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Cuentos Elisa Mujica
Cuentos Elisa Mujica
ELISA MÚJICA
Dirección Cultural
Colección
Biblioteca Mínima Santandereana No. 5
Cuentos. Elisa Mújica
Dirección Cultural
Editor
Dirección Cultural
Luis Álvaro Mejía A.
Impresión
División de Publicaciones
ISBN: 978-958-8504-19-3
Impreso en Colombia
Elisa Mújica
Nace en Bucaramanga el 21 de enero de 1918.
Desde los 8 años se trasladó a Bogotá. Su primer
trabajo fue en el Ministerio de Comunicaciones.
Fue secretaria privada de Carlos Lleras Restrepo
de 1936 hasta 1943, y secretaria de la Embajada
de Colombia en Quito, de 1943 a 1945. Durante
casi treinta años, publica comentarios de libros
y artículos sobre temas culturales y literarios
en “Lecturas Dominicales” de “El Tiempo”. Su
primer cuento “Tarde de visita”, apareció en El
Liberal el 16 de noviembre de 1947. Su primera
novela “Los dos tiempos” la publica en 1949, y
su primera colección de cuentos “ Ángela y el
diablo”, aparece en Madrid en 1953. En esa
misma época escribió “Catalina” su segunda
novela que aparece publicada en 1963. En
1962 publica la colección de ensayos sobre
Santa Teresa de Jesús, titulado “La aventura
demorada”. Además ha publicado los libros de
cuentos “Árbol de ruedas” (1972), y “Tienda de
imágenes” (1987) y la novela “Bogotá de las
nubes” (1984). En el tema infantil, publica en
1978, “La expedición Botánica contada a los
niños” y en 1981 publica “Bestiario”, colección
de cuentos para niños. En 1982 fue elegida
miembro correspondiente de la Academia
Colombiana de la Lengua. Elisa Mújica muere
en Bogotá el día 27 de marzo de 2003.
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ÍNDICE
ÁNGELA Y EL DIABLO 7
LA CHIMENEA 17
LAS RECLUSAS 33
LA BIBLIOTECA 47
EL CONTABILISTA 63
MARÍA MODESTA 81
Agradecimientos a Marina Daza
Arbol de ruedas.Cuentos.
Elisa Mújica. Populibro. Editorial Revista Colombiana Ltda. 1972
ÁNGELA Y EL DIABLO
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vimiento del coche y deseaba que el viaje no
terminara, para no verse obligada a afrontar la
Ilegada al colegio y la separación de su madre.
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el refectorio del convento y la Santa Madre en-
traba a las horas de las comidas y bendecía el
pan. Un día, el Cristo que está en ese cuadro se
movió, desclavó la mano derecha y la bendijo.
Fue un gran milagro.
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la Madre Irene. En cambio, la Madre Pilar era
bonita y joven. A ella, Ángela le habría querido
contar los motivos por los que algunos días te-
nía que abstenerse de comulgar. A consecuen-
cia del cambio de clima, se había desarrollado
a las pocas semanas de llegar al colegio. Si co-
mulgaba en ese estado, seguramente pecaría.
Otras niñas lo aseguraban, diciendo que se tra-
taba de un sacrilegio.
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—Ego te absolvo...
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las tocas negras de las religiosas. Ángela se dio
cuenta de que formaba parte de un todo gran-
de y poderoso que la protegía, siempre que no
quebrantara sus leyes. Comulgar esa mañana
sería una desobediencia. No quería cometerla,
pero... se hallaba obligada a hacerlo. La Madre
Pilar no le quitaba los ojos de encima y le indi-
caba por señas que se acercara a la Mesa. Sin
duda, consideraba un triunfo personal sobre el
demonio no haberla dejado beber agua. Ánge-
la comprendió que no podía esperar. Subió la
escalinata del altar y las luces de los cirios cre-
cieron, incendiaron el tabernáculo en una sola
llama. En sus oídos una voz repetía:
—Quien comulga sacrílegamente, come y
bebe su condenación.
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perseguían a la Madre. La misma por la que
su cuerpo martirizado rodaba cada noche. Tiri-
tando de frío, se acercó. Deseaba rezar ante la
Cruz de hierro del camarín, para obtener el per-
dón de su pecado, y empezó a subir las gradas.
