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Cruces
Cuando Raymon empieza a contar la historia a su amigo, desde el primer
momento advierte “[n]o tengo miedo a los aparecidos; no creo en lo sobrenatural”.
Y es como si fuera el propio Maupassant quien nos advierte que no se trata de un
cuento fantástico. Se sabía un escritor realista -que además era lo que
predominaba en la literatura francesa de la época-.
En “Estudio sobre la novela”, un prólogo que publicó con la edición de Pedro y
Juan (1888), el autor decía: “El realista, si es artista, no intentará mostrarnos la
fotografía trivial de la vida, sino proporcionarnos una visión más completa, más
sorprendente y más cabal que la de la misma realidad. (…) Por otra parte, ¡qué
pueril es creer en la realidad, ya que llevamos cada cual la nuestra en nuestro
pensamiento y en nuestros órganos!”. Es así, cada uno de nosotros se forja una
ilusión del mundo.
Fuera del terreno de lo fantástico, lo que el personaje siente, lo que Raymon se
dice, es que tuvo una alucinación. Los ojos se habían engañado y habían
engañado a su pensamiento. Que el fantasma es él mismo, su doble, está
implícito en el relato y aludido desde el título. Esta idea de alucinaciones en las
que aparece el doble, también está en El Horla (1887), otro famoso relato del
autor, aunque en éste último más pegado a la locura. En “¿Él?” se entrelaza con
la soledad, una soledad que engendra monstruos. Por eso, una vez más, no hay
nada sobrenatural en el cuento: es el contacto con la realidad, o con uno mismo,
lo que transforma un hecho en un camino hacia la angustia.
Ahora bien, ¿qué hace Raymon para escapar de esa angustia? A pesar de que
“[c]onsidero al ayuntamiento legal una tontería. Estoy seguro de que ocho
maridos de cada diez son cornudos”, y de que “[q]uerría tener mil brazos, mil
labios y mil…temperamentos para poder estrechar al mismo tiempo a un ejército
de esos seres encantadores y sin importancia”, elige casarse con “una chica como
se encuentran miles, buena para casarse, sin cualidades ni defectos aparentes,
en la burguesía corriente”.
Está claro que no hay un “sí, quiero”, y que sí hay un posible creador que elige
mal a su pareja -el lamentable bienestar por sobre el fantasma-. Se casa,
entonces, nos dice Zarathustra, porque “os refugiáis en el prójimo al huir de
vosotros mismos”: para afirmar lo que se es, por su imposibilidad a ir más allá de
lo que ya es. Porque “tienes miedo, y corres en busca de tu prójimo”: el prójimo es
quien da la mirada especular, la imagen espejada, cómoda y estática.
El fantasma no nos da esa mirada. El fantasma nos mata, como en William
Wilson (1839) de Poe, o en El retrato de Dorian Gray (1891) de Wilde. Nos mata
porque nos transforma: no nos deja ser, para llegar a ser. “Más elevado que el
amor a los hombres es el amor al fantasma”. Zarathustra nos dice que tenemos
que crear nuestros propios fantasmas, sacarlos de nosotros mismos. Que antes
que casarse sería mejor perderse en esa locura para transformarla en la propia
virtud. Pero para eso es necesario de una fuerza, una voluntad de poder, que el
yo-astuto no tiene. Por eso Raymon le dio la espalda, y prefirió ir por su buen
nombre y su pequeña fortuna, por el lamentable bienestar en vez de gestar y
parir las estrellas danzarinas que aún lo habitaban, en vez de ir al encuentro, de
abrazar y darle carnadura a su fantasma.