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EDICIÓN  ELECTRÓNICA DE TRABAJOS PUBLICADOS 

SOBRE GEOGRAFÍA Y CIENCIAS SOCIALES


 
DEMOCRACIA COMO ESTRUCTURA Y COMO FORMA DE VIDA.
SINTESIS DE LA EXPERIENCIA NÓRDICA DE UN EMIGRANTE
MEDITERRÁNEO.
 
José Luis Ramírez
 
Democracia como estructura y como forma de vida Síntesis de la experiencia
nórdica de un emigrante mediterráneo.   Seminario sobre variedades y límites de
la democracia. Universidad Internacional Menéndez Pelayo, Valencia 6-10 de
septiembre de 1993

Dos son a mi juicio los problemas fundamentales que la sociedad moderna debe
plantearse y resolver seria y honradamente, si seria y honrada es su aspiración a
realizar un orden social democrático: Uno es el problema de
la representatividad política; el otro es el de la competencia ciudadana.
Ambos están íntimamente relacionados, no pudiéndose resolver el primero sin
abordar el segundo: sin competencia ciudadana no hay verdadera
representatividad.

Carente de esa premisa, el intento moderno por superar el despotismo ilustrado


conduce a una forma de democracia meramente formal, enmascaradora del
paternalismo de una sociedad del bienestar, obra de ingenieros sociales. En el
mejor de los casos lo que hoy llamamos democracia no ha pasado de ser una
nueva forma de aristocracia, y en el peor de ellos una forma de oligarquía.
Michel Foucault ha descrito muy bien el proceso histórico de transformación de
las técnicas de poder, desde un ejercicio brutal y despótico a un ejercicio suave y
bondadoso cuya denominación adecuada es paternalismo.

Afincada en un racionalismo instrumental, la mentalidad moderna construye sus


teorías de la sociedad a través de dos patrones alternativos: uno de raíz kantiana,
que busca el establecimiento de sistemas regulativos que garanticen a priori la
igualdad y la justicia, y otro de raíz utilitarista que mide la actuación humana
desde el rasero de la eficacia y del resultado. Ambos criterios aparecen barajados
en proporciones diferentes en las formas concretas de sociedades democráticas
existentes, dando el Estado Social prioridad a las reglas, mientras el Régimen de
Mercado acentúa el criterio utilitarista. Común a ambos modelos es la reducción
de la pluralidad concreta de «los hombres» a la pluralidad abstracta y descarnada
de «el hombre», ese hombre de la estadística que es al mismo tiempo todos y
ninguno; es decir, la reducción de la subjetividad de un «tú» y un «yo» a la
objetividad de un «él», sin por ello dejar de hablar de Yos transcendentales y de
intersubjetividades. Mientras que lo que preocupa, por ejemplo, a John Rawls es
la construcción de un ámbito institucional que garantice la bondad de las
acciones distributivas de la justicia, quiere Habermas establecer a priori los
cauces de un diálogo social que garantice el consenso y la legitimidad
democrática. La participación ciudadana en esas teorías de la sociedad es una
participación abstracta, alejada de toda concreción cotidiana.

A este lado del Pirineo, sin ser filósofo político, nuestro Antonio Machado nos
recuerda que no hay caminos a priori, sino que todo camino se hace al andar. El
comportamiento democrático no reside en obrar con la mira puesta en un
resultado socialmente deseable y estipulado de antemano, pues de buenas
intenciones sabemos que está empedrado el camino del infierno; ni tampoco en
obedecer a un sistema perfecto de reglas de juego, elaborado por varones sabios o
expertos. Ni la virtud necesita reglas, ni el vicio se frena por más reglas que le
pongan. La ejemplaridad del comportamiento, una conducta que muestra más que
dice, debía ser de mayor importancia en la vida política que esa producción de
buenos resultados que nos recuerda las palabras de Mefistófeles al doctor Fausto:
«Ich bin ein Teil von jener Kraft, die Böses will und Gutes schaft». Y la bondad
de las instituciones depende más de la calidad moral de los individuos que las
administran, que de la perfección de sus estatutos y sus reglas directrices.

Pero -dirán ustedes- ¿acaso las reglas mismas no son resultados de la actividad de
los individuos? Justamente eso es lo que sostengo. El diálogo y el acuerdo no
necesitan reglas previas, las reglas se forjan en el propio diálogo. Si no hemos de
caer en un utilitarismo de la regla, lo importante será la capacidad cívica y ética
de los individuos, pues donde hay buen cocinero la buena cena se da por
añadidura, pero donde los cocineros tienen que estar siguiendo las recetas
culinarias al pie de la letra, la calidad del resultado es altamente insegura. Una
cosa son las reglas como expresión de una experiencia asimilada («Del acto nase
la costume e de la costume nase la ley» como diría el Rey Sabio) y otras son las
reglas estipuladas por unos para ser seguidas por otros. Si no jugamos todos, más
vale romper la baraja.

El porvenir democrático de la sociedad del siglo XXI no depende de meras


constituciones y parlamentos; lo más importante es la capacidad y la convicción
democrática de los ciudadanos, desarrollada en su propio ejercicio. Lo decisivo
para el diálogo político y social no son las reglas que le dan estructura sino el
derrotero del diálogo y la conciencia de que no se dialoga dentro de un cauce de
valoraciones y convicciones preestablecidas e inalterables -lo cual implica
manipulación y ejercicio de poder-. El valor de un diálogo auténtico, reside en
que él mismo va estableciendo y modulando convicciones y valoraciones.

Estoy apuntando a una concepción de la democracia fundamentada en la ética y


en la retórica, no en la ciencia jurídica y en la politología. Sin negar el valor de
las buenas reglas y de los buenos resultados, pongo por encima de ellos el valor
de la virtud cívica. Pues es ésta la que da sentido a las reglas y a los resultados;
no al contrario, como nos induce a creer la ciencia social positiva. Se trata de una
comprensión a partir de la actividad, no de la estructura. A un discurso del
sustantivo y una ética del adjetivo, tan amados por la modernidad, quiero
anteponer un discurso del verbo y una ética del adverbio.

La democracia así concebida no es una esencia ni una sustancia, a pesar de que la


palabra que la designa es un sustantivo, sino un que hacer y un talante. Se trata,
digámoslo claro, de una democracia de cuño aristotélico. Pues una lectura de
Aristóteles, una lectura no objetiva sino orientada a nuestro propio interés,
enseña mucho a una sociedad moderna que se halla ante la coyuntura histórica de
o dar el paso definitivo hacia la democracia o entregarse de una vez por todas en
manos de la meritocracia y la tecnología. En los medios universitarios se habla a
menudo con aversión de un neoaristotelismo o comunitarismo que Habermas y
otros asocian con el más reaccionario de los conservadurismos. No me he parado
a medir mi aristotelismo con el de McIntyre, Taylor, Nussbaum y otros, porque,
aunque leo bastante, no soy filósofo profesional ni libresco. Para mí la filosofía
no fue nunca una materia acumulable, sino una forma de asimilar experiencias.
Por eso abandoné la filosofía universitaria, para dedicarme a aprender filosofía
ejerciéndola, emigrando a los países nórdicos, donde he pasado la mayor parte de
mis años. La política, como el nadar, sólo se entiende mojándose. El modelo
sueco de democracia y de planificación de la sociedad me ofreció un terreno más
apto para la reflexión filosófica que las aulas y los seminarios. Pues aun cuando
la experiencia sin libros es ingenua, los libros sin experiencia son estériles. Y los
azares del destino y -hay que decirlo- el propio empeño, me depararon la
oportunidad de participar activamente en una experiencia municipal y
participativa, generadora de las posiciones sobre las que ahora estoy trabajando.

