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Derecho Administrativo I.

Grupo 4
Prof. Pilar Juana García Saura

TEMA 3

1. La personalidad jurídica del Estado y de los Entes administrativos. Capacidad


jurídica de Derecho público y de Derecho privado
2. El principio de legalidad. La atribución legal de potestades
3. Noción de administrado. Capacidad jurídica y de obrar. El interesado
4. Derechos, deberes, obligaciones y responsabilidad del administrado

1. La personalidad jurídica del Estado y de los Entes administrativos. Capacidad jurídica


de Derecho público y de Derecho privado

1.1. La personalidad jurídica del Estado y de los Entes administrativos

Dejaremos al margen la polémica relativa a si la personalidad jurídica en el ámbito del Derecho


público corresponde al Estado o a la Administración por cuanto, en última instancia, se trata de
una distinción cuyos efectos se proyectan en el ámbito de las relaciones internacionales; mientras
que, por el contrario, en el ámbito interno es la personificación de la Administración Pública la
que ha terminado por consolidarse en tanto que instrumento del poder ejecutivo para la
consecución de los intereses generales tal y como señala el art. 103 CE.

A diferencia de lo que sucedía en la regulación franquista (el art. 1 de la LRJAE de 1957 atribuía
únicamente la personalidad jurídica única de la Administración del Estado) en la actualidad —
en coherencia con la autonomía reconocida constitucionalmente en favor de diversas entidades—
dicha proclamación se recoge en el art. 2 LPCAP extendiéndola a las demás Administraciones
Públicas territoriales (Comunidades Autónomas y Entidades Locales) y no territoriales
(Institucional y Corporativa). Así pues, aun cuando por razones docentes nos refiramos
habitualmente a la Administración Pública en un sentido unitario, lo cierto es que existe una
pluralidad de ellas, entidades que tienen reconocida su propia personalidad jurídica, es decir, se
convierten en centros autónomos de imputación de sus respectivas relaciones jurídicas y, en
consecuencia pueden ser demandadas y ejercitar acciones en sede judicial.

Así pues, una vez constatada la personalidad jurídica múltiple de las Administraciones Públicas
procede enumerar, si quiera brevemente los distintos tipos existentes.

A. Entes públicos territoriales y no territoriales

Los entes territoriales se caracterizan (GARCÍA DE ENTERRÍA) por el hecho de que el


territorio no es para ellos un mero espacio físico en el que pueden ejercer sus competencias —
virtualidad que el territorio tiene para los entes no territoriales—, sino que es su elemento
constitutivo esencial. Ello se manifiesta en:
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* El poder de los entes territoriales se extiende a toda la población del territorio incluidos
los extranjeros, mientras que el de los no territoriales alcanza a determinados habitantes
que se encuentran en el ámbito territorial sobre el que extiende su competencia.
* El ente territorial se caracteriza por la universalidad de sus fines, en tanto que es nota
esencial de los entes no territoriales el de la especialidad de sus fines.
* Por razón de la universalidad de sus fines, los entes territoriales reciben del ordenamiento
los poderes y las potestades superiores (reglamentaria, expropiatoria, tributaria, capacidad
de ser titular de dominio público), que no son, en cambio y por regla general, atribuidas a
los entes no territoriales.
* Los entes territoriales tienen capacidad para determinar nuevos fines y necesidades
públicas, asumir actividades nuevas, así como de crear nuevos entes instrumentales para la
gestión de sus servicios o bien la delegación de tales servicios a favor de entes
corporativos, que ya no pueden considerarse instrumentales. Por el contrario, los entes no
territoriales son entes de naturaleza esencialmente ejecutoria, debiendo limitarse a la
gestión de los servicios que le han sido encomendados, sin poder extender o cambiar dicho
servicio o atribuirse uno nuevo. Por ello, los entes de base no territorial están afectos
necesariamente a un ente territorial, que ejerce sobre ellos una tutela.

Son personas jurídico-publicas territoriales el Estado, las Comunidades Autónomas y las


Administraciones Locales, mientras que son no territoriales en nuestro sistema todas las demás
Administraciones dotadas de personalidad jurídica: las Administraciones institucionales o de
base fundacional y las Administraciones corporativas de base privada.

B. Entes públicos fundacionales o institucionales y corporativos

Se debe empezar por señalar la diferencia entre entes de base fundacional y entes de base
corporativa. Los primeros, como su propio nombre indica (como las fundaciones privadas o
universitas rerum), son constituidos por un fundador —en nuestro caso una Administración
pública territorial— que les asigna un fin a perseguir, fin que es externo a la fundación o
institución, así como unos medios materiales y personales afectos a tal fin. Esta técnica es la
utilizada básicamente por las Administraciones Públicas territoriales para la creación de los entes
que integran la llamada Administración institucional.

La Corporación, sin embargo, es un grupo de personas organizadas en el interés común de todas


ellas y con la participación de las mismas en su administración (normalmente a través de técnicas
de representación democrática; arts. 36 y 52 CE), aquí, por tanto, el interés ya no es ajeno al
colectivo que forma la corporación y, por ello, el sostenimiento económico no depende de una
tercera voluntad, sino del propio colectivo.

Dentro de los entes institucionales encontramos en el ámbito estatal (art. 84.1.a LRJSP)
organismos públicos, categoría que engloba a organismos autónomos y las entidades públicas
empresariales. Los primeros son entes públicos sometidos en su actuación al Derecho
administrativo, mientras que las entidades públicas empresariales se someten en su actividad
externa al Derecho privado. No obstante, se consideran Administración Pública y quedan
sometidas al Derecho administrativo en relación a la formación de voluntad de sus órganos y en
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el ejercicio de potestades administrativas que tengan atribuidas.

