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POSGRADO EN COMUNICACIÓN POLÍTICA E INSTITUCIONAL

Cátedra: Fundamentos de la Comunicación Política


Profesor: Manuel Mora y Araujo

Capítulo XII
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EN DEFENSA DE LA OPINION PUBLICA


1. Un mundo problemático. La opinión pública en un mundo problemático. Los dilemas de la
democracia.
2. El debate sobre de la opinión pública. La visión del poder ejercido sobre la opinión pública.
La visión de la opinión pública como una fuerza social autónoma. La imagen de la opinión
pública.
3. La opinión pública y la comunicación política.

”Han pasado diez y ocho siglos desde la época de Dios,


casi diez y nueve. Estamos a punto de entrar a una
nueva época en la que seremos libres de pensar lo que
queramos. No habrá nada que escape a nuestro
pensamiento”.
J. M. Coetzee 1.
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1. UN MUNDO PROBLEMÁTICO
“La revolución giraba en torno de un enorme vacío teórico que
coincidía con la pavorosa realidad del disensus unversalis, fusión
de anarquía y despotismo, incomprensible para el ingenuo
racionalismo de los fundadores, brutal y violento como las
pasiones a las cuales ninguna institución formal podía contener.
América del Sur comenzaba su larga marcha en procura de una
legitimidad de reemplazo (…) Había una revolución feliz en
América del Norte. Había otra, la francesa, que evocaba una
esperanza frustrada. Y por fin, entre ambas experiencias, yacía la
revolución del sur, pura violencia agónica, guerra sin términos,
drama reconcentrado”.

Natalio Botana (1984).

1
El maestro de Petersburgo. La frase la pronuncia el personaje de la novela Nechaev, anarcoterrorista ruso en
el siglo XIX, dirigiéndose a Dostoiewsky.
La opinión pública en un mundo problemático

La humanidad ha fluctuado siempre entre tiempos de sociedades estables y tiempos de


sociedades cambiantes. En nuestra época, en distintos planos de la vida, el cambio se
acelera; con él, se desestabilizan o desaparecen viejas estructuras y pautas de vida. Nuestra
época siente que vive el ritmo más vertiginoso jamás conocido, vértigo que nada deja en su
lugar y parece arrastrar a los seres humanos sin orientación, sin principios y sin
fundamentos trascendentes2. Un reciente análisis de las actitudes de los consumidores a lo
largo de las últimas décadas presenta un cuadro que puede ser resumido así: a partir de la
segunda posguerra, se pasó de la sociedad de consumo a la euforia del consumo; de ésta, a
la gran decepción. Hoy predomina en todas partes “el miedo al mañana, los temores con
respecto al poder adquisitivo, la rutina y la falta de confianza” (Ipsos Ideas, 2005).

Es cierto que en muchas épocas quienes vivían en ellas sentían que se encontraban en
medio de cambios dramáticos y temían al futuro, pero con el paso del tiempo la mirada
retrospectiva percibe más continuidad y cambios apenas incrementales. Donde hoy
registramos inestabilidad tal vez con el tiempo se perciban tendencias más graduales. De
hecho, parece ser propio de toda época verse a sí misma como epicentro de cambios
dramáticos y víctima de fuerzas feroces e incontroladas; esas percepciones son
impermeables a las evidencias sistemáticas3.

Pero, en cualquier caso, vivimos en una época plena de problemas que generan expectativas
y demandas divergentes. El desarrollo de las instituciones democráticas en el mundo no
guarda relación con la enorme proporción de personas que continúan viviendo en niveles de
vida paupérrimos, excluidos de casi todos los ámbitos de la vida. Además, en muchas
sociedades las instituciones democráticas son desafiadas o simplemente no hay democracia.
Los derechos y garantías individuales están enunciados en muchas constituciones, pero con
frecuencia no son respetados y no se asegura el cumplimiento de la ley. Numerosos
conflictos -tanto en la esfera internacional como al interior de las sociedades nacionales-
carecen de respuestas institucionales. En parte, son problemas y conflictos que nuestro
tiempo, con nuestra organización social, ha creado; son el producto de sociedades que se
han hecho más abiertas y dinámicas.

2
Jaime Durán Barba (2005) lo resume de esta manera: “Hasta hace pocos años, las acciones de los
occidentales en sus sociedades, tanto en lo político como en otros órdenes de la vida, se entendían desde una
lógica orientada por verdades permanentes, dogmas religiosos y principios ideológicos. Los electores
racionalizaban las luchas por sus intereses y sus posiciones, invocando principios universales en los que
creían (…)”.
3
Así, por ejemplo, aunque la evidencia disponible muestra una declinación sustancial en las tasas de
criminalidad en los últimos dos siglos, la creencia generalizada es que la criminalidad aumentó
dramáticamente a partir de la Revolución Industrial; hoy muchos piensan que en nuestros días la violencia
criminal alcanza niveles nunca vistos. En cada época se creyó más o menos lo mismo. “El vínculo del crimen,
la violencia y el desorden con el crecimiento urbano cae en la categoría de las cosas que la gente simplemente
quiere creer, pero no reposan en ningún fundamento sustancial de hechos verificados o análisis sistemáticos”,
concluyen Lodhi, A. Q. y Tilly, C. (1973), citado por Jonsson, Carl en The sign of the last days. When?,
capítulo 6, referencia que he recogido en internet gracias a Enrique Mantilla.

2
A la vez, venimos de un mundo donde había más control social y más componentes de
poder; creo que vamos hacia un mundo con menos control y más componentes de
intercambio. Los seres humanos disponemos hoy de más grados de libertad para opinar que
en el pasado, disponemos de más oportunidades y mayores opciones, y establecemos
relaciones más simétricas con el poder y con los emisores influyentes. Muchas cosas
ocurren en el mundo que tiempo atrás hubiesen sido impensables, y ello en gran medida por
la autonomía de la opinión pública y su capacidad de modificar hábitos y creencias, por la
mayor libertad con la que los individuos pueden revisar continuamente los valores y las
pautas de conducta en todos los planos de la vida.

Hace 150 años Victor Hugo expresaba una inquietud conmovedora: “la invención de esta
máquina diabólica (la imprenta de diarios) puede destruir un reino. Cualquiera podrá
escribir un libro. La opinión de uno cualquiera podrá ser tan importante como la de otro”.
Las realidades que perturbaban a Hugo se han desarrollado en una medida inimaginable en
aquel entonces. La democratización de las sociedades humanas parece inevitable. Hoy
como siempre habrá razones para temer el lado negativo del progreso técnico y de la
democracia. Pero podemos esperar que el lado positivo supere ampliamente a ese lado
negativo y cree las condiciones para un mundo más libre y con el poder distribuido más
equitativamente.

En los tiempos de Victor Hugo ya se hablaba del “hombre de la calle”. Hace 150 años era
el ciudadano medio; años después pasó a ser el ciudadano capaz de manifestar en la calle
en lugar de ser la mayoría silenciosa que a menudo no acompañaba al manifestante. En
2001, refiriéndose a la guerra en Afganistán, el secretario de Estado Colin Powell ha dicho:
“Cuando uno no tiene un sistema democrático libre, donde la calle está representada (...)
entonces los gobernantes tienen que ocuparse más de las pasiones de la calle”. William
Safire (2001), en un artículo periodístico, rastrea suscintamente la historia del uso de la
expresión 'el hombre de la calle' y subraya que ya en el siglo XIX se aludía de ese modo a
la persona común. Posiblemente el referente de la expresión ‘hombre de la calle’ seguirá
cambiando, y a menudo será distinto para distintos analistas. El mayor cambio desde el
siglo XIX no es la multiplicidad de focos de activismo sino que el hombre de la calle pasó a
ser en la segunda mitad del siglo XX el hombre frente al televisor; la “máquina diabólica”
de Hugo pronto dio lugar a una nueva máquina igualmente diabólica, la televisión de
nuestro tiempo; La “máquina diabólica” de Hugo hizo posible que el hombre de la calle
accediese al diario; después apareció la radio y más recientemente se convirtió en un homo
videns que pasa horas por día sentado frente a su televisor. Poco a poco va siendo también
un hombre frente a la computadora; y ya hay quienes están descubriendo que la
computadora no es menos diabólica. Pero con la computadora se produjo un cambio
cualitativo: el hombre común ya no es solo un receptor masivo, ahora puede comunicarse
rápida y fácilmente con otras personas en cualquier lugar del mundo. Puede hacer uso de
esa herramienta a la vez como instrumento mediático, de trabajo, de entretenimiento y de
comunicación; cada vez más está en posición de convertirse en un emisor masivo así como
es, desde hace dos siglos, un receptor masivo. Pienso que poco a poco el “hombre en su
computadora” está siendo tanto o más protagónico que el hombre de la calle, el
manifestante y el activista, porque desde la computadora es posible comunicarse más
rápida y fácilmente con otras personas en cualquier lugar del mundo y porque cada vez más
personas trabajan desde su computadora y no necesitan desplazarse por la calle

3
cotidianamente. La calle será un entretenimiento y un descanso, una mayor parte de la vida
transcurrirá alrededor de la consola (y, tal vez entonces, la protesta la liderarán los
hackers).

