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Sipnosis: En la Varsovia de nuestros días, Blanca oye la leyenda del cartógrafo del

gueto. Según esa leyenda, un viejo cartógrafo se empeñó, mientras todo moría a su
alrededor, en dibujar el mapa de aquel mundo en peligro; pero como sus piernas ya no
lo sostenían, como él no podía buscar los datos que necesitaba, era una niña la que salía
a buscarlos para él. Blanca tomará por verdad la leyenda y se lanzará a su vez,
obsesivamente, a la búsqueda del viejo mapa y, sin saberlo, a la búsqueda de sí misma.
El cartógrafo es una obra –un mapa- sobre esa búsqueda y sobre aquella leyenda.

Reparto
 Blanca
 Niña
 Deborah

 Raul
 Samuel
 Anciano
 Marek
 Magnar
 Tarwid
 Molak
 Dubowski
 Darko

Cartografía teatral de un espacio de excepción En enero de 2008 el teatro me llevó a la


ciudad de Varsovia, en la que nunca había estado. Una mañana, libre de compromisos,
eché a andar dejándome guiar por el mapa que me habían dado en la recepción de mi
hotel. Y a mi hotel estaba volviendo para comer después de visitar el restaurado casco
viejo de la ciudad cuando mi mirada cayó sobre lo que parecía una antigua iglesia. Al
acercarme, vi que el edificio, a cuya puerta había un coche policial, no era una iglesia
sino una sinagoga. Yo nunca había estado en ninguna, si bien –recordé en aquel
momento- de niño, en Madrid, yendo hacia la Biblioteca Popular de la calle Felipe el
Hermoso, pasé muchas veces ante un edificio que, según oí decir entonces, era una
sinagoga. A cuya puerta, por cierto, siempre había, como ante ésta, un coche policial. La
sinagoga ante la que ahora me encontraba se podía visitar fuera del horario de culto,
cosa que hice. Tras observar con atención el templo –tan parecido a las iglesias
cristianas, tan distinto de ellas-, descubrí una escalera que llevaba a la planta superior.
Allí, en una pequeña sala, una mujer preparaba una exposición. Se trataba, según me
explicó, de fotos del gueto recientemente descubiertas. Junto a cada foto, la mujer
colocaba un cartelito, en polaco y en inglés, indicando el lugar en que probablemente se
tomó la instantánea sesenta años atrás. A mí se me ocurrió sacar mi mapa y marcar con
cruces esos lugares. Al salir del templo, en vez de reanudar mi camino hacia el hotel,
busqué el lugar más cercano entre los que había señalado en el mapa. Cuando llegué a
ese lugar, no encontré nada de lo que acababa de ver en la foto. Faltaban, desde luego,
las personas, pero también todo lo que en las fotos las rodeaba. Anduve hacia la
siguiente cruz y, de nuevo, encontré que todo –personas y paisaje- se había desvanecido.
Continué caminando, guiado por las cruces de mi mapa, hasta un pequeño parque en
que me detuve ante una piedra negra en que estaban escritos los nombres de lo
sublevados de abril del 43, que allí habían muerto. Entonces, ante la piedra negra, me di
cuenta de que la noche había caído sobre mí. Algún tiempo después empecé a escribir
mi pieza El cartógrafo, cuyo subtítulo es Varsovia, 1: 400.000 y en la que una
experiencia semejante a la que acabo de relatar es vivida por Blanca, esposa de un
diplomático español destinado en Varsovia. En mi ficción, Blanca entra en la misma
sinagoga en la que yo entré, y cuando vuelve a ella para ver otra vez las viejas fotos del
gueto, conoce a un hombre que le cuenta la leyenda del cartógrafo. Conforme a esa
leyenda, durante la ocupación alemana, un cartógrafo anciano e inválido se propuso
dibujar un mapa del gueto, es decir, el mapa de un lugar en que todo –empezando por
las cuatrocientas mil personas allí enjauladas- estaba en peligro. No pudiendo salir él a
las calles, el éxito de su tarea dependía de una niña, su nieta, que iba donde él le
indicaba a buscar los datos con que hacer y rehacer el mapa. La leyenda del cartógrafo –
inventada por mí, creo- impulsa las dos tramas sobre las que se desarrolla la obra: la de
Blanca buscando en la Varsovia actual aquel mapa y la del anciano y la niña
construyéndolo sesenta años atrás. Finalmente, las dos tramas parecen converger cuando
Blanca encuentra en la Varsovia actual a una anciana llamada Deborah en la que ella
quiere ver a la niña cartógrafa. Pero Deborah niega ser aquella niña y dice no creer en la
leyenda. Sin embargo, Deborah reconoce que le gustaría que la leyenda se transmitiese,
