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Gustavo Roldán

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MIL
CUENTOS DE LAS

Y UNA NOCHES
MIL
CUENTOS DE LAS

Y UNA NOCHES
Dirección literaria: Cecilia Repetti
Edición: Cecilia Repetti y Mariela Schorr
Jefa de Procesos Editoriales: Vanesa Chulak
Jefa de Diseño: Noemí Binda
Diagramación: Elisabet Lunazzi
Responsable de Corrección: Patricia Motto Rouco
Gerente de Producción: Gustavo Becker
Responsable de Preimpresión: Sandra Reina
Ilustraciones: Cynthia Orensztajn
Primera edición: enero de 2016
ISBN 978-987-731-262-1
Hecho el depósito que establece la ley 11.723
Impreso en la Argentina / Printed in Argentina

© del texto: Gustavo Roldán, 1997


© del texto en SM: Herederos de Gustavo Roldán, 2016
© de las ilustraciones: Cynthia Orensztajn, 2016
© Ediciones SM, 2016
Av. Callao 410, 2° piso
C1022AAR Ciudad de Buenos Aires

Roldán, Gustavo
Cuentos de Las mil y una noches / Gustavo Roldán; dirigido por
Cecilia Repetti; editado por Mariela Schorr. - 1a ed. ilustrada. -
Ciudad Autónoma de Buenos Aires: SM, 2016.
No está permitida la reproducción total o
parcial de este libro, ni su tratamiento in- 64 p. ; 21 x 15 cm. - (Hilo de Palabras ; 12)
formático, ni la transmisión de ninguna for- ISBN 978-987-731-262-1
ma o por cualquier otro medio, ya sea elec-
1. Literatura Clásica Universal. I. Repetti, Cecilia, dir. II. Schorr,
trónico, mecánico, por fotocopia, por registro
4 u otros métodos, sin el permiso previo y por
Mariela, ed. III. Título.
escrito de los titulares del copyright. CDD 892.7
Gustavo Roldán

MIL
CUENTOS DE LAS

Y UNA NOCHES
UN LARGO RECORRIDO
DE MIL NOCHES
PRÓLOGO

Es difícil imaginar que los cuentos que encontrarás


en este libro tienen miles de años. Rodaron por el Antiguo
Oriente de boca en boca y también en papiros o en tablillas
de arcilla, hasta que convergieron en la gran colección que
conocemos como Las mil y una noches. Los más antiguos
procedían de la India, luego se agregaron relatos persas y,
desde el siglo XII, los de tradición egipcia, que le dan ese
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singular tono árabe que los caracteriza. A comienzos del
siglo XVIII, el francés Antoine Galland descubrió estos cuen-
tos, los tradujo del árabe y maravilló a la corte de Luis XIV, el
Rey Sol. Esa fue la primera versión conocida en Occidente.
En esta fabulosa creación colectiva las palabras dichas
y los cuentos fluyen desde una historia principal, la de
Scherezada y el rey Shahriyar: este rey fue engañado por
su esposa, por lo que, furioso, decidió matar a las siguientes
tras la noche de bodas sembrando el terror en su reino. Ante
eso, la bella Scherezada urdió un plan: se entregó al rey y
cada noche lo cautivaba con un cuento o un poema, pero
cuando llegaba el amanecer lo interrumpía con la promesa
de continuar en la noche sucesiva, que el rey esperaba con
ansia. Así pasaron los días y los años. El rey ya se había
enamorado de ella. Scherezada salvó su vida y la de otras
mujeres que seguramente hubieran sido asesinadas. Por la
virtud de las palabras dichas, de las palabras narradas.
En Las mil y una noches hay sabiduría, costumbres y
creencias de remotos pueblos; pla-
ceres, misterios y tragedias; aman-
tes, ladrones, genios y magos. Los
temas de los cuentos elegidos por
Gustavo Roldán son el amor, la am-
bición de poder, el bien y el mal, la
justicia, los premios y los castigos,
y mucho más que podrás descubrir
cuando disfrutes su lectura.

Lucía Robledo

Scherezada ilustrada
por Edmund Dulac
(1882-1953).
¿QUE CÓMO
TÍTULO
COMENZÓ...?
DOS LÍNEAS
PRÓLOGO

Todo comienza con un rey que ha sido engañado por su


esposa y entonces decide tomar cada noche a una esposa
nueva y hacerla matar al día siguiente. La inútil crueldad ate-
rroriza al país, hasta que Scherezada, una hermosa y decidi-
da joven, se propone terminar con los problemas del reino.
En su noche de bodas comienza un cuento maravilloso
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que queda cortado al amanecer por las obligaciones del rey.
Intrigado por conocer el fin de la aventura, perdona por un
día más la vida de la joven. Pero a la noche siguiente se repi-
te la historia, como una novela por entregas, y el rey poster-
ga una vez más el sacrificio.
Otra noche y otra más. Esa historia sin fin es cada vez
más atrapante y el rey se ve cada vez más interesado en
oír esos cuentos que siempre son cortados en momentos
culminantes de la trama. Pasan los meses y los meses.
Scherezada nunca termina una historia. Cuando el rey com-
prende lo que está pasando ya tiene tres hijos que nacieron
en las mil noches y una noche sin que se diera cuenta del
paso del tiempo.
Si para muestra basta un botón, aquí los iniciamos en la
tentación de leer todas las mil y una noches.

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HISTORIA DEL QUINTO
HERMANO DEL
BARBERO