A su lado, muy cerca, en las tinieblas, alguien
avanzaba también. Si Ángela se detenía, él ha-
cía lo mismo. No podía devolverse porque tenía
la seguridad de que un cuerpo se interpondría
para impedirle el paso. Su salvación dependía
de llegar hasta la Cruz. Necesitaba correr...
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LA CHIMENEA
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para reunirse con su novio, y, antes, necesitaba
destruir los paquetes de cartas que había saca-
do de una cajita : uno escrito en papel violeta
y otro en papel gris, y cada pliego cubierto de
letras, sin que quedara un espacio vacío.
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María Flora comprendía que se trataba de un
secreto, y la emocionaba compartirlo, aun de
manera tan imperfecta, con su madre. Se daba
cuenta de que a doña Aurora le producía una
especie de vergüenza mencionarlo, y que por
eso no podía hacerlo sino a medias palabras,
pero le agradecía que de todos modos le de-
mostrara confianza. Eso la ayudaba a sobrelle-
var las burlas de su prima Isolina, quien vivía
con ellas, y, aunque era más pequeña, poseía
conocimientos sobre la vida que María Flora ig-
noraba. Recordaba que hacía poco su prima le
había dicho :
—Ayer vi a las Antolinez y estoy segura de que
ya se desarrollaron. No me lo dijeron porque no
pude quedarme sola con ellas, pero la mamá
no las dejó montar a caballo, sabes?
Y mientras hablaba miraba a su prima con
ojos fríos y alegres.
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taza de agua de naranjo, humeante y olorosa,
le gustó que su madre la cuidara y tuvo que disi-
mular que se encontraba orgullosa. Le parecía
que había ganado la estatura de doña Aurora y
que en adelante existiría una complicidad en-
tre ambas. Así ocurrió en realidad. Les bastaba
una mirada para entenderse, y María Flora se
sentía importante cuando su madre la llamaba
aparte para recomendarle quietud.
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bre con caminos de arena dorada y una estrella
de rayos de plata. Cuando llegó el momento de
hacer la novena, todos se arrodillaron, aunque
ninguno pensaba en rezar. Los ojos de María
Flora parecían más grandes. Esperaba un acon-
tecimiento esa noche.
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zaba en el restaurante de un hotel, observó que
un hombre la miraba y se inclinaba para trazar
algo sobre una hoja de papel. Comprendió que
dibujaba su rostro. ¿Sería que la juzgaba boni-
ta? María Flora no volvió a ver al pintor, pero le
quedó agradecida. Era uno de esos seres des-
conocidos que se presentan de repente en la
vida y que, sin saberlo, dan mucho...
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y desarmado ante ella. Se marchó, mientras
María Flora fortalecía su decisión de dejarlo y
creía que esa noche había conseguido un gran
triunfo y reconquistado su libertad. Al día si-
guiente obtuvo que el jefe de la oficina le otor-
gara vacaciones anticipadas, alegando que ne-
cesitaba un descanso.
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sada de nuevo, pero ahora lo que pretendía era
quedarse abajo, en el mar. Andrés siempre se
adelantaba y subía de un salto a la superficie.
Ya había olvidado las palabras dulces y las mi-
radas de niño. Entonces sí le interesaba el pro-
yecto del paseo.
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con Octavio, el único quizás que la ha querido, y
recomenzar junto a él una vida tranquila, feliz.
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LAS RECLUSAS
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no de comparación con las que se ejercitaban
en otras dependencias, en las cuales sucedía
lo inaudito, rezongaban las malas lenguas.
