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Dos son a mi juicio los problemas fundamentales que la sociedad moderna debe
plantearse y resolver seria y honradamente, si seria y honrada es su aspiración a
realizar un orden social democrático: Uno es el problema de
la representatividad política; el otro es el de la competencia ciudadana.
Ambos están íntimamente relacionados, no pudiéndose resolver el primero sin
abordar el segundo: sin competencia ciudadana no hay verdadera
representatividad.
A este lado del Pirineo, sin ser filósofo político, nuestro Antonio Machado nos
recuerda que no hay caminos a priori, sino que todo camino se hace al andar. El
comportamiento democrático no reside en obrar con la mira puesta en un
resultado socialmente deseable y estipulado de antemano, pues de buenas
intenciones sabemos que está empedrado el camino del infierno; ni tampoco en
obedecer a un sistema perfecto de reglas de juego, elaborado por varones sabios o
expertos. Ni la virtud necesita reglas, ni el vicio se frena por más reglas que le
pongan. La ejemplaridad del comportamiento, una conducta que muestra más que
dice, debía ser de mayor importancia en la vida política que esa producción de
buenos resultados que nos recuerda las palabras de Mefistófeles al doctor Fausto:
«Ich bin ein Teil von jener Kraft, die Böses will und Gutes schaft». Y la bondad
de las instituciones depende más de la calidad moral de los individuos que las
administran, que de la perfección de sus estatutos y sus reglas directrices.
Pero -dirán ustedes- ¿acaso las reglas mismas no son resultados de la actividad de
los individuos? Justamente eso es lo que sostengo. El diálogo y el acuerdo no
necesitan reglas previas, las reglas se forjan en el propio diálogo. Si no hemos de
caer en un utilitarismo de la regla, lo importante será la capacidad cívica y ética
de los individuos, pues donde hay buen cocinero la buena cena se da por
añadidura, pero donde los cocineros tienen que estar siguiendo las recetas
culinarias al pie de la letra, la calidad del resultado es altamente insegura. Una
cosa son las reglas como expresión de una experiencia asimilada («Del acto nase
la costume e de la costume nase la ley» como diría el Rey Sabio) y otras son las
reglas estipuladas por unos para ser seguidas por otros. Si no jugamos todos, más
vale romper la baraja.
Durante los últimos decenios, Suecia y su modelo político han tenido fama de ser
la forma más avanzada de democracia social. Fama que Suecia ha sabido
aprovechar para granjearse internacionalmente una posición política y económica
privilegiadas. Mientras España ha asumido la responsabilidad histórica de su
fracasada ansia imperial de otrora, Suecia, que entre 1611 y 1718 también tuvo
ambiciones semejantes y vio frustrados sus deseos de expansión y dominio, ha
sabido (como la zorra de las uvas) soterrar las huellas de esos deseos, haciendo
de la necesidad una virtud. El país nórdico ha sabido comprender las ventajas que
acarrea el mantenerse al margen de la guerra durante casi dos siglos, sobre todo si
se tiene la ventaja (hoy también perdida) de ser el primer país productor de
hierro, proveyendo sin discriminación (que por algo se es neutral) a ambos
contendientes durante los dos grandes conflictos bélicos. Paz interior,
prosperidad económica y fachada neutral, son condiciones favorables para el
desarrollo de instituciones democráticas. Es más fácil ser buenos cuando todo nos
va bien. Lo peor de todo es que acabamos creyéndonos que somos buenos e
incluso que somos los mejores.
La técnica sueca de reuniones, por ejemplo, es una geometría minuciosa del uso
de la palabra, muy diferente a la practicada en latitudes meridionales.
Administrar el uso de la palabra en la cultura nórdica no es lo mismo que en la
mediterránea.
Decir que el poder político procede del pueblo debiera significar que toda
representación política a niveles complejos ha de tener sus raíces en una conducta
lo más cercana posible a la participación directa, cosa que sólo puede darse a
nivel local y de organización básica. Por eso, una Europa democrática no puede
ser simplemente una Europa de las regiones sino una Europa de los
ayuntamientos, de las comunidades locales. Pero también la palabra
«ayuntamiento» o la palabra «comuna» (como dicen los suecos) ha sufrido una
transformación metonímica. «Ayuntamiento» implica hoy más bien separación
que «ajuntamiento» y «comuna» (en la Suecia de hoy) no es nada común a todos
más que en el sentido de las cargas tributarias. El ayuntamiento o comuna es hoy
una institución constituída por unos señores (y unas pocas señoras) que mandan
sobre nosotros, en lugar de representarnos y estar al servicio de la comunidad.