Mi quinto hermano nunca quiso trabajar. Prefería mendi-


gar por las noches y alimentarse con lo que podía conseguir
—comenzó contando el barbero del califa—. Igual que los
demás hermanos, al morir mi padre recibió cien dracmas de
plata, su parte de la herencia.
Estuvo dando vueltas mucho tiempo, sin saber qué hacer
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con ese dinero, hasta que por fin decidió invertirlo en vasos,
jarras y otros objetos de vidrio. Puso toda su mercadería en
una canasta, alquiló una pequeña tienda y allí se sentó, de
espaldas a la pared, con la canasta adelante, a esperar la lle-
gada de los compradores.
Mientras esperaba, mirando su canasta, comenzó a pen-
sar en voz alta.
—En esta canasta está todo lo que poseo en el mundo.
Cuando lo venda duplicaré mi dinero, y volveré a usarlo para
comprar mercadería. Los cien dracmas se harán doscientos,
los doscientos cuatrocientos. Pronto tendré cuatro mil mo-
nedas de plata. De cuatro mil llegaré rápidamente a ocho mil,
y cuando llegue a diez mil me haré joyero. Negociaré con per-
las y diamantes y ganaré todo el dinero que quiera. Enton-
ces compraré una hermosa casa, muchos caballos y escla-
vos, traeré a los músicos y a las bailarinas de la ciudad para
que todos sepan quién soy. Pero no pararé hasta juntar cien
mil dracmas. Entonces me sentiré como un príncipe y pediré
la mano de la hija del gran visir, prometiendo entregarle mil
monedas de oro la noche de mi casamiento. Si cometiese la
torpeza de negarme la mano de su hija, cosa que es imposi-
ble, iría a robársela en sus propias barbas. En cuanto esté
casado con la hija del gran visir le compraré diez eunucos
negros, los más jóvenes y gallardos.
”Yo siempre vestiré como un príncipe, y montado en
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un hermoso caballo con silla de oro adornado con perlas y
diamantes, me pasearé por la ciudad acompañado por mu-
chísimos esclavos que irán delante y detrás de mí. Así que
me presentaré en el palacio del visir, que me recibirá como
yerno, cediéndome su asiento y sentándose él en un lugar
inferior.
”Cuando esto suceda, dos de mis sirvientes, llevando
cada uno una bolsa de mil monedas de oro, se adelantarán.
Yo tomaré una y le diré al visir:
—Aquí están las mil monedas de oro que prometiera para
la noche de mi casamiento —tomando la otra diré—: esta es
para demostrar que siempre doy más de lo que prometo.
”Toda la ciudad hablará de mi generosidad. Después vol-
veré a mi casa y me sentaré en un puesto de honor. Mi mujer,
que será hermosa como la luna llena, permanecerá de pie,
yo no le prestaré ninguna atención, como si ahí no hubiese
nadie. Las damas de honor que estarán al lado de ella me
dirán.
—Amo y señor, su hermosa esposa espera su mirada y
sus caricias, ¿por qué no la mira? ¿Por qué no le permite
sentarse?
”No les contestaré ninguna palabra. Ellas se arrojarán a
mis pies suplicándome, pero apenas si les echaré una mira-
da distraída, sin tomarlas en cuenta. Así, desde el primer día
de mi matrimonio, le mostraré cómo pienso tratarla el resto
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de su vida. Entonces tomaré una bolsa con quinientas mo-
nedas de oro y la regalaré a las doncellas para que se retiren
y me dejen solo con mi esposa. Después de que mi mujer se
acueste, me acostaré yo, dándole la espalda, y pasaré toda
la noche sin decirle una sola palabra.
”Al día siguiente ella se quejará ante su madre y mi cora-
zón rebosará de placer. Su madre vendrá a verme y besán-
dome la mano me dirá:
—Señor, le pido de rodillas que mire a mi hija, ella lo ama
con toda su alma.
”Yo no la miraré ni diré ninguna palabra. Entonces la ma-
dre se arrojará a mis pies y besándolos dirá:
—Señor, concédale la gracia de hablarle.
”Pero yo seguiré sin inmutarme. Ella tomará una copa de
vino y poniéndola en la mano de su hija le dirá:
—No rehusará esta copa de una mano tan bella.
”Mi mujer llegará con la copa y me hablará, bañada en lá-
grimas, rogándome que la reciba. Entonces yo, cansado de
sus ruegos, le echaré una mirada terrible y le daré una tre-
menda bofetada y le daré una patada con tanta fuerza que
irá a parar a la otra punta del sofá.
Tan entusiasmado estaba mi hermano en sus sueños de
poder que, imaginando que era su esposa, le dio una tremen-
da patada a la canasta llena de copas de vidrio, haciéndo-
las mil pedazos y volviendo a quedar tan pobre y miserable
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como era al principio de la historia.
HISTORIA DEL
MERCADER DE
BAGDAD

Un mercader de Bagdad, llamado Alí, soñó durante tres


noches seguidas que se le aparecía un anciano que le ob-
jetaba no haber hecho todavía su peregrinación a La Meca.
El sueño lo trastornó hasta tal punto que decidió cumplir
de inmediato con su peregrinación. Vendió sus muebles, la
mercadería de su tienda y se dispuso a salir con la primera
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caravana que partiera hacia la ciudad santa.
De sus ventas le quedaron mil monedas de oro. Las guar-
dó en una vasija, la llenó con aceitunas cubriendo las mone-
das y la tapó perfectamente.
—Amigo —le dijo a un mercader compañero suyo—, quie-
ro dejar a tu cuidado estas aceitunas hasta mi regreso.
—A tu regreso las encontrarás tal como las dejaste —dijo
su compañero.
Y Alí partió con la caravana, con un camello cargado con
géneros para comerciar.
Después de cumplir con los deberes religiosos de los
peregrinos, mostró sus telas, pero le aconsejaron que las
vendiese en El Cairo, donde serían mejor apreciadas. Agrade-
ciendo los buenos consejos, sin perder tiempo, se incorporó
a una caravana y continuó viaje.
Hizo buenos negocios, vendió y compró mercaderías, via-
jó a Jerusalén, a Damasco, y a la mayor parte de las grandes
ciudades de la India, comerciando y conociendo hermosos y
diferentes lugares.
Después de siete años decidió regresar a Bagdad.
El mercader al que había dejado la vasija de aceitunas ya
no se acordaba siquiera del viajero, y una noche, mientras
estaban cenando, su mujer quiso comer aceitunas. Enton-
ces se acordó del tarro que guardara y fue a buscar algunas
aceitunas para complacer a su esposa, pero al abrirlo se en-
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contró con que las aceitunas estaban podridas.
Volcó la vasija para ver si las del fondo estaban en mejor
estado, y al hacerlo cayeron las monedas de oro. Con codi-
cia, al descubrir ese tesoro, acomodó las cosas como esta-
ban y volvió a avisarle a su mujer que las aceitunas no ser-
vían, pero sin decirle nada de las monedas de oro.
Pasó la noche pensando en lo que le convenía hacer. A la
mañana siguiente escondió las monedas y compró aceitu-
nas frescas con las que llenó la vasija.
Entonces fue que regresó el viajero. Después de descan-
sar de las fatigas de sus andanzas fue a ver a su amigo para
que le devolviera la vasija de aceitunas.
—Esta es la llave del depósito —dijo el comerciante
entregándosela—, podrás encontrarla en el mismo lugar
donde la dejaste.
Alí buscó la vasija y la llevó a su casa, pero al abrirla vio
que las monedas habían desaparecido. Volvió de inmediato
a la casa de su amigo, pero este negó haber visto nunca nin-
guna moneda. Las voces fueron subiendo de tono y la gente
comenzó a pararse delante del almacén, hasta que Alí, to-
mándolo del brazo, le dijo que lo citaba ante la ley de Dios,
para ver si ante el cadí se atrevía a negar su delito.
Una vez delante del cadí, Alí lo acusó de haberle robado
mil monedas de oro. El mercader repitió que no sabía nada
de ninguna moneda y que estaba dispuesto a jurarlo. Como
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no había ningún testigo, el mercader fue absuelto.
Mientras el mercader se retiraba triunfante, Alí escribió
un memorial para ser entregado al califa. La respuesta fue
que al día siguiente debería presentarse al palacio para una
audiencia.
Según su vieja costumbre, aquella noche el califa salió
disfrazado para hacer una ronda por la ciudad. Mientras ca-
minaba escuchó ruido de voces y se acercó al patio de una
casa donde jugaba un montón de chicos.
—Vamos a jugar al cadí —escuchó decir a uno de los chi-
cos—. Yo haré de cadí y ustedes harán de Alí y del mercader
que le robó las mil monedas de oro.
Era evidente que la noticia se había propagado por la
ciudad, y el califa, acordándose del memorial que recibiera,
escuchó con atención.
El muchacho que hacía de cadí preguntó:
—¿Qué es lo que le pide a este mercader?
Contestó el otro repitiendo palabra por palabra lo que
había dicho Alí. Entonces dijo el supuesto cadí:
—Para dictar la sentencia necesito ver la vasija de las
aceitunas.
—Aquí está, señor —dijo el que jugaba a ser Alí, fingiendo
que destapaba una vasija.
El cadí hizo como que probaba una aceituna, la encontró
de su agrado, y después dijo:
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—Me parece que estas aceitunas no debían estar tan bue-
nas si estuvieron guardadas durante siete años. Que se acer-
que para comprobarlo un experto vendedor de aceitunas.
Se presentó un muchacho.
—¿Cuánto tiempo —preguntó el cadí— pueden conser-
varse en buen estado las aceitunas?
—Señor, al tercer año ya es preciso tirarlas.
—¿Cuánto tiempo hace que fueron guardadas las que
están en esta vasija?
—Muy pocos días —dijo fingiendo que las probaba.
—No puede ser —dijo el cadí—, el mercader Alí asegura
que las puso en la vasija hace siete años.
—Estas aceitunas —dijo el vendedor— son de este año, y
lo sostengo delante de todo el mundo.
El acusado quiso defenderse, pero el cadí no se lo permitió.
—Este es el ladrón —dijo—, y mando que lo ahorquen de
inmediato.
Los muchachos aplaudieron la sentencia y se arrojaron
sobre el supuesto ladrón como si fueran a castigarlo.
El califa, admirado de la inteligencia del muchacho, man-
dó a citarlo para que fuese al palacio a la mañana siguiente.
También mandó llamar al cadí para que absolviera al ladrón,
y a dos vendedores de aceitunas.
Cuando todos llegaron el califa se dirigió al muchacho:
—Escuché anoche la sentencia que diste sobre el caso y
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estoy muy conforme. Ahora quiero que estés a mi lado para
ver al verdadero mercader Alí y a su contrario.
Después de sentarlo junto a él, dijo:
—Que cada uno defienda su causa, que este muchacho y
yo haremos justicia.
Hablaron Alí y el otro mercader, cada uno explicando
su posición, y cuando el mercader quiso jurar, el muchacho
pidió que antes le presentasen las aceitunas.
Alí presentó la vasija, la destapó, y el califa probó una de
las aceitunas. Después se acercaron los peritos, las proba-
ron, y declararon que eran frescas y excelentes, aunque el
viajero asegurase haberlas guardado allí hace siete años.
El muchacho dijo:
—Señor, anoche yo condené a muerte al culpable, pero
era un juego y nada más.
Convencido el califa de la culpabilidad del mercader, man-
dó que se lo ejecutara, luego de que el reo admitió su culpa y
confesó dónde había escondido las monedas de oro.
El soberano ordenó devolver sus monedas al mercader
Alí, amonestó al cadí por su equivocada sentencia y regaló al
muchacho mil monedas de oro en prueba de admiración por
su inteligencia y sagacidad.