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En materia de distracciones, Vilma era la que
poseía el repertorio más novedoso. Uno de sus
pasatiempos favoritos consistía en escribir los
avisos de recibo rozando apenas con las uñas
el teclado de la máquina y sin dejar caer un
borrador sostenido con la mano izquierda y
un trozo de plastilina con la derecha. Si com-
praba a los vendedores ambulantes bolsitas
transparentes de celofán repletas de limones,
y arañaba a escondidas la cáscara mientras
perforaba los cartapacios, el olor sano y astrin-
gente invadía la oficina y a ella le daba la sensa-
ción de escaparse. Pero fue su afición a copiar
a mano (por ningún motivo a máquina) en el
papel suministrado sin tasa por el almacén de
útiles, poemas como el If, de Kipling o Sereni-
dad, de Nervo, el principio de su familiaridad
con las mayúsculas góticas. Duras en aparien-
cia como cubiertas por escudos erizados, eran
en el fondo afables y dueñas de la facultad de
comunicarse. Sobre todo al reteñirlas con co-
lores contrastados como el púrpura y el oro, el
índigo y el anaranjado, demostraban su buena
voluntad de acompañarla por trayectos solea-
dos, aunque a veces no faltaban como sombras
agoreras las siluetas de los archivadores que
la amenazaban. Pronto averiguó que cualquier
singularidad tenía su precio y que tarde o tem-
prano se pagaba.
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te de las filas más apretadas, desaparecía del
sitio en que sabía que había estado. Mientras
la buscaba se le ofrecían dos alternativas: o
levantar los ojos para cruzarlos aceradamente
con los que la desafiaban, o soportar con estoi-
cismo que se burlaran a sus espaldas. El roce
permanente exacerbó los ánimos. Aunque no
se declararon abiertamente las hostilidades,
los escritorios de cada una pasaron a conside-
rarse como parte integrante de un territorio en
litigio. Para defender o se atenían a sistemas
especiales de señales de alarma.
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A un conserje viejo de pelo apelmazado a
fuerza de brillantina y ojos como gotas de aza-
bache, se le puso la cara lustrosa por la satis-
facción de oír la disputa. Orfany y Vilma tenían
los ojos torcidos y apasionados. Cuando empe-
zaron a clavarse banderillas, utilizando conoci-
mientos profundos e ignorados hasta el minuto
precedente sobre la parte más vulnerable del
adversario, había aumentado el número de cu-
riosos instigados por el conserje. Ambas, con el
pelo revuelto y las mejillas arreboladas, volca-
ban cajas y cajones sobre el entablado. El pa-
pel de árbitro lo asumió espontáneamente Ade-
la, tan radiante que se mostró generosa y lanzó
la teoría de un responsable difuso: el agente de
neveras a plazos que visitaba las oficinas para
ofrecer financiaciones sin cuota inicial y en
veinticuatro contados. Justo en ese momento
resplandeció el níquel de la polvera, inocente y
nítida, a poca distancia de la extensión telefó-
nica y detrás de una revista de jardinería muy
manoseada..
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Si escogía otra depositaria, por ejemplo la
huérfana casi ciega del segundo piso encarga-
da de manejar las clavijas del conmutador del
teléfono, que se pirraba por las tragedias, sus
compañeras se ofendían como si las privara
de un derecho. Pero ahora el silencio se cernía
sobre la oficina igual a un ángel que las expul-
sara.
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Antes de irse, un pequeño elogio a sus com-
pañeras no le costaría casi. Sería la moneda
barata para comprar su tranquilidad esa tarde.
Después de todo Adela y Orfany poseían gran-
des cualidades. De pesarlas en una balanza
a lo mejor inclinarían el platillo más que las
suyas. Cuando Vilma tenía dolor de cabeza se
alarmaban. Le insistían para que pidiera permi-
so y fuera a consultar al médico del seguro. Si
necesitaba plata se la prestaban. Había días
que compraban repollitas rellenas de crema y
la invitaban.
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25 bujías, y afortunadamente que es así para
que, en el instante en que la vieja de la caja
reciba los billetes y les entregue la llave del
cuarto, a Orfany le resulte más fácil volver la
cara a otro lado y ocultarse. Lo mismo hacía de
chiquita, cuando jugaba al escondite con sus
hermanos y, aunque ellos la encontraran y la
empujaran, si cerraba los ojos lograba que algo
más importante que su cuerpo se evadiera, se
librara.
