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Falta

una semana para Navidad, pero no todo el mundo es feliz en el pueblecito de Pine
Cove (California). El pequeño Joshua Barker necesita con urgencia un milagro navideño. Y
no es que esté moribundo, ni que su perro se haya escapado de casa: es que Josh ha visto
cómo a Santa Claus le abrían la cabeza con una pala. Ahora solo anhela una cosa: que el
viejo barbudo regrese de entre los muertos. Lo que no puede imaginar es que alguien esté
escuchando sus plegarias… Aunque no destaque por ser, precisamente, el más listo de los
ángeles.
Christopher Moore

El ángel más tonto del mundo


ePub r1.2
orhi 10.05.2015
Título original: The Stupidest Angel
Christopher Moore, 2004
Traducción: Omar El-Kashef
Ilustración de cubierta: Susan H. Choi

Editor digital: orhi


Corrección de erratas: Wake
ePub base r1.2
Este libro está dedicado a Mike Spradlin,
que dijo:
«¿Sabes? Deberías escribir un relato navideño».
A lo que yo respondí:
«¿Qué tipo de relato navideño?».
Y él me dijo:
«No sé. Quizá Navidad en Pine Cove o algo así».
A lo que volví a responder:
«Vale».
Agradecimietnos
El autor desea expresar su agradecimiento a quienes lo han ayudado: como siempre, Nicholas
Ellison, mi intrépido agente; Jennifer Brehl, mi brillante editora; Lisa Gallagher y Michael Morrison
por su continua confianza en mi capacidad de contar historias; Jack Womack y Leslie Cohen, por
ponerme ante mis lectores y la prensa; los Huffmans, por disponer la pista de aterrizaje y una cálida
bienvenida; Charlee Rodgers, por sus cuidadosas lecturas y meditados comentarios, y por poner en
marcha el proceso; y, finalmente, Taco Bob, de quien saqué felizmente la idea del capítulo 16 (con su
permiso, lo que casi lo arruina).
Advertencia del autor
Si adquiere este libro en calidad de regalo para su abuelita o un crío, debería ser consciente de que
contiene palabrotas y suculentas descripciones de canibalismo, así como actos sexuales entre
cuarentones. No me echen la culpa. Se lo advertí.
1
La Navidad llega a rastras
La Navidad se infiltró en Pine Cove a rastras, con guirnaldas lazos y cascabeles a cuestas, con un olor
a ponche de huevo, una peste a pino y la amenaza de un destino festivo cual fría ulcera bajo el
muérdago.
Pine Cove, con su arquitectura a lo Tudor, estaba toda adornada con pintoresca festividad. Las
lucecillas centelleaban en todos los árboles de la calle Ciprés, había nieve artificial en las esquinas de
las ventanas de cada tienda, varios Papá Noel en miniatura y velas gigantes suspendidas bajo cada
farola. Había abierto sus puertas a los rebaños de turistas procedentes de Los Ángeles, San Francisco
y Central Valley que llegaban en busca de un instante de comercio navideño realmente significativo.
Pine Cove, un pueblo adormilado de la costa californiana, en realidad una aldea de juguete, con más
galerías de arte que gasolineras, más locales de cata de vinos que ferreterías, permanecía ahí, tan
acogedora como una reina del baile con unas copas de más, a cinco días de que asomara la Navidad.
Ya estaba a la vuelta de la esquina y, con ella, ese año llegaría el Niño. Ambos eran vastos,
irresistibles y milagrosos. Pine Cove solo estaba preparada para uno de ellos.
No quiere decir que los lugareños no estuvieran impregnados de espíritu navideño. Las dos
semanas previas y posteriores a la Navidad suponían una agradable oleada de dinero para las arcas
locales, ávidas de turismo desde el verano. Cada camarera desempolvaba su gorrito de Papá Noel y
su cornamenta de reno y se aseguraba de contar con cuatro buenos bolígrafos en el delantal. Los
empleados de hotel hacían acopio de fuerzas, dispuestos a soportar las iras de los overbooking de
última hora, mientras que las amas de casa prescindían por un momento de sus habituales y pútridos
polvos de talco para adoptar una putridez más festiva de pino y canela. En la boutique de Pine Cove se
ponía un cartel de «Especial vacaciones» sobre la terrible sudadera del reno y la subían de precio por
décimo año consecutivo. Los miembros de las hermandades y los veteranos de guerra, básicamente el
mismo puñado de viejos borrachos de siempre, planeaban con vehemencia el desfile navideño anual
que recorrería la calle Cypress, cuyo tema principal aquel año sería «patriotismo en la cama sobre
una furgoneta», más que nada porque era lo que habían utilizado en su desfile del 4 de julio y todo el
mundo conservaba los adornos. Muchos habitantes de Pine Cove incluso se ofrecieron voluntarios
para atender las marmitas del Ejército de Salvación que se disponían enfrente de la oficina de correos
y el súper, en turnos de dos horas, dieciséis horas al día. Enfundados en sus trajes rojos y barbas
postizas, hacían sonar las campanas como si aspiraran al oro canino en unas Olimpiadas dedicadas a
Pavlov.

—Dame la pasta, cabrón —dijo Lena Márquez, que trabajaba en la marmita aquel lunes, cinco días
antes de Navidad. Lena seguía a Dale Pearson, el malvado constructor de Pine Cove, por todo el
aparcamiento, tratando de sacarlo de quicio con la campanilla mientras él se dirigía al maletero de su
coche. De camino al súper, el hombre le había hecho un gesto con la cabeza y le había dicho que a la
salida le daría algo. Sin embargo, cuando salió, ocho minutos más tarde, con la compra y una bolsa
de hielo, pasó junto a ella como si estuviese utilizando la marmita para hacer sebo a partir de la grasa
de los culos de los inspectores de edificios y sintiera la necesidad de escapar del hedor.
—Seguro que te puedes permitir un par de pavos para los más desafortunados.
Hizo sonar la campanilla con especial fuerza a la altura de su oído. El hombre se dio la vuelta
balanceando la bolsa de hielo a la altura de su cadera.
Lena brincó hacia atrás. Tenía treinta y ocho años, era enjuta, de piel oscura y con el delicado
cuello y la fina mandíbula de una bailarina de flamenco. Su larga cabellera negra estaba recogida en
dos moños a lo princesa Leia que sobresalían a ambos lados de su gorro de Papá Noel.
—¡No puedes zurrar a Papá Noel! Hay tantas razones para ello que no sería capaz de enumerarlas.
—Querrás decir contarlas —dijo Dale, mientras el sutil sol invernal arrancaba destellos a la capa
de esmaltado recién puesta que lucían sus dientes. Tenía cincuenta y dos años, estaba casi
completamente calvo y poseía unos fuertes hombros de leñador que aún se mantenían cuadrados a
pesar de la barriga cervecera que le colgaba por debajo.
—Quiero decir que está mal, que estás equivocado y que eres un tacaño. —Y volvió a agitar la
campanilla junto a su oído, como si un mosquito con traje rojo quisiera derribar un muro a
cabezazos.
La campana amilanó tanto a Dale que describió un arco con su bolsa de hielo de más de cuatro
kilos y dio a Lena en el plexo solar, lo que la obligó a retroceder por el aparcamiento, sin aliento.
Fue entonces cuando las señoras del Bulges llamaron a la policía…, bueno, al policía.

El Bulges era un gimnasio para mujeres que estaba justo encima del aparcamiento del súper y desde
sus cintas andadoras y sus máquinas de subir escalones, las usuarias podían observar el ir y venir del
establecimiento sin la sensación de estar espiando. Lo que había empezado como un momento de
mero entretenimiento y un leve incremento de adrenalina para seis de las observadoras mientras Lena
iba detrás de Dale por el aparcamiento, se tornó de repente en una conmoción, cuando el malvado
constructor zurró a la bella Mamá Noel en el estómago con una bolsa de cubitos de hielo. Cinco o
seis de las mujeres no hicieron más que perder el paso o quedarse boquiabiertas, pero Georgia
Barman, que en ese preciso instante tenía puesta su cinta andadora a 12 kilómetros por hora para
perder siete kilos con la mente puesta en la Navidad y el vestido rojo que su marido le había regalado
en un arrebato de idealismo sexual, rodó hacia atrás y aterrizó en una colorida colchoneta de la
maraña de estudiantes de yoga que en ese momento estaban practicando.
—¡Ay, el chakra del culo!
—Será el chakra raíz.
—Pues lo que me duele es el culo.
—¿Has visto eso? Casi la derriba. Pobrecilla.
—¿Deberíamos ir a ver si se encuentra bien?
—Alguien debería llamar a Theo.
Las gimnastas encendieron sus teléfonos móviles al unísono, como cuando los Jets sacaban las
navajas e interpretaban una danza de muerte en West Side Story.
—¿Por qué se casaría con un tipo como ese?
—Es un capullo.
—Ella le daba a la botella.
—Georgia, ¿estás bien, cielo?
—¿Puedes llamar a Theo al 911?
—Ese bastardo va a arrancar y la va a dejar ahí.
—Deberíamos ir a ayudarla.
—Todavía me quedan doce minutos en este chisme.
—La cobertura en este pueblo es horrible.
—Tengo el número de Theo en marcación rápida, por los críos. Yo lo llamo.
—Mira a Georgia y a las otras. Parece que estuvieran jugando al Twister y se hubieran caído.
—Hola, Theo. Soy Jane, estoy en el Bulges. Sí, bueno, acabo de mirar por la ventana y me parece
que hay un problema en el súper de enfrente. Bueno, no me quiero entrometer, pero digamos que hay
cierto contratista que acaba de golpear a una de las Mamá Noel del Ejército de Salvación con una
bolsa de hielo. Vale, te espero entonces. —Cerró el móvil—. Viene de camino.

El teléfono móvil de Theophilus Crowe sonó ocho veces con un irritante Tangled Up in Blue
electrónico que parecía un coro de sufridas amas de casa, o como Jimmy Cricket después de aspirar
helio, o, bueno, en fin, como Bob Dylan. En todo caso, cuando logró abrir el aparato, cinco personas
de la sección de frutas del súper le estaban dispensando unas miradas capaces de marchitar las
lechugas de su carro. Sonrió, como si con ello pretendiera decir «lo siento, yo también odio estas
cosas, pero ¿qué se le va a hacer?», y luego respondió:
—Oficial Crowe. —Como si quisiera recordar a todo el mundo que no estaba para cañas, que él
era LA LEY.
—¿En el aparcamiento del súper? Bien, enseguida estoy ahí.
Caramba, qué cómodo. Una de las ventajas de ser poli local en un pueblo de no más de cinco mil
habitantes era que los problemas nunca te pillaban lejos. Theo aparcó su carro a un lado del pasillo y
atravesó corriendo la línea de cajas y las puertas automáticas que daban al aparcamiento. Era como
una mantis religiosa vestida con vaqueros y franela, 66 kilos, uno ochenta, y solo tres velocidades:
caminata ociosa, carrera e inmóvil. Fuera se encontró a Lena, doblada y sin aliento. Su ex marido,
Dale Pearson, se disponía a marcharse en su 4x4.
—Quieto ahí, Dale. Espera —dijo Theo.
Theo se cercioró de que Lena solo necesitaba recuperar el aire y que se pondría bien y luego se
dirigió al contratista regordete, que seguía con un pie en el vehículo, dispuesto a marcharse en cuanto
se aclarara la cosa.
—¿Qué ha pasado aquí?
—Esa puta chiflada me ha dado con su campanilla.
—Y una mierda —boqueó Lena.
—Me han informado que le has dado con una bolsa de hielo, Dale. Eso es agresión.
Dale Pearson miró fugazmente a su alrededor y se topó con el grupo de mujeres apiñadas contra
la ventana del gimnasio. Parecía que volvían a las máquinas en las que habían estado ocupadas
cuando se produjo el desastre.
—Pregúnteles a ellas. Le dirán que agitaba la campana justo al lado de mi cabeza. No hice más
que reaccionar en defensa propia.
—Me dijo que haría una donación cuando saliera del súper, pero no fue así —declaró Lena, que
estaba empezando a recobrar el aliento—. Ahí hay un contrato implícito. No lo ha respetado. Y yo no
le he pegado.
—Es una jodida chiflada —dijo Dale, como si fuera algo comúnmente sabido.
Theo miró a uno y a otra. Ya había lidiado con esos dos antes. Pensaba que las cosas se habían
calmado tras el divorcio, cinco años antes. Llevaba catorce años en la policía de Pine Cove y había
visto el lado oscuro de un montón de parejas. La primera regla en una disputa doméstica era separar
a las partes, pero parecía que eso ya se había llevado a cabo. Se suponía que no había que tomar
partido por ninguna de ellas, pero dado que Theo sentía cierta debilidad por las chifladas —él mismo
se había casado con una—, optó por hacer un juicio de valor y centró su atención en Dale. Además, el
tío era un capullo.
Le dio unas palmaditas a Lena en la espalda y se arrimó a grandes zancadas a la furgoneta de
Dale.
—No pierdas el tiempo, hippy —dijo Dale—. Me largo. —Se montó en la furgoneta y cerró la
puerta.
¿Hippy?, pensó Theo. ¿Hippy? Hacía años que se había cortado la coleta. Ya no utilizaba
sandalias. Incluso había dejado de fumar petardos. ¿En qué se basaba ese tipo para llamarlo hippy?
—¡Eh! —dijo, tras pensarlo de nuevo. Dale arrancó el motor y metió la primera.
Theo se subió al reposapiés lateral del vehículo, se inclinó sobre el parabrisas y empezó a darle
golpecitos con un cuarto de dólar que se había sacado del bolsillo.
—No lo hagas, Dale. —Tap, tap, tap—. Si te vas, dictaré una orden de arresto contra ti. —Tap, tap,
tap. Ahora sí que Theo estaba enfadado, no cabía ninguna duda. Sí, era ira.
Dale se detuvo y presionó el botón para bajar la ventanilla eléctrica.
—¿Qué? ¿Qué quieres?
—Lena quiere presentar cargos por agresión, puede que agresión con arma mortal. Creo que
deberías meditar lo de darte el pira.
—¿Arma mortal? Pero si era una bolsa de hielo.
Theo meneó la cabeza, y adoptó un tono de cuenta-cuentos enigmático:
—Una bolsa de hielo de más de cuatro kilos. Escucha cómo suelto una bolsa de hielo de cuatro
kilos sobre el suelo de una sala de justicia delante de un jurado. ¿Lo oyes? ¿Ves cómo se encogen
cuando machaco un jugoso melón sobre la mesa del abogado defensor con una bolsa de hielo de
cuatro kilos? ¿No ves el arma mortal? «Damas y caballeros del jurado, este hombre, este fracasado,
este patán, este», si no te importa, «cabeza de chorlito, golpeó a una mujer indefensa, una mujer que
con todo el amor de su corazón realizaba una colecta para los pobres, una mujer que solo»…
—Pero si no es un bloque de hielo, es…
—Ni una palabra, Dale —dijo Theo alzando un dedo al aire—, no hasta que te lea los derechos.
—Theo sabía que estaba pagando a Dale con la misma moneda. Las venas de sus sienes estaban
empezando a hinchársele y su rosado cráneo empezaba a ponerse rosa. Hippy, ¿eh?
—Lena presentará cargos —añadió—. ¿Verdad, Lena?
Lena estaba a un lado de la furgoneta.
—No —dijo.
—¡Serás zorra! —dijo Theo. Se le había escapado antes de poder retener las palabras. Menudo
bochorno.
—Ya ves cómo es —dijo Dale—. Seguro que te gustaría tener una bolsa de hielo ahora mismo,
¿verdad, hippy?
—Soy un agente de policía —replicó Theo, que sí hubiese querido tener a mano una pistola o
algo parecido. Sacó la billetera con la placa del bolsillo de atrás, pero pensó que ya era un poco tarde
para identificarse. Hacía más de veinte años que conocía a Dale.
—Sí, y yo soy un caribú —dijo Dale, con más orgullo del que debería haber exhibido a ese
respecto.
—Me olvidaré de esto si pone cien pavos en la marmita —dijo Lena.
—Estás loca, mujer.
—Es Navidad, Dale.
—Que le den por culo a la Navidad, y a ti también.
—Eh, no es necesario emplear ese lenguaje, Dale —dijo Theo tratando de poner paz—. Puedes
salir de la furgoneta.
—Cincuenta pavos y se puede ir —volvió a terciar Lena—. Es para los necesitados.
Theo la miró.
—No puedes regatear una demanda en el aparcamiento del súper. Lo tenía contra las cuerdas.
—Cierra el pico, hippy —dijo Dale, y luego se dirigió a Lena—. Te daré veinte y a la mierda con
los necesitados. Pueden buscarse un trabajo, como el resto del mundo.
Theo estaba seguro de que tenía las esposas en el Volvo, ¿o aún estaban en casa, en el poste de la
cama?
—Esa no es forma…
—¡Cuarenta! —gritó Lena.
—Hecho —dijo Dale. Sacó dos billetes de veinte de la cartera, los arrugó y los tiró por la
ventanilla. Rebotaron en el pecho de Theo. Volvió a meter la marcha y echó a andar.
—¡Quieto ahí! —ordenó Theo.
Dale enderezó la furgoneta y se puso en marcha.
Cuando la enorme furgoneta roja pasó junto al Volvo de Theo, que estaba aparcado unos quince
metros más allá, una bolsa de hielo salió volando y se estrelló contra el maletero en una sonora
explosión de cubitos que no tuvo mayores consecuencias.
—¡Feliz Navidad, zorra chiflada! —gritó Dale por la ventanilla mientras se incorporaba a la
carretera—. ¡Y feliz noche a todos! ¡Hippy!
Lena se había remetido los billetes arrugados en el traje rojo y apretaba el hombro de Theo
mientras la furgoneta desaparecía envuelta en un rugido.
—Gracias por acudir al rescate, Theo.
—Yo no diría tanto. Deberías presentar cargos.
—Estoy bien. De todas formas se iba a salir con la suya. Tiene unos abogados muy buenos,
créeme, lo sé. Además, ¡me ha dado cuarenta pavos!
—Eso sí que es espíritu navideño —dijo Theo, sin poder evitar una sonrisa—. ¿Seguro que estás
bien?
—Seguro. No es la primera vez que pierde los estribos conmigo.
Lena dio unos golpecitos en el bolsillo de su uniforme de Papá Noel.
—Al menos he sacado algo de esto —añadió, antes de dirigirse de nuevo hacia su marmita,
seguida por Theo.
—Tienes una semana para presentar cargos si cambias de opinión —le dijo Theo.
—¿Sabes qué, Theo? No quiero pasar otras Navidades obsesionándome con lo que Dale Pearson
tiene de desecho humano. Prefiero pasar de ello. Con un poco de suerte puede que protagonice una de
esas desgracias navideñas de las que tanto se oye hablar.
—No estaría mal —admitió Theo.
—¿Quién tiene espíritu navideño estos días?
En otro cuento navideño, Dale Pearson, malvado urbanista, misógino recalcitrante y, al parecer,
cascarrabias irremediable, podría haber recibido las visitas nocturnas de una serie de fantasmas que,
mostrándole sombrías visiones de la Navidades futuras, pasadas y presentes, provocarían en él una
transformación que lo convertiría en un ejemplo de generosidad, amabilidad y sentimientos cálidos
hacia sus congéneres. Pero este no es uno de esos cuentos, así que aquí, en no demasiadas páginas,
alguien va a despachar a este miserable hijo de puta con toda la calidez del mundo. Ese es el espíritu
navideño que impregnará las siguientes páginas. Ho, ho, ho.
2
Las chicas del pueblo
La Nena Guerrera de Allende la Frontera circulaba con su monovolumen Honda a lo largo de la calle
Cypress y se detenía a cada metro para no atropellar a los turistas que surgían de entre los coches
aparcados e invadían la calzada, totalmente inconscientes del tráfico. Mi reino por una desbrozadora
afilada y unos tapacubos con cuchillas para abrirme paso a través de este rebaño de paletos, pensó,
tras lo cual dijo:
—Actúan como si la calle fuese la avenida principal de Disneylandia, como si los que vamos en
coche no necesitásemos utilizar el asfalto. Vosotros no hacéis eso, ¿verdad?
Miró por encima del hombro hacia los dos adolescentes empapados que se encogían en el asiento
trasero. Estos negaron enérgicamente con la cabeza.
—No, señora Michon, no se nos ocurriría. Ni hablar.
Su nombre era Molly Michon, pero años atrás, cuando era la reina de las películas de serie B,
había protagonizado ocho trabajos como Kendra, la Nena Guerrera de Allende la Frontera. Tenía una
salvaje melena rubia con mechas canosas y el cuerpo de una modelo de fitness. Podía aparentar
treinta o cincuenta, dependiendo de la hora del día, la indumentaria y lo cargada de medicamentos
que fuese. Todos los fans estaban de acuerdo en que frisaba el ecuador de los cuarenta.
Fans. Los dos adolescentes de atrás eran fans. Habían cometido el error de aprovechar parte de las
vacaciones navideñas para ir hasta Pine Cove en busca de Molly Michon, la famosa estrella de culto
del celuloide, para que les firmase en sus copias de Nena Guerrera VI: la venganza de la prostituta
salvaje, que acababa de salir en DVD, con escenas inéditas en las que las tetas de Molly se salían del
sujetador metálico. Molly los había visto merodear por los alrededores de la cabaña que compartía
con su marido, Theo Crowe. Había salido a hurtadillas por la puerta trasera y les había tendido una
emboscada en un lado de la casa con la manguera del jardín. Los empapó bien, los persiguió a través
del bosque de pinos hasta que la manguera no dio más de sí, y luego derribó al más alto y amenazó
con romperle el cuello si el otro no dejaba de correr.
Al percatarse de que posiblemente había incurrido en un error de relaciones públicas, Molly
invitó a sus fans a que la acompañaran a escoger un árbol para la fiesta navideña para solitarios que
se celebraba en la capilla de Santa Rosa. Últimamente había cometido una serie de errores, sobre todo
desde que una semana atrás dejara de tomar los medicamentos para ahorrar y poder comprar el
regalo de Navidad de Theo.
—¿De dónde sois, chicos? —preguntó alegremente.
—Por favor, no nos haga daño —dijo Blas, el más alto y delgado de los dos. Los veía como Epi y
Blas, no porque se pareciesen a los muñecos, sino porque sus rasgos relativos le recordaban a ellos,
salvo por lo de las manos en sus traseros, por supuesto.
—No os voy a hacer nada malo, está genial que me acompañéis. Los chicos del establecimiento
de árboles de Navidad se muestran un poco recelosos desde que alimenté al monstruo marino con
uno de sus compañeros de trabajo. Vosotros me vendréis bien como una especie de amortiguador
social.
Maldita sea, no debería haber mencionado el monstruo marino. Habían pasado tantos años de
oscuridad desde que salió del negocio del cine hasta resucitar como figura de culto que casi había
perdido toda soltura social. Y luego estaba la desconexión de la realidad de quince años, durante los
cuales pasó a ser conocida como la dama loca de Pine Cove. Sin embargo, desde que salía con Theo
y tomaba sus antisicóticos, las cosas iban mucho mejor.
Giró en el aparcamiento de la sección de ferretería y regalos, donde se había vallado medio acre
de asfalto para ubicar la parcela de árboles de Navidad. Cuando divisaron su vehículo, tres tipos de
mediana edad ataviados con delantales de tela se metieron corriendo en la tienda, echaron el cerrojo
y giraron el cartel de «Abierto» para que luciera lo contrario.
Sabía que eso podía ocurrir, pero quería sorprender a Theo, demostrarle que podía encargarse de
adquirir el enorme árbol de Navidad para la fiesta de la capilla. Pero aquellos obtusos acólitos de
Black & Decker estaban frustrando sus planes para una Navidad perfecta. Respiró profundamente y
mientras exhalaba trató de recuperar uno de esos momentos de calma que su maestro de yoga le
había enseñado.
Bueno, vivía en medio de un bosque de pinos, ¿no? Quizá debería talar un árbol de Navidad ella
misma.
—Volvemos a la cabaña, chicos. Allí tengo un hacha que servirá.
—¡Noooooooo! —gritó Epi, mientras se cruzaba delante de su empapado compañero, se aferraba
al cierre de la puerta corredera del Honda y tiraba de él. Ambos cayeron del coche en marcha sobre
un reno de plástico.
—Muy bien —dijo Molly—, cuidaos, chicos. Yo veré si puedo talar uno de los árboles del patio
delantero.
Zigzagueó por el aparcamiento y emprendió el camino de vuelta a casa.

Empapada en sudor, Lena Márquez salió de su uniforme de Papá Noel como una cría de lagarto que
emergiera de un peludo huevo rojo. La temperatura había subido hasta casi los 30° antes de que
acabara su turno enfrente del súper y estaba segura de que había perdido dos kilos en agua dentro de
ese pesado uniforme. Entró en el cuarto de baño en bragas y sujetador y se puso sobre la báscula para
disfrutar de la sorpresa de cuántos kilos habría perdido. El indicador se agitó y se detuvo en la marca
habitual previa a la ducha. Perfecta para su altura, delgada para su edad, pero demonios, se había
peleado con su ex, la habían golpeado con una bolsa de hielo, había contribuido a alegrar a los más
desgraciados y había soportado felizmente el calor del traje durante ocho horas. Se merecía algo por
sus esfuerzos.
Se desnudó del todo y volvió a subirse a la pesa. No había ninguna diferencia sensible. ¡Maldita
sea! Se sentó, orinó, se limpió y regresó a la báscula. Puede que unos cien gramos menos de lo
habitual. ¡Ah!, pensó mientras se quitaba la barba de Papá Noel que aún llevaba, quizá ese era el
problema. Se quitó la barba y el gorro y los llevó al cuarto, se soltó la larga melena negra y esperó a
que el indicador de la pesa se detuviera.
Oh, sí. Dos kilos. Dio una rápida patada de taebo para celebrarlo y se metió en la ducha. Se
sobresaltó al tocar un punto doloroso a la altura del plexo solar mientras se enjabonaba. Había un par
de moretones en plena gestación en la costilla que había recibido el golpe. Lo había pasado peor
muchas veces después de machacarse en el gimnasio, pero ese dolor parecía llegarle al alma. Quizá
era la idea de pasar las Navidades sola. Esas iban a ser sus primeras fiestas desde el divorcio. Su
hermana, con la que había pasado los últimos años durante esas fechas, se marchaba a Europa con el
marido y los hijos. Dale, con lo capullo que era, la había implicado en toda clase de actividades
festivas, de las que ahora se veía excluida. El resto de su familia había vuelto a Chicago y no había
tenido ninguna suerte con los hombres desde Dale (aún le quedaba demasiada rabia residual y no
menos desconfianza). Dale no solo era un mamón, sino que además le había puesto los cuernos. Sus
amigas, todas ellas casadas o con novios más o menos permanentes, le habían dicho que necesitaba
pasar de los hombres durante un tiempo y dedicarse más a conocerse mejor. Todo eso era una
mierda, por supuesto. Ya se conocía bastante, se gustaba, se lavaba, se vestía, se compraba regalos,
tenía sus propias citas e, incluso, tenía sexo consigo misma de vez en cuando, que, por cierto,
siempre acababa mejor que cuando lo hacía con Dale.
—Oh, esa mierda del «conócete a ti misma» te joderá viva —le había dicho su amiga, Molly
Michon—. Y créeme, soy toda una reina sin corona en ese terreno. La última vez que me dio por
conocerme a mí misma, resultó que había toda una pandilla de zorras ahí dentro con las que lidiar.
Me sentía como la recepcionista de un centro de rehabilitación. Eso sí, todas tenían unas tetas bonitas,
tengo que admitirlo. De todos modos, olvídalo. Sal por ahí y haz cosas de cara a los demás, te irá
mucho mejor. «Conócete a ti misma», ¿y para qué? ¿Qué pasa si te conoces y descubres que eres una
arpía de cuidado? Sí, claro, me caes bien, pero no puedes fiarte de mi opinión. Ve a hacer algo con
otra gente.
Era verdad. Molly podía ser, eh…, excéntrica, pero a veces decía cosas con sentido. Así que Lena
se había ofrecido voluntaria para la marmita del Ejército de Salvación, había donado comida enlatada
y pavos congelados para la Iniciativa para la Alimentación de los Vecinos Anónimos de Pine Cove, y
mañana por la noche, en cuanto oscureciera, saldría para recoger árboles de Navidad naturales y
depositarlos en las casas de la gente que no se los podía permitir. Eso la distraería de sí misma. Y si
eso no funcionaba, pasaría la Nochebuena en la fiesta de la capilla de Santa Rosa para Solitarios. Oh,
Dios, ahí estaba, era Navidad y se le encendía el espíritu navideño. Se sentía sola…

A Mavis Sand, dueña del bar Cuerno de Caracol, la palabra «solitario» le sonaba al timbre de la caja
registradora cuando entraba el dinero. Llegada la Navidad, Pine Cove se llenaba de turistas en busca
del encanto de los pueblos pequeños y el Cuerno se ponía hasta arriba de almas solitarias, llorones
privados de sus derechos en busca de consuelo. Mavis estaba encantada con proporcionárselo en
forma del cóctel navideño personal y de precio desproporcionado: el «Lento y cómodo tornillo
posterior del trineo de Papá Noel», que consistía en…
—Largo de aquí si te interesa tanto lo que lleva —diría Mavis—. Soy una profesional de la barra
desde que tu padre se emocionó con el único condón que te dio la oportunidad de tener sesos, así que
déjate llevar y pide la puta bebida.
Mavis siempre estaba imbuida en el espíritu navideño, hasta el punto de llevar los pendientes de
cada año con forma de árbol de Navidad que le daban ese aire de «olor a coche nuevo». Una gavilla
de muérdago del tamaño de la cabeza de un alce colgaba sobre la barra y durante todas las fiestas
cualquier borracho que se inclinara demasiado sobre la barra para gritar su pedido a uno de los
audífonos de Mavis se encontraría con que, más allá de los revoloteos de sus negras pestañas
embadurnadas en cosmético, más allá del conjunto de su pelo y la paleta de roja seducción de sus
labios y del aliento a Tareyton 100 y el chasquido de la dentadura, a Mavis aún le quedaban recursos
verbales. Una vez, un tipo sin aliento y que se tambaleaba hacia la puerta aseguró que Mavis había
influido en su médula oblongata y le había estimulado visiones en las que estaba ahogándose en el
oscuro armario de la Muerte, cosa que ella se tomó como un cumplido.
En el mismo momento en el que Dale y Lena estaban con lo suyo frente al súper, Mavis, sentada
sobre el taburete que tenía tras la barra, levantó la vista de un crucigrama para contemplar al hombre
más guapo que sus ojos habían visto pasar nunca por la puerta doble del Cuerno de Caracol. Lo que
había sido un erial, floreció; donde durante años hubo un lecho seco, surgió un torrencial río. Su
corazón se saltó un latido y el desfibrilador implantado en su pecho le dio una sacudida que la forzó
a saltar del taburete para servirlo. Si le pedía un wallbanger, se pondría tan rígida que las zapatillas
deportivas se le saldrían disparadas, impulsadas por los dedos de los pies. Estaba segura de ello, lo
sentía, lo deseaba. Mavis era una romántica.
—¿En qué puedo servirlo? —preguntó agitando las pestañas, lo que les dio la apariencia de unas
espasmódicas arañas lobo que se convulsionaban tras las gafas.
Media docena de parroquianos se dieron la vuelta sobre sus taburetes para contemplar la fuente de
tamaño empalago de cortesía. Era imposible que ese tono de voz hubiese salido de Mavis, que solía
dirigirse a ellos desde el desdén y la nicotina.
—Estoy buscando a un niño —dijo el forastero. Su pelo era largo y rubio y se desplegaba sobre
la solapa de una gabardina larga. Sus ojos eran violetas, sus rasgos faciales a la vez escarpados y
delicados, de corte fino y, sin embargo, ni rastro de arrugas.
Mavis pellizcó el botoncito de su audífono derecho e inclinó la cabeza como un perro que
acabara de morder una costilla de cerdo de plástico. Oh, cómo pueden desmoronarse los cimientos
de la lujuria ante el peso de la estupidez.
—¿Buscas a un… crío? —preguntó Mavis.
—Así es —asintió el forastero.
—¿En un bar? ¿Un lunes por la tarde? ¿Un niño?
—Sí.
—¿Un niño concreto o cualquiera le valdría?
—Lo sabré cuando lo vea —dijo el forastero.
—Maldito enfermo —dijo uno de los parroquianos y, por una vez, Mavis asintió en señal de
acuerdo, lo que hizo que las vértebras del cuello le crujieran como el chasquido de un enchufe.
—Largo de mi bar —le ordenó. Con una larga uña lacada apuntaba a la puerta—. Venga, fuera de
aquí. ¿Qué se ha creído, que esto es Bangkok?
—La Natividad se acerca, ¿me equivoco? —dijo el forastero con la mirada clavada en el dedo.
—Sí, el sábado es Navidad —gruñó Mavis—. ¿Qué demonios tiene eso que ver?
—Entonces, necesitaré un niño antes del sábado —insistió el forastero.
Mavis sacó de debajo de la barra un bate de béisbol. El que fuera tan guapo no significaba que no
se pudiera mejorar su aspecto con un buen mamporro con una pieza de nogal. Hombres: un guiño, un
escalofrío, una salpicadura, y antes de darse cuenta había llegado la hora del levantamiento de bultos
y el aflojamiento de dentaduras. Mavis era una romántica pragmática: el amor, en su opinión,
correctamente ejercido, duele.
—Dale, Mavis —la animó uno de los parroquianos.
—¿Qué clase de pervertido usa gabardina con el calor que hace? —dijo otro—. Yo digo que le
revientes la cabeza.
Las apuestas empezaban a correr.
Mavis se arrancó un pelo solitario de la barbilla y miró al forastero por encima de las gafas.
—Creo que deberías seguir con tu pequeña búsqueda en otra parte.
—¿Qué día es hoy? —preguntó el forastero.
—Lunes.
—Entonces me tomaré una Coca-Cola light.
—¿Y qué pasa con el niño? —inquirió Mavis acentuando la pregunta con un golpecillo del bate
contra su palma, lo que dolía horrores, pero no iba a mostrar flaqueza, ni por asomo.
—Tengo hasta el sábado —dijo el atractivo pervertido—. Por ahora me conformo con una Coca
light, ah, y una barra de Snickers, por favor.
—Vale —dijo Mavis—, eres hombre muerto.
—Pero si lo he pedido por favor —se justificó el rubito, que, aparentemente, no se daba cuenta de
nada.
Mavis no se molestó siquiera en levantar la tapa de la barra para salir. Se limitó a cargar. En ese
momento sonó una campana y un haz de luz irrumpió en el bar, lo que indicaba que alguien había
abierto la puerta. Cuando Mavis se incorporó después de haber inclinado todo su peso para mandar al
forastero al otro barrio, el otro se había ido.
—¿Algún problema, Mavis? —preguntó Theophilus Crowe. El alguacil estaba justo donde había
estado el forastero.
—Maldita sea, ¿dónde se ha metido? —Mavis buscó detrás de Theo y a su alrededor y luego miró
a los parroquianos.
—¿Dónde se ha metido?
—Ni idea —dijeron todos a una, encogiéndose de hombros.
—¿De quién estás hablando? —quiso saber Theo.
—Un tipo rubio con una gabardina larga negra —explicó Mavis—. Te lo has tenido que cruzar al
entrar.
—¿Gabardina larga? Hace más de veinte grados ahí fuera —dijo Theo—. Me habría fijado en
alguien con una gabardina.
—¡Era un pervertido! —gritó alguien desde el fondo.
—¿Te ha llamado la atención el tipo ese? —preguntó Theo, mientras bajaba la mirada hasta
Mavis.
La diferencia de altura entre ambos rondaba los sesenta centímetros, y Mavis tuvo que dar un paso
atrás para mirarlo cómodamente a los ojos.
—Diablos, no. Me gustan los hombres que se creen los anuncios, pero ese tipo buscaba a un niño.
—¿Esto te dijo? ¿Entró aquí y dijo que estaba buscando un niño?
—Así es. Estaba a punto de enseñarle una buena…
—¿Estás segura de que no estaba buscado a su propio hijo? Son cosas que pasan, sales para hacer
las compras navideñas, los críos se pierden…
—No, no estaba buscando a un niño en particular, le valía con cualquiera.
—Bueno, a lo mejor quería hacer un regalo en plan amigo invisible, o algo así —dijo Theo
expresando así su fe en la bondad del hombre, de la que no tenía prueba alguna—. Quizá quería hacer
una buena obra navideña.
—Maldita sea, Theo, eres imbécil. No hace falta ver a un cura encima de un monaguillo con una
palanca de hierro para saber que no le está echando una mano con el rosario. Ese tío era un
pervertido.
—Bien, en ese caso creo que debería ir a buscarlo por ahí.
—Pues sí, creo que deberías.
Antes de salir por la puerta, Theo se volvió.
—No soy ningún imbécil, Mavis. No es necesario que insultes.
—Lo siento, Theo —se disculpó Mavis mientras bajaba el bate para mostrar la sinceridad de su
arrepentimiento—. Por cierto, ¿por qué habías entrado?
—No me acuerdo.
Theo arqueó las cejas.
Mavis le dedicó una sonrisa abierta. Theo era un buen tipo, un poco escamoso, pero bueno.
—¿De veras?
—Qué va, en realidad quería comentarte lo de la comida de la fiesta de Navidad. Te ibas a
encargar de la barbacoa, ¿no?
—Eso tenía pensado.
—Bien, acabo de oír en la radio que es muy posible que llueva, así que quizá te interese tener un
plan alternativo.
—¿Más alcohol?
—Estaba pensando en algo que no implicara cocinar en el exterior.
—¿Algo así como más alcohol?
Theo meneó la cabeza y volvió a encarar la puerta.
—Llámame a mí o a Molly si necesitas ayuda.
—No lloverá —dijo Mavis—. Nunca llueve en diciembre.
Pero Theo se había marchado en busca del forastero de la gabardina.
—Podría llover —dijo uno de los parroquianos—. Los científicos dicen que este año nos va a
visitar «El Niño».
—Ya, como si lo fueran a asegurar antes de que medio estado esté inundado —dijo Mavis—. A la
mierda con los científicos.
Pero «El Niño» sí que iba a venir.
El niño.
3
Unas fiestas jodidas
El martes por la noche, a cuatro días de la Navidad, Papá Noel ya recorría la calle principal del
pueblo montado en su gran furgoneta roja. Saludaba a los niños y se bamboleaba por su carril,
mientras eructaba entre las barbas, con unas cuantas copas de más.
—Ho, ho, ho —dijo Dale Pearson, malvado constructor y Papá Noel del Rincón del caribú por
sexto año consecutivo—. Ho, ho, ho —repitió, suprimiendo la tentación de añadir «una botella de
ron», cosa que habría sido más digna de Barbanegra que de San Nicolás. Los padres apuntaban y los
críos se agitaban a su alrededor.
En ese momento, Pine Cove rezumaba alegría navideña forastera. Los hoteles estaban hasta arriba
y no se podía encontrar aparcamiento en los alrededores de la calle Cypress, donde abundaban los
puestos de asar castañas en un ambiente de renuncia al abuso de la tarjeta de crédito. Olía a canela y a
pino, a hierbabuena y a alegría. Aquel no era el burdo comercialismo navideño de Los Ángeles o San
Francisco. Aquello era el refinado y honesto comercialismo de un pueblecito de Nueva Inglaterra,
donde, hacía un siglo, Norman Rockwell había inventado la Navidad. Aquello era auténtico.
Pero Dale no lo pillaba.
—¡Feliz Na…! Eh, que te den, pequeño monstruo —gruñó desde detrás de sus lunas tintadas.
La verdad es que el atractivo del pueblo en Navidad resultaba todo un misterio para los residentes
de Pine Cove. No era precisamente un país de las maravillas invernal; la temperatura media en
invierno era de 18° y solo un par de ancianos recordaban los escasos días que había nevado. Pero
tampoco era la típica playa tropical a la que hacer una escapada. Allí el océano era frío, con una
visibilidad media de apenas medio metro y una costa invadida por focas elefante. Durante el invierno,
cientos de enormes mamíferos marinos se extendían a lo largo de las playas de Pine Cove como un
montón de mojones ladradores y aunque no eran peligrosos de por sí formaban la base de la dieta del
gran tiburón blanco, que había evolucionado durante los últimos 120 millones de años hasta
convertirse en la perfecta excusa para no meterse nunca en el agua más allá de los tobillos. Así que, si
no era el clima o el agua, ¿qué demonios era? Quizá se tratara de los pinos. Los árboles de Navidad.
—Mis árboles, maldita sea —refunfuñó Dale para sí. Pine Cove se ubicaba en el último bosque de
pinos Monterrey del mundo. Dado que crecen una media de seis metros al año, son los árboles
navideños por excelencia. Lo bueno era que uno podía ir a cualquier parcela sin edificar de la ciudad
y llevarse un respetable ejemplar de árbol a casa. Lo malo era que para ello era necesario un permiso
y había que plantar otros cinco por cada árbol arrancado. Los pinos Monterrey eran una especie
protegida, cualquier urbanista lo sabía porque eran ellos los que tenían que replantar un bosque cada
vez que derribaban unos cuantos para construir una casa.
Un monovolumen con un árbol de Navidad atado al techo se puso justo delante de la furgoneta de
Dale.
—Aparta esa mierda de mis narices —gruñó Dale—. Y feliz Navidad a todos vosotros, pandilla
de imbéciles —añadió, para seguir a tono con la época del año.
Sin quererlo, Dale Pearson se había convertido en el Johnny Appleseed del árbol de Navidad tras
plantar decenas de miles de semillas para sustituir los miles que había pasado por la sierra para
construir hileras de mansiones a lo largo de las colinas de Pine Cove. Pero, si bien la ley establecía
que la plantación de pinos debía llevarse a cabo dentro del término municipal de Pine Cove, no decía
nada sobre que tenían que estar cerca de donde se habían talado los otros, así que Dale había plantado
todos los suyos alrededor del viejo cementerio de la capilla de Santa Rosa. Compró los terrenos, diez
acres, diez años antes con la esperanza de subdividirlos y construir allí viviendas de lujo, pero
algunos hippys entrometidos de la Sociedad Histórica Californiana lograron que el terreno de la
capilla se declarase de interés histórico, lo que le impidió edificar en su terreno. Así que, sin tener en
consideración la disposición natural de un bosque, sus operarios plantaban hileras e hileras de pinos
alrededor de la capilla hasta que formaran una capa tan densa como el plumaje de un ave.
En los últimos cuatro años, durante la semana previa a la Navidad, alguien había ido al terreno de
Dale para arrancar pinos. Estaba cansado de rendir cuentas a las autoridades del condado en lo
relativo a la reposición de árboles. Le importaban una mierda, pero estaría bien jodido si ponía a
alguien frente a los perros de presa del condado. Había cumplido con sus deberes hacia sus
compañeros caribúes con la distribución de regalos de broma para ellos y sus esposas, pero ahora
iba a cazar a un ladrón. Su regalo de Navidad de ese año sería un poco de justicia. Era todo lo que
quería, un poco de justicia.
El viejo y alegre elfo torció desde Cypress y se dirigió hacia la colina de la capilla, dando
golpecitos al revólver del 38 de boca chata que había ocultado en el cinturón negro.

Lena levantó el segundo árbol de Navidad de la furgoneta Toyota y lo depositó en una de las enormes
macetas de cedro que había reunido. Los menos afortunados apenas lograrían ese año una altura de
uno veinte, y unos treinta centímetros más con la maceta. Solo había llovido una vez desde octubre,
por lo que le había llevado una hora y media cavar bajo dos árboles jóvenes en el seco y duro
terreno. Quería que la gente disfrutara de árboles navideños naturales, pero si optaba por los que
medían más de dos metros, tendría que pasar allí toda la noche solo para arrancar dos. Esto sí que es
trabajo, pensó. De día trabajaba como gestora de alquiler de propiedades en períodos vacacionales
para un agente inmobiliario local, dedicando en ocasiones diez o doce horas diarias en las
temporadas altas, pero se había dado cuenta de que las horas invertidas y el trabajo auténtico eran
cosas distintas. Se acordaba de ello cada año, cuando acudía a ese sitio con su flamante pala roja.
El sudor le empapaba la cara. Se apartó el pelo de los ojos con el dorso de un guante de trabajo de
gamuza dejando un rastro de suciedad a lo largo de su frente. Se quitó la camisa de franela que se
había puesto para evitar el frío de la noche y se quedó solo con el top ajustado negro y unos
pantalones verde oliva. Pala en mano, parecía algún tipo de comando navideño plantado en el linde
del bosque.
Hundió la pala bajo el pino a unos treinta centímetros del tronco del segundo árbol que se iba a
llevar y saltó sobre el aspa de la herramienta una y otra vez hasta que estuvo completamente hundida
en la tierra. En ese preciso momento, unos faros barrieron el borde del bosque y se detuvieron
delante de la furgoneta de Lena.
No hay nada de que preocuparse, pensó. No me voy a esconder, no me voy a escabullir. No estaba
haciendo nada malo. En realidad no. Bueno, claro, técnicamente estaba robando y quebrantando un
par de ordenanzas del condado relativas a la tala de pinos Monterrey, pero en realidad no los estaba
talando, ¿no? Sencillamente los estaba transplantando. Y… y se los iba a dar a los pobres. Era como
Robin Hood. Sonrió a los faros con un gesto de «oh, vale, me has pillado», que esperaba que
resultara mono. Se protegió los ojos con la mano y entornó la mirada para tratar de averiguar quién
conducía la furgoneta. Sí, estaba segura de que era una furgoneta.
El motor se detuvo. Una ligera náusea se aferró a la garganta de Lena cuando se percató de que la
furgoneta era diésel. La puerta se abrió y Lena creyó ver al volante a alguien con un gorro rojo y
blanco.
¿Eh?
Papá Noel salió de la luz cegadora hacia ella. Llevaba una linterna, ¿y qué era eso que sobresalía
de su cinturón? Papá Noel tenía una pistola.
—Joder, Lena, tenía que haber sabido que eras tú —dijo.

Josh Barker estaba metido en problemas, graves problemas, ciertamente. Solo tenía siete años, pero
estaba convencido de que su vida estaba arruinada. Corría por la calle Church tratando de imaginar
cómo se lo iba a explicar a mamá. Llegaba una hora y media tarde. Hacía mucho que había
anochecido. No había llamado. Y solo quedaban unos días para Navidad. A la porra las explicaciones
a mamá, ¿cómo se lo iba a explicar a Papá Noel?
Aunque puede que Papá Noel lo comprendiera, puesto que conocía los juguetes. Pero mamá
nunca se lo tragaría. Había estado jugando al Barbarian George’s Big Crusadek en la PlayStation en la
casa de su amigo Sam, y habían llegado a un territorio de infieles donde habían masacrado miles de
malos, pero no había forma de salir de la partida. El juego no estaba diseñado para abandonar cuando
uno quisiera, y antes de darse cuenta ya había anochecido, se le había pasado la hora y las Navidades
iban a ser un desastre. Quería una Xbox 360, pero era imposible que Papá Noel se la llevara a un
tardón que llegaba a casa tanto tiempo después del anochecer y que, además, ni siquiera había
llamado para decir que llegaría tarde.
Sam había resumido la situación de Josh mientras lo acompañaba a la puerta y contemplaba el
cielo nocturno:
—Tío, estás jodido.
—Yo no, tú sí que estás jodido —replicó Josh.
—Ni de coña —insistió Sam—. Soy judío, así que nada de Papá Noel. No tenemos Navidad.
—Bueno, entonces sí que estás jodido de verdad.
—Cállate, no estoy jodido. —Al mismo tiempo que lo decía, Sam se metió las manos en los
bolsillos y Josh pudo escuchar cómo chasqueaba su trompo contra el inhalador de asma, lo que
reafirmaba que estaba jodido.
—Vale, no estás jodido —concedió Josh—. Lo siento. Será mejor que me vaya.
—Sí —dijo Sam.
—Sí —dijo Josh, consciente de que cuanto más tardara en marcharse, más jodido estaría. Sin
embargo, mientras recorría la calle Church a toda prisa de camino a casa, cayó en la cuenta de que
quizá recibiera un indulto de urgencia en su precaria situación, porque allí, en el linde del bosque,
estaba Papá Noel en persona. Y aunque parecía notablemente enfadado, su ira estaba dirigida hacia
una mujer que estaba metida hasta las rodillas en un hoyo, con una pala roja en las manos. Papá Noel
sostenía una de esas gordas linternas Maglite y apuntaba a la mujer mientras le gritaba.
—Estos árboles son míos. Míos, joder —dijo Papá Noel.
¡Ajá!, se dijo Josh. Al parecer, «joder» no formaba parte de la lista de palabrotas; no podía ser si
el propio Papá Noel la pronunciaba. Se lo había dicho a su madre, pero ella insistía en que sí que
estaba en la lista.
—Solo me llevo unos pocos —dijo la mujer—. Son para la gente que no puede comprarlos. No
puedes negarte a algo tan simple para unas cuantas familias pobres.
—Y una mierda que no.
Bueno, Josh estaba casi seguro de que la palabra de la «m» te metía de cabeza en la lista de niños
que se portan mal. Estaba alucinado.
Papá Noel empujó la linterna hacia la cara de la mujer, quien la apartó a un lado.
—Mira —dijo ella—, cogeré este y me largaré.
—Nada de eso. —Papá Noel volvió a plantar la linterna ante la cara de la mujer, pero en esta
ocasión, cuando intentó apartarla, él la esquivó y le dio un golpe con ella en la cabeza.
—¡Ay!
Eso tenía que doler. Josh pudo sentir cómo resonaba el golpe en los dientes de la mujer y se
extendía por toda la calle. A todas luces, Papá Noel se tomaba sus árboles muy en serio.
La mujer utilizó su pala para quitarse de en medio la linterna. Papá Noel volvió a golpearla con
ella, esta vez con más fuerza, y la mujer aulló y cayó de rodillas en el hoyo. Papá Noel se echó la
mano al gran cinturón negro y sacó una pistola con la que apuntó a la mujer. Ella se incorporó
agitando la pala en arcos amplios y lo alcanzó en la cabeza con un sordo sonido metálico. Papá Noel
se tambaleó y volvió a alzar el arma. La mujer se puso de cuclillas y se cubrió la cabeza con el aspa
reforzada de la pala. El aspa subió de golpe y se introdujo bajo la barba, que pronto estuvo tan roja
como el traje. Soltó pistola y linterna, emitió un borboteo por la boca y cayó en un sitio donde Josh
dejó de verlo.
Josh casi podía oír los sollozos de la mujer mientras salía corriendo hacia casa, con los latidos
del corazón en sus oídos como campanadas. Papá Noel había muerto. La Navidad estaba perdida. Josh
estaba jodido.