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HISTORIA DEL CABALLO
ENCANTADO

Las fiestas del primer día del año son siempre importan-
tes en Persia, pero los festejos de la corte de Chiraz, la capi-
tal del reino, sobresalen por su fastuosidad sin límites.
En una de aquellas festividades se presentó un hindú con
un caballo tan perfecto que tanto el rey como los cortesanos
creyeron ver a un caballo de verdad. El hindú se acercó al rey
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y dijo:
—Señor, puedo asegurarle que nunca se ha visto nada tan
maravilloso como este caballo. Montándolo, puedo viajar por
el aire a cualquier región de la Tierra por más lejana que esté.
Si su majestad lo permite, se lo demostraré de inmediato.
El rey, asombrado y curioso, quiso ver en ese mismo mo-
mento las virtudes del caballo. El hindú lo montó de un salto
y preguntó al rey adónde quería que fuese.
—Quiero que vayas hasta allá —dijo el rey, señalando un
bosque que se veía a tres leguas de distancia—, y que me
traigas como prueba una rama cortada de la gran palmera.
El hombre asintió con la cabeza, dio vuelta una clavija que
asomaba cerca de la montura y el caballo se elevó como un
relámpago dejando sin habla al rey y a los cortesanos.
Pocos minutos después vieron llegar por los aires al hin-
dú que volvía con una palma en la mano. Voló con el caballo
alrededor de la plaza, dando vueltas aclamado por la multi-
tud y luego descendió suavemente al lado del trono del rey.
El rey quiso de inmediato ser el dueño de ese caballo ma-
ravilloso.
—Voy a concederte lo que me pidas de las riquezas de mi
reino —le dijo.
—Señor —dijo el hindú—, solo cedería mi caballo a cam-
bio de la mano de la princesa, su hija.
Los cortesanos rieron ante la proposición del hindú y el
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príncipe Firuz, heredero de la corona y hermano de la prince-
sa, se enfureció por el atrevimiento de aquel hombre. Pero el
rey se mantuvo indeciso.
—La insolencia de este hombre no tiene límites —dijo el
príncipe—, no debemos escuchar ninguna otra palabra de
su boca.
—Hijo —contestó el monarca—, entiendo tus razones y
las comparto, pero si yo no consigo este caballo lo hará otro
rey, y será el dueño de esta cosa única en la Tierra. Antes de
decidir quisiera que probaras sus virtudes.
El joven montó con elegancia, y sin esperar las explicacio-
nes del manejo, dio vuelta a la clavija que había visto tocar.
El caballo partió con la velocidad de una flecha y en pocos
segundos se perdieron de vista en la distancia.
El hindú, lleno de sobresalto y atemorizado, sostuvo su
inocencia sobre lo que pudiese ocurrirle al príncipe, ya que
no le había dado tiempo para explicarle que, cuando quisiera
bajar, debía mover otra clavija puesta del lado contrario.
—Responderás con tu cabeza por la vida de mi hijo si den-
tro de tres meses no lo veo regresar a salvo —dijo el rey con
infinita ira.
Y ordenó que encerraran al hindú en la más oscura prisión.
Esa fiesta del nuevo año había acabado de una forma
aciaga para la corte de Persia.
Mientras tanto, cada vez más arriba, el príncipe Firuz
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perdió de vista la Tierra. Trastornado, dio vueltas la clavi-
ja una y otra vez sin lograr nada, hasta que descubrió la
otra clavija del lado opuesto. Entonces la movió y el caba-
llo comenzó a descender. Cuando ya era la medianoche
tocó tierra.
El príncipe miró hacia todos lados en ese desconocido lu-
gar, hasta comprender que estaba en la azotea de un mag-
nífico palacio. Bajó por una escalera de mármol hasta llegar
a una sala donde, a la luz de un farol, vio varios eunucos ne-
gros que dormían junto a sus alfanjes desenvainados, cus-
todiando una puerta.
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El príncipe, curioso, abrió muy despacio la puerta y entró


