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Grupo 4
Prof. Pilar Juana García Saura
TEMA 3
A diferencia de lo que sucedía en la regulación franquista (el art. 1 de la LRJAE de 1957 atribuía
únicamente la personalidad jurídica única de la Administración del Estado) en la actualidad —
en coherencia con la autonomía reconocida constitucionalmente en favor de diversas entidades—
dicha proclamación se recoge en el art. 2 LPCAP extendiéndola a las demás Administraciones
Públicas territoriales (Comunidades Autónomas y Entidades Locales) y no territoriales
(Institucional y Corporativa). Así pues, aun cuando por razones docentes nos refiramos
habitualmente a la Administración Pública en un sentido unitario, lo cierto es que existe una
pluralidad de ellas, entidades que tienen reconocida su propia personalidad jurídica, es decir, se
convierten en centros autónomos de imputación de sus respectivas relaciones jurídicas y, en
consecuencia pueden ser demandadas y ejercitar acciones en sede judicial.
Así pues, una vez constatada la personalidad jurídica múltiple de las Administraciones Públicas
procede enumerar, si quiera brevemente los distintos tipos existentes.
* El poder de los entes territoriales se extiende a toda la población del territorio incluidos
los extranjeros, mientras que el de los no territoriales alcanza a determinados habitantes
que se encuentran en el ámbito territorial sobre el que extiende su competencia.
* El ente territorial se caracteriza por la universalidad de sus fines, en tanto que es nota
esencial de los entes no territoriales el de la especialidad de sus fines.
* Por razón de la universalidad de sus fines, los entes territoriales reciben del ordenamiento
los poderes y las potestades superiores (reglamentaria, expropiatoria, tributaria, capacidad
de ser titular de dominio público), que no son, en cambio y por regla general, atribuidas a
los entes no territoriales.
* Los entes territoriales tienen capacidad para determinar nuevos fines y necesidades
públicas, asumir actividades nuevas, así como de crear nuevos entes instrumentales para la
gestión de sus servicios o bien la delegación de tales servicios a favor de entes
corporativos, que ya no pueden considerarse instrumentales. Por el contrario, los entes no
territoriales son entes de naturaleza esencialmente ejecutoria, debiendo limitarse a la
gestión de los servicios que le han sido encomendados, sin poder extender o cambiar dicho
servicio o atribuirse uno nuevo. Por ello, los entes de base no territorial están afectos
necesariamente a un ente territorial, que ejerce sobre ellos una tutela.
Se debe empezar por señalar la diferencia entre entes de base fundacional y entes de base
corporativa. Los primeros, como su propio nombre indica (como las fundaciones privadas o
universitas rerum), son constituidos por un fundador —en nuestro caso una Administración
pública territorial— que les asigna un fin a perseguir, fin que es externo a la fundación o
institución, así como unos medios materiales y personales afectos a tal fin. Esta técnica es la
utilizada básicamente por las Administraciones Públicas territoriales para la creación de los entes
que integran la llamada Administración institucional.
Dentro de los entes institucionales encontramos en el ámbito estatal (art. 84.1.a LRJSP)
organismos públicos, categoría que engloba a organismos autónomos y las entidades públicas
empresariales. Los primeros son entes públicos sometidos en su actuación al Derecho
administrativo, mientras que las entidades públicas empresariales se someten en su actividad
externa al Derecho privado. No obstante, se consideran Administración Pública y quedan
sometidas al Derecho administrativo en relación a la formación de voluntad de sus órganos y en
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Otros entes públicos, respecto de los que no se especifica su especie a efectos de la LRJSP,
integran el grupo de autoridades administrativas independientes, grupo concepto complejo y no
decantado exhaustivamente en el se incluyen entes públicos “atípicos”, así como órganos de
relieve constitucional y de naturaleza consultiva. El artículo 109 de la LRJSP define las
autoridades administrativas independientes de ámbito estatal como “entidades de derecho
público que, vinculadas a la Administración General del Estado y con personalidad jurídica
propia, tienen atribuidas funciones de regulación o supervisión de carácter externo sobre
sectores económicos o actividades determinadas, por requerir su desempeño de independencia
funcional o una especial autonomía respecto de la Administración General del Estado, lo que
deberá determinarse en una norma con rango de Ley.
