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NOTAS EPISTEMOLÓGICAS DESDE UNA INSOLENCIA GEO-INTERCULTURAL

Carlos Alessandro
Carlos@ilanud.or.cr
Eje: Descolonización del saber y construcciones epistemológicas alternativas

Resumen
Una lectura académica universalista, especula que “lo humano” evoluciona en un encuentro
con la naturaleza donde, tanto uno como el otro, se transforma y modifica por medio de la
satisfacción de necesidades. Así, los recursos propios al campo natural se presentan para ser
medidos, comprados y explotados. Mientras que, lo rotulado como cultural, instituye, crea
y progresa alterando su entorno. De este modo, la humanidad usa la naturaleza cubriendo, a
lo largo y a lo ancho del orbe, necesidades, deseos y goces; objetivando y cosificándose en
ese mismo proceso de producción, explotación y consumo. De esta forma, se cristaliza
sobre el mundo una semántica absoluta y homogénea donde un polo se manifiesta como
activo mientras que el otro, aparece como pasivo.

En suma, naturaleza y humanidad quedan íntimamente ligadas a un ciclo de necesidad y


satisfacción; proveer y producir. Un parámetro perpetuo, constante, donde el primero sólo
otorga la posibilidad de favorecer las posibilidades para la vida de lo humano, haciendo de
lo cultural una conjunción de prácticas y tradiciones por medio de las cuales se facilita
intercambios entre lo uno y lo otro.

Finalmente, entonces, el objetivo de este trabajo será conmocionar el paradigma lógico


antes citado, producto y efecto de la modernidad a través de conceptos tales como:
geocultura e interculturalidad; al tiempo que se aspirará a develar la construcción de
algunas falsas dicotomías: cultura/naturaleza, humano/inhumano y nos-otros /otros.
Universalismos, geoculturas y ch´ixi: alianzas y desencuentros en relación al Otro.

En el libro Geocultura del Hombre Americano (Kusch; 1976) se narra el encuentro de un


anciano, su nieto y dos académicos donde el clima altiplánico hace de las suyas, tanto en el
sembradío así como también con los animales del lugar. Acorde a lo expuesto en el texto,
para el anciano no era necesaria una bomba de extracción de agua para mejorar la
producción de su entorno; él podía hacer llover. Es decir, su recurso no era tecnológico sino
“mágico”. Esta solución poco “ilustrada”, chocaba de frente ante la diversidad cultural y su
consecuente hacer-saber de los letrados presentes.

El desafío consiste entonces en pensar, si el nudo de la escena antes descripta gira en torno
a la bomba de extracción de agua; la “magia”; los actores; o al posicionamiento, saberes y
recursos que cada uno posee frente a un mismo escenario. Debido a esto Kusch (1976), a
modo de respuesta a la encrucijada antes expuesta, sostiene que la cultura es prioritaria en
relación a la tecnología y, además, es una estrategia vinculada, tejida, a un lugar y tiempo.
Esto implica, a su vez, que la cultura es política y acontece de una “indigencia de existir”
(p. 175). En consecuencia, el estar desprovisto de todo –en condición de indigencia- no es
analizado ni reducido a una falta sino que, todo lo contrario, es vivido como potencia.

Por otro lado, cultura deriva de cultivo y este, trae consigo, la idea de siembra. Una semilla
que está en un estado de potencia de vida hasta que las condiciones del suelo le permiten
estar-siendo. Tal como esgrime Ahumada (2012), la idea de seminalidad en Kusch está
sentida e interpretada por medio de la conjunción de crecimiento; declinación/renovación.
Una potencia que se encuentra en un estar perpetuo enraizada en lo cotidiano sin
pretensiones de trascender a través del ser. Por lo tanto, “La importancia de la geocultura se
debe a que supone lo fundante del suelo por una parte, y la deformación de cualquier tipo
de pretensión de universalidad por otra”. (Scherbosky, 2015: 46).

De acuerdo a Kusch, por ende, la cultura solo sería posible por medio de una alianza
inevitable con un suelo. Una tierra imposible de ser adjetivada como enunciado,
representación, sustancia o cosa pero que, sin embargo, pesa. (Kusch, 1976: 110) De esta
manera, germina un arraigo que posibilita y habilita a la vida pero sin un necesario
movimiento instituyente, salvo que se piense a este como un perpetuo renacer de lo
comunitario a través de un vínculo inexcusable que nos hermana en una posibilidad de
estar y ser junto otros. Por tanto, la cultura es un punto obligatorio de anclaje político y
geográfico donde el sujeto está ahí siendo con su paisaje. Una lectura de lo vincular,
facilitada en el encuentro con otros y pronunciada en un dialogo entre ese “Nos” que nos
nutre y constituye.