sin hacer ruido y se encontró en la habitación donde dormía
la princesa. Se acercó lentamente, y al ver la belleza de la
muchacha se sintió de inmediato enamorado.
La princesa se despertó en ese momento, sorprendida
por la presencia del joven, pero no dio muestras de terror ni
de asombro.
El príncipe, dándose a conocer, explicó la extraña situa-
ción por la que había llegado hasta allí.
—Príncipe —dijo la joven, que era la hija mayor del rey de
Bengala—, la hospitalidad y la cortesía reinan en Bengala. Mi
palacio y mi reino están a tu disposición.
Después llamó a sus esclavas para que lo llevasen a una
habitación donde pudiera comer y descansar.
Al día siguiente la princesa se vistió y adornó con las me-
jores joyas y mandó buscar al príncipe. El joven contó paso
por paso su aventura, agregando que a todos los peligros
pasados los daba por bien venidos, ya que le permitieron co-
nocerla, y ofreció su corazón y su mano a la princesa.
Después de un suntuoso banquete recorrieron los apo-
sentos y los maravillosos jardines del palacio. Pese a su
deseo de quedarse allí, el príncipe manifestó la necesidad
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de volver a su reino para contar a su padre lo que le había
sucedido y para hacer que pidiera al rey de Bengala la mano
de la princesa.
La joven estuvo en un todo de acuerdo, pero le rogó que
esperara antes de partir, y lo retuvo durante dos meses dis-
frutando de bailes, banquetes, fiestas y partidas de caza.
Al cabo de los dos meses de larga felicidad, el príncipe Fi-
ruz quiso volver a su reino, pero además le pidió a la princesa
que lo acompañara.
Hicieron los preparativos en secreto y un amanecer su-
bieron a la azotea, montaron el caballo prodigioso y partieron
como un rayo hacia Persia.
No demoraron en llegar, pero el príncipe no se dirigió al
palacio de su padre, sino que dejó a la princesa en un alcá-
zar de recreo para que lo esperara. Después se dirigió a ver
al rey.
El pueblo, al verlo llegar, lo recibió con mil muestras de
alegría, y el rey, que ya vestía de luto por el hijo al que creía
muerto, creyó enloquecer de felicidad por verlo regresar.
El príncipe contó entonces todas sus aventuras. El rey or-
denó que se preparase el casamiento con la princesa de Ben-
gala. Después mandó a que buscaran al hindú, que todavía
estaba encerrado en la cárcel.
Cuando llegó el prisionero, el soberano le dijo:
—Te había encerrado para que respondieras con tu cabeza
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por la vida de mi hijo. Ahora estás a salvo. Después de que
vayas a recuperar tu caballo no quiero verte jamás.
El hindú había escuchado que el caballo y la princesa se
encontraban en el palacio de recreo, y se apresuró a ir has-
ta allí. Cuando llegó explicó que iba a buscar el caballo para
llevar a la princesa hasta la corte, donde la esperaba el rey.
El hindú montó y la princesa subió a la grupa y se lanzaron al
espacio.
Momentos después, desde lo alto, se cruzó con el sultán
y su hijo, que marchaban a la cabeza de la comitiva que iba a
buscar a la princesa.
Imposible describir el enojo del sultán y la desesperación
del príncipe al comprender la venganza del hindú, que roba-
ba a la princesa y escapaba delante de sus ojos.
El príncipe no perdió un instante, ordenó que le consi-
guieran un traje de derviche. Así disfrazado, provisto de una
bolsa de perlas y piedras preciosas, partió sin rumbo fijo re-
suelto a buscar a su amada aunque fuese hasta el centro de
la Tierra.
Mientras tanto el hindú, después de un largo viaje, des-
cendió en un bosque próximo al reino de Cachemira en bus-
ca de alimentos. Mientras comían manzanas pasó cerca de
ellos una partida de jinetes, y la joven comenzó a gritar has-
ta que los hombres acudieron a socorrerla.
Era el sultán de Cachemira que volvía de una partida de
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caza. Escuchó con atención las palabras de la princesa que
relató su rapto y, convencido por sus lágrimas, mandó ajus-
ticiar de inmediato al hindú.
La princesa, ya más tranquila y descansada, contó al sul-
tán toda su historia, sus amores y cuando esperaba que la
enviasen a la capital de Persia, el soberano dijo que se había
prendado de su hermosura y que estaba resuelto a casarse
de inmediato con ella.
Ya en el palacio, cuando escuchó las trompetas que
anunciaban su casamiento con el sultán, la princesa cayó
desmayada.
Cuando volvió de su desmayo, desesperada por su suer-
te, fingió que había perdido la razón y prorrumpió en gritos
y ademanes de furia que mostraban a todos el triste estado
de la desdichada.
El sultán hizo todos los esfuerzos posibles y mandó lla-
mar a los médicos más célebres de la corte, pero ninguno
pudo siquiera acercarse a la princesa que amenazaba ahor-
carlos con sus manos.
El tiempo pasaba y el sultán no sabía qué hacer.
Mientras tanto el príncipe Firuz siguió recorriendo ciuda-
des y ciudades, vestido con su traje de derviche, sin encon-
trar en ninguna a su amada princesa, hasta que llegó a un
pueblo de la India donde le contaron la historia de la muerte
del hindú, la locura de la princesa y el enamoramiento del
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sultán.
Entonces se encaminó a Cachemira, se vistió de médico,
adornado su rostro con una larga barba que se había dejado
crecer durante el tiempo de caminante, y se presentó ante
el sultán diciendo poseer remedios milagrosos que harían
recuperar la razón a la princesa.
El sultán le explicó que la joven no soportaba la presencia
de médicos, pero lo llevó para que la observase a través de
una celosía.
Firuz la reconoció de inmediato, y la oyó cantar tristes
lamentos porque no volvería a ver a su amado. Viendo las lá-
grimas de la joven, el príncipe comprendió que aquella locura
era fingida. Entonces le dijo al sultán que lo más conveniente
era que hablara a solas con la joven.
Cuando el supuesto médico entró a la habitación, la prin-
cesa comenzó a los gritos e insultos, pero el príncipe dijo en
voz baja.

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—Princesa, soy el príncipe Firuz, vengo a devolverte la
dicha y la libertad.
Apenas la princesa reconoció a su amado, su rostro se
iluminó de alegría. Y le contó al príncipe todo lo que había
ocurrido y su idea de hacerse pasar por loca para evitar el
casamiento con el sultán.
—¿Dónde está el caballo encantado? —preguntó el jo-
ven.
—No sé, supongo que el sultán lo tendrá guardado en al-
gún lugar secreto.
Entonces se pusieron de acuerdo en lo que convenía ha-
cer. En primer lugar la princesa recibiría al sultán, amable-
mente, como para mostrar los avances de la curación, pero
31
sin decir una sola palabra.
El monarca se alegró muchísimo de este primer éxito del
médico y, mientras conversaban, el joven fue preguntando
los pormenores de la aparición de la princesa.
El sultán, sin comprender las verdaderas intenciones del
supuesto médico, le contó todo lo que había ocurrido, y aña-
dió que guardaba al caballo entre sus tesoros.
—Señor —dijo el príncipe—, creo que ya tengo la mane-
ra de completar la curación de la princesa. Necesito que el
caballo esté mañana en medio de la plaza, estoy seguro de
que podría demostrar claramente que la princesa de Benga-
la está sana de cuerpo y alma.
El sultán prometió todo lo que hiciera falta para curar a la
princesa.
Al día siguiente colocaron al caballo encantado en el cen-
tro de la plaza, mientras el pueblo acudía presuroso por los
anuncios de una gran fiesta.
La princesa fue llevada hasta el caballo y ayudada a mon-
tarlo, mientras el médico daba vueltas a su alrededor, pro-
nunciando extrañas palabras y encendiendo pebeteros que
despedían perfumadas nubes de humo.
De repente montó a caballo y movió la clavija de partida.
Mientras el caballo se remontaba a increíble velocidad, el jo-
ven gritó:
—Sultán de Cachemira, cuando quieras casarte con algu-
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na princesa, primero deberás conquistar su corazón.
Ante el asombro de miles de ojos que se abrían sin com-
prender lo que pasaba, desaparecieron en lo alto.
Ese mismo día después de un rapidísimo vuelo llegaron a
la ciudad de Chiraz y bajaron en la terraza del palacio del rey.
Entonces, para celebrar el feliz regreso, el monarca orde-
nó que de inmediato se celebrasen las bodas de su hijo con
la hermosa princesa.
Fueron las fiestas más hermosas que se conocieran. Los
habitantes de toda la ciudad participaron de los festines du-
rante un mes entero y los jóvenes enamorados se regocija-
ron en el transcurso de largas noches de felicidad.
HISTORIA DEL
ARTESANO HASSAN

