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CUENTOS

ELISA MÚJICA

Dirección Cultural

Biblioteca Mínima Santandereana


© Universidad Industrial de Santander

Colección
Biblioteca Mínima Santandereana No. 5
Cuentos. Elisa Mújica
Dirección Cultural

Rector: Jaime Alberto Camacho Pico


Vicerrector Académico: Álvaro Gómez Torrado
Vicerrector Administrativo: Sergio Isnardo Muñoz

Editor
Dirección Cultural
Luis Álvaro Mejía A.

Impresión
División de Publicaciones

Primera Edición: julio de 2009

ISBN: 978-958-8504-19-3

Dirección Cultural. UIS


Ciudad Universitaria Cra. 27 calle 9
Tel. 6846730 - 6321349 - Fax 6321364
divcult@uis.edu.co
Bucaramanga, Colombia

Impreso en Colombia
Elisa Mújica
Nace en Bucaramanga el 21 de enero de 1918.
Desde los 8 años se trasladó a Bogotá. Su primer
trabajo fue en el Ministerio de Comunicaciones.
Fue secretaria privada de Carlos Lleras Restrepo
de 1936 hasta 1943, y secretaria de la Embajada
de Colombia en Quito, de 1943 a 1945. Durante
casi treinta años, publica comentarios de libros
y artículos sobre temas culturales y literarios
en “Lecturas Dominicales” de “El Tiempo”. Su
primer cuento “Tarde de visita”, apareció en El
Liberal el 16 de noviembre de 1947. Su primera
novela “Los dos tiempos” la publica en 1949, y
su primera colección de cuentos “ Ángela y el
diablo”, aparece en Madrid en 1953. En esa
misma época escribió “Catalina” su segunda
novela que aparece publicada en 1963. En
1962 publica la colección de ensayos sobre
Santa Teresa de Jesús, titulado “La aventura
demorada”. Además ha publicado los libros de
cuentos “Árbol de ruedas” (1972), y “Tienda de
imágenes” (1987) y la novela “Bogotá de las
nubes” (1984). En el tema infantil, publica en
1978, “La expedición Botánica contada a los
niños” y en 1981 publica “Bestiario”, colección
de cuentos para niños. En 1982 fue elegida
miembro correspondiente de la Academia
Colombiana de la Lengua. Elisa Mújica muere
en Bogotá el día 27 de marzo de 2003.

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ÍNDICE
ÁNGELA Y EL DIABLO 7

LA CHIMENEA 17

LAS RECLUSAS 33

LA BIBLIOTECA 47

EL CONTABILISTA 63

MARÍA MODESTA 81
Agradecimientos a Marina Daza

Los textos que contiene la selección fueron tomados de:

Angela y el diablo. Cuentos.


Elisa Mújica. Editorial Aguilar.1953

Arbol de ruedas.Cuentos.
Elisa Mújica. Populibro. Editorial Revista Colombiana Ltda. 1972

Tienda de imágenes. Cuentos.


Elisa Mújica. Ediciones Fondo Cultural Cafetero.1987
Elisa Mújica

ÁNGELA Y EL DIABLO

A l amanecer, el automóvil salió de Belén de


Cerinza con dirección a Tunja. A Ángela el
nombre de Belén la había hecho recordar las
Navidades que acababa de pasar, cuando creía
que no tenía que hacer en el mundo más que
jugar con las otras niñas. Ahora se hallaba en-
vuelta en una manta, en un rincón del coche, y
contemplaba por la ventanilla el paisaje. Éste
era siempre igual y siempre cambiante. A veces
Ángela se volvía hacia su madre, sentada a un
lado, para buscar la tibieza que salía de ella. La
agradaba la somnolencia que producía el mo-

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vimiento del coche y deseaba que el viaje no
terminara, para no verse obligada a afrontar la
Ilegada al colegio y la separación de su madre.

Las familias de Boyacá y Santander que po-


seían medios económicos, acostumbraban en-
viar a sus hijas a terminar su educación al cole-
gio de las monjas de Tunja, y aunque la familia
de Ángela no era rica, los padres habían hecho
sacrificios a fin de que su hija no careciera de
un requisito que le aseguraría un buen matri-
monio. En el clima de Tunja, las niñas que lle-
gaban de tierra caliente empezaban a engordar
y perdían el color amarillo y el aire lánguido. La
madre de Ángela imaginaba a su hija con las
manos enrojecidas por el frío, vigorosa y libre
de la anemia que había allá abajo, y eso la con-
solaba de tener que dejarla lejos de ella.

Cuando se detuvo por fin el auto frente a la


puerta claveteada del colegio, Ángela creyó
que caía en el vacío, sin encontrar nada que la
sostuviera. Para ella todo era distinto a lo que
había conocido hasta entonces. En su ciudad,
el campo estaba lleno de naranjos, gloxinias y
«bella de noche». En cambio, allí no veía sino
eucaliptos y cipreses. Le eran extrañas las ca-
ras, y hasta el aire, desapacible y helado. El

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Elisa Mújica

sueño era lo único que le quedaba para refu-


giarse, y se durmió. Pero a la mañana siguiente
tomó nota del lugar dentro de la fila en que se
encontraba su cama; de las caras de las niñas
vecinas; de los tiestos de geranios que había en
el patio y que rompían con una mancha viva la
monotonía de las paredes grises, y de las mira-
das amables que, desde sus altares de la capi-
lla, le enviaban los santos. Cuando llegó a fami-
liarizarse con eso, se sintió de nuevo amparada
y tranquila, y quedó curada de su nostalgia.

En el colegio, fuera de la Madre Irene, de la


Madre Pilar y de la Madre Teresa, que se halla-
ban constantemente con las niñas, existía otra
monja que las acompañaba también. Allí había
vivido hacía muchos años la Madre Francisca
Josefa, que era una santa. Las niñas pasaban
de puntillas frente a la celda que había ocupa-
do, con la esperanza y el temor de descubrir
algo insólito. Cuando llegaba la hora de la clase
de costura, que tenía lugar en un salón grande
y oscuro, la Madre Irene hablaba de la monja,
mientras las cabezas de sus discípulas caían
blandamente sobre los bastidores.

—Aquí, en este mismo sitio donde estamos


sentadas nosotras—decía—, era en otro tiempo

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el refectorio del convento y la Santa Madre en-
traba a las horas de las comidas y bendecía el
pan. Un día, el Cristo que está en ese cuadro se
movió, desclavó la mano derecha y la bendijo.
Fue un gran milagro.

Las caras de la monja y de las niñas resplan-


decían de placer. Pero luego la Madre Irene
suspiraba y decía:
-La Iglesia no la ha podido canonizar porque
sus restos se extraviaron. Las monjas de ese
tiempo los echaron en un saco de cuero para
distinguirlos de los demás. Y el saco no apa-
rece...

La decepción quedaba flotando como un fan-


tasma en el cuarto oscuro y entre las cabezas
de las niñas. Después la Madre Irene se levan-
taba y se mezclaba con ellas, en el desorden
de los bastidores, los hilos y las lanas. Desapa-
recían las diferencias entre la maestra y las
discípulas y no quedaban sino mujeres, unidas
por una tarea común. El corazón de todas se
encogía con angustia que les gustaba, cuando
la monja recomendaba:

—No desperdicien el hilo, niñas, porque el


diablo esta cerca y recoge cada hebra que ti-

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Elisa Mújica

ran. Cuando reúna muchas, fabricará una gran


bola, que les mostrará en el infierno. El diablo
siempre se encuentra alerta y a la Santa Madre
la perseguía cada noche. La sacaba de su celda
y la arrojaba escaleras abajo, haciendo un ruido
tan grande, que las otras monjas despertaban
asustadas y tenían que ir a levantarla...

Por la noche, después de comer y de rezar el


rosario, cuando las niñas subían al dormitorio
y pasaban frente a la celda de la Santa, oían
otras pisadas, blandas y aéreas, que resona-
ban al lado de las suyas. A veces las escucha-
ban hasta llegar al camarín que conducía a la
capilla y en el que había una gran Cruz de hie-
rro montada sobre una piedra. Ésta se hallaba
gastada por el roce de las rodillas de la Madre
Francisca, y a Ángela le daba susto mirarla, lo
mismo que si hubiera sorprendido a alguien
realizando un acto secreto.

Una noche Ángela soñó que el diablo entraba


en el cuarto de costura a contar las hebras caí-
das y que las guardaba en el saco de cuero don-
de reposaban los huesos de la Madre. Desper-
tó, pero comprendió que el diablo seguía allí,
paseándose entre las camas de las internas.
Tenía la cara larga y arrugada, parecida a la de

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la Madre Irene. En cambio, la Madre Pilar era
bonita y joven. A ella, Ángela le habría querido
contar los motivos por los que algunos días te-
nía que abstenerse de comulgar. A consecuen-
cia del cambio de clima, se había desarrollado
a las pocas semanas de llegar al colegio. Si co-
mulgaba en ese estado, seguramente pecaría.
Otras niñas lo aseguraban, diciendo que se tra-
taba de un sacrilegio.

Debía llamar a la Madre Pilar y darle cualquier


disculpa para no hacerlo. Una vela encendida y
el sonido de la voz ahuyentaban a Lucifer. Ánge-
la corrió hasta la cama de la monja y le dijo :
—Madrecita..., tengo mucha sed. Déjeme be-
ber un vaso de agua.

Como si la monja hubiera estado despierta y


esperándola, le contesto en seguida:
—Hija: es el demonio quien te ha inspirado
el deseo de beber. Si caes en la tentación no
podrás comulgar, porque ha pasado la media-
noche. De modo que no tomarás agua. Ten pa-
ciencia y procura dormir.

Ángela volvió a su cama. Necesitaba buscar


otro medio de no comulgar al día siguiente, ya
que éste le había fallado. Si la Madre Francis-

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Elisa Mújica

ca Josefa quisiera acudir en su ayuda! Ella po-


día hacer que temblara la tierra a la hora de la
misa. Las monjas y las niñas saldrían huyendo
de la capilla, inclusive el sacerdote con el co-
pón, y Ángela no cometería la profanación de
comulgar y se salvaría.

Claro que también podía confesarse. El sa-


cerdote la perdonaría, pero ella debería decir
en que consistía su pecado, debería decirlo...
Cuando llegó por fin la mañana y se levantó, le
dolía la cabeza y sentía los labios secos. Sabía
que si comulgaba, en adelante nada sería como
antes. Ningún juego resultaría completamente
divertido y tampoco seguiría con interés las ex-
plicaciones de la maestra en la clase. La con-
fesión era el medio previsto para que los fieles
volvieran al buen camino. Algunas veces, cuan-
do la Madre Francisca entraba al confesionario,
veía adentro una luz intensa y el semblante de
Nuestro Señor, con la cabeza coronada de es-
pinas.

—Ego te absolvo...

En la capilla, la atmósfera era tibia y agrada-


ble. Cada niña ocupaba su puesto en la fila de
bancas y, adelante, parecían una nube oscura

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las tocas negras de las religiosas. Ángela se dio
cuenta de que formaba parte de un todo gran-
de y poderoso que la protegía, siempre que no
quebrantara sus leyes. Comulgar esa mañana
sería una desobediencia. No quería cometerla,
pero... se hallaba obligada a hacerlo. La Madre
Pilar no le quitaba los ojos de encima y le indi-
caba por señas que se acercara a la Mesa. Sin
duda, consideraba un triunfo personal sobre el
demonio no haberla dejado beber agua. Ánge-
la comprendió que no podía esperar. Subió la
escalinata del altar y las luces de los cirios cre-
cieron, incendiaron el tabernáculo en una sola
llama. En sus oídos una voz repetía:
—Quien comulga sacrílegamente, come y
bebe su condenación.

Al regresar a su sitio, con las manos juntas,


contempló, rígidas y burlonas, las caras de las
niñas que rezaban a su lado. Ella no tenía nada
que hacer allí, pues había salido de la comuni-
dad. Ya no contaba con su fuerza y su calor, y
debería defenderse de los ataques que esta le
hiciera. Era una extraña y se encontraba sola.

¿Y quién le aseguraba que, cuando fuera a


pasar al lado del confesionario donde el Padre
Luis entraba, una vez terminada la misa, no

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Elisa Mújica

levantaría la cortina de seda morada, para se-


ñalar a la que había cometido un pecado tan
grande y se hallaba endemoniada? Ya se había
formado la fila de niñas y empezaba a avanzar
lentamente para salir de la capilla. Estaba fren-
te al confesionario. Ángela lanzo un grito y cayó
al suelo desmayada.

Despertó en la enfermería. La Madre Pilar le


sostenía cariñosamente la cabeza y le pasaba
por la frente un pañuelo empapado en alcohol.
Las manos de la monja eran suaves y tibias, y
su contacto calmaba a Ángela. Le inspiraba de-
seos de dormir...