Otros entes públicos, respecto de los que no se especifica su especie a efectos de la LRJSP,
integran el grupo de autoridades administrativas independientes, grupo concepto complejo y no
decantado exhaustivamente en el se incluyen entes públicos “atípicos”, así como órganos de
relieve constitucional y de naturaleza consultiva. El artículo 109 de la LRJSP define las
autoridades administrativas independientes de ámbito estatal como “entidades de derecho
público que, vinculadas a la Administración General del Estado y con personalidad jurídica
propia, tienen atribuidas funciones de regulación o supervisión de carácter externo sobre
sectores económicos o actividades determinadas, por requerir su desempeño de independencia
funcional o una especial autonomía respecto de la Administración General del Estado, lo que
deberá determinarse en una norma con rango de Ley.
2. Las autoridades administrativas independientes actuarán, en el desarrollo de su actividad y
para el cumplimiento de sus fines, con independencia de cualquier interés empresarial o
comercial”.
Asimismo, dentro del sector público institucional, encontramos las llamadas fundaciones
públicas (arts. 128 y ss. LRJSP). Las fundaciones del sector público estatal se rigen por lo
previsto en la LRJSP, por la Ley 50/2002, de 26 de diciembre, de Fundaciones, la legislación
autonómica que resulte aplicable, y por el ordenamiento jurídico privado, salvo en las materias
en que le sea de aplicación la normativa presupuestaria.
Al margen de la Administración institucional se encuentran las sociedades mercantiles estatales
(arts. 111 y ss. LRJSP), que no son Administración Pública, aunque sí integran lo que se
denomina el sector público. Se entiende por sociedad mercantil estatal aquella sociedad
mercantil sobre la que se ejerce control estatal:
a) Bien porque la participación directa, en su capital social de la Administración General
del Estado o alguna de las entidades que, conforme a lo dispuesto en el artículo 84, integran el
sector público institucional estatal, incluidas las sociedades mercantiles estatales, sea superior al
50 por 100. Para la determinación de este porcentaje, se sumarán las participaciones
correspondientes a la Administración General del Estado y a todas las entidades integradas en el
sector público institucional estatal, en el caso de que en el capital social participen varias de
ellas.
b) Bien porque la sociedad mercantil se encuentre en el supuesto previsto en el artículo 4
de la Ley 24/1988, de 28 de julio, del Mercado de Valores respecto de la Administración General
del Estado o de sus organismos públicos vinculados o dependientes.

Dentro de los entes públicos de naturaleza corporativa hay que destacar las llamadas
corporaciones sectoriales de base privada o más comúnmente conocidas como corporaciones de
Derecho público. Se trata de entes públicos asociativos, es decir, de agrupaciones privadas,
creados por el Estado y dotados de personalidad jurídica, a los que se les atribuye la gestión de
ciertos fines públicos, que conviven con los de la defensa de los intereses privados de sus
miembros. Los más relevantes son los Colegios Profesionales, las Cámaras de Comercio,
Industria y Navegación, las Cámaras Agrarias, las Cofradías de Pescadores.

1.2.- Capacidad jurídica de Derecho público y de Derecho privado de los entes Públicos

Es cierto que, en la actualidad, como antes, las Administraciones Públicas, están sujetas a la
Justicia administrativa y también a los Tribunales civiles y laborales. Pero ello ya no es
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expresión de que una parte del poder queda personificado y responde —tribunales ordinarios— y
otra parte está exenta de control o se somete a un complejo jurisdiccional en el que la
Administración Pública es juez y parte —Jurisdicción administrativa retenida—, sino al hecho de
que las Administraciones Públicas, gozando cada una de personalidad jurídica única, tienen una
doble capacidad jurídica: de Derecho administrativo y de Derecho privado. La existencia de
dos —o más— jurisdicciones, en función de la capacidad con que actúe la AP, se justifica en la
actualidad no en razones de exención o limitación de control, sino en exigencias de
especialización de la actividad jurisdiccional, debidas a la elevada complejidad técnica de los
principios y normas del Derecho administrativo.

Partiendo de esta premisa y de las consideraciones que se realizaron en el tema anterior al


referirnos a las relaciones del Derecho administrativo con otras ramas jurídicas, debemos
destacar que resulta de gran trascendencia práctica determinar cuándo la Administración Pública
debe actuar con sometimiento al mismo o, en su caso, en qué condiciones y con qué límites
puede hacerlo conforme al Derecho privado. A este respecto, existen varias alternativas:

a) El criterio de la prerrogativa, según el cual el sometimiento de la Administración


Pública al Derecho administrativo viene determinado por el empleo de las especiales potestades,
o medios jurídicos excepcionales, de que la ha dotado el ordenamiento para el cumplimiento de
sus fines. No obstante, dicho criterio no es suficiente dado que la Administración Pública se
somete al Derecho administrativo al realizar actividad de fomento, supuesto en que no hace uso
de potestad exorbitante alguna.

b) Desde otra perspectiva, se ha destacado que el hecho que determina la aplicación del
Derecho administrativo en detrimento del Derecho privado es la circunstancia de que la actividad
desplegada por la Administración Pública se halle directa e inmediatamente vinculada a una
finalidad de interés público. Ciertamente este criterio tampoco es muy claro, aunque ciertos
autores han tratado de justificarlo (GARCÍA DE ENTERRÍA y FERNÁNDEZ RODRÍGUEZ).
En este sentido, se afirma que la Administración Pública actúa en tal modo cuando realiza una
función típica, esto es, una actividad propiamente administrativa, identificada en nuestro
ordenamiento con la expresión “obras y servicios públicos”—entendida la expresión en sentido
amplio, como cualquier actividad que los particulares no puedan realizar en cuanto tales— y que
constituye lo que dichos autores han denominado giro o tráfico administrativo.

Ahora bien, cuando la Administración Pública actúa con sometimiento al Derecho privado
persigue igualmente fines de interés público —no es conforme a derecho que la Administración
Pública persiga fines distintos de los públicos (art. 103.1 CE)—, aunque, si se quiere, con una
inmediatez menor que en el caso de aplicación del Derecho administrativo. Precisamente, este
criterio plantea un debate de gran actualidad, la denominada huida del Derecho administrativo,
que supone en última instancia el recurso al Derecho privado para llevar a cabo determinadas
actividades que incluso pueden requerir el ejercicio de potestades administrativas clásicas.

