior de dicho saber hay una ignorancia, que m antie­
ne la aflicción siem pre en m ovim ien to, transform ándo­
la siem pre en dolor. A esto hay que añadir la pugna que
ella m an tien e co n tin u a m en te con el m u nd o exterior.
H on rad o y alabado, Edipo vive en la m em oria del pue­
blo com o un rey dichoso; la propia Antígona ha adm ira­
do a su padre tanto com o lo ha amado. Ella participa en
cada jú b ilo y gloria suyos, se entusiasm a con su padre
co m o n in guna o tra jo v e n en to d o el reino, su pensa­
m iento está de con tin u o vu elto hacia él, es alabada en
todo el país com o m odelo de hija am antísim a y, sin em ­
bargo, este entusiasm o es el único m od o en el que ella
puede dejar prorrum pir su dolor. Su padre se encuentra
siem pre en sus pensam ientos, pero la m anera en que lo
está constituye su doloroso secreto. Y sin em bargo, no
se atreve a abandonarse a su aflicción, a hundirse, siente
cuánto descansa sobre ella, tem e que si la ven sufrir, se
pongan sobre la pista, y es así co m o tam bién p or este
lado obtiene no ya la aflicción, sino el dolor.
Elaborada a conciencia de este m odo es com o pienso
que pu ed e interesarnos A ntígona. N o creo que m e re­
proch éis im p ru d en cia o preferencia p atern al si op ino
que ella bien puede aventurarse en la ram a trágica e in­
tervenir en una tragedia. Hasta ahora únicam ente ha si­
do una figura épica, y lo trágico en ella solo tiene inte­
rés épico.
C iertam ente tam poco es dem asiado difícil hallar un
contexto que le convenga; en este sentido, puede uno con-
form arse p erfectam en te con el que ofrece la tragedia
griega. Tien e una herm ana viva, a la que vo y a hacer al­
g o más m ayor y casada. Su m adre podría tam bién estar
viva. Q ue estos, naturalm ente, serán siem pre persona­
je s secu nd arios va de suyo, así co m o qu e la tragedia
tenga, p o r descontado, un m o m en to épico en sí, tal y
com o lo posee la tragedia griega, sin que por ello haya
de ser tan predom inante, si bien el m o n ólo go siem pre
jugará aquí un papel principal, por m ás que la situación
deba co n tin u a m e n te acu dir en su ayu d a. T o d o d ebe
idearse dispuesto en to rn o al ú n ico interés principal,
que es el que conform a el contenido de la vida de A ntí­
gona; y una vez que ya esté todo en su lugar, la pregun­
ta será: ¿cóm o conseguir el interés dramático?
N uestra h eroín a, tal y co m o ha com parecid o en lo
que precede, está en cam ino de dejar atrás un m om en ­
to de su vida, está em pezando a vivir de m anera entera­
m ente espiritual, algo que la naturaleza no tolera. C o n
esta profundidad que su alm a posee habrá de amar sin
rem edio con una pasión extraordinaria cuando se ena­
more. Y aquí m e encuentro ya con el interés dram ático.
A ntígon a está enam orada y, lo digo no sin dolor, m o r­
talm ente enam orada. Ahí radica ciertam ente la colisión
trágica. En general, habría qu e ser m ás m irado con lo
que se llam a co lisió n trágica. C u a n to más em páticos
sean los poderes que colisionan, cuanto más profundos
a la par que h o m ogén eos sean, m ás significativa será la
colisión. D e manera que está enam orada, y aquel que es
el objeto de su am or no lo ignora. Ahora bien, m i A ntí­
gona no es una joven com ún, y p or eso tam bién su dote
es inhabitual: su dolor. N o puede pertenecer a un h o m ­
bre desprovista de esta dote, siente que eso sería alta­
m ente arriesgado p or su parte, que ocultársela a un ob­
servad or co m o ese resultaría im posible, y m antenerla
oculta sería un agravio para su am or; m as ¿puede perte-
n ccerle co n esa dote?, ¿se atreve a confiársela a algún
ser hu m an o, ni aun al h o m b re que ama? A n tíg o n a es
fuerte, la pregunta no es si tiene que confiarle a alguien
su dolor, p or su bien, para aliviar su pecho, ya que p u e­
de cargar con ello perfectam ente sin ayuda, pero ¿puede
justificarlo ante el difunto? En cierto m odo, ella mism a
sufre igualm ente al confiarle su secreto, pues es también
su vida la que está ahí penosam ente entretejida. Mas es­
to no le preo cu p a. La pregun ta se refiere únicam ente
