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MEMORIAS
DE JESÚS
Francisco DE MIER
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TARJETA DE PRESENTACIÓN
Me agrada contemplar la luna en cuarto menguante. Es como una barca que alcanza
en semicírculo todo el *Fértil Creciente+, desde Mesopotamia, *el país de los dos ríos+, el
Tigris y el Eufrates, hasta Egipto, donde se mezclan pueblos y culturas. Dentro de sus
dimensiones se desarrolla toda la historia bíblica. Siglos atrás, los habitantes de esta región
creían que la luna era la barca de Sin, la diosa lunar, que navegaba en las alturas vigilando
sus dominios. Yo nací y viví en el centro de esos dominios y aun quedaban restos de sus
antiguas creencias, según pude comprobar hablando con las caravanas que cruzaban nuestra
tierra.
—Dichoso tú —me dijo en una ocasión un viejo camellero— porque naciste en el centro del
*Fértil Creciente+. La diosa Sin te protegerá. )Ya has recorrido la *Media Luna+?
—Solo hasta Egipto, y de muy niño; no recuerdo nada —respondí con cierta añoranza, pues
me atraía la cultura de aquel pueblo.
Efectivamente, nací en un centro geográfico, en un cruce de pueblos y caminos, que
hoy me interesan vivamente porque en todos esos pueblos andan dispersas mis raíces. La
tierra está viva y algo de ella se pasa a la persona.
Viví también en un centro de siglos. La historia de mi pueblo empezó dos mil años
antes, con Abraham, en una punta del *Fértil Creciente+, en Ur de Caldea, y de mí en
adelante han pasado otros dos mil años, hasta llegar a este final del siglo veinte. Me siento en
el centro de esta barca de los siglos, dos mil años antes, dos mil años después, y revivo la
huella que el tiempo ha dejado en mi persona.
Vengo de un pueblo nómada. Mi padre, el padre de mi pueblo, era un arameo errante,
que bajó desde Caldea a Egipto; eran pocas personas cuando se instalaron allí, pero luego se
convirtieron en un pueblo numeroso y fuerte, a consecuencia de lo cual fueron esclavizados
con duros trabajos por el faraón de la época, oraron a Yahvé pidiendo libertad y Yahvé se la
dio con portentosas intervenciones. Y retornaron a la vida errante, primero por el desierto
durante cuarenta años, luego en la tierra prometida, después en deportaciones masivas y de
nuevo a la tierra de promisión, y así durante siglos.
Pero esto no es la historia de un pueblo sino mis memorias personales, que solo serán
auténticas si tienen en cuenta la historia del pueblo al que pertenezco. Más que unas
memorias de acontecimientos, quiero que sean unas memorias de encuentros personales. Lo
que más me interesa de esta historia son los grandes personajes que la llenan, son los
peldaños de una escalera que lleva hasta mí.
Buscaré, primero, mis memorias en los personajes que me precedieron, especialmente
patriarcas y profetas. En Abraham, Moisés, David, Isaías o Jeremías encuentro las raíces de
donde brotará el árbol de mi persona.
Por la realidad virtual, iré teniendo un encuentro con cada uno de ellos, en alguno de
los lugares más representativos de sus vidas, hablaremos y me ayudarán a descubrir mis
antiguos genes. Porque yo pertenezco, no solo a la historia universal, sino a esa historia
concreta de Israel, sin la que yo no sería yo.
Luego las memorias continuarán con las personas con las que viví directamente, y
aquí me detendré más. La luna del *Fértil Creciente+ dejará paso a la memoria viva, que
guardo más en el corazón que en la cabeza. Os la cuento a través de personajes, porque en
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cada uno de ellos encontraréis una parte viva de mí. Ayudándoles a realizarse, me fui
realizando yo.
Aquella barca lunar sigue su navegación, pero a estas horas seculares ya no se deja
ver, paradójicamente oculta por la luz. Aprovecho el viaje del sol, que es más luminoso.
También el sol y la luna son errantes, llevan siglos innumerables errando de luz a sombra y
de sombra a luz. En la barca de la luna, en el carro del sol, en la pupila luminosa del Padre
Dios, están bien grabadas mis memorias. Voy a descifrarlas.
I. — MIS RAÍCES LEJANAS
En esta primera parte, busco mis raíces profundas y antiguas, las que vienen de
lejanos tiempos, de mucho antes de ser engendrado. Soy hijo de una historia familiar
que empezó veinte siglos antes de nacer yo.
En ese larguísimo tiempo, no solo fui anunciado, sino también prefigurado, quiero
decir que otras figuras se me adelantaron en la vivencia de muchos puntos esenciales
en mi persona.
A ellos recurro en esta primera parte.
Pues nadie puede ser persona completa si no es fiel a sus raíces, aunque tampoco
puede reducirse a ellas.
ABRAHAM, EL PADRE EN LA FE
Puesto que el evangelista Mateo empieza mi genealogía por Abraham, hacia él voy, en busca
de esa primera raíz. Sé que los especialistas discuten sobre qué se entiende por Israel, si un
pueblo, una alianza de diversas tribus, una nación o estado, o simplemente una idea. Como
raíz no me interesa ese concepto, sino el hombre que aparece en el origen, Abraham. A él le
correspondió la puesta en marcha de aquel pueblo veinte siglos antes de mi nacimiento, y a
mí me correspondió otro Israel veinte siglos después.
En este ambiente surgió algo que él mismo no sabía explicar. Fue una iluminación, un
impacto, una llamada, un impulso interior, una voz que le sonó dentro, no sabía precisarlo,
pero le cambió la vida. Ese Dios único, que había descubierto en viejas tradiciones y en el
que quería creer, le dijo un día:
—*Sal de tu tierra, de tu patria y de la casa de tu padre, y vete al país que yo te indicaré. Yo
haré de ti un gran pueblo; te bendeciré y engrandeceré tu nombre. Tú serás una bendición:
Yo bendeciré a los que te bendigan y maldeciré a los que te maldigan. Por ti serán
bendecidas todas las comunidades de la tierra+.
)Lo había oído así, de carretilla? No se lo pregunté porque podía sonarle a ironía. No
importaba cómo sonó aquella *voz+ ni cuáles fueron exactamente sus palabras; pero estaba
seguro de que ése era el mensaje, más seguro que si se lo hubiesen entregado escrito en una
tablilla de barro cocido.
—Tenía yo 75 años —me dijo, como explicando que aquello no era una fantasía juvenil—, y
llevaba la responsabilidad de todo el clan.
—)Te costó salir de tu tierra?
—No más que a los otros nómadas que también salieron antes y después que nosotros. Más
me costó renunciar al paganismo, en el que había crecido. Había empezado a creer en ese
Dios *nuevo+ y, por su palabra, renuncié a los viejos cultos y salí de aquella tierra fiándome
de las promesas del nuevo Dios, que decía ser único y que además no tenía nombre.
No me contó las dificultades que tuvo para convencer a los suyos, fáciles de imaginar,
pero ahora se daba cuenta de que en ese momento aún no había abandonado del todo las
costumbres idolátricas, por lo que declaró árbol sagrado una de las grandes encinas del lugar,
en memoria de aquella llamada.
Como consecuencia de esa voz que le llamaba, una nutrida caravana se puso en
marcha: él y su mujer Saray; su sobrino Lot, hijo de su hermano Harán, muerto en Ur ya
antes de salir él; y los criados y esclavos, para el cuidado de los rebaños, y también para la
defensa de posibles atacantes, pues eran tiempos difíciles. Por aquellos días, Abraham no
tenía hijos, aunque ya les había pasado, a él y a su esposa Saray, la edad de la fecundidad.
Enfilaron rumbo a las tierras donde decían que abundaban los pastos.
—Sin embargo —resumió—,me llevé conmigo una serie de tradiciones sobre la creación y
los primeros hombres, que entre nosotros se conservaban mejor que en ninguna otra parte,
quizá, como algunos decían, porque por allí había estado lo que llamábamos *paraíso
terrenal+.
Efectivamente, él trajo las viejas memorias de la primera creación del mundo y del
hombre, que desde el principio empezó a alejarse progresivamente de Dios, con terribles
consecuencias de catástrofes naturales, diluvios y torres orgullosas que solo servían para
aumentar la confusión en las relaciones humanas.
—En aquella esquina del Creciente Fértil —me dice, como revalorizando sus orígenes—,
cerca Ur, mi ciudad, había otra ciudad, Uruk, que tuvo un rey, Guilgamesh, del que se
contaba que fue un héroe durante un diluvio.
—O sea que fue en tu tierra donde oíste hablar por primera vez del diluvio universal.
—Sí, y del paraíso terrenal, el Edén, que situábamos en un lugar fecundo donde confluyen
los dos grandes ríos, El Tigris y el Eufrates. Cuando mis descendientes, deportados por
Babilonia, llegaron a estos lugares, comprendieron que podían ser perfectamente el paraíso
terrenal, sobre todo comparados con los desiertos arábigos que antes conocieron.
—)Y qué más cosas conociste en tu tierra, padre Abraham?
—La historia de aquella torre o ziggurat que, en forma de templo, fueron construyendo con
ladrillos a base de plataformas escalonadas; querían acercarse a los dioses.
Todo esto no lo contaba solo como anécdotas, sino como historia religiosa, porque
para ellos la historia de la creación y la de la salvación tenían el mismo hilo conductor.
En mis memorias recojo estos datos como una nueva creación, una semana creadora
orientada toda ella al misterio de mi vida. Iré señalando los días, uno a uno, en forma de
encuentros con el gran patriarca.
Exactamente yo no era fruto de ninguna generación sino, más bien, respuesta a una
llamada. Dios me llamó a la vida y, efectivamente, me encontré vivo. Durante años
pareció que esa llamada se había dormido en mí, aunque la sentía bullir confusamente
en mi subconsciente; y un buen día la llamada despertó y empezó a inquietarme,
como a mi padre Abraham. (Cuánto aprende uno de los mayores que han sido fieles a
Dios!
Me sentía gozoso por haber descubierto el primer origen de mi llamada, justamente
allí, en Jarán, veinte siglos antes de nacer. Aquel origen era bueno y lo disfruté, a la
sombra centenaria del encinar de Mambré. (De qué lejos venía aquella voz que me
llamó a la vida, a este tipo de vida!
Familia en problemas
El relato del anciano patriarca se anima con las historias familiares. Cuando se marchó Lot,
él se volvió al encinar de Mambré, cerca de Hebrón, y levantó otro altar al Señor, cuyo
nombre seguía sin conocer. Hubo una fuerte reyerta entre los reyezuelos del lugar y los
vencedores saquearon Sodoma y Gomorra, llevándose también como botín a Lot y todos sus
bienes. Alguien trajo la noticia a Mambré y Abram decidió rescatar a su sobrino; armó a
trescientos dieciocho de sus hombres y, en una buena estrategia nocturna, rescató a Lot y
todos sus bienes y toda su gente. El patriarca se sentía orgulloso de aquella gesta.
Con este relato cambió algo la idea que yo tenía de él; le creía un emigrante pobre y
nómada y resultaba ser un hombre bastante poderoso. Salió de Jarán con su mujer, con Lot,
el hijo de su hermano Harán, muerto ya antes de salir del país natal, y unos pocos criados,
pero de hecho era jefe de un clan que pudo poner en pie de guerra a trescientos dieciocho
combatientes, como sucedía con otros grupos que habitaban o cruzaban el país y que de vez
en cuando chocaban entre sí o contra los clanes del lugar. En el grupo de Abram habría
personas de otros grupos que salieron con él de Egipto, incluso algún egipcio, como la
esclava Agar, que él adquirió para su esposa y que luego tendría tan importante papel en su
descendencia, y otros comprados como esclavos. La mezcla de pueblos comportaba mezcla
de dioses y creencias, por lo que resultaba difícil unificarles a todos en la fe en el nuevo
Dios.
Escuchándole, pensaba que nuestro pueblo, tan orgulloso de la pureza de su raza, era
una mezcla de muchos pueblos ya en su origen. En Israel confluyeron gentes de diversos
clanes que fueron llegando en distintos momentos y de diversos lugares, alegando todos ser
descendientes de Abram, que es lo que les unificó; la fe en el mismo padre, Abram, fue más
fuerte que las diferencias de sus características físicas o étnicas. A nuestros puristas les
molestaría esta mezcla original, pero a mí me agradaba, nos daba ese tinte universal que tanto
hemos rechazado y que tanto se ha impuesto con la diáspora.
Adivinando mis pensamientos, el patriarca me dijo:
—Efectivamente, estábamos bastante mezclados; predominábamos los hebreos y arameos,
pero se nos agregaban gentes de otros clanes que encontrábamos por el camino. Te quiero
hablar de otro acontecimiento. Tú sabes bien que en Mambré tuve tres grandes teofanías.
Bajó suavemente la voz en la última frase, dominado por la humildad. Las
manifestaciones del Señor eran como visiones y las visiones eran como sueños, pero distintas
de los sueños; en fin, algo muy seguro pero que no se puede precisar. Me contó una de estas
visiones, mezcladas con un vivo ritual.
—Un día estaba especialmente preocupado por no tener hijos —continúa como si aún le
durase la tristeza de aquellos días—, me inquietaba que mi heredero fuese Eliezer de
Damasco que, aunque merecía toda mi confianza, era solo uno de mis criados. Entonces
volvió de nuevo la visión. Siguiendo sus indicaciones, junté una ternera de tres años, una
cabra de tres años, un carnero de tres años, una tórtola y una paloma; excepto a las aves, partí
los animales por la mitad, colocando frente a frente las dos mitades. Me mantuve así,
expectante, espantando las aves rapaces que revoloteaban sobre los cadáveres, hasta la puesta
del sol en que me invadió un sueño profundo. Dos veces me había invadido aquel profundo
sueño y en ambas sonó la voz del Señor.
—Dormías, pero escuchabas. )No dudaste, puesto que se trataba de un sueño?
—Dormía, pero escuchaba claramente dices bien. Nunca olvidaré aquella palabra. Ante mi
lamento porque mi heredero habría de ser uno de mis criados, por falta de hijos propios, me
dijo: *No, no será ése tu heredero, sino uno salido de tus entrañas +. Yo creo que la alegría
del anuncio me hizo despertar. Pero aún logré escuchar su palabra que seguía anunciando:
*Levanta tus ojos al cielo y cuenta, si puedes, las estrellas. Pues así será tu descendencia +.
Algo sublime e increíble a mi edad: un hijo propio y una descendencia numerosa. Te aseguro
que le creí. También me anunció que el pueblo de mi descendencia viviría oprimido muchos
años en un país extranjero. Mientras despertaba, el sol se oscurecía ya y apareció una especie
de hornilla humeante con una llama, que pasó por entre la mitades de los animales que yo
había preparado para el sacrificio y los consumió. Aquel sacrificio había sido agradable a
Dios y su palabra era verdadera.
Me miraba como si yo fuese el hijo prometido. Hay miradas que dicen más que las
palabras y hasta más que los pensamientos del que mira. Aquella mirada pertenece
también a mis raíces.
Día tercero. Otra raíz mía que sale a flote. Dios ha prometido un hijo, que tarda
mucho en venir y, cuando llega, resulta que no es ése. Siglos llevaba mi pueblo
esperando el prometido Mesías. )Cuántos se presentaron diciendo que eran ellos? )
Cuántos fueron aceptados por algunos grupos para luego ser rechazados? )Quiénes
creyeron que era yo, cuando llegué?
La llegada fue lenta y con muchas complicaciones, pero el reconocimiento aún es más
lento. Es como un misterio no reconocer a quien ha sido tan prometido y esperado.
(Cuántas veces Dios se introduce en la vida de los hombres y no es reconocido!
(Cuántos mensajeros suyos llegaron y nadie les reconoció! )Por qué extrañar que la
mayoría de la humanidad siga sin reconocerme? Pero la promesa de Dios se sigue
cumpliendo: yo he venido y aquí sigo.
El cuarto día encontré al patriarca muy animado. Lo que me iba a contar satisfacía
plenamente su corazón. Tenía ya noventa y nueve años cuando de nuevo tuvo la inefable e
indescriptible visión en la que el Señor le repitió la promesa de la descendencia y le aseguró
que Saray, su esposa, tendría, por fin, un hijo, con el que Él, el Señor, haría un pacto
perpetuo que transmitiría después a su descendencia. Aquello era demasiado: un hijo de su
verdadera esposa y una descendencia numerosa, con un pacto de fidelidad por parte del
Señor. Para demostrarle que la promesa era creíble, esta vez el Señor le dio unos anticipos.
—Como signo de que yo le pertenecía —me explicó— y de que Él mantendría su pacto
conmigo por generaciones, me cambió el nombre. Mi nombre, semítico, era Abram, que
significa *mi padre es excelso+, de niño me enseñaron que ese *padre+ se refería a Dios; el
Señor me cambió ese nombre por el de Abraham, que significa *padre de muchos pueblos+,
con lo cual el Señor incluyó la fecundidad en mi nombre. Siendo padre de un solo hijo y con
la promesa de otro, fui constituido padre de muchos pueblos. También a mi esposa la cambió
el nombre; Saray, que significa *princesa+, era el nombre de *la gran soberana+, la esposa
consorte del dios lunar Namar; para cortar esa vieja relación, en adelante la llamaría Sara. Y
me volvió a repetir la promesa de que ella tendría un hijo conmigo. Aun dentro de la visión,
recuerdo que me sonreí ante el Señor, y le dije: *)a un hombre de cien años le podrá nacer un
hijo, y Sara a los noventa años podrá ser madre?+ Como si el Señor no entendiese mucho de
estas cosas, o como si fuese yo el que no entendía lo que quería decir. Así quedamos los dos,
con dos nombres nuevos y con la promesa más maravillosa que podíamos recibir: un hijo y
un pacto, en el que Él nos garantizaba una inmensa descendencia y una tierra propia y, a
cambio, nos pedía fidelidad, que es lo menos que podía pedir.
Al salir de aquella visión su gozo era tan grande que casi se olvidó de otro signo que
el Señor le había pedido: la circuncisión de su prepucio. A ese nuevo e inmenso pueblo
pertenecerían, no solo los nacidos por generación directa, sino también los adheridos por la
fe, que sería siempre más importante que la carne. A los ocho días de nacer serían
circuncidados todos los niños varones, y también lo serían los esclavos comprados fuera o
nacidos entre nosotros.
Abraham, satisfecho de su nuevo nombre, conocía este rito desde su estancia en
Egipto y sabía que lo practicaban otros pueblos con diversos significados; a veces, como
higiene, otras como control de la sexualidad o, inversamente, para favorecer la fecundidad, y
en ocasiones como ofrenda a Dios de lo más querido por el hombre.
—En nuestro caso la circuncisión era el signo que demostraba la pertenencia al pueblo de
Dios —concluyó para aclararme que, por esa época, él ya se había distanciado del todo de
las creencias y prácticas paganas.
Efectivamente, aquel día se circuncidó él y su hijo Ismael y todos los varones, tanto
los nacidos en la casa como los venidos del extranjero.
Día cuarto. Sí, yo había sido circuncidado como signo de que pertenecía al pueblo de
Dios, de que era uno de los hijos de la promesa. Ese signo estaba en mis orígenes,
pero no me gustaba mucho, sobre todo porque tenía un carácter muy restringido,
porque centraba la pertenencia al pueblo de Dios en algo demasiado carnal y porque
solo servía para los varones. Prefería otros signos más expresivos, más ligados con
actitudes internas. Por eso me uní espontáneamente al rito bautismal de Juan en el
Jordán; bastaba añadirle de forma más expresa el Espíritu y sería un signo completo.
Como si el Padre hubiese oído mis pensamientos, hizo descender el Espíritu en forma
de paloma...
Me había ido de la voz de Abraham, que seguía allí, con su relato cruzándose con mis
reflexiones. Continuaba narrando que, poco después, estando sentado un día a la puerta de su
tienda, a la sombra del enorme terebinto, en pleno mediodía caluroso, vio aparecer tres
forasteros y rápidamente ordenó que se les diese cumplida hospitalidad: descanso a la
sombra, refrescarles y lavarles los pies, y tres medidas de harina para panecillos; mientras
tanto, tomó un ternero tierno y se puso a guisarlo. Cuando uno de ellos, refiriéndose a su
mujer, que estaba dentro de la tienda, dijo: *dentro de un año volveré; para entonces, tu
mujer, Sara, habrá tenido un hijo+, comprendió que aquel forastero era la forma que había
tomado el Señor para renovarle su promesa; por si dudaba de la visión de sus sueños, que no
dudase de sus sentidos y en pleno mediodía. En los puntos fundamentales Dios hace lo
necesario para que tengamos seguridad.
La voz de Abraham se volvió reverente y un poco trémula.
—Los dos forasteros se levantaron y me pidieron que les acompañase a Sodoma, donde ahora
vivía mi sobrino Lot con su esposa y dos hijas. Ya conoces la historia. Aquella ciudad
pervertida iba ser sometida a juicio por el Señor y destruida a fuego.
—La conozco, sí —le dije—, y también conozco tu insistente invocación al Señor para que
salvase a la ciudad, en nombre de cincuenta justos que allí viviesen...
—Fue una larga negociación con el Señor. Aceptó dar marcha atrás en su amenaza si yo
encontraba los cincuenta justos...
—Que fuiste rebajando a cuarenta, a treinta, a veinte y a diez...
—Y el Señor fue aceptando mis rebajas.
—Pero no encontraste los diez justos.
—No, no los encontré. Y fueron destruidas Sodoma y Gomorra, las ciudades de la llanura.
Solo se salvó mi sobrino Lot y sus hijas.
Su emoción no le permitió narrar que su nuera quedó convertida en estatua de sal por
no cumplir fielmente las condiciones de Yahvé.
Aquella semana de mis orígenes seguía adelante y de nuevo le dejé hablar a Abraham, que
prefería las horas del mediodía, como si el sol reavivase su anciana memoria.
Me contó su dolor cuando se levantó temprano y vio Sodoma y Gomorra y toda su
vega convertidas en un horno; él había conocido por allí pozos de betún y a veces vio arder
alguno de ellos; no sabía cómo pudo suceder esta catástrofe, pero era horrible, las dos
ciudades habían sido arrasadas. Decidió cambiar de lugar, abandonó aquel entrañable
Mambré, su residencia durante tantos años, y partió hacia el Negueb, deteniéndose en Guerar.
La importancia de su clan había crecido lo suficiente como para hacer pactos con Abimelec,
el rey del lugar.
—Por fin —me dijo emocionado—, el Señor cumplió su promesa, visitó a mi esposa Sara y,
siendo ya centenario, tuve un hijo, a quien puse por nombre Isaac. Alabado sea el Señor, que
puede destruir una ciudad corruptora y abrir el seno de una mujer estéril.
Abraham sonreía al contarme los detalles de la celebración del nacimiento y cómo el
niño fue creciendo hasta el día en que lo destetaron, que también fue celebrado, porque ya
era persona como otra cualquiera, pues podía comer por su cuenta. De pronto su rostro se
ensombreció y le temblaba suavemente la barba; estaba conmocionado por lo que me iba a
contar a continuación.
—Cuando Isaac aún era un niño —concluyó— volví a sentir aquella extraña sensación que
precedía a la visión y me sacaba de mí mismo para entrar en los dominios de la palabra del
Señor. Esta vez me dejó helado, pues me dijo: *Toma a tu hijo Isaac, al que tanto amas, vete
al monte Moria y ofrécemelo allí en holocausto en un lugar que yo te indicaré+.
Fue terrible. No podía creerlo. Pero la voz que le pedía sacrificar al hijo era tan
inconfundible como la que le prometió dárselo. La cabeza se le llenaba de preguntas que él
no quería hacerse. Conocía pueblos idólatras que hacían sacrificios humanos, pero no podía
creer que al Señor le agradasen, aunque así lo pretendían los sacrificadores. Además, )cómo
se cumpliría la promesa de la descendencia si moría el encargado de transmitirla? Guardó
para sí el terrible secreto, por la mañana llamó a dos criados y les encargó que preparasen
leña para un holocausto, dijo a su esposa que iba a celebrarlo en un monte distante y,
tomando al niño Isaac, se puso en camino. Tres días tardaron en avistar el monte, pero él
hubiese preferido tardar años. Le dolía tanto el relato que estuve a punto de decirle que lo
ahorrase, pues ya lo conocía; pero le dejé continuar, porque aquella escena es la que más
directamente me llegaba. Siguió contando cómo dejó a los criados abajo y subió solo con su
hijo al monte, que inocentemente le preguntaba: *padre, llevamos fuego y leña, pero )dónde
está el cordero para el holocausto?+; y solo acertó a responder: *Dios se proveerá del
cordero para el holocausto, hijo mío+. La voz le tembló de emoción y gratitud para seguir
contando que, cuando ya estaba la leña preparada y el niño encima y él dispuesto para el
sacrificio, el ángel del Señor le llamó y le detuvo, porque con su actitud obediente había
agradado al Señor y eso bastaba; que volviese los ojos y allí mismo encontraría un carnero
enredado con los cuernos en un matorral, ya tenía animal para el holocausto. Sacrificó el
carnero llorando de gratitud, abrazado a su hijito, y luego bautizó aquel lugar con el nombre
de *El Señor provee+.
Su alegría aumentó al darse cuenta de que, liberándole del sacrificio de su hijo, Dios
rechazaba todos los sacrificios humanos, de los que aún había conocido algunos en su tierra
natal y en Egipto. La vida del hombre es muy superior al valor de cualquier sacrificio
humano.
Yo temblaba con su misma emoción porque, al decir *hijo mío+, sentí que se dirigía a
mí y lo percibí como el abrazo de mi madre al pie de la cruz. Apenas le escuché cuando
siguió narrando que el ángel del Señor le renovó la promesa de una descendencia numerosa,
lo que le resultó más creíble después de aquel hijo en su ancianidad, y la completó con la de
una tierra propia y amplia: *desde el torrente de Egipto hasta el río grande, el río Éufrates+.
Luego me siguió contando rápido, pues lo más esencial ya parecía haber sucedido, que
marchó de aquel lugar y se estableció en Berseba, que murió su esposa Sara y la enterró en
la cueva de Macpela cuyo terreno compró a Efrón por cuatrocientas monedas de plata, que
casó a su hijo con una mujer de su estirpe, Rebeca, y que esperó tranquilamente la muerte a
los ciento setenta y cinco años, dejando ordenado que le enterrasen también en la cueva de
Macpela, junto a Sara, enfrente de Mambré. También allí, más tarde, enterraría Jacob los
ídolos y amuletos de la familia, cuando tuvo que ir a Egipto en busca de alimento, sin saber
que allí encontraría a su desaparecido hijo José. Allí serían enterrados también sus
descendientes inmediatos, su hijo Isaac y su esposa Rebeca, y después Jacob y Lía. Lleno de
días, podía morir seguro de que la promesa del Señor ya se estaba cumpliendo.
—)Sabes? —me dijo como rememorando—,yo quería comprar solo aquella cueva, pero
Efrón se empeñaba en venderme también el terreno, porque cuando uno compraba toda la
propiedad quedaba engañnchado con algunos deberes feudales en relación con el antiguo
dueño, cosa que yo no quería ni para mí para mis descendientes.
—)Por qué, entonces, terminaste comprando todo el terreno?
—Porque me pareció que aquello era un anticipo, una primera entrega de las promesas de
Yahvé. Me había prometido una tierra propia para mi descendencia y ya teníamos el primer
trozo. Aquella sería nuestra tierra.
Día sexto. También estaba escrito en mis orígenes que yo era el hijo de la promesa y
que había de ser sacrificado. Pero con una diferencia impresionante: el sacrificio de
Isaac fue sustituido por el de un carnero; en mi caso, por el contrario, el sacrificio del
cordero en el templo sería sustituido por el de mi persona. Al Señor le agrada más la
fidelidad de Abraham que el sacrificio material, y lo sustituye; a mí me pedirá esa
fidelidad consumando el sacrificio personal.
El monte Moria, donde Abraham estuvo a punto de sacrificar a su hijo, fue elegido
después por Salomón para edificar el templo del Señor; hasta los montes santos unían
sus raíces para el sacrificio de salvación.
Y la raíz de mi virginal generación. Pude haber nacido por generación carnal normal,
pero algún signo había de demostrar que era directamente hijo de Dios. La virginidad
de mi madre, como la ancianidad de Abraham y la esterilidad de Sara, era el signo
que proclamaba que yo venía Dios y que Él dispuso el cuándo y el cómo. Y así
permanecía, unido a esta raíz divina, inexplicable en sus formas pero mucho más
segura que la fuerza de la carne.
Y la raíz los tiempos de Dios. Nunca se entiende bien por qué la gran promesa de
Dios llegó entonces y no mucho antes. Y, una vez llegada la promesa, )por qué tardó
tanto el primer hijo? Gestar un hijo es algo grande, pero gestar un pueblo lo es mucho
más; impresiona escuchar a Abraham cómo se había hecho anciano y el hijo
prometido no llegaba, como impresiona el ansia con que mi pueblo ha estado siglos
pidiendo el Mesías. Pero Abraham seguía creyendo y confiando, aunque tuviese que
hacerlo sobre el absurdo del hijo sacrificado. )No es así como sigue confiando mi
Abbá? Dos mil años desde Abraham a mi nacimiento, )no son demasiados? )Y
cuántos siglos, o cientos de siglos, o miles de siglos habrán de pasar aún para que
todo el mundo se convierta en Reino de Dios? (Todo parece tan pequeño y tan alejado
de lo prometido por Dios! En mis orígenes he encontrado la paciencia de Dios. (Qué
relativo es el tiempo! (Qué esencial es Dios!
Como en las centenarias encinas de Mambré, las raíces han de ser hondas, porque
abajo es donde están protegidas y encuentran su alimento. Mis raíces llegan hasta Abraham y
de él se alimentan.
MOISÉS, EL LEGENDARIO LIBERADOR DEL PUEBLO
Moisés, *con el cual el Señor trataba cara a cara+, caudillo que condujo la liberación
del pueblo de Dios en Egipto, guardaba algunas de mis más sólidas raíces. Fui a su encuentro
y juntos repasamos y revivimos las principales etapas de su vida, que fue una larga marcha
desde una canastilla entre los juncos del Niño hasta el monte Nebo, avistando la tierra
prometida. En esta ocasión no busqué un lugar concreto para el diálogo, porque las raíces
estaban a todo lo largo del camino. Así que, para encontrar esas raíces, tendré que hacer el
camino con él; me vuelvo caminante y recorro a su vera la ruta de la liberación, desde del
Éxodo a la construcción de un verdadero pueblo. Un viaje por etapas.
Por aquellos días Moisés era pastor del ganado de su suegro Jetró, sacerdote y
también jefe de uno de los clanes instalados en Madián, la zona de la península del Sinaí más
cercana a Palestina. Llegó allí huyendo del faraón que quiso matarle porque, defendiendo a
un israelita atacado por un egipcio, asesinó a éste; llevaba mucho tiempo sufriendo el terrible
contraste entre la música y los cuidados de las esclavas que le servían en el palacio del faraón
y los secos bastonazos de los capataces a sus hermanos israelitas, hasta que se decidió por sus
hermanos. En Madián fue tan bien acogido que allí encontró esposa, Séfora, de la que tuvo
varios hijos, y una población descendiente de Abraham a través de Queturá, y una religión
estructurada, de la que su suegro Jetró era sacerdote. No había templos ni imágenes, pero sí
una especie de tienda—santuario, de telas rojas y amarillas, sujeta con estacas, reservada para
Dios. Un día se acercó a unas minas de cobre que habían funcionado tiempo atrás y por los
alrededores descubrió restos de algunas esculturas de dioses abandonados, mutiladas y
derribadas, seguramente del dios Hathor; no había manera de encontrar una fe pura y un solo
culto para un solo Dios, aunque aquellos habitantes casi lo habían logrado.
Allí se mantuvo durante cuarenta años, los suficientes para que muriese el faraón que
quiso matarle.
Como si Dios hubiese esperado esa fecha, un día tuvo una visión que cambió su vida
y la de todo su pueblo en Egipto. Escaseaba el pasto en los alrededores, por lo que una
mañana se alargó con el rebaño hasta el monte Horeb, donde Dios se manifestaba de vez en
cuando, según contaban los escasos lugareños. Una desconocida inquietud le embargaba al
acercarse, cuando de pronto vio una zarza ardiente y, en medio, una brillante llama de fuego
que le llamaba: *(Moisés! (Moisés!+. Sólo acertó a responder: *Aquí estoy+.
—Yo buscaba especialmente a Dios esos días —me confiesa—, pues andaba confuso en mi
cabeza. Era israelita de raza, pero egipcio de educación; mantenía la fe de mis padres pero,
residente durante años en la corte del faraón, había aprendido a convivir con sus deidades y
ritos religiosos. Durante un tiempo mi mayor conflicto fue el social, pues mi pueblo vivía
esclavizado, pero ahora, en el desierto, había surgido el conflicto religioso. Tanto más que mi
suegro Jetró y los suyos también eran semitas y vivían una religión mezclada entre lo
heredado de Abraham y lo encontrado en el camino, con las mezclas de aquellas tribus
entrecruzadas.
Los madianitas se consideraban descendientes de Abraham, por lo que Moisés pudo
aprender de ellos ciertos elementos de la tradición yahwista desconocidos u olvidados por los
hebreos de Egipto; más adelante su suegro le aconsejaría acertadamente en cuanto a la
organización y administración de la justicia en el pueblo. Moisés quería conocer el verdadero
Dios, el de Abraham, el único, el que ni siquiera tenía nombre, y al que solo sabía referirse
como *el Dios de vuestros padres+.
La voz misteriosa y cálida de la llama de fuego siguió hablándole: *Yo soy el Dios de
tu padre, el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob+.
—)Cuál fue tu reacción, Moisés, ante esa afirmación?
—Solo acerté a cubrirme el rostro, por la alegría de encontrar al Dios de Abraham, el de toda
la familia, y por el temor de ver irreverentemente su rostro.
Al decirlo, volvió a cubrirse el rostro con su manto y, de esa manera, continuó:
—La voz me dijo que había escuchado el clamor de su pueblo oprimido, lo que me produjo
una extraña emoción, porque eso garantizaba que era un Dios familiar y que tenía
sentimientos; pero, al mismo tiempo, la voz me asustó al anunciarme que yo personalmente
había sido elegido para ser el liberador de ese pueblo esclavizado.
—)Le diste una respuesta inmediata?
Entre la zarza ardiente y el hombre con el rostro cubierto se interpuso un silencio
expectante, que repitió en este momento. Moisés estaba asustado de aquel encargo, pero
quería saber quién era su Dios, )no tenía un nombre? Los egipcios y todos los pueblos que
llegaban a aquella tierra reconocían con un nombre propio a cada uno de sus dioses, a
quienes de esa manera sentían más cercanos. )Por qué el Dios de sus padres seguía
escondiendo su rostro? Necesitaba conocer su nombre, ya que no podía ver su rostro. Había
llegado la ocasión de preguntárselo, aunque fuese de manera indirecta: *Bien, yo me
presentaré a los israelitas y les diré: el Dios de vuestros padres me ha enviado a vosotros.
Pero si ellos me preguntan: )Cuál es su nombre? )qué les responderé?+ La respuesta llegó
rápida: *Yo soy el que soy. Así responderás a los israelitas: Yo soy me ha enviado a vosotros.
Este es mi nombre para siempre+.
—A partir de ese momento —resumió gozoso—, nuestro Dios ya tenía un nombre: *Yo soy+,
como lo decía Él mismo; *Él es+, como lo decían los demás.
Me dice que no le extrañó ese nombre, aunque no sonaba muy concreto, como suelen
ser los nombres. No sabía explicar lo que significaba, pero le daba seguridad, porque era la
fuente de toda la vida.
En primer lugar, no era una divinidad genérica, de las muchas que se invocaban o
temían en aquellos pueblos, sino un Dios personal, con su nombre propio, con sus reacciones
sensibles ante los sufrientes.
Y era un Dios familiar, el mismo de sus antepasados, que se mantenía fiel a la familia
y a la palabra que les dio; se volvía a hacer presente cuando la familia estaba siendo
oprimida.
Y era un ser vivo, como aquella llama que se agita y da calor pero no se consume, que
transmite vida y reacciona ante los vivos.
—Ese es tu Dios y el mío, Moisés —le dije, explicándole algo más de aquel extraño nombre
—. Pero fíjate, no solo es, sino que está siendo, )comprendes?, nunca termina de ser, nunca
es igual que en el momento anterior, perpetuamente se hace y rehace y, siendo eternamente el
mismo, cada instante es nuevo, le tenemos que ir penetrando progresivamente. Los dioses
que tú conociste en Egipto eran extáticos, fijos, y esto les volvía inmutables; Yahvé, por el
contrario, es algo vivo y se mueve y siente y reacciona, como todo lo vivo. Los dioses—
ídolos extáticos no se mueven, solo vigilan a los caminantes, mientras que Yahvé caminaba
con vosotros.
—Muchas veces lo comprobé —asintió Moisés, levantando la punta del manto que cubría su
rostro.
—Y te diré más —añadí—, Yahvé significa *el que hace ser+, el que da vida a todo lo que es.
Nada existe por sí mismo, todo lo que existe recibe la existencia de otro ser anterior; Yahvé
es el que hace ser a todos y a todo.
Yo mismo quedé un poco sorprendido de mi lenguaje, que Moisés no parecía
entender, como le sucedió al pueblo, que no se acostumbraba a ese nombre, Yahvé, *El que
es+; tanto tiempo venerándole en el misterio, les parecía que un nombre propio le desvelaba
demasiado y le hacía perder parte de su encanto y grandeza, como las mujeres que se
quitaban el velo del rostro. Y sustituyeron aquel nombre por el de Adhonai, el Señor.
Moisés comprendía muy bien que Dios es caminante con el pueblo, pero intuía que
había algo más y yo respondí a su inquietud.
—Quizá te preguntaste: si es, )qué es? —(Me miró como admirado de que hubiese adivinado
su pregunta)—. Te lo diré: es Abbá. Ahora *el que es+ se llama Abbá (papá). Ese es el
nombre que me ha descubierto a mí.
Los ojos del caudillo Moisés se humedecieron.
—Me gusta que *el que es+ se haya convertido en Abbá. (Qué gracia para ti que te haya
revelado ese nombre! )Puedo llamarle yo también así?
—Claro. Vamos a decirlo juntos: Padre nuestro...
Comentamos luego cómo, para aquel viaje liberador desde Egipto hasta la tierra
prometida, no fueron por ninguna de las tres rutas normales: la del país de los filisteos, que
era la más fácil, la del camino del desierto del sur, pasando por Berseba, y la más comercial
entre Egipto y Arabia, la que iba directamente hacia el este. Estas eran las rutas más
frecuentadas por lo que también eran las más vigiladas por las tropas egipcias. Así que, para
no ser interceptados, dan un gran rodeo y se introducen en la península del Sinaí.
—No olvides —me dijo— que los carros de combate perseguidores fueron algunos de los
estacionados en esta calzada. En cualquier momento el faraón podía forzar nuestro regreso o
realizar una masacre.
Para animarle, le propuse a Moisés que recitásemos juntos el cántico que compuso el
día de la liberación y que los niños judíos aprendíamos con orgullo patrio y religioso:
*Cantaré al Señor que
tan maravillosamente ha triunfado,
caballo y caballero precipitó en el mar.
Mi fortaleza y mi cántico es el Señor,
él fue mi salvación;
él es mi Dios, yo lo alabaré,
el Dios de mis padres, yo lo ensalzaré... +
Me interesé por cómo Moisés mantenía su relación con Yahvé y, de todo su relato,
me quedé con dos puntos.
A la salida de Egipto, hicieron una primera escala en Elín, donde había doce fuentes y
setenta palmeras, y una segunda en Rafidín, donde no había agua, pero Moisés la hizo brotar
de una roca golpeándola con el bastón con que había separado las aguas del Mar Rojo; un
poco más adelante siguieron hasta el desierto del Sinaí, después de dar un gran rodeo
inexplicable, y acamparon frente a la montaña, donde había ricas minas de malaquita, cobre y
piedras preciosas desde mucho tiempo atrás; aquellos minerales daban a la montaña unos
colores fantásticos y una imagen imponente cuando el clima seco prolongado rompía las
rocas reduciéndolas a arena. Las tribus semitas que apacentaban por allí sus ganados creían
que la montaña estaba habitada por divinidades como el Isis de Egipto o la Ishtar de Akkad.
—Caminando por el desierto —decía con ilusión—, la atracción de aquella montaña se hace
irresistible. Yo conocía aquella montaña de mis tiempos de pastor. En la gran cordillera del
Sinaí, cuyo nombre, según decían los emigrantes de Caldea, hacía alusión al dios lunar Sin,
sobresalía el Horeb o el Safsal, el pico más alto, que aludía el dios solar, según los mismos
emigrantes; en sus faldas, seguían pastando los rebaños, mientras en las alturas, reservadas a
la divinidad, nadie se atrevía a subir. Y precisamente allí estaba sonando la Voz que yo
escuchaba en mi interior.
Moisés comprendió que el Señor le citaba en aquel monte y allá subió para hablar con
Él. Después de dos visitas más familiares, el tercer día Yahvé le había preparado un
encuentro imponente. Una espesa nube cubría la montaña mientras el pueblo, abajo, con la
prohibición tajante de acercarse, escuchaba temblando los truenos y relámpagos que
retumbaban arriba; como en un terremoto, algún cráter debió abrirse en la cumbre porque la
montaña se llenó de humo y retemblaba imponiendo pavor a todo el campamento. En ese
ambiente, Yahvé descendió a la cima de la montaña y pidió a Moisés que ascendiese y allí se
encontraron. Cuando el profeta descendió de la montaña, pronunció ante el pueblo los diez
mandamientos, mientras en la cumbre seguían los humos y truenos.
Ahora el pueblo ya tenía una guía esencial de lo que Yahvé le exigía y, para
celebrarlo, Moisés hizo construir un altar y 12 massebhoth o estelas sagradas de piedra,
representando a las doce tribus, las ungió con aceite y las dejó como si fuesen pequeñas
moradas de la divinidad; lo que allí había sucedido indicaba un encuentro extraordinario con
Dios; sacrificó víctimas y derramó parte de la sangre sobre el altar y parte sobre el pueblo
después de leer el pacto de Dios con el pueblo y de escuchar la respuesta de éste adhiriéndose
a ese pacto. Seguidamente subió hasta cierta altura con los representantes de la comunidad,
Aarón y los 70 ancianos, que también contemplaron a Yahvé, luego dejó el gobierno en sus
manos y él solo ascendió a la cumbre, entró en la nube y estuvo allí cuarenta días y sus
noches.
—)Qué encontraste en la montaña, Moisés?
—Cuando bajé de nuevo al campamento, traía el decálogo grabado en tablas de piedra —fue
su respuesta, sin explicar cómo aquellas tablas aparecieron en sus manos.
Pero todo había sido tan impresionante que el pueblo, atemorizado por los truenos y
relámpagos, le dijo a Moisés: *háblanos tú y te escucharemos; pero que no nos hable el
Señor, para que no muramos+. Moisés les explicó que aquellas formas eran solo una
pedagogía del Señor para probarlos en su fidelidad y que aprendiesen a no pecar, pero Yahvé
no quería que viviesen siempre en el temor.
Escuchándole, yo también me asusté de ese Dios, o de esas formas, que me resultaban
desconocidas. Algo debió notar Moisés, pues me añadió, con cierto rubor, que al bajar de la
montaña su rostro se había vuelto radiante de hablar con el Señor, tanto que tuvo que
cubrírselo con un velo. *Hermoso dato, pensé, pero sigue sin quitarme el temor, aunque sea
reverente+.
Entonces Moisés me siguió hablando, ahora en tono más confidencial, pues sabía cuál
era el tipo de relación con Yahvé que a mí me agradaba.
—Cuando colocábamos el campamento en un lugar —me explicó—, yo reservaba una tienda
para el encuentro con Yahvé, la plantaba fuera del campamento, pero cerca. La llamaba *la
tienda del encuentro+. El pueblo creó espontáneamente un ritual para participar en aquellos
encuentros; cuando yo iba a la *tienda del encuentro+, cada uno salía a la puerta de su tienda
y me seguían con la vista hasta que yo entraba. A veces me decían que veían una columna de
nube descender sobre la tienda y entonces se postraban porque comprendían que Yahvé
bajaba a aquella tienda.
Calló un momento y añadió confidencialmente y con tono humilde:
—Te aseguro, Jesús, que el Señor me hablaba cara a cara, como un amigo habla a su amigo.
Entendió el interrogante amistoso de mi mirada, porque añadió:
—Me gustaba más el encuentro de la tienda que el de la montaña.
También de antiguo venía esta raíz de esta doble manera de encontrarme con Dios:
en la montaña solemne y en la intimidad. Pero, (qué diferencia entre el Tabor y el
Sinaí! En el Tabor solo había luz y blancura, no truenos, aunque también los
discípulos se atemorizaron en un primer momento. En esa luz transformadora fuimos
capaces de hablar de la pasión. En el Monte de los Olivos no hubo el temblor de
ningún volcán, pero sí la angustia de ser tragado por ese cráter de la muerte criminal.
Y en el pequeño monte del Calvario, Dios estuvo en forma de oscuridad, en forma de
paz interior y también en forma de terremoto capaz de abrir tumbas. Como si Dios
tuviese una cierta predilección por las montañas a la hora de comunicarse con los
hombres.
Varias veces durante el diálogo Moisés repitió que aquél era un pueblo de dura cerviz.
Los primeros judíos llegaron a Egipto con los hiksos, pero otros muchos fueron llegando en
diversas épocas, algunos como prisioneros de guerra (3. 600 trajo Amenofis II) o buscando
trabajo. Entre ellos había de todo: algo de chusma, esclavos, y otros de tradición patriarcal;
pero todos se unieron en el Éxodo, y aquí, marchando hacia el Sinaí, se reforzó su fe y fueron
organizados como un pueblo especial con el que Yahvé hizo una alianza; pero esta mezcla
favorecía la protesta y el inconformismo. Es decir, no todos los que salieron de Egipto eran
judíos de origen, igual que no todos los futuros israelitas habían estado en Egipto. Dios
actuaba continuamente a su favor con brazo poderoso y mano extendida, pero el pueblo no
acababa de fiarse y volvía a las protestas una y otra vez. Moisés se pasaba el tiempo
intercediendo ante Yahvé para aplacar su ira contra aquel pueblo tan pertinaz en sus
protestas.
Ya a los tres meses de la salida de Egipto, cuando llegaron al Sinaí y Moisés subió a
la montaña santa para recibir el mensaje de Yahvé, ante su tardanza en bajar, cayeron en la
idolatría: juntaron sus piezas de oro, elaboraron un becerro y empezaron a adorarle, como
habían visto hacer en Egipto. Después de una durísima purga en el campamento, con más de
tres mil muertos, Moisés subió de nuevo a la montaña a interceder por el pueblo: *(Ay! Este
pueblo ha cometido un gran pecado. Se han fabricado un dios de oro. (Si tú quisieras, a pesar
de todo, perdonar su pecado! Si no, bórrame del libro que has escrito+. Y Yahvé perdonó al
pueblo e hizo que su ángel lo guiara de nuevo en el difícil camino.
Estando ya a las puertas de la tierra prometida, al final del primer año, el pueblo
volvió a quejarse por el hambre; el Señor les enviaba cada mañana un maná como semilla de
cilantro y del color del bedelio, que les alimentaba pero no satisfacía suficientemente su
paladar, y añoraban las comidas de Egipto. Otra vez Moisés intercedió ante Yahvé: *)Por qué
tratas mal a tu siervo? )Por qué no he hallado yo gracia a tus ojos, sino que has cargado
sobre mí el peso de todo este pueblo? )Acaso lo he concebido yo o lo he dado a luz para que
me digas: Llévalo en tu regazo, como lleva la nodriza al niño a quien da de mamar, hasta la
tierra que juraste dar a sus padres?+
En otro momento, tres miembros importantes de la comunidad, Coré, Datán y Abirán,
arropados por otros 250 miembros influyentes, amotinaron al pueblo contra Moisés y Aarón.
Hubo muertes abundantes y, ante la inminencia de una masacre, Moisés ordenó a su hermano
Aarón: *Toma el incensario, pon en él fuego del altar, coloca encima el incienso, acércate sin
perder tiempo a la comunidad y haz sobre ella el rito de la absolución, pues se ha encendido
la cólera del Señor, y ha comenzado la mortandad+. Moisés, sintiéndose parte viva de ese
pueblo, se colocó entre los vivos y los muertos y cesó la mortandad.
—)Recuerdas, Moisés, cuando subiste al monte con Aarón y Jur para interceder por la
victoria de Josué en su batalla contra Amalec?
—)Cómo no voy a recordarlo si los brazos se me cansaban de tanto estar levantados y Aarón
y Jur me tenían que mantener las manos levantadas?
—A veces parece que no te bastaba la intercesión de la oración y necesitabas poner ante
Yahvé la oblación de tu vida.
—Así me sucedió, sobre todo, cuando fabricaron y adoraron un becerro de oro mientras yo
oraba en el monte. Tienes razón, puesto que la oración que acababa de hacer no parecía
suficiente, necesité ofrecer mi vida por ellos.
(Qué pertinaz era el pueblo en sus prevaricaciones y protestas! (Más pertinaz era
Moisés en su intercesión! Pero aún era más admirable la ternura de sus oraciones. Eran
súplicas entrañables, emotivas, llenas de lágrimas y de calor, echando en ellas toda su vida.
No podía menos el corazón del Padre de reaccionar ante alguien que le hablaba así. Moisés
nunca se habría atrevido a llamar *Abbá+ a Dios, aún le faltaba ese descubrimiento, pero le
trataba como a tal. Si en los métodos de gobierno era hijo de la época, en la intimidad de su
oración me anticipó. Lo que no le enseñó la cultura, se lo descubrió la necesidad del pueblo.
Era otra de mis raíces: me pasaré la vida intercediendo. Con mi palabra y mis
sanaciones solo alcancé a algunos, con la intercesión alcanzaba a todos.
Frecuentemente me sucede que mi pueblo, el que ya me sigue, también se divide y
olvidan quién les puso en el camino. Pero no me dedico mucho a contar fallos,
debilidades, ingratitudes... )para qué? Sigo intercediendo en la gloria.
Yo también empalmo con esa tradición; José también pertenece a mis raíces.
Sin embargo, yo no he dejado mis huesos sino mi Espíritu y toda mi persona, en la
eucaristía. Los míos reciben cada día mucho más que mis huesos, reciben mi espíritu,
me reciben a mí. La diferencia entre aquellos huesos de José y lo mío es la que hay
entre un cadáver y un resucitado.
—El otro signo de Yahvé en el camino —siguió narrando Moisés— fue el Arca. El Señor me
ordenó fabricarla y hasta me indicó las medidas: un metro veinticinco de larga por setenta y
cinco centímetros de ancha y otros tantos de alta. La fabricamos de madera de acacia y la
recubrimos de oro por dentro y por fuera y luego le añadimos unas barras también de acacia,
pero doradas, pasadas por dos anillas, para poderla transportar. La tapamos con una plancha
de oro, pues cubría lo más valioso. Dentro me dijo que colocase *el testimonio+ que Él me
daría, como en los templos antiguos se colocaban a los pies de la divinidad los pactos de la
alianza entre las diversas naciones. Ese *testimonio+ era el documento de la Alianza que me
entregaría después en la montaña santa, comprometiéndose con la nación de Israel. Arcas
parecidas las había visto yo en Egipto, apoyadas en una barca, guardando en su interior
alguna imagen de alguna divinidad. La inauguramos solemnemente el día uno del primer mes
del año segundo de nuestra salida de Egipto. Desde ese día el Arca nos acompañó durante
todo el viaje, que aún duro 38 años. La colocamos en un lujoso tabernáculo y la dejábamos
en la *tienda del encuentro+. Desde encima de aquel Arca me hablaba Yahvé.
—)Y aquellos dos querubines, Moisés, que colocasteis en los extremos del arca, no tenían
alguna reminiscencia idolátrica? Me parece que en los vecinos paganos esas imágenes
representaban a divinidades menores.
—Nunca lograba erradicar del todo algún instinto idolátrico —se quejó—, pero esta vez no
les dimos ese sentido. Las imágenes las habíamos visto en otros pueblos, efectivamente, pero
nosotros quisimos expresar a los seres invisibles que sirven a Dios.
En la construcción de aquel santuario portátil y de los ornamentos adecuados para el
culto pasaron casi un año, lo inauguraron y un mes después reanudaron el camino alejándose
del Sinaí hacia la tierra de promisión. Todo el camino, como corresponde a una buena
historia familiar, quedó sembrado con nombres que les recordaban lo sucedido: el *desierto
de la soledad+; la *llama+ o Taberah, porque allí la ira de Yahvé incendió el campamento
cuando se quejaban por enésima vez de las dificultades del camino; el *sepulcro de la
glotonería+, cuando les envió abundancia de codornices, para romper la monotonía del maná,
y empezaron a guardarlas como si dudasen de que Yahvé les seguiría alimentando; la tierra
de las *serpientes ardiendo+, que diezmaron el pueblo y de las que se libraron mirando una
serpiente de bronce que Moisés fabricó y levantó en medio del campamento. Con esos
nombres recordaban y transmitían mejor la historia a sus sucesores.
*Buenas raíces+, pensé cuando Moisés terminó de hablar, *son bastones o motores o
pulmones que me animan en el camino+.
Moisés me contaba todo esto desde el monte Nebo, enfrente de Jericó, viendo ya toda
la tierra prometida, desde Galaad hasta Dan y toda Judá hasta el mar Mediterráneo, toda la
tierra de Neftalí, de Efraim y de Manasés, y los hermosos campos de Jericó con sus palmeras.
Habían pasado cuarenta años en un camino que pudo haber terminado en unos meses. Por
fin, la tierra prometida estaba al alcance de sus ojos.
—)Crees que vale la pena esta tierra, Moisés? )tantos años de esfuerzos por una tierra
pequeña y sin muchas abundancias?
—Tiene el valor más importante —respondió rápido—, el que le viene de ser la tierra
prometida por Yahvé, )puede haber algo mejor que una promesa de Yahvé que, por fin, se
cumple? Tiene todo el valor de nuestras esperanzas y sueños, que son inmensos. Y tiene el
valor de ocupar una posición estratégica entre los grandes estados que comercian todo el
Fértil Creciente: Arabia, Egipto, los hititas y Babilonia. Es la tierra que une a pueblos
diferentes y rivales, es la tierra que corresponde a un pueblo que está llamado a ser el centro
de la historia.
Moisés soñaba con aquella tierra que no conocía. Envió mensajeros para reconocerla
y volvieron diciendo que estaba habitada por muchos pueblos: cananeos, amorritas, jebuseos,
amalecitas, perezeos, heveos y quenizitas. Había desaparecido la la vida patriarcal,
seminómada, con la que quizá algunos soñaban, y encontraron ciudades muy pobladas y bien
fortificadas, con una cultura avanzada; algunas eran ciudad—Estado, unificando diversas
provincias o reinos minúsculos, cada una con su gobernante, regidas por una estructura
feudal con riqueza mal repartida, grandes casas de patricios y chozas de siervos.
— Hemos visto una ciudad, Jericó — me cuenta que le dijo uno de los observadores—, que
dicen tiene miles de años de antigüedad, y debe ser verdad a juzgar por los restos que aparen
por diversos lugares. Ya de mucho tiempo atrás tienen casas de ladrillos de barro y las lucen
con cal.Han domesticado para el uso doméstico a animales como el perro, la cabra, el cerdo,
la oveja y el buey. Cultivan sus campos y saben arar la tierra y hasta encontraron una forma
de regarla.
—Realizan también muchos intercambios comerciales —añadió otro e sus compañeros—,
con lo que disponen de cosas que no se dan en su tierra,como la obsidiana de Anatolia,las
turquesas del Sinaí o las conchas del litoral marítimo. Quedan también restos de su antigua
religión, en la que la divinidad aparecía como familia divina, en forma de padre, madre e
hijo, y se representaban en figurillas de arcilla con alusiones a la fecundidad.
Esto abundancia de pueblos y el desarrollo de sus ciudades indicaba que era un tierra
fértil y que sería difícil conquistarla. No todos estaban dispuestos a la lucha; tuvo que esperar
a que muriesen todos los que estaban acostumbrados a ka vida segura de Egipto y sustituidos
por los nacidos y crecidos en la austerida del desierto. Y se decidieron a la conquista.
Moisés tenía ciento veinte años, pero aún conservaba plena su energía, ni había
perdido la vista ni se le habían caído los dientes. Me recordó las últimas palabras de Yahvé:
*Esta es la tierra que yo juré a Abraham, Isaac y Jacob en estos términos: Se la daré a tu
descendencia. Te la hago ver con tus ojos pero no entrarás en ella+. Como experto
gobernante y para evitar complicaciones posteriores, organizó el reparto del territorio que
iban a conquistar, era el territorio de sus antepasados y el de sus descendientes, se preocupó
de que los levitas, encargados del culto, tuviesen también sus propias ciudades, y actualizó la
legislación recopilada durante la travesía del desierto, determinando que se leyese
periódicamente, sobre todo en el año sabático y en las fiestas de los Tabernáculos y de las
tiendas; y, por último, organizó unas ceremonias solemnes para renovar el pacto del pueblo
con Yahvé. Acabado esto, nombró su sucesor a Josué, hijo de Nun, uno de los pocos
supervivientes de la salida de Egipto, y se dispuso a morir, sin entrar en la tierra prometida.
—Que no iba a entrar —me confesó— ya me la había dicho antes Yahvé. En esta ocasión no
intercedí por mí mismo. Me había identificado con mi pueblo, muchas veces Yahvé detuvo
su mano castigadora por mi intercesión. La generación que salió de Egipto había muerto
durante los cuarenta años de camino; los que entrarían en la tierra prometida eran todos
nuevos. Yo pertenecía a los primeros, a los castigados por su repetida infidelidad, no me
separaría de ellos en el último momento. )Qué importaba el pequeño castigo de no entrar
ante el gozo de ver cómo Yahvé cumplía su palabra con aquel pueblo?
Antes de despedirnos le hablé también a Moisés, como a Abraham, de algunas
leyendas que nuestro pueblo ha formado en torno a su persona, sobre todo en su relación con
los paganos: que la hija del faraón fue curada de la lepra al tomar contacto con la canastilla
con que le habían ocultado en el río; que fue el inventor de un alfabeto, transmitido luego a
los fenicios y los griegos; que conoció toda la sabiduría de los egipcios; que no solo hizo
brotar agua de una roca en el desierto, sino que llevaban un roca que manaba agua; que la
Ley recibida de Dios estaba escrita en setenta y dos lenguas grabadas sobre otras tantas
estelas en el monte Ebal; que, a su muerte, se entabló una disputa entre Miguel y Satán por la
posesión de su cuerpo.
El anciano patriarca sonríe al escucharme, ya no le da importancia a estas cosas, el
pueblo siempre tiende a fabular la vida de sus héroes, sobre todo después que han pasado.
Con aquella leve sonrisa y las pupilas suavemente abiertas hacia la tierra prometida que
estaba allá abajo, murió en paz, su misión estaba cumplida.
Mis memorias recogen el gesto de Moisés, mostrando cierta tristeza y, al
mismo tiempo, deseo de infundirme ánimo. Comprendí su mensaje silencioso: *te
pasará lo mismo, tenlo presente; anunciarás la nueva tierra del Reino de Dios, pero te
irás sin apenas haber visto nada; pero tú sabes bien que Dios siempre cumple su
promesa+.
DAVID, REY Y POETA
Me cité con él en Jerusalén, en la antigua Sión que él conquistó a los jebuseos, según una de
esas historias heroicas y astutas que nos contaban de niños. David había rodeado la colina,
bien defendida por murallas, pero los jebuseos asediados aguantaban bien porque tenían un
pasadizo secreto que se descolgaba bajo tierra hasta la fuente que manaba en el valle, fuera
de las murallas, así nadie les haría rendirse con el elemental sistema de cortarles el agua. Pero
David tuvo noticia de ese pasadizo y de su entrada, bien disimulada; se introdujo
estratégicamente por él y conquistó la ciudad, que luego designó como capital del reino y la
llamó *Ciudad de David+, donde más adelante compró un terreno para edificar el templo.
Unificadas las diez tribus en un solo pueblo, esfuerzo que le duró años, empezó a extender
sus dominios hacia el sur, conquistando Edom, y luego hasta el desierto de Arabia, lindando
con el Mar Muerto y apropiándose de sus minas ricas en cobre y hierro. Y levantó
fortificaciones en las ciudades de Judá para defenderlas de los filisteos. Por esto le dieron el
título de *dâvidum+, que significa *jefe+ y *comandante de tropas+, lo que es un título más
que un nombre, pero este calificativo militar terminó convirtiéndose en su nombre propio,
algo así como a mí me sucedió con el nombre de Cristo.
El día que yo lo visité era ya un anciano aterido, a quien tenían que arropar muy bien,
hasta buscaron una joven hermosa, la sunamita Abisag, para que le diese calor. Tenía ya la
expresión serena de quien se ha despojado de oropeles y comprende que la edad nos reduce a
todos a la misma impotencia que cuando nacimos.
