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La prohibición del velo integral, una cuestión de género

Por Octavio Salazar (7 de julio, 2014)


El pasado 1 de julio la Gran Cámara del Tribunal Europeo de Derechos Humanos estimó
que la Ley francesa aprobada en octubre de 2010 y que prohíbe llevar la cara tapada en
espacios públicos no vulnera ni el derecho la vida privada (artículo 8 del Convenio Europeo
de Derechos Humanos) ni el derecho a la libertad de conciencia y religiosa (artículo 9 del
mismo Convenio). Entiende el Tribunal que la limitación impuesta por el legislador francés
es proporcional en cuanto que satisface el objetivo de mantener las condiciones mínimas de
convivencia e interacción social. De esta manera se resolvía el recurso interpuesto por una
ciudadana francesa de origen paquistaní, musulmana, que había sentido violada su libertad
religiosa al no poder llevar el burka y el niqab en público, dos prendas que usa como
expresión de sus convicciones personales y religiosas. La sentencia, sin embargo, es mucho
más tímida en cuanto a la efectividad del principio de igualdad de género como límite a las
expresiones culturales o religiosas, e incluso afirma que difícilmente un Estado puede
invocarla en orden a prohibir una práctica que es defendida por las mujeres en el contexto
del ejercicio de sus derechos y libertades.
La decisión del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, mucho más ajustada a los
principios democráticos que la muy cuestionable sentencia de nuestro Tribunal Supremo
que en 2013 anuló la Ordenanza del Ayuntamiento de Lérida que preveía una limitación
similar a la francesa, nos ofrece argumentos jurídicos desde los que afrontar un debate que
en los últimos años se ha planteado en diversos países europeos. Un debate en el que, con
frecuencia, se olvida que estamos ante una cuestión de género, en la medida en que las
afectadas son mujeres y sobre todo en cuanto que la discusión que se plantea tiene que ver
con unas prendas cuya significación va más allá de lo religioso. Es decir, la clave del debate
debería situarse en como el velo integral expresa, como bien lo explica Wassyla Tamzali,
“el proyecto de un mundo en el que los hombres y las mujeres estarían separados" y, en
definitiva, "una relación entre los sexos basada y legitimada por la servidumbre a
la potestad masculina”.

Efectivamente, y como muy bien razonó en su día el Consejo de Estado francés, la


diversidad cultural y religiosa debe estar limitada por lo que dicho órgano denominó “orden
público inmaterial”, es decir, “la base mínima de exigencias recíprocas y de garantías
esenciales de la vida en sociedad”. Ahora bien, y dando un paso hacia adelante, en el
conjunto de dichas exigencias habría que situar el respeto y garantía de los derechos
humanos de las mujeres o, lo que es lo mismo, de su autonomía. Desde este punto de vista,
el uso del velo integral representa un grave atentado contra ese espacio de dignidad en la
medida en que es expresión de la violencia estructural y simbólica que continúan sufriendo
muchas mujeres. Unas mujeres que son “heterodesignadas”, es decir, definidas personal y
socialmente no por ellas mismas, sino por lo que los hombres, que son los que desde el
poder interpretan las culturas y religiones, establecen para ellas.

Estamos, por lo tanto, y aunque el Tribunal Europa de Derechos Humanos no se atreva a


entrar en esta perspectiva, ante una cuestión de género porque tiene que ver con las
relaciones de poder que se establecen entre hombres y mujeres. Unas relaciones que, muy
especialmente en el contexto de determinadas culturas, siguen marcadas por el control del
varón sobre la mujer y por el papel de ésta como “guardiana de las tradiciones”. Todo ello
en un contexto de subordinación que encuentra amparo habitualmente en unas normas de
Derecho Privado que mantienen a las mujeres en situación de minoría de edad. Por lo tanto,
no deberíamos tener ninguna duda de que los derechos humanos de las mujeres, entendidos
como las capacidades que le permiten ser autónomas e incluso rebelarse contra su cultura
de origen, deberían actuar como límite indiscutible de la libertad religiosa y de las
identidades culturales. Algo que por otra parte deja muy claro el artículo 5 del
CEDAW (Convenio de 1979 sobre la eliminación de todas las formas de discriminación
contra la mujer), un tratado internacional que por cierto ni la Corte europea ni nuestro
Tribunal Supremo se dignan a citar en sus sentencias.
En todo caso, la sentencia de Estrasburgo supone un dique de contención frente a un cierto
multiculturalismo “acrítico” que en los últimos años, y de manera un tanto paradójica, se ha
instalado incluso en determinados sectores progresistas. Los cuales olvidan con frecuencia
que uno de los pilares de cualquier democracia debería ser que todos y todas, hombres y
mujeres, podamos actuar como pares tanto en lo público como en lo privado. Algo que
difícilmente es posible si velamos el rostro y si nos encerramos en una cárcel que nos niega
visibilidad y presencia social. Porque claro, el problema no es tanto que si se prohíbe el
velo integral condenemos a ciertas mujeres al ostracismo sino que con él difícilmente ellas
pueden participar e interactuar social y políticamente. Y si no, prueben todos y todas los
que parecen tan felices con el respeto de la diversidad cultural, incluidos los magistrados
del Supremo, a desenvolverse durante 24 horas bajo un burka. Tal vez sea la experiencia
definitiva que nos permita constatar de una vez por todas que es imposible ejercer
plenamente la ciudadanía siendo esclavos de una identidad.
https://elpais.com/elpais/2014/07/07/mujeres/1404705600_140470.html

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