preferiblemente a través de una obra de teatro porque, según afirma, “en el teatro todo
responde a una pregunta que alguien se ha hecho. Como los mapas”. Raramente
comparto las opiniones de mis personajes, pero creo que la vieja Deborah acierta al
comparar el arte del teatro con el de los mapas. Los cuales, según explica a su nieta el
viejo cartógrafo en una de las primeras escenas de mi pieza, nunca son neutrales en la
medida en que se construyen a partir de una pregunta decisiva: ¿Qué incluir y qué dejar
fuera? Pregunta que es precisamente la primera que toma el hombre de teatro –el
dramaturgo, el director, el actor…-, que jamás es neutral. Unos ciudadanos, los actores,
convocan a la ciudad para darle a examinar posibilidades de la vida humana: eso es el
teatro. Nace de la escucha de la ciudad, pero no puede conformarse con devolver a la
ciudad su ruido; ha de entregarle una experiencia poética. No es un calco, es un mapa.
Arte político en la medida en que se hace ante una asamblea, lo será especialmente si
los actores convierten el escenario en espacio para la crítica y para la utopía: en lugar
para el examen de este mundo y para la imaginación de otros mundos. Es decir, si los
actores se enfrentan a este mundo. Si suele decirse que el teatro es el arte del conflicto,
debe añadirse que no hay conflicto más importante entre los que puede ofrecer el teatro
que aquel que se da entre los actores y el público. El teatro convoca a la ciudad para
desafiarla. Por eso, igual que un mapa, un teatro que no provoque controversia es un
teatro irrelevante. El mejor teatro divide la ciudad. Pone ante la ciudad lo que la ciudad
no quiere ver. En vez de a lo general, a lo normal, a lo acordado, atiende a lo singular, a
lo anómalo, a lo incierto. A aquello que la ciudad quiere expulsar del territorio y del
mapa. Un teatro valioso, como un valioso mapa, nos sitúa otra vez en la escena original:
aquella en que la ciudad establece sus límites. Tuve todo eso en la cabeza al escribir El
cartógrafo. Muchas dudas también. Temía estar sumándome a aquellos que se acercan a
espacios de sufrimiento por su siniestro glamour, por el paradójico brillo aurático que de
ellos se desprende y que atrae al creador de ficciones como si al ubicar éstas allí las
dotase de un prestigio adicional, de un valor suplementario. Temía dar respuestas
ingenuas a problemas mayores de la ética de la representación: ¿Cómo representar
aquello que parece tener una opacidad insuperable?, ¿cómo comunicar aquello que
parece incomprensible?, ¿cómo recuperar aquello que debería ser irrepetible? Temía
estar eludiendo una pregunta que todo hombre de teatro ha de hacerse: ¿Qué derecho
tengo a dar un cuerpo a la víctima, a darle un rostro? Pero junto a aquellas dudas, sé que
también me acompañaron razones especialmente fuertes, también de orden moral antes
que estético, para empeñarme en la escritura de El cartógrafo. Estoy entre los que creen
que no podemos ceder el escenario a negacionistas o revisionistas, ni dejar la
representación del sufrimiento en manos de quienes trivializan el dolor, desprecian a las
víctimas o son comprensivas con los verdugos. Y estoy entre los que creen que la
memoria de la injusticia es nuestra mayor arma de resistencia contra viejas y nuevas
formas de dominio del hombre por el hombre. Hacer un teatro que dé a mirar esos
lugares de sufrimiento es parte de nuestra responsabilidad para con los muertos y para
con los vivos. El teatro no puede hacer del espectador un testigo, pero acaso sí un
portador de testimonio. No puede resucitar a los muertos, pero sí construir una
experiencia de la pérdida. No puede hablar por las víctimas, pero sí hacer que se
escuche su silencio. El teatro, arte de la palabra pronunciada, puede hacernos escuchar
el silencio. El teatro, arte del cuerpo, puede hacer visible su ausencia. Y así, ayudarnos a
ser más críticos y combativos, más vigilantes, más valientes contra la dominación del
hombre por el hombre. Al proyecto de olvido de los verdugos y de sus herederos
debería oponerse un teatro de la memoria que participe en el combate contra la
docilidad y el autoritarismo. En El cartógrafo, una mujer herida vaga por las calles de
Varsovia en busca de un mapa que, sin saberlo, está dibujando con sus pasos. Mi sueño
es que, al ver la obra en escena, algún espectador encuentre el mapa que yo no he sabido
trazar.
Juan Mayorga