Como apenas había pegado los ojos la no-


che anterior, quedo sumida rápidamente en un
sueño profundo. Debió durar todo el día, pues
cuando despertó se encontró sola. La enfer-
mería estaba oscura. Por la puerta entornada,
escasamente alcanzaba a distinguir el corre-
dor silencioso. La escalera que conducía a la
celda de la Madre Francisca se desprendía de
las sombras, blanca y solemne como si por ella
fuera a subir una procesión.

Esa escalera atraía a Ángela. Era la misma


por donde llegaban los espíritus infernales que

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perseguían a la Madre. La misma por la que
su cuerpo martirizado rodaba cada noche. Tiri-
tando de frío, se acercó. Deseaba rezar ante la
Cruz de hierro del camarín, para obtener el per-
dón de su pecado, y empezó a subir las gradas.
A su lado, muy cerca, en las tinieblas, alguien
avanzaba también. Si Ángela se detenía, él ha-
cía lo mismo. No podía devolverse porque tenía
la seguridad de que un cuerpo se interpondría
para impedirle el paso. Su salvación dependía
de llegar hasta la Cruz. Necesitaba correr...

Había llegado al rellano de la escalera. Desde


ahí Ángela veía la celda de la monja y el pasillo
que comunicaba con el camarín. Pero de la cel-
da acababa de salir una figura negra, con los
ojos verdes, brillantes en la oscuridad. Ángela
distinguió muy bien los ojos...

El estruendo de un cuerpo que caía por las


escaleras despertó a las monjas, lo mismo que
les había ocurrido a sus antepasados, en el
tiempo de la Madre Francisca.

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Elisa Mújica

LA CHIMENEA

D esde hacía semanas María Flora había


venido aplazando la tarea a la que aho-
ra se dedicaba, por fin, junto a la chimenea de
piedra. Ya había reunido los leños para levantar
una pequeña pira y raspado el fósforo. La llami-
ta le calentó los dedos y poco después empezó
a chisporrotear la leña.

Ejecutaba morosamente cada movimiento,


como si deseara retardar lo más posible el mo-
mento de obrar. Pero al mismo tiempo sabía que
debía apresurarse, pues pronto saldría de viaje

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para reunirse con su novio, y, antes, necesitaba
destruir los paquetes de cartas que había saca-
do de una cajita : uno escrito en papel violeta
y otro en papel gris, y cada pliego cubierto de
letras, sin que quedara un espacio vacío.

Nunca había mirado juntas todas las cartas, y


al hacerlo ahora le pareció increíble que se hu-
bieran presentado intervalos, a veces largos, de
tiempo, entre la llegada de una y otra, semanas
enteras en que las había esperado con impa-
ciencia. Extendidas sobre la alfombra, cerca de
la chimenea, dentro de los sobres rectangula-
res, recordaban las piezas de un rompecabezas
que al fin termina por armarse. Allí estaban las
primeras, escritas con tinta negra sobre papel
violeta, con letra pequeña y tímida al principio,
que poco a poco se fue haciendo más confiada
y más amplia. Cuando se las entregaban, ge-
neralmente María Flora se encontraba sentada
en el patio de su casa, rodeada de surcos de
flores. Era la dueña virtual de una parte del jar-
dín. El resto, donde se erguían las plantas más
finas, las begonias dobles, las dalias y los antu-
rios, pertenecía a doña Aurora, que lo cuidaba
ella misma.

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Elisa Mújica

Su madre tenía razón al no dejarla tocar las


plantas caras, pues María Flora no podía re-
sistir el impulso de podarlas, trasplantarlas e
idear injertos, dominada por el deseo de poseer
unas macetas fantásticas e impaciente porque
las plantas no florecían pronto. El resultado era
que las echaba a perder, según le decía, con
una mezcla de piedad por las plantas y de segu-
ridad de que sus consejos resultarían inútiles,
doña Aurora. Pero, a pesar de que sabía que
tenía razón, nunca era capaz de privar a su hija
de hacer su gusto.

A María Flora le encantaba meter las manos


entre la tierra, por la que circulaban lombrices
frías y gelatinosas, y romper las cepas de los
lirios, en las que descubría palpitaciones hú-
medas. Por un momento se quedaba inmóvil,
con el bulbo tembloroso entre las manos. Doña
Aurora decía que permanecer al aire libre le
convenía para su desarrollo, y la dejaba. Por las
mañanas, cuando la veía salir con la podadera
y la pala, le advertía :
—Fué una buena idea traerte al pueblo. Verás
que aquí ocurrirá sin falta.

Hablaba de una manera general, sin precisar


exactamente qué deseaba que ocurriera; pero

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María Flora comprendía que se trataba de un
secreto, y la emocionaba compartirlo, aun de
manera tan imperfecta, con su madre. Se daba
cuenta de que a doña Aurora le producía una
especie de vergüenza mencionarlo, y que por
eso no podía hacerlo sino a medias palabras,
pero le agradecía que de todos modos le de-
mostrara confianza. Eso la ayudaba a sobrelle-
var las burlas de su prima Isolina, quien vivía
con ellas, y, aunque era más pequeña, poseía
conocimientos sobre la vida que María Flora ig-
noraba. Recordaba que hacía poco su prima le
había dicho :
—Ayer vi a las Antolinez y estoy segura de que
ya se desarrollaron. No me lo dijeron porque no
pude quedarme sola con ellas, pero la mamá
no las dejó montar a caballo, sabes?
Y mientras hablaba miraba a su prima con
ojos fríos y alegres.

El hecho de que el desarrollo de María Flora


se hubiera retardado, no obstante contar con
edad suficiente, era una falta que recaía sobre
ella. Se trataba de algo necesario y terrible, y,
no tenerlo, la colocaba en condiciones distintas
e inferiores a las de las otras muchachas, por lo
que deseaba que se cumplieran los pronósticos
de su madre y que verdaderamente el aire del
campo le conviniera.
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Elisa Mújica

Su primo Stephen, hijo de una hermana ma-


yor de doña Aurora, que estudiaba arquitectura
en la ciudad, iba algunas veces a visitarlas. Des-
de que eran pequeños los habían considerado
novios, pero ahora se apoderaba de María Flora
un miedo extraño cuando su primo llegaba, y
procuraba evitarlo y sentarse lejos. Stephen se
marchaba desconcertado, sin que a ella le fue-
ra posible explicarle lo que le pasaba.

De entonces eran las primeras cartas: «Queri-


da prima: Estoy triste. El domingo usted no qui-
so conversar conmigo...)) Aunque se tuteaban,
Stephen consideraba más correcto tratarla de
usted en las cartas. Era muy serio, con los ojos
adormilados y el cuerpo demasiado largo. Ha-
blaba a María Flora con acento de superioridad,
como si creyera que ella ignoraba muchas co-
sas. A veces la miraba fijamente y parecía que
necesitaba algo y que en secreto se lo pedía.

El día que María Flora sintió el cuerpo raro,


fatigado aunque no había hecho ejercicio y ado-
lorido aunque no podía precisar ningún dolor,
adivino que por fin había llegado lo que espe-
raba y se alegró en lugar de turbarse. Cuando
doña Aurora la mandó acostar y después fué
a acompañarla a la cama, llevándole una gran

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taza de agua de naranjo, humeante y olorosa,
le gustó que su madre la cuidara y tuvo que disi-
mular que se encontraba orgullosa. Le parecía
que había ganado la estatura de doña Aurora y
que en adelante existiría una complicidad en-
tre ambas. Así ocurrió en realidad. Les bastaba
una mirada para entenderse, y María Flora se
sentía importante cuando su madre la llamaba
aparte para recomendarle quietud.

Entonces sÍ comenzó a producirle efecto el


aire del campo. En el vaivén de las llamas, frente
a la chimenea, María Flora volvió a contemplar
su rostro de esa época. El cutis se le puso lim-
pio y tirante; el pelo, que antes era de un rubio
ceniza, adquirió brillo. Le llegaba a la espalda,
libre de las pomadas y de los rizos artificiales
de la peluquería. Los sweters dejaron de caer-
le desgonzadamente sobre los hombros. Cada
día era como si le naciera una fuerza nueva. A
veces, sin importarle nada haber crecido tanto,
trepaba a los árboles más altos y se espinaba
las piernas, saturándose de las emanaciones
de las hojas. Le parecía que el árbol era un ser
vivo que ella dominaba, lo que la llenaba de se-
guridad y placer.

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Elisa Mújica

No sabía si era bonita, pero se sentía limpia y


a gusto los domingos, cuando se ponía su jardi-
nera escocesa, con la blusa de organdí y la me-
dalla de la Primera Comunión, atada al cuello
por una cinta negra. Stephen sí estaba persua-
dido de que lo era. Por fin se habían hecho no-
vios de verdad. La visitaba todos los domingos y
entre semana le escribía cartas en las que ya la
trataba de tú. Anoche soñé contigo. Estábamos
en una ciudad desconocida y nos rodeaban las
llamas de edificios incendiados. Yo no soltaba
tu mano y no nos ocurría ningún mal. Cuento
los días que me faltan para estar contigo y los
divido en horas y minutos, y eso me alegra y
entristece, porque me parece intolerable cada
momento que vivo sin verte...»

Los instantes perfectos eran los que María


Flora pasaba a solas, tendida sobre la yerba del
jardín. La rodeaban las corolas blancas y azules
de los lirios e imaginaba un Stephen un poco
diferente del verdadero. Entonces oía que las
palabras de las cartas se las repetía otro ser
que no era su novio y que se parecía extraña-
mente a ella misma.

En las vacaciones de Navidad, Stephen fué a


visitarla. Ayudada por Isolina, arregló el pese-

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bre con caminos de arena dorada y una estrella
de rayos de plata. Cuando llegó el momento de
hacer la novena, todos se arrodillaron, aunque
ninguno pensaba en rezar. Los ojos de María
Flora parecían más grandes. Esperaba un acon-
tecimiento esa noche.

Al fin terminó la novena y, mientras los demás


se dirigían a la sala, Stephen la condujo al rin-
cón donde se levantaba el pesebre, del que ya
habían retirado las luces. Ella sentía que iba a
conseguir una cosa que deseaba, no sabía que
Stephen obraba automáticamente, como si se
tratara de cumplir una orden. Le dió el primer
beso en la boca, pero sus movimientos fueron
tan precipitados, que echó a rodar las ovejitas
del rebaño... El ruido atrajo a Isolina, quien se
quedó mirándolos interrogadoramente, mien-
tras los dos, azorados, volvían a parar las oveji-
tas una a una...

iQué expresión de avidez tenía la cara de


Isolina esa noche! Burlonas, las llamas de la
chimenea la dibujaban de nuevo. María Flora
nunca le había concedido importancia a su pri-
ma. La consideraba una figura secundaria de
su vida y de repente Isolina quedó con los hilos
en la mano. Porque fue ella la que se convirtió

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Elisa Mújica

en esposa de Stephen. ¿Cómo empezó a tejer


la red que separó poco a poco a María Flora?
Isolina siempre había sabido lo que deseaba y
se dirigía a conseguirlo a través de todos los
obstáculos. Esa era la ventaja que poseía so-
bre su prima. Stephen había sido para ella un
buen marido, que llevaba a los niños al parque
los domingos. Cuando María Flora lo encontra-
ba, creía descubrir en sus ojos una expresión
ansiosa. De su amor de adolescente no queda-
ban sino esas cartas.

¿Sería preciso deshacerse también de las


que le escribió Andrés? Se había alejado de él
y, sin embargo, a María Flora le agradaba pen-
sar que conservaba sus cartas. Los rasgos de
la letra, sobre el papel gris, eran finos y seguros
y se inclinaban hacia adelante, empujándose
unos a otros. Así, excluyente, dominante, fue él.
Y María Flora lo había amado a pesar de todo.

Cuando lo conoció, hacía varios años que


doña Aurora había muerto. Ella trabajaba como
secretaria en la ciudad, y su frescura campesi-
na empezaba a ser reemplazada por el artificio
de costumbres nuevas. Vestía bien, a fuerza de
copiar en la calle y en el cine a las mujeres que
le parecían elegantes. Un día, mientras almor-

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zaba en el restaurante de un hotel, observó que
un hombre la miraba y se inclinaba para trazar
algo sobre una hoja de papel. Comprendió que
dibujaba su rostro. ¿Sería que la juzgaba boni-
ta? María Flora no volvió a ver al pintor, pero le
quedó agradecida. Era uno de esos seres des-
conocidos que se presentan de repente en la
vida y que, sin saberlo, dan mucho...

Ese mismo día, por la tarde, le presentaron


a Andrés.

