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Ernest Hemingway

Ernest Hemingway fue uno de los grandes autores estadounidenses del siglo XX y es considerado
como una de las figuras claves dentro de la novela contemporánea, siendo galardonado con el
Premio Nobel de literatura en 1954.

Hemingway comenzó su carrera como periodista, escribiendo para el Kansas City Star, pero sus
ansias de aventura y acción le llevaron a alistarse como conductor de ambulancias en la Primera
Guerra Mundial. Durante la contienda fue herido de importancia y pasó tiempo recuperándose
antes de retomar su carrera periodística como corresponsal extranjero.

Durante su época en París, Hemingway comenzó a escribir, aunque sin demasiado éxito, ya que
Tres relatos y diez poemas (1923) o En este mundo (1925) no llamaron la atención de la crítica.
Casado y con un hijo, Hemingway se ganaba la vida viajando como reportero o como entrenador
de boxeo.

En 1925 Hemingway escribió Fiesta, un relato del París bohemio que le valió su primer éxito, al que
siguió Muerte en la tarde. Sin embargo, el verdadero salto de Hemingway a la primera línea
literaria llegaría con Adiós a las armas (1929). A partir de ese momento comienza una nueva época
en su obra, mientras sigue como corresponsal, siguiendo conflictos como la Guerra Civil Española,
que tan bien reflejara en Por quién doblas las campanas.

Con el estallido de la II Guerra Mundial, Hemingway participó como periodista y llegó a participar
en el desembarco de Normandía. Fue de los primeros en pisar París, pero toda esa avalancha de
acontecimientos desembocó en un parón creativo que duraría hasta 1950 con Al otro lado del río y
entre los árboles.

Poco tiempo después, en 1952, Hemingway publicaría un cuento escrito ya en su finca cubana de
Finca Vigía, con el que ganaría el Premio Pulitzer: se trataba de El viejo y el mar, inspirado por la
isla de Cuba y sus gentes. En 1954 recibió el Premio Nobel de Literatura.

En sus últimos años siguió escribiendo, pero su última y esperada novela nunca vio la luz, dejando
sólo algunos nuevos cuentos y relatos. Ernest Hemingway murió en 1961 de un disparo en la
cabeza, hecho que dejó abierta la posibilidad tanto de un accidente, como la del suicidio.

El viejo y el mar
(Fragmento)

Era un viejo que pescaba solo en un bote en el Gulf Stream y hacía ochenta y cuatro días que no
cogía un pez. En los primeros cuarenta días había tenido consigo a un muchacho. Pero después de
cuarenta días sin haber pescado los padres del muchacho le habían dicho que el viejo estaba
definitiva y rematadamente salao, lo cual era la peor forma de la mala suerte, y por orden de sus
padres el muchacho había salido en otro bote que cogió tres buenos peces la primera semana.
Entristecía al muchacho ver al viejo regresar todos los días con su bote vacío, y siempre bajaba a
ayudarle a cargar los rollos de sedal o el bichero y el arpón y la vela arrollada al mástil. La vela
estaba remendada con sacos de harina y, arrollada, parecía una bandera en permanente derrota.

El viejo era flaco y desgarbado, con arrugas profundas en la parte posterior del cuello. Las pardas
manchas del benigno cáncer de la piel que el sol produce con sus reflejos en el mar tropical
estaban en sus mejillas. Esas pecas corrían por los lados de su cara hasta bastante abajo y sus
manos tenían las hondas cicatrices que causa la manipulación de las cuerdas cuando sujetan los
grandes peces. Pero ninguna de estas cicatrices era reciente. Eran tan viejas como las erosiones de
un árido desierto.

Todo en él era viejo, salvo sus ojos; y estos tenían el color mismo del mar y eran alegres e invictos.

–Santiago –le dijo el muchacho trepando por la orilla desde donde quedaba varado el bote–. Yo
podría volver con usted. Hemos hecho algún dinero.

El viejo había enseñado al muchacho a pescar y el muchacho le tenía cariño.

–No –dijo el viejo–. Tú sales en un bote que tiene buena suerte. Sigue con ellos.

–Pero recuerde que una vez llevaba ochenta y siete días sin pescar nada y luego cogimos peces
grandes todos los días durante tres semanas.

–Lo recuerdo –dijo el viejo–. Y yo sé que no me dejaste porque hubieses perdido la esperanza.

–Fue papá quien me obligó. Soy al fin chiquillo y tengo que obedecerle.

–Lo sé –dijo el viejo–. Es completamente normal.

–Papá no tiene mucha fe.

–No. Pero nosotros, sí, ¿verdad?

–Si –dijo el muchacho–. ¿Me permite brindarle una cerveza en la Terraza? Luego llevaremos las
cosas a casa.

–¿Por qué no? –dijo el viejo–. Entre pescadores.