¿Qué podemos esperar de la opinión pública en esta época cambiante y problemática?


¿Puede ejercer un peso positivo? En caso afirmativo, ¿cómo debería ser ejercido ese peso?
¿No es más bien la opinión pública una más de muchas consecuencias producidas por un
orden insatisfactorio que busca preservarse a sí mismo, esto es, parte del problema?

Mi punto de vista es que la opinión pública, que siempre ha sido un factor de peso en la
vida social, lo es hoy aun más que en el pasado porque contrabalancea en mayor medida a
otros factores de poder. A los ojos de muchas personas, esta es una conjetura
controvertible. Estamos aquí ante uno de los núcleos duros en discusión. Algunos
pensamos que el mundo está gobernado a través de instituciones que hacen posibles
relaciones sociales más simétricas dentro de una mayor amplitud de opciones; otros piensan
que con los cambios que sobrevienen en el mundo se transforman también las estructuras
de poder, que éstas se tornan menos evidentes pero continúan in command; y hay quienes
piensan que -ante la aspiración de una sociedad libre o, en algún sentido, mejor- la opinión
pública constituye una amenaza antes que una garantía.

Estamos ante dos visiones, una pesimista, otra optimista. Es una discusión que se desarrolla
sobre distintos ejes: la opinión pública, la democracia, el mercado. La línea de pensamiento
crítico subraya, en primer lugar, la debilidad del individuo común, su vulnerabilidad frente
a los emisores poderosos capaces de inocularle valores e informaciones específicas; en
segundo lugar, la imprevisibilidad de la dirección en la que puede orientarse. En esa visión
de las cosas, el mundo es controlado desde estructuras de poder. Se ve entonces a la opinión
pública pasiva, reactiva, fácilmente influenciable. El hilo argumental de la visión crítica
deplora la maleabilidad, la propensión adaptativa, el conformismo del ciudadano-
consumidor actual. Cabe preguntarse con qué realidad histórica anterior se compara a este
ciudadano. En general, se lo compara con la estabilidad sostenida en la cohesión social de
las sociedades preindustriales (ciertamente idealizada) y con los ideales de una ciudadanía
pro activa, deliberativa e informada que reaparecieron en la Europa “burguesa” a partir de
los tiempos de la Ilustración. En esencia, pienso que en esos argumentos anida una
inconsistencia: se ve al conformismo como algo disvalioso cuando la gente se conforma a
una cultura de masas que le propone consumir y no aspira a nada más; se lo ve como algo
valioso cuando se piensa en personas que se conformaban a los valores tradicionales de las
sociedades estables -soslayando a menudo el hecho de que lo hacían fundamentalmente
porque no podían permitirse pensar por sí mismas u opinar con autonomía-.

En la visión más optimista, la opinión pública es un componente activo de la cultura de


masas, la materia sobre la que se construye, a través de los intercambios, un tejido que
puede resistir, o neutralizar, los diseños de los actores con más poder. Los focos del poder
están dispersos; la opinión pública puede resistirlos. La opinión pública derrotó a Pinochet
en 1991, derribó el muro de Berlín en 1995 y unificó Alemania, produjo el vuelco de la
tendencia electoral en España en 2004, contribuyó decisivamente a la democratización de
Georgia y Ucrania en 2003 y 2004. La opinión pública proporcionó al electo presidente
Kirchner de la Argentina en 2003 un respaldo político del que carecía en el ámbito

4
parlamentario y en los sectores de la sociedad con más poder económico; hoy parece ser el
verdadero árbitro del equilibrio que puede asegurar o destruir la gobernabilidad en Bolivia.
La opinión pública produce hechos que no obedecieron ni al diseño ni a los propósitos de
nadie. En esta visión, el optimismo no reside en alguna garantía pre establecida acerca de la
dirección que tomará la opinión pública en cada circunstancia, sino en el principio de que
no existe en ningún lugar de la sociedad humana la capacidad de establecer óptimos por
encima de la agregación espontánea de las preferencias individuales.

Los dilemas de la democracia

Si la opinión pública es materia de controversia y de genuinas dudas, también el ejercicio


de la democracia se enfrenta a dilemas. Todavía hay en el mundo gente que no aspira a la
construcción de un orden democrático, pero aun entre quienes lo valoran y lo prefieren a
otras formas de gobierno se cuestionan muchos aspectos y surgen preocupaciones hondas.
Los dilemas que hace un siglo y medio emergían de la incipiente democratización de
América Latina -como bien los describe Botana- no son muy distintos de los que el mundo
confronta en estos tiempos, un siglo y medio después.

En nuestros días, aún las democracias más consolidadas parecen hacer poco felices a
muchos seres humanos. Hay visiones optimistas y pesimistas de la democracia. La
pesimista, en su variante más crítica del sistema, puede ser expuesta crudamente en estos
términos: "Una de las diferencias principales entre los regímenes políticos de tipo
democrático y los de tipo autoritario reside solamente en la forma que toma la lucha por el
poder. En las democracias occidentales la lucha se inscribe en la lógica del mercado y de la
competencia abierta y pública" (Champagne, 1998). Otros autores la expresan con
argumentos un poco más sofisticados, pero no sustancialmente distintos. La visión
pesimista que no cuestiona los valores de la democracia recela de su sustento en la opinión
pública y en las prácticas políticas propias de las sociedades de nuestro tiempo.

La visión optimista generalmente se apoya en una actitud de confianza hacia la


institucionalización del poder. Con respecto a la democracia, la visión optimista tiende a
ser minimalista; puede expresarse sin demasiada exageración en aquella frase atribuida a
Churchill: “La democracia no es un buen sistema de gobierno, pero no se conoce ninguno
mejor”. En esa visión, la democracia es el orden político que más ha acercado a la
humanidad a la restitución de poder a los individuos comunes.

Aunque la confianza en la democracia se mantiene firme en la opinión pública en casi todas


partes del mundo, su funcionamiento resulta problemático. Con frecuencia, distintas
dimensiones de valores entran en conflicto; ellas pueden ser resumidas en unos pocos
grandes temas: el tipo de sustento ciudadano de la democracia, la libertad individual y los
límites al poder; la gobernabilidad y el consenso, la calidad de la representación y la
efectividad del gobierno; el mantenimiento del orden y la soberanía ciudadana. Son los
mismos problemas acerca de los cuales se viene reflexionando desde hace siglos. Podemos
llenar páginas con referencias a los griegos, a Maquiavelo, a los clásicos, los liberales
clásicos, a los fundadores de la democracia norteamericana, a los pensadores del siglo XIX,
a los del siglo XX, a la ciencia política contemporánea..., reformulando los problemas y

5
proponiendo distintas respuestas. ¿Cómo asegurar que gobiernen los mejores? ¿O los que
saben gobernar? ¿Cómo conciliar el ejercicio del poder político con los derechos de los
gobernados? ¿Cómo limitar al gobierno democrático? ¿Cómo asegurar una buena calidad
de la representación democrática? ¿Cómo facilitar la participación ciudadana en el diseño
del gobierno? ¿Cómo instaurar el dominio de la ley a partir de situaciones en las que no la
hay, y cómo balancearla con la fuerza? ¿Cómo adaptar la institucionalización del poder a
las costumbres políticas de cada sociedad? ¿Cómo prevenir que la igualdad lleve al
despotismo? ¿Cómo prevenir la oligarquización del poder político? ¿Cómo dar cabida en
las instituciones de gobierno a ciudadanos comprometidos pero carentes de poder?

Esos y otros dilemas similares concitan horas de trabajo de intelectuales, pensadores y


analistas, generan innumerables páginas, con frecuencia preocupan también a dirigentes
políticos serios y responsables y a mucha gente común. Como no podría ser de otra manera,
las perplejidades no son menores. De tal modo, los líderes de opinión encuentran razones
para confiar en la opinión pública cuando esta se manifiesta de acuerdo con sus propias
inclinaciones y encuentran razones para el pesimismo cuando va en otra dirección. En casi
todas partes del mundo, los estudios de opinión pública revelan, en este plano, realidades
similares: conflictos de valores, tendencias a andar y desandar los caminos, desorientación.

Los analistas e intelectuales habitualmente están definidos; los disensos se encuentran


cotejando a unos autores con otros, comparando unos libros con otros, unas tendencias de
pensamiento con otras. En la opinión pública, en cambio, los disensos se manifiestan como
confusión, desinformación o anacronismo, porque frecuentemente las mismas personas se
hacen cargo de uno y otro punto de vista a la vez. La mayor diferencia es que las personas
comunes pueden convivir con esas ambigüedades sin perder el sueño. En casi todas las
sociedades democráticas se encuentran personas que pueden ser a la vez un poco
conservadoras y un poco progresistas, que pueden ser un poco platónicas, un poco
maquiavélicas, un poco liberales o un poco marxistas, un poco madisonianas o un poco
jeffersonianas, dependiendo de las circunstancias, de la naturaleza de los problemas del
momento y de las opciones políticas disponibles. La opinión pública entra en escena con
esas ambigüedades que la tornan movediza e incierta.