Le dije que estaba buscando mis raíces, me miró un momento, fugazmente, y me
respondió casi con ironía:
—Como rey, eres muy diferente a mí.
—Es que mi reino no es de este mundo.
—Mi gran complicación ha sido querer que mi reino sea algo más que de este mundo —
replicó.
—Pero tú me abriste paso en muchos puntos —insistí.
—Por si te interesa, te recuerdo algo de mi historia.
Me contó que era originario de Belén, donde un día llegó el profeta Samuel a visitar a
Jesé, el rico heredero de Booz y Rut, que tenía gran influencia en toda la comarca; buscaba
alguien para poder ungirlo como rey a la caída de Saúl, y el que más le impresionó fue el hijo
pequeño, David, a quien hizo venir del campo, donde pastoreaba el rebaño paterno, para
ungirlo con un cuerno de aceite como futuro rey. Fue llevado a la corte, formando parte del
grupo de jóvenes que rodeaban al rey, donde estableció una amistad entrañable e indisoluble
con Jonatán, el hijo de Saúl, y logró la mano de Mikal, su hermana. Pero sus éxitos, sobre
todo la victoria sobre el gigante Goliat, provocaron los celos del rey Saúl y tuvo que huir.
Me comenta la sorpresa que su elección supuso para todos, empezando por su padre.
)Aquel insignificante muchacho, precisamente él? Lo comprendo, es también mi caso. )
Quién esperaba como rey mesiánico a un desconocido e insignificante pueblerino, como yo
en los días de Nazaret?
—Conozco ese sentimiento, anciano David —le interrumpí—. En los planes del Padre,
seguramente las cosas tienen que ser así, para demostrar que no son simple fruto de planes
humanos.
La raíz poética
De esa vena poética derivaba su facultad sálmica, donde tan bella y profundamente se
expresa la oración del pueblo. Estaba seguro de que sus salmos originales no eran tantos
como se decía, pero ya era un reconocimiento laudable que autores posteriores, para resaltar
la categoría de sus composiciones sálmicas, le colocasen el título de davídicas. Dos puntos
me vibraban especialmente de estos salmos: su conexión con el pueblo y su contenido
mesiánico.
De él y de aquella época me venía el sentir la forma de orar del pueblo, que conecta
directamente con Dios a partir de sus situaciones personales y de la realidad social
que vive. Mi oración se parecía mucho más a la del pueblo que a la del culto oficial,
artificial a base de ritos y fórmulas. Por otra parte, (qué intensamente expresan los
salmos las vivencia del futuro Mesías! Proclaman que será vana la insurrección de los
reyes y pueblos gentiles contra el Mesías; anuncian que sufrirá fuertes dolores, pero al
mismo tiempo expresan su esperanza en la resurrección y el triunfo gozoso final,
como el de un esposo que recibe a su esposa engalanada; como un gran rey,
compartirá el reinado de Dios como pontífice eterno. Pero, por encima de todo esto,
me reconocía especialmente en las descripciones sálmicas de la Pasión y en la
esperanza.
Sabiendo que sus grandezas militares y las mías no tenían ningún parecido, continuó
con su relato insistiendo en ciertos detalles. Y me di cuenta de que otras semejanzas, como
finas raíces profundas, me llevaban hasta él.
Por ejemplo, el legendario combate entre el pequeño David y el gigante Goliat. Los
filisteos, con continuas incursiones en las tierras de Judá, recluían cada vez más a los
israelitas en las montañas. El gigante Goliat, cubierto de bronce y con su espada descomunal,
sale diariamente a provocarlos; nadie puede hacerle frente, no solo les domina sino que, con
su presencia poderosa, les humilla; el pequeño David le hace frente solo con su honda de
pastor, el arma de su trabajo, y lo derriba de una certera pedrada en la frente. Eso es mucho
más que la victoria de un joven inexperto contra un poderoso guerrero, es la victoria de un
pueblo que quiere ser libre contra otro pueblo opresor. Esta victoria no se habría podido
lograr con simples cálculos estratégicos; y, sobre esta impotencia, Dios escribe
brillantemente su potencia en favor de un pueblo humilde.
—)Qué sentiste al ver a Goliat derrotado y tú, con la espada, dispuesto a cortarle la cabeza?
—Que Yahvé dio poder a mi brazo —dijo sin dudar.
—)Dudaste de si podías derrotarlo? —pregunté curioso, pues la duda siempre me rondaba en
momentos decisivos.
—No. Pero no sé bien por qué.
Y el momento de la traición
Me sigue contando que aquella gesta le dio fama popular, aumentada con hazañas
posteriores, pero provocó también que el rey Saúl, a quien tantas veces consoló con su cítara,
le empezase a sentir como un competidor y llegase a querer matarlo, como la dinastía de los
Herodes quiso matarme a mí porque también me vieron como un falso competidor. )Qué
extraños mecanismos hacen que un hombre tome como enemigo a un amigo? No sé si David
percibía cómo esos detalles nos unían, pero yo me veía cada vez más retratado en lo que ya
había sucedido a otros; después de todo, las reacciones humanas son muy repetitivas y nos
igualan mucho más de lo que nos damos cuenta. Aún hubo otra oposición que le afectó más
que la del rey Saúl.
Se emociona, hace una pausa que está a punto de lágrima y me cuenta las
tribulaciones con su hijo Absalón, que le traicionó intentando usurparle el trono. Aquello fue,
sin duda, lo más doloroso de su vida.
—Nunca olvidaré cuando tuve que huir de Jerusalén y pasé llorando por el Monte de los
Olivos, al principio acompañado por el Arca y luego sin ella, pues quise que la volviesen a su
ciudad, Jerusalén.
—El detalle del monte, rey David —le dije, para que tuviese tiempo de recuperarse de su
emoción—, me llega muy adentro, es el mismo monte de mi noche de traición y fracaso. (Si
supieras en qué estado agónico subí yo también a ese monte la última noche de mi vida,
porque mis gobernantes y mi pueblo me traicionaron!
—Lo sé, Jesús Mesías, lo sé. (Cuánto une y cuánto duele la familia!, )verdad?
—Es como un lirio que un buen día se convirtiese en un puñal traidor, como un jardín donde
la mejor flor fuese escogida para esconder en ella un veneno; la propia sangre se corrompe de
repente.
Ahora, en su ancianidad, se ha vuelto mucho más sensible a los datos interiores, lo
mismo que en otro tiempo lo fue para las gestas militares y las grandezas del pueblo. Le dejo
descansar un poco, porque estas emociones le agotan, mientras Abisag, la sunamita, le ofrece
una copa de vino reconfortante que solamente paladea.
Fue un gran rey, pero su reinado sufrió dos grandes corrosiones: el resentimiento
permanente de los principales del lugar porque fue elevado al poder dejándoles a ellos de
lado y las divisiones y ambiciones palaciegas entre los hijos de sus distintas esposas. Tomo
nota de estos dos riesgos que pueden amenazar también a mi Iglesia.
En esa misma línea me siguió contando otro dato de sus fibras interiores. Un día
sintió remordimientos porque él habitaba en una casa de cedro mientras que el arca reposaba
en una tienda de piel; es verdad que le procuró una tienda honrosa, bien elaborada, y una
mesa noble para reposar como en un altar; pero simple tienda, al fin y al cabo. Y decidió
construirle una casa honrosa, más honrosa aún que su propia casa de cedro.
—)Y sabes la reacción de Yahvé, Jesús Mesías?
Quedó un momento en suspenso, como si yo fuese a confirmar el entusiasmo de
Yahvé por tan acertada decisión.
—Me envió al profeta Natán —concluyó— para decirme: *Yo siempre he ido de un lado para
otro en una tienda, y así quiero seguir+. Me sorprendí tanto que casi me molestó esa reacción,
pero luego acudí a la tienda y me postré ante Yahvé, que para mí estaba en el arca, y le
agradecí que, para estar más cerca del pueblo, quisiese vivir como él, en una tienda,
dispuesto a reemprender el camino si fuese necesario. Hasta yo pensé en abandonar mi casa
de madera de cedro, pero, ya sabes, el pueblo exige cierta categoría a sus reyes para darles la
confianza.
Fue más tarde, muerto ya David, que por fin la gran casa de Yahvé se edificó y
últimamente había sido aún más engrandecida por Herodes. Esta gran casa del templo de
Jerusalén llegó a resultarle tan incómoda a Yahvé que pensó en destruirla. (Cuánto más a
gusto estaba en la antigua arca de la tienda!
Estos relatos del pecado y del arrepentimiento siempre me afectan igual; nada de eso
encuentro en mi persona y, sin embargo, no me suenan como algo ajeno; yo nunca
podría hacer un relato como el suyo, pero comparto sus sentimientos; más aún, me
siento mucho más atado que él al pecado del mundo.
—Mi oración fue evolucionando con la edad —seguía desahogándose—. (Cuántas veces oré
pidiendo el triunfo en una batalla y fuerza para arrasar a los enemigos! Para justificarme, le
decía a Yahvé que mis enemigos eran sus enemigos. Más tarde me volví más humilde y
confiado al orar.
—Conozco tus oraciones, anciano rey, con los salmos todos los judíos las repetimos en
nuestra oración.
—Cada vez más, en la oración —me confiesa—, me preocupaban los grandes problemas del
hombre, como la angustia ante la muerte, el sufrimiento del justo, la confianza en Yahvé, el
único que salva...
—Y las situaciones del pueblo —le completo.
—Sí, dices bien; cuando oraba llevaba siempre al pueblo metido dentro de mí.
Se tenía por un rey piadoso y me dijo que oraba con admiración y confianza. Después
de una pausa me confesó que, con el pasar de los años, se sentía más en las manos de Yahvé,
que cada vez encontraba más amorosas, importándole menos su poder. Había llegado a esta
oración confiada: *)Qué más puedes añadir a mi vida ahora que me tienes conocido, Señor
Yahvé? Todo lo has hecho según tu palabra y tu corazón, para dárselo a conocer a tu
siervo+.
Descubrí en David las grandes oscuridades que llenaron muchas horas de mi vida,
sobre todo al final, como si Dios se hubiese ausentado; mientras David lo sentía allí
cerca, gritándole su pecado, en esas terribes horas yo solo sentía su ausencia.
El tema de la oración le trajo a la memoria otro recuerdo gozoso y sus ojos ancianos
se animaron al relatarme de nuevo, con la edad se repetía, su danza ante el arca, recuperada
de una aldea donde estaba semioculta desde los tiempos de Helí y traída solemnemente a
Jerusalén.
—Entonces aún conservaba todas mis energías —añora— y acompañé el arca saltando y
bailando con todas mis fuerzas, lo que me valió el menosprecio de mi propia hija porque
aquello le parecía impropio de un rey. )Nunca has danzado ante Yahvé?
—No —le respondí sorprendido, pues la pregunta me pilló de repente.
—Vale la pena —dijo, añorando aquellos días, no sé si la danza, el arca o las energías
perdidas.
Sentí envidia ante aquella manera de orar y dar culto a Dios.
)No tenía que hacer yo algo parecido con el nuevo Reino de Dios? Es verdad que este
Reino no coincide con ningún reino humano y político, ni siquiera con el de Israel,
pero también es verdad que se realiza en la sociedad. )Cómo ha de ser la
organización de este Reino? )No habría sido conveniente hablarlo más concretamente
con los discípulos? Algunos han llegado a decir que, después de resucitado, la espera
durante cuarenta días hasta la ascensión la dediqué precisamente a eso, a hablar con
los discípulos de los problemas organizativos de la Iglesia.
Pues, no. Ese es un aspecto de David con el que no me vínculo. Primero, porque la
organización es un tema propio de la Iglesia como institución, pero no del Reino de
Dios, que es lo que yo prediqué; y segundo, porque la organización, aunque
necesaria, me infunde siempre miedos, pues nunca termino de saber si es más lo que
ayuda o lo que estorba para la Iglesia.
De estas anécdotas, más que de sus grandes gestas, hablé con David. En estas raíces sí
me reconocía, no en su descendencia genealógica ni menos en su dinastía regia, que se había
perdido cuando la conquista de Nabucodonosor y ya nunca se recuperó.
Por eso me uno a él para cantar a Yahvé como él lo hizo después de sus victorias
sobre los filisteos:
*Yahvé mi Dios, mi roca y mi baluarte
mi refugio y mi salvación.
Las olas de la muerte me envolvían,
los lazos del sheol me rodeaban,
clamé a Dios, le invoqué,
y Él escuchó mi voz, resonó mi llamada en sus oídos
y me salvó porque me amaba.
Dios es perfecto en sus caminos.
Tú me das tu escudo salvador,
multiplicas tus respuestas favorables+.
ELÍAS, *EL TESBITA+
Según confesión de mis discípulos, algunos de los oyentes me tomaban por Elías. La
cosa tenía su fundamento. Después de haber sido arrebatado al cielo, según nuestra leyenda
religiosa, se esperaba su retorno, que algunos situaban al final de los tiempos y otros por
adelantado. Según el inspirado Ben Sirac, la vuelta de Elías tendría tres funciones: calmar la
ira de Dios en el terrible día final, lograr la paz y justicia entre los hombres, especialmente
entre padres e hijos, y restaurar la unidad de las tribus de Israel; es decir, vendría a
restablecer la paz y la justicia en la tierra y cambiar el desorden en orden; al llegar al reino,
excluiría a los que fueron admitidos en Israel a la fuerza e incluiría a los que fueron excluidos
a la fuerza; compondría las disputas, por eso algunos litigios se dejaban *hasta que venga
Elías+. Alguno llegaba a decir que Elías ungiría personalmente al Mesías y que tendría
capacidad de resucitar a los muertos. Mientras unos lo entendían como un agente para
restaurar definitivamente a Israel, otros le concedían más la función de iniciar la era
mesiánica.
Así que, al escuchar mi mensaje y presenciar mis obras, algunos pensaron: éste es el
nuevo Elías que restaura el pueblo de Dios. Se confirmaron en ello cuando me vieron
purificar el templo al principio de la vida pública, función que también atribuían a Elías.
La idea agradaba a mis discípulos, siempre dispuestos a concederme títulos y
funciones honrosas, aunque opinaban que yo debía confirmarla un poco más con gestos
llamativos; así es como un día me piden que haga bajar fuego del cielo sobre un pueblo de
Samaria que no quiso recibirnos mientras íbamos de paso a Jerusalén, lo mismo que Elías
hizo descender fuego sobre el sacrificio en el monte para desenmascarar a los falsos profetas
de Baal. Aunque esas conclusiones eran indiscutiblemente exageradas, ahí podría encontrar
algunas de mis raíces. Así que decidí reflexionar también esta figura.
Elías es llamado *el tesbita+ porque procede de Tesbe, una desconocida población de
Galaad, al este del Jordán, un territorio que ni siquiera pertenecía a la antigua cultura
cananea, sino que había sido colonizado por Israel. Era un hombre austero, vestía una vulgar
y áspera piel de camello sujeta con una faja de la misma piel, estaba acostumbrado a todas las
privaciones del desierto; la austeridad personal da muchas ventajas al apóstol, con ella se
siente mucho más libre a la hora de anunciar y denunciar, pues nada tiene que perder.
Decido seguirle y tengo cuatro encuentros con él que me proporcionaron cuatro
puntos en que mis raíces empalman directamente con su frondoso árbol.
Inmensamente distantes en las formas, a los dos nos consume el mismo celo. También
yo encontré que se mezclaban distintos cultos en mi tierra, sobre todo a través de la
cultura helenista y romana; nuestra oposición judía era tan fuerte que no permitió
ninguna insignia pagana en el templo ni en las monedas nacionales, y ningún pagano
podía entrar en nuestro templo bajo pena de muerte. En esto éramos tan radicales
como Elías, así se nos reconocía y respetaba. Pero estábamos rodeados de, por lo
menos, diez ciudades gentiles, con las que, junto con el intercambio comercial, era
inevitable un intercambio en las creencias y cultos. Israel había infiltrado la fe judía
en casi todas las ciudades extranjeras, donde tenía comunidades, pero también ellas
nos habían infiltrado sus credos y sus costumbres paganas. No me atrevía a pensar
cómo, en este punto, sería el futuro, solo veía una inmensa incógnita.
—Sí, profeta Elías, gracias a esos toques podemos hacer la travesía del desierto —le digo.
—Y gracias al alimento —completa—. El ángel me decía: *Levántate y come, porque el
camino es demasiado largo para ti+. Y, al despertar, encontraba una torta cocida sobre
piedras calientes y un jarro de agua. Solo pan y agua...
—Y la compañía del Padre —añado, y me mira agradecido, pues no está acostumbrado a
llamarle así.
Cuando nuestro pueblo hacía la larga travesía por el desierto del Sinaí durante
cuarenta años, Yahvé les dio muchos toques de atención y, sobre todo, el alimento del maná;
muy elemental, pero suficiente para el camino. Cuando un buen día se fueron conmigo miles
de personas a la montaña solitaria, les alimenté a todos con solo cinco panes de cebada y dos
peces; también elemental, pero suficiente para hacer el camino hasta sus hogares.
—El nuevo pueblo de Dios —dije animado a Elías— tendrá días de desierto y siglos de
camino, )con qué alimento? (Yo seré su alimento! En forma de pan y vino, pero (seré yo! No
como el maná de nuestros padres, que lo comieron pero igualmente murieron. El que coma
mi carne y beba mi sangre, tendrá vida eterna. Yo seré el pan de vida.
Elías me miró entusiasmado pero añorando lo que no conoció:
—(Si yo hubiese tenido ese alimento!
Esta raíz empalma con mis frecuentes retiros en el monte. Muchas veces me ha
sucedido encontrarle sin experimentarle, pero siempre termina asegurándome de una
u otra manera que está ahí y me envía.
Dios es móvil, cuando menos se hace notar es cuando uno se paraliza.
Las experiencias espirituales más consoladoras las he tenido en el monte o en el
hogar, pero las más seguras me han sucedido en el hombre, sobre todo, en los
seguidores y en los necesitados, donde Él me enviaba. Cualquier experiencia
religiosa, después de sucedida, puede dejar la duda de si es real o solo una impresión
psicológica. Desde Elías he aprendido que, si esa experiencia lleva al hermano,
siempre es verdadera, pues, aunque no lo hubiese sido en su origen, esa dedicación al
hermano la convierte en real.
La más segura y profunda de todas es la presencia en la cruz.
El rey Ajaz desea la pequeña viña de Naboth, vecina a la suya; ante la negativa del pobre
Naboth, la reina empieza a intrigar, suscitando un falso testimonio contra él, lo que le lleva a
una sentencia de muerte, y así Ajaz puede quedarse con su viña. Entonces Elías acude al rey
a denunciarle públicamente su acción.
Esto señalaba una clara diferencia entre Elías y yo. Elías, al defender al verdadero
Dios, fue duro con los gobernantes de su pueblo, le denunció públicamente y
defendió los derechos del pueblo; tenía algo de líder social. Esto me inquietaba, es
como si algo faltase a mi vida, algo que no me dejaba del todo tranquilo: yo
perdonaba a los pecadores y ayudaba a enfermos concretos, pero apenas denuncié en
público a nuestros gobernantes ni sus corrupciones ni sus estructuras injustas. )No
tendría que haberme implicado más directamente en las injusticias sociales, en las
denuncias de las corrupciones de las autoridades? )No me había centrado casi
exclusivamente en lo religioso y lo moral, reduciendo mis denuncias a estos puntos? )
Acaso no había desarrollado esta raíz profética?
Yo nunca pensé en un final como el de Elías; creía que un hombre como mi padre
José debía seguir viviendo después de la muerte, pero no imaginé para él ninguna
traslación fantasiosa; respecto a mí, pronto me di cuenta de que el madero de la cruz
podía sustituir al carro de fuego. Pero sí creía en el significado de ese carro, que
aparecía simplemente como vencedor de la muerte y como signo de que la vida sigue.
Si la muerte es vencida, )qué más da que lo sea con un carro de fuego o con una
cruz?
Mis discípulos hubiesen preferido para mí un carro de fuego mucho más que una
cruz, por eso se decepcionaron tan profundamente en el Calvario; pero, al final,
después de la resurrección, también me vieron subir en una nube. Cambiaron el carro
de fuego por la nube, pero el significado era el mismo: yo no debía morir y, aunque
hubiese muerto, debía seguir viviendo para siempre.
Aquella visión significaba también que Elías no se desentiende de la tierra. Entre las
funciones mesiánicas que se le atribuían, estaba la de ayudar a los fieles en las dificultades de
los tiempos finales, y también a los moribundos. Tanto los que le entienden como Mesías
como los que le ven como preparador de la venida de ese Mesías, están de acuerdo en que es
un ayudador del pueblo en el gran acontecimiento del final de los tiempos, según el anuncio
de Malaquías: *He aquí que os envío al profeta Elías antes de que llegue el Día de Yahvé,
grande y terrible. El hará volver el corazón de los padres a los hijos, y el corazón de los hijos
a los padres; no sea que venga yo a herir la tierra de anatema+.
Yo mismo pensé a veces si ese tiempo final y esa función de ayudador final no era la
que me correspondía a mí. )No había llegado el fin de los tiempos presentes, no estábamos
ya en el gran acontecimiento escatológico del final del reino del mundo y del principio del
reino de Dios? Pronto me desapareció esta idea, al menos en cuanto a su realización
inmediata, pero llegan siempre tiempos especiales en que hay que tomar decisiones, y
entonces la humanidad necesita ayudas. Un cambio de siglo, por ejemplo, es propicio para
esta reflexión.
El gran momento escatológico de cada uno es la muerte. Por ser considerado Elías
protector de moribundos, me retaban en la cruz: *que venga Elías a salvarlo+; alguno de los
asistentes debió pensar: *si Elías no viene a ayudarle, es porque éste no es el Mesías+; pero la
mayoría pensaban que, si yo hubiese actuado en nombre de Dios, entonces Elías vendría a
ayudarme por ser moribundo.
Esta raíz también me llegaba: la vida terrena y la eterna están tan unidas que una no
se desvincula de la otra; aunque mi destino sea glorioso, mi preocupación es siempre
la vida de los humanos. Procuraré estar especialmente presente en cada moribundo.
La experiencia de la cruz me ha acercado a los moribundos mucho más de lo que le
acercó a Elías el ser arrebatado al cielo.
En fin, las raíces que me llegaban de Elías eran varias. Por eso los discípulos le
vieron muchas veces en relación conmigo, y así lo testimonian en los evangelios. En
él pensaba especialmente cuando un día me rechazaron mis compatriotas de Nazaret y
les recordé que ningún profeta es aceptado en su tierra. El testimonio de Elías, del que
me apartaban tantas formas, me empujó vigorosamente. Hay tiempos de pasión y
tiempos de ascensión, siempre mezclados, pero predominando más uno u otro según
épocas. Hoy, ya ascendido, me sucede como a Elías, que continuamente vuelvo a los
Tabores y los Gólgotas de los hombres.
Es seguramente el profeta más grande, tanto por su cuna como por la brillantez de su
estilo y, sobre todo, por la grandeza y lo llamativo de su mensaje. Para nosotros, los judíos,
es un *clásico+, una cita suya vale más que un discurso, y así ha pasado al mundo cristiano.
Cuando llego a uno de estos grandes ríos proféticos, lo primero que pregunto es por la fuente.
Era de Jerusalén, de la clase alta, trata fácilmente con el rey y sus funcionarios y está
al corriente de la política y sus manejos. Está casado y tiene dos hijos, a los que pone
nombres simbólicos: Sear Yasub (*El resto volverá+) y Maher—Sala—Jas—Baz (*Pronto—al
—saqueo, Presto—al—botín+); el primero expresa su esperanza, pues el *resto+ se refiere a
que siempre en Israel queda un grupo de fieles que restaurará a todo el pueblo; el segundo
indica el espíritu combativo propio de todo profeta.
—Viviste siete siglos antes que yo y solo esto explica que yo lleve un nombre mucho más
simple y acertado que el de tus hijos —le digo con cierto humor irónico, que no parece
captar, por lo que continúo: —Me interesa tu vocación más que el nombre de tus hijos.
—Fue en Jerusalén, en el año de la muerte del rey Ozías —empieza a narrar—. Yo aún no
estaba acostumbrado a las visiones y, de pronto, estando en el templo, vi al Señor Yahvé
sentado sobre un trono elevado, rodeado de serafines con múltiples alas. Cuando los serafines
su pusieron a cantar: *(Santo, santo, santo, Yahvé Sebaot, llena está toda la tierra de su
gloria+, el templo se conmovió hasta sus quicios y se llenó de humo. Como si aquello se
refiriese directamente a mí, me sentí llamado a proclamar al pueblo la gloria de Yahvé. (Pero
yo no soy un serafín!
—Claro que no —asentí, comprensivo.
Absorto aún en la visión, sin escuchar mis palabras, gritó:
—(Estoy perdido! Soy un hombre de labios impuros viviendo en un pueblo de costumbres
impuras. Pero Yahvé me ha tocado con su llamada, )qué será de mí?
Se dio cuenta de que no estaba ya en la visión, sino narrándomela a mí, se volvió a
mirarme y continuó, con tono humilde y reverente:
—Uno de los serafines tomó con tenazas una brasa que estaba sobre el altar, se me acercó y
tocó con ella mi boca, diciéndome: He purificado tus labios, se ha retirado tu culpa y tu
pecado está expiado.
Guardó silencio unos momentos, esperando alguna reacción de mi parte, pero yo
solamente estaba pensando que en mi vocación no había sucedido nada tan aparatoso.
—)Y después? —pregunté, al percibir su expectativa.
—Sonó en el templo, o solamente en mi interior, no lo sé, una pregunta del Señor: *)A quién
enviaré?+. *Yo iré, envíame+, le respondí con una seguridad de la que siempre me he
sorprendido. (Y me envió!
(Qué diferente es cada llamada! La mía fue lenta, mejor dicho, fue lento mi
descubrimiento, porque la llamada me venía ya de generación; no hubo nada
llamativo en el largo proceso. La sensación que guardo de aquellos años es que,
además del descubrimiento progresivo, me invadía otra sensación: )cuándo? )cuándo
empezaré? Esto me preocupaba más que el cómo.
Como yo seguía buscando mis raíces, me di cuenta de que la raíz de nuestra vocación
es Dios, siempre la misma, ninguna otra raíz puede producir una vocación; frente a
esta seguridad, todas las diferencias no importan más que las que hay entre las
diversas ramas del mismo árbol: serán más largas o más cortas, pero se alimentan de
las mismas raíces y darán los mismos frutos.
Pocos personajes han sido estudiados y comentados como Isaías; pero a mí, a lo largo
de la conversación, me llaman la atención otras cuantas raíces, de desigual importancia, en
las que coincidíamos él y yo. Nos detuvimos en cuatro temas.
Le correspondió vivir una época complicada; a la muerte del rey Ozías, acabó un
hermoso período de prosperidad; el poderoso ejército sirio arrebató el reino del norte y
amenazó drásticamente a todo Judá, minada ya por una crisis interna de avaricias e
injusticias.
Isaías combatió duramente las alianzas egipcias y sirias del rey Ajaz, porque
terminaban en abusos sobre el pueblo, obligado a más impuestos para complacer a aquellos
aliados, y por razón de las idolatrías y la mezcla de cultos mixtos e impuros que provocaban.
El pueblo de Dios no debía mezclarse en esas alianzas orientadas a conquistas militares y a
triunfos que causaban opresiones de los pueblos. La fuerza de Israel no era ésa, sino la
confianza en Dios, que había ratificado con él una alianza de fidelidad.
—En el culto —me dice, recordando la situación que le tocó vivir en Jerusalén— ya no se
celebraba la alianza, era como si Yahvé hubiese pasado a segundo término en sus planes; no
se pensaba más que en categorías militares y en alianzas extrañas que salvasen de las
amenazas asirias. Olvidaban que el pueblo de Dios solo se salvaría siendo del todo fiel a
Aquél que le escogió; pero la fidelidad era sustituida por estratagemas y mezclas con
forasteros.
—A veces las circunstancias exigen esas alianzas que no nos gustan —advertí, como si fuese
un hombre práctico en esos temas.
El, que por su cercanía a la corte era mejor conocedor que yo de los hilos políticos,
me advierte:
—Aquellas alianzas político—militares del rey Ajaz traían consigo un peligroso sincretismo
religioso. Por una parte, el rey decía que no quería *tentar a Yahvé+ pero, por otra, era capaz
de traer de Damasco el hermoso altar de uno de sus dioses y hacer una réplica para colocarla
nada menos que en el templo de Jerusalén, haciendo sobre él una ofrenda, con su holocausto
y su oblación. Y hay más; siendo aún muy joven y estando sitiado en Jerusalén, fue capaz de
sacrificar a su propio hijo, un niño pequeño, pues había oído que Moloch, el dios de los
amonitas, recibía el culto de sacrificios humanos.
Isaías, sitiado también en la ciudad por el acoso asirio, se enfurecía: *Conoce el buey
a su dueño y el asno el pesebre de su amo. Sin embargo, Israel ya no discierne a su verdadero
dueño+. Y amenaza a sus gentes con que, si cambian de dueño, la devastación aparecerá
pronto en lontananza y empezarán a caer prisioneros y muertos. Por el contrario, si confían
en Dios, todo saldrá bien.
—)Pueden los hombres hacer fracasar definitivamente los planes de Dios? —le pregunto.
—Definitivamente, no —responde rápido—, porque los planes de Dios siempre son más
firmes que los pecados de los hombres. Por eso también anuncié que, a pesar de la infidelidad
del pueblo, se salvaría un resto, el resto de Jacob, que volvería al Dios poderoso.
Efectivamente, después de varias deportaciones con las correspondientes mezcolanzas
idolátricas, siempre quedaba un *resto+, un núcleo de fieles, como las raíces poderosas de las
encinas de Mabré, del que volvía a retoñar el pueblo. Ese resto se salvó por su confianza en
Dios; se salvó, aunque también pasó por el destierro y sus servidumbres. De ese resto he
nacido yo como un vástago.
Cuán accidentada la sido la historia de mi pueblo desde aquellos días de Isaías hasta
mí; se han cumplido progresivamente sus oráculos y lamentaciones sobre diversos pueblos:
Asiria, Babilonia, Moab, Egipto, etc. En diversas épocas, según esas predicciones, se han
abierto las esclusas de lo alto de los cielos y han arrasado pueblos, se han estremecido los
cimientos de la tierra y se han destruido ciudades; y el pueblo de Dios era alcanzado de una u
otra manera. Pero no importa; por muy duras que sean las pruebas, la alianza de Dios con el
pueblo no fracasa, porque siempre queda el *resto+, y vuelven a la tierra prometida y se les
unen otros forasteros, con lo que la casa de Israel sigue creciendo. Con la misma fuerza con
que Isaías denunciaba a los que confiaban en el poder de alianzas interesadas y belicosas,
anunciaba la seguridad de los que confiaban en Dios.
Pero también hay que mezclarse en las luchas sociales, organizando la sociedad como
pueblo de Dios. En este punto Isaías me recuerda la obra del piadoso rey Ezequías, hijo y
sucesor de Ajaz.
—El nuevo rey —me dijo— hizo lo que es justo a los ojos de Yahvé.
—)Y qué hizo?
—Las deportaciones habían dispersado al pueblo, así que empezó convocando a los dispersos
del reino del Norte. Luego se preocupó de que no se perdiesen las tradiciones del pueblo y
para ello nombró una comisión que las recogiese y elaborase, de manera que, si volvían a ser
dispersados, pudiesen llevar esas tradiciones que mantienen unido al pueblo. Después
emprendió una tarea de purificación de las costumbres y cultos idolátricos, que en los años
anteriores se habían mezclado con el culto de Yahvé; retiró del templo aquel altar asirio que
su padre importó de Damasco; arrancó los masseboth o estacas sagradas, que habían llegado
con los cultos paganos; destruyó todos los altares o recintos sospechosos de un culto
idolátrico.
—He oído que también destruyó la serpiente de bronce que Moisés fabricó para liberar al
pueblo de las mordeduras de serpiente en el desierto.
—Sí, también... —Y, ante mi sorpresa y duda, explicó—: Es que, en lugar de ser un recuerdo
de los favores de Yahvé, la adoraban por sí misma, la habían convertido en un ídolo.
Me siguió contando que el joven rey reparó y fortaleció las murallas de la ciudad y
aseguró, mediante un túnel secreto, el agua de las fuentes de Siloé para que el enemigo no
pudiese cortarlas. Hasta que Senaquerib, el nuevo rey asirio, empezó una serie de conquistas
y amenazó a la Jerusalén recién restaurada y organizada, exigiendo su total rendición.
—Pero yo me sentía tranquilo —explica Isaías—, Yahvé debía estar contento de aquella
ciudad restaurada en su nombre, organizada para vivir según sus planes. Y empecé a predicar
que el asirio, a pesar de su poderío, no penetraría en la ciudad, que se volvería por el camino
que había traído. De pronto una plaga de ratas encendieron la peste en el campamento asirio,
murieron por decenas de millares, y la ciudad se vio libre. Fue mi colaboración a aquella
querida ciudad, aunque seguí advirtiendo que, si no eran fieles, el peligro vendría por otra
parte. Después de tantas divisiones, deportaciones y mezclas con otras gentes, yo empezaba a
pensar que Dios podía sustituir aquel pueblo por otro más universal y más fiel, un gran árbol
nacido de esta pequeña raíz.
)Tuvo esa intuición precisamente cuando la ciudad estaba mejor organizada?, pensé.
Pero Isaías conocía a su gente y sabía que la ciudad podía desorganizarse de nuevo en
cualquier momento.
Sí, el pueblo de Dios es sociedad humana y debe organizarse. Debe funcionar como
pueblo social para que pueda ser llamado hijo de Dios. Hay compromisos políticos,
sociales, culturales, etc., que hay que defender para que el pueblo avance hasta
convertirse en familia. Lo único que me costaba encajar en esta reflexión eran las
guerras. En este punto encuentro también la raíz de la organización de Iglesia, de la
que no sé si es más lo que me alegra o lo que me preocupa.
Isaías llegó a convertirse en un genio popular, una cumbre religiosa que sirvió de
referencia para siempre. Su predicación, su fuerza literaria y su estilo profético dejaron una
huella tan profunda que, a su muerte, surgió una escuela de seguidores que heredó su espíritu
y completó su mensaje. Fue una época especialmente fecunda y algunos de sus seguidores,
aunque desconocidos para la posteridad, ensamblaron tan bien con el gran profeta que su
estilo se confunde y durante siglos ha sido imposible distinguir las palabras de uno de las de
otro.
Los textos de Isaías, sobre todo sus oráculos y poemas, se recopilaron adecuadamente
y empezaron a circular entre los preparados, que servían de portavoces. Pero sucedió que
esos textos aumentaban, crecían maravillosamente, y nadie se cuestionaba su autoría, todos
daban por supuesto que eran del gran profeta que un día Dios suscitó en el pueblo, aunque los
hubiese escrito alguno de sus seguidores, al fin y al cabo, de él venía la fuente.
Le pregunto cómo se siente ante esta confusión.
—Extrañado, al principio. No tanto porque mis textos hubiesen pasado a otros, sino porque
los de otros se me atribuían a mí, me hacían mucho más autor de lo que era. Pero luego sentí
un gozo profundo; esta confusión sólo servía para que la palabra de Dios llegase más al
pueblo. A veces la palabra la pone uno y la fama, otro; conjuntadas ambas cosas, el mensaje
de Dios suena más fuerte y es mejor recibido.
—Pasado el tiempo —le digo— los especialistas analizan detenidamente las palabras de uno
y las de otro, y llegan a diferenciarlas con bastante acierto, aunque no del todo.
—Esa distinción nunca la hace el pueblo —me objeta—. Pensando en el pueblo, )no sería
mejor dejar todo como está, puesto que lo de uno y lo de otro es palabra de Dios, y solo
varían las bocas y las plumas?
Es una pregunta en el aire, en la que nunca coincidirán del todo la respuesta desde la
ciencia y desde la utilidad religiosa. No lo discutiré con Isaías, pues los dos estamos de
acuerdo con lo que nos ha sucedido en este punto.
Porque ésta es otra raíz en la que me reconozco: la raíz de las palabras
intercambiadas, la raíz de los discípulos que hablan mis palabras y me ofrecen las
suyas. )Acaso algunas de las palabras que me asignan los evangelistas no son
literalmente más suyas que mías? Pero las doy por válidas porque, en definitiva, yo
soy la fuente y lo importante del agua es que llegue a quien la necesita, aunque se
confundan los canales con la fuente.
Esto me sucedió de dos maneras. Nunca me preocupé de este tema hasta que algunos
especialistas, analizando mis palabras, se dieron cuenta de que no todas eran mías originales,
sino que muchas ya habían sido dichas anteriormente por otros. Yo estaba educado en la Ley
y los Profetas y sus textos me sirvieron de alimento durante años, los asimilé tanto que los
hice míos y, naturalmente, salían después en mi predicación como algo propio. La verdad es
que, cuando predicaba, nadie me discutió ninguna de mis palabras porque ya estuviese dicha
anteriormente; las que más me discutieron fueron precisamente las más originales; y algunas
me las discutían porque creían equivocadamente que eran originales mías, pues se habían
olvidado de que ya estaban pronunciadas por algún profeta.
La otra manera, es cuando en los evangelios descubrí palabras escritas que yo no
había dicho pero a las que tampoco podía renunciar, con lo cual se convertían en mías. )No
era mejor que esas palabras quedasen como propias del evangelista o de la comunidad
primitiva? (Cuántas energías en el último siglo para diferenciar lo que es original mío de lo
que añadió la comunidad! Las agradezco. A veces me he sentido molesto, no por las
palabras escritas en el evangelio, sino por las interpretaciones literales y demasiado
dogmáticas, como si lo mío hubiese sido grabado en un micrófono. Agradezco que las
primitivas comunidades elaboraran todo lo mío, los dichos y los hechos, dándoles forma
transmisible; he de reconocer que acertaron, porque veinte siglos llevan transmitiéndose y
repitiéndose en ediciones por millones de ejemplares.
Por lo demás, una grabación exacta de mis palabras no las habría aclarado más; las
palabras de los líderes, políticos o deportivos, se graban hoy con precisión y, sin embargo, se
interpretan tanto por los comentaristas que uno termina sin saber lo que realmente quisieron
decir.
—)Por qué disputarnos la autoría? —le dije a Isaías—. En definitiva, el anuncio viene del
Padre, el único plenamente original.
—Por otra parte —añadió él—, la fuerza no está solo en las ideas ni menos en las palabras
que las traducen, sino en el anuncio mismo, en el convencimiento, vivencia y fuerza con que
se transmiten, y esto las convierte en algo verdaderamente original. Es también don de Dios
que uno pueda anunciarlas de manera que lleguen al pueblo.
—Además —concluyo, por mi parte— la vida de Dios no se reduce a un anuncio fijo ni a
unos anunciadores, es viva, se mueve y crece de forma que exige de continuo nuevas
palabras y nuevos labios; no conviene que la Palabra se reciba hoy solo como venida de lejos,
aunque sea de mí, sino que ha de sonar cercana y apropiada a las situaciones reales de hoy.
Las palabras y los autores pueden seguir confundiéndose, solo me preocupa que se
dogmaticen demasiado palabras mías que me salieron con la espontaneidad de la cultura del
momento o que se olvide su verdadero su mensaje por el afán de precisión histórica.
Cuando empecé a descubrir mi ser y aquella extraña y sublime vida que me bullía por
dentro, tuve la sensación de que yo venía de lejos, de muy lejos. No era tan puntual
como una generación carnal, sino que había sido engendrado por siglos y
generaciones enteras, venía de una larga historia de indecisiones y fidelidades a Dios.
La pequeñez de una virgen, que además continuaría siendo virgen, campesina y
pueblerina, resaltaba esta amplitud de mi generación, que necesitó siglos para
realizarse.
Fui anunciado por primera vez como un signo de que Dios siempre protege a su
pueblo y como un estímulo para confiar en él.
—Si Dios puede fecundar a una virgen sin que ésta deje de ser virgen, )cómo no confiar en
él? —aseguro en voz alta.
—Pero, )cómo seguir confiando si, después de todas su promesas, e incluso cuando se
realizan, llegan igualmente las catástrofes, las derrotas y las deportaciones del pueblo? —
objeta Isaías, recogiendo el sentir de las gentes, que no acababan de ver cómo se realizaban
las promesas.
Parecía que estos anuncios de intervenciones maravillosos no variaban nada la marcha
de la historia del pueblo, que corría como la de cualquier pueblo vecino entre victorias y
derrotas, más derrotas que victorias. Si, al menos, el prometido Emmanuel hubiese sido un
general victorioso...
—Tu gran novedad —le precisé— es que no anunciaste la salvación después de la catástrofe
o en su lugar, sino simultáneas, la salvación en la misma catástrofe; Dios ya está
interviniendo salvadoramente incluso en lo catastrófico.
Isaías se sorprende otra vez del alcance que tenían sus propias palabras, mucho más
densas de lo que él creía anunciar. Me anunció como nacido de una madre virgen pero no de
una historia virgen, al contrario, venía a una historia cruficada de mil maneras.
Con algunas pausas, fui recordando algunas de sus expresiones más doloridas:
—Quizá —le dije, interrumpiéndome— esto mismo sí lo hayan dicho en algunos funerales,
en tono de autoacusación, reconociendo la verdad del difunto precisamente después de
muerto.
—No me parece mal que sea así —me replica—. Pero ya ves que aquí se le reconoce, más
bien, esa función antes de que suceda. Mi discípulo estuvo bien iluminado.
De pronto, arrepentido y seguro, como en una adoración, me dijo:
—Tú cargaste con mis culpas, Siervo de Yahvé.
Nunca mis discípulos me llamaron con ese nombre y me emocionó que lo hiciese
precisamente el profeta anunciador. Si no supo a quién se refería cuando lo anunció, ahora lo
tenía claro.
—Durante mucho tiempo —me siguió diciendo— intenté comprender aquellas palabras que
había recibido en la visión, pues me inquietaba cómo uno podía ser salvador de todos. Y lo
hablé con los más cercanos, algunos de los que recibían positivamente mis palabras.
—)Y te ayudaron a comprenderlo? —pregunté, interesado por aquella línea de reflexión.
—Me recordaron que esa idea ya la practicábamos con un rito antiguo: cargábamos el pecado
del pueblo sobre un animal para lanzarlo luego al desierto; así que una persona podía cumplir
ese oficio mejor que un animal. Otro me dijo que nuestro pueblo no era solo una suma de
individuos sino un gran cuerpo personal y, así como el pecado de uno podía traer un castigo
para todos, también la justicia de uno podía suponer la justificación para todos. Otro me
recordó que algunos de los pueblos que nos rodeaban creían que sus reyes les representaban
ante los dioses y, en ocasiones, podían asumir los pecados del pueblo. Ninguna explicación
era suficiente, pero me ayudaron a comprender. La visión traía luz suficiente para aceptar
que en aquel siervo había más de lo que yo comprendía.
Por otra parte, yo conocía bien las muchas interpretaciones que se habían de este
personaje, el más famoso siervo que haya existido. Yo mismo, en una primera época, me
preguntaba: )a quién se refiere? Escuché opiniones, porque el texto intrigaba a muchos, pero
especialmente a mí. Unos decían que el profeta Isaías se refería a sí mismo; en este caso,
pensaba yo, no habría necesitado recurrir a fórmulas palaciegas, que no le correspondían.
Otros lo entendían referido a un rey del pasado; pero, seguía pensando yo, en este caso no
necesitaría usar formas proféticas, facultad en la que no se han distinguido los reyes. Otros lo
referían a personajes históricos como Isaac, Moisés, Jeremías, Ezequiel o los justos pacientes
de los salmos. Muchos lo referían a Israel como pueblo, pero yo había experimentado ya que
este pueblo era mejor representante en la infidelidad que en la justificación. Hasta que me di
cuenta de que, al no hablar claramente de un personaje concreto, estaba haciendo referencia a
otro personaje misterioso y a un acontecimiento inaudito e inexplicable, con dimensiones
suprahistóricas.
Y, cuando mi vida pastoral empezó a complicarse, de forma que la muerte violenta
entró en mi horizonte, entendí definitivamente el texto en clave personal. Pero, en temas tan
intensos y contradictorios, la luz no llega de repente ni lo ilumina todo por completo.
Descubrí, mucho más que hasta entonces, que mi vida era representativa; aunque fuese
personal e intransferible, mi vida estaba totalmente ordenada a otros, pero no solo como nos
une la sangre o la cultura o la biología, sino de forma más fuerte y profunda, que no llegaba a
comprender. En esa representatividad, cada vez se fue acentuando más la parte pecadora y
sufriente de la humanidad; hay un pecado personal, cuya responsabilidad no es asumida por
quienes lo cometen, y hay el pecado colectivo, estructural, del que nadie quiere hacerse
responsable. )Cómo, en esas situaciones, podría realizarse la salvación? Y empecé a ver que
ésa era mi función: ser siervo salvador de los siervos del pecado.
Alguien tenía que tomar la representación del mundo. Y sentí, como Isaías, la gran
pregunta de Dios: *) A quién enviaré?+ Y, como él, respondí instintivamente: *Heme aquí:
envíame+. Pero no basta un gesto de voluntad martirial; uno no representa a todo el mundo
solo por quererlo, se necesitan una condiciones especiales, que en ese momento yo mismo no
sabía definir; se necesita, sobre todo, haber sido elegido para ello. )Puede uno ser universal
del todo sin una buena dosis de divinidad en su persona? Me asustaba identificarme con algo
divino, pero solo así podría alcanzar a toda la humanidad.
Progresivamente empezó a pesarme y a entusiasmarme, a la vez, el haber sido elegido
para representar al mundo pecador, como si yo fuese una síntesis de la humanidad o el
camino para introducirlos a todos en el banquete. Fue así como comprendí que yo era el
Siervo: Siervo de Dios, que me había elegido, y siervo de los hombres, con los que me
identificaba hasta correr su suerte para que ellos compartiesen la mía. En mi vida habría
sufrimientos, porque asumía a la humanidad sufriente; y habría desprecios, porque una parte
de cada hombre y de la humanidad es despreciable e indigna; y sentiría el abandono de Dios
y la condenación, porque muchos están condenados por fuera y otros por dentro, hay
demasiado pecado de muerte. Pero, a pesar de todo, sentía la certeza de la salvación, era la
mayor certeza, porque sólo así mi salvación personal alcanzaría a toda la familia.
Empecé a sentir la mano de Dios con diversos tactos. A veces la sentía entera sobre
mí, una mano inmensa, hecha de millones de dedos, pesante, pero viva y nunca molesta;
otras veces era suplicante, con esa presión de quien te pide: *no me dejes+; en ocasiones la
sentía como una urgencia, empujándome, *no te retrases, no te eches atrás+; en ocasiones la
sentía calurosa, llena de vida, desbordante de energía que me iba penetrando; por momentos
se volvía tierna y consoladora; y siempre era una mano múltiple, no solo de Dios, sino de
toda la familia humana. Al mismo tiempo que me daba vida, esa mano me oprimía y me iba
cargando con el peso de la humanidad. A lo largo de mi vida sentí, más que luces especiales,
esa mano guiadora.
Hasta llegar el momento en que, precisamente por ser siervo que entrega su vida por
los demás, el Padre recupera mi vida, me saca de la muerte y me amplía inmensamente la
vida, pero no solo para mí, sino también para los demás. Para todos. Sí, funciona la
salvación.
Me pareció que todos los pueblos paganos de entonces se unían en coro a nuestro
canto para proclamar lo que no supieron reconocer estando ante sus ojos.
JEREMÍAS, CONTEMPORIZADOR Y REBELDE
Hijo del sacerdote Helcías, de la tribu de Benjamín, el hijo de Jacob y Raquel, residía
en Anatot, a pocos kilómetros al norte de Jerusalén; por esta ascendencia sacerdotal, en aquel
lugar se mantuvieron mejor las tradiciones israelitas, sobre todo las del éxodo y la alianza. Es
uno de los profetas mayores, por la intensidad de su vida, por la fuerza de su mensaje y por la
amplitud de sus escritos. Por lo mismo, es uno de los profetas más vivos en la memoria del
pueblo y uno de los que más citan nuestros rabinos y escribas, aunque me he dado cuenta de
que seleccionan cuidadosamente sus citas, pues nunca les he escuchado algunas de las que a
mí más me interesan.
Hablando con él voy en busca de mis raíces proféticas.
Igual que con Isaías, empiezo interesándome por su origen vocacional; toda vocación
me sorprende y su origen condiciona la vida. Es distinta en cada persona y, sin embargo, (se
parecen tanto! Muchas veces he meditado mi vocación desde el modelo de Jeremías.
—)Cómo empezó tu vocación? —le pregunté, como a un compañero más veterano con quien
te agrada sentirte solidario.
—Cuando quise darme cuenta —me respondió casi acobardado, como quien no tiene nada
especial que decir—, ya desde niño, la vocación estaba arraigada en mí. Un día sentí la voz
del Señor que me decía: *Antes de formarte en el vientre te conocí; antes de que salieras del
seno te consagré, te constituí profeta de las naciones+.
Exacto, respondí en mi interior. Esta vocación nuestra no puede tener otro origen más
que el de Dios, )quién sería tan osado para imaginar otro, quién sería tan loco para aceptar
una llamada semejante que venga de otra parte? Dios Padre me engendró en su pensamiento
y en su corazón antes que en el seno materno; y en esa generación previa, desde el principio
del principio, ya estaba mi vocación. Yo no elegí este camino, fui elegido para él. Escarbo en
mi interior y encuentro un canal profundo de comunicación con el Padre, de donde vienen
mis grandes destinos, aunque pasando siempre por mi libertad. Mi vocación no es inventada
por mí, no, de ninguna manera, pero tampoco el Padre la aceptaría al margen de mi libertad.
—Me interesan todas tus palabras, Jeremías, las palabras que Yahvé te dijo. *Yo te formé+,
dices que te dijo.
—Sí, como forma un alfarero su barro. Lo hizo ya en el vientre de mi madre, era su taller de
alfarería.
—El taller de Dios Padre, profeta, siempre es él mismo; dentro de sí mismo te formó. Y *te
conocí+, dices que te añadió.
—Con eso quería decir que era mi dueño desde el primer momento de mi existencia; ninguno
de mis instantes vitales, ni el anterior a mi generación ni el primero después de nacer, le son
ajenos.
—)Qué más te dijo?
—*Y te consagré+. Desde ese momento sentí que Yahvé me separaba, como se separan los
animales para el sacrificio o los objetos sagrados para el culto. Ya no era como el común de
los mortales, estaba reservado para Yahvé. Por si fuera poco, añadió: *te constituí profeta de
las naciones+. Me invadió una sensación inefable y temerosa a la vez.
—)Miedo, profeta? )Miedo de ser profeta? )Miedo de qué?
—Miedo de mí. Y también de Yahvé. Al principio, no quería aceptarla, incluso me rebelaba
y ponía excusas: *mira, Señor, que soy un muchacho y no sé hablar+.
—No sigas —le interrumpo—, conozco esa situación.
—)También a ti te alargó la mano y *tocó tu boca?+ —preguntó interesado, como si fuese un
calco exacto de lo que a él le pasó
—Sí, profeta Jeremías, yo también sentí el rechazo provocado por el miedo. Él era el primer
responsable de la palabra que ponía en mis labios; si el responsable hubiese sido solo yo, no
me abría causado tanto respeto; pero el responsable era Él y ponía esa responsabilidad en mis
manos, )cómo podía yo cargarme con la responsabilidad de Dios?
Me miraba ilusionadamente, y concluí:
—Sí, también tocó mi boca.
En mi caso, no fue al principio cuando sentí ese rechazo, sino más adelante, cuando
supe la totalidad del compromiso y la carga que suponía, entonces me asusté y quise
rechazarla, como si tratase de una elección equivocada, me parecía que el Padre debía
referirse a otro, no a mí, yo no era de la misma carne que Moisés o Elías o Jeremías.
Pero, por lo que él me dice, Jeremías y yo somos de la misma carne, sentimos el
mismo rechazo, la misma repulsión, el mismo susto. Llega un momento en que la
repulsa viene, más que de dentro, de fuera, de los que menosprecian esta vocación y
hasta se burlan de uno por haber escogido este camino; )qué se puede hacer cuando
uno se siente menospreciado y hasta burlado por aquellos a quienes está destinado?;
no sé si su burla es de verdad un desprecio a mi vocación o simplemente un
mecanismo de defensa porque no aceptan mi mensaje; esta herida es muy dolorosa y a
uno le gustaría huir de sí mismo, y vuelves a preguntarte: )por qué yo, Señor? )no es
mejor que escojas a otro?
Preguntaréis que por qué sigo esta vocación, que me agarra y me rebela a la vez. Os
remito a la respuesta de Jeremías, es un clamor en la oración:
—Me sedujiste, Señor, y me dejé seducir.
Es un problema de seducción, sí. A veces te parece que te ha violentado, pero
simplemente te ha seducido. El Padre me agarró por dentro, me hizo sentir su fuego y la
maravilla de sus planes y la insospechada confianza que había puesto en mí, y así quedé
enganchado para siempre. La seducción vocacional es como un enamoramiento; pero no un
enamoramiento de la vocación —como la muchacha que se enamora del amor, más que de su
novio—, sino del Padre que te llama. Te enamora porque el Padre se vuelca en la llamada, te
comunica la vida, te enciende. Eso es, un incendio interior. Mi vocación es una seducción y
un incendio. Me siento agarrado, amorosamente violentado. Cinturones de amor me sujetaron
para siempre cuando aquel incendio vocacional prendió en mí. Como a todo seducido y
enamorado, en mi vocación se han mezclado tristezas y alegrías, el gozo de lo logrado y las
decepciones por lo que soñé y no pude realizar.
Este punto fue uno de los que más me hizo dudar, pues bastantes, incluso discípulos,
me empujaron a tomar una postura pública contra Roma, porque solo eso favorecería
al pueblo; había una indiscutible razón en todos ellos, pero nunca entré en ese terreno.
Esto me costó la vida, aunque supongo que el mismo precio me habría costado la
postura contraria. Si embargo algunos me acusaron de ambigüedad por no denunciar
públicamente al opresor extranjero. Fui mucho más duro con las autoridades judías
que con las romanas, mis denuncias iban contra las manipulaciones de la religión,
aunque me cuidé de no personalizarlos; en todo caso, di la impresión de acusar más a
los grupos religiosos, como fariseos y escribas, que a las autoridades. Creo que fui
muy prudente, mi duda es si me excedí en la prudencia.
Jeremías fue mucho más directo; se presentaba ante el rey y le denunciaba y, desde
allí, señalaba públicamente los escándalos de las camarillas cortesanas, las alianzas políticas
interesadas, los abusos de los ministros del santuario. El primo Juan también fue mucho más
denunciador e hiriente que yo. Quise evitar la confusión entre el mensaje de Dios y el de la
política, que siempre resultan conflictivos, tanto cuando se juntan como cuando se oponen.
Exigencias morales
Como *hombre de Dios+, Jeremías lleva una vida religioso—moral de acuerdo con
esa amistad, es coherente, y esto le capacita para exigirlo también a los demás. Pero esto
mismo provoca un rechazo de la gente hacia él, a pesar de ciertos entusiasmos, lo que explica
que con frecuencia los profetas terminan lapidados. Si no hubiese exigido esa moral o si él no
la hubiese vivido, solo habría sido objeto de comentarios y algunas críticas, pero su vida no
habría corrido peligro. Son las exigencias de una vida recta, desde la predicación y desde la
propia vida congruente, las que crean peligros al profeta; el que habla de grandes principios
pero no los traduce en exigencias prácticas y el que no denuncia nada con su ejemplo, poco
peligro corre.
—Yo no era un amenazador —me explica Jeremías—, solo llamaba a la conversión:
*Enmendad vuestra conducta y vuestra manera de obrar, escuchad la llamada del señor,
vuestro Dios, y el Señor retirará la desgracia con que os ha amenazado +. Pero ya sabes,
Jesús, la gente está más dispuesta a creer en las promesas de Dios que a cumplir su voluntad
en la vida real.
Esto me inquietó en mi vida pública. Tuve que hablar de compromisos de oración, de
justicia, de fidelidad matrimonial, de no criticar, del verdadero culto que no siempre
coincidía con el del templo; el reino de Dios no es una hermosa lotería donde solo hay
premios, es también un compromiso de vida, una manera de vivir.
—Deja en paz a la gente —me decían algunos de los cercanos.
—)Qué he dicho? —replicaba yo, sorprendido de que mis palabras, tan normales, creasen
tanta repulsión.
—Deja que cada uno viva como quiera, o como lo hacen todos.
Recriminaba a mis acomodaticios contemporáneos y a los que decían que, si ellos
hubiesen vivido en tiempos de los profetas, no les habrían dado muerte; al contrario, les
contestaba, con vuestra conducta atestiguáis que sois hijos de los que mataron a los profetas.
Lo verdaderamente conflictivo y peligroso empezó cuando exigí cambios de vida y de
conductas; estabilizados en unas conductas concretas más que en unas ideas, se revolvían
contra mí. Si la vida personal de las autoridades no se hubiese visto afectada, no se habrían
molestado ni siquiera en informarse sobre mi persona. El grupo del pueblo que, en la última
hora, también se pronunció contra mí, estaba defendiéndose porque yo había querido
perturbar sus conductas. Pero el rechazo por este motivo era mucho más fuerte en los grupos
situados que en el pueblo simple, tan poco acomodado que apenas le cuesta cambiar.
Una persona no está convertida hasta que no cambia por dentro, aunque sus obras
sean correctas, y no está convertida por dentro hasta que no lo demuestra en sus obras.
Pensaba todo esto, cuando Jeremías, al final de uno nuestros encuentros, me contó lo
que tuvo que hacer para salvar la moral del pueblo sobre todo en las largas situaciones de
destierro.
—Si la fe no repercutiese inmediatamente en la moral, no tendría complicaciones —
concluyó.
—Sí —confirmé—, porque la mejor expresión de la fe no es culto, sino la conducta personal.
—)Así que también te enfrentaste al templo? —le pregunto con una confusión intencionada,
en un nuevo encuentro.
—No exactamente —me responde rápido—. Un día el Señor me dijo que fuese a predicar
contra ese templo y contra la ciudad. Eso es lo que hice, cumplir su mandato. No era yo, era
el Señor el que estaba en contra del templo.
—Peor lo pones.
Me cuenta que con el piadoso Josías el culto se reformó, pero con su sucesor Joaquín
vuelve a empeorar y aún se deteriora más, y entonces él critica públicamente ese templo
donde se celebra culto pero no se cumplen los mandamientos de Dios. Esto le provoca una
persecución a muerte, de la que logra escapar por el apoyo de un grupo.
—Fuiste muy duro —le advierto—, anunciándoles el juicio de Dios y las desgracias que
caerían sobre ellos.
—Sí, les dije que acabarían autodestruyéndose, y que se produciría pillaje de sus bienes y
aniquilamiento de la juventud y exilio del pueblo. Anuncié la condenación de Jerusalén, pero
yo no quería amenazar sino solo destacar que aquella era la última llamada a la conversión.
Con el tema del Templo se mezcló el de las promesas de Yahvé, porque el templo era
el símbolo de que Yahvé estaba con su pueblo y cumpliría siempre con él sus promesas.
—Pero se olvidaban de algo muy importante —me dijo—: que el pacto de Dios con el
pueblo era recíproco, según lo cual, Dios cumpliría su parte si el pueblo cumplía la suya.
—Pero Dios siempre es mucho más fiel que el pueblo, su amor sobrepasa siempre el pecado
de la gente.
—Cierto, Jesús. Pero los fallos de la nación y, sobre todo, de sus autoridades fueron tantos
que tuve que anunciar firmemente que los presentes no conocerían el cumplimiento de esas
promesas; la elección de Dios es eterna, pero puede quedar en suspenso con el pueblo infiel.
Grité una y otra vez que nadie se llamase a equívocos, que Yahvé abandonaría su casa y la
entregaría a la destrucción. Un día me presenté en el atrio del templo y anuncié: *Esto dice el
Señor: Si no me hacéis caso, siguiendo la ley que yo os prescribo, y no escucháis las
palabras de mis siervos los profetas que yo os envío incesantemente y a quienes no habéis
escuchado, trataré a este templo como a Silo y haré de esta ciudad una maldición para todas
las naciones de la tierra+. Al acabar este anuncio, los sacerdotes y profetas me dijeron: *(Vas
a morir!+
Lo más peligroso para él no era que Yahvé pudiese suspender sus promesas, pues esto
podía remediarse con el arrepentimiento, sino que, según la teología oficial, quien condenaba
al Estado y al Templo era reo de traición y de blasfemia.
Después de estas predicciones empezó la noche oscura de Jeremías. Me confiesa que
se sintió odiado y escarnecido, reducido al ostracismo como si hubiese perdido toda
credibilidad en el pueblo hostigado sin cesar y más de una vez casi matado. La persecución
fue tan fuerte que su ánimo estuvo a punto de quebrar, sintió dentro la depresión y muy cerca
la desesperación, tuvo ganas de abandonar el ministerio, pero siempre encontraba fuerzas
para seguir.