Cuando el califa pidió al artesano Hassan que contase


cómo había adquirido su fortuna, este comenzó así:
—Señor, para que se entienda mejor mi relato debo hablar
de dos amigos que viven aquí, en Bagdad, llamados Saadí y
Saad. El primero, hombre muy rico, cree que la única felici-
dad consiste en tener grandes riquezas, mientras el segun-
33
do sostiene que solo son necesarias para lo material de la
vida y que la felicidad está en practicar el bien.
”Los dos amigos discutían cierto día sobre si un pobre
podía prosperar o no. En el calor de la discusión Saadí dijo
que estaba dispuesto a dar una cantidad de dinero de su
bolsillo a un artesano cualquiera, seguro de que igual habría
de morir tan miserable como había nacido. En ese momen-
to pasaban delante de mi tienda, donde me vieron trabajar
afanosamente y Saad dijo que ahí estaba la oportunidad de
comprobar su teoría.
”Averiguaron quién era yo, supieron que mantenía a mi
mujer y a mis cinco hijos, y supieron de las fatigas de una
tarea que apenas me permitía subsistir. El generoso Saadí
sacó una bolsa con doscientas monedas de oro y me dio el
dinero para que montase un mejor negocio y pudiera enri-
quecerme con mi oficio.
”Mi primer pensamiento fue poner el dinero en un lugar
seguro. Lo guardé entre los pliegues de mi turbante, des-
pués de separar diez monedas para comprar materiales de
trabajo y una buena cena para regalar a mi mujer y a mis
hijos. Al regresar a mi casa traía un pedazo de carne en la
mano, cuando un halcón hambriento se abalanzó tratando
de quitarme la comida. Yo quise defenderla y en los movi-
mientos se me cayó el turbante al suelo. El halcón se arrojó
sobre él y voló llevándoselo. Yo llegué a mi casa con toda la
34
tristeza por la tremenda desgracia.
”Pero lo que me causaba mayor desconsuelo era que mi
benefactor no creería nada de esta historia, como no me cre-
yeron mis vecinos.
”Seis meses después volvieron a pasar los dos amigos
por mi casa y se acercaron a preguntar las novedades.
Les conté la pura verdad, jurando que no mentía una sola
palabra.
”Saadí no me creyó, diciendo que seguramente había
gastado el dinero en diversiones y que los halcones nunca
roban turbantes.
”Saad me defendió hasta convencer a su amigo de que yo
podía decir la verdad. Saadí, finalmente convencido, me dio
doscientas monedas de oro recomendándome que las guar-
dara en sitio seguro. Sin esperar que les diera las gracias, los
dos amigos se alejaron.
”Yo entré a mi casa, separé diez monedas y guardé las
restantes, envueltas en un trapo en el fondo de una vasija
de salvado que estaba en un rincón. Con las diez monedas
fui a comprar un poco de cáñamo que necesitaba para tra-
bajar. Mientras estaba ausente pasó un vendedor de tierra
para las macetas de flores. Mi mujer quiso comprarle, pero
como no tenía dinero le propuso cambiar la tierra por la vasi-
ja de salvado. Y el vendedor se llevó la vasija con mis ciento
noventa monedas de oro.
35
”Cuando regresé y no encontré la vasija, mi esposa me
contó la compra que había hecho. No hace falta decir la tris-
teza y desesperación que nos invadió a los dos. Después, el
tiempo fue mitigando nuestra pena y yo volví a mi trabajo,
tratando de no recordar las dos desgracias sufridas en tan
corto tiempo.
”Pero de tiempo en tiempo me asaltaba el temor de ver
entrar a los dos amigos a preguntar cómo había ido mi ne-
gocio.
”Un año después entraron a la tienda y me sorprendieron
trabajando. Si los hubiera visto venir me habría escondido,
de tanta vergüenza que me daba lo que había pasado.
”Les conté mi segundo infortunio, confuso y con la cabeza
baja, sin atreverme a mirarlos a los ojos.
—No siento la pérdida de las cuatrocientas monedas de
oro —dijo Saadí—, eso no me importa; lo que lamento es ha-
bérselas dado al hombre equivocado.
—Pero podemos hacer otra prueba —dijo Saad.
”Y me dio un pedazo de plomo que acababa de recoger de
la calle diciéndome que lo guardara. Para no desairarlo, pero
sin entender, guardé el trozo de plomo en mi chaqueta. Los
dos amigos se despidieron y yo seguí con mi trabajo.
”Esa misma noche un pescador, vecino mío, vio que le
faltaba un pedazo de plomo para sus redes y no podía com-
prarlo porque todas las tiendas estaban ya cerradas. Debía
36
salir a pescar antes del amanecer, y su esposa fue casa por
casa buscando un pedazo de plomo. Cuando yo le entregué
el trozo que tenía, la alegría de la mujer fue tan grande que
prometió que sería para mí todo el pescado que su marido
sacase en la primera redada.
”Antes del amanecer el pescador se marchó. Tiró sus re-
des y sacó un solo pez, pero de un tamaño tan grande como
jamás había visto.
”Al regresar lo primero que hizo fue ir a mi casa a llevarme el
hermoso pescado. Mi esposa comenzó a prepararlo y, cuan-
do lo cortó, encontró en sus entrañas un enorme diamante.
Pensando que era un trozo de vidrio se lo dio a nuestros hijos
TÍTULO
dos líneas
PRÓLOGO