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LA BIBLIOTECA
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Cuando aprendió a leer lo atrajeron las enci-
clopedias. Registraba las palabras en un cua-
derno, agrupándolas por familias lingüísticas e
ideológicas. Lo apasionaba puntualizar las re-
laciones que sostenían entre sí, no apreciables
a primera vista pero lógicas y satisfactorias al
caer en cuenta. Parentescos como los que
advirtió entre ceniza y Escorial (monumento
levantado en piedra), código y verdugo
verdugo, meta
y más allá
allá, hicieron sus delicias. A veces, arras-
trado por caprichos, alteraba voluntariamente
las normas de sus nomenclaturas. Si por ejem-
plo en la fila consagrada a verdad
verdad, en la que
figuraban permanencia-estático- indestructible
indestructible,
introducía algún miembro del grupo de historia,
provocaba grandes disturbios. Los acompañan-
tes de este último: fábula-tiempo-necrología
fábula-tiempo-necrología,
no compaginaban con el primero. Otras voces
como reproducción
reproducción, a la vez trasunto o copia y
rescate o devolución de lo perdido, también le
formulaban graves interrogantes.
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concretó su atención en el asunto de las genealo-
gías. Pero como el sistema Dewey era inapelable
en el sentido de que los tomos debían ocupar
en los estantes los sitios exactos que les corres-
pondían, si en el curso de una lectura Demetrio
variaba de criterio respecto a la índole de un
libro, se hallaba obligado a cambiar de lugar los
anteriormente colocados con el objeto de ase-
gurar el orden. Mientras efectuaba las reaco-
modaciones no tenía más remedio que arrojar
los volúmenes sobre el piso de la biblioteca.
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ción de obras prohibidas que ostentaba etique-
tas negras a fin de servir de aviso a los inexper-
tos. La infancia del padre de Palma había sido
muy dura. Era el hijo menor de un hombre que,
probablemente por atavismo y porque necesi-
taba atraer a su espectáculo circense el mayor
número posible de espectadores, era notable
por la mano fuerte con que trataba a sus artis-
tas. Sus tres hijos hacían parte del elenco. Pero
mientras los dos mayores mostraban fortaleza,
el último se orinaba de miedo cuando el viejo lo
mandaba lanzarse al aire desde el trapecio, o
introducirse en la jaula de los leones con la sola
protección de una varilla calentada al rojo. N o
valían castigos.
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que este pasaje sugirió a Demetrio. El argu-
mento se complicaba aunque podía preverse el
desenlace.
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maternales, ni ignoraba que, si la entregaba
al padre, la utilizaría como argumento para
obligarla a volver, castigándola de paso por su
deserción. No sabía que, mientras tanto, su
marido se había asociado con el antiguo presti-
giador y malabarista, quien descubrió en el hijo
de su expatrón aptitudes preciosas para ambas
artes. Entre los dos montaron un espectáculo
en el que figuraba la lluvia de bolas de billar y
la pesca en el aire con caña. Lo presentaban
vestidos de etiqueta, con frac y corbata blan-
ca. Arrebataba a los espectadores que los col-
maban de aplausos. Lo mejor fue que el pro-
pietario del circo primitivo, ahora de capa caída
y provisto apenas de una carpa deteriorada y
de Asa, se reconcilió con su hijo. Sus recientes
actividades le suministraron la prueba de que
ingresaba por fin en el clan familiar, corroboran-
do su sangre. El flamante ilusionista, con el
objeto de añadir incentivos a su programa, con-
trató a una ventrílocua. Ésta se enteró en se-
guida de la historia de su jefe. Comprendió que
le correspondía rehabilitar la buena fama de su
sexo y reparar en el corazón maltratado los es-
tragos causados por otra mujer. Cuando la ma-
dre de Palma, escarmentada por sus aventuras
que iban de mal en peor, creyó jugar la carta
de triunfo regresando arrepentida, se enteró de
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gundo matrimonio y la expectativa en que se
encontraba de nuevos herederos. El juez con-
ceptúo que la guarda de Palma correspondía al
abuelo en su calidad de pariente más próximo.
El viejo se resignó y tuvo la delicadeza de no
mencionar paliativos económicos para el com-
promiso de alimentar otra boca. Pero la llega-
da de su nieta no le deparó el rejuvenecimiento
que le habría ocasionado a no dudarlo un ca-
chorro de Asa. Físicamente la niña era el retrato
de su padre. El abuelo resolvió consagrarse en
persona a entrenarla para su vida de artista.