2. Las autoridades administrativas independientes actuarán, en el desarrollo de su actividad y
para el cumplimiento de sus fines, con independencia de cualquier interés empresarial o
comercial”.
Asimismo, dentro del sector público institucional, encontramos las llamadas fundaciones
públicas (arts. 128 y ss. LRJSP). Las fundaciones del sector público estatal se rigen por lo
previsto en la LRJSP, por la Ley 50/2002, de 26 de diciembre, de Fundaciones, la legislación
autonómica que resulte aplicable, y por el ordenamiento jurídico privado, salvo en las materias
en que le sea de aplicación la normativa presupuestaria.
Al margen de la Administración institucional se encuentran las sociedades mercantiles estatales
(arts. 111 y ss. LRJSP), que no son Administración Pública, aunque sí integran lo que se
denomina el sector público. Se entiende por sociedad mercantil estatal aquella sociedad
mercantil sobre la que se ejerce control estatal:
a) Bien porque la participación directa, en su capital social de la Administración General
del Estado o alguna de las entidades que, conforme a lo dispuesto en el artículo 84, integran el
sector público institucional estatal, incluidas las sociedades mercantiles estatales, sea superior al
50 por 100. Para la determinación de este porcentaje, se sumarán las participaciones
correspondientes a la Administración General del Estado y a todas las entidades integradas en el
sector público institucional estatal, en el caso de que en el capital social participen varias de
ellas.
b) Bien porque la sociedad mercantil se encuentre en el supuesto previsto en el artículo 4
de la Ley 24/1988, de 28 de julio, del Mercado de Valores respecto de la Administración General
del Estado o de sus organismos públicos vinculados o dependientes.
Dentro de los entes públicos de naturaleza corporativa hay que destacar las llamadas
corporaciones sectoriales de base privada o más comúnmente conocidas como corporaciones de
Derecho público. Se trata de entes públicos asociativos, es decir, de agrupaciones privadas,
creados por el Estado y dotados de personalidad jurídica, a los que se les atribuye la gestión de
ciertos fines públicos, que conviven con los de la defensa de los intereses privados de sus
miembros. Los más relevantes son los Colegios Profesionales, las Cámaras de Comercio,
Industria y Navegación, las Cámaras Agrarias, las Cofradías de Pescadores.
1.2.- Capacidad jurídica de Derecho público y de Derecho privado de los entes Públicos
Es cierto que, en la actualidad, como antes, las Administraciones Públicas, están sujetas a la
Justicia administrativa y también a los Tribunales civiles y laborales. Pero ello ya no es
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expresión de que una parte del poder queda personificado y responde —tribunales ordinarios— y
otra parte está exenta de control o se somete a un complejo jurisdiccional en el que la
Administración Pública es juez y parte —Jurisdicción administrativa retenida—, sino al hecho de
que las Administraciones Públicas, gozando cada una de personalidad jurídica única, tienen una
doble capacidad jurídica: de Derecho administrativo y de Derecho privado. La existencia de
dos —o más— jurisdicciones, en función de la capacidad con que actúe la AP, se justifica en la
actualidad no en razones de exención o limitación de control, sino en exigencias de
especialización de la actividad jurisdiccional, debidas a la elevada complejidad técnica de los
principios y normas del Derecho administrativo.
b) Desde otra perspectiva, se ha destacado que el hecho que determina la aplicación del
Derecho administrativo en detrimento del Derecho privado es la circunstancia de que la actividad
desplegada por la Administración Pública se halle directa e inmediatamente vinculada a una
finalidad de interés público. Ciertamente este criterio tampoco es muy claro, aunque ciertos
autores han tratado de justificarlo (GARCÍA DE ENTERRÍA y FERNÁNDEZ RODRÍGUEZ).