Puede discutirse si la opinión pública contribuye a los procesos sociales como un factor
autónomo o como uno más de otros recursos controlados por quienes disponen de poder.
Hay dos visiones del poder. Desde una de ellas, el poder hace al mundo, lo domina y lo
transforma, ya sea que se trate de un poder que emana de fuerzas suprahumanas que
mueven la historia -en cuyo caso, aun las personas poderosas son tan irrelevantes como los
dominados- o que se trate del poder generado a partir de las relaciones sociales. Desde otra
visión, el mundo hace al poder; las circunstancias son producto del orden social, el cual
cambia movido por las consecuencias no previstas de las conductas, las ideas y las
opiniones de los hombres, particularmente los productos de su creatividad. Desde esta
perspectiva, en cada circunstancia las oportunidades abren espacios de poder -que algunos
ocuparán-, espacios de independencia y autonomía e intersticios donde las restricciones
impuestas por cada orden social son resistidas o desafiadas.

En el plano de las relaciones internacionales la situación es aun más ambigua. En el sistema


internacional ha prevalecido hasta nuestros días la percepción de que no es posible basar

6
relaciones de intercambio en un orden legal; en esa visión sólo los balances de poder -y por
tanto el equilibrio en la capacidad de ataque o destrucción- hacen posible un mundo de
intercambio (Kagan, 2003, lo expresa desde la perspectiva del pensamiento conservador en
los Estados Unidos). La visión alternativa puede ser expresada del siguiente modo: "Los
días en que las naciones podían salvarse a sí mismas mediante la fuerza ya han pasado; sólo
'estructuras de cooperación' ofrecen una esperanza real. La coexistencia es una
necesidad"4. El lado “absoluto” del poder como factor dominante de equilibrio en el
sistema internacional resalta en nuestros días sobre todo cuando se lo contrasta con la
opinión pública mundial. El gobierno de Bush pudo invadir Irak y muchos piensan que lo
hizo despreciando a la opinión pública (en verdad, más que despreciarla, la manipuló).
Bush ganó las elecciones en los Estados Unidos y fue reelecto presidente en 2004, pero casi
no hubo encuesta en alguna nación del planeta que no haya registrado preferencias
abrumadoramente favorables a Kerry. La invasión a Irak costó a la reputación pública de
los Estados Unidos en la opinión pública mundial más que ningún hecho puntual después
de la guerra de Vietnam5. Además, para ser gobierno, y para continuar siéndolo, Bush debió
someterse a procesos electorales y de revalidación de su legitimidad donde la opinión
pública fue un factor protagónico; hay allí una diferencia con situaciones donde se hace uso
del poder de la misma forma, pero donde además la opinión pública no es un factor de peso
decisivo.

Aun así, todavía no han aparecido instancias en las que la opinión pública se haya mostrado
capaz de torcer procesos políticos a escala planetaria. La opinión pública global todavía no
es un factor de peso. Las manifestaciones más visibles son aquellas que sólo alcanzan a
movilizar a algunos activistas y a personas extremadamente involucradas en ciertos temas.
Sin embargo, a escala nacional, la opinión pública ejerce un peso creciente en muchas
partes del planeta, y en la medida en que constituye un elemento de restricción de los
espacios de acción de los gobernantes y los dirigentes, ya está haciendo sentir ese peso a
escala global de manera indirecta.

2. EL DEBATE SOBRE LA OPINION PUBLICA

"El problema apareció con la televisión, en la medida en


que el acto de ver suplantó al acto de discurrir".

Giovanni Sartori: Homo videns (1998).

La visión del poder ejercido sobre la opinión pública

En gran parte del mundo de nuestros días las sociedades nacionales y los ámbitos
internacionales de interacción funcionan con estructuras de poder institucionalizadas y los

4
Schell, Jonathan (2003), citado por Urquhart, Brian (2003).
5
En febrero de 2005 Ipsos-Bimsa reporta una encuesta realizada para Associated Press, que revela que en los
nueve países relevados la mayoría de los ciudadanos se oponen a que Estados Unidos promueva el
establecimiento de gobiernos democráticos en otras naciones”. En México, el 64 por ciento de la ciudadanía
rechaza la postura norteamericana.

7
gobiernos son ejercidos bajo reglas democráticas. En esas partes del mundo muchísimas
personas no experimentan subjetivamente un sentimiento de opresión -por mucho que con
frecuencia líderes de distinto tipo procuran convencerlas de que viven oprimidas o
dominadas-. Los poderes despóticos, tiránicos, los conquistadores, los regímenes
absolutistas, totalitarios o autoritarios, el poder de una clase dominante, no dan cuenta de la
realidad política de gran parte del mundo de hoy. Sin embargo, muchísima gente vive
insatisfecha con la vida, con el estado de la sociedad, con lo que ocurre en el mundo, con lo
que ocurre en su país y con mucho de lo que le ocurre personalmente.

Es sin duda más fácil imaginar estructuras de poder poco tangibles que aceptar que tal vez
el orden espontáneo produce esos resultados insatisfactorios. Tratar de identificar entonces
el o los factores de poder que podrían estar detrás de los acontecimientos es un ejercicio
frecuente. Los marxistas y socialistas no liberales siguen a la búsqueda de una estructura de
clases dominante, que puede actuar nacional o transnacionalmente; los liberales
económicos la buscan en las potestades que conservan los estados nacionales o en los
grupos económicos monopólicos; los liberales políticos en las imperfecciones de los
sistemas políticos y la indiferencia ciudadana; hay quienes imaginan la existencia de
mafias, conjuras o sinarquías internacionales de distinto tipo capaces de mover los hilos
más sutiles; la mayor parte de la gente tiende a aceptar la proposición más simple que
consiste en buscar el poder allí donde hay más capacidad de emisión de mensajes públicos,
donde se generan los contenidos que dan forma y sustancia a las imágenes que circulan con
mayor asiduidad en la vida diaria: información e interpretación de los acontecimientos del
mundo, imágenes políticas, imágenes sociales, imágenes de comportamientos y valores,
imágenes del abrumador ámbito del consumo de bienes, servicios y fantasías de todo tipo
que llenan nuestras vidas. El poder, entonces, está en los medios de prensa y, por
razonamiento transitivo, en quienes los controlan: grupos económicos poderosos, la
publicidad, los supremos codificadores, los fabricantes de información y, por último, las
encuestas.

Para no pocas personas comunes preocupadas por este mundo que no les gusta y que les
toca vivir, desprovistas de poder real para influir en siquiera una parte de los hechos de la
vida pública, sin capacidad de decisión colectiva, sin voz, con poca o ninguna confianza en
las instituciones del estado, sin canales para hacer efectivos algunos derechos políticos que
la ley les concede pero para ejercer los cuales les faltan instrumentos, para esas personas al
menos sería un consuelo o una fuente de esperanza que la mayoría de los demás pensase
igual que ellos; pero no es así. La imagen del poder se aplica entonces a la formación de
las ideas equivocadas, o inexplicablemente distintas de las de uno, que mantienen otras
personas. Una de las nociones más difundidas en nuestro tiempo es la que ve al poder
ejerciéndose sobre todo en la formación de las ideas, las preferencias y los gustos de la
gente; llevando a las multitudes como si fuesen rebaños, primero a desear infinitamente
objetos de consumo; luego a entretenerse ilimitadamente con estupideces; a desarrollar
gustos patéticamente perversos, gozando con el crimen, la violencia y el sexo; después a
aceptar resignadamente que frente al deplorable estado de cosas que caracteriza la vida
pública no es posible hacer nada y por tanto desinteresándose de la política o viviéndola
simplemente como un espectáculo más; por último, a desconectar sus preferencias o gustos
políticos de una comprensión profunda y responsable de los problemas colectivos, llegando
entonces a votar e inclusive a apoyar a dirigentes y gobernantes por razones superficiales,

8
cuando no frívolas e inconducentes. La opinión pública es, finalmente, el objetivo último y
fundamental del ejercicio del poder moderno: el opio del pueblo ya no es la religión, ni la
obediencia debida al gobernante, sea este despótico o no, legítimo no, sino el imperceptible
discurso dominante que aleja a los seres humanos de un camino mejor, un camino que -ya
sea desde un punto de vista estrictamente ético o desde un punto de vista político- podría
considerarse moralmente superior.

Milan Kundera condensa esa visión de las cosas en tres páginas literarias: el poder del
estado ya no es opresivo, el poder de las ideologías -para él nefasto- ya ha sucumbido, el
poder hoy reinante es el de la prensa6. ¿Y de quién depende la prensa? De los que pagan,
los avisadores y los gobernantes (del mismo modo que muchos piensan que las encuestas
informan, sin veracidad, lo que conviene a quien sea que las paga).. El objetivo no es
vender más ni convertir a los escépticos en adeptos al régimen de turno; es apropiarse de la
mente de las personas para anularlas, desconectarlas de su realidad y despojarlas de toda
posibilidad de tomar contacto con ella; es el poder imagológico, el poder de quienes
disponen de la capacidad de crear imágenes y diseminarlas por el cuerpo social -imágenes
de los acontecimientos, imágenes de los ideales de la vida, imágenes de las cosas, imágenes
del cuerpo humano ideal, imágenes de todo lo que ocurre alrededor nuestro y de los
trasfondos escénicos en los que eso ocurre...-. (No sorprende que frente a esa situación el
ideal de Kundera se localice en un mundo comunitario pre industrial, donde la gente podía
enterarse de lo que pasaba sin esperar a que los medios se lo contasen y donde la riqueza
era buscada en la vida misma y no en la posesión de bienes. Otras características reales de
ese mundo -como ocurre habitualmente- en la visión de Kundera quedan eliminadas de
cuajo, de modo que ya no se trata de establecer si el paso de un tipo de sociedad a otra
involucró algunas pérdidas y algunas ganancias, sino simplemente de añorar aquella y
deplorar esta). En cuanto a las encuestas, "los sondeos de opinión son el instrumento
decisivo del poder imagológico, que gracias a ello vive en total armonía con el pueblo (...)
los sondeos de opinión son un parlamento en sesión continua que tiene la función de crear
la verdad, la verdad más democrática que jamás haya existido".