Por ello, cuando la Administración Pública actúa con sometimiento al Derecho privado, la
actividad así desplegada queda sometida en ciertos de sus elementos a normas administrativas de
ius cogens. Así, cuando la Administración Pública celebra un contrato de Derecho privado, los
actos de preparación y adjudicación son considerados actos separables, esto es, actos sometidos

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al Derecho administrativo y residenciables ante la Jurisdicción contencioso-administrativa. Del


mismo modo, cuando la Administración Pública actúa con sometimiento al Derecho
administrativo ocurre en ocasiones el fenómeno inverso al de los actos separables, consistente en
que en dicha actuación administrativa se entrecrucen elementos de Derecho privado. Es el caso,
por ejemplo, de la imposición por la Administración Pública de una sanción a una empresa en
materia laboral o el supuesto del deslinde administrativo de una finca. El primer caso implica un
previo análisis conducente a averiguar si el empresario ha infringido o no el Derecho laboral. El
segundo implica una clara cuestión de posesión o dominio sobre la finca. Estas cuestiones se
denominan prejudiciales o incidentales y la competencia para su resolución compete a la
Jurisdicción contencioso-administrativa (art. 4 LJCA), que únicamente deberá suspender el
proceso y remitir la cuestión a la Jurisdicción competente en el caso de las cuestiones
prejudiciales penales o constitucionales.

2.- El principio de legalidad. La atribución legal de potestades

Este principio implica que la actuación de los poderes públicos ha de llevarse a cabo en todo
caso conforme a la Ley, exigencia proclamada en el art. 9.1 CE tanto para los ciudadanos en
general como para la totalidad de las instituciones públicas, es decir, no sólo para el Gobierno y
la Administración Pública. Esta garantía se concreta en el art. 9.3 CE que regula el “principio de
legalidad”.

Por lo que se refiere a la regulación constitucional específica sobre la Administración, el art.


103.1 CE establece su sometimiento pleno a la ley y al Derecho en el servicio a los intereses
generales. En opinión de un sector doctrinal (PAREJO ALFONSO), el alcance del principio de
legalidad es diverso en función de que se encuentre referido al Gobierno en su vertiente de
órgano político-constitucional o, por el contrario, en cuanto cabeza de la Administración Pública.
En opinión del citado autor, la primera dimensión del Gobierno conlleva su sometimiento al
Texto Constitucional y a las normas con rango de ley (art. 97 CE). En consecuencia, las labores
de dirección política y el ejercicio de la potestad reglamentaria supondrían una modulación del
principio cuando el Gobierno no actúa como órgano supremo de la Administración Pública. Por
el contrario, el sometimiento al resto de las normas jurídicas de rango inferior a la ley se
proyectaría sobre los ciudadanos, los poderes públicos en general y, por lo que ahora interesa, al
Gobierno en su dimensión de órgano supremo de la Administración Pública (art. 103.1 CE). Sin
embargo, esta distinción plantea serias dudas de coherencia por cuanto, como analizaremos en su
momento, la potestad reglamentaria es una potestad plenamente administrativa, sometida a los
mismos controles que el resto de la actividad administrativa y, por tanto, también a los principios
generales del Derecho.

El principio de legalidad de la Administración Pública del art. 103.1 CE implica diversas


consecuencias:

* Sometimiento pleno a la Ley y al Derecho, es decir, a las normas escritas: CE, Ley,
tratados y demás normas internacionales, así como a sus propios reglamentos, en base al llamado
“principio de inderogabilidad singular de los reglamentos”. En base al mismo la Administración

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Pública no puede excepcionar o desconocer para casos singulares el contenido de las normas que
ella misma dicta, aunque la actuación singular provenga de una autoridad jerárquicamente
superior a la que emanó el reglamento. No obstante, la Administración también se encuentra
sometida a las normas no formalizadas, singularmente a los principios generales del Derecho no
positivados y a la costumbre.
En segundo lugar, el sometimiento pleno supone la plena juridicidad de la acción
administrativa, de manera que no existen espacios exentos en la actuación de la Administración
Pública. En consecuencia, toda su actividad es susceptible de valoración en términos
estrictamente jurídicos, lo que en ningún caso puede interpretarse como una prohibición de la
discrecionalidad, concepto que en ningún caso cabe identificar con la arbitrariedad
constitucionalmente proscrita (art. 9.3 CE).

* Vinculación positiva o negativa a la Ley: la vinculación de la Administración Pública a


la Ley ha venido entendiéndose de dos modos distintos a lo largo del proceso histórico de
formación del Derecho administrativo. La Ley, en efecto, puede ser fundamento previo e
inexcusable para la posterior actuación de la Administración Pública (vinculación positiva o
positive Bindung) o bien puede ser, no un presupuesto previo, sino un límite, de modo que la
Administración Pública puede actuar válidamente mientras no contravenga la Ley (vinculación
negativa o negative Bindung).
El principal problema que se plantea a este respecto es determinar cuál es la versión por la que
ha optado nuestro Texto Constitucional, cuestión que no ha recibido una respuesta unívoca en
nuestra doctrina. Un cierto sector (entre otros GARCÍA DE ENTERRÍA) defiende la vigencia de
la vinculación positiva, si bien, como destacan PAREJO ALFONSO Y SANTAMARÍA
PASTOR, la realidad demuestra que dicha vinculación es mayoritariamente negativa. En opinión
de este último autor es necesario plantear una solución intermedia. Así, requerirían de un previo
apoderamiento legal todas las actuaciones ablatorias de la Administración Pública, esto es las
enderezadas a limitar la esfera de libertad y propiedad de los ciudadanos (art. 53.1 CE). Existiría,
sin embargo, vinculación negativa, en relación a aquellas actuaciones administrativas
encuadradas en la actividad de fomento —claramente favorecedora— o de organización interna
de la propia Administración Pública.

