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Por un lado, el amigo a quien le son familiares algunos hechos de la vida de estos
muertos puede pensar que varios aspectos no han sido destacados con la
dedicación que desea y que sabe que merecen.
Por otro, aquél que no los ha conocido puede sospechar por envidia, que hay
exageración, cuando escucha mencionar virtudes que están por encima de su
propia naturaleza. (Porque los hombres aceptan que se ensalce a otros en tanto en
cuanto ellos se puedan persuadir que las mismas acciones recordadas las podrían
haber vivido ellos mismos como protagonistas.
Cuando ese limite se traspasa, surge la envidia y con ella la incredulidad). Sin
embargo como nuestros antecesores han establecido esta costumbre y la han
aprobado, la obediencia a la ley pasa a constituir para mí un deber.
Tendría que comenzar con nuestros antepasados. Es tan adecuado como prudente,
que ellos reciban el honor de ser mencionados en primer lugar, en una ocasión
como la de ahora, ellos vivieron en esta comarca sin interrupción de generación en
generación; y nos la entregaron libre como resultado de su bravura. Y si nuestros
antepasados más lejanos merecen alabanza, mucho más son merecedores de ella
nuestros padres directos. Ellos sumaron a nuestra herencia el imperio que hoy
poseemos y no escatimaron esfuerzo alguno para transmitir esa adquisición a la
generación presente.
Por último, hay muy pocas partes de nuestro dominio que no hayan sido
aumentadas por aquellos de entre nosotros que han llegado a la madurez de sus
vidas. Por su esfuerzo la patria se encuentra provista con todo lo que le permite
depender de sus propios recursos, tanto en la guerra como en la paz.
Aquella parte de nuestra historia que muestra cómo nuestras hazañas bélicas
trajeron como consecuencia nuestras diversas posesiones, así como también la que
muestra cómo tanto nosotros como nuestros padres pudimos frenar la marea de la
agresión extranjera, valerosamente y sin dobleces, constituye un capítulo
demasiado conocido por todos los que me escuchan.
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No necesito extenderme en el tema que, por consiguiente, dejo de lado. Pero cuál
fue el camino por el que llegamos a nuestra posición; cuál es la forma de gobierno
que permitió volver más evidente nuestra grandeza; cuáles los hábitos nacionales a
partir de los cuales ella se originó; éstos son los problemas máximos que intento
dejar en claro, antes de proseguir con el panegírico de todos estos muertos.
Pienso que el tema es adecuado para una ocasión como la presente y que ha de
resultar ventajoso escucharlo con atención tanto por los nativos como por los
extranjeros. Nuestra constitución no copia leyes de los estados vecinos. Más bien
somos patrón de referencia para los demás, en lugar de ser imitadores de otros. Su
gestión favorece a la pluralidad en lugar de preferir a unos pocos. De ahí que la
llamamos democracia.
Otra diferencia entre nuestros usos y los de nuestros antagonistas se aprecia con
nuestra política militar. Abrimos nuestra ciudad al mundo. No les prohibimos a los
extranjeros que nos observen y aprendan de nosotros, aunque ocasionalmente los
ojos del enemigo han de sacar provecho de esta falta de trabas. Nuestra confianza
en los sistemas y en las políticas es mucho menor que nuestra confianza en el
espíritu nativo de nuestros conciudadanos.
No hubo aún un enemigo que se opusiera a toda nuestra fuerza unida, puesto que
nos empeñamos al mismo tiempo, no sólo en alistar a nuestra marina, si no
también en despachar por tierra a nuestros conciudadanos en cien servicios
diferentes. Y así resulta que a menudo entra en lucha alguna de estas fracciones de
nuestro poderío total. Si el encuentro resulta victorioso para el enemigo, su triunfo
lo exageran como si fuera la victoria sobre toda la nación. Si en cambio cae
derrotado, el contraste se presenta como sufrido con el concurso de un pueblo
entero.