Por lo tanto, es de valor resaltar lo expuesto por Rivera Cusicanqui (2018) cuando enuncia
que, por ejemplo, el barroco mestizo nos enseña no una síntesis original entre dos mundos
sino un lastre de la autodenominada cultura occidental. Para esta autora paceña, debe
trabajarse sobre la contradicción y no desde la lógica del todo; del absoluto. De allí, que
hable de una zona de fricción –taypi-ch´ixi- como un espacio intermedio donde se
comunican y enfrentan los supuestos sin necesidad de arrimar a un resultado. Así, por
ventura, se podría sostener no una representación de dualidades sino de un tiempo y espacio
intermedio donde el caos no es tal, ni siquiera síntesis o resultante, más bien una
posibilidad de convivencia de lo diferente y heterogéneo. De esta forma, los relatos de los
vecinos, lo diverso, peligro, oscuro y antagónico, se expresa a través del paisaje como algo
conocido, no tan temido o lejano. Allí, lo pluri -múltiple- encuentra su verdadera potencia y
lo “mágico” tan solo revela, otra forma de vivir. Es decir, se muestra una diferencia de
perspectivas y códigos que habilitan desde lo geocultural e intercultural a construir una
con-vivencia a través de los distintos “logos”, las distintas racionalidades; lejanos a un
“ordenar” que necesariamente implica un estar aferrados al poder (Kusch, 1975; Langón,
2005).

Así, la división maniquea planteada por Fanon (1964), en parte pierde su fuerza en la lógica
andina promovida por Rivera Cusicanqui, ya que no se dividiría el mundo sólo en blancos y
negros -o colonizados y colonizadores- sino que hay toda una gama de realidades; tantas,
como vidas laten y se perciben. Existencias promovidas al silencio y el olvido por una
matriz colonial. De esta manera, en el día a día, se hace visible la construcción de
polaridades impuestas al cuerpo del socius, que construyen y promueven hábitos, haciendo
casi imposible sostener la interpretación de estos diversos mundos -y sus formas de
convivencia- por fuera de binarismos. Vale la pena entonces, recapitular lo expuesto por
Boaventura de Sousa (2010a) cuando menciona que no sólo existen genocidios sino
también epistemicidios (p. 82) sobre los que se han construido los andamios de la cultura
moderna y colonial. Una matriz que fija coordenadas y discursos legitimados a través del
saber científico que enuncia, etiqueta y homogeniza, aquello digno de ser entronado como
verdadero. De esta forma, si no se aprehende el código semántico aprobado a lo largo de los
múltiples esfuerzos académicos eurocéntricos universaliantes, las palabras rebotan contra
los marcos epistémicos, pero nunca adquieren peso específico. Por lo tanto, la injusticia
social también puede ser analizada desde una injusticia epistémica. Tan sólo basta recordar
la anécdota de Kusch donde la incomodidad y nerviosismo expuesto por los doctos (ligado
al saber tecnocrático: bomba de agua) intentó arrasar e imponer su verdad ante el silencio e
interioridad del abuelo altiplánico.

Esto significa, que el legado cartesiano pienso, soy -pienso conquisto, (Dussel, 1994)-
encuentra su fibra legitimadora en los argumentos de la ciencia occidental, dejando sobre
los márgenes lo místico, metafísico; aquello que remite a los afectos donde se está. Pies
enraizados, que bailan a un ritmo sacrílego, que habilitan al encuentro con otros en un estar
de igualdad -propio a una indigencia vital- sin pretensiones de trascendencia. Por ende, se
puede ponderar que esta matriz instituye una fórmula: se es donde se piensa y se está donde
se siente. Por consiguiente, la colonialidad del poder siempre esta anudada a una matriz
homogeneizante y subjetivante (colonialidad del ser) alimentada a través de la relación
saber-conocer (epistemología y hermenéutica). Como corolario entonces, tampoco se puede
ignorar en este sentido, la epidermización racializada (Fanon, 2009), la bestialización y
feminización (Ochoa Muñoz, 2014), la infantilización (Fornero y Artaza, 2018) de
múltiples alteridades que, nominadas por otros -que nunca estarán siendo nosotros- que
imponen tradiciones y costumbres que habilitan vivir a través de una subjetividad de
sumisión. Sujetos, por ende, sin derechos, explotados, cosificados y en perpetuo desarrollo.

Así, llegamos al denominado hybris del punto cero (Castro Gómez) donde el colonizador
impone su visión de mundo, así como también los posibles problemas a resolver. De esta
forma, no existe posibilidad para que la magia sea ciencia o lo natural sea humano -y
viceversa- porque todo lo que toque la palabra dará muerte al sentido velado por la
modernidad. Por ello, como lo afirma Mignolo (2019), la tarea del pensamiento decolonial
o anticolonial, debe develar los silencios impuestos por una episteme occidental, no solo a
través de los embates teóricos, sino también -y sobretodo- en relación a una ética de estar
siendo, junto a otros. Por ende, como propuesta, debemos trabajar devolviendo sentidos a
través de la afectos, vínculos y memoria para que, desde allí, se de paso a diversas
posibilidades de convivir. Entonces, las palabras y silencios expresados por un anciano tal
vez, no sean sólo ensalmos mágicos sino una manera más de estar-siendo desde la
multiplicidad. Quizás, de esta manera, la lluvia no sea necesaria para el riego sino, deviene
porque añora besar la tierra.