El cineasta Michael Moore dijo hace poco (a propósito de la elección presidencial en


Estados Unidos): “Las encuestas están mal. Se desparraman por todos lados como diarrea.
Si crees en lo que dicen las encuestas es que te han engatusado”. Por mi parte, pienso que lo
que en verdad está en discusión no es la técnica de la encuesta sino la realidad que ellas
reflejan -más allá de que a veces puedan hacerlo con algún margen de error-. Como lo veo,
quienes así piensan temen a la gente; creen que ésta necesita ser advertida, protegida,
rescatada de los tentáculos del poder. Buscan influir en el público, hacen uso de los muchos
grados de libertad disponibles, pero temen el resultado. En el límite, hasta las encuestas les
parecen abominables, porque ponen de manifiesto la realidad. Es mejor que se piense que
Bush ganó haciendo fraude y no que ganó porque obtuvo algunos votos más que Kerry.

Esa imagen del mundo es compartida en nuestros días por muchos pensadores. Hace casi
medio siglo, Riesman temía que la opinión pública estuviese tornándose "heterodirigida".
Wright Mills razonaba en la misa dirección. En los años 70 Deutsch opinaba que "la
televisión es explosiva porque destrona a los líderes intermedios de opinión y porque se
6
Milan Kundera: "La imagología", en La inmortalidad (1989).

9
lleva por delante la multiplicidad de 'autoridades cognitivas' que establecen en forma
diferente, para cada uno de nosotros, en quien debemos creer, quien es digno de crédito y
quien no lo es”. Esas opiniones son recopiladas por Sartori (1998) en respaldo a su punto de
vista temeroso de la orientación que sigue la opinión pública y pesimista en cuanto a su
futuro. Sartori ve a la opinión pública débil, influenciable e inestable; la televisión es el
instrumento máximo a través del cual se la controla; las encuestas recogen el resultado de
tal influencia, reflejando lo que los medios quieren que la gente piense.

Y, sin embargo, esa misma gente común a la que se quiere proteger o a la que se le
demanda más lucidez, esa gente demanda, entre tantas otras cosas, encuestas. Solo porque
el público las demanda día a día se publican en casi todos los medios de prensa del mundo
encuestas sobre la más diversa variedad de temas, desde los políticos, electorales y de
gobierno hasta las costumbres, los comportamientos, las expectativas y las imágenes de casi
todo lo que hay alrededor nuestro.

La visión de la opinión pública como una fuerza social autónoma

Debemos preguntarnos ¿por qué la gente demanda información de encuestas? Ante todo,
parece fuera de duda que muchísima gente no piensa que exponiéndose a las encuestas se
está entregando atada de pies y manos a quienes pretenden mostrarle el mundo de una
manera no sólo incorrecta sino además inducida por los propósitos de otros aún más
poderosos. Aun cuando no pocas personas comunes se mostrarían de acuerdo con la visión
imagológica del mundo a lo Kundera, actúan como si no la compartiesen, como si ellos
fuesen más autónomos; el poder imagológico, piensan ellos, se ejerce sobre los demás pero
no sobre uno mismo. Los demás compran lo que no necesitan, se dejan influir por las
encuestas y votan mal, se someten a la televisión; ellos, solamente cada uno de ellos,
compran estrictamente lo que necesitan, votan correctamente y si se exponen a la televisión
y a sus contenidos lo hacen dotados de una conciencia robusta que los protege de cualquier
influencia malsana; los demás son débiles -lo que justifica, muchas veces, que se demande
censura y controles- pero no uno mismo.

Muchos piensan que si otras personas a su alrededor se comportan mal, sostienen ideas
incorrectas, votan equivocadamente, se dejan llevar por impulsos destructivos o gastan su
dinero en compras banales, es porque son vulnerables a las influencias perniciosas de la
publicidad, la prensa o los discursos políticos; pero ellos mismos, no. Ese es el llamado
“efecto de tercera persona (Davison, 1983; Perloff, 1993). “Los individuos perciben que
otros son más vulnerables a los mensajes de los medios que ellos mismos” (Dupagne et al.,
1999). No es irrelevante que esas investigaciones constatan que el efecto es más frecuente
en las personas con más educación y en las elites sociales (Brosius y Engel, 1992). Entre las
consecuencias más habituales se encuentra la propensión a avalar la censura y a veces hasta
la proscripción de algunas ideas políticas -sin dejar de lado las regulaciones que restringen
la circulación de encuestas electorales (Rojas, Sha y Faber, 1996)-7.
7
Estimado lector: permítame insistir en este punto. Usted y yo no somos muy distintos de la mayoría de la
gente: a los demás les pasan casi las mismas cosas que a nosotros. Cuando están frente al televisor y se dejan
embargar por las emociones de una película violenta, no necesariamente un momento después salen a robar o
a matar la calle; si disfrutan de imágenes sexuales, suelen terminar la noche tranquilos en sus camas; cuando

10
Normalmente, cuando alguien se informa de los datos de una encuesta, del mismo modo
que cuando conversa con sus vecinos o con sus amigos en el café, no cree estar actuando
como un autómata entre otros autómatas o como un drogado viendo espejismos; más bien
se siente parte del mundo y en buena medida autor de su propia vida. La imagen de un
mundo de individuos autónomos -que constituye una de las premisas de este libro- es la que
casi todas las personas sostienen la mayor parte del tiempo cuando piensan en sí mismas.
Sobre la base de que esas personas se sienten actores en una democracia y parte de una
comunidad, valoran las encuestas como un medio de información sobre lo que otros
piensan acerca de los mismos temas; cada uno se siente posiblemente más parte de un todo
cuando puede saber algo acerca de esos otros no conocidos, casi virtuales, que pueblan su
mismo mundo -ya que sobre lo que piensan los vecinos y los amigos, y sobre lo que les
ocurre, hoy como hace miles de años cada uno de nosotros puede saberlo todo o casi todo
sin necesidad de encuestas ni de medios de prensa-. Las encuestas proporcionan
información a quienes carecen de poder y de recursos para obtenerla por otro medio;
democratizan la vida social en un aspecto tan central como es la difusión de información
sobre las opiniones de la gente, algo que hasta ahora estaba reservado sólo a los realmente
poderosos. Las encuestas contribuyen, entre otros elementos, a tornar más simétrica la vida
social, más igualitaria en términos de información. Aun si pusiésemos en tela de juicio que
efectivamente lo hagan, o que utilicen los procedimientos técnicamente correctos para
hacerlo, no cabe duda que esa es la función social que el público les asigna. Es una función
social demandada: igualdad en el acceso a la información.

En distintas tradiciones del pensamiento social la opinión pública ha sido vista como un
factor de integración social: refuerza los lazos de pertenencia de cada individuo a la
colectividad. Los clásicos valoraron en la opinión pública un factor de equilibrio político,
una barrera que aun los más poderosos difícilmente podían doblegar. Sigue siendo así en
nuestros días. Y también ocurre, hoy como siempre, que la opinión pública es temida por su
potencialidad de evolucionar independientemente, por lo difícil que resulta controlarla.

La opinión pública puede ser un factor influyente, de peso, en el sostenimiento de un orden


democrático en la medida en que en la sociedad prevalecen valores y actitudes
democráticos. Si en la sociedad predominan otros valores, la opinión pública sólo de
alguna manera indirecta -y no predecible- puede contribuir al establecimiento de un orden
democrático. Sabemos que la confianza en la democracia, en el mundo de nuestros días, se
mantiene firme en la opinión pública en casi todas partes, no mengua ante la magnitud y la
variada naturaleza de los problemas que aquejan a las sociedades (Norris, 1999). No solo el
compromiso con los valores democráticos no cede en las sociedades que los han
institucionalizado; de hecho, cuando las oportunidades surgen, pueblos de los que se cree
que no sustentan valores democráticos revelan que no es así.

se enteran por el diario de algunas cosas inicuas o ven sus imágenes en la televisión, al igual que usted y yo se
indignan y piensan “querría hacer algo para que esto cambie”, pero no saben qué hacer. Algunas personas no
tienen credo religioso, la mayoría sí; algunos observan rigurosamente los preceptos de su religión, la mayoría
no; pero sus pequeños pecados (y los no tan pequeños) no los llevan a perder la fe. La humanidad no se pierde
cada vez que alguien peca, ni se salva cada vez que alguien es protegido del mal por la censura o los
controles. Si ni usted ni yo no somos títeres movidos por los hilos de algunos factores de poder, sino personas
dotadas de autonomía para pensar, decidir y opinar, la mayoría también lo es.