Escuchándole, sentía en mis entrañas aquella apostasía del pueblo, que olvidaba a su
Dios, y Dios me mandaba volver al pueblo y gritarle para que todos oyesen el dolor y
el amor de su Dios: *Recuerdo tu cariño de joven, tu amor de novia, cuando me
seguías por el desierto, por tierra yerma. )Qué delito encontraron en mí vuestros
padres para alejarse de mí? Siguieron tras vaciedades y se quedaron vacíos, en vez
de preguntar: )dónde está el Señor? (Ay mis entrañas, mis entrañas! Me tiemblan las
paredes del pecho y no puedo callar+.
Finalmente Jeremías fue llevado a juicio ante el tribunal de la Puerta Nueva formado
por sacerdotes, falsos profetas, gente del pueblo y dignatarios de Judá, que pronunciaron
sentencia de muerte: *este hombre merece la muerte por haber profetizado contra el templo y
la ciudad+. Alguien recordó entonces que ya otros profetas, como Miqueas y Urías,
profetizaron también contra el templo y la ciudad y nada se remedió con su asesinato.
Jeremías se enfrentó a su tribunal, que llegó a dudar, y solo Ajicán, hijo de Safán, le salvó
haciéndose cargo de él. Más adelante fue testigo de la destrucción de Jerusalén y Judá, lo más
querido para él. Esa destrucción se habría evitado de haber hecho caso de su predicación.
—El templo fue para mí causa de martirio —resumió.
—Pero no llegaron a matarte por eso.
—No, pero la perspectiva del martirio estuvo siempre presente en mi vida, formaba parte de
mi vocación.
Por haber vivido yo también esa situación, comprendí que era ya mártir aunque no
hubiese sido asesinado.
En este pueblo mío el templo resulta más intocable que las personas. Yo no conocía
bien estos antecedentes de los profetas anteriores, pero la misma prudencia me hizo
contenerme; por lo demás, yo vivía lejos del templo, cuya influencia disminuía con la
distancia; hasta que, después de varias visitas pascuales a Jerusalén, no pude contenerme y
arremetí contra el comercio de animales y cambio de monedas en uno de su patios, no
directamente contra el templo. Aunque en el momento no pudieron acusarme, pues aquel
comercio era permitido pero no legal, aquello fue una sentencia mortal contra mí. La
situación permanece hoy de otra manera. En muchas comunidades creyentes hay formas
religiosas que son más importantes que la misma religión y aún más que la fe; por defender
unas formas son capaces de romper la caridad.
La cruz del fracaso forma parte de la vocación profética, pues siempre fueron contra
corriente. El pueblo creía en la protección de Yahvé mediante la presencia del Arca, del
Templo y de una serie de ritos, y los profetas les obligaban a purificar las manos injustas y a
suspender sus adulterios y extorsiones antes de ofrecer ningún sacrificio.
Sin embargo, el pueblo, a pesar de su rechazo, reconocía la función de los verdaderos
profetas, y lamentó su desaparición después de la profanación de Jerusalén y del Templo:
*Nuestros estandartes (los profetas) ya no los vemos; (ya no hay profeta! (ya no hay entre
nosotros quien sepa nada+.
Al mismo tiempo sentía que no era uno más de la serie de profetas antiguos, tenía que
cambiar algunos estilos y mensaje para ser el profeta del Padre. Tal vez yo era el
último profeta escatológico, el que definitivamente anunciase e inaugurase el reino de
Dios. Esto mismo acentuaba mi ilusión y mi riesgo de martirio.
Al principio, Jeremías me ha parecido un hombre dominado por el fuego de Dios en
su compromiso con el pueblo y en sus denuncias; pero luego descubro en él un hombre
espiritual, (cómo capta los sentimientos entrañables de Dios!, se nota que pasan por sus
propias entrañas y por eso los expresa tan vivamente; es la unión con Dios la que le da esa
visión y le transforma. Trata íntimamente a Dios, y esto le hace ver sus fallos personales y
cómo repercuten en las entrañas divinas. Cuando Yahvé le envía a una misión que no
entiende, le pregunta y discute con Él, su intimidad le permitía esas reacciones.
La espiritualidad de Jeremías y la mía coincidían en muchos puntos y diferían en
otros muchos, pero yo no podía censurarle nada; aquella espiritualidad suya era auténtica
porque le volcaba en la salvación del pueblo; por esa espiritualidad podía animar a que
construyesen casas y cultivasen huertos en el destierro porque también en el destierro se gesta
la salvación que anunciaba: *porque yo sé el designio que tengo sobre vosotros, dice Yahvé,
a saber: designio de salvación y no de condenación, que os reserva un futuro lleno de
esperanza+.
Algunos me vieron en relación con Jeremías, porque encontraban muchos puntos de
coincidencia entre los dos.
Y que quedé reflexionando esta comparación a partir de dos comparaciones suyas.
Entendía la obra de Dios como una rama de almendro, donde solo veo esa rama, pero
en ella está ya todo el proceso: savia, brotes, floración, fruto..., y todo a su tiempo
pero con cierta urgencia, no se debe interrumpir ese proceso. Me detenía con
frecuencia ante los almendros de mi tierra y pensaba que, a pesar de todas las
interrupciones, ya había llegado el tiempo de la floración y de los frutos.
Otras veces me veía como el trabajo del alfarero, que tantas veces contemplé en las
calles, (cómo se transformaba el humilde barro en sus manos! Dios me iba
transformando a mí, igual transformaría a su pueblo; frecuentemente el barro de su
pueblo se le rebelaba y tenía que destruirlo para formarlo de nuevo, pero nunca tiraba
el barro, se mantenía fiel y lo volvía a formar.
Mi retrato en Jeremías
Encuentro tantas raíces mías en Jeremías que es como un retrato robot de mi persona.
Después de despedirme de él, me quedo mirándole en mi memoria, y veo que muchos rasgos
importantes suyos y míos se superponen.
Han pasado años de aquel encuentro y ahora repito los encuentros a través de sus
escritos. Me había contado cómo un día sintió la llamada del Señor a escribir: *Coge un rollo
y escribe en él todas las palabras que te he dicho sobre Judá y Jerusalén y sobre todas las
naciones, desde el día en que comencé a hablarte+. El dictaba las palabras y Baruc, el hijo de
Nerías, las escribía en el rollo; Baruc comunicó estas palabras ante los responsables de la
comunidad, que se las hicieron saber al rey Joaquín, que estaba en su casa de invierno;
Yehudí leía en voz alta y conforme iba acabando cada rollo, el rey lo tomaba, lo rasgaba con
el cortaplumas del escriba y lo arrojaba a su brasero. Jeremías y Baruc se salvaron porque
estanban escondidos. Pero la palabra del Señor volvió a pedirle que escribiese de nuevo
aquellas palabras, eran palabras de vida. Y así lo hizo.
Mi último encuentro con Jeremías se produce en estas palabras escritas y vivas. No
soy pintor ni psicólogo ni historiador, por eso no pretendo un retrato completo, sino que me
voy fijando en una serie de rasgos sueltos, sin ningún orden, como si fuesen piezas recortadas
de un gran retrato que Dios fue haciendo de mí a lo largo de los siglos y que yo he
recomponer.
El celibato.
Jeremías empieza aceptando el celibato, y lo vive, no como una extraña originalidad,
sino como expresión de su amor a los sencillos y a los puros de corazón y de espíritu.
Su decisión ilumina mi celibato, con él me encontré mucho más a gusto entre los
sencillos, pude ser tan sencillo que ni siquiera tenía lo que tienen todos, un matrimonio.
La condena del templo.
Ha captado que la perversión del pueblo arrancaba de las autoridades, por eso las
ataca, especialmente al poder religioso y al templo, donde se concentra ese poder. Les
transmite la conminación de Dios: *)Creéis que es una cueva de bandidos este templo que
lleva mi nombre?+
Yo también tuve que pronunciar la misma frase y en el mismo templo.
La persecución.
En consecuencia empieza a sufrir persecución. Le critican y traman planes contra su
vida sus propios paisanos, quieren arrancarle de los vivos como un árbol en lozanía y que su
nombre no se pronuncie jamás. Llegan procesarle, con resultado de sentencia a lapidación;
tiene que huir, amenazado por el rey Joaquín; es insultado por el profeta oficial de la corte y
sometido a espionaje por una carta que escribió a los desterrados; por fin, la cárcel y el
abandono en una cisterna llena de barro. Pero él no se rebela, se deja conducir como manso
cordero al matadero, no acababa de creer aquellos planes homicidas; sus energías las reserva
todas para la denuncia y el anuncio, no para la autodefensa.
Frente a esta persecución, la mía fue mucho más corta aunque terminó más
drásticamente.
La flagelación.
El siguiente paso fue la flagelación; Pasjur, el sacerdote comisario del templo, lo hizo
azotar y luego lo metió en el cepo que hay en el templo, en la puerta superior de Benjamín,
donde le retuvo hasta la mañana siguiente en que le soltó esperando que cambiase sus
profecías amenazantes por otras de venturas, lo que, naturalmente, no hizo.
Pilato me hizo flagelar para que algo cambiase en aquel enmarañado juicio, o los
condenadores o yo; pero nada cambió.
El calabozo.
Más adelante le hicieron azotar de nuevo y lo encerraron en prisión, en la casa del
escribano Jonatán que habían convertido en cárcel; en su sótano pasó mucho tiempo.
Su encarcelamiento fue mucho más largo que el mío en el sótano de Caifás, la noche
de mi juicio. Recuerdo las horas de aquella noche como las más intensas interiormente.
Getsemaní y la traición.
Padeció largamente su Getsemaní. La soledad le fue dejando cada vez más indefenso
y el odio se fue haciendo más denso a su alrededor, por las tramas malignas de los que se
llamaban amigos: *mis amigos acechan mi traspié: a ver si se deja seducir, lo violaremos y
nos vengaremos de él+. )Cuántos Judas hubo en su vida? (Cómo duele la traición del amigo!
Su amargor es superior al de cualquier hiel.
Abandonado de Dios.
Llegó un momento en que hasta su vocación entró en crisis. Ha sido fiel a Yahvé,
devoraba sus palabras, que se convertían en gozo y alegría íntima, pero ahora (ni eso! Y se
queja amargamente a Yahvé: *te me has vuelto arroyo engañoso, de agua inconstante+. Le
pesaba esa vocación que le convertía en víctima de aquellos a los que amaba y se entregaba,
y Yahvé no parecía protegerle.
(Cómo recordaba yo mi abandono: *Dios mío, )por qué me has abandonado?+
La persecución y la condena.
La persecución siguió hasta que un día, al predecir de nuevo que la ciudad sería
conquistada por el rey de Babilonia, pronunciaron contra él la peor sentencia: *Este hombre
no busca el bien del pueblo, sino su desgracia+. Su vocación se había trastocado, toda su vida
se había vuelto al revés. Lo llevaron al patio de la guardia y lo arrojaron en el aljibe de
Malquías, príncipe real, un aljibe que en lugar de agua tenía lodo. Cuando, por intercesión
del criado Ebedmélec, fue sacado de allí, quedó en la ciudad hasta que fue conquistada según
sus profecías.
Me acordé del velo del templo que se rasgó con mi muerte y de la conquista y
destrucción de Jerusalén años después de mi vuelta al Padre.
La esperanza y la fidelidad.
Sin embargo, a pesar de la dolorosa incomprensión y de la pertinaz persecución y de
sus obscuridades y desánimos personales, siempre encontró fuerza para seguir anunciando los
mensajes de Yahvé. Era la misma fuerza que me había sostenido a mí. Una fuerza superior a
cualquier otra, la que hace prevalecer el amor del Padre sobre cualquier accidente, revés o
muerte. La fuerza que viene de creer que Dios termina cumpliendo sus promesas y que, a
pesar de todos los obstáculos, su reino ya está en marcha.
(Cuántas raíces mías están ya presentes en Jeremías!
JUDAS MACABEO, GUERRERO Y CREYENTE
Este es un encuentro con una familia o una estirpe, más que con una persona; una de
las familias que, en la época final, más se parecían a las familias patriarcales de los
principios. En mi pueblo siempre ha habido familias así, espirituales y guerreras a la vez.
Me refiero a la familia de los Macabeos, que vivió un siglo y medio antes de nacer
yo. Los tiempos eran complicados, )cuándo no lo fueron en mi pueblo? Habían pasado
cuatro siglos desde que Jerusalén cayó en poder de Babilonia, con el consiguiente destierro
forzoso de sus habitantes; cuando regresaron del destierro, continuaron bajo el dominio del
imperio persa, de manera que, aunque viviesen en su tierra, seguían sin ser un pueblo libre;
solo les quedaba la libertad religiosa, hasta que llegó el impío rey Antíoco IV Epífanes, que
helenizó radicalmente nuestra nación, hasta el extremo de saquear el templo de Jerusalén,
dedicándolo al Zeus Olímpico, y de prohibir la religión judía, eliminando la circuncisión y
abrogando la Torá como ley del estado judío.
Lo más grave fue que todo esto sucedió con la colaboración de algunos judíos
influyentes. Entre ellos Jasón, que compró el sumo sacerdocio arrebatándoselo a su hermano
Onías, y redujo las libertades religiosas concedidas por uno de los Antíocos y después creó en
Jerusalén un gimnasion, lugar de multiusos para el atletismo y para sesiones de filosofía y
hasta de culto, y un ephebeion, que se dedicaba a la formación de la juventud, no
precisamente según la alianza con Yahvé. Otra ignominiosa claudicación fue la del sumo
sacerdote Menelao que colaboró con Antíoco en el saqueo de los tesoros escondidos del
templo, de donde se llevó 1.800 talentos. Y otros también fueron colaboracionistas,
principalmente entre la aristocracia y el clero, que adoptaron el estilo de vida helenista para
salvar su situación personal.
Conocía estos datos desde los días en que iba a la escuela de la sinagoga, donde nos
narraban la complicada historia de nuestro pueblo, siempre para resaltar la intervención
favorable de Dios que nos liberaba de las opresiones, una detrás de otra. En esta historia y en
esta familia sobresalía la figura de Judas Macabeo.
Para hablar con él me fui a Modin, pequeño pueblo al pie de las colinas de Lydda, a
treinta kilómetros de Jerusalén. Allí encontré a Judas, apodado el Macabeo o *martillo+ por
su osadía y por las grandes gestas realizadas en nombre de Yahvé y en favor del pueblo. Otra
figura legendaria. Difícilmente se encontraría un niño israelita que no hubiese soñado alguna
vez en ser como Judas Macabeo. Después de haber escuchado muchas veces sus historias,
seguramente aumentadas por el narrador, me pregunté si algo de él había pasado a mí. Tengo
que decir que nadie me comparó nunca con Judas, el *martillo+, así como sí me compararon
con profetas, era yo quien buscaba alguna relación, pues me parecía ser la síntesis de mi
pueblo. Así que fui a conocerlo, buscando conocerme un poco más a mí. Mis discípulos se
extrañaron de esta visita, pues nunca me compararon con él, éramos demasiado diferentes.
—No me conocerás —me dijo de entrada— si no conoces a mi padre y a mi familia. Me has
encontrado en este lugar porque mi padre emigró aquí cuando empezó a ser profanada Judá
y, sobre todo, el templo de Jerusalén. El era sacerdote de la familia de Yoarib, cuando
nuestros santos lugares fueron profanados, nuestra religión prohibida y algunos de los
nuestros, acobardados, llegaron a ofrecer los sacrificios paganos impuestos por el rey. Mi
padre huyó con sus cinco hijos, el tercero de los cuales soy yo, y se estableció aquí para
formar un núcleo fuerte donde se viviese la religión judía. La mecha se encendió cuando los
emisarios del rey llegaron a Modin y pidieron a mi padre que, como persona influyente, fuese
el primero en ofrecer los sacrificios ordenados por el rey; no solo se negó, sino que, cuando
uno de los nuestros se acercó para ofrecer el sacrificio, mi padre se encendió en ira, se
abalanzó sobre aquel apóstata y lo mató sobre el altar y lo mismo hizo con el emisario del rey
y seguidamente destruyó aquel altar maldito. Dio un grito de guerra y se convirtió de pacífico
ciudadano en duro luchador. *El que quiera defender la ley y ser fiel a la balanza, que me
siga+, dijo y huyó a los montes con sus cinco hijos y muchos voluntarios. Así empezó esta
guerra de Israel contra los enemigos de Dios.
Judas habla enardecido y orgulloso. Situados en el túnel del tiempo, y conociendo ya
lo que yo soy, sabe que no sigo exactamente sus caminos, pero tampoco pretende justificarse,
pues cada época tiene sus propias miserias y grandezas, sino demostrarme que pertenecemos
a la misma estirpe. Matatías, su padre, no tiene ningún parecido con José, el mío. Sin
embargo, una misma corriente vital nos une.
—Debes comprender el ardor de mi padre —me dice, como si tuviese que excusarle ante mí
—. El rey seléucida Antíoco IV, llamado Epífanes, aficionado a saquear templos, no solo
saqueó el de Jerusalén y toda la ciudad, sino que además destruyó las Sagradas Escrituras y
quiso identificar a Yahvé con Zeus, levantando un altar con su imagen, *el altar de la
abominación+. )Cómo no se iba a encender la ira de mi padre contra esa abominación? Por
cierto, mi padre se llamaba Matatías o Mattathiah, que en nuestra lengua significa *don de
Yahvé+, y a verdad que lo era. Escondido en las montañas, empezó a hostigar a los enemigos
y mantuvo viva la fe de Israel hasta que murió anciano, a los ciento cuarenta y seis años.
Antes de morir, nos exhortó a todos y me nombró a mí, el tercero de sus hijos, como sucesor.
A partir de este momento yo conocía bien sus gestas, que de niños creíamos al pie de
la letra y luego he descubierto que estaban aumentadas por la leyenda popular. Fueron tantas
que obligaron finalmente al impío Epífanes a negociar un pacto favorable a los judíos, que
pudieron volver a Jerusalén, donde purificaron el templo de todos los instrumentos del culto
a Zeus Olímpico, guardaron en un lugar cerrado las piedras contaminadas, eligieron
sacerdotes íntegros y quedó restablecido el culto, en el tercer aniversario de su profanación.
Aquel día todos en Jerusalén se levantaron de madrugada, ofrecieron un sacrificio y durante
ocho días celebraron la renovación del altar; fue un acontecimiento tan solemne que cada año
continuamos celebrándolo los judíos en el día de la Janukká o de la Dedicación.
—Después —dijo resumiendo— levantamos en el monte Sión fuertes murallas y torres de
defensa por si volvía un nuevo ataque de los paganos. Pero ni las nuevas murallas ni el culto
restablecido supusieron el fin de la guerra.
La última frase del Macabeo fue, extrañamente, más de entusiasmo que de lamento;
junto con su celo por Yahvé, llevaba dentro el espíritu guerrero.
—(Malditas guerras! —se me ocurrió decir, como un lamento por tanto daño causado.
Los ojos de Judas Macabeo se abrieron asombrados: )rechazaba yo todas sus luchas,
su heroico esfuerzo por salvar al pueblo de Dios? Yo soy un hombre pacífico, ya lo sabía, él
también lo era, pero llegan situaciones en que la paz que Dios quiere para los suyos solo se
logra guerreando contra sus pervertidos enemigos; )podía yo dudarlo? )acaso tenían que
haberse dejado masacrar todos o apostatar ante las órdenes del impío rey? )acaso yo conocía
otro modo de arreglar las cosas cuando el enemigo actúa con las armas en la mano?
—Perdona —le dije, antes de que él dijese nada, pues estaba leyendo sus interrogantes—,
admiro a los héroes, pero (me cuesta tanto comprenderos a veces!
Suavizó su asombro, se dio cuenta de que lo mío no era un rechazo tajante y se metió
dentro de mí para hacerme comprender la situación.
—Los enemigos eran de fuera pero también los había dentro —explicó—, pues muchos de
los nuestros eran débiles y estaban dispuestos a pasarse al enemigo con tal de salvar la vida.
Eran tiempos, que aún no han desaparecido, en que la supervivencia del templo dependía de
su capacidad de defensa. La religión y la guerra tienen sus conflictos mutuos...
Quedó un momento en suspenso, esperando mi reacción.
—Entre el bien y el mal —le dije— siempre hay una guerra permanente... En el interior de
las personas y en la sociedad...
—Te diré más —me interrumpió, como si ése no fuese el punto de vista que él buscaba—: la
religión entonces nos imponía normas que perjudicaban al pueblo, pues impedían acciones
necesarias para la legítima defensa, como la prohibición de defenderse en sábado, por lo que
Tolomeo I pudo conquistar tan fácilmente Jerusalén atacándola precisamente en sábado. Un
grupo de los nuestros había huido al desierto como protesta contra la helenización que se nos
imponía; los soldados de Jerusalén los persiguieron y asediaron en sábado, pero ellos no se
defendieron, al contrario, dijeron: *no saldremos ni obedeceremos al rey, profanando el
sábado. Muramos todos con la conciencia limpia+. Efectivamente, fueron masacrados ellos y
sus mujeres, hijos y ganados, unas mil personas. Al principio de nuestra campaña, también
yo perdí algunos bravos combatientes que no se defendían cuando eran atacados en sábado.
Tuve que cambiar ese principio, impiendo otro: *Al que nos ataque en sábado le
responderemos; así no pereceremos todos como nuestros hermanos en las cuevas+. La
religión y la guerra han de estar al servicio del pueblo, y la vida de un hombre vale mucho
más que el cumplimiento de una ley.
Esta vez no le contradije. Me quedé pensando cómo la historia del amor tiene siempre
que abrirse paso entre oposiciones y hasta odios, cómo la paz termina encontrándose siempre
con violencias y cómo el pueblo de Dios solo puede tener una tierra propia si se la quita
violentamente a otros propietarios. Sí, esto tiene algo de maldición, aunque no lo dije en voz
alta para no entristecer al Macabeo.
Ajeno del todo a la lucha bélica del Macabeo, aquella raíz luchadora persevera en mí
pues todo lo que propongo y vivo no sucede sino con dura oposición. En cuestión de
guerras, le tengo miedo hasta al lenguaje. Pero reconozco que hay lucha, y algo de
guerra, en el logro de los ideales, hasta en la realización del reino de Dios; )no había
dicho yo que sufre violencia?
Otra raíz de Judas Macabeo me llega más directa: la del martirio, que va unida a la de
la resurrección. Le pedí que me narrase de nuevo aquella batalla en que cayeron algunos de
sus soldados a quienes luego, al recoger sus cadáveres para una sepultura honrosa,
encontraron que bajo su túnica llevaban objetos consagrados a los ídolos de Yamnia.
—Se creó un suspense angustioso en el campamento —me dijo—. Eran soldados nuestros y
se habían profanado con ídolos. )Cuál será su futuro?, se preguntaban algunos. Pero otros
iban más lejos: )tendrán futuro? )habrá salvación para ellos?
Se lo preguntaban en referencia a la resurrección. Era una inmensa y trascendental
pregunta.
Judas hizo una colecta entre la tropa hasta reunir dos mil dracmas de plata y los
dedicó a ofrecer un sacrificio por el pecado de aquellos caídos. Fue como una proclamación
pública de que creía en la resurrección, porque, si no hubiera creído que los muertos
resucitan, habría sido ridículo rezar por ellos.
Más aún, aquellos caídos y, por supuesto, todos los demás, fueron considerados
mártires. No eran unos vencidos en la guerra, habían caído luchando por la causa de Dios,
por el pueblo de Dios. Esto engrandecía sus vidas por encima de cualquier otra debilidad.
Alabé a Dios porque a un general guerrero, como Judas *el martillo+, le dio tan firme
fe en la resurrección. Y también le alabé porque, en nuestro pueblo, era tanta la veneración
por los mártires, no solo como héroes de la guerra, sino como quienes han entregado su vida
por Dios y por el pueblo. Su memoria estimulaba la fe y, sobre todo, le confería un tono de
entusiasmo que de continuo necesitaba ser provocado para que no decayese; yo había
recogido esa antorcha muy viva y tenía que pasarla aún más ardiente.
La vida resurrección para la vida y la gloria de los mártires son dos raíces que en mí
brotaron con fuerza. La primera la prediqué más que la segunda. En mi vida real, los
dos puntos me afectaron directamente. En la cruz, cuando todo era oscuridad y
fracaso, mi fe en la resurrección se mantuvo por la profundidad de esa raíz. En las
horas difíciles es cuando más se necesitan raíces antiguas y profundas.
Y la otra raíz es la de la entrega de la vida. Judas fue más guerrero, pero él y su padre
y hermanos entregaron generosamente la vida solo por no hacer las ofrendas paganas
en honor de Antíoco Epífanes. Y aun en su caso la vida les fue arrebatada, más que
entregada. La entrega voluntaria de la vida, en formas de servicio o de martirio, es la
raíz que más repetidamente me sale. )Cómo podía dudar, llegado el momento, si la
raíz venía de tan lejos?
Con esto acabo el redescubrimiento de mis raíces profundas, las que vienen de
personas del Antiguo Testamento. Al recordarlas, me siento más firme en mi vida. Y también
más esperanzado, porque esas raíces siguen vivas y otros continuarán recogiendo su savia.
II.— MIS RAÍCES RECIENTES
En esta segunda parte recojo las raíces más recientes de mi vida, las que corresponden
a mi historia terrena.
No hablamos del encuentro con Herodes, que provocó aquella macabra historia de la
matanza de los niños inocentes en la zona de Belén con el propósito de incluirme a mí entre
ellos; lo que fuese sucedió después de su regreso a oriente y no se había enterado.
Leyendas y simbolismos.
Una vez más no me preocupé por el valor histórico del acontecimiento, sino por la
realidad que se esconde en una leyenda o simbolismo. También la realidad de mi vida se
alimenta de estas formas. Y, después de despedir al astrólogo—sacerdote, me dejé llevar por
la fantasía.
La leyenda habla de tres magos. Este número despierta mi imaginación, no me suena
como un simple número matemático. Representan las tres edades de la vida, una aspiración
normal que la mayoría no logran, entre ellos yo. Representan el propio viaje de la vida, con
algunos signos sorprendentes que a veces nos orientan, pero que normalmente está hecho de
días rutinarios y obscuros; los magos caminan con el objetivo de encontrarme, pero sin saber
bien quién soy ni dónde estoy. Representan también las tres razas: uno a la semita, otro a los
demás blancos y otro a los negros. (Qué hermosa manera de decir que yo venía de todos y
para todos los pueblos!
Y el simbolismo de sus ofrendas, especialmente el de las monedas. Sabía que en
algunos pueblos, tanto de oriente como de occidente, el oro era considerado como los rayos
del sol caídos sobre la tierra, o más exactamente, los rayos del dios Sol, casi como su carne;
el incienso simbolizaba el perfume de los dioses y la mirra era una emanación divina, como
las lágrimas. En definitiva, con esas ofrendas querían ofrecer al nuevo dios lo que ya era
suyo. Pero aún me encanta más la leyenda de aquellas monedas de oro que me ofrecieron,
según la cual habían sido acuñadas por Terah, el padre de Abraham, y llevadas después por
José, hijo de Jacob, al país de Saba, donde compró perfumes para embalsamar a su padre.
Hermosa leyenda que une toda la historia familiar, sin estorbarle la distancia de siglos, en
torno a mi persona.
Y el signo sorprendente de la estrella. Hoy, con la ciencia mejor asentada, comprendo
que lo que vieron fue una *nova+, una de esas estrellas que estallan y aumentan su
luminosidad hasta un millón de veces durante un período y luego desaparecen; o una
*supernova+, si la explosión fue especialmente intensa; o quizá fue solo el acercamiento de
dos planetas lo que aumentó su luminosidad; o simplemente un cometa desplazándose de un
lugar a otro. En cualquier caso, lo llamativo del fenómeno era fácil interpretarlo como una
manifestación divina, como ya había hecho Isaías ante fenómenos semejantes: *las gentes
andarán en tu luz y los reyes a la claridad de tu aurora+. Lo mismo que el profeta, los
evangelistas sintieron el impulso de descubrir algo extraordinario en mi nacimiento, y lo
encontraron al enterarse de que por aquellas fechas había existido un fenómeno llamativo en
el cielo.
Siempre ha existido la tendencia a unirme con fenómenos extraordinarios y, cuando
no encuentran milagros que atribuirme, los inventan. Los mismos magos, convertidos en
reyes, confirman esta tendencia; lo admirable es que esta transformación regia no la hacen
en su honor sino en el mío. Agradezco este interés por resaltarme con algo extraordinario;
pero temo que no sepan descubrirme en lo ordinario, lo de cada día y lo de todos. (Cuánto
esfuerzo he tenido y tengo que hacer para mantenerme como persona normal!
También manifiestan que yo no vengo solo para Israel, pues precisamente ellos,
extranjeros, son los primeros en percibir y adorar mi presencia. El primer
descubrimiento vino de los lejanos, los apartados, los que teóricamente estaban fuera.
La raíz universal sobresale de continuo en mi vida. Y una advertencia que en varias
ocasiones hice a los míos: los más cercanos no siempre son los primeros en
responder, vendrán de oriente y occidente y os precederán en el reino de los cielos.
En más de una ocasión sentí el impulso de volver a la región de Belén a investigar si,
años atrás, había sucedido aquella matanza de niños coincidiendo con mi nacimiento. De
suceder, debió ser cuando estábamos ya camino de Egipto; a mis padres les asustaba tanto el
tema que nunca quisieron indagar, pues nos podían acusar de haber sido ocasión de aquel
desastre, y más siendo forasteros. )O tal vez aquello no era más que una leyenda para
identificarme con los grandes héroes de la antigüedad, engendrados por dioses, que ya en la
infancia se vieron maravillosamente librados de un peligro de muerte? Así se contaba de
Ciro, fundador del reino persa, y de Rómulo y Remo, fundadores de Roma; sus abuelos eran
reyes que, ante la premonición divina del nacimiento de un niño que llegaría a ocupar su
puesto, decidieron abandonarles y eliminarles; hasta de Abraham se contaba que, siendo
niño, el maligno rey Nemrod quiso quitarle la vida; y, por supuesto, lo mismo se decía de
Moisés. Los relatos solo querían demostrar que la divinidad que los engendró estaba con
ellos.
O quizá aquella matanza de niños inocentes en Belén fue real y Herodes actuó
influenciado por la narración egipcia de aquel faraón que, alarmado por sus astrólogos, hace
una matanza de niños para asegurarse contra las asechanzas sobre su reino; al menos así lo oí
contar. La historia asesina de Herodes hacía posible esta versión. El temblor de su mirada lo
confirmaba.
—Quiero saber lo que pasó —le supliqué.
Al darse cuenta de que mi tono no era amenazante, inició una explicación que no
describía los hechos sino que los excusaba, como sucede con los que confunden su crimen
con un error.
—Por aquellos días —me dijo— había en el pueblo, y en los sanedritas, una gran inquietud
por el nacimiento del Mesías. Esto lo comprenderás tú mejor que yo, pues ya sabes que soy
medio judío y medio idumeo, y solo estoy circuncidado porque nos obligó, a mí y a mi padre
Antipater, el sumo sacerdote Hircano; yo solo me circuncidé en la carne, pero no en el
corazón. Nunca di demasiada importancia a las creencias religiosas del pueblo, excepto en lo
que podían afectar a mi reinado.
Efectivamente, el pueblo, alentado por los profetas, creyó que Dios enviaría un
Mesías, al que entendieron casi siempre en sentido davídico, es decir, como rey que
restituiría la grandeza al pueblo. No es que Herodes creyese mucho en las promesas divinas,
y menos en la de un Mesías, pero sabía lo peligroso que resulta el pueblo cuando se empeña
en que Dios envía a alguien como rey; lo peligroso no es la designación divina, sino el
convencimiento del pueblo.
—Solo faltaba —añadió— que llegasen unos orientales diciendo que los astros les habían
anunciado el nacimiento de un rey entre los judíos. Te aseguro, Jesús, que el tema era tan
peligroso que me vinieron a ver algunos de la aristocracia del pueblo para decirme que había
que actuar con prontitud ante el nuevo peligro.
Esta reacción amenazante de los principales del pueblo también pertenecía a mis
raíces mortales. Para la aristocracia dominante del pueblo ese futuro mesías suponía un
peligro, pues, según lo que decían los profetas, estaría mucho más por la causa de los pobres
que por la suya. Del lado opuesto estaban los nacionalistas militantes, acérrimos enemigos de
los romanos, para quienes el Mesías sería un poderoso y victorioso guerrero, anticipado en la
bravura guerrera de la familia de los Macabeos; aunque otros, más realistas, advertían de que
no se podía subestimar la superioridad total de Roma, en el hipotético caso de un
enfrentamiento, ni aunque lo encabezase el supuesto Mesías.
—En consecuencia —concluyó Herodes— comprenderás que al pueblo le convenía que, ya
que no podía erradicar la idea mesiánica, erradicase a aquel supuesto y falso mesías que
podía encender los enfrentamientos más peligrosos. Mi deber era mantener al pueblo en la
paz y prosperidad que entonces gozaba. Sí, en el pueblo había más paz que en mi propia
familia.
)Cómo rebatir a aquel hombre que no valoraba la sangre de su esposa o hijos o niños
inocentes, si suponían un peligro para el pueblo? )De qué serviría decirle una vez más que no
era el bienestar del pueblo lo que le preocupaba sino su poder personal? )Cómo hacerle
entender que ninguna idea, y menos si es falsa, merece el asesinato de unos inocentes? )
Acaso estas reflexiones han hecho cambiar alguna vez a algún poderoso como él?
—No quiero escucharte más —le dije con reprobación, que le impactó—. Os dejaré solos un
rato, a ti y a tu hijo, para que sigáis dirimiendo vuestras contiendas familiares.
Y salí de la habitación.
(Si al menos Herodes hubiese sido el último en cometer ese crimen! Pero no, siguen
muriendo.
Niños, e inocentes, son todos los engendrados y no nacidos, eliminados por aborto
provocado; aunque esto se considere signo de progreso en las sociedades modernas, es aún
más antinatural y condenable que el golpe del boxeador que noquea y priva de la razón a otro
ser humano. )Cómo se pueden perturbar los mecanismos humanos hasta considerar bueno
ese asesinato solo porque está legalizado? Nadie quiere llamarlo asesinato y lo reviste de
razones científicas, filosóficas, sociales; al escucharles, sigo escuchando a Herodes. Al fin y
al cabo, Herodes los eliminó una vez, pero nunca se atrevió a institucionalizar aquello.
Niños e inocentes son la mayoría de los que llenaron campos de concentración y
llenan campos de refugiados. Alguien les ha condenado a esa situación de muerte, siempre en
nombre de causas justas que, por lo mismo, no admiten ser atacadas. (Si, al menos, se
atreviesen a decir que las causas que provocan esos campos son inhumanas y criminales! No
lo dirán, prefieren dar una lismona de alimentos, organizar sus vidas en el gueto, dejando que
los campos sigan con su tarea de muerte.
Niños e inocentes son todos los que han sido escandalizados en sus principios
religiosos y su conducta moral, y se les ha convencido de que eso es una liberación, un signo
de madurez, una prueba de que, por fin, pueden llamarse personas. Más les valdría a esos
escandalizadores que, con una rueda de molino al cuello, hubiesen caído en el mar, su caída
sería menos mortal que la de los inocentes escandalizados.
Siguen los Herodes y continúan los niños asesinados, solo cambian las formas y se
amplían y especializan las razones que lo justifican. La reflexión me retrotrae a los días de
aquella matanza, que sucedió sin que yo me enterase.
Y un grito me brota en las entrañas: (no es inútil la vida de estos sacrificados! Por la
muerte de aquellos niños yo pude adquirir la libertad, al menos la del refugiado; por mi
muerte inocente, quiero que todos alcancen la libertad interior. Dios mío, (qué inmensa
sorpresa cuando el mundo, y especialmente los asesinos, descubran cuánto les deben a los
inocentes que sacrificaron! El pecado de quienes les condenan solo queda suficientemente
redimido por la sangre de los que mueren.
No necesito hablar este punto con él, conozco su historia, de la que se siente orgulloso
porque su grandeza es tanta que el pueblo se la reconoce hasta en el nombre.
Fue muy hábil, efectivamente, en política. A los 25 años ya está participando en
Galilea con los grupos antirromanos, por lo que es llamado a dar cuentas ante el sanedrín;
siempre dispuesto a la pacífica convivencia con Roma, logra escapar apoyado precisamente
por el gobernador romano de Siria. Dieciocho años más tarde, cuando muere envenenado su
padre Antipater, le sucede en el trono e inmediatamente fomenta la amistad con el emperador
Marco Antonio, que le concede el título de tetrarca de Judea. Su astucia es tal que, cuando
luchan entre sí dos emperadores romanos, él se pone de parte de uno, que resulta perdedor, y,
sin embargo, termina beneficiado por el vencedor, contra el que había luchado. No conozco
los detalles de estas luchas, pero es ya proverbial su astucia; gran astucia es lograr ser
defendido por aquel a quien has atacado. Exactamente esto me sucede a mí: que me convierto
en salvador de aquellos que me han atacado.
Logrado el poder, empieza su astucia con el pueblo judío, especialmente con las
autoridades religiosas. Siendo idumeo, no tiene inconveniente en convertirse oficialmente al
judaísmo y en circuncidarse. Pero al mismo tiempo vacía de poder al sanedrín, ejecutando a
la aristocracia sacerdotal saducea y controlando el nombramiento del sumo sacerdote, que
hasta entonces era hereditario, y pasa a ser designado por él. Nombró sumo sacerdote al
desconocido Hananel, pero luego, por las presiones de su suegra Alejandra ante Cleopatra, lo
depuso ilegalmente (era cargo vitalicio) para nombrar a Aristóbulo, hermano menor de su
esposa Mariamme, de solo 17 años, a quien más tarde hizo ahogar mientras se bañaba
después de un banquete. Por otra parte, reedificó el templo, destruido de mucho tiempo atrás,
y con una reedificación grandiosa, muy superior a la que había tenido en tiempos pasados, lo
que entusiasma al pueblo y exalta el orgullo nacional. Tuvo más éxito en la política
internacional que en la nacional.
En otro orden, cambió la moral del pueblo, rodeándose de hombres de cultura griega,
con lo que su reinado fue más gentil que judío. En el terreno personal, llegó a tener diez
esposas, aunque nunca varias al mismo tiempo, y muy numerosa familia, lo que cubrió de
nubarrones sus últimos años.
Con estos antecedentes, )cómo podía fiarse nuestro pueblo de sus autoridades, ni las
políticas ni las religiosas? Algo había cambiado desde la muerte de Herodes el Grande; y
quizá algo había mejorado, ahora el poder político estaba repartido, en Judea gobernaba un
romano y en Galilea, Herodes Antipas, hijo de el Grande. Los sumos sacerdotes continuaban
bastante dependientes del gobernador romano, que los cambiaba según conveniencia, hasta
corría el rumor de que compraban el cargo con generosos donativos. De hecho, en mi tiempo
habían cambiado varios, tantos que yo no podía enumerarlos a todos ni determinar bien la
época de cada cual. Había desprecio y connivencia mutua entre las autoridades romanas y las
judías, y distanciamiento permanente entre todos ellos y el pueblo.
)Qué podía esperar yo de autoridades como Herodes y sus sucesores? Para ellos la
religión se había convertido en un instrumento de poder, de recaudación y de tensión
permanente, lo que alimentaba su situación personal. La religión judía le importaba tan poco
personalmente, que no tuvo reparo una noche en saquear el sepulcro de David en Jerusalén,
dirigiendo aquella rapiña y llevando los tesoros del sepulcro para su corte, donde reinaban
unas costumbres más frívolas y paganas que las de muchas cortes orientales.
Pero no tenía que extrañarme tanto pues, por lo que poco que conocía, lo mismo
sucedía en otros pueblos.
Sin embargo, yo soñaba en otra situación. En el Reino, hasta las autoridades, políticas
y religiosas, tenían que regirse por el criterio del servicio. De todos los puntos en que la
humanidad tiene que cambiar, tal vez éste sea el más difícil.
Dejé mis reflexiones y entré de nuevo en el palacio, donde seguían los dos Herodes,
ahora sin hablarse.
—)Te interesó alguna vez lo que yo predicaba sobre el Reino de Dios? —le pregunté de
repente.
Debía esperar otra pregunta, alguna referente a su comportamiento contra mí, y se
quedó sorprendido.
—No, ya lo sé —contesté yo mismo—. Tú eres tan poco judío como tu abuelo, eres idumeo,
romano, samaritano, helenista..., todo menos judío. Fuiste muchos años rey temporal y tu
única preocupación fue defender y aumentar el reino de Galilea y Perea, envidioso de tu
sobrino Agripa I que sí tenía el título de rey. Tuviste además la suerte de una época sin
grandes conflictos ni revueltas. Te preocupaste de mí por primera vez al enterarte de que era
capaz de congregar multitudes, aunque quizá los informadores y tus temores aumentaron esas
multitudes; te inquietó, sobre todo, mi actitud frente a los pobres y a las mujeres, que se
sentían reahabilitados por mis palabras, lo que te resultaba temerario porque podía encender
una verdadera revolución popular; te preocupaban esas multitudes, no el Reino; ahí estaba el
peligro, en que esas supuestas multitudes se movilizasen contra ti, de quien no estaban muy
satisfechas. Yo podía ser la mecha, por eso un día me enviaste un recado, mediante fariseos,
para que me fuese de Galilea, que era mi tierra más que la tuya; y el recado incluía una
amenaza implícita de muerte, si te desoía.
Hizo un gesto como de querer protestar, pero no le di tiempo, recordándole la
respuesta que le envié por sus mismos mensajeros: le tenía por un *zorro+ calculador y
peligroso, pero no me movería hasta que el propio camino trazado por Dios y las necesidades
de los hombres me enviasen a otra parte; no sería él quien torciese mis pasos. Aquella
amenaza me recordó la suerte de los profetas, rechazados y hasta martirizados en su propio
pueblo, casi siempre por sus príncipes temporales; comprendí que me quedaba poco tiempo,
pero me mantendría fiel a mi gente.
—Yo no era un peligro para ti, Herodes Antipas —le dije—, tú eras el peligro para mí. Tú,
jefe galileo, y los jefes de Jerusalén, teníais la misma actitud de rechazo ante los profetas.
Esta vez no hizo ningún gesto de réplica. No supe si aquel silencio era un signo de
arrepentimiento. Suele pasar con los que han hecho ciertas cosas *por razones del cargo+.
Por fin llegó el tema que más directamente le afectaba, cuando el procurador romano me
envió a él y me puso en sus manos, estando en trance de pronunciarse mi sentencia de muerte
o de libertad.
La historia es muy conocida y muy decisiva, pero poco novedosa, porque realmente
uno siempre está en manos del que tiene el poder. Esta triste realidad social quedó ratificada
aquella mañana. Podían discutir los poderes, el romano y el judío, el político y el religioso,
quién de ellos dominaba mi vida, pero no admitían duda de que realmente eran ellos; )acaso
yo podía dudar de que tenían poder para condenarme o para salvarme? Mi suerte era la de la
mayoría de la humanidad. En ese mundo de poderes, de intrigas y de disposición de vidas
ajenas yo me perdía.
—)Por qué crees que Pilato me envió a ti?
No esperaba la pregunta, pero se agarró a ella porque le daba la oportunidad de
desplazar la responsabilidad a otro.
—Yo defendía la causa de los galileos, mis súbditos —respondió con firmeza—; ese año
quise estar presente en Jerusalén por la Pascua, porque en la pascua del año anterior los
soldados romanos asesinaron a algunos peregrinos galileos. Pilato conocía bien la razón de
mi presencia allí y, quizá para compensar en algo el delito del año anterior, te envió a mí. Al
fin y al cabo, como galileo, tú eras mi súbdito, aunque fuiste capturado fuera de mi
jurisdicción.
Los poderosos se odian y se nivelan, y fácilmente usan a otros como moneda de
compensación.
— Según esto —insistí—, )por qué no dispusiste realmente de mí? Me podías haber
liberado, )por qué no lo hiciste? )por qué no defendiste a uno de tus súbditos frente a un
opresor extranjero? )por qué no salvaste a un judío del ataque de un romano?
Corté mi interrogatorio porque me estaba encendiendo y Herodes ya estaba
acobardado. No necesitaba su respuesta ni quise que pasase por el trance de explicar lo
inexplicable, porque lo que no iba a hacer era acusarse a sí mismo. Su orgullo quedó
satisfecho aquel día por el gesto público del romano, que así reconocía su autoridad galilea, y
me devolvió a él para lo mismo, para reconocer públicamente la autoridad del procurador;
este mutuo reconocimiento suponía el restablecimiento de una calculada amistad, tan
golpeada con los asesinatos del año anterior, y esto valía mucho más que la condena de un
inocente. Además, si lo que él había pretendido tiempo atrás era eliminarme de su región, )
no era mucho mejor ser eliminado del todo y que esta responsabilidad recayese sobre otro?,
nadie podría acusarle de actuar contra mí; pasado el tiempo y si la ocasión lo requería, hasta
podría quejarse públicamente de que el gobernador romano hubiese asesinado a otro inocente
galileo.
La pregunta había empezado como un detalle y terminaba como una urdimbre
maligna, satánica, en los negros fondos de aquellos dos reyezuelos. La urdimbre estaba tan
bien tramada que, más tarde, hasta mis seguidores le presentaron a él, juntamente con Pilato,
como defensores de mi inocencia.
—)Y el vestido blanco que me colocaste para devolverme a Pilato? —le pregunté de nuevo
—. )Acaso me tomaste por loco? Pero no te apures, otros lo pensaron antes que tú.
—No —balbuceó—, )cómo iba a pensarlo? )No sabes que la toga blanca era la de los
candidatos a los cargos romanos? Yo te devolví al gobernador como digno de una de esas
candidaturas.
Se le veía tan forzado al hablar así, que casi me dio pena. Definitivamente, nunca me
entendería con este tipo de gente. Sin embargo, hubo un tiempo, al principio de mi vida
pública, en que pensé que Herodes Antipas me tenía cierta simpatía, porque se dio cuenta de
que yo no era Juan redivivo y, por lo tanto, ya no tenía nada que temer del decapitado
profeta, dejándome libre a mí; compensaba así su mala conciencia por el malestar causado
por la muerte de Juan; me dijeron que incluso tenía ganas de verme. Muy pronto quedaron
claras sus intenciones.
Esta raíz volverá a salir entre aquellos con quienes me encuentre. Los hay
perfectamente definidos; pero muchos son como Herodes, confunden sus intereses
personales con los de la comunidad; creen en mí pero no tienen inconveniente en
dejarme de lado o en asesinar su fe si lo exige alguna circunstancia favorable para
ellos; me visten de ropajes confusos, que pueden ser interpretados según convenga.
)Llegará algún día en que yo sea definitivamente claro para todos? )Llegará un
momento en que sea admitido o rechazado, pero sin manipulaciones, sin excusas?
Esa mezcla y confusión es condición humana y no podré suprimirla de la historia. En
ella continúo.
JOSÉ, PADRE DE UN HIJO QUE NO ENGENDRÓ
En este caso no recupero mis memorias a través de un diálogo con él, como he hecho
con otros personajes, sino sacándolas directamente de mis entrañas, pues ahí quedaron
grabadas.
La importancia de la formación
Según nuestra tradición, la formación incluía tres etapas de aprendizaje para el niño: a los
cinco años, el objetivo era que pudiese participar en la lectura pública de la Tora; a los diez,
aprender la Misnah o tradición oral; a los quince, el Talmud o doctrina escrita; a los
dieciocho, ya iría a la Chuppa o cámara nupcial.
Lo que más corrió de su parte fue la formación doméstica; a los cinco años ya me
había enseñado lo más importante del Hallel y podía cantarlo de memoria en las fiestas más
solemnes; y también me enseñó qué significado tenían cada una de las fiestas celebradas a lo
largo del año. Cerca de mi casa estaba la sinagoga y, casi adosada a ella, la escuela, llamada
*Viñedo+. Había un beth—hasepher o bedel que la dirigía; sentados en el suelo, en torno al
rollo de la Ley, repetíamos insistentemente los versículos que proponía el maestro hasta
aprenderlos de —memoria. Esto hice que pudiese conocer tan bien la Thora. No pude asistir
posteriormente a ninguna de las escuelas rabínicas, por lo que más tarde mis compatriotas se
admiraban de mis conocimientos; pero en la sinagoga del lugar leí con frecuencia los
Profetas, hasta llegar a conocerles bien. Empecé a ir a los seis años; nos sentábamos en el
suelo, y pronto tuve en mis manos la tablilla encerada y el punzón para hacer los primeros
signos de escritura. Durante años fui aprendiendo la historia de nuestro pueblo como pueblo
de Dios, sus grandes gestas y las intervenciones de Yahvé a su favor, lo que le distinguía
sobre todos los pueblos. Y las promesas y el porvenir que esperaba al pueblo, sobre todo con
la llegada del Mesías. Crecí soñando con las gestas de Abraham, Moisés y José.
Recuerdo cuando, a los diez años, me empezaron a enseñar la *ley oral+, con la
interminable lista de mandamientos, pecados, preceptos, prohibiciones, con sus
correspondientes distinciones e interpretaciones; y siempre con la carga moral de su
obligatoriedad. Así las tomaba yo, pues no me atrevía a dudar de mis maestros; pero pronto
empecé a sentir ciertas incomodidades, me parecían excesivas tantas normas, como si todo el
esfuerzo de Dios no hubiese servido más que para ahogar al pueblo fiel con aquel cúmulo
normativo.
Al llegar a la juventud conocía claramente nuestra Biblia y recitaba de memoria
muchos de sus textos; la leía en la traducción griega de los Setenta, y algunos textos en
hebreo, aunque luego teníamos que leerlos de nuevo y comentarlos en arameo, pues la lengua
hebrea casi se había perdido entre nosotros.
Cultivábamos mucho la memoria y las narraciones bien ordenadas. Israel no venía de
una raza indígena del país, sino de fuera, y guardábamos las tradiciones sagradas del éxodo,
de la larga marcha del desierto, de la conquista del país, de las maravillosas intervenciones de
Dios; aprendíamos cómo, en una etapa anterior, nuestros primeros antepasados, viniendo de
Mesopotamia, recorrieron este país, entonces ajeno, y ahora nuestro. Como los documentos
escritos eran escasos, funcionaban mucho y bien las tradiciones orales; nos gustaban, sobre
todo, los relatos épicos, en unas poesías grandiosas que se proclamaban en las celebraciones
litúrgicas; la poesía favorecía la memoria. En esta transmisión se agrupaban y hasta
transformaban los materiales; pero lo importante era recordar y proclamar cómo Dios había
intervenido siempre a favor de su pueblo; la transmisión oral quedó compensada cuando
empezaron a plasmarse por escrito las tradiciones.
Yo nunca llegué a escribir con soltura, sobre todo porque no tenía medios, aunque me
admiraba cuando veía trabajar al escriba de la escuela en la copia de algunos textos. El
calígrafo encargado consideraba este trababo como una tarea sagrada y oraba continuamente
miestras escribía en el pergamino dispuesto en rollo, sostenido por dos barras, en cuyos
extremos había discos de soporte.
—Primero —me decía, al verme interesado— hay que escoger bien el papiro; ahora estoy
trabajando para un encargo muy importante y este papiro es el mejor, el llamado hierático,
importado de Egipto; es una planta que se corta verticalmente en tiras muy finas, de
veinticuatro centímetros de anchura y un metro de larga; éste me ha llegado ya elaborado,
pero a veces lo hacemos aquí, sacando las tiras finas y cruzándolas para formar un tejido
consistente. Este que ves es un papel de calidad y resulta más fácil escribir, o pintar, pues ya
ves que la escritura es tan laboriosa como una pintura.
De ver trabajar a mi padre la madera bruta, me gustaba mirar cómo abrían la corteza
de aquel tronco para sacar la película interna en unas tiras estrechas como un dedo, que luego
se extendían en una tabla inclinadas, entremezclándolas en forma perpendicular y horizontal
y en capas superpuestas, hasta formar un tejido resistente, luego la batían con un mazo y la
secaban al sol, pulimentando después su superficie. La pluma de caña o de oca y la tinta de
hollín me parecían frágiles para la solidez de la palabra de Dios.
Yo no disponía de ese papiro ni sabía prepararlo adecuadamente, ni siquiera tenía
caña o pluma para escribir. Ese era un oficio que conocían los escribas, y pocos más. Mi
oficio era otro.
Al llegar a los dieciocho años, mi padre empezó a hablarme alguna vez de la cámara
nupcial, de una posible compañera. Me recordó que, según los rabinos, el celibato no es algo
honorable entre nosotros y que alguno llegaba a afirmar que, si uno no tomó esposa a los
veinte años, debe ser maldecido. La verdad es que me dijo esto con poco convencimiento,
como quien cumple un deber; hablamos brevemente y él admitió que solo yo era dueño de
mis decisiones en ese punto.
En el mundo judío el celibato solo lo practicaban los esenios consagrados y se
recomendaba circunstancialmente en algunos casos, como a los soldados en campaña o a los
realizadores del culto, durante los días correspondientes. Era un tema que me ocupaba la
reflexión y busqué ejemplos bíblicos. Leí que, según el Talmud, Moisés se apartó de su
esposa Zipporah al sentir la llamada de Dios, de tal manera que ésta responde a la hermana
de Moisés, Miriam, que le advierte de su descuido personal: *Tu hermano ya no se preocupa
por eso+; otro día, cuando empezaron a profetizar los dos ancianos Eldad y Medad, la misma
Zipporah dijo a su cuñada: *!Ay de las esposas de estos hombres!+ Moisés tomó esta decisión
muy tarde, impactado por la misión que había recibido en la zarza ardiente; de esa manera
quiso hacerse limpio en todos los apetitos de la naturaleza; era como una condición de su
vocación profética. Nuestros rabinos no seguían esta decisión de Moisés. De manera que mi
celibato resultó llamativo y significativo en aquella época y lugar. Mi padre José lo admitió
sin ninguna oposición, y creo que comprendió parte de su significado.
Mi padre estaba satisfecho de mi formación.
—)Sabes, hijo, que hoy he oído a un escriba llamarte *hijo del carpintero+?
—Los vecinos me llaman así, padre. Soy tu hijo y tengo tu oficio.
—No es por eso, hijo, el escriba dice que, según algunos textos talmúdicos, *hijo del
carpintero+ significa *sabio+ o *erudito.
De momento mi formación no alcanzaba a conocer ese significado de la palabra
*carpintero+; pero me alegré por la alegría de mi padre.
Cuando mi padre José me hablaba de Dios notaba en él una ternura que no encontraba
en las explicaciones de la escuela. Ya de mayor, recordando aquella sensación infantil
que para siempre quedó grabada en mis entrañas, comprendí que su ternura venía de
más allá de él mismo, venía de Dios. La ternura paternal de Dios había tomado la
forma de la ternura paternal de mi padre José.
Recuerdo la emoción de sus ojos y de sus labios cuando, de niño, le llamaba *abba+.
Sobre todo cuando estábamos solos, se volvía más cariñoso, hasta me besaba, lo que no
acostumbraba hacer en público, y me decía:
—*Abba+. Dilo tú...
Y, como yo vacilase, me insistía cariñoso:
—Dilo, dilo tú... *Abba+.
—*Abba+ —decía yo, fijándome en aquel rostro curtido que se endulzaba al oírme. Y, como
un juego incitante para volver a ver aquella expresión gozosa, yo repetía:
—*Abba+, *abba+...
Ese juego de ternura era nuestro secreto cuando estábamos solos, porque en público
mantenía más la seria formalidad de responsable de la familia, como era costumbre entonces.
Seguí llamándole *abba+ cuando dejé de ser niño y notaba que a él le agradaba. Pero fue más
tarde, cuando él desapareció, que sentí el vacío de no tener a quien dirigir esa cálida palabra
que tanto me satisfacía.
Y entonces comprendí que así tenía que llamar a Dios. La memoria de mi abba José
difunto me empujó a mi Abba Dios.
Para entonces ya había crecido en mí esa elaboración y transformación creciente de
los sentimientos del padre terreno al padre celestial; aunque he de confesar que,
durante bastantes años, nunca me atreví a expresarlo. Por fin un día, sin habérmelo
propuesto expresamente, al dirigirme a Dios, me salió espontáneo: *Abba+.
Necesitaba decir esa palabra que llenaba mi vida desde siempre.
Aprendí muy pronto de niño que la circuncisión era una característica propia del pueblo
judío, por lo que teníamos que sentirnos orgullosos de ella; más que una señal fisiológica
(cosa que yo entonces no distinguía bien), era una señal religiosa, porque nos introducía en el
pueblo de Dios, el verdadero pueblo de Dios. Así me lo explicaron muchas veces de niño y
así lo sentía, aunque en tantos años de exilio esa costumbre casi se había perdido en el
pueblo, aunque, por otra parte, el mismo exilio empujó a recuperarla, como señal de
identidad.
—Por eso a ti te circuncidé yo, a los ocho días de haber nacido —me dio un día mi padre—,
no quise que lo hiciese el mohel, quise ser yo personalmente el que te introdujese en el
pueblo de Dios.
Me fue fácil imaginar aquella escena, con el cuchillo de sílex suavemente manchado
de la sangre del niño inocente, porque la había presenciado bastantes veces con algunos
familiares y vecinos. Era un acontecimiento familiar, un día de gozo para todos, la familia de
Dios se enriquecía con un nuevo miembro.
—)Invitaste a muchos a la ceremonia? —le pregunté inocentemente y con ilusión, pues me
habría gustado que muchos hubiesen presenciado aquella introducción mía en la gran casa de
Dios.
—Recuerda, hijo —me aclaró con cierta pena, por mí y por él—, que estábamos aún en
Belén. Fue una ceremonia íntima.
—)Estabais solo tú y mi madre?
—Sí —me respondió suavemente, como pidiendo disculpas.
Recuerdo que me emocioné y le abracé. En aquel abrazo puse muchos sentimientos
gozosos. El de pertenecer al pueblo de Dios, por supuesto, yo también me sentía judío. Y,
sobre todo, el de que todo el pueblo de Dios estaba representado en ellos dos, mi padre y mi
madre. Aquel pueblo en que me introdujeron con el rito de la circuncisión me crearía muchos
problemas; pero la síntesis de aquel pueblo, ellos dos, fue mi mayor alegría. Solo por ellos
dos, jamás renunciaría a mi pueblo judío.
Quiero recordar aquí el papel que la sinagoga tuvo en mi vida, tanto en mi formación
religiosa como en mi pastoral. Recuerdo entrañablemente cuando mi padre me llevaba de
pequeño; mientras él vivió, siempre fuimos juntos.
Como todas las sinagogas, la de nuestro pueblo también estaba orientada hacia
Jerusalén, hacia el Santo de los Santos. Tenía tres naves con galerías altas y un atrio con
pórticos, donde estaban los recipientes de agua para las purificaciones.
—Mira —me decía mi padre al principio, señalando un arca en la pared del fondo—, en
aquel armario están los rollos de la Escritura.
Aprendí pronto que aquel cofre, llamado *arca santa+, era el punto más sagrado de
toda la sinagoga. Miraba con inmenso respeto cómo el encargado sacaba de aquel arca un
pergamino en forma de rollo y lo sostenía entre dos barras, con dos soportes en sus extremos;
los rollos estaban protegidos por una funda de terciopelo y se manejaban con una *mano+ de
plata, que permitía seguir el texto de la Escritura sin tocarlo, por respeto. Cuando el
encargado sacaba el rollo del arca santa y besaba con devoción el manto que lo revestía,
todos nos levantábamos en señal de respeto y amor, porque la Ley de Dios, no solo ha de ser
conocida y respeta, sino también amada.
Al lado había una tribuna y un atril o facistol para la lectura; y sillas honorarias para
los importantes de la asamblea, pronto aprendí que allí no nos sentaríamos ni mi padre ni yo;
al lado estaba el candelabro de los siete brazos y otros ornamentos, entre ellos algunos
adornos pictóricos; luego venían los bancos corridos a lo largo de la pared. También había
cuernos para anunciar el primer día del Año Nuevo y trompetas para anunciar los días de
ayuno y el principio y final del sábado, que comportaba el inicio o fin del trabajo.
Cuando empecé a ir a Jerusalén para la pascua conocí otras sinagogas mucho más
solemnes; casi todas las grandes comunidades de la diáspora tenían una en la ciudad santa,
decían que más de cuatrocientas, aunque me costaba imaginar tantas. Eran, al mismo tiempo,
casas de oración, de predicación y enseñanza; incluso algunas disponían de posada y de
baños y lavatorio para los extranjeros; y hasta de calabozo o cárcel subterránea para poder
cumplir los castigos que imponía la misma sinagoga, el más frecuente de los cuales eran los
azotes. Resaltaban la de los descendientes de los deportados a Roma, como prisioneros de
guerra, por Pompeyo y puestos en libertad más tarde, y las de Cirene y Alejandría, y la de
Asia Menor y también la de Cilicia. En aquellas sinagogas, durante un tiempo, al acabar los
servicios religiosos, se discutió mucho de mí.