En este sentido, se afirma que la Administración Pública actúa en tal modo cuando realiza una
función típica, esto es, una actividad propiamente administrativa, identificada en nuestro
ordenamiento con la expresión “obras y servicios públicos”—entendida la expresión en sentido
amplio, como cualquier actividad que los particulares no puedan realizar en cuanto tales— y que
constituye lo que dichos autores han denominado giro o tráfico administrativo.
Ahora bien, cuando la Administración Pública actúa con sometimiento al Derecho privado
persigue igualmente fines de interés público —no es conforme a derecho que la Administración
Pública persiga fines distintos de los públicos (art. 103.1 CE)—, aunque, si se quiere, con una
inmediatez menor que en el caso de aplicación del Derecho administrativo. Precisamente, este
criterio plantea un debate de gran actualidad, la denominada huida del Derecho administrativo,
que supone en última instancia el recurso al Derecho privado para llevar a cabo determinadas
actividades que incluso pueden requerir el ejercicio de potestades administrativas clásicas.
Por ello, cuando la Administración Pública actúa con sometimiento al Derecho privado, la
actividad así desplegada queda sometida en ciertos de sus elementos a normas administrativas de
ius cogens. Así, cuando la Administración Pública celebra un contrato de Derecho privado, los
actos de preparación y adjudicación son considerados actos separables, esto es, actos sometidos
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Este principio implica que la actuación de los poderes públicos ha de llevarse a cabo en todo
caso conforme a la Ley, exigencia proclamada en el art. 9.1 CE tanto para los ciudadanos en
general como para la totalidad de las instituciones públicas, es decir, no sólo para el Gobierno y
la Administración Pública. Esta garantía se concreta en el art. 9.3 CE que regula el “principio de
legalidad”.
* Sometimiento pleno a la Ley y al Derecho, es decir, a las normas escritas: CE, Ley,
tratados y demás normas internacionales, así como a sus propios reglamentos, en base al llamado
“principio de inderogabilidad singular de los reglamentos”. En base al mismo la Administración
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Pública no puede excepcionar o desconocer para casos singulares el contenido de las normas que
ella misma dicta, aunque la actuación singular provenga de una autoridad jerárquicamente
superior a la que emanó el reglamento. No obstante, la Administración también se encuentra
sometida a las normas no formalizadas, singularmente a los principios generales del Derecho no
positivados y a la costumbre.
En segundo lugar, el sometimiento pleno supone la plena juridicidad de la acción
administrativa, de manera que no existen espacios exentos en la actuación de la Administración
Pública. En consecuencia, toda su actividad es susceptible de valoración en términos
estrictamente jurídicos, lo que en ningún caso puede interpretarse como una prohibición de la
discrecionalidad, concepto que en ningún caso cabe identificar con la arbitrariedad
constitucionalmente proscrita (art. 9.3 CE).
Por su parte, PAREJO ALFONSO huye de esta distinción funcional al considerar que no se
ajusta a la moderna y democrática actividad administrativa en la medida que, por ejemplo, un
acto favorable típico como la concesión de una subvención puede considerarse también como
acto de gravamen para aquel empresario del sector que no obtiene la subvención. Y al contrario,
un acto típico de gravamen como es una sanción consistente en el cierre de un establecimiento
insalubre o peligroso también puede considerarse como un acto favorable para la comunidad
vecina). Por ello, este autor acude a la distinción entre los conceptos de primacía de la Ley y
reserva de Ley para delimitar los ámbitos de la vinculación negativa y positiva, respectivamente.
