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LEYES LIBRO I

El Libro I de Las Leyes comienza con un elogio de la escritura, ya que las


letras mantienen vivas las vivencias y por ello Ático conmina a Marco a
escribir Historia; pues Roma está por debajo de Atenas en esa materia. Los
griegos tienen a Herodoto, mientras que los romanos no disponen de un
hombre con una capacidad semejante, que describa los hechos de los
romanos.
Cicerón hace una crítica a la historia de la fundación de la ciudad de Roma,
a la que considera como falsa e ilegible y por tanto, prefiere iniciar su
narración en el tiempo presente, loando a Gneo Pompeyo. Comenta que
para escribir historia se necesita tiempo, del cual no dispone por sus
circunstancias vitales y como tiene la costumbre de terminar todo lo que
comienza, decide escribir sobre Derecho.
Toma como modelo a Platón y escribe en forma de diálogo, que según
afirma es la manera más acertada para dilucidar la verdad y con ese punto
de partida, comienza a dialogar sobre derecho, que es uno de los actos más
dignos que se puedan realizar; ya que ahí se encuentran las leyes, que son
un prisma de la vida en sociedad, de los lazos que unen a los hombres. Esa
es la raíz, el principio del estudio del derecho, y no como creen sus
contemporáneos la legislación sobre contratos y procesos. Cicerón critica a
quienes enseñan no tanto el camino de la justicia como el del litigio.
Inicia una defensa del derecho natural al comentar que la ley está grabada
en el corazón de los hombres, los cuales saben por naturaleza que debe
hacerse y que ha de prohibirse para que no se haga. Estas leyes naturales
han de inculcarse en los hombres a través de las costumbres, pues no todas
las leyes han de estar escritas.
A continuación incide en la naturaleza de las leyes que, según Cicerón,
emanan de la Razón Divina. El hombre recibió el alma inmortal de la
Divinidad y por ello estamos vinculados a esta. Todos los pueblos creen
que ha de haber una divinidad, porque de alguna manera el hombre
recuerda este vínculo con ella; lo que remite directamente a la idea
platónica de reminiscencia. Así pues, hombre y Divinidad están
relacionados por el alma, gracias a ella conectamos con la Razón Divina,
de la que emana la recta razón y de esta la moral recta, de la que se
desprenden las leyes de la comunidad.
Cicerón, tras esto, realiza un comentario respecto a la inteligencia del
hombre, intuye que la capacidad de razonar del hombre esta relacionada
con su posición erecta y vuelve a ratificar su anterior comentario, al decir
que la Divinidad depositó en el hombre el germen del conocimiento de
todas las cosas.
En relación con la justicia dice que el hombre ha venido al mundo con un
objetivo: la justicia. Además y reiterándose, dice que el derecho no está
establecido por convención, sino que está establecido por la naturaleza.
Este hecho, según su opinión, se hace evidente al observar la sociedad y la
unión de los hombres entre sí.
De estos últimos, asevera que todos son semejantes y que de no doblegarse
a sus pasiones, todos ellos actuarían del mismo modo. No hay ninguna
diferencia en el género humano, pues todos poseemos alma y por ende,
razón. La única diferencia entre los hombres estriba en los conocimientos
adquiridos, pero todos tienen la capacidad de aprender. No existe nadie, sea
de la raza que sea, que tomando como guía a la Naturaleza, no sea capaz de
alcanzar la virtud.
Señala Cicerón que las discrepancias morales son adquiridas, pero que las
distintas razas humanas forman una unidad entre sí y que solo queda que
“un sistema de vida recta las vuelva mejores”, es decir, que todos deben
regirse por la visión moral romana.
Alaba a los filósofos griegos que estudian que es la virtud y como se puede
hallar y actuar conforme a la misma; destacando a Platón, Aristóteles,
Teofrastro... y desdeña a los epicúreos, tildándolos de inútiles para el
ejercicio del gobierno.
Tras esto, comenta que el castigo de una mala acción deviene de la
divinidad, que por medio de las furias atormenta el alma del infractor a
través del remordimiento. Pero que ocurre con aquellos impíos, que no
creen en la Divinidad, pues que su castigo corre a cargo de las leyes. De
estas, hay que cumplir, no aquellas que están escritas, pues entonces
deberíamos cumplir las leyes de los Tiranos, sino aquellas que están
concertadas con la recta razón, las cuales fueron impresas en el alma por la
Divinidad. La justicia no significa obediencia a la ley escrita, ya que con
publicar una que permitiese el robo, este estaría justificado. Pero eso ni es
justicia ni ley ni derecho, pues esa ley escrita no emana de la recta razón.
A continuación, cicerón se pregunta si la liberalidad es desinteresada o si
por el contrario tiene un precio. Comenta al respecto que si una persona es
benefactora sin esperar nada a cambio, esta es desinteresada, pero si espera
que sus acciones se vean recompensadas, esta liberalidad es mercenaria.
Quienes persiguen la virtud por interés y no por lo que ella en sí es, comete
un acto de maldad.
Finaliza el Libro I de Las Leyes con la exhortación apolínea del “conócete
a ti mismo”, pues ahí encontrará el hombre el modo de distinguir el Bien
del Mal y por tanto, actuará haciendo: el Bien, lo Justo, lo Honesto, lo Útil.

