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Enredada.

Dilemas sobre el proceso


etnográfico de investigación de un
chisme y su publicación1
Patricia C. Fasano

“El mito de la participación antropológica en las culturas de los otros


está repleto de equívocos aleccionadores; no hay confusión respecto a de qué
parte está el antropólogo y de qué parte está el nativo.
A su tiempo, algo del discurso del uno encuentra su camino en el del
otro, al punto que el antropólogo puede querer poner palabras en boca
del nativo, o en que el nativo pueda ir tan lejos como para parodiar al
antropólogo. Pero no importa cuánto puedan converger sus discursos, siempre
llega, tarde o temprano, el momento en que el antropólogo abandona al
nativo y toma rumbo a casa”.
(Denis Tedlock, 1998: 296)

E ntre 2000 y 2003 realicé una investigación etnográfica sobre el sentido


del chisme en el escenario de la pobreza urbana, en un barrio periférico
de la ciudad de Paraná (Entre Ríos, Argentina). Imaginaba de antemano que
el chisme sería un objeto difícil de abordar empíricamente, teniendo en
cuenta su naturaleza esquiva y la estigmatización que en las personas produce
ser consideradas “chismosas”. Pero había llegado a él buscando adentrarme
en su comprensión y hallar elementos para, precisamente, problematizar
dicho estigma2.

1 Una primera versión de este artículo fue presentada en el marco de las VI Jornadas
de Etnografía y Métodos Cualitativos (Centro de Antropología Social del Instituto de
Desarrollo Económico y Social; Buenos Aires, 2010). Agradezco muy especialmente
los comentarios de Brígida Renoldi, Patricia Vargas, Rosana Guber y Laura Colabella
en distintos momentos de su reescritura.
2 El interés por estudiar el chisme se produjo en el marco de un proceso más extenso de
investigación sobre comunicación y socialidad en sectores de pobreza, en el ámbito de
la Universidad Nacional de Entre Ríos. En dicho marco, la trascendencia del chisme
en la vida cotidiana de las personas de los barrios populares se me impuso –podría
decirse– como evidencia de la existencia de algo más que pura ociosidad: había allí
un sentido extraño (antropológicamente específico) que era menester investigar para
intentar comprender. A la comprensión de ese sentido me aboqué a través de dos pro-
yectos de investigación simultáneos y convergentes: el primero –junto a un equipo de
comunicadores de la Universidad Nacional de Entre Ríos y dirigido con la Lic. Aurora
Ruiu– procuró establecer las características comunicacionales del fenómeno (Fasano
et al., 2009); en tanto, el otro –mi tesis de Maestría en Antropología Social– intentó

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Si bien tanto mi sentido común como la literatura antropológica sobre
el tema3 sugerían una íntima relación entre chisme y conflicto, en mi ima-
ginación esta relación siempre tenía lugar en terreno “nativo”, donde se
desarrollaba el trabajo de campo y del cual la etnógrafa regresaba indemne
a “casa” una vez finalizado. Nunca imaginé que esto podía incluirme y que,
investigar etnográficamente el chisme, sería sinónimo de verme enredada en
él. Tal vez no estaba preparada para experimentar desde adentro la relación
entre chisme y conflicto y, en fin, el sentido del chisme.
Fue necesario que experimentara mi propio trabajo de campo, fuera
“adoptada” transitoriamente por un vecindario, ingresara en una red de
chismes, produjera una etnografía, la publicara, ésta fuera leída y recibiera
las críticas de las personas involucradas, para que pudiera comprender exac-
tamente aquello que me había motivado a investigar el chisme: qué sienten
las personas en relación con él y cómo éste regula las relaciones de socialidad
cotidiana.
Sobre el proceso de haberme ido enredando con objeto y sujetos de mi
investigación reflexiono críticamente en este artículo, procurando aportar
elementos para un desarrollo conceptual de la reflexividad como necesaria y
privilegiada condición del proceso etnográfico de investigación. Sólo tantos
años después puedo escribir sobre ello.

El escenario

La investigación sobre el chisme comenzó en el año 2000; y de 2001 a


2003 realicé un intenso trabajo de campo etnográfico en un barrio popular
de la ciudad de Paraná (Entre Ríos, Argentina), llamado “La Pasarela” o
Barrio Belgrano. Al comienzo y durante varios meses, circulé por distin-
tos espacios de socialidad barriales con la idea de registrar chismes de los
cuales –imaginaba– tendría oportunidad de participar. Comencé por una
pequeña organización barrial de larga trayectoria e indiscutible legitimidad
en el barrio, constituida veinte años antes por un grupo de mujeres, ahora
ya abuelas, a quienes en el momento de la investigación acompañaban sus
hijas, hijos y nietos.
Cabe detenernos brevemente aquí para aclarar que en este contexto el
apelativo de “abuelas” tenía una doble carga de sentido: 1) el generacional
(“abuelas”), puesto que aquellas mujeres en condiciones sociales levemente

desentrañar el sentido antropológico de esa práctica para los vecinos del barrio (Fasano,
2006).
3 Entre otros ver Gluckman (1963); Paine (1967); Elías y Scotson (1994); Fonseca (2000);
Stewart y Strathern (2004).

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mejores que sus vecinas –con ingresos de empleadas domésticas, lavanderas
o planchadoras; o maridos asalariados de obreros– que dos décadas antes
habían comenzado informalmente a organizar un mate cocido para los niños
del barrio por entonces con la edad de sus hijos, rondaban ahora los 70 años
de edad, tenían nietos y bisnietos, y habían cedido el papel protagónico de
la actividad a sus hijas mujeres; y 2) el simbólico (“Abuelas”), ya que perso-
nificaban a la organización cuyo nombre abreviado era “Club de Abuelas”4.
Estas “abuelas” se habían convertido con el paso de los años en referencia
ineludible de la moralidad barrial y, a través de la organización “Club de
Abuelas”, procuraban realizarla de generación en generación.
Comencé el trabajo de campo allí debido a que circunstancias previas
me habían introducido en una relación de cierta familiaridad con algunas de
las mujeres. Esas “circunstancias previas” no eran nada inocuas a los fines del
proceso posterior y de la reflexión que sobre él pretendo desarrollar: había
yo llegado por primera vez al vecindario un año antes contratada por otra
investigación para entrevistar a las mujeres sobre su vida sexual y conyugal.
Esto había implicado de entrada la construcción de un fuerte vínculo de
intimidad y confidencialidad con algunas de ellas; las que, posteriormente,
desempeñarían roles fundamentales en el proceso de mi etnografía. Por
este hecho, cuando luego tuve que elegir un barrio donde desarrollar el
trabajo de campo de la investigación sobre el chisme, éste fue uno de los
que se presentó con mayor permeabilidad para facilitar el acceso a personas
extrañas a él, lo cual constituía un elemento crucial teniendo en cuenta mi
objeto de estudio.
En esa época (año 2000) el Club de Abuelas centraba su actividad en el
mantenimiento de un comedor comunitario para niños y adolescentes, al
que en el transcurso de la siguiente década agregó la oferta de talleres de
formación, ayuda escolar y otros servicios relativos a la nutrición y educa-
ción de los más jóvenes del barrio5. Dicho comedor constituía un ámbito
de participación casi exclusivamente femenino y la autoridad principal se
concentraba en la figura de la Abuela Ana y el pequeño grupo de mujeres
fundadoras, las “Abuelas”6.