Hablando de gente jodida: tres manzanas más allá, Tucker Case iba cabizbajo por la calle Worchester
tratando de quemar una mala cena con un paseo a paso vivo y una buena ración de autocompasión.
Rondaba los cuarenta, era un tipo acicalado, rubio y de tez morena. Tenía el aspecto de un surfista
entrado en años o un profesional del golf en plena madurez. A metro y medio por encima de su
cabeza, un murciélago de la fruta gigante caía en picado desde las copas de los árboles, con las alas
cortando la noche en silencio. Así se podía abalanzar sobre los melocotones sin ser detectado, pensó
Tuck.
—Roberto, haz lo tuyo y volvamos al hotel —dijo Tuck hacia las alturas. El murciélago de la
fruta emitió un sonido y, tras describir un círculo casi completo debido a la inercia, se enganchó al
brazo alzado y se quedó colgado. El murciélago volvió a graznar, se lamió las costillitas y replegó
las enormes alas a su alrededor para protegerse del frío del litoral.
—Bien —dijo Tuck—, pero no vas a volver a la habitación antes de hacer caquita.
Había heredado el murciélago de un navegante filipino que había conocido pilotando un jet
privado para un médico en Micronesia, trabajo que había aceptado únicamente porque su licencia
estadounidense de pilotaje le había sido arrebatada en el jet rosa de Mary Jane Cosmetic mientras
iniciaba a una joven en las artes amatorias de altos vuelos. Borracho. Después de lo de Micronesia se
mudó al Caribe con su murciélago de la fruta y su bella esposa isleña, donde inició un nuevo negocio
de vuelos chárter. Ahora, pasados seis años, su mujer era la que gestionaba el negocio junto con un
rastafari de dos metros y Tucker Case no tenía nada a su nombre, excepto un murciélago de la fruta y
un trabajo temporal como piloto de helicóptero para la DEA en tareas de localización de campos de
marihuana en las tierras del sur. Todo eso le había conducido hasta Pine Cove y a una habitación
barata de hotel a cuatro días de Navidad, solo. Triste. Jodido.
Antes, Tuck tenía mucho éxito con las mujeres, había sido un Don Juan, un Casanova, un Kennedy
pelado de dinero, y ahora estaba en un pueblo en el que no conocía un alma y ni siquiera se había
topado con una soltera a la que seducir. Unos cuantos años de matrimonio casi lo habían destrozado.
Se había acostumbrado a la compañía femenina afectuosa sin demasiados elementos de manipulación,
subterfugio y engaño. Lo echaba de menos. No quería pasar las Navidades solo, maldita sea. Y, aun
así, allí estaba.
Y allí estaba ella también. Una damisela angustiada. Una mujer sola allí en la noche, llorando y,
por lo que Tuck podía deducir gracias a los faros de una furgoneta cercana, con buen aspecto. Un
pelo maravilloso. Unos preciosos pómulos altos empapados de lágrimas y barro, pero, ya se sabe,
exóticos. Tuck comprobó que Roberto seguía bien agarrado, se alisó la chaqueta bomber y cruzó la
calle.
—Hola, ¿te encuentras bien?
La mujer dio un respingo, emitió un leve grito y miró en derredor con frenesí hasta taparse con
él.
—Oh, Dios mío —dijo.
Tuck había recibido respuestas peores. Insistió:
—¿Estás bien? Parecía que tenías algún tipo de problema.
—Creo que está muerto —dijo la mujer—. Creo… Creo que lo he matado.
Tuck observó el montón rojo y blanco que había en el suelo y se percató de que era un Papá Noel
muerto. Una persona normal se habría largado por patas, habría huido tratando de desmarcarse de
una situación así, pero Tucker Case era un piloto entrenado para funcionar en situaciones a vida o
muerte, entrenado para actuar bajo presión y, además, estaba solo y la mujer estaba muy, pero que
muy buena.
—Así que un Papá Noel muerto —dijo Tuck—. ¿Vives por aquí?
—No pretendía matarlo. Me estaba apuntando con una pistola. No hice más que agacharme, y
cuando miré arriba —apuntó al santo muerto— supongo que le di con la pala en el cuello. —Parecía
que se estaba calmando un poco.
—Así que Papá Noel te estaba apuntando con una pistola —dijo Tuck, mientras asentía
pensativamente.
La mujer señaló el arma que estaba tirada junto a la linterna.
—Ya veo —dijo Tuck—. Por cierto, me llamo Tucker Case. ¿Estás casada? —Extendió la mano
para saludarla. Parecía que la mujer lo veía por primera vez.
—Lena Márquez. No, estoy divorciada.
—Yo también —dijo Tuck—. Se hacen difíciles las vacaciones, ¿verdad? ¿Tienes hijos?
—No, señor…, eh, Case. Ese hombre era mi ex marido y está muerto.
—Pues sí. Mi ex se ha quedado con la casa y el negocio, pero esto parece más barato —dijo Tuck.
—Nos peleamos ayer delante de una docena de personas. He tenido móvil, oportunidad y medios
—dijo, apuntando a la pala—. Todo el mundo pensará que lo he matado yo.
—Por no mencionar que, de hecho, lo has matado.
—Los medios se aferrarán a eso. ¡Es mi pala la que sobresale de su cuello!
—Quizá deberías borrar tus huellas y esas cosas. No lleva encima ADN tuyo, ¿verdad?
Ella estiró la parte delantera de su camiseta y empezó a frotar el asa de la pala.
—¿ADN? ¿Como qué?
—Ya sabes, pelo, sangre, semen. ¿Nada de nada?
—No. —Frotó el asa con furia, con cuidado de no acercarse demasiado al extremo que estaba
clavado en el muerto. Resultaba curioso: a Tuck esto le pareció sutilmente erótico.
—Creo que te has encargado de las huellas, pero me preocupa un poco que tu nombre esté escrito
con rotulador en el mango. Eso podría ser un pequeño problema.
—La gente nunca devuelve las herramientas de jardín si no las marcas —dijo Lena, y empezó a
llorar de nuevo—. ¡Oh, Dios mío, lo he matado!
Tuck se puso a su lado y la rodeó con un brazo.
—Eh, eh, eh, no está tan mal. Al menos no tienes críos a los que debas explicárselo.
—¿Qué voy a hacer? Mi vida está acabada.
—No hables así —dijo Tuck, tratando de parecer alegre—. Mira, aquí tienes una pala estupenda y
ese hoyo está casi cavado del todo. ¿Qué te parece si metemos ahí al Papá Noel, limpiamos un poco
el sitio y te llevo a cenar? —sonrió.
Ella lo miró.
—¿Quién eres tú?
—Solo un tipo simpático que trata de echarte una mano.
—¿Y quieres invitarme a cenar? —Parecía al borde de una conmoción.
—No ahora mismo. Cuando tengamos la situación bajo control.
—Acabo de matar a un hombre —insistió ella.
—Ya, pero no lo has hecho aposta, ¿verdad?
—El hombre al que antes amaba está muerto.
—Es una lástima —dijo Tuck—. ¿Te gusta la comida italiana?
Lena se apartó de él, lo miró de arriba abajo y se detuvo en el hombro derecho de su chaqueta,
donde el cuero marrón había sido rasgado tantas veces que más bien parecía ante.
—¿Qué le ha pasado a tu chaqueta?
—A mi murciélago de la fruta le gusta encaramarse encima de mí.
—¿Tu murciélago de la fruta?
—Mira, no se puede pasar por la vida sin acumular algo de bagaje, ¿no? —Tuck apuntó con la
cabeza al muerto para respaldar sus palabras—. Te lo explicaré mientras cenamos.
Lena asintió lentamente.
—Tendremos que esconder la furgoneta —dijo.
—Por supuesto.
—Vale —dijo Lena—. ¿Te importaría arrancarle la pala? Ay…, no me puedo creer que esto esté
pasando.
—Ya la tengo —dijo Tuck, mientras saltaba al hoyo y desencajaba el filo del cuello del bueno de
San Nicolás—. Considéralo un regalo de Navidad prematuro.
Tuck se quitó la chaqueta y empezó a cavar en el duro terreno. Se sentía ligero, un poco mareado,
emocionado ante la idea de no volver a pasar las Navidades solo con su murciélago.
4
Que tengas unas horribles fiestas
Josh se enjugó las lágrimas de la cara, respiró hondo y siguió de camino a casa. Aún temblaba por la
impresión de ver que le clavaban a Papá Noel una pala en el cuello, pero ahora pensaba que quizá no
fuese suficiente para salir de sus problemas. Lo primero que su madre diría sería: «¿Qué has estado
haciendo hasta tan tarde?», y el idiota de Brian, que no era el padre auténtico de Josh, sino el novio
idiota de su madre, diría «seguro que Papá Noel seguiría vivo si no te hubieses quedado en la casa de
Sam hasta tan tarde». Así que allí, plantado sobre el escalón, decidió dejarse inundar por una histeria
absoluta. Empezó a respirar afanosamente, consiguió que las lágrimas aparecieran y empezó a
sollozar. Abrió la puerta aspirando por la nariz. Se dejó caer sobre el felpudo de bienvenida y lanzó
un jadeo como si fuese una sirena. No pasó nada. Nadie dijo una sola palabra. Nadie acudió
corriendo.
Así que Josh se arrastró hasta el salón dejando sobre la alfombra una hilera de baba que se
derramaba desde su labio inferior, mientras canturreaba un mocoso «mamaíta» con la esperanza de
que aquello desbaratara su mal humor y la espoleara para protegerlo de Brian, para quien aún no
había encontrado un mágico canto de manipulación emocional. Pero nadie lo llamó; nadie acudió a la
carrera. El idiota de Brian no estaba repantingado en el sofá como la babosa dormilona que era.
Josh lo rodeó.
—¿Mamá? —llamó con un toque sollozante, dispuesto a estallar en todo su caudal a la mínima
respuesta. Fue hasta la cocina, donde parpadeaba la luz del contestador de mamá. Josh se restregó la
nariz contra la manga y apretó el botón.
—Hola, Joshy —dijo su madre con voz de alegre agotamiento—. Brian y yo nos hemos tenido
que ir a cenar con unos clientes. Tienes una hamburguesa congelada y queso en la nevera.
Volveremos antes de las ocho. Haz los deberes. Llámame al móvil si te asustas.
Josh no podía creer la suerte que había tenido. Miró el reloj del microondas. Solo eran las siete y
media. ¡Excelente! Libre como un elfo mágico. ¡Sí! Al idiota de Brian le había salido una cena de
negocios. Sacó la hamburguesa de la nevera, la metió, con caja y todo, en el microondas, y le dio al
botón. No hacía falta quitarle el envoltorio, como decían. Metida en el cartón no estallaría por todo el
microondas. Josh no se explicaba por qué no ponían eso en las instrucciones. Regresó al salón,
encendió la tele y se sentó en el suelo delante de ella a la espera del pitido del microondas.
Pensó que quizá debería llamar a Sam, pero Sam no creía en Papá Noel. Decía que no era más que
una invención de los no judíos para sentirse mejor por no tener un candelabro sagrado, una menorah.
Todo eso era una majadería, por supuesto. Los no judíos no necesitaban una menorah. Querían
juguetes. Sam decía eso porque estaba furioso porque en lugar de tener Navidad le habían arrancado
el pellejo del pene y le habían deseado mazel tov (buena suerte).
—Caramba, no me molaría ser tú —había dicho Josh.
—Somos el pueblo elegido —repuso Sam.
—No para el fútbol.
—Cierra el pico.
—No, ciérralo tú.
—No, tú.
Sam era el mejor amigo de Josh y ambos se entendían, pero ¿sabría Sam qué hacer con respecto
al asesinato de una persona importante? En situaciones así, había que acudir a un adulto, Josh estaba
seguro de ello. Un incendio, un amigo herido, un tocamiento…, siempre había que decírselo a un
adulto, un padre, un profesor o un policía, y así nadie se enfadaría. Pero si te encontrabas con el
novio de mamá encendiéndose un petardo del tamaño de un perrito caliente en el taller del garaje, de
la policía ni hablar. Eso lo había aprendido en una dura jornada.
Pusieron un anuncio, y la hamburguesa de Josh aún nadaba en microondas, así que pensó si debía
llamar al 911 o ponerse a rezar y se decidió por lo segundo. Al igual que pasaba con el 911, no era
bueno ponerse a rezar por cualquier tontería. Por ejemplo, a Dios le traía sin cuidado si conseguías
pasar con tu bandicoot por el nivel de fuego en la PlayStation, y si te atrevías a pedir ayuda tenías
grandes probabilidades de que te ignorara cuando realmente lo necesitaras, como en un examen de
lengua o si a mamá le entraba un cáncer. Josh consideró que era algo así como el paso de los minutos
en un teléfono móvil, pero aquello era una emergencia de verdad.
—Padre nuestro que estás en los Cielos —empezó Josh. Nunca hay que utilizar el nombre de pila
de Dios, era un mandamiento o algo así—, soy Josh Barker, del 671 de la calle Worchester, en Pine
Cove, California 93754. Esta noche he visto a Papá Noel, me ha encantado y te doy las gracias por
ello, pero luego, justo después de verlo, lo han matado con una pala, y por eso tengo miedo de que
no vaya a haber ninguna Navidad y he sido bueno, cosa que seguro sabrás si miras la lista de Papá
Noel, así que, si no te importa, ¿podrías resucitarlo y que todo vuelva a estar bien para la Navidad?
—No, no, no, eso sonaba demasiado egoista, así que añadió a toda prisa: —Y feliz Hannukah para ti y
para todo el pueblo judío, como Sam y su familia. Mazel tov. Eso sí, perfecto. Se sentía mucho mejor.
Sonó el microondas y Josh corrió hacia la cocina, donde se topó con las piernas de un tipo muy
alto ataviado con una larga gabardina negra, de pie junto a la mesa. Josh gritó, y el hombre lo
sostuvo de los brazos, lo levantó y lo examinó como si fuera una piedra preciosa o un postre
realmente sabroso. Josh pateó y se retorció, pero el hombre de pelo rubio no lo dejó marchar.
—Eres un niño —dijo el rubio.
Josh dejó de dar patadas un segundo y contempló los ojos impasiblemente azules del extraño, que
ahora lo estudiaba de la misma forma que un oso examina un televisor portátil mientras se pregunta
cómo sacar de ahí a toda esa gente jugosa.
—Pues claro —dijo Josh.

El árbol de Navidad dio un giro brusco hacia la izquierda para entrar en la calle Cypress. Como eso
le pareció algo extraño, el alguacil Theophilus Crowe hurgó en la guantera y buscó la luz giratoria
azul, que puso sobre el techo de su Volvo. Theo estaba seguro de que había un vehículo en algún
lugar debajo de ese árbol de Navidad, pero lo único que alcanzaba a ver en ese instante era el brillo
de los faros posteriores entre las ramas traseras. Mientras seguía al árbol y pasaba por el puesto de
hamburguesas del Brine’s, un piñón del tamaño de un balón se soltó, rodó a un lado y botó hasta una
de las bombas de gasolina.
Theo hizo sonar la sirena una vez, apenas un pitido, pensando que sería mejor poner fin a aquello
antes de que alguien saliera malparado. Era imposible que el conductor que hubiera bajo el árbol
viese la calle con claridad. El árbol iba con la base por delante, por lo que las ramas más anchas
cubrían la parte frontal del vehículo. Las ruedas del árbol chirriaron de repente. Apagó las luces,
quemó neumáticos en un giro hacia la calle Worchester y dejó tras de sí un rastro de piñones rodantes
y un escape con aroma a pino.
En circunstancias normales, si un sospechoso trataba de dar esquinazo a Theo, habría dado parte
inmediatamente al sheriff del condado, con la esperanza de conseguir refuerzos, pero estaría acabado
si informaba que estaba en plena persecución de un árbol de Navidad que se daba a la fuga. Theo
encendió la sirena del todo y aceleró colina arriba en pos de la conífera fugitiva, mientras pensaba
por enésima vez aquel día que la vida parecía mucho más fácil cuando fumaba hierba.

—Vaya, no se ve algo así todos los días —dijo Tucker Case, que estaba sentado cerca de una ventana
del Café HP, a la espera de que Lena regresara de refrescarse la cara en los aseos. El HP, una mezcla
de estilo Tudor y cocina tradicional, era uno de los restaurantes más populares de Pine Cove, y
aquella noche estaba hasta la bandera.
La camarera, una bonita pelirroja que rondaba los cuarenta, alzó la vista de la bandeja de bebidas
que llevaba y dijo:
—Sí, Theo casi nunca persigue a nadie.
—Ese Volvo estaba persiguiendo un pino —dijo Tuck.
—Podría ser —admitió la camarera—. Antes, Theo se metía de todo.
—No, en serio —trató de explicarse Tuck, pero la camarera ya había vuelto a la cocina.
Lena regresó a la mesa. Aún llevaba el top negro bajo la camisa de franela abierta, pero se había
lavado el barro de la cara y se había cepillado el pelo, que ahora llevaba suelto alrededor de los
hombros. A Tuck le pareció la típica guía india de las películas, atractiva pero dura, que siempre lleva
a un grupo de empresarios capullos a un lugar apartado donde son asaltados por una banda de
catetos, un oso mutante debido a la exposición excesiva al fosfato de los detergentes de lavandería, o
unos espíritus indios enfadados.
—Estás preciosa —dijo Tuck—. ¿Eres india americana?
—¿Por qué sonaba una sirena? —inquirió Lena mientras se sentaba en el asiento de enfrente.
—Nada, cosas del tráfico.
—Esto está mal. —Miró a su alrededor, como si todo el mundo supiera hasta qué punto estaba
mal—. Mal.
—No, está bien —dijo Tuck con una gran sonrisa, mientras trataba de hacer centellear sus ojos
azules a la luz de las velas, sin saber muy bien dónde estaban los músculos que lograban ese efecto—.
Disfrutaremos de una agradable cena, nos conoceremos un poco más.
Ella se inclinó sobre la mesa y susurró con dureza:
—Hay un hombre muerto ahí fuera. Un hombre con el que estuve casada.
—Shh, shh, shh —la hizo callar Tuck posando un delicado dedo sobre sus labios, mientras trataba
de parecer reconfortante y, quizá, un poco europeo—. Ahora no es momento de hablar de ello,
querida.
—No sé qué hacer —dijo ella. Le agarró el dedo y lo echó hacia atrás.
Tuck estaba retorcido sobre el asiento, removiéndose para aliviar el ángulo antinatural con el que
apuntaba su dedo.
—¿Un aperitivo? —sugirió—. ¿Ensalada?
Lena le soltó el dedo y se cubrió la cara con las manos.
—No puedo hacer esto.
—¿Cómo? Pero si solo es una cena —dijo Tuck—. Sin presiones. —En realidad, nunca había
tenido muchas citas. Había conocido y seducido a muchas mujeres, pero nunca en una velada con
cena y conversación, sino más bien con unas cuantas copas y alguna que otra ordinariez en el salón
de un hotel. Pensó que iba siendo hora de que se comportase como un adulto, conocer a la mujer
antes de acostarse con ella. Su terapeuta se lo había sugerido justo antes de dejar de tratarlo, justo
después de que la hubiera tanteado. No iba a ser tarea fácil. Por experiencia propia, las cosas eran
mucho más sencillas cuando las mujeres no llegaban a conocerlo, cuando aún podían proyectar en él
esperanzas y fe.
—Acabamos de enterrar a mi ex marido —dijo Lena.
—Claro, claro, pero luego repartimos árboles de Navidad entre los pobres, un poco de amplitud
de perspectiva, ¿vale? Un montón de gente entierra a sus cónyuges.
—No en persona, con la pala con la que acaban de matarlos.
—Será mejor que bajes un poco el tono de voz. —Tuck miró a las mesas de alrededor por si
alguien estaba escuchando, pero todo el mundo parecía hablar del pino que acababa de pasar a toda
prisa por la calle—. Hablemos de otra cosa. ¿Intereses? ¿Aficiones? ¿Películas?
Lena apartó la mano como si no acabara de creer lo que oía y lo miró como diciendo: «¿estás
loco?».
—Por ejemplo —insistió él—, anoche alquilé una película muy rara. ¿Sabías que Babes in
Toyland era una película de Navidad?
—Por supuesto, ¿qué creías que era?
—Bueno, pues pensé que… Vale, te toca a ti, ¿cuál es tu película favorita?
Lena se acercó a Tuck y buscó en sus ojos cualquier atisbo que delatara que estaba de broma.
Tuck agitó los párpados, intentando parecer inocente.
—¿Quién eres? —preguntó Lena al fin.
—Ya te lo he dicho.
—Pero ¿a ti qué te pasa? No deberías estar tan…, tan tranquilo mientras yo estoy al borde de un
ataque de nervios. ¿Acaso has hecho cosas como esta antes?
—Claro. ¿Bromeas? Soy piloto, he comido en restaurantes de todo el mundo.
—¡No hablo de cenar, imbécil! ¡Ya sé que has cenado antes! ¿Es que eres retrasado?
—Vale, ya está mirando todo el mundo. No se puede decir «retrasado» en público así como así,
mucha gente se ofende porque, ya sabes, es retrasada. Es mejor decir «evolutivamente incapacitado».
Lena se levantó y tiró la servilleta sobre la mesa.
—Tucker, gracias por ayudarme, pero no puedo hacer esto. Voy a decírselo a la policía.
Se dio la vuelta y se dirigió hacia la puerta a grandes zancadas.
—Enseguida volvemos —dijo Tuck a la camarera y luego miró a las mesas adyacentes—.
Disculpen, está un poco tensa, no ha querido decir «retrasado». —Dicho esto, fue en pos de Lena,
llevándose de paso su chaqueta, que colgaba en el respaldo de la silla.
Llegó a su altura justo cuando doblaba la esquina de camino al aparcamiento. La agarró del
hombro e hizo que se girara, asegurándose de que viese su sonrisa. Las luces navideñas parpadeaban
en rojos y verdes lanzando reflejos sobre su pelo moreno, de modo que el ceño fruncido que le
lanzaba pareciese más bien una expresión festiva.
—Déjame en paz, Tucker. Voy a la policía, les diré que no fue más que un accidente.
—No, no lo permitiré. No puedes.
—¿Y por qué no?
—Porque soy tu coartada…
—Si me entrego, no necesitaré una coartada.
—Ya lo sé.
—¿Entonces?
—Quiero pasar las Navidades contigo.
La expresión de los ojos de Lena se suavizó, y uno de ellos empezó a humedecerse.
—¿De veras?
—De veras. —Tuck se sentía algo más que un poco incómodo con su propia honestidad. Se sentía
como si le hubiesen derramado café hirviendo en la bragueta y tratase de evitar que los pantalones le
tocasen el cuerpo.
Lena extendió los brazos y Tuck se acercó, le tomó las manos y las colocó alrededor de sus
costillas por debajo de la chaqueta. Posó su mejilla contra su pelo, inspiró profundamente y disfrutó
del aroma de su champú y los residuos de olor a pino. No olía como una asesina, olía como una
mujer.
—De acuerdo —murmuró ella—. No sé quién eres, Tucker Case, pero creo que yo también
quiero pasar las Navidades contigo.
Hundió el rostro en el pecho del hombre y se mantuvo abrazada a él hasta que tocó algo en su
espalda y se escuchó un estridente ruido procedente de la chaqueta. Se separó justo cuando el
murciélago de la fruta asomaba su cara perruna por el hombro del piloto y ladraba. Lena dio un
respingo y chilló como un conejo metido en una licuadora.
—¿Qué demonios es eso? —inquirió mientras retrocedía por el aparcamiento.
—Roberto —dijo Tuck—. Ya te hablé de él.
—Esto es muy raro. Demasiado raro —salmodió Lena caminando en círculos y echando una
mirada a Tuck y su murciélago cada dos segundos. Se detuvo—. Lleva gafas de sol.
—Sí, y no creas que es fácil encontrar unas Ray Ban del tamaño de un murciélago de la fruta.

Mientras tanto, en la capilla de Santa Rosa, el oficial Theophilus Crowe al fin había alcanzado al
árbol de Navidad fugitivo. Apuntó con los faros del Volvo al perenne sospechoso y se mantuvo a
cubierto tras la puerta del coche. De haber tenido un megáfono o algo parecido lo habría utilizado
para dar las órdenes pertinentes, pero como el condado no le había dado ninguno, se limitó a gritar.
—¡Salga del coche con las manos por delante y gírese hacia mí!
De haber tenido un arma, la habría desenfundado, pero se había olvidado la Glock en la estantería
alta del armario, junto al espadón mellado de Molly. Se dio cuenta de que la puerta apenas le cubría el
tercio inferior del cuerpo, así que se agachó y subió la ventanilla. Luego, como se sentía algo torpe,
cerró de un golpe la puerta y se encaminó hacia el árbol.
—Maldita sea, salga del árbol. ¡Ahora mismo!
Oyó una ventanilla que bajaba y luego una voz.
—Santo Dios, oficial, qué vigoroso parece —dijo una voz que le resultaba familiar. En alguna
parte bajo el árbol, había un Honda CRV que contenía a la mujer con la que se había casado.
—¿Molly? —Debería haberlo sabido. Incluso cuando se tomaba sus medicamentos seguía siendo
«artística». Así era ella.
Las ramas del enorme pino se movieron y de entre ellas emergió su mujer, con un gorro de Papá
Noel verde, vaqueros, zapatillas rojas y una chaqueta vaquera con ribetes en las mangas. Tenía el pelo
recogido en una cola de caballo que le llegaba hasta la espalda. Podría haber pasado por una elfa
motorizada. Evitó las ramas como si estuviese esquivando las palas de un helicóptero y finalmente
salió.
—Mira a este magnífico hijo de puta —dijo con un gesto hacia el árbol. Rodeó a Theo por la
cintura y lo atrajo hacia sí, arqueando un poco la pierna—. ¿No es maravilloso?
—Sin duda es…, eh…, grande. ¿Cómo lo has puesto sobre el coche?
—Me llevó un tiempo. Lo icé con unas cuerdas y luego coloqué el coche debajo. ¿Crees que se
notará en la parte que se ha arrastrado por la carretera?
Theo miró el árbol de un lado a otro y de arriba abajo y se detuvo en el tubo de escape que
asomaba entre las ramas.
—No has comprado esto en ninguna tienda, ¿verdad? —No estaba seguro de querer saberlo, pero
tenía que preguntar.
—No, hubo un problema con eso. Pero me he ahorrado un montón de dinero. Mi espadón ha
quedado para el arrastre, pero mira qué hijo de puta. ¡Mira a ese glorioso bastardo!
—¿Lo has cortado con tu espada? —A Theo no le preocupaba tanto con qué lo había cortado,
como de dónde lo había sacado. Tenía un secreto en el bosque, detrás de la cabaña.
—Claro. No tenemos ninguna sierra de cuya existencia no me haya enterado, ¿no?
—No. —En realidad sí que la tenían, en el garaje, escondida detrás de unas latas de pintura. La
había escondido cuando sus momentos «artísticos» se hicieron más frecuentes—. Ese no es el
problema, cielo. Creo que es demasiado grande.
—No —dijo ella, mientras rodeaba el árbol y se colaba entre las ramas para apagar el motor—.
Ahí es donde te equivocas. Mira, la capilla tiene puertas dobles.
Theo miró. Era cierto que la capilla tenía puertas dobles. Una solitaria lámpara de mercurio
iluminaba el aparcamiento de gravilla, pero la pequeña capilla blanca era claramente visible, tras la
cual asomaban vagamente las lápidas sombrías del cementerio donde en los últimos cien años se
habían plantado pinares.
—Y el techo está a diez metros en su parte más alta.
Este árbol apenas llega a los nueve. Lo metemos por la base y lo enderezamos. Necesitaré tu
ayuda, pero, ya sabes, no te importa.
—¿Ah, no?
Theo se quedó alucinado cuando Molly se abrió la chaqueta y le mostró sus pechos favoritos
hasta la llamativa cicatriz que surcaba la parte superior del derecho y que parecía una curiosa ceja
morada. Era como aterrizar de repente entre dos tiernas amigas, ambas un poco pálidas por no haber
estado expuestas al sol, unas criaturas apocadas por el tiempo, pero con las rosas naricitas alerta,
vigorizadas por el frío nocturno. Y tan pronto como aparecieron, la chaqueta se cerró y Theo se
sintió como si le hubieran dado con una puerta en las narices y lo hubieran dejado solo en el frío de
la noche.
—Vale, no me importa —dijo, tratando de ganar algo de tiempo para que la sangre regresara a su
cerebro—. ¿Cómo sabes cuánto mide el techo de la capilla?
—Por las fotos de la boda. Te saqué de ellas y te utilicé para medir todo el edificio. Medía cinco
Theos.
—¿Recortaste nuestras fotos de boda?
—Las buenas no. Venga, ayúdame a sacar el árbol del coche. —Se giró de golpe y la chaqueta
describió un abanico tras ella.
—Molly, me gustaría que no salieras así.
—¿Te refieres a esto? —Se volvió agarrando las solapas.
Y allí estaban de nuevo, sus amiguitas de las naricitas rosas.
—Ocupémonos del árbol y luego nos lo hacemos en el cementerio, ¿vale? —Dio un saltito para
subrayarlo y Theo asintió, siguiéndola como una espoleta. Tenía la impresión de que le estaban
manipulando, esclavizándolo gracias a su debilidad sexual pero no veía por qué iba a ser eso algo
malo. Después de todo, estaba entre amigas.
—Cariño, soy un oficial de la ley, no puedo…
—Venga, seré mala. —«Mala» sonaba a «deliciosa», lo que precisamente quería insinuar.
—Molly, después de cinco años juntos, no sé si debemos ser malos. —Pero, mientras lo decía,
Theo caminaba hacia el enorme espécimen perenne en busca de las cuerdas que lo aseguraban al
Honda.
Cerca, en el cementerio, los muertos, que habían estado escuchando todo el rato, empezaron a
murmurar ansiosamente acerca del árbol de Navidad nuevo y la exhibición sexual que estaba a punto
de producirse.

Los muertos lo habían oído todo: niños que lloraban, el chirrido de ventanas, confesiones, condenas,
preguntas que nunca podrían responder; desafíos de Halloween, borrachos delirantes que invocaban a
los espíritus o sencillamente se disculpaban por seguir respirando; brujas de pega que salmodiaban a
los espíritus indiferentes, turistas que frotaban las lápidas con papel y carbón vegetal como si fuesen
perros curiosos rascando para entrar en la tumba. Funerales, confirmaciones, comuniones, bodas,
danzas, infartos, sexo adolescente, despertares extraños, vandalismo, el Mesías de Haendel, un
nacimiento, un asesinato, ochenta y tres misterios de la pasión, ochenta y cinco cabalgatas de
Navidad, una docena de novias que ladraban a las lápidas como leonas de mar de Tafetán mientras
sus hombres les daban lo suyo al estilo perrito, una y otra vez, parejas que necesitaban algo oscuro y
con olor a tierra húmeda para provocar un revulsivo en sus vidas sexuales. Los muertos lo habían
oído todo.
—¡Oh sí, oh sí, oh sí! —gritaba Molly, montada a horcajadas sobre el oficial, quien se retorcía en
un incómodo lecho de rosas de plástico unos pocos metros por encima de una maestra de escuela
muerta.
—Siempre se creen que son los primeros. Ooooo, hagámoslo en el cementerio —dijo Bess
Leander, cuyo marido le había puesto dedalera en el té de su último desayuno.
—Lo sé, hay tres condones usados sobre mi tumba, solo de esta semana —dijo Arthur Tannbeau,
cultivador de cítricos, fallecido hacía cinco años.
—¿Cómo lo sabes?
Lo oían todo, pero su visión estaba limitada.
—El olor.
—Eso es asqueroso —dijo Esther, la maestra de escuela.
Es difícil escandalizar a los muertos. Esther fingió asco.
—¿Qué es todo ese ruido? Estaba durmiendo. —Era Malcolm Cowleyt el librero, infarto de
miocardio mientras leía a Dickens.
—Theo Crowe, el alguacil, y la loca de su mujer se lo están montando en la tumba de Esther —
dijo Arthur—. Apuesto a que no se está tomando la medicación.
—¿Cinco años casados y aún hacen estas cosas? —Desde su muerte, Bess había adoptado una
actitud feroz contra toda relación.
—El sexo posmatrimonial es tan prosaico… —terció Malcolm de nuevo, siempre tan aburrido
con la muerte provinciana de un pequeño pueblo.
—Un poco de sexo post mórtem, eso sí que me vendría bien —dijo el difunto Marty por la
Mañana, el mejor DJ de la KGOB, al que habían pegado un tiro, una Víctima pionera de los robos de
automóviles cuando las bandas melenudas dominaban las ondas—. Fiesta en la tumba, ya me
entendéis.
—Escuchadla. Me encantaría deslizarle el hueso dentro —dijo Jimmy Antalvo, que se había
comido un poste a lomos de su Kawasaki y se había convertido en un eterno joven de diecinueve
años.
—¿Cuál de todos? —crepitó Marty.
—Lo del nuevo árbol de Navidad suena maravilloso —dijo Esther—. Espero que canten El buen
rey Wenceslao este año.
—Si lo hacen —esputó el librero enmohecido—, me retorceré en mi tumba.
—Tú deseas —dijo Jimmy Antalvo—. Demonios, yo deseo.
Los muertos no se retorcían en sus tumbas, no se movían, ni siquiera podían hablar, salvo unos a
otros, con voces carentes de aire. Lo que hacían era dormir, despertarse para escuchar, charlar un
poco, y luego, a la larga, no despertarse más. A veces les llevaba veinte años, y otras hasta cuarenta,
antes de echarse la larga siesta, pero nadie recordaba haber escuchado una voz más antigua que eso.

A dos metros por encima, Molly había puntualizado sus últimos corcoveos orgásmicos con un
«¡voy… a… lavar… tu… Volvo… cuando… volvamos… a… casa! ¡Sí! ¡Sí! ¡Sí!».
Luego profirió un suspiro, cayó hacia delante y acarició con la nariz el pecho de Theo mientras
recuperaba el aliento.
—No entiendo lo que quieres decir con eso —dijo Theo.
—Quiere decir que te voy a lavar el coche.
—Ah, ¿no es un eufemismo, como «lava el viejo Volvo», guiño, guiño, codazo, codazo?
—No. Es tu recompensa.
Ahora que habían terminado, Theo tenía problemas para ignorar las flores de plástico que tenía
bajo la espalda desnuda.
—Pensé que esto era mi recompensa. —Hizo un gesto a sus muslos desnudos, que tenía a ambos
lados, los hoyos que había hecho con sus rodillas en el suelo, su pelo extendido por su pecho.
Molly se irguió rápidamente y lo miró.
—No, esto era tu recompensa por ayudarme con el árbol de Navidad. Lavarte el coche es tu
recompensa por esto.
—Ah —dijo Theo—. Te quiero.
—Oh, creo que me vaya poner enfermo —dijo una nueva voz de difunto, proveniente de más allá
del bosque.
—¿Quién es el nuevo? —quiso saber Marty por la Mañana.
La radio del cinturón de Theo, que en ese momento tenía a la altura de las rodillas, crepitó:
—Alguacil de Pine Cove, responda. ¿Theo?
Theo se sentó de forma extraña y cogió la radio.
—Adelante, te recibo.
—Theo, tenemos un 207 A en el 671 de Worchester. La víctima está sola y puede que el
sospechoso siga por la zona. He enviado dos unidades, pero están a veinte minutos.
—Puedo estar allí en cinco —dijo Theo.
—El sospechoso es un hombre blanco, 1.80, pelo rubio largo y viste una gabardina larga negra.
—Recibido, voy de camino. —Theo intentaba subirse los pantalones con una mano mientras
manejaba la radio con la otra.
Molly ya estaba de pie, desnuda de cintura para abajo, sosteniendo los vaqueros y las zapatillas en
un rollo bajo el brazo izquierdo. Extendió una mano para ayudar a Theo a levantarse.
—¿Qué es un 207?
—No estoy seguro —admitió Theo mientras dejaba que ella lo impulsara hacia arriba—. Puede
ser un intento de secuestro o un intruso armado.
—Tienes flores de plástico pegadas al culo.
—Lo más probable es que sea lo primero, no dijo nada de disparos.
—No, déjalas, te quedan muy monas.
5
Una época para hacer nuevos amigos
Theo iba a ochenta por Worchester cuando un hombre de pelo rubio salió de detrás de un árbol y
se interpuso en la calzada. El Volvo dio un bandazo sobre un tramo de asfalto parcheado, dio al
hombre a la altura de la cadera y lo lanzó por los aires. Theo pisó a fondo el freno, pero a pesar del
chirrido de los sistemas antibloqueo, el hombre cayó al asfalto y el Volvo le pasó por encima y
produjo una terrible sinfonía de crujidos y partes de cuerpo trituradas.
Theo miró por el retrovisor cuando el coche se detuvo y vio al tipo rubio inerte, bañado por las
luces rojas de los frenos. Sacó la radio del cinturón mientras salía del coche de un salto y se dispuso
a pedir auxilio cuando la figura que yacía en el suelo empezó a levantarse.
Theo bajó la radio.
—Eh, amigo, no te muevas. Mantén la calma. La ayuda viene de camino. —Corrió hacia el herido
y se detuvo a su lado.
El rubio estaba apoyado sobre las manos y las rodillas.
Theo también pudo comprobar que la cabeza estaba doblada del revés y el largo pelo le caía
sobre el asfalto. La cabeza se enderezó con un crujido. Se incorporó. Vestía una larga gabardina
negra con capucha. Era el «sospechoso».
Theo empezó a retroceder.
—Quieto ahí, enseguida viene la ayuda. —A medida que pronunciaba esas palabras, Theo se fue
convenciendo de que el tipo no necesitaba ninguna ayuda.
El pie que apuntaba hacia atrás se enderezó con otra serie de crujidos escalofriantes. El rubio
dedicó una mirada a Theo por primera vez.
—¡Ay! —dijo.
—Supongo que eso le ha dolido —dijo Theo. Al menos sus ojos no lanzaban destellos rojos, ni
nada de eso. Theo retrocedió hasta la puerta abierta del Volvo—. A lo mejor quieres quedarte
tumbado mientras llega la ambulancia. —Por segunda vez en una misma noche, se arrepintió de no
llevar consigo su pistola.
El rubio extendió un brazo hacia Theo y se percató de que el dedo gordo estaba en el sitio
equivocado. Lo agarró con la otra mano y lo colocó en su sitio.
—Estoy bien —dijo, con voz monótona.
—¿Sabes?, si esa gabardina se lava ella sola en seco delante de mis narices, yo mismo te votaré
para gobernador —dijo Theo tratado de ganar tiempo mientras pensaba lo que diría a la central
cuando apretara el botón de la radio.
El rubio se dirigió con calma hacia él. Al principio cojeaba un poco, pero a cada paso que daba
mejoraba más.
—Quieto ahí —advirtió Theo—. Quedas arrestado por un 207 A.
—¿Qué es eso? —preguntó el rubio, que ya estaba a unos pocos metros del Volvo.
Theo ahora estaba relativamente seguro de que un 207 A no era un atracador armado, pero no
estaba seguro de lo que sí significaba, por lo que dijo:
—Asustar a un pobre crío en su propia casa, así que quieto ahí o te vuelo la tapa de los sesos. —
Apuntó al rubio con la antena de la radio.
Y el rubio se detuvo a pocos pasos. Theo podía ver los profundos surcos del accidente en el
rostro del hombre, pero no había sangre.
—Eres más alto que yo —dijo el rubio.
Theo calculó que el tipo mediría cerca de 1,85 metros.
—Pon las manos en el techo del coche —dijo mientras apuntaba con la antena entre los ojos de un
azul imposible.
—No me gusta eso —dijo el rubio.
Theo se agachó deprisa para parecer más bajo que el otro por un par de centímetros.
—Gracias.
—Las manos sobre el coche…
—¿Dónde está la iglesia?
—No bromeo, pon las manos sobre el coche, bien separadas. —La voz de Theo chirrió como si
atravesara una segunda pubertad.
—No. —El rubio le quitó la radio y la hizo trizas—. ¿Dónde está la iglesia? Necesito ir a la
iglesia.
Theo se metió en el coche a toda prisa y salió por el lado opuesto. Cuando volvió a mirar por
encima del coche, comprobó que el rubio seguía allí, mirándolo como un periquito se miraría a sí
mismo en un espejo.
—¿Qué? —gritó.
—La iglesia.
—Calle arriba hay un bosque. Atraviésalo, a unos noventa metros.
—Gracias —dijo el rubio, y se marchó.
Theo volvió a meterse en el Volvo y arrancó el motor. Sí tenía que atropellar otra vez al tipo, que
así fuera. Pero cuando alzó la vista, ya no había nadie. De repente lo asaltó la idea de que Molly podía
estar todavía en la vieja capilla.

Su casa olía a eucalipto y a sándalo, y tenía una salamandra con ventana acristalada que calentaba la
habitación con una luz anaranjada. Habían dejado al murciélago fuera.
—¿Eres poli? —preguntó Lena mientras se separaba de Tucker Case sobre el sofá. Había
superado lo del murciélago. Él se lo había explicado, más o menos. Había estado casado con una
mujer de una isla del Pacífico y se había quedado con el murciélago después de un litigio por la
custodia. Esas cosas pasaban. Ella misma se había hecho con la casa en la que estaban tras su divorcio
de Dale. Aún tenía el jacuzzi con, un despliegue de figuras eróticas griegas de bronce en el borde. El
trago del divorcio puede ser embarazoso, por lo que no se puede culpar a alguien por tener una
bañera peculiar o un murciélago como únicos supervivientes del naufragio del barco del amor, pero
no habría estado, mal que le dijera que era un poli antes de enterrar a su ex e invitarla a cenar.
—No, no, un poli de verdad no. Estoy aquí trabajando para la DEA. —Tuck se acercó sobre el
sofá.
—Así que eres un poli de estupefacientes. —La verdad es que no parecía un poli. Un golfista
profesional, quizá, con ese pelo rubio y las arrugas alrededor de los ojos debido a una excesiva
exposición al sol, pero no un poli. Un poli de la tele, puede, el típico poli malo creído que se lo
monta con la fiscal del distrito de turno.
—No, soy piloto. Subcontratan pilotos de helicóptero independientes para transportar agentes a
zonas de cultivo para que detecten puestos ocultos con infrarrojos. Solo llevo un par de meses con
ellos aquí.
—¿Y después de esos dos meses? —Lena no podía creerse que le importaba el compromiso con
ese tío.
—Me buscaré otro trabajo.
—Así que te marcharás.
—No necesariamente. Podría quedarme.
Lena se acercó a él y le examinó la cara en busca de una sonrisa afectuosa. El problema era que,
desde que lo había conocido, siempre parecía tener un amago de sonrisa afectuosa dibujado en el
rostro. Era su mejor rasgo.
—¿Por qué te ibas a quedar? —preguntó ella—. Ni siquiera me conoces.
—Bueno, puede que no sea por ti —sonrió.
Ella le devolvió la sonrisa. Sabía que se trataba de ella.
—Es por mí, lo sé.
—Sí.
Él se inclinó. Iba a haber un beso, y habría estado bien de no ser por la horrible noche. Todo
habría estado bien si no hubiesen compartido tanto en tan poco tiempo. Todo habría estado bien si…,
si…
La besó.
Vale, se había equivocado. Todo iba bien. Lo rodeó con los brazos y le devolvió el beso.
Diez minutos más tarde solo conservaba la camiseta y las bragas, y había arrinconado a Tucker
Case en el sofá de tal forma que sus orejas estaban hundidas entre cojines y no pudo oírla cuando se
echó hacia atrás diciendo:
—Esto no significa que nos vayamos a acostar.
—Yo también —dijo Tuck, tirando de ella.
Ella volvió a empujarlo.
—No des por sentado que eso vaya a pasar.
—Creo que tengo una en la cartera —repuso él mientras intentaba levantar la camiseta por encima
de su cabeza.
—Yo no hago estas cosas —se justificó ella, luchando con la hebilla del cinturón de Tuck.
—Me hice una prueba física el mes pasado —dijo él mientras liberaba sus pechos del yugo de
algodonosa compresión—. Estoy limpio como un bebé.
—¡No me estás escuchando!
—Estás preciosa esta noche.
—Hacer esto tan pronto después de… ya sabes, ¿esto me convierte en una persona mala?
—Claro, puedes llamarla comadreja si quieres.
Y así, con aquella tierna honestidad, esa franca conexión, los cómplices desterraron sus
respectivas soledades, mientras el aroma de tierra sepulcral se alzaba romántico por la estancia y se
enamoraban… un poco.