Durante los últimos decenios, Suecia y su modelo político han tenido fama de ser
la forma más avanzada de democracia social. Fama que Suecia ha sabido
aprovechar para granjearse internacionalmente una posición política y económica
privilegiadas. Mientras España ha asumido la responsabilidad histórica de su
fracasada ansia imperial de otrora, Suecia, que entre 1611 y 1718 también tuvo
ambiciones semejantes y vio frustrados sus deseos de expansión y dominio, ha
sabido (como la zorra de las uvas) soterrar las huellas de esos deseos, haciendo
de la necesidad una virtud. El país nórdico ha sabido comprender las ventajas que
acarrea el mantenerse al margen de la guerra durante casi dos siglos, sobre todo si
se tiene la ventaja (hoy también perdida) de ser el primer país productor de
hierro, proveyendo sin discriminación (que por algo se es neutral) a ambos
contendientes durante los dos grandes conflictos bélicos. Paz interior,
prosperidad económica y fachada neutral, son condiciones favorables para el
desarrollo de instituciones democráticas. Es más fácil ser buenos cuando todo nos
va bien. Lo peor de todo es que acabamos creyéndonos que somos buenos e
incluso que somos los mejores.

El modelo sueco de los años 50 a esta parte, es la desembocadura de una


evolución social e histórica en la que parlamentarismo y democracia se
convierten en conceptos intercambiables. Para un sueco moderno el índice no
sólo necesario sino además suficiente de toda democracia es la existencia de un
sistema de reglas, una forma de organización y unas técnicas de discusión y de
decisión. La democracia queda reducida a una cuestión de procedimiento, un
orden establecido a priori.

La técnica sueca de reuniones, por ejemplo, es una geometría minuciosa del uso
de la palabra, muy diferente a la practicada en latitudes meridionales.
Administrar el uso de la palabra en la cultura nórdica no es lo mismo que en la
mediterránea.

El que dirige una asamblea en Suecia se llama «Conductor de Palabra»


(ordförande), mientras que en España se le denomina «Moderador». Pues
mientras el español habla generalmente siempre que las circunstancias no le
obligan a callar, el sueco calla siempre que no tiene necesidad u obligación
absoluta de hablar. Todo esto, que, en cierto modo, es una virtud cívica nórdica,
permite mejor, como contrapartida, la manipulación del ciudadano. Suecia es un
país donde la disidencia ha estado largo tiempo mal vista y donde llevar la
contraria a los órganos oficiales acarrea la calificación de agresivo, follonista o
revientareuniones. La reducción sin residuo de la democracia al parlamentarismo
es la mejor manera de establecer una técnica autoritaria de poder con visos de
democracia y refrendo general. Para ver esos mecanismos al desnudo hay que
estudiar regímenes políticos como el de Méjico, donde hasta la propia revolución
se institucionalizó en el partido del gobierno (PRI), que siempre obtiene casi el
100% de los votos, sin necesidad de fraudes electorales. Parecerá extravagante
comparar dos países tan radicalmente distintos como Méjico y Suecia. Por
supuesto que en Suecia es todo más discreto y civilizado, pero también aquí la
participación democrática consiste más bien en votar que en elegir, siendo las
candidaturas fruto de los mecanismos de poder, más bien que de la
representatividad de la opinión popular. Los candidatos son elegidos por los
órganos internos de poder de los partidos y las organizaciones. Lo mismo que el
elector mejicano a nivel de comunidad local, el elector sueco a nivel de partido
accede a ser representado, no tanto por quien defiende su opinión cuanto por
quien tiene mayor facilidad de hacerse oír y obtener decisiones favorables de los
núcleos de poder. El mayor mérito del candidato político es lo que los suecos
llaman su «anclaje»: el ser bienquisto en los centros de poder, lo cual favorece a
la comunidad o grupo representado. El concepto de representación se hace
entonces un tanto ambiguo, y el político elegido para un órgano director dejará
automáticamente de actuar como representante de sus electores dentro de dicho
órgano, pasando a representar al órgano en cuestión ante los electores,
solidarizándose, frente al electorado, con todas las decisiones tomadas. Conducta
ésta a menudo no sólo aceptada, sino aplaudida y hasta exigida por los propios
electores. La democracia así entendida significa que nadie es elegido para que
lleve la contraria a sus compañeros de dirección, sino para que se ponga de
acuerdo con ellos. Pues sólo la unión hace la fuerza y en Suecia se da más valor a
la fuerza como tal que a su orientación. Filosofía que oculta aquel principio
formulado por Calicles de que el derecho es la fuerza, discretamente inspirado
por la filosofía uppsaliense del derecho a comienzos de siglo, que tanto ha
influído en el constitucionalismo sueco actual.

La dilución del concepto de «representación» va acompañada del uso de un


concepto de «solidaridad» que se traduce en silenciar los errores de
correligionarios y dirigentes. El concepto de solidaridad, tan amado por los
filósofos profesionales de la ética y la política en España, es uno de los conceptos
ornamentales más manipulativos de nuestro lenguaje cotidiano. En nombre de la
solidaridad se vienen silenciando inmoralidades y hasta crímenes execrables en la
historia de la sociedad moderna.

La reducción de la democracia a mera técnica y estructura procedimental


conduce a un trastocamiento del sistema de conceptos, a base de fijaciones
metafóricas y de desplazamientos metonímicos. La obsesión parlamentaria por
reducir el número de participantes en las decisiones públicas conduce a repudiar
como utópica toda democracia directa. En estas propias aulas valencianas
declaraba el año pasado una de nuestras más ilustres filósofas de ética y política
lo aberrado de una democracia directa. Apoyándose en el hecho incontrovertible
de que las decisiones de un grupo humano relativamente numeroso no pueden
tomarse en asamblea popular directa, se concluye falazmente, cosa muy arraigada
entre los suecos, que para sustentar la opinión o defender los intereses colectivos,
aunque se trate de un grupo muy reducido de personas, hay que elegir una (o
unas pocas) que las represente a todas. Tan arraigada en Suecia es la idea de que
no hay democracia fuera de la vía representativa, que es ridículo hablar en
público utilizando el pronombre YO. Lo oportuno es dar a sus opiniones el peso
de un Nosotros. Jamás olvidaré aquella ocasión en que un representante sindical,
al cual tuve la osadía de contradecir en una reunión política, me anatematizó
diciendo: «Has atacado al Sindicato». La metonimia de aquella frase de «El
Estado soy yo» ha trascendido, sin que nos demos cuenta, las barreras que
separan el absolutismo antiguo de la democracia moderna. Y en la sociedad
sueca el representante no es un mandatario al servicio de sus representados, sino
la encarnación de su esencia. Los representantes saben por eso mejor que sus
representados lo que conviene a éstos. Una cosa es que «el poder proceda del
pueblo» y otra que «sea» el pueblo.