Por su parte, PAREJO ALFONSO huye de esta distinción funcional al considerar que no se
ajusta a la moderna y democrática actividad administrativa en la medida que, por ejemplo, un
acto favorable típico como la concesión de una subvención puede considerarse también como
acto de gravamen para aquel empresario del sector que no obtiene la subvención. Y al contrario,
un acto típico de gravamen como es una sanción consistente en el cierre de un establecimiento
insalubre o peligroso también puede considerarse como un acto favorable para la comunidad
vecina). Por ello, este autor acude a la distinción entre los conceptos de primacía de la Ley y
reserva de Ley para delimitar los ámbitos de la vinculación negativa y positiva, respectivamente.
Mientras la primacía de la Ley —principio que rige en cualquier sector o materia y exista o no
sobre ella reserva de Ley— supone un límite a la acción del poder ejecutivo, la reserva de Ley
exige para la actuación administrativa un fundamento legal, esto es, una “necesidad de Ley” en
la materia sometida a la reserva. El resultado al que llegan ambos autores sobre el alcance de la
vinculación positiva y negativa es, sin embargo, ciertamente coincidente.

Como señala COSCULLUELA, la articulación técnica del principio de legalidad tiene lugar a
través de las potestades administrativas que, según el citado autor, entrañan un poder otorgado
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por el ordenamiento que se endereza a la consecución de una finalidad predeterminada por la


norma, lo que permite su control judicial a través de la desviación de poder. Así pues, a través de
la potestad es posible imponer decisiones propias a terceros para el cumplimiento de un fin,
diferenciándose del derecho subjetivo por las siguientes notas:

* La potestad tiene siempre su origen en una norma jurídica que la atribuye a su titular,
norma que no tiene que ser necesariamente un Ley, cabiendo por tanto la denominada
“autoatribución de potestades” a través de un Reglamento. Por el contrario, el derecho subjetivo
puede nacer de una norma o bien de una relación jurídica concreta.

* El derecho subjetivo posee un objeto específico y un contenido también concreto


consistente en una conducta exigible a uno o varios sujetos pasivos. En cambio, la potestad posee
un objeto genérico y su contenido consiste en la posibilidad abstracta de producir efectos
jurídicos o materiales sobre un sujeto o colectivo de sujetos.

* El derecho subjetivo se dirige a la satisfacción del titular de tal poder, por lo que su
contenido es libremente modificable por su titular y renunciable. La potestad es, por el contrario,
un poder fiduciario, esto es, se otorga al titular para la satisfacción de intereses de terceros, por lo
que es irrenunciable y su contenido inmodificable por la voluntad de su titular (art. 8 LRJSP).

* El derecho subjetivo es normalmente transmisible a terceros, mientras que la potestad


es inalienable por su titular mediante actos singulares, aunque en ciertos casos pueda cederse su
mero ejercicio y, en ocasiones su titularidad, aunque siempre con la posibilidad de recuperarla
(técnicas de alteración de la competencia: delegación, desconcentración, etc.; arts. 8 y 9
LRJSP).

* El derecho subjetivo es susceptible, por lo común, de prescripción adquisitiva y


extintiva, a diferencia de las potestades no pueden adquirirse ni extinguirse por prescripción,
aunque puede prescribir o caducar su posibilidad de ejercicio en casos concretos (arts. 25 y 95
LPCAP).

Por lo que se refiere a los tipos de potestades administrativas, podemos distinguir los siguientes
criterios:

* Por su contenido: reglamentaria (arts. 97 y 153 CE); de planificación (art. 131 CE), su
ámbito más característico es el urbanismo y, en general, la ordenación del territorio, además, los
productos del ejercicio de esta potestad —los planes y, en general, los instrumentos de
ordenación— son tradicionalmente reconducidos a los reglamentos; organizatoria (art. 103.2
CE); tributaria (art. 31 CE); sancionadora (con los límites del art. 25.3 CE); expropiatoria (art.
33.3 CE); de ejecución forzosa (art. 99 LPCAP); de coacción (art. 104 CE); de investigación,
deslinde y recuperación de oficio de sus bienes; de revisión de oficio de actos y disposiciones;
«jurisdiccional», determinados órganos administrativos vienen encargados de la resolución
preliminar de conflictos entre ciudadanos y Administraciones Públicas en ciertas materias.

* Por el grado de disponibilidad para incidir en la esfera jurídica de los administrados:


potestades de supremacía general, en el ejercicio de las mismas están vigentes todas las garantías
plenas del administrado, son todas las de común aplicación a los ciudadanos (reglamentaria,
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sancionadora, expropiatoria); potestades de supremacía especial, son las ejercitadas sobre


ciudadanos que se encuentran en situación de especial dependencia respecto de la
Administración titular de la potestad (presos, funcionarios, militares) y que, en ocasiones, son
titulares de “derechos debilitados”, esto es, ven rebajada la carga de intensidad y protección que
determinados derechos presentan para la generalidad de los ciudadanos. Así viene reconocido en
la CE en ciertos casos y en relación a determinados derechos: art. 25.2 CE respecto de los
presos; art. 28.1 CE respecto de los militares y funcionarios; art. 25.3 interpretado a contrario
sensu respecto de los militares; art. 29.2 CE en cuanto a los militares. La construcción de esta
distinción de situaciones y, en función de ellas, de una diversa intensidad de las potestades
administrativas y correlativamente de los derechos de los ciudadanos, se ha prestado
históricamente a notables abusos lo que, unido a su imprecisión conceptual, ha llevado a ciertos
autores (SANTAMARÍA PASTOR) a negarle relevancia y a afirmar su imprecisión dogmática.

* Por la forma de atribución de la potestad se distinguen las que se relacionan a


continuación.