A pesar de la preocupación de Theo, Molly no se encontraba en la vieja capilla, sino recibiendo la


visita de un viejo amigo. No era exactamente un amigo, sino más bien una voz del pasado.
—Bueno, eso ha sido una locura —dijo—. No puedes sentirte bien con ello.
—Cierra el pico —dijo Molly—, estoy intentando conducir.
De acuerdo con el DSM-IV, el Manual diagnóstico y estadístico de desórdenes mentales, tenían
que concurrir al menos dos de los síntomas para considerar algo como un episodio psicótico, o,
como Molly prefería pensar, un momento «artístico». Pero había una excepción, un único síntoma
que de por sí podía colocarte en la categoría de pirados, y era «una o varias voces que realicen
comentarios acerca de los quehaceres diarios». Molly la llamaba «el narrador», y hacía más de cinco
años que no la escuchaba, desde que empezara a medicarse y se comprometiera con Theo. Había sido
un trato: si ella se mantenía bajo medicación, Theo dejaría la suya, bueno, más concretamente,
abandonaría las drogas en general y la marihuana en particular. Era toda una costumbre suya hacía
veinte años, antes de que se conocieran.
Molly había respetado el acuerdo con Theo; incluso había perdido la subvención estatal. Un
resurgimiento de sus derechos sobre sus viejas películas había ayudado con los gastos, pero
últimamente el cinturón empezaba a estrecharse.
—Se llama facilitador —dijo el narrador—. El demonio de la droga y el facilitador de la Nena
Guerrera. El facilitador de la Nena, eso es lo que sois.
—Cállate, no es el demonio de la droga —replicó—, y yo no soy la Nena Guerrera.
—Se lo hiciste ahí mismo, en el cementerio —dijo el narrador—. Ese comportamiento no es
digno de una mujer cuerda, así es como actúa Kendra, la Nena Guerrera de Allende la Frontera.
Molly se encogió ante la mención del nombre de su personaje. En ocasiones, la Nena Guerrera se
había deslizado fuera de la gran pantalla para adentrarse en su realidad.
—Quería evitar que se diese cuenta de que no estaba al cien por cien.
—¿Que no estabas al cien por cien? Estabas conduciendo un árbol de Navidad del tamaño de un
Winnebago por la calle. Estás muy lejos del cien por cien, cariño.
—¿Y tú qué sabrás? Estoy bien.
—Estás hablando conmigo, ¿verdad?
—Pues…
—Creo que me he explicado.
Molly había olvidado lo condescendiente que podía llegar a ser.
Bueno, puede que estuviese teniendo más momentos artísticos de lo habitual, pero no había roto
con la realidad. Y era por una buena causa. Había arramblado con el dinero que había ahorrado
prescindiendo de la medicación para pagar el regalo de Navidad de Theo. Lo tenía reservado en la
galería del soplador de cristal: una pipa de agua artesanal dicromática al estilo Tiffany. Seiscientos
pavos, pero a Theo le encantaría. Había destruido su colección de pipas de cannabis justo después de
conocerse, un símbolo de la ruptura con sus viejas costumbres, pero ella sabía que lo echaba de
menos.
—Sí, claro, va a necesitar esa pipa cuando se dé cuenta de que la Nena Guerrera lo espera en casa
para cenar —dijo el narrador.
—¡Que te calles! Theo y yo no hemos tenido más que un momento de romance aventurero. Esto
no es una crisis.
Se metió en el Brine’s para llevarse un pack de seis botellas de esa cerveza negra y amarga que
tanto le gustaba a Theo y algo de leche para la mañana. El pequeño establecimiento era todo un
milagro del suministro eléctrico, uno de los pocos lugares del planeta donde se podía adquirir un
tinto de Sonoma, una cuña de brie francés curado, una lata de 10W-30 y un cartón de gusanos. Robert
y Jenny Masterson eran los dueños del pequeño establecimiento desde antes de que Molly se mudara
al pueblo. Robert siempre estaba detrás del mostrador, alto, con su pelo canoso y su aspecto tímido,
leyendo una revista de ciencias y bebiendo a sorbos una lata de Pepsi light. Robert le caía bien.
Siempre había sido amable con ella, incluso cuando se la consideraba la loca del pueblo.
—Hola, Robert —le dijo al entrar por la puerta. El lugar olía a rollos de huevo. Los vendían en la
trastienda, donde tenían una freidora a presión. Pasó rápidamente por delante del mostrador hacia la
nevera de las cervezas.
—Hola, Molly. —Robert alzó la vista, un poco sorprendido—. Esto, Molly, ¿estás bien?
Mierda, pensó Molly. ¿Es que sé había olvidado de quitarse las agujas de pino del pelo?
Seguramente tenía un aspecto desastroso.
—Sí, estoy bien —dijo—. Theo y yo estábamos montando el árbol de Navidad en la capilla de
Santa Rosa. Jenny y tú venís a la fiesta, ¿no?
—Por supuesto —dijo Robert con voz un poco forzada. Parecía esforzarse por no mirarla
directamente—. Esto, Molly, tenemos ciertas normas aquí. —Dio unos golpecitos en el mostrador,
donde había un letrero que ponía: «sin camiseta ni zapatillas, no hay servicio».
Molly miró hacia abajo.
—Oh, Dios, se me ha olvidado.
—No pasa nada.
—Me he dejado las zapatillas en el coche. Me las pondré enseguida.
—Eso estaría genial, Molly. Gracias.
—De nada.
—Sé que no está en el letrero, Molly, pero cuando salgas quizá quieras ponerte unos pantalones
también. Es algo implícito.
—Claro —dijo Molly mientras pasaba como una exhalación por el mostrador hacia la puerta, por
fin segura de que sí, hacía más fresco que cuando salió de casa, y sí, allí estaban sus vaqueros, sobre
el asiento del copiloto, al lado de las zapatillas.
—Te lo dije —dijo el narrador.
6
El lado positivo; siempre puedes encontrarte un árbol metido por
el trasero
Tras un rato de reflexión, el arcángel Raziel pensó que tampoco le importaba demasiado ser
atropellado por un automóvil sueco. Por muy mal que hubieran ido las cosas, le gustaban las barras
Snickers, las costillas de cerdo a la barbacoa y el pinacle. También le gustaba Spiderman, Days of our
lives y La guerra de las galaxias (aunque el ángel no llegaba a comprender el concepto de ficción, y
pensaba que todo eran documentales), pero no había nada mejor que lanzar lluvia incandescente
sobre los egipcios o patear el trasero a los filisteos con un rayo (a Raziel se le daba bien el clima),
aunque, por lo general, podía prescindir de las misiones a la Tierra, los humanos y sus máquinas en
general y (ahora) los Volvo station wagon en particular. Los huesos se le habían soldado bien y las
raspaduras de la piel se habían curado a medida que se acercaba a la capilla, pero bien considerado
todo, preferiría no volver a ver pasar por encima de un Volvo.
Se sacudió la huella de neumático para todos los climas que se le había quedado en la gabardina y
continuaba a lo largo de su angélico rostro. Al pasarse la lengua por los labios, saboreó la goma
vulcanizada y pensó que no estaría mala con salsa caliente o quizá virutas de chocolate. La variedad
de sabores en el paraíso es escasa y su anfitrión celestial les había ofrecido un bizcocho blando e
insípido durante eones, por lo que Raziel había asumido la costumbre de saborear las cosas
asquerosas, aunque solo fuera por el contraste. Una vez, en el siglo III a. C., se había tomado la mejor
parte de un cubo de orina de camello antes de que su amigo, el arcángel Zoe, se lo arrancara de las
manos y le dijera que, a pesar del buqué picante, era malo.
No era su primera misión de Natividad. No, de hecho, había sido el encargado de la primera de
todas, pero como se había entretenido echando una partida de pinacle, llegó con un retraso de diez
años y había anunciado al propio Hijo prepubescente que encontraría un bebé envuelto en mantillas
en un pesebre. ¿Embarazoso? Pues sí. Y ahora, unos dos mil años después, estaba con otra misión de
Natividad, y ahora que había encontrado al niño, estaba seguro de que la cosa iría mucho mejor (por
una razón: no había pastores a los que asustar, y el hecho de que los hubiera en la primera le había
hecho sentirse mal). No, llegada la Nochebuena, la misión estaría cumplida, se agenciaría un plato de
costillas y volvería al paraíso a toda prisa.
Pero primero tenía que encontrar el lugar para el milagro.

Había dos coches patrulla del sheriff y una ambulancia en el exterior de la casa de los Barrer cuando
Theo llegó.
—Crowe, ¿dónde demonios te habías metido? —aulló el segundo del sheriff antes de que Theo
hubiese tenido tiempo de salir del Volvo. El adjunto era un mando del segundo turno y se llamaba Joe
Metz. Tenía percha de jugador de fútbol americano, que potenciaba con pesas y maratones de cerveza.
Theo se las había visto con él docenas de veces a lo largo de otros tantos años. Su relación había
pasado de una leve falta de aprecio a una abierta falta de respeto, que coincidía con la relación de
Theo con el departamento del sheriff del condado de San Junípero.
—Vi al sospechoso e inicié la persecución. Lo perdí cerca del bosque a cosa de kilómetro y
medio al este de aquí. —Theo decidió que no mencionaría lo que había visto en realidad. Su
credibilidad ya estaba bastante maltrecha en el departamento del sheriff.
—¿Y por qué no has dado parte? Deberíamos tener unidades por toda la zona.
—Lo hice, y tienes unidades por toda la zona.
—Pues no te oí por la emisora.
—Llamé desde mi móvil. Se me ha roto la radio.
—¿Por qué no se me ha informado?
Theo arqueó las cejas, como si quisiera decir: «quizá porque eres un capullo sin cuello». Al
menos eso era lo que esperaba que su gesto diera a entender.
Metz miró la radio que llevaba al cinturón y trató de ocultar que la encendía. De repente, una voz
chirrió llamando al oficial de turno. Metz apretó el botón del micrófono que llevaba adosado al
hombro del uniforme y se identificó.
Theo se quedó quieto, tratando de no sonreír mientras la voz repetía la situación de la que
acababan de hablar. A Theo no le preocupaban las dos unidades que habían mandado al bosque
cercano a la capilla. Estaba seguro de que no encontrarían a nadie. Quienquiera que fuese el tipo de
negro, sabía desaparecer, y Theo no quería ni imaginar cómo se las arreglaba para hacerlo. Él había
vuelto a la capilla, donde había visto al rubio moviéndose entre los árboles antes de desaparecer de
nuevo. Había llamado a casa para asegurarse de que Molly estaba bien. Y así era.
—¿Puedo hablar con el niño? —solicitó Theo.
—Cuando los de la ambulancia hayan terminado —dijo Metz—. La madre está de camino. Se fue
de cena con su novio a San Junípero. El crío parece estar bien, solo un poco sobresaltado, algún que
otro cardenal en los brazos donde el sospechoso lo agarró, pero ninguna otra herida que yo haya
visto. El niño no ha sabido decir qué quería el tipo. No ha sustraído nada.
—¿Tenemos una descripción?
—El niño no deja de darnos nombres de personajes de videojuegos para que contrastemos. ¿Qué
sabemos de Mung-fu el Vencido? ¿Te haces una idea?
—Sí —carraspeó Theo—. Diría que Mung-fu es bastante correcto.
—No me jodas, Crowe.
—Caucásico, pelo rubio largo, una gabardina que le llega hasta el suelo, no le vi los zapatos. Que
lo transmitan. —Theo seguía pensando en los profundos hoyos en las mejillas del rubio. Le dio por
pensar en el robot fantasma. Videojuegos, claro.
—Desde la central dicen que va a pie —dijo Metz con un meneo de cabeza—. ¿Cómo lo perdiste?
—El bosque es denso en esa zona.
Metz miró al cinturón de Theo.
—¿Dónde está tu arma, Crowe?
—Me la he dejado en el coche. No quería asustar al crío.
Sin pronunciar palabra, Metz se dirigió al Volvo y abrió la puerta del copiloto.
—¿Dónde? —preguntó.
—¿Perdón?
—¿En qué parte de tu coche abierto está el arma?
Theo sintió que los últimos vestigios de su energía se le escapaban. La confrontación no se le
daba bien.
—Está en casa.
Metz sonrió como un barman que acabara de recibir la propina de su vida.
—¿Sabes? Puede que seas el tipo perfecto para ir tras el sospechoso, Theo.
Theo odiaba que los sheriffs lo llamaran por su nombre de pila.
—¿Y eso por qué, Joseph?
—El niño ha dicho que puede que el sospechoso sea retrasado.
—No lo pillo —dijo Theo tratando de no sonreír. Metz se alejó meneando la cabeza. Se subió a su
vehículo y, cuando pasaba al lado de Theo dando marcha atrás, bajó la ventanilla del copiloto.
—Escribe un informe, Crowe. También necesitamos enviar una descripción del tipo a las escuelas
locales.
—Están de vacaciones.
—Joder, Crowe, algún día tendrán que volver a clase, ¿no?
—¿Así que no crees que tus muchachos lo cogerán?
Sin decir más, Metz subió la ventanilla y salió escopetado, como si hubiera recibido una llamada
de emergencia.
Theo sonrió mientras se dirigía a la casa. A pesar de lo emocionante, el horror y la rareza de la
noche, de repente se sentía bien. Molly estaba a salvo, el niño estaba bien, el árbol de Navidad estaba
plantado en la capilla, y no había nada comparable a joder con éxito a un poli pomposo. Se detuvo en
el escalón más alto y pensó por un instante que quizá, después de quince años en el cuerpo, debería
haber superado ese particular placer.
Ni de coña.

—¿Has disparado a alguien alguna vez? —preguntó Joshua Barker. Estaba sentado en un taburete,
delante de la mesa de la cocina. Un hombre de uniforme gris le hacía una revisión exhaustiva.
—No, soy paramédico —dijo el paramédico mientras quitaba el medidor de tensión arterial del
brazo de Josh—. Ayudamos a la gente, no la disparamos.
—¿Alguna vez has puesto el chisme ese de la presión arterial en el cuello de alguien y lo has
hinchado hasta sacarle los ojos de las órbitas?
El paramédico miró a Theophilus Crowe, que acababa de entrar en la cocina de los Barker.
Frunció el ceño. Josh dirigió su atención hacia el desgarbado alguacil y reparó en que tenía una placa
adosada al cinturón pero ninguna pistola.
—¿Has disparado alguna vez a alguien?
—Claro —dijo Theo.
Josh estaba impresionado. Conocía a Theo de vista y su madre siempre lo saludaba, pero jamás
imaginó que de verdad había hecho ninguna cosa; ninguna cosa guay, en todo caso.
—Ninguno de estos ha disparado a nadie. —Josh hizo un gesto a los dos oficiales y los dos
paramédicos que se agolpaban en la pequeña cocina, con una mirada que rezumaba un «¡nenazas!»,
con todo el desdén que sus tiernas facciones de siete años eran capaces de aunar.
—¿Y has matado a alguien? —le preguntó a Theo.
—Sí.
Josh no sabía por dónde seguir. Si paraba de hacer preguntas, Theo empezaría con las suyas,
como habían hecho los sheriffs, y estaba harto. El señor rubio le había dicho que no hablara con
nadie. El sheriff le había dicho que el señor rubio ya no le podía hacerle daño, pero no sabía lo que
Josh sabía.
—Tu mamá está de camino —dijo Theo—. Llegará dentro de unos minutos.
—Lo sé, he hablado con ella.
—Chicos —dijo Theo a los otros hombres—, ¿puedo hablar con Josh a solas?
—Ya hemos terminado —dijo el jefe paramédico, y se marchó.
Los dos ofíciales eran jóvenes y estaban deseando que les mandaran hacer algo, aunque fuese
salir de la cocina.
—Estaremos fuera preparando el informe —dijo el último en salir—. El sargento Metz ordenó
que nos quedáramos hasta que llegase la madre.
—Gracias, chicos —dijo Theo, sorprendido por su simpatía. Seguro que no llevaban en el
departamento el tiempo suficiente para aprender a mirarlo con desdén por ser el alguacil de un
pueblo, un trabajo arcaico y obsoleto, que diría la mayoría de los polis de la zona.
Cuando se quedaron solos, se volvió hacia Josh.
—Háblame del hombre que entró aquí.
—Ya se lo dije a los otros policías.
—Lo sé, pero me lo tienes que decir a mí. Dime lo que pasó, incluso lo más extraño que te hayas
guardado.
A Josh no le gustó que Theo pareciera dispuesto a creerse cualquier cosa. O era un tipo muy
agradable o empleaba el mismo lenguaje para bebés que los demás.
—No pasó nada raro. Ya se lo dije a ellos —negó Josh con la cabeza, con la esperanza de parecer
más convincente—. No me hizo tocamientos feos. Sé de esas cosas. Nada de nada.
—No me refiero a ese tipo de cosas, Josh. Me refiero a cosas raras que no les has contado porque
serían increíbles.
Ahora sí que Josh se quedó mudo. Consideró la posibilidad de echarse a llorar. Aspiró
ruidosamente a modo de prueba para ver si podía funcionar. Theo lo cogió de la barbilla y le alzó la
cara para que tuviese que mirarlo a los ojos. ¿Por qué hacían eso los adultos? Ahora preguntaría algo
sobre lo que sería muy difícil mentir.
—¿Qué estaba haciendo aquí, Josh?
El niño meneó la cabeza, más que nada para sacudirse la mano de Theo y escapar de esa mirada
detectora de mentiras.
—No lo sé. Simplemente entró, me agarró y se fue.
—¿Por qué se fue?
—No lo sé, no lo sé. Solo soy un niño. Supongo que porque está loco o algo. O a lo mejor es
retrasado. Habla como si lo fuese.
—Lo sé —dijo Theo.
—¿Lo sabes?
—¿Lo sabía?
Theo se acercó.
—Lo he visto, Josh. Hablé con él. Sé que no es un tipo normal.
Josh se sintió como si acabara de respirar hondo por primera vez desde que saliera de la casa de
Sam. No le gustaba guardar secretos; volver a casa a hurtadillas y mentir acerca de ello habría sido
suficiente, pero contemplar el asesinato de Papá Noel y luego el señor rubio… Pero Theo ya sabía lo
del señor rubio.
—Entonces…, ¿entonces lo vio resplandecer?
—¿Resplandecer? ¡Mierda! —Theo se incorporó y empezó a moverse de un lado a otro como si
le hubieran dado en la frente con una bola de pintura—. ¿También resplandecía? ¡Mierda! —Parecía
un saltamontes encerrado en un microondas en marcha. No es que Josh supiera cómo era, porque eso
era cruel y no debía hacerse, pero, ya se sabe, alguien se lo diría alguna vez.
—Así que resplandecía —repitió Theo, como si intentara convencerse de ello.
—No, no quería decir eso. —Josh necesitaba salir de esa. Theo estaba flipando, y ya había tenido
suficientes flipadas de adultos por una noche. Pronto llegaría su madre y se encontraría con un
puñado de polis en su casa, y daría comienzo la madre de todas las flipadas—. Quiero decir que
estaba loco de verdad. Ya sabe; resplandecía de locura.
—Eso no es lo que me has dicho.
—¿Ah, no?
—Resplandecía de verdad, ¿a que sí?
—Bueno, no todo el rato. Solo durante un rato. Luego se limitó a mirarme.
—¿Por qué se fue, Josh?
—Dijo que ya tenía lo que necesitaba.
—¿Y qué era? ¿Qué se llevó?
—No sé. —A Josh empezaba a preocuparle el alguacil. Parecía que iba a lanzarse hacia él de un
momento a otro—. ¿Está seguro de que quiere seguir con lo del resplandor, alguacil Crowe? Quizá
me haya equivocado. Soy un niño. Nuestros testimonios suelen ser poco fiables.
—¿Dónde has oído eso?
—En CSI.
—Esos tíos lo saben todo.
—Tienen los chismes más chulos.
—Ya —dijo Theo con melancolía.
—Usted no puede usar chismes de polis tan chulos, ¿verdad?
—No. —Ahora sí que pareció triste.
—Pero ha disparado a un tipo, ¿verdad? —dijo Josh alegremente para levantarle la moral.
—Era mentira. Lo lamento, Josh. Será mejor que me marche. Tu mamá vendrá pronto. Díselo
todo. Ella se encargará de ti. Los oficiales se quedarán contigo hasta que llegue. Nos vemos, chaval.
—Theo se arregló el pelo y salió de la cocina.
Josh no quería decírselo a su madre y tampoco quería que Theo se marchara.
—Hay algo más —dijo. Theo se volvió.
—Está bien, Josh, me quedo por aquí.
—Alguien ha matado a Papá Noel esta noche —balbuceó Josh.
—La niñez se acaba demasiado pronto, ¿verdad, hijo? —dijo Theo apoyando la mano sobre el
hombro de Josh.
Si Josh hubiera tenido una pistola, le habría pegado un tiro, pero como era un niño desarmado
decidió que, de todos los adultos, el alguacil mentecato era el único que podría creer lo que había
visto que pasó con Papá Noel.

Los dos oficiales de policía entraron en la casa con la madre de Josh, Emily Barker. Theo esperó a
que abrazara a su hijo hasta vaciarle los pulmones, luego le aseguró que todo estaba en orden y salió
por patas. Cuando bajaba los peldaños del porche, vio algo que emitía un brillo amarillento en la
rueda delantera de su Volvo. Se volvió para asegurarse de que ninguno de los oficiales estaba
mirando fuera y se agachó junto a la rueda. Extendió la mano y sacó una madeja de pelo rubio que se
había quedado adherida a la llanta. Se la guardó rápidamente en el bolsillo de la camisa y montó en el
coche sintiendo como si palpitara contra su pecho, como si estuviera viva.

La Nena Guerrera de Allende la Frontera tuvo que admitir que estaba impotente sin la medicación y
que su vida se había descontrolado. Molly registró el acontecimiento en el pequeño libro de
Drogadictos Anónimos de Theo.
—Impotente —se dijo, mientras recordaba el día que los mutantes la habían encadenado a una
roca en la guarida del monstruo malo en Acero fronterizo: la venganza de Kendra. De no ser por la
intervención de Selkirk, el arrogante pirata de la arena, sus entrañas seguirían colgando de las
estalagmitas de la cueva.
—Eso pica, ¿eh? —dijo el narrador.
—Cállate, eso nunca ocurrió de verdad.
—¿O sí? Lo recordaba como si hubiese ocurrido.
El narrador era un problema. El problema, a decir verdad. Si solo hubiese sido un
comportamiento un poco errático, podría haberlo sobrellevado hasta principios de mes y volver a
tomarse la medicación sin que Theo se diese cuenta, pero entonces apareció el narrador. Sabía que
necesitaba ayuda. Recurrió al libro de Drogadictos Anónimos que había sido el constante compañero
de Theo en la lucha contra sus hábitos con la droga. Siempre hablaba de trabajar cada paso y decía
que no lo habría conseguido sin ellos. Necesitaba hacer algo para reforzar la línea, cada vez más
difusa, que separaba a Molly Michon, planificadora de fiestas, cocinera de bizcochos, actriz retirada,
de Kendra, asesina de mutantes, rompecabezas y mujer tentadora.
—«Paso 2» —leyó—. «Convéncete de que hay un poder trascendental que es capaz de restaurar
nuestra cordura». —Se quedó pensando por un momento y miró por la ventana de la cabaña que daba
a la parte delantera en busca de los faros del coche de Theo. Esperaba poder pasar por los doce pasos
antes de que llegara a casa.
—Nigoth, el dios gusano, será mi mayor poder —declaró, mientras cogía el espadón roto de la
mesa de café y amenazaba con él al televisor Sony Wega, que se burlaba de ella desde el rincón—. En
el nombre de Nigoth saldré airosa y cerniré el infortunio sobre todo mutante o pirata de la arena que
se cruce en mi camino, pues su vida será sacrificada y sus cojones sangrientos decorarán el árbol
totémico de mi guarida.
—Y los malvados se encogerán de miedo ante la grandeza de tus lascivos y bien formados
muslos —dijo el narrador con un robusto entusiasmo.
—Ni que decir tiene —añadió Molly—. Vale, paso 3. «Orienta tu vida hacia Dios mientras que lo
intentas comprender».
—Nigoth exige un sacrificio —gritó el narrador—. ¡Una extremidad! ¡Córtatela y colócala sobre
el llameante cuerno púrpura del dios gusano mientras aún se retuerce!
Molly agitó la cabeza para quitarse al narrador un poco de encima.
—Tío —dijo. Molly Seldon llamaba «tío» a todo el mundo. A Theo se le había pegado en sus
patrullas por el parque donde los muchachos practicaban con el monopatín y ahora lo empleaba para
expresar incredulidad ante un comportamiento o un alegato. La inflexión correcta de la palabra
debería sonar a: «Tíooo, por favor, tienes que estar de broma o alucinando, o ambas cosas, para
sugerir tal cosa». Últimamente, Theo había practicado con «tío, eso apesta, tronco», pero Molly le
había prohibido su uso fuera de casa, porque no había nada más ridículo que poner la jerga del hip-
hop en boca de un hombre blanco, cuarentón y tan desgarbado como un ave marina. «Un albatros de
hombre, tronca», solía corregirla Theo.
Visto el trato que le era propinado, el narrador decidió rebajar las exigencias.
—¡Entonces un dedo! El dedo cercenado de la Nena Guerrera.
—Ni hablar —dijo Molly.
—Un mechón de pelo. Nigoth lo exige…
—Había pensado en encender una vela para simbolizar la recuperación de mi mayor poder. —Y,
para ilustrar su sinceridad, cogió un encendedor de la mesa y encendió una de las velas aromáticas
que guardaba en una bandeja que había en el centro de la mesa.
—¡Entonces un pañuelo con mocos! —tanteó el narrador.
Pero Molly ya estaba en el paso 4 del manual.
—«Realiza un exhaustivo y valiente inventario moral de ti mismo». No tengo ni idea de lo que
quiere decir esto.
—Que me folle por la oreja un mono araña ciego si lo he pillado —dijo el narrador.
Molly decidió no hacer caso al narrador. Después de todo, si los pasos funcionaban como
esperaba que lo hicieran, no tardaría en desaparecer. Hurgó en el pequeño manual azul en busca de
una aclaración.
Tras leer un poco más, parecía que había que hacer una lista con todos los defectos de su carácter.
—Apunta que estás como una puta cabra —dijo el narrador.
—Ya lo tengo —saltó Molly. Luego se dio cuenta de que el libro recomendaba hacer una lista de
despechos. No estaba muy segura de lo que debía hacer con ellos, pero en un cuarto de hora había
llenado tres páginas con una amplia variedad de despechos, incluidos los padres, Hacienda, el
álgebra, los eyaculadores precoces, las buenas amas de llaves, los automóviles franceses, las maletas
italianas, los envoltorios de CD, los test de inteligencia y el capullo que escribió «cuidado, el pastel
puede estar caliente si se calienta» en los envoltorios de las pop tarts.
Hizo una pausa para darse un respiro y se disponía a leer el paso 5 cuando unos faros cruzaron el
patio frontal de la cabaña. Theo había llegado a casa.
—«Paso 5» —leyó Molly—. «Confiesa a tu poder supremo y a otro ser humano la naturaleza
exacta de tus agravios».
Cuando Theo atravesó la entrada, Molly, espadón roto en mano, agitó la vela de canela dedicada
al dios gusano Nigoth y dijo:
—¡Lo confieso! ¡No pagué impuestos entre 1995 y 2000, he devorado la carne radiactiva de los
mutantes y me cago en tus muertos por no acuclillarte cuando meas!
—Hola, cariño —dijo Theo.
—Cierra el pico —dijo la Nena Guerrera.
—¿Quiere decir eso que no me vas a lavar el Volvo?
—¡Silencio! Me estoy confesando, ingrato.
—¡Ese es el espíritu! —dijo el narrador.
7
Se rompe la mañana
Era miércoles por la mañana, tres días antes de Navidad, cuando Lena Márquez se despertó con un
extraño en la cama. El teléfono estaba sonando y el hombre que tenía al lado emitía una especie de
gemido. Estaba medio cubierto por las sábanas, pero Lena estaba segura de que estaba desnudo.
—¿Diga? —dijo tras descolgar. Levantó la sábana para echar un ojo. Sí, sí que estaba desnudo.
—Lena, se espera que haya una tormenta en Nochebuena y Mavis iba a hacer una barbacoa para la
fiesta de solitarios pero no va a poder si llueve y anoche discutí con Theo y salí a dar una vuelta de
dos horas y creo que cree que estoy loca y quizá deberías saber que Dale no volvió a casa anoche y
su nueva, eh…, la otra…, esto…, la mujer con la que vive llamó a Theo asustadísima y él…
—¿Molly?
—Sí, hola, ¿cómo estás?
Lena miró al reloj de la mesilla y luego al hombre desnudo otra vez.
—Molly, son las seis y media.
—Gracias, aquí apenas estamos a veinte grados. Puedo ver el termómetro de fuera.
—¿Qué te pasa?
—Te lo acabo de decir: se acerca una tormenta. Theo cree que estoy loca. Dale no aparece.
Tucker Case se volvió. A pesar de estar medio dormido, parecía listo para la acción.
—¡Mira eso! —pensó Lena, pero se dio cuenta de que lo había dicho en voz alta.
—¿El qué? —preguntó Molly.
Tuck abrió los ojos, le sonrió y siguió su mirada hacia abajo. Tiró de la sábana que ella tenía
agarrada y se tapó.
—Eso no es para ti. Tengo que mear.
—Lo siento —dijo Lena mientras se echaba la sábana rápidamente sobre la cabeza. Hacía tiempo
que no había sentido la necesidad de preocuparse por ello, pero de repente recordó un artículo en una
revista que alertaba sobre no ser lo primero que un hombre veía por la mañana a menos que se
conocieran desde hacía al menos tres semanas.
—¿Quién está ahí? —preguntó Molly.
Lena asomó un ojo por la sábana y observó a Tucker Case, que salía de la cama medio
inconsciente, totalmente desnudo, apuntando al baño con el miembro como si de la herramienta de un
zahorí se tratase. Descubrió en ese momento que nunca es tarde para descubrir nuevas razones para
resentirse de los machos de la especie: estar medio inconsciente engrosaría su lista.
—Nadie —repuso Lena.
—Lena, no te habrás vuelto a acostar con tu ex, ¿verdad? Dime que no estás en la cama con Dale.
—No estoy en la cama con Dale. —Entonces, toda la noche volvió a pasar por su mente y creyó
que iba a vomitar. Tucker Case la había ayudado a olvidar por un momento. Vale, quizá eso contara
como un punto positivo hacia los hombres, pero volvía a estar ansiosa. Había matado a Dale. Iría a la
cárcel. Pero tenía que fingir que no sabía nada.
—¿Qué has dicho de Dale, Molly?
—¿Entonces con quién estás en la cama?
—Maldita sea, Molly, ¿qué pasa con Dale? —Esperaba parecer convincente.
—No lo sé. Su nueva novia llamó diciendo que no había vuelto a casa después de la fiesta de
Navidad del Caribú. Pensaba que debías saberlo, ya sabes, por si resulta que ha pasado algo malo.
—Seguro que está bien. Lo más probable es que se haya encontrado con alguna guarrilla en el
Cuerno de Caracol y se la haya camelado con su encanto.
—Puaj —dijo Molly—. Oh, perdón. Mira, Lena, han dicho en las noticias de esta mañana que se
avecina una gran tormenta desde el Pacífico. Este año nos va a tocar El Niño. Tenemos que pensar en
la comida de la fiesta, por no hablar de qué haremos si aparece mucha gente. La capilla es
terriblemente pequeña.
Lena seguía pensando qué hacer con lo de Dale. Quería decírselo a Molly. Lena había estado ahí
un par de veces cuando Molly había pasado por sus crisis. Sabía lo que era perder el control de las
cosas.
—Mira, Molly, necesito…
—Y me peleé con Theo anoche, Lena. De verdad. No se había puesto así desde hacía mucho
tiempo. Puede que haya jodido las Navidades.
—No seas tonta, Mol, eso es imposible. Theo lo comprende.
Sabe que estás como una cabra y te quiere de todos modos.
Justo entonces, Tucker Case regresó a la habitación, cogió los pantalones del suelo y empezó a
ponérselos.
—Tengo que ir a dar de comer al murciélago —dijo, sacándose el extremo de un plátano de la
bragueta.
Lena se quitó las sábanas de la cabeza y buscó algo que decir.
Tuck sonrió burlonamente y sacó del todo el plátano.
—Oh, ¿creías que me alegraba de verte?
—Eh, yo… Joder.
Tuck se acercó y la besó en una ceja.
—Me alegro de verte —dijo—, pero también tengo que alimentar al murciélago. Vuelvo
enseguida.
Salió de la habitación descalzo y sin camiseta. Vale, puede que volviera.
—Lena, ¿con quién estás? Dímelo.
Lena se dio cuenta de que aún sostenía el auricular.
—Mira, Molly, te vuelvo a llamar, ¿de acuerdo? Ya solucionaremos lo del viernes por la noche.
—Pero tengo que modificar…
—Ya te llamo yo. —Lena colgó y salió de la cama a toda prisa. Si se apresuraba podría lavarse la
cara y ponerse una mascarilla antes de que Tucker regresara. Zumbó por la habitación, desnuda, hasta
que sintió que alguien la miraba. Había una ventana grande que daba al bosque, y como su habitación
estaba en el segundo piso; era como despertarse en una cabaña sobre un árbol, pero sin que nadie
pudiera verte. Se giró de golpe y allí, colgado de un canalón, había un murciélago de la fruta gigante.
Y la estaba mirando; no, no solo la miraba, le estaba pegando un buen repaso. Cogió la sábana y se
tapó con ella.
—Ve a comerte el plátano —le gritó al murciélago.
Roberto se limitó a lamerse el costillar.

Hubo un tiempo, durante sus años más puritanos, cuando Theophilus Crowe hubiese dicho sin
demasiada reserva que no le gustaban las sorpresas, que prefería la rutina a la variedad, lo predecible
a lo incierto, lo conocido a lo desconocido. Luego, hace unos años, mientras trabajaba en el último
caso de asesinato en Pine Cove, conoció a Molly Michon, se enamoró de ella, una antigua reina del
cine de serie B, y todo cambió. Había roto una de sus leyes fundamentales: «nunca te acuestes con
alguien que esté más loco que tú». Desde entonces, vivía prendado de amor.
Tenían ese pequeño acuerdo por el cual, si él dejaba de fumar hierba, ella seguiría tomando sus
antidepresivos y, por consiguiente, tendría su atención incondicional y él solo disfrutaría de los
aspectos más agradables de la Nena Guerrera en la que a veces se convertía Molly. Theo aprendió a
disfrutar de su compañía y los ramalazos de rareza que llevaba a su vida.
Pero la noche anterior había sido demasiado incluso para él. Había atravesado la puerta
queriendo…, no, necesitando, compartir la extraña historia que acababa de vivir con el tipo rubio con
la única persona que podría creerle sin recriminarle nada, y ella había escogido ese preciso momento
para activar la modalidad hostil. Eso lo sacó de sus casillas y antes de regresar a la cabaña esa noche,
se había fumado hierba suficiente como para dejar en coma a un coro de rastafaris.
El bancal que había estado cultivando no era para eso. Ni hablar. No era como en los viejos
tiempos, cuando mantenía su pequeño edén para uso personal. No, el pequeño bosque de brotes de
dos metros que decoraba el borde de la parcela del rancho obedecía a una necesidad puramente
comercial, aunque por una buena razón. Por amor.
Con los años, a pesar de que las perspectivas de volver al mundo del cine se hacían más y más
remotas, Molly había seguido trabajando con su espadón. En ropa interior o vestida con un sujetador
deportivo y los pantalones del chándal, se plantaba en el claro que había delante de la cabaña y
declaraba «en garde» a un compañero imaginario y empezaba a girar, saltar, arremeter, parar, lanzar
tajos y estocadas hasta perder el aliento. Aparte de que el ritual la mantenía en plena forma, también
la hacía feliz, lo que, a su vez, complacía a Theo hasta límites insondables. Incluso la animó a que se
apuntara a clases de kendo, y resultó que se le daba muy bien y era capaz de vencer a adversarios que
le doblaban en tamaño.
Indirectamente, esto condujo a que Theo cultivara su hierba para venderla por primera vez en su
vida. Lo había intentado por otros medios, pero los bancos parecían algo más que reacios a prestarle
casi la mitad de su salario anual para comprar una espada samurái. Bueno, no era precisamente
samurái, sino más bien japonesa; una antigua espada japonesa forjada por el maestro armero
Hisakuni de Yamashiro, a finales del siglo XIII. Sesenta mil capas plegadas de acero carbonatado de
alta calidad, perfectamente equilibrada y terriblemente afilada a pesar de los ocho siglos
transcurridos. Se trataba de una tashi, una espada de caballería curva, más larga y más pesada que las
katanas tradicionales, utilizada más tarde por los samuráis para combates en tierra. Molly apreciaría
su peso mientras practicaba, pues sus proporciones se asemejaban mucho a las del espadón que había
heredado de una carrera cinematográfica fracasada. También apreciaría que fuese real, y Theo
esperaba que viese que esa era su forma de decirle que amaba cada parte de ella, incluida la Nena
Guerrera (le gustaba rozarse con unas partes de ella más que con otras). La tashi estaba ahora
envuelta en terciopelo y escondida al fondo de la estantería más alta del armario de Theo, donde
guardaba también su colección de pipas.
¿El dinero? Bueno, un antiguo amigo de Theo de los viejos tiempos, un cultivador reconvertido
en mayorista, se mostró encantado de adelantar el dinero a cambio de su cosecha. Se suponía que
debía ser un arreglo puramente comercial: entrar, salir y nadie sale malparado. Pero ahora Theo iba
al trabajo fumado por primera vez en años y, después de la mala noche, le daba en la nariz que ese no
iba a ser un buen día.
Entonces llamó la novia/esposa/loquesea de Dale Pearson y comenzó el descenso a los infiernos.

Theo se echó unas gotas de colirio en los ojos e hizo una parada para agenciarse un café largo antes
de ir a la casa de Lena Márquez en busca de su ex marido. Aunque, a tenor del incidente del súper del
lunes y una docena más en el pasado, quedaba claro que su desprecio estaba a un paso de convertirse
en odio, eso no les había impedido quedar de vez en cuando para tener algo de sexo posconyugal.
Theo no sabría nada de eso de no ser por Molly, que era buena amiga de Lena, y las mujeres gustan
de hablar de estas cosas.
Lena vivía en una bonita casa de dos pisos de estilo artesanal en medio acre de pinar que lindaba
con muchos de los ranchos de Pine Cove. Era más de lo que se podría haber permitido trabajando
como gerente de la propiedad, pero entonces apareció Dale Pearson y se casó con él, y era lo menos
que se merecía por esos cinco años juntos, pensó Theo. Le gustaba el sonido que hacían sus botas
contra el porche mientras se encaminaba a la puerta y pensó que debería hacerse uno en su cabaña.
Pensó que podían comprarse una campanilla de viento o un columpio, así como una pequeña estufa
para sentarse durante las tardes frescas. Entonces, al escuchar pasos que se acercaban por el otro lado
de la puerta, cayó en que estaba colocado hasta las cejas. Se darían cuenta de que lo estaba. Ni todo el
colirio ni el café del mundo podían disimular el hecho de que estaba colocado. Veinte años de
experiencia en lo que a hierba se refiere no le iban a ayudar en ese momento; había perdido el
control, estaba fuera de juego, el ojo del tigre estaba inyectado en sangre.
—Hola, Theo —dijo Lena mientras abría la puerta.
Vestía una sudadera de hombre varias tallas más grande y unos calcetines rojos. Su larga melena
negra, que normalmente se derramaba sobre su espalda como satén líquido, estaba recogida y un
buen enredo le sobresalía de la oreja. Era un pelo de haber follado.
Theo se movía en el sitio como si fuese un crío a punto de pedir a una chica la primera cita.
—Siento molestarte tan temprano, pero me preguntaba si habrías visto a Dale. Quiero decir desde
el lunes.
Pareció que Lena se desvanecía de la puerta, como si estuviese a punto de desmayarse. Theo
estaba seguro de que era porque sabía que estaba colocado.
—No, Theo. ¿Por qué?
—Bueno, eh…, Betsy ha llamado y ha dicho que Dale no apareció por casa anoche. —Betsy era la
nueva esposa/novia/loquesea de Dale. Era camarera en el café HP y se había ganado con los años la
fama de tener aventuras con hombres casados—. Yo solo, eh… —¿Por qué no lo interrumpía? No
quería decir que sabía que Dale y ella se acostaban de vez en cuando. Se suponía que no lo sabía—.
Así que, eh, me preguntaba si…
—Hola, ¿quién es usted? —preguntó un hombre rubio sin camiseta que acababa de aparecer
detrás de Lena.
—Oh, gracias a Dios —dijo Theo, respirando profundamente—. Soy Theo Crowe, alguacil del
pueblo. —Miró a Lena para que hiciera las presentaciones.
—Te presento a Tucker…, eh, Tuck.
No tenía ni idea de cuál era su apellido.
—Tucker Case —dijo Tucker Case. Pasó junto a Lena y extendió la mano—. Tendría que haberme
presentado ante usted antes, más que nada porque trabajamos en el mismo negocio.
—¿Y qué negocio es el suyo? —Theo nunca había visto su trabajo como un negocio, pero, por lo
visto, ahora sí que lo era.
—Piloto helicópteros para la DEA —dijo Tucker Case—. Ya sabe, vuelos con infrarrojos para
localizar cultivos y demás.
¡Dejen espacio! ¡Se le ha parado el corazón! ¡Código azul! ¡Quinientos miligramos de epinefrina,
inyección directa al pericardio, ya! ¡Está fibrilando!
—Es un placer —dijo Theo, con la esperanza de que su fallo cardíaco no se notara—. Lamento
haberos molestado. Ya me marcho. —Se soltó de la mano de Tuck y se alejó pensando, no camines
como si estuvieses colocado, no camines como si estuvieses colocado… Por el amor de Dios, ¿cómo
has podido hacerlo todos estos años?
—Eh, alguacil —llamó Tuck—. ¿Cómo es que se ha pasado por aquí? ¡Ay!
Theo se volvió. Lena acababa de darle al piloto un puñetazo en el brazo, y era evidente que con
fuerza (el hombre se lo estaba masajeando).
—Pues por nada. Por un tipo que no se presentó en casa anoche y pensé que quizá Lena tendría
una idea de dónde ha ido. —Theo trataba de alejarse de la casa, pero se detuvo al recordar que quizá
tropezaría con las escaleras del porche. ¿Cómo le explicaría eso a la DEA?
—¿Anoche? No se considera a alguien desaparecido hasta que han pasado…, ¿cuánto,
veinticuatro horas? ¿Cuarenta y ocho? ¡Ay! ¡Joder, eso no es necesario! —Tucker Case se frotó el
hombro donde Lena había vuelto a pegarle.
Theo pensó que quizá maltrataba a los hombres. Lena miró a Theo y sonrió, como si se sintiera
abochornada por el puñetazo.
—Theo, Molly me llamó esta mañana y me contó lo de Dale. Ya le dije que no lo había visto. ¿Es
que no te lo ha contado?
—Claro, claro, me lo dijo. Yo solo…, ya sabes, pensé que a lo mejor se te ocurría alguna cosa.
Quiero decir que tu amigo tiene razón, en realidad no podemos considerarlo como desaparecido
oficialmente hasta que pasen otras doce horas más o menos. Pero, ya sabes, es un pueblo pequeño y
mi trabajo…
—Gracias, Theo —dijo Lena saludándole con la mano a pesar de que estaba a pocos metros y no
se movía. El piloto también saludaba con la mano, sonriente. A Theo no le hacía gracia interrumpir a
dos nuevos amantes que acababan de acostarse, especialmente cuando las cosas no iban muy bien en
su propia vida. Parecían condescendientes aunque no quisieran serlo.
Vio que algo oscuro colgaba del techo del porche, justo donde estaría la campanilla de viento en
su cabaña y la de Molly de no haber sacrificado la seguridad de ambos por volver al infierno de la
hierba. No podía ser lo que parecía.
—Vaya, eso es, eh…, parece…
—Un murciélago —dijo Lena.
Me cago en la leche, pensó Theo, esa cosa es enorme.
—Un murciélago —dijo—. Claro. Por supuesto.
—Un murciélago de la fruta —matizó Tucker Case—. De Micronesia.
—Ah, ya veo —dijo Theo. Micronesia, ese sitio no existía. El rubio le estaba tomando el pelo—.
Bueno, pues ya nos veremos.
—Nos vemos en la fiesta del viernes —dijo Lena—. Díselo a Molly.
—Vale —asintió Theo mientras se metía en el Volvo.
Cerró la puerta del coche. Los otros se metieron en casa. Theo dejó caer la cabeza sobre el
volante.
Lo saben, pensó.

