Está en la página 1de 12

Universidad Nacional de José C.

Paz - Departamento de Ciencias Jurídicas y Sociales


Carrera: Licenciatura en Trabajo Social - Materia: Antropología Social y Cultural
Septiembre de 2020 (día número 174 del Aislamiento Social, Preventivo y Obligatorio por la
pandemia del COVID 19).

Mi hermana Maritza, la etnografía y la alteridad

Laura Zapata (UNPAZ- IESCODE-IDES)

De la cultura a la alteridad

En este año inesperadamente pandémico, llegamos a la clase número 7, promediando la cursada de

la materia Antropología Social y Cultural. En esta ficha nos toca trabajar juntos/as un concepto

central, el de alteridad, que se agrega a los ya revisados, como el de cultura y etnografía. Vamos a

ver aquí ¿qué es la alteridad? ¿cómo se relaciona con el concepto de cultura? ¿qué desafíos implica

la alteridad para la práctica de la etnografía? Para dar respuesta a estas interrogantes voy a

presentarles una anécdota que me sucedió en mi trabajo de campo en Mozambique, en el año 2004.

Recurriendo a algunos autores como Esteban Krotz y Rosana Guber, voy a mostrar la relevancia

que tiene el concepto de alteridad y la práctica de la etnografía, como enfoque, método y texto, para

abordar la comprensión de hechos y prácticas que nos resultan “extraños” y desafían nuestra propia

perspectiva cultural.

Hemos dicho en las clases anteriores que la Antropología Social es una ciencia que surgió, junto

con otras disciplinas (Sociología, Economía, Psicología, Ciencia Política) en Europa y Estados

Unidos en el siglo XIX, con objeto de estudiar la cultura de los pueblos no occidentales. Frente a

la presencia de poblaciones que tenían aspecto, creencias y modos de organización totalmente

diferentes a las prevalecientes en sus países de origen, muchos funcionarios coloniales, misioneros,
naturalistas se propusieron entender esas formas de vida “extrañas” y alejadas, intentando

entenderlas desde el punto de vista de sus propios miembros.

En el ITD 2 revisamos cómo se desarrolló ese particular método antropológico llamado trabajo de

campo, puesto en práctica por los primeros antropólogos que estudiaban a las poblaciones

“exóticas”, especialmente las de Melanesia, en Oceanía. Más adelante vamos a ver que el trabajo de

campo implicaba actividades específicas como la observación participante y la entrevista y

operaciones intelectuales como el extrañamiento y la familiarización con respecto a una

determinada realidad.

Hemos visto que en Antropología Social la etnografía es un esfuerzo conceptual, metodológico y

textual que busca comprender una cultura poniendo el foco de la atención en el punto de vista de

sus propios miembros, no en el punto de vista que sobre ese grupo tiene el/a antropólogo/a que los

estudia. Como señala Rosana Guber en el texto que ya leímos, solo los miembros del grupo “pueden

dar cuenta de lo que piensan, sienten, dicen y hacen con respecto a los eventos que los involucran”

(Guber, 2001: 13).

Aquí queremos contarles cómo hacia fines del siglo XX, producto de varios cambios políticos

ocurridos en el mundo tradicionalmente estudiado por los/as antropólogos/as, se produjo una

trasformación en el objeto de estudio de la Antropología Social. Esa transformación está relacionada

con el surgimiento del concepto alteridad (Rapport y Overing, 2000: 9). El interés exclusivo en la

cultura de los otros (primitivos, bárbaros o nativos) cedió su lugar, generando las condiciones para

la transformación de la pregunta antropológica. La alteridad alude a este desplazamiento conceptual

(de la cultura a la alteridad) que se produjo en la disciplina, hacia la década de 1990. El concepto

de alteridad, sin suprimir el de cultura, pone en cuestión el acceso directo y no mediado por

parte del/a antropólogo/a a su objeto de estudio.