11
Además, la opinión pública puede influir sobre las decisiones de gobierno. No está en duda
que en las democracias la ciudadanía vota, el proceso de formación del voto tiene lugar en
la opinión pública y de tal modo ésta influye en la selección del gobierno. Pero, a partir de
haber seleccionado al gobernante, se discute cuánto puede influir la opinión pública en lo
que el gobernante hace. Key (1961) habla de “diques” que canalizan o contienen las
políticas de gobierno imponiéndoles cotas o límites. Estos operan a través del clima general
de opinión, del nivel de respaldo o rechazo al gobierno y de las actitudes específicas hacia
opciones de políticas públicas; la institución del referéndum, en sus variadas formas, puede
ser también un paso en dirección a la institucionalización de la voz de la opinión pública en
las decisiones de gobierno. Sin duda, la opinión pública a veces influye mucho sobre las
decisiones de gobierno, a veces influye algo y a veces nada; pero es un factor
crecientemente tenido en cuenta. En defensa del papel de la opinión pública en la
democracia representativa, puede decirse que aunque los gobernantes pueden actuar
tomando o no en cuenta la opinión pública, cuando no lo hacen tarde o temprano se ven
llevados a pagar un precio político. Ese el sentido del voto como instrumento de expresión
de la opinión pública.

Por lo demás, los cambios tecnológicos también favorecen la influencia de la opinión


pública como factor de contrapeso a los factores de poder. En un informe publicado el 10
de noviembre de 2001 en la revista The Economist se sostiene: “La manera más efectiva en
que la tecnología influye en la cultura es aumentando el poder de los individuos”. El
informe reporta que la movilización popular que marcó el inicio de la caída del gobierno de
Joseph Estrada en Filipinas se organizó a través de la red de e mails, teléfonos celulares y
tarjetas telefónicas prepagas que resultaban incontrolables e indetectables para el gobierno.
No hay poder policial que pueda en nuestros días controlar esos medios. Pocos años antes
el presidente filipino Ferdinand Marcos también fue derrocado en un proceso que comenzó
con movilizaciones populares; pero entonces el proceso tomaba muchos meses y los
activistas corrían muchos riesgos. Los flujos de comunicación que las nuevas tecnologías
hacen posible permiten una interacción horizontal, en las bases sociales, en una medida
nunca vista antes. El modelo de organización vertical, o piramidal, queda obsoleto. Más
recientemente, a comienzos de 2005, Arabia Saudita enfrentó las primeras elecciones
legislativas de su historia. De acuerdo con lo que se lee en la prensa, el movimiento político
que resultó decisivo en ese primer paso hacia una vida política más democrática en Arabia
se gestó en Europa y se difundió en ese país por internet -lo que sin duda dificultó
enormemente las posibilidades de censura y control político por parte del gobierno saudita-.
Entre uno y otro de esos eventos, tan solo en el lapso de unos pocos años, el mundo entero
ha sido testigo de varios otros hechos impresionantes: la caída del muro de Berlín, el
colapso de la URSS, la democratización de Georgia y de Ucrania, la movilización argentina
en pos de mayor seguridad ante la delincuencia liderada por el señor Blumberg, la
movilización de ciudadanos cruceños exigiendo la autonomía federal de Santa Cruz en
Bolivia, son casos que ejemplifican el poder de la opinión pública cuando la marea se
desata. Su fuerza también se pone de manifiesto en cambios menos convulsivos, pero no
por eso menos profundos. ¿Quién hubiera imaginado hace cincuenta años que en algunos
lugares del mundo se legalizaría el matrimonio entre personas del mismo sexo? ¿O que la
Iglesia sería cuestionada hasta por algunos de sus mismos fieles por sus posiciones

12
extremadamente rígidas -y contrarias a los más difundidos hábitos y prácticas cotidianas-
relativas a la anticoncepción?

Lo distintivo de esos casos no es el papel de los activistas sino la posibilidad de la


comunicación horizontal en tiempo real. La producción de información, con las nuevas
técnicas disponibles, se hace con rapidez nunca vista antes. Hoy en día los acontecimientos
se producen, la prensa los convierte en hechos públicos, los analistas los codifican y
sabemos lo que la gente piensa al respecto en el mundo entero, en el día. La posibilidad de
alimentar los hechos y difundirlos con información de opinión pública es uno de los rasgos
distintivos de esta época. Las empresas que producen esos datos se están globalizando
rápidamente o forman redes globales. Las redes globales de encuestas pueden cubrir con
sus encuestas continentes o hasta el planeta entero coordinadamente en pocos días.

Es cierto que también existe una notable capacidad de motorizar procesos políticos por la
vía de un activismo transnacional que hace uso de las tecnologías de la era global: los
ambientalistas, los opositores al comercio libre, los fundamentalistas islámicos, se mueven
cómodamente a través de las redes globales. Eso no es necesariamente opinión pública,
pero puede llegar a generar corrientes de opinión que impactarán en los procesos del futuro
cercano. La semilla existe y reside en la misma tecnología, que hace posible el
impresionante fenómeno del diálogo en internet y que sostiene las redes de
intercomunicación horizontal en el mundo de hoy. Todos pueden hacer uso de ella, los
poderosos, los que desafían a los poderosos, quienes aspiran a vender productos o fantasías,
quienes difunden información y también las personas más comunes. Pienso que, en el
balance, el actor que sale relativamente más fortalecido de ese proceso es la opinión
pública.

La opinión pública es la interacción entre millones de personas opinando de modos


diversos sobre los más diversos temas, acerca de los cuales algunos sostienen sus opiniones
con mayor intensidad y convicción, otros con menos. La mayor parte de las encuestas de
opinión no reflejan enteramente esa realidad compleja. En general no lo hacen porque ese
no es su propósito, del mismo modo que la mayor parte de nuestros análisis de sangre
refieren los valores de solamente unas pocas variables, o los mapas de las guías turísticas
muestran solo las principales ciudades y los principales caminos. Sin embargo, existen
herramientas técnicas para explorar la complejidad de la opinión pública a partir de los
datos de una encuesta.

Los estudios sobre orientaciones valorativas (por ejemplo, Inglehart, 1997) penetraron en la
trama donde los valores y las opiniones circunstanciales se mezclan, poniendo de
manifiesto la estructura del movedizo terreno en el que se genera la propensión al cambio
por parte de millones de personas (ver al respecto Sniderman et al (1991). Algunos se
inquietan ante ese fenómeno que puede ser visto como el debilitamiento de valores estables
(o tradicionales) por obra de un mundo demasiado permeable a las circunstancias. Pienso
más bien que podemos congratularnos de ese entrecruzamiento entre los valores y las
opiniones. Lleva a la gente a no opinar como clones unos de otros, produce un entramado
donde los intereses, los valores, las preferencias y los gustos se combinan de mil diversas
maneras generando un mosaico de opiniones que sostiene el criss-cross, las bases de la
democracia.

13
La imagen de la opinión pública

La circulación de las opiniones es uno de los elementos relacionales que hacen posible la
existencia de la sociedad; penetra y traspasa muchas barreras estructurales e institucionales,
contribuyendo de tal modo a constituir los ámbitos públicos de la vida con alguna
independencia de otros factores. La opinión pública, como los ríos, fluye y permea las
estructuras geográficas o sociales, se acomoda a ellas, asimila ciertos impactos y continúa
por su cauce. A veces desborda, inunda, erosiona, otras veces interactúa mansamente con
su entorno. Hay pocas explicaciones acerca del por qué de la mayor parte de sus
fluctuaciones en el corto plazo; del largo recorrido del río, una que vez que lo surcamos
podemos decir algo; antes, poco.

La opinión pública es efímera y a la vez continua. No es fungible pero tampoco es durable;


se reconstituye incesantemente, como el agua. Cuando los flujos se estancan -algo que
raramente ocurre en el mundo actual, pero ocurría con extremada frecuencia en el pasado- o
bien forman apacibles remansos en los que la gente se siente protegida, o bien sus aguas se
estancan y contaminan; cuando fluyen con vigor, son capaces de mover montañas. Por
cierto, la opinión pública es, por su esencia, cortoplacista; expresa expectativas más que
soluciones concebidas y visiones del futuro. Puede levantar demandas, puede legitimar
respuestas políticas, puede legitimar y deslegitimar gobiernos, puede levantar presiones
sobre ciertas decisiones públicas, puede consolidar hábitos y estilos de vida; pero no puede
sustituir a las instituciones de gobierno.

La opinión pública es capaz de erosionar los cimientos más profundos de los sistemas de
valores, y también es capaz de protegerlos cuando quienes disponen de poder político
intentan avasallarlos persiguiendo fines o propósitos particulares. Así como las conquistas
de territorios foráneos por los grandes imperios, cualesquiera hayan sido sus consecuencias
políticas, las más de las veces generaron una mezcla de costumbres y tradiciones culturales
en las que a menudo predominaron las de los pueblos conquistado (ver Sowell, 1983), así la
opinión pública opera silenciosamente influyendo en las costumbres y a veces también en
las decisiones de gobierno. Lo que la política no pudo a través de la historia, muchas veces
lo pudo la opinión pública.