—Lo sabe —dijo Lena, apretándose contra la puerta una vez cerrada.
—No lo sabe.
—Es más listo de lo que parece. Lo sabe.
—No lo sabe. Y no parece idiota, más bien parecía fumado.
—No, no estaba fumado, estaba sospechando.
—¿No crees que si estuviese sospechando te habría preguntado dónde estuviste anoche?
—Bueno, eso era evidente contigo por ahí sin camiseta y yo con esta pinta tan… tan… Ya sabes.
—¿Satisfecha?
—No, iba a decir «desarreglada». —Le pegó en el hombro—. Por Dios, vístete.
—¡Ay! Eso ha estado completamente fuera de lugar.
—Tengo un problema —dijo Lena—. Al menos podrías mostrarme algo de apoyo.
—¿Apoyo? Te ayudé a esconder el cuerpo. En algunos países eso implica compromiso.
Ella amagó con darle otro puñetazo, pero se contuvo, aunque dejó el puño en el aire por si acaso.
—¿De verdad no crees que estaba sospechando?
—Ni siquiera te preguntó por qué tenías un murciélago de la fruta gigante colgando de tu porche.
Parece un tipo distraído. Estaba deseando irse.
—¿Y por qué tengo un murciélago de la fruta colgando de mi porche?
—Viene con el paquete. —Sonrió y se alejó.
Lena se sintió como una idiota, ahí de pie con el puño alzado. Y apagada. Densa, tonta, elemental,
todo lo que pensaba que solo les pasaba a otras personas. Siguió a Tuck al dormitorio, donde se
estaba poniendo la camiseta.
—Siento haberte pegado.
—Tienes tendencias agresivas —dijo él mientras se masajeaba el hombro dolorido—. ¿Debería
esconder tu pala?
—Eso que has dicho es horrible. —Casi volvió a pegarle, pero, en lugar de ello, tratando de
parecer más sofisticada y menos amenazadora, lo abrazó—. Fue un accidente.
—Suéltame, tengo que ir a localizar a los malos con el helicóptero —le dijo, con una palmadita
en el trasero.
—Te llevarás a ese murciélago contigo, ¿verdad?
—¿No te apetece quedártelo?
—No quiero ofender, pero me da un poco de asco.
—No tienes ni idea —dijo Tuck.
8
Despecho de Navidad
Perdón navideño. Puedes perder el contacto con un amigo, no devolver las llamadas, pasar de los
correos electrónicos, olvidarte de los cumpleaños, los aniversarios y las reuniones, pero si te
presentas en su casa (con un regalo), la norma social establece que te tiene que perdonar; tiene que
actuar como si no hubiese pasado nada. El decoro dicta que la amistad medra desde ese punto sin
cabida para la culpa ni la recriminación. Si empezaste una partida de ajedrez hace diez años, en el
mes de octubre, solo tienes que recordar a quién le toca mover (o por qué vendiste el juego de
ajedrez y te compraste una Xbox durante el tiempo transcurrido). Mira, el perdón navideño es algo
maravilloso, pero no es un desplazamiento dimensional. Las leyes del espacio y el tiempo siguen
aplicándose por mucho que hayas intentado esquivar a tus amigos. Pero no trates de emplear la
expansión del universo a modo de excusa, como decir que tenías la intención de pasarte, pero que la
casa te pillaba cada vez más lejos. Esa mierda no sirve. Limítate a decir «siento no haberte llamado.
Feliz Navidad», y enseña el regalo. El protocolo del perdón navideño dicta, a su vez, que tu amigo
responda «no pasa nada», y te deje pasar sin más comentarios. Así es como siempre se ha hecho.
—¿Dónde coño te habías metido? —dijo Gabe Fenton cuando abrió la puerta y se encontró a su
viejo amigo Theophilus Crowe de pie en el umbral con un regalo en la mano. Gabe tenía 45 años, era
bajito y fibroso, no se afeitaba, lucía una incipiente calvicie e iba vestido con una ropa con la que
parecía haber dormido durante una semana.
—Feliz Navidad, Gabe —dijo Theo mientras extendía el regalo con un enorme lazo rojo encima
y movía la caja hacia delante y hacia atrás como si quisiera decir «eh, tengo un regalo, no deberías
darme la tabarra por no haberte llamado durante años».
—Muy bonito —dijo Gabe—. Pero podrías haber llamado.
—Lo siento. Quería hacerlo, pero estabas con lo de Val y no quise interrumpir.
—Me dejó, ¿lo sabías? —Gabe se había estado viendo con Valerie Riordan, la única psiquiatra del
pueblo, durante varios años, aunque no durante el último mes.
—Sí, algo he oído. —Theo había oído que Val quería a alguien un poco más implicado en la
cultura humana que Gabe.
Gabe era biólogo conductista de campo y se dedicaba al estudio de roedores salvajes o
mamíferos marinos, dependiendo de quién le financiara. Vivía en una pequeña cabaña de propiedad
federal junto al faro con Skinner, su labrador negro de cincuenta kilos.
—¿Lo sabías? ¿Y no me llamaste?
Era casi mediodía, y el colocón de Theo casi se había evaporado, pero aún estaba un poco ido. Se
suponía que los chicos no se quejaban de la falta de apoyo de un amigo, a menos que ese apoyo se
requiriera en una pelea de bar o para ayudar a mover cosas pesadas. Ese comportamiento no era
normal. Puede que Gabe sí que necesitara pasar más tiempo entre otros seres humanos.
—Mira, Gabe, te he traído un regalo —dijo Theo. Mira cómo se alegra Skinner de verme.
Ciertamente, Skinner estaba contento de ver a Theo. Se había echado encima de Gabe para poder
ver a Theo en el umbral y meneaba la gruesa cola sobre la puerta abierta como un tambor de guerra
en forma de salchicha. Asociaba a Theo con hamburguesas y pizza y hubo un tiempo en el que lo
había conceptuado como el tipo de la comida de emergencia (Gabe era el tipo de la comida habitual).
—Bueno, supongo que querrás pasar —dijo Gabe.
El biólogo se apartó y dejó que Theo entrara. Skinner le saludó metiendo su hocico en la
entrepierna de Theo.
—Estoy trabajando, así que hay un poco de desorden.
¿Un poco de desorden? Toda una subestimación, algo así como decir que la marcha de la muerte
de Batán era un paseo por el campo. Parecía como si alguien hubiese metido los pertrechos de Gabe
en un cañón y los hubiese disparado a la habitación a través de una pared. La ropa sucia y los platos
sin fregar lo cubrían todo a excepción de la mesa de trabajo de Gabe, la cual, salvo por las ratas,
estaba inmaculada.
—Bonitas ratas —dijo Theo—. ¿Qué haces con ellas?
—Las estudio.
Gabe se sentó enfrente de una serie de acuarios de veinte litros que formaban una estrella
alrededor de un tanque central y estaban unidos entre sí mediante tubos transparentes. Cada rata tenía
un disco plateado del tamaño de un cuarto de dólar pegado al lomo.
Theo miró cómo Gabe abría la puerta y una de las ratas corría al tanque central y trataba de
montar de inmediato a su ocupante. Gabe cogió un pequeño control remoto y apretó el botón. La rata
agresora casi dio un salto hacia atrás en su retirada.
—¡Ajá! Eso le enseñará —exclamó Gabe—. La hembra de la jaula central está en celo.
La otra rata regresó con indecisión, olisqueando el ambiente, y trató de montar a la hembra de
nuevo. Gabe apretó el botón y la rata macho salió despedida lejos de la hembra.
—¡Ja! ¡¿Lo pillas ahora?! —dijo Gabe con tono maníaco. Apartó la mirada de las jaulas para
toparse con Theo—. Tienen electrodos en los testículos. Los discos plateados son baterías y
receptores remotos. Cada vez que esos pequeños cabrones se ponen cachondos, les meto cincuenta
voltios.
La rata volvió a intentarlo y Gabe apretó el botón una vez más. El animal fue tambaleándose hasta
el rincón de la jaula.
—¡Maldito idiota! —chilló Gabe—. ¡No creas que aprenden! Ya les podré dar doce calambrazos
hoy, que cuando les abra la jaula mañana intentarán montarla otra vez. ¿Ves? ¿Ves cómo somos?
—¿Somos?
—Nosotros. Los hombres. ¿Ves cómo somos? Sabemos que solo nos aguarda el dolor, pero no
dejamos de intentarlo.
Gabe siempre había sido tan tranquilo, tan calmado, tan profesionalmente desapegado,
científicamente obsesionado, tan seguro en su ridiculez de empollón… Theo tenía la sensación de
estar hablando con una persona completamente distinta, como si alguien hubiera arrancado el
intelecto y hubiese dejado atrás solamente los nervios.
—Eh, Gabe, no estoy seguro de que debamos equipararnos con roedores. Quiero decir que…
—Oh, claro. Eso es lo que dices ahora. Pero un día me llamarás y me dirás que tenía razón.
Pasará algo y llamarás. Te destrozará el corazón y tú acabarás la destrucción que ella empiece. ¿No
tengo razón? ¿Es que no la tengo?
—Eh, yo… —Theo pensaba en el polvo del cementerio seguido por la pelea que había tenido con
Molly la noche anterior.
—Bien, cambiaré la asociación. Mira esto. —Gabe se echó sobre la estantería, tiró a un lado un
montón de revistas profesionales y cuadernos hasta que encontró lo que buscaba—. Mira. Mírala. —
Sostenía un catálogo reciente de Victoria’s Secret. La modelo de portada llevaba unas prendas
especialmente inadecuadas si lo que quería era disimular su atractivo. Parecía que no podía estar más
satisfecha con ese hecho.
—Preciosa, ¿verdad? —dijo Gabe, mientras se metía la mano en el bolsillo y sacaba un
dispositivo de control remoto parecido al de las ratas—. Preciosa —repitió, y apretó el botón.
La espalda del biólogo se arqueó y de repente pareció treinta centímetros más alto, mientras todos
los músculos de la espalda parecían flexionarse a la vez. Tuvo un par de convulsiones y luego cayó al
suelo con el catálogo aún en la mano.
Skinner empezó a ladrar. «No te mueras, tipo de la comida, tengo el cuenco en el porche y no
puedo abrir la puerta yo solo», parecía estar diciendo. Siempre era lo mismo. Siempre se alegraba de
que al final el tipo de la comida no estuviese muerto de verdad, pero sus convulsiones lo ponían
nervioso.
Theo corrió en auxilio de su amigo. Los ojos de Gabe estaban echados hacia atrás e hizo un par
de tirones bruscos antes de respirar profundamente y mirar a Theo a los ojos.
—¿Ves? Se cambia la asociación. Antes de que pase demasiado tiempo, tendré la misma reacción
sin electrodos pegados al escroto.
—¿Estás bien?
—Oh, sí. Lo conseguiré, estoy seguro; Todavía no ha funcionado con las ratas, pero espero que
lo haga antes de que mueran.
—¿Eso puede matarlas?
—Bueno, tiene que hacer daño o, si no, no aprenderán nunca. —Gabe recuperó su control remoto
y Theo se lo quitó de las manos.
—¡Ya basta!
—Tengo otro conjunto de electrodos con receptor. ¿Quieres probarlo? Me muero por hacer una
prueba de campo. Podrías ir a un bar de tías desnudas.
Theo ayudó a Gabe a levantarse y lo sentó sobre una silla lejos de la mesa.
—Gabe, has perdido el control. Lamento no haberte llamado.
—Sé que has estado ocupado. No pasa nada.
Genial, ahora tiene la reacción adecuada de perdón navideño, pensó Theo.
—Esas ratas, los electrodos y todo eso… es un error. Al final acabarás formando equipo con un
puñado de misóginos paranoicos o con una pila de cadáveres.
—Haces que suene como si fuese malo.
—Te han roto el corazón. Se curará.
—Ella me dijo que era aburrido.
—Ella debería ver esto. —Theo hizo un gesto hacia la habitación.
—No le interesaba mi trabajo.
—Vuestra relación tenía solera. Cinco años. Quizá había llegado el momento. Tú mismo me
dijiste que los hombres no estaban hechos para la monogamia.
—Sí, pero cuando dije eso tenía novia.
—¿Entonces no es verdad?
—No, es verdad, pero no era algo que me preocupara cuando tenía novia. Ahora sé que estoy
programado biológicamente para diseminar mi semilla a diestro y siniestro, por todas las hembras
que pueda, una serie de tórridos apareamientos sin sentido cuyo único fin es encontrar a la siguiente
hembra fértil. Mis genes exigen una herencia y no sé por dónde empezar.
—Quizá quieras pegarte una ducha antes de repartir tu semilla.
—¿Crees que no lo sé? Por eso mismo intento reprogramar mis impulsos. Tengo que domesticar
mi animosidad.
—¿Porque no quieres ducharte?
—No, porque no sé cómo abordar a las mujeres. Sabía hablar con Val.
—Val era una profesional.
—No lo era. Nunca usó ninguno de sus trucos.
—Una escuchadora, Gabe. Era una escuchadora profesional, una psiquiatra.
—Ah, vale. ¿Crees que debería empezar con una o varias prostitutas?
—¿Para remendar un corazón roto? Sí, estoy seguro de que eso funcionará tan bien como los
electrodos en tu escroto, pero antes necesito que me hagas un favor. —Theo pensaba que, a lo mejor,
solo a lo mejor, un esfuerzo alejado de toda esa ridiculez ayudaría a traer de vuelta a su amigo del
borde del precipicio. Hurgó en él bolsillo de su camisa y sacó el mechón de pelo rubio que sé había
quedado adherido al tapacubos—. Necesito que le eches un ojo a esto y me digas qué es.
Gabe sostuvo el mechón y lo miró.
—¿Es una prueba criminal?
—Algo así.
—¿De dónde lo has sacado? ¿Qué necesitas saber?
—Dime todo lo que puedas antes de que yo te diga nada, ¿vale?
—Bueno, pues parece rubio.
—Gracias, Gabe… Pensé que quizá podrías mirarlo con un microscopio o algo.
—¿Es que el condado no tiene laboratorios para eso?
—Sí, pero no lo puedo llevar allí. Hay ciertas circunstancias…
—¿Como cuáles?
—Como que pensarán que estoy fumado o loco, o ambas cosas. Mira el pelo —dijo Theo—.
Dime algo y yo te diré algo.
—Vale, pero yo no tengo todos esos chismes chulos de CSI.
—Sí, pero los chicos del laboratorio no tienen baterías pegadas a las gónadas. En eso los superas.

Diez minutos más tarde, Gabe alzó la vista del microscopio.


—Pues no es humano —dijo.
—¿Cómo?
—De hecho no parece pelo.
—¿Entonces qué es?
—Bueno, parece tener muchas de las características de la fibra óptica.
—¿Así que es artificial?
—No vayas tan deprisa. Tiene raíz y lo que parece ser una cutícula, pero no se parece a la
queratina. Debería hacer una prueba proteínica. Si es artificial, no hay rastros del proceso. Más que
fabricado, parece cultivado. Ya sabes que el pelaje del oso polar tiene cualidades de la fibra óptica y
canaliza la energía lumínica por la piel negra para calentar el cuerpo.
—¿Entonces es pelo de oso polar?
—No tan deprisa.
—Maldita sea, Gabe, ¿de dónde demonios viene?
—Dímelo tú.
—Entre nosotros, ¿vale? Que esto no salga de esta cabaña hasta que podamos confirmarlo, ¿vale?
—Por supuesto. ¿Estás bien, Theo?
—¿Que si estoy bien? ¿Me estás preguntando si yo estoy bien?
—¿Todo bien entre tú y Molly? ¿El trabajo? No estarás fumando hierba otra vez; ¿verdad?
—¿Decías que tenías otro juego de electrodos de esos? —dijo Theo con un meneo de cabeza.
A Gabe la mirada se le iluminó de repente.
—Tendrás que afeitarte una parte. ¿Te importa que abra mi regalo mientras estás en el baño?
Puedes usar mi cuchilla.
—No. Adelante, abre tu regalo. Tengo que contarte un par de cosas.
—¡Caramba! Un picador para ensaladas. Muchas gracias, Theo.

—Se ha llevado el picador para ensaladas —dijo Molly.


—Vaya, ¿era importante para él? —preguntó Lena.
—Era un regalo de bodas.
—Lo sé, te lo regalé yo. A Dale y a mí nos regalaron lo mismo.
—Toda una tradición. —Molly estaba inconsolable.
Se bebió la mitad de su Coca-Cola light de un trago y golpeó el vaso de Budweiser sobre la barra
como si fuese un pirata jurando sobre una jarra de grog.
—¡Bastardo!
Era miércoles por la tarde, y estaban en el Cuerno de Caracol para coordinar los cambios en el
menú de la fiesta. La primera reacción de Lena a la llamada de socorro de Molly fue darle largas y
quedarse en casa, pero cuando estaba montando una excusa se dio cuenta de que quedarse en casa
equivaldría a obsesionarse alternativamente con que la atraparan por el asesinato de Dale o que ese
peculiar piloto de helicóptero le rompiera el corazón. Pensó que ver a Molly y Mavis en el Cuerno
sería una buena idea. De paso, podría averiguar a través de Molly si Theo sospechaba algo acerca de
la desaparición de Dale. Sí, ya, era imposible con Molly obsesionada con la desaparición del propio
Theo y con lo que quiera que hubiese hecho. Lo único que ella había entendido era que Theo se
acababa de llevar un picador para ensaladas al trabajo. Se supone que hay que identificarse con los
problemas de los amigos, pero no dejaban de ser eso, los problemas de los amigos, y las amigas de
Lena, Molly en particular, eran un poco excéntricas.
El bar estaba abarrotado de solitarios veinteañeros y treintañeros. Se podía sentir una energía
desesperada que chisporroteaba por cada rincón de la oscura sala, como si la soledad fuese el polo
negativo y el sexo el positivo, y alguien estuviese frotando sendos alambres sobre un cubo de
gasolina. Era ese el desenlace del ciclo del despecho de Navidad que dio comienzo cuando los
hombres jóvenes, carentes de mayores motivaciones para generar un cambio en sus vidas, rompían
con la novia de turno para evitar tener que comprarle un regalo de Navidad. Las turbadas mujeres se
enfurruñaban durante unos días, comían helado y evitaban llamar a la familia, pero entonces, cuando
la idea de una Navidad y un Año Nuevo en soledad alargaba su sombra, decidían apiñarse en el
Cuerno en busca de un compañero, virtualmente cualquiera, con el que pasar las fiestas. Al frente a
toda máquina y olvídate de los regalos. Para exhibir su nueva libertad, los solitarios de Pine Cove
bajaban al Cuerno y se aprovechaban de los afectos de mujeres despechadas envueltos en un juego
sexual rural alrededor de unas sillas al son de Deck the Halls, donde todo el mundo tenía la esperanza
de deslizarse ebrio sobre alguien más cómodo antes de que sonara la última nota.
Puede que una burbuja rodeara a Lena y Molly, porque era evidente que no participaban en el
juego. Si bien ambas contaban con atractivo más que suficiente para atraer la atención de los más
jóvenes, sobre sus hombros estaba la mística de la experiencia, el mensaje de haber estado ahí y
haber seguido adelante, en definitiva, el nometoquesloshuevos. En palabras llanas, asustaban a todos
menos a los más borrachos, y el hecho de que solo bebieran Coca-Cola light acojonaba incluso a los
borrachos. A pesar de su propia angustia, Molly y Lena habían acabado con los dragones de sus
propias desesperaciones festivas, filosofía con la que en su día había empezado la fiesta de Navidad
para solitarios. Ahora se asomaban a nuevas ansiedades individuales.
—Unas buenas hamburguesas —dijo Mavis mientras dejaba escapar una gran nube de humo bajo
en alquitrán para subrayar sus palabras y esta se enroscaba en Lena y Molly. Hacía años que estaba
prohibido fumar en los bares de California, pero Mavis pasaba tanto de la ley como de las
autoridades, a saber, Theophilus Crowe, y seguía fumando—. ¿A quién no le gusta un buen trozo de
carne entre panes?
—Mavis, es Navidad —dijo Lena. Hasta este día, Mavis no había hecho más que sugerir primeros
platos a base de sopas o salsas. Lena sospechaba que Mavis se había cambiado la dentadura y por eso
abogaba por ese tipo de festín.
—Entonces con pepinillos. Salsa de tomate y pepinillos, ya tenemos los colores de la Navidad.
—Quería decir que si no deberíamos hacer algo de más calidad por Navidad, no solo
hamburguesas.
—A cinco pavos por cabeza, ya le dije que la barbacoa era la única forma de darles de comer. —
Mavis se echó hacia delante y miró a Molly, que gruñía con malevolencia a sus cubitos de hielo—.
Pero todo el mundo cree que va a llover. Como si fuese a llover en diciembre.
Molly alzó la mirada, gruñó por lo bajo, luego la desvió hacia el televisor que había detrás de
Mavis y señaló. El volumen estaba bajado, pero había un mapa meteorológico de California. A unos
mil kilómetros de la costa había una gran masa coloreada que se desplazaba fotograma a fotograma
de tal forma que parecía que una enorme ameba en Technicolor fuera a tragarse la zona de la bahía.
—No es nada —dijo Mavis—. Ni siquiera le pondrán nombre. Si esa cosa hubiese estado sobre
las Bermudas le habrían dado un nombre hace dos días. ¿Sabéis por qué? Porque aquí no llegan al
interior. Esa zorra se volverá otros mil kilómetros hasta la isla Anacapa y se dará un garbeo por el
Yucatán. Y mientras, nosotras no podremos lavar nuestros coches por culpa de la sequía.
—La lluvia al menos detendría algunos ataques de los piratas de la arena —dijo Molly
masticando un cubito de hielo.
—¿Eh? —dijo Lena.
—¿Qué coño has dicho? —Mavis se ajustó el pinganillo.
—Nada —dijo Molly—: ¿Y qué os parece la lasaña? Ya sabéis, un poco de pan de ajo y algo de
ensalada.
—Sí, seguramente podamos hacer eso por cinco pavos la cabeza si no utilizamos ni salsa ni
queso —dijo Mavis.
—La lasaña no parece muy navideña que digamos —apuntó Lena.
—Podríamos ponerla en cazuelas de Papá Noel —sugirió Molly.
—¡No! —saltó Lena—. Nada de Papá Noeles. Podemos hace un muñeco de nieve o algo así, pero
ni un puto Papá Noel.
Mavis dio unas palmaditas en la mano de Lena.
—Papá Noel nos lo hizo pasar mal a muchas cuando éramos crías, cielo. Cuando te empieza a
crecer el bigote se supone que ya deberías haberlo superado.
—No me está creciendo el bigote.
—¿Te lo depilas a la cera? No se te nota nada —dijo Molly tratando de parecer comprensiva.
—Que no tengo bigote —insistió Lena.
—Pues mira a las pobres mexicanas o rumanas, que tienen que empezar a afeitarse a los doce —
dijo Mavis.
Lena aprovechó el momento para plantar los codos sobre la barra, cogerse el pelo con ambas
manos, y empezar a tirar suave y sostenidamente de él para articular su argumento.
—¿Qué? —preguntó Mavis.
—¿Qué? —preguntó Molly.
Se produjo un embarazoso silencio entre las tres. Solo se escuchaba el rumor de la jukebox del
fondo y la gente que se contaba mentiras. Desviaron la mirada para no tener que hablar y luego la
clavaron en la puerta cuando Vance McNally, el jefe de ambulancias de Pine Cove, entró y lanzó un
largo y atronador eructo.
Vance era un cincuentón al que le gustaba pensar de sí mismo que era un seductor y un héroe,
cuando lo cierto es que era un poco imbécil. Había conducido una ambulancia más de veinte años y
nada le producía más placer que ser el portador de malas noticias. Esa era la medida de su
importancia.
—¿Sabíais que la patrulla de carreteras ha encontrado la furgoneta de Dale Pearson aparcada en
el Gran Sur cerca de Lime Kiln Rock? Al parecer estaba pescando y se cayó al agua. Sí, con las olas
que vendrán con esa tormenta no encontrarán el cuerpo nunca. Theo está allí investigando.
Lena se derrumbó en su taburete y volvió a erguirse.
Estaba segura de que todos los que había en el bar, todos los lugareños en todo caso, tenían la
vista clavada en ella a la espera de una reacción. Dejó que su larga melena se le derramara ante la
cara para esconderse.
—Entonces lasaña —dijo Mavis.
—Pero nada de cazuelas de Papá Noel —restalló Lena, sin salir de su escondite.
Mavis quitó los vasos de plástico de la barra.
—En circunstancias normales, os cortaría aquí, pero tal como están las cosas, creo que las dos
necesitáis empezar a beber de verdad.
9
Los chicos de pueblo tienen sus momentos
El jueves por la mañana se hizo oficial: Pearson, el malvado constructor, había desaparecido. Theo
Crowe estaba examinando la gran furgoneta roja que estaba aparcada al borde del agitado Pacífico
ala altura de Lime Kiln Rock, en el Gran Sur, no muy lejos de Pine Cove. Allí era donde se rodaba la
mitad de los anuncios de coches. Todo, desde las minifurgonetas hasta los coches de lujo alemanes,
se filmaba alrededor de los acantilados del Gran Sur, como si lo único que hubiese que hacer fuera
firmar los papeles y el resto de tu vida fuese un camino abierto de olas espumosas contra rompeolas
majestuosos, sin otra cosa que ocio y prosperidad a la vuelta de la esquina. La gran furgoneta roja de
Dale Pearson transmitía despreocupación y prosperidad, aparcada junto al océano, a pesar de la
costra de sal que se estaba formando encima y la apariencia de que al dueño se lo había llevado un
golpe de ola.
Theo deseaba que ese fuese el caso. La patrulla de carreteras, que había encontrado la furgoneta,
había dado parte de ello como un accidente. Había una caña de pesca entre las rocas,
convenientemente grabada con las iniciales de Dale, y el gorro de Papá Noel que llevaba había sido
encontrado cerca. Ahí residía el problema. Betsy Butler, la amiga de Dale, había dicho que dos
noches antes Dale se había ido para hacer de Papá Noel en el albergue del Caribú y no había
regresado. ¿A quién se le ocurriría irse a pescar en mitad de la noche con un gorro de Papá Noel? De
acuerdo, según los otros caribúes, Dale había «tomado alguna que otra copa» y estaba un poco
afectado por el enfrentamiento con su ex mujer del día antes, pero no había perdido la cabeza del
todo. Sortear los acantilados de Lime Kiln Rock era algo arriesgado, resultaba imposible que Dale lo
hubiese intentado en mitad de la noche. Theo perdió pie una vez y se escurrió seis metros antes de
poder sujetarse, y de paso se torció la espalda. Es verdad que estaba un poco fumado, así que lo más
probable era que Dale estuviera un poco borracho.
El policía de carreteras, que llevaba el pelo cortado a cepillo y aparentaba unos doce años
(parecía salido de una de esas películas sobre higiene que Theo había visto en sexto curso: ¿Por qué
Mary no se meterá en el agua?), le hizo firmar el informe, se montó en su coche y se dirigió por la
costa hacia el condado de Monterrey. Theo regresó entonces y volvió a echar un vistazo a la
furgoneta.
Todo lo que se suponía que debía estar (algunas herramientas, una linterna negra, un par de
envoltorios de comida rápida, otra caña, un tubo con planos dentro) estaba en su sitio. Y todas las
cosas que se suponía que no debían estar (cuchillos ensangrentados, casquillos, miembros
amputados, pruebas de blanqueamiento por limpieza) no estaban. Era como si el tipo simplemente
hubiera conducido su furgoneta hasta allí, hubiese bajado por el acantilado y se lo hubiese llevado
una ola. No podía ser. Dale podía ser malvado, cruel e incluso violento, pero no era tonto. No se
habría adentrado en los acantilados de no conocer su topografía a la perfección y llevar consigo una
linterna. Y la linterna estaba todavía en la furgoneta.
A Theo le hubiese gustado haber tenido una mejor formación en el terreno de investigación en la
escena del crimen. Había aprendido la mayoría de lo que sabía de la televisión, no en la academia,
donde había pasado unas miserables ocho semanas hacía quince años, cuando el sheriff corrupto que
había encontrado su plantación personal le había obligado a ser el alguacil de Pine Cove. Desde la
academia, casi todas las escenas del crimen con las que se había encontrado habían quedado al cargo
del sheriff del condado o la patrulla de carreteras casi de inmediato.
Registró la cabina de la furgoneta otra vez en busca de alguna pista. Lo único que remotamente
parecía fuera de lugar era algo que parecían unos pelos de perro en el reposacabezas. Theo no era
capaz de recordar que Dale tuviera perro.
Puso los pelos de perro en una bolsa de sándwich y llamó a Betsy Butler al móvil.
No parecía tan afligida por la desaparición de Dale.
—No, a Dale no le gustaban los perros. Tampoco le gustaban los gatos. Era más bien hombre de
vacas.
—¿Le gustaban las vacas? ¿Tenéis una vaca de mascota?
—¿Podía ser pelo de vaca?
—No, le gustaba comérselas, Theo. ¿Estás bien?
—No, disculpa, Betsy. —Lo había dicho con tanta seguridad que no había sonado a fumado.
—¿Entonces me puedo quedar la furgoneta? Quiero decir que si me la vas a traer.
—No tengo ni idea —dijo Theo—. Supongo que se la llevarán al parque de vehículos
confiscados. No sé si te la devolverán. Tengo que dejarte, Betsy. —Cerró el móvil. Puede que solo
estuviese cansado. La noche anterior Molly le había hecho dormir en el sofá aduciendo algo así
como que tenía tendencias mutantes. Ni siquiera había dicho que le gustaba el picador para ensaladas.
Estaba seguro de que sabía que había fumado hierba.
Volvió a abrir el móvil y llamó a Gabe Fenton.
—Hola, Theo. No sé qué es esa cosa que me trajiste, pero no es pelo. No se quema ni se derrite, y
es la mar de robusto si quieres romperlo o cortarlo. Menos mal que se arrancó de raíz.
Theo se encogió. Casi se había olvidado del extraño rubio que había atropellado; Entonces, al
acordarse, se estremeció.
—Gabe, tengo algo más de pelo al que quisiera que echaras un ojo.
—Dios mío, Theo, ¿has atropellado a alguien más?
—No, no he atropellado a nadie. Joder, Gabe.
—Vale. Estaré aquí todo el día. Bueno, en realidad estaré también toda la noche. No es que tenga
muchos sitios a los que ir, ni nadie a quien le importe que viva o muera. No es que…
—Vale. Me paso por allí.

Aparte de Lena, había dos hombres y tres mujeres en la inmobiliaria de Pines cuando Tuck entró por
la puerta. Las mujeres quedaron intrigadas de inmediato por su presencia y los hombres empezaron a
destilar antipatía. Siempre había sido así con Tuck. Luego, si llegaban a conocerlo, las mujeres
pasarían de él y los hombres seguirían sintiendo antipatía. Básicamente era un cretino en el cuerpo de
un tío atractivo. Ambos rasgos se turnaban para constituir una desventaja.
Era un espacio abierto lleno de mostradores y Tuck fue directo al de Lena, que estaba al fondo.
Mientras avanzaba, sonreía y hacía gestos con la cabeza a los agentes inmobiliarios, que le devolvían
pequeñas sonrisas en un intento de ocultar su desdén. Estaban hasta el gorro de enseñar casas a
visitantes navideños que no se mudarían allí aunque encontraran un empleo en ese pueblo de juguete.
Como no eran capaces de planear ninguna actividad vacacional, decidían llevarse a los niños a una
emocionante excursión para fastidiar al agente inmobiliario de turno. Así funcionaban las reuniones
de los servicios de listas múltiples.
Lena miró a Tuck y sonrió instintivamente. Luego frunció el ceño.
—¿Qué estás haciendo aquí?
—¿Almuerzo? Tú. Yo. Comida. Charla. Necesito pedirte una cosa.
—Creía que estabas en un vuelo.
Tuck no había visto aún a Lena en su ropa de trabajo: falda y blusa, una leve capa de pintalabios,
el pelo recogido con palillos lacados, unos toques de color aquí y allí en la cara… Le gustaba.
—He volado toda la mañana. Ha cambiado el tiempo, un frente tormentoso. —Lo que más le
apetecía era quitarle los palillos del pelo y tumbarla sobre el mostrador para decirle cómo se sentía
de verdad, que podría describirse como excitado—. Podríamos ir a un chino —añadió.
Lena miró por la ventana. El cielo, contra el que se recortaban los establecimientos de la calle,
estaba adoptando un tono plomizo.
—No hay chinos en Pine Cove. Además, estoy muy liada. Me estoy encargando de los
arrendamientos de Navidad y es la víspera de Nochebuena.
—Podríamos ir a tu casa para tomarnos algo rápido. No sabes lo veloz que puedo ser si me
mentalizo.
Lena miró a sus compañeros, quienes, por supuesto, estaban observando la escena.
—¿Era eso lo que necesitabas pedirme?
—Oh, no, no, claro que no. Yo no… Bueno, la verdad es que sí…, pero hay algo más. —Ahora
Tuck sentía las miradas de los agentes inmobiliarios mientras lo escuchaban. Se inclinó sobre la mesa
de Lena en busca de un poco de intimidad—. Esta mañana dijiste que ese alguacil marido de tu amiga
vive en una cabaña al borde de un rancho. No será un gran rancho que hay al norte de la ciudad,
¿verdad?
Lena seguía mirando a los otros.
—Sí, el rancho Beer-Bar. El dueño es Jim Beer.
—¿Hay una gran caravana cerca de la cabaña?
—Sí, era la de Molly, pero ahora viven en la cabaña. ¿Por qué?
Tuck se levantó y sonrió abiertamente.
—Entonces serán rosas blancas —dijo en voz un poco alta en beneficio de la audiencia—. No
sabía si serían apropiadas para estas fiestas.
—¿Cómo? —preguntó Lena.
—Nos vemos esta noche —dijo Tuck. Se inclinó, le dio un beso en la mejilla y salió de la oficina
repartiendo sonrisas de disculpa al paso de los exhaustos agentes inmobiliarios.
—Feliz Navidad, chicos —dijo con un saludo desde el otro lado de la puerta.

Lo primero que llamó la atención de Theo Crowe cuando entró en la cabaña de Gabe Fenton fueron
los acuarios con las ratas muertas. La hembra de la jaula central correteaba y hacía de vientre en una
expresión de máxima felicidad ratonil, pero los otros, los machos, yacían sobre los lomos con las
patas tiesas hacia arriba, como soldados de plástico en un diorama dedicado a una escena de muerte.
—¿Cómo ocurrió?
—No aprenden. Una vez asociaron la descarga con el sexo, les empezó a gustar.
Theo pensó en su relación con Molly durante los últimos años. No podía evitar verse a sí mismo
en la misma postura que esas ratas.
—¿Así que seguiste metiéndoles descargas hasta que las mataste?
—Tenía que mantener la constancia de los parámetros del experimento.
Theo asintió con gravedad, como si lo comprendiera todo. Nada más lejos de la realidad. Skinner
se acercó y volvió a meterle la cabeza en la ingle. Theo le acarició las orejas.
Skinner estaba preocupado por el tipo de la comida y tenía la esperanza de que el tipo de la
comida de emergencia le diera una de esas ardillas blancas que estaban dentro de las jaulas y que
olían tan bien, ahora que parecía que el tipo de la comida había terminado de freírlas. Aquella
situación era tan frustrante como esa vez que el chico de la playa fingía lanzarle la pelota y no lo
hacía, volvía a amagar el lanzamiento y nada. Skinner se vio obligado a tumbar al muchacho y
sentarse en su cara. Madre, sí que se enfadó. Nada duele más que te digan que eres un perro malo,
pero si el tipo de la comida seguía martirizándolo con las ardillitas blancas, Skinner sabía que tendría
que echarse encima de él y sentarse en su cara, o incluso hacerse las necesidades en sus zapatos. Oh,
soy un perro malo, malo. No, espera, el tipo de la comida de emergencia le estaba rascando las orejas.
Qué gusto. Palitos para perro. No importa.
Theo entregó a Gabe la bolsa del sándwich con los pelos dentro.
—¿Qué es la sustancia oleosa de la bolsa? —preguntó Gabe mientras examinaba la muestra.
—Restos de patatas fritas. La bolsa es de mi almuerzo de ayer.
Gabe asintió y luego miró a Theo de la misma forma que el forense siempre mira al poli en las
películas, como diciendo «maldito ceporro, ¿es que no sabes que estás contaminando las pruebas
mientras sigues respirando y que yo estaría mucho más cómodo si dejases de hacerlo?».
Se llevó la bolsa al microscopio que había sobre la mesa, cogió un par de pelos y los puso en la
bandeja de muestras que colocó bajo la lente.
—Por favor, no me digas que es de oso polar —dijo Theo.
—No, pero al menos es de un animal. Parece tener una indiscutible marca de crema agria y
cebolla. —Gabe levantó la vista del microscopio y sonrió malévolamente a Theo—. Solo te estaba
tomando el pelo. —Dio a su amigo un amable golpe en el hombro y volvió a mirar por el
microscopio—. Vaya, no hay médula y la birrefringencia es débil.
—Caramba —exclamó Theo sin llegar a sentir la misma emoción que la birrefringencia
provocaba en Gabe.
—Debería consultar la base de datos en línea, pero creo que es de murciélago.
—¿Hay una base de datos para estas cosas? ¿Cómo es, pelo de murciélago punto com?
—Se supone que esa iba a ser la razón de ser de Internet, ¿sabes? Compartir información
científica.
—¿Nada de compra de Viagra y descarga de pornografía? —dijo Theo. Puede que, después de
todo, Gabe estuviese bien.
Gabe se puso delante de su ordenador y fue pasando foto tras foto de tomas microscópicas de
pelo de mamífero hasta que encontró una que le gustaba y luego regresó al microscopio para
contrastarla.
—Mira por dónde, Theo, parece que tienes entre manos una especie en peligro.
—No es posible.
—¿De dónde demonios lo has sacado? Es un murciélago de la fruta gigante oriundo de
Micronesia.
—Lo saqué de una furgoneta Dodge.
—Hmm, eso no figura entre sus hábitats. No estaría aparcada en Guam, ¿verdad?
Theo se sacó las llaves del coche.
—Mira, Gabe, tengo que irme. ¿Nos tomamos una cerveza en el Cuerno esta noche?
—Nos podemos tomar una ahora, si quieres. Tengo algunas en la nevera.
—Necesitas salir y yo también. ¿De acuerdo? —Theo se encaminaba hacia la puerta.
—Vale, nos vemos a las seis. Tengo que comprar algún disolvente de pegamento de contacto en el
súper.
—Nos vemos. —Theo saltó el porche y se metió en el Volvo.
Skinner le ladró unas cuantas veces. ¿Oye? ¿Y las sabrosas ardillitas blancas? ¿Siguen en la caja?
¿Oye? ¿Es que te has olvidado?

Cuando Theo regresó a la casa de Lena Márquez, había un coche de alquiler blanco aparcado en la
puerta, un Ford Focus, pensó. Buscó el murciélago que había visto colgado del porche, pero ya no
estaba allí. Ni siquiera había asimilado la experiencia de atropellar a un tipo rubio aparentemente
indestructible y ahora afrontaba la posibilidad de vérselas con un asesino. Por si acaso, hizo una
parada en casa y cogió la pistola que se había dejado en la estantería del armario y las esposas del
pilar de la cama, donde Molly le había esposado la última vez que habían cruzado palabra. Ella estaba
en el patio trasero practicando con la espada de bambú shinai de kendo que usaba desde que se le
rompió el espadón. Theo entró y salió sin cruzarse con ella. Sacó la Glock de la funda de nailon que
llevaba sujeta a los vaqueros y llamó al timbre.
La puerta se abrió. Theo dio un grito mientras apuntaba con la pistola y daba un paso atrás.
Al otro lado de la entrada, Tucker Case también gritó y dio un salto hacia atrás con la cara oculta
entre las manos. Su murciélago lanzó algo parecido a un gañido.
—Quieto ahí —dijo Theo. Podía sentir las palpitaciones de su pulso en el cuello.
—No me muevo, no me muevo. Dios, ¿qué coño está pasando?
—¡Tiene un murciélago en la cabeza!
—Sí, ¿y por eso me va a disparar?
El murciélago, con sus enormes alas alrededor de la cabeza del piloto, parecía un sombrero de
cuero con una cresta mohauk de piel culminada en una pequeña cabeza de perro de grandes orejas que
en ese momento ladraba a Theo.
—Pues… no. —Theo bajó el arma, un poco avergonzado. No obstante, seguía en su postura de
disparo, lo que, con el arma ya bajada, le hacía parecer el luchador de sumo más delgaducho del
mundo.
—¿Me puedo mover? —preguntó Tucker.
—Claro, solo quería hablar con Lena.
Tucker Case estaba exasperado y el murciélago se le había deslizado sobre un ojo.
—Pues está en la oficina. Mire, si va a salir colocado, lo mejor será que se deje la pistola en casa,
¿no?
—¿Qué? —Theo se había asegurado de ponerse algo de colirio y hacía horas que se había echado
una sesión con su pipa Sneaky Pete.
—No estoy colocado, hace años que no me coloco.
—Sí, claro. Alguacil, quizá debería entrar.
Theo se mantuvo en el sitio tratando de desprenderse del aspecto de alguien a quien un tipo con
un murciélago en la cabeza le hubiese pegado el susto de su vida. Siguió a Tucker Case hasta la
cocina, donde el piloto le ofreció un asiento a la mesa.
—Bien, alguacil, ¿qué puedo hacer por usted?
Theo no estaba seguro. Había planeado hablar con Lena, o al menos con ambos a la vez.
—Bueno, como probablemente sabe, hemos encontrado la furgoneta del ex marido de Lena en el
Gran Sur.
—Claro, la vi.
—¿La vio?
—Desde el helicóptero. Tucker Case, piloto de la DEA, ¿lo recuerda? Puede comprobarlo si
quiere. En todo caso, hemos estado patrullando por esa zona.
—¿Ah, sí? —El murciélago tenía la vista clavada en Theo, y Theo tenía problemas para ordenar
sus propios pensamientos. El murciélago llevaba unas diminutas gafas de sol. Eran Ray Ban, por lo
que pudo ver en la esquina de las lentes.
—Lo siento, señor…, eh, Case, pero ¿podría quitarse el murciélago de la cabeza? Esa cosa me
distrae mucho.
—Él.
—¿Cómo dice?
—Es él. Roberto. No le gusta la luz.
—¿Perdone?
—Un amigo mío solía decir eso. Disculpe. —Tucker Case se desenrolló el murciélago y lo
depositó en el suelo, por donde salió corriendo hacia el salón sobre las puntas de las alas.
—Dios, eso es escalofriante.
—Sí, ya se sabe, críos. ¿Qué le vamos a hacer? —Tuck esbozó una sonrisa perfecta—. Así que ha
encontrado la furgoneta. Pero no a él, ¿cierto?
—No. Alguien quiere que parezca que se lo ha llevado un golpe de ola.
—¿Alguien? ¿Así que cree que no es un caso limpio? —dijo Tuck con las cejas arqueadas.
Theo pensó que el piloto debería tomarse el asunto con más seriedad. Había llegado el momento
de soltar la bomba.
—Así es. En primer lugar, no regresó a casa después de la fiesta de los caribúes de la noche del
martes, donde hizo de Papá Noel. Nadie se va de pesca en plena noche vestido de Papá Noel.
Encontramos el gorro en la furgoneta, así como pelos de un murciélago de la fruta de Micronesia en
el reposacabezas.
—Vaya, eso sí que es una coincidencia. Caray, eso debe de haberle despertado sospechas, ¿no? —
Tucker Case se levantó y se dirigió hacia la encimera—. ¿Café? Está recién hecho.
Theo también se levantó, ya que no quería que se le escapara el sospechoso, o quizá quería
demostrar que era más alto, ya que esa parecía la única ventaja que tenía sobre el piloto.
—Sí, es sospechoso. Y el martes por la noche hablé con un niño que vio cómo una mujer mataba
a Papá Noel con una pala. Entonces no lo pensé, pero ahora creo que puede que el niño sí que haya
visto algo.
Tucker Case estaba ocupado buscando unas tazas en el armario y leche en la nevera.
—Así que le dijo al niño que Papá Noel no existe, ¿no?
—No, no lo hice.
Entonces Tucker Case se volvió con la cafetera en la mano y observó a Theo.
—Usted sabe que Papá Noel no existe, ¿verdad, alguacil?
—No estoy bromeando —dijo Theo. Odiaba aquello. Odiaba ser «el hombre». Se suponía que
tenía que ser el listillo de las figuras de autoridad.
—¿Leche?
—Claro —suspiró Theo—. Y azúcar, por favor.
Tuck terminó de preparar el café, puso las tazas sobre la mesa y se sentó.
—Mire, sé adónde quiere llegar con esto, Theo. ¿Puedo llamarle Theo?
Theo asintió.
—Gracias. Además, Lena estuvo conmigo la noche del martes, toda la noche.
—¿Ah, sí? Vi a Lena el lunes. No le mencionó. ¿Dónde se conocieron?
—En el súper. Ella era uno de los Papá Noel del Ejército de Salvación. Pensé que era atractiva, así
que le pedí una cita.
—¿Es costumbre suya abordar a las Papá Noel del Ejército de Salvación?
—Lena me dijo que estaba usted casado con una reina de las pantallas llamada Kendra, la Nena
Guerrera de Allende la Frontera.
Theo casi expulsó el café por la nariz.
—Ese era el personaje que solía encarnar.
—Sí, Lena dice que a veces le cuesta un poco distinguir entre una y otra. Lo que digo es que el
amor está donde uno lo encuentra.
Theo asintió. Tenía razón. Antes de dejarse llevar por la melancolía, se acordó de que el otro tipo
estaba atacando indirectamente a la mujer que amaba.
—¡Eh! —dijo Theo.
—Está bien. ¿Quién soy yo para juzgar nada? Me casé con una isleña que nunca había visto
cañerías interiores hasta que la traje a los Estados Unidos: No funcionó…
—Hay pelo de murciélago de la fruta en el reposacabezas —interrumpió Theo.
—Sí, sabía que regresaría por eso. Bueno, ¿quién sabe? Roberto sale solo de vez en cuando.
Puede que se cruzara con ese Dale. Puede que salieran por ahí juntos. Ya sabe, el amor está donde uno
lo encuentra, aunque lo dudo. He oído que ese Dale era un verdadero capullo.
—¿Me está diciendo que puede que su murciélago tenga algo que ver con la desaparición de Dale
Pearson?
—No, cretino, lo que digo es que puede que mi murciélago tenga algo que ver con el pelo de
murciélago. Seguro que, hasta tú, con tus poderes de observación a lo Sherlock Holmes, te has dado
cuenta de que está lleno.
—No me creo que sea usted un policía —dijo Theo.
Ahora estaba realmente enfurecido.
—No soy poli. Solo piloto un helicóptero para la DEA. Me contratan en estaciones señaladas,
momentos, como este, que suelen coincidir con la estación de la cosecha en el Gran Sur y las zonas
circundantes, así que aquí me tienes, volando sobre el bosque en busca de zonas verde oscuro
mientras que los agentes de atrás los analizan con infrarrojos y lo registran todo en el GPS para
obtener autorizaciones concretas. Y vaya si pagan bien. «Viva la guerra contra las drogas» es lo que
digo. Pero no, no soy poli.
—Eso pensaba yo.
—Lo divertido es que he aprendido a localizar el color adecuado desde el aire, y por lo general
los infrarrojos confirman mis sospechas. Esta mañana he localizado un terreno de tres kilómetros
cuadrados de cultivo de marihuana justo al norte del rancho Beer-Bar. ¿Sabes dónde está eso?
Theo sintió que se le hacía un nudo en la garganta del tamaño de una de las ratas muertas de Gabe.
—Sí.
—Tío, eso es un montón de hierba, incluso para los estándares de cultivos comerciales. Una
cantidad criminal. Giré el helicóptero y abandoné el espacio sin que los agentes se percataran, pero
cuando el tiempo lo permita podríamos volver. Se acerca una tormenta, ¿lo sabías? Roberto y yo nos
pasamos por allí esta tarde para asegurarnos. Supongo que se lo podría enseñar a los agentes mañana.
—Tucker Case bajó su taza de café, se inclinó sobre los codos y giró la cabeza a un lado, como si
fuese un crío mono en un anuncio de cereales y estuviese alcanzando el nirvana del azúcar.
—Es usted una persona muy desagradable, señor Case.
—Dios santo, tendrías que haberme visto antes de pasar por mi epifanía. Antes era un auténtico
cabrón. De hecho, ahora soy de lo más encantador. Por cierto, vi a tu mujer trabajando en el patio de
la cabaña, muy atractiva. Lo de la espada y todo eso asusta un poco, pero por lo demás es muy
atractiva.
Theo se levantó. Se sentía un poco mareado, como si le acabaran de golpear con un calcetín lleno
de arena.
—Será mejor que me vaya.
Tucker Case posó la mano sobre el hombro de Theo mientras lo acompañaba a la puerta.
—Puede que no te lo creas, Theo, pero estoy seguro de que en otras circunstancias habríamos
sido buenos amigos. Y quiero que comprendas que de verdad quiero que las cosas funcionen con
Lena. Es como si nos hubiésemos conocido en el momento preciso, el segundo exacto en el que me
recuperaba de mi divorcio y me abría de nuevo al amor. Y es maravilloso tener a alguien con quien
pasar largas horas bajo el árbol de Navidad, ¿no crees? Es una gran mujer.
—Lena me cae bien —dijo Theo—. Pero usted es un psicópata.
—¿De veras lo crees? —repuso Tuck—. La verdad es que he intentado ser útil.
10
Amor al límite
—¿Que has hecho qué? —preguntó Lena—. Y quítate ese murciélago de la cabeza, me pone de los
nervios que tengas un gorro que me mira todo el rato.
—¿Así? —dijo Tuck.
—No cambies de tema. ¿Has chantajeado a Theo Crowe? —Iba de una esquina a otra de la cocina.
Tuck estaba sentado en la encimera, vestido con una camiseta de paño de algodón amarilla que se
complementaba con el murciélago al tiempo que acentuaba sus azul marino. Por una vez, el
murciélago no llevaba gafas de sol.
—No exactamente. Era algo más bien implícito. Descubrió que he estado en la furgoneta de tu ex.
Lo sabía. Ahora simplemente se olvidará.
—Puede que no. Puede que le quede algo de integridad, a diferencia de otros.
—Oye, oye, oye, sin apuntar con el dedo. Mi mujer sigue viviendo como una reina en las islas
Caimán gracias al dinero que robé honradamente al médico que se dedicaba al tráfico de órganos,
mientras que el tuyo… Bueno, no creo que deba recordártelo.
—La muerte de Dale fue un accidente. Todo lo que ha pasado desde entonces, toda esta locura, es
cosa tuya. Te metes en mi vida en el peor momento posible, como si llevases tiempo planeándolo, y
las cosas se han ido de madre. Y ahora estás chantajeando a mis amigos. Tucker, ¿es que estás loco?
—Claro.
—¿Claro? ¿Así de fácil? ¿Seguro, estás loco?
—Claro, todo el mundo lo está. Si crees que todo el mundo está bien de la azotea es que no
conoces a la gente que te rodea. La clave, y esto es muy relevante en nuestro caso, es encontrar a
alguien cuya locura encaje con la tuya, como nosotros. —Esbozó lo que Lena supuso que debía ser
una sonrisa encantadora, que quedó en cierto modo amortiguada por sus intentos de desenredarse las
alas de Roberto del pelo.
Lena le dio la espalda y se apoyó sobre la encimera que había enfrente del lavavajillas con la
esperanza de endurecerse para lo que debía hacer. Desafortunadamente, Tuck acababa de meter una
carga de platos y la corriente del conducto de ventilación manaba a través de su fina falda, lo que le
hacía sentir inadecuadamente húmeda para lo que pretendía ser una indignación en toda regla. Se
volvió y dejó que la corriente le humedeciera el trasero mientras hacía su pronunciamiento.
—Mira, Tucker, eres un hombre muy atractivo… —Tomó una bocanada de aire en la pausa.
—No me lo puedo creer, ¿estas rompiendo conmigo?
—Y me gustas, a pesar de la situación…
—Ah, vale, no quieres tener nada con un hombre atractivo que te gusta, el paraíso prohibido.
—¡¿Puedes callarte un momento?!
El murciélago ladró en respuesta a su, tono.
—¡Tú también, cara de rata! Mira, en otro lugar y en otro momento, quizá. Pero eres
demasiado… Yo soy demasiado… Es que aceptas las cosas con demasiada facilidad. Yo necesito…
—¿Tu ansiedad?
—¿Podrías dejarme terminar?
—Claro, adelante —asintió. El murciélago, que ahora estaba sobre su hombro, asintió también.
Lena tuvo que desviar la mirada.
—Y tu murciélago me está poniendo de los nervios.
—Pues tendrías que haber estado cuando le dio por hablar.
—¡Fuera, Tucker! Necesito que salgas de mi vida. Tengo muchas cosas entre manos, tú eres
demasiado.
—Pero el sexo estuvo genial, era…
—Entenderé que quieras acudir a las autoridades, puede que hasta vaya yo misma. Pero es que
esto está sencillamente mal.
Tucker Case bajó la cabeza. Roberto, el murciélago de la fruta, hizo otro tanto. Tucker Case miró
al murciélago, el cual, a su vez, miró a Lena, como si quisiera decir: «espero que estés contenta, le
has roto el corazón».
—Cogeré mis cosas —dijo Tuck.
Lena estaba llorando. No quería, pero se había echado a llorar. Observó cómo Tuck recogía sus
cosas por toda la casa y las metía en una bolsa de vuelo mientras se preguntaba cómo podía haber
esparcido tanta porquería en solo dos días. Hombres, siempre marcando el territorio.
Se detuvo en la puerta y miró atrás.
—No voy a ir a la policía. Simplemente me voy.
Lena se echó las manos a la frente como si tuviera un dolor de cabeza, pero era más que nada
para taparse las lágrimas.
—Vale.
—Entonces me voy…
—Adiós, Tucker.
—Ya no podrás hacer el amor con nadie bajo el árbol de Navidad…
—¡Por el amor de Dios, Tuck! —exclamó ella alzando la mirada.
—Vale, ya me voy. —Y se fue.
Lena Márquez se metió en su habitación y llamó a su amiga Molly. Quizá llorarle al teléfono a
una amiga devolvería algo de normalidad a su vida.