Cuando se comenzó a proponer que la alteridad, y no exclusivamente la cultura, era el objeto

privilegiado de la Antropología Social y Cultural, entró de lleno en el terreno de la indagación

científica la relación que mantiene el/la antropólogo/a, con sus cualidades socioculturales

particulares, con la población sujeta a estudio. Pues es en esa relación que entabla el/la

antropólogo/a con sus interlocutores/as, y no en el vacío cultural, que nace la percepción y la

experiencia de lo extraño, lo exótico, la diferencia sociocultural. Es al interior de esta relación

particular y compleja, adonde se gesta la pregunta por la cultura de los otros. El enfoque

antropológico, centrado en la alteridad, intenta captar las dos cosas: la pregunta por la

cultura de los otros y el momento en el que surge en el/a antropólogo/a esa pregunta.

El desplazamiento de la cultura a la alteridad supuso, sin lugar a dudas, una crisis disciplinar que

hunde sus raíces hacia mediados del siglo XX. Hay varios hechos sociopolíticos que incluenciaron

su emergencia, la descolonización de amplias regiones del Tercer Mundo y la puesta en cuestión de

un estudio unilateral de las “culturas primitivas”, entre otros. Vamos a poner un ejemplo de lo que

significa poner el foco en la alteridad y no sólo en la cultura de un grupo humano específico. Es

decir, mostraremos, con una experiencia de trabajo campo propia, la forma en la que se gesta una

relación de conocimiento entre una antropóloga, que soy yo, y una interlocutora durante el trabajo

de campo. A través de esta experiencia ustedes podrán advertir cómo se gesta la emergencia de la

pregunta por la alteridad, que exige que la antropóloga indague al mismo tiempo en su propia

cultura y la cultura de su interlocutora, con objeto de explicar algo extraño que sucedía frente a sus

ojos y que no puede terminar de comprender.

Mi hermana Maritza en Mozambique

En el año 2004, en mi trabajo de campo para mi tesis de doctorado, en la provincia de Gaza, en

Mozambique, país ubicado en el sureste del continente africano, me encontré con una situación bien
singular. Mi tema de estudio eran las práctica de evangelización que llevaban adelante un grupo de

misioneros católicos provenientes de Argentina. Mozambique era una colonia portuguesa, de la que

se independizó en 1974; desde entonces una guerra civil azoló al país hasta 1992 dejando un saldo

de un millón de muertos. Los/as misioneros/as, que se dirigían a sus interlocutores locales en

portugués, los llamaban por el nombre de pila acompañado por un categoría de parentesco. Así

cuando me presentaban a los animadores de las comunidades católicas decían “Él es papá José”;

“ella es mamá Paulina”, etc. Al poco tiempo me di cuenta que eran llamados de esta manera, papá y

mamá, las personas adultas, casadas y con hijos. A su vez, la gente llamaba a los/as misioneros/as

laicos/as como “mano Federico” o “mana María”. El sacerdote, en cambio, era llamado “señor

padre Pedro” (Zapata, 2008).

Al principio creí que se trataba de una práctica exclusiva de la comunidad católica, en la que el uso

de las categorías del parentesco no se restringían al dominio de las relaciones de sangre (padre,

madre e hijos/as) o de afinidiad (matrimonio). Pero, éste no era el caso. Un día a pedido de mamá

María, la persona responsable del grupo de caridad en la parroquia de Chicualacuala, la visité en su

casa, para conocer a su familia. Todos/as en ese lugar sabían que yo no era misionera y que estaba

allí al solo efecto de realizar un estudio sobre las comunidades católicas del sur del país. Mamá

María me fue a buscar a la casa misionera y caminamos hasta su lugar de residencia, ubicado

cruzando las vías y la estación del tren. Su predio tenía varias habitaciones individuales hechas con

piedra y troncos de árbol, de cuatro por cuatro metros aproximadamente, repartidas por un terreno

más o menos amplio. Me presentó a varios/as de sus hijos/as y nietos/as y me enseñó a “pilhar”,

moler maíz en un mortero con una mano que pesaba ocho kilos más o menos. El maíz era sembrado

por María cerca del río Limpopo, a diez kilómetros de su casa, en la estación de lluvias, de octubre

a marzo. Con el producto de este trabajo la familia tenía asegurado una parte del alimento durante la

estación seca, de marzo a septiembre.