En estas páginas he tratado de justificar una visión de la opinión pública como una fuerza
sostenida fundamentalmente en los procesos sociales espontáneos en los que los que
individuos autónomos interactúan y comunican unos a otros sus opiniones. También he
tratado de justificar la visión de esos individuos como actores básicamente orientados a
perseguir fines y maximizar sus utilidades en relación, tomando en cuenta sus intereses, sus
gustos y preferencias, los costos de informarse, los costos de opinar, el impacto de sus
opiniones sobre los demás y la reacción de otros a las mismas; y, en alguna medida,
dominados también por emociones no controladas, por lealtades que resultan funcionales a
sus vínculos de pertenencia y a su identidad, y por sentimientos de benevolencia y
responsabilidad. Los individuos reales que responden a ese patrón difieren en muchísimos
atributos; algunos de ellos son mejores y otros peores en muchos aspectos distintos;

14
algunos son capaces de pensar más articuladamente que otros, algunos están más
interesados en hacerlo, algunos simplemente se interesan poco o nada en producir juicios
articulados acerca de muchos aspectos de su entorno. Equipados con nuestras herramientas
mentales y nuestras capacidades cognitivas, los seres humanos generamos opiniones y
construimos -sin ser demasiado concientes de ello- un tejido social particular compuestos
de opiniones que circulan en los espacios sociales y actúan como una fuerza autónoma
sobre la vida pública, sobre la política y sobre los mercados.

En una tradición que a falta de mejor nombre llamo ‘racionalista’, que involucra a autores
en otros aspectos tan dispares como Habermas y Popper, el fenómeno de la agregación de
las opiniones de las personas comunes -o de sus líderes de opinión cuyo liderazgo se
sustenta en esa misma opinión pública y no necesariamente en otros atributos de autoridad
intelectual o moral- es visto con preocupación. En Habermas, porque no asegura que
conduce a las sociedades a una mayor racionalidad colectiva; en Popper, porque no asegura
que conduce a la sociedad a la búsqueda de la verdad.

La visión desde la que se demanda “razonabilidad” a la opinión pública, o a cada persona


que la conforma, parece esperar de los demás que actúen de manera distinta a como lo hace
uno mismo -a menos que uno mismo se autoubique en la clase de las personas movidas
única y exclusivamente por aspiraciones y valores superiores-. Lo cierto es que en el
mundo real nuestros argumentos a menudo se acomodan a nuestros gustos o a nuestros
intereses. “Lo corriente en el hombre es la tendencia a creer verdadero cuanto le reporta
alguna utilidad”, dice el sabio vocero que habla en Juan de Mairena (Antonio Machado,
1949). Un siglo antes, Tocqueville (1969) había dicho: “mis opiniones han cambiado, en
efecto, con mi fortuna”.

La pregunta sobre si el individuo que emite o porta opiniones es o no es 'racional' es


equívoca. El individuo es racional y, a la vez, es emocional y es portador tanto de
información como de imágenes con poco o ningún sustento. El supuesto de que el mundo
funcionaría mejor si las personas fueran todas racionales -o al menos se comportasen
racionalmente en el espacio social- no tiene mayores fundamentos. En los términos en que
el problema se planteaba entre los pensadores clásicos, la emocionalidad -o las pasiones- no
se oponía a la racionalidad, se vinculaba a aspectos negativos para el orden social; en esa
línea de pensamiento, muchos clásicos valoraban más el conformismo que la razón del
individuo común. En los términos en que planteamos hoy el problema, la noción de
racionalidad nos resulta útil para construir modelos del comportamiento individual y social
que resultan más explicativos y más apropiados para descubrir vías de intervención sobre la
realidad; pero no es un principio psicológico capaz de generar una vara moral sobre la cual
juzgar a cada persona de carne y hueso.

La preocupación por la irracionalidad de los individuos suele aplicarse a algunos


argumentos que nos resultan familiares. Uno de los más comunes es la idea de que la gente
no muy racional es más fácilmente manipulable, a la que acabo de referirme. El
consumidor -suele pensarse- es llevado a desear lo que no debería desear, es inducido a
comprar lo que no necesita o es engañado y termina comprando productos de inferior
calidad. Otro es el referido al voto y, asociado a él, a la política como objeto de opinión de
los ciudadanos. El problema se plantea como lo que Sniderman y sus colegas llaman "el

15
puzzle de Simon"8: ¿cómo pueden decidir qué favorecer y a qué oponerse ciudadanos que
tienen muy poca información y saben muy poco acerca de política? (O, para ponerlo en sus
propias palabras, ¿cómo podemos concebir que tengan alguna inclinación ideológica
ciudadanos que ni siquiera comprenden que si a uno le gusta un poco la izquierda tiene que
gustarle un poco menos la derecha?). El puzzle sólo es una intriga para los analistas que
asocian ‘racionalidad’ a sus propios esquemas analíticos; los ciudadanos simplemente ven
las cosas de otra manera.

Esos individuos que opinan autónomamente, sujetos a múltiples influencias y


condicionamientos, pueden mantener sus opiniones establemente o pueden cambiarlas ante
estímulos externos. Las más de las veces esos estímulos consisten en opiniones de otros, o
en acciones comunicacionales programadas estratégicamente para influir en las opiniones.
En gran medida -en inmensa medida- la vida social consiste desde hace algún tiempo de
esfuerzos múltiples, grandes y pequeños, más o menos efectivos, para influir en las
opiniones de la gente. Frente a las estrategias para influir, frente a los diversos focos de
influencia y en medio de diversas estructuras de poder, cada individuo responde
autónomamente a ese inmenso número de estímulos y restricciones que lo rodea. De ese
modo, es parte de los procesos que lo tienen a la vez como sujeto público, como objeto
público y como protagonista de la vida pública de su comunidad.

Para decirlo en otras palabras, se trata de la circulación de imágenes, no de la circulación de


verdades. La opinión pública no es fuerte porque la gente tenga imágenes “correctas” de las
cosas, del mundo externo y de los demás (y desde luego de sí mismo) sino porque cada uno
es dueño de las imágenes que tiene. La gente es dueña hasta de la imagen que tiene de los
poderosos; ese solo hecho torna a los poderosos un poco menos poderosos. El mundo se
procesa a cada instante en la mente de cada uno de los seres que forman parte de él.

Esas imágenes del mundo externo que las personas llevamos en nuestra mente se
realimentan unas a otras. En tanto cada uno las mantiene reservadamente en su mente, su
fuerza es menor, pero tan pronto ellas son comunicadas contribuyen a reforzar, o a
erosionar, las imágenes que otras personas tienen de los mismos fenómenos. La fuerza que
emana de la opinión pública reside en las imágenes que se forman a través de la interacción
entre los individuos y que terminan, por así decirlo, instaladas en el espacio público, cuya
potencia muchas veces es difícil de contrarrestar.

Retomando la preocupación por el papel de la opinión pública en la vida institucional en las


sociedades de nuestro tiempo, la veo en medio de dos exigencias contrapuestas. Por un
lado, parece que la preocupación por la opinión pública implica una demanda al ciudadano
que le pide más de lo que éste puede dar: le demanda que esté informado, que sea
articulado y coherente, que genere un compromiso público. Por otro lado, aun alcanzando
los más altos estándares, la opinión pública es siempre insuficiente; gente hablando entre sí,
formando opinión sobre los asuntos corrientes, no basta para conformar una sociedad civil
vigorosa.

En el debate intelectual se contraponen distintas visiones sostenidas desde distintas


8
Por referencia a Herbet Simon.

16
perspectivas: la institucional, la normativa, la sociológica. Merelman (1998) defiende el
concepto de la cultura política ‘mundana’, la que surge de la interacción espontánea entre la
gente común cuando se conectan con la política, generando un ‘discurso político’ disociado
del que prevalece en la política ‘real’. Merelman piensa que simplemente hablando de
política coloquialmente, poniendo alguna atención en los temas políticos, queda satisfecha
la obligación cívica del ciudadano común de involucrarse de alguna manera como
ciudadano. “La cultura política mundana -dice- para mucha gente representa una forma de
actividad política”.

Ese punto de vista es discutido por Herbst (1993), quien piensa que el argumento de
Merelman implica “una apología de la desarticulación”. Herbst discute la teoría de la
estabilidad política implícita en distintos enfoques. En la visión “oficial” (así definida por el
mismo Merelman, quien la personaliza en el tipo ideal de Inglehart), la estabilidad se
explica por el equilibrio entre los valores políticos, la acción ciudadana y las instituciones
políticas. En la visión “mundana”, lo que prevalece es ambivalencia, ideas y símbolos a
menudo contradictorios desconectados de la acción política. La estabilidad se explica en
esa visión por tres elementos clave: ideas y símbolos políticos multivalentes, escasa acción
política motivada entre los ciudadanos (la mera conversación sobre política es considerada
en sí misma un acto político significativo), baja conciencia de las instituciones. "La cultura
política mundana -dice Herbst- no prepara a los ciudadanos para un apoyo entusiasta a las
instituciones políticas existentes. Por el contrario, sus ideas y símbolos multivalentes
inhiben a los ciudadanos para cualquier tipo de participación política relevante. Es una
estabilidad política fundada no en el consentimiento a algunos principios sino en una
ambivalencia inefectiva”.