Más que lugar de culto, su fin era la enseñanza religiosa, es decir, la instrucción de la
Torá. Vuelvo a la de Nazaret, que, como todas, tenía tres funcionarios: el arquisinagogo o
presidente, encargado del funcionamiento de todos los asuntos de la sinagoga; el limosnero,
encargado de la cesta de las limosnas semanales para los pobres de la localidad y de otra
*bandeja+ para todo necesitado, sobre todo extranjeros; y el diácono, que preparaba los textos
sagrados para la ceremonia y, al final, los volvía a poner en su lugar; además tocaba la
trompeta para indicar el inicio y el final del sábado, y también ejecutaba la tanda de azotes a
quien era condenado a ellos.
—Hoy me toca a mí dirigir la plegaria —me decía alguna vez mi padre mientras nos
acercábamos. Lo decía con normalidad y casi con recogimiento—. Pronto te tocará a ti.
La plegaria no la hacía todo el pueblo ni el arquisinagogo, sino los miembros de la
congregación, por turno, o uno designado por él, cualquiera, menos los menores; durante mi
vida pública me invitaron bastantes veces en distintas sinagogas; las lecturas bíblicas (Torá y
Profetas) sí podían ser hechas por un menor. Se leía en el original hebreo y normalmente se
necesitaba un traductor al arameo; esto disminuía el número de posibles lectores, pues
muchos desconocían ya el hebreo.
La sinagoga nació para los que no podían acudir al templo; como por otra parte, se
prohibían cultos locales, empezaron a reunirse algunos grupos para escuchar las
explicaciones de los levitas sobre la Ley, mientras los profetas congregaban discípulos. Todo
esto estaba ordenado a una vida piadosa según esa Ley, que superaba el mero cumplimiento
rigorista. Esto comportaba una buena ética: conducta justa, respeto a los padres, castidad y
moderación, misericordia, limosna, confesión humilde del pecado. Un día me di cuenta de
que la Ley se había ido separando de la Alianza, de donde había nacido, para convertirse en
algo propio y válido por sí mismo, con lo que la religión se iba desligando de la historia real
de nuestro pueblo. Al final, la Ley ya no era la respuesta a los actos amorosamente gratuitos
de Dios, sino una manera de ganar el favor divino y sus promesas.
En los días en que yo acudía con mi padre a la sinagoga de Nazaret, él no imaginaba
las complicaciones que más adelante generaría mi palabra en muchas sinagogas. )O ya
empezaba a intuirlo?
Mi padre José era un trabajador normal. Quiero decir que no era de ésos que se pasan el día
en una apuesta por llenar las horas de trabajo, presumiendo de ser muy trabajadores, como si
ésa fuese su máxima aspiración. Era un trabajador normal, repito, no solo porque eran
escasas las oportunidades de trabajo, sino por principio.
Era artesano, es decir, hacía un poco de todo, pero sobre todo trabajaba la madera,
con los escasos encargos que recibía. En mi casa siempre conocí unas herramientas
elementales para trabajos elementales. Mi padre no era precisamente un artista de la madera,
sino solo un trabajador ordinario para mantener una familia corriente, más reducida de lo
normal, pues solo éramos tres, lo que aligeraba las necesidades económicas.
Su trabajo, nada obsesivo, parecía incorporado a su persona, como una parte de su
ser, de forma que me resultaría imposible imaginarlo de otra manera. Lo tomaba tan en serio
como los tres momentos diarios de recitar la *shemá+. Entonces se consideraban
especialmente despreciables algunos oficios, como el de borriquero, camellero, marinero,
pastor, tendero, carnicero, el barbero, etc.; casi no quedaba ninguno fuera de la lista
peligrosa; nunca entendí por qué decían que eran impuros o que ponían en peligro de serlo.
El trabajo de los carpinteros se recordaba a veces de manera honrosa porque colaboraban en
la construcción y restauración del pueblo, pero otros lo criticaban porque también
colaboraban en la fabricación de ídolos. De mi padre aprendí a mirar el trabajo y los
tabajadores como tarea tan digna como la de los servidores del templo. Por eso, más adelante,
me alegré cuando Pedro se hospedó en casa de un tal Simón, curtidor de pieles, o cuando
Pablo ejercía de tendero y curtidor, eso significaba que el reino de Dios dignificaba los
trabajos y los trabajadores.
Trabajos como el de mi padre no se consideraban impuros, pero sí serviles, de forma
que los señores se imponían a sí mismos no hacer esos trabajos, que les degradarían; por lo
poco que conocía, los romanos aun exageraban más este punto. Sin embargo, mi padre habría
seguido trabajando lo mismo aunque un documento inesperado le declarase *señor+, legítimo
heredero de David y con una fortuna suficiente para disponer de siervos.
—)Por qué trabajas, *abba+? —le pregunté un día que pensaba estas cosas.
—Hijo, nuestro Dios encargó al hombre la creación y debemos trabajarla. La madera crece
sola, pero luego hay que trabajarla para convertirla en mesa.
—)No es ése un trabajo de siervos? —insistí.
—No, hijo. Entre nosotros, también los sacerdotes y levitas trabajan manualmente para
ganarse la vida. El trabajo es la tarea de Dios en esta tierra suya que nos ha encomendado a
nosotros. Él hace su parte y nosotros, la nuestra.
Sin duda, él prefería el trabajo de la madera, pero a veces no lo tenía y trabajaba de
herrero o de albañil o juntaba en un pequeño atillo sus pocas herramientas, se colocaba una
viruta en la oreja para señalar su oficio y se iba a los pueblos vecinos a buscar faena. Como
nuestras necesidades familiares eran cortas, nunca le vi agobiado por la economía; solo en
ocasiones se mostraba disconforme con los impuestos que le exigían, aunque no tanto con los
que se orientaban al templo cuanto con los que recogían los publicanos y que estaban
destinados a Herodes Antipas y, a su través, también a Roma. Con frecuencia hablaba con mi
madre de lo que podían dar a algún necesitado. Y también recuerdo las ocasiones en que
disimuladamente, como quien no quiere que se note, dejaba de cobrar alguno de los encargos
porque el otro estaba peor.
Nunca le escuché plantearse el problema de unos ahorros para el futuro, como si
intuyese que mi vida tendría extraños derroteros; de hecho, cuando mi madre quedó sola, éste
fue un serio problema para ella, que la nueva comunidad se encargó de resolver. Ni mi padre
ni yo fuimos nunca suficientemente previsores en este punto, aparte de que poco podíamos
hacer, vivíamos en el trabajo de cada día para el pan de cada día. No era imprudente, pero sí
tenía confianza en Dios, puesto que, aunque él no le llamaba Padre, yo creo que lo sentía
como tal.
Este es otro de los puntos que recibí de mi padre. La gente le creyó siempre mi padre carnal y
por eso me llamaban *el hijo del carpintero+. Yo también lo creía y nunca olvidaré la
impresión cuando me enteré de la realidad. Entonces comprendí algunas de las miradas que
intercambiaban mis padres durante mi adolescencia, como preguntándose si yo lo sabía y
cuál sería mi reacción. Después de unos días de sentimientos encontrados, terminé por
admirar a mi padre precisamente por eso. Me resultaba muy difícil entenderlo e imposible
explicarlo, mucho más lo del *abba+ Dios que lo del *abba+ José.
Pronto empezó la pasión interior de mi padre. Tuvo que aprender a ser padre sin serlo
como lo eran todos; quizá se sentía un padre suplente, lo que nunca es gratificante, por muy
honrosa que sea la suplencia. También me pregunté cuál sería su relación íntima con mi
madre, aunque la convivencia familiar ya me había hecho intuir la realidad; entonces supe a
qué se debía. Pero esto no quitaba la renuncia permanente en la que tuvo que vivir mi padre,
tanto en sus relaciones matrimoniales como paternales. A veces sentía el impulso de hablarlo
directamente con ellos, pero entonces teníamos demasiado respeto a estas cosas, y hasta con
el pensamiento nos lo prohibíamos.
Otro día me contó cómo, apenas nací, tuvimos que huir a Egipto, con motivo de la
matanza de inocentes en la zona de Belén por el cruel rey Herodes, del que se decía que en
sus más de treinta años de reinado había asesinado casi a uno por día, entre ellos a una de sus
esposas y a varios hijos. Al volver de aquella emigración, se dan cuenta de que Arquelao, el
nuevo rey, es más cruel que su padre, de manera que manda tropas contra Jerusalén cuando el
pueblo lamenta y pide venganza por las víctimas inocentes, y en un solo día produce 3. 000
víctimas más, llenando de cadáveres el atrio del templo. Para restablecer el orden tiene que
venir a Jerusalén una legión romana que saquea todo y añade otros dos mil crucificados.
(Qué pronto empezó mi crucifixión! Realmente, mi juicio y mi condena no fueron
repentinas sino que venían de lejos. Solo más tarde comprendí la terrible pasión interior de
mi padre por el temor de que la represión nos alcanzase a mi madre y a mí, pues esas
situaciones no distinguen a los inocentes. La pasión de mi padre y la mía fueron paralelas, la
mía más sangrienta, la suya más íntima y silenciosa.
Hubo otro momento en que sentí esa pasión suya, silenciosa y profunda. Fue cuando
mi primera pascua en Jerusalén y mi pérdida o abandono en la ciudad durante tres días,
mientras ellos iban ya de regreso. Al encontrarme después de tres días de búsqueda
angustiosa, le vi apenado. Esta es la palabra, su rostro, junto con la alegría del encuentro,
reflejaba pena. Sobre todo cuando, ante la ligera recriminación de mi madre, le respondí:
—)Por qué me buscabais? )Es que no sabéis que yo debo de ocuparme de las cosas de mi
padre Dios?
Yo no recuerdo literalmente la respuesta, pero más adelante fue él quien me la
recordó; si no fue literalmente así, él sí la percibió así. Le pareció que el padre suplente (él,
supliendo a Dios) era, a su vez, suplido, pues Dios reclamaba sus derechos. Como si Dios le
arrebatase el hijo que no había nacido de su carne, pero sí era suyo. Aquellos días yo
procuraba pasar más ratos a su lado, mientras trabajaba, y era un poco más cariñoso. La vida
siguió normalmente y la pena desapareció de su rostro, pero dentro la llevaba.
Otro punto en que me gustaba más Galilea que Judea era el de la influencia griega,
tanto en la cultura como en las costumbres. Decían que esa influencia empezó con Alejandro
Magno y que aumentó con los reyes seléucidas, tan nefastos para nuestro pueblo. El caso es
que nuestro lago quedó rodeado de ciudades griegas, las de la Decápolis y otras como la
Cesarea marítima y Tiberíades y Séforis, tan cercana a Nazaret; incluso llegaron a formar una
especie de liga para alcanzar más autonomía. En estas ciudades predominaban las costumbres
griegas, como los vestidos de túnica, manto, sandalias, sombrero o capucha.
—En Jerusalén es peor —me decía mi padre, cuando le comentaba estas cosas—. Han
construido gimnasios y dicen que los atletas acostumbran ejercitarse desnudos.
—Sí, padre, porque *gymnos+ en griego significa desnudo. Y tengo entendido que dan a la
desnudez un valor religioso, como una manera de relacionarse con la divinidad, por eso a los
difuntos inmortalizados los representan totalmente desnudos.
Me miró con cariño ante mi conocimiento del griego, cualquier pequeño signo de que
yo sabía más que en él en algo le alegraba.
—Sin embargo —me aclaró— esto ha creado un problema a los judíos, pues los griegos se
ríen de su circuncisión. He oído contar que algunos intentan arreglárselo quirúrgicamente o
se colocan unos prepucios artificiales, algunos han llegado a no circuncidar sus hijos.
En Galilea, a pesar de estar más rodeados de ciudades griegas, estábamos menos
influenciados de sus costumbres. Yo actué en los pueblos y ciudades de Galilea que
conservaban el carácter judío; visité alguna de esas ciudades griegas, pero no pernocté en
ninguna.
—Sin embargo —le decía a mi padre—, esto tiene también su lado positivo, pues lo mismo
que hay judíos que simpatizan con las costumbres griegas, también hay griegos que se
interesan por lo judío.
En mis memorias personales, a éste le correspondería ser el capítulo más largo, pues
con mi madre pasé casi toda mi vida, bastantes años los dos solos, después de la muerte de
mi padre José, y de ella es de quien más aprendí. Pero mi madre quiso estar siempre un
escalón más abajo del segundo plano; el primer plano me lo concedía indiscutiblemente a mí,
el segundo a mis apóstoles y discípulos y a la gente que me seguía, y el tercero a ella.
Cualquier intento de sacarla de ese puesto era respondido con una mayor reclusión. Toda la
luz la reservaba para mí, de forma que ni siquiera reconocía públicamente la luminosidad que
me llegaba de ella. Por eso en los evangelios ocupa un lugar tan mínimo, sobrepasada de
largo por otros personajes muy inferiores. Entendió su persona como uno de los elementos
escogidos por el Padre para revelarme a mí, y aquí se acababa su papel. Si alguna vez, como
hijo, quise ensalzarla en algo, fue ella quien me convenció de mi papel y del suyo, y me
recordaba que esos papeles nos los había señalado el Padre y que debíamos respetarlos. Tanta
fue su influencia que terminé por aceptar su planteamiento en público, sin resaltarla nunca,
incluso con alguna frase que podía sonar a indiferencia. Por contra, en la vida privada exigí
que quedase clara su función de madre y de responsable de la casa y sobre esta base funcionó
nuestro hogar.
En estas memorias siento el impulso de proclamarla y cantarla como no lo hice nunca
en la vida pública. Pero hoy, afortunadamente, ya está bien cantada y ensalzada por sus hijos
en todo el mundo cristiano; por lo tanto, no tengo que suplir ninguna carencia. Además, no
voy a contradecir, ni siquiera en forma de complemento, a mis evangelistas. Sólo quiero
recordar que, si el primero de ellos, Marcos, no la resalta más, es porque escribió en un
ambiente de polémica antijudaica, insistiendo en que los vínculos carnales no tienen ninguna
relevancia para entrar en el reino de Dios, por eso no les concede privilegio alguno a los
parientes de Jesús, entre los que se cuenta mi madre; sin embargo, Lucas y Juan, que escriben
ya desde el retraso de la espera escatológica, le otorgan un papel más relevante, siempre en
relación conmigo.
Así que os hablaré solo de algunos de sus grandes valores religiosos que ella misma
me traspasó, porque, al quedar asimilados en mi persona, también quedan recogidos en mis
memorias.
Su nombre me quedó tan grabado como su rostro. El nombre de mi madre es Myriam, María.
Me gustaba ese nombre, sencillamente porque era el de mi madre. En él se resumía toda su
persona, sobre todo en relación conmigo; bastaba ver la expresión de su rostro cuando yo lo
pronunciaba. Luego supe que era un nombre de vieja tradición en la historia de nuestro
pueblo y me alegró aún más.
Pero ha sido después, cuando vuestros estudios me han hecho descubrir en aquel
bonito nombre una serie de significados que yo ignoraba. Por ejemplo: mar yam (mar
amargo); stilla maris (por corrupción de stella maris); *rebelde+, por su última sílaba —am,
aludiendo a la reacción de Myriam contra su hermano Moisés; *pingüe+, como si la grosura
fuese expresión de belleza femenina, aunque a mi madre nunca la vi demasiado gruesa;
*amada de Yahvé+, según la etimología egipcia, pues la hermana de Moisés, que se llamaba
igual, nació en Egipto; *exaltada+, según alguna interpretación que se puede hacer de sus
raíces hebreas. Es sorprendente la cantidad de sentidos que se pueden encontrar en un
nombre si se conocen sus raíces y su historia. Nunca les pregunté a los abuelos por qué les
pusieron ese nombre; simplemente me gustaba y no necesitaba más, quizá se lo hubiera
preguntado de no haberme gustado.
Tampoco imaginé nunca que el nombre de mi madre llegaría a ser repetido en el
Iglesia casi tanto como el mío o quizá más; ni las polémicas doctrinales que se suscitarían a
propósito de lo que estos nombres, el suyo y el mío, suponen en la espiritualidad de los
creyentes, como si el excesivo relieve de uno fuese en detrimento de otro. Solo manifiesto el
gozo que me produce la repetición del nombre de mi madre.
Y ahora os comunico algunos puntos más llamativos que de ella han pasado a mí,
guardados con un relieve especial en mis raíces y memorias; algunos los fui descubriendo en
mi convivencia con ella y otros los encuentro en mis memorias posteriores.
Descubrimiento de la virginidad.
Este punto lo descubrí por completo, aunque ya antes lo sospechaba, cuando, al pasar los
dieciocho años, ella me preguntó un día si pensaba casarme. El tono de su pregunta no
expresaba ningún deseo de que así fuese, ni lo contrario, pero fui consciente de que en ese
punto podía haber una diferencia o una continuidad con ella. Después lo hablé con mi padre
y me sorprendió la profundidad espiritual con que vivía este fenómeno, para el que no
intentaba ninguna explicación, pero que tampoco consideraba un accidente casual. Para él era
una manera de expresar que la función suya y la de mi madre para conmigo trascendía todo
normal.
El compromiso de virginidad era más llamativo en aquel ambiente que no concedía
valor religioso a la doncellez. Se decía de los esenios que la practicaban para evitar las
impurezas legales derivadas del ejercicio, incluso legítimo, del matrimonio. Leyendo a
Oseas, Jeremías, Ezequiel, los Salmos, el Cantar, etc., encontré que allí se esbozaba la
virginidad como expresión de amor y total entrega a Dios. Yo, que había hecho la misma
opción, aunque sin ningún formalismo, entendía que la virginidad excluía el matrimonio. Y
me pregunté por qué mi madre, queriendo ser virgen, se casó. )Acaso aceptó el esposo que
los padres le asignaron? )Informó a José de su decisión, en el supuesto de que la hubiese
tomado de antemano? )Le sorprendió el ángel anunciador en aquella situación de desposorio
y, de acuerdo con mi padre, decidieron llevar adelante el compromiso matrimonial pero con
lo que esa nueva situación supondría? )Fue ya inicialmente un compromiso para siempre o
solo para mi generación, aunque luego se alargase indefinidamente?
No le hice estas preguntas expresamente, pero fui descubriendo la respuesta en sus
comentarios a las palabras del ángel, que terminamos entendiendo los dos, no en sentido
literal, sino como imágenes mesiánicas. El Mesías no era fruto de ninguna carne,sino enviado
directamente por Dios como respuesta a los clamores del pueblo. Bastaba esto para respetar y
amar aquella decisión virginal, que tan claramente expresaba la acción de Dios.
—De todas maneras, hijo —me dijo mi madre un día en que yo merodeaba alrededor de este
tema—, el Espíritu de Dios nos lleva a decisiones que no entendemos. No sé bien si lo
nuestro, lo de tu padre y yo, fue una decisión o solo un deseo. Incluso te diría que son
decisiones que no tomamos expresamente, nos encontramos dentro de ellas, como si la
decisión nos hubiese tomado a nosotros. )No crees, hijo?
)Hablaba de ella o hablaba de mí? (Cómo me conocía! (Cómo captaba los
desconocidos caminos del Espíritu! Solo acerté a responderla:
—Sí.
Entonces, espontáneamente, siguió hablando:
—Mi virginidad sirve para confirmar lo que me dijo el ángel: *para Dios no hay nada
imposible+. Recuerda el caso de la hija de Jefté, que antes de morir va al monte a *llorar su
virginidad+, puesto que *no había conocido varón+ —(Me recordó que Jefté era el rey que,
volviendo victorioso de una batalla, prometió a Dios sacrificar a quien primero saliese a
recibirle, y resultó que la primera en recibirle fue su hija)—. (Si hubiese podido adivinar
aquella muchacha lo fecunda y dichosa que puede resultar una virginidad!
Bajé la mirada un poco ruborizado ante aquella alabanza expresada, sin duda, por mí,
y ella completó:
—Lo digo también por tu padre.
Su maternidad virginal le creó problemas ante la opinión del pueblo, al menos ante
algunos, siempre fáciles a comentarios. La primera complicación fue para mi padre. Mi
madre recordaba el día en que los abuelos Joaquín y Ana recibieron en casa a mi padre José y
firmaron un documento por el que se la entregaban como futura esposa.
—Tu padre, hijo mío, cuando descubrió mi estado de gravidez, no llamó a dos testigos para
firmar otro documento anulando aquel primero, cosa que podía haber hecho legalmente sin
dar explicaciones. )No te ha contado nunca que decidió marcharse de casa, cargando así con
toda la responsabilidad ante la opinión pública?
—No, no me lo ha contado.
—Pero el Padre Dios le hizo saber la verdad.
Algunos me llamaban *el hijo de María+, cuando todos eran llamados por el nombre
del padre, como si dudasen de éste; y, cuando los creyentes me llamaban *hijo de José+, no
era tanto para afirmar su paternidad sino para aclarar que yo no era hijo de soltera. Incluso
después, con el correr del tiempo, a mí se me llegó a llamar *Panthera+ o *ben Pandera+ o
*Jesús ben Pandera+, afirmando que mi madre había tenido que huir de casa por infidelidad
con un tal *Panthera+, añadiendo posteriormente que éste era un extranjero, legionario
romano. Y todo vino por una simple confusión; los cristianos me llamaban honrosamente
Parthenos (*hijo de la Virgen+), el *ben ha—panthera+ podía confundirse fácilmente, en su
idioma, con *hijo de Panthera+; como en oriente a un hijo no se le llamaba nunca con el
nombre de la madre, con el correr del tiempo *Panthera+ pasó a ser el nombre del padre. (Ah,
los comentario populares! (Y, sobre todo, los comentarios malignos! En mis memorias está
borrado este recuerdo; si lo saco ahora, es solo porque estoy hablando con vosotros y para
que sepáis que la secreta virginidad le costó a mi madre algunos comentarios populares
molestos.
En este tema leo con gusto algunos de los escritos apócrifos que nacieron más tarde,
su poesía fantasiosa es encantadora. Recuerdo muchas de sus expresiones de memoria.
*María era como una paloma creada en el templo del Señor y recibía su alimento de las
manos de un ángel. Cuando cumplió doce años, se celebró (en el templo del Señor) un
consejo de sacerdotes diciendo: He aquí que María tiene doce años en el templo del Señor, )
qué le haremos para alejar el temor de que la santificación del Señor nuestro Dios no sea
mancillada?+ Y deciden convocar a todos los viudos del pueblo y que cada uno traiga una
vara. Se presentaron todos ante el príncipe de los sacerdotes, Zacarías, que entró en el
templo, oró y luego tomó sus varas, salió y se las devolvió, pues en ninguna apareció la señal
esperada. *José recibió la última vara; y he aquí que una paloma sale de ella y vuela sobre la
cabeza de José. Y el sumo sacerdote le dice: habéis sido elegido por la suerte divina para
custodiar en vuestra casa a la virgen del Señor+. Cuando el amor popular se convierte en
poesía, resulta más valioso que la historia y que la teología. Me dejo acunar por esta hermosa
leyenda apócrifa.
A pesar de todo, de vez en cuando me zumbaban interrogantes sobre este punto: )por
qué no podía yo haber sido engendrado como todo ser humano? )esa generación virginal no
me distancia de los demás, no me resta humanidad ya en el origen? )desmerecería en algo mi
madre por la generación carnal? )o por haber engendrado normalmente otros hijos después
de mí? )no era ya hora de superar esas ideas?
Cuando fui mayor, me di cuenta de que el verdadero escándalo no lo producía mi
origen ilegítimo sino un origen demasiado normal, pues los judíos esperaban algo
extraordinario: )cómo podía ser mi origen una familia sin relieve y un pueblo desconocido?
Frente a esta duda, la comunidad respondió resaltando mi ascendencia davídica; y hasta
habría sido capaz de crearla con tal de testificar la autenticidad de mi persona.
También queda recogido en mis memorias que, como alguien me contó, en mis
lejanas genealogías aparecen algunas mujeres que concibieron de manera ilegítima:
Tamar, Rahab, Rut, Betsabé la mujer de Urías... Engendrado por la máxima santidad
del Espíritu y por la carne virginal de mi madre, vengo también de genes pecadores.
Curiosamente esto no me perturba, casi me alegra, pues me siento más real, más
humano y cercano a los humanos.
En mis memorias aparece siempre una madre virgen y, en ella, el ideal cristiano de la
virginidad. De ella aprendí que, para que mi virginidad no se quede en mero
accidente corporal, la debo llenar de Dios y de los hermanos, porque la virginidad es
un don que favorece la entrega total.
Por mi origen virginal, sé que el Espíritu que llenó a mi madre me llenará también a
mí. Los muchos que han optado y siguen optando por la virginidad tienen mi misma
raíz.
Además, descubrí la necesidad de crecer en sabiduría y en gracia para poder recibir y
transmitir todos los dones de la virginidad.
A uno le resulta siempre difícil definir su propia espiritualidad. Por eso os hablo de la
espiritualidad de mis padres, especialmente la de mi madre, pues conviví con ella más
tiempo; mi espiritualidad es la que ellos me transmitieron. Ella es, sin duda, la mejor flor del
Antiguo Testamento que, al abrirse, hace brotar el Nuevo. Bastantes veces hablé con ella de
estos temas, pero muchas más los descubrí observándola. Mi madre no fue predicadora ni
ejerció ninguna jerarquía, fue simplemente maestra de espiritualidad; ésta fue la mayor
influencia que ejerció en mi vida y en la de la comunidad. Mis evangelistas fijan bien el
marco en que ha crecido esa flor, rodeada de figuras del Antiguo Testamento, como Isabel y
Zacarías, Ana y Simeón. Insisto en esto porque yo también vengo del Antiguo Testamento,
ésa fue mi fuente espiritual, pero expresada a través de mi madre.
Donde mejor resumida encuentro la espiritualidad materna es en su bello canto del
Magnificat, transmitido por Lucas, que lo sitúa por primera vez en el gozoso encuentro que
ella tuvo con la prima Isabel, recién y maravillosamente enriquecidas las dos con el don de la
maternidad.
—)Dónde aprendió tu madre esa oración? —me preguntó en un encuentro que tuve con él,
como el evangelista que mejor recoge los datos de mi madre.
—En el Antiguo Testamento, aquí encontraréis sus aclamaciones, algunas casi literalmente.
Ella reunió lo mejor que encontró en él y lo fundió en una oración insuperable.
Efectivamente, yo le había escuchado ya algunas de esas expresiones, muchas veces
las rezamos juntos.
—)Y cómo la supiste tú, si no hubo ningún testigo que os la transmitiera? —pregunté, a mi
vez.
—Se la escuchamos muchas veces cuando estaba en medio de nuestra comunidad. No
siempre la decía completa. Era su manera habitual de orar, por eso supimos que así oró desde
el principio.
Hace una pausa y me pregunta:
—Tú que la aprendiste de ella y la rezaste con ella, )nos la quieres explicar un poco más?
—Fíjate que es la oración del pueblo —le comento, más que explicar, familiarmente—. Sus
aclamaciones y peticiones son las que hacía el pueblo en el Antiguo Testamento. Más que mi
madre, se puede decir que el pueblo es el creador de esa oración. La espiritualidad de mi
madre es una espiritualidad relacionada con el pueblo, especialmente con los pobres y con el
*resto de Israel+. Ella vive intensamente la mística de los pobres de Yahvé, que llenan
nuestra historia, que vivían baqueteados por todas partes y con el rostro y el corazón vuelto
hacia el Dios que les dio la vida, el único que les podía salvar. Mi madre fue pobre social y
pobre de espíritu, no tuvo que esforzarse para unirse a ellos, pertenecía a ese grupo; por lo
tanto, tampoco tuvo que esforzarse por orar a Dios como ellos, lo hacía con la necesidad,
espontaneidad y confianza con que lo hace el pobre. En su oración latía toda el ansia y fuerza
de los pobres de la historia. Escuchando a mi madre, pensaba: (cómo debe conmover a Dios
esta súplica! Se la escuché tantas veces y me penetró tanto que la convertí en un canto de
gozo mediante mis *bienaventuranzas+; fue lo primero que me salió al empezar a predicar.
Lucas me escucha atentamente, pues él es también el evangelista que mejor recoge la
preferencia por los pobres en el reino de Dios.
—El otro dato que mi madre tomó del pueblo —continúo—, en este caso del pueblo elegido
de Dios, es el tema del *resto de Israel+; a pesar de tantas infidelidades del pueblo, siempre
quedaba un *resto+, un pequeño grupo que mantenía firme la fe y la esperanza en las
promesas de Yahvé. Este *resto+ es el que salvó la alianza, y vivió con la alegría de que un
día llegaría el Mesías, porque estaba incluido en el pacto y Yahvé nunca falla a sus promesas.
Mi madre sintió esta seguridad mucho antes de que se cumpliese, aunque no podía imaginar
cuándo ni cómo. Ella era la síntesis de aquel *resto+ que se alimentaba de las promesas de
Yahvé y vivía anticipadamente la alegría mesiánica. En su realidad y espiritualidad del pobre
sentía un gozo permanente, porque Dios era toda su seguridad y porque estaba segura de que
llegaría la salvación para todos.
—Rezaba como rezan los pobres —intenta resumir Lucas, y corta intencionadamente su frase
invitándome a que siga yo.
—Estas vivencias se convirtieron en ella en un sí total a Dios. Es lo que siempre estuvo
esperando Yahvé de su pueblo, ese sí; pero el pueblo se resistía y fallaba una y otra vez; la
alianza de Dios con el pueblo no podría cumplirse mientras una de las dos partes faltase
repetidamente al compromiso de su sí. Mi madre representa al pueblo, y ofrece ese sí total
que Dios esperaba; nadie como ella ha dado un sí tan completo, incondicional y confiado. Al
escucharlo, Dios actuó con su acción salvífica para toda la humanidad. Me agrada que los
hombres reconozcan lo que deben a ese sí de mi madre.
—Realmente, tu madre era una mujer única —sigue resumiendo Lucas.
—Se siente elegida —continúo yo, como pretende mi interlocutor— y responde
proclamándose sierva de Yahvé, siempre a su disposición. Es parte viva de la historia de un
pueblo, del pueblo de Dios, y es sierva de Dios en favor de ese pueblo, al que está ordenada
la gracia maternal con que maravillosamente ha sido enriquecida. Espera al Salvador con una
fe y seguridad humildes, como la gente del pueblo.
—Por todo esto —sigue Lucas—, reconoce que en su oración *me llamarán bienaventurada+.
Aunque intuya oscuridades y riesgos, es feliz. Siente alegría por su participación en la obra
salvadora de Dios a través del Mesías; y es por esto por lo que el pueblo creyente la llamará
bienaventurada, reconociendo su acción salvífica. Esto lo descubríamos escuchándola orar.
—Sí, Dios la ha reservado para sí, lo que para ella supone una ruptura, pues ya no podrá ser
simplemente lo que quiera ni lo que son todos; por esa elección, rompe con una normalidad
de vida y, sin que externamente se note, queda bajo el dominio exclusivo de Dios, que
mediante su Espíritu la fecundará y le dará una eficacia salvífica inconmensurable.
Y acabo destacando un elemento que me admira de mi madre: el silencio con que
vivió todo esto. Hasta las palabras que expresan su espiritualidad están tomadas de la Biblia y
ordenadas por el evangelista, no directamente de ella. En nuestros diálogos personales, yo
tenía que intuir las cosas, ella no era muy expresiva de sus intimidades; además mostraba un
cierto rubor progresivo ante mi realidad de enviado del Padre; desde mi situación
privilegiada de hijo y de engendrado por el Espíritu, me resultaba fácil entenderla más allá de
lo que hablaba. Pero, )quién más pudo adivinar su mundo interior, la sencillez y profundidad
de su espiritualidad? Este era su mayor silencio, el del desconocimiento, nadie la conocía.
Mis memorias recogen fielmente esta espiritualidad de mi madre, que fue la mía
durante muchos años, y que luego se enriqueció con otros elementos tan
sobresalientes como el de la cruz y su fuerza salvadora. Si los evangelistas no
hubiesen descubierto el Magnificat en el trato ordinario con mi madre, lo habrían
podido encontrar en mis memorias, donde quedaron grabadas esas expresiones que,
de una u otra manera, le escuché tantas veces.
A veces me imaginaba el reino de Dios como una siembra, donde había que cuidar por igual
la semilla, la tierra y la cosecha; esta imagen y otras equivalentes, como la de la pesca, me
servían para predicarlo y hacerlo comprender a los oyentes. Pero personalmente lo entendía
más como un hijo que hay que gestar, dar a luz y formar, hasta que alcance la madurez y, a
su vez, forme una nueva familia y siga multiplicando hijos. La imagen más real del reino de
Dios era mi propia familia, y especialmente mi madre, porque le correspondió una parte más
activa y maravillosa y porque duró bastantes más años que yo.
—Hijo mío —me repetía con frecuencia, y muchas veces no decía nada más. Era una
expresión de cariño y una profesión de fe.
Pero un día, como hablando desde más allá de sí misma, me dijo:
—A veces, hijo mío, te siento como si fueses mi madre. Tú me has engendrado para el reino
de Dios, para una vida nueva que yo nunca habría imaginado.
Primero aprendí a ser hijo y luego quise aprender a ser madre. Solo ella podía ser mi
maestra en esta difícil tarea. Lentamente descubrí que, para esta tarea, tenía que llevar a cabo
varias gestaciones.
La primera era la de ese hijo llamado reino de Dios. Tenía que engendrarlo y darlo a
luz. Dentro de mí llevaba ese reino, dentro llevaba cada uno de los que lo formarían. Yo era
como el seno materno del Padre, escogido para esta generación personalizada y universal.
Sólo el Espíritu podía generar en mí a cada uno de los nuevos hijos del Padre. Al sentir esta
llamada, respondía: *fiat+. Me preparé en la intimidad, en la unión con Dios y creciendo sin
cesar en edad, en sabiduría y en gracia, porque solo siendo perfectamente adulto en todas mis
dimensiones personales podría engendrar tan portentoso hijo.
Dentro de esa gestación, hay un hijo muy especial que hoy se llama Iglesia y que
entonces no tenía nombre ni siquiera estaba bien precisado; es como esos hijos que están
destinados a resumir a toda la familia; así el hijo *Iglesia+ debía resumir y desarrollar lo
mejor del hijo *reino de Dios+, que es más amplio. Esta gestación me resultó tan costosa que
solo pude darla a luz al final de la vida, en la cruz, por mi costado abierto, por aquella boca
de vida mucho más cercana al corazón que a la cabeza.
La segunda gestación la descubrí recordando el día que mi madre me llevó en su seno
a la prima Isabel y el encuentro que entonces se produjo entre los dos hijos, Juan y yo, que
quedó grabado en la memoria de mis genes interiores.
—)Recuerdas, madre, aquella visita? —pregunto curioso, por si yo daba ya entonces señales
de vida.
—Aquello, hijo mío, no fue solo una visita de cortesía de la sobrina a la tía; sobre todo quise
llevarla el don del hijo engendrado por el Espíritu, el omnipotente Dios que de pronto se
había convertido en hijo. Acababa de empezar a gestarte y ya intuía que tú no eras solo para
mí, que eras para los demás, y a quien primero quise llevarte fue a la tía Isabel. Quien
verdaderamente la visitó fuiste tú.
La madre gestante del hijo de Dios se había convertido en portante de ese hijo, se lo
llevaba a otra persona como ella. )A quién llevo yo en mi interior para entregárselo a otro?,
me preguntaba con frecuencia. Al Padre, me respondía a mí mismo. Es decir, el Espíritu me
ha engendrado a mí y yo engendro al Padre para entregárselo a los demás. Esto, que suena
tan solemne y extraordinario que a uno le ruboriza decirlo, fue muy sencillo en aquella visita
que mi madre hizo a mi tía Isabel, e igualmente sencillo es en mi vida. Lo que el Padre ha
puesto dentro de mí no es solo para mí y lo voy llevando a todos aquellos con los que me
encuentro.
La función de mi madre no terminó en mi gestación; luego me ayudó a crecer hasta
la plenitud a que estaba destinado. Pienso que, de alguna manera, yo también le ayudo al
Padre a crecer en este mundo; cuando yo llegué, Él ya era adulto y bien desarrollado en
cuanto Dios, pero no en cuanto Padre, pues nadie le reconocía como tal, como Padre; se
gestó en mi interior y yo le di a luz en mi pueblo, que apenas le reconoció así; le he ayudado
a crecer como Padre en el interior de cada uno y en la fe todo el pueblo, hasta que han
aprendido a llamarle Padre con la misma naturalidad, y con más confianza, que cuando le
llaman Dios.
También tengo que gestar y dar a luz a cada hermano. Mi seno gestante tiene, en este
caso, forma de rito bautismal, pero es mucho más personal e íntimo. Lo mismo que la madre
engendra y gesta a cada uno de los hijos y en cada uno tiene una sensación especial, propia,
así me sucede en la gestación de cada uno de los míos. (Solo el Padre sabe lo que me duele
cuando uno de ellos se pierde, como un aborto, cuando está a punto de nacer pero no lo hace!
En esta gestación hay también métodos abortivos que la sociedad, incluso los padres,
imponen a los hijos recién nacidos, por ejemplo, cuando les niegan el bautismo.
En mis memorias consta esta función maternal. Más que fundador de este inmenso
movimiento que es la Iglesia, me siento madre de todos y cada uno, pues a todos los
he engendrado y dado a luz. Y sigo gestando, no solo hijos y hermanos, sino familias
especiales, como las congregaciones religiosas, las parroquias, los grupos cristianos
comprometidos.
En la escuela de Caná
Esta escena, relativamente secundaria, ocupa también un puesto en mis memorias porque
tiene la viveza de todo lo primerizo y porque la entendí como una síntesis de muchas cosas.
Lo primero que sentí, participando de la boda, fue el gran valor de la familia desde la
fe. Aquella pareja de conocidos de mi madre la invitaron a la boda y ella tuvo interés en que
fuese también yo, así como yo lo tuve en que nos acompañasen también algunos de los
discípulos.
Valía la pena aprovechar el acontecimiento y allá fui. Todos se sentían invitados a la
fiesta, pero yo quería celebrar el nacimiento de dos familias: la de la pareja que se casaba y la
de mis recientes discípulos. Mi madre, con su agudeza sorprendente, entendía que, si yo
tenía mucho que hacer en esta segunda familia, la de la comunidad, también tenía que
hacerlo en la primera, la del matrimonio.
Quería que estuviese presente, pues para ella no era lo mismo la familia sin mi
presencia. Lástima que tantas familias cristianas olviden esta presencia incluso cuando los
problemas de la pareja les acosan. Teóricamente, todo matrimonio sacramental es una
invitación explícita a que yo esté presente en él, aunque en muchos casos siento que la
ceremonia suple a la invitación personal. Por mi parte, siempre acepto la invitación, aunque
tengo que aclarar que me siento más invitado por el amor sincero de la pareja que por la mera
ceremonia.
Avanzado ya el banquete, me invita intervenir cuando surge el primer problema,
aunque sea tan irrelevante como hacer corto de vino. Ella tiene una visión distinta de las
cosas, lo de menos es el vino, lo importante es la felicidad de la pareja, )por qué ese pequeño
detalle va a estorbar su felicidad? Y me pide que intervenga, no a favor del vino, sino de la
felicidad. Difícilmente una familia será generadora de vida si no es desde la felicidad, la de la
pareja, la de los hijos, la de todos los miembros. Mi madre me enseñó que mi presencia en la
familia ha de ser, sobre todo, para garantizar vida y felicidad. *Multiplica el vino de su
felicidad+, me sigue pidiendo ante cada pareja.
Ella tiene experiencia de que la felicidad que viene de mí no es lo mismo que la de la
abundancia de vino o bienes materiales; el encargado no conocía el origen de aquel vino tan
sabroso, por eso no podía pedirlo. Muchos no conocen la felicidad que les ofrezco, por eso
no la piden ni la aceptan cuando se la ofrezco ya desde el día de la boda.
En mis memorias aquel momento quedó registrado como el del inicio de la familia
cristiana. )Es que no lo era ya la familia con mis padres? Por supuesto que sí, pero
era una familia tan especial que se salía. La familia cristiana normal se inició en
Caná, estando activamente presente mi madre.
Quedó también registrada aquella boda como modelo de lo que sería la nueva
comunidad, la que estaba iniciando con mis discípulos.
La perfecta mujer
Cuando fui a Jerusalén la primera vez para la pascua, una de las cosas que más me llamó la
atención fue las escasas mujeres que vi por la calle y sus atuendos, ocultaban el rostro con
dos velos que cubrían su cabeza y los sujetaban con una diadema que les apretaba hasta la
barbilla, incluso algunas cubrían la cara con una especie de malla de cordones anudados, uno
podía encontrarse con su madre o su hermana sin reconocerla. Contaban de uno que había
repudiado a su mujer solo por no salir cubierta a la calle.
En mi pueblo no éramos tan estrictos, las mujeres iban por agua al pozo, vendían los
productos de la tierra en las puertas de sus casas y con frecuencia colaboraban en los trabajos
del campo y guardaban los rebaños, además de cocer el pan o hilar la lana. Por supuesto,
nunca vi a mi madre con el rostro cubierto en la casa y, cuando salía, se ponía un velo
sencillo. Salía poco y procuraba no hablar con ningún hombre a solas, no solo porque no
estaba bien visto, sino para evitar comentarios equívocos respecto a mi generación. Tampoco
conocí en mi pueblo casos que se comentaban de otros, como el del padre que por un precio
generoso casó a su hija con un deforme, porque hasta los doce años y medio la hija no podía
rechazar la propuesta de su padre, que era su único propietario.
A pesar de todo, también en mi pueblo la situación social de la mujer era claramente
inferior a la del hombre. Vivían demasiado recluidas en sus casas, en dependencia total del
marido, a quien servían en todo, aunque éste tenía obligación de proveerlas de alojamiento,
alimento y vestido; no se les reconocía capacidad ni para ser testigos en un juicio ni menos
para ejercer una función en el culto. En el templo no se le permitía entrar más que en el atrio
de las mujeres; en cuanto a sus obligaciones, era equiparada al esclavo; incluso se la
dispensaba de rezar la Semá por la mañana y al atardecer, porque no era señora de su tiempo.
Su lugar era la casa, donde se la reconocía y era trataba con cariño, especialmente cuando
llegaba a ser madre; pero, si salía, las trenzas de su peinado se arreglaban de manera que
prácticamente ocultasen el rostro.
Aunque todo esto me parecía normal, porque así había sido siempre, la relativa
apertura del pueblo y, sobre todo, la presencia de mi madre me creó una actitud mucho más
abierta hacia la mujer. Nunca descubrí ninguna superioridad de mi padre sobre mi madre,
porque no la ejerció ni la manifestó. Desde el fin del siglo veinte no se puede imaginar la
innovación que esto suponía entonces, por eso quiero constatar algunos detalles que reflejan
la nueva posición de la mujer en el reino de Dios.
Cuando alabé a *los eunucos por amor el reino de los cielos+, no estaba pidiendo la
renuncia al matrimonio, sino solo oponiéndome al repudio de la esposa, permitido por el
Deuteronomio; pretendía dejar claro el ideal del matrimonio indisoluble, tanto para él como
para ella; más aún, )por qué hablar únicamente del adulterio de la mujer?; el hombre es
igualmente adúltero solo con ser infiel interiormente a su mujer. Durante mi ministerio no
mostré ningún reparo en hablar en público con las mujeres, las admití entre mis seguidores,
lo que ningún rabino hacía, y era conocida públicamente mi amistad con Marta y María.
Después de todo, )no había habido en nuestro pueblo mujeres heroínas y profetisas como
Miriam, Débora, Juldá o Noadías?
Es mis memorias sobresalen las figuras del algunas mujeres, que respondieron
fielmente al reino. Mi madre, con su sola presencia, es la que condicionó mi actitud
ante todas ellas. María la de Magdala es la que mejor expresó el arrepentimiento y
recibió el amor regenerador. Las hermanas Marta y María son las que mejor
entendieron la resurrección en la muerte del hermano. Y todas ellas fueron las más
fieles en la hora de la cruz. Al final del siglo veinte sigo pensando que las mejores son
las que mejor viven estos valores y también las más eficaces en la evangelización.
Quien mejor expresa este aspecto de mis memorias es el evangelista Lucas; quizá por
venir de la gentilidad, donde había más libertad de costumbres, le llamó la atención, por una
parte, las restricciones espirituales que nuestra religión imponía a la mujer y, por otra, mi
libertad de acción con ellas. Presenta una hermosa galería de mujeres evangélicas: Isabel, la
primera en alabar el don de mi madre y en reconocer mi acción salvadora; las santas mujeres
que me acompañaban, como María Magdalena, de la que expulsé siete demonios, Juana,
mujer de Cusa, y Susana, y otras muchas, la viuda de Naín, la mujer encorvada a la que
liberé de su enfermedad para que anduviese erguida con la misma dignidad que los hombres,
la madre de familia que busca afanosamente la moneda perdida, la viuda que importuna al
juez inicuo. Y, por encima de todas, mi madre María, que recibe las alabanzas de Isabel y de
una mujer anónima del público que me escucha. Por último, en sus Hechos la recuerda en el
cenáculo, en medio de los apóstoles, esperando al Espíritu. De esta manera destaca la misión
específica de la mujer.
El momento de la cruz es el que mejor recogen mis memorias interiores sobre mi madre. No
solo por ser el último y el más doloroso, sino porque es cuando más grande la vi, y, sobre
todo, porque allí me apareció como el modelo cristiano que yo había soñado.
Vuelvo a encontrarme con Juan en el pequeño montículo de aquel terrible mediodía
de la crucifixión y completo lo que le dije entonces.
—Mírala, Juan —le invito.
—Sí, Maestro. Es tu madre. Y la mía, tú me la diste.
—Mírala ahora como cristiana. Mi mayor elogio de ella consiste en afirmar que es la
primera cristiana. Primera en el orden cronológico y, sobre todo, en la calidad.
Maestra en la fe, creyó y se fió, no solo en el origen, sino después, en los larguísimos
años en que no parecía cumplirse ninguna de las promesas que el ángel le hizo. Por eso es
también maestra en la esperanza, más fuerte cuanto más oscuras son las circunstancias.
(Cómo me gustaría que todos los míos creyesen y esperasen así! Propongo su modelo más
que el mío, porque muchos no entienden mi fe, les parece que la parte divina de mi ser me
volvía clarividente en todo; (si supiesen las horas oscuras que pasé y cuánto me costó seguir
creyendo! Mi madre sí es como todos, ella es modelo sin rebajas, yo aprendí de ella a creer.
—)La ves bien, Juan? Ella enseña que no se puede creer sin esperar; el que cree se fía y
confía. Me produce una extraña sensación contradictoria cuando algunos, incluso muchos,
que creen en mí no esperan lo que les prometo, no se fían; desconfían. Eso de esperar contra
toda esperanza de quien mejor se puede decir es de ella, mejor aún que de Abraham.
—Al pie de tu cruz, yo aprendí de ella a esperar.
—Sigue mirándola, Juan, y verás que es la perfecta cristiana en lo ordinario: es orante,
familiar, preocupada de la comunidad, abierta a las necesidades, es llena de gracia y sigue
creciendo espiritualmente, participa de mi pasión y de la de cualquier otro hijo, cree y espera
la resurrección, todo lo hace por amor, no hace ningún milagro, es siempre fiel a los
compromisos adquiridos con Dios y con los demás, estimula con su ejemplo, mantiene la
misma fidelidad en los momentos gloriosos que en el fracaso, acompaña a sus hijos en la
cruz, sabe que la cruz es salvadora, está abierta al futuro...
Juan no dice nada, me escucha proclamar mi alegría porque en la Iglesia haya sido
creciente el reconocimiento de la presencia y el elogio de mi madre. Se han proclamado
dogmas marianos, se han multiplicado títulos, imágenes y fiestas, muchas comunidades se
caracterizan por ser especialmente marianas. Me alegro en cada una de estas manifestaciones.
La única reticencia es que frecuentemente suenan a algo tan maravilloso que se sale de lo
normal, de manera que se presta a cantar y aplaudir pero no tanto a imitar. Merece toda
alabanza por lo que es, como lo reconoció el ángel al proclamarla llena de gracia. Pero la
mejor alabanza es imitarla en lo que tiene de cristiana.
De Juan, el apodado "Bautista", lo primero que tengo que decir es que siempre le
admiré y que me sirvió de estímulo en mi decisión vocacional, sin que esto rebajase en nada
nuestras diferencias. Nuestra relación fue larga y profunda, pero nuestros encuentros fueron
pocos y breves.
Os hablaré de tres.
Allí el gran río nacional, el Jordán, abre una garganta en la llanura y se hunde más de
trescientos metros bajo el nivel del mar; las cañas, helechos, mimosas y tamarindos forman
un hermoso túnel sobre el río y dan lugar a un vado concurrido. Por arriba, el agua viene del
Hermón, *el viejo cargado de Dios+, y por abajo desemboca en el Mar Muerto, de donde, en
los días de más calor, llega olor de betún y azufre, tan fuerte que algunos se preguntan si
viene de las ruinas de Sodoma y Gomorra. Por allí pasó Josué hacia una de sus conquistas.
Aquel vado favorecía una elemental posada para los viajeros de paso, era el vado de Barabara
(Khajlah), uno de los pocos en que la fuerte corriente del Jordán permitía cruzarlo a pie, a
solo dos kilómetros de Qumrân.
Siguiendo la dirección del comentario popular, llegué allí en invierno, pues en verano
era inaguantable el calor en aquella hondonada. Allí estaba Juan, con su aspecto hirsuto de
hombre penitente y radical, cubierto con un vestido de piel de camello sujeto a la cintura por
un cinturón de cuero.
Llamaba la atención lo heterogéneo de los rostros que acudían a él; incluso a mí, tan
recluido en mi pueblo, me era fácil distinguir un hebreo de un abisinio y de un sudanés
negro, como si aquello fuese un muestrario de todas las razas de nuestra tierra. No eran solo
viajeros de paso, caravaneros, sino llegados expresamente por la esperada noticia de que
había surgido un Profeta. En una época en que los profetas hacía tiempo estaban
desaparecidos, la llegada de un nuevo profeta era un notición. Desde el primer momento
aquel público distinguió al verdadero profeta de los abundantes embaucadores que surgían
con frecuencia. A primera vista allí se palpaba la esperanza.
Quise saber cómo era aquel primo a quien no conocía más que como una leyenda,
intuía que algo muy importante pasaría de su vida a la mía.
—)Quién es? —pregunté a uno de los asistentes.
—Es un hombre justo —me respondió.
Me agradó esa palabra con que muchos resumían la vida de mi padre José.
—Nos invita a llevar una vida recta —me dijo otro— y a practicar la justicia con todos. Yo
creo que esto lo dice, sobre todo, mirando a los de arriba.
Raíz de la predicación
Escuché atentamente su predicación. Heredero de profetas y gran profeta, predicaba la
conversión y hasta amenazaba duramente a quienes se negasen a ella, porque era inminente
el juicio de Dios, tanto que ya el hacha estaba ya puesta a la raíz de los árboles para cortar los
que no diesen fruto. Y también hablaba de valores más positivos, como la justicia y caridad,
dar de comer o una túnica, no exigir más de lo debido. Hablaba además del ayuno y de la
penitencia, aunque menos, y solo como signo de la conversión interior; en esto era mucho
más exigente consigo mismo que lo que predicaba a los demás. Vestía como un beduino,
cubierto con una piel de la que había sacado una tira que le servía de cinturón; debajo no
llevaba más que una prenda interior tejida de pelos de camello.
—Viste así porque quiere ser como el profeta Elías —oí comentar a uno de lo asistentes.
—)Y si fuese realmente el profeta Elías? —completó otro, mientras seguía mirando a Juan.
—Tal vez —asintió el primero, también sin mirar a su compañero. Más que afirmar,
meditaban; o soñaban.
Durante los días que estuve con él, me acostumbré a no comer comida corriente, sino
algo tan elemental como saltamontes y miel silvestre, igual que hacían los hombres del
desierto, porque, a pesar de estar junto al Jordán, aquella tierra era árida; Juan la escogió
porque el desierto es el lugar de encuentro con Dios y donde se formará el nuevo pueblo,
según el profeta Oseas; en él se abre el camino que lleva a la liberación y también el lugar de
las manifestaciones mesiánicas.
—Dicen que es el Mesías —afirmó otro, y no supe si efectivamente él lo creía.
—Predica la conversión —añadió su compañero—. No podemos quedarnos como estamos, el
río de nuestra religión se podría secar, hace más ruido por las piedras que caen que por el
agua que lleva.
—)Y tú qué piensas? —me preguntaron, al fin.
—Vengo a verle y escucharle. Estoy buscando.
Su predicación era universal, se dirigía a todos, a diferencia de la selectividad de
otros predicadores o maestros, que hablaban solo para grupos y, más que enseñar, se dirigían
a iniciados. Aquí llegaban de toda Judea y región del Jordán y se mezclaban campesinos
sencillos con publicanos recaudadores de impuestos y judíos puros con soldados del imperio
dominador, dos extremos incompatibles; el simple hecho de que se juntasen esas gentes
indicaba que la conversión estaba en marcha. La universalidad del Reino con que yo soñaba
se parecía más al público de Juan que al mucho más abundante del templo.
Predicaba una conversión exigente y práctica, como intuyendo que los tiempos
mesiánicos podían perderse en meras teorías y frases grandilocuentes.
—)Qué tenemos que hacer? —preguntaba la gente.
—El que tenga dos túnicas que dé una al que no tenga —respondía rápido—, y el que tenga
comida que haga lo mismo.
Tomé nota de que no dijo: *el que tenga comida de sobra+; *el que tenga+, eso es lo
que dijo; porque, )quién va a admitir que le sobra?; el que tiene, sin más interpretaciones, ya
tiene que dar.
—Y nosotros, Maestro; )qué tenemos que hacer?
Eran unos publicanos que preguntaban humildemente, mostrando su deseo de ser
bautizados.
—No exijáis nada fuera de lo fijado —les contestó, porque ése era su problema, y el de los
demás, que exigían más de lo señalado. Me pareció que se quedó con las ganas de añadir: *y
aún menos de lo fijado+; pero esto no estaba en sus manos, porque también ellos estaban
sujetos a entregar unas cantidades.
Y a unos soldados, que preguntaban en qué había de consistir su conversión, les
respondió:
—No hagáis violencia ni extorsión a nadie, y contentaos con vuestra paga.
Eran soldados de segundo orden y su paga también lo era, pero la mayoría de los
oyentes no tenía ninguna, )cómo podían ellos exigir un aumento, que no haría más que
gravar los impuestos del pueblo?
Esta manera de predicar, (qué claro dejaba el Reino y cuál había de ser el
comportamiento de los invitados! No había subterfugios ni oscuridades. *Así me gustaría a
mí predicar, sin embargo...+ Por aquellos días yo estaba soñando con seguir los caminos de
Juan.
—)Y yo qué tengo que hacer? —estuve a punto de preguntarle.
Como si hubiese adivinado mi pensamiento, le oí decir al público, sin saber que yo le
escuchaba:
—Detrás de mí viene el que es más fuerte que yo y os digo que yo no soy digno de desatarle
la correa de las sandalias. El os bautizará en Espíritu Santo y fuego.
)Se dirigía a mí? )O algún otro enviado por Dios, como el que soñaban los celotes? )
Acaso a Elías, el gran profeta arrebatado a los cielos, y que todos esperaban que
volviese a instaurar el reino escatológico? )Me confundió a mí con Elías? No, se
refería a Dios mismo, *el más fuerte+, el *poderoso+, que ya no se queda en su
trascendencia sino que viene a los hombres, que quiere congregar a su pueblo.
Aquellas palabras de Juan despertaban un gran movimiento mesiánico, quizá más que
fijarse personalmente en mí. )Lo sabía él? )Lo sabía yo? El caso es que en mi
predicación yo imité alguno de los contenidos de Juan.
Volví a recordar el comentario de que Juan se había formado con los esenios. Este era
un punto que me interesaba. Separados de Jerusalén y del templo, aquellos monjes (solo se
admitía a hombres) vivían en tensión escatológica, pues esperaban la inminente llegada de los
tiempos mesiánicos, por lo que algunos se habían retirado a aquel desierto de Qumrán, a una
vida monástica, continuando la tradición de los jasidim. Sus sacerdotes, que ocupaban un
puesto relevante, pertenecían todos al sacerdocio sadoquita y eran opuestos a los reyes—
sacerdotes hasmoneos. Era una comunidad perfectamente constituida, con su especial
interpretación de la Ley, su calendario religioso propio y su disciplina interna rigurosa.
Se oían comentarios sobre lo que realmente eran, mientras unos los consideraban
como filósofos pitagóricos, otros resaltaban sus doctrinas arcanas, entre las que se incluían
algunos conocimientos médicos. El pueblo comentaba muchos puntos: su rígida
organización, detalles como el del vestido blanco o el silencio en que vivían, el cultivo
agrícola, la comunidad de bienes, el celibato, por el que algunos les tomaban como
antifeministas. A pesar de su retiro, algunos intervenían en la vida pública como adivinos del
futuro e incluso uno como comandante regional. Eran fundamentalmente apocalípticos, así
como otros eran nacionalistas y otros legalistas, pero todos coincidían en el amor a la Ley.
Yo no tuve ningún contacto con ellos, ni siquiera con el grupo laico que vivía en Jerusalén.
Juan y yo estábamos de acuerdo con ellos en la conciencia de que estaba cerca el
acontecimiento escatológico anunciado por los profetas, aunque diferíamos en la forma de
entenderlo y, más aún, en cómo vivirlo. Juan había aprendido de ellos el rigor de su vida y la
mentalidad de los tiempos finales, lo que le llevaba a predicar que ya estaba el bieldo el mano
de Dios para juzgar a los hombres; su bautismo tenía también algo del bautismo de los
esenios. Pero luego actuaba más en la línea profética y era más abierto a los grupos sociales,
más vital y menos ritualista que los esenios.
Raíz bautismal
Su predicación, además de ser clara y práctica en las exigencias, quedaba bien expresada en
el simbolismo del bautismo, administrado allí mismo, en el vado de Barabara, con el agua
sagrada del Jordán. No se bautizaba cada uno a sí mismo, según la tradición judía, sino que
les bautizaba él personalmente o mediante sus discípulos, con lo que pretendía traspasar al
bautizado toda su vivencia personal y todo lo que él entendía con ese rito. Ofrecía ese
bautismo a todos pero, al mismo tiempo, imponía una selección, pues exigía que fuese
precedido de las buenas obras. En contra de lo que muchos esperaban, aquella inmersión
bautismal no era uno más de los ritos de abluciones y purificaciones que se practicaban con
frecuencia, pues no lo lo ofrecía solo para obtener el perdón divino de los pecados ni era el
rito de purificación que los esenios administraban con frecuencia. Juan lo administraba para
un cambio radical y suponía la consagración de toda la persona a Dios. Se sumergía una
persona y salía otra, era un cambio y un rito definitivo, por eso se realizaba una sola vez en la
vida; era el rito que de verdad correspondía a su rotunda llamada: *convertíos, que llega el
reino de Dios+.
Escuchando a Juan, notaba en él un tono de urgencia; era como si dijese: *ha llegado
el tiempo escatológico, el tiempo en que, por fin, Dios nos envía a su Mesías y,
consecuentemente, nosotros tenemos que decidirnos por él+. Lo planteaba como la última
oferta de salvación que Dios hacía a Israel. Incluso sus formas penitenciales tan llamativas,
sobre todo en el vestido y la comida, eran una llamada a la urgencia de esta conversión, como
si dijese: *)para qué perder tiempo en cosas pasajeras?, dedicaos a lo esencial+.
Yo también sentía esa urgencia, estaba allí, después de treinta años recluido, porque
la voz interior me había dicho: *ha llegado la hora+. Mi forma de manifestar ese
asentimiento fué pedir el bautismo para mí, a lo que me animaban otros sentimientos
personales, además de los que Juan anunciaba. Tenía un problema; aquel rito, por ser una
expresión penitencial, suponía el reconocimiento de alguna culpa personal, que yo no veía en
mí, aunque sí me reconocía en relación directa con los culpables, su culpa me llegaba, me
penetraba y quise llevarla al rito de inmersión. Esto no lo comprendió Juan cuando le pedí el
bautismo y, mirándome intuitivamente aunque sin conocerme del todo, objetó:
—Soy yo el que necesito que tú me bautices, y )eres tú el que vienes a mí?
)Qué sabía Juan de mí? )Qué había oído contar de mi generación y nacimiento? En el
ámbito familiar son más difíciles los secretos y más fáciles las intuiciones. Rápidamente le
dije:
—No sé lo que piensas de mí, pero déjalo de lado en este momento. Bautízame, porque
conviene que cumplamos lo que Dios ha dispuesto.
