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La primera escena de Valeria es toda una declaración de intenciones: la protagonista,

molesta por el ruido que hacen los taxistas en huelga que se manifiestan en la calle, los
mira desde el balcón con gesto de fastidio y cierra la ventana. El plano elegido es
sintomático: la cámara enfoca a la actriz desde abajo, pero no vemos la manifestación. Solo
vemos a Valeria, situada por encima de todos esos huelguistas tan molestos que no la
dejan concentrarse. Podría parecer una simple escena desafortunada, pero lo cierto es que
la crítica a la huelga no acaba ahí. En la última escena de este primer episodio, la
protagonista va a coger un taxi para volver a casa, pero se lo piensa mejor y llama a un
Uber. Después de alabar las botellas de agua que incluyen estos coches -en un comentario
que parece casi cómico por todas bromas que se han hecho sobre esto en las redes
sociales-, el Uber es atacado por los taxistas, que zarandean el vehículo con sus ocupantes
dentro. El último plano es la cara de terror de Valeria, que ve las sombras amenazantes de
los huelguistas a través de los cristales tintados.

Este primer episodio muestra muy bien las claves ideológicas en las que se mueve la serie.
Aunque no vuelve a haber referencias tan directas a otros conflictos, los ocho capítulos que
conforman la temporada comparten una forma similar de entender la realidad social.
Vendida como un relato generacional de los milenial -sí, otro más-, la serie no podía eludir
la cuestión de la precariedad, que es seguramente el elemento más distintivo de esta
generación. Este término ya es de por sí complejo. Es frecuente que se utilice como un
eufemismo para ocultar lo que no es otra cosa que pobreza, para seguir alimentando el
andamiaje aspiracional en el que se apoya el sistema: la precariedad es transitoria, algo por
lo que atraviesas hasta que consigues un puesto de trabajo de verdad. La pobreza, en
cambio, nos hace pensar en gente fea y mal vestida, en barrios de infraviviendas, en
descampados llenos de neumáticos. Podemos admitir que somos precarios, pero no nos
gusta pensar que somos pobres. Capitalismo emocional hasta los tuétanos, valores
inculcados desde pequeños por el cine y la televisión, por padres que nos dijeron que
nosotros lo íbamos a conseguir, que necesitaban creer que había algo mejor al otro lado de
la esquina para poder seguir soportando el ciclo de trabajo y consumo.

Sin embargo, la precariedad tiene también algunas connotaciones diferentes a la pobreza,


relacionadas con la inestabilidad, la incertidumbre y la ruptura de los vínculos sociales. Es
una forma concreta de ser pobre, propia de este momento histórico. En las generaciones
anteriores podías ser pobre y tener una red de familiares y amigos estable a lo largo de tu
vida. Ahora, ser precario implica no tener dinero, pero además dar tumbos de un piso
compartido a otro y de una relación a otra, con el sufrimiento psíquico que eso conlleva. No
obstante, nada de esto aparece en la serie. Sabemos que la protagonista no tiene dinero
porque una de las escenas nos enseña un extracto de su cuenta bancaria, pero eso no
impide que viva en un piso de unos doscientos metros cuadrados y decorado a la última
moda en pleno centro de Madrid, a pesar de estar en paro y de que su pareja tiene un
trabajo de unas pocas horas. Valeria acaba aceptando a regañadientes un empleo de
vigilante de sala en un museo, pero es solo temporal. Ella en realidad es una escritora que
va a publicar su primera novela. Está a punto de triunfar. Su falta de dinero es transitoria.
Valeria es Bill Gates en su garaje, no el huelguista que protesta. La serie no es un relato
generacional, sino aspiracional. No dice cómo es la generación milenial, sino cómo debería
ser, a qué debería aspirar. Y si no consigues triunfar será, por su puesto, tu culpa.
Si en el personaje de Valeria la precariedad es solo algo pasajero, en el resto ni siquiera
existe. Sus tres amigas tienen trabajos estables y bien remunerados relacionados con lo
que han estudiado: una es abogada, la otra intérprete y la otra publicista. Si tenemos en
cuenta que, según el Servicio Público de Empleo, el año pasado la tasa de temporalidad de
las personas de entre 16 y 30 años era del 92,5%, resulta bastante llamativo. Con la
vivienda tampoco parecen tener mucho problema: una alquila un apartamento a la última sin
necesidad de compartir y la otra vive sola en otro piso gigantesco en el centro de Madrid. Es
cierto que esta última alquila habitaciones a turistas, pero cuando se cansa deja de hacerlo
sin que eso suponga un quebradero de cabeza. La tercera vive con sus padres, lo que
podría acercarse más a la realidad de la precariedad -según el Eurostat, el 43,8% de las
personas entre 24 y 35 años en España viven con sus padres-, pero el guion se encarga de
aclarar que en realidad solo es porque teme enfrentarse con ellos y confesarles que es
lesbiana y que no quiere trabajar en su bufete. En este personaje hay además un
tratamiento curioso de la periferia: se queja de que vive muy lejos del centro y tarda mucho
en llegar en transporte público, pero descubrimos que en realidad vive en un chalet en
Boadilla, que no puede considerarse periferia en un sentido sociológico. De nuevo es una
periferia cosmética y transitoria, como la pobreza de Valeria, muy alejada de la realidad
social de los barrios periféricos y de las ciudades dormitorio que rodean Madrid.