Despreciada como imposible y utópica toda democracia directa, desaparece el


único nexo o criterio que une al parlamentarismo con el ejercicio ciudadano y
cotidiano de una conducta democrática. Pues si la democracia directa -aun siendo
difícil y, en situaciones complejas, imposible de practicar- desaparece del
horizonte político como criterio democrático básico, la llamada democracia
representativa deja de ser tanto representativa como democracia y tiende a
convertirse en una manipulación de mudos satisfechos, por obra de los expertos
de la política. Aun cuando sea tan corriente que ni siquiera lo advirtamos, no deja
de ser una aberración el hecho de que una minoría se dedique de la mañana a la
noche a decidir sobre cuestiones que afectan a la vida y al bienestar de todos,
mientras que la inmensa mayoría de la población carece totalmente de influencia
en los asuntos que afectan a su vida colectiva.

Decir que el poder político procede del pueblo debiera significar que toda
representación política a niveles complejos ha de tener sus raíces en una conducta
lo más cercana posible a la participación directa, cosa que sólo puede darse a
nivel local y de organización básica. Por eso, una Europa democrática no puede
ser simplemente una Europa de las regiones sino una Europa de los
ayuntamientos, de las comunidades locales. Pero también la palabra
«ayuntamiento» o la palabra «comuna» (como dicen los suecos) ha sufrido una
transformación metonímica. «Ayuntamiento» implica hoy más bien separación
que «ajuntamiento» y «comuna» (en la Suecia de hoy) no es nada común a todos
más que en el sentido de las cargas tributarias. El ayuntamiento o comuna es hoy
una institución constituída por unos señores (y unas pocas señoras) que mandan
sobre nosotros, en lugar de representarnos y estar al servicio de la comunidad.

Como sistema de reglas organizadoras de una democracia representativa, el


parlamentarismo puede adoptar una forma netamente representativa o
corporativa. La adopción de una u otra forma depende de la evolución histórica
de la sociedad en cuestión, siendo normal la mezcla de elementos de una y otra.
El parlamentarismo de representación es un sistema en el que los políticos son
elegidos a título personal, mientras que el parlamentarismo de corporación está
basado en la representación por grupos de intereses. El sistema actual de partidos,
tanto en Suecia como en España, es una forma de parlamentarismo corporativo.
Los intereses partidistas y su visión de la vida colectiva, recogidos en una
ideología y un programa, están por encima de los intereses meramente
individuales. Los candidatos elegidos son los expertos de dicha ideología. La
praxis interna de los partidos políticos, tal como funcionan hoy, contradice sin
embargo a una serie de reglas democráticas establecidas por las leyes que rigen
los organismos públicos de gobierno para proteger la libertad de opinión y el
derecho de las minorías. Las leyes sólo controlan y dirigen lo que sucede en el
ámbito público. La constitución y los organismos públicos, delegan la elección
de representantes y otras decisiones en los partidos, limitándose a incorporarlas
como propias, sin poder controlar lo democrático de su gestación. El ámbito
interno de los partidos es un ámbito privado en el que rigen a menudo prácticas
que estarían prohibidas y serían motivo de litigio en un organismo o asamblea
públicos. El Congreso de un partido, considerado como el órgano supremo de
decisión de éste, carece de auténtica representatividad y practica frecuentemente
técnicas que en un órgano público serían antidemocráticas. La actuación de los
partidos modernos, actuando a través de sus representantes en la decisión
pública, desvirtúa el principio clave de la democracia formal, que es el principio
mayoritario. La mayor parte de las decisiones verdaderamente importantes en un
órgano parlamentario son decisiones minoritarias basadas en la fuerza del poder y
no en la libertad de opinión. Lo único que tiene valor para los dirigentes
políticos es la cifra obtenida, no los medios utilizados para obtenerla. La
«solidaridad» hace que el voto de los representantes en la asamblea pública esté
previamente atado por una decisión del partido o del grupo parlamentario, lo cual
origina una democracia semejante a las cajitas chinas o a esos muñecos rusos que
contienen otros cada vez más pequeños. En un parlamentarismo de partidos sólo
tienen influencia directa, y tampoco mucha, los ciudadanos afiliados a ellos. Pero
esto a costa de una serie de lavados y peinados de cerebro, en los cuales la
«solidaridad» (que suena mejor que obediencia) cumple un papel importante.

Un parlamentarismo representativo sería aquel en que la responsabiliadad de los


mandatarios ante los electores no se halle mediatizada por un partido. En la
medida en que es viable, evita muchos de los problemas que la intervención del
aparato de los partidos crea en las decisiones públicas, pero encierra otros
peligros. Un sistema de representación no mediatizada corporativamente
engendra políticos carismáticos y oportunistas, abona la demagogia y la
manipulación por la palabra y origina una política menos coherente en su
totalidad. Así pues, ni con partidos ni sin ellos, puede el parlamentarismo ser
democrático por la propia virtud de sus reglas de juego. La democracia tiene que
darse en el añadido de un ininterrumpido esfuerzo vigilante de las formas de
actuación y de un perseverante ejercicio de la competencia ciudadana que
mantenga viva la isegoría, el juicio valorativo del discurso político y el
desenmascaramiento de la manipulación retórica. Tarea ésta poco fácil y carente
de garantías, pero no por ello menos urgente.

Para un sueco de hoy es inconcebible un parlamentarismo sin partidos. Basta sin


embargo con estudiar detenidamente el texto de la ley municipal, documento
jurídico magistral, para advertir que ni una sola vez hace mención a los partidos
políticos. Las viejas ordenanzas municipales, varias veces revisadas, son el
documento básico de la democracia sueca, una democracia arraigada en la
autonomía local. En la comunidad local, una vez sustituído el sistema tradicional
de asambleas populares por el de parlamentos municipales, los representantes
eran responsables directamente ante los electores, sin mediación de
organizaciones políticas. Así era también a nivel nacional. En los comienzos del
parlamentarismo sueco los partidos políticos surgen como meros aparatos para
elaborar listas de candidatos y organizar las campañas electorales, terminando su
función en las urnas. Hoy día comienza propiamente en ellas.

El dominio total de un parlamentarismo partidista se consuma en Suecia entre


1953 y 1969, época en que se van creando bloques municipales, con la irrupción
de los partidos nacionales en el régimen local, aun sin alterar sus textos legales y
sus formas rituales. El momento decisivo es la promulgación en 1969 de una ley
que permite la financiación municipal de las actividades de los partidos, cosa que
hasta entonces estaba en contradicción con la ley de autonomía local.

Una organización democrática se caracteriza, según concepto admitido, por la


participación de sus miembros tanto en las tareas de decisión como en las cargas
de mantenimiento; esto ya se trate de asociaciones de diversa índole como de
ayuntamientos democráticos suecos, donde la autonomía frente al Estado es tan
alta como lo es la aportación económica de los ciudadanos en proporción a sus
ingresos. El ciudadano sueco de a pie participa hoy en las cargas del
ayuntamiento, pero no en sus decisiones. El afiliado a una organización
establecida (sindicatos, movimientos populares) no participa apenas ni en una ni
en otra.

La democracia de una organización se ve amenazada no sólo por la introducción


de formas viciadas de trabajo que incapacitan a sus miembros para participar en
las tareas, sino también cuando la organización deja de necesitar sus aportaciones
personales, convirtiéndose en un mero aparato burocrático. Lo característico de
un aparato es no mantenerse de sus miembros, pero mantener a un gran número
de ellos, pasivizando al resto.
Este problema es semejante al de las criticadas libertades democráticas del
liberalismo. La libertad de prensa, por ejemplo, sólo existe para el que, teniendo
competencia lingüística suficiente, cuenta además con medios para imprimir y
difundir una publicación, o con el apoyo de quien tiene esos medios.