Ella había sido invitada a la casa de una ami-


ga muy rica. El lujo de los salones y de los trajes
de los que la rodeaban no la deslumbró. Aunque
habitaba una casa vieja, con muebles adquiri-
dos a plazos, sabía moverse silenciosamente
entre los objetos bellos y caros. Sin embargo,
despertaban en su corazón ansiedades repri-
midas y extrañas. Al despedirse, Andrés se incli-
no profundamente y le besó la mano. Entonces
María Flora creyó encontrar algo que le perte-
necía y que había perdido. Con ese solo gesto,
él la transformó en una mujer distinta.

En adelante se encontraron muchas veces. A


María Flora la halagaba que la gente la mirara
cuando salían juntos, pero ella prefería mirar-

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Elisa Mújica

lo a el. Poseía una gran belleza varonil y María


Flora sentía piedad por su rostro, por su cabeza
bien proporcionada, sus ojos de matiz metálico
y el dibujo perfecto de su boca. Pensaba que un
día la luz de los ojos de Andrés estaría mustia,
desmoronada la altivez del medallón, y quería
ser buena con él para compensarlo de lo inevi-
table. La compasión que le inspiraba formaba
parte del poder que Andrés ejercía sobre ella y
que la inducía a aceptar cada tarde citas clan-
destinas en la casa de él.

Porque no podía negarle nada cuando la


miraba sorprendido o descontento. Pero para
complacerlo tenía que lanzar un reto a la so-
ciedad y a las normas de conducta que le ha-
bían inculcado, y eso la endurecía por dentro.
Amaba a Andrés y, sin embargo, lo juzgaba con
actitud. Lo consideraba un niño, irresponsable
y frívolo. Hasta cuando se mostraba mejor, no
lo aceptaba sin escrúpulos y dudas. Pero se-
guía haciendo lo que él le pedía, segura de que
se trataba de un sacrificio y de que no merecía
que lo hiciera.

Un día maduró el propósito de no volver a


verlo. Por la noche, Andrés encontró una mujer
desconfiada y resuelta y quedó sin argumentos

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y desarmado ante ella. Se marchó, mientras
María Flora fortalecía su decisión de dejarlo y
creía que esa noche había conseguido un gran
triunfo y reconquistado su libertad. Al día si-
guiente obtuvo que el jefe de la oficina le otor-
gara vacaciones anticipadas, alegando que ne-
cesitaba un descanso.

Su proyecto consistía en pasar unas semanas


en un pueblo perdido del Oriente. Allí nada la in-
tranquilizaría y poco a poco se iría recobrando.
Parecía haber olvidado por completo que An-
drés tenía la costumbre de viajar al mismo sitio
todos los años por esa época. Cuando lo vio en
el jardín del hotel, serio y pálido, en medio de
los árboles cargados de ruidos, de hojas donde
reverberaba el sol y de flores encendidas, pen-
só que era inútil tratar de persuadirse de que
quería olvidarlo.

No podía luchar contra Andrés, cuando abra-


zarlo significaba la supresión de todo lo des-
agradable : el frío, la soledad, la estupidez de la
gente, los remordimientos. Era un olvido lleno
de paz, parecido al del sueño, pero sin perder la
conciencia de la vitalidad y la juventud. Cuando
estaban juntos iniciaba un juego con él. Aun-
que sabía que cada segundo los aproximaba a

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Elisa Mújica

lo que ocurriría, prefería retardar el momento e


inventaba temas de conversación con el fin de
lograr distraerlo también.

—Prométeme que el domingo me llevarás a


pasear —le decía—. Iremos juntos al pueblo don-
de viví hace años. Te mostraré la iglesia y verás
los cuadros viejos que hay en la sacristía.

Por los ojos grises de Andrés pasaba un re-


lámpago y después se oscurecían. Decía con la
voz cortada, impaciente:

—Ahora no hablemos de eso. Dime que me


quieres. Dímelo.

¡Cómo se mostraba imperioso y tierno, suave


y tenaz! María Flora se sentía asustada y feliz.
Había hablado por el placer de oír esa respues-
ta. Después, cerraba los ojos e imaginaba que
los dos iban hacia el mar por el camino que
descendía de una colina. María Flora deseaba
caminar despacio, deteniéndose a cada vuel-
ta, y, en cambio, él, él tenía prisa. Quería llegar
para hundirse rápidamente en el agua...

La conducía jadeante, a grandes pasos. Al


regreso se repetía lo mismo. Ella estaba retra-

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sada de nuevo, pero ahora lo que pretendía era
quedarse abajo, en el mar. Andrés siempre se
adelantaba y subía de un salto a la superficie.
Ya había olvidado las palabras dulces y las mi-
radas de niño. Entonces sí le interesaba el pro-
yecto del paseo.

¿Cuánto tiempo crees que nos llevara ir hasta


allá? ¿A qué hora podemos salir?
María Flora se sentía ofendida. ¿Con quién
había confundido a Andrés?

Algunas veces, en los viajes rápidos que


efectuaba él, y otras, aún sin salir de la ciudad,
se escribían. Habían descubierto que el amor
necesitaba una medida que no le daban sino
las palabras escritas. Muchas cosas que Ma-
ría Flora no se atrevía a decirle en persona, las
escribía. Su amor adquiría una resonancia que
no tenía antes, y que aún conservaba, intacta,
en las cartas. La hechizaba de nuevo, a pesar
suyo, como antes.

Andrés era como un niño. María Flora lo sabía


y, sin embargo, había querido depender de él.
Sólo a él le daba poder para juzgarla y per-
donarla. Y de pronto averiguó la razón que le
impedía casarse: desde hacía mucho tiempo

30
Elisa Mújica

había en su vida otra mujer. Una mujer con más


derechos que ella.

No era verdad que quemaba las cartas por


respeto a los convencionalismos, ni lo hacía por
el pretexto de que no podía llevar en su equipa-
je más que lo indispensable para viajar al en-
cuentro de su prometido. Era por lealtad a Oc-
tavio. Si las conservaba, Octavio no diría nada.
Nunca le reprochaba nada; pero, estando a su
lado, María Flora no quería la secreta vida que
significaban las cartas. Sería una traición.

Ella no podía traicionar a Octavio, el hombre


que la había esperado durante años, viéndo-
la enamorarse de otros, siempre equivocada,
siempre en busca de un desengaño. El amigo
que cuando la vió decepcionada, le ofreció su
nombre y la posición que había labrado a fuer-
za de constancia. Junto a Octavio ella encontra-
rá por fin seguridad, porvenir...

Las llamas de la chimenea se avivan y lue-


go crecen, regocijadas con la carga que espe-
raban en su avidez. Destruyen la letra infantil
de Stephen, los pliegos grises, las palabras que
producían un hechizo. Ahora ella podrá reunirse

31
con Octavio, el único quizás que la ha querido, y
recomenzar junto a él una vida tranquila, feliz.

Pero en ese instante María Flora, inclinada


sobre las cenizas, empezó a llorar desespera-
damente, como si llorara su juventud

32
Elisa Mújica

LAS RECLUSAS

E n la oficina —había descubierto Vilma— se


podía comer, leer, ponerse polvos y pei-
narse. Pero, a menos de contar con aptitudes
especiales para dormir sentado, no era posible
hacerlo, como tampoco estirarse cuando tenía
dolor de estómago, o quitarse a ratos los ante-
ojos y sentirse a sus anchas, considerándose en
libertad y sin rendir cuentas a nadie. Para com-
pensarlo Vilma, Adela y Orfany, las tres emplea-
das adscritas al servicio de archivo, apelaban
a sustitutos. Naturalmente no se trataba sino
de pequeñas diversiones inocentes, sin térmi-

33
no de comparación con las que se ejercitaban
en otras dependencias, en las cuales sucedía
lo inaudito, rezongaban las malas lenguas.

Por fortuna episodios como el de la viuda que


se quería consolar, o el de los adolescentes y
el jefe biforme, o el de la bella provinciana y el
turco insaciable, se habían desarrollado en el
Incorebb (instituto colombiano de recolección
de elementos básicos en bruto), en pisos aleja-
dos del archivo y en horas no hábiles.

Cuando Orfany, Vilma y Adela se enteraron


de los detalles, el honrado espacio rectangular
colmado de gavetas verde oliva empezó a po-
blarse. Surgieron espectros.

Uno era el de Eulalia, la secretaria del quin-


to, con los senos enormes forrados en suéteres
rojos, verdes perico o zapotes, y, desde luego,
con minifalda. A falta de algún exorcismo, para
alejarlo, Vilma tuvo que abrir de par en par las
ventanas a fin de renovar el aire.

En otras ocasiones le daba así mismo buen


resultado consultar el libro La buena mesa, de
doña Sofía Ospina de Navarro, que sepultado

34
Elisa Mújica

sin intención preconcebida en el cajón del es-


critorio, se hallaba siempre dispuesto a diluci-
dar cuestiones como las relacionadas con la
mezcla de yemas batidas y maicena.

Vilma no disponía en su casa de tiempo sufi-


ciente para preparar las recetas. Pero de la nos-
talgia que le inspiraba no hacerlo se desprendía
un aura. Ahuyentaba el fantasma de Eulalia.

Entonces se extendía otra vez sobre el recinto


la capa pulcra y aséptica que lo caracterizaba.

Sin embargo del montón de cartas, telegra-


mas, informes, actas, prospectos, estadísticas,
cuadros, facturas y diafragmas que las tres
debían introducir en sus fólderes respectivos
durante ocho horas cada día, seguían brotando
asechanzas. A fin de burlarlas, Adela y Orfany
se contentaban con los procedimientos comu-
nes y sancionados por la costumbre: tachar
monigotes en el juego de ahorcados, sacar
crucigramas, o llamar por teléfono a una amiga
casada que acababa de despertarse a las diez
en punto. En cambio ellas cogían el bus a más
tardar a las siete y cuarto de la mañana cuando
iban, retrasadas.

35
En materia de distracciones, Vilma era la que
poseía el repertorio más novedoso. Uno de sus
pasatiempos favoritos consistía en escribir los
avisos de recibo rozando apenas con las uñas
el teclado de la máquina y sin dejar caer un
borrador sostenido con la mano izquierda y
un trozo de plastilina con la derecha. Si com-
praba a los vendedores ambulantes bolsitas
transparentes de celofán repletas de limones,
y arañaba a escondidas la cáscara mientras
perforaba los cartapacios, el olor sano y astrin-
gente invadía la oficina y a ella le daba la sensa-
ción de escaparse. Pero fue su afición a copiar
a mano (por ningún motivo a máquina) en el
papel suministrado sin tasa por el almacén de
útiles, poemas como el If, de Kipling o Sereni-
dad, de Nervo, el principio de su familiaridad
con las mayúsculas góticas. Duras en aparien-
cia como cubiertas por escudos erizados, eran
en el fondo afables y dueñas de la facultad de
comunicarse. Sobre todo al reteñirlas con co-
lores contrastados como el púrpura y el oro, el
índigo y el anaranjado, demostraban su buena
voluntad de acompañarla por trayectos solea-
dos, aunque a veces no faltaban como sombras
agoreras las siluetas de los archivadores que
la amenazaban. Pronto averiguó que cualquier
singularidad tenía su precio y que tarde o tem-
prano se pagaba.
36
Elisa Mújica

Sus compañeras no vivían únicamente para


esperar la quincena y los días de fiesta. (A to-
das les sucedía que, los domingos, al regresar
a la casa después del cine y en el momento de
meterse en cama, la impostergable inevitabili-
dad de que amaneciera laborable la mañana
siguiente se transformaba en un frío que las
punzaba).Pero por regla general en el archivo
no faltaban las oportunidades de demostrar
sociabilidad y atractivos personales, y no sólo
mientras tomaban tinto y fumaban. Vilma, por
sus hábitos de independencia, las escamotea-
ba y defraudaba. Huía de su sitio sin moverse
y sin invitar a las otras. Las abandonaba por
sus limones y sus lápices, sus mayúsculas or-
namentadas y sus poemas de Kipling. Tanto
Adela como Orfany sufrían la afrenta. Entonces
se vengaban.

Al comienzo no se trató sino de simples esca-


ramuzas sin consecuencias, semejantes a las
que surgen entre los habitantes de los países
circunvecinos por quítame allá estas pajas. Si
Vilma pedía un favor, Orfany y Adela se hacían
las sordas o le contestaban que precisamente
en ese minuto tenían las manos ocupadas. La
carta que ella necesitaba con urgencia para
agregar a un expediente extraído trabajosamen-

37
te de las filas más apretadas, desaparecía del
sitio en que sabía que había estado. Mientras
la buscaba se le ofrecían dos alternativas: o
levantar los ojos para cruzarlos aceradamente
con los que la desafiaban, o soportar con estoi-
cismo que se burlaran a sus espaldas. El roce
permanente exacerbó los ánimos. Aunque no
se declararon abiertamente las hostilidades,
los escritorios de cada una pasaron a conside-
rarse como parte integrante de un territorio en
litigio. Para defender o se atenían a sistemas
especiales de señales de alarma.

