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Arte y Ciencia:
mundos convergentes

Sixto Castro y Alfredo Marcos (eds.)

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Primera edición: 2010

© Sixto Castro y Alfredo Marcos (eds.), 2010


© Plaza y Valdés Editores

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ISBN: 978-84-92751-71 -6 e-ISBN:978-84-92751-72-3


D. L.:

Propuesta gráfica: José Toribio (d-nomada@telefonica.net)

Impresión:
Sumario

Introducción,
Alfredo Marcos ........................................................................................................................................................... 7

Primera parte: Visión general e histórica

1. Construyendo una persona: Una pista para la nueva unidad de las artes y las ciencias
Joseph Margolis . ......................................................................................................................................................... 25
2. La nueva disputa de las facultades
Sixto J. Castro ............................................................................................................................................................. 49
3. Ciencia y arte como unidad: la perspectiva histórica del bestiario medieval
Ricardo Piñero Moral ........................................................................................................................................... 77
4. Cuatro visiones acerca de la relación entre ciencia y arte
Xavier de Donato Rodríguez . ......................................................................................................................... 99

Segunda parte: Ciencias y artes específicas

5. Ciencia y poesía
José Sanmartín . .......................................................................................................................................................... 131
6. La Divina Intersección. Visiones del encuentro entre el arte y la física
Alberto Rojo .................................................................................................................................................................. 147
7. Ciencia y arte en la nomenclatura botánica
Fernando Calderón Quindós .......................................................................................................................... 167
8. Filosofía y poesía en Fernando Pessoa
Pablo Javier Pérez López . .................................................................................................................................. 185

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Tercera parte: Conceptos y problemas

9. La noción de Estilo en matemáticas y arte


Javier de Lorenzo ...................................................................................................................................................... 217
10. La Metáfora en la ciencia y en el arte
Eduardo de Bustos Guadaño .......................................................................................................................... 249
11. Las emociones en la ciencia y en el arte
Cristina Di Gregori y Ana Rosa Pérez Ransanz ............................................................................. 273
12. Racionalidad en las ciencias y en las artes: Sentido común y heurística
Ambrosio Velasco Gómez ................................................................................................................................... 309
13. El arte de investigar
Manuel Toharia.......................................................................................................................................................... 325

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I n t roducción

Alfredo Marcos

Arte y ciencia. Líneas paralelas


1927. Le Corbusier, estrella indiscutible de la nueva arquitectura, nos ofrece
sus reflexiones teóricas en el libro Vers une architecture (Hacia una arquitectura).
Una de sus principales aportaciones, al margen de su rechazo de los estilos
historicistas, es la comprensión de la casa como una «máquina de habitar»
(machine à habiter). Una casa racional, mecánica, producible en serie, dentro
de una cuidad también diseñada bajo criterios racionales, al margen de las
tradiciones y de la historia que tanto enturbian las cosas.
1928. Carnap, estrella indiscutible de la nueva filosofía científica, expone
su teoría de la ciencia en el volumen titulado Der Logische Aufbau der Welt
(La construcción lógica del mundo), y familiarmente conocido como el Aufbau.
Las dosis de racionalismo futuroscópico, de rechazo de la tradición y de la
historia, de exaltación de lo mecánico, no son menores aquí que en el texto
del arquitecto coetáneo. «Nuestro trabajo —advierte Carnap— se nutre de la
convicción de que a este modo de pensar pertenece el futuro». «Tratábamos
de evitar —rememora en su Autobiografía Intelectual— los términos de la
filosofía tradicional». Y lo que es más llamativo, se habla tanto de construcción
en el Aufbau como en Vers une architecture: «Las ficciones operacionales son
un instrumento útil para lograr nuestro objetivo de formular las diversas
constituciones, entendidas como reconstrucciones racionales del conocimiento
de los objetos […] Si es posible traducir una definición constitucional a una
regla operacional entonces tendremos la seguridad de que la constitución es
puramente extensional […] El sistema de constitución es una reconstrucción

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Introducción

racional de toda la construcción de la realidad». Esta reconstrucción racional


tiende a formularse en términos operacionales automatizables, algorítmicos:
«A manera de procesos manuales».
1966. Aldo Rossi, genio emergente del urbanismo, escribe La arquitectura
de la ciudad. La atmósfera ha cambiado: «Me siento inclinado a creer —afirma
Rossi— que la ciencia urbana, entendida de esta manera, puede constituir
un capítulo de la historia de la cultura». Emerge la historia como base para la
verificación: «El método histórico parece ser capaz de ofrecernos la verificación
más segura de cualquier hipótesis sobre la ciudad». La perspectiva racionalista
se flexibiliza y entran en juego la tradición, la comparación, la diferencia: «En el
curso de este estudio me ocupo de diversos métodos para afrontar el problema
del estudio de la ciudad; entre ellos surge el método comparativo. También ahí
la comparación metódica de la sucesión regular de las diferencias crecientes
será siempre para nosotros la guía más segura para aclarar las cuestiones […]
Por ello hablo con particular convencimiento de la importancia del método
histórico». Es más, desde el campo del urbanismo acude Rossi al rescate de la
vieja tradición filosófica, que unas décadas atrás era despreciada por los propios
filósofos: «Sería útil iniciar el estudio […] a partir de la historia de la ciudad
griega y de la contraposición del análisis aristotélico del concreto urbano y de
la república platónica […] Tengo para mí que el planteamiento aristotélico
en cuanto estudio de los hechos ha abierto el camino de manera decisiva al
estudio de la ciudad y hasta a la geografía y a la arquitectura urbanas». De la
ciudad dice Rossi que es «texto de la historia», «síntesis de una serie de valores»
e «imaginación colectiva». Estas expresiones nos evocan sin duda el resurgir de
la perspectiva histórica, social y axiológica.
1962. Thomas Kuhn da a la imprenta su mejor obra filosófica, La
estructura de las revoluciones científicas. En ella se reivindica precisamente
la perspectiva histórica, se sugiere la necesidad de una idea de razón más
flexible y situada. Kuhn enfatiza los aspectos sociales de la ciencia por
encima de los lógicos, los dinámicos por encima de los estructurales
¿Quién no pensaría la teoría del urbanismo de Rossi al lado de la teoría

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Alfredo Marcos

kuhniana de la ciencia? ¿Y no serán ambas visiones coetáneas el fruto de un


mismo concepto de racionalidad? Hablamos de una noción de racionalidad
que nos aleja progresivamente del algoritmo, sí, pero ¿para acercarnos
peligrosamente al anarquismo?
1972. Robert Venturi irrumpe en la teoría de la arquitectura y el urbanismo
con su Learning from Las Vegas. ¿Se puede, de veras, aprender arquitectura en
Las Vegas? «La avenida comercial —escribe Venturi— desafía al arquitecto
a adoptar un punto de vista positivo, no paternalista […] La preocupación
principal del arquitecto no debería ser lo que debería ser, sino lo que es
[…] y cómo ayudar a mejorarlo.» Ataque iconoclasta contra la arquitectura
moderna. Erudición desenfadada. Alegre análisis del caos. Son algunas de
las caracterizaciones que se han hecho de la obra de Venturi. Hemos salido
de los mares templados, al parecer nadamos ya en las aguas turbulentas de
la complejidad y la contradicción, en la agitada y cálida posmodernidad. Si
un profesor de arquitectura de la Universidad de Pensilvania propone como
modelo Las Vegas, es que aquí ya vale cualquier cosa.
1975. Paul Feyerabend, enfant terrible de la filosofía de la ciencia, se gana
las iras de unos cuantos colegas con la publicación de su Contra el método
(Against Method: Outline of an Anarchistic Theory of Knowledge). Fue él quien
hizo famoso el eslogan anything goes, todo vale. ¿Método?, ¿qué método? De
nuevo una teoría de la arquitectura, una de la ciencia, las coincidencias, la
cronología, o algo más, ¿una idea común de la racionalidad, quizás?

Arte y ciencia. Líneas que se cruzan


Su padre era lutier, compositor y teórico de la música. Y él heredó esta
afición por el arte musical. Los planos inclinados con los que experimentaría
más tarde se parecían, antes que a nada, al mástil trasteado de un instrumento
de cuerda. Le apasionaban también la poesía y la pintura. Llegó a inscribirse
en la Academia de Diseño, fundada en Florencia, en 1562, por Vasari. Allí
aprendió la técnica pictórica del claroscuro. Es cierto que Galileo Galilei es más

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Introducción

conocido por su aplicación del telescopio a la observación astronómica. Fue


el primero en hacerlo. ¿El primero? Al parecer, un británico, contemporáneo
de Galileo, Thomas Harriot, tuvo exactamente la misma idea: ese juguete de
feria, en forma de tubo, que circulaba por Europa, tal vez pudiera ser útil no
solo para el cotilleo y para la guerra, sino también para la astronomía. De
hecho, debemos a Harriot la primera representación pictórica de la cara de la
Luna vista a través de un telescopio. Su dibujo es anterior en unos meses a las
famosas pinturas lunares de Galileo.
¿Qué vio Thomas Harriot en la Luna? Nada, o casi nada, y si vio algo
interesante, no lo supo dibujar. En su gráfico insulso no aparece sino un
disco y una línea titubeante que lo atraviesa diametralmente. No supo captar
el relieve lunar. Solo un ojo como el de Galileo, entrenado en las nuevas
técnicas pictóricas, podía interpretar las sombras de la Luna como relieve.
Esta interpretación de las sombras, que hoy nos parece obvia, no lo era en
su tiempo, cuando las técnicas pictóricas que producen sensación de relieve
mediante sombras se estaban desarrollando. Debemos el descubrimiento de
Galileo, no solo al taller holandés del que salió el primer telescopio, no solo
a los textos científicos y a las tablas astronómicas, sino también al arte de la
pintura. Ida.
Y vuelta. Murillo todavía pintaba hermosas Inmaculadas aupadas en
lunas aristotélicas años después de que un amigo de Galileo, Cigoli, hubiera
incorporado en sus cuadros, a los pies de la Madona, unas relucientes lunas con
relieve, muy pero que muy parecidas a las que nos ha legado Galileo. Debemos
a la ciencia las lunas de Cigoli.
Pero esta mutua fertilización entre arte y ciencia no garantiza el éxito. La
misma afición pictórica que permitió a Galileo interpretar correctamente las
sombras de la Luna, le impidió aceptar las elipses de Kepler. Nunca apoyó
la idea kepleriana de las órbitas elípticas. ¿Por qué? La mejor respuesta a este
enigma, según nos recuerda el historiador de la ciencia Gerald Holton, viene de
la mano de un historiador del arte, Erwin Panofski, quien nos informa de que
Galileo era un neoclásico hasta el tuétano, y odiaba la pintura «degenerada»

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Alfredo Marcos

de los manieristas, como Archimboldo, tan carente de formas clásicas, como la


esfera, tan plagada de horribles formas elipsoidales.

Arte y ciencia. Planos que se solapan


Un gran panel con la secuencia del genoma humano. Sí, está claro, lo
pondríamos en el museo de las ciencias. Y El jardín de las delicias no deberíamos
sacarlo de El Prado. Aceptemos —aun con dudas— que así están perfectamente
ubicados. Pero, ¿dónde ponemos El rinoceronte de Durero? Entiendo que
siempre es difícil hacerle sitio a un rinoceronte. Sin embargo, La liebre, más
pequeña y manejable, genera idéntico problema. No sabemos bien si es ciencia
o arte. Las mentes bien ordenadas bullirán inquietas ante una vieja cinta
de Félix Rodríguez de la Fuente. ¿Naturaleza o fotografía?, ¿zoología o arte
dramático? Y no digamos si el autor del film fuese Attenborough, ¿Richard o
David? Umbral incierto, linde nebulosa, tierras de penumbra en cualquier caso.
Los taxónomos de salón se sentirán incómodos ante la obra de Asimov, de Julio
Verne o de Michael Crichton. ¿En qué estante colocarán el libro? Las imágenes
médicas entreveradas en las series televisivas de moda, los biomonstruos de
la escultora Patricia Piccinini, las esmeradas pinturas botánicas de Celestino
Mutis, los fractales de Mandelbrot, los poemas biológicos de Szymborska, los
diseños de Da Vinci, las planchas anatómicas de Aristóteles… ¿de qué lado han
de caer? Géneros enteros, como la literatura científica, el cine documental, la
pintura naturalista, grandes áreas de la fotografía que van desde la fotografía
naturalista hasta las imágenes biomédicas, están en terreno de nadie o de todos.
Algo similar se puede decir de la tecnología, que incluso etimológicamente
tiene que ver con el arte y con la ciencia, de las ingenierías y del diseño, de
la arquitectura, que ha sido pensada históricamente como una de las artes y
como un campo apto para la aplicación de la ciencia. Díganme si no se pisan
la música, la aritmética y la acústica; la pintura, la geometría, la óptica y la
teoría de la visión; la escultura y la química… Pensemos además —por cerrar
de algún modo esta enumeración que amenaza con hacerse infinita— que hoy

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Introducción

día grandes zonas de la producción artística y científica están mediadas por las
mismas herramientas informáticas.