Un régimen en el que los ayuntamientos se hacen económicamente dependientes


de la subvención del Estado, pierden su autonomía y debilitan la competencia
democrática de sus miembros. Y un mantenimiento de los partidos políticos con
medios ajenos a las aportaciones económicas y personales de sus afiliados
origina una desigualdad de influencia en las decisiones. La subvención a pública
a los partidos políticos a nivel local, desequilibra el poder entre los ciudadanos o
grupos de opinión sin medios de influencia y los partidos oficiales.

Para entender la evolución de la sociedad sueca hacia una de las mejor


organizadas democracias parlamentarias hay que considerar la confluencia de tres
factores históricos. Hemos mencionado la tradición de una autonomía
democrática local, arraigada en una sociedad todavía agraria y codificada en las
Ordenanzas Municipales desde 1850. Añadiré a ella el surgimiento y evolución,
desde el comienzo de la época industrial de finales del siglo pasado, de una serie
de movimientos populares. Un tercer factor es el fuerte sentimiento de confianza
en las autoridades y funcionarios públicos, arraigado en el carácter sueco desde
hace varios siglos. Menciono ese rasgo del carácter sueco por su gran
importancia para la evolución pacífica del discurso político. La confianza
o pistis es el concepto eje de la Retórica aristotélica. Sin confianza no es posible
el orden social e incluso la mentira deja de serlo si desconfiamos de todo cuanto
se dice. La carencia de confianza es quizá una de las raíces de los problemas de
España. La confianza es el capital sobre el que se erige toda conducta
democrática, y su malversación por obra de los políticos, ocasiona un daño
irreparable al cuerpo social. Ahora bien, cuando la confianza se convierte en
mera credulidad carente de crítica, llegamos al otro extremo: la manipulación
social. Ese es el problema de Suecia. Si bien el funcionario público y el político
sueco mantienen un bajo nivel de corrupción, también se han ido atrofiando los
organismos de control. Para que la confianza sea un elemento generador de
democracia, tiene que ir unida a un cierto sentido crítico. España necesitaría un
poco de la confianza de los suecos, y Suecia algo del espíritu de disidencia y
crítica del español. Pero están cambiando mucho las cosas, por lo menos en
Suecia.

Decía que uno de los tres elementos fundamentales de la evolución sueca hacia la
democracia parlamentaria fueron los movimientos «populares». Estos
movimientos son de tres clases: movimientos religiosos contra el monopolio de
la iglesia nacional, movimientos de lucha contra el alcoholismo y el movimiento
obrero con sus dos brazos político y sindical. Entre 1880 y 1930 se llevó a cabo
una amplia tarea de formación popular, cívica, cultural y humana, que fue
decisiva para la evolución del modelo sueco de la etapa industrial. En el seno de
esos movimientos se planteó seriamente por primera vez la cuestión de la
representación y la competencia ciudadanas. El éxito en la formación popular en
pro de una amplia competencia ciudadana fue sin embargo limitado. Un motivo
de ello fue quizá el propio éxito obtenido. Los movimientos populares lograron
sus metas con demasiada rapidez, antes de haber consolidado las virtudes cívicas
que los inspiraban y se fueron convirtiendo en aparatos económicamente
poderosos, bien por la adquisición de empresas y bienes propios, bien por su
transformación en apéndices del Estado copiosamente subvencionados por él. La
democracia sueca se corporativizó, fenómeno que han señalado los
investigadores de la ciencia política.

Otro motivo ligado al anterior del relativo fracaso de esos movimientos es la


confusión entre formación popular y mero aprendizaje. En lugar de una
formación humana que enseñe a asimilar la propia experiencia, se desarrolla una
tarea de aprendizaje cumulativo de conocimientos. En lugar de llegar a ser
alguien, el pueblo ha aprendido a hacer cosas. El ser bueno consiste así en hacer
cosas bien hechas. Este tipo de formación va acompañado de una perversión del
lenguaje que fomenta un espíritu crítico de lo externo, pero carece de autocrítica.
Nunca más adecuada aquella cita de Marx que dice: «Las armas de la crítica no
deben olvidar la crítica de las armas».

Alguien ha querido comparar Suecia con la distopía «1984» de Orwell. En efecto


el ciudadano sueco moderno es un individuo de lección bien aprendida,
semejante a un ordenador bien programado. Ningún ciudadano europeo ha
aprendido tantos principios de respeto, democracia y solidaridad, pero son -digo-
principios acumulados (como los slogans), más bien que asimilados. Cuando los
frenos sociales se debilitan, accidentalmente como en el uso del alcohol o de
modo más persistente como en las crisis económicas, el sueco se convierte de
nuevo en vikingo. La educación sueca crea un ciudadano que confunde el obrar
con el hacer y el hablar con el decir (como el loro). Lo que no se puede decir es
impensable. Suecia es el único país que ha hecho realidad la utopía del
falansterio convirtiéndolo en paradigma del Estado. Pero, eso sí, Suecia es
también el país que ha llegado más lejos en la construcción de cauces o
estructuras de democracia formal. Y este es un mérito indiscutible.

Mi descripción del parlamentarismo parecerá a algunos demasiado negativa. Sin


embargo, ni es mi intención condenar al parlamentarismo como cauce de
actuación y como estructura de reglas establecidas, ni simpatizo en modo alguno
con la concepción anarquista de la sociedad. Lo único que digo es que, aun
siendo la forma adecuada para una democracia representativa, el
parlamentarismo no es la democracia y su valor instrumental sólo se realiza
cuando existe una competencia democrática que otorga participación real a sus
ciudadanos y hace de sus representantes verdaderos mandatarios de la opinión
popular.

A pesar de su alejamiento geográfico e histórico de los focos de la cultura urbana


occidental, el modelo sueco es quizá el aprendiz más fiel de esa mentalidad. El
divino Platón, si hubiera vivido hoy, habría tenido más éxito en Estocolmo que el
que tuvo en Siracusa.

Entre 1971 y 1980, decenio que dediqué a los temas de la participación


ciudadana en la planificación pública a nivel local, fui llegando a la convicción
de que la ética necesaria para dar sentido democrático a los parlamentarismos de
una u otra especie tiene que ser una ética discursiva. Toda vida social y política
es, sin residuo, resultado de una construcción discursiva. Su ética tiene por eso
que estar íntimamente ligada a ese discurso y no meramente a sus técnicas y
reglas. Pero a diferencia de lo que proponen las «éticas discursivas» al uso,
considero que una ética de esa especie es conciliable y tiene que ser, en gran
parte y por varias razones, una ética de corte aristotélico.

Al identificarme con Aristóteles no niego el valor de un Habermas, menos aún el


de un Apel. Pero Habermas, además de quedarse corto, niega el valor del diálogo
con el aristotelismo, cosa que contradice su propia postura dialógica. El modelo
de Habermas se queda a medias porque su razón comunicativa no es más que una
nueva versión de la vieja razón teórica ilustrada. Como Habermas opino que hay
que afirmar los ideales humanos de la Ilustración. Jamás ha dispuesto la sociedad
humana de mejores medios para realizarlos, desarraigar la miseria y hacer
extensiva la justicia. Pero la razón ilustrada cojea de una de las dos piernas sobre
las que debe sostenerse, utilizando sólo la que sostiene el pensamiento teórico y
científico, de inspiración platónica. Por eso se hace necesario recuperar la pierna
racional anquilosada. En mis reflexiones sobre la democracia a mediados de los
años 70, andaba yo muy cerca de la posición de los discursivistas alemanes, pero
poco a poco me fui dando cuenta de la necesidad de superarla, atendiendo a
aspectos que se daban por supuestos e incontrovertidos. Y esa superación, que no
menosprecia a Habermas, despierta en cambio el menosprecio de los
habermasianos. Pues, por si era poco, no sólo he caído en la herejía del
neoaristotelismo sino además en la del neonietzscheanismo, lo que me hace reo
de un doble anatema de la arrogante iglesia habermasiana.