al padre. Bajo este aspecto la colisión es de naturaleza
em pática. Su vida, que hasta entonces había sido tran­
quila y silenciosa, se vu elve ahora — siem pre, natu ral­
m ente, dentro de ella— vehem en te y apasionada, y su
réplica co m ie n za aquí a vo lverse patética. C o n tien d e
consigo m ism a, ha querido sacrificar su vida a su secre­
to, pero ahora se exige su am or com o ofrenda. Ella vence,
es decir, el secreto vence, y ella pierde. A continuación
vien e la segunda colisión, porque, para que la colisión
trágica sea de verdad profunda, los poderes que colisio­
nan han de ser hom ogéneos. La colisión descrita hasta
ahora no tiene dicha propiedad, ya que la colisión es en
rigor entre su am or al padre y su am or por ella mism a,
y lo es en relació n a si su p rop io a m o r no sería una
ofrenda dem asiado grande. El otro poder en colisión es
el am or em pático hacia su amado. Él sabe que es amado,
y se atreve a atacar aud azm en te. Si bien le asom bra la
reticencia de ella y advierte que tiene que haber dificul­
tades m u y especiales, no cree que le vayan a resultar in­
superables. T o d o lo que a él de verdad le im porta es
convencerla de cu ánto la quiere, sí, de que su vid a ha
acabado si tiene que renunciar a su amor. Finalm ente,
su pasión se torna p rácticam en te falsa, aun qu e tanto
más ingeniosa a causa de esa resistencia. C o n cada ase­
veración de am o r hace crecer el d olor de ella, con cada
suspiro incrusta más y más profundam ente la flecha de
la aflicción en su corazón. N o deja de intentar co n m o ­
verla p or todos los m edios. C o m o tod os los dem ás, él
sabe cuánto am a ella al padre. La encuentra ju n to a la
tum ba de Edipo, d on de ella ha ido buscando aire para
su co razón , donde se abandona a su añoranza del pa­
dre, si bien incluso dicha añoranza está m ezclada con
dolor, porque no sabe de qué m odo se reunirá de nuevo
con él, si él con ocía su culpa o no. Él la sorprende, la
conjura por ese am or que ella alim enta por el padre, ad­
vierte que le ha causado una im presión fuera de lo co ­
m ún y persiste, de este recurso lo espera todo, y no sa­
be que justam ente se ha tornado en su contra.
D e este m odo, el interés gira en torn o a arrebatarle
su secreto. H acer que ella se vu elva m om entáneam ente
loca y así lo revele no serviría. Los poderes en colisión
no ceden el uno ante el otro, hasta tal punto que la ac­
ción se torna im posible para el individuo trágico. Su d o ­
lor se ha acrecentado ahora por el am or que ella siente,
por su padecim ien to em pático con aquel a quien ella
ama. Solo en la m uerte podrá encontrar paz; así está su
vida consagrada a la aflicción y ha puesto una especie
de lím ite, un dique a esa desgracia que, preñada de des­
tino, se habría reprod u cido qu izás en una g en eración
posterior. Solo en el instante de su m uerte podrá confe­
sar las entrañas de su amor, solo podrá confesar que ella
le pertenece a él en el instante en el que no le perten e­
ce. C u a n d o E pam inondas fu e herido en la batalla de
M antinea, dejó la flecha clavada en su herida hasta que
escuchó que la batalla estaba ganada porque sabía que,
en el m om en to en el que se la sacaran, m oriría. Así lle­
va nuestra A n tíg o n a su secreto en el co ra zó n , co m o
una flecha que la vida ha incrustado cada vez m ás y más
profun d am en te, sin arrebatarle la vida, pues m ientras
perm an ezca clavada en su corazón podrá vivir, mas en
el instante en el que se la quiten, m orirá. Por arrebatar­
le su secreto es por lo que el amante ha de pugnar y, sin
em bargo, eso significa adem ás la m u erte segu ra para
ella. ¿A m anos de quién cae entonces? ¿A las del vivo o a
las del m uerto? En cierto sentido, a m anos del m uerto,
y así, lo que le fu e vaticinado a H ércules — que no le
m ataría un vivo sino un m u erto — se le aplica a ella en
tanto en cu anto el recu erdo del padre es el m otivo de
su m uerte; en otro sentido, a m anos del vivo, en tanto
en cuanto su desdichado am or es la ocasión para que el
recuerdo la mate.

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