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presentaba el aspecto de tierra devastada. En
esas circunstancias le era más difícil que nun-
ca despachar oportunamente las demandas de
los clientes. Las quejas elevadas por estos al
Concejo se volvieron más apremiantes. Subra-
yaban que la manía del bibliotecario los priva-
ba de la ocasión de hacer citas. Sin ellas no
tenían lugar los ascensos a que aspiraban en
sus honestas carreras. Por su parte Demetrio
comprobó, desesperado que lo había atacado
la alergia al polvo. Para empeorarla eran espe-
cialmente indicadas las condiciones de la bi-
blioteca. Por su culpa no podían librarse de
una tosecilla impertinente cuando los ediles le
pedían descargos.
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que los demás lo hagan. La postura que adop-
tan cuando se consagran a esa ocupación es
sedante para quienes los contemplan. Sólo que
Demetrio, concienzudo y escrupuloso, como
siempre, no tolera que marquen con lápiz las
páginas y mucho menos que les doblen las
puntas. Sus protestas no le ocasionan mayores
disgustos por la forma comprensiva como las
expresa. De nuevo le ha crecido el bigote. No
seria raro que tuviera el proyecto de casarse
pues, a pesar de exasperarlo las relaciones con
algunos miembros de su familia consagrados a
ganarse la vida como artistas, resulta muy dis-
tinto disponer de un hogar propio. En fin, hasta
donde puede asegurarse, ahora ya no le intere-
san sino los problemas de solución fácil.
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EL CONTABILISTA
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de poner nombre a las cosas. Sin ella no pode-
mos exorcizarnos. Quedamos expuestas a cho-
car contra las rocas. En principio Julián vino
porque me interesaba revisar las cuentas del
almacén que mi marido me dejó de herencia.
Así no pierdo el control y demuestro a los em-
pleados que soy la dueña. Julián trabaja allá
como contabilista. A partir de la primera tarde
siguió visitándonos diariamente. Yo, en vez de
ocuparme de los números, me dedico con él y
mis hermanas a tomar té, charlar sobre cual-
quier cosa que nos cruza por la cabeza: arte, li-
teratura, filosofía, religión, sentimientos huma-
nos, qué sé yo. Desde el primer día la
conversación se orientó a temas fuera de serie.
Pregunté al contabilista: “¿Quiénes crées que
son los verdaderos amigos, aquéllos que nos
aprueban por simple benevolencia, o los que no
lo hacen porque no nos parecemos a ellos?”
Me contesto: “De pronto hay también alguno
que nos ayuda a ser nosotros mismos”. Y agre-
gó: “Un sujeto llamado Schiller aconseja buscar
ante todo la claridad mental como algo indis-
pensable para amar con más ardor”, palabras
que alcanzaron para mí la virtud de borrar a Ro-
saura y a Rosana, sentadas a mi lado, e inter-
narme con Julián en un terreno privado, de no-
sotros solos. La comprobación de que el
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jamona es la enamorada natural de un pupilo
de 20 años. Con seguridad le hace confiden-
cias, entre otras una que le interesa, o sea la de
que no dispone aquí de oportunidades a fin de
consagrarse a la música, su vocación indiscuti-
ble según opina. Aún cuando la verdad es que
en mi concepto y en el de cuantos la escucha-
ron machacar el piano cuando disponíamos de
uno —y por cierto un Pleyel de media cola que
valía una fortuna—, por mucho que se proponga
nunca pasará de ejecutante mediocre. A Ro-
saura le encanta posar de mártir. Acepta con la
misma suspicacia los elogios que las críticas.