Se sentaron en la Terraza. Muchos de los pescadores se reían del viejo, pero él no se molestaba.
Otros, entre los más viejos, lo miraban y se ponían tristes. Pero no lo manifestaban y se referían
cortésmente a la corriente y a las hondonadas donde se habían tendido sus sedales, al continuo
buen tiempo y a lo que habían visto. Los pescadores que aquel día habían tenido éxito habían
llegado y habían limpiado sus agujas y las llevaban tendidas sobre dos tablas, dos hombres
tambaleándose al extremo de cada tabla, a la pescadería, donde esperaban a que el camión del
hielo las llevara al mercado, a La Habana. Los que habían pescado tiburones los habían llevado a la
factoría de tiburones, al otro lado de la ensenada, donde eran izados en aparejos de polea; les
sacaban los hígados, les cortaban las aletas y los desollaban y cortaban su carne en trozos para
salarla.

Adiós a las armas


(Fragmento)

Aquel año, al final del verano, vivíamos en una casa de un pueblo que, más allá del río y de la
llanura, miraba a las montañas. En el lecho del río había piedrezuelas y guijarros, blancos bajo el
sol, y el agua era clara y fluía, rápida y azul, por la corriente. Las tropas pasaban por delante de la
casa y se alejaban por el camino, y el polvo que levantaban cubría las hojas de los árboles. Los
troncos también estaban polvorientos y, aquel año en que las hojas habían caído tempranamente,
veíamos cómo las tropas pasaban por el camino, el polvo que levantaban; la caída de las hojas,
arrancadas por el viento; los soldados que pasaban, y de nuevo, bajo las hojas, el camino solitario
y blanco.

La llanura estaba cubierta de cosechas. Había muchos vergeles y, en el horizonte, las montañas se
destacaban pardas y desnudas. En ellas, todavía se combatía y, al atardecer, veíamos los
relámpagos de verano; sin embargo, las noches eran frescas y no se tenía la impresión de que
amenazara tempestad.

Algunas veces, en la oscuridad, regimientos y camiones arrastrados por tractores pasaban bajo
nuestras ventanas. Durante la noche el movimiento era intenso. Por el camino pasaban gran
cantidad de mulos, llevando a cada lado cajas de municiones en sus albardas, y camiones que
transportaban soldados; y en todo este ir y venir otros camiones cubiertos por un toldo circulaban
más lentamente. También pasaban durante el día, arrastrados por tractores, grandes cañones.
Estaban totalmente recubiertos de ramas verdes; pámpanos y un espeso follaje cubrían
igualmente los tractores. Al norte, en el fondo del valle, podíamos ver un bosque de castaños y,
detrás, otra montaña, a nuestro lado del río. También se luchaba en esta montaña, pero sin
resultado, y en otoño, cuando aparecieron las lluvias, las hojas de los castaños empezaron a caer y
no se vio nada más que ramas desnudas y troncos ennegrecidos por la lluvia. Los viñedos
aparecían completamente desnudos, y todo estaba húmedo y pardo, aniquilado por el otoño. La
niebla se levantaba sobre el río y las nubes cubrían las montañas, y los camiones hacían saltar el
barro sobre el camino, y los soldados, bajo sus capotes, estaban empapados y cubiertos por el
lodo. Sus fusiles también estaban mojados y, bajo sus uniformes, llevaban dos cartucheras de
cuero, colgadas a sus cinturones, y estas bolsas de piel gris repletas de cargadores de largos y
delgados cartuchos de 6,5 milímetros, hinchaban hasta tal punto sus capotes, que todos estos
soldados que pasaban a lo largo del camino parecían estar embarazados de seis meses.

Pequeños vehículos circulaban a gran velocidad. Muchas veces un oficial iba sentado al lado del
chofer y otras en el asiento posterior. Estos coches levantaban más barro que los camiones, y si
uno de los oficiales de detrás era pequeño, tan pequeño que sólo se le podía divisar el casco, y
estaba sentado entre dos generales y su espalda era estrecha, y si el vehículo corría a toda
velocidad, entonces había muchas posibilidades de que fuese el rey. Este residía en Udine y
circulaba de este modo casi cada día para ver cómo iban las cosas. Y las cosas iban muy mal.

Al llegar el invierno, una lluvia persistente empezó a caer, y la lluvia trajo el cólera. Finalmente fue
contenido y, a fin de cuentas, sólo ocasionó siete mil muertos en el ejército.

Por quién doblan las campanas

(Fragmento)

Estaba tumbado boca abajo, sobre una capa de agujas de pino de color castaño, con la barbilla
apoyada en los brazos cruzados, mientras el viento, en lo alto, zumbaba entre las copas. El flanco
de la montaña hacía un suave declive por aquella parte; pero, más abajo, se convertía en una
pendiente escarpada, de modo que desde donde se hallaba tumbado podía ver la cinta oscura,
bien embreada, de la carretera, zigzagueando en torno al puerto. Había un torrente que corría
junto a la carretera y, más abajo, a orillas del torrente, se veía un aserradero y la blanca cabellera
de la cascada que se derramaba de la represa, cabrilleando a la luz del sol.