Un paso más allá, la visión hipercrítica ve en la cultura política mundana un efecto del
ejercicio del poder, el cual reside fundamentalmente en los medios de comunicación, "el
lugar por excelencia de la producción social del sentido". Muniz Sodré piensa que las
tecnologías de la información no son democratizadoras de las relaciones sociales y
políticas. En la conciencia de la gente, las instituciones se ven penetradas por “un
imaginario delirante, una pérdida del sentido de lo real”. Ya no se inculcan los valores de la
realización social del hombre por la actividad política, sino una “liberación adulatoria y
auto erótica de los deseos”.

Las encuestas, en la visión de Muñiz Sodré, contribuyen a ese proceso de alineación


política de los ciudadanos, interviniendo perturbadoramente en los procesos electorales
anticipando un vencedor virtual e "imponiendo a las conciencias individuales la evidencia
de una mayoría sólo virtual".

Desde mi perspectiva, no está en discusión la existencia de factores de poder, sino la


medida en que éstos son capaces de neutralizar, dominar o manipular a la opinión pública
o, alternativamente, la medida en que ésta es en sí misma un factor de equilibrio de poder.
La conclusión de mi análisis es que la fuerza intrínseca de la opinión pública es
frecuentemente mayor que la de aquellos grupos o sectores sociales que pueden pretender
dominarla. Los gobiernos no tienen todo el poder; tienen, en diferentes cantidades,
diferentes poderes. Muchos de ellos son constitucionalmente inherentes a sus funciones;
aun así, no pocas veces deben extremar sus recursos para ejercerlos. De hecho, existen

17
contrabalanceos constitucionales: el Congreso, la Justicia, eventualmente otros. Muchas
veces, los gobiernos buscan ejercer poder sobre decisiones de otros actores. A veces, la
opinión pública les pone límites; otras veces, va en su ayuda. Si los gobiernos muchas
veces se inclinan ante la opinión pública, también lo hacen las grandes corporaciones. La
imagen institucional de las empresas es un reflejo del poder de la opinión pública. El
grass-roots lobbying es otro reflejo del poder de contrabalanceo de la opinión pública
frente al poder de los políticos. Ese poder de la opinión pública puede ir en dirección
convergente a los valores que cada uno de nosotros mantiene o en dirección divergente.
"(Page y Shapiro) mencionan temas sobre los cuales la opinión pública se desarrolló
independientemente de la política gubernamental y allanó el camino para el cambio político
en ese campo; por ejemplo, el cambio gradual hacia unas relaciones más pragmáticas con la
China comunista muestra cómo la opinión pública anticipó lo que Nixon y Carter harían
dos décadas más tarde" (Mathews, 1994). En muchas otras ocasiones la opinión pública
convalidó o facilitó regímenes de gobierno que conculcaron libertades y derechos o que
cometieron otras aberraciones. La opinión pública no es una garantía, pero tampoco lo son
los gobernantes ni las elites políticas ni los grupos ilustrados; la opinión pública
proporciona el contrabalanceo, la tendencia al equilibrio de poder, que está en la base de
toda teoría preocupada por la protección de los gobernados frente a los gobernantes.

3. LA OPINION PUBLICA Y LA COMUNICACIÓN POLÍTICA

"La idea de que se pueden vender candidatos para la


alta investidura como si fueran cereales para el
desayuno (...) es la última indignidad del proceso
democrático".

Adlai Stevenson9.

Mis análisis en las páginas precedentes parten de una premisa básica: la comunicación
involucra siempre la emisión y la recepción de mensajes entre actores que disponen de una
cantidad previa de información. En todos los casos, hay gente con ideas e imágenes en su
mente, con mayor o menor voluntad de comunicar esas ideas a otros, y hay emisores de
mensajes masivos persiguiendo propósitos. Esos mensajes pugnan por penetrar en la mente
de receptores que ya poseen información anterior. La comunicación es un proceso que se
recrea incesantemente a sí mismo cada vez que alguien emite un mensaje y cada vez que
alguien lo recibe y hace algo con él.

En el punto de emisión de los mensajes masivos, los consultores de relaciones públicas y


los creativos publicitarios ayudan a sus clientes a generar información y a asegurarse de que
la prensa la cubra adecuadamente. Los consultores de opinión pública proporcionan un
insumo adicional necesario: descubren qué hace el público con esa información, cómo la
procesa generando nuevas imágenes o descartándola; facilitan que el emisor inicial escuche
la respuesta del receptor. En buena medida, muchos problemas de incomunicación masiva,

9
La frase es atribuida a Stevenson en Gubern (2000).

18
muchos problemas que afectan a las corporaciones en sus vínculos con el público, muchos
problemas que aquejan a los sistemas democráticos, resultan no tanto de déficits en el lugar
de la emisión, en el contenido o la difusión de los mensajes, como de déficits en la
capacidad de comprender qué hace el público con los mensajes que se le proponen. En un
reciente estudio sobre las percepciones de la prensa estadounidense por parte del público
(Bennett et alter, 2001) se concluye que entre 1996 y 1998 “dos tercios del público expresa
dudas acerca de la confiabilidad de los medios de prensa, un aumento significativo con
respecto a los años 80”. El mismo trabajo reporta una conclusión similar por parte del Pew
Center en el año 2000. Si el público no confía en los medios de prensa, ciertamente la
prensa tiene un problema, pero tal vez éste es el menor de todos; los emisores de mensajes
masivos, los gobiernos y las corporaciones, que dependen de la efectividad de la prensa,
tiene un problema aun mayor; en definitiva, el sistema democrático mismo tiene un
problema.

Tal vez estas cosas se entienden un poco mejor cuando se trata de la comunicación
institucional y comercial que cuando se trata de la política. El marketing político,
técnicamente considerado, es un aspecto del marketing, una aplicación de principios
generales al terreno de la comunicación política. El argumento más sólido que esgrimen
quienes recelan de la aplicación de los principios del marketing comercial a la política se
sostiene en la idea de que la política forma parte de un ámbito distinto de la vida social que
debería estar sometido a reglas específicas y debería movilizar en las personas
motivaciones y valores distintos. Sobre esa premisa, el marketing político es visto como
algo negativo; equiparar la política a la venta de productos comerciales es “indigno” (como
pensaba Adlai Stevenson y piensan todavía muchas personas) o sencillamente equivocado.

Landi (1992) recuerda que Platón criticaba a la palabra escrita y a la pintura porque eran
incapaces de responder cuando se las interrogaba; sólo el diálogo interpersonal permitía
pasar de un mensaje a otro. En ese sentido, el marketing moderno está más cerca del
diálogo que el discurso político común. El consultor norteamericano Don Walters (2004),
en una nota titulada elocuentemente “In politics – you’re nothing but a brand” dice: “Si
usted es un candidato, lo primero que tiene que hacer es preguntarse por qué cree que va a
ganar. Póngase en el lugar de un consumidor (...) usted necesita saber ante todo qué imagen
va a proyectar (...) Tiene que poder ver su candidatura como otros la ven”. “Si usted no es
capaz de ver su campaña reducida a una marca -esto es, destilando toda su candidatura en
una simple palabra única- entonces usted debe dar un paso atrás”. Las proposiciones
teóricas al respecto son bien conocidas; más interesantes me parecen las reacciones de los
mismos hombres y mujeres que practican la política, quienes a menudo se sienten
disgustados cuando vislumbran que sus consultores los tratan como si fuesen cereales para
el desayuno o jabón de lavar. Les cuesta aceptar que cuando hablan, la gente no percibe un
diálogo sino un monólogo -para peor, un monólogo generado por un emisor de baja
credibilidad-10.

10
Para hacer honor a no pocas excepciones, quiero expresar un reconocimiento a algunos políticos a quienes
debo el inapreciable don de la confianza que depositaron en mi profesionalidad; si alguna vez se sintieron
tratados como latas de tomates, este es un buen lugar para dejar salvada la alta estima en que los tengo como
dirigentes y como seres humanos. No los menciono ahora por respeto a la confidencialidad; a quien sí puedo
recordar con afecto y gratitud es al ya fallecido César Jaroslavsky.

19
La noción de la política como uno de tantos procesos de comunicación no solamente es
rechazada por los políticos a quienes les disgusta someterse a las reglas de la comunicación
social. También es rechazada por muchos analistas que ven en la “comercialización” de la
política uno de los mayores problemas de nuestro tiempo.

¿Debería la comunicación política discurrir por canales, frecuencias o códigos distintos de


la comunicación pública en general? Si cada individuo es al mismo tiempo, él mismo, un
ciudadano, un consumidor, un trabajador y una persona de familia, ¿por qué debe el
individuo escindirse en el plano de la comunicación pública? Parece que detrás de algunos
análisis hay el supuesto de que la comunicación comercial está sometida al dominio de
factores de poder económicos y una lógica propia que lleva a los ciudadanos a una
inmersión en la política contaminada de valores consumistas, materialistas y “apolíticos” o,
en una posición extrema, que forma parte de un área subalterna de la vida, donde están
permitidos los deseos y las fantasías privadas, las cuales no deberían enturbiar el área de lo
público.