4 El nombre completo es Asociación Club de Madres y Abuelas de Barrio Belgrano.


5 Esto fue posible a partir de que, en 2002, la organización obtuvo la personería jurídica
como Asociación, se convirtió en ONG y, como tal, accedió a financiamiento nacional
e internacional. La relevancia de este dato para nuestra investigación residió en que, tal
repentino crecimiento, generó un desbalance en las relaciones de poder dentro del barrio que
fue muy estimulante para la producción y circulación de chismes (ver Fasano, 2006).
6 Con el crecimiento de la organización, Ana fue relegando el mando en su hijo Pedro,
quien se encarga actualmente de su gestión administrativa y política. Ana es la líder de
los Morales, una familia tradicional de militantes del Partido Justicialista, integrada
además por sus hijos biológicos y políticos. Pedro rondaba los 40 años de edad en la

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Mi trabajo de campo etnográfico comenzó, entonces, con visitas al
comedor en el horario en que las mujeres hacían un descanso en su labor
como cocineras. Con algunas de ellas ya había conversado en ocasión de las
entrevistas sobre sexualidad, el año anterior; de manera que mi acceso a las
conversaciones del grupo fue inmediato y rápidamente se estableció entre
nosotras una mutua simpatía que con el tiempo fue transformándose en
sincero afecto. También frecuenté la sala de espera del Centro de Salud y el
otro comedor del barrio, si bien nunca llegué a desarrollar similares vínculos
de confianza, ya que la idea original era “circular” registrando chismes por
los espacios de socialidad barriales. Pero al poco tiempo de comenzado el
trabajo de campo y ante lo infructuoso de mis recorridas, caí en la cuenta
de que difícilmente irían a verterse chismes en presencia de una persona
extraña que “circula” por el barrio: esto atentaría contra la propia naturaleza
del chisme, que precisa de complicidades y vínculos de familiaridad para
circular. Esa fue la primera revelación sobre el chisme que me proporcionó
el trabajo de campo etnográfico.

La forma del chisme: del trabajo de campo


a la etnografía

Desde el primer momento la explicitación del tema de la investigación fue


para mí una preocupación, por un doble motivo: a) porque una característica
fundamental del chisme es la necesidad de preservar ciertas condiciones
de anonimato y elusividad para mantener su condición de tal; y b) por la
imagen negativa que acarrea en quien se supone que lo practica. Fue por
eso que, cuando necesitaba presentarme, lo hacía diciendo que el tema de
la investigación era “la comunicación dentro del barrio, las relaciones entre
vecinos, los chismes y etcétera”, intentando al mismo tiempo explicitar pero
diluir en el contexto de la frase el tema de la investigación. Esto hizo que la
dimensión ética del trabajo de campo ocupara, desde el comienzo, un espacio
fundamental en mis reflexiones, al no poder contar con un consentimiento
“libre y esclarecido” (Fonseca, 2010: 45) de las personas del barrio con
respecto a su participación.
Si la labor etnográfica suele de por sí conllevar la sospecha de “espio-
naje”, mi dilema ético era aun peor: me sentía siéndolo, sin ser sospechada.

época del trabajo de campo, había realizado estudios de Gestión y continuaba la tradición
justicialista de la familia, encarnando en persona la rivalidad con otras líneas internas del
justicialismo local dentro del barrio. Por ello y ante el manifiesto cansancio de su madre,
fue quien gestionó el proceso de transformación de la organización en ONG y se puso al
frente de ella a partir de entonces; sin embargo, Ana y las Abuelas continuaban siendo
la principal referencia simbólica de autoridad de la organización dentro del barrio.

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Sabía que a nadie le gusta constatar que ha sido elegido para representar a
un colectivo de “chismosos”; pero no podía revelar que estaba estudiando
el “chisme” porque hubiera alterado completamente su modo habitual de
circulación dentro de los espacios en los que yo estaba presente. Ni más ni
menos que lo que sucede en la vida cotidiana con la práctica de “chusmear”:
en cuanto es descubierta, pierde su efecto, se desnaturaliza.
Aun así, conseguí que algo del objeto de mi investigación fuese compren-
dido, y no faltó alguna vecina que se dirigiera a mí en tono de broma diciendo:
“A vos, que te interesan los chismes…”. Igualmente, todo el tiempo me
acompañaba la sensación de caminar por un campo minado… propiamente,
en el terreno del chisme.
En parte motivada por tal incomodidad –que me empujaba a asumir
alguna responsabilidad más “activa” en relación con el barrio–, pero también
porque transcurrido el tiempo los chismes no aparecían durante mi circula-
ción por los diferentes espacios comunitarios, el trabajo de campo me llevó
a asumir una participación activa en la vida de la organización. Comprendí
en ese momento que se trataba, el chisme, de ese tipo de prácticas que
sólo pueden ser conocidas participando en ellas ya que, para “chusmear”,
es preciso estar inserto en cierta red, “pertenecer” a algún espacio social
donde los chismes “hacen” sentido. Participar en la red del chisme implica
ser depositario de una confianza que, en nuestro caso, convierte al etnógrafo
en posible partícipe de la situación de enunciación específica que el chisme
requiere. Para ello, es preciso identificarse y ser identificado con alguna de
las posiciones sociales de la comunidad ya que, por definición, no se chus-
mea con cualquiera sobre cualquiera. En la lógica de funcionamiento del
chisme, esto sugiere la identificación con alguna de las facciones –políticas,
chismosas– que centralizan y organizan la puja en el escenario de relaciones
de poder de la comunidad. El chisme requiere, para su enunciación, de la
adscripción de sus participantes a una posición; en ese acto, revela que la
comunidad está compuesta por relaciones de poder, al mismo tiempo que
performa (da forma a) dichas relaciones.
Debí, entonces, resignar generalidad para ganar profundidad: fue cuando
decidí mantenerme exclusivamente en el ámbito del Club de Abuelas y
construir –en el contexto del barrio– una identificación pública con ese
espacio social. Nunca me llegarían los chismes que circulaban en los otros
espacios, pero accedería a éstos. A partir de ese momento, como etnógrafa
empecé a “transformarme” un poco en nativa7: comencé a construir un lugar

7 No ignoro las críticas al uso de este concepto por su connotación colonialista. Lo utilizaré,
sin embargo, a falta de uno mejor para referir al colectivo de personas que agencian la
teoría proveniente del campo.

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en una red de relaciones –y de chismes– que me fue habilitando para acce-
der a los “sobreentendidos” que todo chisme requiere para tener sentido y,
por lo tanto, me permitió acceder a esa dimensión de lo, al mismo tiempo,
colectivo y anónimo que el chisme actualiza/performa discursivamente
dentro de los límites de una comunidad –consistente, a estos efectos, en una
comunidad de sentido–; es decir, una comunidad cuyos límites están dados
por la capacidad de sus integrantes para producir, reproducir y comprender
el sentido de sus chismes.
De principio a fin, a través del trabajo de campo el chisme le imponía su
forma (de proceder) a la etnografía, en el mismo sentido en que refiere Maffe-
soli (1997) cuando habla de una mayor proximidad entre la forma de la vida
social y los procesos de investigación que pretenden dar cuenta de ella.