Decía que uno de los tres elementos fundamentales de la evolución sueca hacia la
democracia parlamentaria fueron los movimientos «populares». Estos
movimientos son de tres clases: movimientos religiosos contra el monopolio de
la iglesia nacional, movimientos de lucha contra el alcoholismo y el movimiento
obrero con sus dos brazos político y sindical. Entre 1880 y 1930 se llevó a cabo
una amplia tarea de formación popular, cívica, cultural y humana, que fue
decisiva para la evolución del modelo sueco de la etapa industrial. En el seno de
esos movimientos se planteó seriamente por primera vez la cuestión de la
representación y la competencia ciudadanas. El éxito en la formación popular en
pro de una amplia competencia ciudadana fue sin embargo limitado. Un motivo
de ello fue quizá el propio éxito obtenido. Los movimientos populares lograron
sus metas con demasiada rapidez, antes de haber consolidado las virtudes cívicas
que los inspiraban y se fueron convirtiendo en aparatos económicamente
poderosos, bien por la adquisición de empresas y bienes propios, bien por su
transformación en apéndices del Estado copiosamente subvencionados por él. La
democracia sueca se corporativizó, fenómeno que han señalado los
investigadores de la ciencia política.
Quizá el problema de las éticas discursivas al uso resida en confundir el plano del
lenguaje como energeia -la actividad llamada logos que diferencia a todo ser
humano tanto de la bestia como del dios- de la lengua como ergon, es decir el
resultado e instrumento lingüístico que son los sistemas concretos de palabras e
idiomas. Pues la dimensión pragmática del lenguaje de que hablan los
discursivistas oficiales, se limita a considerar lo que hacemos con las palabras,
sin preocuparse de cómo hacemos las palabras y de lo que las palabras hacen con
nosotros. Las armas de la crítica no deberían olvidar -como dije antes citando a
Marx- la crítica de las armas.
Una investigación del léxico occidental nos muestra que éste da prioridad a lo
visual frente a lo auditivo y al substantivo frente a la acción. Decimos que vemos
coches, buzones de correos o pastelerías, como si eso se pudiera ver y no fuera
una mera interpretación, mediatizada por los usos y la cultura, de lo que nos
manifiestan los sentidos. Agotada la posibilidad de apoyarnos en objetos visibles
o tangibles, objetivamos las acciones humanas en sustantivaciones lingüísticas
como «democracia», «poder», «libertad», «justicia» etc. Explicamos las acciones
por las cosas y los sustantivos, siendo las acciones las que racionalmente
explican tanto las cosas como esos complejos de sucesos que gramaticalmente
empaquetamos en sustantivos. Eso explica la vigencia social de la mitología del
dinero y de la nueva clase sacerdotal de los economistas. Obsoleto el latín
eclesiástico, desarrollan esos teólogos modernos todo un discurso ritual de
«inflaciones», «créditos», «inversiones», «moneda», «alza y baja», «curvas de
crecimiento», «economía», etc. etc. tan familiar al oído como vacío al
entendimiento.
Ocuparse de cómo actuamos en concreto con las palabras y de lo que las palabras
hacen con nosotros significa interesarse por la retórica como ciencia genuina del
discurso. Pero a pesar de tanto hablar de «teoría de la argumentación», nada
quieren los habermasianos saber ni de Perelman ni de nadie que se interese por la
retórica aristotélica. La retórica es hoy considerada como el arte de la
manipulación por el discurso. Pero ¿acaso no es la retórica la que nos enseña la
mejor manera de argumentar? ¿y no consiste la mejor manera de argumentar en
usar el mejor argumento? ¿pero, no es el mejor argumento el criterio
habermasiano que pretende sustituir al tradicional concepto de la verdad como
correspondencia?
Quisiera distinguir tres niveles en la retórica. Uno es la retórica artificial
consciente, desarrolladora de estratagemas discursivas, manipuladoras o sinceras.
Este es el nivel más conocido e insensatamente repudiado; pues si podemos ser
manipulados conscientemente por el discurso, debería estar en nuestro interés el
hacernos conscientes de las triquiñuelas retóricas para evitar ser engañados.
Especialmente debía interesar esto a Habermas, para poder distinguir el
argumento correcto del falaz.
En un pasaje de la Política, tan conocido como mal leído, nos dice Aristóteles
que el ser humano no es el único animal social; pero si lo es en mayor medida
que cualquier animal gregario (como la abeja) se debe a que tiene logos, esa
síntesis de pensamiento y lenguaje que ha dado lugar a nuestro desfigurado
concepto de «razón». Y continúa diciendo que el logos no sólo faculta al hombre
para expresar lo que siente, que eso también lo hacen los animales a su modo.