Y, sin embargo, con hábitos que son más bien de tranquilidad que de esfuerzo y
con coraje que es más bien naturaleza que arte, estamos preparados para
enfrentar cualquier peligro con esta doble ventaja: escapamos de la experiencia de
una vida dura, obsesionada por la aversión al riesgo; y sin embargo, en la hora de
la necesidad, enfrentamos dicho riesgo con la misma falta de temor de aquellos
otros que nunca se ven libres de una permanente dureza de vida.
Pero con estos puntos no finaliza la lista de los motivos que causan admiración en
nuestra ciudad.
En lugar de considerar a la discusión como una piedra que nos hace tropezar en
nuestro camino a la acción, pensamos que es preliminar a cualquier decisión sabía.
De nuevo presentamos el espectáculo singular de atrevimiento irracional y de
deliberación racional en nuestras empresas: cada uno de ellos llevado hasta su
valor extremo y ambos unidos en una misma persona, mientras que, por igual
caso, en otros pueblos, las decisiones son el resultado solamente de la ignorancia o
solamente del espíritu de aventura o solamente de la reflexión.
La palma del valor corresponde ser entregada en justicia a aquellos que no ignoran,
por haberlo experimentado en carne propia, la diferencia entre la dureza de la vida
y el placer de la vida; y que, sin embargo, no ceden a la tentación de escapar
frente al peligro.
Si nos referimos a nuestras leyes, ellas garantizan igual justicia a todos, en sus
diferencias privadas. En lo que respecta a las diferencias sociales, el progreso en la
vida pública se vuelca en favor de los que exhiben el prestigio de la capacidad. Las
consideraciones de clase no pueden interferir con el mérito. Aún más, la pobreza,
no es óbice para el ascenso. Si un ciudadano es útil para servir al Estado, no es
obstáculo la oscuridad de su condición, la libertad de la cual gozamos en nuestro
gobierno, la extendemos así mismo a nuestra vida cotidiana. En ella, lejos de
ejercer una supervisión celosa de unos sobre otros, no manifestamos tendencia a
enojarnos con el vecino, por hacer lo que le place. Y puesto que nada está
haciendo, opuesto a la ley, nos cuidamos muy bien de permitirnos a nosotros
mismos exhibir esas miradas críticas que sin duda resultan molestas.
Y son solamente los atenienses quienes sin temor por las consecuencias abren su
amistad, no por cálculos de una cuenta por saldar, sino en la confianza de la
liberalidad. En pocas palabras resumo que nuestra ciudad es la escuela de Grecia y
que dudo que el mundo pueda producir otro hombre que dependiendo sólo de sí
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Y ésta no es una mera bravata lanzada en esta ocasión favorable, sino que es la
realidad de los hechos, considerando el presente poder de Atenas que esos hábitos
conquistaron. Porque solamente Atenas ha llegado a ser superior a su fama y es la
única que, en ocasión de ser asaltada, no ocasiona pudor en sus antagonistas
cuando ellos resultan derrotados. Ni sus mismos enemigos cuestionan su derecho,
obtenido por mérito, de poner de manifiesto su imperio.
Ésta es la Atenas por la cual estos hombres han luchado y muerto noblemente, en
la seguridad de contribuir a que no desfallezca. De la misma manera que cualquiera
de los sobrevivientes está dispuesto a morir por la misma causa. Por supuesto, si
es que me he detenido con cierto detalle en señalar el carácter de nuestra comarca,
ha sido para mostrar que nuestra disposición en la lucha no es la misma que la de
aquellos que no tienen ese tipo de bendiciones que se pueden llegar a perder si no
se defienden; y también para demostrar que el panegírico de los hombres a
quienes me refiero puede ser construido sobre la base de pruebas establecidas.
Casi está completo este panegírico. Pues la Atenas que he celebrado, es solamente
la que ha conquistado el heroísmo de éstos y de sus émulos. Al fin estos hombres,
apartándose del resto de los helenos, han de llegar a tener una fama solamente
comparable a sus merecimientos. Pero si hace falta prueba definitiva de su bravura
intrínseca, es fácil encontrarla en esta escena terminal.