Además de la ablución del pecado del mundo, con aquel rito quise expresar
públicamente mi incorporación al pueblo escatológico de Dios, algo en lo que
parecíamos coincidir todos: Juan, yo, los esenios y los maestros de Israel, aunque
diferíamos radicalmente en la manera de entenderlo. Lo que algún día será el reino de
Dios había que empezarlo a vivir ya. Mi bautismo significaba eso, *ya+.
En ese momento, Juan y yo, al mismo tiempo, tuvimos una visión más completa del
rito en cuanto era también una presentación oficial de mi persona ante el mundo, porque, de
esa manera indescriptible con que frecuentemente suceden las cosas de Dios, se abrieron los
cielos y percibí que el Espíritu descendía sobre mí, no de forma violenta, sino suavemente,
íntimamente, como el murmullo de una paloma. Sentí que este espíritu me concedía una
inspiración profética, como comúnmente se entendía en mi pueblo, y por lo mismo supe que
era nombrado mensajero de Dios. Desde aquel día, el Espíritu ya nunca me dejó. Al mismo
tiempo escuché una proclamación, que los presentes no supieron interpretar ni tampoco mis
escritores posteriores: unos la atribuyen al Espíritu y otros a Juan. La voz que escuchamos
fue:
—*Este es el cordero de Dios, el que quita el pecado del mundo+.
De una u otra manera, supe que el cielo había hablado, pero no en ningún sentido de
entronización, sino más bien proclamándome siervo de Dios. Dios me ha tomado a su
servicio y me equipa para ello.
Es decir, en ese momento estuve seguro de mi vocación. Esta vocación experimentada
en el bautismo de Juan fue mi punto de partida. Mi vida quedó impactada por este
acontecimiento, y así lo recordé cuando me preguntaron con qué autoridad hacía ciertas cosas
novedosas: toda mi autoridad radicaba en lo que sucedió cuando el bautismo de Juan.
De esta manera resultó que aquel rito bautismal se convirtió en un diagnóstico para
conocerme a mí; los míos empezarían repitiendo ese rito, que ya no sería tan penitencial
(aspecto siempre importante), sino más personal, pues por él la persona del creyente se
vincula a mí. Aquel rito empezó identificando a Juan, de forma que le llamaban *el Bautis-
ta+, apelativo que nunca había oído aplicar a nadie, y derivó a identificarme a mí y a mis
seguidores.
Permanecí un tiempo con Juan, incluso colaboré con él impartiendo bautismos,
aunque esto no es recogido por mis evangelistas, preocupados de que Juan y yo no
apareciésemos al mismo nivel; pues él era mi precursor, yo podía parecer uno de sus
discípulos, pero exactamente no lo era. Cuando salí de allí, iba mucho más convencido de
que la *hora+ mesiánica había llegado y que yo acababa de ser directamente implicado en
ella, aunque aún desconocía los caminos. Tuve la intuición de que mi vida daría de inmediato
un cambio radical. Deseaba que, por muy radical que fuese el cambio, tuviese, al menos,
tiempo de comunicarlo a mi madre, cuya intuición era inmensamente superior a la de Juan.
Fue, sin duda, uno de los encuentros que más me influyeron. Recuerdo algunas de sus
influencias.
! Su predicación al aire libre, contra la costumbre del tiempo, donde los maestros
impartían doctrina en la sinagoga, en las escuelas de la sinagoga o en locales apropiados.
Juan, bien situado en la línea de los profetas, se fue al río, cuyas corrientes venían cargadas
de historia sagrada, y allí predicaba y bautizaba. En una época en que se había perdido la
costumbre de los profetas populares, la predicación de Juan al aire libre supuso una novedad
y me abrió el camino.
Como buen galileo, mi terreno propio, donde más gente congregaría, sería el entorno
del lago. Pero yo no quería una ruptura total con la sinagoga, al contrario, la usaría
también para mi mensaje. Así que usé el local cerrado de la sinagoga, pero mucho
más el espacio abierto de los pueblos y los campos.
Esta oración no era propia de Juan. Mis discípulos reconocieron de inmediato que esa
oración era mía y yo reconocí de inmediato que esa oración encajaba en el grupo.
Desde entonces, esta oración es propia de los míos y, desde ellos, se hace universal.
La manera de orar diferencia o une a las personas y los grupos.
! Mme muestra además lo que me diferencia de él, aunque las diferencias apreciables
no son tantas puesto que, durante algún tiempo, bastantes dudaron de quién de los dos era el
verdadero Mesías. Juan predica la conversión desde el miedo al juicio inminente, algo que yo
también tengo presente, porque hay que tomar en serio nuestras responsabilidades y la
confianza que Dios pone en nosotros; pero yo la predico, sobre todo, desde la
inconmensurable bondad de Dios. Juan piensa que el mundo presente está perdido, no solo
por corrupción sino por impotencia intrínseca, no se puede salvar desde sí mismo; yo sigo
creyendo en el mundo y en la fuerza de Dios en él, pues aquí es donde se ha de crear el
Reino. Las personas se han de convertir, no solo para salvarse en el día del juicio, sino para
crear el reino, para hacer las obras del Padre aquí. Juan habla de un Dios riguroso,
fundamentalmente juez, yo vivo interiormente a Dios como Padre, es la vivencia que me ha
ido agarrando y llenando.
A partir de todo esto que aprendí de Juan, es cuando me lancé a poner en marcha el
reino de Dios, cumpliendo tres grandes funciones vigentes de siempre en nuestro pueblo,
aunque modificando en parte su sentido.
Primero como profeta, predicando directamente el reino, al Dios del reino, a Dios en
cuanto Padre mucho más que al Dios judicial. No un reino futuro, al que se le podían
conceder aún algunos años o décadas de espera, sino inminente, más aún, ya presente; la
gente tenía que saber que el reino ya estaba allí, no detrás de la barrera del inmenso juicio,
sino como obra de todos. Que todos sepan que las grandes promesas de Dios no llegan en
forma de un reino ya construido sino como una tarea encomendada, en la que el Padre es el
primer comprometido abriendo camino al compromiso de todos.
Segundo, haciendo las obras del reino: sanar enfermos, mostrar con los milagros el
amor del Padre, demostrar así que ese reino es posible. Mi único poder consistiría en hablar
con autoridad y convencimiento personal y en demostrar la bondad del reino con obras de
servicio a los demás.
Y tercero, enseñando la doctrina de vida que conducirá a las personas del nuevo
reino. Juan estaba tan obsesionado por el juicio inminente que no se dedicó a enseñar un
modo de vida, y muchos echaban en falta una guía en ese sentido; a mí me preocupaba
enseñar un modo de vivir. Porque siempre la gente necesita respuestas a preguntas como
éstas: )qué tenemos que saber? )qué tenemos que creer? )qué podemos esperar? Tendría que
actuar también como un rabino para precisar el sentido de la ley, sobre todo, de la nueva ley
del amor que lo compromete todo; y para dialogar e iluminar, especialmente a los que se
muestren dispuestos a seguirme.
ZACARÍAS, EXPERTO EN EL TEMPLO
Me encuentro con mi tío Zacarías en el templo de Jerusalén. No vive aquí, sino a siete
kilómetros al noroeste de la ciudad, en Ain—Karim, en la región montañosa de Judea. Es
sacerdote y, dentro de las 24 turnos en que se divide todo el grupo para el servicio del
templo, pertenece al octavo grupo, presidido por Abías. Él y su esposa, Elisabet, son los
padres de Juan Bautista.
—Pero no vengo a hablar contigo de Juan —le digo, de entrada— sino del sacerdocio y del
templo.
—Lo haré con mucho gusto, pues tanto mi esposa como yo somos descendientes de estirpe
sacerdotal —afirma con seguridad y un suave orgullo por ese honor—. Mi hijo Juan también
podía haber heredado esta tarea, pero prefirió otros caminos.
)Y si yo fuese sacerdote?
Es una pregunta que me hice en alguna ocasión, aunque he de confesar que con poco
convencimiento, lo mismo que me hice la pregunta sobre mi posible matrimonio. En el
pueblo nos quedaba un poco lejana la función sacerdotal y no conocíamos bien su tejido,
bastante complicado.
—Tío Zacarías, )cómo estáis organizados los sacerdotes?
Noto que le agrada la pregunta, como si yo estuviese interesado en ser lo que su hijo
no quiso ser.
—Formamos 24 clases o grupos —me explicó pacientemente, casi extrañado de que no
conociese tan elementales datos—, cada uno de los cuales realiza el servicio en el templo de
Jerusalén durante una semana, por turno, de sábado a sábado; cada grupo consta de cuatro a
nueve secciones, que nos vamos turnando los días de la semana correspondiente. Somos más
de una docena de millares dispersos por Judea y Galilea, donde vivimos hasta que nos llega
el turno semanal para acudir a Jerusalén.
—)Son necesarios tantos, tío Zacarías? —pregunto extrañado ante tan elevado número, y
más teniendo en cuenta que en mi pueblo, Nazaret, hasta los oficios religiosos funcionaban
sin ellos, su servicio se reducía al templo de Jerusalén.
—Sí, ten en cuenta que tenemos que realizar el sacrificio diario de la mañana y el de la tarde,
con el sacrificio de los perfumes, el holocausto del carnero, más la ofrenda del sumo
sacerdote y la libación; realizamos hasta 27 servicios diarios por la mañana y 29 por la tarde.
El sorteo de cada mañana designa unos treinta sacerdotes para cada uno de los servicios;
como comprenderás, los sábados y festivos se requieren muchos más, hasta trescientos.
—)Vivís todos del templo? —pregunté ingenuamente.
—No, solo algunos; recibimos algo de los diezmos y de una pequeña participación en un
tributo especial del templo; los que están de turno reciben unas porciones de los sacrificios y
ofrendas, pero la mayoría tienen que dedicarse a otros oficios, como el de carpinteros,
canteros, comerciantes, etc.
—)Sabes, tío Zacarías?, cuando llegué a los veinte años, alguien me preguntó si yo podría
ser sacerdote.
—No es algo que se pueda elegir sin más, es hereditario, uno tiene que pertenecer a esta
estirpe y, que yo sepa, tus padres no pertenecen a ella. Por la integridad física, que también se
exige, no tendrías ningún problema, y tampoco por los estudios, pues no nos exigen estudios
teológicos, como a los escribas. De todas maneras, si te interesa, podemos consultar las
genealogías del clero que están en los archivos del templo.
—No es necesario, tío Zacarías, no es ése mi camino.
La función sacerdotal, reducida al culto litúrgico en el templo, era minuciosa; tenían
que realizar y vigilar estrictamente el cumplimiento de todo el ritual, desde reconocer la
integridad del animal para el sacrificio hasta comprobar las medidas de las libaciones. Su
principal interés era el fiel cumplimiento de los ritos, que les preocupaba mucho más que las
discusiones de escribas y fariseos, en las que no solían participar. Se le notaba a mi tío que,
cumpliendo este ritual, se sentía satisfecho y muy útil a la sociedad, porque así la aseguraba
dos grandes beneficios: por una parte, aplacaba la posible ira de Dios y, por otra, garantizaba
su protección a aquel pueblo elegido.
No hablamos de la clase aristocrática del sacerdocio, constituida por los sumos
sacerdotes y los grandes cargos del templo, lo que les constituía como el grupo más
privilegiado de la nación. No eran amados por el pueblo. Sin embargo, entre los sacerdotes
ordinarios y entre los levitas había muchos con profundo espíritu religioso, entre ellos, mi
tío.
Pero, aparte de no pertenecer a la genealogía sacerdotal, ése no era mi camino y mi
tío no insistió en ello.
Me había citado con él en su casa Ain—Karim, pero, como era viernes, me invitó a
acompañarle al templo; madrugamos y caminamos hasta Jerusalén. Al llegar, subimos la
colina oriental de la ciudad, cuya cumbre se había ensanchado mucho a base de
construcciones laterales, con tres atrios superpuestos rodeando el patio exterior.
—Mira el gran edificio, sobrino Jesús —decía admirado, mientras nos acercábamos—, el
más grande del país, el más glorioso de la humanidad.
—Sí, es grande —dije yo, aunque ya había perdido algo de mi primitiva admiración.
—Hace cuarenta y seis años que Herodes el Grande inició la construcción y, como ves,
siguen las obras, aún tardarán años en acabarse.
Pasamos el primero de los niveles, llamado *atrio de los gentiles+, porque también los
paganos podían entrar allí, y avanzamos pasando una balaustrada de piedra donde varios
carteles, en tres lenguas, advertían que ningún gentil podía cruzarla bajo pena de muerte.
Llegamos al patrio interior, dividido en dos partes, una reservada para las mujeres, el *atrio
de las mujeres+, y otra para todos los israelitas, el *atrio de los israelitas+, hombres, por
supuesto. Un poco más arriba alcanzamos el *atrio de los sacerdotes+, en el que sobresalía el
altar de los holocaustos.
En ese momento circulaban por allí varios sacerdotes, se les distinguía claramente por
sus vestidos: calzones cortos de lino blanco fino; encima, un vestido hasta los pies, bastante
ceñido y con mangas largas, de byssus; sujeto al pecho, un ceñidor también de byssus
entreverado de hilos de púrpura y adornos escarlata y azul; gorro o turbante para la cabeza,
todo blanco, menos los adornos del ceñido; iban descalzos. También andaban por allí otros
oficiales subalternos, levitas encargados de las funciones menores, como la de cantores o
encargados de limpieza o de abrir las puertas. Mi tío me explicó que aquellos sacerdotes no
eran más que una pequeña parte, la más visible al público, pero que existía una verdadera
jerarquía sacerdotal. En el servicio directo del templo, después del sumo sacerdote, venían
cinco cargos destacados: el comandante del templo, el jefe del servicio hebdomadario, el jefe
del grupo diario, luego el vigilante del templo y, por último, el tesorero. Detrás de éstos,
estaban los simples sacerdotes, subdivididos en 24 grupos para los servicios semanales.
Realmente, el servicio funcionaba tan ordenado que solo con una buena jerarquía podía
lograrse.
—Asistiremos al sacrificio matutino, sobrino.
—Con mucho gusto, tío, en muy pocas ocasiones he podido asistir, ni al matutino ni al
servicio vespertino.
—A esta hora corresponde el servicio de los perfumes y el del holocausto. Es una hermosa
ceremonia.
El altar de los perfumes estaba junto al Debir o Santo de los Santos, el lugar ocupado
solo por la Sekhina o presencia absoluta de Dios, a quien va dedicado el bueno olor. Con una
pala de plata el sacerdote trae unas brasas del altar de los perfumes, las lleva al interior del
templo y los coloca sobre el altar de oro de los perfumes, donde las plantas aromáticas
quemadas inundan todo del buen olor de Yahvé.
—)Sabes, tío? Me gusta este rito, pues representa un aspecto agradable de Dios y de la
comunidad. (Qué gratificante resultaría la convivencia si cada uno fuésemos un perfume para
el otro!
Pero rápidamente el perfume fue ahogado por el sacrificio. Salimos al atrio de los
israelitas, donde está el altar de los holocaustos, llamado *altar de bronce+, que tiene forma de
pilar cuadrangular, con sus cuatro esquinas en forma de cuerno; sirve para la cremación de
las víctimas inmoladas y, una vez al año, para el rito de la expiación; en él está ya preparada
la leña para el holocausto. Llega un levita trayendo dos corderos, un sacerdote los sacrifica,
otro derrama su sangre junto al altar y un tercero los ofrece. Luego aparece un grupo de seis
sacerdotes llevando los doce panes de la proposición y dos copas de incienso. Son quemados
totalmente los animales, consumidos por el fuego, simbolizando que nuestra persona
pertenece del todo a Dios. El ritual y los instrumentos son solemnes, la ceremonia es
realizada con precisión, pues sería castigado quien fallase en algún detalle. Cuando termina el
sacrificio público, quedamos por allí y aún presenciamos otros muchos sacrificios privados,
tanto de expiación como penitenciales o de comunión.
—Con la liberación de Egipto —me explica mi tío— nuestro pueblo empezó a convertirse en
pueblo litúrgico, expresando así que empezaba una nueva creación para todos. Estos últimos
sacrificios, como ves, no los ofrece el sacerdote, sino los mismos que los traen, ellos
sacrifican y degüellan los animales, todos participan en este culto.
Mi tío vibra mucho más que yo ante estos sacrificios. Me explica que también los
gentiles pueden celebrar aquí sacrificios y ofrendas, como tienen por costumbre en todos sus
templos y divinidades, sin que esto signifique que se adhieran a la fe judía.
—En los anales de templo —me recuerda— se cuenta cómo Marco Agripa, el patrocinador
de Herodes, cuando llegó a Jerusalén unos quince años antes de nacer tú, ofreció una
hecatombe, es decir, un holocausto de cien toros. Y el gran rey Darío otorgó fondos del
estado para estos sacrificios, pidiendo plegarias *por la vida del rey y sus hijos+. Y hasta el
emperador Augusto ordenó a perpetuidad un sacrificio diario, llamado sacrificio *por el
emperador y el pueblo romano+, a su coste, de dos corderos y un novillo; y otros regalos
valiosos del emperador, de su esposa Julia y de otros emperadores...
—Que siempre termina sufragando el pueblo judío.
Mi respuesta cortó su entusiasmado relato, pero no protestó, porque en el fondo
tampoco él estaba muy de acuerdo con cómo iban allí las cosas. Lo que más me agradaba de
aquella ceremonia era el carácter cosmopolita y universalista de los ritos.
Termino comentándole:
—Creo que estos sacrificios tienen un buen significado, pero encuentro un fallo de fondo: los
animales sacrificados terminan supliendo a las personas, cuando son éstas las que realmente
agradan a Dios. )Y si la persona humana sustituyese al cordero?
Me mira asustado, está claro que no entiende a su sobrino.
En mis memorias quedan registrados estos dos cultos, el del holocausto y el de los
perfumes. Mi persona es como el altar de los holocaustos, yo soy el cordero que se
ofrece, (cuántas veces me ha resonado interiormente esta imagen y me ha conducido
en mis decisiones!
Me gustaría también que mi persona y la Iglesia fuesen como un altar de los
perfumes, deseo una vida cristiana que haga agradable la vida para los demás, una
Iglesia que haga agradable la vida a la sociedad, de manera que sea atractiva, como el
perfume.
—Me preocupa la oración de nuestro pueblo —le dije, para iniciar el primer punto.
—En nuestro pueblo está bien señalada y ejercida, sobrino Jesús. Al amanecer y al atardecer,
proclamamos la Semá, con sus bendiciones. Y sabes que otros muchos, sobre todo fariseos,
proclaman diariamente la Tephilla, la principal oración, un himno de bendiciones. La mesa
es para nosotros un buen momento de oración, recitamos una bendición antes de comer y, al
atardecer, otra de acción de gracias, donde se unen la gratitud por el alimento y la petición de
misericordia para Israel. Disponemos de bendiciones solemnes de la mesa para el día de
sábado y, sobre todo, para la noche de pascua. Y sabes que usamos también oraciones de
alabanza que, durante el transcurso del día, acompañan todo acontecimiento gozoso o
doloroso que sucede en nuestras familias o nación. Esto sin contar las oraciones que llenan el
culto de la sinagoga los sábados. Se puede decir, sobrino, que nuestro pueblo ora de verdad.
No me cabía duda que así era en casa de mi tío Zacarías, como en mi propia casa,
donde yo también aprendí a orar.
Yo practicaba la oración del pueblo, pues había sido educado en esa costumbre
piadosa: la oración de la mesa, los tres ratos de la oración al día y el culto sabático, junto con
la comunidad. Las oraciones litúrgicas semá y tephilla las rezaba en hebreo, como nos
fueron transmitidas, pero el Abba (el Padrenuestro) lo recitaba en arameo, nuestra lengua
materna. Me gustaban especialmente las bendiciones y los salmos. Además pasaba horas
enteras, hasta noches enteras, en oración solitaria, y esto sí resultaba novedad en mi tiempo;
si no se extrañaron más fue porque no me veían.
Practicaba especialmente la oración de intercesión y la de acción de gracias. De
Moisés y los profetas había aprendido la oración de intercesión, que entonces no se
consideraba como propia del pueblo, sino como reservada al hombre de Dios y a los profetas;
oraba con frecuencia por mis discípulos para que no decayesen, por los niños, y por los
crucificados y los crucificadores que de vez en cuando había entre nosotros, me parecía que
eran los más olvidados. Y la oración de acción de gracias, especialmente cuando Dios se
revelaba a los pequeños e incluso cuando me abandonaban las mayorías. En este punto estoy
de acuerdo con la literatura rabínica, según la cual en el mundo futuro cesarán todos los
sacrificios y confesiones pero no el sacrificio de acción de gracias, porque la gratitud
permanecerá para siempre.
También me preocupé de insistir a los míos en la necesidad de la oración iniciándoles
al mismo tiempo en una nueva forma de orar, especialmente expresada en el Padrenuestro.
Les insistí en la seguridad de que eran escuchados, por lo que tenían que ser como el
mendigo que pide y pide, porque esa fe mueve montañas; pero les recordaba que esa
seguridad se refiere solo a los dones de la salvación, en esto sí estamos seguros de ser
escuchados, sobre todo si el que ora sabe perdonar, que esto es condición indispensable.
Descubro la oración como una de mis raíces más profundas. La aprendí de mis
padres y de los hombres de Dios que hubo siempre en mi pueblo y luego me dejé
llevar por impulsos internos hacia formas nuevas de orar. Esa oración me sirvió para
ser fiel a la voluntad del Padre y para unificar todo lo que me sucedía en la vida;
necesitaba un hilo conductor que diese sentido a todo y lo encontré en la oración.
Siguiendo este hilo, solo podía morir de esa manera: orando.
El judaísmo
—Tío Zacarías, )qué significa exactamente ser judío? —le pregunté, acercándonos ya a su
pueblo.
El nunca dudaría que ser judío era un especial don de Dios, pero sí dudó al
expresarlo.
—Somos un pueblo descendiente de Abraham —me recordó—, con mezclas de otras tribus y
pueblos que se han ido incorporando a lo largo de los siglos. Nos une la fe mucho más que la
sangre; quizá por esto cuidamos tanto la pureza de sangre para ciertos cargos, como los del
sacerdocio. Yo creo que ser judío es, sobre todo, una manera de pensar y de sentir respecto a
Dios y como pueblo.
—)Crees que soy un buen judío?
—)Quién puede dudarlo? Tus padres lo son, perteneces a una descendencia davídica.
No quiso decir más. Sabía que yo empezaba a ser acusado de no ser fiel al judaísmo.
Me sentía judío y recordé cuántos puntos del judaísmo yo había incorporado a mi
vida.
Por ejemplo, mi estilo de predicación, con comparaciones, imprecaciones,
expresiones líricas y parábolas, muchas de ellas muy semejantes a las de otros rabinos; pues
entre nosotros había verdaderos maestros especializados en parábolas, con sus aparentes
contradicciones y puntos inacabados, elípticos, era una manera estupenda de hacer concretas
las ideas. Acostumbraba aportar citas del Antiguo Testamento, no siempre expresadas como
tales, porque desde niño las había escuchado y leído y asimilado y me salían espontáneas.
Confieso que muchas de mis afirmaciones, hasta las bienaventuranzas, andan dispersas por
salmos y profetas, tanto que mis evangelistas interpretan muchos acontecimientos de mi vida
como simple cumplimiento de algunas profecías. Como todo orador judío, me apoyaba en
textos bíblicos.
Retuve siempre la idea del pueblo judío como pueblo de Dios, y así se lo recordé a la
Samaritana: *la salvación viene de los judíos+. Para reivindicar mi judaísmo ante los oyentes,
tuve que recordar que, respeto a la Ley, la Torah, *la hija mayor de Dios+, *no penséis que he
venido a abolir la Ley o los profetas, no he venido a abolirlos, sino a cumplirlos... +. Los
puntos esenciales de mi predicación están expresados en nuestros escritos; así el
mandamiento del amor aparece ya en el Levítico: *amarás a tu prójimo como a ti mismo+.
También tuve que insistir, en el terreno moral, en que la rectitud no consiste en
cumplimientos externos ni en añadir preceptos nuevos, sino en vivir con el corazón lo que
está expresado en los profetas. Hasta la idea de *reino de Dios+ aparecía ya en nuestra
revelación. Sí, el judaísmo fue mi fuente en todo.
Por eso es tan llamativo mi choque con los responsables del judaísmo, que se ha
mantenido hasta hoy. Veinte siglos aún no nos han reconciliado debidamente. Solo me cabe
pensar que la fuerte oposición y hasta odio entre lo judío y lo cristiano se explica
precisamente por la cercanía y similitud, como las guerras civiles.
Mis memorias recogen las fuentes judías de mi persona. En ningún otro pueblo habría
sido el mismo. Desde dos mil años antes, desde Abraham, se fue creando una cinta
transmisora de vida que llegó a culminar en mi persona, como enviado de Dios. La
esperanza bíblica que animó el caminar de mi pueblo encontró, por fin, su
cumplimiento, aunque no supieran verlo, por haber cambiado los contenidos y formas
de esa esperanza. No me reconocieron, pero yo soy el que esperaban.
LOS ANÁS, ACAPARADORES DEL SUMO SACERDOCIO
Anás representa el poder oculto, el que actúa en la sombra. Una parte importante de
su eficacia radica precisamente en eso, en ser oculto. Por esto no le he citado para un
encuentro directo, solo me detengo a observarle detenidamente.
Se llama Anás, abreviatura de Ananías, que significa *Dios es gracioso+, y me temo
que él se tome como gracia de Dios todos los logros de sus maniobras personales. Fue
nombrado sumo sacerdote por Publio Sulpicio Quirinio, prefecto de Siria, que depuso antes a
Joazar, su predecesor; depuesto también él en el año 15 por Valerio Grato, tuvo como
sucesores a sus cinco hijos y a su yerno Caifás, lo que indica que el poder de su influencia
alcanzaba más que el de su cargo. Su primer hijo heredero es Eleazar, que duró dos años, el
último se llamaba también Anás.
Residía en la colina occidental de la ciudad, a pocos metros del Cenáculo, en el
mismo edificio que Caifás, aunque en pabellones diferentes.
La máxima figura y el máximo poder israelita era, sin duda, el sumo sacerdote; presidía el
gran sanedrín, al que pertenecían también los que habían ocupado ese cargo anteriormente y
los miembros más sobresalientes de la aristocracia del pueblo, que constituían una clase
llamada *sumos sacerdotes+ y se les otorgaba la máxima autoridad doctrinal, legal y judicial,
representando a todo el pueblo ante las autoridades romanas, incluso ante Dios, pues el
pueblo les reconocía gran valor religioso, sobre todo en el día del Kippur. Ni existía ni era
imaginable una autoridad superior.
La historia del sumo sacerdocio ha sido accidentada. Por ser nación teocrática, la
verdadera nobleza en Israel era la sacerdotal, que organizaba la sociedad mediante leyes
religiosas. Durante mucho tiempo el cargo fué hereditario de la casa de Sadoc, la línea
sacerdotal del templo preexílico, descendiente de Aarón; de aquí la importancia de las
genealogías y su posible manipulación. Era también cargo vitalicio, hasta que Herodes el
Grande se lo arrebató a la familia Sadoc y asesinó a todos sus miembros para evitar
reivindicaciones familiares, y empezó a nombrarlos directamente, facultad que asumió luego
el procurador romano porque así les mantenía sometidos por el agradecimiento de haber sido
nombrados y por el temor de ser depuestos.
(Cómo se había degradado ese cargo! De ser patrimonio hereditario de una familia,
había pasado a ser objeto de compra, pues cada nombramiento suponía generosas
aportaciones económicas al procurador. Fue así como Anás logró que Valerio le nombrase
para el cargo en el que le retuvo cinco años, que en aquel tiempo eran muchos; pero el mismo
procurador, en parte por la dificultad de entenderse con él y en parte por las nuevas
aportaciones que suponían otros nombramientos, le depuso y nombró a cuatro de sus hijos
sucesivamente: Ismael, Eleazar, Simón y José o Caifás. Al acabar el mandato del procurador
Pilato, continuó la influencia de Anás en los cargos y en el pueblo, en el que estaba mucho
más arraigado; no parecía afectarle mucho el procurador de turno, sabía cómo influirles.
Aquellos *sumos sacerdotes+ eran hábiles manipuladores, habían encontrado la manera de
compaginar sus intereses personales con los de Dios y los del romano ocupador. Esta saga
sacerdotal tuvo una fuerte influencia negativa en los hombres del Reino.
Anás, el padre, se sintió intrigado, antes que por mí, por Juan Bautista, cuyo
ministerio se inició estando aún él en el cargo. Cuando, recién apresado en la noche del
jueves pascual, me presentaron ante él, sentí las frías corrientes de las intrigas circulando por
su palacio.
—No te fíes de Anás—, me dijo un día uno de los discípulos de Juan—. Sigue dominando el
gran sanedrín de la nación, preside uno de los dos sanedrines menores de Jerusalén, conserva
el título de sumo sacerdote, como sus antecesores en el cargo, y se lleva bien con el
procurador romano y con Herodes Antipas. Ya quiso eliminar al maestro Juan.
—)No fue Antipas?
—Sí, pero Anás ya le había enviado varios mensajes de advertencia, que solo lograban
encender más al maestro Juan.
Antes de que su yerno Caifás presidiese la sesión oficial del juicio, ya Anás había
convocado otros conciliábulos para tener asegurada la sentencia mortal contra mí; los
miembros saduceos estaban de su parte; también los fariseos, que se sentían humillados por
mis diatribas contra ellos; y más aún los cargos del Templo, como el del tesorero Jonatán y el
de los hijos de Anás, Teófilo Y Matías, ofendidos al máximo porque yo había expulsado
públicamente a los mercaderes del templo, una de sus fuentes de ingreso. El último de sus
hijos que heredó el cargo se llamaba también Anás, duró solo tres meses, pero fue suficiente
para crear los dos primeros mártires de la Iglesia: Esteban y Santiago.
Me he extendido en este preámbulo porque las dos sagas, la de Herodes y la de Anás,
(cuánta influencia negativa tuvieron en mi vida!
Anás, padre, y Caifás, yerno, se constituyeron en mis jueces al ser apresado, en plenas fiestas
pascuales, por orden suya. Anás lo hace en forma de interrogatorio oficioso, pero eficaz, pues
no tenía autoridad para juzgarme oficialmente, y menos de noche, lo que invalidaba todo
juicio. Recuerdo el interés que demostró por mi doctrina y mis discípulos, me quedé un
momento en suspenso ante su pregunta por esos dos puntos: )sería posible que el antiguo
sumo sacerdote se interesase realmente por mi doctrina?; al fin y al cabo, yo no le conocía de
nada, casi ni por rumores; y acababa de preguntarme seriamente por esos dos puntos. Pero un
riptus de ironía en los labios y de gozo en la mirada le delataron, se estaba burlando, pues ya
había sido informado de que mis discípulos me acababan de abandonar. Le dejé con su ironía
burlona porque, más al fondo, aún le quedaba otra duda de la que no podía desprenderse ni
burlarse: )podrían ellos detener el movimiento iniciado por mí? )no había allí una fuerza
superior a todo, que podía llevar a muchos a un seguimiento arrollador y a ellos a ser
arrollados en la perdición? )no sonaba todo aquello a algo parecido a lo que sucedió con los
grandes profetas? Sí, también él había oído que muchos me llamaban profeta. Pero decidió
seguir adelante antes de que esa voz fuese demasiado fuerte.
Anás me hizo esa sola pregunta y yo no le respondí directamente, porque en nuestro
derecho hebreo el acusado no estaba obligado a dar testimonio contra sí mismo, sino solo
ante testigos ajenos y fidedignos. De todas maneras, sí quise dejarle claro que mi doctrina no
era solo mía sino de todos los que me habían escuchado, que eran multitud, porque siempre
hablaba en público; no había nada esotérico o gnóstico en mis palabras; comprendió que,
cuando una doctrina entra dentro del pueblo, difícilmente la podrá de sacar de ahí una
autoridad. Así terminó mi único encuentro con Anás.
Al acabar este encuentro, las actitudes de Anás y la mía eran distintas de cuando entré
en aquella sala. Cundo entré, Anás se sentía seguro y yo curioso y algo miedoso ante aquel
poder que nunca había visto de cerca y, que de pronto, se volvía contra mí. Al acabar, el
intrigado era él; los discípulos se habían marchado en el Huerto, pero mi actitud le hacía
pensar que fue una marcha estratégica; de hecho fui yo quien pedí esa libertad para ellos,
volverían; por otra parte, eso de que mi doctrina hubiese entrado ya en el público la hacía
más difícil de erradicar. No podría arrancar la doctrina del público donde estaba sembrada ni
la inquietud de su propio interior.
A mis raíces pertenece el que se creen familias, de sangre o por afinidad de intereses,
que ejercen fuertes influencias sobre una parroquia, una zona religiosa o incluso la
Iglesia. Pensando en las familias que generaron santos, tolero las que han creado
tensiones antievangélicas.
Las confusiones de Caifás
También con Caifás tuve un único encuentro, al amanecer del último viernes de mi
vida, pero no a solas, sino rodeado de sanedritas y él como presidente del tribunal. Ejerció su
papel de juez manteniendo las formas, pero sin el resultado que esperaba, pues los testigos no
se ponían de acuerdo en la acusación; entonces tomó personalmente las riendas y me
interrogó directamente sobre mi condición de Hijo de Dios, que era lo esencial; ante mi
respuesta afirmativa, se rasgó escandalizado la parte superior del vestido y me declaró
blasfemo y, en consecuencia, reo de muerte.
Después de aquello, Caifás ha sufrido permanentemente un juicio de la historia en el
que sale condenado por haber pronunciado aquella condena. Sin embargo, yo me sentí menos
juzgado por Caifás que por Anás. Me pareció ver en él resquicios de honradez y de que
actuaba movido religiosamente y en defensa de los intereses del pueblo. Ahora que ya todo
ha pasado, he querido tener de nuevo un encuentro con él en aquella misma *Sala de las
piedras talladas+, junto al templo, donde fui juzgado y condenado a muerte. Solo los dos, en
los asientos de piedra circular que recorren las paredes de la sala.
—)Por qué no te contentaste con proclamarte profeta? —me preguntó—. Así te llamaban
muchos y nada podríamos haber objetado las autoridades, excepto nuestro malestar por
algunas afirmaciones tuyas, como sucede siempre con los profetas. Pero empezaste a actuar
como *el hijo de Dios+, arrogándote prerrogativas divinas, como la de sentirte superior al
sábado o la de perdonar los pecados. Si a ti mismo, siendo muchacho, te hubiesen dicho que
alguien se arrogaba esas prerrogativas divinas, )no lo habrías condenado en tu interior y
denunciado a la sinagoga?
—Caifás —le dije, sin responder directamente a su nuevo interrogatorio—, yo no te conocía.
En mi pueblo ni siquiera conocíamos los nombres de los sucesivos sumos sacerdotes, solo
una vez, cuando fui a Jerusalén con un grupo de peregrinos, recuerdo haber visto uno en el
día del Yon Kippur y confieso que me impresionó cuando desapareció detrás de la cortina del
Sancta Sanctorum para alcanzar de Yahvé el perdón de todos los pecados del pueblo durante
aquel año. Así que, durante mucho tiempo, pensé que erais santos y fieles guardianes de la
voluntad de Dios. Si entonces me hubiesen dicho que uno de vosotros me iba a juzgar por mi
religión, hasta me habría sentido contento, porque estaba seguro de que ratificaría mi vida y
mi conducta, hasta ese punto me fiaba de vosotros.
Quedó un momento sin responder, admirado quizá de mi confianza o de mi inocencia
juvenil.
—Por lo que veo —dijo—, luego cambiaste de opinión.
—Sí.
—Ya no te fiabas tanto.
—)Crees que dabais motivos suficientes para continuar esa confianza?
Ahora era yo quien juzgaba.
—Tú mismo —me objetó— dijiste a los tuyos que hiciesen lo que dicen los doctores de la
ley, aunque no lo que ellos hacen; tal vez nuestra conducta, la de los sumos sacerdotes, no
fuese ejemplar, pero éramos fieles custodios de la doctrina, de la Ley de vida que tú
aprendiste y seguiste desde pequeño. )Por qué te saliste de esa Ley?
—Nunca me salí, Caifás, sigues sin entenderlo; en todo caso, me salí de sus excesos.
Noto que tiene impulsos de continuar acusándome, pero ya no se atreve. Su instinto le
dice ahora que se equivocó en aquel juicio, aunque quiere seguir pensando que hizo lo que
tenía que hacer.
—No te condenamos por una cosa concreta —concluyó—, sino por el conjunto de tus
palabras y de tus gestos. Como los testimonios no se ponían de acuerdo en ninguna
acusación, algunos compañeros sanedritas empezaron a ponerse nerviosos; les dije que,
aunque estuviesen de acuerdo, esos testimonios valían poco, no bastaban para condenar a una
persona. Legalmente teníamos que apoyarnos en testimonios acordes, pero lo que te
condenaba no era eso. Por eso intervine directamente en el interrogatorio.
—)Por qué me condenasteis, entonces?
—Porque cambiaste los puntos más fundamentales de nuestro organismo judío: el concepto
de Dios, la relación con el Templo, el respeto al sábado, aceptaste como preferidos a los que
en nuestro mundo eran excluidos. No bastaba una advertencia oficial ni una corrección, pues
ya te habían llegado muchas a través de nuestros enviados; tú te sentías cada vez más firme y
contagiabas esa actitud a la gente sencilla. Era como una rebelión contra lo más santo, que
fácilmente podía derivar en rebelión política, con el riesgo de una represión romana, pues al
procurador no le gustaban nada los movimientos populares. )Crees que teníamos otra
solución más que condenarte?
—Recordarás que no pronuncié ninguna palabra contra ti durante el proceso —intenté
explicarle—, sé que sufriste una tensión entre las exigencias del cargo y las de tu conciencia;
detrás de vuestro empeño por lograr la condena legal a toda costa estaban vuestras raíces
religiosas. Eso siempre me mereció respeto, porque compartíamos las raíces, aunque no los
frutos. Hasta es posible que tú solo no me hubieses condenado. Pero has de admitir, Caifás,
que os guiaron, a ti y los demás sanedritas, otros motivos más personales. )Cuánto te influyó
tu suegro Anás?
A mis raíces corresponde una religión conflictiva o, más exacto, una manera
conflictiva de predicarla o vivirla. La religión cristiana se vuelve conflictiva con otras
religiones, conflictiva con algunos intereses sociales, conflictiva con todo y todos los
que pretenden vivir de otra manera. Es una conflictividad interior, como si ya no
dejase nunca tranquilos a los que me siguen. La mayor conflictividad viene de la cruz
y la puse como exigencia fundamental de mis seguidores.
La sangre cristiana era una marca condenatoria en aquella familia. Y pensé: )No será
también una marca de salvación?
Y pensé más: la sangre de los mártires fecunda nuevos cristianos; de hecho, las
comunidades auyentadas de Jerusalén por la persecución se convirtieron en los
primeros misioneros, fueron generadoras de más comunidades en otro lugar.
JUDAS, EL MISTERIO DE UNA TRAICIÓN
Judas ha quedado de tal manera incrustado en mi vida que no serían posibles mis
memorias sin un encuentro especial con él. Tal vez alguno piense que ese encuentro me
resulta molesto, que lo hago por exigencias del guión; os aseguro que no, lo hago muy
gustoso, una de mis mayores frustraciones es no haberle podido encontrar de nuevo después
de la resurrección, donde los demás, con los demás, incluso aparte.
Aquí van algunos detalles de este encuentro, que se celebró en el *Campo del
Alfarero+. No le pareció mal el lugar, cuando le cité allí, porque ese campo, de donde se
sacaba una buena arcilla para la alfarería, había sido comprado con las monedas que le
pagaron por entregarme y que él devolvió a las autoridades del templo, y ahora estaba
dedicado a cementerio para forasteros, por lo que algunos lo llamaban *Campo de Sangre+. A
Judas le parecía que era un buen servicio social y le daba la sensación de que eso aliviaba en
algo su culpa. Él prefería seguir llamándolo *Campo del Alfarero+. La cita en ese lugar
significaba que yo reconocía que no se aprovechó de aquel maldito dinero y que hasta el
maldito dinero se había transformado en un buen servicio.
Más que la traición en sí misma, me interesa la historia que lleva a ella. Toda traición,
una vez realizada, provoca rechazo, pero vuelve a repetirse fácilmente, porque se rechaza la
traición ajena pero no en la historia que la produce, que se puede estar viviendo ya sin darse
cuenta.
—)Quieres que juzguemos juntos el proceso de tu traición? —le pregunto.
—Sí —me responde con tono dolorido, pero sincero, como si él mismo estuviese interesado
en conocer aquellos intrincados mecanismos que le llevaron a hacer lo que nunca había
imaginado.
Es claro que lo primero en su vida no fue la traición, no nació traidor, como si se
tratase de un trágico destino más allá de su voluntad; lo primero fue la elección, le elegí
como uno de los Doce, y aceptó gustoso y siguió ilusionado. El trágico final no tiene por qué
anular el gozoso principio.
Es muy difícil precisar en qué momento empieza un proceso de apartamiento, que
puede ser tan sutil que uno mismo no lo percibe.
—)Recuerdas mi discurso en la sinagoga de Cafarnaún, después de la multiplicación de los
panes, cuando hablé de que había que comer mi carne y beber mi sangre? *Es un lenguaje
duro, que no se puede escuchar+, decíais. De hecho, muchos discípulos, escandalizados, me
abandonaron.
Judas queda pensativo. Él fue uno de los que hicieron ese comentario. Pero más que
las extrañas palabras, lo que le inquietó fue mi actitud huidiza ante el entusiasmo popular por
la multiplicación de panes; rechazando ese homenaje popular, el triunfo prometido no
llegaría nunca. Sí, entonces empezó su crisis, que era crisis de esperanza más que de fe; aquel
extraño empeño mío por huir de todo lo triunfal rompía sus esperanzas. A pesar de todo, no
me abandona entonces, aún le queda afecto y un resto de fidelidad y una leve esperanza de
que las cosas cambien más adelante.
Estos sentimientos interiores de decepción siguen su curso y, un buen día, estallan.
Sucedió en Betania, en la cena que nos ofreció Simón, ante el despilfarro de María
derramando su carísimo perfume sobre mis pies.
—Allí —le recordé— criticaste o comentaste en voz alta el despilfarro y te apoyaste además
en una razón que hacía mella en los oyentes: es mejor usar ese dinero en favor de los pobres.
Con ese argumento me pusiste muy difícil la defensa de aquella mujer regenerada de su
pecado. )De verdad hiciste aquella crítica por defender a los pobres?
—)No pensarás tú también que yo era ladrón? —replica airado.
—No. Pero tampoco creo que tu crítica en voz alta fuese por los pobres ni por la actitud
escandalosa de la mujer ni por el dinero, sino por mí. Es a mí a quien querías criticar. No te
gustaban mis caminos, tú querías otros más triunfales.
Judas no responde. Ya él había notado que yo conocía sus intenciones secretas,
aunque prefería imaginarse que no. De hecho, en la cena última, ante mi anuncio de que allí
había un traidor, no tuvo otra manera de disimilar que unirse a todos para preguntarme:
*)acaso soy yo, Señor?+.
Fue largo el proceso de esa traición, pero siempre el punto central eran mis caminos,
mis modos, más que mi persona. En esto Judas no era original, los demás discípulos lo
sentían igual, pero en ellos el amor hizo que siguieran fiándose de mí, a pesar de las
incomprensiones, mientras que en él fue creciendo la tensión con la esperanza de que un día
quebrase mi voluntad y cambiase de actitud; pero, cuando nada se rompió por mi parte, tuvo
que romperse por la suya. Judas acepta mi reflexión.
Sigue pensando, inquieto, como si su traición aún guardase secretos que desconoce.
Se lo hago ver y me dice:
—Me hacen dudar de mí mismo. Todo el mundo dice que soy traidor y ladrón.
—)Y...?
—Ladrón no soy, tampoco...
No se atrevió a completar que tampoco se sentía traidor, porque la evidencia de los
hechos delataba demasiado.
—)Quieres decir —le ayudé— que, más que traidor, eres un decepcionado?
—Sí, exactamente eso —respondió agradecido.
—Sin embargo, tú me entregaste a los enemigos.
—Lo sé. Pero yo me refería a los motivos.
—Efectivamente, Judas, también a mí me preocupan más tus motivos que la traición misma.
Desde mis orígenes llevo dentro a los decepcionados de mí; los que soñaron con el
cristianismo, con alguno de sus movimientos, con un grupo o comunidad, pero la
realidad quedó demasiado lejos del sueño; los que soñaron con sentirme siempre muy
dentro, pero no me sienten; los que pidieron con todas sus fuerzas, pero nada
lograron; los que oyen a muchos proclamarse cristianos, pero su vida les contradice...
No son perversos, no; son solo decepcionados.
No fue la avaricia, pues no hay ninguna proporción entre tan enorme traición y el pequeño
precio de treinta monedas que, además, devolvió; puesto a poner precio a mi vida, lo podía
haber exigido mucho más alto. Sin embargo, el dinero sí estuvo presente en la traición, tuvo
cierta forma de transacción monetaria...
No fue la envidia por no sentirse suficientemente apreciado por los compañeros, yo
no constaté nunca este menosprecio, o por no ser apreciado por mí, al contrario, le llamé y le
confié la pequeña economía del grupo, lo que significaba, cuando menos, un poco más de
confianza. Sin embargo, las relaciones humanas frecuentemente se debilitan y hasta se
enemistan por reacciones psicológicas extrañas, vulgares, no corregidas y quizá ni siquiera
descubiertas. Muchas veces me pregunté: )no está cómodo Judas en el grupo? Esa es la
sensación que me dan muchos hermanos, no están cómodos unos con otros, tienen roces,
tensiones, desconfianzas, se molestan. En este ambiente es fácil que nazcan algunas
traiciones.
No fue el orgullo, porque quisiese tomar el mando del grupo, en ningún momento
pretendió desplazarme a mí ni mostró oposición a Pedro, que ya empezaba a cumplir esta
función. Respetaba los cargos, aunque no estuviesen expresamente nombrados. Sin embargo,
el orgullo ha fomentado muchas traiciones en los grupos, sobre todo cuando hay perspectivas
de ascender y cuando aparecen puestos que pueden ser ocupados por varios; las competencias
no se mueven siempre por un afán profesional, sino también por orgullo.
No fue por motivos políticos, porque estuviese en desacuerdo total con la dominación
extranjera y quisiese resolverla revolucionariamente con las armas y un fuerte levantamiento
popular, como los celotes. Sin embargo, muchos en nuestro tiempo pensaban así; y si no
encontraban más seguidores era por temor a las represalias romanas, no por falta de ganas. )
Quién podría contar las traiciones que se han cometido por motivos políticos, tanto en los
sistemas dictatoriales como democráticos?
No fue solo la decepción porque yo no fuese o hiciese lo que él quería. En algún
momento, la decepción fue más fuerte, como cuando resolví la cuestión que me plantearon
sobre el pago del tributo diciendo que había que dar al César lo que es del César; hubiese
preferido escucharme que al César no había que darle nada. Una decepción justificaría un
abandono, una crítica fuerte, pero nada más; Judas fue mucho más allá de la decepción. Pero
las decepciones personales también provocan muchas traiciones; hay decepciones que se
convierten e repulsa del otro y hasta en venganzas.
No fue solo una cuestión religiosa, una reacción contra mis fuertes exigencias
espirituales, lo que normalmente tampoco lleva tan lejos, y menos a un seguidor; ni se redujo
tampoco a las consecuencias sociales de aquel planteamiento religioso, lo que influyó más en
las autoridades que en el discípulo traidor. Los discípulos creían en una llegada inminente y
hasta fulminante del anunciado reino de Dios, y esto les hacía soñar en situaciones
privilegiadas, especialmente a algunos, quizá Judas el que más; como nada de eso sucede, y
como no puede forzarme a que sea así, decide provocarme metiéndome en la fortaleza misma
de mis adversarios (como hizo en su día Sansón), con la esperanza de que Dios intervenga
para salvar a su Mesías; quizá llegó a pensar que yo mismo, sometido a encarcelamiento, me
vería obligado a una acción brillante y hasta forzaría a Dios para ello. )Demasiado
enrevesado? Así son nuestros mecanismos psicológicos y religiosos. Un resorte psicológico,
fortalecido con una motivación religiosa radical, puede llevar a las más extremas decisiones,
hasta la de quitarse la vida uno mismo y a los compañeros de grupo. En el fondo, a Judas le
movieron dos actitudes religiosas frecuentes: querer forzar a Dios para que haga las cosas
que las personas quieren; el hombre siempre cae en la tentación de poner a Dios a su servicio,
y, además, el rechazo frontal a cualquier forma de cruz como medio para el reino de Dios.
Con esta reflexión quiero decir que no fui traicionado por una causa concreta, sino
por el conjunto de causas que más comúnmente producen las traiciones humanas. Quiero
decir también que mi caso no fue único, sino uno más en la impetuosa corriente de traiciones
que invaden la sociedad. Ni Judas fue original como traidor ni yo lo fui como víctima ni lo
fueron los motivos. Los mecanismos normales de las traiciones humanas son los que allí
actuaron. En estos mecanismos se mezcla lo psicológico, lo social y lo religioso. Al
encarnarme en la naturaleza humana y en la realidad social, me encarné también en sus
mecanismos y sufrí sus consecuencias. La validez y grandeza de mi parte divina no se
mostraba evitando toda traición sino viviendo el amor a su través, no eliminando la muerte
crucificada sino salvando a través de ella, no maniatando a los traidores sino dejándome
maniatar para descubrirles que el amor de Dios, y el verdadero amor humano no se deja
maniatar nunca.
Otra vez descubro que mis raíces son las comunes de las personas humanas. También
estas traiciones y, sobre todo, sus motivaciones me acercan a los hombres; si me
hubiese visto libre de ellas, si no me hubiesen alcanzado, algo le faltaría a mi persona.
En definitiva, sigo siendo traicionado por seguir siendo persona humana. Pero
también es verdad que, puesto que las causas de la traición son las de todos los
hombres, el fruto salvador logrado a través de esa traición ha de alcanzar también a
todos.
En mis memorias aparece pujante la fuerza del Espíritu. Pero también aparece la
fuerza del maligno, que ya no se centra en mí, como durante los días del desierto, sino
en los míos. Es sutil y ladino, llega a poseer a muchos sin que se den cuenta de que
están poseídos. Judas encabeza la lista de los dominados y poseídos.
Impresiones de Judas
Cuando empezó a hablar me contó que la impresión que más le afectó es que yo sabía de
antemano lo que iba a sucederle. Esperaba una reacción de extrañeza por mi parte y, sin
embargo, le recibí con bastante normalidad y hasta con afectuosidad, a pesar de mis palabras
de reconvención, como si aquello no me hubiese sorprendido.
Esto le producía una sensación molesta, como la de estar realizando un guión ya
escrito, como si fuese juguete de alguien. )De mí? No, yo no habría escrito jamás ese guión.
)De Satanás? La idea le asustó, pero no pudo rechazarla del todo. De cualquier manera, él
hacía libremente las cosas; (no, no era esclavo de nadie, ni de mí ni de Satanás! Prefería
sentirse culpable siendo libre, que ser inocente sin libertad. Se acusó a sí mismo con tal de
mantener su libertad. Nadie le forzaba, él hacía aquello libremente. Solo que si alguien le
hubiese preguntado qué es lo que hacía, )lo habría sabido explicar?
Incluso le pareció que yo conocía el sentido de lo que sucedía, como si la desgracia
fuese un previo para algo mucho mejor. Su primera reacción ante esta sensación fue pensar: )
será verdad que, al fin, va a reaccionar? )está esperando al ultimísimo momento para
demostrar lo que es? )qué carta secreta guarda en su manga? Pero rápidamente se dio cuenta
de que yo no guardaba ninguna carta, él me había convertido en una víctima irrecuperable.
Sin embargo, yo no actuaba como víctima total, mantenía una dignidad superior a todos
como si me guiase una visión desconocida.
Ahora, cuando ya todo ha sucedido, se pregunta si también él fue un instrumento de
Dios. Todo lo que sucedió entonces le rebasa; )cómo puede uno ser, a la vez, instrumento de
Dios y de Satanás? Pues esa es la sensación que él tiene; por eso siente que es una persona
dividida, absorbida por el misterio.
Al final se queda más tranquilo cuando le digo que, a pesar de su enorme culpa,
también él ha colaborado a que se realicen los planes de Dios, también de él se puede decir
que actuó *según las Escrituras+.
De repente, como quien acaba de abrir la ventana del misterio, me pregunta:
—)Puede servir para algo positivo el pecado?
La pregunta indica que Judas ya está saliendo de su pecado, que quiere salir, que
necesita saber si su pecado, ya que no se puede borrar, sirve solo para la condenación o
también para algo positivo.
—Mira, Judas, recordarás que, en varias ocasiones, yo os hablé de mi condena y de mi pasión
y de mi cruz...
—Lo recuerdo, Señor, porque me repelía, me enfurecía contra ti por decir esas cosas, porque
eso suponía que tú no llegarías nunca a ser lo que todos queríamos que fueses.
—Pero yo os lo seguía diciendo. Y además os decía que *era necesario+, que todo sucedería
*según las Escrituras+..., es decir, que todo estaba incluido en el plan de salvación de Dios.
—Perdona, Señor, pero sigo sin entenderlo ahora que me lo repites. )Cómo puede Dios...?
—Ese es tu mayor problema, Judas —le interrumpo—, que quieres imponerle a Dios tus
caminos. )Que si tu pecado puede servir para algo positivo? Al menos, para que mis
predicciones se cumplan y para que sepas que yo tenía razón; y, si tenía razón al hablar de
esta muerte, también la tenía al hablar de la resurrección. Y sirve para demostrar que el amor
de Dios no se paraliza ni por un pecado como el tuyo; al contrario, brilla y se manifiesta más.
Si tú no me hubieses traicionado, algo le faltaría al amor del Padre para hacerse creíble en
todas las circunstancias. Amigo Judas, aunque traidor, tú también has servido a la revelación
de Dios.
Aquí me despedí de Judas, discípulo, traidor y amigo, saliendo del Campo del
Alfarero. Pero yo seguí con una última reflexión sobre él.
Recuerdo haber dicho de él que *más le valdría no haber nacido+; lo dije como un
desahogo, no como una sentencia, nunca pronuncié una sentencia de condenación eterna
contra nadie, aunque muchas veces advertí de ese riesgo. A Judas lo llevaba muy dentro de
mí, tan dentro que nunca lo saqué del todo, por eso me hacía sufrir y lamentaba su situación,
como muchas madres lamentan la situación de sus hijos, pero sin arrancarlos de sus vidas.
Es una cuestión de enorme importancia para el reino de Dios. )Podría haber reino,
podría llegar la felicidad plena y eterna, si algunos quedasen definitivamente condenados y
atormentados? Después de predicar esa posibilidad, yo mismo me asusto de pensarla.
Ninguna persona será plenamente persona si no sigue su libertad hasta el final; pero tampoco
el Padre se sentirá plenamente padre si le falta alguno.
Me estoy desahogando, solo esto. Ni pronuncio sentencias ni aclaro los misterios,
tampoco los niego, y menos en unas memorias a base encuentros personales. Baste esto y
asegurar que mis palabras no pretenden infundir miedo sino estímulo.
Comprendo su final suicida, no sé si también de desesperación, aunque lamento que
haya sido agrandado por los narradores, como símbolo de *el malo+; como esas
representaciones populares en que se celebra *la quema del Judas+, después de haber
mantenido su monigote colgado durante todo el día en la plaza del pueblo. Después de una
sentida celebración de la semana santa, (cómo me duele esa quema!
)Que, al final, no aguantó su propia traición y las trágicas consecuencias de ella
derivadas y que terminó arrebatándose la vida? Lamento ese final y que no estuviese con los
compañeros cuando las apariciones, estoy seguro de que habría sido bien acogido por ellos.
Después de todo, lo que más lamento no es la traición para entregarme sino la traición a la
confianza con que le esperaba después de resucitado. Os puedo asegurar que, si su traición
puede tener atenuantes de la responsabilidad, mi confianza no tiene ningún atenuante, yo
confío siempre en el amor infinito del Padre. Entre mi confianza y mi lamento llegó el final
de Judas. )No creéis que, si hubiese aguantado un poco más la vida, habría vuelto a mí y a
los compañeros al enterarse de la resurrección?
PILATO, EL JUEZ ROMANO MOTIVADO POR EL TRIBUNAL
JUDÍO
Mi encuentro con Pilato sucede en Vienne, la villa sobre el Ródano, donde fue
desterrado por Calígula después de mi ejecución, no precisamente por este motivo, sino
porque sus súbditos de Judea se quejaron repetidamente al emperador contra él; muerto ya su
valedor Sejano, las quejas son más eficaces, se le acaban las defensas; su último ataque fué
contra unos samaritanos congregados por un iluminado en el monte Garizim para descubrir
los vasos sagrados que Moisés había enterrado en la montaña sagrada, allí el intolerante
Pilato atacó al pacífico grupo, encarceló a algunos y mató a otros; las quejas llegaron al
legado de Siria y, desde éste, al emperador que, por fin, lo destituye y destierra.
Ahora es muy diferente del que yo conocí en el pretorio. Vive con una extraña
tristeza, fomentada y aliviada a la vez por mi recuerdo y por un permanente interrogante: )
era verdad lo del dios nazareno?
Empieza quejándose, aunque no demasiado, de su destierro. Me comenta que fué la
desconfianza y quejas del pueblo judío hacia sus propios gobernantes la que llevó a los
procuradores romanos a aquella tierra. A la muerte de Herodes el Grande, Arquelao heredó el
gobierno de Judea, Samaria e Idumea, pero su gobierno de abusos molestó por igual a los
judíos y a los samaritanos, que extrañamente se pusieron de acuerdo para quejarse a Roma,
que decidió reforzar su posición allá mediante un gobernador o procurador directo; además
así controlarían mejor el peligro de los poderosos partos situados al oriente, que tiempo atrás
habían infringido a Roma un humillante castigo en Carres, aniquilando siete de sus legiones.
Pilato era el cuarto gobernador romano y su actitud se había complicado bastante, quizá
porque fue nombrado por recomendación de su amigo Sejano, jefe de la poderosa Guardia
Pretoriana (encargada de la defensa de Roma) y el hombre más influyente del imperio en ese
momento; Sejano era decidido antijudío y Pilato trajo esta antipatía consigo y el encargo de
mantener a raya a tan rebelde pueblo. Aunque residía en la benigna Cesarea, junto al mar,
como sus predecesores, mantenía permanentemente un contingente de soldados en la ciudad
y acudía allí todas las pascuas con otro contingente de refuerzo.
Me cuenta todo esto para dejar claro el terreno, dice, pero yo creo que es para
empezar con algún justificante, que no le será fácil conforme avance la conversación.
(Aquella lucha permanente entre Roma y Jerusalén! (Aquel odio entre el grande y el
pequeño!
(Aquella rebelión del oprimido contra el opresor!
(Aquella dificultad de convivencia entre el pueblo de Dios y el Imperio civil y militar!
(Aquella mezcla de oposición y connivencia entre los de arriba a costa del pueblo
sencillo!
La historia de Pilato, tan conocida en nuestro pueblo y que él me recuerda, refleja esta
situación de dos pueblos, que se repite permanentemente en otros muchos, como si fuese
imposible superar. En medio de esa historia me arrojó el Padre, con la misión de reconciliarla
para salvarla. Pero la reconciliación solo podía lograrse convirtiéndome también a mí en
víctima, una más. Con el agravante de que quien quiere reconciliar a dos enemigos con
frecuencia lo que logra es que los dos se unan para eliminarle a él.
Como judío de raza y de religión, en mis memorias queda incorporada esta lucha del
pueblo judío por lo suyo frente a ataques que vienen de fuera, de otros pueblos y
razas. Quedan incorporadas esas luchas cuando es víctima y cuando es causante de
ellas.
Quedan incorporadas todas las luchas del pueblo pequeño contra el grande, que
llenan la historia.
Y quedan incorporadas todas las controversias por motivos de imágenes o símbolos
religiosos, entendidos como identificación de un grupo.
—)Recuerdas, Pilato, cuándo fue nuestro primer encuentro personal? —le pregunto directo.
—Al alba de un viernes del 14 de nisán —responde decidido—. Era un día normal para mí,
uno de los pocos que yo pasaba en Jerusalén, durante las fiestas pascuales, para vigilar los
posibles motines entre el público. Nunca imaginé lo grabado que para siempre iba a
quedarme ese día.
—Aquellos hechos quedaron grabados para siempre en tu vida y en la mía; ni tú ni yo
seríamos lo mismo sin lo que aquel día sucedió. )Comprendes cuánto nos debemos el uno al
otro?
Pilato se sorprende de esta pregunta amistosa, casi confidencial, porque esperaba un
terrible alegato contra él, está acostumbrado a que siempre sea así. Se suavizan sus gestos y
me mira de una manera muy distinta a como me miró aquel día.
—No hablemos de los hechos, que nadie podrá borrar —le dije—, sino de nuestros
sentimientos. )Qué sentimos al encontrarnos cara a cara?