Antes que exponerse a ser atacada, Vilma,


con la mirada en vigilancia de un ratoncillo al
pie de su madriguera, prefirió revisar la totali-
dad de los fólderes, desde la A hasta la Z. En
alguno debía encontrarse la segunda hoja ex-
traviada de un informe, a menos que reposara
en poder de Adela, cuyo escritorio se hallaba si-
tuado a la diagonal del de Orfany. Pero ir hasta
allá para preguntarle equivalía a aproximarse al
otro en circunstancias que podrían ocasionarle
represalias. Eran las diez de la mañana, hora
de la charla telefónica de Orfany, ya no con su
amiga sino con el marido de ésta, un poeta em-
peñado por lo visto en no soltarla sino después
de empaparla de su producción literaria de la
víspera.
38
Elisa Mújica

El poema debía hallarse en el punto culmi-


nante de su signo melódico. La favorecida po-
nía cara de fascinada. Entonces, y quién sabe
por qué razón inescrutable, el miedo de Vilma
se transformó en su contrario. La impulsó a
situarse exprofeso al lado de la extensión tele-
fónica, considerada de su propiedad exclusiva
por Orfany. Primero, y con el pretexto de dar
cuerda al reloj, colocado en el sitio más neu-
rálgico, se echó materialmente encima del au-
ricular. Orfany advirtió al platicante: “Ahora no
puedo comentarte”. Vilma, tan pronto termino
con el reloj, continuó con el cambio de fecha
del almanaque vecino, muy atrasada. Orfany no
tuvo más remedio que colgar.

En seguida dijo, muy brava:


—Hace cinco minutos dejé al pie del teléfono
mi polvera de plata y ya no está. Alguien la co-
gió para fastidiarme.

No se dirigía en particular a nadie pero er-


guía dignamente la cabeza. Adela fingía escribir
y volteaba la espalda. Por su nuca torsionada
cruzaban pálpitos. Vilma embistió aunque tar-
tamudeante:
—No pretenderás insinuar que yo. Junto al te-
léfono no había nada.

39
A un conserje viejo de pelo apelmazado a
fuerza de brillantina y ojos como gotas de aza-
bache, se le puso la cara lustrosa por la satis-
facción de oír la disputa. Orfany y Vilma tenían
los ojos torcidos y apasionados. Cuando empe-
zaron a clavarse banderillas, utilizando conoci-
mientos profundos e ignorados hasta el minuto
precedente sobre la parte más vulnerable del
adversario, había aumentado el número de cu-
riosos instigados por el conserje. Ambas, con el
pelo revuelto y las mejillas arreboladas, volca-
ban cajas y cajones sobre el entablado. El pa-
pel de árbitro lo asumió espontáneamente Ade-
la, tan radiante que se mostró generosa y lanzó
la teoría de un responsable difuso: el agente de
neveras a plazos que visitaba las oficinas para
ofrecer financiaciones sin cuota inicial y en
veinticuatro contados. Justo en ese momento
resplandeció el níquel de la polvera, inocente y
nítida, a poca distancia de la extensión telefó-
nica y detrás de una revista de jardinería muy
manoseada..

En adelante las horas de oficina se volvieron


interminables. Vilma decidió pedir su traslado
a otro puesto. Según su opinión, Adela y Orfany
eran sus antípodas, pertenecientes a una raza
sin afinidad con la suya. No les dirigiría la pala-

40
Elisa Mújica

bra ni aun en el caso de que se viera obligada a


continuar en la misma oficina. Estaba lastima-
da no sólo por el incidente de la polvera. Exis-
tían varios análogos. Hacía poco había pesca-
do una alusión injuriosa sobre las empleadas
que ganaban el sueldo casi de balde. Adela
sostenía que Vilma ignoraba los intríngulis de
la profesión de archivera. Llegaba hasta sugerir
su desconocimiento de lo que sabía un niño de
primeras letras: el orden alfabético. Lo decía
aunque había visto con sus propios ojos el di-
ploma de bachiller de Vilma. El motivo consistía
en que ni ella ni Orfany podían dar un paso si
no las apoyaban las andaderas del hábito. En
cambio Vilma archivaba a su modo. No res-
petaba siempre la letra que tocaba sino una vez
sí y otra no, para que fuera como si saltara a la
pata de gallo.

Antes solían contarse cuanto les pasaba por


la cabeza. Orfany describía con lujo de deta-
lles el mejor método para pintarse el pelo en
la casa, y Adela explicaba el último tratamiento
para adelgazar comiendo. A las dos les encan-
taba que Vilma se explayara en confidencias so-
bre las desgracias que afligían a los miembros
de su familia.

41
Si escogía otra depositaria, por ejemplo la
huérfana casi ciega del segundo piso encarga-
da de manejar las clavijas del conmutador del
teléfono, que se pirraba por las tragedias, sus
compañeras se ofendían como si las privara
de un derecho. Pero ahora el silencio se cernía
sobre la oficina igual a un ángel que las expul-
sara.

A fin de guardar las apariencias y sobre todo


para evitar el enmohecimiento de los órganos
vocales, de cuando en cuando emitían sonidos,
pero separados de su conexión con los centros
nerviosos y el elemento intencional. Las pala-
bras rebotaban en el aire lo mismo que pelo-
tas que nadie se tomaba la pena de recoger. A
veces Vilma preguntaba a Adela: “¿Qué hiciste
ayer?”, con la repugnancia de tragar una medi-
cina de mal sabor y con la seguridad además
de su ineficacia. La contestación era un seco
“Lo mismo que siempre” sin resonancias.

Finalmente consiguieron la neutralización


total de la voz. En lo sucesivo perdió sus deli-
cadas diferencias tonales encargadas de acen-
tuar cada significado como un lazo de unión.
Hasta cuando repetían las noticias que traía
el periódico: “Cayeron cinco guerrilleros en la

42
Elisa Mújica

montaña” o “Asesinaron a una dama de la em-


bajada inglesa, en un barrio residencial”, no
producían eco. Filosos, segregados, los fone-
mas salían de sus gargantas como cuerpos du-
ros, impenetrables, que las arañaban.

Faltaban cinco minutos para las seis de la


tarde. Había llegado el momento crepuscular
en que la luz, al proyectarse sobre las gavetas
y los cartapacios, los escritorios y los archiva-
dores, modificaba su actitud. Por un instante
los volvía cálidos y hospitalarios. La oficina se
transformaba en cualquier lugar del mundo en
que para unos amigos era grato reunirse. La la-
bor de tejido en dos agujas de Vilma, hecha un
reburujo y escondida en el fondo del cajón de la
izquierda, la invitó a dar allí mismo unas punta-
das a fin de concluir felizmente la disminución
de la sisa. Pero Orfany y Adela, hoscas en sus
rincones, no la animaron. El tejido se convirtió
para ella en un trapo desgonzado que la abo-
chornaba.

Ya con la gabardina puesta se libró de repen-


te de sus suspicacias como si sacudiera una
telaraña.

43
Antes de irse, un pequeño elogio a sus com-
pañeras no le costaría casi. Sería la moneda
barata para comprar su tranquilidad esa tarde.
Después de todo Adela y Orfany poseían gran-
des cualidades. De pesarlas en una balanza
a lo mejor inclinarían el platillo más que las
suyas. Cuando Vilma tenía dolor de cabeza se
alarmaban. Le insistían para que pidiera permi-
so y fuera a consultar al médico del seguro. Si
necesitaba plata se la prestaban. Había días
que compraban repollitas rellenas de crema y
la invitaban.

Para adularlas se valdría de un recurso que


no fallaba. Les repetiría el piropo improvisado
en una ocasión memorable por el subjefe de
correspondencia: “Lo mejor de Incorebb es el
archivo”.

Se hallaba un tanto gastado pero les endul-


zaría los oídos antes de que se marcharan. Sin
embargo Adela lo completó con retintín: “Y no
sólo el archivo sino las archiveras”. Devolvía
fríamente el cumplido de Vilma como si supiera
que se trataba de una limosna. Ya era tarde
para hacer contacto. Orfany se encargo del epí-
logo con un cortante: “Ay, qué risa”.

44
Elisa Mújica

Todos corren a apretarse en los ascensores.


Por un momento sienten miedo como si al abrir-
se lentamente la valva que los apresaba defen-
diéndolos, quedaran abandonados a la incon-
sistencia, el frío, el viento de la calle. Junto a la
puerta principal se agolpaban los vendedores
de lotería, de ruanas de Sogamoso, de pajari-
tos lilas y amarillos, de cigarrillos americanos y
bolígrafos de contrabando, del vespertino con
los últimos escándalos en letras coloradas y
gráficas de media página. Adela cuenta men-
talmente los billetes de su cartera: “Ochenta,
ciento cincuenta, doscientos”. Tampoco le al-
canzan para comprar el paño escocés que le
coquetea en una vitrina desde el mes pasado.

Orfany no necesita mirar para cerciorarse de


que su poeta esta ahí, puntual a la cita, con sus
espaldas de boxeador y su estatura que aventa-
ja una cabeza a los demás, altanero, petulante,
dueño del ángulo estratégico para apreciar bur-
lonamente la perspectiva del enjambre que se
apelotona antes de desintegrarse.

Igual la mirará a ella un rato más tarde, cuan-


do ambos se deslicen por el pasillo del hotel
alumbrado apenas por un bombillo de escasas

45
25 bujías, y afortunadamente que es así para
que, en el instante en que la vieja de la caja
reciba los billetes y les entregue la llave del
cuarto, a Orfany le resulte más fácil volver la
cara a otro lado y ocultarse. Lo mismo hacía de
chiquita, cuando jugaba al escondite con sus
hermanos y, aunque ellos la encontraran y la
empujaran, si cerraba los ojos lograba que algo
más importante que su cuerpo se evadiera, se
librara.

Vilma proyecta ir a rezar a una iglesia cerca-


na. Pero se arrepiente porque a medida que se
hace noche aumenta el frío. Las calles se
vuelven hostiles y la rechazan. Además, a esa
hora la misa es de réquiem y la dice un Padre
de voz gangosa y con ornamentos fúnebres.

46
Elisa Mújica

LA BIBLIOTECA

Desde que Demetrio era chiquito mostró pre-


disposición por el método, la regularidad y la
simetría. No podía tolerar la vista de un cuadro
torcido. Si se ladeaba el bodegón de duraznos,
manzanas y toronjas que estaban en el testero
del comedor, rehusaba continuar almorzando.
Sin importarle que se le enfriara la sopa se le-
vantaba y, con gran delicadeza, encaramado
sobre una tarima, restablecía el perpendículo
exacto de la cuerda que sostenía el lienzo.

47
Cuando aprendió a leer lo atrajeron las enci-
clopedias. Registraba las palabras en un cua-
derno, agrupándolas por familias lingüísticas e
ideológicas. Lo apasionaba puntualizar las re-
laciones que sostenían entre sí, no apreciables
a primera vista pero lógicas y satisfactorias al
caer en cuenta. Parentescos como los que
advirtió entre ceniza y Escorial (monumento
levantado en piedra), código y verdugo
verdugo, meta
y más allá
allá, hicieron sus delicias. A veces, arras-
trado por caprichos, alteraba voluntariamente
las normas de sus nomenclaturas. Si por ejem-
plo en la fila consagrada a verdad
verdad, en la que
figuraban permanencia-estático- indestructible
indestructible,
introducía algún miembro del grupo de historia,
provocaba grandes disturbios. Los acompañan-
tes de este último: fábula-tiempo-necrología
fábula-tiempo-necrología,
no compaginaban con el primero. Otras voces
como reproducción
reproducción, a la vez trasunto o copia y
rescate o devolución de lo perdido, también le
formulaban graves interrogantes.

La segunda de sus distracciones infantiles


consistían en construir pirámides. Utilizaba
pequeños conos de madera en olores que su
mama le había regalado. Ella sin embargo se
compadecía de sus juegos de niño solitario.

48
Elisa Mújica

Para consolarlo lo llevaba a las funciones del


circo, al cual por fortuna tenían entrada gratis
debido a un parentesco lejano con el dueño.

Como la propensión del muchacho debía ha-


llarse entretejida con características profundas
de su psicología, al sonar la hora de escoger
una carrera eligió la de bibliotecólogo. Contra-
riaba las aspiraciones de la familia, que había
deducido que lo esperaban altos cargos de
su inclinación a quemarse las pestañas. Pero
cuando Demetrio aprendió el método Dewey,
sobre clasificación de libros en orden decimal,
comprendió que no se trataba de unsistema ru-
tinario. Por el camino que trazaban las divisio-
nes del catálogo, denotativas de su nacionali-
dad y época, tema y carácter, conexiones e inter
influencias y contando con la valiosa ayuda de
los índices analíticos y las tablas de consulta,
los encabezamientos, los montones de fichas
y las guías de colores, conseguiría sus propó-
sitos. Estos consistían en demarcar la frontera
de cada obra para fijarle concienzudamente su
radio de acción.