Arte y ciencia. ¿Polos opuestos de la esfera del saber?


Si hay paralelismos, cruces y solapamientos entre el arte y la ciencia, ¿por
qué hemos llegado a pensar estas dos realidades como polarmente opuestas?
A comienzos de la modernidad la llamada esfera del saber se escindió en
tres grandes ámbitos autónomos: ciencia, arte y moral. Desde Kant al menos
se entiende que cada uno de estos ámbitos tiene sus propios valores y criterios,
su propio modo de racionalidad. Esta estrategia kantiana para proteger la
autonomía de la ética y de la estética frente al cientificismo emergente fue
tan bienintencionada en sus orígenes como perjudicial en sus consecuencias.
Digamos que la autonomía llegó a pasarse de rosca hasta convertirse en auténtica
esquizofrenia cultural.
Sin embargo, en los últimos años, lo que observamos es, por un lado, una
queja a propósito de una escisión que se considera excesiva: llamémosle malestar
en la cultura —reinterpretando las palabras de Freud— o bien, esquizofrenia
del hombre moderno —utilizando la expresión de Russell—. El ser humano
ha resultado escindido él mismo entre distintos ámbitos, criterios y valores
que no logra conciliar en una imagen coherente. Por otro lado, vemos que se
desarrollan cada vez más paralelismos, entrecruzamientos y solapamientos entre
los mundos del arte y de la ciencia. Se da un claro proceso de convergencia en
muchos sentidos. Si tradicionalmente se tomaban ciencia y arte como términos
antitéticos, el uno orientado hacia lo universal, el otro hacia lo singular, el uno
guiado por la razón, el otro por lo emocional, el uno pegado a la observación,
el otro impulsado por la imaginación, el uno creador y el otro descubridor,
actualmente apreciamos los aspectos racionales, epistémicos y universales del
arte, al tiempo que se pone en duda la pureza racional de la ciencia, emergen
elementos de creatividad e imaginación en la actividad investigadora y
constatamos la presencia de metáforas en los textos científicos.

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Alfredo Marcos

El grupo de investigación sobre Arte y Ciencia (A&C)


Ante esta nueva situación, las tradicionales divisiones del análisis filosófico
quizá deban también flexionarse. No es raro que algunos de los principales
filósofos contemporáneos, como Habermas, Gadamer, Goodman, Rorty,
Ricoeur o Feyerabend, hayan decidido seguir pensando en términos de filosofía
integral, más que de filosofía parcelada. La filosofía de la ciencia y la filosofía
del arte tienen cada vez más terreno en común, se complementan y tienen
mucho que aprender la una de la otra. Tanto la filosofía de la ciencia como la
estética tienen mucho que ganar en un estudio comparativo que ponga juntas
la mirada filosófica sobre el arte y sobre la ciencia. Las tradicionales «cajas de
herramientas», analíticas y hermenéuticas, son de utilidad tanto para reflexionar
sobre la ciencia como para hacerlo sobre el arte. Esta fue la convicción de la
que nació en la Universidad de Valladolid un grupo de investigación sobre
las conexiones entre la filosofía de la ciencia y la estética, del que formamos
parte los dos editores del presente libro. De hecho, el investigador principal de
este grupo, Javier de Lorenzo, hace ya décadas que viene trabajando en estas
relaciones. Desde los años setenta ha pensado la matemática como un hacer.
Como tal hacer, la matemática se despliega histórica y contemporáneamente
en una serie de estilos. Por tanto, y desde el original punto de vista de Javier de
Lorenzo, no deberíamos en modo alguno contemplar la matemática como un
territorio ajeno por completo a las artes, con las que de hecho comparte una
naturaleza práctica y una dinámica marcada por la noción de estilo.
El grupo A&C ha desarrollado en los últimos años una intensa actividad
orientada a la dinamización del debate que nos ocupa. Nuestro enfoque quiere
contribuir sobre todo a perfilar un modo de racionalidad humana común y
una visión más coherente e integrada de la esfera del saber.

La filosofía como ciudad de las artes y las ciencias


Además de impulsar numerosas publicaciones, proyectos de investigación,
simposios y mesas redondas, el grupo A&C de la Universidad de Valladolid

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Introducción

organizó en octubre de 2008 un curso en la sede que la UIMP tiene en Valencia.


El lugar, desde luego, era idóneo para pensar acerca de las relaciones entre ciencia
y arte. Valencia dispone de uno de los espacios culturales más espectaculares que
se puedan hallar: la Ciudad de las Artes y las Ciencias. Aquí se materializan y
concretan como en ningún otro sitio las conexiones a las que nos referimos. En
expresión de Aristóteles: «saltan a la vista». Tuvimos la enorme fortuna de contar
allí con el respaldo del director del centro UIMP-Valencia, Vicente Bellver, de un
eficacísimo equipo de gestión, de un alumnado heterogéneo, crítico y motivado,
y de una plantilla de ponentes de reconocido prestigio internacional. Debemos
dejar constancia aquí de nuestro agradecimiento a todos ellos, así como a las
instituciones que nos han respaldado en esta empresa: UIMP-Valencia, UVa,
Junta de Castilla y León (proyectos de investigación VA 054A05 y VA 026A09),
Ciudad de las Artes y las Ciencias, y Plaza y Valdés Editores.
El libro que el lector tiene entre sus manos se gestó cerca de la Ciudad de
las Artes y las Ciencias, entre las aulas de la UIMP, los paseos cabe el Turia, y
los largos debates de sobremesa. Su objetivo es fomentar la discusión acerca de
las conexiones entre ciencia y arte, mostrar el estado de la cuestión y exponer
algunas líneas de investigación originales.

Arte y ciencia: mundos convergentes


El libro está dividido en tres partes. En la primera de ellas se aporta una
visión general del problema de las relaciones entre arte y ciencia, así como un
panorama histórico de la cuestión. La segunda parte se centra en las relaciones
concretas que se producen entre determinadas ramas de la ciencia, como
la biología y la física, y ciertas formas de expresión artística como la poesía
y la música. La tercera parte del libro aborda el tratamiento de problemas
concretos, como el de la función de las emociones en ciencia y en arte, así
como de conceptos que resultan de especial importancia en el ámbito de esta
investigación, como son el concepto de metáfora, el de racionalidad y el de
estilo.

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Alfredo Marcos

Dentro de esta arquitectura general del texto se inscriben los trece capítulos
que lo componen. En el primero, Joseph Margolis polemiza contra el movimiento
reduccionista vigente dentro de la filosofía analítica anglosajona. Nos habla
de la imposibilidad de reducir la persona a términos fisicalistas: no se puede
compartimentalizar la acción humana ni reducirla a simples movimientos, no
podemos reducir las pinturas a lienzos cubiertos de pintura o el habla al sonido
sin acabar con la existencia de las propias personas. Según el argumento de
Margolis, el reduccionismo no permite pensar correctamente la relación entre
las ciencias y las artes. «La razón es simplemente que, prima facie, las personas
humanas son los agentes ineliminables de todas las artes y las ciencias».
Sixto Castro presenta y aborda la nueva lucha entre las facultades. Si en los
tiempos de Kant esta expresión se refería a las facultades de teología, derecho
y medicina, hoy día son las de ciencias y artes (o letras) las que aparentemente
se enfrentan. Se remite a las raíces históricas, medievales y modernas, de dicha
escisión. Sostiene, asimismo, que la filosofía, y muy especialmente la teoría
del conocimiento, promete una vía de integración y mediación sin anulación
de las diferencias. Así, el autor nos descubre arte y ciencia como modos de
acceso y referencia a la realidad. «No hay ninguna razón “objetiva” que nos
obligue a establecer límites entre las distintas instancias del hacer humano. La
cultura (en la forma de ciencia o arte) está siempre encarnada en un momento
histórico. Y no hay más verdad en una que en otra. Simplemente hay verdad en
ambas y una verdad intersubjetivamente comunicable». Tanto las artes como
las ciencias nos hacen habitable el mundo, confieren sentido y lo transforman
en casa a través de la belleza. Ambas son actividades modalmente diferentes
pero enraizadas en una misma acción humana y en una misma ontología.
El texto de Ricardo Piñero nos transporta al mundo iconográfico de los
bestiarios medievales, en los cuales se encuentran entreverados, a veces
indistinguibles y siempre integrados, los aspectos estéticos —pintura son, al fin
y al cabo— y los aspectos zoológicos y naturalistas, pues el bestiario también
es ciencia de lo posible. El autor nos presenta su historia, sus características más
relevantes y los mejores ejemplares del género. La idea es que, a pesar de que las

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Introducción

categorías de la época no son ya las nuestras, sin embargo, la reflexión filosófica


acerca de los bestiarios arroja mucha luz sobre el debate contemporáneo del
realismo. A través del estudio estético de los bestiarios medievales, Piñero
hilvana una antropología de lo sensible e imaginario, no solo de lo abstracto y
racional, una epistemología de lo que llama experiencia imaginaria. Imaginario,
aquí, no es sinónimo de falso. Está más bien en el campo semántico de imagen.
«Nuestra propuesta, al fin y al cabo, no es otra que la de sentir que el Bestiario
nos dice lo que somos y lo que no somos, no nos enseña moralinas sin más, nos
dice dónde comienza y dónde termina lo humano».
Xavier Donato trae el debate sobre ciencia y arte a la contemporaneidad.
Argumenta contra la falsa idea de que estamos ante realidades contrapuestas,
«contra esta vana presunción (por ambos lados) de que ciencia y arte nada tienen
que ver entre sí». El argumento lo extrae de los textos de cuatro destacados
autores actuales: Kuhn, Gombrich, Panofsky y Goodman. En Kuhn se aprecia
un paralelismo notable entre las dinámicas respectivas de la ciencia y el arte.
Incluso podría decirse que el modelo de dinámica de la ciencia fue tomado por
Kuhn de la historia del arte, o al menos se fraguó bajo la influencia de Gombrich.
Sin embargo, Kuhn acaba por marcar más intensamente que Gombrich las
diferencias entre arte y ciencia1. Para el primero, la noción de progreso juega
de modo análogo en ambos lados, pues ciencia y arte son ambos vías de
descubrimiento. También en Panofsky se aprecia una mirada conjunta sobre la
ciencia y el estudio humanista de las artes: «Como el científico —nos dice—,
el humanista se basa en la observación de hechos y en el análisis sistemático
de sus interconexiones. Igualmente, sus teorías están sujetas a contrastación
empírica». Por último, Donato se centra en la filosofía de Goodman, autor de
la siguiente declaración: «las artes no deben tomarse menos seriamente que

1 Sobre la relación entre Kuhn y Gombrich, y en general sobre la influencia de la historia de la ciencia
en Kuhn, es importante: José Carlos Pinto de Oliveira, «Thomas Kuhn, la historia de la ciencia y la historia
del arte», en Sergio Menna (ed.), Estudios contemporáneos de Epistemología, Universitas, Córdoba (Argenti-
na), 2008, pp. 29-47.

