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Intertextualidades

Guy de Maupassant (1850-1893)


Friedrich Nietzsche (1844-1900)

Entre el escritor francés Guy de Maupassant y el filósofo alemán Friedrich


Nietzsche hay algunas coincidencias biográficas: dos hombres de letras,
contemporáneos entre sí, lúcidos lectores de Schopenhauer; los dos sufrieron
delirios progresivos causados por una sífilis contraída en su juventud,
terminando sus días totalmente sedado el prusiano y con parálisis general el
galo.
Más allá de estas simetrías, la propuesta es cruzar la lectura del cuento “¿Él?”
(1883), donde un personaje se enfrenta a su fantasma, con “Así habló
Zarathustra” (1883), puntualmente el discurso Del amor al prójimo.
El punto de partida es que, si puede pensarse al Zarathustra como una gran
metáfora, este cuento puede pensarse como la metáfora de la metáfora.

 Sinopsis del cuento


Maupassant nos presenta la historia de un hombre, Raymon (el narrador), que le
cuenta a un amigo, que se va a casar con una joven. Y si bien él reconoce que no
es hombre dado al matrimonio, y lo considera una imbecilidad, esto se le
presenta como conveniente porque lo que le impulsa a ese acto insensato es que
no quiere estar solo, quiere sentir una figura humana a su lado. Tiene miedo;
miedo de él; miedo porque no comprende el miedo. Tiene miedo de lo que haya
detrás de sí, aunque no haya nada.
Todo había empezado un año atrás, en una noche de otoño. El personaje cuenta
que estaba triste, completamente invadido por una de esas tristezas sin causa
que dan ganas de llorar, que hacen desear hablar con quien sea para sacudir la
pesadez de nuestro pensamiento. Se sentía solo, daba vueltas, encendió la
chimenea, siguió dando vueltas. Finalmente decidió salir en busca del algún
amigo. No encontró a nadie. Volvió, tomó una vela para ir a encenderla a la
chimenea que seguía ardiendo e iluminando algo el aposento cuando, al mirar
delante de él, vio a alguien que le daba la espalda sentado en su sillón,
calentándose los pies. No se asustó. Pensó que era un amigo que había ido a
verlo. La posición en que estaba, uno de los brazos colgando y la cabeza inclinada
hacia el lado izquierdo del sillón, indicaba que dormía. Alargó la mano para
tocarle el hombro y se encontró con la madera del asiento. No había nadie.
Retrocedió y se dio vuelta, sintiendo a alguien a su espalda. Volvió a girar para
ver otra vez el sillón, jadeando de espanto. Es una alucinación, intentó explicarse.
Sin embargo, temblaba. Se acostó y apagó la vela. Sintió la necesidad de mirar el
cuarto. En la chimenea solo quedaban dos o tres tizones rojos que alumbraban
las patas del sillón y creyó ver de nuevo al hombre sentado en él. Encendió un
fósforo y ya no veía nada. Y desde esa noche, le dice a su interlocutor, ya no
puede estar solo. Sabe que no existe, que sólo existe en su temor, en su angustia,
pero ya no puede quedarse sólo en la casa porque está él. Sabe que no volverá a
verlo, que no aparecerá más, pero está en su pensamiento. Permanece invisible
en todos lados. Entonces, si en su casa fueran dos, siente, ya no estará. Él está
allí únicamente porque Raymon está solo.

 Cruces
Cuando Raymon empieza a contar la historia a su amigo, desde el primer
momento advierte “[n]o tengo miedo a los aparecidos; no creo en lo sobrenatural”.
Y es como si fuera el propio Maupassant quien nos advierte que no se trata de un
cuento fantástico. Se sabía un escritor realista -que además era lo que
predominaba en la literatura francesa de la época-.
En “Estudio sobre la novela”, un prólogo que publicó con la edición de Pedro y
Juan (1888), el autor decía: “El realista, si es artista, no intentará mostrarnos la
fotografía trivial de la vida, sino proporcionarnos una visión más completa, más
sorprendente y más cabal que la de la misma realidad. (…) Por otra parte, ¡qué
pueril es creer en la realidad, ya que llevamos cada cual la nuestra en nuestro
pensamiento y en nuestros órganos!”. Es así, cada uno de nosotros se forja una
ilusión del mundo.
Fuera del terreno de lo fantástico, lo que el personaje siente, lo que Raymon se
dice, es que tuvo una alucinación. Los ojos se habían engañado y habían
engañado a su pensamiento. Que el fantasma es él mismo, su doble, está
implícito en el relato y aludido desde el título. Esta idea de alucinaciones en las
que aparece el doble, también está en El Horla (1887), otro famoso relato del
autor, aunque en éste último más pegado a la locura. En “¿Él?” se entrelaza con
la soledad, una soledad que engendra monstruos. Por eso, una vez más, no hay
nada sobrenatural en el cuento: es el contacto con la realidad, o con uno mismo,
lo que transforma un hecho en un camino hacia la angustia.
Ahora bien, ¿qué hace Raymon para escapar de esa angustia? A pesar de que
“[c]onsidero al ayuntamiento legal una tontería. Estoy seguro de que ocho
maridos de cada diez son cornudos”, y de que “[q]uerría tener mil brazos, mil
labios y mil…temperamentos para poder estrechar al mismo tiempo a un ejército
de esos seres encantadores y sin importancia”, elige casarse con “una chica como
se encuentran miles, buena para casarse, sin cualidades ni defectos aparentes,
en la burguesía corriente”.
Está claro que no hay un “sí, quiero”, y que sí hay un posible creador que elige
mal a su pareja -el lamentable bienestar por sobre el fantasma-. Se casa,
entonces, nos dice Zarathustra, porque “os refugiáis en el prójimo al huir de
vosotros mismos”: para afirmar lo que se es, por su imposibilidad a ir más allá de
lo que ya es. Porque “tienes miedo, y corres en busca de tu prójimo”: el prójimo es
quien da la mirada especular, la imagen espejada, cómoda y estática.
El fantasma no nos da esa mirada. El fantasma nos mata, como en William
Wilson (1839) de Poe, o en El retrato de Dorian Gray (1891) de Wilde. Nos mata
porque nos transforma: no nos deja ser, para llegar a ser. “Más elevado que el
amor a los hombres es el amor al fantasma”. Zarathustra nos dice que tenemos
que crear nuestros propios fantasmas, sacarlos de nosotros mismos. Que antes
que casarse sería mejor perderse en esa locura para transformarla en la propia
virtud. Pero para eso es necesario de una fuerza, una voluntad de poder, que el
yo-astuto no tiene. Por eso Raymon le dio la espalda, y prefirió ir por su buen
nombre y su pequeña fortuna, por el lamentable bienestar en vez de gestar y
parir las estrellas danzarinas que aún lo habitaban, en vez de ir al encuentro, de
abrazar y darle carnadura a su fantasma.

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