Co-implicaciones necesarias

A partir de 2002 –momento en que la organización comenzó a desa-


rrollar un proyecto más amplio de desarrollo social e institucional–, asumí
actividades de comunicación social en el ámbito del Club de Abuelas. En
ese momento comenzamos a construir un vínculo ya no sólo personal, sino
institucional, entre la organización y la Facultad de Ciencias de la Educación
de la Universidad Nacional de Entre Ríos, institución donde me desempeño
laboralmente8; ese vínculo, como veremos, se extendió luego de finalizada
la investigación sobre el chisme.
Al principio, la relación se reducía a mi actividad individual de investi-
gación (2001), a la que progresivamente se sumaron los demás integrantes
del equipo de la Universidad (2002-2003); simultáneamente, comencé a
desarrollar actividades de comunicación institucional y comunitaria, primero
de manera individual (2001) y luego con otras colegas comunicadoras sociales
(2002-2004); en la etapa final (2004-2009), dichas actividades tomaron la
forma de proyectos de extensión del Área de Comunicación Comunitaria,
organismo de la Universidad creado en 2004 y del que formo parte desde
entonces (2004 a 2009). En síntesis: entre 2001 y 2009, con diferentes
propósitos, se desarrolló mi relación con el Club de Abuelas.
Puede verse, así, que el que comenzó siendo un vínculo motivado exclu-
sivamente por la investigación se fue transformando, con el transcurso del

8 El vínculo institucional entre el Club de Abuelas y la Universidad Nacional de Entre


Ríos llevaba por entonces unos diez años, materializado a través del trabajo realizado
por la Facultad de Trabajo Social en esa organización. La de Ciencias de la Educación,
en cambio, sólo había tenido hasta el momento contactos esporádicos e informales, a
través de algunos investigadores.

164 CAPÍTULO 6
tiempo, en un vínculo de intervención institucional de la Universidad. Y al
decir esto, no ignoro que la investigación constituye de por sí un modo de
intervención en la vida cotidiana de la gente, si bien considero que esa dimen-
sión de la investigación antropológica es poco problematizada en nuestro
ámbito académico. Pero debo admitir que el proceso que protagonicé en el
Club de Abuelas no sólo se fue transformando en términos metodológicos
de “observación participante” a “participación observante” (Junker, en Guber
2001), sino que lo que comenzó teniendo por objetivo la investigación se
fue transformando con los años en un típico proceso de intervención, en
tanto la voluntad de conocer cedió el primer plano a la de transformar
(Cimadevilla, 2004) ciertas condiciones –en este caso, comunicacionales–
de la vida barrial.
Quedarán para otro texto los análisis críticos acerca de la racionalidad
desarrollista que orienta la mayoría de los procesos de intervención. Lo
cierto es que, con el paso del tiempo y a la distancia, identifico en la mía
la actitud que la antropóloga brasileña Claudia Fonseca resume en la frase:
“Si existe pobre, nuestra tarea es transformarlo” (2006: 21). La discusión
sobre la debida relación entre conocimiento y transformación de la vida
social merece un espacio propio, que no dedicaremos en este texto. Sólo
diré que me inclino a pensar, siguiendo entre otros a Geertz (2002: 222),
que filósofos, antropólogos, historiadores y cientistas sociales en general
deberíamos trabajar para “decir algo útil” sobre el mundo; y que esa “utilidad”
sólo puede surgir de un conocimiento situado (Haraway, 1995), específico y
comprometido. Los límites y la forma que adopte dicho compromiso es algo
que deberá discutirse en cada caso; lo que es cierto es que cuando la línea
entre investigación e intervención se hace más tenue, el proceso etnográfico
se complica (Fonseca, 2006).Y eso fue lo que sucedió en mi caso.
Pero debo decir que una co-implicación tal era: a) lo que mis “nativos”
demandaban, y b) lo que me posibilitó acceder a la lógica más íntima de la
organización y del chisme. ¿Hubiera sido posible –me pregunto– acceder a
la cadena del chisme de no haber ocupado ese lugar?
Fue tratando de “tomar en serio” el diálogo con los “nativos” (Goldman,
2008) que el proceso tomó esa forma. Por un lado, dijimos que en el Club de
Abuelas venía desarrollándose ya un vínculo institucional con la Universidad a
través de otra facultad. Ese vínculo incluía la intervención de alumnos y pro-
fesores en la vida de la organización a través de distintos tipos de actividades,
como censos, talleres, colaboración en gestiones administrativas; de manera
que en el barrio existía ya una imagen previa acerca de lo que personas uni-
versitarias debían y podían hacer en el vínculo con una organización barrial.
Por el otro, los proyectos de extensión que realizamos en los años siguientes

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surgieron de necesidades manifestadas por las propias personas del Club de
Abuelas: el primero consistió en un proceso de talleres para crear una radio
comunitaria en la organización; el segundo fue un proyecto de recopilación
de la memoria barrial, a través de actividades de taller con las Abuelas9, que
finalizó con la publicación del libro Había un entonces… Memoria(s) de barrio
Belgrano (Ruiu y Fasano, 2009).
Es preciso decir, también, que reconozco en esta co-implicación un rasgo
característico de la antropología “en casa”, en cuanto al tipo de vínculo que
une al antropólogo con su objeto de estudio en el trabajo de campo “en casa”
(Sluka y Robben, 2007). Así, al mismo tiempo “halfie” –como denomina
Abu-Lughod (1991) a la antropología “mestiza”– y “anfibia” –como llama
Soraya Fleischer (2007) a la conjunción entre rol académico y activista–,
mi etnografía sobre el chisme fue producto de ese complejo diálogo entre
posiciones, que me posibilitó participar de cierta práctica del chisme en el
contexto de la pobreza urbana de la Ciudad de Paraná.

“Participar” del chisme, ¿significa “chusmear”?


— ¿Te enteraste lo que hizo el hijo de la Mari? –me preguntó Ana.
Respondí que sí, que algo ya me habían contado. Ella continuó:
— ¡No, si no se puede hacer nada en este barrio! –coincidiendo con la
expresión que había tenido Pedro, su hijo, un rato antes al referirse al mismo
tema–. ¡Es una amargura atrás de otra! Vos sabés que los de la Vecinal de
Barrio El Sol nos mandaron una nota esta mañana, dirigida a mí y a Pedro,
donde ponen que no van a venir nunca más al barrio y que “lamentan” que los
organizadores ni siquiera nos hayamos dado una vuelta por ahí para poner
orden e impedir que eso sucediera… ¡Pero si yo creo que Pedro ni sabía que se
iba a hacer ese campeonato!
—…¡Pero el lío se veía venir –insistí con mi teoría–; si la vez pasada me
contaron que salieron a los piedrazos del Barrio El Sol las chicas de acá…!
— ¡No, pero el que armó todo fue el hijo de la Mari! …¡Y ella todavía
festejándolo! ¡¡Dicen que hacía así –gesto de aplauso–, mientras el hijo casi
lo mata a palos al árbitro!! ¡Y también se metió una mujer de por allá! –dijo
señalando con cierto desdén hacia el lado de la “canchita de la laguna”.
— ¿Pero no es que lo corrió con una vara? –intenté corregir la información.

9 Este proyecto, cuyo nombre fue Viejas historias: Memoria barrial y tercera edad (2005-
2009), se realizó conjuntamente con el Departamento de la Mediana y Tercera Edad de
la Facultad de Ciencias de la Educación.