Inclusive la irritan más los primeros. Los juzga
compensaciones mezquinas para lo que mere-
ce y no obtiene. Cuando se acerca a mí con
cualquier pretexto, como mostrarme una foto o
darme un vaso de agua, en sus movimientos se
nota la prevención del que teme un golpe o una
enfermedad contagiosa. Por suerte no vivimos
solas. Si así fuera no descansaríamos andando
de psiquiatra en psiquiatra. Como colchón de
choque contamos con Pequeña Marmota, es
decir, mi hermana segunda, Rosana. La con-
vencí de acompañarnos, lo que a ella le agradó-
porque es viuda y tacaña. No quiere gastar un
céntimo del pequeño capital que heredó de su
esposo. Viviendo aquí lo preserva y a la vez nos
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Julián y me contestó que lo lamentaba por Ro-
saura. Había en su voz una nota de censura
como si me tildara de egoísta. Quizás me com-
para desventajosamente con un amigo suyo
residente en Roma, que le ofreció alojarlo y fa-
cilitarte su ingreso a una de las mejores acade-
mias musicales de allá. Me confesó que habría
aceptado si contara siquiera con una suma
aproximada de trescientos mil pesos para los
gastos iniciales de instalación. Yo le propuse in-
mediatamente: “¿Quieres que te aumente el
sueldo? Así podrás ahorrar pronto esa plata”.
Me respondió: “Prefiero que me conceda mejo-
ras cuando lo merezca por mi trabajo”. Mi Ma-
ritza murió a los cuatro años. Su pelo era más
rubio que el de Julián. Le caía sobre la frente lo
mismo que a él, para formar bucles que juga-
ban con la luz de la araña del cuarto de estar. A
mis hijos varones los acaparó desde muy tem-
prano, igual que a su padre, el interés por los
negocios. Cuando se casaron, emigraron a los
Estados Unidos. Yo viajo a verlos cada año. Así
se lo prometí a Raimundo. Mi marido me mima-
ba quizás con exceso, como siempre los hom-
bres maduros a las jovencitas. Después de su
muerte me sentí sola y busqué el refugio de la
religión que no practicaba desde la adolescen-
cia. Necesitaba una respuesta a mis preguntas.
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comunicado su desaprobación por el contraste
que a su entender se observa entre mis convic-
ciones de practicante católica y las comodida-
des que me rodean en esta torre blanca, amo-
blada no sólo con gusto sino con lujo, en un
barrio exclusivo, situado cerca de casuchas
destartaladas casi a punto de desplomarse,
donde habitan los que se hallan tan familiariza-
dos con la miseria que ya casi no la notan.
¿Será que Julián me desprecia? ¿Me calificará
para sus adentros —como Rosaura— de farisea
estúpida, que finge sufrir por la suerte de sus
hermanos y termina declarando que huelen
mal y son ingratos? Pero no. Su mirada carece
de la suspicacia de los ojos viejos. La vida le
enseñó muy pronto que siempre se tropieza
con la roca. Pobre muchacho. Mientras se con-
vierte en el gran pianista que aspira a ser, tra-
baja en mi almacén. Pasa por un momento es-
pecial, ardiente, como el de las plantas cuando
les nacen los primeros brotes. Es alto, elástico.
A lo mejor no nos visita sino para librarse si-
quiera por un par de horas del pasadizo húme-
do y oscuro en que le toca apuntar cifras. Cuan-
do con mis hermanas nos instalamos aquí me
encargué yo misma de decorar el apartamento
y comprar los mobiliarios. Desterré lo que usa-
ba antes de mi viudez, desde la gran cama ma-
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verdaderamente de lo uno o de lo otro. Fue un
error hacerme la operación de cirugía plástica.
Cuando opté por ella ya tenía la certeza de que
me equivocaba. No obstante, insistí en forzar el
proceso del tiempo, que continuó su marcha
debajo de la máscara fabricada por los ciruja-
nos. Pequeña Marmota no se cansa de repetir
que el resentimiento de Rosaura nace de que in
illo tempore me opuse a su matrimonio con un
tal Rodolfo. Cuando Rosana lo reitera aprove-
cha la oportunidad a fin de subrayar el paso en
falso que dimos Raimundo y yo, empujados por
la más noble de las intenciones y para evitar a
Rosaura un fracaso que la hubiera afectado to-
davía más. Mi hermana menor disfruta atizan-
do mi complejo de culpa, aunque la verdad es
que, si se examinan las cosas, la responsable
fue ella, al informarnos que Rodolfo era casado.