1) Potestades expresas, esto es, atribuidas de modo explícito en una norma, de las
implícitas o inherentes, que son aquellas que se deducen de los fines asignados por la norma a la
Administración Pública.

2) Potestades específicas y potestades genéricas o “cláusulas generales de


apoderamiento”; las primeras, que son las normales, se atribuyen en modo tasado y concreto,
especificando con detalle los poderes y facultades que habilita. Las segundas serían aquellas que
vienen atribuidas en modo genérico, vago e impreciso; si bien la imprecisión no puede llegar al
extremo de configurar una habilitación ilimitada para actuar a la Administración Pública, en
cuyo caso resultaría inconstitucional por contraria a los principios de seguridad jurídica e
interdicción de la arbitrariedad de los poderes públicos (art. 9.3 CE).

3) Potestades regladas y discrecionales, distinción que merece una referencia específica


por las dificultades prácticas que presenta.

La potestad discrecional es aquella que se caracteriza por el contenido abierto del


precepto legal que la confiere. A la autoridad administrativa corresponde, por tanto, un ámbito
más o menos amplio de posibilidades de elección respecto de los diversos aspectos de las
medidas a adoptar. Por el contrario, la potestad reglada es aquella en la que la norma
predetermina absolutamente todos sus elementos, de manera que en su ejercicio no existe margen
de valoración por la Administración, que debe limitarse a la mera constatación o aclaración de
cualidades o características de personas, cosas, relaciones, tal y como éstas se evidencian en la
realidad.

Sin embargo, esta distinción debe ser relativizada por cuanto no existen poderes
enteramente discrecionales sino elementos discrecionales y elementos reglados en la
configuración de las potestades. Estos límites normativos son los denominados elementos
reglados y son siempre la competencia del órgano y el procedimiento. Más allá de estas
prescripciones expresas de la norma, la Administración Pública está también vinculada en el
ejercicio de sus potestades discrecionales al fin, que es también considerado un elemento
reglado, pero cuya determinación no se encuentra siempre expresamente prevista en la norma.
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Por último, son considerados como elementos reglados de toda potestad los llamados hechos
determinantes: toda potestad se apoya en una realidad de hecho que funciona como presupuesto
fáctico de la norma a aplicar y esa realidad fáctica en sí misma no puede ser nunca valorada por
la Administración Pública, que podrá valorar algunos aspectos de esa realidad pero no su
existencia o inexistencia.

Para el control del fin en el ejercicio de potestades discrecionales se arbitró


originariamente en Francia la técnica de la desviación de poder (art. 70.2 LJ; 106.1 CE y 48.1
LPCAP); ésta supone el empleo de potestades administrativas para fines distintos de los
previstos por el ordenamiento, ya sean estos privados (lícitos o ilícitos), públicos prohibidos por
la norma o públicos lícitos pero distintos de aquellos para los que se otorgó la potestad.
Asimismo, debe destacarse la importancia de los principios generales del Derecho en el control
de la discrecionalidad administrativa y, entre ellos, del principio de interdicción de la
arbitrariedad de los poderes públicos, que exige imperativa e inexcusablemente un fundamento
racional a toda decisión administrativa discrecional, de ahí que el art. 35 LPCAP imponga la
motivación de los actos administrativos discrecionales. Asimismo, debe destacarse la
trascendencia de otros principios como los de proporcionalidad, buena fe, confianza legítima,
igualdad, favor libertatis que compele a la Administración Pública a acomodar sus
intervenciones en la esfera de los administrados al criterio o procedimiento menos restrictivo de
la libertad individual.

Ahora bien, la esencia última de la discrecionalidad consiste en la posibilidad de que la


Administración Pública pueda elegir entre diversas opciones igualmente lícitas en atención a
criterios de oportunidad no controlables judicialmente y que implican optar por “indiferentes
jurídicos”. Así, la Administración Pública dispone de un núcleo de elección que
inderogablemente le corresponde, pues se basa en criterios opinables que no pueden ser
controlados por el juez

La discrecionalidad debe ser adecuadamente distinguida de otros fenómenos próximos,


concretamente de la llamada “discrecionalidad técnica” y de los “conceptos jurídicos
indeterminados”. En ocasiones el ejercicio de poderes no discrecionales tiene por objeto la
aclaración o constatación de hechos complejos que requieren el empleo de disciplinas técnicas
especializadas, de manera que tales operaciones no son accesibles a cualquier operador de
preparación e inteligencia medias: nos encontramos ante la discrecionalidad técnica.

En relación con los conceptos jurídicos indeterminados, debemos señalar que en


ocasiones las normas utilizan conceptos que remiten a una realidad cuyos límites no aparecen
bien precisados (buena fe, estándar de conducta del buen padre de familia, medidas adecuadas y
proporcionales, orden público). Lo característico de estos conceptos frente a la discrecionalidad
es que, en su aplicación, sólo admiten una única solución justa. En todo concepto jurídico
indeterminado existe una zona de certeza positiva del concepto, una zona de incertidumbre y una
zona de certeza negativa en la que se excluye el concepto. Pues bien, en la zona de
incertidumbre se reconoce a la Administración Pública un cierto margen de apreciación, pero no
de naturaleza discrecional.

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3.Noción de administrado. Capacidad jurídica y capacidad de obrar. El interesado

Una vez descrito el sistema normativo y el conjunto de normas, escritas o no, que lo integran,
vamos a referirnos a los sujetos destinatarios de esas normas: la Administración Pública, como
persona jurídica integrada por un conjunto de órganos, y los destinatarios por lo general de la
acción administrativa o administrados, que entran en contacto con ella a través de la relación
jurídico-administrativa.