166 CAPÍTULO 6
— ¡Con un palo, como así de grueso! –mientras sus ojos expresaban tanto
enojo como sus palabras, me mostró con la mano un diámetro como de cinco
centímetros–. ¡Si el pobre hombre dice que salió corriendo, que pedía ayuda!
¡¡Y cómo habrá sido, que en el camino se le cayeron todas las cosas, billetera,
llaves del auto, y ni se paró a juntarlas porque creía que lo iba a matar!! …
Después le alcanzaron todo…
—…¿¡Habrá estado medio “chupado” el Maxi…?! –sugerí.
— ¡Dicen que estaba drogado y chupado! ¡De todo!... ¡Pero yo no lo culpo
tanto al chico como a la madre…! –continuó Ana, sin ceder en su enojo.
— ¿¡Pero qué puede hacer la madre –balbuceé intentando una defensa de
Mari– si el Maxi ya es un chico grande, que no le hace caso?!
[…]
—…Porque la Mari es la que de chiquitos los hace salir a “pedir”… ¡Y ahí
es donde se pierden los chicos, en la calle!... ¡En lugar de estar estudiando,
yendo a la escuela, tienen que andar pidiendo!... […]10
Inmersa en la conversación con Ana, yo, etnógrafa, era una participante
más del chisme que por esas horas circulaba en el barrio; y cuando digo
“participante” lo hago en el pleno sentido de la palabra, refiriendo a la con-
dición de ser propiamente “parte” del objeto en cuestión: el hijo de “la” Mari
–una de las integrantes del Club de Abuelas– lo había corrido con un palo al
hombre que oficiaba de árbitro en un partido de fútbol donde se enfrentaban
las adolescentes representantes del Club de Abuelas y las del vecino barrio El
Sol. Maxi –hijo de Mari– había salido, al parecer, en defensa de su comuni-
dad, ante un arbitraje que consideró parcial. Lo “jugoso” de este chisme era
que: a) Mari representaba, queriéndolo o no, la moral modélica impartida
desde el Club de Abuelas; b) la conducta reprochable del hijo recaía en la
responsabilidad de su madre y, en última instancia, esto culminaba en una
conducta reprochable de una representante del Club de Abuelas; c) por eso
mismo, se trataba de un punto en contra para la organización, en permanente
competencia con sus rivales políticos dentro del barrio: “si es un fracaso para
uno, es un éxito para el otro”, me había expresado en una oportunidad Sole,
una persona muy allegada a la organización.
¿Hubiera podido, como etnógrafa, mantenerme al margen de la conver-
sación o, dicho de otro modo, al margen de la complicidad que demanda
la actividad de chusmear? Decididamente no. Yo conocía a Mari, a su hijo,
al Club de Abuelas; frecuentaba el barrio y la organización por esos días;
conocía la historia de la relación entre ambos equipos de fútbol; y además:

10 Fragmento de la etnografía (Fasano, 2006: 125-128).

PATRICIA FASANO 167


ejercía en ese contexto el rol de “escuchador profesional” que por momentos
termina reemplazando al director espiritual, a quien todo (lo decible) se
confía (Vincent, 1991).
Así, en la medida en que mi participación en las redes de socialidad del
Club de Abuelas se fue profundizando y con ello en las conversaciones,
comencé a participar en la performatización de los propios chismes11; de
manera que si esos chismes y no otros, ni en otras circunstancias, se pro-
dujeron, fue también debido a mi presencia en esa escena enunciativa. ¿No
contribuí acaso a que los chismes que escuché y reproduje existieran? ¿No
invertí a veces mi dosis de inquisitoriedad e intriga para facilitar que algún
chisme encontrara las condiciones óptimas para su enunciación?

La forma del chisme en el texto etnográfico

Mi investigación sobre el chisme terminó en 2004, aunque la relación


de trabajo con el Club de Abuelas continuaría varios años más. Puede ima-
ginarse que, luego de participar de sus vidas por cierto tiempo, y ellas de la
mía, fuimos construyendo con las Abuelas y varias de sus hijas biológicas y
generacionales –mujeres adultas ahora a cargo del comedor– una vinculación
de gran afecto y mutuo respeto.
Cuando terminé el trabajo de investigación y escribí mi etnografía, tenía
especial interés en que las Abuelas conocieran el texto, teniendo en cuenta
que ellas habían sido uno de mis principales interlocutores imaginarios al
escribirlo y con quienes sentía la mayor responsabilidad en términos de
fidelidad a la descripción de hechos y personas incluidos en él. Sobre todo,
tenía mucha curiosidad por saber si había logrado evocar en el texto el
“punto de vista nativo” y en algún sentido representar su discursividad. Al
mismo tiempo, me preocupaban los efectos simbólicos que la divulgación de
la investigación pudiera tener para las personas del barrio (Fonseca, 2010),
especialmente en términos de la profundización del estigma (de “chismosos”),
teniendo en cuenta que Paraná es una ciudad relativamente chica –300.000
habitantes– y las mismas personas suelen circular en los ámbitos académico
y de las políticas sociales.
La escritura del texto etnográfico había significado por sí sola una apuesta
y un desafío, ya que había intentado reproducir la estructura y la retórica
del chisme que había vivenciado, de manera de producir en el lector la “evo-
cación” de mi experiencia –y no su “representación exacta” (Pool, 1994)–.
Pretendía “aumentar la experiencia del lector” (Strathern, 1998: 225) y, para

11 Un análisis en términos performáticos del chisme fue realizado en Fasano (2008).

168 CAPÍTULO 6
ello, necesité echar mano de los recursos retóricos y expresivos del lenguaje,
convencida de que “sería, sin duda, una actitud reductora cuando, ante un
mundo que traspasa todas nuestras posibilidades de comprensión, lo identi-
ficamos solamente con uno de esos varios lenguajes” (Piault, 1999: 23). Pero
esta forma que asumió el texto no constituyó una decisión estética aislada:
también me fue sugerida por el campo a través del proceso etnográfico y
lo considero uno de los modos a través de los cuales fue materializándose
el diálogo entre teoría y campo, y fueron haciéndose visibles ante mí –o
en mí, como sugiere Peirano (1995)– las características del objeto de la
investigación.
Si bien me preocupaba el lectorado de especialistas, antropólogos,
cientistas sociales, estudiantes y lectores en general, sabía que la etnografía
llegaría a las personas del barrio; y, aunque me entusiasmaba el desafío, con
relación a ellas me preocupaba especialmente el hecho de que compren-
dieran que la mía era “una simple historia que pudo haber sido contada por
mucha, mucha gente” (Wolf, 1992), pero había sido contada por mí y desde
mi punto de vista.
Me asaltaban, en definitiva, las inseguridades que Clifford (1998) atribuye
a la “crisis” que atraviesa la autoridad etnográfica y que podría resumirse en
la siguiente paradoja:
“Si la etnografía produce interpretaciones culturales a partir de intensas expe-
riencias de investigación, ¿cómo es que la experiencia, no sujeta a reglas,
se transforma en informe serio autorizado? ¿Cómo es, precisamente, que un
encuentro transcultural, locuaz y sobredeterminado, atravesado por relaciones
de poder y desencuentros personales, puede ser circunscrito como una versión
adecuada de ‘otro mundo’ más o menos discreto, compuesto por un autor indi-
vidual?” (Clifford, 1998: 143).
Intuía –ya que recién mucho después habría de comprenderlo– que la
publicación entrañaba la oficialización de mi punto de vista, produciendo un
efecto de “homologación” consistente en “asegurar que se dice la misma cosa
cuando se dicen las mismas palabras” (Bourdieu, 1993: 88), es decir, en “fijar”
la relación entre la significación y lo significado, lo cual crea la ilusión de
estar produciendo la verdad “objetiva” (y única). Suponía que podían surgir
diferencias con respecto a la manera de interpretar los hechos, y también
molestias por ciertos sutiles –y no tan sutiles– develamientos que, a pesar
del uso de seudónimos, inevitablemente sucederían.
Por otra parte –y esto también tenía directa relación con el objeto de
la investigación–, en ningún momento del trabajo de campo había usado el
grabador; lo que más registré fueron intercambios discursivos y conversa-