Así constaba en la nómina de la compañía don-
de prestaba sus servicios, según nos dijo. Tanto
mi marido como yo nos sentimos obligados en-
tonces a escribir una carta al farsante, prohi-
biéndole el trato con Rosaura. Después se ave-
riguó que no existía el impedimento, salvo en la
imaginación de Rosana. Rodolfo no se encon-
traba atado por ningún compromiso. Pero ya
era tarde. No reanudó sus amores con Rosaura
y al cabo de unos meses se casó de verdad,
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cimientos anormales, que rompen el hilo de las
certezas diarias y nos confinan a lo desasido y
flotante, al aire. Por suerte ningún síntoma
anuncia esa catástrofe. El amable contabilista
se ha trasformado en el más asiduo de nues-
tros visitantes. Salvo las horas en que le toca
atornillarse de grado o por fuerza a los libros
contables, permanece en esta casa, trasmu-
tando para nosotras el universo hostíl en otro
fácil y claro. Ayer casi que surge un malentendi-
do entre los dos. Yo había mandado mudar de
sitio el diván de la biblioteca, lo que enfureció a
Ojos Vacios como si el simple acto de mover un
mueble constituyera una de mis famosas de-
mostraciones de poder, ejecutada con el exclu-
sivo propósito de mortificarla. Pequeña Marmo-
ta, a fin de apuntarse a la carta de triunfo de
ser dos contra uno, fingió estar de acuerdo.
Pero lo que yo me proponía era sencillamente
colocar el mueble en un espacio estratégico, ni
demasiado lejos ni demasiado cerca de Rosau-
ra y de mí. De ese modo, al reclinarse allí Julián,
puede irradiar su belleza sobre nosotras dos,
situadas en sillas equidistantes, evitando que
si lo acapara mi hermana o si lo hago yo, se
produzca una atmósfera tensa que nos maltra-
ta. No la disuelve ni siquiera la filosofía de Pe-
queña Marmota. Cuando se aclararon las cosas
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sus caminos se tornan tan tortuosos como en
la adolescencia y sin el encanto de ésta. Ayer,
en el momento en que nuestro pequeño pianis-
ta entró en la biblioteca, yo pasaba por uno de
esos períodos de hipersensibilidad frecuentes
a mis años. Julián se ubicó en el diván, exacta-
mente debajo de la araña, allí donde la luz or-
namenta su pelo con reflejos de oro viejo. Sus
ojos brillaban de ironía afectuosa, dispuestos a
recibir homenajes pero sin perder la facultad
crítica. A mí me abrumaba el recuerdo de mi
Maritza. Pensaba en el desierto en que se han
convertido mis días desde el abandono de mi
niña. De pronto el contabilista me dijo algo in-
tencionado que me azoró. Afortunadamente
Ojos Vacíos había salido, no sé si por casuali-
dad o a propósito. En los últimos tiempos ha
adoptado la táctica de desaparecer y regresar
de improviso, deslizándose por las habitacio-
nes sin hacer ruido, como una gata que sor-
prende a su presa, repletas de relámpagos ins-
tantáneos las cuencas evasivas, ahora sin
conexión posible con sus labios cosidos de su-
bordinada. Muchas mujeres no se contentan
con el papel de madres segundas. Aspiran a
algo más. Que se derramen sobre mí las nueve
plagas, que se me caiga el pelo —como por des-
gracia me ha empezado a ocurrir— si en mi ca-
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treara el nacimiento de un río, para no perder
las primeras, reveladoras palpitaciones. Si ima-
gina que yo me distraigo me lanza miradas inte-
rrogadoras o de tranquilo descaro. Rosaura se
da cuenta, tensa, hirviente, lista a estallar y se-
ñalarme con el dedo. Imposible aplazar por
más tiempo una explicación con él. Necesito
hablarle francamente. Decirle: “Es natural que
una madre que se ha quedado sin su niña quie-
ra como a un hijo a un muchacho valiente, que
no se acobarda por la orfandad y la pobreza.