¿Memos Agrios? ¿Capullos de Canela? ¿O quizá Chicle de Mocos? La madre de Sam Applebaum
había encontrado una botella de Cabernet razonablemente barata y había dado permiso a Sam para
que cogiera una chuchería de la tienda de Brine. Estaba claro que los chicles durarían más, pero todos
tenían el mismo acabado verde manzana, mientras que los Memos esgrimían una variedad de sabores
afrutados y un toque de saborcillo más fuerte. Los Capullos de Canela tenían un rico buqué y se
dejaban morder, pero sus formas de contable denotaban su origen burgués.
Sam estaba aprendiendo terminología de vino. Solo tenía siete años, pero le encantaba poner de
los nervios a los adultos con su vocabulario enológico. El Hanukkah acababa de terminar y había
habido muchas cenas en casa de Sam durante la última semana, con un montón de conversaciones
sobre vino y Sam había conseguido enloquecer a toda una mesa de familiares diciendo después, tras
catar un Manischewitz de mora (el único vino que le estaba permitido tomar), que era como un «tenaz
coñito tinto, pero no carente de cierto encanto a geranio de despensa». Ni que decir tiene que acabó
de cenar en su cuarto, pero sí que era tenaz. Filisteos.
—¿Eres uno de los elegidos? —dijo una voz por encima y a la derecha de Sam—. Yo destruí a los
cananeos para que tu pueblo tuviera un país.
Miró hacia arriba y se encontró con un hombre de pelo largo y rubio, vestido con una gabardina
negra. Sam sintió una sacudida, como si acabara de lamer una batería. Ese era el tipo que había
asustado a su amigo Josh. Miró alrededor y vio que su madre estaba al fondo de la tienda con el
señor Masterson, el propietario.
—¿Me puedo llevar estas con esto? —En una mano tenía tres chucherías y en la otra una pequeña
moneda del tamaño de las de diez centavos. La moneda parecía muy antigua.
—Esa moneda es extranjera. No creo que la acepten.
El hombre asintió pensativo y se puso muy triste ante esa información.
—Pero un Crunch de Nestlé no sería una mala elección —dijo Sam para ganar tiempo y evitar
que el hombre se le echara encima—. Un poco soso, pero la capa inferior de ámbar gris y nueces lo
arregla.
Sam volvió a mirar en derredor en busca de su madre. Seguía con el señor Masterson, hablando
de vinos y de paso flirteando un poco. Ya podían cortar a Sam en pedacitos y meterlo en bolsas de
congelador, que ella ni se enteraría. Quizá consiguiera convencer al tipo de que se largara.
—Mira, no están mirando. ¿Por qué no las coges sin más?
—No puedo —dijo el hombre rubio.
—¿Por qué no?
—Porque nadie me ha dicho que lo haga.
Oh, no. El tipo parecía un adulto, pero tenía el cerebro de un crío estúpido, como el tío de El otro
lado de la vida, o el presidente.
—Entonces yo te diré que lo hagas, ¿vale? —dijo Sam—. Adelante, llévatelas. Aunque será mejor
que te vayas. Va a llover. —Sam nunca había sido capaz de hablarle así a un adulto antes.
El rubio miró las chucherías y luego a Sam.
—Gracias. Paz en la Tierra, buena voluntad para los hombres. Feliz Navidad.
—Soy judío, ¿recuerdas? No celebramos la Navidad. Celebramos el Hannukah, el milagro de las
luces.
—Oh, eso no fue un milagro.
—Sí que lo fue.
—No, lo recuerdo. Alguien se coló y puso más aceite en la lámpara. Pero yo haré un milagro
navideño mañana. —Dicho eso, el rubio retrocedió con las chucherías apretadas contra el pecho. —
Shalom, niño. Y desapareció.
—¡Genial! —dijo Sam—. Sencillamente genial. ¡Y me lo suelta así!

A Kendra, la Nena Guerrera de Allende la Frontera, maestra de combate de la arena de aceite


hirviendo, asesina de monstruos, perdición de mutantes, azote de los piratas de arena, protectora de
sangre del pueblo termita —hormigueros siete a doce—, le gustaba el queso. Así ocurrió que, en ese
vigésimo tercer día de diciembre, con sus tallarines húmedos y congelados en el colador, alzó su
musculoso brazo al cielo e invocó la ira de todas las furias sobre su poder superior, Nigoth, el dios
gusano, por haber permitido que se olvidara la mozzarella en la caja del súper. Pero los dioses no se
implican en los asuntos de la lasaña, así que el cielo no estalló envuelto en fuego vengativo (al menos
por lo que se podía ver desde la ventana de la cocina) para incinerar al miserable dios que osara
abandonarla en su hora más necesitada de queso. No pasó nada en absoluto.
—¡La maldición caiga sobre ti, Nigoth! Si mi acero no estuviese quebrado, te seguiría hasta los
confines de la frontera y daría cuenta de tus mil y una cuencas oculares solo para asegurarme de dar
con tu favorita. Y entonces se las daría de comer crudas a los más nefandos.
Entonces sonó el teléfono.
—Digaaa —canturreó Molly con dulzura.
—¿Molly? —dijo Lena—. Parece que estás sin aliento. ¿Te encuentras bien?
—Rápido, piensa en algo —dijo el narrador—. No le digas lo que estabas haciendo.
El narrador había permanecido con Molly casi todo el tiempo durante los dos últimos días. Era
toda una molestia, salvo cuando recordó cuánto orégano y tomillo llevaba la salsa de tomate. No
obstante, ella sabía que su presencia implicaba que tenía que volver a tomarse los medicamentos lo
antes posible.
—Oh, sí, estoy bien, Lena. Solo estaba preparando unos panecillos. Ya sabes, está nublado, se
acerca una tormenta, Theo es un mutante… Pensé que debía hacer algo para animarme.
Hubo un largo silencio al otro lado de la línea y Molly se preguntó si había sonado convincente.
—Absolutamente convincente —dijo el narrador—. Si no estuviese aquí, juraría que todavía
estarías haciéndolo.
—¡No estás aquí! —gritó Molly.
—¿Perdona? —dijo Lena—. Molly, puedo llamar más tarde si te he pillado en mal momento.
—Oh, no, no, no. Estoy bien. Solo hacía un poco de lasagna.
—Nunca oí que lo llamaran así.
—Es para la fiesta.
—Ah, vale. ¿Y cómo te va?
—Se me olvidó la mozzarella. La pagué, pero se me olvidó en la caja. —Miró los tres cartones de
ricota que había dejado sobre la mesa y que estaban riéndose de ella. Qué petulantes podían llegar a
ser los quesos suaves.
—Iré allí y te los llevaré.
—¡No! —Molly sintió una sacudida de adrenalina ante la idea de tener que pasar por una larga
sesión de amistad con Lena. Las cosas se estaban volviendo borrosas entre Pine Cove y la frontera—.
Quiero decir que está bien. Yo lo haré. Me encanta el queso, quiero decir comprar queso.
Molly oyó cómo sorbía por la nariz al otro lado de la línea.
—Mol, de verdad necesito ayudarte con la jodida lasaña, ¿vale? De verdad.
—Vaya, parece tan chiflada como tú —dijo el narrador. Molly dio un manotazo al aire para
mandarlo callar, acompañado del gesto de llevarse el dedo a los labios en vehemente orden de
silencio—. Es una yonqui de las crisis, lo sabré yo.
—Necesito hablar con alguien —dijo Lena, sorbiendo por la nariz—. Acabo de romper con
Tucker.
—Oh, cómo lo siento, Lena. ¿Quién es Tucker?
—El piloto con el que estaba saliendo.
—¿El tipo del murciélago? ¿No lo acababas de conocer? Tómate un baño. Come algo de helado.
Solo lo conoces de un par de días, ¿no?
—Hemos compartido mucho.
—Sé realista, Lena. Te lo follaste y fuisteis al límite. No es que te haya robado los diseños de un
reactor de fusión fría. Te pondrás bien.
—¡Molly! Es Navidad. Se supone que eres mi amiga.
Molly asintió, pero se dio cuenta de que Lena no podía oírla. Era verdad, no estaba siendo muy
buena amiga. Después de todo era la protectora juramentada de los pastores de Lan, así como
miembro del gremio de actores de televisión, y su deber era fingir que le importaban los problemas
de sus amigos.
—Trae el queso —dijo—. Aquí te esperamos.
—¿Esperamos?
—Yo… Trae el queso, Lena.

Theo Crowe se presentó en Brine’s justo a tiempo para perdérselo todo. Robert Masterson, el
propietario, lo había llamado tan pronto como había visto al misterioso hombre rubio hablando con
Sam Applebaum. Theo había acudido a toda prisa para encontrarse con que no había nada que
encontrarse. El rubio no había dañado o amenazado a Sam. El chico parecía estar bien, salvo que no
paraba de murmurar que quería cambiarse de religión y hacerse rastafari como su primo Preston,
que vivía en Maui. En mitad de la entrevista, Theo se dio cuenta de que no era el más apropiado para
enumerar las razones por las que no era bueno pasarse la vida fumando hierba y haciendo surf como
el primo de Sam, porque él: (A) nunca aprendió a hacer surf, (B) nunca tuvo la menor idea de cómo
funcionaba eso del rastafarianismo, y (C) tendría que emplear el argumento de «y mira qué perdedor
he acabado siendo. Tú no quieres eso para ti, ¿verdad, Sam?». Abandonó la escena sintiéndose
incluso más inútil de lo que había acabado después de la zurra que le había propinado el piloto en la
casa de Lena Márquez.
Cuando Theo enfilaba el camino de casa para el almuerzo, con la esperanza de arreglar las cosas
con Molly y obtener algo de simpatía y un bocadillo, se topó con la furgoneta de Lena aparcada
frente a la cabaña. El corazón casi se le sale del pecho. Barajó la posibilidad de pasarse por el huerto
y fumarse un petardo antes de entrar, pero eso se parecía terriblemente al comportamiento de un
adicto. Las cosas se habían torcido un poco, pero no estaba todo perdido. Aun así, atravesó la puerta
con ánimo humilde, sin mucha idea de cómo lidiaría con Lena, que podría ser una asesina, por no
hablar de Molly.
—¡Traidor! —dijo Molly, desde detrás de una cazuela de tallarines que estaba preparando con
salsa de tomate, carne y queso. Tenía los brazos manchados hasta los codos y daba la impresión de
haber salido de una sesión de cirugía que había salido mal. Alguien había cerrado de un portazo la
puerta de atrás justo cuando entraba.
—¿Dónde está Lena? —preguntó.
—Salió por detrás. ¿Por qué? ¿Tienes miedo de que revele tu secreto?
Theo se encogió y se acercó a su mujer con los brazos extendidos en actitud de «dame un
respiro». ¿Cómo es que siempre que estaba enfadada sus dientes parecían más afilados? Theo no
recordaba esa cualidad en ningún otro momento.
—Mal, solo lo hice para comprarte algo por Navidad. No quería…
—Oh, eso no me importa. Estás investigando a Lena, a mi amiga Lena. Te presentaste en su casa
como si fuese una criminal o algo así. Es la radiación, ¿verdad?
—Hay pruebas, Molly. Y no es que estuviese colocado. Hallé pelos de un murciélago de la fruta
en la furgoneta de Dale y su novio tiene uno. Y el pequeño Barker dijo… —Theo oyó que un
vehículo arrancaba fuera—. Debería hablar con ella.
—Lena no sería capaz de hacerle daño a nadie. Me ha traído queso por Navidad, por el amor de
Dios. Es pacifista.
—Lo sé, Molly. No estoy diciendo que haya hecho daño a nadie, pero necesito averiguar…
—Creo que lo que hace que saques tu yo mutante es la hierba. —Le estaba señalando con un
tallarín en la mano. En cierto modo, parecía que estaba meneando a una criatura viva.
—¿De qué estás hablando, Molly? ¿Mi yo mutante? ¿Te estás tomando la medicación?
—¿Cómo te atreves a llamarme loca? Eso es peor que si me preguntaras si tengo la regla, que no
la tengo, por cierto. Pero no puedo creer que pienses que estoy loca. ¡Bastardo mutante! —Le lanzó
un tallarín y él lo esquivó.
—Necesitas la medicación, zorra chiflada. —A Theo no se le daba demasiado bien la violencia,
incluso en forma de sémola empapada, pero tras el estallido inicial, perdió toda voluntad de pelea—.
Lo siento, no sabía lo que decía. Vamos…
—¡Bien! —dijo Molly. Se limpió las manos en un paño y se lo tiró. Mientras lo esquivaba, él tuvo
la sensación de que se movía en un borroso bullet time a lo Matrix, pero en realidad no era más que
un tipo alto un poco pasado de rosca y el paño no le hubiese dado de todos modos. Molly se fue al
dormitorio dando pisotones y se dejó caer sobre el suelo, al otro lado de la cama.
—Molly, ¿estás bien?
Molly se levantó con un paquete del tamaño de una caja de zapatos envuelto en papel de regalo.
Lo extendió hacia él.
—Toma, cógelo y lárgate. No quiero volver a verte, traidor. Vete.
Theo estaba alucinado. ¿Estaba rompiendo con él? ¿Le pedía que la dejara? ¿Cómo se habían
torcido las cosas tanto y tan deprisa?
—No quiero. Estoy teniendo un día verdaderamente malo, Molly. He venido a casa esperando
encontrar algo de simpatía.
—¿Ah, sí? Vale. Ahí va. Ay, el pobrecito Theo fumado, cómo siento que tengas que investigar a
mi mejor amiga la víspera de Nochebuena, cuando podrías estar ahí fuera en un cultivo ilegal que se
parece al decorado de la jungla del pueblo gibón. —Seguía sosteniendo el regalo y él lo cogió.
¿De qué demonios estaba hablando? Así que la cosa sí que iba del jardín de la victoria.
—Ábrelo —dijo.
No dijo una palabra más. Apoyó una mano sobre la cadera y le clavó una de esas miradas que
decían «te voy a dar una patada en el culo o te voy a reventar la cabeza» y que tanto lo excitaban. Él
nunca estaba muy seguro de cómo reaccionar ante ellas, solo que ella obtendría mucha satisfacción
de un modo u otro y que a él lo dejaría jodido el día siguiente. Era la mirada de la Nena Guerrera y
en ese momento comprendió con toda claridad que estaba teniendo una de sus recaídas. Lo más
probable es que de verdad no se estuviera, tomando la medicación. Había que tratar la situación con
sumo cuidado.
Retrocedió unos pasos y arrancó el papel de regalo. Dentro, había una caja blanca con un sello
plateado de uno de los más exclusivos sopladores de cristal locales y, dentro de ella, envuelta en un
tejido azul, estaba la pipa más hermosa que jamás hubiera visto. Parecía un producto del art nouveau,
pero confeccionado con materiales modernos, cristal azul verdoso dicromático ornamentado con
ramas plateadas que la recorrían y le daban la impresión de estar recorriendo un bosque a medida
que la giraba en su mano. La cazoleta y la caña, que encajaban perfectamente en la mano, parecían
estar hechas de plata, al tiempo que las ramas arbóreas parecían amenazar con saltar fuera del cristal
en cualquier momento. Seguro que era una pieza única confeccionada para él personalmente, con sus
testículos en mente. Antes de darse cuenta estaba llorando, y parpadeó entre lágrimas.
—Es preciosa.
—Ah, ah —dijo Molly—. Así que ya puedes ver que no es tu jardín lo que me molesta. Eres tú.
—Molly, yo solo quiero hablar con Lena. Su novio ha amenazado con chantajearme. Solo
estaba…
—Cógela y lárgate —dijo Molly.
—Cariño, tienes que llamar a la doctora Val a ver si puede verte…
—Sal de aquí, maldita sea. No me digas que vaya a la loquera. ¡Fuera!
Era inútil. Al menos en ese momento. Su voz había alcanzado el tono frenético de la Nena
Guerrera. Lo recordaba de las veces que la había acompañado al hospital del condado antes de
convertirse en amantes, cuando no era más que la loca del pueblo. Si la presionaba más acabaría
perdiéndola del todo.
—Vale, me voy. Pero te llamaré, ¿de acuerdo?
Ella se limitó a lanzarle esa mirada suya.
—Es Navidad… —un último intento, quizá.
La mirada.
—Bien. Tu regalo está en la estantería más alta del armario. Feliz Navidad.
Cogió unas cuantas mudas y unos calcetines del cajón, unas cuantas camisetas del armario y se
dirigió a la puerta. Ella se encargó de dar tal portazo cuando salió que rompió una ventana. El chocar
de los trozos de cristal contra el suelo parecía resumir su vida entera.
11
Babas de caracol llenas de alegría
Podría haber estado hecho de caoba bruñida, excepto cuando se movía, que lo hacía parecer líquido.
Las luces del escenario se reflejaban verdes y rojas sobre su calva mientras oscilaba sobre el taburete
y toqueteaba las cuerdas de una Stratocaster rubia con el cuello roto de una botella de cerveza. Su
nombre era Catfish Jefferson y tenía setenta, ochenta o cien años y, al igual que Roberto, el
murciélago de la fruta, usaba gafas de sol en interiores. Catfish era un músico de blues, y dos noches
antes de Navidad se encontraba en el Cuerno de Caracol cantando un triste blues de doce barras.

Pillé a mi nena haciéndoselo con Santa


debajo del muérdago (Dios, ten piedad).
Pillé a mi nena haciéndoselo con Santa,
debajo del muérdago.
Ella era mi ángel de Navidad,
ahora no es más que una zorra de Navidad.

—¡Así se habla! —dijo Gabe Fenton—. Toma, toma, verdades como puños, hermano.
Theophilus Crowe miró a su amigo, uno más en la línea de tipos raros que atestaban la barra y
que se mecían casi a la vez siguiendo el ritmo. Meneó la cabeza.
—Llevo el blues en la sangre —dijo Gabe—. A mí también me jodió.
Gabe había bebido. Theo, aunque no estaba del todo sobrio, no había tomado ni una copa.
Lo que sí había hecho era compartir con Catfish Jefferson entre bastidores un delgado canuto de
hierba barata del Gran Sur, mientras trataban de arrancar lumbre a un mechero en medio de una
ventolera de cuarenta nudos.
—No sabía que haría este tiempo en vuestro pueblo, cabrones —graznó Catfish al tiempo que
daba tal calada al canuto que el ascua parecía el ardiente ojo de un demonio mirando desde una cueva,
cuyas paredes eran dedos y labios oscuros. Los callos que tenía en la punta de los dedos eran
insensibles al calor.
—El Niño —dijo Theo, soltando una bocanada de humo.
—¿El qué?
—Es una corriente oceánica cálida del Pacífico. Se acerca a la costa cada diez años, más o menos.
Fastidia la pesca, trae consigo lluvias torrenciales, tormentas. Dicen que posiblemente nos visite este
año.
—¿Cuándo se sabrá? —El músico se había puesto su sombrero de fieltro y se lo agarraba para
que no se lo llevara el viento.
—Normalmente, cuando todo se inunda, se arruinan las vides y un montón de casas construídas al
borde de las barrancas se deslizan al océano.
—¿Y eso es porque el agua está muy caliente?
—Así es.
—Que no os extrañe que el país entero tenga ganas de patearos el culo —dijo Catfish—.
Volvamos dentro antes de que el viento arrastre mi delgado culo hasta Clarksville.
—No se está tan mal —dijo Theo—. Creo que acabará escampando.

La negación del invierno. Theo, al igual que la mayoría de los californianos, lo hacía. Daban por
sentado que, como el tiempo era agradable durante la mayor parte del año, debía serlo siempre, por
lo que, en medio de una tormenta, no era de extrañar encontrarse con gente por la calle sin paraguas
o llenando el depósito del vehículo con pantalones cortos y camiseta. Así que, por mucho que el
servicio nacional de meteorología insistiese en que las viviendas de la costa central se reforzasen
para afrontar la tormenta de la década, y aunque los vientos soplasen a cincuenta nudos durante todo
el día antes de que la tormenta tocara tierra, los habitantes de Pine Cove seguían con su rutina festiva
como si no les pudiera pasar nada fuera de lo normal.
La negación del invierno: donde yace la satisfacción por la desgracia de los californianos, la
felicidad oculta que siente el resto del país por la adversidad californiana. El resto del país dice:
«míralos, con sus cuerpazos y su bronceado, sus playas y sus estrellas del cine, su Silicon Valley y
sus tetas de silicona, su puente naranja y sus palmeras. Dios, ¡cómo odio a esos bastardos
presumidos!». Porque, si estás hasta el ombligo de nieve en Ohio, no hay nada que te alegre más el
corazón que ver California en llamas. Si estás cavando con una pala en tu sótano de la zona inundada
de Fargo, no hay nada que te alegre más el día que ver cómo se desliza una mansión de Malibú al mar
por el acantilado. Y si un tornado acaba de sembrar tu pueblo de Oklahoma aleatoriamente con
desechos de chatarra y estiércol de campesino, es posible encontrar bastante solaz en el hecho de que
la tierra se ha abierto bajo el valle de San Fernando y se ha tragado una caravana entera de utilitarios
de lujo.
Mavis Sand se permitía algo de esa alegría por las desgracias ajenas, y eso que había nacido y se
había educado en California. Deseaba en secreto que se produjeran incendios forestales y los
disfrutaba todos los años. No era porque disfrutara ver cómo ardía el estado, sino por su dinero;
además, nada mejor que un tipo corpulento enfundado en un traje de goma y una gruesa manguera
entre las manos y, durante los incendios, había muchos de esos en las noticias.
—¿Tarta de frutas? —preguntó Mavis ofreciendo una porción sospechosa en un plato de postre a
Gabe Fenton, quien, desde su embriaguez, trataba de convencer a Theo Crowe de que tenía una
predisposición genética hacia el blues, empleando para ello unas palabras impresionantemente largas
que nadie era capaz de comprender, y preguntando de vez en cuando si podría obtener algún «amén»
o «choca esos cinco», cosa que a todas luces recibía una respuesta negativa.
Lo que sí podía obtener era tarta de frutas.
—Misericordia, misericordia, mi madre hacía una tarta que se parecía muchísimo a esa —aulló
Cabe—. Que Dios bendiga su alma.
Gabe iba a coger el plato, pero Theo lo interceptó y lo mantuvo lejos del alcance del biólogo.
—Primero —dijo Theo—, tu madre era profesora de antropología y no cocinó nada en su vida,
segundo no ha muerto, y, tercero, tú eres ateo.
—¡¿Alguien me puede dar un amén?! —replicó Gabe. Theo arqueó una ceja en gesto acusatorio
hacia Mavis.
—Pensé que ya habíamos dicho que nada de tarta de frutas este año.
Las Navidades pasadas, la tarta de frutas de Mavis había mandado a dos personas a la unidad de
desintoxicación. Juró que sería el último año.
—Esta tarta es como una virgen —se encogió Mavis de hombros—. Solo lleva un cuarto de ron y
apenas un puñado de Vicodin.
—Va a ser que no —dijo Theo mientras echaba el plato hacia atrás.
—Vale —dijo Mavis—. Pero llévate de aquí a tu amigo el blusero. Me está avergonzando. Una
vez le zurré a un capullo en un club nocturno, y no estaba avergonzada, así que toma nota.
—Joder, Mavis —se quejó Theo mientras trataba de quitarse la imagen de la cabeza.
—¿Qué? No llevaba las gafas puestas. Creí que era un hirsuto vendedor de seguros con talento.
—Será mejor que me lo lleve a casa —dijo Theo. Dio un codazo a Gabe, que había vuelto su
atención a una joven a su derecha, vestida con una camiseta roja muy escotada y que había ido
moviéndose de taburete en taburete durante toda la noche a la espera de que alguien le diera
conversación.
—Hola —dijo Gabe al canalillo—. No estoy implicado en la experiencia humana y no tengo
cualidades redentoras como hombre.
—Yo tampoco —dijo Tucker Case, desde el taburete que había al otro lado de la mujer de rojo—.
¿A ti también te dice la gente que eres un psicópata? Cómo lo odio.

Bajo varias capas de labia y astucia, Tucker Case estaba en realidad bastante fastidiado por su ruptura
con Lena Márquez. No es que la mujer se hubiera convertido en parte de su vida en los dos días que
habían pasado desde que la conociera, sino que había empezado a alimentar esperanzas. Y, como
decía Buda, «la esperanza no es más que otra faceta del deseo. Y el deseo es un cabrón de cuidado».
Había desistido de buscar compañía humana que pudiera ayudarlo a diluir la decepción. En otros
tiempo, se habría aferrado a la primera mujer que se le cruzara por el camino, pero sus días de
busconas le habían dejado más solo que nunca y decidió no volver a recorrer ese resbaladizo camino.
—¿Así que —dijo Tuck a Gabe— te han dejado?
—Me utilizó —dijo Gabe—. Me arrancó las entrañas.
El nombre del mal es femenino.
—No hables con él —le dijo Theo, mientras trataba sin mucho éxito de arrancarlo del taburete—.
Ese tipo no es legal.
La joven que se sentaba entre Tuck y Gabe los miró a ambos y luego se volvió a Theo. Después se
miró los pechos y después a los hombres de nuevo, como diciendo «¿es que estáis ciegos? Llevo
sentada aquí toda la noche con estas dos y me vais a ignorar».
Tucker Case sí que la estaba ignorando. Bueno, de vez en cuando inspeccionaba los domingos,
mientras hablaba con Gabe y Theo.
—Mira, alguacil, puede que hayamos empezado con mal pie…
—¿Mal pie? —La voz de Theo casi se quebró.
Estaba tan enfadado que parecía estar hablando con los pechos de la mujer en lugar de con Tucker
Case, que apenas estaba unos centímetros más allá.
—Usted me amenazó.
—¿Te amenazó? —dijo Gabe cambiando de postura para tener mejor perspectiva de los pechos
—. Eso está feo, colega. Acaban de echar a Theo de casa.
—¿Os podéis creer que a nuestras edades nos podamos dar estos batacazos? —preguntó Tuck
apartando la mirada del canalillo para demostrar la sinceridad de sus palabras. Se sentía mal por
haber chantajeado a Theo, pero, al igual que ayudó a Lena a esconder el cuerpo, a veces era
necesario hacer cosas desagradables, y él, como piloto y hombre de acción, las hacía.
—¿De qué está hablando? —inquirió Theo.
—Pues Lena y yo lo hemos dejado, alguacil. Poco después de que ambos habláramos esta
mañana.
—¿De verdad? —Theo también se desprendió del encantamiento de los dos montes de carne.
—De verdad —dijo Tuck—. Y lamento que las cosas hayan ido así.
—Eso no cambia las cosas, ¿no?
—¿Cambiaría algo si le dijera que ni yo ni Lena le hicimos daño alguno al tal Dale Pearson?
—No creo que fuera un «tal» —se enfrentó Gabe a los pechos—. Estoy seguro de que se ha
confirmado que es Dale Pearson.
—Lo que sea —dijo Tuck—. ¿Cambiaría eso algo? ¿Te lo creerías?
Theo no respondió inmediatamente, sino que más bien pareció esperar una respuesta del escote.
—Sí, te creo —dijo, mirando de nuevo a Tuck.
Tuck casi aspiró el ginger ale que se estaba bebiendo.
—Joder —dijo cuando dejó de toser—, eres un poli nefasto, Theo. No puedes creer sin más a un
extraño que te dice algo en un bar. —Tuck no estaba acostumbrado a que lo creyeran, por lo que tener
delante a alguien que lo hacía por la cara…
—Eh, eh, eh —dijo Gabe—. Eso no venía a cuento…
—¡Que os jodan, tíos! —dijo la mujer de rojo. Saltó del taburete y cogió sus llaves de la barra—.
Yo también soy una persona, ¿sabéis? Y lo que tengo aquí abajo no son micrófonos —dijo mientras
quitaba los pechos de encima de la barra y los meneaba en dirección a los que la habían ofendido. El
sonido de las llaves lograba desvirtuar completamente el gesto.
—Oh, Dios mío —dijo Gabe.
—¡No se puede ignorar a una persona así, sin más! Además, sois todos demasiado viejos y sois
unos fracasados. Prefiero pasar sola las Navidades, antes que estar cinco minutos con cualquiera de
vosotros —dicho lo cual, tiró unas monedas sobre la barra, se volvió y salió del bar como una
exhalación.
Como eran hombres, Theo, Tuck y Gabe se quedaron mirándole el culo mientras se marchaba.
—¿Demasiado viejos? —dijo Theo—. Veintimuchos, quizá treinta y pocos. No creo que la
estuviéramos ignorando.
Mavis Sand cogió el dinero y meneó la cabeza.
—Le estabais prestando la atención necesaria. Algunas mujeres sienten celos de sus propios
atributos.
—Yo pensaba en icebergs —dijo Gabe—. Solo el diez por ciento es visible y la parte
verdaderamente peligrosa sigue sumergida. Oh no, vuelvo a tener un ataque de blues. —Golpeó la
cabeza con la barra y la hizo rebotar.
—¿Quieres que te ayude a meterlo en el coche? —dijo Tuck, mirando a Theo.
—Es un tipo muy listo —dijo Theo—. Tiene un par de doctorados en filosofía.
—¿Entonces quieres que te ayude a meter en el coche al doctor?
Theo estaba tratando de meter el hombro bajo el brazo de Gabe, pero dado que era casi treinta
centímetros más alto que su amigo, la cosa no tenía muy buena pinta.
—Theo —ladró Mavis—, no seas tan imbécil. Deja que el hombre te ayude.
Al cabo de tres intentos poco afortunados de levantar el peso muerto en el que se había convertido
Gabe Fenton, Theo asintió en dirección a Tuck. Cada uno se hizo con un brazo y arrastraron al
biólogo hacia la puerta.
—Si le da por vomitar, lo apunto hacia ti —dijo Theo.
—A Lena le encantaban estos zapatos —dijo Tuck—, pero haz lo que creas necesario.
—No soy sexy, ronpoponpón —canturreó Gabe Fenton en sintonía con el espíritu de las fechas—.
Mis cualidades sociales son nulas, ronpoponpón.
—¿Eso era una rima? —preguntó Tuck.
—Es un tipo listo —dijo Theo.
Mavis se les adelantó y les sostuvo la puerta abierta.
—¿Os veré en la fiesta de los solitarios, patéticos fracasados?
Se detuvieron, se miraron el uno al otro y sintieron la camaradería que los unía en la patria de los
fracasados. No sin cierta renuencia, asintieron.
—La cena está a punto, ronpoponpón.

Mientras tanto, las chicas correteaban por toda la capilla de Santa Rosa colocando la decoración y
preparando la mesa para la cena. Lena Márquez iba por la tercera vuelta a la estancia con una escalera
portátil, algo de cinta adhesiva y rollos de papel crepé rojo y verde del tamaño de las ruedas de un
camión. El Price Club de San Junípero solo vendía un tamaño, para que uno pudiera decorarse el
trasatlántico de un paseo sin necesidad de volver sobre los pasos. El acto de festonear en serie había
conseguido distraer su mente de los problemas, pero ahora la capilla empezaba a parecerse a la
madriguera de un Ewok daltónico. Si alguien no intervenía pronto, los invitados a la fiesta correrían
el peligro de asfixiarse en una alegre mazmorra de festivo cautiverio. Afortunadamente, cuando Lena
iba con su escalera a punto de empezar la cuarta ronda, Molly Michon entró en la capilla abriendo de
par en par las puertas de doble hoja. El aire de la incipiente tormenta irrumpió en el interior y
arrancó el papel de los muros.
—¡Joder! —dijo Lena.
El papel crepé revoloteó en un vórtice en el centro de la estancia y acabó amontonándose debajo
de una de las mesas del bufé que Molly había preparado a un lado.
—Ya te dije que una pistola de grapas funcionaría mejor que la cinta adhesiva —dijo Molly.
Sostenía tres cazuelas de acero inoxidable llenas de lasaña y aun así logró cerrar las puertas con los
pies a pesar del viento. Así de ágil era.
—Esto es un lugar histórico, Molly. No se puede ir grapando cosas a los muros.
—Ya, como si eso importara después del Juicio Final. Llévate esto abajo y mételo en la nevera —
dijo Molly mientras le tendía las cazuelas a Lena—. Traeré la pistola de grapas del coche.
—¿Y eso qué quiere decir? —inquirió Lena—. ¿Te refieres a nuestras relaciones?
Pero Molly ya se había adentrado en el viento. Últimamente había hecho cada vez más
comentarios crípticos de ese tipo. Era como si estuviese hablando con alguien más en la habitación,
aparte de Lena. Era extraño. Lena se encogió de hombros y regresó al pequeño cuarto que había
detrás del altar y a las escaleras que conducían al piso inferior.
A Lena no le gustaba bajar al sótano de la capilla. En realidad no era un sótano, sino más bien una
bodega: paredes de arenisca que desprendían olor a tierra mojada, un suelo de cemento que se había
puesto allí sin barrera de vapor cincuenta años después de que se excavara el sótano, con una mezcla
tan permeable que producía una capa de limo en invierno. Incluso cuando la estufa y la calefacción
estaban encendidas, nunca hacía demasiado calor. Además, los viejos bancos de iglesia vacíos que se
almacenaban ahí abajo proyectaban sombras que le hacían sentirse como si alguien la observara.
—Mmmm, lasaña —dijo Marty por la mañana, vuestro muerto de las ondas cuando estáis al
volante—. Tíos y tías, la señorita se ha superado sin duda esta vez. ¿Podéis oler eso?
El cementerio era todo un bullicio a la espera de la fiesta de los solitarios.
—Es extremadamente inapropiado, eso es lo que es —dijo Esther—. Supongo que es mejor que
esa horrible Mavis Sand con otra de sus barbacoas. A todo esto, ¿cómo es que sigue viva? Es mayor
que yo.
—Más que la suciedad, querrás decir —dijo Jimmy Antalvo, cuyo rostro aun estaba incrustado en
el poste telefónico de la autopista de la costa del Pacífico, donde se había estrellado a los diecinueve.
—Por favor, muchacho, si tienes que ser grosero, al menos hazlo con originalidad —dijo
Malcolm Cowley—. No combines el tedio con el cliché.
—Mi mujer solía poner una capa de salchichas italianas picantes entre cada capa de queso y
tallarines —comentó Arthur Tannbeau—. Eso sí que era todo un manjar.
—También explica lo del infarto, ¿no crees? —dijo Bess Leander. El veneno le había dejado un
extraño sabor de boca que ni siete años de muerte habían atenuado.
—Pensaba que habíamos acordado no hablar de la culpabilidad de la CDM —dijo Arthur—. ¿Es
que no estábamos de acuerdo? —CDM era como ellos llamaban a la causa de la muerte.
—Claro que sí —dijo Marty por la Mañana.
—Espero que canten El buen rey Wenceslao —suspiró Esther.
—Por favor, cierra la puta boca con lo de El buen rey Wenceslao. Nadie se conoce la letra, nunca
se la ha sabido nadie.
—Vaya por Dios, el nuevo está gruñón —dijo Warren Talbot, antiguo pintor de paisajes que,
después de un fallo del hígado a los setenta, estaba ahora fertilizando uno.
—Bueno, será una maravillosa fiesta para cotillear —dijo Marty por la Mañana—. ¿Habéis oído a
la mujer del alguacil hablando del Juicio Final? Esa mujer cada día está más de la olla.
—¡No lo estoy! —gritó Molly, que había bajado al sótano para ayudar a Lena a hacer espacio en
las dos neveras para las ensaladas y los postres que aún quedaban por bajar.
—¿Con quién estás hablando? —preguntó Lena, un poco asustada por el estallido.
—Creo que está claro —dijo Marty por la Mañana.
12
El milagro navideño del ángel más tonto del mundo
Se pone el sol. Llega Nochebuena. La lluvia caía con tanta fuerza que parecía no haber espacio entre
las gotas, sino más bien que se estaba derramando un muro de agua, a ratos horizontal debido a las
rachas de viento de más de cien kilómetros por hora. En el bosque que había tras la capilla de Santa
Rosa, el ángel masticaba sus Snickers y palpaba con una mano húmeda las huellas de neumático que
le recorrían el cuello, mientras se lamentaba de no haber solicitado datos más concretos.
Estuvo tentado de acudir de nuevo al muchacho y preguntarle dónde estaba enterrado Papá Noel
exactamente. Cayó en la cuenta de que «en alguna parte del bosque detrás de la iglesia» no era muy
preciso que digamos. Pero volver atrás en busca de datos más concretos arrebataría lo milagroso del
milagro.
Ese era el primer milagro de Navidad de Raziel. Lo habían pasado por alto para ese tipo de tareas
durante dos mil años, pero al fin había llegado su turno. Bueno, en realidad había llegado el turno del
arcángel Miguel, pero Raziel acabó haciéndose con el encargo al perder una partida a las cartas.
Miguel había apostado el planeta Venus contra su milagro navideño de aquel año. ¡Venus! Aunque no
estaba muy seguro de lo que habría hecho con Venus si hubiese ganado, Raziel sabía que necesitaba el
segundo planeta, aunque solo fuese porque era grande y luminoso.
No le gustaba lo abstracto de la misión del milagro navideño. «Ve a la Tierra y encuentra un niño
que haya pedido un deseo de Navidad que solo pueda concederse mediante intervención divina, y
entonces se te otorgarán los poderes para conceder dicho deseo». Había tres partes. ¿No sería mejor
dar el trabajo a tres ángeles diferentes? ¿No debería haber un supervisor? Ojalá hubiera podido
cambiar aquello por la destrucción de una ciudad. Eso era mucho más sencillo. Encuentras la ciudad,
matas a todo el mundo, arrasas todos los edificios y si la cagas siempre puedes dar caza a los
supervivientes en las colinas y acabar con ellos con una espada, cosa que a Raziel le proporcionaba
especial gusto. A menos que, por supuesto, destruyeras la ciudad equivocada, y ¿cuántas veces había
hecho eso? ¿Dos? De todos modos, las ciudades de aquellos tiempos no eran tan grandes, la gente
suficiente para llenar un par de Wal-Marts. Eso sí que sería una misión, pensó el ángel: «¡Raziel! Ve a
la Tierra y desata la destrucción de dos Wal-Marts de buen tamaño, mata hasta que mane la sangre de
todos los establecimientos y no queden más que escombros de los edificios y, de paso, llévate unas
cuantas barritas de Snickers».
Un árbol cercano se partió con estrépito debido al fuerte viento y el ángel salió de su ensoñación.
Tenía que hacer el milagro y largarse. Podía ver a través de la lluvia que la gente empezaba a llegar a
la pequeña iglesia, pugnando con el viento y la lluvia mientras las luces del interior parpadeaban para
denotar el principio de la fiesta. No había marcha atrás, se dijo el ángel. Solo tendría que pasar
volando, cosa que, habida cuenta de que era un ángel, debería dársele bien.
Alzó los brazos a ambos lados y la gabardina negra fluyó tras él, transportada por el viento, gesto
que exhibió las puntas de sus alas dobladas. Con su mejor voz, lanzó el conjuro.
—¡Que el que aquí yace muerto se levante! —Hizo una especie de movimiento con la mano para
cubrir buena parte del área—. ¡Que el que está muerto vuelva ala vida! ¡Levántate de tu tumba esta
Navidad y vive! —Raziel echó un ojo a la barrita a medio comer que sostenía en la mano y pensó que
quizá debía ser más específico en cuanto a lo que se suponía que tenía que pasar—. ¡Sal de la tumba,
celebra, festeja!
Nada. No pasó nada.
Ahí, se dijo el ángel. Se metió en la boca lo que quedaba de la barrita y se limpió las manos en la
gabardina. La lluvia había menguado un poco y pudo atisbar el bosque. No pasaba nada.
—¡Yo lo ordeno! —dijo, con su voz de ángel temible. Nada de nada. Agujas de pino mojadas,
algo de viento, árboles que se bamboleaban, lluvia. Ningún milagro.
—¡Contemplad! —dijo el ángel—. ¡Pues no estoy de broma!
En ese instante sopló una ráfaga de viento y otro pino cercano se partió y cayó a escasos
centímetros del ángel.
—Ahí. Solo llevará un poco de tiempo.
Salió del bosque y bajó por Worchester hacia el pueblo.

—Vaya, me ha entrado mucha hambre de golpe —dijo Marty por la Mañana, todo muerto.
—Lo sé —dijo Bess Leander, envenenada, aunque vivaz—. Me siento realmente extraña.
Hambrienta y algo más. Nunca me sentí así antes.
—Oh, querida —dijo Esther, la profesora de escuela—, de repente no puedo hacer otra cosa que
pensar en sesos.
—¿Y qué hay de ti, chaval? —preguntó Marty por la Mañana—. ¿También estás pensando en
sesos?
—Oh, sí —repuso Jimmy Antalvo—. Podría comer algo.
Afortunadamente, no hay 13.
Solo este álbum de fotos navideñas
En ocasiones, si se miran de cerca las fotos de familia, pueden verse en los rostros de los niños
los presagios de los adultos en los que se convertirán. En los adultos, a veces puede verse el rostro
que hay detrás del rostro. No siempre, pero a veces…

Tucker Case

En esta foto podemos ver a una decente familia de California posando a orillas del lago de su finca
en Elsinore, California (se trata de una foto de 20x25 satinada y grabada en relieve con la marca de
un estudio fotográfico profesional).
Todos están curtidos y parecen gozar de buena salud. Tucker Case ronda los diez años y va
vestido con una chaqueta de deportes con un escudo de deporte de vela en el bolsillo frontal y unos
mocasines adornados. Está delante de su madre, que tiene el mismo cabello rubio y los mismos ojos
azules brillantes, una sonrisa amplia, no porque quiera exhibir el acabado del dentista, sino porque
está a punto de estallar de la risa de un segundo a otro. Tres generaciones de Case (hermanos,
hermanas, tíos, tías y primos) están perfectamente peinadas, planchadas, lavadas y lustradas. Todos
sonríen, a excepción de la muchachita del fondo, que luce una expresión de abyecto terror en la cara.
Una mirada más cercana revela que algo está tirando de la parte trasera de su vestido navideño a
la izquierda y, escondida a un lado, saliendo a hurtadillas de la chaqueta de deportes azul, está la
mano del joven Tuck, que acaba de robar un incestuoso pellizco del trasero su prima Janey de once
años.
Lo interesante de esta foto no es el subrepticio botín, sino la causa, porque el Tucker Case que
vemos aquí está en una edad en la que le interesa más romper cosas que el sexo, aunque es
precozmente consciente de que sus actos van a alterar a su prima. Esa es su razón de ser. Hay que
subrayar que Janey-Robbins Case destacará como una picapleitos de éxito y abogada de los derechos
de las mujeres, mientras que Tucker Case acabará siendo un triste adicto al sexo abocado a romperse
el corazón cada dos por tres, y con un murciélago de la fruta por mascota.

Lena Márquez

Esta foto fue tomada en algún patio durante un día soleado. Hay niños por todas partes, y está
claro que se está celebrando una gran fiesta.
Ella tiene seis años y lleva un vaporoso vestido rosa y unos zapatos de charol. Está muy mona,
con su largo pelo negro recogido en dos colas de caballo con lazos rojos que revolotean tras ella
como cometas de seda mientras ella corretea en busca de una piñata. Tiene los ojos vendados y la
boca bien abierta, y exhala al mundo esa aguda sonrisa que es el sonido mismo de la alegría porque
acaba de dar con algo duro con el palo y está segura de que han caído los caramelos, los juguetes y
las matracas para deleite de todos los niños. Lo que en realidad ha hecho ha sido golpear a su tío
Octavio en los cojones.
El tío Octavio ha sido captado en el momento justo de la transición, cuando su expresión pasa de
la alegría a la sorpresa, y de ahí al dolor, todo en un instante. Lena aún parece dulce y adorable,
inmaculada por el desastre que acaba de crear. ¡Feliz Navidad![1]

Molly Michon

Es la mañana de Navidad, y nos encontramos en medio de la tormenta de la apertura de regalos.


Hay papel de regalo y lazos esparcidos por el suelo y a un lado podemos ver una mesa de café sobre
la cual hay un cenicero del tamaño de un tapacubos rebosante de colillas y una botella vacía de Jim
Beam. En el centro se encuentra una Molly Achevsky de seis años (se cambió el apellido por el de
Michon a los diecinueve siguiendo el consejo de un agente: «porque suena francés que te cagas y a la
gente le encanta eso»). Molly lleva un vestido rojo de bailarina con lentejuelas, botas de hule a juego
que le llegan casi hasta la mitad de la pierna y luce una atrevida sonrisa con un agujero donde
deberían estar los dientes frontales. Tiene un pie metido en un camión basurero Tonka como si lo
acabara de conquistar en una dura lucha. Su hermano pequeño Mike, de cuatro años, intenta
arrebatarle el trofeo de los pies con lágrimas en los ojos. El otro hermano de Molly, Tony, de cinco
años, mira a su hermana hacia arriba, como si fuese la princesa de todo lo bueno. Ella ya le ha
derramado encima todo un cuenco de Lucky Charms, como hace con los dos cada mañana.
Al fondo, vemos a una mujer en bata tumbada en el sillón, con una mano fláccida que sostiene un
cigarrillo que se ha consumido hace horas. La plateada ceniza ha dejado una mancha en la alfombra.
Nadie sabe quién tomó la foto.

Dale Pearson

Esta fue tomada hace pocos años, cuando Dale aún estaba casado con Lena. Nos encontramos en
la fiesta de Navidad de la hermandad del Caribú y Dale está, una vez más, disfrazado de Papá Noel,
sentado sobre un trono improvisado. Está rodeado de juergüistas borrachos que no paran de reír
mientras sostienen diversos artículos de broma que Dale ha ido distribuyendo durante la noche. Dale
sostiene su propio artículo, un pene de goma de 35 centímetros tan grueso como una lata de sopa. Lo
esgrime ante Lena con mirada lasciva y ella, enfundada en un vestido negro de cóctel y un collar de
perlas, recibe con cierto horror sus palabras, a saber: «Luego daremos buen uso a este bribón, ¿no,
cielito?».
La ironía de todo esto es que más tarde, esa misma noche, él se puso uno de sus antiguos
uniformes de las SS alemanas (menos los botines) y le pidió a Lena que hiciese con su nuevo
amiguito exactamente lo mismo que ella le dijo que podía hacer con él en la fiesta. Nunca sabría si
fue ella quien le dio la idea, pero supondrá una piedra angular en su inminente divorcio.

Theophilus Crowe

A los trece años, Theo Crowe ya mide casi dos metros y pesa cincuenta kilos. Es la típica escena
de los tres Reyes Magos tras la estrella. La clase de música de 7.° está tocando Amahl y los visitantes
nocturnos. Aunque en un principio se pensó que Theo fuese uno de los Reyes, ahora está disfrazado
de camello. Las orejas son la única parte de su cuerpo proporcionada y parece un camello de alambre
salido de la mano del mismo Salvador Dalí. Perdió la oportunidad de interpretar a Baltasar, el rey
etíope, cuando anunció que los Magos habían llegado con oro, Frankenstein y mirra. Más tarde, él,
los otros dos camellos y la cabra fueron suspendidos por fumarse la mirra (nunca los habrían cogido
si la cabra, entre bastidores, no hubiese propuesto jugar a «mata al hombre con el niño Jesús».
Evidentemente, la mirra era lo primero que se fumaban).

Gabe Fenton

Esta la tomaron el año pasado en el faro donde Gabe tiene la cabaña. Al fondo puede verse el faro
y las olas espumosas azuzadas por el viento. Puede decirse que es un día ventoso porque el gorro de
Papá Noel que luce Gabe se agita hacia un lado mientras sostiene los cuernos de reno sobre la cabeza
de Skinner. Acuclillada cerca de ellos, embutida en una chaqueta roja de estilo casaca napoleónica de
St. John de mil dólares, con botones de bronce y entrelazados dorados en los hombros, está la
doctora Valerie Riordan. El corte de su pelo castaño rojizo hace que se oculte tras las orejas para
resaltar los pendientes de aro de diamantes. Lleva la cara pintada como una puerta, como si se la
hubieran lijado y un equipo de efectos especiales se la hubiera repintado para que pareciera más
brillante, mejor y más ágil que cualquier rostro humano. Intenta sonreír a la cámara con todas sus
fuerzas. Se agarra el pelo con una mano, y parece estar acariciando a Skinner, pero si lo examina más
de cerca queda claro que lo está apartando. Una carrera en sus medias a la altura de la rodilla delata
un pretérito intento por parte de Skinner de frotarse contra la pierna de la hembra del tipo de la
comida.
Gabe presenta un aire desaliñado con su chaqueta militar y sus botas de montaña. Lleva en botas y
pantalones una capa de arena, porque esa mañana ha estado encima de las focas, pegando dispositivos
de seguimiento por satélite en sus lomos. Luce una sonrisa amplia y llena de esperanza, sin la menor
idea de que algo no encaja en esta foto.