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ciones del tenor de la citada más arriba. De manera que todos los diálogos
incluidos en el texto de la etnografía fueron reconstrucciones a partir de
un esforzado, pero frágil, trabajo de memorización, registro y posterior
evocación. Y para dar cuenta de la dinámica del chisme utilicé el recurso
de la cita textual, tanto en estilo directo como indirecto, identificada por
el entrecomillado o el guión al comienzo del renglón; un artificio retórico
utilizado para crear la condición de textualidad de las expresiones orales12.
No disponía yo de “pruebas” para demostrar la veracidad de lo que ponía en
boca de las personas, lo cual tornaba aun más vulnerable mi posición y mi
autoridad etnográfica.
Antes de publicar la etnografía como libro, llevé una copia al Club de
Abuelas, le pedí a Ana que la leyeran y me señalaran las modificaciones que
considerasen necesarias. Pasaron un par de semanas y volví por el texto:
no lo habían leído, me dijo Ana. Transcurrieron algunos días más y volví a
pasar: en esa segunda oportunidad, me dijo que sus hijos lo habían leído y
les había parecido “bien”13. Con resquemor revisé el texto para ver si tenía
alguna anotación, pero no encontré ninguna; tampoco Ana me hizo ningún
comentario y yo no quería generar problemas donde parecía no haberlos, así
que no ahondé en el tema; pero la ausencia de comentarios me hizo dudar de
que el texto hubiera sido efectivamente leído. Recuerdo que mi orientadora14
ya me había sugerido la posible infructuosidad de tal acción, mientras yo
insistía en hacer lo que consideraba políticamente más correcto. Pero a decir
verdad, es difícil imaginar que personas poco habituadas a la lectura leyesen
críticamente un texto de un centenar y medio de páginas, por más ameno que
resultase, y menos aun que lo hicieran con el detenimiento suficiente para
marcar sugerencias. Margery Wolf (1992) señala que el propio texto escrito
constituye de por sí la materialización de la asimetría siempre presente entre
investigador y personas pertenecientes al campo, y que su sola existencia
supone cierta violencia en relación con lo que implica fijar en el código del
lenguaje escrito aquello que es propio de la oralidad y el dinamismo de la
vida social.Y leyendo el artículo de Dona Davis (1993) comprendí más tarde
que lo que pretendemos anticipar no evita los problemas que los propios

12 Un análisis más detallado de esta cuestión metodológica de la investigación aparece


en Fasano (2010). Agradezco a mi colega de la UFRGS Patrice Schuch los oportunos
señalamientos en relación con este punto.
13 Se refería a Pedro –que vivía con ella– y a Estela –que vivía a media cuadra de su casa–,
los cuales participaban del comedor. En ese momento, los hijos “acompañaban” el trabajo
de Ana. En el transcurso de los años posteriores a 2001 se revirtieron paulatinamente los
roles: Pedro se transformó en el principal líder de la organización y Ana en acompañante
y convalidante histórica de los proyectos de aquélla.
14 Me refiero a Rosana Guber.

170 CAPÍTULO 6
procesos de producción de sentido generan –en este caso, el sentido atribuido
al libro por las personas incluidas en él–, siendo que éstos por definición son
procesos situados (Schutz, 1993). Esto se profundiza y complejiza para el caso
del chisme como objeto, ya no de investigación sino de escritura.
Podría preguntarme, además, si efectivamente estaba yo dispuesta a
recibir sugerencias sobre el texto y –más aun– a modificarlo, o si lo que
buscaba en aquel gesto era, más bien, la “autorización” para efectuar una
traducción, teniendo en cuenta que ésta siempre entraña “vicisitudes” y que
“la experiencia concreta, cercada de contingencias, rara vez alcanza la altura
de lo ideal; pero como medio para producir conocimiento a partir de un
compromiso intenso e intersubjetivo, la práctica de la etnografía conserva
un status ejemplar” (Clifford, 1998: 143). Recuerdo, sí, que Ana me sugirió
el uso de seudónimos para proteger algunas identidades, cosa que respeté,
aunque tiempo después algunas de las Abuelas me expresaron su disconfor-
midad por no haber usado sus nombres verdaderos, lo cual interpretaron
como un obstáculo para recibir el merecido reconocimiento a su labor, que
el libro contribuía a difundir en la ciudad15.
Todos estos fantasmas se agigantaban tratándose –como se trataba– de la
publicación de aquello que en su contexto natural circula, si no de manera
secreta, al menos velada: más que en otros casos en éste, por lo tanto, se
acentuaba la sensación de estar develando algo no concebido para circular.
Pero acaso, el chisme, ¿no existe por definición para circular?

“Chismosas”, ¿ante quién? El enfrentamiento del estigma

En abril de 2006 se editó el libro y en julio de ese año fue el acto de


presentación, al que estuvieron especialmente invitadas las Abuelas. En el
auditorio de la Facultad, las mujeres por momentos se convirtieron en centro
de atención por su sola presencia –inhabitual en ese ámbito– pero también
por la proximidad que evidenciaban con la investigación. Inclusive, en cierto
momento del acto, Ana se dirigió al público señalándose en tono jocoso y
diciendo: “¡Nosotras somos las ‘chismosas’!”.
Este gesto de Ana merece una reflexión antropológica, teniendo en cuenta
que implica una autoadscripción nativa al colectivo objeto de investigación
–practicantes del chisme– y teniendo en cuenta el estigma (Goffman, 1998)
que dicha identidad habitualmente supone, especialmente tratándose de
personas en situación de pobreza. ¿Qué quería decir Ana con esa frase, pro-

15 Sobre los dilemas éticos y políticos del uso de seudónimos en la investigación


antropológica, sugiero ver Fonseca (2007).

PATRICIA FASANO 171


nunciada a viva voz en ese contexto (académico) de celebración? ¿Qué decía
sobre ellas y sobre el chisme?
Lo primero que me llamó la atención fue el tono jocoso de la expresión,
en abierto desafío a la connotación pública negativa del término, lo cual
suponía su conocimiento de la existencia del estigma y, al mismo tiempo, su
conocimiento de las reglas que organizan el escenario donde el estigma fun-
ciona como tal: Ana, como eximia jugadora que es del juego social (Bourdieu,
1993)16, habituada al diálogo de clases que supone la actividad política, sabe
que en ese ámbito –de la Academia de las ciencias sociales– funciona el
estigma en relación con chisme y pobreza, tanto como la voluntad política
de superarlo; sabe, entonces, que es una excelente oportunidad para, al
mismo tiempo, afirmarse con relación al rasgo objeto de estigma e invertir
su valor social teniendo en cuenta que, confirmado por quien lo porta como
un rasgo positivo de identidad, el mismo debilita su negatividad (Goffman,
1998). Me es inevitable ver en ese gesto el de quienes en la Edad Media y el
Renacimiento ocupaban el espacio público del carnaval para reafirmar los
rasgos más estigmatizados de su cultura (popular), hermosamente descriptos
por Rabelais (1990 [1554]) y analizados por Bachtin (1987). En ese gesto,
en fin, Ana no se desentendía de su relación con el chisme, sino que desna-
turalizaba abiertamente la interpretación cultural de tal práctica.
En segundo lugar, vi en la actuación de Ana un gesto de afirmación polí-
tica e incluso un guiño cómplice conmigo, en relación con su presencia en
ese acto en el que se hacía pública la existencia de una investigación –ahora
una publicación– que visibilizaba al barrio y a la labor social y política de
las Abuelas. Había en su gesto una reafirmación de su conformidad con mi
investigación y un modo de significar su presencia en ese acto: en el marco
de tanto actor barrial “llevado” para ilustrar la “popularidad” de los actos
políticos, Ana –conocedora de la dimensión política de este acto de publi-
cación– dijo: “Nosotras estamos aquí porque queremos. Nosotras tenemos
voz propia. Nosotras somos las protagonistas del libro”.Y al decirlo, Ana le
otorgaba públicamente legitimidad política a mi investigación y a mi relación
con las Abuelas y con ella.Y, por qué no, también convalidaba al chisme como
objeto de mi investigación, reconociéndome la autoridad para hablar de sus
vidas en ese ámbito de potenciales lectores de la etnografía.
El chisme, a esas alturas, parecía haber reducido su condición vergon-
zante, y en algún sentido Ana estaba mostrando que se había prestado a la
investigación por propia voluntad, porque eso también había significado

