agujero, en el que se ponia un largo tubo de cobre que
conectaba a una campana a través de una cuerda. El tubo permitiria respirar a las personas que fueran equivocadas por muertas.
En cierto cementerio de un pueblito, el enterrador
local, cuando oyó sonar una campana, fue a ver si eran los niños tratando de jugarle una broma. A veces era solo el viento. Esta vez, no eran ninguno de las dos. Una voz que provenia desde abajo, rogaba por ser desenterrada.
"¿Eres tu Sarah O'Bannon?" Preguntó el hombre, que
leía en la lápida el nombre. "¡Si!" Contestó la quebradiza voz. "Naciste en Septiembre de 17, 1827?" "¡SI!" "La lápida dice que moriste en Febrero 20, 1857." "¡NO, ESTOY VIVA, FUE UN ERROR! ¡DESENTIERREME, LIBEREME!" "Lo siento, Señora," dijo mientras arrancaba la campana y tapaba el tubo con tierra. "Pero ya estamos en Agosto. Lo que sea que seas, estoy muy seguro que no estás viva ya y de que tampoco volveras a subir..." Las Poquianchis, asesinas seriales de México.
Maltratadas por su padre, las hermanas Gonzales
Valenzuela sufrieron el terror de los primeros años del siglo XX en la ciudad de Guanajuato en México. El ambiente hostil del padre contra las cuatro hijas provenía de un apego malsano (que él llamaba amor) hacia ellas, alimentado por el tradicionalismo, el fuerte sentimiento religioso y el poder que entonces tenían los hombres sobre sus familias. El alcoholismo de Isidro, padre de las muchachas, era la causa principal de que las hijas tuvieran que lidiar recurrentemente con un ambiente agresivo; sumado a eso, su madre Bernardina era una mujer profundamente religiosa que obligaba a sus hijas a seguir la costumbre católica y permitía que el marido se desahogara con las niñas a golpes, cada vez que llegaba borracho. Fue cuestión de tiempo para que las hermanas comenzaran a fugarse de la casa para hacer su propia historia. Su principal intención, como es apenas lógico, era alejarse de la mirada paterna que tanto las perseguía: la primera hija, Carmen Gonzales, sería “raptada” por un charro mexicano que la obligaría a casarse, algo que la muchacha busco aprovechar aunque sabía que su padre (que tenía un trabajo de seguridad) no permitiría este desaire, buscaría al raptor y lo ajusticiaría.
Tras esto se vio obligada a retornar a la casa, donde
fue encerrada en una celda hecha artesanalmente donde viviría 4 años. Las hijas no soportaron sufrir más las calamidades domésticas y terminaron por irse, aunque en una edad más avanzada. Se establecieron en algunos barrios populares del centro de la ciudad jalisciense y comenzaron a vivir de los textiles: la hija que había sido encerrada encontró la manera de casarse con un ladrón llamado Jesús Vargas y con él pusieron una cantina.
Trajeron a este lugar prostitutas de todas partes: de
Guanajuato, de Zacatecas y de Colima, aunque la mayoría eran de la misma ciudad. Aquellas eran reclutadas jóvenes y confundidas y se les obligaba a tener relaciones con los clientes del negocio. Aquí comenzó la fuerte violencia que caracterizaría a las Gonzales, que pasaba por castigos físicos y todo tipo de abusos a sus desgraciadas empleadas golpeándolas, torturándolas e incluso violándolas con objetos punzantes, ocasionando más de una vez la muerte de una jovencita. Este primer negocio no funcionaría tan bien, pero Carmen se asociaría con Delfina, otra de las hermanas, para abrir una cantina mucho más grande en una zona comercial muy importante llamada San Juan de Lagos. Allí estableció dos locales uno de los cuales se llamaba “Guadalajara de noche”. Con ayuda de la alcaldía municipal (gracias a se las “mordidas” que eran pagadas para que su negocio prosperara) esta cantina comenzó a tener un maratónico ascenso.
Las muchachas que eran traídas, siempre con
engaños, terminaron viviendo una época de terror parecida a las que narran los cuentos de Halloween. Eran mal alimentadas, obligadas a trabajar a bajísimos precios y vigiladas para que no hicieran nada que fuera considerado “ilegal” por las hermanitas Gonzales Valenzuela. No consideraban que la prostitución fuera mala ni pecaminosa, pero si era mal vistas ciertas posturas, ciertos fetiches e incluso el lesbianismo, juzgado como un acto demencial.
Con ojos en las paredes las Gonzales veían que todo
se llevara a buen término, castigando al otro día con cuerdas, clavos calientes, perros domesticados y otros utensilios capaces de causarles graves vejámenes que bien podían llevar a la muerte… lo que pasaba con mucha normalidad. Las prostitutas vivían encerradas y no podían pedir ayuda por el mismo motivo de ser fuertemente vigiladas. Decenas de mujeres vivieron y murieron allí sin que ninguna ley las protegiera, solamente fue cuestión de que prohibieran la prostitución para que se destapara la olla podrida en la que estas muchachas eran apresadas.
Luego de que las cuatro hermanas estuviesen
implicadas en crear burdeles por todo el centro- occidente mexicano, especialmente después de crear un burdel en León, llamado “Las poquianchis”, la ley les cayó encima. Su reacción fue bastante violenta, resultando muerto en una escaramuza uno de los esposos de las Gonzales. Cuando los policías entraron a observar encontraron un grupo de muchachas maltrechas y en estados agonizantes que dieron un testimonio muy fuerte contra las “poquianchis”. Se les reconoció el asesinato de 91 mujeres (aunque algunos creen que el número real es más cercano a 150) y se descubrió que cuando quedaban en embarazo sus hijos eran abortados a la fuerza, muriendo muchas veces las madres de los bebés. Todos los restos de estas mujeres que asesinaron, eran llevados a una casa donde sus cadáveres eran descuartizados y enterrados.
A la cárcel fueron a parar estas mujeres y algunos de
sus esposos, entre ellos el “capitán Águila Negra”, amante de Delfina, que moriría de un paro cuando se le anunció su libertad veinte años después de que fue apresado. Las hermanas también murieron en la cárcel, algunas por accidentes, y sólo la hija menor (María de Jesús) sobrevivió al martirio de la prisión. Ya en libertad se casó y vivió hasta 1990.