Como es sabido, el hombre, como ser social, se relaciona con los demás y al Derecho
corresponde la función de organizar jurídicamente la vida social, regulando esas relaciones y las
situaciones en las que las personas se encuentran, convirtiendo esa relación social en relación
jurídica y, en consecuencia, derivando para los sujetos que intervienen en ella efectos jurídicos,
esto es derechos o facultades y obligaciones. En consecuencia, en toda relación jurídica,
existen situaciones de poder (o facultad de exigir algo a otro) y de deber (u obligación de
cumplir lo que el otro exige); lógicamente según sea la rama del Derecho que regula esa relación,
estaremos en presencia de una relación laboral, civil, etc.; si la regula el Derecho administrativo,
será una relación jurídico-administrativa. La relación jurídico-administrativa es, pues, una
modalidad de relación jurídica regulada por el Ordenamiento administrativo y en la que
interviene una Administración Pública.

De ahí que, para que exista dicha relación, es preciso que al menos uno de los sujetos de la
misma sea una A.P. y esté regulada por el Derecho administrativo que, como sabemos, otorga a
ésta una posición de supremacía o privilegio con respecto a los demás en razón de los fines
públicos que persigue. Se excluyen, por tanto, de esta modalidad de relación jurídica aquéllas en
las que no interviene la A.P. o en las que, aun interviniendo, se somete a otras ramas del
Derecho (civil, mercantil, laboral), en la medida que, en estos casos, la Administración pierde
esa posición jurídica de supremacía que le otorga el ordenamiento administrativo.

En la relación jurídico-administrativa existen varios sujetos, uno activo, titular del derecho
subjetivo que la relación contiene y un sujeto pasivo, obligado a realizar la conducta o
prestación que satisfaga el derecho del otro. Lo normal es que en la relación jurídico-
administrativa los sujetos intervinientes sean la A.P. y los administrados, y que aquélla adopte la
posición de sujeto activo y el administrado la de sujeto pasivo; si bien no ocurre siempre así, ya
que, hoy, la existencia de diversas Administraciones Públicas, aboca a las llamadas relaciones
interadministrativas, entre dos o más A.P. (p.ej. entre el Estado y una entidad local), que
pueden entablar relaciones en posición de igualdad (de coordinación, de cooperación) o,
excepcionalmente, en posición de supra y subordinación (de tutela administrativa). Además, la
A.P. adopta a veces la posición de sujeto pasivo, como ocurre en las llamadas relaciones
complejas en las que se derivan derechos y obligaciones para ambos sujetos intervinientes en la
relación (p.ej. en la relación funcionarial); incluso, a veces, la A.P. adopta exclusivamente la
posición de sujeto pasivo, como ocurre en los supuestos en los está obligada a indemnizar como
consecuencia de las lesiones producidas a los administrados como consecuencia de su actuación
(art.106.2 CE y 32 y ss. LRJSP).

Como hemos visto, salvo en las denominadas relaciones interadministrativas, en la relación


jurídico-administrativa interviene la A.P. y un administrado, vocablo éste de origen moderno y
de uso aceptado por la doctrina, la legislación administrativa e incluso constitucional
(art.149.1.18, CE), aunque en ocasiones se utiliza como término sinónimo el de particular
(art.106.2 CE) o el de ciudadano (art. 105.CE y 13 LPCAP). Con todo, cuando el ciudadano
pasa a entablar relaciones concretas con la A.P. en un procedimiento administrativo, el legislador
utiliza el concepto de interesado.
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En términos muy simples, podemos definir el administrado como cualquier persona, física o
jurídica, que se relaciona con la Administración Pública en base al Derecho administrativo
y no al Derecho común. A este respecto, la doctrina matiza esta definición, atendiendo a la
clásica distinción, importada de la doctrina alemana, entre dos tipos de administrado, simple o
cualificado, según se encuentre éste respecto a la A.P. en una relación de sujeción general o
especial.

La posición de administrado simple se refiere a cualquier persona física o jurídica que,


potencialmente, puede vincularse a la Administración como consecuencia de los actos o
disposiciones emanados de ésta en el ejercicio de las potestades (expropiatoria, sancionadora...)
que el ordenamiento administrativo le atribuye para cumplir sus fines de interés público.

A diferencia del administrado simple, que se sitúa en una “relación general de sujeción”, la
figura de administrado cualificado exige una relación especial de dependencia frente a la
Administración (condición ésta que no afecta al común de ciudadanos, sino sólo a aquéllos que
entran en la órbita de esa situación especial, el preso, el estudiante, el usuario de un servicio
público), entablándose así una “relación especial de sujeción” que, con base en la Ley, puede
originarse por un acto o un contrato administrativo (concesión de servicio público), o
directamente de la ley en supuestos concretos (deber de denuncia que impone la L. Enj.
Criminal).

Como hemos dicho, el administrado puede ser sujeto pasivo de la acción administrativa y
disfrutar de situaciones activas frente a la A.P. poseyendo capacidad jurídica de Derecho
público (aptitud para ser sujeto de derechos y obligaciones jurídico-administrativas) y de obrar
(aptitud para hacerlos efectivos). En el Derecho administrativo, sobre la base de la regulación
establecida en el Derecho civil, la capacidad de obrar del administrado tiene ciertas
peculiaridades, ya que se produce una ampliación de la misma al extenderse a personas que,
como los menores de edad, la tienen restringida en el ordenamiento civil (vid. al respecto el art. 3
LPCAP, así como el art. 18 LJCA, en cuanto a la capacidad procesal, y el art. 44 LGT).

Por otra parte, la normativa administrativa, por concretas razones de interés público, regula
diversas circunstancias modificativas de la capacidad de obrar del administrado, de entre las
que destacamos algunas como: la nacionalidad (para ejercer el derecho al sufragio o acceder a la
función pública); la vecindad administrativa (que limita el ejercicio de derechos políticos en
cada entidad territorial o el uso de determinados servicios, como las tarjetas de aparcamiento); la
edad (para ingresar o jubilarse en la función pública); la enfermedad (que puede impedir el
ingreso en la función pública o eximir del cumplimiento de ciertos deberes, o permitir obtener el
derecho a determinadas prestaciones); los antecedentes penales de condena y, en ocasiones, el
procesamiento penal (para ingreso y continuidad en la función pública, para contratar con la
Administración), etc.