16 No puedo evitar pensar en Ana cuando repaso la expresión de Bourdieu al decir que “el
buen jugador” es “el juego hecho hombre”, quien maneja las reglas de juego hasta el
punto de poder transgredirlas sin salirse de ellas (Bourdieu, 1993).

172 CAPÍTULO 6
la visibilidad del Club de Abuelas y del barrio, y porque en definitiva “ser
chismosa” no era algo tan terrible, sino más bien algo cercano a un juego.
Con esto contribuía, sin quererlo, a la confirmación de la principal hipótesis
de trabajo de la investigación: que el chisme, como la “taba”17, es un juego
en el que los actores participan motivados –como en todo juego– al mismo
tiempo por la competencia y el placer18.

Enredada: mi libro, objeto de sus chismes

Cada una de las Abuelas conservó un ejemplar del libro y, en los meses
siguientes, cada vez que visité el barrio tuve que llevar algunos ejemplares
conmigo porque siempre había alguien más que quería tenerlo. En definitiva,
en el barrio quedaron unos 30 ó 40 ejemplares y llegué a pensar que había
sucedido aquello que ocurre, según Mac Dougall (1998), cuando la etnografía
ha conseguido materializar un “encuentro cultural” y se vuelve, entonces,
un “objeto cultural” de la comunidad donde fue realizada. Eso parecía haber
ocurrido, al menos, entre julio y diciembre de 2006.
Los años siguientes casi no estuve en Paraná ni en la Argentina y mi
vínculo con el Club de Abuelas se distanció. Sin embargo, desde el Área de
Comunicación Comunitaria, un equipo del que por entonces yo participaba
más irregularmente, seguía trabajando con las Abuelas en el proyecto de
extensión que apuntaba a recuperar sus memorias sobre el barrio y, a partir
de ello, su lugar protagónico en la comunidad.
En 2008, en el marco de ese proyecto, se produjo en el ámbito de la
organización –por entonces ya liderada enteramente por Pedro– un malen-
tendido con relación a la administración de los recursos económicos. Cuando
mis colegas se acercaron al barrio para aclarar la confusión, la respuesta de
las Abuelas fue sorprendente: “el problema –dijeron, entre otras cosas– fue
el libro”, aludiendo a mi texto etnográfico. El libro había “hablado mal” del
barrio y de las personas, e inclusive se lo responsabilizaba por una serie de
conflictos entre vecinos, algunos de los cuales –y esto es lo paradójico– habían
acontecido tiempo antes de su publicación: tanto, que estaban incluidos en
él.También –supe después– se decía que con el libro yo había ganado mucho
dinero, fantasía a la que había colaborado mi repentina mudanza a Brasil a

17 “La taba es un juego típico del ámbito rural, que consiste en ‘tirar al aire una taba (uno de
los huesos del talón) de carnero, y en el cual se gana si al caer queda hacia arriba el lado
llamado carne; si queda hacia arriba el lado llamado culo, se pierde’. ‘Cambiar la taba’ es
una expresión eufemística utilizada para significar ‘cambiar la suerte’. Fue Ana quien, en
una oportunidad, refirió al chisme con el apelativo de ‘tabear’” (Fasano, 2004: 146).
18 Esta dimensión lúdica del chisme es trabajada en Fasano (2006), inspirada en Gluckman
(1963), entre otros.

PATRICIA FASANO 173


cursar el postgrado. Las elucubraciones, entonces, tomaron una forma que
suele manifestarse en las personas pertenecientes a sectores de pobreza
–aunque también en otros sectores sociales– con relación tanto a políticos
como a investigadores académicos: la de haber sido “usados”.
Días después concurrí a hablar con las Abuelas con la intención de aclarar
el malentendido, pero no hubo manera: Ana insistía en que a su yerno le
habían incendiado su “rancho” de la costa como represalia por cierta infor-
mación aparecida en el libro, a pesar de que dicho incendio ya había sido
mencionado en la publicación, o sea, había ocurrido mucho antes. También
durante la conversación –que nunca perdió el tono afectuoso y por momentos
risueño del habitual trato– surgieron anécdotas del proceso de la investigación
en las que una recordaba cuando me había disfrazado de payasa para un acto
en la plaza; otra recordó cuando me había presentado a su loro que luego le
había sido robado; y otra dijo que en una ciudad del interior de la provincia
de Santa Fe, la nieta de una de las Abuelas le había dicho a una colega, que
a su vez le había contado a otra y así hasta llegar a nuestros oídos, que exis-
tía un libro que decía cosas muy feas de su abuela, y que ella había llorado
amargamente porque no lo merecía…
Con respecto a las dos anécdotas que me involucraban directamente,
estaba completamente segura de que no habían sucedido nunca; de la tercera
no tenía modo de cerciorarme. Lo cierto es que luego de intentar ofrecer
argumentos racionales por doquier, me di finalmente cuenta de que el libro
y todo lo que lo rodeaba habían ingresado en ese terreno que desafía los
límites de lo verosímil sin perder su capacidad de producir sentido, que es
el terreno del chisme: dos años después de su publicación, el libro sobre el
chisme era objeto de chisme y, como no podía ser de otra manera porque
el chisme no obedece a un proceso racional –en el sentido de ser producto
de un cálculo– como a veces erróneamente se cree19, lo que ocurre con las
emociones difícilmente pueda ser despejado con la racionalidad. El chisme,
como reflejaban los ojos de la abuela Ana cuando me contaba el episodio de
Maxi en la canchita, era netamente emocional.
Al mismo tiempo, y por eso mismo, a lo sucedido conmigo y con el libro
le cabían las mismas reglas interpretativas que había utilizado en la etnografía
(Fasano, 2006): el chisme estaba siendo usado para hablar de otras cosas, de
cosas que no podían ser dichas –pronunciadas o, siquiera, vislumbradas– tan
abiertamente, y que tenían que ver con cuestiones estructurales de las relacio-
nes sociales.Tal vez, en este caso, se refería a la inevitable asimetría existente

19 Y esa confusión está relacionada con otra sobre la naturaleza misma del chisme: éste no
es primordialmente una práctica de información, sino de comunicación (Fasano, Ramírez
y Giménez, 2004 y Fasano, 2006).