A fin de empezar, y una vez posesionado del


cargo de director de la biblioteca distrital —orga-
nismo adscrito a las dependencias del concejo—

49
concretó su atención en el asunto de las genealo-
gías. Pero como el sistema Dewey era inapelable
en el sentido de que los tomos debían ocupar
en los estantes los sitios exactos que les corres-
pondían, si en el curso de una lectura Demetrio
variaba de criterio respecto a la índole de un
libro, se hallaba obligado a cambiar de lugar los
anteriormente colocados con el objeto de ase-
gurar el orden. Mientras efectuaba las reaco-
modaciones no tenía más remedio que arrojar
los volúmenes sobre el piso de la biblioteca.

Gracias a su tenacidad y espíritu de trabajo,


que sobrepasaban con creces el horario oficial,
conservaba la esperanza de organizar algún
día concertadamente los entrepaños, conjuran-
do los brotes de anarquía. Pero como sus lecto-
res pertenecían a la clase popular —obreros de
fábricas, aprendices de oficios, dependientes
de pequeños almacenes— le solicitaban trata-
dos de ortografía o folletos de divulgación de la
ciencia contable, los cuales no aparecían cuan-
do hacía falta. Se hallaban debajo de grandes
aludes formados por los otros volúmenes.

Una mañana entró en el salón una mujer a


buscar un manual sobre crianza de búhos. Para
atenderla, Demetrio tuvo que escalar monta-

50
Elisa Mújica

ñas y descender a cavernas constituídas por


arrumes de papel. Finalmente logró exhumar
el breve compendio, en la compañía de mamo-
tretos que versaban sobre alquimia, inquisición
y filtros extraños y agregado a un ensayo mo-
derno de Papini, titulado El diablo
diablo.

Aunque había progresado mucho en su entre-


namiento para levantar grandes pesos —lo que
por cierto nunca se había figurado que llegaría
a ocurrirle dada la apariencia frágil de los cuer-
pos de papel— las variantes no le suministra-
ban la solución del dilema. Sin embargo, lo que
sumergió su cerebro en un maremágnum no
fue un volumen de apariencia respetable sino
un pequeño relato empastado en cuero azul.
Narraba la historia de una niña, Palma, víctima
de desarreglos emocionales que la convertían
en desadaptada social, por lo que Demetrio lo
consideró en principio como perteneciente al
renglón de la patología, dentro del campo de la
medicina y en el vasto territorio de las ciencias
aplicadas. No obstante, los síntomas padeci-
dos por la protagonista no se habían formado
al azar.

Existían agentes. A estos —se dijo— convenía


desenmascarar para incrustarlos en la colec-

51
ción de obras prohibidas que ostentaba etique-
tas negras a fin de servir de aviso a los inexper-
tos. La infancia del padre de Palma había sido
muy dura. Era el hijo menor de un hombre que,
probablemente por atavismo y porque necesi-
taba atraer a su espectáculo circense el mayor
número posible de espectadores, era notable
por la mano fuerte con que trataba a sus artis-
tas. Sus tres hijos hacían parte del elenco. Pero
mientras los dos mayores mostraban fortaleza,
el último se orinaba de miedo cuando el viejo lo
mandaba lanzarse al aire desde el trapecio, o
introducirse en la jaula de los leones con la sola
protección de una varilla calentada al rojo. N o
valían castigos.

El problema resultaba mucho más irritante


para el padre cuanto que no cabía poner en
entredicho la estirpe del muchacho, dadas las
medidas moriscas implantadas desde la inicia-
ción de su matrimonio. Al llegar a esta parte de
su lectura Demetrio casi adivinó los aconteci-
mientos que se sucederían luego. La trama se
relacionaba con las leyes de la herencia. Estuvo
a punto de adjudicarles la génesis de la obra.

Para colmo, en el caso de Palma el asunto se


complicaba por la situación de la familia mater-

52
Elisa Mújica

na. Sus miembros trabajaban o fingían trabajar


por salarios mínimos con los que se subalimen-
taban y compraban a plazos ropa de pacotilla,
diez veces más cara que al contado. Con plata
prestada asistían a las funciones del circo en
las noches de gala.

Entonces se exponían a confundir la excita-


ción reinante bajo la gran lona, la expectativa
creada por la música, el lujo de la equitadora y
las lentejuelas de la contorsionista, con otras
tantas caras de la libertad. Entre sus parientes
la más tentada era Linda, que se convirtió des-
pués en madre de Palma.

El espejo le decía que era bonita y contaba


con que a la larga le estaban reservadas las
emociones de la pista. El hijo menor del dueño
del circo la conoció por casualidad, a la salida
de una función. A la admiración agregó un sen-
timiento de gratitud. Jamás había sido objeto
de homenajes como los que le prodigaba la
muchacha. Se obstinó en casarse con ella, a
pesar de la protesta de la “troupe” por la intro-
misión de un miembro sin arraigo en las filas
de la barra y la acrobacia. Conflicto de clases,
incompatibilidad de caracteres, cargas ajenas
a la profesión, fueron algunos de los epígrafes

53
que este pasaje sugirió a Demetrio. El argu-
mento se complicaba aunque podía preverse el
desenlace.

Con motivo de su casamiento, el muchacho


revivió la experiencia de elevarse en la exigua
tablilla sostenida por dos lazos. Constituía su
único sostén entre volantín y volantín, mientras
el público contenía la respiración y la trompeta
de la orquesta tocaba alerta. Para conquistar a
su mujer le hacía regalos, que Linda aceptaba
como obligado tributo. No se contentaba con
flores y caramelos. Deslizaba insinuaciones en
las que figuraban vestidos, collares y pieles. Al
marido le cicateaba el viejo hasta la última mo-
neda. Pero a la vez le había confiado el mane-
jo de la caja. Allí no sólo guardaba las sumas
necesarias para gastos de traslados y nuevas
instalaciones, sino los ahorros de los artistas
mejor remunerados como la pareja de equili-
bristas y el luchador.

Cuando el último quiso retirar su dinero se


divulgó la noticia del desfalco. El viejo tuvo que
hacer el reintegro para eludir a la policía. Pero
la situación del circo venía resquebrajándose
y lo sucedido la agravó. Cuando se marchó el
prestidigitador y malabarista, y lo imitaron los

54
Elisa Mújica

tres payasos, el dueño recibió el golpe de gra-


cia. El culpable era su hijo, el descastado que
se atrevía a pedirle perdón bañado en lágri-
mas. Lo maldijo delante de Linda y de la niña
de ambos, Palma, que entonces aprendía a dar
los primeros pasos. Demetrio, al terminar este
capítulo dedujo que el viejo mostraba inclina-
ciones sádicas probablemente incubadas des-
de su juventud, cuando se consagró a la difici-
lísima tarea de domesticar un par de oseznos
blancos. Por ello disculpó hasta cierto punto a
Linda, que no pudo resistir el ambiente de sus-
picacias y se fue, llevándose a Palma.

En el libro no se describían con detalle las


consecuencias que la fuga acarreó para el ma-
rido. Pero era fácil imaginarlas. La tabla del tra-
pecio huyó definitivamente de sus manos. S i n
necesidad de estupefacientes cayó en estado
de catalepsia. Así no le importaban introducirse
en la jaula de Asa, la leona que, por sus pési-
mos modales, se salvó de la liquidación y re-
presentaba el último número taquillero que les
quedaba en el circo.

La niña, nerviosa y enfermiza, estorbaba a


Linda en su nueva vida. Sin embargo no quería
separarse de ella. Ni le faltaban sentimientos

55
maternales, ni ignoraba que, si la entregaba
al padre, la utilizaría como argumento para
obligarla a volver, castigándola de paso por su
deserción. No sabía que, mientras tanto, su
marido se había asociado con el antiguo presti-
giador y malabarista, quien descubrió en el hijo
de su expatrón aptitudes preciosas para ambas
artes. Entre los dos montaron un espectáculo
en el que figuraba la lluvia de bolas de billar y
la pesca en el aire con caña. Lo presentaban
vestidos de etiqueta, con frac y corbata blan-
ca. Arrebataba a los espectadores que los col-
maban de aplausos. Lo mejor fue que el pro-
pietario del circo primitivo, ahora de capa caída
y provisto apenas de una carpa deteriorada y
de Asa, se reconcilió con su hijo. Sus recientes
actividades le suministraron la prueba de que
ingresaba por fin en el clan familiar, corroboran-
do su sangre. El flamante ilusionista, con el
objeto de añadir incentivos a su programa, con-
trató a una ventrílocua. Ésta se enteró en se-
guida de la historia de su jefe. Comprendió que
le correspondía rehabilitar la buena fama de su
sexo y reparar en el corazón maltratado los es-
tragos causados por otra mujer. Cuando la ma-
dre de Palma, escarmentada por sus aventuras
que iban de mal en peor, creyó jugar la carta
de triunfo regresando arrepentida, se enteró de

56
Elisa Mújica

que su marido no deseaba ocuparse de ella. Y


no sólo eso sino que andaba en gestiones para
obviar las trabas legales y casarse otra vez.

Quién sabe debido a qué encontrados arre-


batos Linda no intentó recobrar a Palma. El
bibliotecario achacó su actitud a mecanismos
compensatorios, lo que consideró bastante
aproximado a la verdad. En cambio se descon-
certó por la conducta del marido. En lugar de
hacerse cargo de la niña la depositó en la casa
del abuelo, o sea en lo que quedaba del circo.
Seguramente quería evitar perturbaciones a su
recién fundado hogar. Pero en la perplejidad
de Demetrio se agitaba que hubiera olvidado
los sufrimientos padecidos en el mismo sitio y
de las mismas manos durante su niñez. Le pa-
reció que entregaba a su pasado otra víctima,
tan identificada con él como si se tratara de
una sola persona. Al cabo de muchas cavilacio-
nes concluyó que el ilusionista incurría en una
forma de masoquismo dotada de facultades
aplacatorias. Encerraba demasiados interro-
gantes para que pretendiera viviseccionarla.

El viejo se negó en principio a recibir a la cria-


tura. Entonces el padre acudió mañosamente
al juez de menores, a quien comunicó su se-

57
gundo matrimonio y la expectativa en que se
encontraba de nuevos herederos. El juez con-
ceptúo que la guarda de Palma correspondía al
abuelo en su calidad de pariente más próximo.
El viejo se resignó y tuvo la delicadeza de no
mencionar paliativos económicos para el com-
promiso de alimentar otra boca. Pero la llega-
da de su nieta no le deparó el rejuvenecimiento
que le habría ocasionado a no dudarlo un ca-
chorro de Asa. Físicamente la niña era el retrato
de su padre. El abuelo resolvió consagrarse en
persona a entrenarla para su vida de artista.

No dieron resultado ni su método ni su per-


severancia. Palma se echaba a temblar cuando
recibía la orden de practicar los ejercicios más
elementales. El terror le impedía oír las instruc-
ciones. En la maroma se quedaba parada en
la mitad sin decidirse a subir ni a bajar. Tenía
ataxias repentinas. El viejo atribuía para él la
incomprensible mudez a la terquedad con que
su nieta lo desafiaba. Con el fin de convencerla
apelaba a los temibles rugidos de Asa y a su
jeta milagrosamente cerca de la nuca de la
muchachita. A veces el ilusionista asistía a las
sesiones.Aprobaba el sistema y reñía a su hija
por ingratitud. En los intervalos le describía la

58
Elisa Mújica

paciencia y ternura proverbiales del abuelo en


las faenas de educación de los irracionales.

Un día la niña se desprendió de la cuerda y


cayó sin sentido en la arena. En el alejado ba-
rrio donde funcionaba el circo no había médico.
Fue preciso acudir a una mujer que pasaba por
enfermera. Ésta se retiró después de aplicar los
remedios de urgencia. Pero regresó más tarde
y pidió permiso, concedido inmediatamente
y con alivio, de llevarse con ella a Palma a fin
de someterla a un tratamiento sin costo alguno
para la familia. Sólo mucho tiempo después
se averiguó que la llamada enfermera no po-
seía título ni conocimientos en ese ramo. No
internó a Palma como lo había asegurado en
un establecimiento de profilaxia. La condujo a
una casa de diversiones que pagaba muy caro
la consecución de jovencitas.

Ahí terminaba la historia. El desenlace estuvo


a punto de llevar a Demetrio a acomodar el libro
sin más dubitaciones en la casilla destinada a
la trata de blancas. Pero sobra decir que no se
declaró satisfecho.