Además de la precariedad, la otra cuestión importante que aborda la serie es el feminismo.


Las cuatro amigas sobre las que gira la trama son mujeres independientes
económicamente, con carreras profesionales consolidadas, liberadas sexualmente y que
tienen en otras mujeres su grupo de referencia y no en los hombres que las rodean. Sin
embargo, aquí también chirría el guion. El personaje más liberado sexualmente resulta ser
la amante de un hombre casado que controla totalmente la relación; la protagonista tiene un
matrimonio convencional que, si nos atenemos a la edad a la que se casaron y la forma en
que se relacionan, parece más bien propio de una o dos generaciones anteriores; y el
personaje no heterosexual reproduce los tópicos de promiscuidad que se asocian
tradicionalmente con la homosexualidad. Para ser una serie feminista, el guion en realidad
es mucho más benevolente con los personajes masculinos que con los femeninos: con la
excepción del amante casado, ellos son los empáticos, los que se esfuerzan por mantener
los vínculos y los que comunican sus sentimientos. El marido de la protagonista es el que
intenta que la relación no se rompa y el chico que le gusta respeta sus decisiones y sus
tiempos, mientras Valeria miente, se niega a hablar y piensa únicamente en ella.

La promoción de la serie la ha comparado con Girls y Sexo en Nueva York, y en realidad es


bastante acertado: como en Sexo en Nueva York, la libertad de las mujeres es solo libertad
para comprar ropa cara sin que tu marido te tenga que dar el dinero, y como Girls, vende un
supuesto retrato generacional que en realidad solo representa a una minoría social muy
concreta y que funciona como relato aspiracional. Las tres series se parecen porque las tres
son insufriblemente pijas y blancas, y porque las tres pretenden hacer pasar por universales
la experiencia de las clases medias y altas. Por supuesto, las series no tienen por qué ser
representativas de toda la sociedad, pero no pueden presentar como sujeto a un único
grupo social mientras los demás son invariablemente el otro, los que estamos ahí solo para
cuidar de su madre anciana, servirles la comida o atenderles en el supermercado. El otro
exótico, del que disfrazarse, como hacen Valeria y sus amigas cuando organizan una fiesta
temática de trap. El relato generacional no es único y no es suyo, también pertenece a las
chavalas que viven de verdad en la periferia, a las que han nacido en España pero no
tienen derecho a la nacionalidad, a las que necesitan dos trabajos para pagar una
habitación en un piso compartido, a las que se implican en los conflictos y los problemas
laborales de sus vecinos y no miran las manifestaciones desde el balcón. Ojalá Valeria, en
vez de a Girls y a Sexo en Nueva York, se pareciera más a Mai neva a Ciutat y hablase de
quedarte en paro y volver a casa de tus padres a los treinta. Ojalá no tener que escuchar
que esas series hablan de nosotras cuando en realidad solo contribuyen a que no seamos
nosotras, a que no haya un nosotras.

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