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LA TERNURA NO ES DIGITAL

Corina Dávalos
(PhD Filosofía. Coach de Liderazgo y Discurso Público)

Anoche apenas pegué un ojo, presa del Síndrome de


Stendhal, escuchando una y otra vez esta maravilla:
https://youtu.be/rEjvRktXeis. Un grupo de artistas franceses,
como lo han hecho en otros países, han abierto un túnel en el
tiempo y han traído desde 1963 una canción creada por el
compositor francés Hubert Giraud: La Tendresse, La Ternura. La
han llamado Symphonie Confinée, dándole un vuelco al
significado de la letra en estas circunstancias; y la han
dedicado a todos los afectados por el Covid-19.

De los efectos sanitarios, sociales y económicos se habla en


todo momento, en todos los medios. Hasta que, de repente,
irrumpe Valentin Vandier, el director artístico de la Symphonie
Confinée y nos recuerda, a través de la belleza de la música,
que lo más insoportable de esta rutina temporal a la que nos
ha sometido el virus, es la falta de ternura. La distancia afectiva
que supone el aislamiento y el distanciamiento social, nos seca
por dentro.

Como dice la canción, podemos prescindir de todo menos de


la ternura. Podemos vivir con muy poco, podemos renunciar a
la actividad económica y al trabajo durante algunas semanas,
podemos sentir que todo se derrumba, pero no podemos
sobrellevarlo sin un corazón tierno que nos sostenga en los
momentos bajos.

Como escribía hace años el filósofo Jaime Nubiola,


parafraseando a Sartre, “debemos recordar que la ternura es
lenta, la prisa violenta. La prisa se opone a la ternura; no hay
ternura apresurada, no hay amor con prisas. Quien ama no
tiene prisa.” Y tiene razón. Muchos hemos descubierto gracias
a la prolongada cuarentena, infinidad de cosas pequeñas, de
gestos, de tiempo y espacio compartido en familia que, con el
atolondramiento habitual en el que vivíamos, habíamos
olvidado. Efectivamente, la ternura es lenta, apacible, de ritmo
suave como una nana.

“Qué dulce debilidad, qué sentimiento tan bonito, esa


necesidad de ternura que nos viene desde el nacimiento”,
sigue la letra de la canción. Una necesidad que está
apareciendo de manera irrefrenable porque, aunque
tenemos tiempo, nos hemos quedado sin espacio, sin
presencia. La ternura requiere tiempo, pero también requiere
de gestos que necesitan de la presencia física y la cercanía de
quienes queremos. No se puede acariciar, besar, abrazar una
pantalla. No podemos jugar con los niños y darles volteretas
por Zoom. Y eso es, quizá, lo que más nos agobia conforme
pasan los días. Y vivir sin ternura hace “que el tiempo se nos
haga eterno”.

Aún más doloroso, no podemos mirar a los ojos de nuestros


enfermos y tomar su mano. No podemos acompañarlos en el
momento de su partida, ni despedirles con la familia reunida,
con los amigos que comparten el dolor con que azota la
muerte. Me contaba una amiga, que lo que más le había
costado al asistir al sepelio de su abuelo, fue verse privada del
abrazo de su familia, de poder llorar juntos, sosteniéndose unos
a otros, que es lo que parece hacer el abrazo: sostener, evitar
que se el cuerpo se caiga a pedazos, contenerlo y
recomponerlo. Como un símbolo corporal de lo que
quisiéramos hacer con el corazón que se ha roto.

Las palabras, la entonación de la voz es lo que nos queda,


como el resto de un naufragio, para flotar en el mar de los
afectos. Decirnos que nos queremos, expresar los sentimientos
que afloran en estas extrañas circunstancias y nos hacen ver
qué importantes son para nosotros tantas personas. Decirlo, en
voz alta o quizá en un email que escribimos con calma, como
antes escribíamos una carta.

Termina la canción -sorprendentemente en tiempos en los que


parece una insolencia nombrarlo- con una alabanza a Dios y
dice: “Mi Dios, dentro de tu inmensa sabiduría, tu inmenso

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fervor, haces que llueva sin cesar, torrentes de ternura en
nuestros corazones para que reine el amor”. Y es verdad,
desde que nacemos hasta que morimos, tenemos esa
necesidad de volcar nuestra ternura en otros y dejar que la
lluvia de la suya nos empape. Parece que las prisas hicieron
que se nos olvidase un poco hacerlo y nos puede, incluso, dar
vergüenza o sentir cierto pudor, el miedo a ser cursi o
empalagoso.

El modo de expresar la ternura depende de las costumbres del


lugar de la cultura y también de la persona y de la relación
específica de la que se trate: el afecto cotidiano que nos une
a la señora de la tienda a la que sonreímos, al abuelo al que
abrazamos, el novio o la novia al que besamos, al marido o la
mujer con la que compartimos la mayor intimidad posible con
el cariño que se añade a la pasión, las caricias a los hijo y lo
padres y, especialmente a los enfermos, a los que cubrimos de
cuidados, mimos, caricias y besos. Cada tipo de afecto y cada
persona tiene sus propias expresiones de ternura y cariño.

En esta época extraña de distancias impuestas, en el que,


curiosamente el cuidado por los demás debemos expresarlo
alejándonos, busquemos otros cauces por los que pueda
seguir fluyendo con fuerza el torrente imparable de la ternura.
Que no se quede represado. Podemos aprender con el ingenio
que siempre produce espontáneamente el amor, nuevos
modos, o renovar los que ya teníamos. Como dijo Elias Canetti:
“La ternura de los recuerdos se va extendiendo por todas
partes; si nos diluimos en ella será imposible mirar a alguien con
los duros ojos de la realidad.”

Ya bastante dura es la situación que enfrentamos –y


enfrentaremos– como para tener también la mirada
endurecida. No se trata de endurecernos sino de
fortalecernos, y sólo podemos hacerlo desde la ternura, desde
el amor y el afecto con que nos sostenemos y tendremos que
sostenernos entre todos. En eso consiste la verdadera, la
completa, solidaridad.

11 de mayo 2020

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