Pilato, por su oficio político, está acostumbrado a esconder sus sentimientos, como si
fuese una debilidad sacarlos a luz pública. Solo con su esposa Claudia Prócula los manifiesta
en la intimidad. Sin embargo, últimamente, por la edad y por el destierro, da más valor a los
sentimientos y no los esconde. Un buen síntoma es que él me lo reconozca así y que se
manifieste dispuesto a la comunicación que le pido.
—Mi primera sensación aquel amanecer del viernes —empieza—, cuando te trajeron a mi
pretorio, fue de malestar y de desprecio. (Otra vez los judíos con sus disensiones! Me
molestabas solo porque se trataba de un asunto judío.
—Nunca disimulaste ese malestar.
—Siempre habéis sido un pueblo rebelde y...—Se retuvo y no pronunció la palabra
*despreciable+, con la que muchos romanos se referían a nosotros—. Me molestó también
que se negasen a entrar en mi patio para no contaminarse y poder celebrar por la noche su
famosa cena pascual. )Qué tenía mi patio? )Que era pagano? )No estaba mi palacio unido al
templo donde había un *patio de los gentiles+ y allí entraban todos? )No habían entrado otras
veces para reclamarme algo o congraciarse conmigo?
Aún ahora el tema le enciende. No le replico porque podría derivar en violenta
discusión; su odio a los judíos ha aumentado porque, debido a ellos, ahora se encuentra en el
destierro. (Qué pueblo! Siempre quejándose. Primero solicitan a Roma que les envíe un
gobernador y luego solicitan que lo destierre. Se le leen los pensamientos en los pliegues del
entrecejo.
—Cuando, para evitar enfrentamientos a esa hora temprana —continuó—, crucé mi pretorio
y salí al patio de fuera, vi a los sanedritas y a los guardias que te mantenían atado. En el
primer momento solo les vi a ellos y hasta me pareció descubrir una sonrisa irónica, oculta,
claro está, por haberme obligado a salir del lugar donde siempre administraba justicia.
Entonces te vi a ti. Y entonces tuve dos sentimientos. Uno de sorpresa: )por tan poca cosa? )
por algo tan insignificante me molestan? Y otro de intriga: )qué hay aquí para que los
sanedritas en persona vengan a acusarlo?
Se recogió un momento en sus propios recuerdos. Y luego continuó, como
excusándose:
—No te molestes, Nazareno. En el primer momento, para mí eras solo un judío sin
identificar. Pero rápidamente caí en la cuenta de que ya había oído hablar de ti, sobre todo de
tu entrada pretendidamente triunfal en la ciudad pocos días antes, montado sobre un pollino y
aclamado por tu grupo de galileos. Esas manifestaciones siempre me inquietaban, pero me
tranquilicé cuando me dijeron que tú no les dabas ningún sentido político, sino religioso. Y,
de pronto, tuve una sensación de simpatía hacia ti.
—)Por qué? —pregunté curioso.
—Porque días antes habías sido capaz de enfrentarte al grupo de comerciantes abusadores
que Anás tenía montado en el Templo. La verdad es que ese comercio a mí no me molestaba,
porque algo llegaba a nosotros en forma de tributos. Pero me alegré, aunque no pude
manifestarlo en público, de que un desconocido pudiese enfrentarse al poder y abuso de
aquellos saduceos.
Pilato no trata de congraciarse conmigo, habla con sinceridad. De todas maneras, el
hecho de que un día tan significativo empezase con un conflicto en el que estaban implicadas
las máximas autoridades no le gustaba nada; rápidamente intuyó que allí había algo más
importante de lo que a primera vista parecía. Reprimió sus sentimientos personales y tomó la
actitud recelosa del gobernante. Yo acababa de convertirme en un *caso+ extraño, en el que lo
más importante era lo que escondían los acusadores.
El procurador se ha vuelto locuaz y sigue hablando sin que yo le estimule:
—Me dijeron que ya ellos te habían juzgado y condenado por blasfemia; ante mi mirada
indiferente por semejante delito, pues judicialmente no me interesaban nada sus cuestiones
religiosas, añadieron que te traían a mí porque incitabas a no pagar los tributos y, además, y
lo recalcaron, porque querías hacerte rey.
Sentimientos de inquietud
(Eso sí que era serio! Al margen de lo que hubiese de verdad o de táctica calculada, un
gobernador romano jamás podía menospreciar esa acusación. Pretender convertirse en rey o
jefe de un grupo rebelde era un crimen de *lesa majestad+ que, si no lo reprimía seriamente,
se volvería contra él en una acusación ante Tiberio, como acababan de amenazarle. De golpe
su atención se fijó en mí. Nada en mi persona demostraba aquello de lo que me acusaban,
pero pensó que mi llamativa entrada en la ciudad y la expulsión de los mercaderes del
Templo no era posible sin un manifiesto poder personal y sin un apoyo popular; por lo visto
ni los guardias del templo pudieron actuar contra mí.
—Has dicho —continuó— que no íbamos a hablar del proceso, ya conocido de todos, sino de
nuestros sentimientos. Pues bien, a partir de ese momento, mis sentimientos hacia ti fueron
una extraña mezcla cambiante, variaban por momentos, me atraían y me repelían. Si al llegar
me resultaste simpático porque molestabas a los sanedritas, luego me resultaste tan
sospechoso como ellos. Continuaba teniendo un innato sentido de la justicia, sobre todo
cuando actuaba en público, por eso no podía condenar sin pruebas, los abusos quedaban para
el terreno privado; tampoco quería hacer nada a favor de aquellos acusadores que tanto me
repelían. Y empecé a fijarme en ti, primero para interrogarte, luego para sorprenderme por tu
falta de defensa, por tu aparente dignidad, porque me resultaba difícil entenderla.
Me dice que llegó a despreciarme porque yo no reconocía su poder para condenarme
o liberarme, )cómo un judío despreciable no reconocía ese derecho del poder romano? Al
mismo tiempo se sentía intrigado porque en mí no había arrogancia. Llegó un momento en
que sintió irritación contra mí, porque yo era un asunto puramente judío y me estaban
obligando a tomarlo como un serio problema romano. Y terminó molesto contra sí mismo
por no haber hecho caso antes de aquel par de rumores que le llegaron sobre el desconocido
Nazareno. La molestia perduró durante todo el proceso y, contra lo que suponía, también
después.
Mientras hablaba, parecía no darse cuenta de que yo no decía nada, pero sí era muy
consciente de mi presencia; igual que en el proceso. No hablaba solo por desahogarse, sino
para justificarse ante mí, no ante la ley ni ante la sociedad, que ya habían dictaminado
suficientemente sobre él. Yo había querido abrir la puerta de los sentimientos, y él, tan parco
en ese tema, lo aprovechaba. Y continuó.
—Recuerdo tres momentos de un sentimiento favorable a ti. El primero fue el de la soledad
en que te encontrabas. Eras judío y, por lo que decían, habías sido capaz de entusiasmar a las
gentes, pero nadie allí te defendía, ninguno de tus seguidores estaba contigo. (Qué solo
estabas, Nazareno!)Que por qué me afectó este sentimiento? Porque lo mismo me pasaba a
mí, no me abandonaban los míos, al contrario, me adulaban, pero estaba solo; con tal de
poder ocupar mi puesto, cualquiera de aquellos adularadores estaría dispuesto a clavarme un
puñal. Incluso en esos días empezaba a sentir la soledad de mi protector Sejano, me llegaban
signos inquietantes sobre su futuro. Allí estábamos, enfrentados sin sentido, de manera que
solo uno de los dos podía quedar vivo, y nadie de los presentes nos comprendía. Ni a ti ni a
mí. No sabes, Nazareno, cuánta soledad he sufrido en mi vida. Por eso percibo tan bien a los
que sufren esta enfermedad.
Yo también siento su soledad, entonces en el pretorio, y ahora en su villa de destierro.
Sólo que a mí me consolaba el Padre, pero a él, )qué dios le podía consolar? Aquel día oré al
Padre para que le admitiese también en su seno amoroso. Debido a esta soledad, ahora
hablaba con tanta soltura, simplemente porque yo le escuchaba.
—El otro momento de especial simpatía —continuó— fue cuando mi esposa Claudia me
envió un recado, en pleno proceso, diciéndome que no me metiese contigo, que eras un
hombre justo; así lo acababa de ver ella en un sueño, recuerda que estábamos al amanecer;
seguro que mi esposa se había levantado temprano solo para enviarme ese recado. Mi esposa
era la única persona que compensaba mi soledad. Ella era naturalmente más religiosa que yo,
y en Cesarea del mar, donde residíamos, mostraba interés por las creencias judías, como las
habría mostrado en cualquier otro lugar. )Acaso sabe del Nazareno algo que yo desconozco?,
me pregunté. No solía comunicarme esas inquietudes porque me resbalaban. En decisiones
judiciales ella nunca intervenía, pero su recado tenía tono de súplica y de angustia. Solo por
esos sentimientos de mi esposa, hubiese deseado liberarte en ese momento. Pero seguía
resonándome la acusación de que eras un agitador y que lo venías haciendo ya de tiempo
atrás. El juicio tenía que seguir, aunque ya empezaba a entrever que poco podría hacer por ti.
Lo más emotivo del relato fue, sin duda, la referencia a su esposa, muerta poco antes,
lo que ahondó más su soledad, ahora no de gobernante, sino de desterrado; está claro que
solo el amor puede cambiar a las personas; al final, de aquellos años lo único bueno que le
quedaba era el amor de su esposa. Se humanizaba al desahogarse y notaba un creciente
interés por acercarse a mí, como si esta confesión pudiese cambiar la historia real del antiguo
encuentro. Aún no había dicho todo, su pausa era para recuperar aquellos sentimientos tan
contradictorios.
—Y otro punto que me atrajo de ti fue tu silencio. Me molestó, porque no temías mi poder y
yo siempre quise que todos reconociesen mi poder, aunque fuese por temor. Pero no te
mostraste arrogante ni altivo. Era el primer reo que no me suplicaba clemencia, que no se
humillaba servilmente con tal de conmoverme. Callaste cuando te invité a defenderte y,
cuando te recordé que yo tenía poder para condenarte o salvarte, solo me recordaste que mi
poder no venía de mí, sino de otro que estaba más arriba, y me pareció que no te referías solo
al emperador. Te diste cuenta de que mi poder para salvarte o condenarte no era tan real
como proclamaba, también yo estaba sujeto a la autoridad del emperador y, lo que era peor, a
la presión de aquellos tenaces sanedritas que no querían soltar tu presa. )Me creerás si te digo
que por un momento pensé que yo estaba tan prisionero como tú? Nos unía también este
punto, que los dos estábamos sujetos a aquellos malditos sanedritas y a otro poder superior,
que en tu caso no podía entrever, pero admiraba.
Respiró hondo, expiró lenta y descansadamente y concluyó:
—Bueno, Nazareno, creo que te he comunicado mis sentimientos de aquel día.
—)Y el temor a los dioses? —le pregunté, como si olvidase algo.
Sí, acababa de tocar otra tecla sensible. Nunca creyó mucho en los dioses, pero aquel
día le molestaron. Porque el gran jaleo y las inmensas consecuencias de aquel caso tan
pequeño no se pueden explicar si los dioses no andan de por medio. Sí, lo había pensado,
pero en ese terreno se perdía y lo dejaba de lado. No obstante, algún miedo seguía agazapado
en su interior. En el proceso fue una idea fugaz, pero luego lo ha pensado de vez en cuando.
Si, como advertía alguien en Roma, los dioses podían morir *por la negligencia de los
ciudadanos+, él era uno de esos negligentes. Lo extraño era que lo que más vueltas le daba en
la cabeza no eran sus dioses romanos sino lo que podía tener de dios aquel Nazareno de
Judea.
—Ya sé que en esto soy muy diferente a ti —concluyó—. Pero te puedo asegurar que los
dioses, cuando se duda, son más inquietantes que cuando se cree. Nosotros respetábamos los
dioses y religiones de todos los pueblos dominados; pero el Dios de Israel parecía el más
rebelde, se empeñaba en ser exclusivo, no compartía la divinidad con ningún otro, ni siquiera
con el emperador, y además se llevaba muchos tributos que hubieran correspondido al
Imperio. Tú no tenías nada que ver con aquel único Dios de Israel, no dabas la imagen ni de
rey humano ni divino; si tenías algo de rey, estaba tan oculto que hasta los tuyos te
rechazaban solo por pretenderlo. Compréndelo, Nazareno, )quién podía entenderte?
Cuando terminó de hablar, quedó como desahogado, ya no le quedaba nada importante que
justificar ante mí. Le dejé disfrutar durante unos momentos de su descanso psicológico y le
repliqué:
—Mira, Pilato, me has contado tus sentimientos de entonces como los vives ahora. Pero
entonces esos sentimientos estaban mezclados con otros de ambición personal, de repulsa y,
al mismo tiempo, de connivencia con los sanedritas, porque no querías enfrentarte
excesivamente a ellos por un desconocido galileo como yo; en el fondo, a pesar de los
sentimientos que has manifestado, yo terminaba siendo una moneda de intercambio en tu
relación con los sanedritas y también con Herodes. Aquel lavarte las manos en público no era
más que rechazar la responsabilidad en una sentencia que tú mismo dictabas, era una
componenda, querías estar en contra de los judíos pero no demasiado, querías estar a mi
favor pero te negabas a ponerme en libertad, querías congraciarte al mismo tiempo con los
inocentes y con los culpables.
Vuelve el desasosiego a su rostro. Le digo que creo toda su confesión, pero que hay
algo más en su propia persona que le cuesta reconocer, es la deformación de la autoridad
total, incluso cuando ya no la tiene. Cuando la autoridad se endiosa, actúa como los dioses
imaginarios; dominan a la gente desde su inexistencia, imponen rígidamente sus caprichos,
nunca se equivocan.
—Tú, Poncio Pilato, no crees en los dioses porque te endiosaste a ti mismo. Pero, ya ves, el
dios de tu autoridad ya murió y no te queda nada.
Debió notar, por mi tono, que yo no le estaba condenando sino ofreciendo salvación.
Me miró ansioso, algo había en mí que no podía rechazar del todo y que siempre le
sorprendía. )Le estaba ofreciendo una paz personal por parte de otro Dios?
—Me falta contarte otro sentimiento —concluyó él, más confidencialmente—. Con tu
ejecución quedó tranquila la ciudad, no aparecía ya sombra de ninguna rebelión y yo me
volví a Cesarea. Poco después me llegaron las noticias de que tu sepulcro había sido
encontrado vacío y que los discípulos aseguraban haberte visto vivo en diversas
circunstancias. Te he de confesar que mi primera reacción fue de satisfacción burlesca por
aquellos sanedritas que tanto se empeñaron en tu condena. Pero mi esposa Claudia empezó a
tomar en serio aquellos rumores; yo los rechacé de mi vida y, al conocer mi reacción,
ninguno de los que me rodeaban me los volvió a contar. Pero, por las noches, mi imaginación
seguía dando vueltas con aquello y no podía sacarlo de mi vida. Y así hasta hoy.
Y otro dato. Ninguna persona sola, ningún grupo solo agota toda la responsabilidad
de mi condena. Puesto que soy de todos y para todos, nadie puede acapararme, ni para
defenderme ni para condenarme. Pilato sigue en primer plano para recordar a todos
esa responsabilidad. Nadie puede sentirse excusado de las condenas de los hombres,
aunque sean lejanos.
Para mis memorias este dato tiene un valor positivo. Me recuerda que mi historia y,
por tanto, la historia del reino de Dios se forma con acontecimientos y fechas y
personas concretas. La memoria de todos los que actuaron a mi favor está
representada en María, mi madre, y la memoria de los que actuaron en contra se
representa en Pilato. Es la historia pasada lo que tengo que salvar y la historia futura
lo que tengo que transformar. El credo es bueno, no solo por mantener la fe en mí,
sino también profesa la fe en los demás.
La primera se refiere a unas Cartas apócrifas, aparecidas a partir del siglo VII,
aunque escritas supuestamente poco después de los acontecimientos, *de Poncio Pilatos,
gobernador de Oriente, a Augusto poderosísimo, venerado, divinísimo+. En ella Pilato le dice
al emperador que escribe *presa de gran temor y terror+, acerca de *un hombre llamado Jesús.
Muchas fueron las acusaciones infundadas contra él. Pero no pudieron convencerle de
ninguna manera+. Luego le cuenta muchas de las curaciones y buenas obras que realizó y los
fenómenos extraordianarios que sucedieron en su muerte, como oscurecimiento del sol,
resurrección de difuntos y muerte de muchos judíos que le condenaron, *tragados por las
vorágines... En aquel momento, aterrorizado y fuera de mí por el espanto, ordené que
escribieran todo lo que había ocurrido, y aquí lo tienes, delante de tu Majestad+. Otra carta,
más breve, es una verdadera confesión de fe: *Vivió en aquel tiempo, entre nosotros, un
hombre al que sus discípulos llamaban dios. Realizaba milagros. Muchos lo vieron. Subió a
los cielos, y ahora sus discípulos llevan a cabo maravillas en su nombre. Le llaman dios y
maestro verdadero del camino de la salvación+.
Las *Cartas+ de Pilato ponderan a Jesús, culpabilizan a los judíos, y muestran
asombro y espanto por lo sucedido. Pero Tiberio reacciona violentamente contra él porque, a
pesar de todas sus excusas, condenó a Jesús, cuya consecuencia es que *los dioses han sido
derrocados+. Tiberio, como castigo, manda asesinar y dispersar a los judíos y decapitar a
Pilato. Antes de morir, Pilato ora al Señor pidiendo perdón para él *que obré con ignorancia+,
y para su querida Prócula, a quien *tú le sugeriste que profetizara que debías ser crucificado+.
Lo más llamativo es que, en contra de la reacción de Tiberio, se oye una voz del cielo antes
de que Pilato sea decapitado: *Todas las generaciones y familias de los pueblos te llamarán
beato, Pilato. A través de ti se cumplieron los dichos de los profetas. Tú serás mi testigo,
apareciendo en mi segunda venida, cuando juzgaré a las doce tribus de Israel con aquellos
que reconocieron mi nombre+. Esta voz fue tomada tan en serio por algunos que le
convirtieron en cristiano posteriormente y hasta fue canonizado en la Iglesia abisinia.
Seguidamente me recuerda otra *Leyenda Áurea+, según la cual el emperador
Tiberio, gravemente enfermo, oye hablar de un tal Jesús que en Jerusalén cura las
enfermedades; manda un mensajero a buscarle pero, al llegar, una mujer, Verónica, le
comunica que ha sido crucificado por Pilato; pero que no se preocupe, ella tiene su imagen
en un lienzo y le curará solo con mirarla. La mujer acompaña al mensajero hasta Roma, y
Tiberio, mirando la imagen, se cura y después manda traer a Pilato y asesinarle, cosa que
resulta imposible porque el procurador se presenta vestido con la túnica de Jesús, por lo cual
tiene que empezar desnudándole. Al final, ya desnudado de la túnica salvadora, Pilato
prefiere matarse a sí mismo con un cuchillo.
Pilato no toma en cuenta otras leyendas posteriores, como aquella que asegura que su
sombra aparece cada año sobre el Ródano, donde fue a parar su cadáver de desterrado, con la
túnica que tenía cuando condenó a Jesús, y que el que vea ese espectro morirá durante el año.
Está claro que a Pilato le agradan las primeras leyendas, donde aparece como
partidario de Jesús, aunque no como decidido creyente, y como arrepentido de la parte que le
correspondió ejecutar. Las leyendas dicen que actuó víctima de las circunstancias, que en
aquel momento fue imposible descifrar. Lo tremendo es que esas circunstancias judiciales,
aclaradas por el tiempo, no clarifican mi persona, siguen sin decir inequívocamente quién soy
yo. Pilato admite la barrera del misterio y esos extraños mecanismos que llaman *dioses+,
pero se detiene ante la fe personal; me incluye a mí en ese misterio, también admite que yo
no pertenezco a la categoría de ninguno de sus dioses, pero nada más. )Cómo va a llenar ese
vacío si no es con leyendas?
Inicio esta relación por una escena que recuerdo con mucha viveza. Acababa de
volver de la región de los gerasenos, donde no mucho antes había liberado a un poseso, cuyo
demonio, al ser expulsado, se empeñó en entrar en unos cerdos que se precipitaron por un
acantilado (os lo cuento con el lenguaje de los narradores de entonces); los porqueros de la
zona me exigieron que me alejase de allí y crucé de nuevo el lago hasta la otra orilla, donde
me esperaba un grupo numeroso de gente. Y fue aquí donde, casi simultáneamente,
sucedieron dos escenas que me dejaron marcado.
Primero se acercó un jefe de sinagoga —que normalmente no tenían buena relación
conmigo—, se identificó como Jairo y me rogó que fuese a su casa para salvar a su niña que
estaba a punto de morir; solo me pedía que me llegase a imponerle las manos y me lo pedía
ansiosamente, olvidando lo que sus superiores podían reprocharle por acudir a mí. Imploraba
y suplicaba por aquella niña, no en su condición de mujer, sino porque era hija. Mientras
caminaba para salvarla, pensaba en la situación de aquella niña cuando llegase a la edad
adulta; quedaría limitada a las condiciones sociales de todas las mujeres, ni siquiera podría
hablar en la sinagoga que dirigía su padre y se sentiría obligada a aceptar el esposo que él la
escogiese. Solo por ser aún niña el padre se permitía romper ciertos formulismos en su favor,
pero luego quedaría atada por esos formulismos y nadie se preocuparía de que los rompiese
para volar por su cuenta.
En ese momento, a punto de echar a andar hacia su casa, noté que de golpe había
salido de mí una fuerza especial, una de esas sensaciones que se producían en cualquier
milagro. Esta vez el efecto había sido más simple, nadie parecía haberlo notado, pero yo lo
sentí con intensidad. *Alguien me ha tocado con fe+, pensé, y me volví buscando al
interesado. Hubo un momento de sorpresa y suspense y la descubrí: era una mujer. Confesó
públicamente, con cierto reparo y con gozo, que llevaba doce años largos con pérdidas de
sangre, que había gastado sus ahorros en médicos y curanderos sin ningún resultado, y que
ese día se había acercado a mí pensando: *con solo tocarle, aunque nada más sea la borla de
su manto, me curaré+. Y así había sido. *(Estoy curada! (Curada! Lo siento en mí misma+,
gritaba. Y yo le confirmé que efectivamente yo también había notado que una fuerza especial
salió de mí. La mujer se llamaba Berenice.
Luego la volví a ver esporádicamente entre mis oyentes e incluso entre mis
seguidores; lo hacía con humildad, casi pidiendo perdón por atreverse, como el día en que
tocó mi manto. Era una mujer agradecida, manifestaba claramente su fe en mí, pero su
condición de mujer la reducía socialmente; en ese momento le hubiera gustado ser hombre
para ser uno de mis discípulos.
La mujer en mi sociedad
Las memorias me suscitan de nuevo una sorpresa: )cómo pude pasar años de mi vida
sin protestar contra una situación así? Estos excesos solo se ven de golpe cuando uno
ya está situado en otra época; pero, metido en ese tiempo y costumbres, es difícil
verlos, porque toda la sociedad, civil y religiosa, está estructurada de acuerdo con
ellos, lo que les hace aparecer como normales. Sin la figura de mi madre, aun habría
tardado más tiempo en descubrirlos.
Yo también viví, sin percibirlas, las equivocaciones propias de una época, y solo mis
memorias me lo hacen descubrir del todo con efecto retardado. Esta limitación
femenina llenará de errores la historia del reino y será motivo de acusaciones
despiadadas por parte de los que vienen detrás. La mayor equivocación, sin embargo,
es querer usar los errores de otro tiempo como acusaciones presentes. (Cuántas veces
sufrirá esto mi Iglesia!
Mujeres en mi vida
Mujeres pascuales
Cuando, finalmente, fui condenado a muerte y era llevado a la ejecución, ellas fueron las más
fieles, porque habían asimilado mejor el valor de mi persona y el sentido del reino. No podía
ver bien mientras caminaba con la cabeza doblegada por el madero atado a lo largo de los
brazos, pero percibí los rostros que me miraban con más ternura eran los suyos, mientras
muchos hombres me insultaban y maldecían entre burlas y golpes. Recuerdo un grupo que
lloraba agitadamente y manifestaba su dolor en público, enfrentándose al desprecio oficial;
no pude por menos de hacer una pausa y ayudarlas a descubrir el sentido profundo de lo que
allí estaba pasando.
De pronto, en la calle estrecha y estrechada por las apreturas de la gente, Berenice se
arrancó de la gente y rápidamente, antes de que el soldado la empujase de nuevo hacia el
público, sacó de su bolso el paño que un día se quitó del rostro y me limpió el mío, sudoroso
y ensangrentado.
—Señor... —me dijo, mirándome ansiosamente.
Desde mi terrible dolor solo pude esbozar una mueca de sonrisa para responderle:
—Gracias, mujer...
El tirón del soldado no dio tiempo a más, pero quedé satisfecho de haber podido decir
aquellas dos palabras en alto, en aquel ambiente, en el centro de mi pueblo y de mi religión.
*Gracias+, y a una *mujer+, mientras que los hombres que me habían aplaudido y los que
prometieron seguirme siempre habían desaparecido o estaban escondidos en el anonimato de
la multitud. Luego supe que Berenice guardó aquel paño para siempre y que ella era capaz de
ver allí mi propio rostro y que, cuando un enfermo tenía fe, le enseñaba el paño y le hacía ver
el rostro grabado y que así había logrado varias curaciones.
También junto a la cruz ellas eran las más cercanas, la policía les permitía acercarse
más precisamente por ser mujeres, no les preocupaban tanto; pero yo sabía que estaban allí
por fidelidad, por amor. Allí distinguí, junto a mi madre, a María Magdalena, María la de
Cleofás y la madre de Santiago y José y otras que me habían seguido desde Galilea y que
miraban desde un poco más lejos, porque no les permitían aproximarse y porque estaban
sufriendo el mismo trauma interior, desconcertadas por los acontecimientos.
Seguían siendo las más fieles. Pero no quiero exagerar, también allí estaban algunos
hombres fieles: Simón de Cirene, Juan, José de Arimatea y...algunos discípulos mirando de
lejos, porque no hubiese servido de nada arriesgarse en ese momento. A pesar de todo, el
contraste era claro; mientras el discípulo Judas concierta mi entrega, María Magdalena me
perfuma para la sepultura; mientras Pilato me condena a muerte, su esposa Claudia se
interesa por mi libertad; mientras los sanedritas me condenan e insultan despectivamente,
aquellas mujeres de Jerusalén me acompañan con su llanto; y allí, junto a la cruz, mientras
los discípulos me han abandonado o miran a distancia, ellas están cerca.
Antes de morir, las vi como las mejores representantes del seguimiento, me habían
seguido desde Galilea a Jerusalén, desde la libertad a la cruz, desde el triunfo hasta el fracaso,
desde la vida a la muerte. Los discípulos han quedado distanciados en este seguimiento, se
detuvieron antes de llegar a la cruz, cuando su vista ya la alcanzaba, ellas han seguido hasta
la cruz misma, la aceptan, aunque sea llorando, como parte de mi vida y de mi persona.
Estaba seguro que lo mismo harían ante mi tumba.
En mis memorias quedó recogido que la tarea de mi enterramiento fue obra de varones, hubo
más valentía por su parte al morir que durante el juicio; las mujeres observaban
detenidamente el lugar y las operaciones y guardaron todo en su corazón para volver pronto
al día siguiente, porque ya era tarde y la guardia las dispersó. En ese momento es cuando
Berenice se incorporó al grupo de las mujeres más cercanas, que me habían seguido desde
Galilea.
Su función allí era garantizar la continuación de la vida mediante esa nueva familia
que se llamará la Iglesia. Si desde el principio la vida se ha mantenido por el varón y la
mujer, ahora ha muerto el varón que más vida daba, pero quedan ellas, que desarrollarán la
vida que él sembró.
Por eso reciben mi primera aparición y el primer encargo misionero: *id y decid a los
discípulos que les espero...+ Ellas no necesitaron ese aviso; ellos, sí, y ellas eran las
encargadas de dárselo, porque fueron las primeras en testimoniar que yo estaba vivo.
Por encima del miedo y de sus propios conceptos, perciben que nace una nueva vida y
un nuevo mundo y están abiertas a ello; ni las sepulturas ni los muertos serán ya lo que
fueron hasta entonces, ni la religión será la misma, ni el hombre será igual. Todo esto les
asusta, tienen miedo, se espantan, pero perciben con claridad la novedad de lo sucedido y la
inmensidad de la tarea y están dispuestas.
Berenice saca de vez en cuando su pañuelo, con el que me limpió, y donde sigue
viendo mi rostro, y se lo coloca unos momentos en la cabeza, no para cubrirse ante las
hombres ni para defenderse del sol, sino para identificarse conmigo.
He querido encontrarme de nuevo con Berenice en este final del siglo XX.
—Gracias, Jesús —me dice—, por cómo liberaste a la mujer en aquellos días. Pero te faltó
algo importante.
—Sí, lo reconozco. Pero tú has de reconocer también que entonces no podía igualaros del
todo a los hombres, era imposible romper de golpe todos los moldes y estructuras sociales,
nadie habría comprendido ni admitido la igualdad total con el hombre, como hoy se
entiende...
—No me refiero a eso —me objeta—, ni siquiera a que entonces escogieses como apóstoles
solo a hombres. Me refiero a los ministerios en la Iglesia hoy, especialmente al sacerdocio;
dicen que tú quieres que sigan siendo masculinos.
Es un tema que cada día me incomoda más, porque cada vez me es más difícil
encontrar justificantes. Suelo decir que no es tanto un problema de liberación de la mujer,
sino de liberación de los ministerios, porque están demasiado sacralizados, deben incorporar
más los valores profanos. Añado que lo que entonces fue, por mi parte, un hecho, no he
pretendido que se convierta en un derecho. También digo que esto es un problema de la
Iglesia, a quien he dado plena libertad en los modos de ejercer sus funciones. Pero, después
de todo, me sigue incomodando el tema. Y siento más esa incomodidad al ver a mujeres
como Berenice. Confío que serán ellas las que, al final, lograrán la mejor solución.
—Yo llevaba varios años en vuestro pueblo —me dice—, desde que llegó Pilato. Fui de los
que entramos en la ciudad con los estandartes romanos en los que había las efigies del
emperador, que los vuestros consideraban como idolatría y protestaron tanto que el
procurador se vio obligado a escoger entre cortarles la cabeza a todos o retirar los
estandartes, y los retiró. Mi orgullo de soldado se sintió irritado aquel día, pero, al mismo
tiempo, aprendí a respetar y temer a un pueblo capaz de morir por unos ideales o por tan
insignificantes detalles.
La escena era bien recordada en nuestro pueblo, y muchos de los nuestros deseaban
haber estado aquel día en la protesta ante la residencia del procurador en Cesarea para ofrecer
igualmente sus cabezas a la espada de los soldados. Escenas así, aunque fríamente se
considerasen exageradas, exaltaban el orgullo de pertenecer a este pueblo.
—En los días de la última Pascua —continúa—, vigilé desde la fortaleza de la Torre Antonia
el movimiento de la gente y capté un especial ajetreo en torno a tu persona, tanto de
seguimiento como de rechazo; me di cuenta de que tus seguidores eran principalmente
galileos, lo que me inquietó, pues se decía que entre vosotros es donde más fácilmente
surgían los peligrosos celotes. Había aprendido a distinguir los movimientos peligrosos según
la fuerza con que exaltaban o condenaban una idea o según se concentraban en torno alguien
en concreto. No me inquietaron vuestras ideas, pues no las escuchaba ni entendía, sino que
todo se centrase en tu persona; no parecías peligroso, pero sí lo era aquel movimiento en
torno a ti. Así que no me extrañó cuando, pocos días después, tuve que participar en tu
detención.
Le miré extrañado, pues no recordaba aquel rostro y creía recordar los de todos los
capturadores aquella noche. Me explicó que, haciendo la ronda de vigilancia con otros
compañeros, se encontraron con el grupo judío capturador, formado por varios *ministros del
templo+ o jefes de la guardia, con varios guardias o policías del templo y un grupo de gente
del pueblo y, al frente de todos, un *pejá+, lugarteniente del templo, el cargo superior al de
guardia; una vez informados de que iban en nombre de los sanedritas y que parecía un asunto
interno nuestro, los soldados decidieron no intervenir pero les acompañaron a distancia por si
surgía algún problema, pues las apariencias lo hacían temer. Los soldados no intervinieron
para nada pero sí supieron quién era el detenido, todos me conocían por los últimos días en
los patios del templo, y a quién me llevaban. Que unos judíos detuviesen a otro judío por
motivos internos no les importaba nada, y menos si era por cuestiones religiosas.
—Luego —continuó— he escuchado decir algunas veces que fue nuestro procurador quien
ordenó la detención, y hasta que Judas actuó de acuerdo con él. No, Nazareno, os
encontramos por casualidad.
Longinos habla con soltura, se le nota cierto tono de superioridad cuando habla de los
judíos y me parece que empieza a evadirse de sus posibles responsabilidades respecto a mí;
quiere dejar claro que me capturaron los míos, no él ni los suyos. Pero, )por qué le da tanta
importancia a este detalle si un judío les importaba tan poco?
Sigue esa actitud confusa sobre los responsables de mi detención o de cualquier delito
o corrupción. )Quién se responsabiliza en la Iglesia de los errores históricos o de las
culpabilidades presentes? )Quién se hace responsable de las corrupciones públicas,
aunque se trate de un país cristiano? Seguiré con esta carga de que, a la hora de
disimular las responsabilidades, se parezcan tanto los sistemas públicos y los
privados, los políticos y los religiosos.
—No te vi entrar en el pretorio cuando los tuyos te trajeron, ya condenado, unas horas más
tarde —continúa relatando, porque esto le desahoga—. Me extrañó cuando me lo dijeron,
porque no creía que tu asunto fuese tan grave, no entendía cómo unas divergencias
ideológicas podían llevar a tanto odio y, sobre todo, era del todo anómalo que los judíos
entregasen a otro judío al poder romano, normalmente teníamos que capturarlos. Llevabas un
rato en el pretorio cuando yo me enteré; por lo visto el procurador te había enviado a
Herodes, que estaba esos días en la ciudad, y tu tetrarca te devolvió envuelto en un manto de
burla, porque decían que querías hacerte rey. Puedes imaginarte la hilaridad del cuartel
cuando nos enteramos de semejante acusación y te vimos con aquel manto; solo te faltaba
una corona y un cetro y a fe que nos fue fácil encontrarlo.
Longinos se interrumpe unos momentos y atempera un poco su relato, aparece el
primer síntoma de que no se siente a gusto narrando lo que viene a continuación. Hasta ese
momento mi detención había sido asunto te judíos, pero ahora ya era cosa de romanos, y él
estaba allí. Mi gesto expectante pareció animarle, o forzarle, a continuar y me dijo que él
colaboró en aquella burla del manto escarlata, de la corona de espinas y de la caña golpeando
la cabeza, como si fuesen los distintivos de los reyes helénicos vasallos de Roma. Yo seguía
sin recordar su rostro en ese momento porque me pusieron un paño en los ojos para que
adivinase quién me golpeaba.
—Más tarde —continuó— me dijeron que formaba parte del quaternio militum (cuarteto de
soldados) para tu ejecución, yo iba como encargado del grupo. Eso suponía que ya habías
sido sentenciado a muerte también por el procurador, después de ser sentenciado por los
tuyos, lo que, a su vez, presuponía que había descubierto en ti un tipo más peligroso de lo
que aparentabas. Me intrigó y encontré la respuesta cuando os vi a los tres reos, ya flagelados
y atados, y al mismo tiempo las tres tablillas anunciando el motivo. Al leer en la tuya: *Jesús
Nazareno, rey de los judíos+, supe cómo te llamabas y que nuestra burla de un rato antes era
una especie de ejecución anticipada; )qué loco podía tomarte como rey en esas condiciones?
Aún no lo reconoce, pero intuyo que en aquel momento ya algo le inquietaba por
dentro sobre mi realidad. Como huyendo de ese reconocimiento, me explica que en las
provincias los soldados corrientes eran los ejecutores de las sentencias, por eso Pilato *les
entrega+ al reo Jesús, mientras que el magistrado romano de los territorios principales se
acompañaba de lictores o ejecutores propios, provistos de fasces (un haz de varas) para la
flagelación y de crucificadores más especializados.
Suscita especiales y contradictorias sensaciones encontrarte con alguno de tus
ejecutores y descubrir sus sensaciones en ese momento; de manera espontánea me las va
manifestando.
Me cuenta que, camino ya del Calvario, bien atados los tres condenados a nuestros
respectivos maderos, oía las burlas de algunos del público contra mí; juraría que eran escribas
y sanedritas o gente de los suyos los que juraban, había aprendido a distinguirlos, no le
gustaban aquellos tipos. Pero también oyó voces que me aclamaban y llantos por mí. Esto era
más llamativo ante un crucificado, por quien nadie debía manifestar misericordia. Le extrañó
que aquello no tuviese ningún cariz de manifestación antirromana, por haber condenado a un
judío.
—Pero no era eso —continuó, ahora ya un poco más reflexivo e íntimo—. Nadie se acordaba
de los otros dos condenados. De pronto me di cuenta de que en aquella multitud y en toda la
ciudad tú eras la persona más importante, seguían insultándote o aclamándote. Nadie dijo
nada contra nuestro procurador ni contra nosotros, los soldados, que en otras ocasiones
éramos insultados por nuestro oficio. Allí solo estabas tú, todo lo demás era un corro a tu
alrededor. Esto me impresionó y, cuando mis compañeros os flagelaban, yo disimulaba
fijándome en las cuerdas, para que no se aflojasen, o en la gente para que dejase espacio,
pero no te golpeé.
Por primera vez me dirigió una mirada suplicante, que tuviese en cuenta aquel
pequeño detalle.
A partir de ese momento empezó a fijarse en mí. )Por qué no maldecía? )Por qué no
gritaba? )Por qué no respondía con insultos a los insultos? A los soldados les gustaba que los
reos gritasen y maldijesen porque esto les divertía y los maltrataban más; a pesar de que eso
aumentaba los castigos, los reos insultaban y maldecían porque era su único desahogo; este
intercambio creciente entre castigos y maldiciones era un juego macabro. Pero yo iba
silencioso, como en otro mundo. Estaba tan débil que temieron no pudiese aguantar hasta el
final y buscaron un forastero que me ayudase a llevar el madero, pero yo parecía empeñado
en llegar. Todo eran interrogantes en su cabeza pagana, mucho más profundos de lo que él
podía captar.
—Cuando te detuviste ante unas mujeres llorosas por ti —me explica casi suplicante—, yo
no te empujé de inmediato para que siguieras, sino que te dejé un momento con ellas;
escuché atentamente tus palabras, porque era lo primero que decías, pero no lo entendí, solo
me quedó grabado lo de llorar por los pecados. Esa palabra me era desconocida, pero sabía
que hay cosas que están bien y otras que están mal y sentí claramente que lo que estábamos
haciendo contigo estaba mal, mientras que lo que hacían aquellas mujeres estaba bien.
El camino era corto y llegaron pronto al pequeño montículo destinado a las
crucifixiones. No intentó describirme el desarrollo de una crucifixión, )no lo sabía yo mejor
que él, pues la había sufrido? Dirigió las operaciones, pero no colaboró directamente en mis
clavos, como si alguna fuerza se lo impidiese, y se dedicó a observarme más detenidamente
cuando ya estuve en alto.
—Podría recordarte —me dijo con tono íntimo— todas tus palabras, tus pocas palabras en la
cruz. Ninguna de ellas se las había escuchado jamás a ningún crucificado. La que mejor
entendí fue la primera: *Padre, perdónales, que no saben lo que hacen+. Padre y perdón. No
sabría decirte cuál de las dos palabras me asombró más. Nuestros dioses tenían nombre, pero
ninguno el de padre; eso se refería a otro mundo, a otro orden de cosas, del todo
desconocido para mí; y sentí como un deseo instintivo de pertenecer a ese orden donde uno
puede llamar *padre+ incluso a los dioses, eso quería decir que somos familia. )Y eso del
perdón? Tenía que referirse necesariamente a los que te habían condenado y a nosotros, los
que le crucificamos. No sabes el impacto que me causó esa palabra.
También recuerda cuando yo grité mi sed y él se preocupó de quitar el tapón
esponjoso de la cantimplora de agua mezclada con vinagre, que juntamente con la ración de
trigo llevaban consigo los soldados cuando estaban fuera del campamento, lo empapó y me lo
alcanzó en la punta de una vara de hisopo. Al contar estos detalles, se fija disimuladamente
en mí por si hago algún gesto de gratitud.
En su relato hace pausas que no sabe cómo llenar, que le inquietan a él mismo y por
eso se arranca de nuevo a hablar, como si llevase dentro los datos en una película con las
palabras y silencios bien calculados. Y me cuenta cómo me vigiló hasta el final y me sintió
morir con una extraña voz, que le sorprendió en un moribundo, y a la que atribuyó algún
misterioso sentido que no supo descifrar. Realmente las personas se diferencian tanto por el
modo de morir como por el de vivir.
Ya antes se habían sorteado nuestras ropas y él se había quedado con el paño con que
sujetaba mis cabellos. No me lo dijo, pero intuí que aún lo guardaba y me supongo que se lo
ha colocado en alguna ocasión.
La muerte de unos crucificados suponía para ellos una liberación pues con eso acababa su
servicio; solo un rato más para impedir que nadie se acercase a desclavar el cadáver, pues
debía mantenerse en alto durante un tiempo para escarmiento de la población, y luego
volvían a su cuartel.
—Pero tú —continúa— parecías empeñado en cambiar todo lo que parecía normal. De
pronto, se produjo una extrañísima oscuridad y un espantoso trueno que hizo que la mayoría
volviesen despavoridos a la ciudad, mientras tú expirabas, dando un grito; hasta en el morir
eras especial. Entonces comprendí que el Dios de los judíos estaba ofendido y nos lo hacía
saber, lo que significaba que tú estabas en relación muy directa con ese Dios. Sentí miedo,
pero no era miedo exactamente, sino extrañeza y como que se me abría una brecha hacia
algún sublime misterio contenido en tu persona. Y no pude por menos de exclamar, mirando
tu cadáver: *Verdaderamente, éste era un hijo de dios+. Yo sé que eso no era una confesión
de fe como la que tú predicabas, pero reconóceme que no estaba muy lejos. Por lo demás, ese
tipo de muerte era lo último que yo esperaba de alguien protegido de los dioses; sin embargo
fue ahí, en esa muerte tuya tan terrible y humillante, donde me pareció que tú eras algo
superior a los humanos.
Ahora ya, acercándose al final de su relato, me pide expresamente comprensión. No
esperaba que yo dijese nada, aunque lo deseaba, le bastaba con que yo tomase nota de esos
detalles.
También me cuenta que les dieron orden de acelerar las muertes para dar tiempo a
bajar los cadáveres antes de empezar nuestra fiesta de la pascua, con el atardecer; así que
hicieron el crurifragium, la fractura de las piernas, para que quedásemos colgados y
muriésemos de asfixia.
—Yo me reservé personalmente el hacerlo contigo...Hay maneras de hacerlo más duro o más
suave. Pero ya habías muerto y te ahorré esa ofensa. Pero yo era el encargado y no podía
mostrar ninguna debilidad antes mis compañeros. Sin pensarlo, te clavé la lanza en el
costado, para evitarte el último sufrimiento si aún te quedaba algún aliento de vida. Por la
herida salió sangre y agua. Pero fue como una visión, me pareció que aquello era una boca y
que me querías decir algo y que me respondías al agua que yo te di dándome a beber aquello.
Y pensé: (está muerto, pero está vivo! Atardecía cuando volvimos al cuartel de la Torre
Antonia, junto al templo, después de dejar una custodia en tu sepultura.
Yo seguía sin hablar, tomando nota mentalmente para mis memorias, para las que
recojo varios puntos.
Como judío, uno de los pocos privilegios que nos concedieron los romanos fue la
dispensa de la milicia del emperador; así que nunca la ejercí.
Los guardias y soldados han estado presentes en mi vida de forma negativa; al inicio,
para asesinar a los niños de Belén con la intención de que yo me hallase entre ellos; al
final, para apresarme y ejecutarme. Sin embargo, el elemento policial y militar
también tiene cabida en mi reino, solo con que actúen desde la estricta justicia y
siempre al servicio del bien común.
Los paganos han empezado a entrar en el reino antes de saberlo; Longinos, aún
confuso e indeciso, está ya en el reino y me respeta sin confesarme. La fe que me
negaron los judíos creyentes me la dio, aunque confusamente, este soldado pagano.
Era la mejor manera de mostrar que en mi cruz había, oculta, una gran revelación de
Dios, de un nuevo Dios, tan grande que es capaz de sufrir en favor de los débiles.
Desde aquel día, Dios no es lo mismo para los hombres.
Los ejecutores de las crucifixiones no suelen ser los más responsables de ellas, éstos
se esconden bajo formas legítimas de poder y de razón.
31.— LOS ENCUENTROS DE DESPUÉS DE LA ASCENSIÓN
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Pocos años después de mi vuelta al Padre, entra en escena Pablo, y se diría que es el
personaje que más ha contribuido a la interpretación de mi persona y a la elaboración de la
Iglesia actual, tanto que algunos le consideran como su verdadero fundador. No era de los
Doce, aunque luego se encontró con algunos del grupo y le otorgaron también el título de
*apóstol+. Precisamente el que no me conoció físicamente es el que más profundizó en mi
persona y en la repercusión de mi vida en la historia y en la eternidad. Pablo llena un espacio
muy amplio y relevante de mis memorias. Por todo esto es obligado un detenido encuentro
con él, el último a quien me aparecí.
La realidad virtual me lleva, para encontrarme con él, a varios lugares decisivos:
Tarso, Antioquía, Jerusalén, Tesalónica, Roma..., donde él me implantó. Al final haré un
resumen de las mejores raíces y ramas del árbol de mi persona, ya eclesial, que él dejó
agarradas para siempre.
Me cito con él, para el primer encuentro, en su ciudad natal, Tarso. Me causa buena
impresión Tarso, capital de la provincia de Cilicia, que por una parte goza de la cercanía del
mar y, por otra, del monte Tauro. Las mercancías que llegan por el mar y la madera del
Tauro se comercian en los abundantes muelles y almacenes del río Cidno, que cruza la
ciudad. La cultura occidental greco—romana y la oriental semítico—babilónica se mezclan
en sus numerosas escuelas. Abundan maestros, predicadores y enseñantes populares, que van
por todas partes impartiendo doctrina. La lengua normal es el griego y también la cultura y
costumbres predominantes son griegas.
—Sin embargo, era ciudad romana —le inquiero a Pablo.
—Sí —me responde—, toda Cilicia pertenecía al imperio romano. Tarso era como una
avanzadilla del Imperio para romanizar el Oriente. Pero yo tuve una formación judía muy
intensa; mis padres eran galileos, del partido fariseo, emigrados desde Giscala y estaban muy
aferrados a nuestra tradición.
Era judío pleno, circunciso como buen israelita, perteneciente a la tribu de Benjamín
que, con la de Judá, había formado el reino judío por antonomasia después del cisma; eran las
dos tribus de genealogía judía más pura; yo pertenecía a la de Judá y Pablo a la de Benjamín.
Recibió una estricta educación doméstica, aprendiendo primero de memoria el Hallel para
poderlo cantar en las grandes fiestas, y luego en la escuela de la sinagoga instruyéndose en
las diversas partes de la Biblia. En la casa, en los rezos y en la Biblia es como aprendió el
arameo, que los judíos de Tarso conservaban como parte viva de su cultura, aunque
normalmente hablaban griego.
Era también *romano de nacimiento+, título que solo algunos podían adquirir pagando
un mínimo de 500 dracmas. Había nacido en aquella ciudad griega dentro del imperio
romano, aunque de padres judíos emigrantes. Por haber nacido en Tarso, confluían en él la
cultura griega, la judía y la romana; esto le convertía en el hombre ideal para romper barreras
y desenvolverse ágilmente en cualquier lugar y cultura.
Comprendí enseguida que aquél era el lugar adecuado para gestarse un hombre como
Pablo. Sin Tarso, difícilmente habría llegado a ser lo que fue; de aquel lugar comercial y
acostumbrado a la navegación le venía a Pablo su predisposición itinerante, especialmente
por mar, y de su formación griega y judía, en aquel cruce de culturas, le venía su capacidad
de comprensión de lo nuevo y su predisposición universalista.
Con estos presupuestos era el hombre más apto para convertirme a mí en persona
universal.
—El Padre Dios te preparó para esta función universal —le dije.
—Sí —asintió—. Sin embargo, por familia y por mi estricta formación, yo era todo lo
contrario. Mi padre, ferviente fariseo, me transmitió el orgullo de pertenecer al pueblo
descendiente de Abraham y Moisés y las obligaciones que esto comportaba. Uno de sus
mayores disgustos, suficiente como para romper su relación conmigo, fue cuando, más
adelante, se enteró de que yo era judío y cristiano a la vez y que me dedicaba ahora a
predicar la nueva fe a los gentiles. Aquello me costó hasta perder el trabajo en el taller
familiar, pues mi padre era tendero y tejedor, y tuve que buscar otro lugar para seguir
elaborando y tejiendo aquella lana dura de piel de cabra, que lo mismo resistía el sol que la
lluvia, oficio que me sirvió también para ganarme la vida cuando llegaba a un lugar nuevo.
Fuimos contemporáneos, yo un poco mayor que él, pero él era un hombre universal
mientras que mi vida quedó reducida al pequeño territorio entre Jerusalén y el lago de
Genesaret. Yo apenas tuve algún contacto con los territorios paganos de la Decápolis,
mientras que él alcanzó todos los pueblos y culturas del Mediterráneo.
Comprendí que, naturalmente, Tarso le quedaba pequeño para su inmenso espíritu.
2) En Antioquía
El segundo encuentro se produce en Antioquía, la ciudad que fue para Pablo lo que
para mí Cafarnaún, su principal centro de operaciones; en ella pasó cerca de veinte años.
Fundada por los seléucidas, fue poblada, originariamente, por veteranos del ejército y por
otras gentes voluntarias atraídas por los privilegios que les otorgaban por instalarse allí. Con
su medio millón de habitantes, era la tercera ciudad del imperio romano, después de Roma y
Alejandría, y había sido nombrada capital del imperio romano en oriente. Y pronto fue
también la ciudad cabeza del cristianismo, al quedar reducida Jerusalén por las violentas
persecuciones que expulsaron a la mayoría de los cristianos.
Pablo me cuenta que, cuando llega a Antioquía, lleva incorporadas a su persona varias
experiencias muy intensas.
—)Como cuáles? —le pregunto interesado.
—La primera, mi conversión camino de Damasco cuando, comisionado por el sanedrín de
Jerusalén, iba en plan de perseguidor de los judíos renegados que se adherían a la nueva secta
de los nazarenos.
—)Fue tan repentina como dicen, tu conversión?
—Yo no creo en las conversiones repentinas, lo repentino es solo el fogonazo. Tú lo sabes
bien, que estuviste allí. Yo solo sé que seguidamente necesité tres años de desierto en las
tierras de Arabia, por la zona de Damasco, viviendo como un beduino, ganándome la vida
como tejedor de la dura piel de cabra, dando tiempo al Espíritu del Resucitado a sedimentarse
en mí.
—Y yo seguí atentamente este proceso tuyo, lo que tú llamabas *revestirte de nuestro Señor
Jesucristo+ y apropiarte de los *sentimientos de Jesús+. Te fuiste transformando
personalmente y, a la vez, profundizando tu inteligencia de Cristo, también yo sentía como
me iba transformando, para ti, de Jesús en Cristo.
—Nunca olvidaré tu rotundo y afectuoso *Yo soy Jesús, a quien tú persigues+, cuando caí
derribado del caballo perseguidor. Esa fue mi primera experiencia, inolvidable; la segunda
fue la primera persecución, justamente donde era admirado, en Damasco, adonde volví
después del desierto.
Por gratuita generosidad del nuevo emperador Calígula, Damasco había recuperado
su autonomía y estaba entonces bajo gobierno de Herodes Agripa, lo que fomentó un nuevo
proselitismo judío; cuando Pablo, según costumbre, se presenta en la sinagoga, pero esta vez
anunciando abiertamente (los responsables pensaron que desafiadoramente) que Jesús era el
Mesías, intentaron eliminarle y solo se salvó porque los hermanos lo disfrazaron de
camellero y, por la noche, lo sacaron descolgándolo en una cesta por una ventana que daba
al campo. Desde ese momento le quedó claro que había pasado de perseguidor a perseguido,
que su nueva vida de seguidor mío quedaría marcada por la misma persecución que yo había
sufrido.
—La tercera experiencia fuerte —continúa— sucedió en Jerusalén, donde me dirigí buscando
las fuentes de mi nueva fe, quería contactar con los compañeros del Señor.
—Por aquellos días —le recuerdo— ya había muerto Esteban, apedreado en un linchamiento,
era el primer mártir.
—Sí, fue uno de los primeros comentarios que escuché al llegar a la ciuda santa; el martirio
era una señal inequívoca del camino. Por contra, mi alegría fue encontrar a Bernabé, antiguo
compañero mío de estudios y recién convertido a ti, que me presentó a Pedro y Santiago.
Quince días pasó en Jerusalén hablando con Pedro, que fue para Pablo un evangelista
detallado y contagiante, contándole todo lo que vivió conmigo durante tres años irrepetibles.
De esto volverá a hablarme más adelante, pero insiste en que ese diálogo con Pedro terminó
de transformarle y, sobre todo, sedimentarle; nunca me he sentido tan penetrado y amado
como en aquellos diálogos; escuchándoles hablar de mí, sentía que mi resurrección iba en
aumento. El nuevo ardor, fruto de aquellos diálogos, le llevó a predicarme en la misma
Jerusalén, pero los helenistas de la sinagoga de los libertos decidieron que el antiguo fariseo
era un nuevo Esteban, peligroso perturbador, y que debía correr el mismo destino.
Esta vez Pablo sintió que no era víctima solo de los judíos sino de los judaizantes, es
decir de los judíos convertidos pero que exigían que, para ser cristiano, había que mantenerse
fiel a todas las tradiciones judías; estos perseguidores no le dejarían nunca en paz. De nuevo
tuvo que huir secretamente hasta su Tarso natal. Le expulsaba una persecución interna, los
mismos que fueron sus compañeros perseguidores no mucho antes, y la primera división,
judaizantes sí, judaizantes no, entre los convertidos. Los perseguidores aumentaban y la
persecución encontraba nuevos motivos y se fortalecía.
De nuevo en Tarso, se sitúa en el barrio de los judíos y en la calle de los tejedores,
trabajando en su oficio. Dialoga con la gente, lee deteminadamente los textos bíblicos,
anuncia a Cristo en sus ratos libres, mientras va gestándose en su interior la rica teología que
luego expresará en su cartas. Las elaboraciones doctrinales y místicas, a la vez, iban
acompañadas de pequeñas incursiones en las poblaciones de Cilicia y Siria, probando su
capacidad misionera como el águila hace probar a sus crías la fuerza de las alas con aleteos
repetidos. Comprobada su capacidad, encendido del todo su fuego apostólico, llegó a
Antioquía de Siria, acompañado por su antiguo compañero y amigo Bernabé. Con todas
aquellas experiencias, no era el mismo de antes.
También fue aquí, en Antioquía, donde me cambiaron de Cristo (expresión judía) a *Señor+,
nombre mucho más universal, sobre todo para el mundo pagano. Los nombres, además de su
sentido interno, tienen una función práctica.
Esta universalidad fue el segundo gran acontecimiento y el fruto más destacado de
Antioquía. Pablo estaba especialmente preparado para esta universalidad por ser originario de
Tarso, cruce de civilizaciones, la occidental greco—romana y la oriental semítico—
babilónica, por su ciudadanía romana y judía y por hablar griego y arameo y latín.
—El impulso de universalidad —me explica, pues sabe que este tema me interesa mucho—
se acentuó cuando la comunidad cristiana de Antioquía quedó un buen día desligada del
judaísmo inicial.
—Esa es una segunda conversión —le comento—, con la que siempre soñé y que no pude
realizar personalmente.
No sucedió un día concreto, ni por decisión expresa, sino por evolución interna. Las
primeras comunidades cristianas continuaban bastante unidas a la sinagoga, participando
habitualmente de sus actos y cultos, lo que pronto creó serios problemas a los convertidos del
paganismo, que no se sentían llamados a esa participación. La cuestión de fondo era si la
salvación venía únicamente de Cristo o si continuaba siendo necesaria la circuncisión y lo
que ésta representaba. La comunidad de Antioquía se encontró desligada de la sinagoga y
creó su propio lugar de culto, con su fe propia y sus fórmulas propias para manifestar y
celebrar esa fe; llegó un momento en que estaba más vinculada a las formas de la cultura
griega que de la judía.
Pablo me cuenta cómo llegó pronto al convencimiento de que había que abrir a los
gentiles el mensaje cristiano, para lo que tenía que romper definitivamente las barreras
hebreas de su origen, aunque sin renegar de ellas. Fundamentalmente, por dos claros
motivos: por la violenta persecución surgida en Jerusalén de los judíos contra los cristianos y
por la oposición de los cristianos venidos del judaísmo frente a los venidos del paganismo;
había que romper este círculo para superar la dificultad, que ya había empezado a ser
sangrienta. Además, su propia reflexión le hizo descubrir que el Mesías, surgido entre los
judíos, no era exclusivo de ellos, sino que venía para el mundo entero.
—Así que un día —me dice—, allí, en Antioquía, en la calle Singón, se celebró una reunión
trascendental para determinar si teníamos que ir a misionar gentiles.
—)Un concilio? —pregunto curioso.
—Solo un sínodo local.
Revivo emocionado aquella reunión, como él me la cuenta. El consejo de los ancianos
ordena ayuno y oración para conocer la voluntad de Dios y, para decidir si y quién ha de ir a
los gentiles, se reúnen cinco miembros destacados de la comunidad: Bernabé el chipriota,
Simón apodado Níger (sus rasgos me recordaron de inmediato al Cirineo), Lucio (que
también era de Cirene), Menahén (hermano de leche de Herodes Antipas) y el propio Saulo
de Tarso, ahora cambiado a Pablo, nombre más romano, más universal. Celebran el banquete
eucarístico y hacen oración para decidir, cuando, de pronto, suena la misteriosa voz:
*separadme a Bernabé y Saulo para la obra a la que les he llamado +. Pablo reconoció la voz
como la misma que le derribó en el camino de Damasco y todos comprendieron que la voz
venía de mí. Inmediatamente la propuesta fue aceptada por unanimidad. Solo quedaba juntar
las provisiones indispensables, imponerles las manos y dejarles marchar.
—Así fue cómo, en tu nombre, Bernabé y yo, comisionados por la comunidad de Antioquía,
emprendimos la envangelización de los gentiles —resume Pablo—. Aunque tu voz no había
incluido su nombre, nos llevamos también al joven Juan Marcos, sobrino de Bernabé, traído
por su tío de Jerusalén, y que luego terminaría escribiendo el primer evangelio.
De hecho, ya los cristianos dispersados por la persecución de Jerusalén habían
empezado a propagar la fe cristiana por otros países, pero este viaje fue oficialmente el inicio
de la inmensa actividad misionera de la Iglesia. Los viajes de Pablo, más su reflexión
teológica, cambiaron el cristianismo hebreo en universal. Bernabé y Pablo fueron los
primeros. Pero ya estaban allí los seguidores: el joven Marcos que les acompañaba y otro,
más joven aún, Ignacio de Antioquía, crecía ya entre ellos.
Los judíos cristianos venidos del mundo helenista tuvieron que adaptarse a un
ambiente y cultura distintas de la de su tierra y helenizaron sus nombres: Josué derivó en
Jasón, Silas en Silvano, Saulo en Pablo; esta adaptación a un ambiente cosmopolita fue fácil
porque la mentalidad de los judíos de la diáspora era más abierta que la de los judíos de
Palestina. Ya no reducían todo al culto y se preocupaban más de los aspectos éticos; incluso
la idea helenista de la inmortalidad del alma les sirvió para admitir con más facilidad la
resurrección. Después de helenizar su nombre, helenizaron también sus costumbres,
participando en los teatros y pruebas deportivas; hasta las sinagogas eran de estilo griego, con
frisos y mosaicos.
Por supuesto, helenizaron la lengua, lo que tuvo consecuencias en el culto, porque
perdieron el arameo, como antes habían perdido el hebreo, con la consiguiente dificultad para
leer la biblia. Por eso fue un regalo para ellos la traducción de los Setenta cuando la primera
diáspora, a propósito de la cual recordé una vieja historia que nos contaban de niños para
resaltar la importancia de la Biblia judía en todo el mundo. El bibliotecario de la gran
biblioteca de Alejandría escribió al rey Tolomeo indicándole que no podía faltar en tan
solemne biblioteca una traducción griega de la ley de los judíos; el rey envió mensajeros al
sumo sacerdote de Jerusalén para pedirle sabios que hiciesen esa traducción para su
biblioteca; y el sumo sacerdote le envió 72, seis por cada tribu de Israel, que fueron recibidos
con gran honor; bien instalados en la isla de Faro, frente a la ciudad de Alejandría,
concluyeron la traducción en 72 días, traducción que fue leída y acogida con gran júbilo, para
luego ser depositada en la comunidad.