Los filósofos de la acción comunicativa hablan con desprecio de un retroceso


aristotélico (lo de Nietzsche no sé qué será) que para mí supone un avance. Pues
ni Aristóteles ni Nietzsche, como tampoco anteriormente Habermas y Apel, han
supuesto para mi puntos de partida, sino puntos de llegada o de paso. Pues, como
dije, mi postura no procede de la experiencia de los libros, sino de los libros de la
experiencia. Nietzsche da expresión a posiciones a las que yo mismo he llegado
por otros caminos y Aristóteles me facilita análisis y distinciones que, aplicadas a
nuestra situación y utilizadas a veces desde una perspectiva diferente a la de
Aristóteles, me ayudan a comprender mejor lo que tengo a la vista. Habermas,
cuyos méritos no dejo de reconocer, practica la filosofía del avestruz, abjurando
de Aristóteles como de un leproso, para evitar -dice- contaminarse de sus
prejuicios metafísicos. Como si su condición de filósofo, de europeo y de
germanoparlante no le atará por la espalda, nollens volens, a Aristóteles.
Huyendo del Estagirita lo único que hace Habermas, como los filósofos de la
Escuela de Uppsala con su lema metaphysica esse delenda, es dar prioridad a la
otra fuente griega, la fuente platónica, madre de las utopías y los totalitarismos.
Una filosofía de la comunicación y del diálogo que repudia, sin siquiera tomarla
en consideración, la herencia de uno de sus abuelos, es una contradicción
práctica.

Quizá el problema de las éticas discursivas al uso resida en confundir el plano del
lenguaje como energeia -la actividad llamada logos que diferencia a todo ser
humano tanto de la bestia como del dios- de la lengua como ergon, es decir el
resultado e instrumento lingüístico que son los sistemas concretos de palabras e
idiomas. Pues la dimensión pragmática del lenguaje de que hablan los
discursivistas oficiales, se limita a considerar lo que hacemos con las palabras,
sin preocuparse de cómo hacemos las palabras y de lo que las palabras hacen con
nosotros. Las armas de la crítica no deberían olvidar -como dije antes citando a
Marx- la crítica de las armas.

Quien valore el diálogo como elemento articulador de un orden social


democrático, debiera estar interesado por un conocimiento y un uso del lenguaje
que nos haga verdaderamente dueños de él y no meros portadores de fonemas. Ni
los conceptos ni las palabras se hacen solos: el horno de los conceptos y el telar
de las palabras, en los que operan los mecanismos de la metáfora y la metonimia,
son decisivos para nuestra manera de entender y expresar el mundo. Y una forma
u horma de entender y expresar el mundo que es eficaz para la ciencia natural y
para la técnica dominadora de la materia, no lo es tanto para la intelección y la
modelación de la acción humana. Así se explica cómo una sociedad
declaradamente monoteísta o laica sigue manteniendo vivo el olimpo de los
viejos dioses (el Amor, la Guerra, la Justicia, el Comercio, la Ciencia) añadiendo
constantemente deidades nuevas (el Socialismo, el Capitalismo, el Mercado, el
Desarrollo) que se hagan responsables de lo que nos sucede. Es cómodo decir
que «el poder corrompe», porque siendo el Poder mismo el que hace cosas tan
feas, el político o el poderoso se nos presentan más bien como víctimas. Los
políticos achacan la culpa de nuestros problemas a la Crisis y hablan del Paro
como de una bestia apocalíptica. El dirigente socialista sueco Ingvar Carlsson,
sucesor de Olof Palme, excusaba aquel «paquete» de medidas económicas que
nos metieron el otoño pasado, diciendo que se había hecho necesario porque «el
interés crediticio había ascendido al 500 %», como si el señor Interés Crediticio
hubiera subido por su propio pie. Tal medida -que según decían había sido
adoptada por el Riksbanken, como si el Banco fuera alguien, y no por unas
personas de carne y hueso que lo regentan con el beneplácito de, entre otros,
Ingvar Carlsson- era una medida de defensa, ya que la señora Corona Sueca
(como después la Peseta) estaba amenazada (¡la pobre!). Nuestro lenguaje tiene
una enorme agilidad en crear por doquier explicaciones que nada explican, a base
de sustantivos en forma determinada singular, comparables a las viejas deidades.

Una investigación del léxico occidental nos muestra que éste da prioridad a lo
visual frente a lo auditivo y al substantivo frente a la acción. Decimos que vemos
coches, buzones de correos o pastelerías, como si eso se pudiera ver y no fuera
una mera interpretación, mediatizada por los usos y la cultura, de lo que nos
manifiestan los sentidos. Agotada la posibilidad de apoyarnos en objetos visibles
o tangibles, objetivamos las acciones humanas en sustantivaciones lingüísticas
como «democracia», «poder», «libertad», «justicia» etc. Explicamos las acciones
por las cosas y los sustantivos, siendo las acciones las que racionalmente
explican tanto las cosas como esos complejos de sucesos que gramaticalmente
empaquetamos en sustantivos. Eso explica la vigencia social de la mitología del
dinero y de la nueva clase sacerdotal de los economistas. Obsoleto el latín
eclesiástico, desarrollan esos teólogos modernos todo un discurso ritual de
«inflaciones», «créditos», «inversiones», «moneda», «alza y baja», «curvas de
crecimiento», «economía», etc. etc. tan familiar al oído como vacío al
entendimiento.

Ocuparse de cómo actuamos en concreto con las palabras y de lo que las palabras
hacen con nosotros significa interesarse por la retórica como ciencia genuina del
discurso. Pero a pesar de tanto hablar de «teoría de la argumentación», nada
quieren los habermasianos saber ni de Perelman ni de nadie que se interese por la
retórica aristotélica. La retórica es hoy considerada como el arte de la
manipulación por el discurso. Pero ¿acaso no es la retórica la que nos enseña la
mejor manera de argumentar? ¿y no consiste la mejor manera de argumentar en
usar el mejor argumento? ¿pero, no es el mejor argumento el criterio
habermasiano que pretende sustituir al tradicional concepto de la verdad como
correspondencia?
Quisiera distinguir tres niveles en la retórica. Uno es la retórica artificial
consciente, desarrolladora de estratagemas discursivas, manipuladoras o sinceras.
Este es el nivel más conocido e insensatamente repudiado; pues si podemos ser
manipulados conscientemente por el discurso, debería estar en nuestro interés el
hacernos conscientes de las triquiñuelas retóricas para evitar ser engañados.
Especialmente debía interesar esto a Habermas, para poder distinguir el
argumento correcto del falaz.

Otro nivel de la retórica es el natural o semiconsciente, objeto propio de la


psicolingüística y el psicoanálisis, más importante que el consciente; pues nadie
aprende a argumentar según las recetas de la retórica si no sabe ya hacerlo de
antemano. El que intente planear conscientemente y en detalle su discurso, lo
hará peor que quien, sabiendo hablar bien, hable sin reflexionar en lo que está
haciendo. Y el manipulador consciente peca contra un principio retórico básico,
que nos exige creer en lo que estamos diciendo. Pues no hay arma más poderosa
para convencer al auditorio que la propia convicción, pero fingirla sin que se nos
vea el plumero, no es fácil.