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Alfredo Marcos

las ciencias en cuanto modos de descubrimiento, creación y ampliación del


conocimiento en el amplio sentido de avance y entendimiento».
En el campo de las relaciones entre ramas concretas de la ciencia y del arte,
José Sanmartín explora las que se dan entre ciencia y poesía. Su texto analiza
en primer lugar la visión común y tópica de las relaciones entre ciencia y poesía.
Según la misma, ciencia y poesía son cosas bien distintas, dotadas, además
de un valor muy diferente en nuestros días. La ciencia se considera objetiva,
rigurosa, metódica y racional, imprescindible para el logro del progreso, del
bienestar y del control de la naturaleza. La poesía no pasa de ser un divertimento,
recreación o terapia del alma, pero en cualquier caso de valor secundario, una
actividad prescindible. En segundo lugar, el autor expone su propia visión de
dichas relaciones. Desde este nuevo punto de vista se aprecia la fragilidad y
provisionalidad de la verdad científica, así como la función imprescindible de
la imaginación en la construcción de teorías. En ambos aspectos la ciencia se
aproxima a la poesía más que distancia de ella. Tampoco es cierta la imagen
de la ciencia como desprovista de belleza y emoción. Con todo, en opinión del
autor las diferencias persisten, «son muchas y profundas». Para concluir resume
su posición en el aforismo: «Ciencia y poesía. Cada una en su casa y la belleza
en la de todos».
La aportación de Alberto Rojo se centra en las relaciones entre física
y belleza, quiere «visitar la íntima conexión entre el arte y la física».
Efectivamente, Alberto Rojo nos habla de las intersecciones de la física con
la música, la pintura, y la poesía, parando mientes con especial atención
en el caso de Einstein. Con erudición histórica, se ponen al descubierto los
innumerables casos en los que físicos de primera línea se dejaron guiar en su
labor investigadora por el criterio de belleza. Dicho criterio podría concretarse
a través de las nociones de simplicidad y simetría. Simplicidad y simetría que
se esconden tras coincidencias numéricas que no siempre son tan casuales.
Sin embargo, la física no responde solo ante la belleza, sino también ante la
verdad teórica y empírica. Esta tensión es presentada aquí desde el ángulo
de la historia de la física y del arte, pero también desde la perspectiva de la

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Introducción

filosofía de la ciencia. Se trata de una tensión fructífera las más de las veces.
Podemos intuir la razón profunda de este hecho a través de los versos de
Keats, traducidos por Cortazar, con los que se cierra este capítulo: «La belleza
es verdad y la verdad belleza...».
Fernando Calderón descubre los aspectos estéticos de la nomenclatura
científica que se emplea en el campo de la taxonomía biológica. En primera
instancia podría incluso parecer que la nomenclatura científica constituye un
obstáculo para el disfrute de la belleza natural de los seres vivos, los cuales,
vistos a través de conceptos perderían la frescura de su encanto. «En el corazón
del hombre sensible, la azucena blanca será siempre un nombre más apreciado
que el inexpresivo Lilium candidum. La sensibilidad estética no desea quedar
frustrada en sus expectativas, de ahí que el nombre latino se perciba como
un impedimento». Y, sin embargo, la nomenclatura científica se convierte a
partir del siglo xviii en la puerta de entrada imprescindible a la botánica.
En este punto, una de las más importantes contribuciones de Linneo fue la
posibilidad de convertir la nomenclatura en un conocimiento a medio camino
entre la ciencia y el arte. Los nombres podrían conservar resonancias atávicas
y connotaciones evocativas, pero eso sí, «las especies que pasaban a integrar
un género, lo hacían solo después de que el botánico las hubiera sometido al
escrutinio de una paciente observación».
Sobre ciencia y poesía versa también el texto de Pablo Pérez. De modo muy
concreto se centra en la figura de Pessoa, cuya producción literaria conserva
en su mismo núcleo una profunda tensión entre lo científico y lo poético.
Los poetas que hablan a través de Pessoa trazan un viaje «desde la metafísica
científica hasta la metafísica artística o poética sin olvidar la raíz esencial de
ambas, el asombro y la búsqueda de orientación ante la realidad desnuda».
Al cabo del viaje, la ciencia deja de ser necesaria para obtener la verdad, ya
que lo verdadero está en la misma apariencia del mundo, es el misterio del
mundo. «El pensador poético opta por reinventar desde un lenguaje artístico
que se desvincula del científico consciente de que el lenguaje y el conocer son
la primera metáfora, la primera ilusión, al sugerir recreando y re-creyendo».

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Alfredo Marcos

No obstante, la tensión entre lo filosófico-científico y lo poético no abandona


nunca la escritura de Pessoa.
Javier de Lorenzo aborda en sus páginas el concepto de estilo, tan propio,
en principio, de las artes. La originalidad del enfoque aquí expuesto consiste
en aplicar dicho concepto al desarrollo de las matemáticas. La idea del estilo,
de los estilos matemáticos, ilumina y hace comprensible la historia de esta
disciplina, la sucesión de los distintos modos de hacer matemáticas. Cada estilo
se asocia con una época, aunque debe aclararse que ello «no supone que el estilo
en esa época sea único y se imponga a todo autor, sin más. No hay un espíritu
de época unitario, no hay ni debe haber pensamiento único». En el fondo, la
noción de estilo es válida en las ciencias formales solo porque dichas disciplinas
son vistas desde el punto de vista práctico. De Lorenzo ha propuesto ya desde
los años setenta la noción de hacer matemático, de la que depende la noción de
estilo aquí tratada. El autor discute a continuación los problemas de método,
racionalidad y axiología conectados con esta aproximación práctica. Concluye
abriendo, más que cerrando, el espectro de sus reflexiones, proponiendo
problemas para futuras investigaciones surgidos de esta, entre ellos el problema
crucial del progreso en ciencia y en arte.
Si el concepto de estilo tiene puentes entre los mundos del arte y la ciencia,
otro tanto podemos decir de la noción de metáfora, estudiada aquí por Eduardo
Bustos, con la manifiesta intención de «diluir la tradicional y obsoleta separación
entre la ciencia y el arte», así como la ideología de las dos culturas. Tras
sistematizar y motivar históricamente la distinción tópica entre los diferentes
ámbitos de la cultura, Bustos se centra en la metáfora como herramienta de
integración. Adopta, por supuesto, en esta tarea el punto de vista filosófico.
Al fin y al cabo, fue, según el autor, la filosofía la que separó las facultades. A
ella le corresponde ahora laborar por la reintegración de lo que en realidad es
fruto de las mismas capacidades cognitivas: «Lo que la filosofía separó, que
la filosofía reúna». En concreto, afirma, «un recurso cognitivo central en el
ser humano, la capacidad de utilizar metáforas, desempeña un papel decisivo
tanto en la construcción de teorías como en la elaboración de obras de arte».

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Introducción

A tal fin, recorre las bases de la concepción contemporánea de la metáfora, a


saber, la llamada cognición corpórea y los esquemas imaginísticos, para arribar
finalmente a la propia teoría cognitiva de la metáfora que no excluya la función
emocional de las mismas. Tras analizar una serie de esquemas representacionales
en ciencia y en arte, concluye el autor en el sentido de que «convergencia de las
representaciones científicas y artísticas es más pronunciada de lo que se creía».
La cuestión de las emociones ha aparecido, hasta aquí, de modo más o menos
tangencial en varios capítulos del libro. Ana Rosa Pérez Ransanz y Cristina di
Gregori hacen de ella el centro de sus reflexiones. Sostienen que las emociones
cumplen un papel central, y generalmente positivo, tanto en la producción
del conocimiento científico, cuanto en la génesis de las obras de arte. Para
entender esta función primordial de las emociones se precisa reformular y
enriquecer el concepto de experiencia. En esta tarea, las autoras se sirven de
ideas procedentes de la tradición pragmatista, y muy espacialmente de la obra
de John Dewey. Una vez elaborada en estos términos la noción de experiencia,
nos damos cuenta de que tanto la ciencia, como el arte no son sino formas de
la experiencia humana. La idea de experiencia emocional de Dewey «permite
disolver la rancia dicotomía entre la esfera cognitiva y la esfera afectiva». Es
más, a través de las aportaciones de Van Fraassen y de Sousa, las autoras llegan
a establecer en el tramo final de su texto «que las emociones constituyen un
fuerte elemento de continuidad entre las ciencias y las artes».
Otra cuestión clave y reincidente cada vez que se abordan las relaciones entre
arte y ciencia es la de la racionalidad. Ambrosio Velasco afronta este problema
partiendo de la situación de unidad que se daba en el Renacimiento, época
en la cual tanto las producciones del arte, como las de las ciencias, aspiraban
a cumplir a un tiempo con la verdad y la belleza. Esta unidad de fines se
pierde en los tiempos modernos y las tareas se reparten. Sin embargo, autores
más posteriores, como Duhem, Neurath, Polanyi o Gadamer han puesto de
manifiesto los aspectos de creatividad y de valoración estética y prudencial
que siguen presentes en las ciencias: «Así pues —afirma Velasco—, el juicio
reflexivo que se desarrolla a partir del bon sens o sentido común, por una parte,

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Alfredo Marcos

y la fuerza o «pasión» heurística por otra son dos dimensiones esenciales en


las ciencias y en las artes, que también apuntan hacia la reformulación de una
nueva idea de racionalidad que promueva una cultura unificada, a contrapelo
de la separación tajante y predominante en la modernidad entre ciencias y artes,
entre verdad y belleza, entre conocimiento racional y la experiencia estética».
Esta relación tensional entre la heurística y el consenso, entre la creatividad y el
sentido común, «es el núcleo de un proceso común a las ciencias y a las artes que
vale la pena desarrollar y ampliar más, tanto desde la filosofía de la ciencia como
desde la hermenéutica filosófica».
Finalmente, Manuel Toharia argumenta contra las dicotomías exageradas
entre ciencias y artes, ciencias y letras. Son, en realidad, aspectos que comparten
base lingüística y neurofisiológica, así como recursos creativos. Caracteriza la
propia investigación científica como una práctica artística, como una «búsqueda
de nuevos senderos en el conocimiento humano», y el arte como una actividad
de investigación. Aboga, en consecuencia, por la reintegración del arte y de la
ciencia en el marco conjunto de la cultura: «Así, sin adjetivos. Ni es científica
ni artístico-literaria; es cultura, en su integralidad […] Solo hay una cultura. Y
lo integra todo. Y la necesitamos todos para ser, sencillamente, más humanos.
Para vivir más cómodos, más integrados, más plenamente. Para ser, también,
más libres».
Nos consta que, además de los autores que contribuimos a este volumen,
hay muchos más artistas, científicos y filósofos interesados en estas zonas de
confluencia. Ojalá que la publicación de este libro, simultáneamente en México
y España, sirva como catalizador para potenciar la investigación dentro de
nuestra área cultural. En este momento pretendemos más ampliar horizontes
y debates que zanjar cuestiones, más sugerir líneas y abrir diálogo con otros
grupos, que aportar conclusiones. Pero alguna sí que nos gustaría sostener:
arte y ciencia son actividades humanas con muchos aspectos en común, entre
ellos su origen en el mismo espíritu humano y una misma orientación hacia el
humano florecimiento.