Mientras tanto había realizado tantas modi-


ficaciones en las estanterías que la biblioteca

59
presentaba el aspecto de tierra devastada. En
esas circunstancias le era más difícil que nun-
ca despachar oportunamente las demandas de
los clientes. Las quejas elevadas por estos al
Concejo se volvieron más apremiantes. Subra-
yaban que la manía del bibliotecario los priva-
ba de la ocasión de hacer citas. Sin ellas no
tenían lugar los ascensos a que aspiraban en
sus honestas carreras. Por su parte Demetrio
comprobó, desesperado que lo había atacado
la alergia al polvo. Para empeorarla eran espe-
cialmente indicadas las condiciones de la bi-
blioteca. Por su culpa no podían librarse de
una tosecilla impertinente cuando los ediles le
pedían descargos.

La contemplación de los volúmenes multi-


plicados en despliegues impresionantes fue
causa también de una psicosis. Como se había
convencido de que superaba sus fuerzas seña-
lar la exacta dosis de culpa o inocencia interca-
ladas en cada obra, el subconsciente lo indujo
a materializar el problema. Para ello no encon-
tró figura más indicada que las guías del bigote
de Demetrio. Se le metió en la cabeza exigirles
un crecimiento milimétricamente igual a lado y
lado. Consultaba sin cesar el cartabón y el es-
pejo. Pero siempre notaba pelos de más o de

60
Elisa Mújica

menos. Al afeitarse la parte sobresaliente en


relación con la otra, respiraba por un momento.
Sin embargo no tardaba en caer en cuenta de
su error. El espejo le mostraba una descom-
pensación a la izquierda como consecuencia
de lo que acababa de quitar a la derecha. Su
antes imponente mostacho se transformó en
un bozo ridículo. En esa facha no podía sopor-
tar las miradas de los extraños, por lo que pasa-
ba el día escondido en el retrete.

Los concejales de la ciudad no consideraron


prudente desatender por más tiempo las sá-
plicas de sus futuros electores, en una fecha
en que se aproximaban las votaciones. Pero
tampoco era justo prescindir de los servicios
de Demetrio, cuya buena voluntad no tenía
tacha. En un acto salomónico le cancelaron el
nombramiento de director y lo nombraron como
guardián de la biblioteca.

En el desempeño de ese cargo lo hemos visto


hace poco, recorriendo los salones de su anti-
guo dominio sin despegar los ojos de los usua-
rios. Le interesa impedir, según manifestó, que
los atraiga la tentación de sustraer un volumen
o de mutilarlo. Aunque él no pasa ya nunca los
ojos por la letra impresa, considera aceptable

61
que los demás lo hagan. La postura que adop-
tan cuando se consagran a esa ocupación es
sedante para quienes los contemplan. Sólo que
Demetrio, concienzudo y escrupuloso, como
siempre, no tolera que marquen con lápiz las
páginas y mucho menos que les doblen las
puntas. Sus protestas no le ocasionan mayores
disgustos por la forma comprensiva como las
expresa. De nuevo le ha crecido el bigote. No
seria raro que tuviera el proyecto de casarse
pues, a pesar de exasperarlo las relaciones con
algunos miembros de su familia consagrados a
ganarse la vida como artistas, resulta muy dis-
tinto disponer de un hogar propio. En fin, hasta
donde puede asegurarse, ahora ya no le intere-
san sino los problemas de solución fácil.

62
Elisa Mújica

EL CONTABILISTA

C uando Julián vino por primera vez a visi-


tarnos se parecía maravillosamente a mi
Maritza.

Era espigado como mi niña, con el pelo rubio


y los ojos claros. Pero en estilo de hombre,
acostumbrado a contemplar el mundo directa y
objetivamente, despojado de las medias tintas
y las vacilaciones femeninas, entre las cuales
nos movemos perfectamente sin embargo. De
lo único que estamos privadas es de la facultad

63
de poner nombre a las cosas. Sin ella no pode-
mos exorcizarnos. Quedamos expuestas a cho-
car contra las rocas. En principio Julián vino
porque me interesaba revisar las cuentas del
almacén que mi marido me dejó de herencia.
Así no pierdo el control y demuestro a los em-
pleados que soy la dueña. Julián trabaja allá
como contabilista. A partir de la primera tarde
siguió visitándonos diariamente. Yo, en vez de
ocuparme de los números, me dedico con él y
mis hermanas a tomar té, charlar sobre cual-
quier cosa que nos cruza por la cabeza: arte, li-
teratura, filosofía, religión, sentimientos huma-
nos, qué sé yo. Desde el primer día la
conversación se orientó a temas fuera de serie.
Pregunté al contabilista: “¿Quiénes crées que
son los verdaderos amigos, aquéllos que nos
aprueban por simple benevolencia, o los que no
lo hacen porque no nos parecemos a ellos?”
Me contesto: “De pronto hay también alguno
que nos ayuda a ser nosotros mismos”. Y agre-
gó: “Un sujeto llamado Schiller aconseja buscar
ante todo la claridad mental como algo indis-
pensable para amar con más ardor”, palabras
que alcanzaron para mí la virtud de borrar a Ro-
saura y a Rosana, sentadas a mi lado, e inter-
narme con Julián en un terreno privado, de no-
sotros solos. La comprobación de que el

64
Elisa Mújica

muchacho era de mi misma raza, me ruborizó


de placer. Si a una mujer de mi edad se le en-
ciende la cara, se vuelve transparente como de
vidrio, todavía más frágil que a los catorce años.
Por cierto que Ojos Vacíos—pobre mi hermana
Rosaura pero ése es el calificativo que le endil-
go en mi fuero interno; quién sabe cómo me
retribuirá ella para sus adentros, seguramente
con un apodo rebuscado o impertinente, por
ejemplo “la reina caprichosa” o “la sabihonda
insoportable”— lo advirtió y salió de la sala dan-
do un portazo. Hay mujeres que jamás se rubo-
rizan; en cambio dan portazos. Ojos Vacíos fue
quien me recomendó a Julián para que lo nom-
brara en el almacén, y es también la autora in-
telectual de la invitación a que venga a esta
casa. No obstante, desde que atendí sus de-
seos, no ha dejado de ensayar actitudes contra-
dictorias. Al mismo tiempo le gusta y la molesta
que yo simpatice con el contabilista. Le gusta
porque significa un reconocimiento a su perspi-
cacia que lo saco del montón y lo elevo hasta
nosotras. Le choca porque ha empezado a con-
siderarme su peligrosa rival. Seguramente, al
relacionarse con Julián en el instituto contable
donde estudiaron juntos, decidió asumir el rol
de madre postiza suya. Imposible otra cosa por-
que mi hermana pasa de los 50. Una protectora

65
jamona es la enamorada natural de un pupilo
de 20 años. Con seguridad le hace confiden-
cias, entre otras una que le interesa, o sea la de
que no dispone aquí de oportunidades a fin de
consagrarse a la música, su vocación indiscuti-
ble según opina. Aún cuando la verdad es que
en mi concepto y en el de cuantos la escucha-
ron machacar el piano cuando disponíamos de
uno —y por cierto un Pleyel de media cola que
valía una fortuna—, por mucho que se proponga
nunca pasará de ejecutante mediocre. A Ro-
saura le encanta posar de mártir. Acepta con la
misma suspicacia los elogios que las críticas.
Inclusive la irritan más los primeros. Los juzga
compensaciones mezquinas para lo que mere-
ce y no obtiene. Cuando se acerca a mí con
cualquier pretexto, como mostrarme una foto o
darme un vaso de agua, en sus movimientos se
nota la prevención del que teme un golpe o una
enfermedad contagiosa. Por suerte no vivimos
solas. Si así fuera no descansaríamos andando
de psiquiatra en psiquiatra. Como colchón de
choque contamos con Pequeña Marmota, es
decir, mi hermana segunda, Rosana. La con-
vencí de acompañarnos, lo que a ella le agradó-
porque es viuda y tacaña. No quiere gastar un
céntimo del pequeño capital que heredó de su
esposo. Viviendo aquí lo preserva y a la vez nos

66
Elisa Mújica

hace un favor enorme a Rosaura y a mí. Él nu-


mero 3 es ideal. Evita la tácita confrontación de
dos egos. No me importa que por causa de Ro-
sana aumenten mis gastos. El testamento de
Raimundo me aseguró una buena situación
económica. Raimundo. Con él fuí feliz. ¿Lo se-
ría? Tuvimos tres hijos, dos varones y una nena.
Cuando Julián vió el retrato que está sobre mi
escritorio, en el que aparecemos mi marido y yo
con nuestros hijos, me dijo: “En esta foto la se-
ñora Nina se ve joven y linda. Con su vestido
blanco es el centro de las miradas de todos,
como si les infundiera luz y calor”. Julián nunca
me llama sin anteponer el tratamiento de “se-
ñora” al revés de lo que hacen los muchachos
de hoy, que se toman libertades como si nos
concedieran un favor a los mayores. Es orgullo-
so. Le encantan la literatura, la pintura y la mú-
sica. Últimamente se ha decidido por la última.
La considera la reina de las artes. La música va
más allá de las palabras, los colores y las for-
mas. Yo carezco por desgracia de oído, y lo mis-
mo les pasa a mis hijos varones, que en eso no
se parecen a su padre. En cambio mi Maritza,
cuando murió ya era capaz de posar sus mani-
tas sobre las teclas del piano para arrancarles
melodías. Por no despertar ese recuerdo fue
que desterré de la casa el Pleyel. Se lo dije a

67
Julián y me contestó que lo lamentaba por Ro-
saura. Había en su voz una nota de censura
como si me tildara de egoísta. Quizás me com-
para desventajosamente con un amigo suyo
residente en Roma, que le ofreció alojarlo y fa-
cilitarte su ingreso a una de las mejores acade-
mias musicales de allá. Me confesó que habría
aceptado si contara siquiera con una suma
aproximada de trescientos mil pesos para los
gastos iniciales de instalación. Yo le propuse in-
mediatamente: “¿Quieres que te aumente el
sueldo? Así podrás ahorrar pronto esa plata”.
Me respondió: “Prefiero que me conceda mejo-
ras cuando lo merezca por mi trabajo”. Mi Ma-
ritza murió a los cuatro años. Su pelo era más
rubio que el de Julián. Le caía sobre la frente lo
mismo que a él, para formar bucles que juga-
ban con la luz de la araña del cuarto de estar. A
mis hijos varones los acaparó desde muy tem-
prano, igual que a su padre, el interés por los
negocios. Cuando se casaron, emigraron a los
Estados Unidos. Yo viajo a verlos cada año. Así
se lo prometí a Raimundo. Mi marido me mima-
ba quizás con exceso, como siempre los hom-
bres maduros a las jovencitas. Después de su
muerte me sentí sola y busqué el refugio de la
religión que no practicaba desde la adolescen-
cia. Necesitaba una respuesta a mis preguntas.