La hija mayor estaba presente ese día, una joven de 22 años, que me invitó a caminar por la zona.

Mientras caminábamos le dije que se llamaba igual que una de mis hermanas, Maritza. Me miró con

la cara llena de alegría y me dijo: “entonces, ¡somos hermanas!” y miró al grupo de niños/as que

nos acompañaba.

Desde entonces se ocupó especialmente de mí, cuando nos cruzábamos en la feria de la ciudad me

saludaba y me presentaba a sus amigo/as como su “hermana”, y me dio presentes que me ocupé de

retribuir. A la vez, su madre, “mamá María”, me tomó por su “hija”. Pues si Maritza era mi hermana

ella pasaba, por la lógica relacional del parentesco, a ser “mi madre”. Esto era señalado en cada uno

de nuestros encuentros con un tono jocoso, pero eso no le restaba densidad al vínculo establecido

entre nosotras ni a las pequeñas atenciones que iban y venían.


Yo no esperaba que una referencia casual al nombre de mi hermana se transformara en una instancia

especial de vinculación con un grupo familiar en esa localidad. Pues para mí, y para la sociedad de

la que provengo, el parentesco no desempeña el mismo papel en la domesticación de los extranjeros

como en el sur de Mozambique. En las áreas rurales de esta sociedad la división racial de la

población establece una jerarquía entre los extranjeros, considerados de manera general como

“mulungos” (blancos) ricos, y la población africana local. En ese lugar establecer un vínculo de

parentesco con una mulungo como yo, más allá de mi propia autopercepción como no blanca, era

un hecho prestigiante. Tener una hermana que era mulungo era un hecho de gran prestigio frente a

la comunidad local. Fue así como, en Chicualacuala, gané de manera inesperada una madre y una

hermana que me acompañaron en mi estadía en el lugar. De la misma manera, esto me permitió

advertir que la forma en la que los misioneros llamaban a sus colaboradores, como “mamá” o

“papá”, imitaba una práctica local, una forma de establecimiento de cercanía y confianza entre dos

grupos muy diferentes y desiguales entre sí.

La pregunta por la alteridad

Como puede advertirse, Maritza para mí era un individuo particularmente preciado, pero, a la vez,

la consideración antropológica de mi encuentro con ella, la toma en tanto representante de una

colectividad, portadora de una cultura; iniciada en una forma de vida diferente de la mía. Aquí hay

una consideración importante, la alteridad no tiene que ver exclusivamente con la constatación

de que todo ser humano es un individuo único. Maritza se me revelaba como un ser social. Ella

de pronto se puso muy feliz al descubrir que “éramos hermanas”, a partir de la coincidencia fortuita

de dos nombres. Mientras tanto yo, perpleja porque no entendía lo que pasaba, me preguntaba: ¿por

qué me llama “hermana” apenas porque su nombre y el de mi hermana son iguales? ¿Por qué tanta

alegría en esta revelación y tanto orgullo en su afirmación frente a terceros?


Parece que lo primero que aquí vemos es un encuentro particular entre dos personas pertenecientes

a dos culturas diferentes. Lo segundo, es que la descripción etnográfica, que tiene en cuenta la

perspectiva de los actores involucrados, no hace foco en una sola cultura, la sociedad local

estudiada, sino en la interacción de dos repertorios culturales, el de Maritza y el mío. Lo tercero es

que ese encuentro entre diferencias socioculturales suscita una situación de extrañeza en la

antropóloga, que no entiende del todo lo que sucede allí. Entonces, tomando en serio el asombro

que provoca la reacción inesperada de una persona, la antropóloga formula la pregunta por la

alteridad que suscita este particular encuentro en el Mozambique Post-Colonial, ¿De verdad esta

Maritza es mi hermana? ¿Esto que me está pasando con Maritza, que no entiendo y me provoca

inquietud, puede ayudarme para conocer un aspecto de la cultura y sociedad local? ¿Qué quiere

decir aquí ser hermana, ser mamá o ser papá de alguien? ¿Quiere decir lo mismo que en Argentina,

mi país de residencia habitual? De manera más general, entonces, me pregunté: ¿Cómo funcionan

aquí, en esta particular sociedad, las categorías del parentesco?