Pues el animal -dice- tiene voz, pero el logos nos otorga el don de la palabra,
permitiéndonos distinguir entre lo bueno y lo malo, entre lo justo y lo injusto. No
dice Aristóteles en ese texto que la razón consista en distinguir lo verdadero de lo
falso, sino lo justo de lo injusto. He aquí el punto de partida para una concepción
aristotélica de la razón discursiva. Este pasaje nos revela que la razón
propiamente dicha es la razón práctica. Y todos sabemos hoy que, si la razón
fuera una mera facultad deductiva de verdades, las ordenadoras electrónicas
serían más razonables que el hombre. La razón humana o es práctica o no es
razón. Y el uso del discurso en la elaboración teórica (que también es una forma
de actuar, una forma de práctica) supone la invención o elección de palabras
justas y de argumentos adecuados. Justas y adecuados, no verdaderos o falsos.
Nunca oí decir que un libro de texto, una tesis doctoral o una ponencia sean
verdaderos o falsos, sino buenos o malos. Toda razón o es práctica y
constructiva, o sea discursiva, o no es razón.
Comulgo pues con los que no conciben la ética sin el diálogo. Pero me diferencia
de los discursivistas al uso la concepción misma del lenguaje. La teoría
habermasiana es demasiado analítica y demasiado positivista para atribuirse el
nombre hermenéutica. Y en lo que respecta al diálogo, es preciso advertir que el
prefijo griego «dia» no significa «dos», como si diálogo y monólogo fueran dos
términos contrapuestos. Si el logos, como la cita aristotélica mencionada decía
claramente y los habermasianos y apelianos sostienen, es necesariamente social,
no precisa que le añadan prefijos redundantes para hacerlo comunicativo. El
prefijo griego «dia» significa «a través de». El hombre es el ser que sólo
comprende indirectamente, «dia logos», a través del logos, a través de un
«hablar» orientado al otro. Pero entonces el diálogo no es un instrumento para
llegar a un fin, sino aquello mediante lo cual el sentido halla expresión mundana,
aquello mediante lo cual el verbo se hace carne, como señaló Wittgenstein.
Hacía Aristóteles otra distinción emparentada con la anterior: una cosa es -decía-
realizar un esfuerzo con miras a un resultado externo y otra dedicarse a una
actividad por su valor intrínseco. A la primera la llamaba kinesis, un movimiento
o proceso cuyo producto externo concebible o perceptible llamaba ergon. A la
segunda la llamaba energeia. El hacer algo, la poiesis, es así una kinesis, pero el
obrar, la praxis aristotélica, es una energeia. La producción de algo requiere un
transcurso de tiempo, teniendo el proceso de producción que haber llegado a su
fin o término (peras) para alcanzar su resultado. El proceso y su resultado se
excluyen temporalmente. Una actividad humana valiosa se caracteriza en cambio
por su perfección inmediata. Cuando dicha actividad finaliza no queda nada de
ella; en cambio la mera producción tiene que llegar a su término para que surja lo
más importante de ella: su resultado. Edificar es un proceso productivo que
desemboca en la casa terminada. Habitarla es una actividad humana valiosa que o
se realiza del todo en cada instante o no se realiza en absoluto. Puede haber
expertos en construir viviendas, pero en habitarlas es cada uno su propio juez. He
aquí el motivo por el que la intención de los ciudadanos tiene que estar por
encima de la de los expertos. Por eso dice Aristóteles que el navegante sabe en
cierto modo mejor que el constructor lo que es un buen barco y el convidado
mejor lo que es la buena cena que el cocinero.
También Kant entendía que una acción llevada a cabo con miras a un resultado
no es una acción perfecta. Pero su exigencia por formular en palabras un
imperativo categórico de la razón, le hizo perder de vista el sentido profundo de
su propia observación. Se ha criticado a Kant de caer póstumamente en la
teleología, después de haber repudiado la finalidad. ¿Pero es telos lo mismo que
«fin»? Así traducimos la palabra griega telos y el propio texto aristotélico da pie
a esa confusión. Sin embargo, el llamar teleológica (en sentido aristotélico) a la
ética utilitarista me parece un desatino sin límites. Y el calificar la ética de
Aristóteles de teleológica (en sentido utilitarista) apoyándose en sus comentarios
sobre la mal entendida y peor traducida eudaimonia, se explica por nuestra manía
metonímica de confundir el fin con los medios y el lenguaje con las palabras.