El estudio de la retórica espontánea nos conduce a un tercer nivel, el


antropológico, explicativo de la expresión del sentido y de posibilidad de la
comunicación por obra del discurso. Es ahí donde la ironía como concepto
existencial y la articulación de los tropos (la metáfora, la metonimia) muestran
ser algo más que un recurso estilístico, conduciéndonos a una comprensión más
profunda del fenómeno lingüístico y por ende del ser humano; pues toda
antropología implica una tropología, convirténdose así la retórica en
hermenéutica del logos y del hombre.

En un pasaje de la Política, tan conocido como mal leído, nos dice Aristóteles
que el ser humano no es el único animal social; pero si lo es en mayor medida
que cualquier animal gregario (como la abeja) se debe a que tiene logos, esa
síntesis de pensamiento y lenguaje que ha dado lugar a nuestro desfigurado
concepto de «razón». Y continúa diciendo que el logos no sólo faculta al hombre
para expresar lo que siente, que eso también lo hacen los animales a su modo.
Pues el animal -dice- tiene voz, pero el logos nos otorga el don de la palabra,
permitiéndonos distinguir entre lo bueno y lo malo, entre lo justo y lo injusto. No
dice Aristóteles en ese texto que la razón consista en distinguir lo verdadero de lo
falso, sino lo justo de lo injusto. He aquí el punto de partida para una concepción
aristotélica de la razón discursiva. Este pasaje nos revela que la razón
propiamente dicha es la razón práctica. Y todos sabemos hoy que, si la razón
fuera una mera facultad deductiva de verdades, las ordenadoras electrónicas
serían más razonables que el hombre. La razón humana o es práctica o no es
razón. Y el uso del discurso en la elaboración teórica (que también es una forma
de actuar, una forma de práctica) supone la invención o elección de palabras
justas y de argumentos adecuados. Justas y adecuados, no verdaderos o falsos.
Nunca oí decir que un libro de texto, una tesis doctoral o una ponencia sean
verdaderos o falsos, sino buenos o malos. Toda razón o es práctica y
constructiva, o sea discursiva, o no es razón.

La discursividad es esencial a la condición humana y a su manera de obrar y


conocer, porque el ser humano, colocado entre el dios y la bestia, sólo puede
comprender el mundo, los otros hombres y a sí mismo a través de un
encadenamiento de signos. Dios, según la teología, no necesita del discurso,
comprendiéndolo todo en la intuición de sí mismo. El hombre en cambio sólo
puede entender mediatamente, con ayuda de un rodeo simbólico-discursivo. Por
eso dicen algunos que el hombre es un animal simbólico, aunque yo prefiero
decir que es un animal retórico.

Comulgo pues con los que no conciben la ética sin el diálogo. Pero me diferencia
de los discursivistas al uso la concepción misma del lenguaje. La teoría
habermasiana es demasiado analítica y demasiado positivista para atribuirse el
nombre hermenéutica. Y en lo que respecta al diálogo, es preciso advertir que el
prefijo griego «dia» no significa «dos», como si diálogo y monólogo fueran dos
términos contrapuestos. Si el logos, como la cita aristotélica mencionada decía
claramente y los habermasianos y apelianos sostienen, es necesariamente social,
no precisa que le añadan prefijos redundantes para hacerlo comunicativo. El
prefijo griego «dia» significa «a través de». El hombre es el ser que sólo
comprende indirectamente, «dia logos», a través del logos, a través de un
«hablar» orientado al otro. Pero entonces el diálogo no es un instrumento para
llegar a un fin, sino aquello mediante lo cual el sentido halla expresión mundana,
aquello mediante lo cual el verbo se hace carne, como señaló Wittgenstein.

La ironía de la razón ilustrada reside en su incapacidad de resolver los problemas


humanos y realizar el proyecto de sociedad justa y democrática a que aspira, a
pesar de que el desarrollo técnico ha puesto en sus manos los medios para ello.
La mentalidad tecnológica posibilita y entorpece al propio tiempo la realización
de su ideal. Esto se debe a una ceguera conceptual que trasforma
metonímicamente toda acción en sustancia. No puedo profundizar aquí en estas
desviaciones conceptuales ni en la diferencia entre nuestra forma de ver el mundo
y la de otras culturas menos dominadoras de la materia y más cuidadosas del
espíritu. Aludiré simplemente a dos ejemplos de estructura conceptual típicos de
la mentalidad tecnológica y de su ceguera ética. Me refiero a la confusión entre el
hacer y el obrar y entre la finalidad y el sentido. Una lectura parcial e interesada
de Aristóteles nos facilita distinciones útiles.
Distingue Aristóteles cuidadosamente en la Ética a Nicómaco entre un obrar
valioso y un hacer cosas valiosas. Al uno le llama praxis, al otro poiesis. Poiesis,
que sólo ha sobrevivido en la palabra «poesía», ha desaparecido como expresión
de todo quehacer productivo. Praxis, que significaba «obrar», a secas, persiste en
nuestras lenguas, pero ha asimilado el significado de la poiesis griega,
desfigurando el significado originario. La praxis (Marx es un ejemplo destacado)
se ha convertido para nosotros en un «hacer cosas». El hecho de que «obrar» sea
un verbo intransitivo y «hacer» transitivo, revela, incluso en castellano, una
diferencia. Pero nosotros no advertimos esos matices, barajando el obrar y el
hacer como sinónimos. Lo que llamamos hoy «un experto» sería, en la
concepción aristotélica, alguien que domina una poiesis. El hombre poseedor
de praxis, el prudente, sería para Aristóteles lo que nosotros llamaríamos «un
hombre de experiencia». Las poiesis concretas, las tareas o trabajos, se repartían:
uno hacía casas, el otro araba. La praxis afectaba a todos y cada uno de los
ciudadanos. No todo ciudadano tenía que saber pintar, pero todos, incluso los que
pintaban, eran sujetos de un comportamiento humano y de una ciudadanía.

Hacía Aristóteles otra distinción emparentada con la anterior: una cosa es -decía-
realizar un esfuerzo con miras a un resultado externo y otra dedicarse a una
actividad por su valor intrínseco. A la primera la llamaba kinesis, un movimiento
o proceso cuyo producto externo concebible o perceptible llamaba ergon. A la
segunda la llamaba energeia. El hacer algo, la poiesis, es así una kinesis, pero el
obrar, la praxis aristotélica, es una energeia. La producción de algo requiere un
transcurso de tiempo, teniendo el proceso de producción que haber llegado a su
fin o término (peras) para alcanzar su resultado. El proceso y su resultado se
excluyen temporalmente. Una actividad humana valiosa se caracteriza en cambio
por su perfección inmediata. Cuando dicha actividad finaliza no queda nada de
ella; en cambio la mera producción tiene que llegar a su término para que surja lo
más importante de ella: su resultado. Edificar es un proceso productivo que
desemboca en la casa terminada. Habitarla es una actividad humana valiosa que o
se realiza del todo en cada instante o no se realiza en absoluto. Puede haber
expertos en construir viviendas, pero en habitarlas es cada uno su propio juez. He
aquí el motivo por el que la intención de los ciudadanos tiene que estar por
encima de la de los expertos. Por eso dice Aristóteles que el navegante sabe en
cierto modo mejor que el constructor lo que es un buen barco y el convidado
mejor lo que es la buena cena que el cocinero.