Vamos a pedirle ayuda conceptual a Esteban Krotz, autor del texto “Alteridad y pregunta

antropológica”, para que nos ayude a entender cómo funciona el concepto de alteridad. La

alteridad, dice Krotz, tiene que ver con la experiencia de lo extraño. Es verdad que las plantas

y los animales pueden provocar situaciones de extrañeza, pero, según el autor “solamente la

confrontación con las hasta entonces desconocidas singularidades de otro grupo humano

-lengua, costumbres cotidianas, fiestas, ceremonias religiosas o lo que sea- proporciona la

experiencia de lo ajeno, de lo extraño propiamente dicho” (Krotz, 1994: 8).

Las categorías del parentesco usadas por Maritza de una manera tan singular me confrontaban con

una forma de vida diferente a la mía. Pero yo podría haberme quedado simplemente en la sorpresa y

no formular la pregunta por la alteridad que me impulsara a indagar en el concepto antropológico de

parentesco y a describir etnográficamente esta anécdota de campo. La descripción o registro de una


situación producida durante el trabajo campo que no comprendemos, es el puntapié inicial para

formular la pregunta por la alteridad. Estamos, entonces, en el medio de un ejemplo etnográfico de

la categoría alteridad. ¿Por qué? Porque capta el fenómeno humano desde el lugar de la “otredad” y,

al mismo tiempo, muestra la vinculación que con esa otredad sostiene la sociedad y cultura del/a

analista. Lo primero entonces es registrar al otro como “otro”:

“Un ser humano reconocido en el sentido descrito como otro, no es tomado como tal

solo por sus particularidades altamente individuales y mucho menos con respecto a sus

propiedades ‘naturales’ como tal, sino como miembro parte de una sociedad , como

portador de una cultura, como heredero de una tradición, como representante de una

colectividad, como nudo de una estructura comunicativa de larga duración, como

iniciado en un universo simbólico, como introducido a una forma de vida diferente de

otras -todo esto significa también, como resultado y creador partícipe de un proceso

histórico específico, único e irrepetible-. (...) Al divisar a otro ser humano, al producto

material, institucional o espiritual de una cultura o de un individuo- en-sociedad,

siempre entra al campo de visión el conjunto de la otra cultura y cada elemento

particular es contemplado desde una totalidad cultural (...) y, al mismo tiempo,

concebido como su parte integrante, elemento constitutivo y expresión” (Krotz, 1994: 9,

cursivas en el original).

Maritza no se propuso mostrarme uno de los aspectos fundamentales que la definían como miembro

de su particular mundo sociocultural. Ella solo quería dar un paseo por la “vila local”, tomar un

sparleta fresca (gaseosa de frutilla) en uno de los kioskos, acompañada por la mulungo visitante. Yo

no pensaba que aquella tarde se transformara en el momento en que iban a adoptarme como

hermana e hija de una familia local y, además, no esperaba que ese fuera el momento en el que esa

sociedad iba a revelárseme en uno de sus aspectos cruciales. Mucho menos imaginé que
comprender la alegría de Maritza iba a demandarme, como señala Krotz, remitirme “a la

pertenencia grupal propia”, a reflexionar sobre el modo de usar las palabras hermana, mamá y papá

en mi sociedad. Mi hermana Maritza me permitiría ampliar y profundizar el conocimiento sobre mí

misma y mi “patria-matria”.