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I . V I S IÓN G E N E R A L
E H I STÓR IC A

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1. C o n s t r u y e n d o
u na pe r sona : Una pis ta
pa r a l a n u e va u n i d a d d e l a s a r t e s y l a s
cienci a s

Joseph Margolis

Es cierto que nadie ha demostrado la falsedad absoluta de la afirmación de


que todas las cosas que consideramos más distintivas del mundo humano (las
personas, sin duda) o de que todo lo que con razón se incluye entre las propiedades
antropocéntricas más notables atribuidas a tales cosas (una capacidad para el
habla y la autorreferencia, para la acción productiva y autotransformativa, y
para confesar creencias, intenciones, sentimientos y cosas por el estilo) sean
reducibles a términos fisicalistas. Sin embargo, las perspectivas de una «ciencia
humana» (una ciencia de lo humano) limitada a términos reductivos son muy
escasas —de hecho, cero—. Así que si la admisión del estatus realista del mundo
humano nos obligase a sopesar seriamente la compatibilidad entre una teoría
causal de la agencia humana y los habituales cánones causales favorecidos en las
ciencias físicas, podríamos vernos forzados a conceder que el hecho de decidir
qué implica una ciencia verdadera estaría ello mismo sujeto a las dificultades
contingentes de completar toda empresa reductiva.
Sugiero que la idea misma de acción exige un modelo causal «internalista»
más que «externalista». Piénsese, por ejemplo, en el ejemplo de Wittgenstein
de «que yo levante mi brazo», que, hablando de modo imprudente, podemos
decir que «causa» o «produce» o (como yo prefiero decir) «profiere» (utters) la
acción en cuestión —que implica pero no causa «el alzar de mi brazo»—. No

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las ciencias

podemos decir que el hecho de que un agente levante su brazo cause (en el modo
externalista) que su brazo se levante, porque, por supuesto, el movimiento corporal,
el levantar el brazo, no es más que el suceso material por el cual se realiza, de
manera inseparable, la acción que lo posibilita. La «proferencia» de la acción y
la acción «proferida» nunca se distinguen más que internamente en una acción
que tenga éxito: nunca son distintas más que en teoría, nunca son conjuntamente
separables de la manera exigida por el modelo externalista de la causalidad. Y
los movimientos del brazo implicados, que ordinariamente serían identificados
y explicados con arreglo al modo externalista, no son más que las «partes»
funcionantes (subfuncionalmente factoriadas, lógicamente dependientes) de la
acción molar en cuestión. Por ello, ellas mismas no son en absoluto acciones en
un sentido pertinente. Según el modelo reduccionista, la pretendida acción, en
última instancia, no debería ser más que un conjunto seleccionado de movimientos
de la clase que se acaba de reconocer, que, efectivamente, eliminaría la agencia
en favor de alguna conexión causal externalista semejante a la humeana (sin
referencia a agentes o personas); y en el modelo de la agencia, lo que podría de
otro modo redimir la tesis reduccionista, sería ahora incorporado, subsumido sin
deformación, solo como movimientos corporales externamente relacionados, que
responden a las subfunciones factoriadas del proceso molar original de la acción,
sin referencia al cual su relevancia causal permanecería sin especificar1.

1 Cuando leí el primer libro de Daniel Dennett, Content and Consciousness, constaté que Dennett sos-
tenía (sin demostración) que los llamados análisis arriba-abajo (top down) y abajo-arriba (bottom up) de
lo mental eran equivalentes (salva veritate) y, si era así, entonces eran funcionalmente sinónimos (aunque
no frase a frase). Esto significaba que, según Dennett, si el reduccionismo era válido (bottom up), enton-
ces, independientemente de cómo analizásemos la mente de arriba abajo (top down) (factorialmente, en
términos teóricos populares), las personas podían eliminarse. De hecho, discutí esto personalmente con
él y estuvo de acuerdo en que no había expuesto sus razones para ello, así que «eliminó» su conclusión.
El argumento que yo daba era que de arriba-abajo (top down), un análisis «funcional» o «factorial» de
lo mental, tenía que ser irreductiblemente «relacional», de modo que el análisis «subfuncional» (o en
términos de Dennett, «homuncular») de lo mental no podía ser sólido excepto como un análisis re-
lacional de un análisis «funcional» más inclusivo (en última instancia, «molar») de lo mental (cons-
truido holísticamente); mientras que un análisis de abajo-arriba (bottom up) (reductivo) interpretaba los
«elementos» propuestos como discretos (o «atómicos»). Dennett habría tenido que mostrar (lo que
no hizo y no creo que nadie pueda) que un análisis «composicional» de la mente (bottom up) produci-

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Joseph Margolis

En este sentido, los modelos internalista y externalista son reconciliables,


pero solo en términos favorables al modelo de la agencia. En el modelo
externalista, la agencia sería abandonada por completo o reducida a una façon
de parler. Fue, de hecho, la inteligentísima conjetura de Arthur Danto (en la
primera década de la publicación de las Investigaciones de Wittgenstein) la que
sugirió que la conexión entre las acciones y los movimientos corporales (en el
ejemplo de Wittgenstein) contenía la clave de cómo podíamos comprender el
nexo conceptual existente entre las pinturas como obras de arte y los simples
lienzos cubiertos de pintura, lo cual proporcionaba indirectamente la clave
perfecta para construir la relación conceptual entre la cultura humana y la
naturaleza física, a fortiori, entre las ciencias humanas y las naturales2 . El

ría los mismos resultados que produciría un análisis funcional o factorial (top down). Pero si un análisis
homuncular (o subfuncional) de una función de la mente es un análisis de una subfunción de una función,
entonces, el admitir homúnculos afianza el funcionamiento molar (u holista) de la mente. Dennett nunca ha
resuelto el problema y creo que nadie tiene idea de cómo hacerlo; más o menos, lo que esto demuestra es
que la neurociencia no puede ser presentada reductivamente: no tiene sentido, a menos que se una con la
aportación «top down» de la «psicología popular» o nuestra manera normal de hablar de la mente. Esto
vale independientemente de nuestra teoría de la mente.
2 Véase Arthur C. Danto (1964), «The Artworld», en Journal of Philosophy, IXI; y Transfiguration of
the Commonplace (Cambridge: Harvard University Press, 1981). Para percibir los esfuerzos extremada-
mente intrincados de Roderick Chisholm para identificar la «contribución causal» de una persona o
agente humano para hacer que algo ocurra, véase Roderick M. Chisholm, «On the Logic of Intentional
Action», en Robert Binkley et al. (eds.) (1971), Agent, Action and Reason (Toronto: University of Toronto
Press), junto a los comentarios de Bruce Aune y la respuesta de Chisholm. Chisholm puede perfectamente
haber tenido en mente en algún nivel de reflexión la cuestión de Wittgenstein. El ensayo es claramente una
«work in progress». Una encarnación anterior de su opinión aparece en «Freedom and Action», en Keith
Lehrer (ed.) (1966), Freedom and Determinism (New York: Random House). No suscribo la opinión de
Chisholm, pero le menciono como uno de los principales proponentes de la «causación del agente». Mi
tesis personal es que la agencia es un modelo causal, sui géneris, aplicado a las personas humanas, pero
que las personas no son las causas de sus propias acciones (o proferencias): sus propias acciones no son
normalmente las causas de sus acciones posteriores; pero sus acciones son las causas tanto de los sucesos
culturalmente significativos (o culturalmente «penetrados») como de los efectos meramente físicos; y las
causas físicas externalistas que son «partes» factoriales de sus acciones son también las causas de efectos
físicos ulteriores. Normalmente, proporcionamos razones (no causas) para suponer que una persona, de
hecho, ha «proferido» una acción causal potente. Esta es una cuestión interpretativa, no causal. Por con-
siguiente, la explicación de la historia, la producción artística y la vida práctica es al mismo tiempo tanto
causal como interpretativa, lo que sugiere la necesidad de reconocer la pertinencia de una ciencia interpre-
tativa.

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las ciencias

hecho de que Danto diese aquí un giro erróneo, según la moda, no es más que
una complicación menor: la lección mayor está en las analogías estructurales
descubiertas. Hasta donde yo sé, Danto nunca explica la diferencia entre
naturaleza y cultura.
Se cae entonces en la cuenta de que la extraordinaria cuestión de
Wittgenstein vuelve instantáneamente vulnerable toda la estructura de la
explicación científica de un modo totalmente nuevo: ya no estamos seguros
de qué significa la causalidad en el mundo físico o si se aplica de la manera
habitual a la agencia humana; carecemos de claridad acerca de cómo señalar
la diferencia entre los mundos «natural» y «humano», y comenzamos a
preguntarnos qué distingue la ciencia de la no-ciencia y qué hay que entender
por la idea misma de explicación causal. Ciertamente, no hay perspectiva de
llegar a priori a una imagen excepcionalmente convincente del «método de la
ciencia»: podría, entonces, considerarse que Hume y Kant estaban gravemente
equivocados en sus mayores empresas. No en vano fueron ellos quienes
dieron las razones más fuertes posibles para empobrecer nuestra concepción
del yo, y su influencia a este respecto es probable que haya jugado un papel
considerable en estimular, en el siglo xx, el regreso de un sesgo analítico contra
el enriquecimiento de esa concepción. La metodología de las ciencias estaría,
entonces, muy profundamente abierta a la discusión: la idea de la unidad de
las ciencias podría seguir tan firme como siempre, pero ahora ya no sobre la
base de un modelo popular que favoreciese el reduccionismo o un modelo
causal externalista o la primacía del lenguaje extensionalista de la descripción
y la explicación causal o, de hecho, la irreemplazabilidad del modelo de leyes
cobertoras (covering law model) de la explicación.
Podría añadir que Danto tomó la dirección incorrecta, no al modo de
Hume y Kant, que empobrecen nuestra concepción de la identidad funcional
de las personas, sino compartimentalizando (me temo) el análisis de la agencia
humana y la propuesta reducción de las acciones a movimientos corporales: a
fortiori, la reducción de las pinturas a lienzos pintados y del habla al sonido
emitido, en la medida en que está implicada la identidad numérica. Si se

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Joseph Margolis

permite que estas analogías apunten al análisis correcto del nexo conceptual
entre cultura y naturaleza (al que juzgo que Wittgenstein había estado
aludiendo), entonces, la pretendida reducción de los hechos históricos a meros
movimientos corporales (por la retórica de la redescripción externa aplicada a
los movimientos corporales que queremos tratar como acciones) pondría en
riesgo, de modo ineludible, la coherencia de cualquier teoría de las personas o
de las ciencias humanas. He ahí la amenazada reductio3 .
No podemos manejar mediante estrategias meramente de compromiso
la reducción de la acción a movimiento corporal, o de las pinturas a lienzos
cubiertos de pintura, o del habla al sonido, y esperar mantener libre del riesgo
reductivo nuestra explicación de la existencia sólida de personas o yoes (nosotros
mismos, por supuesto). Todos estos fragmentos de análisis deben formar juntos
un conjunto coherente. De modo semejante, no podemos insistir en la unidad
de la ciencia que se extiende sobre las ciencias humanas, del mismo modo
en que se dice que la doctrina se aplica a las ciencias naturales, como hacen
los positivistas, si la teoría requiere (como obviamente requiere) un modelo
externalista de causalidad que no podría aplicarse a la agencia humana, a menos
que la agencia de las personas humanas fuese ella misma reducible —pero no de
otro modo—. Estos nexos conceptuales entrelazados son demasiado complejos
para ser tratados a la ligera. La cuestión de Wittgenstein no puede responderse
fácilmente.
De hecho, el estatus realista de las personas humanas es casi irresistible,
incluso donde se combate con estrategias habilidosas; pues el reduccionismo,
en su sentido más estricto, no exige realmente la eliminación de las personas, o
incluso el rechazo de toda forma de dualismo; porque ningún reduccionismo
auténtico ha logrado nunca un grado de dominio suficiente para tentarnos
en la dirección del eliminativismo; pues, tanto por razones técnicas como
prácticas, la pura colección de datos, nuestra confianza incuestionada en las
fuentes de la experiencia, la propuesta y examen de las hipótesis explicativas,

3 Este es el resultado efectivo de la obra de Danto The Transfiguration of the Commonplace, capítulo 1.

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las ciencias

los compromisos deliberados con tareas y propósitos de importancia no tienen


ningún sentido sin la presencia de personas humanas. Este es el significado
más importante de la bien conocida objeción de P. F. Strawson a la teoría de
la «no propiedad» de la percepción y el pensamiento, aunque Strawson mismo
es extraordinariamente laxo en su consideración de las personas 4. Es también
el sentido principal de la oposición a las formas habituales de la llamada teoría
de la «superveniencia» de lo mental: la de Jaegwon Kim, por ejemplo. Basta
con comparar a Hegel con Kant y a Thomas Reid con Hume para apreciar la
lucha implícita.
El argumento de Strawson y también el argumento contra Kim recurren
a estrategias sorprendentemente similares, aunque se aplican en direcciones
opuestas y pueden volverse casi vacuas. En efecto, el argumento de Strawson, que
captura una intuición muy fuerte de lo que puede llamarse gramática filosófica,
sostiene que los sentimientos, las percepciones, el pensamiento, las intenciones
y cosas semejantes deben ser «adecuadas» a un «sujeto», agente, organismo o
yo existente capaz de «poseer» o manifestar «estados mentales». Tales estados
y ocurrencias, como el sueño y la memoria (como ahora entendemos las cosas)
no pueden (sostiene Strawson) ser meramente contingentes o «externamente»
predicables de los sujetos que los poseen, aunque Strawson creyó erróneamente
que lo que era ser un «sujeto» apenas necesitaba elaborarse para hacerse ver.
El argumento de Kim, que trata lo mental como superveniente sobre lo
físico de acuerdo con leyes causales estrictas y que apoya de ese modo (y es
apoyado por) la tesis del «cierre causal de lo físico», no asume, sin embargo (por
razones de petición de principio) otra intuición de la gramática filosófica, es
decir, que (como al tratar un movimiento de ajedrez como eficaz causalmente
de acuerdo con el sentido del ejemplo de Wittgenstein) un sentimiento o un
pensamiento no solo debe ser poseído por un sujeto, como una acción debe
estar encarnada en un movimiento físico, sino que los nexos causales «internos»

4 Véase P. F. Strawson (1959), Individuals: A Descriptive Metaphysics, London: Methuen, pp. 95-103;
hay una nota instructiva sobre Wittgenstein en la p. 95, n1.