¿de dónde le viene su valor al resultado? Todo fin explicativo suscita un nuevo
«¿por qué?» que lo convierte en medio. Sólo la razón tecnológica e instrumental
deja de hacerse preguntas, como si el fin mencionado fuera una respuesta
definitiva o como si fines y medios pudieran eslabonarse en una cadena
indefinida, semejante a la de las causas y los efectos. Medios y fines son términos
aplicables a segmentos temporales y quehaceres concretos. Hablar de un fin
último es una noción equívoca usada para evitar la proyección al infinito. La vida
humana es un manojo de segmentos de medios y fines pero no una cadena
finalista continua, porque ni la vida ni la historia son planificables. El fin último
de la vida es la muerte, pero la muerte no es el sentido de la vida, como algunos
existencialistas pretenden, confundiendo el fin con el sentido. Un fin es lo que se
halla al final, aquello a lo que se llega o en lo que se desemboca. El sentido, que
es maduración interna de nuestra vida y nuestra conciencia, tiene más de
principio y de proyecto que de final. El sentido es el criterio que -con mayor o
menor acierto- alumbra la elección de los fines dándoles su valor de tales y su
expresión concreta. El sentido formula los fines sin poder ser él mismo
formulado, dicho o expresado categóricamente. Si el decir pudiera ser dicho, esto
nos retrotraería al infinito. El sentido es la atalaya transcendente desde la que el
sentido del mundo y la comunicación cobran realidad. El fin de la vida es la
muerte, pero su sentido es lo que va dando calidad y valor a los sucesos de
nuestra historia, desde que nacemos hasta que morimos. Paralelamente a una
«formación profesional» y a un adiestramiento en hacer cosas, va madurando la
conciencia del sentido de nuestra vida, al cual vamos ajustando nuestra elección
de fines, siendo ese sentido indecible, porque él mismo es el lenguaje, el logos.
Todo esto tiene importancia para la concepción de una ética del diálogo y una
democracia como forma de vida. Está de moda hablar de diálogo. Los políticos y
funcionarios quieren el diálogo con los ciudadanos. Los planificadores y los
investigadores sociales proponen la planificación dialogada. Pero el diálogo de
que hablan no es un dia-logos, no es un diálogo transparente, sino
instrumentalizado. Se trata de la mera conversación del experto con el lego, del
hombre de poder con el hombre de la calle, dictando el experto y el poderoso las
condiciones del encuentro. Es un diálogo concebido como poiesis no
como praxis, como proceso orientado a un fin previsto, no como una actividad
valiosa en sí misma.
Estoy de acuerdo con Habermas en casi todo menos en lo que niega. Él estaría en
cambio casi totalmente en desacuerdo conmigo, si mi insignificante persona le
mereciera la más pequeña atención. Para los discursivistas habermasianos la
racionalidad reside en el decir y en las palabras. Para mí reside en el hablar como
modo fundamental de obrar. Lo que decimos no son más que concretizaciones o
ejemplos de lo que es el hablar. El hablar no es lo dicho, pero se manifiesta en el
decirlo. Junto al universal del nominalismo, existe un universal revelado en el
decir concreto, un universal inteligido a través del ejemplo y no destilado
mediante la inducción. El ejemplo es en la retórica lo que la inducción en la
lógica, comparable a la relación entre ficción literaria y hecho científico: la obra
literaria enseña fingiendo, el libro científico finge enseñar.
Una ética discursiva para la sociedad moderna tiene que afrontar de modo crítico
y radical el concepto habitual del poder. En Suecia y en Noruega se han creado
sendas comisiones de investigación científica sobre el poder que, después de años
de análisis y especulación, han dejado intocado el meollo del problema, al
entender el poder como algo sustantivo (una cosa que se posee o una relación
establecida, una posibilidad o una posición) en lugar de entenderlo desde un
punto de vista adverbializante, como una forma de acción, que es la perspectiva
aristotélica. Por eso caemos en la paradoja de estar siempre luchando por el
poder, al mismo tiempo que lo criticamos como detestable. Los investigadores
sociales optan por considerar al poder como algo neutral en sí, afirmando que
sólo el uso puede implicar maldad. Con esto se abre la puerta al paternalismo,
que consiste en un uso aparentemente benigno y servicial del poder.
Plats för känsla i förnuftet eller Att bygga livet (Om kulturens blinda fläckar).
(En "Plats för känsla", de próxima aparición), BFR, Stockholm, 1993.