Explicitemos algunas respuestas que quedan presupuestas en los párrafos anteriores en relación a

las preguntas formuladas más arriba. Maritza efectivamente era mi hermana en Mozambique,

porque un evento casual era significado como un oportunidad para crear lazos más o menos

duraderos entre dos desconocidas. ¿Era mi hermana en el sentido que le damos a esa palabra aquí

en Argentina? No, en Mozambique aludía a otro aspecto pues la forma de usar las categorías del

parentesco en las comunidades rurales del sur de Mozambique difiere de las nuestras. Sobre todo

porque estaba asociada a la adscripción racial en la que yo era clasificada en el lugar, como

mulungo (extranjera, blanca y rica). La división racial entre blancos y negros, institución heredada

del colonialismo portugués, hacía que la unión entre miembros de uno y otro grupo (entre Maritza y

yo) fuera sumamente compleja, por los prejuicios en contra de la población negra y la enorme

desigualdad económica, que generaban distancias difíciles de traspasar.

De manera que el uso que hacía Maritza de las categorías del parentesco no podía ser entendida por

fuera de las relaciones raciales imperantes en Mozambique. Estableciendo una relación de

parentesco ficticia conmigo, llamándome hermana, ella tendía un puente entre nosotras, entre su

sociedad y la mía. Ésta era una de las maneras que había gestado la sociedad local para traspasar -de

forma más o menos segura, evitando la posible explotación- los obstáculos sociales, raciales,

culturales y económicos que les impedían relacionarse con otras sociedades. Para entender esa

particular función que cumplían allí las palabras “mamá”, “papá”, “hermana”, debí contrastar el uso

que hacían de estas palabras en el sur de Mozambique con respecto al uso que yo misma le daba a

esas nociones en mi propia sociedad. En Argentina las categorías del parentesco y las relaciones
raciales no son vinculados de la forma en que lo hacen en Mozambique. De la consideración

reflexiva de esa extraña práctica de nominación y su contrastación con la mía, pude entender el rol

que desempeñaban en ese lugar las categorías del parentesco.

Una caja de sorpresas

Aquí está en acto el resultado conceptual del desplazamiento producido en la definición del objeto

de estudio de la Antropología Social, que de la cultura pasa a concentrarse en la pregunta por la

alteridad. Enfatizamos aquí que la diferencia cultural no remite sólo a las propiedades altamente

particulares de una determinada sociedad, no se relaciona exclusivamente con “la cultura” del otro.

Recurriendo al concepto de alteridad que trabaja Krotz, buscamos mostrar que el objeto

antropológico es relacional. La pregunta antropológica por la diferencia, por quiénes son los/as

otros/as, está en íntima vinculación con nuestra propia sociedad del/a antropólogo/a. La mayoría de

nuestras preguntas por los otros están relacionadas con la forma en que mi propia sociedad se

vinculada con los grupos antropológicamente indagados. Es como si la pregunta antropológica por

la diferencia cultural actuara como un bumerang: una vez lanzado, retorna a su lanzador/a, cargado

con las mismas preguntas formuladas, y nos obligara a dar cuenta de ellas.

Lo otro que pudimos ver aquí es el rol que desempeña la etnografía como enfoque (centrado en la

perspectiva de los actores); como método (la práctica del trabajo de campo, la observación

participante y el foco en las categorías o palabras que usan las personas para describir lo que sucede

a su alrededor); y como texto, una forma de exposición de un argumento y de mostrar evidencias

que lo pruebe. Pero, sobre todo, vemos la etnografía como un esfuerzo por reponer la humanidad de

los encuentros y lo vulnerable que somos a ellos.

En mi contacto con Maritza muchas veces me vi forzada a explicarle, para su sorpresa, que en mi

ciudad, en ese momento residía en Capital Federal, las personas no precisábamos cultivar maíz para
comer. “Entonces, cuando tienen hambre ¿qué hacen?”, me interrogaba con su rostro iluminado por

el asombro. “Vamos al supermercado”, le contestaba. “E entao minha irma, lá en Buenos Aires nao

tem elefantes? (“Y entonces hermana mía, allá en Buenos Aires no tienen elefantes?”). No, tenemos

otros animales- le respondía. No es que Maritza no conociera los supermercados o la existencia de

otros continentes y países. Los conocía perfectamente porque viajaba cada tanto con su hermano

mayor (Absalón), que se dedicaba al comercio, a Maputo, la capital de Mozambique.