Los sentimientos de las madres de mentirillillas
suelen pecar de confusos, pero de ti y de mí
depende no ser ambiguos. ¿Se lo diré? ¿No se
lo diré? Ni me atrevería ni serviría de nada. Hoy
llegará como de costumbre dentro de unos ins-
tantes, a atormentarme con el recuerdo de Ma-
ritza. El otro día, haciéndose el disimulado, se
acercó a mi escritorio y arrancó del jarrón en
que yo había arreglado un manojo de agapan-
tos, una de las umbelas de un ramillete. Luego
la guardo en su cartera. Yo habría deseado pa-
sear por su cara las florecillas azules, como lu-
ciérnagas fugaces que arañaran los pómulos
de un Apolo niño. Por cierto que el sustantivo
“agapanto”, derivado de raíces que significan
banquete amoroso y flor, a lo que alude es al
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no echaré leña al fuego. Llegará el tiempo en
que firmaré un armisticio con ella.
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Bautista hizo bien en traerme a Bogotá. En
Girardot no encontró cupo. Fue una suerte que
hubiera aquí, gracias a que los hermanitos aca-
baban de abrir esta casa, con pensiones bara-
tas. Claro que también hay pensiones caras en
los pisos altos. Allá no nos dejan subir a noso-
tras. Tienen miedo de que molestemos a las
ancianas ricas.
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la ropa de encima. A las niñas les rizaba el pelo
con unas tenacillas. Carmelita no se cansa de
recordar los bucles rubios de Magali y la cola
de caballo de Betina. Y los premios que gana-
ban en el colegio. Jorgito era campeón de tenis
y coleccionaba copas de plata. Carmela piensa
que todo eso le pertenece, cuando la verdad es
que nada tiene.
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A mí me tocó abandonar lo mío. La casa
donde nací, las cosas que fuí juntando una por
una con esperanza y con paciencia. Mis matas
de azucena, de pensamientos y de crotos. El
mantel que me bordaron en Junín, un mes que
me fue muy bien con la venta de la mantequilla.
Laura nos contó el otro día que el precio de
la leche ha subido. Está como al triple de lo
que me pagaban a mí. Por eso será que en el
asilo casi nunca nos dan. En Junín se estará
aprovechando Martina, la mujer de Bautista.
Es tan brava que le pega hasta a su propio
marido. Los hermanitos del asilo dicen que
cuando nombro a Bautista los ojos me brillan.
Deben ser las lágrimas. Mi nieto también se
llama Bautista. Como mi hijo y como mi táita.
Pero Martina le pega al muchacho. ¿Cómo
no lo iba a defender yo, aunque tuviera que
pelear con ella? ¿Cómo iba a permitir que esa
fiera, a fuerza de golpes le secara el cerebro
a la criaturita y la ensultara? Si se manejaba
mal con el otro Bautista, con el grande, allá él.
Para que se supiera defender yo lo crié como
Dios manda. Creía que era un hombre hecho
y derecho. Pero cuando le daba quejas por lo
que Martina hacía con mi nieto, se callaba. Me
miraba, pero sin que se le despegaran los labios.
De ahí nació el odio que Martina me cogió. Hay
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y granadillas que me alcanzan para repartirles
a Carmela y a Laura. En Junín yo vendía cada
semana una bola grande de mantequilla que
sacaba de la leche de las vacas. Con la plata
que juntaba compre mi pañolón de seda negra,
el de trenza de macramé y flecos de cinta. Lo
merqué en el mismo almacén que el mantel.
Me lo ponía para ir a la misa, los domingos. Una
señora bordó el mantel con ramitos de violetas
en el contorno y, en el centro, una canastilla.
Nunca lo volveré a ver y tampoco al pañolón. Le
pregunté por ellos a Bautista el último domingo
y me contestó que Martina los había guardado
en el baúl de mi cuarto. Pero él qué va a saber.
Los hombres no se enteran de lo que de veras
vale la pena. 0 sí se enteran, pero por prudencia
no abren la boca. Se cosen los labios. Martina
estará usando mi pañolón de trenza de macra-
mé. Lo tendrá puesto cuando le tira piedras al
perro, si es que el pobre Respeto no ha muerto
y se atreve a asomar el hocico en Miraflores.
Cuando yo entraba a la cocina a preparar el al-
muerzo, se paraba a mirarme desde la puerta.
Esperaba para entrar que yo lo llamara. Los dos
ll evábamos en verano las vacas a pastar a los
potreros de la orilla del río, los únicos que no se
secan. Respeto ladraba para que las vacas no
se salieran del camino, sobre todo la Maruca
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