Roberto T., el murciélago de la fruta

Esta foto fue tomada en la isla de Guam, el lugar de nacimiento de Roberto. Hay palmeras en
primer plano. Salta a la vista que es joven, porque todavía no lleva sus gafas Ray Ban ni tiene un
dueño al que llevarle mangos. Está enrollado en una corona de flores navideña hecha de frondas de
palmera decorada con pequeñas papayas y nueces de palma rojas. Se relame la pulpa de papaya de su
cara perruna. Las niñas que lo encontraron en la corona esa mañana posan a ambos lados de la puerta
de la que cuelga la corona. Ambas tienen el pelo moreno largo y rizado de su madre de Chamorro, y
los ojos verdes de su padre católico irlandés y piloto estadounidense. El padre es el que está tomando
la foto. Las niñas llevan unos vestidos floreados con mangas vaporosas.
Más tarde, después de acudir a la iglesia, tratarán de meter a Roberto en una caja para luego
cocinarlo y servirlo con tallarines. Aunque escapará, el incidente traumatizará al joven murciélago y
dejará de hablar durante años.
14
La camaradería en unas Navidades solitarias
Theo se puso la camisa de policía para la fiesta de Navidad para solitarios. No es que no tuviera otra
cosa que ponerse, porque aún le quedaban un par de prendas limpias y una sudadera de pesca en el
Volvo que había conseguido llevarse de la cabaña, sino que con la tormenta encima sintió que debía
acudir en calidad de oficial de la ley. Su camisa del uniforme tenía unas charreteras en los hombros
(sirven para, eh… bueno, sujetar un gorro…, para llevar al loro, ah, no…) que estaban muy chulas y
tenían aspecto militar, y además tenía un pequeño orificio en el bolsillo donde podía sujetar la placa y
otro donde podía meter un bolígrafo, lo que era muy práctico en medio de una tormenta si lo que se
quería era tomar notas de algo así como: «siete de la tarde, aún hace un viento de cojones».
—Vaya, hace un viento de cojones —dijo Theo. Eran las siete de la tarde.
Theo estaba en un rincón de la estancia principal de la capilla de Santa Rosa junto a Gabe Fenton,
que vestía una de sus camisas de científico: una prenda caqui con muchos bolsillos, aberturas,
botones, huecos, charreteras, cremalleras, tiras de velcro y demás chismes donde perderlo todo
irremisiblemente y lijarte los pezones mientras rebuscas en todo ello y dices: «sé que lo tenía en
alguna parte».
—Sí —dijo Gabe—. Soplaba a ciento veinte por hora cuando salí del faro.
—¿Lo dices en serio? ¿Ciento veinte millas por hora? Vamos a morir —dijo Theo. De repente se
sentía mejor.
—Kilómetros por hora —matizó Gabe—. Ponte delante de mí, me está mirando. —Agarró a
Theo por la charretera (¡ajá!) y tiró de él para evitar que lo observaran desdé el otro lado de la sala.
Allí, enfundada en un Armani y unos Ferragamos rojos, Valerie Riordan bebía a sorbos un refresco
de arándano con soda de un vaso de plástico.
—¿Qué hace ella aquí? —murmuró Gabe—. ¿Es que no ha recibido una oferta mejor de algún
ejecutivo guapo o algo así? —Gabe pronunció la palabra «ejecutivo» como si le supiese a podrido y
necesitara escupirla antes de que le pusiera enfermo, que era exactamente como quería que sonase.
Aunque Gabe no vivía en una torre de marfil, sí que lo hacía cerca de una, y eso le daba una
perspectiva sesgada de los negocios.
—El ojo te está temblando de mala manera, Gabe. ¿Estás bien?
—Creo que es culpa de los electrodos. Está muy guapa, ¿no crees?
Theo miró en dirección a la ex novia de Gabe. Se fijó en los tacones, las medias, el maquillaje, el
pelo, las líneas de su traje, la nariz, los labios, y se sintió: como si estuviera contemplando un coche
deportivo que no se podía permitir, que no sabría conducir y con el que solo podía imaginarse
atrapado entre hierros arrugados, aplastados contra un poste telefónico.
—El color de labios va a juego con sus zapatos —dijo Theo, sin responder del todo a su amigo.
No era habitual ver esas cosas en Pine Cove. Bueno, Molly tenía un pintalabios negro que iba a juego
con sus botas, las que se solía poner sin nada más, pero la verdad era que no quería pensar en ello. De
hecho, de momento solo tendría significado si pudiera compartirlo con Molly, cosa que sabía que no
iba a ser posible y le produjo unos fugaces celos de los temblores de Gabe.
Las puertas dobles se abrieron y el viento irrumpió en la capilla, se llevó un par de puestos de
papel crepé que aún colgaban de la pared y tiró un par de adornos del árbol de Navidad gigante.
Tucker Case entró con la chaqueta empapada y una cabeza peluda en la cremallera a medio abrochar.
—No se admiten perros —advirtió Mavis Sand, mientras pugnaba con las puertas para cerrarlas
—. Los dos últimos años hemos dejado venir a niños y tampoco me ha gustado la idea.
Tuck empujó la otra puerta hasta cerrada y luego ayudó a Mavis con la suya.
—No es un perro —dijo.
Mavis se volvió y clavó la mirada en la cara de Roberto, que emitió un leve ladrido.
—Eso es un perro —dijo ella—. No se parece mucho a un perro, lo admito, pero es un perro. Y
lleva puestas gafas de sol.
—¿Y?
—Está oscuro, imbécil. Líbrate del perro.
—Que no es un perro —insistió Tuck, y, para ilustrar su argumento, se desabrochó la chaqueta,
cogió a Roberto por las patas y lo lanzó al techo. El murciélago emitió un gañido, extendió las alas
correosas y voló hasta la cima del árbol, donde se aferró a la estrella, la giró a medias y se colgó de
ella con aspecto un tanto escalofriante a pesar de las alegres gafas rosas.
Todo el mundo, unas treinta personas, dejó lo que estaba haciendo y miró. Lena Márquez, que
había estado cortando lasaña en porciones cuadradas en la mesa del bufé, miró también, vio de
soslayo a Tuck y apartó la mirada. A excepción del radiocasete, que no dejaba de emitir villancicos
reggae, y el viento y la lluvia que aporreaban desde el exterior, reinaba un absoluto silencio.
—¿Qué? —dijo Tuck a todo el mundo—. Actuáis como si no hubieseis visto un murciélago en
vuestra vida.
—Parecía un perro —dijo Mavis, a su espalda.
—¿Entonces no tenéis una política de exclusión de murciélagos? —dijo Tuck, sin darse la vuelta.
—Supongo que no. ¿Sabías que tienes un culo estupendo, chico piloto?
—Sí, es una maldición —repuso Tuck. Echó un ojo al techo en busca de algún muérdago bajo el
cual pudiera quedar atrapado, vio a Theo y a Gabe y enfiló en línea recta el rincón donde se
escondían.
—Oh, Dios mío —dijo Tuck mientras se acercaba—. ¿Habéis visto a Lena, chicos? Está
buenísima, ¿no creéis? Cuánto la echo de menos.
—Por Dios, tú también no —dijo Theo.
—Ese gorro de Papá Noel me vuelve loco.
—¿Eso es un Pteropus tokudae? —preguntó Gabe, asomándose furtivamente desde detrás de Theo
y haciendo un gesto con la cabeza hacia el árbol y el murciélago.
—No, es Roberto. ¿Por qué te escondes detrás del alguacil?
—Mi ex está aquí.
—¿Esa pelirroja trajeada? —preguntó después de mirar.
Gabe asintió.
Tuck lo miró, luego otra vez a Val Riordan, que ahora charlaba con Lena Márquez, y de nuevo a
Gabe.
—Caramba, sacaste los pies de tu banco genético, ¿eh? Permíteme que te estreche la mano. —
Rodeó a Theo y le ofreció la mano al biólogo.
—No nos caes bien, ¿sabes? —dijo Theo.
—¿De veras? —Tuck replegó la mano. Se inclinó para mirar a Gabe—. ¿De veras?
—No es para tanto —dijo Gabe—. Es solo que está un poco enfadado.
—No estoy enfadado —dijo Theo, pero la verdad es que sí estaba un poco enfadado. Un poco
triste. Un poco fumado. Un poco descompuesto porque la tormenta no hubiese estallado con la fuerza
que había deseado y un poco emocionado ante la posibilidad de que aquello acabara como un
desastre. Theophilus Crowe sentía una íntima predilección por el desastre.
—Comprensible —dijo Tuck, apretando el hombro de Theo—. Tu mujer era un bomboncito.
—Es un bomboncito —le corrigió Theo, y luego añadió—: ¡Eh!
—Está bien —dijo Tuck—. Has sido un hombre afortunado.
Gabe Fenton estrechó el otro hombro de Theo.
—Es verdad —le dijo—. Cuando Molly no está como una cabra es un verdadero bomboncito. La
verdad es que lo es aunque esté como una cabra.
—¡Podéis dejar de llamar a mi mujer bomboncito! Tampoco sé muy bien qué quiere decir eso.
—Es algo que decimos en las islas —dijo Tuck—. Lo que quiero decir es que no tienes nada de lo
que avergonzarte. Los dos habéis tenido una buena trayectoria. No creo que vaya a perder el juicio
para siempre. Sabes, Theo, de tanto en tanto Eraserhead se ve con Tinker Bell, o Sling Blade Carl se
case con Lara Croft; esas cosas nos dan esperanza, pero, no se puede contar con ello. Porque los tíos
como nosotros deberíamos estar solos si algunas mujeres no tuvieran un profundo sentido de
autodestrucción. ¿Me equivoco, profesor?
—Es verdad —dijo Gabe con un gesto parecido al de jurar sobre la Biblia. Theo lo atravesó con
la mirada.
—Con el tiempo, la mujer cae en la cuenta —continuó Tuck.
—Lo único que pasa es que ha dejado de tomarse la medicación.
—Lo que sea —dijo Tuck—. Solo digo que es Navidad y deberías estar contento de haber
engañado a alguien para que te amara.
—La voy a llamar —dijo Theo. Sacó el móvil del bolsillo de su camisa de policía y apretó el
botón del número de casa.
—¿Val lleva pendientes de perlas? —preguntó Gabe—. Se los compré yo.
—Salpicaduras de diamantes —dijo Tuck, mirando por encima del hombro.
—Maldita sea.
—Mirad a Lena con su gorro de Papá Noel. Esa mujer tiene un talento con el oropel, no sé si me
explico.
—No tengo ni idea de lo que quieres decir —admitió Gabe.
—Yo tampoco. Solo ha sonado raro —dijo Tuck.
Theo cerró de golpe el teléfono.
—Os odio a los dos.
—No lo hagas —dijo Tuck.
—¿No hay línea? —preguntó Gabe.
—Voy a ver si la radio de la policía que tengo en el coche funciona.

La lluvia inundaba el patio trasero de la capilla mientras los muertos se tiraban unos a otros del
fango.
—Esto parecía más fácil en las películas —dijo Jimmy Antalvo, que estaba enterrado en el barro
hasta la cintura, mientras Marty por la Mañana y el nuevo de rojo tiraban de él. Las palabras de
Jimmy salían un poco correosas y viscosas, entre el barro y una estructura facial que en su mayoría
consistía en cera funeraria y alambre—. Pensé que nunca llegaría a salir de ese ataúd.
—Chico, estás mejor que una pareja que acabamos de sacar —dijo Marty por la Mañana mientras
señalaba a una pila de frágil carne descompuesta y animada que antaño había sido un electricista. La
masa pastosa emitió una especie de gemido.
—¿Quién es? —preguntó Jimmy. La lluvia torrencial le había limpiado el barro de los ojos.
—Se llama Alvin —dijo Marty—. Es lo único que hemos entendido de todo lo que ha dicho.
—Antes hablaba mucho con él —dijo Jimmy.
—Ahora es diferente —dijo el tipo del uniforme rojo—. Ahora estás hablando de verdad, no solo
pensando en ello. A ese le ha vencido la garantía del equipamiento de voz.
Marty, que en vida había sido muy corpulento, pero que había adelgazado desde su muerte, se
inclinó y agarró bien el brazo de Jimmy y dio un tirón. Se produjo un sonoro chasquido y Marty
cayó de espaldas sobre el barro. Jimmy Antalvo meneaba la manga vacía de su chaqueta de cuero
mientras gritaba:
—¡Mi brazo! ¡Mi brazo!
—Joder, tenían que haberte cosido eso mejor —dijo Marty con el brazo en el aire mientras la
mano huérfana parecía gesticular en una tétrica versión de saludo de desfile.
—Toda esta jerigonza de muertos es asquerosa —dijo Esther, la maestra de escuela, que estaba a
un lado, junto a otros que ya habían salido de sus sepulturas. La lluvia estaba arrancando los últimos
harapos de su mejor vestido de los domingos, que con el tiempo había quedado reducido a unos
colgajos de calicó—. No puedo con ella.
—¿No tienes hambre? —dijo el nuevo mientras el agua llena de barro se escurría por su barba de
Papá Noel. Fue el primero en salir, porque no había tenido que salir de un ataúd—. Pues nada, cuando
saquemos al chico te volvemos a meter en tu agujero.
—No he dicho eso —se defendió Esther—. No me importaría picar algo, algo ligero. A Sand,
quizá. No creo que esa mujer tenga sesos suficientes para untarlos en una galletita.
—Entonces cierra el pico y ayuda a sacar a los demás.
No muy lejos, Malcolm Cowley contemplaba desilusionado a uno de los miembros menos
articulados de los muertos vivientes que acababan de salir de su tumba y lucía sus buenas porciones
de hueso entre la carne podrida. El librero muerto se retorcía la chaqueta de lana y sacudía la cabeza
cada dos por tres.
—¿De repente todos somos unos glotones? —dijo—. Pues a mí siempre me ha gustado el
mobiliario sueco moderno por su diseño funcional y no por ello menos elegante, así que cuando nos
hayamos sorbido los sesos de todos esos juerguistas tengo ganas de buscar una de esas tiendas de las
que tanto he oído hablar en las bodas de la capilla. Primero a comer, y luego a Ikea.
—Ikea —canturrearon los muertos—. Primero a comer, luego a Ikea.
—¿Me puedo comer el cerebro de la mujer del alguacil? —preguntó Arthur Tannbeau—. Me da a
mí que va a estar picante.
—Primero sacamos a todo el mundo y luego comemos —dijo el nuevo, que estaba acostumbrado
a decir a la gente lo que tenía que hacer.
—¿Quién se ha muerto y te ha nombrado jefe? —inquirió Bess Leander.
—Todos vosotros —repuso Dale Pearson.
—No le falta parte de razón —dijo Marty por la Mañana.
—Creo que mientras vosotros termináis aquí me daré un paseo por el aparcamiento. Cáspita,
parece que no ando muy bien —dijo Esther arrastrando un pie hacia atrás y horadando un surco en el
barro—. Pero lo de Ikea suena a deliciosa aventura para después del almuerzo.
Nadie sabe por qué, pero lo que más gusta a los muertos después de comerse los sesos de los
vivos es el mobiliario prefabricado asequible.

En el aparcamiento, Theophilus Crowe veía como el agua acumulada en las orejas se sustituía por
babas de perro.
—Bájate, Skinner. —Theo empujó al gran perro y activó el micrófono de la radio de la policía.
Había ajustado los controles, pero no obtuvo más que unas voces lejanas, unas palabras por aquí, un
poco de estática por allá. Al caer sobre el coche, la lluvia hacía tanto ruido que Theo tuvo que poner
la cabeza debajo del salpicadero para escuchar mejor por el pequeño altavoz y Skinner, por supuesto,
se lo tomó como una invitación para lamer más lluvia de las orejas de Theo.
—¡Ay, Skinner! —Theo agarró el hocico del perro y lo apuntó hacia el asiento. No era el hecho
de estar calado hasta los huesos, ni el aliento del perro, que era considerable, sino el ruido. Había
demasiado ruido. Theo buscó la consola que había entre los asientos y encontró medio palito para
perros envuelto. Skinner se tragó el pequeño palo de carne y saboreó la grasienta bendición pegando
las costillas a la oreja de Theo.
Theo apagó la radio de mala gana. Uno de los problemas de vivir en Pine Cove rodeados de los
omnipresentes pinos Monterrey era que los árboles de Navidad dejaban de parecer árboles de
Navidad, y empezaban a parecer mapas para el polvo plantadas hacia arriba, un gran velero de agujas
y conos en lo más alto de un tronco largo y delgado y un sistema de raíces estilo tortilla; en
definitiva, un árbol tremendamente propenso a caerse si sopla mucho viento. Así que, cuando El Niño
hizo acto de presencia con sus tormentas, los primeros en fallar fueron los repetidores de los
teléfonos móviles y la televisión por cable, que perdieron la energía; luego el pueblo perdió el
suministro general de energía y las líneas telefónicas pararon de funcionar, dejando a toda la
localidad incomunicada. Theo lo había visto antes y no le gustaba la perspectiva. La calle Cypress
estaría inundada antes del amanecer y la gente estaría remando sobre la agencia inmobiliaria y las
galerías para mediodía.
Algo golpeó el coche. Theo encendió los faros, pero la lluvia caía con tanta vehemencia y los
cristales estaban tan empañados con el aliento del perro que no pudo ver nada. Dio por sentado que se
trataba de una pequeña rama de árbol. Skinner ladró y su ladrido resonó estruendoso en el habitáculo
cerrado. Podría ir a patrullar al centro del pueblo, pero con el Cuerno cerrado por Nochebuena no se
imaginaba por qué tendría nadie que estar rondando aquella zona. ¿Volver a casa? ¿Intentarlo con
Molly? La verdad es que ella estaba mejor equipada con su Honda a tracción a las cuatro ruedas para
conducir por el temporal y era lo suficientemente lista como para quedarse en casa. Intentó no
tomarse personalmente el hecho de que no hubiera acudido a la fiesta. Trató de tomarse en serio las
palabras del piloto de que no se merecía a una mujer como ella.
Miró hacia abajo y allí, envuelta en papel burbuja sobre el salpicadero, estaba la pipa de cristal.
Theo la cogió, la contempló, se sacó de uno de los bolsillos una lata de película llena de brotes
verdes y empezó a llenar la pipa.
Theo quedó momentáneamente cegado por el destello del mechero, al tiempo que algo arañaba la
carrocería del coche. Skinner brincó al asiento delantero y ladró a la ventana, meneando el rabo
contra la cara de Theo.
—Tranquilo, chico, tranquilo —le dijo Theo, pero el gran perro estaba ahora rascando el panel
de vinilo de la puerta. Consciente de que luego tendría que lidiar con un enorme perro mojado, pero
también de que tenía que plantar un pino o algo, Theo decidió abrir la puerta del pasajero. Skinner
saltó hacia fuera y el viento la cerró tras él.
Hubo un alboroto fuera, pero Theo no podía ver nada y supuso que Skinner estaba hurgando en el
barro. El alguacil se encendió la pipa y se perdió en las burbujas de reconfortante humo.
Fuera del coche, a menos de tres metros, Skinner arrancaba tan alegremente la cabeza de una
maestra de escuela. Sus brazos y piernas se agitaban y su boca no paraba de moverse, pero el animal
ya había arrancado buena parte de la desmejorada garganta y meneaba su cabeza de un lado a otro
entre las mandíbulas. Un avezado lector de labios habría podido deducir que Esther estaba diciendo
«solo quería probar un poco de su cerebro. Esto está completamente fuera de lugar, jovencito».
Seguro que me gano una regañina por esta, pensó Skinner.

Theo salió del coche y metió los pies en una papilla de barro hasta los tobillos. A pesar del frío, el
viento, la lluvia y el lodo que le chorreaba por las botas, Theo suspiró, ya que estaba profunda y
tristemente fumado, deslizándose hacia un cómodo lugar donde todo, incluida la lluvia, era culpa
suya y tenía que aprender a vivir con ello. No era un episodio sensiblero de autocompasión de las que
se derivan de un güisqui irlandés, ni una reprimenda airada empapada en tequila, ni siquiera un
arranque de paranoia, sino más bien un poco de melancolía, de odio hacia uno mismo y la
comprensión de lo fracasado que era.
—Skinner, vuelve aquí. Venga, chico, vuelve al coche. Theo apenas podía ver a Skinner, pero el
perro estaba de espaldas arrastrando algo que parecía un montón de ropa mojada, como si
mordisquease una y otra vez con la boca abierta y la lengua colgando.
Probablemente sea un mapache muerto, pensó Theo, tratando de quitarse la lluvia de los ojos. Yo
nunca he estado tan contento. Nunca lo estaré.
Dejó al perro con su fiesta particular y se arrastró de nuevo hacia la fiesta. Sintió una mano al
cuello mientras trataba de alcanzar con dificultad las puertas dobles y luego creyó escuchar un
lamento cuando las cerró tras de sí, pero seguramente era el viento. La verdad es que no parecía el
viento, pero tenía que serlo.
15
Un fugaz flash de Molly
—¡Por el cuerno escarlata de Nigoth, yo te ordeno que hiervas! —chilló la Nena Guerrera. ¿De qué
servía un poder superior si no era capaz de ayudarte siquiera a hacer la sopa de fideos? Molly estaba
junto a la estufa, desnuda a excepción del ancho ceñidor del que colgaba la vaina de su espadón en el
centro de su espalda, lo que le otorgaba el aspecto de alguien que había ganado honores en la
cabalgata de Miss Nudista Violenta Aleatoria. Tenía la piel empapada de sudor, no porque hubiese
estado trabajando fuera, sino porque había hecho añicos la mesa del café con su espada rota y la
había quemado en la chimenea junto con dos sillas del juego de comedor. Hacía un calor sofocante en
la cabaña. Aún no se había ido la luz, pero no tardaría, y la Nena Guerrera de Allende la Frontera
había activado a su modo de supervivencia un poco antes que el resto de la gente. Estaba en la
descripción de su trabajo.
—Es Nochebuena —dijo el narrador—. ¿No deberíamos cenar algo más festivo? ¿Ponche de
huevo? ¿Qué tal unas galletitas de azúcar con la forma de Nigoth? ¿Tienes confeti morado?
—¡Te conformarás con nada! No eres más que un fantasma sin alma que me acosa y se agita en
mi mente como una araña. Cuando llegue mi cheque el día 5, te desterraré al abismo para siempre.
—Yo solo digo: ¿desmenuzar la mesa del café? ¿Gritarle a la sopa? Creo que podrías canalizar
tus energías de una manera más positiva. Algo más acorde con el espíritu navideño.
En un fugaz flash de Molly, la Nena Guerrera se dio cuenta de que había una línea que podía
atravesar, donde el narrador se convertía en la voz de la razón en oposición a la voz molesta que
trataba de inducirle acciones. Bajó el fuego hasta el punto medio y fue al dormitorio.
Puso un taburete al lado del armario y se subió a ver si podía alcanzar la estantería de atrás. El
problema de casarse con un tipo tan alto era que más de una vez te veías escalando muebles para
alcanzar cosas que se pusieron ahí por conveniencia. Eso, y que hacía falta una plancha industrial
para planchar una de sus camisas. No es que lo hiciera muy a menudo, pero cuando se intenta
acometer una arruga en una manga de un metro, tienes muchas probabilidades de no plancharla de
una vez. Ya estaba chiflada, no necesitaba tener que llevar a cabo tareas frustrantes.
Tras palpar la estantería más alta y recorrer la funda de la Glock de Theo, su mano dio con un
paquete envuelto en terciopelo. Bajó del taburete y se llevó el paquete al sillón, donde se sentó y lo
desenvolvió lentamente.
La vaina estaba hecha de madera. De alguna manera había sido laminada con capas de seda negra,
de tal forma que parecía beberse la luz de la habitación. El puño estaba envuelto con un cordón de
seda negra y la guarda estaba decorada con unas filigranas que reproducían la imagen de un dragón.
La cabeza de marfil de un dragón sobresalía del pomo. Cuando extrajo la espada de la vaina, contuvo
el aliento. Enseguida supo que era real, antigua, y tenía que haber sido extraordinariamente cara. Era
la hoja más afilada que jamás había visto, y era un tashi, no una katana. Theo sabía que preferiría la
espada más larga y pesada para ensayar, que pasaría horas entrenando con esa valiosa antigüedad y
no la encerraría en una urna para limitarse a mirarla.
Las lágrimas se agolparon en sus ojos y la hoja se convirtió en una difusa mancha plateada. Había
puesto en riesgo su libertad y su orgullo para comprar esa espada, para admitir esa parte de ella que
todo el mundo parecía querer perder de vista.
—Se te va a quemar la sopa —dijo el narrador— niñita sentimental y mariquita.
Y así era. Podía oír el siseo del agua al caer sobre el fuego. Molly se puso en pie y buscó un lugar
donde poner la espada. Hacía ya tiempo que la mesa del café se había convertido en cenizas. Miró la
estantería que había debajo de la ventana de delante y en ese momento se produjo un estruendo
ensordecedor al ceder uno de los pinos de fuera, seguido por crujidos más suaves a medida que se
llevaba por delante ramas y árboles más bajos de camino al suelo. Se produjeron unos destellos en el
exterior y la luz se fue mientras la cabaña entera se estremecía con el impacto del árbol en el patio
frontal. Molly pudo ver cómo las líneas eléctricas emitían destellos naranjas y azules en la noche. Por
la ventana también pudo ver una oscura silueta que la observaba.

A pesar de que habían acudido muchos solitarios a la fiesta navideña para solitarios, se suponía que
no debía parecerse a las escenas habituales del Cuerno de Caracol. Solía pasar que la gente se conocía
allí, se hacían amantes y amigos, pero ese no era el objetivo. En un principio era una excusa para que
gente de la zona sin familia o amigos con los que pasar la Navidad se reuniera, igual que quien no
quisiera pasarla en soledad o inmerso en un coma inducido por el alcohol, o ambas cosas. Con el
paso de los años se había convertido en un acontecimiento más esperado que las tradicionales
reuniones con familia y amigos.
—No puedo imaginarme un espectáculo más terrorífico que pasar las Navidades con mi familia
—dijo Tucker Case, cuando Theo se reunía con el grupo—. ¿Tú qué dices, Theo?
Había otro tipo con Tuck y Gabe, un rubio calvo que tenía aspecto de atleta entrado en años,
vestido con el uniforme rojo del mando de la flota estelar y unos pantalones holgados. Theo recordó
que era el padrastro de Joshua Barkerl novio de la madre/loquesea, Brian Henderson.
—Brian —dijo Theo, que había recordado el nombre en el último segundo, mientras le extendía
la mano para estrechársela—. ¿Qué tal? ¿Emily y Josh están aquí?
—Eh, sí, pero no conmigo —dijo Brian—. Cada uno va por su lado.
Tuck se acercó.
—Le dijo al niño que Papá Noel no existe y que la Navidad no era más que una brillante
estratagema pergeñada por los comerciantes para vender más. ¿Qué más dijo? Ah, sí, que San
Nicolás fue famoso en su día porque devolvió a la vida a unos niños que fueron descuartizados y
metidos en conserva. La madre del niño lo echó.
—Oh, lo siento —dijo Theo.
—No nos llevábamos muy bien —dijo Brian meneando la cabeza.
—Encaja con nosotros —dijo Gabe—. Mira qué camiseta más chula.
—Es roja. —Brian se encogió de hombros, un tanto abochornado—. Pensé que iría bien con eso
de la Navidad. Ahora me siento…
—Ja —interrumpió Gabe—. Los tíos que llevan la camiseta roja nunca llegan a la segunda pausa
de anuncios —le dijo con un puñetazo cariñoso en el brazo en gesto de solidaridad friki.
—Pues creo que me voy al coche a ponerme otra cosa —dijo Brian—. Me siento idiota. Tengo
algunas cosas en el Jetta… Bueno, a decir verdad, todas mis posesiones.
Mientras Brian se dirigía a la puerta, Theo recordó de golpe una cosa.
—Ah, Gabe, se me olvidaba —dijo—, Skinner se salió del coche. Se estaba revolcando con algo
en el barro. Quizá deberías acompañar a Brian y ver si puedes meterlo de nuevo en el coche.
—Es un perro de agua. Estará bien. Puede quedarse fuera hasta que termine la fiesta. Con un poco
de suerte se echará encima de Val con las patas sucias. Oh, ojalá, ojalá, ojalá.
—Eso es un poco mezquino —dijo Tuck.
—Eso es porque soy un hombrecillo mezquino y amargado —dijo Gabe—. En mi tiempo libre,
quiero decir. No siempre. El trabajo me mantiene bastante ocupado.
Brian se había deslizado por ahí con su camiseta de Star Trek. Cuando abrió las puertas, el viento
se hizo con ellas y las succionó hacia fuera con un ruido estruendoso. Todo el mundo se volvió para
ver al sorprendido hombre mientras Skinner, empapado hasta los huesos, trotaba al interior con algo
en la boca.
—Está dejando el suelo perdido —dijo Tuck—. Hasta ahora no había pensado en lo ventajoso que
es que tu mascota sea un mamífero alado.
—¿Qué lleva en la boca? —preguntó Theo.
—Seguro que es un piñón —dijo Gabe sin mirar—. O no. —Añadió después de mirar.
Alguien lanzó un grito prolongado, que empezó en Valerie Riordan y se extendió por todas las
mujeres cerca del bufé. Skinner había presentado su trofeo a Val y se lo había dejado a los pies,
pensando que como estaba cerca de la comida, y seguía siendo la hembra del tipo de la comida
(porque, ¿cómo podría pensar en comida sin tener presente al tipo de la comida?), apreciaría el gesto
y con un poco de suerte le daría un premio. No lo hizo.
—¡Agárralo! —gritó Gabe a Val, que le clavó los ojos con la mirada más significativa que jamás
hubiera presenciado este. Puede que fuese el peso de su doctorado en medicina lo que le daba esa
elocuencia, con la que, sin mediar palabra, decía: «has perdido la jodida cabeza».
—O no —volvió a decir Gabe.
Theo cruzó la sala y se dispuso a agarrar a Skinner por el collar, pero en el último segundo el
labrador agarró el brazo, hizo un amago con la cabeza y esquivó a Theo. Los tres hombres salieron
en su persecución, pero Skinner correteó de arriba abajo por el suelo de pino con la cabeza tan alta
como la de un semental vienés, deteniéndose de cuando en cuando para sacudirse y encarnar un
aspersor de barro sobre los horrorizados testigos.
—Dime que no se está moviendo —gritó Tuck mientras intentaba bloquear el paso de Skinner a la
altura de la mesa del bufé—. Esa mano no se está moviendo.
—No es más que la energía cinética del perro, que se extiende por el brazo —dijo Gabe, que
había adoptado una especie de postura de lucha. Estaba acostumbrado a atrapar animales salvajes y
sabía que tenía que ser ágil, mantener el centro de gravedad bajo y andarse sin chiquitas—. Joder,
Skinner, ven aquí. ¡Perro malo, perro malo!
Ahí la tenía. La tragedia. Mil visitas al veterinario, la náusea de comer hierba, una pulga a la que
nunca se le puede hincar el diente. «Perro malo». ¡Por el amor de Perro! Era un mal perro. Skinner
soltó el brazo y asumió la postura de cola entre las patas para dar muestra de su absoluta humildad,
vergüenza, remordimiento y evidente tristeza. Gimió y se aventuró a lanzar una mirada al tipo de la
comida, una mirada de reojo, dolida pero lista por si le volvían lanzar un «perro malo». Pero el tipo
de la comida ni siquiera lo miraba. Nadie lo miraba. Todo estaba bien. Era un buen perro. ¿Estaban
sobre la mesa esas salchichas que había olido? Las salchichas estaban buenas.
—Eso se está moviendo —dijo Tuck.
—No, no se está moviendo. Ay, Dios, sí se está moviendo —dijo Gabe.
Hubo otra oleada de gritos, en esta ocasión con un par de voces masculinas sumadas a las de
mujeres y niños. La mano intentaba escapar a rastras llevándose el brazo consigo.
—¿Cómo de fresca tiene que estar para poder hacer eso? —preguntó Tuck.
—Eso no está fresco —dijo Joshua Barker, uno de los pocos niños que había.
—Hola, Josh —lo saludó Theo Crowe—. No te vi entrar.
—Estaba usted en su coche colocándose cuando llegamos —dijo Josh, alegremente—. Feliz
Navidad, alguacil Crowe.
—Vale —dijo Theo. Pensando deprisa, o al menos actuando de manera que lo pareciera, Theo se
quitó la chaqueta de policía y se la echó encima al brazo que se retorcía—. Está bien, amigos. Tengo
una pequeña confesión que hacer. Tendría que habéroslo dicho antes, pero ni siquiera yo me creía lo
que había visto. Es hora de que os diga la verdad. —A Theo se le daba bien decir cosas vergonzosas
desde que asistía a las reuniones de Drogadictos Anónimos, y más ahora que estaba un poco fumado
—. Hace unos días atropellé a un hombre, o lo que yo creía que era un hombre, pero que resultó ser
una especie de robot cibernético indestructible. Le di mientras iba a ochenta por hora con mi Volvo y
ni siquiera se despeinó.
—¿Era Terminator? —inquirió Mavis Sand—. Yo a ese me lo follaba.
—No sé cómo ha llegado aquí ni quién es realmente. Creo que los años nos han enseñado que
cuanto antes aceptemos la explicación más sencilla para lo inexplicable, mayores son las
probabilidades de sobrevivir a una crisis. En todo caso, creo que ese brazo podría ser parte de
aquella máquina.
—¡Y una mierda! —gritó alguien al otro lado de las puertas.
En ese momento se abrieron y penetró un vendaval que transportaba un hedor apestoso.
Enmarcado por la puerta de la capilla, estaba Papá Noel agarrando por el cuello a Brian Henderson,
que aún estaba con su camiseta roja de Star Trek. Un grupo de figuras oscuras se movía tras ellos
gimiendo algo parecido a «Ikea». En ese momento, Papá Noel puso un revólver del 38 en la sien de
Brian y apretó el gatillo. Un chorro de sangre bañó la pared y el de rojo lanzó el cuerpo hacia atrás
para que Marty por la Mañana diera cuenta de los sesos que se le salían por el agujero de la bala.
—Feliz Navidad, condenados hijos de la gran puta —dijo Papá Noel.
16
Así que…
Así que se jodió la cosa.
17
Sabe si habéis sido buenos o malos…
A pesar de estar horrorizada por lo que estaba ocurriendo en la entrada de la capilla, con todo eso de
los tiros, la succión de sesos y las amenazas, Lena Márquez no pudo evitar pensar: Oh que situación
más extraña, mis dos ex están aquí. Allí estaba Dale, vestido de Papá Noel y empapado de barro,
sangre y sesos mientras rugía de ira, y allá estaba Tucker, que corría hacia la parte de atrás para
esconderse debajo de una de las mesas del bufé.
Muchos gritaban y corrían, pero la mayoría se había quedado paralizada por la conmoción. Y
Tucker Case encarnaba al cobarde consumado. Menuda vergüenza sentía Lena.
—¡Puta! —gritó el muerto Dale Pearson mientras la apuntaba con su revólver del 38—. ¡Vas a ser
mi cena! —y empezó a avanzar por el suelo de pino.
—¡Cuidado, Lena! —gritó alguien desde detrás de ella.
Lena se dio la vuelta justo a tiempo para apartarse cuando la mesa del bufé se levantó y empezó a
lanzar a diestro y siniestro, platos llenos de lasaña. Los quemadores de alcohol que había bajo las
cazuelas lanzaban llamaradas azules mientras Tucker Case ponía ante sí la mesa y lanzaba un grito de
guerra.
Theo Crowe vio lo que pasaba y apartó a un grupo de gente mientras Tuck embestía por la sala
con la mesa por delante hacia la aglomeración de muertos vivientes. Dale Pearson disparó a la mesa
mientras se le acercaba, y logró descerrajarle tres tiros antes de que chocara contra él.
—¡Crowe, la puerta, la puerta! —gritó Tuck mientras empujaba a Dale y sus amigos muertos
hacia el exterior. La llama azul se abrió paso por la barba blanca de Dale y por las piernas de Tuck
mientras este la emprendía a empujones hacia la oscuridad de la noche. Theo recorrió la sala a toda
prisa y salió para agarrar las puertas. Un muerto con chaqueta de cuero y al que solo le quedaba un
brazo rodeó la mesa de Tuck y consiguió aferrarse a Theo, quien le puso un pie en el pecho y lo
empujó escaleras abajo. Theo logró cerrar una puerta y luego la otra. Por un momento, dudó.
—¡Cierra la maldita puerta! —chilló Tuck, al que ya le flaqueaban las piernas en su pulso contra
los muertos vivientes. Theo vio manos podridas que intentaban llegar hasta Tuck desde el otro lado
de la mesa. Un hombre, cuya mandíbula apenas si pendía de un hilo de carne, profería alaridos al
piloto mientras trataba de clavarle la dentadura superior en la mano. Lo último que Theo vio antes de
cerrar la puerta fueron las llamas azules que cubrían los pantalones de Case bajo la lluvia.
—Traed aquí una de esas mesas —gritó Theo—. Hay que atrancar la puerta. Poned la mesa bajo
los pomos.

Hubo un instante de paz, donde lo único que se escuchó fue el sonido del viento y la lluvia, y a Emily
Barker, que acababa de presenciar cómo su ex recibía un tiro en la cabeza y le succionaban los sesos.
—¿Qué ha sido eso? —gritó Ignacio Núñez, un regordete hispano propietario de la guardería del
pueblo—. ¿Qué demonios ha sido eso?
Lena Márquez había acudido instintivamente junto a Emily Barker, se había arrodillado junto a
ella y la había rodeado con el brazo. Miró a Theo.
—Tucker se ha quedado fuera. Está ahí fuera.
Theo Crowe se dio cuenta de que todo el mundo lo estaba mirando. Le costaba recuperar el
aliento y sentía el martilleo del pulso en los oídos. Sentía ganas de mirar a otro en busca de
respuestas, pero al repasar la sala (unas cuarenta caras aterrorizadas), comprendió que toda la
responsabilidad se concentraba en su persona.
—Joder —se dijo mientras bajaba la mano a la altura de la cadera, donde solía estar sujeta la
funda del arma.
—Está en la mesa de mi casa —dijo Gabe Fenton, que mantenía la otra mesa de bufé contra las
puertas para asegurarlas.
—Quita la mesa —dijo Theo, mientras pensaba: ese tío ni siquiera me cae bien. Ayudó a Gabe a
quitar la mesa que bloqueaba la puerta y se preparó para salir mientras Gabe asía los pomos.
—Cierra cuando salga. Cuando me oigas gritar «déjame entrar», bueno…
En ese preciso instante se produjo un estruendo tras ellos y algo entró volando por una de las
altas ventanas de cristales ahumados, en medio de una lluvia de cristales rotos que fueron a aterrizar
en medio de la sala. Mojado, achicharrado y cubierto de sangre, Tucker Case se levantó como pudo y
dijo:
—No sé quién habrá aparcado debajo de esa ventana, pero mejor será que mueva el coche, porque
si esas cosas se suben entrarán por la misma ventana que yo.

Theo observó la línea de ventanas de cristal ahumado que recorría los laterales de la capilla. Había
ocho a cada lado. Cada una de ellas estaba a unos dos metros del suelo y medía sesenta centímetros de
ancho. Cuando se construyó la capilla, el cristal ahumado era caro y la comunidad pobre, razón por
la que uno de los factores de defensa de aquella noche era tan pequeño. No había más que una ventana
grande en todo el edificio, justo detrás de donde antes estaba el altar y donde ahora se encontraba el
enorme árbol de Navidad de Molly. Se trataba de un cristal ahumado de 1,80 por 3 metros con un
motivo de la catedral de Santa Rosa, patrona de los decoradores de interiores, que representaba a la
Virgen.
—Nacho —gritó Theo a Ignacio Núñez—, a ver si encuentras algo en el sótano para bloquear esa
ventana.
Como si hubieran hecho cola, dos putrefactos y babeantes rostros llenos de lodo aparecieron por
donde Tuck había entrado y trataron de agarrar el alféizar con manos esqueléticas para penetrar en la
capilla.
—¡Dispárales! —gritó Tuck desde el suelo—. ¡Dispara a esas jodidas cosas, Theo!
Theo se encogió de hombros y negó con la cabeza. No tenía pistola.
Algo pasó a toda prisa junto a Theo, quien se dio la vuelta para ver cómo Gabe Fenton corría
hacia la ventana como si el mismo diablo le estuviese pinchando con el tridente. Llevaba una cazuela
de acero llena de lasaña, con la aparente intención de lanzarse por la ventana en un acto pastafari de
sacrificio. Theo cogió al biólogo del cuello, como si detuviese a un perro después de una carrera. La
inercia hizo que las manos y los pies se le fueran por delante con la cazuela, con lo que tres kilos de
humeante queso fundido salieron por la ventana, abrasaron a los atacantes y llenaron la pared que
enmarcaba la ventana de salsa roja.
—Eso es, lanzadles aperitivos, eso los ralentizará —gritó Tuck—. ¡Ahora una salva de pan de ajo!
Gabe se incorporó y se encaró a Theo, o lo hubiera hecho de ser unos centímetros más alto.
—¡Trataba de salvarnos! —dijo con severidad a su esternón.
Antes de que Theo pudiera responder, Ignacio Núñez y Ben Miller, antigua estrella de las carreras
que rondaba la treintena, les llamaron la atención para que despejaran el camino. Ambos hombres se
dirigían a la ventana rota con otra mesa de bufé. Gabe y Theo ayudaron a Ben a sujetar la mesa
mientras Nacho la clavaba a la pared.
—Encontré algunas herramientas en el sótano —dijo el hispano entre martillazo y martillazo. Las
uñas de los muertos vivientes arañaban por el otro lado mientras ellos clavaban la mesa.
—¡Odio el queso! —gritó uno de los cadáveres, que al parecer conservaba aún algo con lo que
gritar—. Me resta movilidad.
El resto de los muertos vivientes empezó a golpear las paredes.
—Necesito pensar —dijo Theo—. Solo necesito un segundo para pensar.