Sintiendo que la bravura frente al enemigo es más deseable que sus personales
venturas; y dándose cuenta que en esta ocasión surge el más glorioso de los
azares, ellos se determinaron gozosamente a aceptar el riesgo, a confirmar su
altivez, y a postergar sus deseos; y mientras se arrojaban hacia la esperanza de
volcar la incertidumbre de la victoria, en la empresa que estaba frente a ellos,
prefirieron morir resistiendo, en lugar de vivir sometiéndose. Huyeron solamente
del deshonor. Luego de un breve momento, que resultó la crisis de su fortuna,
durante el cual pensaron en escapar, no de su miedo, sino de su gloria, enfrentaron
la muerte cara a cara.
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A pesar de que existieran las fallas de carácter, o las defecciones previas en la vida
personal, ellas no fueron suficientes como para privar a la patria de su valor,
puesto a sus pies como homenaje, como la contribución más gloriosa entre las que
ellos podían ofrecer.
Por esta ofrenda de sus vidas hecha en común por todos ellos, individualmente,
cada uno de ellos, se hizo acreedor de un renombre que no se vuelve caduco, así
como se hizo acreedor de un sepulcro, mucho más que el receptáculo de sus
huesos: ya que es el más noble de los altares.
Altar donde se deposita la gloria por ellos alcanzada para ser recordada cuando las
eventualidades inviten a su conmemoración. Porque los héroes tienen al mundo
entero por tumba y en países alejados del que los vio nacer (único sitio donde un
epitafio lo atestigua) tienen su ara en cada pecho y un recordatorio no escrito en
cada corazón que como mármol lo preserva. adopten ustedes estos hombres como
modelo y juzgando que la felicidad es el fruto de la libertad y que la libertad es el
fruto de la bravura, nunca declinen la exaltación de sus valores.
Puedo ofrecer ayuda, pero no condolencias, a los parientes de los muertos. Son
innumerables los azares a los cuales el hombre está sujeto, como ustedes saben
muy bien. Pero son afortunados aquellos a quienes el azar ofrece una muerte
gloriosa, la misma que hoy nos enluta. Aquellos cuya vida ha sido tan bien medida
que pudiera acabar en la felicidad de servir de modelo.
A pesar de ello reconozco que es una dura manera de decir, especialmente cuando
está involucrado aquel que ha de ser recordado por ustedes, que ven continuar en
otros hogares la bendición que alguna vez también han tenido, porque la pena se
siente más por la pérdida de algo a lo cual estábamos acostumbrados, que por el
deseo de algo que nunca fue nuestro. Aquellos entre los deudos que estén en edad
de procrear hijos, deben consolarse con la esperanza detener otros en su lugar.
No solamente van a ayudar a que no olvide a quien se ha perdido, sino que para el
mismo estado ha de ser un refuerzo y un reaseguro. Porque nunca un ciudadano
ha de buscar tanto una política justa y honesta cuanto que lo motiven, siendo
padre, los intereses y las aprehensiones de tal bendición. Los que ya han
sobrepasado la edad madura, dejen que los convenza la idea de que la mayor parte
de la vida les fue afortunada y que el breve intervalo que falta, ha de ser iluminado
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con la fama del que ya no está. Porque lo único que no se vuelve viejo es el amor al
honor.
No son las riquezas, como algunos quisieran. Es el honor lo que reconforta al
corazón, con la edad y la falta de ayuda.
Me dirijo a los hijos y a los hermanos de los difuntos. Veo una ardua lucha en
ustedes. Cuando un ser humano se va, todos tienden a alabarlo y pese a que el
mérito de ustedes ha de ir creciendo, difícil que se acerque a su renombre. Los
vivientes se ven expuestos a la envidia. En cambio los muertos están libres de ella
y honrados con la buena voluntad de quienes los recuerdan.
El estado ofrece así una recompensa de valía como guirnalda de victoria para esta
raza de bravos, recompensando tanto a los caídos como a sus descendientes. Allí
donde la recompensa al mérito es máxima, allí se encuentran los mejores
ciudadanos. Terminando las lamentaciones por sus parientes, pueden ustedes partir