LIBRO II
El libro II comienza alabando las virtudes de la Naturaleza como centro
que incita a la reflexión e invita al reposo; en oposición a la ciudad y las
villas lujosas. Cicerón como estoico prefiere la austeridad al lujo. Habla
aquí de su pasado, de cómo eran su padre y su abuelo y se conmueve al
recordar sus vidas.
Hace notar Cicerón que existen dos patrias: una por nacimiento y otra por
derecho. Utiliza, como de costumbre, un ejemplo histórico para ilustrar
mejor su pensamiento, en este caso, toma la figura de un personaje crucial
en la historia de Roma, Catón, que tenía como patrias: la de sus padres, los
cuales eran de la ciudad de Túsculo, es decir, por nacimiento era tusculano;
pero además tenía una segunda patria por derecho, la de Roma, pues
pertenecía a la ciudadanía romana.
Vuelve Cicerón a realizar una defensa del derecho natural, al postular que
la ley no es algo forjado por el talento humano ni por ningún decreto de los
pueblos, sino que es algo de carácter eterno que rige el mundo entero en
virtud de su sabiduría para mandar y para prohibir. Obvia aquí el hecho de
que las leyes pueden tener un carácter garantista, es decir, que doten de
derechos a las personas. De las palabras de Cicerón se deduce que para él,
la ley tiene un carácter restrictivo y casi coercitivo, pues tan solo manda y
prohíbe. Además la constante afirmación de que la ley está en nuestros
corazones incita a pensar que es innecesario que existan leyes positivas, es
decir, escritas por los hombres; ya que, desde su punto de vista, la ley
procede de la Divinidad y de la Razón Divina, en definitiva, de la mente de
un ser sabio apta para el mando y la prohibición.
Se reitera una y otra vez en su comentario y vuelve a explicar que la ley
verdadera y principal, la idónea para mandar y prohibir, es la recta razón
que emana de la Divinidad, a la cual estamos vinculados por el alma.
Retoma su visión de que la ley no es la que está escrita y sancionada por el
pueblo, sino aquella que dilucida que es justo e injusto y afirma que estas
leyes son universales, puesto que devienen de la Divinidad y por tanto, no
se pueden abolir ni revocar. Este modo de pensar la ley, recuerda a la
filosofía platónica, que asevera que las ideas son únicas, inmutables y
eternas; parece que Cicerón estaba en consonancia con el pensamiento de
Platón y por esta razón, concibe la ley como una idea, la ley es universal
porque es única, es inmutable porque procede de la recta razón y es eterna
porque emana de la divinidad.
Cicerón opina que los hombres deben creer en los dioses para no apartarse
de la ley, pues su capacidad de razonar les viene dada por los dioses.
Además el miedo al castigo divino hace que los hombres cumplan sus
juramentos y no se aparten de la opinión útil y verdadera. A continuación
lanza una larga letanía de leyes envueltas con una capa de religiosidad
asfixiante. Reafirma su parecer, al respecto de la necesidad de temer el
castigo divino, aduciendo que es bueno que los hombres crean en los
dioses, para dar mayor énfasis a sus opiniones, utiliza la respetada figura de
Tales, que habló de la conveniencia de que las personas creyeran que todo
lo que ven está lleno de dioses, pues de ese modo, todas ellas se volverían
castas, tal como se muestran en los templos, allí donde un mayor ambiente
de religiosidad impregna la vida y los actos de los hombres. Es por esta
razón, bueno erigir templos que divinicen virtudes como el Intelecto y la
Piedad. Y resulta nefasto hacer lo contrario, erigir templos a la Injuria y a
la Imprudencia.
Tras esto, da una vuelta de tuerca más y afirma que la religión es
conveniente para la estabilidad política y social del Estado; puesto que el
culto religioso privado requiere del sostén de los sacerdotes que se
encargan de los cultos religiosos públicos. Del mismo modo, el pueblo
siempre está necesitado del consejo y la autoridad de los aristócratas.
Propone una equivalencia entre los servidores del Estado y los sacerdotes,
pues igual que existen sacerdotes que se encargan de aplacar a los dioses y
otros de realizar adivinaciones; entre los servidores unos se encargarán de
unas cosas y otros de otras.
Pero de todos los que elaboran dictámenes públicos, son los augures los
más importantes, ya que no hay nadie que los iguale en potestad, tal es así,
que baste que uno de ellos diga que tal cosa no ha de hacerse, para que no
sea hecha. Cicerón comenta lo grandioso de los cultos, lo gratificante que
resulta el dedicarse a temas divinos y cuan bajo le parece el derecho civil
en comparación. Estas afirmaciones cobran su verdadera dimensión, al
tener conocimiento de que Cicerón fue augur.
El Libro II de Las Leyes finaliza alabando a personajes políticos que
elaboraron leyes contrarias a la ostentación en los ritos fúnebres, puesto
que la muerte iguala a todo ciudadano y no ha de verse diferencias entre
ricos y pobres, tal es el caso del insigne Solón.