68
Elisa Mújica

No lo digo por repetir un lugar común. A mí la


religión no se limita a contestarme. Cada res-
puesta que me brinda me siembra nuevos inte-
rrogantes. Lo cual me mantiene en un proceso
de pesquisas, comprobaciones y nuevamente
pesquisas que no me separa de la vida sino
que me sumerge más en su ardiente ritmo. Sin
embargo, sigo dependiendo de Julián. Ojos Va-
cíos lo adivina. Está persuadida de que si a ella
y a Pequeña Marmota las traje conmigo fue por-
que así halagaba mi vanidad de dama caritati-
va y creyente. Imaginándolo, prescinde de agra-
decérmelo. A propósito: Julián me recalcó hace
poco que una de las pruebas de nuestra condi-
ción de seres únicos radica en que jamás se
repite el juego de rayitas grabado en las yemas
de los dedos. Pero, ¿qué traduce “único” si no
es solitario? (Otro tema para dilucidar con mi
amigo). Antes de ayer celebró su cumpleaños.
Lo festejamos con una rica torta de 20 velitas.
Parecía como si estuviéramos en familia, algo
insólito para él pues siendo niño perdió a sus
padres. Por eso se acostumbró a ser protegido,
aunque no se inclina. Sus ojos, de un azul ace-
rado muy raro, por lo general amistosos, en
ocasiones se tornan peligrosamente hirientes,
sobre todo cuando se cree zaherido por la dife-
rencia de posición social o de fortuna. Me ha

69
comunicado su desaprobación por el contraste
que a su entender se observa entre mis convic-
ciones de practicante católica y las comodida-
des que me rodean en esta torre blanca, amo-
blada no sólo con gusto sino con lujo, en un
barrio exclusivo, situado cerca de casuchas
destartaladas casi a punto de desplomarse,
donde habitan los que se hallan tan familiariza-
dos con la miseria que ya casi no la notan.
¿Será que Julián me desprecia? ¿Me calificará
para sus adentros —como Rosaura— de farisea
estúpida, que finge sufrir por la suerte de sus
hermanos y termina declarando que huelen
mal y son ingratos? Pero no. Su mirada carece
de la suspicacia de los ojos viejos. La vida le
enseñó muy pronto que siempre se tropieza
con la roca. Pobre muchacho. Mientras se con-
vierte en el gran pianista que aspira a ser, tra-
baja en mi almacén. Pasa por un momento es-
pecial, ardiente, como el de las plantas cuando
les nacen los primeros brotes. Es alto, elástico.
A lo mejor no nos visita sino para librarse si-
quiera por un par de horas del pasadizo húme-
do y oscuro en que le toca apuntar cifras. Cuan-
do con mis hermanas nos instalamos aquí me
encargué yo misma de decorar el apartamento
y comprar los mobiliarios. Desterré lo que usa-
ba antes de mi viudez, desde la gran cama ma-

70
Elisa Mújica

trimonial de caoba oscura hasta el menaje de


la cocina. “Si se trata de tu capricho no te im-
porta el costo ni te fijas límite”, proclamó Ojos
Vacíos. Y por cierto que en ese minuto sus ojos
no merecían tal calificativo. Chispeantes, pérfi-
dos, como de ónix, denunciaban a gritos lo que
generalmente disimula su expresión ausente.
Aludía sin duda a mi costumbre de vestirme de
blanco. La considera un truco para aparentar
una juventud que huyó hace mucho. Ignora que
es mi manera de rendir homenaje a Emily Dic-
kinson, que vistió siempre de blanco. Si se lo
confiara a Rosaura pensaría que soy aún más
ridícula de lo que temía. Julián sí me entiende.
Notó enseguida en mi biblioteca la cosecha de
obras escritas por mujeres. Me felicitó, pero yo
le expliqué que los libros que me fascinan son
los de estampas. Los de geografía o historia me
conducen a países que nunca he conocido ni
conoceré a pesar de formularme promesas. La
complejidad de un atlas me arropa como si me
encerrara en un círculo. Los libros de astrono-
mía me abruman como si me dispararan el
peso del universo y yo lo soportara sin quejar-
me. Esa vez Julián me escuchó muy serio y ase-
guró que oscilo entre mi amor por las rosas y mi
sed del agua que no se agota. Estaba en lo jus-
to. La división me desgarra. Me impide gozar

71
verdaderamente de lo uno o de lo otro. Fue un
error hacerme la operación de cirugía plástica.
Cuando opté por ella ya tenía la certeza de que
me equivocaba. No obstante, insistí en forzar el
proceso del tiempo, que continuó su marcha
debajo de la máscara fabricada por los ciruja-
nos. Pequeña Marmota no se cansa de repetir
que el resentimiento de Rosaura nace de que in
illo tempore me opuse a su matrimonio con un
tal Rodolfo. Cuando Rosana lo reitera aprove-
cha la oportunidad a fin de subrayar el paso en
falso que dimos Raimundo y yo, empujados por
la más noble de las intenciones y para evitar a
Rosaura un fracaso que la hubiera afectado to-
davía más. Mi hermana menor disfruta atizan-
do mi complejo de culpa, aunque la verdad es
que, si se examinan las cosas, la responsable
fue ella, al informarnos que Rodolfo era casado.
Así constaba en la nómina de la compañía don-
de prestaba sus servicios, según nos dijo. Tanto
mi marido como yo nos sentimos obligados en-
tonces a escribir una carta al farsante, prohi-
biéndole el trato con Rosaura. Después se ave-
riguó que no existía el impedimento, salvo en la
imaginación de Rosana. Rodolfo no se encon-
traba atado por ningún compromiso. Pero ya
era tarde. No reanudó sus amores con Rosaura
y al cabo de unos meses se casó de verdad,

72
Elisa Mújica

pero con otra. Pequeña Marmota es así. Sopla


las brasas y esconde la mano. Ni siquiera me
agradece que yo no haya puesto en autos a Ro-
saura de su intervención en ese lío. Es preferi-
ble que Ojos Vacíos me deteste solamente a mí.
Ya pasado el rompimiento, a Rosaura se le pre-
sentaron otros pretendientes, pero los miró por
encima del hombro, los despreció olímpicamen-
te. La suya es un alma altiva, capaz de senti-
mientos absolutos que encarna por desgracia
en seres falibles. Al traernos a Julián con el pre-
texto de revisar las benditas cuentas, quiso pa-
sármelo por las narices como diciéndome: “Tú
eres rica y la dueña de casa, pero este lindo
mocito es a mí a quien pertenece. Yo lo conocí
antes que tú, le conseguí el empleo, le hago fa-
vores de igual a igual. A una compañera de ca-
denas no se le ocultan los secretos. En cambio
a la patrona se le revela únicamente la cara que
conviene”. Se ha atrevido a criticarme porque a
su parecer dedico al contabilista las ternuras
maternales que reservaba a mis hijos. Supone
que, por disfrutar de la compañía de Julián,
prescindiré este año de mi viaje a los Estados
Unidos. Se siente madre sustituta con más de-
recho que yo. Aunque la verdad es que, si nues-
tro amiguito faltara una sola tarde a su cita, las
tres nos hundiríamos en el caos de los aconte-

73
cimientos anormales, que rompen el hilo de las
certezas diarias y nos confinan a lo desasido y
flotante, al aire. Por suerte ningún síntoma
anuncia esa catástrofe. El amable contabilista
se ha trasformado en el más asiduo de nues-
tros visitantes. Salvo las horas en que le toca
atornillarse de grado o por fuerza a los libros
contables, permanece en esta casa, trasmu-
tando para nosotras el universo hostíl en otro
fácil y claro. Ayer casi que surge un malentendi-
do entre los dos. Yo había mandado mudar de
sitio el diván de la biblioteca, lo que enfureció a
Ojos Vacios como si el simple acto de mover un
mueble constituyera una de mis famosas de-
mostraciones de poder, ejecutada con el exclu-
sivo propósito de mortificarla. Pequeña Marmo-
ta, a fin de apuntarse a la carta de triunfo de
ser dos contra uno, fingió estar de acuerdo.
Pero lo que yo me proponía era sencillamente
colocar el mueble en un espacio estratégico, ni
demasiado lejos ni demasiado cerca de Rosau-
ra y de mí. De ese modo, al reclinarse allí Julián,
puede irradiar su belleza sobre nosotras dos,
situadas en sillas equidistantes, evitando que
si lo acapara mi hermana o si lo hago yo, se
produzca una atmósfera tensa que nos maltra-
ta. No la disuelve ni siquiera la filosofía de Pe-
queña Marmota. Cuando se aclararon las cosas

74
Elisa Mújica

y quedó zanjado el problema, Julián sonrió. Ojos


Vacíos no. Es un rencor circulante que erosiona
cuanto toca. Conserva fresco como si hubiera
sido ayer el recuerdo del error que cometimos
con ella. Se ha construido un yo supergigante,
un ego de gran calado que deforma su visión
del mundo, sumergiéndola en una ola de incon-
formidad básica. Quien padece esa enferme-
dad cae desde esta vida en el infierno. Para que
Rosaura se libre sería preciso, no que consulta-
ra a un psiquiatra, sino que leyera a San Ignacio
de Loyola, explorador en sus ejercicios espiri-
tuales de un territorio temible y secreto. El que
enseñorea la soberbia, raíz y flor de todo peca-
do. Qué lástima que yo haya abandonado casi
por completo mis prácticas religiosas. ¿Por cul-
pa de Julián? Cuando me cruzo en la puerta de
una iglesia con señoras devotas y repito con
ellas las frases de cajón: “Dios nos manda te-
ner paciencia”, “Todo lo que sucede es para
nuestro bien”, las palabras me suenan a fórmu-
las vacías para salir del paso. Me duelen como
ofensas que me inflijo a mí misma. ¿Dónde ha-
bitará ahora mi envidiable serenidad de espíri-
tu, esa cualidad que me atribuyeron en otra
época, aunque en realidad jamás ha sido mía?
Una mujer que llega a lo que se ha convenido
en llamar “una cierta edad”, comprueba que

75
sus caminos se tornan tan tortuosos como en
la adolescencia y sin el encanto de ésta. Ayer,
en el momento en que nuestro pequeño pianis-
ta entró en la biblioteca, yo pasaba por uno de
esos períodos de hipersensibilidad frecuentes
a mis años. Julián se ubicó en el diván, exacta-
mente debajo de la araña, allí donde la luz or-
namenta su pelo con reflejos de oro viejo. Sus
ojos brillaban de ironía afectuosa, dispuestos a
recibir homenajes pero sin perder la facultad
crítica. A mí me abrumaba el recuerdo de mi
Maritza. Pensaba en el desierto en que se han
convertido mis días desde el abandono de mi
niña. De pronto el contabilista me dijo algo in-
tencionado que me azoró. Afortunadamente
Ojos Vacíos había salido, no sé si por casuali-
dad o a propósito. En los últimos tiempos ha
adoptado la táctica de desaparecer y regresar
de improviso, deslizándose por las habitacio-
nes sin hacer ruido, como una gata que sor-
prende a su presa, repletas de relámpagos ins-
tantáneos las cuencas evasivas, ahora sin
conexión posible con sus labios cosidos de su-
bordinada. Muchas mujeres no se contentan
con el papel de madres segundas. Aspiran a
algo más. Que se derramen sobre mí las nueve
plagas, que se me caiga el pelo —como por des-
gracia me ha empezado a ocurrir— si en mi ca-

76
Elisa Mújica

riño por Julián se mezcla un sentimiento impuro


o egoísta. Lo que me incita es mi disponibilidad
afectiva. Para superar la tentación de exclusivi-
dad no hay más camino que el amor por exce-
lencia, la maternidad universal, cósmica, que
vence lo individual y, por tanto, pecaminoso. Es-
tar convencida de que es así no me impide des-
plomarme desolada en cualquier rincón, envi-
diando locamente a la mujer que fuí en otro
tiempo, cuyo amor no se diseminaba a lo largo
y a lo ancho, indiscriminado, gaseoso, impose-
sivo. Se concentraba victoriosamente en un
solo ser. ¿En Raimundo? ¿En Maritza? No sé.
La desgracia para las viejas radica en las con-
venciones que nos impiden la conjugación del
verbo acariciar. No se trata de tener un amante.
Me refiero al placer de pasar simplemente la
mano por una piel amada para apreciar su cali-
dad y textura. Está prohibido, salvo en el caso
de los niños chiquitos y los gatos. Cualquier otro
roce se estima sospechoso. Ayer me habría
gustado sopesar con mi mano la masa de cabe-
llos del contabilista. Investigar, como quien cata
un vino, si son espesos o sedosos, gruesos
como un ala o delgados como una brisa. Su ju-
ventud está nimbada de poder. Es el vencedor,
el dueño. Puede ir donde le plazca. Mientras
tanto se mantiene a la expectativa como si ras-

77
treara el nacimiento de un río, para no perder
las primeras, reveladoras palpitaciones. Si ima-
gina que yo me distraigo me lanza miradas inte-
rrogadoras o de tranquilo descaro. Rosaura se
da cuenta, tensa, hirviente, lista a estallar y se-
ñalarme con el dedo. Imposible aplazar por
más tiempo una explicación con él. Necesito
hablarle francamente. Decirle: “Es natural que
una madre que se ha quedado sin su niña quie-
ra como a un hijo a un muchacho valiente, que
no se acobarda por la orfandad y la pobreza.
Los sentimientos de las madres de mentirillillas
suelen pecar de confusos, pero de ti y de mí
depende no ser ambiguos. ¿Se lo diré? ¿No se
lo diré? Ni me atrevería ni serviría de nada. Hoy
llegará como de costumbre dentro de unos ins-
tantes, a atormentarme con el recuerdo de Ma-
ritza. El otro día, haciéndose el disimulado, se
acercó a mi escritorio y arrancó del jarrón en
que yo había arreglado un manojo de agapan-
tos, una de las umbelas de un ramillete. Luego
la guardo en su cartera. Yo habría deseado pa-
sear por su cara las florecillas azules, como lu-
ciérnagas fugaces que arañaran los pómulos
de un Apolo niño. Por cierto que el sustantivo
“agapanto”, derivado de raíces que significan
banquete amoroso y flor, a lo que alude es al

78
Elisa Mújica

éxtasis. Acaban de sonar las 3 en el reloj de


campana del comedor. Es la hora en que el con-
tabilista se despide alegremente de sus mamo-
tretos y se prepara a trasladarse aquí. Todavía
tengo tiempo de hacer lo que desde el principio
supe que estaba escrito pero que el miedo me
ha obligado a dilatar hasta ahora. Si no somos
consecuentes se aminora la claridad indispen-
sable para amar con más ardor. Qué lúcido
Schiller. No he leído nada de él. Sólo las líneas
que le dedica el Pequeño Larousse. En la vejez
puede destruirnos bajar la guardia aunque no
sea sino un segundo. Está cumplido el plazo.
Cada minuto cuenta. Si no me lavo semanal-
mente el pelo o no me hago las uñas, empiezo
a deslizarme por el despeñadero. Si olvido un
instante la alabanza y la gratitud, me cercarán
la irritabilidad y la amargura, esos perros de
presa. Artesanías, colecciones, estudios como
el de filología por ejemplo, quizás la fundación
de un premio para estimular a jóvenes que ma-
nifiesten dotes artísticas, de todo echaré mano.
Pasaré temporadas con mis hijos, esos queri-
dos muchachos que se esfuerzan por portarse
bien y ser amables. Me parece que en ocasio-
nes no valoro bastante su cariño. Desde luego,
nada me agradecerá Rosaura, pero al menos

79
no echaré leña al fuego. Llegará el tiempo en
que firmaré un armisticio con ella.