Aristóteles es el primer teórico de la Sociedad del Bienestar. Concibe


la polis como una asociación humana para el bienestar común en la cual
las poiesis van encaminadas a resultados cuyo sentido viene dado en las praxis.
La tarea de los expertos no está sólo al servicio de la efectividad de los medios y
los fines, pues lo que da valor, transcediéndolos, a los fines de las actividades
productivas es el sentido de la vida de los ciudadanos. Cierto que los actos
valiosos y las cosas bien hechas se combinan en la vida humana y social; pero
mientras las cosas bien hechas son meros fines, los valores que éstas facilitan o
promueven vienen dados por el uso a que van destinados. Ahora bien, ¿no es
acaso el fin de una acción aquello por lo que hacemos algo? Barajamos
normalmente el fin con el sentido y la finalidad con la teleología. Sólo puedo
hacer aquí un breve comentario al respecto.

También Kant entendía que una acción llevada a cabo con miras a un resultado
no es una acción perfecta. Pero su exigencia por formular en palabras un
imperativo categórico de la razón, le hizo perder de vista el sentido profundo de
su propia observación. Se ha criticado a Kant de caer póstumamente en la
teleología, después de haber repudiado la finalidad. ¿Pero es telos lo mismo que
«fin»? Así traducimos la palabra griega telos y el propio texto aristotélico da pie
a esa confusión. Sin embargo, el llamar teleológica (en sentido aristotélico) a la
ética utilitarista me parece un desatino sin límites. Y el calificar la ética de
Aristóteles de teleológica (en sentido utilitarista) apoyándose en sus comentarios
sobre la mal entendida y peor traducida eudaimonia, se explica por nuestra manía
metonímica de confundir el fin con los medios y el lenguaje con las palabras.

Hablar de fin es hablar de límite o término, como en el resultado de un hacer


productivo. Y es cierto que el resultado, con miras al cual actuamos, en cierto
modo, da sentido a lo que hacemos. Pero

¿de dónde le viene su valor al resultado? Todo fin explicativo suscita un nuevo
«¿por qué?» que lo convierte en medio. Sólo la razón tecnológica e instrumental
deja de hacerse preguntas, como si el fin mencionado fuera una respuesta
definitiva o como si fines y medios pudieran eslabonarse en una cadena
indefinida, semejante a la de las causas y los efectos. Medios y fines son términos
aplicables a segmentos temporales y quehaceres concretos. Hablar de un fin
último es una noción equívoca usada para evitar la proyección al infinito. La vida
humana es un manojo de segmentos de medios y fines pero no una cadena
finalista continua, porque ni la vida ni la historia son planificables. El fin último
de la vida es la muerte, pero la muerte no es el sentido de la vida, como algunos
existencialistas pretenden, confundiendo el fin con el sentido. Un fin es lo que se
halla al final, aquello a lo que se llega o en lo que se desemboca. El sentido, que
es maduración interna de nuestra vida y nuestra conciencia, tiene más de
principio y de proyecto que de final. El sentido es el criterio que -con mayor o
menor acierto- alumbra la elección de los fines dándoles su valor de tales y su
expresión concreta. El sentido formula los fines sin poder ser él mismo
formulado, dicho o expresado categóricamente. Si el decir pudiera ser dicho, esto
nos retrotraería al infinito. El sentido es la atalaya transcendente desde la que el
sentido del mundo y la comunicación cobran realidad. El fin de la vida es la
muerte, pero su sentido es lo que va dando calidad y valor a los sucesos de
nuestra historia, desde que nacemos hasta que morimos. Paralelamente a una
«formación profesional» y a un adiestramiento en hacer cosas, va madurando la
conciencia del sentido de nuestra vida, al cual vamos ajustando nuestra elección
de fines, siendo ese sentido indecible, porque él mismo es el lenguaje, el logos.

La finalidad es propia de un quehacer y todo fin es una cosa o se entiende como


una cosa. El sentido es la cualidad de una forma de acción humanamente valiosa.
La mentalidad tecnológica a que nos ha conducido la razón ilustrada nos incita a
dedicar la vida humana a un eterno quehacer cuyo sentido se pierde de vista. Esta
es la alienación. Vivimos para trabajar, trabajamos para obtener dinero.
Obtenemos dinero para comprar cosas. La cadena explicativa se ha vuelto del
revés.

Todo esto tiene importancia para la concepción de una ética del diálogo y una
democracia como forma de vida. Está de moda hablar de diálogo. Los políticos y
funcionarios quieren el diálogo con los ciudadanos. Los planificadores y los
investigadores sociales proponen la planificación dialogada. Pero el diálogo de
que hablan no es un dia-logos, no es un diálogo transparente, sino
instrumentalizado. Se trata de la mera conversación del experto con el lego, del
hombre de poder con el hombre de la calle, dictando el experto y el poderoso las
condiciones del encuentro. Es un diálogo concebido como poiesis no
como praxis, como proceso orientado a un fin previsto, no como una actividad
valiosa en sí misma.

El hombre es un ser discursivo, dialógico. A través del lenguaje va madurando el


sentido de su mundo y de su vida en común. La vida política y las instituciones
públicas son constitutivamente discursivas. Es de importancia evitar el discurso y
el diálogo planificados, la retórica consciente orientada a un fin previsto, un
diálogo en el que el interlocutor sea considerado como un mero medio para
lograr nuestros fines. La tercera fórmula del imperativo categórico kantiano
encaja bien en esta concepción del diálogo. El diálogo de la democracia tiene que
ser un diálogo sin otra intención que el propio dialogar.

Estoy de acuerdo con Habermas en casi todo menos en lo que niega. Él estaría en
cambio casi totalmente en desacuerdo conmigo, si mi insignificante persona le
mereciera la más pequeña atención. Para los discursivistas habermasianos la
racionalidad reside en el decir y en las palabras. Para mí reside en el hablar como
modo fundamental de obrar. Lo que decimos no son más que concretizaciones o
ejemplos de lo que es el hablar. El hablar no es lo dicho, pero se manifiesta en el
decirlo. Junto al universal del nominalismo, existe un universal revelado en el
decir concreto, un universal inteligido a través del ejemplo y no destilado
mediante la inducción. El ejemplo es en la retórica lo que la inducción en la
lógica, comparable a la relación entre ficción literaria y hecho científico: la obra
literaria enseña fingiendo, el libro científico finge enseñar.

El Quijote nos enseña lo que es el hombre. Mi estima por una persona no es el


ramo de flores que le entrego, pero la entrega del ramo de flores muestra mi
estima por ella. Los segmentos de nuestra vida y de nuestro discurso no son más
que ejemplos fugaces que van desvelando el sentido. La racionalidad no puede
por ello ser lo que decimos, sino algo que se manifiesta a través de lo que
decimos y de lo que hacemos. Y al decir, como al hacer, nos vamos ejercitando
más y más en esa racionalidad, nos vamos haciendo racionales. La racionalidad
no es una cualidad de las proposiciones, es una virtud que se adquiere
comportándose y ejercitándose y haciendo proposiciones discursivamente. Esa es
la competencia sustentadora de la democracia. Frente a un concepto de la
democracia como diálogo encaminado a las decisiones, me adhiero a un concepto
de la democracia como un diálogo en que las decisiones no son fines, sino
resultados accidentales y huellas de nuestro paso, caminos hechos al andar. Un
diálogo así parte de la base de que hablando se entiende la gente pero también de
que nadie opina exactamente lo mismo que otro. Podemos ponernos de acuerdo,
pero nunca estar de acuerdo. El consenso es una voluntad de acuerdo, no un
estado. La decisión mayoritaria sólo puede adherirse a una frase o una palabra,
nunca a un sentido o una opinión, porque tenemos necesariamente perspectivas
diferentes de las mismas cosas. Al usar las mismas palabras creemos que estamos
hablando de lo mismo, pero una cosa son las palabras y su significado
establecido y otra el sentido que expresan para cada actor en un momento
determinado. La democracia y la planificación de la sociedad es una arena de
discusión sobre significantes de apariencia unívoca pero de significado siempre
ambiguo. Los habermasianos parecen tener miedo a la ambigüedad, pero el
verdadero peligro reside en la univocidad.