Pero, además de capacidad jurídica y de obrar, cualquier ciudadano no puede ser parte en un
procedimiento administrativo, puesto que es necesario estar legitimado para actuar en el mismo.
En consecuencia, salvo los escasos supuestos de acción popular o pública previstos en nuestro
Derecho −que permite a cualquier ciudadano intervenir en un procedimiento o en un proceso por
ser titular de un interés simple (p ej. en materia de urbanismo, cualquier ciudadano puede recurrir
el trazado de una vía pública que viole el plan de ordenación de la ciudad o contra la
construcción de unas casas con más altura de la permitida)−, es necesario tener una determinada
cualificación personal y objetiva para intervenir en un procedimiento administrativo, cual es la
de ostentar la condición de interesado (art. 4 LPCAP), bien activa o pasivamente.

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Interesados activos en un procedimiento administrativo son aquéllos que lo promueven como


titulares de derechos o intereses legítimos, individuales o colectivos (p.ej. el propietario de un
inmueble que promueve un procedimiento de declaración de ruina para expulsar a los
arrendatarios, construir uno nuevo y conseguir mayor rentabilidad). Por su parte, pueden ser
interesados pasivos los que, sin haber iniciado el procedimiento, ostentan derechos que pueden
resultar directamente afectados por la decisión que en el mismo se adopte (en el caso anterior, los
titulares del contrato de arrendamiento, cuyos derechos quedarán afectados, incluso extinguidos),
así como aquéllas personas cuyos intereses legítimos, individuales o colectivos, puedan resultar
afectados por la resolución que se adopte y se personen en el procedimiento en tanto no haya
recaído la resolución definitiva.

Respecto a éstos, con independencia de que los interesados puedan promover o personarse a
iniciativa propia en los procedimientos administrativos, la A.P. está obligada a comunicar a los
titulares de derechos o intereses legítimos directos la tramitación de todo procedimiento que les
afecte y cuya identificación resulte del expediente (arts. 9 a 12 LPCAP), pasando a tener la
condición de interesados si se personan en el procedimiento.

Finalmente, no es necesario que en el procedimiento administrativo se actúe por medio de


abogado, procurador o representante; no se precisa, pues, lo que en el proceso judicial se
denomina postulación. El interesado con capacidad de obrar puede actuar ante la A.P., bien por
sí mismo, personalmente, o a través de representante, quien con arreglo a la ley puede ser
cualquier persona con capacidad de obrar. En el supuesto de que exista representación, por lo
general —para actos y gestiones de mero trámite (art. 5 LPCAP)— no se requiere acreditarla
formalmente sino que basta con que el interesado designe a la persona que lo represente; ahora
bien, excepcionalmente, debe acreditarse la representación para formular solicitudes, entablar
recursos, desistir de acciones y renunciar a derechos, en nombre de otra persona, aunque la falta
de acreditación es subsanable. En estos casos, la LPCAP requiere que el poder de representación
se acredite por “cualquier medio válido en Derecho”, bien por escrito (p.ej. documento público o
privado) o por simple comparecencia personal o electrónica ante el funcionario público
encargado de tramitar el expediente (poder apud acta).

4. Derechos, deberes, obligaciones y responsabilidad del administrado

El administrado puede ser titular frente a la Administración de situaciones activas o de poder y


pasivas o de deber según que amplíen o aminoren su esfera jurídica. Dentro de las primeras, y
siguiendo la clasificación de la doctrina más cualificada –GARCÍA DE ENTERRÍA Y T.R
FERNÁNDEZ– se distinguen las potestades, los derechos subjetivos y los intereses legítimos;
y dentro de las segundas, las sujeciones, los deberes y las obligaciones.

A) Situaciones jurídicas de carácter activo

La figura de la potestad no es exclusiva de la A.P., sino que también el administrado es titular de


ciertos poderes genéricos derivados directamente del ordenamiento. Supone pues, una situación
de ventaja o favorable de carácter abstracto que se atribuye directamente a los administrados y
que coloca a la A.P. en una posición también genérica de sujeción, esto es obligada a soportar las
consecuencias, favorables o desfavorables, de su ejercicio. Ejemplo típico es la posibilidad que

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tiene el administrado de poner en marcha el aparato de la justicia frente a la A.P. (arts. 24 y


106.1 CE), pues a nadie le está vedado acudir ante los Tribunales en solicitud de cualquier
pretensión; también la potestad que atribuye la legislación local a los vecinos para exigir a la
Administración local la prestación de los servicios mínimos obligatorios (art. 18.1.g, en relación
con el 26.1 LBRL).

Por el contrario, el derecho subjetivo supone el reconocimiento de una situación jurídica


individualizada, frente a la Administración, nacida de la Constitución, de las normas o como
consecuencia de una concreta relación jurídica y que el administrado puede hacer valer ante
aquélla, contando con la protección de los Tribunales.

En relación con su contenido los derechos del administrado se clasifican en tres grandes grupos:
por una parte, los derechos de contenido patrimonial surgidos de obligaciones (derechos del
contratista con la Administración, del funcionario público respecto a sus retribuciones) o de
carácter real (surgidos como consecuencia de relaciones jurídicas que versan sobre bienes
materiales o cosas, como el derecho a la indemnización por expropiación de un terreno, o el
derecho a la explotación de una concesión minera); y, por otra, los derechos de libertad,
contenidos en la Constitución y que se encuadran en los llamados derechos fundamentales y
otros derechos constitucionales (arts. 14 a 38 CE), comprensivos de los derechos de libertad
individual (de conciencia, de residencia, de circulación, etc.), los derechos políticos, que facultan
al ciudadano a participar en los asuntos públicos (art. 23 CE) y, finalmente, los denominados
derechos socio-económicos, característicos del Estado social (arts.39 a 52 CE). Derechos
reconocidos constitucionalmente pero con diferente alcance en su grado de protección jurídica,
como veremos.