Mientras la primacía de la Ley —principio que rige en cualquier sector o materia y exista o no
sobre ella reserva de Ley— supone un límite a la acción del poder ejecutivo, la reserva de Ley
exige para la actuación administrativa un fundamento legal, esto es, una “necesidad de Ley” en
la materia sometida a la reserva. El resultado al que llegan ambos autores sobre el alcance de la
vinculación positiva y negativa es, sin embargo, ciertamente coincidente.
Como señala COSCULLUELA, la articulación técnica del principio de legalidad tiene lugar a
través de las potestades administrativas que, según el citado autor, entrañan un poder otorgado
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* La potestad tiene siempre su origen en una norma jurídica que la atribuye a su titular,
norma que no tiene que ser necesariamente un Ley, cabiendo por tanto la denominada
“autoatribución de potestades” a través de un Reglamento. Por el contrario, el derecho subjetivo
puede nacer de una norma o bien de una relación jurídica concreta.
* El derecho subjetivo se dirige a la satisfacción del titular de tal poder, por lo que su
contenido es libremente modificable por su titular y renunciable. La potestad es, por el contrario,
un poder fiduciario, esto es, se otorga al titular para la satisfacción de intereses de terceros, por lo
que es irrenunciable y su contenido inmodificable por la voluntad de su titular (art. 8 LRJSP).
Por lo que se refiere a los tipos de potestades administrativas, podemos distinguir los siguientes
criterios:
* Por su contenido: reglamentaria (arts. 97 y 153 CE); de planificación (art. 131 CE), su
ámbito más característico es el urbanismo y, en general, la ordenación del territorio, además, los
productos del ejercicio de esta potestad —los planes y, en general, los instrumentos de
ordenación— son tradicionalmente reconducidos a los reglamentos; organizatoria (art. 103.2
CE); tributaria (art. 31 CE); sancionadora (con los límites del art. 25.3 CE); expropiatoria (art.
33.3 CE); de ejecución forzosa (art. 99 LPCAP); de coacción (art. 104 CE); de investigación,
deslinde y recuperación de oficio de sus bienes; de revisión de oficio de actos y disposiciones;
«jurisdiccional», determinados órganos administrativos vienen encargados de la resolución
preliminar de conflictos entre ciudadanos y Administraciones Públicas en ciertas materias.
1) Potestades expresas, esto es, atribuidas de modo explícito en una norma, de las
implícitas o inherentes, que son aquellas que se deducen de los fines asignados por la norma a la
Administración Pública.
Sin embargo, esta distinción debe ser relativizada por cuanto no existen poderes
enteramente discrecionales sino elementos discrecionales y elementos reglados en la
configuración de las potestades. Estos límites normativos son los denominados elementos
reglados y son siempre la competencia del órgano y el procedimiento. Más allá de estas
prescripciones expresas de la norma, la Administración Pública está también vinculada en el
ejercicio de sus potestades discrecionales al fin, que es también considerado un elemento
reglado, pero cuya determinación no se encuentra siempre expresamente prevista en la norma.
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Por último, son considerados como elementos reglados de toda potestad los llamados hechos
determinantes: toda potestad se apoya en una realidad de hecho que funciona como presupuesto
fáctico de la norma a aplicar y esa realidad fáctica en sí misma no puede ser nunca valorada por
la Administración Pública, que podrá valorar algunos aspectos de esa realidad pero no su
existencia o inexistencia.
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Una vez descrito el sistema normativo y el conjunto de normas, escritas o no, que lo integran,
vamos a referirnos a los sujetos destinatarios de esas normas: la Administración Pública, como
persona jurídica integrada por un conjunto de órganos, y los destinatarios por lo general de la
acción administrativa o administrados, que entran en contacto con ella a través de la relación
jurídico-administrativa.