174 CAPÍTULO 6
en el vínculo de investigación/intervención, a las ineludibles diferencias de
clase social y la indiscutible violencia simbólica que supone cualquier proceso
de investigación-publicación en las ciencias sociales.
Pero también, en el marco de esta investigación y de esta relación entre
sujetos y objeto, no podía dejar de percibir que el chisme sobre el libro me
hablaba a mí particularmente sobre cosas más específicas; quiero decir, sobre
la propia naturaleza del chisme.

“El problema fue el libro”. ¿En qué sentido “el problema


fue el libro”? Veamos algunas conjeturas

Para empezar, había algo bastante evidente en el enojo de Pedro y las


abuelas: algo así como la velada acusación de haber traicionado la relación
y violado un secreto. Esto me era bastante difícil de entender teniendo en
cuenta que: a) el texto había estado a su disposición antes de la publicación; y
b) los chismes son significaciones sociales creadas por definición para circular.
Sentía, sin embargo, que lo que se me cuestionaba era otra cosa: era algo así
como la traición a cierta naturaleza del vínculo.
Tiendo a pensar que lo que sucedió fue que, con la publicación de la
investigación, se reveló la “verdadera” naturaleza de nuestro vínculo, en dos
sentidos. El primero: al publicar el libro, yo no había participado del chisme
asumiendo sus reglas enunciativas tácitas de alusión/elusión, colectividad/
anonimato y referenciación/diferenciación20; yo no era, por tanto, “real-
mente” una nativa de ese chisme, a pesar de haber participado en él; en alguna
medida estaba “afuera” de la comunidad de sentido que el chisme performa,
es decir, fuera del alcance de la eficacia performativa del chisme como prác-
tica reguladora de las relaciones comunitarias; de otro modo, no lo hubiera
publicado. Al mismo tiempo, también en alguna medida estaba “adentro” del
chisme, en tanto había conseguido participar de su producción y circulación
con naturalidad; paradoja propia del hecho de haberme transformado como
etnógrafa funcional, no literalmente, en “una más” (Guber, 2001).
Esa primera revelación habilitó una segunda: la condición ficcional del
trabajo de campo y los vínculos construidos en ese marco.Y al decir “ficcional”
aludo específicamente al hecho de tratarse de un espacio-tiempo de rela-
ciones y vínculos construido ad hoc, con sus propias reglas de verosimilitud
y sus propios límites temporales. La publicación, con su sola existencia,
revela que la ilusión antropológica de “ser nativos” por un momento es sólo

20 Ana Aymá, en el marco del trabajo del equipo de investigación, contribuyó con los
desarrollos sobre las características enunciativas del chisme, que integran su tesis de
licenciatura y están incluidos en Fasano et al. (2009).

PATRICIA FASANO 175


eso, una ilusión; y dura, por lo tanto, un momento. Nos “enamoramos” de
esas personas y ellas de nosotros, y queremos fundirnos con ellas, ser ellas,
y ahí nos con-fundimos; esa con-fusión produce dolorosas y desagradables
consecuencias.
No creo, sin embargo, que esto sea evitable; por el contrario, la considero
constitutiva de cierto momento de los vínculos construidos en el trabajo de
campo etnográfico, al menos en el contexto de la antropología “en casa” (Bret-
tell, 1993). En cambio, sí creo que es metodológicamente minimizable.
Si tenemos presente en todo momento esa condición ficcional –cons-
truida– del trabajo de campo, hay varios aspectos del encuentro antropológico
que tiene lugar en ese marco que pueden ser optimizados a través de la consi-
deración creativa de ciertas cuestiones metodológicas. Concretamente, voy a
referirme a la “definición de la situación” (Goffman, 1981) que supone toda
relación humana, como las construidas en el trabajo de campo. Teniendo en
cuenta que la significación de tal situación va siendo construida performá-
ticamente a medida que es vivida, considero de vital importancia no sólo
la explicitación verbal de la identidad investigativa del antropólogo, sino
además la performatización de tal identidad. Explicaré brevemente a qué
me refiero.
En tanto la “definición de la situación” es una cuestión de índole
interpretativa, lo que se necesita para que los actores compartan el entendi-
miento de ella es una definición compartida del “marco” (frame) (Goffman,
1981), del “contexto” de la interacción. Pero dicho contexto no es entera-
mente creado durante el encuentro entre etnógrafo y actores en el campo:
el mismo viene parcialmente dado por la interacción institucional anterior.
Cuando el etnógrafo llega al campo por primera vez, lo hace representando
directa o indirectamente a alguna institución social (la universidad, una
dependencia del gobierno, una ONG, un medio de comunicación, etcétera)
con respecto a la cual los actores ya tienen alguna representación imaginaria,
sea ésta constituida a través de la experiencia directa o indirecta. Esto significa
que el etnógrafo se inserta en una red de relaciones de significación preexis-
tente, en la cual viene a ocupar un lugar; ese lugar supone relaciones de poder,
políticas, de género, de etnia, etcétera. Cuanto antes y mejor reconozca ese
lugar (de significación), antes y mejor podrá administrarlo y reflexionar sobre
él, es decir que antes y mejor podrá pensar etnográficamente.
Creo que esto jugó un papel fundamental en lo sucedido en el Club de
Abuelas. Aunque hubiese intentado explicar mejor –más claramente, todos
los días, antes y después de cada actividad, de cada conversación– la doble fun-
ción que estaba llevando a cabo, habría sido imposible evitar que los actores
proyectaran en la interpretación de mi presencia sus anteriores experiencias

176 CAPÍTULO 6
con: a) las personas que van al barrio representando a la universidad (y, en
general, a las instituciones que ocupan un lugar de cierta jerarquía en la escala
social); y b) las personas que hacen investigación de campo. En relación con
las primeras, hemos dicho que el Club de Abuelas había desarrollado ya un
imaginario con relación a lo que se espera que las personas universitarias
hagan en el barrio; por eso, siempre se esperaba de mí alguna cosa que yo
debía “dar” o “gestionar” para ellos; yo era quien estaba en posición de “poder”
y ellos, de “necesitar”; diría que la imagen remitía al típico modo de vincu-
lación política paternalista entre instituciones asimétricas.
Por otro lado, entiendo que era difícil para ellos comprender que estaba
haciendo una investigación, en tanto mi accionar no coincidía con el de
aquellas personas que hacen investigaciones de campo en la Argentina (o al
menos en Paraná). ¿Cuándo es verosímil, aquí, que una persona esté haciendo
investigación de campo? Cuando a) lleva consigo unos formularios y hace
preguntas a las personas, que vuelca por escrito en el momento (encuesta
o censo); b) lleva consigo un grabador y hace preguntas que va grabando
(entrevista); c) lleva consigo una cámara de video, con la que graba ambien-
tes y/o conversaciones (entrevista o filmación documental). Yo no hacía
nada de eso: llegaba, participaba de largas conversaciones tomando mate
con las mujeres, hacía afiches para informar de las actividades al vecindario,
organizaba y coordinaba reuniones para hablar de los problemas de la orga-
nización, en fin, no ofrecía ninguna pista sobre mi (verdadera) actividad de
investigación, aunque dijese que estaba investigando21. Me pregunto, ahora,
cuánto esa situación tiene de específica del contexto argentino, en tanto habla
del grado y modo de inserción de los métodos etnográficos en el contexto
de institucionalización de las ciencias sociales, ya que todos los signos men-
cionados en relación con un investigador de campo tienen que ver con los
métodos y técnicas típicos de la sociología clásica.
Lo que intento decir, en definitiva, es que la traición que se me adjudicó
no era relativa a la revelación del contenido de un secreto –interpretación
cercana a una concepción informacional del chisme– sino al tipo de vínculo
que se suponía me unía a ellos como co-partícipe del chisme y por ser una
de las condiciones enunciativas que el propio chisme requiere para funcionar.
Fue como chismosa –y no como investigadora– que cometí la traición.
Esta interpretación se enmarca en una reflexión performativa y
comunicacional del chisme, al que identifico con las características perfor-
máticas propias del ritual22.Y al respecto coincido con la crítica de Tambiah

21 De nuevo, la imposibilidad de hablar de todo; o mejor: la confusión de creer que la palabra


puede clarificar todo. Pero no es la palabra la que significa la experiencia vivida.
22 Un análisis en estos términos fue desarrollado en Fasano (2008).