Junto a las anteriores situaciones jurídicas activas de los administrados, los denominados
intereses legítimos constituyen una situación que se produce por efecto reflejo de una norma
que, dirigida a proteger de modo inmediato el interés público, también indirectamente protege
intereses propios del administrado. Esto es, si un derecho subjetivo surge de una norma o de un
acto administrativo, directamente dirigido a proteger o crear una situación de beneficio para un
administrado, el titular de un interés legítimo será aquél que, de la aplicación de la norma
dirigida al interés general, obtendrá indirectamente una situación de ventaja o beneficio,
protegida igualmente por el ordenamiento jurídico, que le permitirá, en caso de lesión ilegal por
la Administración, reaccionar frente a ella y acudir a los Tribunales (p.ej. convocatoria de
oposiciones; existe interés general para cubrir la plaza que coincide con el interés particular de
los aspirantes a obtenerla y a que el procedimiento de selección se ajuste a la legalidad; si no es
así, cabe el recurso pertinente para restablecer la legalidad y la situación jurídica lesionada
(GARCÍA DE ENTERRÍA ha reconducido los “intereses legítimos” al concepto de derecho
subjetivo, con la denominación de derecho impugnatorio, como situación jurídica que, de
prosperar, originaría un beneficio jurídico para el actor).

Por el contrario, los simples intereses son situaciones que se presumen en todo administrado,
“interesado” en el funcionamiento debido de la A.P., pero que no permiten su intervención en un
procedimiento administrativo ni la interposición de recursos, salvo en los supuestos en los que
expresamente lo permita el ordenamiento jurídico (por ejemplo, los trámites de información
pública que permiten la participación ciudadana en el procedimiento a través de la denominada
“acción popular” a tenor de lo dispuesto en el art. 19.1.h LJCA y 19.1 LOPJ).

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B) Situaciones de carácter pasivo

Como contrapunto a las anteriores, las situaciones jurídicas que suponen una posición
desfavorable o de gravamen para el administrado son las ss.:

La sujeción, situación jurídica abstracta, de carácter genérico, que implica la sumisión del
administrado simple respecto a la A.P. y la posibilidad de soportar el ejercicio de sus
potestades. Se corresponde con la atribución de potestades a la A.P. por el ordenamiento jurídico
e implica una situación general de sujeción frente a su posible ejercicio. Se trata, en expresión
de GIANNINI, de una “situación pasiva de inercia”.

A diferencia de la sujeción —posición abstracta del administrado para soportar el ejercicio sobre
su situación jurídica de una potestad administrativa—, el deber y la obligación implican
comportamientos concretos del administrado positivos o negativos. Ahora bien, son situaciones
distintas, puesto que mientras el deber tiene carácter genérico, con origen en la Constitución o
en la Ley (el deber, impuesto constitucionalmente ex art.31, de contribuir a los gastos públicos),
la obligación constituye una aplicación del deber genérico, con origen en una relación jurídica
entre la A.P. y el administrado (acto administrativo de liquidación de un impuesto en concreto).

Conectado con estas situaciones pasivas del administrado, como consecuencia del
incumplimiento de un deber o de una obligación impuesta directamente por una norma o por un
acto administrativo, surge la responsabilidad administrativa del mismo que, con independencia
de la posible responsabilidad civil o penal, se traduce en los siguientes efectos:

-En la posibilidad de que la A.P. imponga el cumplimiento forzoso del contenido del
deber o la obligación incumplida. Como sabemos, si el destinatario de un acto administrativo no
realiza o cumpla de modo voluntario lo dispuesto en el mismo, la Administración puede utilizar
los medios de ejecución forzosa previstos en los arts. 100 y ss. LPCAP.

- En que, como consecuencia de la comisión de una infracción administrativa, la A.P.


ejerza la potestad sancionadora con el consiguiente efecto represivo sancionador a fin de corregir
la trasgresión cometida. Ello sin perjuicio de la posible exigencia de la correspondiente
indemnización por los daños y perjuicios ocasionados por su conducta.

C) Derechos y deberes de los ciudadanos en sus relaciones con la Administración

Al margen de los derechos reconocidos en la Constitución y las leyes, y los que derivan de
concretas relaciones jurídicas, la LPCAP ha venido a reconocer un catálogo de derechos de los
ciudadanos en sus relaciones con las A.P., aunque limitados al ámbito del procedimiento
administrativo (derechos que cabe catalogar, pues, como de procedimentales) cuya regulación,
con carácter de básica, responde a la exigencia constitucional de garantizar a los administrados
un tratamiento común ante las AAPP (art. 149.1.18 CE), y que son los ss. (art. 13 LPCAP):

“a) A comunicarse con las Administraciones Públicas a través de un Punto de Acceso


General electrónico de la Administración.

b) A ser asistidos en el uso de medios electrónicos en sus relaciones con las


Administraciones Públicas.

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c) A utilizar las lenguas oficiales en el territorio de su Comunidad Autónoma, de acuerdo


con lo previsto en esta Ley y en el resto del ordenamiento jurídico.

d) Al acceso a la información pública, archivos y registros, de acuerdo con lo previsto en la


Ley 19/2013, de 9 de diciembre, de transparencia, acceso a la información pública y buen
gobierno y el resto del Ordenamiento Jurídico.

e) A ser tratados con respeto y deferencia por las autoridades y empleados públicos, que
habrán de facilitarles el ejercicio de sus derechos y el cumplimiento de sus obligaciones.

f) A exigir las responsabilidades de las Administraciones Públicas y autoridades, cuando así


corresponda legalmente.

g) A la obtención y utilización de los medios de identificación y firma electrónica


contemplados en esta Ley.

h) A la protección de datos de carácter personal, y en particular a la seguridad y


confidencialidad de los datos que figuren en los ficheros, sistemas y aplicaciones de las
Administraciones Públicas.

i) Cualesquiera otros que les reconozcan la Constitución y las leyes”.

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