—¿Es ése el aserradero? –preguntó.

—Ese es.

—No lo recuerdo.

—Se hizo después de marcharse usted. El aserradero viejo está abajo, mucho más abajo del
puerto. Sobre las agujas de pino desplegó la copia fotográfica de un mapa militar y lo estudió
cuidadosamente. El viejo observaba por encima de su hombro. Era un tipo pequeño y recio que
llevaba una blusa negra al estilo de los aldeanos, pantalones grises de pana y alpargatas con suela
de cáñamo. Resollaba con fuerza a causa de la escalada y tenía la mano apoyada en uno de los
pesados bultos que habían subido hasta allí.

—Desde aquí no puede verse el puente.

—No –dijo el viejo–, Esta es la parte más abierta del puerto, donde el río corre más despacio. Más
abajo, por donde la carretera se pierde entre los árboles, se hace más pendiente y forma una
estrecha garganta...

—Ya me acuerdo.

—El puente atraviesa esa garganta.

—¿Y dónde están los puestos de guardia?

—Hay un puesto en el aserradero que ve usted ahí.

El joven sacó unos gemelos del bolsillo de su camisa, una camisa de lanilla de color indeciso, limpió
los cristales con el pañuelo y ajustó las roscas hasta que las paredes del aserradero aparecieron
netamente dibujadas, hasta el punto que pudo distinguir el banco de madera que había junto a la
puerta, la pila de serrín junto al cobertizo, en donde estaba la sierra circular, y la pista por donde
los troncos bajaban deslizándose por la pendiente de la montaña, al otro lado del río. El río
aparecía claro y límpido en los gemelos y, bajo la cabellera de agua de la presa, el viento hacía
volar la espuma.

Al otro lado del río y entre los árboles

(Fragmento)

Partieron dos horas antes del amanecer y, al principio, no hubo necesidad de quebrar el hielo del
canal porque ya lo habían hecho los otros botes al precederlos. En cada barca, bajo la oscuridad
nocturna, no se podía ver, sino simplemente oír al batelero, que, de pie en la popa, manejaba su
largo remo. El cazador iba sentado en un banquillo de tirador, asegurado a la parte alta del cajón
en el que llevaba la comida y los cartuchos; las dos escopetas, y a veces más, estaban arrimadas
contra las cargas de señuelos de madera. En algún lugar de cada barca llevaban una bolsa con una
o dos hembras, o una hembra y un ánade macho vivos, y un perro que se estremecía y agitaba
inquieto al oír a los patos pasar con gran rumor de alas sobre las lanchas.

Cuatro de los botes siguieron aguas arriba por el canal principal, hacia la gran laguna del norte.
Una quinta barca ya había girado para entrar en un canal lateral. Ahora, la sexta, viraba hacia el
sur para remontar una laguna poco profunda. Estaba convertida en una capa de hielo; las aguas se
habían helado bajo el frío sin viento de la noche. La barca se empinaba y resbalaba bajo los
impulsos del remo del batelero; luego, el hielo se rompía en mil pedazos, como un panel de vidrio;
sin embargo, el bote avanzaba con demasiada lentitud.

—Déme un remo —dijo el cazador de la sexta barca. Se puso en pie y avanzó cuidadosamente. Oía
a los patos pasar sobre sus cabezas, en la oscuridad y percibía la agitación del perro. Hacia el norte
se escuchaba el ruido de los otros botes al quebrar el hielo. —Tenga cuidado —le previno el
batelero desde la popa—. No ladee demasiado la barca.

—Yo también soy barquero —replicó el cazador. Tomó el largo remo que le entregara el batelero y
lo invirtió asiéndolo por la hoja, y hundió la empuñadura en el hielo. Notó el fondo firme de la
laguna y, empujando primero y avanzando después, hasta que el remo estuvo en la proa, comenzó
a conducir el bote. El hielo se partía como grandes láminas de cristal a medida que el bote se iba
abriendo paso.

Al cabo de un rato, el cazador, que estaba trabajando de firme, y que sudaba a causa de sus ropas
de abrigo, le preguntó al batelero:

—¿Dónde está el barril de tiro?

—Allá, a la izquierda. En medio de la próxima bahía.

¿Viramos hacia allá ahora?


—Como usted guste.

—¿Como yo guste? ¿Qué quiere decir con eso? Usted conoce estas aguas. ¿Hay profundidad
suficiente para llegar hasta allá?

—La marea está baja. Quién sabe...

—Si no nos apresuramos se hará de día antes de que lleguemos.

El barquero no respondió.

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