Como es sabido, el hombre, como ser social, se relaciona con los demás y al Derecho
corresponde la función de organizar jurídicamente la vida social, regulando esas relaciones y las
situaciones en las que las personas se encuentran, convirtiendo esa relación social en relación
jurídica y, en consecuencia, derivando para los sujetos que intervienen en ella efectos jurídicos,
esto es derechos o facultades y obligaciones. En consecuencia, en toda relación jurídica,
existen situaciones de poder (o facultad de exigir algo a otro) y de deber (u obligación de
cumplir lo que el otro exige); lógicamente según sea la rama del Derecho que regula esa relación,
estaremos en presencia de una relación laboral, civil, etc.; si la regula el Derecho administrativo,
será una relación jurídico-administrativa. La relación jurídico-administrativa es, pues, una
modalidad de relación jurídica regulada por el Ordenamiento administrativo y en la que
interviene una Administración Pública.
De ahí que, para que exista dicha relación, es preciso que al menos uno de los sujetos de la
misma sea una A.P. y esté regulada por el Derecho administrativo que, como sabemos, otorga a
ésta una posición de supremacía o privilegio con respecto a los demás en razón de los fines
públicos que persigue. Se excluyen, por tanto, de esta modalidad de relación jurídica aquéllas en
las que no interviene la A.P. o en las que, aun interviniendo, se somete a otras ramas del
Derecho (civil, mercantil, laboral), en la medida que, en estos casos, la Administración pierde
esa posición jurídica de supremacía que le otorga el ordenamiento administrativo.
En la relación jurídico-administrativa existen varios sujetos, uno activo, titular del derecho
subjetivo que la relación contiene y un sujeto pasivo, obligado a realizar la conducta o
prestación que satisfaga el derecho del otro. Lo normal es que en la relación jurídico-
administrativa los sujetos intervinientes sean la A.P. y los administrados, y que aquélla adopte la
posición de sujeto activo y el administrado la de sujeto pasivo; si bien no ocurre siempre así, ya
que, hoy, la existencia de diversas Administraciones Públicas, aboca a las llamadas relaciones
interadministrativas, entre dos o más A.P. (p.ej. entre el Estado y una entidad local), que
pueden entablar relaciones en posición de igualdad (de coordinación, de cooperación) o,
excepcionalmente, en posición de supra y subordinación (de tutela administrativa). Además, la
A.P. adopta a veces la posición de sujeto pasivo, como ocurre en las llamadas relaciones
complejas en las que se derivan derechos y obligaciones para ambos sujetos intervinientes en la
relación (p.ej. en la relación funcionarial); incluso, a veces, la A.P. adopta exclusivamente la
posición de sujeto pasivo, como ocurre en los supuestos en los está obligada a indemnizar como
consecuencia de las lesiones producidas a los administrados como consecuencia de su actuación
(art.106.2 CE y 32 y ss. LRJSP).
En términos muy simples, podemos definir el administrado como cualquier persona, física o
jurídica, que se relaciona con la Administración Pública en base al Derecho administrativo
y no al Derecho común. A este respecto, la doctrina matiza esta definición, atendiendo a la
clásica distinción, importada de la doctrina alemana, entre dos tipos de administrado, simple o
cualificado, según se encuentre éste respecto a la A.P. en una relación de sujeción general o
especial.
A diferencia del administrado simple, que se sitúa en una “relación general de sujeción”, la
figura de administrado cualificado exige una relación especial de dependencia frente a la
Administración (condición ésta que no afecta al común de ciudadanos, sino sólo a aquéllos que
entran en la órbita de esa situación especial, el preso, el estudiante, el usuario de un servicio
público), entablándose así una “relación especial de sujeción” que, con base en la Ley, puede
originarse por un acto o un contrato administrativo (concesión de servicio público), o
directamente de la ley en supuestos concretos (deber de denuncia que impone la L. Enj.
Criminal).
Como hemos dicho, el administrado puede ser sujeto pasivo de la acción administrativa y
disfrutar de situaciones activas frente a la A.P. poseyendo capacidad jurídica de Derecho
público (aptitud para ser sujeto de derechos y obligaciones jurídico-administrativas) y de obrar
(aptitud para hacerlos efectivos). En el Derecho administrativo, sobre la base de la regulación
establecida en el Derecho civil, la capacidad de obrar del administrado tiene ciertas
peculiaridades, ya que se produce una ampliación de la misma al extenderse a personas que,
como los menores de edad, la tienen restringida en el ordenamiento civil (vid. al respecto el art. 3
LPCAP, así como el art. 18 LJCA, en cuanto a la capacidad procesal, y el art. 44 LGT).