PATRICIA FASANO 177


(1985) sobre el uso de la teoría de la información para el análisis de los
rituales:
“La comunicación social, de la cual el ritual es un tipo especial, supone muchos
rasgos que tienen poco que ver con la transmisión de nueva información y todo
que ver con la orquestación personal y con la integración social y la continui-
dad” (1985: 138, mi traducción y énfasis).
La publicación de la etnografía no develó un secreto sino que traicionó
la condición necesariamente evanescente del chisme, al plasmarlo en un
texto escrito, y la condición necesariamente esquiva de su autoría, al revelar
–aunque fuese con seudónimos– la identidad de los interlocutores, al desnu-
dar violentamente la responsabilidad en última instancia individual de esos
enunciados que en su forma “natural” se presentan anónimos y colectivos.
Pero eso no es todo: al ocupar mis “nativos” –referentes del texto
etnográfico– ahora el lugar de lectores –sus destinatarios–, se produjo una
alteración en las clásicas posiciones de enunciación de la etnografía como
texto, que generó consecuencias. Al identificarse –en tanto lectores– con la
interlocución propuesta por la etnógrafa como autora del texto, se produjo
en la población una desnaturalización y un extrañamiento –una alter-ación–
de aquello hasta entonces confundido en la, al mismo tiempo, oscuridad y
confiabilidad del sentido común (Schutz, 1993): el “sentido común” per-
dió cierta “naturalidad”, cierta “espontaneidad”, como también lo describe
Glazier (1993). Eso no podía sino producir algún tipo de desestabilización
en el sistema de relaciones cotidianas de esa pequeña porción del barrio
concéntrica al Club de Abuelas, que es donde el libro circuló y fue leído.
Al revelar la competencia entre facciones, las relaciones de dominación en
su interior, los comentarios que en clave de chismes circulan por detrás de
algunas personas y cómo se vehiculizan las relaciones de poder a través del
chisme, sin quererlo intervine en esas relaciones develando un mecanismo
hasta entonces no secreto, pero sí invisible en el sentido de naturalizado.
La publicación de la etnografía al ser leída por sus nativos des-naturalizó,
en cierto sentido, su sistema de relaciones y, al mismo tiempo, propuso del
mismo una interpretación que oculta el hecho de ser una interpretación
cultural, realizada por la etnógrafa desde su condición de clase, género y
etnia. Abu-Lughod (1991) señala cuán parcializado y marcado por una posi-
ción es el concepto de cultura que construimos: la desnaturalización que la
etnografía produce no “muestra lo oculto”, la verdad oculta –en el sentido
de “revelar” la verdad objetiva oculta por un “secreto”–, y sin embargo crea
la ficción de estarlo haciendo; la ficción de la verdad objetiva, propia del
efecto de oficialización (Bourdieu, 1993).

178 CAPÍTULO 6
En este sentido, la principal “traición” lo fue al propio contrato enuncia-
tivo del chisme en el que me fue dado participar; y el principal “problema”
causado por el libro fue consecuencia de haber sido leído por las personas del
barrio y haber sido inscripto –en la operación productiva de recepción– en
las redes de circulación y significación del propio chisme.
¿Fue un error haberlo publicado? ¿Fue un error que el libro llegase a las
personas del barrio? ¿Podría haber evitado estos problemas? No. Más que de
“problemas” propiamente dichos, creo que se trata de algunas de las (nuevas)
condiciones propias de la antropología “en casa” (agudizadas por la vecindad
global que facilita el uso de internet). Creo también que son las inevitables
consecuencias de intentar establecer un genuino diálogo con las personas
sobre cuyas vidas construimos nuestras teorías, en el sentido de “someter
nuestras elucubraciones epistemo-etno-céntricas al diálogo con las urgen-
cias, las historias y las vidas de los nativos de cualquier punto del planeta”
(Guber, 2001: 127). Dejarnos alcanzar por esas incomodidades es la única
posibilidad de que el dinamismo de la vida social alcance nuestras teorías y
posibilite la construcción de un pensamiento “orgánico”, como el que reclama
Maffesoli (1997), más cerca del erotismo de la vida que del “concepto” que
fija –arquetípico elemento de la ciencia racionalista–.
En la compilación de Caroline Brettell (1993) acerca de cómo leen nues-
tros “nativos” lo que escribimos sobre ellos, se presentan situaciones seme-
jantes y, en efecto, lo sucedido en el Club de Abuelas podría formar parte
del anecdotario propio de los trabajos de campo etnográficos. Eso no torna
lo sucedido menos displacentero e incómodo, pero me permite profundizar
en la comprensión del proceso. El “problema” del libro, en definitiva, varios
años después y digeridos los sinsabores, resultó una oportunidad fantástica
para seguir comprendiendo, ahora sí desde adentro, qué es y cómo funciona
el chisme.
El libro, su publicación y circulación divulgando información sobre el
barrio, fue en este caso el pretexto utilizado para tematizar en forma de
chisme el conflicto emocional que las personas sentían con aquellas cuestiones
que no comprendían del vínculo conmigo. Así, la ambigüedad estructural
del vínculo fue resuelta por los actores a través de una práctica discursiva
–el chisme– que adoptó un argumento claramente comprensible –la traición
que la publicación suponía– para expresar su enojo con relación a cuestiones
más profundas –el malentendido sobre mi lugar y mi pertenencia al Club de
Abuelas; la frustración en relación con las expectativas sobre lo que puede
ofrecer la Universidad en situación de intervención en ese contexto social;
la tensión que produce el modo en que a través de las investigaciones inter-

PATRICIA FASANO 179


venimos en la vida de las personas. Como Mari, fui sancionada a través del
chisme y obligada a re-posicionarme.
Claro que el chisme surtió su efecto y mi posición ya no es la de entonces.
A doce años de comenzada la investigación, he podido comprender en carne
propia el sentido del chisme y cómo éste regula las relaciones sociales. Pero,
además, ese chisme me obligó a re-posicionarme en cuanto a cuestiones
estructurales de mi práctica profesional: me obligó a reflexionar ética y
políticamente sobre la relación entre investigación académica e intervención,
sobre el lugar social de la Universidad en la intervención social, sobre los
vínculos del trabajo de campo etnográfico, sobre mi lugar en dichos víncu-
los… El chisme, también en este caso, obligó a tornar menos ambiguas a las
relaciones sociales, como lo habíamos observado en la etnografía.
Entretanto las personas, sus agentes, quedamos allí, “enredadas”. Sólo
volviendo a campo sabré en qué medida y con qué alcances. Entonces seguiré
aprendiendo etnográficamente sobre el chisme.

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182 CAPÍTULO 6

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