—Alo, alo, señorita, le habla Nina, sí, la seño-


ra Nina, la dueña del almacén. Comuníquese
con el gerente . . . Soy la señora Nina. Lo llamo
para pedirle un favor. Quiero que cancele con
fecha de hoy el contrato de trabajo del conta-
bilista Julián. No se alarme usted. No ha come-
tido ninguna falta. Es un empleado excelente,
fuera de serie. Pero he resuelto prescindir de
sus servicios. Se trata de una decisión madura,
inmodificable. Entréguele como indemnización
una suma importante, digamos. . . trescientos
mil pesos. Sí, eso está bien. Usted verá cómo
hace. Que no se entere el resto del personal.
Déle también las recomendaciones que solici-
te. Las más elogiosas. No. Yo no las firmo. Lo
delego en usted. Diga a Julián que no vuelva
aquí, ni siquiera a despedirse. Salgo de viaje
dentro de dos días y ando escasa de tiempo.
En los Estados Unidos me demoraré un par de
meses. Mil gracias por su atención. Le escribiré
desde allá. Adiós.

80
Elisa Mújica

MARÍA MODESTA

Y o sabía que terminarían internándome


en un asilo, que no había más remedio,
siempre lo supe. Bautista no podía obrar de
otro modo. Hizo bien. En Junín no hay asilo de
ancianos, pero en Girardot sí. Cuando tenía sa-
lud iba allá a comprar lo que se me antojaba:
agrosal, concentrados, abonos, insecticidas,
cuajos para fabricar queso, camisas, calzonci-
llos, medias y tirantas para Bautista. Al salir de
la tienda me tocaba pasar frente al ancianato.
Sentía no sé qué. Parecía como si el viento me
avisara. Y cambiaba de acera.

81
Bautista hizo bien en traerme a Bogotá. En
Girardot no encontró cupo. Fue una suerte que
hubiera aquí, gracias a que los hermanitos aca-
baban de abrir esta casa, con pensiones bara-
tas. Claro que también hay pensiones caras en
los pisos altos. Allá no nos dejan subir a noso-
tras. Tienen miedo de que molestemos a las
ancianas ricas.

A mí me acomodaron en este cuarto del pri-


mer piso con otras dos viejas, Laura y Carmelita.
Yo soy María Modesta. Quería un cuarto para mí
sola, como siempre lo tuve en Miraflores. Pero
no valía quejarme. Ahora me he acostumbrado.
Las tres nos distraemos charlando. Así engaña-
mos al frío que sube del suelo de cemento o
entra por el patio, a pesar de que hay marque-
sina. A una señorita que nos visitó el otro día le
oí decir que en todos los ancianatos hace frío.
Laura y Carmela me cuentan cómo era su vida
antes de que las trajeran. El negocio de Laura
consistía en comprar víveres y revenderlos en
una tienda que abrió en un barrio del sur. Invir-
tió los ahorros de muchos años, reunidos con lo
que le pagaban como costurera. Le fue tan mal
que quebró tres veces seguidas por culpa del
socio, un tipo borracho y peleador.

82
Elisa Mújica

Cambiaron de barrio y se metieron en otro


peor. Allá los robaban. Cambiaron nuevamen-
te pero nada ganaron porque los vecinos eran
tan pobres que no tenían con que comprar. Así
iban hasta que Laura empezó a temblar. Lo que
le dio se llama el mal de Parkinson. A ningu-
na hora del día ni de la noche se le quita. La
cabeza se le ladea como si le faltara un torni-
llo. No puede estarse quieta como si sufriera
escalofríos. Al principio me mortificaba mirarla,
pero ya no. Lo que no me cabe en la cabeza es
que todavía se empeñe en convencer a la única
amiga que viene a visitarla, una señora vesti-
da siempre de negro, para que le preste plata
con que poner otra tienda. Dice que esta vez sí
resultará y que se volverá rica, como si lo que
soportó no le sirviera de escarmiento.

Carmelita, la otra vieja, se pasó la vida como


sirvienta de una casa grande. Sus antiguos
amos le pagan la pensión y a veces vienen a
verla. Está casi ciega y no le gusta hablar más
que del lujo que gastan sus ex patrones, y de
las comodidades y los muebles que tienen. De
lo que hacen y dejan de hacer. Cuidó a los niños
cuando eran pequeños, hasta que crecieron y
se fueron. Todas las mañanas los bañaba y los
vestía. Les cambiaba desde los interiores hasta

83
la ropa de encima. A las niñas les rizaba el pelo
con unas tenacillas. Carmelita no se cansa de
recordar los bucles rubios de Magali y la cola
de caballo de Betina. Y los premios que gana-
ban en el colegio. Jorgito era campeón de tenis
y coleccionaba copas de plata. Carmela piensa
que todo eso le pertenece, cuando la verdad es
que nada tiene.

Yo en cambio era la dueña legítima de Mi-


raflores, la finca que me dejaron mis padres,
sembrada de naranjos, guayabos, pomarrosos,
granadillos, limoneros y mangos. No sé cómo le
caben tantos palos a pesar de lo chiquita que
es. En total, tres hectáreas. Pero tan buenas y
rendidoras que cosechamos hasta guanábanas
y mangos de los grandes. Es rico preparar ju-
gos. Calman la sed. En los potreros pastan mis
tres vaquitas buenas, mis amigas que me re-
galaban su leche, la Pinta, la Niña y la Maruca,
porque a ésa claro que no la iba a llamar Santa
María. Hubiera sido un sacrilegio. En la escuela
me enseñaron la historia del descubrimiento de
América. Después no seguí estudiando, aunque
papá si quería. Pero no pudo mandarme más
tiempo. Me necesitaba en la finca para que ayu-
dara en los oficios. Yo fui la única hija. Bautista

84
Elisa Mújica

también es único, pero yo sí lo dejé hacer los


cinco años de escuela rural y otros dos comple-
mentarios. En Junín. Cuando él nació ya habían
muerto mis padres. El cáncer los devoró al uno
y después al otro. Entonces me tocó encargar-
me sola de la finca.

Pero ya sabía para quién trabajaba. Por Bau-


tista me tocó bregar día y noche haciendo de
hombre y de mujer, de taita y de mama. Claro
que el muchacho me salió bueno. Se aperso-
nó rápido de Miraflores como tenía que ser. A
lo último yo no me entendía sino con la Pinta,
la Niña y la Maruca. Y con mi perro Respeto.
Como me acuerdo de mi perrito. ¿Qué será de
él ahora?, ¿Se moriría de hambre? o de una pe-
drada? Corría por todas partes detrás de mí. No
me despegaba los ojos y movía las orejitas en
la dirección que yo le indicaba. Desde que me
vine se la pasará buscándome por la casa. En-
trará a los cuartos para oler cada rincón y ave-
riguar qué sucedió. El perro que vive con uno
se vuelve como una persona. Sabe cuando es
la hora de levantarse para ordenar, y de regar
las maticas, y de hacer el almuerzo. Al caer la
tarde llega cansado de los potreros y se echa a
los pies, a pedir cariño.

85
A mí me tocó abandonar lo mío. La casa
donde nací, las cosas que fuí juntando una por
una con esperanza y con paciencia. Mis matas
de azucena, de pensamientos y de crotos. El
mantel que me bordaron en Junín, un mes que
me fue muy bien con la venta de la mantequilla.
Laura nos contó el otro día que el precio de
la leche ha subido. Está como al triple de lo
que me pagaban a mí. Por eso será que en el
asilo casi nunca nos dan. En Junín se estará
aprovechando Martina, la mujer de Bautista.
Es tan brava que le pega hasta a su propio
marido. Los hermanitos del asilo dicen que
cuando nombro a Bautista los ojos me brillan.
Deben ser las lágrimas. Mi nieto también se
llama Bautista. Como mi hijo y como mi táita.
Pero Martina le pega al muchacho. ¿Cómo
no lo iba a defender yo, aunque tuviera que
pelear con ella? ¿Cómo iba a permitir que esa
fiera, a fuerza de golpes le secara el cerebro
a la criaturita y la ensultara? Si se manejaba
mal con el otro Bautista, con el grande, allá él.
Para que se supiera defender yo lo crié como
Dios manda. Creía que era un hombre hecho
y derecho. Pero cuando le daba quejas por lo
que Martina hacía con mi nieto, se callaba. Me
miraba, pero sin que se le despegaran los labios.
De ahí nació el odio que Martina me cogió. Hay

86
Elisa Mújica

hombres que les temen a sus esposas como si


fueran el patas. Conmigo no hubiera sido así,
pero yo no tuve marido. El hombre que me dio a
Bautista no pasó sino una noche en Miraflores.
A la madrugada ya estaba lejos.

Martina le siguió pegando a mi nieto y le pega


todavía, aunque él ya es grande, alto como su
padre. Mi nuera lo insulta y mi hijo se hace el
desentendido, el que no la oye. Le tiene miedo,
como todos los que la conocen, menos yo que
la encaraba. Entonces Martina, en el colmo de
la rabia, me agarraba del pelo y me sacaba de
la cama, sin considerar que yo estaba impedida
por el reumatismo. Me arrastraba por el patio.
No le importaban los charcos, si había llovido la
víspera. Los días que se levantaba como de me-
jor genio, era peor. Se ofrecía a calentarme el
café y me lo traía en un pocillo. Pero cuando se
acercaba a la cama con el tinto echando humo
en la mano, me lo derramaba en la cara. ¿Por
qué calentaba el café, para después tirármelo?
Vivíamos en una guerra que no se acababa.
Hasta que por fin Bautista resolvió traerme al
asilo. Y me trajo.

Eso sí, viene a verme casi todos los domin-


gos, con un canasto grande lleno de naranjas

87
y granadillas que me alcanzan para repartirles
a Carmela y a Laura. En Junín yo vendía cada
semana una bola grande de mantequilla que
sacaba de la leche de las vacas. Con la plata
que juntaba compre mi pañolón de seda negra,
el de trenza de macramé y flecos de cinta. Lo
merqué en el mismo almacén que el mantel.
Me lo ponía para ir a la misa, los domingos. Una
señora bordó el mantel con ramitos de violetas
en el contorno y, en el centro, una canastilla.
Nunca lo volveré a ver y tampoco al pañolón. Le
pregunté por ellos a Bautista el último domingo
y me contestó que Martina los había guardado
en el baúl de mi cuarto. Pero él qué va a saber.
Los hombres no se enteran de lo que de veras
vale la pena. 0 sí se enteran, pero por prudencia
no abren la boca. Se cosen los labios. Martina
estará usando mi pañolón de trenza de macra-
mé. Lo tendrá puesto cuando le tira piedras al
perro, si es que el pobre Respeto no ha muerto
y se atreve a asomar el hocico en Miraflores.
Cuando yo entraba a la cocina a preparar el al-
muerzo, se paraba a mirarme desde la puerta.
Esperaba para entrar que yo lo llamara. Los dos
ll evábamos en verano las vacas a pastar a los
potreros de la orilla del río, los únicos que no se
secan. Respeto ladraba para que las vacas no
se salieran del camino, sobre todo la Maruca

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Elisa Mújica

que es la más terca y siempre cruza por el lado


que no toca.

Me voy a morir sin volver a probar mi poquito


de mantequilla. ¿0 será que Bautista me lleva
otra vez a Miraflores, cuando me enferme de la
última enfermedad? En el cementerio de Junín
están enterrados mis padres, los dos en un
ataúd porque en vida ambos fueron uno solo.
Yo quiero descansar a su lado en la misma se-
pultura. No quedarme aquí, tan lejos. Claro que
mi nuera Martina hace la mantequilla tan bien
como yo. Pero no le da la gana mandarme ni
siquiera una pruebita. Si me la mandara, se la
devolvería sin tocarla

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