37
para que jugasen. Ellos no se cansaban de admirar las luces
y los colores de esa piedra brillante. A oscuras, metidos en
su habitación, jugaban con las luces que desprendía. Metían
tanto alboroto que fui a ver las causas del ruido, quedando
sorprendido y admirado por el brillo de ese vidrio.
”Al lado de mi casa vivía un rico joyero, él y su esposa tam-
bién escucharon el barullo de los chicos. Al otro día la mujer
fue a mi casa a preguntar la causa de aquellos gritos, y mi
esposa la hizo pasar para mostrarle el nuevo juguete de los
chicos.
”La mujer del joyero, que entendía de piedras preciosas
como su marido, vio el inmenso valor del diamante, y de in-
mediato quiso comprarlo por algunas monedas.
38
—Yo tengo un pedazo de vidrio parecido —dijo—, me gus-
taría tenerlo para que hicieran juego.
”Los chicos comenzaron a dar grandes gritos porque les
quitarían su juguete favorito, así que su madre, para tranqui-
lizarlos, les aseguró que nadie pensaba venderlo.
”La mujer del joyero se fue, después de decirle a mi es-
posa en voz baja que si alguna vez pensaba en vender ese
vidrio primero hablase con ella.
”Cuando le contó a su marido la clase de diamante que
era, él la mandó a que siguiera negociando hasta convencer-
nos. La mujer primero nos ofreció veinte monedas de oro,
después cincuenta.
—Es poco —dije yo—. No lo daría por menos de cien mil
monedas de oro.
”A la noche el joyero vino a mi casa y al ver la piedra y las
luces que despedía no pudo ocultar su asombro y me ofreció
setenta mil monedas de oro. Yo me empeciné en no recibir
menos de cien mil. Finalmente el joyero, después de mucho
regatear, aceptó pagarme lo que le pedía por miedo a que se
lo mostrara a otros de sus colegas.
”Cuando me vi con esa cantidad de dinero no sabía qué
hacer. Mi mujer quiso que le comprase ricos trajes y una
casa hermosa, yo le prometí que lo haría, pero más ade-
lante. Alquilé grandes almacenes y contraté a muchos em-
pleados, pagándoles muy bien, como para montar una gran
39
industria.
”Recién después hice construir una casa para mi familia.
”Cierto día Saad y Saadí fueron a visitarme a mi antigua
morada, los vecinos les contaron del cambio de mi fortuna y
les dieron mi nuevo domicilio.
”Apenas los vi llegar corrí a abrazarlos. Los invité a pasar
y les conté la historia del plomo, el pescado y el diamante.
Ambos se alegraron de mi suerte, pero Saadí no quedó con-
vencido, como no lo estaba con la historia del turbante y de
la vasija de salvado.
”Después les rogué que se quedasen a cenar y a dormir en
mi casa, y que al día siguiente fuésemos a visitar una casa
de campo que yo había comprado en las afueras de la ciu-
dad. Al otro día, muy temprano, nos dirigimos hacia allá.
”Los dos amigos se sorprendieron ante el aspecto de mi
casa, situada en un hermoso paraje. Recorrimos los jardines
y se entusiasmaron con un bosque de naranjos y limoneros
que llenaban el aire de una exquisita fragancia.
”Dos de mis hijos, que andaban entre los árboles en bus-
ca de nidos de pájaros, encontraron en una rama de un árbol
altísimo un nido que estaba hecho en un turbante. Llenos
de asombro, me lo trajeron, y cuál no sería mi admiración al
descubrir que el turbante era el mismo que me había robado
el halcón hacía muchísimo tiempo.
”Apenas lo tomé en mis manos descubrí por el peso que
41
allí estaban las ciento noventa monedas de oro que me ha-
bía dado Saadí. Cuando saqué la bolsa este la reconoció de
inmediato.
”Saadí admitió que yo no había mentido cuando les con-
té el robo de mi turbante, pero aún dudaba de la historia
del cántaro de salvado, pese a las opiniones de Saad en
mi defensa.
”Después de un hermoso día de campo regresamos a ca-
ballo a la ciudad, entrando a Bagdad bajo la luz de la luna.
Por una casualidad no había cebada para dar de comer a
los caballos, y los almacenes ya estaban cerrados, pero un
sirviente compró en una tienda de la vecindad una pequeña
vasija llena de salvado y fue a alimentar a los animales.
Cuando la volcó encontró un trapo atado que me entregó. Lo
abrí, y contenía ciento noventa monedas de oro.
—Señores —dije con alegría a Saad y a Saadí—, Alá no
quiere que nos separemos hoy sin que quede demostrada
mi honradez. Amigo Saadí, estas son las monedas que me
diera la segunda vez, y esta es la tinaja que mi mujer cambió
por ese poco de tierra que necesitaba para sus flores.
”Esta vez sí Saadí quedó convencido, no solo de mi ino-
cencia, sino también de que el dinero no siempre es el medio
más seguro para enriquecerse. Al otro día, con el acuerdo de
Saadí, las trescientas ochenta monedas fueron entregadas
a los pobres.
42
”Entre las cosas más preciadas, yo conservo la amistad
de estos dos generosos señores, a los que debo el origen de
mi fortuna.
HISTORIA
DEL JOROBADITO

En los confines de la Gran Tartaria vivía un honrado sas-


tre con su esposa. Y los dos eran felices. Cierto día se pre-
sentó en la puerta de la tienda un jorobadito cantando bellas
canciones con un tamboril. Tanto se entusiasmó el sastre
que lo invitó a pasar a su casa para que lo oyera su esposa.
Después de que el jorobadito demostrara sus habilida-
43
des, pasaron los tres a la mesa a comer un plato de pescado.
Pero desgraciadamente, en lo mejor de la cena, el jorobado
se tragó una espina y momentos después cayó muerto.
Llenos de pena y temerosos de ser acusados de asesi-
nos, el sastre y su mujer no sabían qué hacer. Después de
mil planes, decidieron llevar al muerto a la casa de un médi-
co judío de la vecindad. Tarde, en la noche, llegaron a la casa
del médico, lo sentaron en lo alto de la escalera y golpearon
la puerta. Los atendió un sirviente, al que el sastre le dijo que
se trataba de un enfermo que precisaba atención urgente,
dejó como pago una moneda de plata y se alejaron rápida-
mente.
44
El médico corrió a atender al enfermo apenas fue in-
formado, pero en la oscuridad y con el apuro tropezó con
el cuerpo del jorobado, que rodó escaleras abajo. Corrió a
buscar luces, bajó las escaleras y reconoció con espanto
que el hombre había muerto por la caída. Desesperado, el
médico pasó la noche imaginando maneras de deshacer-
se del cadáver, hasta que se le ocurrió una solución. Subió
a la azotea y ayudado con una cuerda, hizo descender al
muerto por la chimenea de una casa vecina habitada por
un musulmán, uno de los proveedores del sultán. Allí quedó
el cadáver, parado, apoyado en una pared como si estuvie-
ra vivo.
El musulmán entró poco después a la habitación y cre-
45
yendo que se trataba del ladrón que todas las noches entra-
ba para robarle, lo atacó armado con un garrote. Le dio re-
petidos golpes hasta que lo vio caer y entonces comprendió
que lo había matado. Desesperado de miedo porque ahora
lo esperaba el cadalso, solo atinó a alzar al muerto y sacarlo
rápidamente a la calle. Caminó hasta la primera tienda que
encontró, lo apoyó junto al umbral y corrió a refugiarse en su
casa antes de que amaneciera.
Poco después un mercader cristiano que iba borracho y
quería aprovechar las primeras horas de la mañana para ir
a los baños, tropezó con el cadáver que se le cayó encima.
Creyendo que se trataba de un ladrón que lo atacaba, le dio
un tremendo puñetazo que lo hizo caer al suelo, y corrió
pidiendo socorro.
A los gritos acudió un guardia del zoco, y apenas vio que
el jorobado estaba muerto, prendió sin contemplaciones al
cristiano.
—¿Cómo te atreviste a matar a un musulmán? —le dijo.
—Quiso robarme, me agarró por el cuello y…
El guardia no escuchó más, y llevándolo atado con las
manos a la espalda, lo condujo ante el juez.
El juez, una vez informado por los guardias, fue a llevar el
informe al sultán, mientras el cristiano, al que del susto se le
había pasado la borrachera, no entendía cómo había podido
matar a un hombre con una simple trompada.
46
Y así el desgraciado fue conducido a la horca, después de
que se pregonara por todo el pueblo la noticia de su crimen.
Ya estaba el hombre al pie del patíbulo y el verdugo se
preparaba a ajustarle la soga al cuello, cuando de entre la
multitud corrió gritando el proveedor que se detuvieran.
—¡Yo soy el culpable! —gritaba—. ¡No pueden ahorcar a
un inocente por un crimen que yo cometí!
De inmediato, ante la confesión, se dispuso dejar libre al
cristiano y ahorcar allí mismo al proveedor musulmán.
El verdugo sacó la soga de un cuello y la puso rápidamen-
te en el otro. Y se preparaba a ejecutarlo cuando de entre la
multitud apareció el médico judío, gritando que ese hombre
era inocente y que él era el culpable de la muerte del joro-
bado.
El juez, ante la confesión del crimen, ordenó que dejaran li-
bre al musulmán y se ahorcase de inmediato al médico judío.
Ya tenía el judío la soga al cuello cuando otra voz salió de
entre la multitud. Era el sastre, que dijo al juez:
—Señor, ese hombre también es inocente y yo sé cómo
murió. Ayer tarde, mientras trabajaba en mi tienda, llegó el
jorobadito cantando sus canciones. Yo lo invité a cenar y al
comer un pescado se le atravesó una espina en la garganta
y murió en el acto. Asustados mi mujer y yo, por temor a que
se nos culpase de su muerte, llevamos el cadáver a la casa
del médico; este, al salir apurado, tropezó con el cadáver y lo
47
hizo caer por las escaleras. Por eso creyó que lo había mata-
do, pero es inocente de todo.
El juez ordenó que se dejara libre al judío que ya estaba
con la soga al cuello y que en su lugar se ahorcase al sastre.
El verdugo se dispuso a obedecer la orden cuando ocurrió
un hecho inesperado.
El jorobado era el bufón del sultán, que se había escapa-
do la tarde anterior, y cuando el monarca preguntó por él le
contaron lo que sucedía en esos momentos en la plaza. En-
tonces dio la orden de que se trajese a todos a su presencia.
Llegó el mensajero en el momento en que se ponía la soga al
cuello del sastre.
El juez acompañado por el mercader, el sastre, el cristiano
y el médico judío, seguidos por cuatro hombres que llevaban
el cuerpo del jorobadito, llegaron hasta el sultán.
El sultán escuchó atentamente el relato de todas las peri-
pecias, se maravilló de lo que había sucedido y rio como po-
cas veces lo hiciera, comprendiendo la inocencia de todos.
Después mandó a los escribas del palacio que escribiesen
esta historia con aguas de oro.
Historia
del loro