Una ética discursiva para la sociedad moderna tiene que afrontar de modo crítico
y radical el concepto habitual del poder. En Suecia y en Noruega se han creado
sendas comisiones de investigación científica sobre el poder que, después de años
de análisis y especulación, han dejado intocado el meollo del problema, al
entender el poder como algo sustantivo (una cosa que se posee o una relación
establecida, una posibilidad o una posición) en lugar de entenderlo desde un
punto de vista adverbializante, como una forma de acción, que es la perspectiva
aristotélica. Por eso caemos en la paradoja de estar siempre luchando por el
poder, al mismo tiempo que lo criticamos como detestable. Los investigadores
sociales optan por considerar al poder como algo neutral en sí, afirmando que
sólo el uso puede implicar maldad. Con esto se abre la puerta al paternalismo,
que consiste en un uso aparentemente benigno y servicial del poder.

Si dejamos de confundir el poder con la mera asimetría, que es su punto


necesario de partida, pues siempre hay una desigualdad de origen (del padre con
el hijo, del sabio con el tonto, del rico con el pobre, etc.) para dar el nombre de
poder al modo de actuación que tiende a conservar las asimetrías y a aumentarlas,
entonces tendremos que estar de acuerdo en que el poder consiste en una
actuación esencialmente maligna, concepción que concuerda perfectamente con
el sentido común. En toda relación humana surgen inevitablemente situaciones
de superioridad e inferioridad. El que está en situación de superioridad tiene dos
alternativas de actuación: una manipulativa, que fortalece su posición frente al
otro (esto es lo que yo llamo poder), y otra emancipatoria que trata de
contrarrestar la inferioridad del otro. Una cosa es ayudar a un cojo a andar
apoyándose en nosotros y otra proveerle de una prótesis. Una cosa es hacer a sus
hijos o a sus súbditos depender de nuestra reiterada ayuda, y otra es ponerles en
camino de una autonomía que les permita participar en una vida social digna.
Una política social del bienestar es paternalista cuando la ayuda prestada
prolonga la dependencia y la relación de desigualdad. El político paternalista es
un individuo que ayuda al débil para sentirse satisfecho de su propia bondad. Por
eso necesita que la debilidad nunca desaparezca. Mas lo importante para el débil
no es la simple ayuda personal momentánanea, aunque sea reiterad, sino una
solución que trate de poner fin a su debilidad y a su situación de dependencia.

Si, venciendo mi aversión a las fórmulas éticas, tuviera que expresar en un


imperativo la ética de abstención de poder, diría así: «Obra
siempre procurando que las asimetrías existentes antes del comienzo de una
actuación concreta entre tí y los demás, hayan disminuído, si es posible, o por lo
menos no hayan aumentado por efecto de tu actuación». Nótese que hablo de
procurar, no de logros o resultados. El mérito de este modo de obrar, aunque mi
formulación dé la impresión de ello, no reside tanto en su resultado como en su
ejercicio, implicando la humildad de reconocer errores y de intentar ser mejor.
Pues ni la libertad ni la justicia son metas (como creen los movimientos de
liberación que indefectiblemente se convierten en tiranías) sino modos de
moverse hacia la meta. No hay un camino a la libertad y a la justicia, la libertad y
la justicia son el camino, que es, como dijimos, el propio caminar. Y no hay un
abuso del poder, pues el poder es el abuso, siendo el paternalismo el disimulo del
poder. (PARA EL PUNTO 2, SON COSAS COMO EL VOTO ELECTORAL,,,
ETC, COSAS QUE NO ESTEN VINCULADAS A LA ACTIVIDAD
CIUDADANA O NO NECESARIAMENTE LA POBLACION NO TENGA
CONTRAL DE ELLA. )
 
 

Textos del conferenciante de interés para el tema abordado

Individuo y sociedad en la Suecia actual. Un estudio de la transformación


histórica del sistema local de autogobierno. En "Ética día tras día - Homenaje al
profesor Aranguren", Trotta, Madrid, 1991

Categorías de vida urbana pública y privada. Jornadas de Sociología y vida


urbana, Barcelona, 1989.

El significado del silencio y el silencio del significado. En "El Silencio", comp.


por C. Castilla del Pino, Universidad de verano de San Roque, Alianza Editorial,
1992.

La retórica como lógica de la evaluación. Revista Bordón, Vol. 43/4, 1992.

La participación ciudadana en los países nórdicos. Conferencia Europea sobre


Participación Ciudadana en los Municipios, Córdoba, 1992.

La existencia de la ironía como ironía de la existencia. (De futura aparición en


"La ironía", Conferencias de la Universidad de verano de San Roque 1993, en
Alianza Editorial.

Kommunalplaneringen i Haninge. (Byggforskningsrådet 1982, obra conjunta con


A. Alvarsson och B. Westman).

Medborgarinflytande i kommunalplanering. (Byggforskningsrådet 1980, red. av


Örjan Wikforss).

Kommunplaneringen i Haninge - en modell för kommunal planeringsverksamhet.


(Övergr. planering i Haninge 1979:17)

Haninge centrum - beskrivning av ett politiskt problem. (Övergr. planering i


Haninge, 1977:6)

Haninge centrum - återblick och slutsatser (Övergr. planering i Haninge, 1978:4)

Planering för kultur i kommunen. Tidskr. Plan 3-4/1981

Individens ställning i det kommunala självstyret - Ideologikritisk genomgång av


en historisk förändring. (Nordplan Med. 1985:11)
Om frihet. (Nordplan Meddelande 1986:4)

Handlingsfrihetens villkor - En undersökning av pliktens och ansvarets


problematik. (Nordplan Med. 1987:1)

Arbete och ekonomi - Om möjliga och omöjliga framtider. (Nordplan


Meddelande 1988:5)

Positivism eller Hermeneutik - Handling, planering och humanvetenskap.


(Nordplans Meddelande 1992:2)

Strukturer och livsformer - Om design i ett humanvetenskapligt perspektiv.


(Nordplan Meddelande 1993:3).

Plats för känsla i förnuftet eller Att bygga livet (Om kulturens blinda fläckar).
(En "Plats för känsla", de próxima aparición), BFR, Stockholm, 1993.

José Luis Ramírez González es responsable, en el Instituto Nórdico de


Planificación y Urbanismo (Nordplan), de un proyecto de investigación sobre
teoría de la acción desde el punto de vista de la ciencia humana titulado
"Planificación pública: creación y transformación del sentido".

La dirección de NORDPLAN es: Nordplan, Box 1658, S-111 86 STOCKHOLM

Fax +46 8 611 51 05

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