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Joseph Margolis

implicados pueden ser (dependientemente) especificados sobre y solo sobre la


admisión lógicamente previa del pretendido estado u ocurrencia superveniente
en cuestión —lo que, por supuesto, implica al sujeto humano—. Así, las
condiciones materiales pertinentes para la eficacia causal de un movimiento de
ajedrez son significativamente especificadas solo como «partes» factorialmente
internas de la pretendida acción superveniente misma: un movimiento de ajedrez
puede ser realizado localmente de infinitamente muchas formas, aunque, así
identificados, los movimientos de ajedrez siguen abiertos a generalizaciones
causales informales, pero apenas a leyes causales universales o necesarias. Por
ello, el análisis de Kim pone el carro delante de los bueyes.

II

Permítaseme afirmar esto de una forma más enérgica, dado que el problema
que Kim considera es omnipresente respecto a las cosas culturales, a la
«penetración» cultural de la mente y la acción (como por medio del lenguaje
y lo que el lenguaje comunica en la forma de teoría, interpretación y cosas
semejantes): el problema no puede limitarse a la biología de la mente. No creo
que Kim, quien puede ser perfectamente el reduccionista más hábil e inflexible
del movimiento analítico angloamericano, ofrezca siquiera una explicación
reduccionista del pensamiento «lenguajizado» o el habla. Y sin éxito aquí,
naturalmente, el reduccionismo se iría al garete.
Aparte de eso, Kim está comprometido, a lo largo de sus más recientes
discusiones, con la siguiente tesis, que él llama «reduccionismo físico condicional,
la tesis de que si las propiedades mentales son causalmente eficaces, deben ser
físicamente reducibles». Ahora bien, se pretende que esta doctrina proporcione
una respuesta a los problemas de «la causación mental y la conciencia» que,
efectivamente, interpreta estas cuestiones de un modo particularmente
restringido:

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Construyendo una persona: Una pista para la nueva unidad de las artes y
las ciencias

«Cada una… plantea un reto fundamental —concede Kim— a la visión


fisicalista del mundo. ¿Cómo puede la mente ejercer sus poderes causales en
un mundo físico causalmente cerrado? ¿Qué es y cómo puede haber tal cosa
como la mente o la conciencia en un mundo físico?»5.

Es importante comprender que la distinción del mundo cultural y de las


ciencias humanas y los estudios que se dirigen a ese mundo exige el rechazo (o la
paralización) de la versión de Kim del reduccionismo (que afecta a las suertes de
una gran franja de las formas familiares de la doctrina). Pero entonces debemos
ver también por qué el supervenientismo falla en sus propios términos.
La respuesta es clara, pero necesita atención. Merece la pena subrayar que
la solución de Kim no es problematizada por ningún indicio de dualismo.
Al contrario, Kim considera reforzada su tesis por su compatibilidad con el
dualismo, porque naturalmente el dualismo no influiría adversamente sobre
la cuestión causal si el «reduccionismo físico condicional» de Kim fuese
verdadero.
Eso sería un beneficio interesante —compatible, por ejemplo, con el
epifenomenalismo y las formas clásicas de emergentismo—. Ayudaría a
explicar por qué el tratamiento habitual de Kim de lo «mental» (dondequiera
que lo mental desempeñe un papel causal) cede deliberadamente en la dirección
dualista —aunque, por supuesto, no pretendiese estar de ningún modo de
acuerdo con la doctrina causal de Descartes—. Podrá notarse que hay cuestiones
tangenciales que amenazan con abrumarnos aquí: debemos mantener nuestra
discusión de lo mental tan cerca como sea posible de la «penetración» cultural
y la transformación de nuestros dones biológicos; debemos mantenernos firmes
en la agencia de las personas; y debemos mantener ante nosotros las diferencias
entre las ciencias humanas y naturales. Estas son nuestras principales piedras
de toque.

5 Jaegwon Kim (2005), Physicalism, or Something Near Enough, Princeton: Princeton University Press,
pp. 5 y 13.

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Joseph Margolis

El problema del supervenientismo de Kim es que niega por completo una


opción natural (una opción más fuerte, en mi opinión) que surge en conexión
con los distintos tipos de evolución implicados separadamente en la conciencia
(o mente) y en el mundo cultural. Por una parte, si el dualismo es un escándalo
conceptual tanto metafísica como causalmente, entonces es más razonable
tratar la evolución de la mente y la cultura no dualistamente si podemos, y claro
que podemos. Y por otra, es razonable pensar la evolución de la mente como
totalmente biológica, pero no la evolución de la cultura, y en consecuencia,
tampoco la transformación cultural o Bildung de la mente6 . Porque aunque lo
«mental» y lo «cultural» posean rasgos físicos (como los poseen la percepción,
el pensamiento y el habla), todo el argumento de Kim se arriesgaría aún a
ser irrelevante. Es más, no solo es posible —es verdad— (i) que hay sucesos
que caracterizamos como mental o culturalmente significativos, que poseen
rasgos físicos propios y producen efectos en el mundo físico que no pueden
reemplazarse convincentemente por meras secuencias físicas: un insulto verbal,
por ejemplo, que produce enfado y enrojecimiento del rostro; y (ii) que lo
que es «emergente» aquí, en algún sentido oportunamente evolutivo, no es
superveniente según la fórmula de Kim, por dos razones: porque, naturalmente
la superveniencia es explícitamente dualista mientras que la emergencia cultural
no lo es, y porque la realización material de lo culturalmente emergente es
lógicamente inseparable de lo que es realmente emergente. ¿Cómo podría ser
de otro modo?
Si se concede todo esto, se capta el sentido en el que el argumento de Kim
depende de una profunda equivocación que parece no haber abordado nunca
o haber pensado que necesitaba ser abordada.
¡Se le escapó la posibilidad más importante! He aquí la evidencia:

6 Véase, para un reconocimiento firme de que la propagación de la cultura no puede ser explicada
en términos de la evolución darwinista, Richard Dawkins (2000), El gen egoísta, Barcelona: Salvat; véase
también Mario Bunge (1977), «Emergence and the Mind», en Neuroscience, XI, para un esbozo de un
emergentismo que no es capaz de considerar formas viables de emergencia que, como la evolución del
mundo cultural, son relativamente independientes de la organización de los sistemas físicos y biológicos
sobre los que, no obstante, se construyen.

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Construyendo una persona: Una pista para la nueva unidad de las artes y
las ciencias

«Las propiedades mentales —dice Kim— supervienen sobre propiedades


físicas, necesariamente en eso: para cualquier propiedad mental M, si algo
tiene M en el tiempo t, existe una base física o propiedad (subveniente) P tal
que tiene P en t, y necesariamente cualquier cosa que tiene P en el tiempo
t, tiene M en ese tiempo»7.

Pero esto no puede ser verdad o siquiera relevante si no hay leyes psicofísicas
o leyes reduccionistas por las que validar la última cláusula de la formulación de
Kim. Mas no hay leyes que vinculen lo cultural y lo físico, o los poderes mentales
que están culturalmente penetrados —porque, al introducir sucesos culturales,
ya hacemos previsiones para esos sucesos físicos subfuncionales por los cuales
lo cultural se realiza como estaba previsto—. De hecho, de modo bastante
independiente, no hay ningún argumento conocido para demostrar que hay
leyes causales necesarias o sin excepciones en absoluto, o que el compromiso
con las leyes sin excepción no pueda ser abandonado sin pérdida 8.
Admitir el argumento mayor contra el reduccionismo obliga a sus abogados
y aliados a armar una campaña mejor de la que hasta entonces han procurado.
Strawson mismo no puede ser un guía eficaz, posiblemente porque no ha
distinguido (en Individuals) entre su propia (pretendida) teoría de las personas
y un dualismo insatisfactorio, o (por ejemplo) un supuesto hermeneuta como

7 Jaegwon Kim (2000), Mind in a Physical World: An Essay on the Mind-Body Problem and Mental
Causation, Cambridge: MIT Press, p. 9. Está bastante claro que Kim considera que «superveniencia» y
«emergencia» son casi equivalentes. Existen tales usos, pero no está claro, en lo más mínimo, por qué
Kim no considera en conjunto los emergentismos que renuncian al dualismo y la doctrina inflexible de
que debe haber leyes de cobertura sin excepciones para todas las secuencias causales. Véase, por ejem-
plo, Jaegwon Kim (1993), Supervenience and Mind: Selected Philosophical Essays, Cambridge: Cambridge
University Press, pp. 134-135. Véase también, Lloyd Morgan (1923), Emergent Evolution, London: Wil-
liams and Newgate, citado por Kim al preparar aquí su argumento. Los textos de Physicalism y Mind
no van más lejos. El modesto hallazgo de Kim en todo esto conduce a lo siguiente: «me parece claro
que preservar lo mental como parte del mundo físico es mucho mejor que el epifenomenalismo o el
completo eliminativismo» (Physicalism, or Something Near Enough, p. 120). Sí, por supuesto, pero no
son esas las opciones importantes.
8 Véase, por ejemplo, el argumento fuerte ofrecido en Nancy Cartwright (1983), How the Laws of
Physics Lie, Oxford: Clarendon.

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Joseph Margolis

Charles Taylor, que nunca se da cuenta de que la elección entre el reduccionismo


y la visión hermenéutica no puede, por las razones más estrictas, asumir una
forma disyuntiva9.
La razón es clara: un reduccionismo consistente puede admitir perfectamente
bien todo el mundo humano y (como Kim sostiene) al menos algunas formas
estándar de dualismo, y aún así buscar «reducir» de manera coherente la
descripción y explicación de sus rasgos a términos materialistas. Ese es, de
hecho, el precio del reduccionismo. Taylor niega esta verdad elemental. De
hecho, dada la historia de lo que se considera «materia» en las ciencias físicas,
no sería irracional recomendar que calificásemos lo mental y lo cultural como
fenómenos «materiales» ellos mismos —obviando, con ello la supuesta ventaja
del reduccionista de una vez por todas.
Pero si se comprende todo esto, no se podrá dejar de ver que la misma cuestión
se nos presenta cuando nos ocupamos con el asunto de si el reduccionismo
permite la relación correcta entre las ciencias naturales y humanas o entre las
artes y las ciencias, o entre teoría y práctica. La razón es simplemente que,
prima facie, las personas humanas son los agentes ineliminables de todas las
artes y las ciencias —el «término medio», por así decir, de cualquier argumento
que recomiende una redefinición (modesta o radical) de lo que, filosóficamente,
es entender un arte o una ciencia—. Y ahí, aunque puede parecer de otro
modo, la teoría del yo humano, el agente o sujeto paradigmático de la acción
y la proferencia —o del pensamiento, la percepción y el sentimiento, o de la
finalidad, la intención y el compromiso, o de la responsabilidad, la interpretación
y la apreciación, o de la tecnología y la creatividad— es una teoría acerca de uno
y el mismo ser. No pretendo desestimar el eliminativismo en principio. Pero,
ciertamente, sería absurdo ignorar el hecho de que, al negar que hay personas,
es decir, personas existentes —una tesis que Wilfrid Sellars trató valientemente

9 Sobre las dificulatdes de Strawson , véase Bernard Williams (1973), Problems of the Self, Cambridge:
Cambridge University Press. Véase también Charles Taylor (1985), Philosophical Papers, 2 vols. Cam-
bridge: Cambridge University Press.