«En «El Cartógrafo», una mujer herida vaga por las calles de Varsovia en busca de un
mapa que, sin saberlo, está dibujando con sus pasos. Mi sueño es que, al ver la obra en
escena, algún espectador encuentre el mapa que yo no he sabido trazar».
Juan Mayorga

En este texto Mayorga despliega un apasionante y a la vez misterioso


mundo sobre el mapa del gueto de Varsovia. ¿Existió ese mapa? En todo
caso hay que buscarlo. Nada es inocente. Nadie es inocente. De 1939 a la
actualidad los personajes se encuentran, caminan y se desencuentran
para hacerse preguntas, para resguardar la memoria, para traficar con
ella. No hay demasiadas respuestas. Del gueto sólo quedan ruinas y
resplandor. Pero nadie se rinde en el mapa que va construyendo esta
obra. Porque también hay mapas de personas. Y existen para que alguien
o muchos puedan salvarse, aunque sólo sea en la conciencia de las
generaciones. En la voluntad del otro.

Antes de ver la obra “Una obra compleja con saltos espacio temporales (Gueto de
Varsovia, la Polonia comunista y la actualidad) que despliega, como los mapas,
diferentes temas a medida que avanza la obra. Con la memoria como eje central, son
tantos los temas (filosóficos, éticos, históricos, humanos…) que se plantean que la obra
al final adquiere una dimensión universal (..). En el ‘teatro histórico‘ de Mayorga,
utiliza el pasado para hablarnos del presente. Un teatro para “construir memoria” como
plantea en su ensayo ‘La representación teatral del Holocausto‘: “Su misión es construir
una experiencia de la pérdida; no saldar simbólicamente la deuda, sino recordar que la
deuda nunca será saldada; no hablar por la víctima, sino hacer que resuene su silencio.
El teatro, arte de la voz humana, puede hacernos escuchar el silencio. El teatro, arte del
cuerpo, puede hacer visible su ausencia. El teatro, arte de la memoria, puede hacer
sensible el olvido… El mejor teatro sobre el Holocausto, como en general el mejor
teatro histórico, no pone al espectador en el punto de vista del testigo presencial. Pues lo
que el teatro puede ofrecer no es lo que aquella época sabía de sí misma, sino lo que
aquella época aún no podía saber sobre sí y que sólo el tiempo ha revelado. Cuando eso
sucede, no sólo el pasado, también el presente se transforma.” Como se observa en El
Cartógrafo, la creación de un mapa para hacer posible el recuerdo. Recuperar una
memoria perdida, una memoria que hace visible su ausencia… una memoria
terapéutica.” (Tomado de la web “Madrid es teatro”

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