Por otra parte, la normativa administrativa, por concretas razones de interés público, regula
diversas circunstancias modificativas de la capacidad de obrar del administrado, de entre las
que destacamos algunas como: la nacionalidad (para ejercer el derecho al sufragio o acceder a la
función pública); la vecindad administrativa (que limita el ejercicio de derechos políticos en
cada entidad territorial o el uso de determinados servicios, como las tarjetas de aparcamiento); la
edad (para ingresar o jubilarse en la función pública); la enfermedad (que puede impedir el
ingreso en la función pública o eximir del cumplimiento de ciertos deberes, o permitir obtener el
derecho a determinadas prestaciones); los antecedentes penales de condena y, en ocasiones, el
procesamiento penal (para ingreso y continuidad en la función pública, para contratar con la
Administración), etc.
Pero, además de capacidad jurídica y de obrar, cualquier ciudadano no puede ser parte en un
procedimiento administrativo, puesto que es necesario estar legitimado para actuar en el mismo.
En consecuencia, salvo los escasos supuestos de acción popular o pública previstos en nuestro
Derecho −que permite a cualquier ciudadano intervenir en un procedimiento o en un proceso por
ser titular de un interés simple (p ej. en materia de urbanismo, cualquier ciudadano puede recurrir
el trazado de una vía pública que viole el plan de ordenación de la ciudad o contra la
construcción de unas casas con más altura de la permitida)−, es necesario tener una determinada
cualificación personal y objetiva para intervenir en un procedimiento administrativo, cual es la
de ostentar la condición de interesado (art. 4 LPCAP), bien activa o pasivamente.
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Respecto a éstos, con independencia de que los interesados puedan promover o personarse a
iniciativa propia en los procedimientos administrativos, la A.P. está obligada a comunicar a los
titulares de derechos o intereses legítimos directos la tramitación de todo procedimiento que les
afecte y cuya identificación resulte del expediente (arts. 9 a 12 LPCAP), pasando a tener la
condición de interesados si se personan en el procedimiento.
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En relación con su contenido los derechos del administrado se clasifican en tres grandes grupos:
por una parte, los derechos de contenido patrimonial surgidos de obligaciones (derechos del
contratista con la Administración, del funcionario público respecto a sus retribuciones) o de
carácter real (surgidos como consecuencia de relaciones jurídicas que versan sobre bienes
materiales o cosas, como el derecho a la indemnización por expropiación de un terreno, o el
derecho a la explotación de una concesión minera); y, por otra, los derechos de libertad,
contenidos en la Constitución y que se encuadran en los llamados derechos fundamentales y
otros derechos constitucionales (arts. 14 a 38 CE), comprensivos de los derechos de libertad
individual (de conciencia, de residencia, de circulación, etc.), los derechos políticos, que facultan
al ciudadano a participar en los asuntos públicos (art. 23 CE) y, finalmente, los denominados
derechos socio-económicos, característicos del Estado social (arts.39 a 52 CE). Derechos
reconocidos constitucionalmente pero con diferente alcance en su grado de protección jurídica,
como veremos.