—Esa traducción —comenta Pablo— nos sirvió mucho a las nuevas comunidades de lengua
griega, tuvimos que hacer numerosas copias y luego que ampliarla, porque originariamente
solo abarcaba el Pentateuco, no toda la Biblia.
Así fue como mi mensaje, de palabra y por escrito, quedó abierto a todo el mundo.
3) En Jerusalén.
Mi tercer encuentro con Pablo es de nuevo en Jerusalén, donde él viajó varias veces
para confirmar y estructurar la fe que un día encontró saliendo de esa ciudad hacia Damasco.
—Recuerdo muy bien aquellos viajes —me dice para empezar—, fueron para mí los pasos
necesarios de mi primera catequesis. No basta una conversión repentina, ni aunque haya sido
provocada por ti personalmente, Jesús.
—De acuerdo, Pablo; cuanto más fuerte y repentina sea la conversión, más larga habrá de ser
la preparación que crea las condiciones personales necesarias y la catequesis que la completa.
Si la preparación no se ha hecho antes, habrá que hacerla después.
—Eso supusieron mis viajes a Jerusalén, Jesús.
Repaso con él esos viajes, cada uno con su matiz esencial. Su relato es tan vivo que
sigo fácilmente todas sus sensaciones.
—Fui por primera vez a la ciudad santa cuando tenía quince años, porque sólo allí podía
completar su formación un verdadero fariseo. Mi padre me envió ilusionado ante la idea de
que su hijo fuese algún día doctor de la Ley.
Recuerda su embarazo, bien controlado, al entrar en el grupo de alumnos, la mayoría
nativos de Jerusalén, con un claro aire de superioridad. El embarazo se mezcla con emoción
cuando llega el maestro, el gran rabí Gamaliel, que además era miembro del Consejo
Supremo, y cuya sabiduría y prudencia le venía de su padre, el gran Hillel, como muchas
veces había escuchado ponderar. *A los pies+ (sentados en el suelo mientras Gamaliel
ocupaba un asiento alto) de tan gran maestro, aprendió la Halacha, la Ley expresada en
multitud de tradiciones y prescripciones concretas, y la Haggada, que comprendía las
verdades religiosas que emanaban del Antiguo Testamento, algo así como nuestro credo
judío. Aprendió a valorar por encima de todo la Biblia, el verdadero libro de la vida, el tesoro
de Israel, lo que siempre había que salvar aunque Jerusalén entera fuese incendiada. Como
los rollos de esa escritura sagrada eran tan difíciles de llevar de una parte a otra, lo más fácil
y seguro era llevarlos en la memoria, y el joven Saulo terminó aquella primera visita a la
ciudad memorizando casi al completo la Biblia.
—)Te preparabas para rabino?
—Esa era la idea de mi padre al enviarme a Jerusalén con tan insigne maestro. Por mi parte,
no lo tenía muy claro.
El recuerdo de aquella escuela le resulta tan emocionante que narra con añoranza sus
detalles, porque ya sabe que yo no tuve esa suerte de acabar mi formación en Jerusalén. Por
esos días él vivía en Jerusalén y yo en Nazaret y no pudimos ni siquiera imaginar el uno la
presencia del otro.
—Diez años más tarde, cuando ya tenía treinta de edad, vuelvo a la ciudad santa de Israel —
hasta el tono de su voz cambia, recordando que ya había madurado—. Pero esta vez vine con
otro fuego y con otro fin.
Pablo, después de su formación en Jerusalén y antes de su conversión cristiana,
actuaba ordinariamente en la sinagoga de Tarso, su ciudad natal, que recibía de vez en
cuando visitas de otras comunidades judías de la diáspora, y donde daban sus impresiones los
que volvían de Jerusalén con motivo de las grandes festividades o por motivos comerciales.
Por estas referencias es como Saulo se enteró de la existencia de un tal Jesús de Nazaret,
crucificado en Jerusalén por sentencia del Sanedrín, y del que sus discípulos decían que había
resucitado y que era el verdadero Mesías, el Salvador de Israel y de la humanidad. Algo no
cuajaba en el vibrante fariseo de Tarso: )cómo podía ser el Mesías de Israel y haber sido
crucificado por la autoridad de Israel? No podía tratarse sino de un impostor más, de uno de
aquellos que de vez en cuando surgían embaucando al pueblo. (Cuánto daño hacían estos
embaucadores a Israel! Una rebelión se encendió en su interior cuando le decían que eran
muchos los convertidos, tantos que ya les llamaban los *nazarenos+ (por ser seguidores del de
Nazaret) y que constituían comunidades aparte, de forma que las autoridades ya habían
tenido que intervenir contra ellos. Le dolió íntimamente y le rebeló enterarse de que uno de
los convertidos al nuevo Mesías era su antiguo compañero estudios, el chipriota José, ahora
llamado Bernabé. Había que actuar contra la nueva secta, sobre todo porque, como le
informaron, los que más se apuntaban a ella eran los judíos de la diáspora, quizá debido a que
su formación era más abierta, aunque Saulo pensó que en este caso era más débil. Este fervor
persecutorio es el que le llevó a Jerusalén por segunda vez.
Coincidió su visita con los días en que en la *Sinagoga de los de Cilicia+, una de las
importantes de la ciudad, Esteban predicaba que, según las Escrituras, el Mesías estaba
destinado a padecer y morir, lo que confirmaba que Jesús de Nazaret, recientemente muerto y
resucitado, era aquel Siervo de Dios anunciado por Isaías como el verdadero Mesías. En
plena sinagoga acababa de plantearse el *escándalo de la cruz+ como una oposición
ignominiosa al Mesías triunfal que todos esperaban. Esteban persistía en sus explicaciones, a
partir de las Escrituras, para decir que había pasado el tiempo de la Ley y que Yahvé había
cumplido su promesa mediante Jesús, hasta que los ánimos se encendieron de tal manera que
la sinagoga en bloque se levantó contra él, lo apresaron, lo empujaron fuera y procedieron a
su lapidación como blasfemo contra la sacrosanta religión judía. Saulo no tiró ninguna
piedra, pero, como escriba bien formado, testificó y anotó lo sucedido para darlo validez
oficial, mientras guardaba los mantos de los apedreadores. Por aquellos día ya casi había
alcanzado la categoría de rabino y se le reconocía capacidad para tomar decisiones legales,
la misma categoría que más tarde le reconocieron para ir de perseguidor oficial a Damasco;
estaba a punto de ingresar como miembro del sanedrín.
—Me han quedado para siempre resonando en la cabeza los golpes de aquellas piedras —
concluyó emocionado, bajando un poco los ojos, arrepentido— y, sobre todo, la petición de
Esteban mientras caía moribundo: *Señor, no les tengas en cuenta este pecado+. Le vi morir
personalmente. Fui notario de aquel crimen.
—Fue nuestro primer mártir —asentí, consolándole.
—Sí, por eso, más tarde, comprendí que, más que morir, *se durmió+. Pero en aquel
momento la persecución, violenta e irracional como toda guerra civil, estaba desatada. Había
que erradicar de Jerusalén todos los miembros gangrenados de la nueva secta. Mientras los
discípulos, incluidos los apóstoles, se dispersaron por Judea y Samaria, iniciando la primera
expansión misionera del cristianismo, yo determiné que había que exterminarla también fuera
de Jerusalén, especialmente en Damasco donde me informaron que había una comunidad
floreciente.
Aunque el relato me es bien conocido, quiero escuchárselo.
El acérrimo fariseo pide autorización oficial y allá se encamina rápidamente, a
Damasco, después de procurarse un caballo veloz y un grupo eficaz de colaboradores.
Curiosamente, el mismo fuego de Dios que guió a Esteban en su discurso en la sinagoga le
guiaba a él a eliminar a los nazarenos de Damasco y a los que encontrase por el camino.
Después de varios días de perseguirlos por las cercanías de Jerusalén, donde apenas encontró
ninguno, pues habían huido, se marchó solo a Damasco.
Algo empezaba ya a cambiar en su interior aunque él aún no lo quería reconocer; la
fuerza de la predicación de Esteban, su serena entrega en la muerte, aquel orar del moribundo
por sus asesinos, era algo que superaba la Ley que él conocía. Y no era solo Esteban, eran
todos ellos, huían pero no flaqueaban. Si aquello fuese por un Mesías triunfal, como estaba
prometido, se sentiría orgulloso de sus compatriotas; pero, (por un crucificado como
esclavo... ! Vencía esas insinuaciones interiores reafirmándose en su deseo de defender al
verdadero Mesías de Israel eliminando a sus enemigos.
Ahí le esperaba yo. Antes de llegar a Damasco.
—*Saulo, Saulo, )por qué me persigues?+ —le grité en lo más íntimo de su persona.
—*)Quién eres, Señor?+ —replicó asustado y reverente, pero me pareció que no temeroso.
—*Yo soy Jesús, a quien tú persigues+ —le aclaré.
Él lo describió después como un fogonazo de luz y una voz; ambas cosas, luz y voz,
de una fuerza tan contundente como nunca había conocido, pero que no salían de sí mismo
sino que venían de fuera y se le metieron dentro. Era una luz que, más que aclarar las cosas,
le dio un nuevo convencimiento y, aún más que convencimiento, le produjo una nueva fe. Su
mente, traspasada por la luz, quedó tan impresionada que ni siquiera pudo pensar. Había
nacido en él una certeza imborrable, no ya en una doctrina ni en una tradición, sino en una
Persona, concretamente en el llamado Jesús. Fue algo diferente de una aparición, donde uno
ve la figura del que se le aparece. No me había conocido en vida y tampoco me vio en
aquella luz, por eso nunca intentó describir mi humanidad; sus ojos quedaron ciegos, como
con escamas, y sus acompañantes tuvieron que llevarle de la mano. Pero quedó
definitivamente convencido de que fui yo quien le salió al encuentro, que estaba vivo y que
me había metido en su vida para siempre.
Así terminó su segunda visita a Jerusalén. Llegó para perseguirme en los míos y salió
para encontrarse conmigo y con los míos.
—Mi tercer viaje a Jerusalén —sigue contando— fue para encontrarme con los apóstoles
después de mi conversión. Aquel golpe, camino de Damasco, había sido solo el inicio de un
costoso proceso de trasformación total. Los tres días que pasé sin ver ni comer ni beber no
eran más que una expresión del costoso camino que había iniciado, mucho más difícil que el
anterior de mi formación judía y que el de perseguidor. Ciego por tu fogonazo, Jesús, pasé
unos días en Damasco en casa de Judas, uno de los discípulos que vivía en la calle Recta,
donde me visitó Ananías para liberarme de la escama de los ojos y para infundirme el
Espíritu con el bautismo. Después comprendí que necesitaba tiempo para mi propio proceso
de conversión y me marché a Arabia, atraído por los desiertos; conocía bien el papel que el
desierto jugaba en los grandes personajes bíblicos y allá fui.
—Fue una buena decisión, Pablo, el desierto habla de una manera que no se da en ninguna
otra parte. Ya sabes que yo también hice esa experiencia durante una temporada, aunque, en
lugar de encontrar la paz, encontré al perturbador, a Satanás. Parece mentira cómo en el
mismo lugar se puedan sentir tan cercanos a Dios y a Satanás.
Hablamos sobre nuestras mutuas experiencias del desierto.
—Cuando el Espíritu me empujó al desierto —comencé hablando yo— me pareció extraño,
porque lo considerábamos como el lugar de los malos espíritus, pero luego pensé que, según
Isaías, del desierto vendría el Mesías. Era una llamada, como la que me arrancó de mi casa, y
fui.
—)Fue duro, Jesús? —pregunta, como queriendo comparar con lo suyo.
—Sí. Tanto que me acordé muchas veces de los cuarenta días y noches del diluvio y de los
cuarenta días de Moisés ayunando en el Sinaí y de los mismos que pasó Elías caminando por
el desierto hacia el Horeb. Realmente, lo mío no fue fácil, pero no podía esperar otra cosa
después de aquellos precedentes.
—Sin embargo, Jesús, yo pienso que aquello también tenía que ver con el paraíso.
Ante mi sorpresa, me explicó que algunos esperaban que, como Adán en el Edén, el
Mesías restaurase la armonía y convivencia con los animales, paciendo juntos el lobo y el
cordero, el leopardo y el cabrito, y que hasta un niño podría conducir a las bestias más
peligrosas. Efectivamente, esos días también soñé que esto se hacía realidad, me sentía
tranquilo *entre los animales del campo+, como si se estuviese restableciendo una nueva
comunidad, la del paraíso, donde todos conviviríamos en paz, y hasta los ángeles nos
*servirían a la mesa+.
—Y fuiste tentado, )verdad? —insistió, buscando las sintonías entre los dos.
—Sí. Como Moisés, sentí la tentación de repetir el milagro del maná; y la de constituirme
como un caudillo político que dirigiese el mundo contemplado desde lo alto del monte; y la
tentación de legitimar mi mesianismo mediante un milagro espectacular como el de saltar
desde el pináculo del templo para ser recogido por manos de ángeles. En definitiva, era la
tentación del mesianismo político, que surgía con frecuencia en mi vida y en los míos, ante la
situación del pueblo y ante el reclamo de los celotes.
Aquello, más que una tentación satánica ordenada al pecado, había sido una prueba o
probación; no me perturbó la tentación del pecado, sino el pasar fortalecido por aquella dura
prueba, como les había sucedido a Abraham y a Job y a tantos y tantos. En esta prueba estuvo
muy presente el aceptar mi camino de siervo y el sufrimiento que conlleva.
—Confieso —concluí— que tuve también una sensación de victoria escatológica, la victoria
sobre Satanás me concedía un poder sobre todos los espíritus malignos.
Pablo me confesó que en aquel desierto de Arabia aprendió a considerar como
pérdida todo lo que hasta entonces había considerado ganancia, y comprendió que valía la
pena sacrificarlo todo por el conocimiento del que ya llamaba *mi Señor Jesucristo+. En
aquellos años vivió un proceso de identificación conmigo, empezando por adquirir mis
sentimientos, era claramente una transformación que arrancaba del espíritu; identificados los
espíritus, el suyo y el mío, resultaría natural identificar también las obras. Simultáneamente
fueron cambiando en él las ideas, orientadas al conocimiento del misterio realizado en mi
persona y que logró expresar en una maravillosa síntesis doctrinal. Comprendió que yo, el
llamado Jesús de Nazaret, era realmente el Mesías, que la resurrección confirmaba que era
Hijo de Dios y llegó a descubrir que era, efectivamente, el Salvador de la humanidad. Allí
adquirió ese íntimo y profundo conocimiento de *Cristo+, del que hablará y escribirá más
tarde.
Me recuerda de nuevo que, finalizado ese tiempo de conversión al cabo de tres años,
vuelve a Damasco y se arriesga a presentarse en la sinagoga a anunciar al Mesías que ahora
ya *conoce+, a Jesús, crucificado y resucitado; este primer anuncio le vale también la primera
persecución de los suyos, enfurecidos porque su conversión era una traición a la auténtica
causa judía, y solo se salvó porque algunos hermanos le disfrazaron y, por la noche, le
descolgaron por la muralla de la ciudad. Quise decirle que fuese más prudente, pero solo lo
aceptaría si lo aprendía por sí mismo, y además una dosis de imprudencia y hasta de locura
acompañará siempre a hombres como él.
Aquella fuga no fue planificada, sino impuesta por las circunstancias; así que, ya en el
camino, tiene que decidir adonde ir, y opta por Jerusalén. Siente que algo importante le falta
a su formación, más que a su conversión. Después de conocer a Jesús en el camino de
Damasco, después de su transformación interior en el desierto de Arabia, ahora necesita
encontrarse con *los que conocieron al Señor+, con los *columnas+, con los que Él dejó como
continuadores y garantes del evangelio. Así fue como llegó a Jerusalén, tras un viaje de ocho
días.
Enseguida se dio cuenta de que también en Jerusalén, al desaparecer la primera
persecución, habían aumentado las comunidades cristianas. Sin embargo, su presencia
despertaba reticencias, esta vez entre los cristianos, porque algunos, conocedores de su
antiguo furor persecutorio, aún sospechaban de la sinceridad su conversión. Se encontró
igualmente con algunas cuestiones prácticas que necesitaban un planteamiento: la nueva
liturgia, las condiciones y modo del bautismo, el cómo celebrar la eucaristía; cuestiones en
las que también había que mantener la unidad de la Iglesia.
—Una de mis alegrías —concluyó— fue el encuentro con Bernabé, mi antiguo compañero de
estudios, que también se había convertido; fue él quien me presentó a Santiago, que presidía
la comunidad de Jerusalén, y a Pedro, ya reconocido como jefe de toda la Iglesia, con
quienes hablé largamente durante quince días. Me hospedaba en casa de María, la madre de
Marcos, donde celebraste a última cena; se estaban ya formando familias cristianas con la
misma raigambre que las judías. Aproveché para recorrer tranquilamente los lugares donde
actuaste en tu última semana: los pórticos del templo, Getsemaní, el Calvario, adonde llegué
pisando tus mismos pasos, y Betania.
—Por lo que veo, fue un viaje consolador.
—Mucho. Sin embargo, tuve que marchar antes de lo previsto; un día quise actuar de nuevo
en la sinagoga, sobre todo la de los libertos, y eso volvió a crear tensión y tuve que huir, para
alivio de todos.
Se había puesto en marcha un esfuerzo teológico, que Pablo sintió con más urgencia y
necesidad que yo, porque su preparación cultural era más completa que la mía y
porque yo había entrado ya en un mundo no judío, con una cultura consistente y seria,
y tenían derecho a que la fe del corazón no chocase demasiado con su cabeza. Una
buena elaboración teológica será siempre necesaria, especialmente cuando el reino de
Dios penetra en el mundo de la cultura y en culturas nuevas. La solidez teológica hará
más fácil la pastoral en tiempos de evolución social.
5) En Corinto.
Mi nueva cita con Pablo fue en Corinto, y aquí nos detuvimos más que en ningún otro
lugar. Me impresionó aquella ciudad, colocada entre dos puertos, la mayor ciudad griega de
tierra firme, donde abundaban los lugares públicos, por los que Pablo me llevó a dar una
vuelta. Parecían tener un especial interés por el número cinco: había cinco mercados, cinco
termas y cinco grandes pórticos con tiendas de todo género, ni en Jerusalén las había visto tan
lujosas; lo más impactante eran sus teatros y anfiteatros, solo en uno de ellos había 22.000
asientos; pero lo que más me llamó la atención fueron sus 23 templos, indicio de la fuerza de
la religión entre sus habitantes, además de la sinagoga, porque allí residía una numerosa
colonia judía. Comprendí inmediatamente por qué Pablo permaneció en esta ciudad más de
dieciocho meses.
Siguiéndole, descubro fundamentalmente tres puntos en su ministerio aquí que tienen
especial relación conmigo.
Dignifica el trabajo.
Me lleva primero a la casa de los esposos Áquila y Priscila, judíos venidos de Roma y
seguramente ya cristianos (*(sorpresa! (qué pronto han empezado las conversiones en la
capital del imperio!+, pensé), que le acogen en su casa y en su taller de tejedores de tapices y
tiendas de campaña, necesarias para todos los viajeros; además tejen púrpura, un tejido
desconocido para Pablo, pues había sido importado de Oriente. Los telares de esta calle de
los tapiceros funcionan a la vista de todos, y los transeúntes se paran a hablar con los
tejedores. Pablo eligió calculadamente este lugar y este trabajo, pues aquel taller era como
una sinagoga, allí hablaba, explicaba, respondía a dudas, exhortaba.
Realizaba su trabajo en público, por encima de cualquier prejuicio, pues los obreros
manuales eran infravalorados en aquella sociedad; para ganarse su propia manutención,
siguió trabajando incluso cuando la comunidad naciente le ofreció el mantenimiento. Había
que trabajar, porque el trabajo es tan grato a Dios como el culto; recordaba con frecuencia a
los suyos que el Señor también trabajó durante muchos años de artesano.
Pablo logró imponer el concepto cristiano del trabajo, en esto era buen heredero de
su formación judía, donde el trabajo era bien valorado, a diferencia de la cultura griega,
donde la aristocracia miraba despectivamente a los tenderos, negándoles incluso el honor de
la ciudadanía, porque consideraban que el trabajo mecánico rebajaba los valores del alma. Su
oficio de tejedor le restó simpatías y auditores de gente importante, pero la calle estaba
concurrida de gente sencilla, libres de prejuicios, y con ellos podía hablar de su nuevo
mensaje. Advertía contra los holgazanes, que corren peligro de convertirse en ladrones;
algunos de la aristocracia adinerada o del culto debieron sentirse aludidos. Pablo evolucionó
su propio concepto del trabajo y del cuerpo hasta pensar en el cuerpo como templo del E.
Santo.
Me gustó esta actitud de Pablo, pues tengo miedo de la religión que se separa de la
vida real y se reduce al templo y a unos ritos o devociones. Aquel taller de Áquila era para
Pablo sinagoga, templo, anfiteatro y lugar de oración.
La dignidad del trabajo está en mis raíces. Pablo lo había descubierto en los
verdaderos rabinos, a los que escuchó este principio: *excelente es el estudio de la
Torá combinado con las actividades seculares, ya que el esfuerzo en ambas cosas echa
el pecado fuera del espíritu+. Yo lo había aprendido en mi casa, especialmente de mi
padre José. El trabajo es la forma que transforma el mundo al servicio del hombre; la
maldición del trabajo es el paro o el egoísmo de la acumulación.
Se estructura el domingo.
Luego me lleva a la celebración de *el día establecido+, que ya tenían fijado en el domingo,
resaltando así una clara diferencia con la sinagoga sabática.
—Un grupo de cristianos —me dijo— solía reunirse ante lucem, antes del amanecer, y, en
coros alternativos, cantaban a la divinidad de Cristo un *carmen Christo quasi deo+ (a veces,
me hablaba a mí de mí mismo, pero como si hablase a uno de sus oyentes); yo procuraba
asistir y con frecuencia daba una exhortación moral respecto a algún tema personal o
comunitario.
—)Esa fue vuestra primera celebración del domingo?
—No, ésa era la alabanza matutina. Pero el culto más importante lo celebrábamos al
atardecer, en la amplia sala de la casa de Áquila y Priscila.
Su relato me introdujo realmente en aquella reunión, que fue la cuna de las
celebraciones eucarísticas dominicales, la seguí con interés ilusionado. La primera parte
estaba centrada en la palabra; leyeron un texto bíblico, seguido de algún comentario, y Pablo
impartió su predicación, que rebasaba los antiguos textos y se centraba en los puntos más
fundamentales, sobre todo el anuncio de mi cruz y resurrección, lo que impactaba a aquel
pueblo tan acostumbrado a la retórica vacía de los filósofos. Pablo invitó a todos a participar
y se sentía claramente la acción del Espíritu Santo, pues los asistentes participaban con sus
dones extraordinarios (que entonces eran más ordinarios): inspiraciones, profecías, don de
lenguas, discernimiento de espíritus, don de curación, poesía de salmos e himnos, de los que
solo algunos han sido transmitidos.
Eran reuniones muy animadas, favorecidas por el buen sentido musical y rítmico de
los griegos, que convertía los textos en proclamaciones, mucho más que una simple lectura,
aunque la lectura era un mensaje con sus inflexiones y ritmo. Me llamó también la atención
la importancia y participación que se concedía a la mujer en el servicio religioso, de donde
era segregada por los judíos colocándola en sitios secundarios y que ni siquiera enseñaban la
Ley a las niñas; en este culto cristiano, ellas participaban plenamente.
Al culto seguía el ágape, comida que favorecía la fraternidad, donde se mezclaban sin
distinción de clases ni categorías, la única categoría era la del amor. Los que no fuesen
capaces de compartir la comida y la fraternidad, )cómo se atreverían a compartir el cuerpo
de Cristo? Sonaba primero la bendición, por el dueño de la casa o el presbítero o diácono:
*Alabado seas, Señor, Dios nuestro, Rey del mundo, que haces nacer el pan de la tierra..., que
creas el fruto de la tierra y de la vid!+.
Acabado el ágape, se marchaban los no bautizados y empezaba el banquete
eucarístico, procurando fuese en la sala principal, bien adornada. Se iniciaba con una
confesión de culpas, seguida de la procesión al altar llevando en sus manos o cestas los
dones: pan, harina de trigo, aceite para las lámparas, racimos de uva, incienso..., mientras
cantaban a coros el Kirie eleison. Situados ya en sus puestos, Pablo tomaba en sus manos el
pan y el vino, los bendecía e invitaba a todos a elevar los corazones y repetía el relato de la
institución ecuarística. La comunidad respondía con una alabanza y pasaban a recibir el pan y
vino consagrados; luego se daban el abrazo y beso de paz entre los hombres, por un lado, y
las mujeres, por otro. Los restos del pan consagrado los llevaban a los enfermos. Terminaban
con un canto de alabanza, proclamando la esperanza en la parusía: Maranatha.
Escuché el relato de Pablo sin interrumpirle; él había asistido a muchas cenas
pascuales judías y no a mi última cena, la primera eucarística, pero ese culto se había
organizado espontáneamente, y esto le daba aquella viveza que me emocionaba y atraía tanto
a nuevos miembros. Era realmente un culto vivo donde, no solo colebraban la nueva fe, sino
que la repartían. Por todo Corinto era conocido ya aquel culto.
Pero no habían terminado mis viajes con Pablo para reconstruir mis memorias vivas.
6) Éfeso
La siguiente cita fue en Éfeso. Me cuenta que, con sorpresa por su parte, lo primero
que aquí encontró fue una comunidad de discípulos de Juan, que seguían los ayunos y
normas que decían venir del propio Juan Bautista, cuyo bautismo habían recibido. Por tanto,
eran cristianos a medias, pre—cristianos. Unos doce hombres, austeros, de vida bastante
retirada, observantes, rigurosos, pero les faltaba algo: la alegría, los dones gozosos del
Espíritu. Pablo comprendió el motivo y les preguntó: *)Habéis recibido el Espíritu Santo?+
Ni siquiera habían oído hablar de él, lo que significaba que no me conocían realmente a mí.
Les hizo ver que lo que importa ahora es vivir con el Espíritu de Jesús, aquél que Juan
anunció; que lo mismo que Juan fue precursor de Jesús, así su bautismo era también
precursor del nuevo bautismo. De hecho, no solo Juan, sino también muchas sinagogas me
abrieron el paso a mí, me prepararon el camino, a pesar de las oposiciones, recogían todo el
Antiguo Testamento para dar paso a otro Testamento Nuevo, sin perder su propia validez. Sí,
Pablo sabía ya muy bien que el judaísmo era un gran valor que llevaba al cristianismo,porque
Moisés conduce a Cristo. Lo reconoció de nuevo al encontrar aquellos discípulos de Juan,
que, por otra parte, también le trajeron problemas.
También aquí descubrí varios puntos para incorporar a mis memorias.
Organización de la Iglesia
Me cuenta cómo pasaba los días en aquella ciudad con una actividad ingente, además de
trabajar durante horas en el telar.
—Logré que me dejasen un aula del gimnasio público en las horas que quedaba libre, a
partir de media mañana, y allí predicaba, enseñaba y animaba.
Me agradaba la idea de que el ejercicio físico fuese un preámbulo para el ejercicio
espiritual, algo metódico, de todos los días, con ese carácter agradable que tiene lo deportivo.
—)Qué público acudía a ti, los mismos que a los ejercicios del gimnasio?
—Algunos sí eran los mismos —me explica—, pero otros, naturalmente, no. Acudía un
público numeroso: unos, ya creyentes, eran oyentes fijos; otros eran simplemente forasteros
que llegaban a la ciudad y a las fiestas y sentían curiosidad por el nuevo anuncio.
Además de estas horas de actividad diaria, se preocupa de las demás iglesias, recibe a
sus mensajeros, les envía comunicados, incluso escribe cartas y vive tan intensamente los
problemas de todos que, como él dice, se enferma cuando alguno enferma y se alegra cuando
alguien se alegra.
Es precisamente este exceso de preocupación y trabajo, lo que le lleva a crear una
organización de la Iglesia. Las comunidades se multiplican y ya no puede atenderlas él solo.
Y empieza a nombrar presbíteros, que toman las responsabilidades de su funcionamiento.
Pablo les recuerda que, más que actuar en nombre de él, actúan en nombre de Cristo. Como
en toda organización, lo difícil son los primeros pasos, luego se multiplican por sí solos
según las nuevas necesidades y entonces el peligro puede ser el contrario, el exceso de
organización, cuando lo que hay que salvar y aumentar es, sobre todo, el espíritu.
El nombre de Jesús
Asistí con él, de incógnito, a algunas de sus reuniones con la comunidad de Éfeso. Cuando él
pronunciaba mi nombre, todos percibían que era mucho más que una palabra o un sonido
para identificar a una persona. Lo pronunciaba con fe, con seguridad, con amor. Al
pronunciarlo, lo proclamaba. Hasta a mí me sonaba nuevo, mucho más agradable, (qué
distinto resulta el nombre propio pronunciado por unos o por otros!
Los oyentes se dieron cuenta de que esa palabra, pronunciada por él, tenía fuerza
transformadora: curaba y convertía. Y entonces empezaron a acudir a él multitud de
enfermos, lisiados, leprosos, posesos, llagados, etc., y también muchos de los enfermos que
llenaban las entradas de los templos de Asclepio, porque todos estos enfermos a quienes su
pobreza no les permite ningún remedio curativo siempre han tenido una tendencia a lo
divino, tome la expresión que tome el instinto les dice que de allí puede venir algún remedio.
Cuando Pablo invocaba *el nombre de Jesús+ sobre ellos, muchos quedaban curados,
ayudados también por su propia psique y por el contagio del entusiasmo popular.
Entonces surgió otro problema peligroso, el de los embaucadores, que usaban mi
nombre para ensalzar el suyo. Los hijos de Sceva, por ejemplo, se autoproclamaban
sacerdotes judíos y eran conjuradores; aprovechan la ocasión e intentan justificar
públicamente su poder invocando mi nombre sobre un poseso, pero éste les responde
desenmascarádoles: *A Jesús le conozco bien, y también a Pablo, pero )quiénes sois
vosotros?+, hasta se lanzó sobre ellos y maltrató a dos. Entonces aparece Pablo que invoca mi
nombre y el poseso queda liberado, con el consiguiente entusiasmo popular. Y Pablo se ve
precisado a aclarar que mi nombre es eficaz, no tanto contra las enfermedades físicas, en las
que ellos han de ser eficaces, sino contra los poderes ocultos del mal, las fuerzas tenebrosas
que perjudican al hombre, *contra los poderes, contra las potestades, contra los dominadores
de ese eón tenebroso, contra los espíritus malignos de debajo del cielo+. Combatió también a
una serie de embaucadores en la ciudad, que presumían de esos poderes a base de multitud de
fórmulas mágicas, ungüentos, escritos secretos en pedazos de pergamino; muchos de ellos
reconocieron sus abusos lanzando todos esos instrumentos a una hoguera purificadora en la
plaza pública.
Pablo fue aún más allá y predicó que el nombre de Jesús solo era completo si se le
añadía el de crucificado. Él vivía esta crucifixión empezando por la pobreza personal, pues
tanta ocupación pastoral hasta le restaba tiempo para un trabajo rentable, y por las
persecuciones que de nuevo se levantaron contra él. Hasta el punto de que más adelante
confesó haber *luchado en Éfeso con bestias feroces+.
—Para colmo —me dijo— por aquellos días me llegan noticias de que también en otras
comunidades se usaba indebidamente tu nombre, de manera que se estaba convirtiendo en
motivo de desunión.
—)Dónde?
—En Corinto, por ejemplo. Llegaron allí unos judío—cristianos de Jerusalén, presumiendo
de haber sido bautizados directamente por Pedro e incluso algunos diciendo que eran de los
que conocieron al Señor, al contrario de mí, que no te conocí y, como mucho, era apóstol de
segundo orden. *!Yo soy de Cefas(+, iban diciendo, confundiendo el nombre de Pedro con el
tuyo, y lo decían como un reto, porque era claro que mi nombre no se podía identificar con el
tuyo. Otros no se manifestaban ni por Pedro ni por mí, se sentían superiores a nosotros, los
apóstoles, y se identificaban directamente contigo: *!Yo soy de Cristo!+, proclamaban, pero
no lo decían con veneración y obediencia sino con presunción, como atribuyéndose en
exclusiva la facultad de hablar en tu nombre, porque te habían conocido en vida, repetían, al
contrario de Pablo, concluían siempre.
La cruz de la división interna le hirió aún más cuando unos mercaderes de Galacia le
dijeron que también allí habían llegado unos judío—cristianos de Jerusalén hablando contra
él porque no fue discípulo del Señor y, por tanto, no conocía bien la verdad, y que por eso
omitía decir que los convertidos del paganismo debían pasar por la circuncisión y aceptar la
Ley de Moisés. Por lo visto, aquello era una conspiración de los judaizantes de Jerusalén, que
querían recuperar influencia en las nuevas counidades cristianas, reduciendo la novedad de
Jesús a un simple matiz de renovación judía. La mucha ocupación y tensiones de Éfeso no le
permiten alejarse y escribe una carta a los Gálatas para recomponer la unidad.
En mis memorias queda bien grabado este punto de las manipulaciones de mi nombre
y otras manipulaciones religiosas. )Cuántos han usado mi nombre para imponer unas
determinadas formas religiosas o unos intereses personales? No sé si algún día me
liberaré totalmente e estas tergiversaciones. Pero también es verdad que eso con
frecuencia pone en movimiento en la Iglesia a verdaderos renovadores; son esas
situaciones las que despiertan los mejores movimientos de renovación.
Me doy cuenta de que Pablo mantiene un llamativo silencio sobre mi vida terrena,
sobre mi historia concreta y sobre mis milagros, pero no se lo comento; puesto que no
convivimos juntos, estos detalles le pasaron por alto, a él le interesaba solamente una visión
más profunda de mi persona y de la nueva Iglesia.
7) En Roma
Mi último encuentro con Pablo fue en Roma, donde llegó como prisionero por haber
apelado al emperador en un viejo contencioso que tenía con las autoridades judías que
intentaban condenarle a muerte.
—Te he oído decir que uno de tus objetivos misioneros era Roma. )Viniste a predicar?
—Exactamente no vine por eso; como te digo, me trajeron prisionero.
—)Los judíos o los romanos?
—Me trajeron los romanos para salvarme de los judíos. Digamos que vine voluntariamente
porque apelé al emperador. Tú sabes bien lo que es ser perseguido a muerte por los
hermanos.
Me recuerda que se atrevió a volver a Jerusalén y allí fue apresado por una cuestión
rebuscada en relación con el Templo, o sea, por haber estado en sus pórticos con Trófimo,
funcionario romano convertido pero sin circuncidar, que había venido con él desde Éfeso.
Inmediatamente comprendí el problema; recordaba muy bien aquel letrero que tanto me
molestaba, colgando en el patio de los gentiles, escrito en hebreo, griego y latín: *ningún
extranjero se atreva a penetrar en el santo distrito pasando la barrera. Quien fuere cogido en
flagrante, se ha de atribuir a sí mismo las consecuencias: la pena de muerte+. Acusado de
haber quebrantado esta prohibición, por introducir allí al incircunciso Trófimo, Pablo está a
punto de ser linchado allí mismo, pero es salvado por la intervención de la guardia romana y
presentado a Claudio Lisias, coronel de la guarnición.
—Al día siguiente —sigue narrando— fui presentado ante el Sanedrín, el mismo que años
atrás te condenó a ti, aún vivían algunos de sus miembros, entre ellos Caifás; el presidente
ahora era Ananías, descendiente de Anás, aunque devaluado en sus funciones por el
procurador.
Se salvó de la sentencia a muerte porque actuó con astucia: afirmando ante el tribunal
mi resurrección, suscitó el tema de la resurrección de los muertos, que dividía a los fariseos
de los saduceos, los dos grupos que dominaban el tribunal, que por ese motivo y en ese
momento se enzarzaron en una violenta discusión, aprovechada por el coronel de la
guarnición romana para sacarle de allí y alejarle de Jerusalén llevándolo a Cesarea del mar,
fundada por Herodes el Grande. Allí le presenta al gobernador Antonio Félix, residente en el
célebre palacio llamado *pretorio de Herodes+.
—La esposa de Félix era judía, hija de Herodes Agripa y sobrina de Herodes Antipas, el que
encarceló y degolló a Juan Bautista —me recordó.
Me hace estas observaciones como indicándome que nuestros caminos han sido muy
parecidos. Los Herodes, que tanto influyeron en mi vida, continuaban influyendo en la de
Pablo. Porque Pablo, para salvarse del sanedrín, que tenía derecho a juzgarlo, le dijo un día al
procurador: *Caesarem appello+. El nuevo procurador en Cesarea, Porcio Festo, se cerciora
de que efectivamente Pablo tiene ciudadanía romana y decide llevarlo a la capital del imperio
para ser juzgado directamente por la justicia romana.
—Esos días llegó al palacio Herodes Agripa, el segundo con ese nombre, que, a los pocos
días de ser nombrado rey del norte de Palestina, vino con su hermana Berenice a una visita de
cortesía al nuevo gobernador. Agripa era muy apreciado en Roma, donde se formó, y había
contribuido a que Festo fuese nombrado gobernador en Judea. Puesto que tenía que ir a
Roma, esperaría en Cesarea hasta la salida del barco y me llevaría a mí.
—Otra vez nuestras vidas en manos de un Herodes —pensé, más que dije, en voz alta.
—Estos Herodes —concluye Pablo— iban siendo cada vez menos judíos y más romanos.
Conocí bien a este Agripa durante estos días. Era culto, elegante y liberal en sus ideas.
Llevaba consigo a todas partes a su célebre hermana Berenice, que había huido de su esposo,
el magnate Polemón de Cilicia; vivían juntos ambos hermanos como rey y reina, de modo
que eran inevitables diversos rumores escandalizados. Ellos garantizarían mi llegada a Roma
como prisionero.
No me interesaba en concreto la historia de este Agripa, excepto que suponía el final
de esa dinastía herodiana que tan negramente me acompañó en mi vida. Su abuelo fue el
criminal asesino de los niños de Belén, cuando mi nacimiento; su tío mandó asesinar a Juan
Bautista, mi precursor, y se mofó de mí cuando Pilato me remitió a él; su padre acababa de
matar a mi discípulo Santiago en Jerusalén y perseguía a Pedro. Como si un negro destino les
hubiese encargado la oposición a mí y al Reino. Sin embargo, la negra dinastía se estaba
acabando mientras que el Reino se consolidaba cada vez más. De todas maneras, la dinastía
acababa mejor que empezó. Los hermanos Berenice y Agripa escucharon atentamente un
discurso—catequesis de Pablo, Berenice mostró un claro interés por el nuevo mensaje, y
Agripa, desde su condición oficial de judío, reconoció ante el procurador Festo que Pablo no
había cometido ningún delito y que se le podría dejar en libertad si no hubiera apelado al
César.
Pablo me sigue contando emocionado su llegada a Roma, con un naufragio de por
medio en la isla de Malta. A pesar de su situación legal de prisionero, en Roma vive durante
dos años en una casa alquilada, donde puede actuar libremente, aunque, si sale por la noche,
el guardián le ata a su propia muñeca con la cadena que habitualmente cuelga en la pared de
la casa. Cuando Fenio Rufo, uno de los lugartenientes de Nerón, dictamina que el
cristianismo no era ningún crimen de estado, Pablo queda libre; hace un corto viaje a Creta y
en la primavera del 67 regresa a Roma, dispuesto a cumplir su viejo de deseo de ir a España,
tenía que ir allí, adonde terminaba el imperio romano, es decir, el mundo conocido; aunque
su vida no fuese tan larga como para llevar a todo el mundo la noticia que llevaba dentro, sí
quería alcanzar toda el área mediterránea.
—Y así —concluye— hasta que llegó mi final, que tú conoces, después de haber combatido
bien tu combate y de haber recorrido tus caminos.
—También el camino del martirio.
—Sí, en Roma. Ahora el centro del cristianismo es Roma, ya no es Jerusalén; aunque
también Roma mata a tus profetas.
—)Cómo te sientes respecto a tu vida? —le pregunté saliendo de la narración de su
intensísima historia.
—Alabo a Dios que me predestinó y me bendijo con toda clase de bienes espirituales,
celestiales y humanos para cumplir esta misión. Era judío pleno, de la tribu de Benjamín, fui
formado como fariseo y escriba y fui miembro del sanedrín de mi ciudad; esto me predispuso
para ser tu enemigo, pues tú no cabías en mi judaísmo estricto, que yo tenía que defender;
sobre todo no cabían tu muerte salvadora y tu resurrección, aunque luego me he dado cuenta
de que estaba ya predispuesto para entenderlas. En Tarso predominaban las divinidades Baal
y Sandan; en la fiesta anual, durante el solsticio de verano, Sandan (identificado con
Hércules) era llevado en procesión por la ciudad para ser quemado en la hoguera, como
símbolo de la naturaleza que se quema con el ardor del verano y resucita con el buen tiempo;
como ves, las fiestas de mi pueblo conjugaban la muerte y vida y celebraban con orgías la
resurrección de sus dioses, bailando con los sacerdotes alrededor de la hoguera. En mis raíces
infantiles yo estaba ya preparado para comprender tu muerte y resurrección, que tanto
combatí al principio.
—Y también estabas predispuesto para la universalidad del cristianismo, que había de
romper pronto los moldes judíos para alcanzar el mundo entero —concluí yo—. En este
punto, la diferencia que había entre tú y mis discípulos es la misma que había entre la
cosmopolita Tarso y la campesina Galilea.
Hablamos largamente y por momentos crecía nuestra sensación de que el Reino de
Dios avanzaba con fuerza y de que nosotros dos nos perdíamos en sus inmensos márgenes.
Pablo parecía decirme: *lo importante eres tú+.
Y yo le decía: *lo importante es Dios+.
Sí, una de mis raíces más eficaces es Pablo. A veces me detengo a pensar si él y yo no
somos, como dicen algunos, cofundadores del cristianismo. )Qué idea tendrían hoy
de mí los cristianos sin la elaboración doctrinal de Pablo? )Qué derroteros habría
tomado el cristianismo sin aquel portentoso convertido de perseguidor en predicador?
Lo que más me interesa de su doctrina es cómo lo centró todo en el misterio
pascual. Es verdad, más aún de lo que yo mismo había comprendido, mi cruz será
siempre escándalo y locura para los hombres, en consecuencia, siempre provocará
rechazo; pero esa misma cruz produce vida y salvación, no por sí misma, sino por el
que muere en ella. )Quién habría imaginado que una religión fundamentada en un
crucificado estaría creciendo ininterrumpidamente durante veinte siglos?
Gracias, Pablo; ábreme las puertas del siglo veintiuno.
LUCAS, EL PRIMER HISTORIADOR DE LA IGLESIA
Lucas representa el testimonio más amplio de cómo mi persona había rebasado los
límites humanos que me vinieron dados por la raza, la judía, y por la religión, igualmente la
judía. Lucas no es judío, no ha sido discípulo mío ni siquiera me conoció en vida, no tiene
ninguna profesión religiosa sino la de médico y, sin embargo, ha escrito uno de los cuatro
evangelios con la misma fidelidad con que pudieron hacerlo Mateo y Juan, compañeros míos
en toda mi vida pastoral. Pero lo que más me interesa de él en estas memorias es su segundo
y último libro, los HECHOS DE LOS APÓSTOLES, un título quizá excesivo, porque
prácticamente solo habla de dos, Pedro y Pablo, y más del segundo que del primero.
Atravesando la gran puerta que se abre al inmenso mundo de los gentiles y de los judíos de la
Diáspora, allí está Lucas, al final del siglo primero. Ya habían pasado suficientes años
después de mi muerte para saber cómo iban los asuntos del Reino.
Le encuentro en Antioquía, su ciudad natal. Por su formación médica ha captado bien
algunos detalles de mi persona, como el de mi sudor de sangre en el Huerto; estaba
acostumbrado a reconocer a los pacientes por los signos de su cuerpo y por aquel sudor captó
certeramente mi agonía interior y el esfuerzo atlético que estaba haciendo por llegar al final.
Me recuerda que la primera comunidad cristiana de Antioquía fue fundada por Pablo,
aunque, cuando él la conoció ya Pablo había marchado de aquella ciudad, empujado siempre
por el viento del Espíritu; pero recuerda perfectamente a algunos sus miembros destacados,
como Bernabé, Manahén, Lucio el Cirineo o Simeón el Negro. Integrado en la comunidad,
quiso conocer mejor las raíces de aquella nueva religión y se puso a viajar apostólicamente,
bastantes veces acompañando a Pablo, y así pudo constatar cómo empujaba el nuevo aliento
de Dios durante los treinta años siguientes a mi vuelta al Padre, con cuyo relato inicia el
libro. El contacto más cercano a mí fue el que tuvo en Jerusalén con los *ancianos+ de aquella
iglesia, especialmente con Santiago, a quien todos conocían como *hermano del Señor+, y
Manasón, a quien llamaban *antiguo discípulo+.
Precisamente él, que no me conoció, es el que más elabora los relatos de mi infancia,
hasta transmite mis genealogías, mucho más amplias de lo que yo conocía.
—)Qué pretendes con esas genealogías? —le pregunto curioso, dando por descontado que no
son del todo exactas y que esto no le preocupa.
—Yo escribía para los cristianos convertidos del paganismo, pero sabía que también me leían
los judíos —me explica—. Esos relatos, que yo aprendí de las comunidades, pretenden
demostrar, ante los judíos, que tú no eras un hombre ordinario pues no has nacido como el
común de los mortales, y ante los paganos, que no eres como uno de los héroes de sus
mitologías, nacidos de la relación carnal de un dios con una mujer; además demostraban,
frente a los docetas, que eres verdaderamente hombre, pues has nacido de mujer.
Lucas parece responder desde las explicaciones que los teólogos posteriores dan de
sus textos.
—Con esos relatos —le pregunto, buscando esa influencia teológica—, )querías enunciar
*hechos+ reales o eran eso que los teólogos posteriores llamarán *teolegúmenos+, enunciados
teológicos en forma de relatos, de donde hay que entresacar el contenido pero no lo
propiamente narrativo?
Le recuerdo que la genealogía de Mateo empieza por Abraham, mientras que la suya
se alarga hasta Adán.
—Dicen —le hablo con la explicación que he leído en comentaristas— que la que empieza
en Abraham quiere demostrar, por estar escrita para judíos, que en mí se cumplían las
promesas patriarcales y que era descendiente davídico; mientras que la tuya, que termina en
Adán, por estar escrita para paganos, pretende mostrar que soy hombre universal.
En lugar de responder directo, me cuenta que se informó cuidadosamente para
escribir todos sus relatos.
—Una de mis fuentes fue Pablo, con quien contacté en Éfeso, ciudad del Asia Menor, cerca
de la costa, bien situada sobre unas colinas y con una llanura fértil. Por cierto que por
entonces Pablo empezó a denunciar los idolillos y cualquier otra imagen idolátrica con tanta
eficacia que peligró el comercio de los plateros que fabricaban las imágenes de Diana, lo que
le provocó un serio tumulto que le obligó a huir. Luego le acompañé dos años en Roma,
durante su arresto domiciliario, y aquí tuve trato personal con Marcos, de cuyo evangelio
incorporo casi un 60 por ciento en el mío. Durante este tiempo busqué información entre
personas que te habían conocido o que habían oído hablar de ti a los testigos de primera hora.
Usé documentos escritos y también tradiciones orales que ya entonces circulaban por la
Iglesia.
Me sigue contando que en Antioquía, donde fue bautizado, entró en contacto con
Manahén, compañero de infancia de Herodes Agripa, y a través de él conoció a Juana, esposa
de Cusa, mayordomo de Antipas; estas fuentes le informaron casi de primera mano sobre mis
complicadas relaciones con Herodes Antipas. También conoció al diácono Felipe, que
evangelizó Samaria, y así se enteró de lo sucedido en esta región.
—Hasta pude hablar con aquella mujer arrepentida que lloró sobre tus pies en el banquete de
Simón —me recuerda emocionado—; ella misma me contó su conversión y me pidió que
guardase su anonimato.
Me dice que también en Éfeso contactó con Juan y, sobre todo, con mi madre, un
encuentro privilegiado que llenó su vida; parece que en esa época mi madre hablaba de los
misterios de mi encarnación con más facilidad de lo que lo hacía viviendo yo, era su manera
de colaborar al reino. Naturalmente, todas estas fuentes sobre mi persona le sirvieron
igualmente de información sobre las actividades de los apóstoles. Quiere que quede clara la
seriedad de todo lo que narra, tanto en el evangelio como en los Hechos.
—Por cierto, Lucas, )sabes que algunos te sitúan en Alejandría estudiando medicina, y que
otros hasta te llegan a hacer arzobispo de esa ciudad? En este caso, conocerías las leyendas
egipcias que hacen nacer a un faraón de la unión de dioses con una mujer.
—No es preciso haber estado en Alejandría para saber que, según la mitología egipcia,
algunos dioses tomaron forma humana, concretamente la del esposo, para fecundar a la
madre del futuro faraón; y que los dioses Osiris, bajo el aspecto de toro o buey, y de Apis,
bajo el aspecto de asno, estuvieron presentes en el nacimiento del faraón. Pero en mi
comunidad no se conocían estas narraciones. Mis fuentes de información, como te digo,
fueron otras.
—)No influyeron esas mitologías en tu relato?
—Uno nunca conoce del todo las lejanas influencias que pueden tener sus ideas, pero ya te
digo que mis fuentes fueron otras, muy cercanas a ti, es decir, a los acontecimientos.
—)Qué piensas tú —insisto— de esas mitologías, repetidas, que hablan de dioses
engendrando a faraones o reyes?
—A reyes, tú lo dices bien, nunca a personajes sin relieve. Durante muchos años tú fuiste un
anónimo, socialmente insignificante, nadie se habría atrevido a atribuirte una de esas
mitologías, teogamias me parece que las llaman.)Sabes lo que pienso? Que esas mitologías
antiguas sirvieron, al menos, para preparar el camino de nuestra fe, eran adivinanzas,
anticipos de lo que algún día sucedería de forma similar. Creo que pertenecen a la
metodología de Dios.
—Muchas veces he pensado en las lejanas raíces que nuestros antepasados, desde Abraham,
trajeron de Egipto.
—Y en las que dejaron —completa Lucas, que muestra una certeza absoluta de los hechos
que él relata—. Mis fuentes eran más inmediatas y más ciertas que aquellas lejanas
influencias.
Del diálogo deduzco que, para la primitiva comunidad, mi encarnación era
ciertamente mucho más que una generación normal de una pareja normal: aparecen ángeles
que anuncian una revelación y traen paz a los testigos perturbados por los acontecimientos,
hay luz celestial en forma de estrella y alegría manifestada por cantos angélicos.
—)Te das cuenta, Lucas, de que haces intervenir los mismos elementos que intervienen en
mi resurrección?
No lo había pretendido, pero la luz de la resurrección iluminaba ya al recién nacido.
La mano de Dios estaba con él, como se acostumbraba demostrar con otros personajes del
Antiguo Testamento, donde frecuentemente aparecían signos del cielo, predicciones de
adivinos, visitas de personajes famosos. Aunque ni en la primera predicación apostólica ni en
Pablo fueron recogidos estos fenómenos, más adelante sí, y avanzaron hasta afirmar que *el
Verbo se hizo carne+, elevando aún más el concepto de mi generación.
No me extraña las discusiones de hoy sobre si se trató de hechos reales o de mensajes
teológicos y espirituales a través de unos modelos narrativos.
En mis memorias queda registrado este origen mucho más que sus expresiones;
escuchando a Lucas, aprendí a distinguir lo personal de los hechos narrativos. Era
necesario destacar mi personalidad humana real ante los ataques a mi divinidad o a la
imposibilidad de que, siendo Dios, pudiese ser también hombre real. Y me pregunto:
)acaso hoy, con la evolución cultural, asustan los hechos *maravillosos+?
A veces me sorprendía a mí mismo imaginando la anunciación del ángel a mi madre
como la imaginaron los apócrifos y la pintaron más tarde los artistas: mi madre
sentada hilando púrpura que saca de un cesto de mimbre a sus pies; o vestida de reina,
sentada ante el edificio del templo o de la casa de José, mientras teje rodeada de
cuatro ángeles; o junto a una fuente, donde ha ido a buscar agua.
Lucas es delicado y me cuenta que, cuando mis padres llegaron a la posada de Belén,
no es que no les admitiesen sino que mi padre consideró que, con tantas caravanas y sus
animales, aquél no era lugar adecuado por las voces, gritos, apretujones por todos los
rincones, disputas, olor de los animales y las personas... y María a punto de dar a luz. Buscó
una cueva de las muchas que había alrededor y que los campesinos usaban también como
cabaña o cuadra y en ella se introdujeron. Me agrada este dato, igual que el de la mula y el
buey, aunque sea un apócrifo posterior el que lo ha introducido; indica que toda la creación
se asociaba a mi nacimiento, y lo hacía representada en cabañas pobres y en animales
humildes y útiles, no en los poderosos ni depredadores.
En mis memorias, lo mismo que en la piedad popular, queda recogido así el dato, sin
preocuparme de las opiniones eruditas que dicen que mi nacimiento debió de suceder en
Nazaret, pues aquí recibió mi madre el anuncio del ángel, aquí estaba su vivienda y además
estaba anunciado que Jesús había de ser nazareo, a pesar que era una tierra tan insignificante
que de ella no podía salir nada bueno.
—Ya ves, Lucas, aquel Belén ha quedado perpetuado en multitud de *belenes+. Ahora ya
podemos pasar al punto que hoy más me interesa, al final de mi vida, a tu libro sobre los
*Hechos+.
Pedro y Pablo
Lo primero era, según Lucas, mostrar que continuaban mis obras de sanación y de anuncio
del reino para mostrar que yo seguía vivo y activo en los míos.
—Porque sabes bien, Jesús —me explica—, que el anuncio llega a la gente si se hace visible
en unas obras.
Hice un leve asentimiento de cabeza y siguió explicándome cómo, en aquella
comunidad, continuaban las obras de oración, de predicación y de curaciones. Fieles a sus
tradiciones judías, Pedro y Juan iban diariamente a media tarde a orar al templo, donde curan
al conocido paralítico que pedía limosna en la Puerta Hermosa; el paralítico recuperado se
agarra a ellos y les sigue hasta el pórtico de Salomón, que rápidamente se llena de público
asombrado y agradecido. Pedro aprovecha la ocasión para predicar, anunciando que el
milagro se había realizado en nombre de Jesús, a quien ellos habían rechazado y al que Dios
había glorificado. El impacto del milagro y el de la predicación fue tan fuerte que aquel día
se convirtieron unos cinco mil.
—Aquel primer discurso —me dice— dejaba claro que nada había concluido con tu
desaparición, al contrario, todo seguía adelante porque tú continuabas vivo y seguías
haciendo las mismas obras en favor de los demás y el mismo anuncio. Pero algo había
cambiado, su predicación no era exactamente como la tuya: mientras tú predicabas el Reino
de Dios, ellos te predicaban a ti.
También continuaba la persecución; el mismo Consejo de jefes del pueblo, senadores
y letrados que me había apresado a mí les apresó también a ellos; pero Pedro les sorprendió
con un discurso proclamando a Jesús como el Mesías, tan fuerte y bien planteado que
rebasaba sus capacidades de pescador. El problema para los responsables israelitas era fuerte,
pero imparable: obras como la curación del paralítico, discursos con aquella fuerza y altura
espiritual estaban ya agitando al pueblo, igual que en los días del Nazareno; más, ahora más
que antes, el tal Jesús era presentado como el verdadero Mesías, lo que suponía que ellos
podrían ser acusados por el pueblo de haber actuado contra el Mesías de Dios. En la
confusión, los detuvieron pero no tuvieron más remedio que soltar a Pedro y Juan, a quienes
seguía acompañando fielmente el paralítico, empeñado en demostrar que su recuperación era
completa y que estaba agradecido.
La oración diaria de los apóstoles en el templo demostraba que no renunciaban a sus
raíces judías, que no maldecían el templo, que todo lo que hasta entonces habían sido lo
incorporaban a su nueva fe. )Por qué hablar de rupturas violentas entre Jesús y el templo,
entre los nuevos cristianos y el judaísmo? Si esa ruptura se daba es porque la imponían las
autoridades judías, pero no por la exigencia interna de los acontecimientos.
—A mí, que no soy judío —concluyó Lucas—, éste es uno de los puntos que más me
sorprendió. )Por qué las autoridades se empeñaron tan violentamente en que la nueva
religión era contraria al judaísmo? No era otro árbol, sino solo un fruto nuevo. No era una
negación, sino una evolución.
—Lo que no se explica desde los contenidos —le respondí— se explica desde los intereses
personales. Cuando en una religión terminan predominando las fórmulas y ritos sobre el
contenido, sus defensores atacan violentamente cualquier ingerencia extraña y, además, creen
defender lo derechos de Dios.
—Esto es lo primero que quise demostrar: que no estaba naciendo otra iglesia nueva, sino
que era lo misma que tú pusiste en marcha llamándola reino de Dios. Igual que nació y era
estando tú continuaba siendo cuando ya no eras visible. Nadie había traicionado tu mensaje
ni tu tarea, nadie pretendía suplantarla por otra cosa distinta. La misma persecución por los
mismos motivos indicaba que estábamos en la misma causa.
Ahí, en lo profundo de mis memorias, están las raíces eclesiales. En este gigantesco
árbol que es la Iglesia se secan algunas ramas, se podan otras y nacen otras nuevas,
pero las raíces permanecen inmutables. Las ramas y los frutos varían, según lugares y
circunstancias, pero las raíces no sufren ninguna variación. Lo proclamo para
estimular a concilios, sínodos, capítulos, asambleas, movimientos espirituales y
pastorales, a que se reafirmen en estas raíces, son fuente inagotable de novedades, que
no teman ninguna novedad que venga de esa raíz.
El hecho de que llegase mi Espíritu, según les había prometido, confirmó a todos en que
andaban en el buen camino, que estaban siguiendo mi obra, y despertó en ellos una energía
muy superior a la que ya tenían.
Me he dado cuenta de que Lucas, en sus escritos, es el que más referencias hace al
Espíritu Santo. Inicia su evangelio constatando las palabras del ángel a mi madre, asombrada
y recelosa: *el Espíritu Santo bajará sobre ti y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su
sombra+. Ni Lucas ni mi madre entendieron aquí el Espíritu como una persona divina,
concepto que rebasaba la cultura religiosa de la época, pero mi madre sabía muy bien que
aquello era obra de Dios.
Este es el punto más fontal de mis memorias. El hijo no es solo fruto de la carne, sino
del espíritu amoroso de los padres, es mucho más que las células del coito de los
padres; de alguna manera, el hijo preexiste en la relación amorosa de los padres, en su
deseo y decisión de llamarlo a la vida y de ayudarle a que pueda decir *yo+. Lo más
grande que me ha sucedido es saber que soy hijo de Dios, y lo sería igualmente si mis
padres me hubiesen engendrado carnalmente. La maravilla de estos relatos conducen
a creer en algo más allá de lo que cuentan, invitan a la creencia. Pronto me di cuenta
de que ese Espíritu que produce generación produce también inspiración, por Él supe
que era el Verbo.
La nueva comunidad
Los nuevos creyentes estaban impactados por los prodigios de aquellos días, y nadie
sabía, ni ellos, hasta dónde llegarían en su conversión. Un grupo de ellos empezó a construir
una nueva, fuerte y sorprendente comunidad.
No era una comunidad como la de los esenios, recluidos en sus monasterios de la
zona de Qumrán, que solo algunos conocían, ni como las de los grupos de fariseos ni como
las de los discípulos de los grandes maestros de la Ley; tal vez lo más parecido serían las
antiguas comunidades de profetas, desgraciadamente desaparecidas mucho tiempo atrás. Lo
que Lucas descubrió a partir de su conversión era una comunidad del todo nueva respecto a
todo lo que él conocía.
—)Llevaban algún signo? —le pregunto.
Dudó un momento, no conoció directamente la comunidad primera y no había oído
hablar de ningún signo externo, como el de las filacterias que ponían en sus mangas los
escribas, por ejemplo. Rápidamente reaccionó y me dijo:
—Sí, había varios signos, y muy claros.
Y empezó a hablarme de esos signos, como si él hubiese participado de esa
comunidad original.
El primer signo es que tenían un mismo pensar y sentir. (Ojalá ese signo hubiese continuado
igual en todas las nuevas comunidades!, porque ya había constatado él fuertes diferencias de
pensamiento y de sentimiento en algunas. Cuando las ideas básicas son las mismas y todos
las sienten e interpretan de la misma manera, nadie podrá romper esa comunidad.