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las ciencias

de mostrarnos cómo eliminar10, aunque es muy probable que el esfuerzo de


Sellars no pretendiese ser más que un experimento mental, posiblemente una
broma, dado que de buena gana restauró a las personas y a lo que él llamó sus
«intenciones» a sus nichos ordinarios, por una «adición» retórica trivial—, ¡aún
nosotros estaríamos obligados a negar nuestra propia existencia!

III

Aquí hay un profundo rompecabezas. La objeción de Strawson a la teoría de


la no-propiedad puede reinterpretarse razonablemente como una tesis gramatical
más que como una tesis explícitamente metafísica, queriendo decir con eso
que lo que llamamos informalmente «la mente» se pretende que recoja nuestra
sensación de la coherencia funcional, incluso la unidad, de un conjunto de
atributos distintivos ejemplificados en las vidas de los seres humanos: «mente» es
la nominalización de esa clase de unidad funcional, lo que pueda probar ser una
teoría perspicua del «yo» o «ego» o «alma» del mundo humano o sus sucedáneos
animales o (posiblemente) maquinales entre los yoes robóticos. Derek Parfit, por
ejemplo, en el que puede ser el primero de sus penetrantes esfuerzos por definir
qué es mínimamente necesario al teorizar acerca del «sujeto» del pensamiento,
la experiencia, la memoria y la acción, no logró reconocer toda la fuerza de la
queja de Strawson —que, aplicada correctamente, es una severa objeción tanto a
Hume como a Kant (aunque por razones muy diferentes)11 —. Parfit desconectó
atributo y referente gramaticalmente (o lógicamente) cuando objetó con razón a
las teorías excesivamente grandes de un «yo» sustantivo que se extiende por toda
la vida humana o por grandes fases de la misma. Sin embargo, al menos dos
eliminativistas muy ardientes, Daniel Dennett y Paul Churchland, fueron, creo,

10 Véase Wilfrid Sellars (1963), «Philosophy and the Scientific Image of Man» y «The Language of
Theories», en Science, Perception and Reality, London: Routledge and Kegan Paul.
11 Véase Derek Parfit (1971), «Personal Identity», en Philosophical Review, LXXX; y (1984), Reasons
and Persons, Oxford: Clarendon.

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Joseph Margolis

literalmente convencidos por los argumentos de Sellars12 . No Sellars mismo,


puedo decir, hasta donde llega la evidencia.
Además, al admitir la «existencia» de personas no estamos obligados, sin
embargo, (nótese) a mantener que las personas son o no son sustancias o entidades
de cualquier clase canónicamente familiar (la clase aristotélica, por ejemplo).
Quizás «persona» no tenga que significar más que el sitio o asiento nocional
de ciertas competencias culturalmente emergentes que no pueden describirse
o explicarse en términos de los poderes meramente naturales, biológicos, de la
especie animal Homo sapiens. «Persona» y «organismo» pueden ser perfectamente
distinciones conceptualmente inconmensurables aunque no por esa razón
categorías incompatibles que afectan a la pretendida unidad de las ciencias. En
cualquier caso, no podemos, con razón, dar una explicación de la «unidad» de las
ciencias o la unidad de las artes y las ciencias o de las preocupaciones teóricas y
prácticas sin una teoría robusta de la agencia de las personas, a menos que giremos
(imprudentemente, como sugiere la evidencia) en la dirección del reduccionismo.
La lógica está clara, pero la metafísica es disputada. Merece la pena considerar,
por ello, por qué la admisión de animales inteligentes —perros, elefantes,
chimpancés, delfines— no nos obliga a exceder la coherencia funcional y la
unidad de las vidas de tales criaturas en la dirección de teorías hinchadas
conceptualmente, normalmente reservadas para los humanos. La respuesta
obvia concierne a la emergencia sui generis de lo cultural y a la penetración
cultural (y transformación artefactual) de nuestros poderes animales, y a la
ausencia entre los animales más inteligentes de más que una forma incipiente
de aprendizaje protocultural, demasiado débil para dar evidencia de cualquier
«yo» artefactual. Es el «yo» artefactual, que implica y hace posible el dominio
del lenguaje, el que compensa más que adecuadamente las empobrecidas
teorías de Hume y Kant. La razón es que la confirmación de la presencia del
«yo» es empírica, aunque no fenoménica en el sentido empirista o, a fortiori,

12 Véase Daniel C. Dennett (1969), Content and Consciousness, London: Routledge and Kegan Paul;
y (1991), Consciousness Explained, Boston: Little Brown; y Paul M. Churchland (1990), A Neurocomputa-
tional Perspective: The Nature of Mind and the Structure of Science, Cambridge: MIT Press.

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racionalmente necesaria en el sentido trascendental. Podemos testificar


realmente el crecimiento del «yo» entre los niños.
Las personas o los yoes, diría yo, son paradigmáticamente las sedes
artefactuales para nuestros poderes adquiridos culturalmente, ejercidos en
cualesquiera modos transformadores, a través de lo biológicamente dado por
nuestra pertenencia al Homo sapiens. Puede ser, finalmente, más importante
enriquecer nuestro sentido de los poderes funcionales de las personas que
especular sobre cualquier diferencia «sustancial» entre mente y materia.
La sorprendentemente torpe elaboración de Kant de lo que él llama el
«concepto o juicio» del «yo pienso» (su revisión trascendental del Cogito de
Descartes, Ich denke) —de algún modo añadido (u obligado a «acompañar»)
al supuestamente completado sistema de sus categorías trascendentales—
seguramente es una lección penosa. Pero si eso es verdad, entonces, también lo
es el empobrecimiento de Dennett de la «mente» humana, donde lo que puede
necesitarse son promisorios experimentos mentales capaces de eclipsar a las
opciones eliminativistas13.
Puede ser una sorpresa descubrir cuán arraigada animosidad hay contra
las personas o los yoes en la moderna filosofía eurocéntrica, contra su
misma existencia (eliminativismo) o contra el que posean una naturaleza
perceptivamente discernible a juego con su forma de vida aparente —como,
entre las teorías del siglo xviii—, siguiendo el declive del racionalismo,
en las opiniones de figuras como Hume y Kant —después de fracasar en
el aspecto relevante, el empirismo y el trascendentalismo han llevado al
temperamento analítico, de vuelta al reduccionismo y al dualismo, nuestras
preferencias contemporáneas predominantes—. Hume no pudo encontrar
ningún dato empírico que pudiese considerarse como el «yo» de cualquiera
de «nosotros» —con toda la razón—; y Kant es cualquier cosa menos vencido
por haber vinculado a su sistema de categorías perfectamente cerrado la

13 Véase Dennett, Consciousness Explained, capítulos 9, 13, 14. Compárese Bernard J. Baars (1988), A
Cognitive Theory of Consciousness, Cambridge: Cambridge University Press.

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función externa, extrañamente encajada, casi totalmente indefendida


e inexplicada del «yo pienso», que él considera como algo mudo que no
tiene otra finalidad que «acompañar» o «introducir» (como él dice) las
categorías mismas aplicadas a las intuiciones sensibles —para no producir
paralogismos no deseados.
Debemos recordar no empobrecer nuestra explicación de la mente humana
en nuestro celo por favorecer una u otra teoría de las varias ciencias y artes,
o preocupaciones prácticas o teóricas. Ahí tenemos la clave decisiva para la
importancia estratégica de nuestra concepción de las personas o los yoes al buscar
un acercamiento entre (por ejemplo) el análisis de la pintura y la literatura y el
análisis de los procesos físicos y la existencia de sociedades humanas. A primera
vista, parece absurdo suponer que la descripción, interpretación, explicación y
apreciación de lo que impera en las artes y las ciencias nunca exigiría el papel
robusto de un «yo» reflexivo, por muy sujeto que pueda estar a la convicción
historiada y la experiencia e interés evolutivos. El siglo xviii fue doblemente
víctima de la ausencia efectiva de los recursos conceptuales de la teoría evolutiva
moderna y de la emergencia historiada sui generis del mundo cultural a partir
del biológico, y sin esa extraordinaria invención, todo el rompecabezas de las
ciencias humanas no tendría sentido en absoluto
A fines del siglo xviii, Hume y Kant tomaron el mando de las dos
principales formas de subjetivismo —una psicologista, la otra no— que de
una manera curiosa son inseparables entre sí y dominan claramente una parte
enorme de la historia posterior de la filosofía hasta nuestros días. Sus teorías,
sin embargo, han empobrecido nuestra imagen del sujeto humano y, como
consecuencia, han provocado una profunda reacción entre los idealistas post
kantianos y su inmensa progenie, que abarca a los existencialistas, los marxistas,
los pragmatistas, los paladines de la Lebensphilosophie, los hermeneutas,
los nietzscheanos, los fenomenólogos, los freudianos, los heideggerianos,
los abogados de la Weltanschauungsphilosophie, la Escuela de Frankfurt, los
wittgensteinianos, y otros, que corren a reencantar el mundo restaurando una
explicación mejorada de lo que es ser una persona humana.

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Construyendo una persona: Una pista para la nueva unidad de las artes y
las ciencias

A este respecto, encuentro que las fuentes más importantes y más ingeniosas
de la recuperación filosófica de lo humano son las siguientes dos contribuciones
del siglo xix: a saber, la noción de Hegel de la historicidad y la teoría de la
evolución de Darwin. Sin detenerme a explicar por el momento los términos del
arte que prefiero aquí, permítaseme decir que Hegel proporciona la concepción
nueva más importante de lo que puede llamarse «Bildung interna», una noción
(aún prestada del alemán para explicar el griego) semejante a los temas de
Aristóteles de la educación sittlich, como en sus Éticas, Política, Poética y Retórica,
excepto por el hecho de que la Bildung debe construirse como una forma de
instrucción específicamente aculturada bajo la condición de la historicidad
—distinciones de las que Aristóteles era totalmente inconsciente, que emergen
de modo incipiente en el siglo xviii en Vico y Herder, y encuentran su primera
gran articulación conceptual en el extraordinario hallazgo de Hegel14.
La teoría de Hegel es una expresión de alta filosofía, pero no así la de Darwin.
Darwin proporciona los fundamentos empíricos esenciales para la elaboración de
lo que (por razones de facilidad) llamaré «Bildung externa», significando con ello
la evolución gradual de los modos de inteligencia y comunicación prehumanos y
protohumanos cercanos a lograr los rudimentos del verdadero lenguaje y las formas
de autorreferencia y autoidentidad, y otras habilidades sui generis que (consideramos
que) constituyen la primera aparición de aquellos artefactos culturales importantes
—esas criaturas híbridas con «segunda naturaleza»— que llamamos personas.
Por supuesto, afirmar todo esto es emitir un largo pagaré. Pero debo ofrecer una

14 Se encontrará una cierta comprensión no definitiva del mundo sui generis de la historia y la cultura
humana —en términos filosóficos— en John McDowell (1994 y 1996), Mind and World, Cambridge:
Harvard University Press. Véase también, Nicholas H. Smith (ed.) (2002), Reading McDowell: On Mind
and World, London: Routledge. McDowell trata de usar los recursos conceptuales de Aristóteles y Kant
para captar algo semejante a las nociones de Hegel y Gadamer de Bildung, pero el esfuerzo fracasa. Que el
esfuerzo se hizo tan tarde como al final del siglo xx por una de las jóvenes figuras más prometedoras de la
filosofía analítica angloamericana es, en cierto modo, una sorpresa. Creo que no se le puede dar sentido sin
conceder que la influencia de las economías conceptuales de Hume y Kant (respecto a la caracterización
del yo o el sujeto humano o la persona) son tan fuertes como lo fueron en el siglo xviii. Para un vistazo
del sentido de “Bildung” en Hegel véase su Phenomenology of Spirit, trans. A. V. Miller, Oxford: Oxford
University Press, 1977, Introducción.