Conclusiones.
Este trabajo no posee mayores pretensiones que exponer tensiones epistémicas y
hermenéuticas promovidas desde la modernidad, ya habituales en nuestra vida cotidiana.
Tensiones que se manifiestan de forma ocurrente, a través de binarismos sedimentados
pacientemente, por medio de discursos vinculados al saber y, por lo tanto, del poder.

Desde que se estudia al conocimiento como tal (epistemología) se ha dado lugar a apreciar
diferentes modos de construir y transmitir saberes. Lo novedoso radica, en hacer que el
maestro comunique una única visión de mundo –uni-mundo- (Escobar, 2014), un
pensamiento monopolizador, homogeneizante, racista y maniqueo (bueno - malo, correcto -
incorrecto, metafísico - científico, sociedad – naturaleza, sujeto – objeto, negro – blanco,
hombre – mujer, arte – folklore, filosofía – cosmovisión, civilización – barbarie, entre
otros) que a partir del pregonar de cualquier paradigma ético, darían nauseas.

Así, la erudición queda asociada a frases de grandes autores y libros de “cabecera”,


facilitando la acumulación y consumo de datos. De esta forma, se cita y repite a través de la
educación disciplinante, cristalizándose en bibliotecas. Por lo tanto, el conocimiento
construido desde una matriz colonializadora se vuelve hegemónico y dicta, desde su
catedra, saberes que iluminan al vulgo populaje.
Los legos entonces, construyen un camino, no con pocos obstáculos en el medio, para que
su palabra mestiza –ch`ixi- sea escuchada con valor de veracidad y potencia de saber. De
otra forma, serán dialectos, lunfardos y códigos de barrio los que, apropiados por la ciencia
como “datos”, orientaran al profesional para interpretar al mundo desde una sola lente.

Por lo tanto, bestializar, infantilizar, feminizar, racializar y hasta etiquetarlo como


peligroso, si no se adapta pasivamente a los dispositivos impuestos, hacen del mestizo un
riesgo permanente para el statu quo buscado por la colonialidad. Desde esta perspectiva
entonces, se pude valorar como un acto de insubordinación el hacer, vivir y pensar desde un
estar en los márgenes de un Estado, deseoso de modernización.

Para salir de esta encrucijada cabe destacar lo expuesto por Kusch (1976) en relación al
desarrollismo: vale la pena pensar más en el campesino que en el desarrollo, ya que el
“mito de la transformación, reducido a la interacción entre hombre, necesidad y naturaleza,
responde a una abstracción y, por consiguiente, corre el riesgo de ser falso.” (p.122)

Precisamente, sentir, hacer y pensar desde esta tierra, no como algo producido o como
productor sino como parte, nos habilita a construir desde la potencialidad del hacer junto a
otros. Así, salimos de la lógica de la carencia, falta, siempre anclada a la concepción de
necesidad. Justamente, el conocimiento eurocéntrico, microfísico y de coerción, nos insta a
pensarnos desde el lugar de un sujeto (individual) inacabado desde el origen.

Acorde a este supuesto teórico, el humano al nacer se presenta desvalido, vulnerable,


haciéndolo dependiente de otros para poder vivir. De esta forma, se instala la proeza de
superación de la especie humana, donde siendo el biológicamente más indefenso, gracias a
su mente, logra lo imposible: sobrevivir. Asimismo, sonando casi a un mal guion de
Hollywood, el “Hombre” (Es otra, la historia y suerte de mujeres, ancianos y niñxs) se
desligaría de lo natural para pasar a ser parte de lo social-cultural.

Este mito de origen elevado al rango de verdad absoluta, habla de la vida humana a partir
de una sumatoria de individualidades que se organizan y coordinan para vivir. Ya alejado
de eso designado “natural”, pero siempre añorando lo perdido, queda habilitado y
desensibilizado para conseguir mediante su esfuerzo, recursos del medio para subsistir.

De esta manera, dada su vulnerabilidad de origen, el sujeto necesita extraer recursos –


satisfactores- del medio para poder vivir. Por lo tanto, el territorio es sentido y habitado
como un espacio “continente”, donde lo humano lo erosiona –producido y productor-
mientras que el reino natural convive. Precisamente, así se justifica cierta depredación y
consumo para poder ser mientras que, desde otra lógica, quedaría resistir y sobrevivir en
una zona de no ser. (Maldonado Torres, 2015). Encerrona trágica (Ulloa, 1995) de una
polaridad fabricada, donde los discursos no dejan de repetirse en un único sentido. Allí,
donde la necesidad es básica y fundante, siempre concatenada a una demanda –al límite del
goce- que se perpetúa en un deseo siempre insatisfecho.

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