Por si esto fuera poco, esa unidad interior se expresaba en otra exterior, mucho más
llamativa: lo ponían todo en común, la propiedad particular pasaba a ser comunitaria y
habían hecho realidad el viejo sueño de que cada uno colabore según su posibilidad y reciba
según su necesidad. )Cuándo se había visto algo semejante? Eso rompía la ley del egoísmo
que crea la mayor parte de los problemas en la sociedad.
—)Qué piensas tú de eso, Lucas?
—)Qué puedo pensar, sino con admiración, Señor? Nadie pasaba necesidad, porque los que
tenían tierras o casas las vendían y llevaban el dinero a la propiedad común para que se
repartiese según lo que cada uno necesitaba.
—Sin embargo...
—Sí —respondió tras un instante de vacilación ante mi objeción insinuada—, pronto se
empobrecieron y hubo que hacer colectas en otras comunidades de fuera para ayudarles; se
preocuparon más de repartir que de ganar y esto lleva a la pobreza, no es un buen método
social. Pero entonces aquél fue un gran signo que convenció a muchos, de ninguna otra
manera se les podría haber convencido tanto.
Otro signo, me siguió diciendo, era la fuerza con que anunciaban la resurrección del
Señor Jesús. Se podía entender que había finalizado una etapa y empezaba otra, pero no que
acababa Uno y empezaba Otro; el mismo que había muerto estaba resucitado, el mismo que
ellos condenaron había sido rehabilitado por Dios, los mismos que fueron sus discípulos
continuaban siéndolo. Se había producido un inmenso cambio en la manera de estar y
presentarse el Señor, pero Él no había cambiado. Ni siquiera el cambio del Señor por el
Espíritu era sustancial, pues siempre habían estado tan unidos que constituían un solo ser.
Además la comunidad, al crecer, empezó a organizarse. Los discípulos tenían que
preocuparse de anunciar el mensaje y, también, de servir a la mesa de los necesitados, que
eran muchos; así que decidieron repartir funciones y propusieron la elección de siete
ayudantes o diáconos, que atendieran ese servicio material de la mesa, pero también eso
habían de hacerlo con espíritu y habilidad; ellos, los discípulos, seguirían animando las
reuniones de oración, la celebración de la fracción del pan y el anuncio del mensaje de Jesús.
Un fenómeno maravilloso que surgió en esas comunidades fue el de los carismas,
dones especiales que el Espíritu concedía a algunos miembros para que los pusiesen al
servicio del bien común. Me recuerda Lucas que este mismo fenómeno lo encontró después
en las comunidades fundadas por Pablo, aún le dura el impacto que le causó una de las
primeras reuniones a las que asistió y pasa a contármela.
—Inmediatamente después de celebrar la eucaristía, uno de los presentes empezó a hablar en
una lengua desconocida o en unos sonidos ininteligibles; me explicaron que aquel hermano
poseía el don de lenguas. Como nadie le había entendido, pero creían que algo importante
había comunicado, se levantó otro que interpretó lo que había dicho el que acababa de hablar;
según me dijeron, tenía el don de interpretación. Mi asombro aumentó cuando se levantó
otro, impuso las manos sobre un anciano enfermo, oró sobre él y le sanó; tenía el don de
curaciones. Por fin, salió otro que públicamente consoló a una recién viuda de la comunidad,
de forma que la dejó realmente aliviada; éste tenía el don de la misericordia. Lo más
sorprendente es que toda la comunidad veía esto como normal, pues muchas veces habían
presenciado los mismos gestos, porque aquellos hermanos poseían realmente esos dones o
carismas y los ejercían en favor de los demás. Y en otras reuniones posteriores pude
comprobar otros carismas, como el de Profecía, el de Enseñanza, el de Milagros, el de
Discreción de espíritus, el de Gobierno, el de Pastor, etc. Como comprenderás, quedé
sorprendido y entusiasmado de lo vivas que eran aquellas comunidades.
Esto le llevó a pensar que así se cumplía la última promesa que yo les había hecho:
*yo estaré con vosotros siempre+. El *con vosotros+ quería decir en cuanto fuesen comunidad,
pues ya lo eran.
El viento universal
Sin embargo, al principio, todos eran judíos, con alguna excepción, como la del recién
diácono Nicolás, prosélito de Antioquía.
—Era lógico —le comento—, yo fui judío, también lo fueron mis apóstoles y mis oyentes y
les encomendé que evangelizasen primero a Israel.
—Pero los apóstoles —explica— se dieron cuenta pronto de que la comunidad, a pesar de
que crecía, prácticamente se reducía a la ciudad santa, donde había sucedido lo más
importante, la Crucifixión, la Resurrección y Pentecostés. Había que abrirla. Y resultó que la
primera acción misionera vino impuesta por las circunstancias más que por un a
planificación.
Los mismos que se opusieron a mí, antes de mi muerte, se oponían también a ellos y,
al mismo tiempo que crecía el número de los convertidos, crecía la persecución, y los
perseguidos se dispersaron por Judea y Samaria. Pero no fueron allá acobardados y con un
prudente silencio, sino anunciando la Resurrección de Jesús, asegurando que Dios me había
proclamado Mesías y ratificando su anuncio con signos de vida. Acababan de romper las
fronteras de Jerusalén.
—Así fue como el mensaje del Resucitado fue alcanzando a todo Israel —siguió hablando—.
De momento no sintieron la necesidad de romper fronteras, porque tú tampoco las habías
roto y porque seguían creyendo que el pueblo judío era el elegido de Dios y el primer
llamado a la conversión. En todo caso, cuando se presentase la ocasión, llevarían el nuevo
mensaje a los judíos de la diáspora, una tarea tan amplia que podía llenar la vida de todos los
presentes, pues eran multitud de comunidades israelitas dispersas por todo el mundo
conocido. De todas formas, el testimonio que se daba en Jerusalén tenía siempre un eco
internacional, porque ninguna ciudad atraía tanto forastero como aquella; así fue como un
ministro del tesoro de la reina de Etiopía, eunuco por más señas, que había venido a Jerusalén
en peregrinación, se encontró con Felipe, que lo instruyó y bautizó, y luego siguió su camino
llevando la primera simiente cristiana a su tierra.
Lucas, además de hábil escritor, era un vivo narrador, y se animaba contando aquella
primera fase que él no había conocido directamente, aunque la conoció más tarde, cuando
aún vivía por lo menos uno de los diáconos.
—Sin embargo —concluyó—, la gran expansión misionera se produjo al romperse las
fronteras del judaísmo, cuando se decidieron a evangelizar a los gentiles. Y aquí entra, sobre
todo, Pablo, a quien yo conocí y acompañé, especialmente en el tramo final de su vida. A esa
expansión debo yo mi fe y el estar ahora contigo.
El ciclo de Pablo
—Amigo Lucas —le digo, con una objeción de partida—, sabes que estoy repasando mis
memorias, que incluyen todo lo que se refiere a mí mientras vivieron mis discípulos. Pablo
no era de los Doce apóstoles, ni de los setenta y dos discípulos, ni de los siete diáconos, ni
me conoció en la carne. )Tú crees que aportará algo nuevo a mis memorias personales?
Lucas se da cuenta de que mi objeción no es tal, sino una forma humorística de
reconocer el papel tan destacado que él le concede a Pablo en su libro de los Hechos de los
Apóstoles, que es su apóstol preferido...
—De los demás apóstoles —me dice en serio— ya hablé en mi evangelio; ahora me
correspondía hablar de Pablo, el último de los Apóstoles, título que los demás le
reconocieron formalmente. Si hablé de los Doce, a quienes no conocí, )cómo no iba a hablar
del que conocí directamente y al que acompañé y que me hizo partícipe de su apostolado?
—Entonces —sigo objetando, esta vez un poco más en serio—, tu libro son, en todo caso,
memorias de Pablo, pero no mías.
—No, Jesús —replica rápido, como quien no puede tener duda en ese punto—, mi
entusiasmo por Pablo es entusiasmo por Aquél que le entusiasmó, el Cristo. )Le conoces,
verdad?.
Ahora la pregunta irónica le corresponde a él y yo solo le respondo con una sonrisa
complaciente.
Me dice que en Pablo descubrió una parte importante de mis memorias, pero no de mi
vida terrena ni de mis actividades directas, porque Pablo no me había conocido físicamente,
por eso no habla en sus cartas de mi realidad y actividad histórica y por lo mismo él tampoco
lo hace en su libro.
—Pablo —sigue diciendo— me descubrió tus memorias más como Cristo que como Jesús.
No me describió la crucifixión, yo nunca he presenciado ninguna, pero me habló de la fuerza
salvadora del Crucificado en el pequeño Gólgota. No intentó explicarme nunca cómo sucedió
tu resurrección, pero me enseñó que, ya resucitado, continúas cumpliendo la función de
resucitador de todos nosotros. Es el que mejor ha descubierto y explicado lo que había detrás
y en el fondo de tu humanidad. En esa línea iba todo lo que Pablo incorporó a tus memorias.
Lucas descubrió, a través de Pablo, que mi persona había pasado por una larga etapa
teológica de reflexión de contenidos y, sobre todo, de profundización de mi ser y de lo que el
Padre hacía a través de mi humanidad. En esa profundización Pablo se encontró con la
divinidad, que no pudo separar de mi persona. De manera que mis memorias, en él, son
humano—divinas, trascienden una reflexión sencilla y se adentran en profundidades que a mí
mismo me costó descubrir en los días de la carne. He de confesar que, en las memorias de
Pablo, yo mismo he descubierto dimensiones de mi persona que superaban mis propias
reflexiones; muchos aspectos de Dios en mí fueron más intuidos que comprendidos; la
elaboración doctrinal de Pablo ha abierto también las visiones de mi inteligencia.
Con Lucas no hablo de los viajes misioneros de Pablo en el mundo gentil, en algunos
de los cuales le acompañó, con accidentes intermedios de naufragios, flagelaciones y
presiones. Lo que ahora me interesa es que Lucas me redescubra esa parte de mis memorias
que es la prisión de Pablo en Roma y su martirio, dejando en la Iglesia una fuente
potentísima de sangre y de vida.
Prisión romana
Lucas me cuenta, como ya he recogido en otra parte de las memorias, que Pablo fue hecho
prisionero en Jerusalén, acusado por los judíos de haber introducido en el Templo a un
incircunciso, y por esa acusación fue a parar prisionero a Roma.
En realidad, fue rechazado y apresado por lo mismo que me rechazaron a mí. Una
parte insuprimible de mis memorias vivas, y me temo que futuras, es ese rechazo
permanente de ciertos sectores religiosos, aprovechando cualquier motivo directo o
indirecto.
En lugar de encerrarle dentro del Castro Pretorio, donde estaban los presos comunes,
le conceden la más suave prisión catalogada como custodia militaris, y puede residir en su
casa, una alquilada, bajo la vigilancia permanente de un soldado; unas condiciones benignas
que a Pablo le permitieron ejercer activamente su predicación. Si recuerdo otra vez todo esto,
ya narrado, es porque se acerca el final de mis memorias y los datos se vuelven más
relevantes y se graban más en el corazón. Yo estaba prisionero con Pablo, durante dos años
seguidos, y por eso lo tengo tan grabado.
Lucas no ha dejado escrito cómo fue liberado, pues lo que importaba era la liberación
y los nuevos movimientos de Pablo, no tanto los motivos.
Por lo tanto, en este punto me remito a mis propias memorias interiores, pues yo
también llevo escritos dentro los *Hechos+ de aquella prisión que sufrí con Pablo.
Le vi sufrir a Pablo porque la prisión, aunque mitigada, le impedía el trabajo manual,
con el que siempre se ganó la vida, y, sobre todo, le impedía acudir a las sinagogas y
lugares públicos, donde me anunciaba y participaba en las discusiones religiosas;
estas dos privaciones le hacían sufrir mucho más que la cadena que le unía al
pretoriano.
Las prisiones que me hacen sufrir hoy son las que me impiden ejercer mi función
salvadora.
Los cristianos de Roma y luego las comunidades de Oriente corrieron con los gastos
de su casa y manutención durante aquellos días, en que no podía trabajar. Y, al cabo de dos
años, le vi disfrutar de nuevo de la libertad, seguramente porque la acusación primera por la
que estaba preso venía de los judíos de Jerusalén, pero los acusadores no se presentaron en
Roma en todo este tiempo para el pertinente juicio, y Pablo debió defenderse bien a sí
mismo.
—)Es verdad —le pregunto repentinamente— que con tus Hechos pretendías preparar una
documentación adecuada para probar la inocencia de Pablo en el juicio, puesto que los
diversos gobernadores romanos que habían intervenido en su apresamiento fueron más sus
defensores que sus acusadores?
—Es verdad que también pensé en eso, pues en Roma Pablo no disponía de ningún abogado
defensor y temíamos la larga influencia de los judíos de Jerusalén. Pero la finalidad del libro
era mucho más amplia.
Me cuenta cómo Pablo aprovecha la nueva libertad para viajar hasta España y
después a Éfeso, donde se encontraron y donde deja a su fiel compañero Timoteo para seguir
hasta Macedonia, desde donde le escribe una carta en la que le dice: *en cuanto a mí, a punto
estoy de derramarme en libaciones, siendo ya inminente el tiempo de mi partida+. Pablo
siente que su libertad es provisional y que pronto le llegará la hora final.
Esas intuiciones de una condena inminente me son muy cercanas, uno puede sentir
con toda claridad que *ha llegado la hora+. Esa intuición es ya una pasión y una
ofrenda anticipada de la vida; también están bien grabadas en mis memorias. Aún
ahora, lo que más me acerca a las situaciones humanas, no es la inteligencia divina,
sino la intuición.
De pronto, en algún lugar que Lucas desconoce, le volvieron a hacer preso, esta vez la
policía imperial, y de nuevo aparece en Roma, no ya en la suavizada custodia militaris de la
primera vez, sino en la custodia publica, en la prisión pública, con delincuentes comunes,
donde escasamente puede recibir visitas de conocidos.
—Yo estuve a su lado esos días —me dice Lucas—. Lo que más le hacía sufrir no era la
dureza de la prisión sino la incomunicación, que le impedía predicar. La noticia corrió por las
comunidades, pero eran muy difíciles y peligrosos aquellos días, porque ya se hablaba de que
el emperador Nerón iba a declarar religio ilícita a la cristiana, lo que equivalía a una declara-
ción oficial de persecución.
Esta auyenta u oculta a los cristianos y Pablo se queda aún más solo en su prisión;
algunos cristianos viajan a Roma para ayudarle, entre ellos Onesiforo, al que le costó muchas
gestiones hasta dar con el prisionero. Emociona ver cómo Pablo añoraba a Lucas, en parte
por sus conocimientos médicos y, sobre todo, porque se desenvolvía muy bien por Roma y
podía realizar sus encargos, y cómo escribe a Tito pidiéndole que venga y que le traiga el
raído abrigo y los pergaminos que se había dejado en Tróade.
—El caso es —concluye Lucas— que me encontré casi solo para ayudarle aquellos últimos
días, para lo cual había de sobornar a la guardia y no tenía posibilidades; me ayudaron
algunos hermanos de la comunidad de Roma, pero era peligroso y la mayoría prefirieron no
dejarse ver mucho.
Hace una pausa. Aquellas condiciones de la prisión de Pablo aún le duelen. Hablando
suavemente, como si aun perdurasen las condiciones sospechosas de aquellos días, continúa:
—Un día le sacaron para una audiencia de proceso y le condenaron a pena capital, que se
ejecutaría dos días después. Me dio tiempo para avisar a algunos cristianos y le
acompañamos camino de la ejecución, en las afueras de Roma, en el lugar que llaman de las
Aquas Salvias, camino de Ardea. Le sacaron encadenado. Le conducía un centurión, al cargo
de unos pretorianos. Antes de ejecutarle, aun le flagelaron terriblemente; era penoso ver
aquel cuerpo ya anciano y debilitado sufriendo los horribles latigazos. Pero aún era más
horrible escuchar las burlas e insultos de un grupo de judíos del Trastevere que habían
querido presenciar el final de su enemigo.
A Lucas aún le duele el relato, del que no le gusta hablar. Y resume como en un
telegrama:
—Un soldado le decapitó de un terrible golpe.
Una pequeña pausa para reponerse del impacto de sus propias palabras y sigue
narrando que, cuando los pretorianos y los judíos se marcharon, el pequeño grupo de
cristianos recogieron el cadáver para sepultarle cerca de Roma.
Respeto la nueva pausa de Lucas, su silencio fervoroso y dolorido por el maestro de
quien tanto aprendió, y sigo yo:
—Pero esto ya no lo recoges en tus Hechos, que se interrumpen bruscamente con la primera
prisión y la relativa libertad de que Pablo gozaba, *predicándoles el reino de Dios y
enseñando lo que se refiere al Señor Jesús Mesías con toda libertad, sin estorbos +. Está claro
que este final te parece mucho más apropiado para Pablo que el que me acabas de contar. )
No habría sido conveniente que hubieses contado en el libro también la segunda prisión y su
martirio?
—Interrumpí el libro sin proponérmelo —me explica—, como un impulso. No me detuve a
pensar los motivos.
—Sin embargo, a mí me gustaría hablarlo contigo. Tengo la impresión de que ése podía ser
un buen final para mis memorias.
Lucas reconoce que los capítulos anteriores dan la impresión de estar orientados al
proceso y la sentencia romana de Padblo, donde fue llevado por haber apelado al César; pero
él da más importancia a su proceso en Jerusalén y Judea, porque se parece más al mío, y por
eso lo narra con más detenimiento. Por otra parte, coincidiendo con el final de Pablo, sucedió
el terrible incendio de Roma en la primavera del año 64, que en nueve días destruyó diez de
las catorce regiones en que se dividía la ciudad. Nerón, que estaba fuera de la ciudad, es el
presunto responsable de ese terrible incendio, pero logra que la culpa recaiga sobre la secta
de los cristianos, contra los que empieza una terrible persecución, lo que hizo que el mártir
Pablo fuese seguido de millares y millares de nuevos mártires.
—Una idea mía se quebró en ese momento —confiesa Lucas—. Yo pensaba que el imperio
romano podía entenderse bien con el reino de Dios anunciado por ti; de hecho, respecto a
nosotros, las autoridades romanas habían sido mucho más condescendientes que las judías, la
misma prisión primera de Pablo lo demostraba. De pronto, todo se volvía al revés, el imperio
se convertía en el principal enemigo y perseguidor. )Qué podía seguir escribiendo? )sobre la
*multitud ingente+ de los sacrificados o la terrible maldad de aquella gran Meretriz, que era
Roma, encabezada por el emperador? Aparte de que en aquel terrible ambiente era imposible
seguir escribiendo. Así que ese mismo año, el del incendio, saqué a la luz pública los Hechos
que tenía redactados, como testimonio vivo de cómo había sido todo hasta ese momento, y
dejando el futuro en manos de los mártires. Los nuevos cristianos, de Roma y de cualquier
ciudad gentil, sabrían cómo habían sido las cosas desde el principio, que es lo que pretendía
con mi libro.
Escuché atentamente a Lucas y pensé que tenía razón, pero sé que le influyó también
en esta abrupta conclusión literaria el retraso escatológico. Los primeros cristianos esperaban
una pronta segunda venida de Cristo, lo que, al retrasarse, dio origen a inquietudes y dudas, a
las que Lucas responde planteando que éste es el tiempo de la Iglesia, centrada en el
presente, lo que daba a todo el plan de salvación una dimensión temporal y sociopolítica.
Esto suponía un cambio de perspectiva. Tal vez Lucas pensó que, puesto que yo no busqué
conflictos con el orden político que encontré, tampoco los cristianos debían buscarlos con el
orden romano, lo que agradaría a éstos.
Sentí una especial sensación de vida y de muerte al entrar en aquella ciudad donde los míos
estaban siendo perseguidos y martirizados, la misma sensación de los últimos días en
Jerusalén. Para venir ahora aquí he seguido el consejo del gran Tertuliano: *Recorre las
Iglesias apostólicas, donde todavía presiden las cátedras de los apóstoles. Si estás cerca de
Italia, tienes que ir a Roma, de donde nosotros también recibimos la autoridad. Esta Iglesia
cuán feliz es, pues los apóstoles derramaron con su sangre toda su doctrina; donde Pedro es
asemejado en la Pasión al Señor, donde Pablo es coronado con la muerte de Juan+.
Le dije que no quería ir a ninguna de las basílicas o grandes salas de los romanos
influyentes, algunos de los cuales, al convertirse, las cedían para las reuniones de las
comunidades cristianas, que esos días actuaban clandestinamente, pues nuestra presencia
agravaría su peligro, yo solo quería acompañarle a él. Buscamos un lugar tranquilo, huyendo
de los más transitados, nos sentamos en un banco de piedra y le pregunté, recordando los
inicios:
—)Por qué te decidiste a seguirme, Pedro?
Me miró, entre añorante y sorprendido, se dio cuenta de que me refería a su primer
seguimiento, y me respondió sencillamente:
—Mi hermano Andrés me habló de un encuentro contigo en el Jordán, y luego tú nos
encontraste en la ribera de nuestro lago. Nos invitaste y te seguimos. )No lo recuerdas,
Maestro?
Su pregunta iba acompañada de un brillo de entusiasmo en el fondo de las pupilas;
eso sucedió hacía ya bastantes años y los dos guardábamos caliente aquel momento. Con
todos los apóstoles sucedió algo parecido, pero Pedro fue siempre el más entusiasmado. Más
de una vez tuve que moderar y corregir sus excesos, que por otra parte no me molestaban, era
un hombre vitalista que ponía toda su vida en mi seguimiento. Su entusiasmo podía llevarle a
alguna postura imprudente, pero nunca superficial, se comprometía todo entero en cada paso
que daba conmigo. El entusiasmo tampoco le impedía madurar las ideas y estructurar su fe en
forma de verdades doctrinales aptas para ser enseñadas. Poco antes de este último encuentro
había escrito dos cartas, llenas de doctrina, a las comunidades de Asia Menor, animándolas
en las dificultades propias del caminar de la fe cristiana, que son superiores incluso a las de la
persecución externa.
—)Recuerdas, Pedro, cuando el entusiasmo te llevó a caminar sobre las aguas del lago para
ir a mi encuentro?
—Sí, pero pronto empecé a hundirme, me falló la fe —contesta, corrigiéndose con humildad.
Aquello fue un gesto de entusiasmo, más que de fe. Ahora el entusiasmo no se
demuestra andando sobre las aguas, sino permaneciendo en Roma en estos días de martirio.
Si la prudencia le llevó a salir de la ciudad para continuar siendo útil a la Iglesia, el
entusiasmo de verme le ha devuelto rápidamente dentro. El verdadero entusiasmo se
manifiesta estando conmigo en los lugares y con aquellos con los que estoy.
Constato en estas memorias que el entusiasmo ha sido el principal motor que ha
empujado la transmisión de la fe durante estos primeros veinte siglos. El entusiasmo lanzó a
los apóstoles a inyectar la fe cristiana en la gentilidad, algo que un cálculo mínimamente
lógico habría considerado imposible, pero sus motores interiores eran mucho más poderosos
que su cabeza. El entusiasmo ha movido la gigantesca actividad misionera de la Iglesia, con
una fuerza superior a la de cualquier otra fuerza social, donde siempre se mezclan formas de
interés personal. El entusiasmo ha movido la construcción de las catedrales, donde la fuerza
del espíritu era superior a la de la técnica y obligó a fórmulas nuevas que hiciesen posibles
aquellas alturas. El entusiasmo ha movido a los fundadores de congregaciones religiosas y de
movimientos cristianos, generando familias gigantescas muy superiores a las capacidades
humanas de aquellos hombres. El entusiasmo ha movido la interminable y brillante lista de
los mártires. Está claro que el entusiasmo de Pedro ha seguido muy vivo en multitud de
continuadores.
Me pregunto ahora si el entusiasmo con que se inició el siglo primero sigue igual de
vivo para iniciar el siglo veintiuno. Los creyentes se han multiplicado, ayudados
también por la propia generación demográfica; cuando ésta se detiene, también lo
hace el avance de los creyentes, al menos estadísticamente. )Podría el entusiasmo
religioso suplir incluso los efectos de las carencias demográficas? Tal vez. En
cualquier caso, si esto fuesen unas memorias de futuro, lo primero que desearía es
aquel entusiasmo de los orígenes tan vivamente condensado en Pedro.
Deseo que los cristianos entren en el siglo veintiuno con el mismo entusiasmo con
que Pedro volvió a entrar en Roma.
Roma también pertenece a mis raíces. El cambio de Jerusalén a Roma fue rápido y se
ha mantenido por encima de persecuciones y expansiones geográficas del Evangelio.
Constituye una de las mayores fidelidades externas. Veinte siglos después, Roma es el
centro del cristianismo, la sede del papado y el despacho de las decisiones oficiales de
la Iglesia. )En el siglo veintiuno será también el corazón de toda la Iglesia, su centro
de regeneración espiritual, el que purifique y bombee toda su sangre? )O acaso es
mejor que uno sea el centro oficial y otro, el corazón vital? )No sucederá cada vez
más que la sangre se limpia mejor en la periferia para luego regenerar el centro? )
Acaso no existe el peligro de que Roma se convierta en la Jerusalén de mis tiempos,
mientras que la regeneración venga de fuera de sus murallas, de los calvarios?
El futuro inmediato de Pedro, como el mío en los últimos días de Jerusalén, ya estaba
*escrito+; las circunstancias, a las que se acomoda la voluntad del Padre, así lo determinaban.
El 19 de julio del 64 un terrible incendio asoló las amontonadas y quebradizas casas
de numerosos barrios de Roma, mientras Nerón, joven de 26 años, estaba en su villa de
Antium (Anzio). El joven emperador arreció ferozmente la persecución contra los cristianos
para derivar hacia ellos la responsabilidad del terrible incendio; corrió entre el público la
noticia de que aquel fuego había sido promovido por el mismo emperador en uno de sus
locos caprichos y la única forma de cortar el peligroso rumor fue achacarlo a los cristianos,
de quienes se contaban horrendas leyendas de sacrificios y banquetes humanos.
—Ha llegado la hora, Pedro —le dije, antes de separarnos—. La hora de morir.
—La hora de entregar la vida, Señor —me aclaró, recordando que yo también había dicho
que no me quitaban la vida, sino que la entregaba.
—La hora de la crucifixión —insistí.
—Y la hora de la glorificación —me precisó él, aludiendo a palabras mías poco antes de ser
ejecutado.
Me miró como sorprendido de una idea repentina, y me dijo:
—Los cristianos están muriendo en el circo, arrojados a las fieras o decapitados. Esa es la
muerte que me espera. )Por qué me dices que moriré crucificado?
—Porque así corresponde al primer pastor de toda la Iglesia. El discípulo no ha de correr
mejor suerte que la de su maestro.
Su mirada se entusiasmó al responder:
—Esta es mi mejor suerte, Señor, morir como tú.
Me despedí de él con un *hasta pronto+ y me fui.
Estaba a punto de acabar la persecución de Nerón, en el año 14 de su reinado. Y un
29 de junio del año 67, Pedro fue crucificado en el Vaticano. Me dijeron luego que pidió ser
crucificado cabeza abajo, por no considerarse digno de morir exactamente como yo; era una
forma de crucifixión que, de vez en cuando, se usaba en Roma. Consideró aquella cruz como
su mayor gloria personal. Así es como su memoria ha quedado en los cristianos, que
aprendieron de él a no darle excesiva importancia al sufrimiento físico, convertido en
glorificación.
No murió solo, un grupo de cristianos estuvo presente en el tormento glorioso y luego
recogieron el cadáver para darle honrosa sepultura en la vía Aurelia, junto al templo de
Apolo y bastante cerca del palacio de Nerón, deseando que también a él le alcanzase la
redención mediante la sangre. Todo sucedió como en mi muerte y sepultura. También aquí
los discípulos miraron y se fijaron bien dónde lo habían puesto y honraron el lugar con la
sepultura de otros cristianos. Aunque también eran sepultados en aquella necrópolis muchos
paganos, la sepultura de Pedro quedó claramente fijada en la mente de los cristianos, que
pronto la convirtieron en lugar de peregrinación. Los grandes mausoleos paganos que se
fueron levantando en aquel entorno no despistaron nunca la tradición ininterrumpida de la
tumba de Pedro, vigilada atentamente por la devoción popular.
Los mártires siguen vivos y ponen a los vivos en movimiento; los restos de Pedro
siguieron acompañando el caminar de los cristianos, lo mismo que los huesos de José
acompañaron a los israelitas en el desierto.
Pasó siglo y medio y una nueva persecución bajo un nuevo emperador, Valeriano,
movió a los cristianos a trasladar los restos de Pedro a un lugar más seguro, las catacumbas
de San Sebastián. No mucho después, pasada la persecución, creyeron que el lugar más
adecuado para aquellos restos era el mismo donde Pedro había sido crucificado y los
devolvieron definitivamente a la tumba del Vaticano. Ninguno de los que hicieron aquel
devoto y honroso traslado podía imaginar que otro emperador, Constantino, convertido a la
fe cristiana, construiría en aquel lugar una gran basílica. Y menos aún podían imaginar la
inmensa basílica y los edificios del Vaticano de hoy.
)Tiene todo esto suficiente categoría histórica para constar en unas memorias? Ya os
he dicho que, en estas memorias, doy por válido todo lo que expresa la verdad, aunque tenga
envoltorios de leyenda. Y la verdad es que el potente Vaticano se levanta sobre los restos de
Pedro, coincidiendo la gigantesca cúpula de Miguel Ángel con la humilde tumba del
pescador de Galilea transformado en primer papa.
Mi vicario o representante
Lo más interesante para mis memorias es el papel que Pedro y sus sucesores cumplen
respecto a mi presencia hoy en la Iglesia.
Recuerdo vivamente el día en que nombré a Pedro como fundamento de la Iglesia
naciente. Era verano y habíamos hecho una gira misionera por ciudades fuera de Galilea,
incluso por algunas de la Decápolis, hasta llegar a Cesarea de Filipo, fuertemente
contaminada de paganismo. Quizá por esto me pareció un buen momento para interesarme
por la fe de las gentes por donde íbamos pasando y para una profesión pública de fe por parte
de mis discípulos. Puesto que ellos estaban más cerca de las gentes, sin la distancia que
siempre marca la admiración por mis gestos milagrosos, les pregunté qué decían de mí y me
explicaron que me confundían con alguno de los grandes profetas ya muertos, pero
resucitado; era claramente una respuesta de admiración pero no de fe. Entonces les pregunté
directamente a ellos:
—Y vosotros, )quién decís que soy?
Hasta yo quedé sorprendido de la rapidez y seguridad con que Pedro respondió:
—Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo.
De hecho, sin saberlo, Pedro había dado respuesta a una pregunta fundamental: )
adónde conduce la historia de todo el Antiguo Testamento? Podía quedar reducido a Israel y
sus instituciones básicas y seguir indefinidamente esa historia fundada en unas promesas,
movida por la esperanza de su cumplimiento y defraudada porque nunca se alcanzan. Pedro
tiene una visión más amplia y confiesa que Israel debe salir de sí mismo produciendo en su
propia entraña un ser llamado el Mesías, que identifica con mi persona y no con los
conceptos oficiales del mesianismo. Pedro, desde su corazón, era un visionario acertado.
Hacía tiempo que yo quería hacer un pronunciamiento público sobre las funciones de
Pedro, a quien había corregido públicamente en alguna ocasión. Ése era el
momento.*(Dichoso tú, Simón, hijo de Jonás! —dije en voz alta—. Porque eso no te lo ha
revelado nadie de carne y hueso, sino mi Padre del cielo. Ahora te digo yo: Tú eres Pedro, y
sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y el poder de la muerte no la derrotará. Te daré las
llaves del Reino de Dios; así, lo que ates o desates en la tierra quedará atado o desatado en el
cielo+.
El grupo recibió positivamente mis palabras, tuve la sensación de que me entendían,
aunque no llegasen a captar todo su sentido. De hecho, Pedro encabeza todas las listas
apostólicas de los evangelios y su primacía ha sido claramente aceptada por el grupo. Que
siguió cumpliendo esa función y que continuó siendo reconocida después de mi vuelta al
Padre queda reflejado en las catacumbas, donde es representado en un puesto de honor entre
los santos que me acompañan o como pastor introduciendo el rebaño de las almas en el cielo
o con las llaves que abren ese cielo en las manos.
Así hemos llegado al final del siglo veinte. Una larga lista de papas ha sido
reconocida como sucesores de Pedro y como mis representantes en la dirección de la Iglesia.
Una lista bastante blanca, con claroscuros y algunas negruras llamativas. Si la lista la hubiese
confeccionado yo personalmente, como hice con el primero, habría variado algunos nombres,
pero también he sabido encajar en aquellos representantes que la libertad humana me
deparó; la de elegir es una de las facultades delegadas en mi Iglesia.
Acabo este capítulo hablando de los *Pedros+ que yo deseo para el siglo veintiuno.
—)Sigues pensando que son necesarios? —me pregunta alguien.
—Sí, por eso elegí a Pedro.
—Pero algunos...
—Los fallos también existieron en Pedro. Si en esta lista no hubiese lugar para los errores e
incluso para el pecado, )quién podría estar en ella?
—)Qué esperas de los papas del futuro?
—Lo mismo que esperé de Pedro.
Para mis memorias de futuro recojo algunos de los puntos que más espero de los
*Pedros+ del siglo XXI.
Que sean roca. A Pedro le llamé kephas, roca; no fue una originalidad del momento,
pues así le llamaban algunos compañeros debido a su carácter; la gran familia de la
Iglesia necesita un padre, que ha de ser también organizador, capaz de soportar todo
su peso. En cuanto a mis representantes, estoy más dispuesto a tolerar ciertas culpas
personales que las debilidades en el ejercicio de su tarea. La fortaleza no excluye
debilidades personales, ya Pedro me negó públicamente, pero sí incluye la capacidad
de llorar las propias culpas.
Que sean más pastores que gobernantes, aunque también esto lo necesito. Pastores
que conozcan a las ovejas, no solo las tendencias ideológicas o las presiones que
lleguen desde distintos lugares. La Iglesia es, por encima de todo, una familia, donde
siempre ha de prevalecer una buena relación personal. Por eso han de superar la
institución para estar cerca del rebaño. En esto se ha distinguir el encargo de atar y
desatar, en todo lo que afecte a la esencia de la familia eclesial y a la buena relación
entre las personas.
Que se distingan por la atención a las ovejas descarriadas o malheridas. La Iglesia es
familia universal pero se ha de señalar por su preocupación especial por los más
necesitados de ésa y de otras familias. De continuo tengo que recordar que el buen
pastor no se distingue tanto por tener un inmenso rebaño conducido con las mejores
técnicas, sino por ser capaz de cargar sobre sus hombros a la oveja perdida y al
cordero débil que no puede seguir el paso. La caridad práctica con cualquier clase de
necesitado es la profesión de fe más reconocida en este mundo.
Por aquellos mismos días empecé a anunciar a los discípulos que tenía que subir a
Jerusalén donde padecería, sería ejecutado y resucitaría. Pedro, en nombre de todos, rechazó
este planteamiento: *(No lo permita Dios, Señor! Eso no puede pasarte+. A pesar de mi fuerte
reprobación por lo que acababa de decir, aún en Getsemaní seguía pensando lo mismo y
quiso rechazar esa cruz con su propia espada, cortando la oreja de uno de los asaltantes con el
mismo cuchillo que había empleado para cortar el cordero, a pesar de la prohibición romana
de que los judíos llevasen armas y menos de noche y en la ciudad. Le hirió expresamente en
la oreja derecha, lo que se interpretaba como una humillación porque había pretendido
humillarme a mí con el arresto. Pero en estas memorias queda ya recogido cómo Pedro vivió
personalmente su cruz al final. La Iglesia seguirá resucitando a una vida más intensa desde
sus propias cruces internas y desde las cruces que vaya redimiendo. El papa ha de empujar
siempre a la Iglesia a los campos donde haya cruces y crucificadores que salvar.
Para incorporar a mis memorias recojo de Juan la primera y última parte de sus
escritos, el prólogo de su evangelio por una parte y el Apocalipsis, por otra.
No me importa si fue escrito directamente por él o por su discípulo Juan el Presbítero,
es lo mismo. Aquella visión que cerró mi primer siglo, el de mi historia personal,
quiero que cierre también el siglo veinte y que abra el veintiuno.
El origen eterno
Durante siglos los pensadores cristianos han reflexionado esa afirmación y a eso lo
llaman preexistencia, con lo que quieren decir, no solo que yo tenía una existencia en
la eternidad ya desde antes de nacer, sino también una preexistencia en la historia; mi
existencia, corta en el tiempo, es interminable en el antes y en el después; puesto que
soy plenitud de los tiempos, mi encarnación la entienden como una entrada en el
tiempo, pero mi vida viene ya de antes, de la eternidad. Me agrada pensar que vengo
de la eternidad para llenar el tiempo y que entro en el tiempo para darle un destino
eterno. Que vengo de mucho antes lo indican los anuncios angélicos y las figuras
proféticas que acompañan el relato previo a la encarnación.
Y ahora el Apocalipsis
Para hablar del final, empiezo por unas preguntas previas a Juan, ya realmente
anciano, pero lúcido.
—)Cuál fue el motivo de este Apocalipsis?
—La persecución —contesta rápido—. Nuestra corta historia era abundante ya en
persecuciones, promovidas primero por el mundo judío y luego por el romano.
Me emociona la palabra persecución pronunciada por él; dice una tradición antigua
que previamente fue condenado por el senado romano a una tina de aceite hirviendo, en la
Puerta Latina en Roma, de la que salió milagrosamente ileso, y entonces le deportaron a la
isla de Patmos, donde encontró otros muchos deportados.
—)Qué pretendes con ese libro?
—Preparar a las iglesias de Asia Menor frente a esa persecución, que se avecinaba muy dura;
el emperador Domiciano la había iniciado contra los que se negaban a darle culto personal.
Yo quería animar con la perspectiva del premio a esas comunidades perseguidas, muy
queridas para mí, hacerlas fuertes frente al sufrimiento y el martirio. Había que dejar bien
asentado que el reino de Dios, aunque a través de muchas vicisitudes, terminará triunfando en
la historia.
—)Dudabas de tus comunidades?
—No exactamente, pero quería preparar en particular a las iglesias del Asia Menor frente a
esa persecución del emperador Domiciano. Y lo más animador resulta la seguridad del
triunfo final.
En aquel paso del siglo primero al segundo, el cristianismo había crecido tanto que un
responsable romano la llamaba la *epidemia de esta superstición+.
—En verdad, Señor —decía Juan entusiasmado—, estábamos en todas partes, en las ciudades
y en los pueblos, y alcanzábamos todas las clases sociales y todas las edades; éramos ya, de
verdad, una familia universal reunida en tu nombre. La cosa llegó a tal punto que muchos
templos paganos se quedaron sin fieles y los sacrificadores se quejaban porque ya no había
quien les comprase carne sacrificada.
—(Qué cambio con aquellos días en que no podíamos ni siquiera con nuestro pequeño pueblo
israelita! —exclamé ante aquel empuje.
—Es que ahora la gente ya no creía por tus milagros sino por la fuerza de tu cruz y
resurrección —me explica—. Por eso todo el crecimiento fue acompañado de persecuciones.
A Asia Menor llegó como gobernador Plinio, enviado por el emperador, y permaneció allí
dos años. He de confesar que no actuaba contra nosotros solo por ser cristianos, sino por las
acusaciones que le llegaban en contra nuestra; no le molestaba nuestra fe, sino que no
sacrificásemos nada a los dioses de Roma y al emperador, ni siquiera la ofrenda de un poco
de vino e incienso; él aseguraba que este culto uniforme al emperador favorecía el orden
social. Nos condenaba por nuestra obstinación y contumacia más que por nuestra fe cristiana.
Esto nos obligaba a una vida mucho más honrada.
En aquel ambiente, la iglesia entera se sentía perseguida y el martirio acechaba
escondido tras cualquier acusación. Para prevenir y fortalecer a las iglesias, nada mejor que
la visión del triunfo final.
—)Y por qué escogiste ese estilo apocalíptico, a base de visiones, imágenes y simbolismos?
—Tú sabes, Señor, lo frecuente que era este estilo entre nosotros, teníamos una aptitud
especial para entenderlo. Comprendíamos de inmediato que el *trono+ significaba la
soberanía divina y que el *mar de vidrio+ mezclado con fuego expresaba la inalcanzable
santidad de Dios; que la *huida del cielo y de la tierra+ hacía alusión al juicio y que la *plaga
de langostas+ y las *tropas de caballería+ se referían al pecado colectivo de nuestro pueblo;
entendíamos que ciudades como Sodoma, Egipto o Babilonia aludían a Roma, la poderosa
ciudad de nuestro mundo que se oponía al reino de Dios, igual que la nueva Jerusalén se
refería a la Iglesia; entendíamos de inmediato simbolismos como el de los colores: el rojo
expresaba el martirio, mientras el escarlata se refería a la lujuria o a la ostentación; hasta los
números tenían para nosotros un claro sentido distinto del matemático: el cuatro expresaba
los cuatro puntos cardinales y el siete o el cuarenta significaban perfección. Más que un estilo
literario, lo apocalíptico es una mentalidad, especialmente religiosa. Así era nuestra
mentalidad y cultura y por eso resultaba la mejor manera de entender los grandes anuncios,
sobre todo cuando se referían al futuro.
—Porque del futuro se trataba, )verdad? —insisto.
—Del futuro y del presente, pues pretendía que el verdadero futuro, el último, iluminase el
presente. Y cuando se trata del futuro definitivo, la seguridad nos viene de ti y la
comprensión, del lenguaje simbólico.
El mensaje del libro me sitúa en una mentalidad escatológica y cósmica. Estas palabras
resultan demasiado solemnes para el hombre actual, muy acostumbrado a lo inmediato, pero
son las que mejor expresan el futuro del cristianismo.
El Apocalipsis nos traslada, de golpe, a lo escatológico, al final. Incluso hoy,
cerrando el siglo veinte, cuando repaso la larga y complicada historia del reino de Dios, me
pregunto: )cómo serán las cosas al final? Ninguna institución de la historia humana cuenta
con un bagaje tan amplio y complicado de acontecimientos, de avances y retrocesos, de
situaciones de gracia y de pecado. A veces intento hacer un balance, pero pronto desisto. Este
mundo, y la Iglesia como parte intrínseca de él, camina hacia un destino, que cada vez tiene
más al alcance de la mano pero que nunca termina de lograr. A mí me interesa mucho más el
futuro que los balances.
Hablar de reino de Dios, de gracia, de pecado, de Iglesia, etc., remite a las grandes
preguntas finales, que se mantienen clavadas en el horizonte último, por lo que nunca
desaparecen cuando vamos conquistando horizontes inmediatos, pues siempre aparece otro
con las mismas preguntas. Así es como, ante el inmediato y largo horizonte del siglo
veintiuno, las preguntas resurgen como llamas de fuego.
El final, por lo tanto, se nos manifiesta en primer término como una serie de
preguntas fundamentales, que afectan a la esencia y el destino final de las cosas y de los
acontecimientos. )Habrá un final o todo será una ingente repetición, un inacabable volver a
empezar? )En qué consistirá ese final? )Cómo nos afectará? )El final lo hemos de entender
también en sentido temporal o solamente en sentido interno, como si las cosas hubiesen
llegado, por fin, a lo que tenían que ser? )Cómo afecta mi persona a ese final? )Cuál es el
sentido último de la historia?
Estas preguntas escatológicas incluyen también unas preguntas cósmicas, porque los
acontecimientos, aunque parecen suceder cada uno por su parte, se mantienen unidos y
colaboran a una única historia y un fin total; no todo es igualmente importante, pero nada es
superfluo, nada se puede dejar de lado. En este mundo, en el orden presente, se da una
permanente contraposición entre el poder del bien y el del mal; basta abrir un momento los
ojos para percibir la constante lucha y oposición entre las cosas negativas y las positivas,
entre las fuerzas del bien y las del mal, como si estuviesen animadas por espíritus
contradictorios.
Veinte siglos de cristianismo es ya tiempo suficiente para buscar una visión total, no
solo un balance de lo pasado y un proyecto para el futuro. Es una buena hora para lo esencial,
para lo nuclear, para la verdad que se encierra en la multitud de historias sucedidas y por
suceder, para descubrir si todo está colaborando al sentido último que Dios ha hado al
mundo.
—)Nos lo revela el Apocalipsis? —le pregunto a Juan.
—Esa es su función —me responde rápido.
—Sin embargo, parece que lo apocalíptico se expresa en formas ininteligibles y que solo nos
afirma que hay cosas secretas.
—Es mucho más —me replica—. Apocalipsis significa revelación, manifestación. Este
lenguaje no pretende poner sellos irrompibles, sino lo contrario, romperlos y revelarnos sus
secretos.
Con la primera luz de la mañana en el horizonte que se divisaba desde el monte Athos
simbolizando la del nuevo siglo, hablamos largamente en su isla de Patmos, abiertos a
aquella pequeña tierra, al inmenso mar y al inconmensurable universo y, a través de todo
ello, a la infinitud amorosa del Padre que puso en marcha el cosmos y la historia.
En estas memorias recojo esta vivencia de la historia del mundo como historia de
salvación y declaro que me ayudó siempre a una vivencia religiosa comprometida,
porque la historia se realiza a través de compromisos concretos. Así lo aprendí de
grandes profetas, como Isaías, Ezequiel, Zacarías y Daniel, y en personajes
legendarios de nuestro pueblo, como los Macabeos. Confío que el siglo veintiuno
empuje con fuerza la historia de Dios en la historia social.
—)Te has preguntado, Juan, por qué la historia de nuestro pueblo, elegido de Dios, ha sido
tan complicada, por qué cada uno de sus avances ha ido acompañado de guerras?
—Muchas veces, Señor. Y lo mismo me preguntan los cristianos sobre ti, )por qué la
oposición y la cruz?
—Quizá —digo como reflexión, más que como respuesta— porque en mi pueblo y en mi
persona se resume la historia universal y ésta no avanza si no es con oposición y lucha
permanente. Aún no se conoce una historia popular limpia como el agua de un río que busca
libremente su curso; no hay historia sin sangre.
El Apocalipsis esarrolla poéticamente este punto con sus visiones de los siete sellos y
las siete trompetas y las copas.
Le pido a Juan que me aclare, al menos, la primera fase, la de los sellos que se van
abriendo para dar paso a caballos y jinetes. El mundo es una inmensa carrera de jinetes en
salto de obstáculos, compitiendo con los dioses para superarlos; el reino de Dios es esa
misma carrera, pero no para superar a nadie, sino para unirnos y llegar juntos a la meta. En la
carrera se infiltran jinetes peligrosos, pero Dios nos va abriendo sellos que guardan
indicaciones seguras y hermosas sorpresas para alcanzar la meta. El sello de la última
sorpresa lo abrirá Cristo para entrar en la gloria.
Como aquel jinete armado de arco que conducía las famosas fuerzas de choque de los
persas, que nunca fueron derrotadas por los romanos, así, al abrirse el primer sello, aparece
triunfal el jinete Anticristo, victorioso sobre un caballo blanco, para confundir a todos. El
mal resulta más peligroso cuando se reviste de bien, los falsos Mesías han confundido a
muchos precisamente por presentarse como verdaderos. Este poderoso jinete solo será
derrotado al final, desarmado por el Mesías. En este jinete están representados todos los
poderes hostiles a Dios y a la creación.
—Confundir a los buenos —sigue Juan— es también lo que pretende el segundo caballo,
rojo, que tiene *el poder de quitar la paz a la tierra y de hacer que se degüellen unos a
otros+.
Al escuchar esta frase no pude por menos de pensar en las terribles guerras civiles. El
jinete de la salvación solo avanzará si en la historia desterramos todas las guerras, incluso las
llamadas *guerras santas+ o *religiosas+. Aunque técnicamente este jinete es hoy más
poderoso que nunca, pues tiene capacidad de matar con un solo acto y a distancia a millones
de personas, confío que en el siglo veintiuno empiece a morir por desuso y por
aniquilamiento. El tercer caballo, negro, señala las consecuencias de la guerra: hambre,
pestes, desgracias de todo tipo. La salvación avanza, a nivel de humanidad, en la medida en
que son desterradas estas desgracias, en que ya no se deja circular a este negro jinete; aunque,
(queda tanto aún!
—El cuarto caballo —sigue explicando Juan— es bayo, amarillento como el cadáver, está
montado por el jinete muerte y le acompaña el Hades; representa a la muerte en todas sus
formas.
Pienso que representa especialmente las muertes provocadas, porque hoy más que
nunca sabemos que hay muertes provocadas, que son la mayor rémora de la salvación
histórica. Es preciso recordar que este amarillo caballo de la muerte, como el negro de la
guerra, tiene fijado un tiempo y una medida que no puede rebasar. Juan lo sabe bien, pero
muchos lo olvidan desanimados ante su terrible poder destructor
Los primeros cuatro sellos han abierto la puerta a cuatro terribles jinetes de la muerte.
Pero quedan otros sellos más positivos, aun sin salir del terreno de la muerte.
—El quinto sello —continúa Juan— da paso a los mártires, todos los que fueron
*degollados por causa de la palabra de Dios y del testimonio que tenían +; lo mismo que en el
altar del templo se sacrificaban animales significando que su vida era una ofrenda a Dios,
ahora en el altar del cielo son sacrificados y ofrecidos los mártires, que se constituyen en
intercesores de sus hermanos y claman pidiendo justicia para los que quedan en la tierra, por
lo que son honrados con túnicas blancas mientras se les invita a que esperen aún un poco de
tiempo, pues ha de completarse el número de sus consiervos y hermanos. )Es que no ha
habido suficiente sufrimiento, es que no bastan los que ya han padecido por causa del Reino?
La pregunta de Juan me sorprende, como si él mismo se viese rebasado por su propia
visión. Le ha herido el sufrimiento de los hermanos más que el propio.
Seguidamente me explica que el sexto sello no da paso a ningún jinete, sino que habla
de terremotos y de sol y luna oscurecidos, es la naturaleza que también sufre, el problema
adquiere dimensiones cósmicas.
—Si embargo —le comento— el terror que esto produce da paso a la esperanza, pues ésos
mismos son los signos que preceden al juicio universal, así los describí yo en alguna ocasión;
cuando hasta la naturaleza, que el hombre creía tener dominada, se revela, al hombre solo le
queda la esperanza del gran juicio de Dios.
La esperanza proclamada
Este es un buen momento para empezar a destacar a los salvados, los elegidos de la tierra y
los elegidos del cielo. A pesar de las persecuciones y de las dificultades, a pesar de la
complicada caducidad de este mundo, los justos se han de sentir seguros, pues serán
conducidos ante el trono de Dios, ya han sido marcados por el ángel del Señor con un sello
de su propiedad; igual que los ganaderos marcaban con un sello a sus ganados y los
practicantes de algunos cultos se marcaban con el sello de su dios, así son marcados los justos
para que no les alcancen los castigos. Los marcados son ciento cuarenta y cuatro mil, que
simbólicamente es una cantidad mucho más ingente de lo que indica su valor matemático;
serán doce mil de cada una de las doce tribus; es decir, todo el pueblo de Dios gozará,
finalmente, del cumplimiento pleno de las promesas. Les precede un hermoso anuncio:
*Éstos son los que vienen de la gran tribulación, lavaron sus vestidos y los blanquearon en
la sangre del cordero+. Vivirán una felicidad plena, *no tendrán más hambre ni tendrán más
sed; ni caerá sobre ellos el sol ni ardor alguno +, es decir, será una felicidad eterna que
consuma la felicidad histórica. Esto es comprensible *porque el Cordero, que está en medio
del trono, los apacentará y los guiará a fuentes de aguas de vida. Y enjugará Dios toda
lágrima de sus ojos+.
—Contrariamente a lo esperado cuando se abre este séptimo sello —dice Juan en tono
resignado—, aún no es el momento maravilloso de la definitiva salvación de Dios; al
contrario, comienza otro ciclo de siete plagas, que se describen como visiones de trompetas y
que tienen también un sentido positivo, señalan el *comienzo del doloroso alumbramiento+;
las dolorosas pruebas hacen más apremiante la conversión.
—Además —completo yo— encuentro que toda esta descripción tiene un carácter de liturgia
salvífica. Los sacerdotes de nuestro templo llevaban carbones encendidos en una copa de
oro, transportándolos del altar de los holocaustos al de los perfumes, y esparcían sobre ellos
el incienso; mientras tanto, otros anunciaban afuera con trompetas el momento de la
adoración. Ahora los ángeles hacen de sacerdotes, su trompeta anuncia los acontecimientos
escatológicos. Queda revelado que todo lo que sucede en la tierra ha sido antes preparado y
fijado en el cielo, y que en el cielo volverá a encontrar su sentido y complemento final. Lo
terreno y lo supraterreno siguen relacionados.
—Por fin —dice gozoso Juan—, con el toque de la séptima trompeta se da paso
definitivamente al Salvador. Primero, aparece una mujer luminosa en dolores de parto, dando
a luz un hijo, que es ferozmente perseguido por el dragón, por lo que, para salvarle, es
arrebatado hasta Dios, donde se encuentra seguro. El dragón no desiste y planta batalla
incluso en el cielo, pero es derrotado por los ángeles presididos por Miguel. Finalmente todos
pudieron cantar: *ahora ya llegó la salvación, el poder, el reino de nuestro Dios y el imperio
de su ungido+. El dragón vuelve entonces a la tierra y se dedica a perseguir ferozmente a la
mujer que ha dado a luz al portador. Es una batalla que parece no terminar nunca.
—Naturalmente, Juan, en este punto, como comprenderás, es donde me veo más
directamente aludido.
Aunque para Juan aquella mujer brillante a punto de dar a luz alude al pueblo de
Israel, a mí me agrada pensar que se refiere a mi madre, que es la que mejor resume todo lo
positivo de mi pueblo; su gloriosa maternidad no la liberó de emigraciones, incomprensiones
y de ser testigo directo de la crucifixión de su hijo. En mis memorias esta madre tiene
siempre un papel relevante, es tan entrañable que envuelve toda mi vida de ternura y tan
fuerte que vencerá al dragón.
Sin embargo, en el relato apocalíptico esa mujer se refiere a la Iglesia. Veinte siglos
lleva perseguida por el dragón, que a veces la ha reducido a situación de desierto, pero que
no ha logrado detener su expansión. El dragón Anticristo y su profeta lugarteniente han
realizado prodigios y han logrado confundir a muchas gentes, pero los seguidores del
Cordero disponen de la sabiduría suficiente para desenmascararlo y el aliento sobrenatural
del Padre logra mantener viva esta gran madre que es la Iglesia, que sigue generando hijos
para la salvación. Siguen abriéndose sellos que muestran el amor de Dios a todos los
hombres; yo soy el encargado de abrirlos. El sello triunfal, )cuándo se abrirá?
Sacando conclusiones
Al final del relato de Juan, me quedo sacando conclusiones de cara al futuro. En la paz
monacal del monte, desde la larga historia cristiana de Patmos, voy sacando puntos que
quedaron inscritos en mis memorias.
! Habrá un juicio.
Y cada cosa, cada persona, cada una de sus obras quedará clarificada en su verdadero
ser, en su esencia, en su valor. Reconozco que frecuentemente es difícil discernir el bien y el
mal, lo acertado y lo equivocado, lo cristiano y lo no cristiano; nada ni nadie, en la tierra y en
el tiempo, es del todo santo o del todo pecado. Por fin, todo se clarificará, a partir de ese
momento no habrá más confusiones.
En ese punto será definitivamente derrotado el mal y sus centros de poder,
representados en el Anticristo. Este juicio significa que el mal no es eterno y tampoco lo son
sus agentes.
El juicio no precisa tanto de una sentencia sino de una luz. Cada conducta lleva en sí
misma su propia sentencia, sin necesidad de que nadie la pronuncie Quisiera que en el nuevo
siglo se clarificasen más la Iglesia y los cristianos y las conductas de mis seguidores.
Lo que este juicio pretende es la adoración de Dios, el único plena e infinitamente
perfecto: *Temed a Dios y dadle gloria, porque ha llegado la hora de su juicio. Adorad al
que hizo el cielo y la tierra, el mar y los manantiales de aguas+.
! Parusía.
Por lo que respecta a mí, hay un punto que me entusiasma especialmente al final del
Apocalipsis. Lo llaman la parusía y también mi *segunda venida+, punto al que yo mismo
hice referencia en mi discurso sobre el final. Como esto son unas memorias y no un libro de
teología, no voy a detenerme en los significados de la palabra *parusía+, tan lejana hoy de la
mentalidad popular. Baste decir que no se refiere a una nueva encarnación, como la primera
de hace veinte siglos.
Los escritores inspirados hablan de un momento en que habrá una gran apoteosis: de
mi persona, de mi obra redentora, de aniquilación del anticristo y todos los demás enemigos,
de recompensa para todos mis seguidores después de una clara rendición de cuentas
universal, de reunión gloriosa de todos los pueblos para ser entregados al Padre....En
definitiva, será un día triunfal, para mí y para todos los seguidores. Por eso va acompañado
de la resurrección. Esto es la parusía.
Por fin, no solo seré el Salvador de todos, sino que seré reconocido como tal. El acto
tendrá, por tanto, una dimensión universal. Toda la humanidad reconocerá quién soy. Yo
también sueño con ese momento, pero no en sentido triunfalista, sino solo para que el reino
de la verdad y del amor lleguen a su plenitud, pues a eso he venido al mundo, a enseñar a
amar.
El acontecimiento será tan grande que solo puede ser descrito con signos
imaginativos: vestidos de gloria y majestad, acompañamiento de ángeles, inmensa reunión de
todos los escogidos llegados desde los cuatro vientos, llamativas manifestaciones cósmicas.
Que nadie se empeñe en leer estos signos como si fuesen descriptivos para deducir cuándo y
cómo sucederán las cosas. Aunque Juan parece aludir a un momento urgente, puesto que la
Iglesia está sufriendo dura persecución, el cuándo sucederá pertenece al secreto del Padre.
En el cambio de siglo, esta parusía se os comunica solo para animaros en el camino,
para seguir firmes en el tiempo.
! Palabras de futuro.
Sabed que la salvación todavía está oculta en el tiempo, solo veis sus reflejos y
realizaciones parciales.
Lo que será es aún esclavo de lo que es. Lo que vais realizando espera su
consumación, que no es fruto solo de vosotros mismos, sino del Padre.
Pero en cada siglo nuevo todo ha de ser un poco mejor que en el siglo anterior.
También el siglo veintiuno tendrá algo de ghetto, pero a vosotros os corresponde que sea
reducido y pasajero.
Llegará el día de la nueva Jerusalén, del nuevo paraíso.
TARJETA DE PRESENTACIÓN......................................................................................2
I. - MIS RAÍCES LEJANAS...................................................................................................4
ABRAHAM, EL PADRE EN LA FE.................................................................................5
MOISÉS, EL LEGENDARIO LIBERADOR DEL PUEBLO.......................................17
DAVID, REY Y POETA....................................................................................................30
ELÍAS, EL TESBITA........................................................................................................38
ISAÍAS, EL CANTOR DEL SIERVO.............................................................................47
JEREMÍAS, CONTEMPORIZADOR Y REBELDE.....................................................59
JUDAS MACABEO, GUERRERO Y CREYENTE.......................................................70
II.- MIS RAÍCES RECIENTES............................................................................................75
MIS ENCUENTROS PERSONALES..................................................................................75
1.- LOS ENCUENTROS DEL PRINCIPIO DE MI VIDA............................................76
MAGOS QUE VIENEN DE ORIENTE.......................................................................76
LOS HERODES, TODOS CONTRA MÍ........................................................................80
JOSÉ, PADRE DE UN HIJO QUE NO ENGENDRÓ..............................................89
MARÍA, MI MADRE, LA VIRGEN MÁS FECUNDA...........................................104
2.- LOS ENCUENTROS DE MI VIDA ADULTA........................................................115
JUAN BAUTISTA, SALIDO DEL DESIERTO........................................................115
ZACARÍAS, EXPERTO EN EL TEMPLO..............................................................125
LOS ANÁS, ACAPARADORES DEL SUMO SACERDOCIO..............................131
JUDAS, EL MISTERIO DE UNA TRAICIÓN.........................................................137
PILATO, EL JUEZ ROMANO MOTIVADO POR EL TRIBUNAL JUDÍO.......145
BERENICE, UNA MUJER EN ALZA......................................................................156
EL SOLDADO LONGINOS, CRUCIFICADOR Y CREYENTE..........................163
3.- LOS ENCUENTROS DE DESPUÉS DE LA ASCENSIÓN...................................169
PABLO, DE PERSEGUIDOR A PREDICADOR Y TEÓLOGO...........................169
LUCAS, EL PRIMER HISTORIADOR DE LA IGLESIA.....................................192
PEDRO, EL PRIMER PAPA MÁRTIR....................................................................208
JUAN, EL VIDENTE DEL GRAN FINAL...............................................................217
REFLEXIÓN FINAL...................................................................................................228