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acepción más penetrante de la novedosa «entidad» que estoy reclutando antes de


que nos permitamos ocuparnos por completo con su defensa.
Considero que las personas son una cierta clase de constructo cultural, que
disfrutan de un estatus realista como tales, el cual, si es verdadero, no podría haber
sido definido correctamente hasta más o menos el cambio del siglo xix o después
de Darwin. Esto significa literalmente que, durante más de los dos primeros
milenios de toda la filosofía occidental (que es casi toda la filosofía occidental),
fue literalmente imposible formular una «metafísica» razonablemente correcta o
«antropología filosófica» de lo humano. Encuentro eso una admisión asombrosa,
muy relacionada (en mi opinión) con la explicación de la fútil atracción de Platón
por las Formas, cuando, al definir las virtudes en los diálogos eléncticos, Sócrates
carece claramente de recursos conceptuales que podrían haber hecho posible
evitar la admisión de las Formas —al proponer, por ejemplo, la idea radical
de la construcción o constitución cultural de las virtudes mismas, una tesis
que se corresponde naturalmente con la idea de la construcción cultural de las
personas—. Piénsese en la paradoja de intentar explicar las virtudes socráticas en
un mundo darwinista en el que la especie humana aún no hubiese evolucionado.
Comprender la lección es comprender el insuperable empobrecimiento de las
opciones racionalista, empirista, trascendentalista e idealista: no podemos ir más
allá de una u otra restricción constructivista.
Está claro que Platón necesita el concepto de paideia (Bildung interna)
pero no el de Bildung externa en algo así como la acepción que admitiría la
aparición primordial de lo humano. Encuentro sugerente pensar en las personas
como «artefactos naturales», entendiendo por eso que, en su nicho meramente
biológico, están incompletamente formados para su papel característicamente
cultural, y de ahí también que sus dones biológicos les preparan para su
aculturación de «segunda naturaleza»: su dominio de una lengua-hogar (home
language), por ejemplo15. Las ciencias humanas se centran en los poderes sui

15 Tomo el término de Marjorie Grene (1974), «People and Other Animals», en The Understanding
of Nature: Essays in the Philosophy of Biology, Dordrecht: O. Reidel.

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generis de un ser híbrido que es «artefactual por naturaleza» (es decir, al volverse
«segunda naturaleza»). Si uno se toma entonces la libertad de caracterizar
la mente y la cultura como «materiales» —pretendiendo igualar lo natural
y lo material incontrovertidamente—, se da cuenta de que ha paralizado el
reduccionismo, el dualismo y el eliminitavismo de un golpe sin declarar aún
cuál es realmente la distinción del mundo humano.
Permítaseme decir esto de una forma más argumentada. Aristóteles, sugiero,
nunca necesitó invocar lo que llamo la «Bildung externa» porque, cualquiera
que fuese su tentación, nunca sobrepasó una lectura sittlich de lo normativo (si
se me permite la expresión), mientras que ya en la República, Platón persigue
el supuesto descubrimiento de las Formas últimas por las cuales se dice que se
gobiernan todas las cuestiones de la conducta correcta y la creencia correcta.
Por ello, Aristóteles construye un cuadro razonable de la vida buena y la
buena polis, en buena medida en términos de su cómoda atracción por la vida
ateniense; de modo semejante, un cuadro razonable de lo mejor de la tragedia
griega, de acuerdo con su preferencia por Sófocles. Por el contrario, Platón deja
claro que, en virtud de la fuerza del proyecto de Sócrates (en la República),
Homero y los poetas más admirados tendrán que exiliarse del estado ideal.
Si las Formas deben y pueden ser impugnadas, entonces, como la historia
deja claro, no podemos dejar de abordar la cuestión de la «Bildung externa»,
dado que la elección de normas supuestamente reales de bondad y verdad aún
se nos enfrenta si concedemos que la verdad y la bondad deben tener una
procedencia artefactual. Opino que eso es una opción radical a la que se nos
lleva inexorablemente.

IV

Una vez que se vislumbra la fuerza de este último reto, se empieza a ver la
extraordinaria paradoja producida por Hume y Kant al empobrecer (en sus
diferentes modos) la noción del «yo», la noción del sujeto y agente de todo lo

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claramente humano. Como digo, el yo se vuelve mudo en la filosofía oficial


de Hume, quien se retira, muy astutamente (cuando quiere) al idioma de la
humanidad cuando, muy sensatamente, supera la amenaza escandalosa de la tesis
de la «no-propiedad». Por su parte, Kant enriquece los juicios trascendentales
del sujeto en lo referente al estatus de la geometría de Euclides, la obligación
moral y el placer desinteresado de la belleza natural, pero nunca reconoce
cuánto más necesita en la senda de los recursos conceptuales para explicar,
por ejemplo, al menos la historia de la ciencia (si no también la historia de la
moralidad y un compromiso con las bellas artes) y lo que en particular necesita
reconocer trascendentalmente sobre la agencia del «yo», aparte de las categorías
e intuiciones puras que el «yo» aplica a la intuición sensible. Simplemente no
asigna poderes suficientemente detallados a su ego trascendental para cumplir
sus tareas habituales, incluso con respecto a las clases principales de juicios que
examina —o para explicar cómo surgen esos poderes.
La tercera Crítica de Kant proporciona la evidencia más notable en apoyo
de la acusación, particularmente si se lee su argumento como una enmienda de
la primera Crítica. No hay casi nada en la primera parte de la tercera Crítica
—en relación a los recursos de la mente— que permita explicar en términos
trascendentales ninguna práctica creativa familiar o crítica en relación a las bellas
artes —o «lenguaje», «historia» o «cultura» en general—. Kant es llevado, por
ejemplo en sus especulaciones gimnásticas acerca de nuevos modos de engañar
a la facultad de la imaginación, a aplicar los conceptos del entendimiento a
nuestro interés en las obras de arte (o a nuestra apreciación de la belleza en
la naturaleza, por supuesto), de un modo que no violaría su bien conocido
tabú contra la consideración de los juicios estéticos como cognitivos en ningún
sentido. Se trata de una querella simplemente textual (hothouse quarrel), lo
reconozco, pero ofrece una lección apasionante. Me interesan aquí no tanto los
rompecabezas locales de la teoría moral y estética cuanto las consecuencias (para
cualquier filosofía sumisa) de que Kant haya empobrecido nuestra concepción
del «yo» —y que no se haya dado cuenta, por esa razón, de cómo el hacer eso
vuelve cada elemento de su propia filosofía condicionalmente sospechoso y

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arbitrario—. Aunque sea difícil de creer, Kant parece no haberse dado cuenta
de que toda la estructura de la primera Crítica, y de modo preeminente la
función estratégica del sistema cerrado de las categorías y las intuiciones puras
del entendimiento, depende de los poderes cognitivos legítimos del «yo» en
vez de depender de la aparente suficiencia de nuestras conjeturas en el carácter
completo de su propuesta serie de categorías fundamentales. En cualquier caso,
no se puede aceptar lo uno sin lo otro.
Hablamos aquí de la mente filosófica más influyente de los últimos dos
siglos y medio. Kant, simplemente, resume todo lo que puede decir sobre
su sujeto trascendental (el «yo pienso») a partir de cualquier cosa que,
independientemente, pueda derivarse de su explicación de las diversas clases de
juicios que permite. Ahora bien, estos son elaborados solo dialécticamente —es
decir, a partir de una literatura argumentativa— y no a partir de un examen de
las competencias notables manifiestas en las prácticas reales de ninguna de las
artes o las ciencias16 . De hecho, «el libre juego de la imaginación» presentado en
la tercera Crítica ha llevado a figuras como Wilhelm Dilthey y Ernst Cassirer
a sopesar la posibilidad de que Kant pueda haber señalado la necesidad de
una explicación más amplia del «sistema» de las categorías de la que él ofrece
en la primera Crítica —para, precisamente, explicar la naturaleza histórica
del ser humano mismo (Dilthey), o la emergencia de las novedosas «formas
simbólicas» (Cassirer) que quizá no puedan ser explicadas sobre la base del
sistema original kantiano.
Me interesa aquí demostrar hasta qué punto es imposible justificar cualquier
explicación posible del trabajo reconocido de las ciencias y las artes sin una
teoría ramificada de la naturaleza del yo humano. He insistido en las teorías
del yo de Kant y Hume para recordarnos simplemente de qué empobrecida
imagen fue obligada a servirse la filosofía occidental al finales del siglo xviii (en
el mismo amanecer de la filosofía «moderna», anunciada por la gran revolución

16 Prosigo el tema —respecto a la filosofía del arte— en Aesthetics: An Unforgiving Introduction, Bel-
mont: Wadsworth, 2009.

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de Kant) y cómo por medio de la obra de la filosofía analítica del siglo xx


hemos vuelto, de algún modo, de nuevo al empobrecimiento del concepto,
señalado de maneras diferentes (como he sugerido) por figuras estratégicamente
ubicadas, como Wilfrid Sellars y Charles Taylor.
Permítaseme remachar el argumento, por lo tanto, simplemente citando
lo que Kant ofrece al introducir abruptamente la idea de una función de
conocimiento, el «yo pienso», que él llama un «concepto» o «juicio», pero que
no tiene más función que realizar que la siguiente:

«El yo pienso —afirma Kant— ha de poder acompañar todas mis


representaciones; porque de otro modo estaría representado en mí algo
que no podría ser pensado en absoluto, lo que es tanto como decir que la
representación sería imposible o, si no, al menos, no sería nada para mí.

[…] Solo porque puedo combinar una multitud de representaciones dadas


en una conciencia es posible que yo represente la identidad de la conciencia
en estas representaciones, es decir, la unidad analítica de la apercepción solo
es posible bajo el supuesto de una unidad sintética»17.

Es el deus ex machina de la primera Crítica de Kant: todos los análisis de las


ciencias y las artes, de cuestiones teóricas y prácticas, de juicio y sensibilidad,
son formulados (por Kant) sin atención sostenida o dirigida a lo que es
problemático acerca de la experiencia o la práctica, o el influjo de la historia,
o el prejuicio, o la perspectiva, o la Bildung de un ser humano. Por supuesto,
esta era la preocupación clarividente y el centro de la profunda corrección de
Hegel.
Pero aparte de estos detalles instructivos, la demostración más poderosa de
lo que debe recobrarse pertenece de modo decisivo a Ernst Cassirer, aunque la
lección ya está oscuramente presagiada en Kant mismo y entre los idealistas post

17 Kant, Crítica de la razón pura, §16.

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kantianos y su progenie. La «filosofía de las formas simbólicas» de Cassirer es al


mismo tiempo un eclipse hegelianizado de lo apropiado del trascendentalismo
kantiano, y un intento de recuperar las posibilidades hegelianizadas de una
reformulación al modo kantiano del «yo pienso» que, efectivamente, admita
el estatus a posteriori de la definición trascendental resultante de las categorías
de «todas» nuestras Wissenschaften (ciencias, estudios, artes, tecnologías)
construidas bajo la condición de la historia y la historicidad. Cassirer se
compromete con la perspectiva trascendental kantiana, pero no «demuestra»
realmente la necesidad de las categorías trascendentales. En realidad, convierte
la «crítica de la razón [de Kant] en una crítica de la cultura»18. La verdad es que
Cassirer desbanca las categorías kantianas al introducir un conjunto evolutivo
abierto de «formas simbólicas», más contundentemente quizá en su explicación
de las últimas fases de la física moderna. Es consciente de esto (y admite el
hecho indirectamente), pero evita una confrontación directa con los kantianos
de Marburgo. Es el resultado de la herencia kantiana para nuestra época.
Esto equivale a decir que las fuentes de la agencia productiva o creativa del
«yo» no pueden construirse abstractamente (al modo de la primera Crítica
de Kant), sino que deben seguir los ejemplos reales de cómo la historia y
la experiencia se aprovechan concretamente. De hecho, toda la historia
cultural informa nuestra imagen de los poderes ingeniosos del «yo». Eso es
precisamente lo que Hegel trata de sacar en consecuencia de su crítica de Kant:
lo que posiblemente no puede definirse o confirmarse trascendentalmente
según la concepción de Kant. No sería irracional, por ello, leer La estructura
de las revoluciones científicas de Kuhn, La genealogía de la moral de Nietzsche,
la Estética de Hegel y La filosofía de las formas simbólicas de Cassirer como
penetrantes reflexiones sobre los poderes funcionales del «yo pienso» en los
espacios separados de la ciencia, la reflexión moral, la estética de las bellas
artes, la historia, la imaginación mítica, la religión, la tecnología, la semiótica,

18 Carl Hamburg, «Cassirer’s Conception of Philosophy», en Paul Arthur Schilpp (ed.) (1949),The
Phil­oso­phy of Ernst Cassirer, La Salle: Open Court, pp. 77 y 86.