Hubo una vez un buen hombre que tenía una esposa a la


que amaba con delirio. Era una mujer muy hermosa y él, celoso
de manera exagerada, apenas se atrevía a perderla de vista.
Los negocios lo obligaron un día a emprender un viaje,
pero antes de hacerlo compró un loro que, además de hablar
muy bien, tenía la cualidad de informar a su dueño de todo lo
49
que sucediera en su ausencia.
Puso al loro en una hermosa jaula y pidió a su mujer que lo
cuidase con toda atención. Y se fue.
Apenas estuvo de regreso preguntó al loro si su esposa
se había acordado de él, si había pronunciado alguna vez el
nombre de su marido ausente. El pájaro le dijo que en ningún
momento lo había nombrado para nada y que jamás se había
acordado de él.
Todo esto era verdad, pero la esposa, descubierta su in-
diferencia, sospechó que el loro era el culpable de todas las
recriminaciones que le hiciera su marido. Y resolvió vengar-
se de ese pájaro charlatán.
50
Poco después el hombre tuvo necesidad de abandonar su
casa por una noche. Apenas su marido se alejó, la mujer tapó
la jaula del loro con un cuero y comenzó a arrojar agua en for-
ma de lluvia mientras hacía con la boca ruidos semejantes a
los del trueno. Después, con una lámpara y un espejo, imitó
las luces de los relámpagos, hizo correr fuertes vientos con
un abanico, y siguió arrojando agua como una lluvia cada vez
más intensa.
Apenas llegó el hombre a la mañana siguiente preguntó al
loro qué había visto y oído.
—Señor —dijo el loro—, ¿quién podría ver ni oír nada la
noche pasada?
—¿Por qué? —preguntó el hombre.
—Porque hubo una inmensa lluvia, viento, truenos y
relámpagos y la oscuridad era completa.
—Estás mintiendo. La noche pasada no hubo nada de eso.
—Yo solo puedo informar lo que vi y escuché.
Como el hombre sabía que esto no era así quedó con-
vencido de que el loro era un fabulador al que no había que
creerle nada, y que si no había dicho la verdad sobre el tiem-
po, tampoco la había dicho sobre su esposa. Entonces quiso
52
reconciliarse con ella, pero la mujer dijo:
—Jamás haremos las paces hasta que muera ese loro
calumniador.
El hombre no dudó. Fue hasta la jaula, sacó al loro y lo
mató.
No pasó mucho tiempo para que el hombre descubriera
la indiferencia de su mujer y que el loro tenía razón. Pero por
más que se arrepintió de haberle dado muerte, para el loro
ya era tarde.
HISTORIA DEL
JOVEN LADRÓN

Se cuenta que cierta vez varias personas llevaron a un


joven ladrón ante Jalid, el emir de Basora. El ladrón era un
joven hermoso, educado, inteligente y vestido con finos
ropajes.
El emir, mientras observaba la tranquilidad y dignidad del
joven, preguntó qué ocurría:
53
—Es un ladrón —dijeron—, lo sorprendimos anoche ro-
bando en nuestra casa.
Jalid se acercó al joven y le preguntó si era inocente o
culpable.
—Esta gente dice la verdad. Es cierto todo lo que afirman.
—¿Qué te impulsó a robar, siendo una persona de buen
aspecto, bien vestida, que no pasa necesidades?
—Me impulsó el deseo de poseer más bienes, sin confor-
marme con lo que tengo. Todo está muy claro y no diré nin-
guna palabra más; que se cumpla lo que manda la justicia en
estos casos.
Jalid se quedó en silencio, meditando, sorprendido
porque no terminaba de entender la confesión del joven.
Entonces le dijo:
—Me confunde tu confesión de presencia de testigos.
Yo no creo que esté todo tan claro y pienso que debe haber
otras razones.
—Señor —dijo el joven—, no tengo nada que contar, salvo
que entré en la casa de esta gente y robé todo lo que pude.
Ellos me sorprendieron y me trajeron aquí.
El emir lo envió entonces a la cárcel y mandó que un pre-
gonero anunciase que al día siguiente se le cortaría la mano.
Encerrado en la prisión, con grilletes en los pies, el joven
habló entre sollozos: “Jalid me amenazó con cortarme la
mano, pero no seré yo quien cuente el amor que siente mi
54
corazón”.
Los carceleros, que escucharon lo que el joven decía, se
lo contaron al emir. Este ordenó que llevasen al preso a su
presencia y habló largamente con él. Así pudo comprobar
que se trataba de un joven culto, inteligente y de buen cora-
zón. Después de un rato le dijo:
—Pude enterarme de que existe una historia diferente
a la del robo. Por la mañana el cadí te interrogará y po-
drás negar todo lo dicho, declarando cualquier cosa que
pueda evitar que te corten la mano. El Enviado de Dios ha
dicho: “En los casos dudosos, se deben evitar las penas
establecidas”.
El joven volvió a la cárcel, donde pasó la noche. A la maña-
na siguiente todo el pueblo fue a ver lo que pasaba. Fueron
convocados los jueces y se hizo comparecer al joven, que lle-
gó encadenado. Las mujeres lanzaban gritos fúnebres y to-
dos lloraban por él. El cadí ordenó silencio y le dijo al acusado:
—Esta gente asegura que entraste en su casa y les ro-
baste. Quizás el robo haya sido de cosas sin valor, lo que no
constituye un delito.
—No —dijo el joven—, he robado más de la cuenta y yo no
tenía ningún derecho a hacerlo.
El cadí insistió en que quizás hubiese algún atenuante,
pero el joven repitió que él era el único culpable.
Entonces mandaron al verdugo que le cortase la mano.
55
El joven alargó el brazo y el verdugo sacó un cuchillo. Ya lo
había apoyado cuando de entre la multitud salió corriendo y
gritando una muchacha, que dijo con su voz más fuerte:
—Emir, pido en el nombre de Alá que se detenga la ejecu-
ción hasta haber leído este memorial que te entrego.
Y le entregó un papel que decía:

Este es un loco, un esclavo del amor, y mis ojos lo han


herido.
Lo hirió la flecha de mi mirada y es un esclavo de la pasión.
Ha confesado lo que no hizo, creyendo que eso es mejor
que deshonrar a su amada.
No merece un castigo el afligido amante, que no es un
ladrón, sino el más generoso de los hombres.

El emir, al leer los versos, se apartó de la gente y ordenó


que se acercara la muchacha.
Entonces la joven le contó que el joven estaba enamorado
de ella y ella le correspondía con todo su amor. Había querido
visitarla y fue a la casa de sus padres, tiró una piedra para
avisarle que había llegado, pero su padre y sus hermanos
oyeron el ruido del golpe y salieron a mirar. El joven, al ver-
los, recogió toda la ropa de la habitación para hacerles creer
que se trataba de un robo y salvar el honor de su amada.
Entonces lo detuvieron y él confesó el robo. Por eso se ha
56
declarado ladrón, por su enorme nobleza y generosidad.
—Es digno de obtener lo que desea —exclamó el emir.
Después mandó llamar al joven e hizo comparecer al
padre de la muchacha.
—Anciano, estábamos dispuestos a castigar a este jo-
ven —dijo el emir—, pero Dios todopoderoso lo ha salvado
de esta pena. Yo ordeno que le entreguen diez mil dinares y
otros diez mil a tu hija por haberme dicho la verdad, y te pido
permiso para casarlos.
El anciano asintió, totalmente de acuerdo.
Y el emir los casó de inmediato ante la inmensa felicidad
de los jóvenes.
La gente se dispersó contenta por todo lo que había visto
en ese día extraordinario que había empezado con llantos y
tristeza y terminaba, alejadas las penas, con fiestas y alegría.

57
GUSTAVO,
EL NARRADOR

Mi padre era un gran narrador. Antes de dormir nos conta-


ba algunas de las historias de Las mil y una noches. Recuerdo
que cuando era chica él relataba a pedido Aladino y la lámpa-
ra maravillosa y Alí Babá y los cuarenta ladrones.
Mucho tiempo después, de su mano esos cuentos toma-
ron forma de palabra escrita y salieron a volar en libro para
58 que los lectores disfrutaran.
Y aquí los encontramos de nuevo, para ir leyendo cada no-
che. Para que la historia de Scherezada no termine.

Laura Roldán
CYNTHIA
NOS CUENTA

Dibujo desde que tengo memoria, pero comencé a hacerlo


en forma profesional en el año 2008, cuatro años después de
ser mamá y de transformarme en una gran lectora de litera-
tura infantil.
Cuando comienzo un proyecto leo muchas veces el texto
y le voy haciendo mis marcas, pienso cómo es cada persona-
je, su forma de ser, qué tiene puesto, qué piensa. Otras veces, 59
el disparador es alguna imagen que me produce un clima par-
ticular para esa historia.
Me encantó ilustrar estos Cuentos de Las mil y una no-
ches porque soy una fanática del Lejano Oriente. Los colores,
las texturas, las tramas y los trajes son elementos que me
apasionan, además de que sus historias me acompañaron de
pequeña.
ÍNDICE

UN LARGO RECORRIDO DE MIL NOCHES


Prólogo de Lucía Robledo ....................................................................... 6

¿QUE CÓMO COMENZÓ...? ................................................................... 9


HISTORIA DEL QUINTO HERMANO DEL BARBERO ................................ 11
HISTORIA DEL MERCADER DE BAGDAD ................................................ 15
HISTORIA DEL CABALLO ENCANTADO .................................................. 21
HISTORIA DEL ARTESANO HASSAN...................................................... 33
HISTORIA DEL JOROBADITO................................................................ 43
HISTORIA DEL LORO ........................................................................... 49
HISTORIA DEL JOVEN LADRÓN ........................................................... 53

GUSTAVO, EL NARRADOR .......................................................... 58


CYNTHIA NOS CUENTA ................................................................ 59
OTROS TÍTULOS
DE ESTA COLECCIÓN

62

A Píramo y Tisbe los convoca el amor, en cambio Dafne


huye de las flechas de Cupido. Hércules no teme enfren-
tar a los gigantes y Aquiles es capaz de vencer a Hércules.
Los dioses y los héroes de la mitología sienten, aman, pe-
lean. Con defectos y virtudes, con triunfos y derrotas.
De la Tierra al Olimpo es una antología de mitos grie-
gos y romanos. Un viaje de la Tierra al Olimpo y del Olimpo
a la Tierra a través de palabras contadas y vueltas a con-
tar por autores contemporáneos.
Victoria Bayona, Ángeles Durini, Mario Méndez, Flo-
rencia Gattari, Nicolás Schuff, Verónica Sukaczer, Franco
Vaccarini y Sebastián Vargas conforman las voces de esta
antología.
63

¿Cuál es el castigo para los que atraviesan las puertas


del cielo? ¿Cómo surgió el primer colibrí? ¿Por qué sopla
con fuerza el Zonda? ¿Habrá que temerle al Pombero?
Desde siempre, las personas se han preguntado sobre
estas cuestiones y los pueblos originarios han tejido his-
torias que responden algunos de estos interrogantes.
Susurros que cuenta el viento es una antología de le-
yendas de diferentes lugares de nuestra tierra, un viaje a
través de palabras contadas por autores contemporáneos.
Paula Bombara, Laura Escudero, Andrea Ferrari, Ma-
ría Cristina Ramos, Laura Roldán, Fabián Sevilla, Franco
Vaccarini y Sebastián Vargas son quienes susurran estas
historias.
Cuentos de Las mil y una noches
Se terminó de imprimir en enero de 2016
en FP Compañía Impresora S.A.,
Ciudad de Buenos Aires.

64

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