Lena estaba curando las heridas de Tucker Case con unas gasas y antibióticos que había encontrado
en el botiquín de la capilla. Las quemaduras de piernas y torso eran superficiales. La lluvia había
apagado gran parte del fuego antes de que llegara a penetrar las prendas, y a pesar de que la chaqueta
de cuero le había protegido de la caída a través de la ventana, tenía un profundo corte en la frente y
otro en el muslo. Una de las balas que Dale había disparado a la mesa había rozado las costillas de
Gabe y le había dejado un corte de recuerdo.
—Eso ha sido lo más valiente que he visto en la vida —dijo Lena.
—Ya sabes, soy piloto —dijo Tuck, como si hiciera aquello todos los días—. No podía permitir
que te hicieran daño.
—¿De verdad? —dijo Lena, y se detuvo por un instante para mirarlo a los ojos—. Lamento
haber…, que hayas…
—En realidad seguro que no te habías dado cuenta, pero esa bravata con la mesa había sido un
intento de fuga fallido.
Tuck se sobresaltó al notar que ella le sujetaba el vendaje de las costillas con cinta adhesiva.
—Vas a necesitar puntos —le dijo—. ¿Me he dejado algo?
Tuck alzó la mano derecha. Tenía unas marcas de dientes en el dorso y estaban sangrando.
—Oh, Dios mío —dijo Lena.
—Tendrás que cortarle la cabeza —dijo Joshua Barker, que estaba al lado mirándolos.
—¿A quién? —preguntó Tuck—. Te refieres al tipo vestido de Papá Noel, ¿no?
—No, me refiero a la tuya —insistió Josh—. Habrá que cortarte la cabeza si no quieres
convertirte en uno de ellos.
La mayoría de los que estaban en la capilla dejaron lo que tenían entre manos y se reunieron en
torno a Tuck y Lena, aparentemente agradecidos por tener un punto de enfoque. Los muertos habían
dejado de golpear las paredes, y, salvo algún que otro intento de girar los pomos de la puerta, solo se
escuchaba el viento y la lluvia. La multitud de la fiesta navideña para solitarios estaba anonadada.
—Lárgate, chico —dijo Tuck—. Este no es momento para comportarse como un crío.
—¿Con qué podríamos hacerlo? —preguntó Mavis Sand—. ¿Esto valdría, muchacho? —Sacó un
cuchillo aserrado con el que habían estado cortando el pan de ajo.
—Eso no es aceptable —dijo Tuck.
—Si no le cortáis la cabeza —dijo Joshua—, se convertirá en uno de ellos y les permitirá entrar.
—Menuda imaginación que tiene el crío —dijo Tuck mientras recorría cada rostro que le miraba
en busca de aliados—. ¡Es Navidad! Ah, la Navidad, el tiempo en el que la gente de bien no se dedica
a ir por ahí decapitando a los demás.
Theo Crowe salió del cuarto trasero, donde había estado buscando algo para utilizarlo como
arma.
—El teléfono no da señal. En cualquier momento se irá la luz. ¿Alguien tiene un móvil que
funcione?
Nadie respondió. Todos miraban a Tuck y Lena.
—Le vamos a cortar la cabeza, Theo —dijo Mavis, con el cuchillo del pan en la mano, el mango
por delante—. Como eres la ley, creo que deberías hacerlo tú.
—No, no, no, no, no, no —dijo Tuck—. Y añadiría que no.
—No —repitió Lena, en apoyo de su hombre.
—¿Me he perdido algo? —preguntó Theo. Cogió el cuchillo de Mavis y se lo guardó en la parte
de atrás del cinturón.
—Creo que ibas por lo de ese robot asesino —dijo Tuck.
Lena se levantó y se interpuso entre Tuck y Theo.
—Fue un accidente. Estaba sacando un árbol de Navidad, como cada año, y apareció Dale
borracho y enfadado. No estoy segura de cómo ocurrió. Estaba a punto de dispararme y un segundo
después tenía la pala clavada en el cuello. Tucker no tuvo nada que ver con ello. Él solo pasaba por
allí y quiso ayudar.
—¿Así que lo enterraste con su pistola? —inquirió Theo con la mirada clavada en Tuck.
Este se incorporó dolorosamente y se puso detrás de Lena.
—¿Acaso debía prever esto? ¿Debía prever que volvería de la tumba hecho un basilisco y con
hambre de sesos y por ello debía alejar de él la pistola? Este es tu pueblo, alguacil, explícalo tú.
Normalmente, cuando se entierra un cuerpo, no vuelve al día siguiente con intención de comerte el
cerebro.
—¡Cerebro! ¡Cerebro! ¡Cerebro! —canturrearon los muertos desde el exterior. Volvieron a
golpear las paredes.
—¡Callaos! —gritó Tucker Case, y, para asombro de todos, le hicieron caso. Miró a Theo y
añadió—: Así que la he cagado.
—¿Tú crees? —dijo Theo—. ¿Cuántos?
—Deberías cortarle la cabeza en el aseo, así no manchará tanto —dijo Joshua Barker.
Sin pronunciar palabra, Theo cogió a Josh por el bíceps y se lo llevó a su madre a rastras, que
parecía estar al borde de una conmoción. Luego le puso un dedo sobre los labios para indicarle que
guardara silencio. Parecía más serio e intimidante, más con las riendas en la mano de lo que nadie
recordaba haberlo visto jamás. El crío escondió la cara entre los pechos de su madre.
—¿Cuántos? —insistió Theo, volviéndose hacia Tuck—. ¿Treinta, cuarenta?
—Más o menos —dijo Tuck—. Se encuentran en diferentes estados de descomposición. Algunos
son poco más que un montón de huesos, otros parecen relativamente frescos y bastante bien
conservados. Ninguno de ellos parece especialmente corpulento o fuerte. Puede que Dale y los más
recientes. Es como si estuviesen aprendiendo a caminar de nuevo, o algo así.
Se oyó un fuerte crujido en el exterior y todo el mundo dio un respingo. Una mujer se echó
literalmente sobre los brazos de un hombre. Mientras se oía cómo caía un árbol entre ramas, todos se
pusieron en cuclillas a la espera de que un tronco irrumpiera por el techo. Entonces se fue la luz y
toda la iglesia se estremeció con el impacto de un enorme pino contra el suelo.
Theo echó mano a toda prisa de la linterna que se había guardado a sabiendas de que se iba la luz:
Unas pequeñas luces de emergencia se encendieron encima de la puerta frontal y la escena quedó
sumida en una iluminación fantasmal.
—Esas luces durarán una hora aproximadamente —dijo Theo—. Debe de haber más linternas en
el sótano. Sigue, ¿qué más viste, Tuck?
—Bueno, pues están enfadados y hambrientos. Estaba un poco ocupado tratando de que nadie se
zampara mi cerebro. Parecen un tanto empeñados en eso del cerebro. También tengo entendido que
después quieren pasarse por Ikea.
—Eso es ridículo —dijo Val Riordan, la elegante psiquiatra. Era la primera vez que abría la boca
desde que todo empezara—. Los zombis no existen. No sé lo que creéis que está pasando ahí fuera
pero lo que es seguro es que no hay ninguna multitud de zombis devoradores de cerebros.
—Estoy de acuerdo con Val —dijo Gabe, poniéndose al lado de ella—. No existe base científica
para el fenómeno zombi, a excepción de algunos experimentos en el Caribe con toxinas de pez globo
que llevan a la gente a un estado cercano a la muerte con un pulso y un ritmo respiratorio casi
imperceptibles. Pero eso no equivale a devolver la vida a un muerto.
—¿Ah, sí? —dijo Theo mientras dirigía a todo el mundo una mirada de elocuente impasibilidad
—. ¡Cerebro! —gritó.
—¡Cerebro! ¡Cerebro! ¡Cerebro! —repuso el coro desde el exterior y los golpes contra la pared
volvieron a empezar.
—¡Callaos! —gritó Tuck, y le obedecieron.
Theo miró a Gabe y Val y levantó una ceja. ¿Y bien?
—De acuerdo —dijo Gabe—. Puede que necesitemos más información.
—Esto no puede estar pasando —dijo Valerie Riordan—. Es imposible.
—Doctora Val —dijo Theo—, sabemos lo que está pasando. No sabemos el porqué ni el cómo,
pero no hemos vivido aislados toda la vida, ¿verdad? En este caso, lo de «ni lo menciones» no es
solo un río de Egipto, sino que acabará matándola.
En ese preciso momento, un ladrillo atravesó una de las ventanas y aterrizó en medio de la
capilla. Dos manos que parecían garras se aferraron a los bordes de la ventana y el rostro
descompuesto de un hombre asomó por ella. El zombi trepó lo suficiente como para colar uno de los
hombros.
—¡Val Riordan se lo ha hecho con el tío de los granos que mete la compra en bolsas en el super!
—dijo el muerto.
Un segundo después, Ben Millar cogió el ladrillo y lo tiró hacia la ventana, donde golpeó al
zombi con un sonido nauseabundo de carne machacada.
Mientras Ben y Theo levantaban la última mesa de bufé para acomodarla contra la ventana, Gabe
Fenton se apartó de Valerie Riordan y la miró como si la hubieran sumergido en babas de marmota
radiactiva.
—¡Dijiste que eras alérgica!
—Casi habíamos roto por aquel entonces —se defendió Val.
—¡Casi, casi! ¡Tengo quemaduras de tercer grado en el escroto por tu culpa!
Al otro lado de la sala, Tucker Case susurraba al oído de Lena Márquez:
—Ya no me siento tan mal por haber escondido el cuerpo, ¿y tú?
Ella se volvió y lo besó con tanta fuerza que, por un momento, Tucker se olvidó de que le habían
disparado, incendiado y mordido.
Durante años, los muertos habían escuchado y los muertos sabían. Sabían quién le ponía los cuernos
a quién y con quién, quién robaba el qué y dónde estaban los cuerpos escondidos. Aparte de los que
salían para fumarse un cigarrillo, las conversaciones apartadas en los funerales, los paseos por el
bosque y el sexo con morbo que los vivos se permitían cerca del cementerio, había otros que
utilizaban las lápidas como una especie de confesionario, compartían sus secretos más profundos con
quienes creían que nunca podrían revelarlos y decían cosas que jamás dirían a un vivo.
Había cosas que pensaban que nadie, ni los vivos ni los muertos, podían saber, pero lo sabían.
—¡Gabe Fenton ve porno con ardillas! —chilló Bess Leander, la muerta apretada contra una de
las tablillas laterales de la capilla.
—Eso no es porno, es mi trabajo —explicó Gabe a sus compañeros de fiesta.
—¡No lleva pantalones! Mira cómo se lo montan las ardillas a cámara lenta, sin pantalones.
—Solo una vez. Además, es necesario mirarlo a cámara lenta —explicó Gabe—, son ardillas. —
Todo el mundo desvió las linternas hacia otra parte, como si no estuvieran mirando a Gabe.
—Ignacio Núñez votó a Carter —dijo alguien desde fuera. El incondicional republicano y dueño
de la guardería se sintió como un cervatillo cuando todas las luces convergieron en él.
—Solo llevaba un año en el país. Acababa de obtener la ciudadanía. Ni siquiera hablaba inglés
muy bien. Dijo que quería ayudar a los pobres y yo lo era.
Theo Crowe se acercó y le dio unas palmadas en el hombro.
—Ben Miller tomó esteroides en el instituto. ¡Sus gónadas son del tamaño de un garbanzo!
—Eso es mentira —explicó la estrella de las carreras—. Mis testículos tienen un tamaño
perfectamente normal.
—Sí, si midieras medio metro —dijo Marty por la Mañana, todo muerto.
—Tenemos que hacer algo —dijo Ben volviéndose a Theo.
Los demás estaban mirándose con expresiones más horrorizadas que cuando la única perspectiva
era que una turba de muertos vivientes les comiera el cerebro.
—¡La mujer de Theo Crowe se cree que es algún tipo de guerrera asesina de mutantes! —gritó
una mujer podrida que había sido enfermera del hospital psiquiátrico del condado.
Todos se volvieron a mirar, agitaron la cabeza y se encogieron de hombros mientras dejaban
escapar un suspiro de alivio.
—Eso ya lo sabíamos —comentó Mavis—. Todo el mundo lo sabe. No es nada nuevo.
—Oh, lo siento —dijo la enfermera. Hubo una pausa, y luego añadió—: Entonces vale. Wally
Beerbinder es adicto a los calmantes.
—Wally no está aquí —dijo Mavis—. Está pasando las Navidades con su hija en Los Ángeles.
—Ya no me queda nada —admitió la enfermera—. Que otro diga algo.
—Tucker Case se cree que su murciélago puede hablar —gritó Arthur Tannbeau, el difunto
cultivador de cítricos.
—¿A quién le apetece cantar villancicos? —preguntó Tuck—. Empezaré yo. Pero mira cómo
beben…
Y así cantaron, lo bastante alto como para ahogar los secretos que lanzaban los muertos. Cantaron
con un gran espíritu navideño, alto y desafinado, hasta que un ariete chocó contra las puertas.
18
Las armas de tu insignificante dios gusano son inútiles contra mi
superior kung-fu navideño
Molly se deslizó por la puerta trasera de la cabaña y bordeó el muro exterior hasta que pudo
contemplar la alta figura que estaba delante de la ventana. El tendido eléctrico caído había dejado de
chisporrotear al otro lado de la carretera y la luna y las estrellas apenas lograban horadar la
oscuridad. Sin embargo, pudo vislumbrar al hombre que estaba parado delante de la ventana porque
su cuerpo estaba envuelto en una especie de fosforescencia.
Es radiactivo, pensó Molly. Vestía la típica gabardina negra que tanto gustaba a los piratas de la
arena. Pero ¿por qué un salteador del desierto saldría de su guarida en plena tormenta de lluvia?
Adoptó la postura Hasso No Kamae, la espalda recta, el acero sobre la cabeza, un poco inclinada
hacia atrás y a la derecha con la guarda a la altura de la boca y el pie izquierdo por delante. Estaba a
tres pasos de lanzar un tajo mortal al intruso. La espada estaba perfectamente equilibrada en su mano,
tanto que no parecía pesar. Podía sentir las agujas de pino mojadas bajo los pies descalzos y solo
lamentaba no haberse puesto unos zapatos antes de lanzarse a la noche. La fría lluvia contra la piel
desnuda le hizo pensar que quizá una sudadera también hubiera sido una buena idea.
El hombre refulgente miraba al rincón opuesto de la cabaña cuando Molly hizo su movimiento.
Tres pasos sigilosos y estuvo encima de él, con el filo de su espada cruzado sobre su cuello. Un tirón
rápido y el corte llegaría hasta las vértebras.
—Si te mueves, eres hombre muerto —dijo Molly.
—Ah, ah —dijo el hombre refulgente.
La punta de la espada de Molly se extendía unos centímetros más allá del rostro del intruso, quien
se quedó mirando el acero.
—Me gusta tu espada. ¿Quieres ver la mía? —dijo.
—Si te mueves, te mato —dijo Molly. Pensaba que no era una de esas cosas que hay que repetir—.
¿Quién eres?
—Soy Raziel —dijo Raziel—. No es la espada del Señor, ni nada de eso. No vale para destruir
ciudades, sino para luchar contra uno o dos enemigos o cortar algo de embutido. ¿Te gusta el salami?
Molly no sabía cómo reaccionar. Aquel pirata de la arena refulgente no parecía asustado en
absoluto, ni siquiera preocupado por el hecho de que una hoja afilada estuviera besándole el cuello a
la altura de la arteria carótida.
—¿Por qué miras por mi ventana en mitad de la noche?
—Porque si mirara el tramo que no es ventana no vería nada.
Molly giró las muñecas y golpeó a Raziel en la cabeza con la espada de plano.
—Ay.
—¿Quién eres y qué estás haciendo aquí? —inquirió Molly. Volvió a girar la hoja para amenazar
con otro golpe, y en ese momento Raziel se apartó, giró y se sacó una espada de la espalda.
Molly dudó un segundo y luego se acercó con un tajo real dirigido contra el hombro del otro.
Raziel detuvo el golpe y lo devolvió. Molly interceptó el golpe y volvió a lanzar al ataque, esta vez
hacia el brazo izquierdo. Raziel volvió a pararlo, de forma que el filo siguió a lo largo del brazo en
vez de atravesarlo. El afilado tashi se llevó, no obstante, un jirón de gabardina, así como una tira de
piel del antebrazo.
—¡Oye! —dijo él, mientras miraba a la manga que le colgaba de mala manera.
No había sangre. Solo quedaba una franja oscura donde había estado la piel. Raziel empezó a
lanzar mandobles con una infinidad de molinetes que obligaron a retroceder a Molly por el bosque
hacia la carretera. Lo hizo sin vacilar, parando algunos tajos, esquivando otros, rodeando árboles y
removiendo el pajizo húmedo del suelo a medida que se movía. Lo único que podía ver era a su
brillante atacante y su espada, que ahora brillaba también. Estaba todo tan oscuro que solo podía
orientarse utilizando la memoria y las sensaciones. Cuando estaba parando un golpe, tropezó en una
raíz y perdió el equilibrio. Empezó a arrastrarse de espaldas y se giró, como si quisiera incorporarse.
La inercia de Raziel lo empujó hacia delante, su espada buscó en el aire un objetivo que un segundo
antes había sido unos centímetros más alto, y cayó sobre la hoja de Molly. Ella estaba inclinada hacia
delante, la espada recogida hacia atrás y con Raziel ensartado y con un par de palmos de acero
asomando por la espalda. Se quedaron en esa posición durante un instante, él sobre la espada, como
un par de perros que necesitaran que alguien les tirara un cubo de agua.
Entonces Molly sacó la espada y se zafó, dispuesta a propinar a su agresor el golpe de gracia que
lo abriría en canal desde el cuello hasta la cadera.
—Ay —dijo Raziel, contemplando el agujero que tenía en el plexo solar. Tiró su espada al suelo y
se hurgó la herida con los dedos—. Ay —repitió mirando a Molly—. No deberías empalar con esa
espada, no se pincha con ese tipo de espada. No es justo.
—Ahora deberías morirte —dijo Molly.
—Pues va a ser que no —dijo Raziel.
—No se puede decir «pues va a ser que no» a la muerte. Es un debate sin sentido.
—Me has pinchado con tu espada y me has rajado la gabardina —dijo el otro mientras alzaba el
brazo afectado.
—Y tú te has puesto a merodear por mi casa y a espiarme por la ventana, por no decir que me has
amenazado con una espada.
—Solo te la estaba enseñando. Ni siquiera me gusta. Para mi siguiente misión preferiría una
honda o algo así.
—¿Misión? ¿Qué misión? ¿Te ha enviado Nigoth? Ya no es mi deidad, que lo sepas. Este no es el
tipo de apoyo que necesito.
—No temas —la tranquilizó Raziel—, pues soy un heraldo del Señor, venido para invocar el
milagro de la Natividad.
—¿Que eres qué?
—¡No temas!
—No temo, so cretino, te acabo de dar para el pelo. ¿Quieres decir que eres un ángel?
—Venido para traer la felicidad de la Navidad al niño.
—¿Eres un ángel de la Navidad?
—Traigo oleadas de alegría que regocijarán a todos los hombres. Bueno, a todos no. En esta
ocasión solo un niño, pero me aprendí de memoria el discurso y me gusta soltarlo.
Molly bajó la guardia, apuntando al suelo con la punta de la espada.
—¿Y cómo es que brillas?
—Es la gloria del Señor —dijo el ángel.
—Vaya por Dios —dijo Molly mientras se daba una palmada en la frente—. Y te acabo de matar.
—Pues va a ser que no.
—No empieces con eso otra vez. ¿Debería llamar a una ambulancia o un cura o algo?
—Me estoy curando. —Levantó el antebrazo y Molly vio cómo la piel brillante se extendía sobre
la herida.
—¿Qué demonios se te ha perdido aquí?
—Tengo una misión.
—No digo en la Tierra, sino en mi casa.
—Nos atraen los lunáticos.
Lo primero que se le pasó a Molly por la cabeza fue decapitar al ángel, pero entonces se lo pensó
mejor. Estaba en medio de un bosque bajo una lluvia helada y un vendaval, desnuda, con una espada y
hablando con un ángel que no estaba anunciando precisamente el Advenimiento. Así que sí, era una
lunática.
—¿Quieres entrar? —dijo.
—¿Tienes chocolate caliente?
—Con merengue —dijo la Nena Guerrera.
—Loado sea el merengue —dijo el ángel, con un amago de vahído.
—Entonces vamos —dijo Molly, y se puso en marcha mientras murmuraba—. No puedo creerme
que haya matado a un ángel de la Navidad.
—Sí, aquí sí que la has cagado —dijo el narrador.
—Pues va a ser que no —rectificó el ángel.

—¡Atrancad la puerta con ese piano! —gritó Theo.


Los goznes de la puerta principal se habían desprendido y la mesa del bufé se movía bajo los
golpes de lo que fuera que los muertos vivientes estuvieran empleando a modo de ariete. Toda la
capilla se estremecía con cada golpe.
Roben y Jenny Masterson, propietarios del ultramarinos Brine’s, hicieron rodar el piano desde
donde estaba junto al árbol de Navidad. Ambos habían pasado por algunos de los momentos más
angustiosos de la historia de Pine Cove, y solían mantener la cabeza fría durante las situaciones de
emergencia.
—¿Alguien sabe cómo se bloquean las ruedas? —preguntó Robert.
—Tendremos que apuntalarlo de todas formas —dijo Theo, antes de volverse hacia Ben Miller y
Nacho Núñez, que parecían haber formado equipo para la batalla—. Vosotros, seguid buscando cosas
pesadas para atrancar la puerta.
—¿De dónde han sacado un ariete? —preguntó Tucker Case. Estaba examinando las grandes
ruedas de goma del piano y tratando de imaginar cómo bloquearlas.
—La mitad del bosque se ha venido abajo esta noche —dijo Lena—. Los pinos Monterrey no
tienen raíz principal. Lo más seguro es que hayan encontrado uno lo bastante ligero como para
transportarlo.
—Dadle la vuelta —dijo Tuck—, apuntaladlo contra la mesa.
El ariete volvió a golpear las puertas y estas se abrieron unos centímetros. La mesa que atrancaba
los pomos se dobló y empezó a partirse. Tres brazos se colaron por la apertura y asomó una cara con
el ojo medio salido de la cuenca podrida.
—¡Empujad! —gritó Tuck.
Empujaron el piano contra la mesa y la puerta volvió a cerrarse de golpe sobre los brazos que
sobresalían. El ariete volvió a hacer de las suyas, abrió las puertas de nuevo y empujó a los hombres
hacia atrás con un castañeteo de los dientes. Los brazos de los muertos vivientes empezaron a
empujar desde la apertura. Tuck y Robert dieron un empujón al piano para volver a cerrar las puertas.
Jenny Masterson se puso de espaldas al piano para presionar con el peso de su cuerpo y dirigió una
mirada a los espectadores, unas veinte personas que parecían aturdidas o demasiado asustadas para
moverse.
—¡No os quedéis ahí parados, inútiles de mierda! Ayudadnos a reforzar la maldita puerta. Si
entran se comerán vuestros cerebros también.
Cinco hombres cruzaron entre ellos los haces de sus linternas en plan «¿tú, yo, nosotros?», se
encogieron de hombros y corrieron para ayudar.
—Bonita arenga —dijo Tuck, mientras sus zapatillas chirriaban en el suelo a medida que
empujaba.
—Gracias, se me da bien dirigirme al público —dijo Jenny—. Hace veinte años que soy
camarera.
—Ah, sí, tú nos atendiste en el HP’s. Lena, mira, es la camarera que nos atendió la otra noche.
—Me alegro de verte, Jenny —dijo Lena, en el mismo instante en que el ariete golpeaba la puerta
otra vez y la tiraba al suelo—. No te he visto en la clase de yoga…
—¡Despejad el camino, despejad el camino, despejadlo! —ordenó Theo. Nacho Núñez y él
cruzaban la sala con un banco de roble de unos dos metros de largo. Por detrás, Ben Miller trataba de
arrastrar otro banco él solo. Varios de los hombres que sujetaban la barricada rompieron filas para
echarle una mano.
—Reforzad el piano con estos bancos y clavadlos al suelo —dijo Theo.
Los cruzaron encima del piano y Nacho Núñez se encargó de clavarlos al suelo. Se movían un
poco con cada embestida, pero aguantaron bien. Al cabo de unos segundos, los golpes cesaron. Una
vez más, solo se escuchaba el sonido de la lluvia y el viento. Todo el mundo recorrió la sala con sus
linternas a la espera de qué sería lo siguiente.
Entonces oyeron la voz de Dale Pearson a un lado de la capilla.
—Por aquí. Traedlo por aquí.
—Por la puerta trasera —gritó alguien—. Se lo llevan a la puerta trasera.
—¡Más bancos! —gritó Theo—. Clavadlos a la parte de atrás, deprisa, esa puerta no es tan sólida
como la de delante, no aguantará ni dos embestidas.
—¿Y no pueden simplemente atravesar la pared? —preguntó Val Riordan, que trataba de unirse al
esfuerzo de mantener la línea a pesar de la desventaja que representaban sus zapatos de tacón de
quinientos dólares.
—Recemos para que no se les ocurra —dijo Theo.

Supervisar a los muertos vivientes era peor que tratar con una cuadrilla de obreros llena de
borrachos y retrasados. Al menos, los obreros vivos contaban con todos sus brazos y la mayor parte
de su coordinación física. Aquel puñado era bastante pastoso. Una veintena de ellos estaban
transportando un tronco de pino roto de quince centímetros de ancho y tan largo como un coche.
—Moved el puto árbol —gruñó Dale—. ¿Para qué demonios os pago?
—¿Nos está pagando? —preguntó Marty por la Mañana, que estaba a la mitad del tronco,
sosteniéndolo por una rama puntiaguda—. ¿Nos están pagando por esto?
—No me puedo creer que te hayas zampado todos los sesos —dijo Warren Talbot, el pintor
muerto—. Se suponía que eran para todos.
—Cerrad la puta boca y llevad el puto árbol a la puerta de atrás —gritó Dale mientras agitaba el
revólver.
—La pólvora les da un toque a pimienta muy agradable —se defendió Marty.
—No sigáis —dijo Bess Leander—, que me muero de hambre.
—Habrá suficiente para todos cuando, consigamos entrar —les animó Arthur Tannbeau, el
granjero de cítricos.
Dale sabía que no funcionaría. Eran demasiado enclenques como para dar la suficiente potencia al
ariete. Los vivos ya estarían montando barricadas en la puerta de atrás.
Apartó a algunos de los compañeros más descompuestos y asignó a otros que parecían conservar
buena parte de su fuerza original, y aun así lo que intentaban era subir un estrecho tramo de escaleras
con un tronco de más de cuatrocientos kilos. Incluso una cuadrilla de gente viva y sana no lo tendría
fácil en ese barrizal. El tronco golpeó la puerta con un batacazo anémico. La puerta cedió lo justo
para revelar que los vivos acababan de reforzarla.
—Olvidadlo, olvidadlo —dijo Dale—. Podemos llegar a ellos de otras maneras. Buscad en el
aparcamiento las llaves de los coches.
—¿Un alunizaje? —dijo Marty por la Mañana—. Me encanta.
—Algo así —dijo Dale—. Chico, tú, el de la cara de cera, pareces un loco de la velocidad, ¿sabes
hacer puentes?
—Con un solo brazo no —barboteó Jimmy Antalvo—. El chucho se ha llevado el otro.

—Han parado —dijo Lena. Estaba tratando las heridas de Tuck. La sangre impregnaba los vendajes
de las costillas.
Theo se apartó del piloto y recorrió la sala con la mirada. Las luces de emergencia empezaron a
fallar mientras él iluminaba a los demás con su linterna como si buscase sospechosos.
—Nadie se ha dejado las llaves en el coche, ¿verdad?
Hubo murmullos de negación y meneo de cabezas.
Val Riordan le apuntó con una ceja enarcada perfectamente pintada. Delataba una pregunta muda.
—Porque eso es lo que yo haría —dijo Theo—. Atravesaría la pared con un coche a toda
velocidad.
—Eso sería terrible —dijo Gabe.
—El aparcamiento tenía dos dedos de agua y barro la última vez que lo vi —comentó Tucker
Case—. Será difícil acelerar en esas condiciones.
—Mirad, tenemos que conseguir ayuda —dijo Theo—. Alguien tiene que salir para buscarla.
—No llegará muy lejos —advirtió Tuck—. En cuanto abráis esas puertas o rompáis una ventana;
ellos estarán ahí esperando.
—¿Y qué hay del tejado? —propuso Josh Barker.
—Cállate, niño —dijo Tuck—. No hay forma de llegar al tejado.
—¿Le vamos a cortar la cabeza ahora? —preguntó Josh—. Hay que cortársela por la columna
vertebral para que no sigan volviendo.
—Mirad —dijo Theo apuntando con la linterna al centro del techo. Había una trampilla—. La
habían pintado y sellado, pero era indudable que estaba allí.
—Conduce a la vieja torre del campanario, —dijo Gabe Fenton—. Ya no hay campana, pero sí
que conduce al tejado.
Theo asintió.
—Desde el tejado alguien podría indicarnos dónde están antes de emprender ninguna acción.
—Esa trampilla está a diez metros de altura. No hay forma de llegar hasta allí.
De repente, les llegó un ladrido de murciélago desde las alturas. Media docena de linternas
reaccionaron para localizar a Roberto, que colgaba del revés de la estrella del árbol.
—El árbol de Molly —dijo Lena.
—Parece lo bastante sólido —aventuró Gabe Fenton.
—Iré yo —dijo Ben Miller—. Sigo en buena forma. Puedo hacerlo.
—Ahí lo tenéis, esa es la prueba —dijo Tuck, junto a Lena—. Nadie con las pelotas disminuidas
se ofrecería voluntario para algo así.
—Yo tengo un viejo Tercel —dijo Ben—. No creo que queráis que corra en busca de ayuda en
eso.
—Lo que necesitamos es un Hummer —dijo Gabe.
—Sí, o quizá una caricia —dijo Tuck—, pero eso viene después. Por ahora, necesitamos cuatro
ruedas.
—¿De verdad quieres intentarlo? —preguntó Theo a Ben.
El atleta asintió.
—Tengo más oportunidades de lograrlo. Me limitaré a atravesar a los que no pueda adelantar a la
carrera.
—Entonces de acuerdo —dijo Theo—. A ver si llevamos ese árbol al centro de la sala.
—No tan deprisa —dijo Tuck, dándose golpecitos en los vendajes—. Me da igual lo rápido que
sea el minihuevos, pero Papá Noel todavía tiene dos balas en la pistola.
19
Sobre el tejado, clic, clic, clic
Así que era eso, pensó Ben Miller mientras se metía por la pequeña torre del campanario que
coronaba la capilla. Le había llevado diez minutos serrar con el cuchillo del pan las juntas de la
trampilla selladas por la pintura, pero lo había conseguido. Había tirado del picaporte y había
avanzado lentamente por el árbol hasta la torre. Había el espacio justo para ponerse de pie sobre unas
estrechas repisas que rodeaban el acceso. Menos mal que habían quitado la campana hacía tiempo. La
torre del campanario estaba rodeada de respiraderos con tejadillos por los que silbaba el viento.
Estaba seguro de que podía abrirse camino a patadas por unos respiraderos de cien años para acceder
al empinado tejado, optar por el lado que pareciese más seguro, alcanzar el aparcamiento y el
Explorer rojo cuyas llaves llevaba. Solo tenía que recorrer cincuenta kilómetros en dirección sur,
hasta el puesto de la patrulla de carreteras, y la ayuda estaría de camino.
Todos los años que había pasado en el instituto y la universidad, donde había proseguido su
entrenamiento, todas las horas de carrera por el asfalto, las pesas y la natación, las dietas proteínicas,
todo ello le había conducido hasta ese momento. Mantenerse en forma todos esos años, durante los
cuales nadie parecía preocuparse, finalmente tendría un significado. Lo que no pudiera ganar por
velocidad, lo atravesaría con el hombro (había completado sus carreras de medio fondo con una
temporada de carreras de velocidad).
—¿Estás bien, Ben? —gritó Theo desde abajo.
—Sí, estoy preparado.
Respiró hondo, apretó la espalda contra uno de los lados de la torre y dio una patada a las tablillas
del lado opuesto. Se rompieron a la primera, y estuvo a punto de salir al tejado con los pies por
delante. Mantuvo el equilibrio, se revolvió sobre el estómago y salió por atrás hacia el tejado
mientras observaba cómo desde abajo una docena de rostros esperanzados seguía sus movimientos.
—Aguantad. Volveré pronto con ayuda —dijo. Luego dio marcha atrás hasta quedar en el vértice
del tejado a cuatro patas. La fría humedad imperaba dondequiera que pusiera las manos.
—Dame una alegría, mamón —dijo una voz a la derecha de Ben. Este saltó a un lado y empezó a
resbalar por el tejado. Algo lo agarró de la sudadera, lo izó de nuevo, y entonces sintió algo duro y
frío contra la frente.
Lo último que escuchó fue cómo Papá Noel decía:
—Joder, qué mañoso para ser un deportista.
En la sala de abajo se oyó un tiro.

Dale Pearson sostuvo al atleta muerto por la parte posterior del cuello mientras pensaba: ¿me lo como
ahora o lo guardo para después de la masacre? Abajo, en el suelo, el resto de los muertos vivientes
suplicaban alguna migaja. Warren Talbot, el pintor de paisajes, estaba a medio camino del tronco de
pino que Dale había utilizado para subir al tejado.
—Porfa, porfa, porfa, porfa —dijo Warren—. Tengo mucha hambre.
Dale se encogió de hombros y soltó el cuerpo de Ben Miller. Luego le dio una patada para que se
deslizara hasta la turba hambrienta. Warren echó la mirada atrás, donde había caído el cuerpo, y
después volvió a mirar a Dale.
—Serás cabrón. Ahora no conseguiré ni un bocado. Unos repugnantes sonidos de succión
ascendían desde abajo.
—Qué le vamos a hacer, Warren. Los muertos y los rápidos. Los muertos y los rápidos.
El pintor muerto se deslizó tronco abajo y se perdió de vista.
Dale tenía una venganza pendiente. Metió la cabeza en la torre del campanario y miró a los
horrorizados rostros que lo observaban desde abajo. El biólogo delgaducho estaba escalando el
árbol para llegar a la trampilla abierta.
—Sube, sube —gritó Dale—. Ni siquiera hemos empezado con el plato principal.
También vio a su ex, Lena, que lo estaba mirando, así como al rubio que había cargado contra
ellos con la mesa del bufé y que, además, la rodeaba con el brazo.
—Muere, zorra. —Se asomó más por la trampilla y apuntó con el revólver a Lena. Vio que sus
ojos se abrían de par en par y entonces algo le dio en la cara, algo peludo y afilado. Unas garras
horadaron sus mejillas y buscaron sus ojos. Trató de agarrar a su atacante, pero al hacerlo perdió el
equilibrio y cayó hacia atrás. Acabó deslizándose por el tejado y aterrizó entre los compañeros que
celebraban su festín.

—¡Roberto! —gritó Tuck—. Vuelve aquí.


—Se ha ido —dijo Theo—. Está fuera.
Tuck empezó a escalar por el árbol de Navidad, tras los pasos de Gabe.
—Lo traeré. Deja que suba y lo llame.
Theo sujetó al piloto por la cintura y tiró de él.
—Gabe, cierra la trampilla.
—No —dijo Tuck.
Gabe Fenton miró abajo fugazmente y se le desencajó la mirada al percatarse de la altura a la que
estaba. Cerró a toda prisa la trampilla y la aseguró.
—Estará bien —dijo Lena—. Se ha escapado.
Gabe Fenton deshizo el camino por el árbol. Cuando llegó a las ramas más bajas, sintió que unas
manos lo asían por la cintura para ayudarlo a ganar suelo. Entonces se giró para encontrarse entre
los brazos de Valerie Riordan. Se apartó para no emborronarle el maquillaje, mientras ella terminaba
de tirar de él para liberarlo de las últimas ramas.
—Gabe —le dijo—. ¿Te acuerdas cuando te dije que no tenías la mente en el mundo real?
—Sí.
—Lo siento.
—Está bien.
—Solo quería que lo supieras. Por si los zombis se nos comen el cerebro y no tengo otra ocasión
para decírtelo.
—Significa mucho para mí, Val. ¿Te puedo dar un beso?
—No, cariño. Me he dejado el bolso en el coche y no llevo encima el pintalabios para retocarme.
Pero si quieres podemos echar un último polvo en el sótano antes de morir —le sonrió.
—¿Y qué pasa con el crío del súper?
—¿Y la pornografía de ardillas? —Val alzó una ceja perfectamente perfilada.
—Sí, creo que me gustaría —dijo él, tomándola de la mano, conduciéndola al cuarto trasero y, de
ahí, a las escaleras.
—¿Qué es ese olor? —preguntó Theo Crowe, visiblemente contento de desviar su atención de
Gabe y Val—. ¿Alguien lo huele? Decidme que no es…
Skinner estaba olisqueando el aire y gimoteaba.
—¿Qué es eso? —saltó Nacho Núñez, que había seguido la pista olfativa hasta una de las ventanas
reforzadas—. Viene de aquí.
—Es gasolina —dijo Lena.
20
Improvisación
El ángel había abierto seis sobres de chocolate en polvo y llevaba en la mano todos los bombones de
merengue.
—Los atrapan en estas pequeñas prisiones con el polvo marrón. Hay que liberarlos y ponerlos en
la taza —explicó el ángel mientras abría otro sobre, vertía el contenido en un cuenco y soltaba los
bombones en su taza.
—Mátalo mientras cuenta los bombones —dijo el narrador—. Es un mutante. Ningún ángel
podría ser tan tonto. Mátalo, zorra chiflada, es el enemigo.
—Va a ser que no —dijo Raziel con la mirada clavada en la espuma desprendida por los
bombones de merengue.
Molly lo miró desde el borde de su taza. A la luz de la vela de la cocina, ciertamente era un tipo
llamativo: esos rasgos afilados, el terso rostro, el pelo, y ahora el bigote del chocolate con
merengue, por no hablar de la intermitente fosforescencia en la oscuridad, que les había sido de gran
utilidad cuando se habían puesto a buscar las velas.
—¿Puedes oír la voz de mi cabeza?
—Sí, en mi cabeza.
—No soy religiosa —dijo Molly. Tenía el tashi bajo la mesa aferrado a la mano libre, con la hoja
apoyada sobre los muslos.
—Oh, yo tampoco —confesó el ángel.
—Lo que quiero decir es que, si no soy religiosa, ¿qué haces aquí?
—Los lunáticos. Nos atraen. Tiene algo que ver con la mecánica de la fe. No lo comprendo muy
bien. ¿Tienes más? —Extendió el sobre vacío de cacao. Su taza rezumaba espuma de merengue
derretido.
—No, hemos gastado toda la caja. ¿Así que te atraigo porque estoy como una cabra y puedo
creerme cualquier cosa?
—Sí, eso creo. Y porque nadie te creería. Así que no hay violación de la fe.
—Vale.
—Pero también eres atractiva en otros sentidos —añadió el ángel rápidamente, como si de
repente alguien le hubiera pegado un golpe en la cabeza con un calcetín lleno de don de gentes—. Me
gusta tu espada y también esas.
—¿Mis tetas? —No era la primera vez que alguien le decía esas cosas, pero sí la primera que un
mensajero de Dios se lo decía.
—Sí. Zoe las tiene también. Ella es un arcángel, como yo. Bueno, como yo no, tiene de esas.
—Ajá. ¿Así que también existen ángeles femeninos?
—Oh, sí. No siempre. Todo el mundo ha cambiado desde que vosotros sucedisteis.
—¿Nosotros?
—El Hombre. La Humanidad. Las mujeres. Vosotros. Antes, todos éramos iguales. Pero luego
llegasteis vosotros, nos dividieron y nos dieron partes. A algunos les tocaron de esas, a otros, otras
cosas. No sé por qué.
—¿Así que tú tienes partes?
—¿Te gustaría verlas?
—¿Tus alas? —preguntó Molly. En realidad no le importaría verle las alas, si es que las tenía.
—No, de eso tenemos todos. Me refiero a mis partes especiales. ¿Te gustaría verlas? —Se levantó
y se bajó los pantalones.
No era la primera vez que recibía una oferta así, pero sí la primera que se la hacía un mensajero
de Dios.
—No, déjalo. —Lo cogió del antebrazo y lo ayudó a sentarse de nuevo.
—Vale. Entonces debería irme. Tengo que comprobar cómo va el milagro y volver a casa.
—¿El milagro?
—El milagro navideño. Por eso estoy aquí. Oh, mira, tienes una cicatriz en una de ellas.
—Tiene la capacidad de atención de un colibrí —siseó el narrador—. Acaba con su miseria.
El ángel apuntaba a la angulosa cicatriz que presidía la parte superior del pecho derecho de
Molly, la que le había producido el extra durante el rodaje de Muerte mecanizada: Nena Guerrera VII.
La herida por la que la habían despedido, la cicatriz que había acabado con su carrera como heroína
de las películas de acción de serie B.
—¿Duele? —preguntó el ángel.
—Ya no —repuso Molly.
—¿Puedo tocar?
No era la primera vez que alguien se lo preguntaba, pero…, bueno, ya sabéis…
—Vale —dijo.
Sus dedos eran largos y finos, la uñas un poco más largas de lo habitual en un hombre, pensó
ella, pero su tacto era cálido y se irradió del pecho hacia el resto del cuerpo.
—¿Mejor? —preguntó, cuando retiró la mano. Molly se llevó la mano al lugar donde el ángel la
había tocado. Estaba liso, completamente liso. La cicatriz había desaparecido. La imagen del ángel se
volvió turbia entre las lágrimas que hicieron acto de presencia en sus ojos.
—Serás saco de mierda de sacarina sentimental —dijo el narrador.
—Gracias —dijo Molly, aspirando por la nariz—. No sabía que pudieras…
—Se me da bien el clima —dijo el ángel.
—¡Imbécil! —saltó el narrador.
—Me tengo que ir —dijo Raziel, levantándose de la silla—. Tengo que ir a la iglesia para ver sí el
milagro ha funcionado.
Molly lo acompañó a través del salón, hasta la puerta. Cuando le abrió la puerta, el viento lamió
la gabardina y ella pudo ver las puntas de las alas blancas que escondía debajo. Sonrió en una
mezcolanza de carcajadas y llanto.
—Adiós —se despidió el ángel y se adentró en el bosque.
Cuando Molly se disponía a cerrar la puerta, algo oscuro pasó volando por ella. Las velas del
salón se apagaron, por lo que lo único que pudo ver fue una sombra que se perdía en la cocina. Cerró
la puerta y trotó hasta la cocina con la espada dispuesta. La luz de una vela le reveló una sombra
sobre la ventana, de la que se desprendían dos ojos naranja que brillaban en la oscuridad.
Cogió la vela y avanzó hacia el bulto hasta que pudo verlo. Se trataba de algún tipo de animal y
colgado de la persiana, sobre el fregadero, parecía una toalla negra con una diminuta cara de perro.
No parecía peligroso, no más bien un poco tonto.
—Esto es el colmo. Mañana mismo vuelvo a tomarme la medicación, aunque tenga que pedirle
prestado el dinero a Lena.
—No tan deprisa —advirtió el narrador—. Estarás muy sola cuando me vaya. Y volverás a
ponerte la ropa normal. Vaqueros, camisetas… No puedes hacerla.
Molly ignoró al narrador y se acercó al bicho que colgaba de la persiana hasta que estuvo a unos
centímetros.
—Los ángeles son una cosa —dijo, mientras lo contemplaba—, pero no tengo ni la menor idea de
qué demonios eres tú, chavalín.
—Murciélago fruta —dijo Roberto.
—A lo mejor es español —dijo el narrador—. ¿Has notado el acento?

—Voy a salir —dijo Theo Crowe, agarrándose al árbol de Navidad.


—Aún le queda una bala —dijo Tucker Case.
—Van a quemarnos aquí dentro. Tengo que salir.
—¿Para qué? ¿Les vas a quitar las cerillas?
Lena agarró a Theo por el brazo.
—Theo, no serán capaces de provocar un incendio con esta lluvia y este viento. No salgas. Ben no
llegó a dar ni dos pasos.
—Si consigo alcanzar un todoterreno, quizá pueda pasarles por encima —argumentó Theo—. Val
me ha dado las llaves de su Range Rover.
—Eso no va a funcionar —discrepó Tuck—. Son muchos. Quizá te puedas quitar de encima a los
más débiles, pero el resto huirá a los bosques donde no puedas alcanzarlos.
—Bien. ¿Sugerencias? Este lugar va a arder como la yesca, con o sin lluvia. Si no hacemos algo,
nos van a asar vivos.
Lena miró a Tuck.
—Puede que Theo tenga razón. Si consigue que huyan a los bosques, es posible que el resto
tengamos la oportunidad de llegar hasta el aparcamiento. No podrán cogernos a todos.
—Bien —asintió Theo——. Dividid a la gente en grupos de cinco y seis personas. Que el más
fuerte de cada grupo lleve la llave de un todoterreno. Aseguraos de que todo el mundo sabe adónde
tiene que ir cuando salga. Cuando oigáis que el claxon del Range Rover toca «afeitado y corte de
pelo» significará que he hecho todo lo posible. Que todo el mundo salga pitando.
—Vaya, has pensado todo eso con el colocón —dijo Tuck—. Estoy impresionado.
—Que todo el mundo esté listo. No pienso salir a ese tejado hasta que todo esté asegurado.
—¿Y qué pasa si lo que escuchamos es un tiro? ¿Qué pasa si te atrapan antes de que puedas llegar
al coche?
Theo sacó un juego de llaves del bolsillo y se lo pasó a Tuck.
—Entonces será tu turno, ¿no crees? Val también ha traído la llave de repuesto.
—Un momento. No pienso salir ahí fuera. Tú tienes la excusa de que estás fumado, eres poli, tu
mujer te ha echado de casa y tu vida es una ruina. A mí me van bien las cosas.
—¿Cuando el alguacil Crowe se vaya podremos cortarle la cabeza? —quiso saber Joshua Barker.
—Bueno, puede que no del todo —rectificó Tuck.
—Me voy —dijo Theo—. Que todo el mundo se prepare junto a la puerta.
El larguirucho alguacil se dirigió al árbol de Navidad.
Tuck observó cómo lo escalaba hasta el techo y se volvió a los demás.
Se produjo un chirrido en la parte frontal de la capilla y todos se quedaron mirando. Las luces
amarillas de uno de los vehículos se encendieron.
—Alguien quiere largarse —gritó Dale—. Os dije que no perdierais de vista el tejado.
—Ya estaba vigilando —dijo Jimmy Antalvo meneando el único brazo que le quedaba—. Pero
está oscuro de cojones y no se ve una mierda.
Mientras recorrían a la carrera el lateral de la capilla hacia la parte delantera, pudieron ver que
una sombra oscura se deslizaba desde el tejado para aterrizar en el suelo.
21
Ángel vengador
Oh mierda, oh mierda, oh mierda, oh mierda, pensó Theo. Se había torcido el tobillo al aterrizar y el
dolor se había extendido por su pierna como fuego líquido. Al caer, rodó sobre el barro. Había
apretado el botón que desbloqueaba el Range Rover demasiado pronto. El vehículo había emitido un
sonido acompañado por un parpadeo de las luces, lo que había puesto en alerta a los muertos
vivientes. Había saltado a ciegas y había fallado. Los muertos iban a por él.
Se levantó como pudo y cojeó hacia el Range Rover, con las llaves listas en la mano derecha. Se
había dejado atrás la linterna medio enterrada en el lodo.
—Cogedlo, inútiles podridos —gritó Dale Pearson.
Theo cayó hacia delante al resbalar con el pie sano, pero consiguió rodar y ponerse en pie de
nuevo, no sin sufrir un calambre por toda la espinilla. Se apoyó en la ventana trasera del Range
Rover y se agarró al limpiaparabrisas trasero para no perder el equilibrio. Se arriesgó a echar una
mirada a sus perseguidores y oyó un fuerte golpe cerca de su cabeza, seguido de un chirrido
ensordecedor. Se volvió justo a tiempo para ver cómo una mujer esquelética se deslizaba por el techo
del Range Rover con los dientes por delante. Trató de esquivarla, pero no logró impedir que unas
uñas se le aferraran al cuello y unos dientes le hendieran el cuero cabelludo. Ambos cayeron al suelo
y sintió un dolor anodino cuando el zombi trató de atravesarle el cráneo a mordiscos. Tenía la cara
apretada contra el barro. Las fosas nasales y la boca estaban inundadas y, en medio del pánico, pensó:
Lo siento mucho, Molly.

—Puaj, está asqueroso —dijo Bess Leander mientras escupía un par de dientes sobre la cabeza de
Theo.
Marty por la Mañana cogió a Theo por la cabeza y lamió las marcas de dientes que Bess había
dejado.
—Horrible —dijo—. Está fumado. No pienso comerme su cerebro.
Los muertos vivientes lanzaron un gemido de decepción.
—Levantadlo —ordenó Dale.
Theo tragó un buen montón de lodo con su primera inspiración y empezó a toser mientras los
muertos vivientes lo incorporaban y lo acorralaban contra la ventana trasera del Range Rover.
Alguien le quitó el barro de los ojos y un hedor nauseabundo inundó su nariz. Vio el rostro muerto y
reanimado de Dale Pearson a escasos centímetros del suyo. El terrible aliento del muerto apenas le
dejaba respirar. Theo trató de zafarse del maligno Papá Noel, pero unas manos descompuestas le
sujetaban la cabeza con firmeza.
—Oye, hippy —dijo Dale. Sostenía su linterna por debajo de la barba para iluminar su rostro. Dos
chorros de babas sangrientas recorrían los dos lados de su barba—. No creerás que tus hábitos con el
canuto te van a salvar, ¿verdad? No lo creas. —Se sacó el revólver del bolsillo y apretó el cañón
contra la barbilla de Theo—. Ahí dentro nos sobra la comida, podemos permitirnos el lujo de
liquidarte.
Dale abrió los cierres de velcro de la chaqueta de Theo y le palpó la cintura.
—¿No llevas arma? Eres una mierda de agente de la ley, hippy. —Palpó los bolsillos de la camisa
de policía—. ¡Pero esto…! Es lo único para lo que vales.
Dale sostuvo el encendedor de Theo y luego arrancó todo el bolsillo y enrolló el encendedor
seco en la tela.
—Marty, prueba con este, que no se moje. —Dale le entregó el encendedor a un tipo podrido, con
un corte de pelo a lo Ziggy Stardust, que se volvió corriendo a la pila de desechos al otro lado de la
capilla.
Theo contempló cómo Marty por la Mañana se inclinaba sobre la pila formada por el
contrachapado, las ramas de pino, los cartones y el cuerpo destrozado de Ben Miller. El viento seguía
soplando con fuerza y la lluvia había amainado, pero, con todo, las gotas punzaban la cara de Theo al
caer.
Que no se encienda, que no se encienda, que no se encienda, recitaba Theo para sí, pero la
esperanza se esfumó cuando una llama anaranjada prendió en los desechos y Marty por la Mañana se
apartó con la manga ardiendo.
Dale Pearson se apartó para que Theo pudiera ver el fuego crecer a un lado del edificio y luego le
puso el revólver en la sien.
—Mira bien nuestra pequeña barbacoa, hippy Es lo último que vas a ver. Nos vamos a comer el
cerebro de la chiflada de tu mujer a la brasa.
Theo sonrió, contento de que Molly no estuviera ahí dentro y fuera a librarse de la masacre.

—No he oído la señal —dijo Ignacio Núñez—. ¿Alguien la ha oído?


Tuck barrió con la linterna una docena de caras asustadas y entonces todo un lado de la iglesia se
volvió naranja con el resplandor de las llamas colándose por las ventanas. Una mujer gritó y los
demás se quedaron mirando con horror cómo empezaba a filtrarse el humo por los marcos de las
ventanas.
—Cambio de planes —dijo Tuck—. Nos vamos ya. Chicos, a la cabeza de vuestros grupos.
Entregad las llaves del coche al que llevéis detrás.
—Nos estarán esperando —se quejó Valerie Riordan.
—Bueno, quémate si quieres —repuso Tuck—. Chicos, derribad a cualquiera que se os ponga por
delante y todos los demás seguid hacia los coches.
Todas las barricadas y los obstáculos habían sido retirados de las puertas de la capilla. Tuck
apoyó el hombro en una de ellas y Gabe Fenton en la otra.
—Preparados. ¡Uno, dos, tres!
Empujaron con el hombro y rebotaron hacia los demás. Las puertas no se habían abierto más que
unos centímetros. Alguien apuntó con la linterna por el hueco y reveló que un enorme tronco de pino
bloqueaba el acceso.
—Cambio de planes —gritó Tuck.

Theo trató de mirar el fuego, pero no veía más allá de los ojos muertos de Dale Pearson. Ya no le
quedaba más que el miedo, la ira y la presión del revólver en la sien.
Entonces oyó un silbido acabado en un golpe seco y el revólver desapareció. Dale Pearson se
apartó a trompicones de él, con un muñón donde un segundo antes había estado el arma. Dale abrió la
boca para gritar algo, pero en ese instante una fina línea se dibujó en su cara a la altura de la nariz, y
la mitad de su cabeza se deslizó al suelo. Se desplomó a los pies de Theo. Las manos que lo sujetaban
habían desaparecido.
—¡Sesos! —gritó uno de los muertos vivientes—. ¡Sesos de chiflada!
Theo se dejó caer sobre el cuerpo rematado de Dale y miró alrededor para ver qué estaba
pasando.
—Hola, cariño —dijo Molly. Estaba de pie sobre el techo del Range Rover con una sonrisa
enorme, la chaqueta de cuero, los pantalones deportivos y sus Converse All Stars rojas, mientras
sostenía ante sí la vieja espada japonesa Hasso No Kamae. La hoja reflejaba el fulgor anaranjado de la
iglesia incendiada. Un reguero negro recorría la hoja en el mismo lugar donde había hendido la
cabeza del Papá Noel zombi. Theo nunca había sido una persona religiosa, pero en ese momento
pensó que así debía de sentirse uno al contemplar el rostro de un ángel vengador.
Los zombis que lo habían mantenido inmovilizado se lanzaron a por las piernas de Molly, quien,
en un solo movimiento, retrocedió un paso y describió con la espada un arco bajo que provocó una
lluvia de manos cercenadas sobre el barro. Los muertos vivientes gimieron a su alrededor, y trataron
de abrirse paso hasta ella con los muñones. Bess Leander trató de repetir la maniobra que había
empleado con Theo, es decir, escalar el capó por detrás de Molly y saltar al techo del Range Rover.
Molly la esquivó, dio un paso lateral y describió un nuevo tajo con la espada que nada habría tenido
que envidiar a un swing de golf. La cabeza de Bess voló desde la cima del vehículo hasta el regazo de
Theo, quien la empujó a un lado y se incorporó.
—Cariño, igual conviene sacar a la gente de la capilla antes de que se achicharre —sugirió Molly
—. No creo que quieras presenciar eso.
—Vale —dijo Theo.
Los muertos vivientes habían abandonado sus puestos en los accesos delanteros y traseros de
lampilla, donde habían estado aguardando para emboscar a los que salieran huyendo, y se lanzaron a
la carga contra Molly. Tres cayeron sin manos mientras Molly seguía en el techo del vehículo y
cuando empezaron a rodearla, echó a correr y saltó sobre sus cabezas para aterrizar a sus espaldas.
Theo corrió hacia las puertas delanteras, con la vista emborronada por la lluvia y la sangre que se
derramaba sobre sus ojos desde el mordisco que tenía en la cabeza. Miró fugazmente por encima del
hombro y vio a Molly zafándose de sus atacantes.
Casi se dio contra un par de troncos que bloqueaban las puertas de la capilla. Volvió a mirar atrás
y vio que Molly se lanzaba contra otro grupo de zombis y rajaba a uno de la cabeza al pecho.
Devolvió su atención a los troncos y puso el hombro bajo uno de ellos para desbloquear el acceso.
—Theo, ¿eres tú? —Gabe Fenton tenía la cara apretada entre el tímido espacio que había
conseguido abrir entre las puertas.
—Sí. Unos troncos bloquean la puerta —dijo Theo—. Voy a intentar quitarlos.
Theo respiró hondo tres veces, empujó con todas sus fuerzas y sintió como si las venas de las
sienes le fueran a explotar. La herida de la cabeza le palpitaba con cada latido.
Finalmente, el tronco cedió unos centímetros. Podía hacerlo.
—¿Funciona? —gritó Gabe.
—Sí, sí —repuso Theo—. Dame un momento.
—Esto se está llenando de humo, Theo.
—Vale. —Theo volvió a empujar y el tronco se movió un poco más hacia la derecha. Un esfuerzo
más y podrían abrir la puerta.
—Date prisa, Theo —lo apremió Jenny Masterson—. Es… —empezó a toser y no pudo acabar la
frase. Theo oía cómo todo el mundo empezaba a toser a su vez. Gritos de rabia y dolor le llegaban
desde el otro lado de la capilla, donde Molly estaba enzarzada en plena lucha. Seguro que estaba bien,
ya que algunas voces aún lanzaban alaridos sobre comerse su cerebro.
Otro empujón y unos cuantos centímetros más ganados. Un humo gris se escapaba por la
apertura. Theo cayó de rodillas por el esfuerzo y estuvo a punto de desvanecerse. Se obligó a
mantenerse consciente y, cuando se disponía a dar otro empujón de espalda, con la esperanza de que
no fuera su último esfuerzo, se percató de que los gritos habían cesado al otro lado de la capilla. La
lluvia, el viento, las toses de los atrapados y el crepitar del fuego era todo lo que oía.
—Oh, Dios mío. ¡Molly! —gritó.
Pero en ese momento sintió una mano en la mejilla y una voz en el oído que le decía:
—Eh, marinero, ¿necesitas una mano para abrir la puerta de la iglesia? Ya sabes a qué me refiero.