Los temas en discusión tienen que ver también con las encuestas, su difusión mediática, su
regulación, la dependencia de las encuestas por parte de los gobernantes y los dirigentes, en
definitiva, con el balance de poder entre la oferta y la demanda. Subyace al punto de vista
crítico la idea de que en el mercado la oferta es más poderosa que la demanda mientras en
la política no debería serlo. Antes de discutir esa confusión entre el ser y el deber ser -y su
implicación, la conclusión de que un débil deber ser es responsable del insatisfactorio ser
actual- me parece preciso refutar esa idea. En el mercado, en nuestros tiempos, la oferta no
es más poderosa que la demanda; en todo caso, es cada vez menos poderosa. El individuo
se conecta con la política y con el mercado desde los contenidos de su mente, no desde
valores externos a ella. Desde su perspectiva, lo público y lo privado están mucho menos
diferenciados que en los esquemas analíticos.

La idea del poder del lado de la oferta es propia de los emisores que actúan desde ese lado.
El instinto del empresario, antes de ser golpeado por la realidad, lo lleva a pensar que su
oferta es más poderosa; aun golpeado, muchas veces sigue insistiendo y se deja seducir por
asesores que le ofrecen las soluciones comunicacionales poderosas. El instinto del político
es el mismo. Los teóricos que imaginan un mundo con menos influencia comunicacional
atribuyen a los poderosos la capacidad de diseñar el orden vigente. En esos ejercicios
intelectuales, casi siempre terminan devaluando la capacidad del individuo, del consumidor
o el ciudadano para protegerse o contraatacar; aun más, a menudo temen que eso ocurra,
porque en tal caso la soberanía de la opinión pública sería aun más plena, y nada les
asegura que los valores dominantes en el soberano sean los suyos. Ante una opinión pública
soberana, muchos pierden; ciertamente, muchos le temen.

Cuando un individuo recibe un estímulo apropiado, puede revisar su opinión; lo hace ya sea
razonando, ya movilizando sus emociones y afectos, ya desplegando una heurística que lo
lleva a evaluar las opiniones de otras personas que son para él relevantes y a evaluar los
riesgos de opinar de una u otra manera. La capacidad de producir dichos estímulos puede ser
resultado de acciones comunicacionales planificadas; pero la inmensa mayoría de los

20
estímulos a los que nos vemos expuestos los seres humanos día a día se generen
espontáneamente en la vida social.

Desde la perspectiva de quien busca influir como emisor estratégico, el sistema puede ser
adecuadamente concebido como un medio donde tiene lugar una permanente guerra
bacteriológica. Los emisores estratégicos buscan contaminar a los demás; estos, por un
lado disponen de defensas y anticuerpos, por otro lado también contaminan aunque no se
propongan hacerlo. La vida es en gran medida una lucha continua por persuadir a los demás
de algo que se espera que crean. En nuestro mundo, donde tantos actores tratan de actuar
estratégicamente, la resultante surge de la combinación de esos dos tipos de fuerzas.
Multiplicada por el número -extraordinariamente alto y continuamente creciente- de
emisores y receptores.

Nadie influye directamente sobre la opinión pública. Las influencias se ejercen sobre los
individuos; cuanto más masivo un emisor, tanto más dispone de la potencialidad de influir a
muchos individuos. La influencia puede ser ejercida, efectivamente, una vez que los muchos
individuos expuestos a un mensaje han procesado el mismo; normalmente lo hacen a través de
la interacción entre ellos, con el resultado de que el mensaje emitido originalmente acaba
filtrado, transformado y reinterpretado de muy diversas maneras. Ese proceso contiene más
elementos de intercambio que de poder.

Extrayendo implicaciones relativas a los principios que deberían orientar las campañas
comunicacionales, una conclusión básica es que una buena estrategia comunicacional no
consiste solamente en descubrir y producir los mensajes adecuados y transmitirlos por los
medios adecuados a los públicos adecuados; la comunicación debe además tener en cuenta
los mensajes adversos a los propios y los anticuerpos ya establecidos. A veces, un mensaje
fuerte no es muy efectivo porque choca con defensas establecidas o porque se interponen
acciones igualmente fuertes en contrario; otras veces, mensajes relativamente débiles
logran modificar las opiniones de un gran número de personas. La estrategia efectiva es una
mezcla de creatividad, efectividad e inteligencia para conocer el ambiente por donde se
espera que el mensaje circule y produzca algún impacto.

La investigación de opinión pública genera información que facilita el diálogo entre los
gobernantes y el público. Puede pensarse que el diálogo relevante debería adoptar formas
más deliberativas que las opiniones expresadas en una encuesta, donde por definición
alguien formula unas preguntas y cada persona, separadamente de los demás, las contesta.
Al respecto pienso, en primer lugar, que no todo el mundo está dispuesto a deliberar en
ámbitos organizados, pero casi todo el mundo tiene algo que decir acerca de muchos
asuntos públicos; en segundo lugar, que de hecho muchas de las personas que responden a
una encuesta han dialogado antes con otros, sus parientes, amigos, vecinos o compañeros
de trabajo, de manera que la encuesta, aunque individualmente realizada, recoge opiniones
que ya han pasado por el filtro del diálogo; en tercer lugar, que la investigación no excluye
métodos más deliberativos, como el focus group.

El estudio de la opinión pública, los conocimientos que se generan en este campo, dan lugar
a algunos servicios prestados tanto a los ciudadanos como a los dirigentes, a los

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gobernantes y otros emisores masivos. Es esta una paradoja de tantas: lo que sirve a unos
sirve también a quienes a veces constituyen el mayor problema para esos unos. Es posible
que el conocimiento de la opinión pública no sea suficiente para alterar el equilibrio de
poder entre gobernantes y gobernados, entre políticos y ciudadanos, entre dirigentes y
comunes. Con todo, pienso que contribuye a elevar la calidad de la vida pública, tanto del
lado del público como del lado de los políticos, de los gobiernos tanto como de la
ciudadanía; aporta una modesta pero significativa contribución a disminuir las
oportunidades de abusar del poder por parte de quienes lo detentan.

x x x

Ante este mundo problemático y cambiante encontramos dos visiones, una escéptica y, del
lado opuesto, una optimista. En el medio hay una diversidad de puntos de vista. La visión
optimista se sostiene en la confianza en las propiedades mutantes de la especie humana, que
siempre renueva su capacidad adaptativa y su creatividad.

Creo que cada ser humano vive su propia vida como si fuera un universo. En esa conciencia
de su existencia que permite al ser humano vivir intensa y dramáticamente su vida está la
raíz de su potencialidad transformadora. Pero el ser humano no puede vivir su vida aislado
de los demás; fue hecho necesitando a los demás. Construye comunidades, se socializa y
adapta a ellas y, eventualmente, las transforma. En la intensidad de la vida en el plano
micro, en la perspectiva en la que la vida de cada uno es un universo y vale lo que el
universo todo, precisamente en ese plano los seres humanos creamos símbolos, formamos
imágenes e intercambiamos mensajes y contenidos. La agregación de estos -la opinión
pública- es en cada momento el resultado de procesos esencialmente espontáneos e
impredecibles. La circulación de las opiniones, la conversación entre la gente, es una fuerza
extraordinaria, poderosa, que mueve la historia.

En el plano macro, pienso que la humanidad avanza hacia grados crecientes de restitución
del poder a la gente común. Ese proceso comprende la circulación de las elites, el
reemplazo de unas estructuras de poder por otras sustentadas en nuevas bases y la
deliberación de sectores ilustrados de las sociedades acerca de los asuntos públicos de su
tiempo; pero su raíz es mucho más profunda. El proceso de restitución de poder se afianza
en los intercambios cotidianos entre las personas, entre los oferentes y los demandantes en
los mercados de consumo, en la formación de vínculos siempre renovados entre los
consumidores y los ciudadanos, en las interacciones que en cada momento forman y
transforman la opinión pública.

Las instituciones son diseñadas por los hombres; el uso que se hace de ellas, al igual que las
respuestas a los problemas colectivos, son resultados de las acciones humanas. Al ejercer el
poder, quienes deciden y actúan lo hacen restringidos, en mayor o menor medida, por la
opinión pública. Pienso que hoy es posible ver esos procesos con más confianza de la que
depositaron los pensadores del siglo XIX en la sociedad de masas. Los dilemas de la
democracia no los puede resolver la opinión pública; a la vez, cualquier solución viable,
duradera y legítima debe contar con ella. Ese es el balance de poder en las democracias de
nuestro tiempo.

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Es un proceso abierto; no está determinado ni direccionado. En la conformidad y la
creatividad de los seres humanos reside su dinamismo. Pero nadie -ni los individuos más
poderosos ni los más lúcidos- puede controlar las consecuencias de sus propios
pensamientos, sus actos y sus intercambios, ni las de los demás.

Salvador, Bahia, marzo de 2005.

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