LIBRO III
Comienza el libro III alabando la labor filosófica de Platón y denostando la
de Epicuro y sus acólitos como Aristipo de Cirene.
Todo el sistema de equilibrio del Estado depende de la organización de los
magistrados, cuya virtud reside en la capacidad de mando, es decir, en el
hecho de que las leyes que dictaminan son cumplidas por el pueblo, debido
a que los magistrados son vistos como hombres honorables y además a que
las leyes que promulgan están formuladas de acuerdo a la recta razón, este
hecho sustenta la vida en la ciudad.
Cicerón inicia una recomendación para el ejercicio, bien de la magistratura
o bien de cualquier otro cargo público, lo hace diciendo que conviene que
aquel que ostente el mando sea obedecido por el pueblo. El pueblo debe
creer y tener esperanza en que algún día podrá mandar, y aquel que ostente
el mando debe tener presente que un día tendrá que obedecer. Pero la
obediencia a los magistrados tiene un límite, este no es otro que aquel que
constantemente se nos menciona en la obra, el límite de la obediencia a las
leyes está en el no cumplimiento de leyes que sean contrarias a la Razón.
Tras esto, Cicerón establece que ha de existir el derecho de apelación. Ante
el dictamen de un magistrado debe caber la posibilidad de interponer un
recurso que lo pueda, si es en bien de la justicia, revocar. De este derecho
de apelación quedan excluidas las personas que sean miembros del ejército.
Comenta que en el ejército no debe haber derecho de apelación y que
aquello que fuera ordenado por quien ejerce el mando en la guerra, debe ser
acatado como si sus órdenes tuvieran rango de ley.
Hace a continuación una relación de cómo se debe ejercer el mando,
dispone que existan dos censores, cuyo mandato no supere los cinco años,
que el resto de magistraturas sean anuales; que haya dos magistrados con
poder regio, que ostenten el mando del ejército y no obedezcan a nadie.
Establece que el poder sea colegiado y que no se permita repetir
magistratura en un periodo inferior a diez años.
Comenta que en periodos o situaciones extraordinarias como una guerra
civil, se podrá crear un cargo que aúne el poder, es decir, que exista la
posibilidad de que una persona ejerza un mando único. Este cargo tendría
una duración de seis meses en los cuales la persona elegida para dicho
cargo será reconocida como Jefe del Pueblo.
En caso de que en el Estado no haya cónsules ni Jefe del Pueblo, comenta
que no ha de haber magistrados, que han de ser los auspicios los que pasen
al senado y este que elija a uno para que nombre cónsules.
Cicerón defiende la moderación en el Senado y la asamblea, por que no
exista violencia en las reuniones, por que se den a conocer las leyes antes
de ser votadas, por que no se propongan leyes que no afecten a la
generalidad del pueblo y otras muchas cuestiones del mismo orden como
que aquellos que presenten su candidatura a un cargo público no pueda
aceptar ni entregar regalos.
A continuación elogia a los romanos por su excelente praxis política y
critica a los griegos, que si bien idearon una multitud de modelos de
Estado, la mayoría de ellos se quedó en el limbo y no tuvieron una
experiencia práctica que determinase las ventajas e inconvenientes del
modelo estatal teorizado. Cicerón expone la necesidad de dividir el poder,
pone como de costumbre un ejemplo histórico que refuerza su parecer, en
este caso elige a Teopompo, rey de Esparta, que creó el eforado con el fin
de limitar el poder del rey. Del mismo modo se actúa en la República, que
nombra a dos cónsules, que son obedecidos por los restantes magistrados
salvo por los tribunos de la plebe, quienes limitan el poder de los cónsules
con su capacidad de vetar leyes. Esta es una cuestión que Cicerón plantea
como inconveniente en el diálogo por medio de un personaje, Quinto, quien
no está de acuerdo con que los tribunos puedan vetar las leyes, para
expresar su disensión con el planteamiento loa a Sila, que borró del mapa
político esta institución. Cicerón por el contrario, admitiendo que la
potestad del tribuno es excesiva, aduce en su defensa, que peores son los
excesos de la plebe; ya que esta se muestra cruel e irreflexiva, si no está
moderada por un líder. Aparte de otras consideraciones, no se puede quitar
la institución ni el poder tribunicio, porque una vez que el pueblo ha
conocido el papel que el tribuno desempeña, tiene un poderoso motivo para
defender su existencia; el control que el tribuno ejerce sobre las leyes que
promulgan los dirigentes salva a la plebe de los excesos del poder de los
mandatarios.
Tras esto, Cicerón expone su idea de cómo han de efectuarse las
votaciones, estableciendo que sean no secretas para los nobles y libres para
la plebe.
Finaliza el Libro III alabando la figura griega del nomophylakes, que
además de mantener los archivos de las leyes, velaba por el cumplimiento
de las mismas; teniendo la facultad el pueblo de juzgar la actuación política
de un gobernante.

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