Se oían sirenas en la distancia. Alguien había visto la capilla incendiada a pesar de la tormenta y, de
alguna manera, había llegado hasta el departamento de bomberos voluntarios. Los supervivientes de
la fiesta se reunieron en medio del aparcamiento, iluminados por los faros. El calor del incendio los
había obligado a desplazarse unos setenta metros.
Incluso a esa distancia, Theo sentía el calor en la mejilla mientras Lena Márquez le vendaba la
herida de la cabeza. Otros se sentaban en los maleteros abiertos de los todoterrenos y trataban de
recuperar el aliento tras la exposición al humo, bebían agua mineral o, simplemente, se tumbaban,
aturdidos.
Desde la húmeda arboleda que rodeaba la capilla en llamas ascendía una nube blanca que se
perdía en el cielo. A la izquierda del edificio se amontonaba la masacre: pilas de muertos rematados
donde Molly había dado cuenta de ellos, hasta el punto de perseguir a los últimos fugitivos por el
bosque y decapitarlos después de haber liberado a los demás del incendio.
Molly estaba sentada al lado de Theo, bajo el maletero abierto del todoterreno de alguien.
—¿Cómo lo supiste? —preguntó Theo—. ¿Cómo demonios lo supiste?
—Me lo dijo el murciélago —explicó Molly.
—¿Quieres decir que se presentó y le dijiste: «¿qué pasa, chico, es que Timmy está atrapado en un
pozo?», y él te ladró para contarte lo que iba mal? ¿Es eso?
—No —dijo Molly—. Era más bien como: «tu marido y un puñado de gente se han atrincherado
en la capilla contra una horda de zombis devoradores de cerebros y tienes que salvarlos». Así. Tiene
un poco de acento. Parece español.
—Por una vez me alegro de que dejaras de tomarte la medicación —dijo Tucker Case, que estaba
al lado de Lena mientras esta terminaba de vendar la cabeza de Theo—. Unas pocas alucinaciones son
un precio pequeño, pienso yo.
Molly alzó su mano para indicarle que se callara. Se levantó y apartó al piloto, con la mirada
clavada en la iglesia incendiada. Una oscura y alta figura ataviada con una larga gabardina se
acercaba a ellos atravesando el campo de muertos.
—Oh, no —dijo Theo—. Que todo el mundo se meta en los coches y eche los seguros.
—No —dijo Molly, y desechó las instrucciones de Theo con un gesto distraído de la mano—.
Está bien. —Se reunió con el ángel en medio del aparcamiento.
—Feliz Navidad —dijo el ángel.
—Igualmente —replicó Molly.
—¿Has visto al niño? ¿A Joshua? —preguntó Raziel.
—Ahí hay un niño, con los demás —dijo Molly—. Seguro que es él.
—Llévame con él.

—Es él —dijo Theo—. Es el robot.


—Shhhhhh —chistó Molly.
Raziel caminó hasta donde Emily Barker sostenía a su hijo Joshua sobre la parte trasera del
Honda de Molly.
—Mamá —lloriqueó Joshua, con el rostro escondido en el pecho de su madre.
Pero Emily aún estaba conmocionada por la muerte de su compañero y no exhibía reacción
alguna salvo apretujar más aún a su hijo.
Raziel posó la mano sobre la cabeza del muchacho.
—No temas —dijo—, pues traigo oleadas de gran alegría. Contempla cómo se ha hecho realidad
tu deseo de Navidad. —El ángel indicó con un gesto el incendio y la carnicería, así como el grupo de
aterrorizados supervivientes, como si fuese la azafata de un programa enseñando un conjunto de
lavadora y secadora—. No es lo que hubiese deseado, pero no soy más que un humilde mensajero.
Josh se retorció entre los brazos de su madre y se encaró con el ángel.
—Yo no pedí esto. No es lo que yo deseaba.
—Claro que lo es —dijo Raziel—. Querías que el Papá Noel que viste morir volviera a la vida.
—No, no quería eso.
—Eso fue lo que dijiste. Dijiste que querías que resucitara.
—No era lo que quería decir —dijo Joshua—. Soy un niño, no siempre hago las cosas bien.
—Eso se lo garantizo yo —intervino Tucker Case, que acababa de aparecer justo detrás del ángel
—. Es un niño y como tal, se equivoca la mayor parte de las veces.
—Sigo pensando que deberíamos cortarte la cabeza —dijo Josh.
—¿Lo ve? —dijo Tuck—. Siempre se equivoca.
—Bueno, pues si no insinuabas que querías que lo resucitara, ¿qué es lo que querías decir? —
preguntó Raziel.
—No quería que Papá Noel fuese un zombi asesino y todo eso. Quería que todo fuese bien, como
nunca había pasado, y también quería que fuese una buena Navidad.
—Eso no fue lo que dijiste —replicó Raziel.
—Era lo que quería —insistió Joshua.
—Oh —dijo el ángel—. Lo siento.
—¿Así que es un ángel? —preguntó Theo a Molly—. ¿Un ángel de verdad?
Molly asintió con una sonrisa.
—¿No es un robot asesino?
—Está aquí para conceder un deseo a un niño —dijo Molly, con un gesto de negación con la
cabeza.
—¿Como nunca ha sido? —preguntó el ángel a Joshua.
—¡Sí! —dijo este.
—Ups —dijo el ángel.
Molly se adelantó y posó una mano sobre el hombro del ángel.
—Raziel, la has cagado. ¿Puedes arreglarlo?
El ángel la miró y sonrió. Sus dientes eran pequeños y perfectos.
—Sea —dijo—. La gloria sea con Dios, que está en las alturas, paz en la Tierra, bienaventurados
sean los hombres.
22
Una perfecta Navidad de solitarios
El arcángel Raziel sobrevoló la gran cristalera de la capilla de Santa Rosa y miró a través de un
pequeño cuadro de cristal rosado que resultaba ser la mejilla de Santa Rosa. Sonrió al comprobar el
fruto de su obra y luego batió las alas para ir en busca de un poco de chocolate que lo sustentara en el
viaje de vuelta.

La vida es chunga. Ojalá cada pieza del rompecabezas cayera en su sitio, cada palabra fuese amable y
cada incidente tuviera un desenlace feliz, pero eso no pasa. La gente, por lo general, es un coñazo. Sin
embargo, ese año la fiesta de solitarios de Pine Cove terminó con una alegría contrastada, una buena
voluntad contagiosa y un espíritu general de armonía que brilló en los asistentes con una intensidad a
prueba de marrones.
—Theo —dijo Molly—. ¿Podrías traer las cazuelas de lasaña de la parte de atrás? —Ella misma
llevaba ya dos cazuelas y tuvo la delicadeza de inclinarse para dejarlas sobre la mesa del bufé de tal
modo que la decencia de su vestido de noche no quedara comprometida. Era un escueto vestido negro
atado al cuello que le había dejado Lena (la primera prenda escotada que se ponía en años).
—Después de todo sí que podríamos haber hecho una barbacoa —comentó Theo.
—Os dije que la tormenta viraría al sur, capullos —gruñó Mavis Sand mientras cortaba un trozo
de baguette, como si estuviese emprendiendo una circuncisión de escala desmesurada (la buena
voluntad de unos brilla de manera distinta a la de otros).
Molly dejó su lasaña y se volvió a los brazos de la mantis religiosa que era su marido.
—Vaya, vaya, marinero, creo que la Nena Guerrera tiene una tarea pendiente.
—Solo quería decirte, antes de que llegue todo el mundo, que estás estupenda esta noche.
Molly se recorrió el cuello con la mano.
—Las cicatrices no desaparecen de la noche a la mañana, ¿verdad?
—A mí no me importa —dijo Theo—. Nunca me importó. Espera a ver lo que te he comprado.
—Te quiero —dijo Molly mientras le daba un beso en la mejilla—, aunque tengas tendencias
mutantes. Ahora, déjame; Lena necesita ayuda con la ensalada.
—No, qué va —dijo Lena, que acababa de salir del cuarto trasero con una enorme ensaladera.
Tucker Case iba detrás, con el conjunto de aliños.
—Oh, Theo —dijo Lena—, espero que no te moleste, pero Dale se pasará esta noche vestido de
Papá Noel.
—Creía que estabais peleados —dijo Theo.
—Lo estábamos —admitió ella—, pero me sorprendió hace un par de noches mientras le robaba
alguno de sus árboles y estaba a punto de salirse de sus casillas cuando apareció Tucker y le dio en
las narices.
Tucker Case sonrió sin disimulo.
—Soy piloto. Estamos acostumbrados a lidiar situaciones tensas.
—En todo caso —continuó Lena—, Dale estaba borracho. Se puso a llorar, se puso sensiblero y
empezó a hablar de los problemas que tenía con su novia nueva, de que odiaba que todo el mundo
pensara que era un constructor depravado. Así que le invité a la fiesta. Pensé que si hacía algo para
los niños se sentiría mejor.
—No pasa nada —dijo Theo—. Me alegro de que las cosas vayan mejor entre vosotros.
—¡Oye, Theo! —gritó Joshua Barker mientras cruzaba la sala—. Mamá dice que Papá Noel
vendrá a la fiesta.
—Una aparición fugaz, Josh. Luego tiene que ponerse en camino —dijo Theo. Alzó la mirada y
vio que Emily Barker y su novio/marido/loquesea, Brian Henderson, se dirigían a ellos. Brian se
había puesto una camiseta roja de la flota estelar.
—Feliz Navidad, Theo —dijo Emily.
Theo abrazó a Emily y estrechó la mano de Brian.
—¿Has visto a Gabe Fenton, Theo? —preguntó Brian—. Quería enseñarle la camiseta. Seguro
que le encantará. Ya sabes, solidaridad friki.
—Pues estaba aquí hace un momento, pero luego llegó Val Riordan y se pusieron a hablar. Hace
un rato que no los veo.
—A lo mejor se han ido a dar un paseo. Hace una noche estupenda, ¿no crees?
—Estupenda —dijo Molly, junto a Theo.
—Dijo que el clima se le daba bien —intervino el narrador.
—Shhhhhhhhh —dijo Molly.
—¿Cómo dices? —preguntó Brian.
Fuera, en la parte trasera de la capilla, los muertos también sentían el ambiente festivo.
—Se la va a tabicar justo aquí en el cementerio —dijo Marty por la Mañana—. ¿Quién iba a
pensar que una estirada iba a gemir así? Un poco de terapia de aullido carnal, ¿eh, doctor?
—Ni hablar —dijo Bess Leander—. Ella va de Armani, no se va a dejar la ropa en esto.
—Ahí estoy contigo —intervino Jimmy Antalvo—. Se limitarán a darse el palo y se llevarán la
fiesta a casa para echar un casquete. Pero ¿cómo sabes que va de Armani?
—¿Sabes qué? —dijo Bess—. No tengo la menor idea. Una corazonada, supongo.
—Yo espero que canten la de El buen rey Wenceslao —dijo Esther, la maestra de escuela—. Adoro
esa canción.
—¿Alguien ha visto al horrible perro del biólogo? —preguntó Malcolm Cowley, el librero
muerto—. El año pasado esa mala bestia se orinó tres veces en mi lápida.
—Estaba por ahí husmeando hace un rato —dijo Marty por la Mañana—, pero se metió cuando
empezaron a sacar la comida.
Dentro, Skinner estaba sentado bajo el árbol de Navidad, observando a la criatura más extraña que
había visto jamás. Colgaba de las ramas más bajas, pero no parecía una ardilla, ni olía a comida. De
hecho, tenía cara de perro. Skinner gimoteó y olisqueó el aire. Si era un perro, ¿dónde tenía el
trasero? ¿Cómo podría decirle hola si no podía olerle el trasero? Dio un paso atrás para analizar la
situación.
—¿Y tú qué miras? —inquirió Roberto.
Y antes de que nos diéramos cuenta, la Navidad ya asomaba de
nuevo.
Un año después (después de la mejor fiesta navideña para solitarios de todos los tiempos), un
forastero llegó al pueblo. Su nombre era William Johnson, y trabajaba en un cubículo en el interior
de un enorme edificio acristalado en Silicon Valle, donde, pasaba toda la jornada haciendo sus cosas
delante de un monitor de ordenador. Vivía solo en un apartamento y todas las Navidades se tomaba un
par de semanas para viajar a un pueblo donde nadie lo conociera para practicar su peculiar tradición
navideña. Ese año había escogido Pine Cove para su pequeña fiesta, y estaba especialmente
emocionado porque era la vez que más cerca de que había llevado a cabo la gesta. Se permitió ser
descuidado, dado que era su duodécimo viaje navideño consecutivo (número redondo), y sentía que
se merecía un regalo. Además, había tenido que atrasar las vacaciones una semana por
complicaciones de última hora en un proyecto, así que no le había dado tiempo de llevar a cabo las
investigaciones que solía emprender habitualmente. No se podía permitir emplear más tiempo en el
viaje.
William nunca se había planteado por qué había elegido la Navidad para practicar su afición.
Sencillamente había dado la casualidad que era Navidad la primera vez que lo había celebrado,
durante un viaje a Elko, Nevada, para encontrarse con una mujer que había conocido en Usenet.
Cuando averiguó que ella no solo no vivía en Elko, sino que no era una «ella» en absoluto, canalizó
todas sus frustraciones en un prostíbulo de carretera y vio que le gustaba. Puede que se debiera a que
su madre (¡la puta!) nunca le había dado un segundo nombre. Lo normal era tener uno, maldita sea,
sobre todo si vas a ser un coleccionista como William.
Mientras conducía la furgoneta alquilada por la calle Cypress, empezó a canturrear Doce días
para Navidad con una sonrisa. Doce. En una nevera portátil que llevaba en la parte posterior,
empaquetadas al vacío entre láminas de plástico en fila de a uno, alineadas junto al hielo seco como si
fueran almohadillas rosas, guardaba once lenguas humanas.
Aparcó enfrente del Cuerno de Caracol, se ajustó el bigote falso, se ahuecó las prendas interiores
que llevaba bajo la ropa y que le hacían parecer veinte años más viejo de lo que era, y salió de la
furgoneta. El aire rústico, pasado de moda y, por lo general, destartalado del Cuerno de Caracol daba
la impresión de ser el lugar perfecto para encontrar su duodécimo trofeo.
—Y una perdiz en un peral —cantó en voz baja para sí.

Aquel año se propusieron un montón de temas para la fiesta de los solitarios.


—Es la puta Navidad —había gruñido Mavis—. Clava un poco de oropel, corta un pino, echa un
poco de ron en el ponche y listos. ¿Qué es lo que quieres, el segundo Advenimiento?
En retrospectiva, todo el mundo se sentía un tanto incómodo en relación a la fiesta navideña de
solitarios perfecta. La gente había tenido sueños, pesadillas, incluso flashbacks de cosas que nadie
recordaba que hubieran pasado en realidad y, curiosamente, lejos de desanimarse, los fiesteros
estaban más dispuestos que nunca a participar, a que fuese una fiesta genial, como si algo los
empujara a arreglar algo que no estaba roto. La gente no dejaba de hablar de ello desde Halloween,
lo cual suponía una importante presión sobre los encargados de planificar la fiesta.
—¿Qué tal una fiesta de Navidad mexicana, una posada[2]? —sugirió Lena Márquez—. Puedo
hacer enchiladas, podemos tener piñatas, podemos…
—¡Un burro! —interrumpió Mavis—. Una polla gorda como un bate de whiffle-ball.
—¡Mavis! —Lena dijo adiós a su posada cuando la idea entró en el sumidero del espectáculo
sexual de Tijuana que había en la imaginación de Mavis.
—Una fiesta de disfraces —propuso Molly con honda gravedad, como si, de hecho, estuviera
anunciando el segundo Advenimiento o quizá canalizando un mensaje de Vigoth, el dios gusano.
—No —dijo Theo, que llevaba sentado todo el día en el bar y trataba de no meterse en el tema—.
La gente se vuelve rara cuando se disfraza. Siempre pasa en Halloween. Es como un cheque en blanco
para actuar como capullos.
Todas las mujeres se quedaron mirando a Theo y, a tenor de sus expresiones, bien podría haberse
dicho que acababa de estrujar una mofeta en sus cervezas.
—Gran idea —dijo Lena.
—Me apunto —dijo Mavis.
—A todo el mundo le gusta disfrazarse —añadió Molly.
—Que te lo digan a ti —dijo Mavis.
—Y tanto —dijo Lena clavando un codo en las costillas de su amiga.
—Me gusta el disfraz que usaste el año pasado —dijo Theo.
Todas lo volvieron a enfilar con la mirada.
—Oh, demonios, ¿y qué sé yo? —dijo el alguacil—. Yo, con mi cromosoma XY, no sé nada.
—Tucker y yo nos quedamos en casa en Halloween.
El murciélago estaba malito, así que esta será una oportunidad para resarcirnos.
—Y todavía puede que logre pergeñar algo de burro[3] —dijo Mavis.
—Me largo —se rindió Theo— antes de bajarse del taburete y dirigirse a la puerta.
—No seas tan peregrino, Theo —dijo Mavis—. Ya hay uno en el belén de la iglesia.
—Pero ellos no lo hacen —repuso Theo, sin siquiera volverse para decirlo.
Y salió.
—No sabes lo que pasó después de que se tomara esa imagen —gritó Mavis al ausente, como si
eso tuviera algún sentido—. Había pastores, por el amor de Dios.
—Tengo un disfraz de Kendra que no me pongo desde las películas —dijo Molly—. Armadura de
placas completa, pero, ya sabes, femenina.
—Eso es muy navideño —dijo Mavis.
—Podríamos decorarla —comentó Lena.
—Sí, Mavis, podemos poner acebo y nieve artificial en lo pinchos que sobresaldrían alegremente
de los antebrazos.
—Yo quiero ir de Blancanieves —dijo Lena—. ¿Creéis que Tucker se pondrá un disfraz de
príncipe encantador si se lo compro?
—Ni hablar —gruñó Lena—. Está demasiado ocupado manteniendo su imagen de cretino que
habla con su murciélago de la fruta.
—Nadie aprecia tu sarcasmo, Mavis.
—Pues por lo que a mí respecta, lo de los disfraces puede ser opcional, porque este año voy a
hacer tarta de frutas. —Mavis guiñó un ojo y el párpado permaneció estirado hasta que se dio un
toque en la sien—. Tarta de frutas especial.
Un hombre de mediana edad, gorro de camionero y ropa de trabajo se había colado en el bar y
deslizado sobre uno de los taburetes sin que nadie se diera cuenta, pero Mavis sí que lo vio cuando
logró despegar el párpado.
—¿Qué te pongo, bombón?
—Un trago de lo que sea —dijo el forastero.
—¿Estás bien? —preguntó Mavis.
El tipo parecía un poco aturdido. No es que no estuviese acostumbrada, pero le fastidiaba que
fuera así si no podía sacar provecho de ello.
—No podría estar mejor —dijo el forastero mientras dirigía la mirada al cuello de Lena.

William Johnson sintió que vivía un momento encantador. Desde la primera vez que se había
dedicado a su afición (no es necesario repetirlo, ¿verdad?), nunca había tenido la suficiente fortuna
como para toparse con su «candidata» a la primera. Era perfecta, sencillamente perfecta. Delicada y
atractiva, orgullosa y determinada, el tipo de mujer que nunca le regalaría una segunda mirada a él.
No lo había hecho, ¿verdad? Y qué decir de ese cuello y esas curvas exquisitas. Se estremeció ante la
idea de tocarla, de acariciar ese maravilloso cuello mientras sentía el satisfactorio crujido de las
vértebras. Entonces la putita sería suya, de la forma que más le placiera, tantas veces como quisiera.
Iban a ser las mejores Navidades de su vida.
Se bebió la cerveza, dejó el dinero sobre la barra con una propina justa y esperó fuera, junto a la
furgoneta alquilada, fingiendo que estudiaba un mapa hasta que su belleza latina saliera. Vio que se
metía en una vieja camioneta Toyota y cuando estuvo a una manzana de distancia, empezó a seguirla
por el pueblo.
Una fiesta de disfraces. Perfecto. ¿Qué mejor lugar para pasar desapercibido, moverse entre los
lugareños, escuchar sus conversaciones, esperar el momento y hacerse con el premio delante de sus
narices? Sí que estaba bendecido, o quizá maldito, pero, en todo caso, sería una maldición
maravillosa como ella sola.

Tenía un cuello precioso.


Y si lo crujes
hasta puede decirse que…, eh…, resplandece.
Estúpida canción, se dijo.

—Creo que Val quiere un bebé chino —dijo Gabe Fenton. Se estaba echando unas cervezas con
Tucker Case y Theo Crowe en la torre del faro en uno de esos martes únicos sin viento antes de
Navidad. Habían dispuesto un conjunto de sillas plegables donde solía estar el faro, desde donde
veían jugar a un grupo de delfines.
—¿Como regalo de Navidad? —preguntó Tucker Case—. Eso suena a regalo caro. ¿Por cuánto te
puede salir? ¿Diez, veinte de los grandes?
Theo lanzó a Tuck una mirada hosca que reflejaba la que siempre había sido su reacción hacia el
piloto. Sin embargo, como de un tiempo a aquella parte daba la impresión de que nunca se iría, Theo
y Gabe habían decidido aceptarlo como amigo.
—La pregunta es —terció Theo— si estás listo para ser padre.
—Oh, no quiere compartirlo. Lo quiere para ella sola.
Dice que no soportaría tenerme en casa todo el tiempo porque vivo como un animal.
—Bueno, eres biólogo —dijo Tuck a modo de apología—. Forma parte de tu trabajo.
—Es verdad —admitió Gabe al tiempo que alzaba el puño para darle un golpecillo de
reafirmación.
—Verdad —dijo Tuck devolviendo el golpecillo. Se trataba de la versión más grávida y ruda del
«choca esos cinco» en alto, por lo general menos extravagante que su hermana de palmas más
abiertas, pero no menos ridícula al ser ejecutada por unos advenedizos blancos. «¿Lo pillas, colega?
Dabuten».
Theo volvió los ojos y metió un trozo de bizcocho en la boca del labrador que estaba a su lado.
—Ni siquiera le gustas, Gabe. Tú mismo lo has dicho.
—Y, sin embargo, te permite puntuales privilegios carnales —matizó Tuck—. Eso implica, eh…,
cierta falta de juicio por su parte. Me gusta eso en una mujer.
—Me gusta cómo huele —dijo Gabe.
—Esa no es razón para tener un bebé con ella —puntualizó Theo.
—Ni para comprarle un regalo caro —añadió Tuck.
—Bueno, ¿y de qué os vais a disfrazar para la fiesta? —preguntó Gabe cambiando de tema a la
desesperada.
—Yo creo que de pirata —dijo Theo—. Aún conservo el parche de cuando tuve conjuntivitis el
verano pasado.
—¿Y qué tal de agente de la ley? —dijo Tuck con una sonrisa disimulada.
—¿Y tú qué? —preguntó Theo—. ¿De ser humano?
—Yo no voy. Tengo que trabajar —argumentó Tuck.
—¡Serás perro! —exclamó Gabe—. ¿Cómo lo has logrado?
Ante la mención de la palabra «perro», Skinner se desplazó junto al tipo de la comida, por si
acaso rondaba por ahí un trozo de bizcocho que se le hubiera pasado por alto.
—Nochebuena es una enorme fiesta de drogas. Se supone que hará frío esta noche. Volaremos en
busca de señales de calor desprendidas por laboratorios de metanfetaminas. Espero que uno de esos
traficantes ponga a algún novato al cargo de la producción navideña y le explote en las narices. No
hay nada más navideño que un laboratorio de metanfetaminas incendiado.
—¿Lo sabe Lena? —inquirió Theo con una ceja enarcada.
—Todavía no. Se requerirá mi presencia a última hora.
—Se pondrá furiosa —dijo Gabe.
—Creo que deberías ir —dijo Theo—. Es importante para ella.
—Quizá me pase después, aunque sea sin disfraz. Las mujeres adoran esperarse la típica
decepción y llevarse luego una sorpresa de última hora, algo romántico, como aparecer.
—Dios, eres una comadreja.
—¿Qué? He dicho que iría.
—En realidad, las comadrejas no se merecen la mala reputación que han adquirido —intervino
Gabe—. De hecho son…
—¿Crees que podrías quedarte con Roberto? —dijo Tuck a Theo—. Podría ser el loro del pirata.
—Odio las fiestas de disfraces —dijo Gabe—. Es como si revelaras tu verdadera naturaleza a
través del disfraz, por mucho que trates de ocultarla.
—Entonces, Tuck —dijo Theo—, deberías ponerte un disfraz de comadreja.
Mavis Sand creía que la mejor tarta de frutas era la que contenía la fruta y la harina justas para que la
mezcla de fármacos cuajara. Aquel año, eso significaba un puñado de cerezas de marrasquino y Gold
Medal a palo seco. En el último momento flaqueó y añadió medio vaso de azúcar, porque el Xanax
(la benzodiacepina) dejaba un regustillo amargo que daba al traste con el flameado de ron 151.
También se había pasado la noche cambiando bebidas por veinte dosis de éxtasis (XTC) a un chico de
cráneo rapado y tatuado y tantos piercings faciales que parecía que se había restregado la cara en el
cubo de los clavos de alguna ferretería. Estaba bastante segura de que las pastillas eran X, pero
aunque resultaran ser calmantes veterinarios, la fiesta seria todo un éxito. Mavis siempre había
odiado el tono de abstinencia de la fiesta anual y tenía ganas de ver a algunos perder el control en
medio de un templo sagrado sin perder ella la compostura.
Ahora, llegada la noche de la fiesta, la tarta del olvido había sido cortada en porciones cúbicas
aparentemente inofensivas recogidas en papel encerado rojo y verde sobre una bandeja plateada,
como si se tratase de los pétalos de un agradable florecer navideño. Mavis rió para sí mientras
colocaba la última porción y luego se fue a la parte de atrás a encender los leños de roble para la
barbacoa.
—¿Oléis eso? —dijo Marty por la Mañana (todos los hits fiambres a tu alcance)—. ¡Vamos de
barbacoa, gente!
—Bueno, ya dije que la lasaña del año pasado era un error —dijo Bess Leander, que sospechaba
de toda forma de comida después de su envenenamiento a manos del marido—. Eso no era comida de
Navidad, era pereza.
—Ojalá que canten El buen rey Wenceslao —dijo Esther.
—Estás en el Expreso de Wenceslao, lo has pedido, con Marty por la Mañana en el T-I-S-O-S,
radio fiambre para Pine Cove y toda la costa central.
—Ya no estás en la radio, Marty —dijo Jimmy Antalvo.
—Ya lo sé, ¿qué te has creído?
—Eh, ¿creéis que los dos científicos se lo montarán otra vez en el cementerio? —preguntó
Jimmy, invadido por el espíritu navideño.
—Oh, sí, eso espero —dijo Malcolm Cowley con sarcasmo—. ¡Nada me apetece más que volver
a escuchar cómo dos réprobos follan mientras al fondo suenan banales villancicos! ¡Oh, no te
desboques, corazón mío!
—Esa ha sido buena, Malcolm —dijo Marty.

Aquella noche, con la fiesta más que empezada, la carne había quedado poco hecha, sazonada con ajo
y romero; la fuente de ponche yacía como los restos de un estanque en medio de un campo de
cazuelas de comida ordinaria, ensaladas y sobras. Trozos de la tarta de frutas de Mavis se alineaban
como pequeños soldados dispuestos a marchar hacia la locura para gloria de Navidad, del país y del
Niño Jesús, ¡demonios!
Los participantes, antes remisos a la idea de una fiesta de disfraces, finalmente habían dado su
brazo a torcer y se permitieron deleitarse en la humillación de la festiva derrota. Gabe Fenton se
había hecho un disfraz de orca a base de cartón piedra y pintura de aerosol, pero había olvidado
hacerse aletas en las mangas, con lo que se encontraba atrapado en un cascarón blanco y negro con
los brazos apretados hacia abajo y la cara dentro de la boca de la arca, cubierta con un calcetín negro
y las gafas por fuera, y daba la impresión de que una arca se había tragado a un biólogo y
regurgitaba la indigesta montura de las gafas.
—Gabe, ¿eres tú? —preguntó Theo.
—Sí, ¿cómo lo has sabido?
—Bueno, tus botas de senderismo asoman bajo la cola y creo que eres el único que conoce las
proporciones exactas del pene de una orca.
—Sí, son prensiles —asintió Gabe. El apéndice rosado, de casi sesenta centímetros de longitud y
tan delgado como una manguera de jardín, golpeó la pierna de Theo—. En realidad pueden penetrar
de canto. Estoy trabajando en una manguera de drenaje.
—Encantador —dijo Theo mientras se quitaba el sombrero de diez galones—. Espera a ver el
disfraz de Mavis. Deberíais montaros un baile o algo.
—Y tú, se supone que eres un comisario o algo así, ¿no? —preguntó Val Riordan, que rodeaba
con el brazo la aleta inútil de Gabe.
—Bueno sí, ya tenía la placa —admitió Theo.
—Creí que te ibas a disfrazar de pirata —dijo Gabe.
Theo respingó.
—Al parecer Molly ha tenido alguna que otra mala experiencia con piratas.
—Lo siento —se disculpó Gabe—. ¿Os habéis peleado?
Theo asintió tristemente.
—¿Está ella aquí? —preguntó Val, con una pequeña reverencia previsora. Theo había intentado
no mirar a la psiquiatra, pero allí estaba, atrayendo toda la atención hacia sí.
Valerie Riordan llevaba una minifalda de vinilo negro, unas botas de fulana rojas de tacón de
aguja alto y un top con transparencias; su cuello se derramaba en un escote impresionante cuyas
hombreras exteriores eran sendos lóbulos frontales de plástico, que solía utilizar para decorar la
mesa de café de su despacho. En la parte externa del muslo derecho llevaba un tatuaje de henna con
las palabras «EGO», «ID» y «SUPEREGO», mientras que en el otro se podía leer: «DESEO»,
«NEGACIÓN» y «OBSESIÓN». En la cara interna del muslo derecho, casi oculta bajo la micro
minifalda, se intuía la palabra «LUJURIA», mientras que en el mismo lugar de su homólogo, en una
ubicación igualmente provocativa, lo que podía leerse era «CULPA». Con la inteligente aplicación de
pestañas falsas, brillantina y excesivo pintalabios rojo, el maquillaje le otorgaba esa expresión de
perpetua sorpresa que suele asociarse a las muñecas hinchables.
—Soy un polvo mental —dijo Val.
—Sí, está claro, pero ¿de qué vas disfrazada? —preguntó Theo.
Entonces oyó un bufido que salía de la orca al tiempo que la psiquiatra clavaba en el suelo un
tacón de aguja y se contoneaba hacia la fuente del ponche.
—Voy a pagar por eso —dijo Gabe.
—Lamento contagiar mi miseria —dijo Theo.
—No pasa nada, ha merecido la pena.
Entonces Gabe se fue en busca de Skinner, que merodeaba por la sala disfrazado de reno. Theo se
limitó a buscar por la sala a una Nena Guerrera enfadada.

Gabe se topó con Estelle Boyette y Catfish Jefferson junto a una bandeja con queso y galletitas.
Estelle, artista a sus 60 años, se había disfrazado de Madre Naturaleza. Vestía una diáfana túnica y
había decorado su larga melena gris con brillantina y hojas. Lucía unos pétalos de flores pegados a la
cara y a los brazos con pegamento de contacto. Tenía el aspecto de lo que habría resultado de la
unión entre Stevie Nicks y una carroza de la Rose Bowl. Su compañero, Catfish, el blusero, llevaba su
habitual sombrero de fieltro y el traje gris de zapa de toda la vida sobre una camisa de trabajo, todo
ello aderezado con la habitual dentadura de oro con el trozo de rubí en el centro. Un solitario
cascabel pendía de un cordel plateado del mástil de su guitarra National Steel.
—¿De qué se supone que te has disfrazado? —preguntó Gabe.
—De risueño.
—¿Y eso cómo se sabe?
—No llevo puestas mis gafas de sol.
—Palabra…
—No sigas.
—Lo siento.

—Toma un poco de tarta de frutas —ofreció Mavis a Lena, que iba disfrazada de Blancanieves.
Tucker Case Había querido acudir como uno de los siete enanitos, hasta que Lena le informó de que,
mientras Gruñón, Mocoso y Tímido eran miembros originales de los siete, no era el caso de
Cachondo, y por mucho que se acolchara el paquete en sus pantalones cortos de enanito, eso no iba a
cambiar. Así que Tuck fingió que lo llamaban de la DEA y dio el pego con que se iba al trabajo.
Mavis manejaba el cuchillo de trinchar, cortando generosas rodajas de sanguinolenta carne de
buey y disponiéndolas en los platos de los que iban pasando por delante, aunque no quisieran.
—Soy vegetariana —dijo una mujer que iba disfrazada de hada.
—Qué vas a ser vegetariana. Cómetelo. Pareces la muerte comiendo galletitas, y yo conozco a la
muerte; he estado removiéndole la ensalada durante años solo para poder seguir respirando.
La mujer se alejó, con el plato de carne sujeto con tantos remilgos como si fuesen desechos
radiactivos.
—Dios santo, Mavis —dijo Lena, e hizo una pausa mientras le daba un mordisco a una de las
porciones psicoactivas.
—¿Qué? Si haces un trato, lo cumples, ¿no?
Lena asintió, con un aire un poco triste de repente.
—Se supone que sí.
—¿Te han dado plantón?
—Tenía que irse a trabajar.
—Será cerdo.
Justo en ese instante, una extraña versión del Zorro apareció junto a Lena y le ofreció un vaso de
ponche.
—Un refresco, mi señora —dijo el Zorro.
—Gracias —dijo Lena mientras trataba de averiguar quién se escondía tras el antifaz—. La tarta
de frutas está un poco… —echó una mirada a Mavis por encima del hombro, quien le quitó un
mechón de pelo negro de los ojos—. Estoy un poco seca.
—¿Y el disfraz de nuestra maravillosa anfitriona es…? —preguntó el Zorro.
—Un burro[4] con una polla como un bate —gruñó Mavis, como si fuese evidente, sobre todo
teniendo en cuenta que había cosido un bate de verdad al disfraz.
—Por supuesto —admitió el Zorro. Sonrió y observó como se bebía Blancanieves el ponche que
él mismo había aderezado con Rohypnol.

Oh, era perfecta, su pequeña Blancanieves latina. El disfraz del Zorro había sido un arranque de
genialidad. Ni siquiera había tenido que ocultar el cuchillo serrado que utilizaba para hacerse con sus
trofeos. Allí estaba, justo en su cinturón al lado del sable de mentira. También le gustaba la sensación
de las botas altas. No se las quitaría mientras zanjaba el asunto con su invitada.
Solo tendría que recorrer unos pocos pasos desde la puerta de atrás, luego atravesar el
cementerio y el bosque hasta llegar a la furgoneta que lo esperaba en la siguiente manzana. Si jugaba
bien sus cartas, nadie los vería siquiera marcharse de la fiesta. Miró el reloj y le echó unos cinco
minutos, diez a lo sumo.
—¿Le gustaría bailar? —le propuso a Lena, cuando empezó a sonar una canción de la nueva ola
de los ochenta.
Al principio ella pareció reticente y bajó la mirada hacia el sayo azul, como si esperase que los
pájaros del mismo color le ayudaran a emitir una respuesta.
—Venga, es Nochebuena —dijo William Johnson—. Anímate.
—Bueno, vale —accedió Lena, y dejó que el otro la llevara hasta el centro de la capilla.

La Nena Guerrera de Allende la Frontera cruzó la puerta con la espada desenvainada y una armadura
de metal que se adaptaba perfectamente a sus curvas. Unos peligrosos pinchos sobresalían de sus
antebrazos, hombros y guanteletes, mientras que el yelmo estaba coronado por una calavera
sonriente de metal con cuernos de carnero. A última hora, después de la pelea con Theo acerca de si
su elección del disfraz de pirata era para irritarla, había decidido prescindir de los adornos
navideños. En lugar de ello, allí donde la piel era visible, el estómago, la cara y los muslos, se había
pintado la piel con cera brillante para zapatos de color negro. Si el diablo hubiese encargado a Smith
& Wesson la fabricación de una stripper, algo muy parecido a Molly habría salido contoneándose del
mismo infierno.
Tras una breve visita a la mesa del bufé, donde se había hecho con medio kilo de carne asada y
una porción de tarta de frutas, se retiró cerca del árbol de Navidad, cerca del belén y del murciélago,
evitando en todo momento una mirada de su marido. Vaya, acabaría perdonándolo antes de que
acabara la noche, lo sabía, pero antes tendría que sufrir.
Eso fue antes de meterse la porción de tarta. Cuando la constitución de una es delicada y el
desorden de la personalidad linda con una Nena Guerrera, unas medicaciones no siempre obran igual
que otras. Un cóctel equilibrado de Xanax y éxtasis, que debería incitar una perezosa euforia en una
persona normal (la presunción de Mavis en todo momento), no hizo sino hundir más a Molly en el
guacamole de la irrealidad, cuya primera manifestación fue sentirse algo amenazada por los tres
Reyes Magos y los pastorcillos.
—Puedo con ellos —se dijo.
—Pues eso espero —dijo el murciélago, que colgaba al revés de una rama del árbol. Roberto iba
de general Douglas MacArthur, más que nada porque coincidía con el general muerto en su afinidad
por las gafas de sol, pero también porque Tuck se las había reglado para conseguir en eBay una
pequeña pipa y un sombrero de oficial con agujeritos ya, hechos para las orejas.
—No miden más que veinte centímetros —señaló el peludo general con un toque de su acento
filipino.
—Quería decir que si fuesen reales podría con ellos —matizó Molly, segura de que el rey más
cercano extendía la mano sobre el incienso.
—¿Has visto a Lena? —preguntó casualmente el murciélago.
—No. La he estado buscando. Se disfrazó de Blancanieves, ¿no? ¿Tuck consiguió disfrazarse de
enano?
—Tuck no está aquí. Ella acaba de largarse con otro tipo.
—Estás de broma…
—Parecía un poco piripi.
—Lena no bebe.
—No he dicho que pareciera borracha.
—¿Crees que debería ir a buscarla?
—Es tu amiga. ¿Me podrías acercar una de esas rodajas de piña si pasas cerca de la mesa del
bufé?
—Cógete una tú mismo. Puedes volar.
—Lo haría, pero ese burro con la polla gigante me acojona un poco.
—En eso tienes razón —admitió la Nena Guerrera, completamente ajena al hecho de que estaba
hablando con un mamífero volador que fumaba en pipa.
—¿Qué está haciendo con la orca?

William condujo a Lena hasta un alto monumento que había en el centro del cementerio y allí la
apoyó.
—Oh, jo —se lamentó ella al darse cuenta de que se había manchado el vestido de Blancanieves.
Mientras se le caía la cabeza, se reía nerviosamente—. Ya no soy Blancanieves.
Las drogas habían cumplido con su cometido, pero la chica estaba más alerta de lo que sus demás
regalos de Navidad solían estar. Indefensa, sí, pero despierta. Eso estaría bien, pero que muy bien.
Siempre que no le diera por gritar.
—Tú tranquila —dijo William. Colocó la mano sobre la garganta de ella y la empujó contra el
monumento. Pensó que, dado su grado de alerta, quizá debería llevarla hasta la furgoneta para
terminar esa parte, pero estaba tan buena, tan atractiva… ¿Y qué más oportunidades iba a tener de ser
el Zorro en un cementerio?
Sacó el cuchillo de su funda mientras soltaba a Lena y ella se deslizaba hasta quedar sentada y
apoyada contra la lápida.
—Ups —dijo ella.
¿Porqué sigue hablando? Nunca solían hablar llegados a ese punto. La había visto beber algo de
café para acompañar la tarta de frutas, pero una taza de café no debería contrarrestar la dosis que le
había puesto en el ponche.
—Tuck me quiere. No puede evitar ser un bribón —dijo Lena.
—Cállate, zorra. —William la golpeó en la cabeza con la base del cuchillo, y cuando abrió la
boca para lanzar un «ay», le agarró la lengua con los dedos y tiró de ella.
Extraño. Entre todas las sensaciones fascinantes que lo ponían al borde del frenesí (la textura de la
lengua, la piel, el pelo, el cuchillo, la anticipación), entre todas ellas, creyó captar el aroma de cera
para zapatos. Extraño.
—Zo, za Zo, zi —dijo Lena, que equivalía a decir «hola, Molly», pero como había un asesino en
serie cogiéndole por la lengua no sonaba tan claro como debería.
El asesino se volvió en el preciso momento en que algo frío y afilado le besaba la mejilla. Sintió
el corte en la piel y el fluir de la sangre hasta el cuello.
—Suéltale la lengua —dijo la negra aparición. Lo único que podía ver era una larga espada que
desaparecía entre trazos metálicos que delimitaban la silueta de una mujer. Soltó la lengua y escondió
el cuchillo bajo el antebrazo.
—Arriba —ordenó la sombra sin aflojar la presión de la hoja contra la mejilla mientras él
obedecía. Dolía horrores. Mantuvo la mano del cuchillo a un lado y esperó.
—Ay —se lamentó Lena—. Molly, no me siento bien. Debe de haber sido la tarta. —Trató de
incorporarse, pero se tambaleó a un lado de la lápida.
Molly pasó junto al asesino para intentar cogerla, y fue entonces cuando este hizo su movimiento
y su cuchillo describió un decidido arco hacia su pecho.

Molly sintió el golpe seco contra el esternón, escuchó un marcado crujido y se volvió con la espada
alzada a la altura del cuello. Antes de completar el giro, el asesino ya estaba en el suelo. Vio algo
parecido a una flor roja que se abría en su frente y unos ojos como pozos abiertos hacia las estrellas.
Una figura alta, con un sombrero y una Glock de nueve milímetros en mano, salió de entre la niebla
con la luz de la capilla proyectándose a modo de halo sobre su cabeza y sus hombros.
—¿Estáis bien? —preguntó Theo—. Os dije que los disfraces hacen que la gente se comporte de
forma rara.
Molly miró la abolladura en su armadura. El acabado negro había desaparecido y delataba la
placa de acero que tenía debajo. Sonrió al alguacil. Pintada de negro en plena noche parecía la gata de
Cheshire.
—Pues sí, ese era su problema: el disfraz.

—¿Dónde está? ¿Qué ha pasado?


—Eh, gente, mirad esto —dijo Jimmy Antalvo—. Hay un tipo nuevo.
—Oye, novato —dijo Marty por la Mañana—, soy Marty en directo desde Pine Cove, con los
mejores hits especialmente para ti.
—¿Dónde…, dónde estoy? —inquirió William Johnson—. Está oscuro.
—Estás muerto, cretino —dijo Malcolm Cowley, que odiaba los cambios tanto como la mayoría
de otras cosas.
—Anda, un compañero nuevo —dijo Esther—. Qué emocionante. ¿Te sabes la letra de El buen rey
Wenceslao?

Molly y Mavis atendieron a Lena a base de café y simpatía junto al piano, mientras, en la puerta, Theo
explicaba a un grupo de detectives del departamento del sheriff lo que había pasado. Ya habían
encontrado la furgoneta de William Johnson, con sus instrumentos de tortura y la colección de
lenguas humanas, así que todo el mundo estaba seguro de que Theo sería considerado un héroe, lo
cual les irritaba hasta un grado insospechado.
Un especialista médico de urgencia había echado un ojo a Lena y, tras declararla sana pero
definitivamente hecha polvo, recomendó que acudiera a un hospital por su seguridad, cosa que ella
no hizo aduciendo que Tucker Case iría a recogerla. Unos minutos más tarde, cuando Mavis trataba
de recordar a Molly por trigésimo séptima vez que era una actriz retirada y no la Nena Guerrera de
Allende la Frontera (y, por lo tanto, era: libre del juramento de sangre y del deber de llevarse al tipo
del sombrero de fieltro a casa y follar hasta que ninguno de los dos pudiera andar), Tucker Case
atravesó la entrada.
—¿Qué ha pasado? —preguntó el piloto. Iba vestido como Amelia Earhart. Unos rizos rubios
sobresalían de un gorro de vuelo de cuero sobre el que descansaban las gafas de vuelo. El conjunto
estaba acompañado por una bufanda de seda, botas y pantalones de montar, y una gran placa con alas
que rezaba «Amelia Earhart» en grandes letras marcadas, por si alguien pasaba por alto las otras
pistas.
—Tuck —lloró Lena mientras corría hacia sus brazos—. Sabía que vendrías.
—Sí, bueno, ya sabes, pensé que…
—¿Y me echaste de menos? —Se escurrió entre sus brazos.
—¿Estás…, eh, Lena, estás borracha?
—Lo siento, he tenido una mala noche.
—No pasa nada. Culpa mía. Debí quedarme.
—Un asesino en serie ha intentado cortarle la lengua —dijo Mavis como si tal cosa—. Theo le ha
pegado un tiro.
—Vaya. Bien, entonces no soy el malo de la historia —dijo Tuck.
—Eres mi héroe —dijo Lena, que estaba cayéndose al suelo por momentos.
—¿Alguien me puede ayudar a meterla en el coche? —pidió Tuck a Molly y Mavis.
—Claro —dijo Molly. Cogió a su amiga por los pies y se metió sus piernas bajo el sobaco
mientras Tuck hacía lo propio con el otro extremo—. ¿Por qué Amelia Earhart?
—Ya sabes, por lo de piloto y eso. Y esperaba montar un rollito caliente en plan bollero bajo el
árbol de navidad si Lena me perdonaba.
—Eso habría sido encantador —dijo Lena.
—Vale —parpadeó Tuck—, vamos al coche. —Miró por encima del hombro a Mavis e hizo un
gesto con la cabeza hacia el miembro que llevaba cosido—. Buen elemento el que llevas ahí, Mavis.
—Voy justo detrás de ti, piloto.

Y mientras Amelia Earhart y Kendra, la Nena Guerrera Allende la Frontera, metían a la Blancanieves
dopada en el coche, y una loquera doctora en medicina se lo hacía con una orca doctorada en
filosofía sobre la tumba de un pinchadiscos, el general Douglas MacArthur, el murciélago de la fruta,
voló hacia la copa del árbol de Navidad, describió medio giro mientras se aferraba a la estrella y
dijo:
—Feliz Navidad y buenas noches a todos.
nota del autor
Algunos de los personajes de El ángel más tonto del mundo también aparecen en mis novelas
anteriores. Raziel, el tonto en cuestión, sale en Lamb: The Cospel According to Biff; Christ’s
Childhood Pal. Theophilus Crowe, Molly Michon, Gabe Fenton y Valerie Riordan comparten páginas
en The Lust Lizard of Melancholy Cove. Robert Masterson, Jenny Masterson y Mavis Sand aparecen
tanto en Practical Demonkeeping como en The Lust Lizard of Melancholy Cove. Tucker Case y
Roberto, el murciélago de la fruta, también salen en Island of the Sequined Love Nun.
CHRISTOPHER MOORE (nacido el año 1957 en Toledo, Ohio). Escritor estadounidense de ficción
absurda. Su padre fue policía, y su madre trabajó como vendedora de electrodomésticos en un centro
comercial. Creció en Mansfield, Ohio donde empezó a escribir a la edad de 12 años, y con 19 se
traslada a California donde vivirá hasta 2003. Estudió en la Ohio State University y en el Brooks
Institute of Photography en Santa Barbara, California. Trabajó como vendedor de seguros, camarero,
fotógrafo, periodista, obrero en la fabrica de cerámica religiosa (motivos de Navidad) y hasta de DJ.
Sus novelas suelen mostrar a personajes normales que se ven envueltos en circunstancias
sobrenaturales o extraordinarias. Heredando el humanismo de John Steinbeck y el sentido del
absurdo de Kurt Vonnegut, Moore se ha convertido en un admirado autor de best-sellers.
Según su entrevista con Writer ’s Digest en junio de 2007, los derechos para el cine de su primera
novela, La Comedia del Diablo (1992), fueron adquiridos por Disney, incluso antes de que el libro
fuera publicado. Sin embargo, la adaptación de las novelas de Moore en películas está lejos de ser
cumplida, ya que, durante el tour promocional de ¡Chúpate Esa! (2007), como respuesta a las
numerosas preguntas de los fans, Moore respondió que todos sus libros han sido propuestos para
hacer películas, o sus derechos comprados, pero que ninguno de ellos «corre de momento el riesgo
de ser transformado en película».
En junio de 2006, Moore se trasladó a vivir a San Francisco, California, tras residir unos años en la
isla de Kauai, Hawaii.
Notas
[1] N. del editor: en castellano en el original. <<
[2] N. del editor: en castellano en el original. <<
[3] N. del editor: en castellano en el original. <<
[4] N. del editor: en castellano en el original. <<

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