Junto a las anteriores situaciones jurídicas activas de los administrados, los denominados
intereses legítimos constituyen una situación que se produce por efecto reflejo de una norma
que, dirigida a proteger de modo inmediato el interés público, también indirectamente protege
intereses propios del administrado. Esto es, si un derecho subjetivo surge de una norma o de un
acto administrativo, directamente dirigido a proteger o crear una situación de beneficio para un
administrado, el titular de un interés legítimo será aquél que, de la aplicación de la norma
dirigida al interés general, obtendrá indirectamente una situación de ventaja o beneficio,
protegida igualmente por el ordenamiento jurídico, que le permitirá, en caso de lesión ilegal por
la Administración, reaccionar frente a ella y acudir a los Tribunales (p.ej. convocatoria de
oposiciones; existe interés general para cubrir la plaza que coincide con el interés particular de
los aspirantes a obtenerla y a que el procedimiento de selección se ajuste a la legalidad; si no es
así, cabe el recurso pertinente para restablecer la legalidad y la situación jurídica lesionada
(GARCÍA DE ENTERRÍA ha reconducido los “intereses legítimos” al concepto de derecho
subjetivo, con la denominación de derecho impugnatorio, como situación jurídica que, de
prosperar, originaría un beneficio jurídico para el actor).
Por el contrario, los simples intereses son situaciones que se presumen en todo administrado,
“interesado” en el funcionamiento debido de la A.P., pero que no permiten su intervención en un
procedimiento administrativo ni la interposición de recursos, salvo en los supuestos en los que
expresamente lo permita el ordenamiento jurídico (por ejemplo, los trámites de información
pública que permiten la participación ciudadana en el procedimiento a través de la denominada
“acción popular” a tenor de lo dispuesto en el art. 19.1.h LJCA y 19.1 LOPJ).
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Como contrapunto a las anteriores, las situaciones jurídicas que suponen una posición
desfavorable o de gravamen para el administrado son las ss.:
La sujeción, situación jurídica abstracta, de carácter genérico, que implica la sumisión del
administrado simple respecto a la A.P. y la posibilidad de soportar el ejercicio de sus
potestades. Se corresponde con la atribución de potestades a la A.P. por el ordenamiento jurídico
e implica una situación general de sujeción frente a su posible ejercicio. Se trata, en expresión
de GIANNINI, de una “situación pasiva de inercia”.
A diferencia de la sujeción —posición abstracta del administrado para soportar el ejercicio sobre
su situación jurídica de una potestad administrativa—, el deber y la obligación implican
comportamientos concretos del administrado positivos o negativos. Ahora bien, son situaciones
distintas, puesto que mientras el deber tiene carácter genérico, con origen en la Constitución o
en la Ley (el deber, impuesto constitucionalmente ex art.31, de contribuir a los gastos públicos),
la obligación constituye una aplicación del deber genérico, con origen en una relación jurídica
entre la A.P. y el administrado (acto administrativo de liquidación de un impuesto en concreto).
Conectado con estas situaciones pasivas del administrado, como consecuencia del
incumplimiento de un deber o de una obligación impuesta directamente por una norma o por un
acto administrativo, surge la responsabilidad administrativa del mismo que, con independencia
de la posible responsabilidad civil o penal, se traduce en los siguientes efectos:
-En la posibilidad de que la A.P. imponga el cumplimiento forzoso del contenido del
deber o la obligación incumplida. Como sabemos, si el destinatario de un acto administrativo no
realiza o cumpla de modo voluntario lo dispuesto en el mismo, la Administración puede utilizar
los medios de ejecución forzosa previstos en los arts. 100 y ss. LPCAP.
Al margen de los derechos reconocidos en la Constitución y las leyes, y los que derivan de
concretas relaciones jurídicas, la LPCAP ha venido a reconocer un catálogo de derechos de los
ciudadanos en sus relaciones con las A.P., aunque limitados al ámbito del procedimiento
administrativo (derechos que cabe catalogar, pues, como de procedimentales) cuya regulación,
con carácter de básica, responde a la exigencia constitucional de garantizar a los administrados
un tratamiento común ante las AAPP (art. 149.1.18 CE), y que son los ss. (art. 13 LPCAP):
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e) A ser tratados con respeto y deferencia por las autoridades y empleados públicos, que
habrán de facilitarles el ejercicio de sus derechos y el cumplimiento de sus obligaciones.
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