Creo que las incisivas preguntas de mi interlocutora se dirigían a otro aspecto de mi cultura: quería

saber cómo era que nosotros manejábamos la incertidumbre con respecto al haber de alimentos,

dependiendo no del trabajo manual en la tierra propia sino, apenas, de la existencia del volátil

“dinero”. Maritza era una caja de sorpresas para mí; y yo, para ella. Ese juego de espejos es lo que

llamamos en Antropología alteridad, reconstruye nuestro objeto de conocimiento restituyendo los

dos lados que componen el contacto antropológico: nosotros/as y ellos/as. Quién es diferente para

quién depende del lugar adonde se formula la pregunta por la alteridad.

El trabajo por restituir el valioso aporte que la diversidad cultural puede significar para nuestra vida

social es una actividad en permanente reconstrucción. Cada encuentro humano con otras formas de

vida vuelve a plantear la misma pregunta por el significado que puede adquirir la diferencia

cultural; depende de nosotros/as considerarla un rasgo inferiorizante o un valor fundamental para

crear mundos más justos y generosos. Una última advertencia: “La alteridad tiene un alto precio: no

es posible sin etnocentrismo”, señala Krotz. La sorpresa, la paradoja o la curiosidad por otras

formas de vida humana, diferente de las nuestras, están organizadas por una inquietud etnocéntrica.

¿Cómo son? ¿Qué hacen? ¿Por qué hacen las cosa de ese modo y no de otro? ¿Por qué son tan

diferentes? Estas preguntas están movilizadas por la idea de que las cosas no se hacen de esa

manera: la gente, como diría mi hermana Martiza, no debiera confiar tanto en el dinero, no debiera

abandonar nunca el trabajo de la tierra. ¿Por qué lo hacen?, se preguntaba con concentrada
extrañeza. El etnocentrismo es el primer paso de la pregunta antropológica. El siguiente paso está

guiado por el esfuerzo reflexivo, el que somete a interrogación al/a propio/a antropólogo/a: - A

diferencia de este grupo que me inquieta, ¿en mi propia sociedad cómo funcionan las cosas? ¿Por

qué funcionan así? ¿Desde cuando? La alteridad entonces está relacionada con el objeto de estudio

primigenio de la Antropología, la cultura, pero en una torsión reflexiva, incorpora como dimensión

de análisis tanto al analista como a la población indagada. La alteridad no es posible sin

etnocentrismo pero, a la vez, en un trabajo de comprensión de la situación de contacto que incluye a

ambos, los trasciende y permite conocer tanto la sociedad objeto de estudio como la sociedad de la

que proviene el/la antropólogo.

El próximo tema de trabajo será la forma en la que alteridad, en el trabajo de campo y en el

análisis , exige dos procedimientos diferentes a quién se arriesga a formular la pregunta por el otro,

la otra. Esos dos procedimientos se llaman: familiarizarse y desnaturalizar. Nos vemos en la

próxima entonces!

Bibliografía
Guber, Rosana 2001 La etnografía. Método, campo y reflexividad. Buenos Aires: Grupo Editorial
Norma
Krotz, Esteban 1994 "Alteridad y pregunta antropológica", en Alteridades 4 (8) , pp. 5-11
Rapport Nigel y Overing Joanna 2000 Social and cultural anthropology. The Key Concepts.
London: Routledge
Zapata, Laura (2008) Além das Fronteiras: formação de missionários leigos ad gentes na Argentina
e práticas de evangelisação dos missionários argentinos na diocese de Xai-Xai, Moçambique, Tesis
de doctorado, Universidade Federal de Rio de Janeiro Museu Nacional - Programa de Pós-
Graduação em Antropologia Social, mimeo.

También podría gustarte