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la interpretación y cualesquiera otros sectores del interés humano que Kant no


logra presentar; y ver en su clase de contribución la necesidad de obligar a las
investigaciones trascendentales kantianas a abordar el mismo problema que él
difunde al reconocer el papel casi completamente negado del «yo». El análisis
del «yo» y el análisis de sus poderes son inseparables.
Visto de este modo, no hay, ni puede haber, disyunción basada en fuertes
principios entre conceptos y categorías: el a priori no es más que a posteriori
mientras siga siendo una conjetura de segundo orden; no puede haber ningún
sistema cerrado, universalmente adecuado, de las categorías de descripción y
explicación; los predicados generales tienen sentido solo en el contexto de sus
ejemplos provisionales, que deben ellos mismos ser continuamente reemplazados
con la experiencia que evoluciona; todo vestigio de universalidad estricta y
necesidad sustantiva debe y puede eliminarse; la investigación (de toda clase)
debe ser inherentemente abierta, sujeta a revisión potencialmente radical, y
sin embargo regulada por nuestras nociones evolutivas de lo relativamente
apropiado de nuestra experiencia y teorías; y la unidad de todos esos esfuerzos,
entre las ciencias o entre las ciencias y las artes, no puede sino depender de
nuestras teorías de cómo las personas están culturalmente constituidas y de lo
que consideramos que son sus «naturalezas» evolutivas19.

19 Traducción de Sixto J. Castro.

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2. La n u e va d i s p u t a d e l a s f a c u lt a d e s

Sixto J. Castro

1. La quiebra dieciochesca
En su célebre opúsculo sobre la disputa de las facultades, Kant debate sobre
la relación que las tres facultades superiores de la universidad (teología, derecho
y medicina) mantienen entre sí, y defiende, sobre todo, cómo la filosofía tiene
que actuar de elemento de control. La razón es que aquellas están, en cierto
modo, subordinadas al poder, mientras que la filosofía se limita a ser racional
y aspira estrictamente a la verdad.
Contemporáneamente, si bien por razones distintas, nos encontramos con
una división que parece perfectamente establecida, y que distingue entre ciencias
y artes (o letras), cada una con su método, sus objetivos, sus características
propias, de tal modo que ciertas actividades humanas se podrían encajar sin
duda alguna en una de esas casillas, mientras que otras no cabrían en ninguna
de las dos… Y además, ambas están tajantemente separadas: lo científico no
es reducible a lo artístico ni a la inversa. Y aquí es donde la filosofía, como
disciplina del diálogo, conversacional, tal como la entiende Rorty, puede
contribuir a esta aclaración. Y ello, quizá, debido a la característica propia de la
filosofía, que es permitirse el lujo de mirar con una cierta ironía sus resultados,
ya que «los filósofos son filósofos no porque tengan metas comunes (no las
tienen) ni métodos comunes (no los tienen) ni estén de acuerdo en discutir
un conjunto común de problemas (no lo están) o estén dotados de facultades
comunes (no lo están), sino simple y solamente porque toman parte en una

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La nueva disputa de las facultades

única conversación continuada»1. Continuemos un tanto esta conversación,


para elaborar una cierta arqueología de la separación tajante de ciencia y arte.
La génesis de esta distinción tiene muchos progenitores, pero no cabe duda
de que el siglo xvii, el siglo de la ciencia nueva, del giro filosófico hacia el
conocimiento (hacia los métodos) olvidó la consideración general de la actividad
del ser humano y preparó una serie de estancos en los que introducir ora esto ora
aquello. Tal cosa, que nos parece casi un dato eviterno, en realidad es una novedad
en la historia del pensamiento. En el medievo, por ejemplo, no había diferencias
metódicas tajantes: la diferencia entre el arte y la ciencia radicaba en su fin:
aquella busca producir cosas útiles, agradables o bellas, mientras que la ciencia
tiene por fin el puro conocimiento (igualmente, el arte difiere de la moralidad,
pues esta pertenece al ámbito de la acción común a toda vida humana, mientras
que aquel aspira a una obra particular)2 . Pero en realidad, tanto la ciencia como
el arte o la misma moralidad se ejemplifican en un conjunto de reglas de acción
orientadas a un fin, sea teórico, práctico o poiético.
Hasta la llegada de la modernidad, el proceso constitutivo de lo que hoy
llamamos ciencia o arte es el mismo. Por ejemplo, Tomás de Aquino3 considera,
por decirlo brevemente, que en el conocimiento humano, el objeto material, al
ser iluminado por el sol, envía especies visibles (imágenes cognitivas) que son
recibidas por el sentido y transformadas en fantasmas por la imaginación. Estas
imágenes, ya menos materiales, son otra vez iluminadas por el entendimiento
agente y transformadas en especies inteligibles inmateriales, que actualiza el
intelecto posible para producir un acto cognitivo. Así se forma finalmente una
intención o verbum mentis como el medio representativo en el que la esencia
de la cosa se conoce intelectualmente. En este procedimiento, las especies
cumplen varias funciones epistemológicas: 1) proporcionan el contacto
cognitivo del entendimiento con el objeto, es decir, salvan la distancia local

1 Richard Rorty (2009), «The philosopher as expert», en Philosophy and the Mirror of Nature, Prince-
ton and Oxford: Princeton University Press, p. 411.
2 Tomás de Aquino, Summa Theol, I-II, q. 21, a. 2, ad. 2.
3 Ibíd., qq. 84-88.

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entre el conocedor y el objeto externo, así como la distancia ontológica entre


el entendimiento inmaterial y el objeto material; 2) proporcionan un sustituto
representacional del objeto; y finalmente, 3) disparan el acto cognitivo, es
decir, sincronizan el entendimiento con el mundo material, garantizando que
la cognición intuitiva correcta no se lleva a cabo en el momento equivocado.
Así pues, hay una correspondencia total en el acto de conocer, y así se construye
la ciencia empírica, que parte de los datos sensibles, y el arte, que parte de lo
elaborado por la imaginación.
¿Por qué es tan importante esta idea? Porque tanto en el hacer científico
como en el artístico uno tiene la «certeza» de que conoce lo conocido, y de que
gusta lo gustado. No tiene sentido poner en duda nuestras facultades ni la fuente
intencional de esas facultades, en la medida en que por el hecho de conocer o por
el hecho de que algo nos plazca podemos decir, sin duda alguna, que «estamos en
casa». La revelación «científica» de lo que las cosas son y la aparición de la belleza
que luce en las cosas nos da la clave de que no somos extraños al mundo.
Rorty captó bien la armonía precartesiana existente en la concepción
hilemórfica del conocimiento (tomista): el conocimiento no es la posesión de
representaciones adecuadas de un objeto, sino que conocer consiste más bien en
que el sujeto se vuelva idéntico con el objeto. En la concepción de Aristóteles, el
intelecto no es un espejo inspeccionado por un ojo interior, como lo será para
Descartes. Es tanto el espejo como el ojo, ambos a la vez. La imagen retinal
es ella misma el modelo para el «intelecto que se convierte en todas las cosas»,
mientras que en el modelo cartesiano el intelecto inspecciona las entidades
modeladas sobre las imágenes retinales. Las formas sustanciales de la «ranidad»
y la «estrellidad» entran en el intelecto aristotélico y están allí de la misma
manera que en las ranas y en las estrellas, no en la manera en que las ranas y las
estrellas se reflejan en los espejos. En la concepción cartesiana, que es la base de
la epistemología moderna, son las representaciones las que están en la mente 4.

4 Richard Rorty (2009), Philosophy and the Mirror of Nature, Princeton and Oxford: Princeton Uni-
versity Press, p. 45.

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Pasamos pues, del conocimiento como presencia a la representación. Y no solo


del conocimiento, sino de la belleza, que es, en términos del Aquinate, el placer
provocado por lo visto (y lo visto es esa presentación a la que aludíamos). De
este modo, no cabe duda de que conocer la verdad y vivir la belleza es formar
parte del mundo.
Desgraciadamente, este universo armónico se cae en pedazos con la crítica
del conocimiento del siglo xvii: los excesos cartesianos acaban conduciendo a
la filosofía a convertirse en un perpetuo interrogante sobre las condiciones de
validez del conocimiento. La «verdad» se somete a crítica y acaba reducida a
una reflexión sobre proposiciones, olvidando la realidad a la que corresponden
esas proposiciones, y la belleza se relega a un ámbito estrictamente subjetivo:
no se puede hacer corresponder más que con un estado del sujeto. No hay
nada fuera del sujeto mismo con lo que corresponda. Así pues, si la ciencia se
dedica a la verdad, deberá centrarse en proposiciones y el arte deberá reducir
sus pretensiones a la generación de estados subjetivos. Pero justamente antes
de esta quiebra nadie dudaba de que el origen de nuestro conocimiento, de
cualquier tipo, era sensible, es decir, estético, en el sentido de Baumgarten.
Es más, el conocimiento sistemático, el más formal y aparentemente alejado
de lo sensible, si lo escudriñamos con detalle, acaba siendo una metáfora bien
elaborada de algo sensible.
Baumgarten, como hijo del racionalismo, quiso explorar las regiones que
el cartesianismo había dejado fuera. Es evidente que tan nuestras son las ideas
claras y distintas como las oscuras y confusas. Que no seamos capaces de dar
razón de lo bello (que por aquel entonces era claramente el objeto del arte),
por ejemplo, no significa que no exista. La certeza cartesiana dejaba fuera de sí
tantos territorios, en su afán de procurarse una seguridad inalcanzable, que el
refugio de la belleza, el arte, era un territorio de la pura subjetividad sobre el
que el cartesianismo no tiene nada que decir. De este modo, se lo entrega a las
fieras: cada quien puede despedazarlo según lo encuentre. Así, el siglo xviii,
llamado el siglo del gusto, acaba convencido, a pesar de la cantidad de tratados
al respecto, de que de gustibus non est disputandum, precisamente porque por

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mucho que se dispute, no hay bases racionales para llegar a un acuerdo o a


establecer cualquier jerarquía al respecto. Aquí es donde se inserta la magna
empresa kantiana de la Crítica del juicio: analizados el conocimiento teórico y
el práctico, dividida la persona en dos mundos, legal aquel, libre este, ¿cómo
unificar al ser humano de nuevo? Mediante los juicios de gusto.
No hay duda de que dos momentos fundamentales en la historia de la
reflexión estética (aunque ninguno de ellos sea expresamente «estético» en su
origen) son el juicio reflexionante kantiano y la phrónesis aristotélica. En el
ámbito de la virtud aristotélica hay un particular que hay que analizar, como
tal particular, aplicando principios generales que nunca dan cuenta total del
particular, de modo que siempre hay un ámbito irrenunciable de decisionismo,
por eso el prudente es el que ha acumulado experiencias y hecho muchas
elecciones, el verdadero experto. De esta idea aristotélica participa Hume
en su ensayo «El estoico», donde afirma: «si hemos de cometer frecuente o
inevitablemente errores, registremos estos errores y preguntémonos por sus
remedios. Cuando determinemos todas nuestras reglas de conducta sobre
la base de ellos seremos filósofos. Cuando hayamos conseguido aplicar estas
reglas, seremos sabios»5. La determinación de la regla es tarea del filósofo, y su
aplicación, del sabio. Para Hume, el arte y la filosofía «mejoran lentamente el
carácter y nos señalan las disposiciones que debemos conseguir a través de una
inclinación de la mente continua y el hábito repetido» 6 .
Ciertamente, hay aquí una serie de experiencias acumuladas que generan
una regla, un habitus en el sentido escolástico, que se convierte en una segunda
naturaleza (idea en la que tanto insiste Joseph Margolis en su artículo publicado
en este volumen). Pero Kant da un paso más y niega la posibilidad de cerrar este
proceso por medio de reglas definitivas. En el juicio reflexionante kantiano, el
particular trata de ser puesto bajo el universal, pero no se hace, porque no se
logra culminar el proceso. El libre juego de la imaginación y el entendimiento

5 David Hume (2008), «El estoico», en Ensayos morales y literarios, Madrid: Tecnos, p. 183.
6 Ídem, p. 206.

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(base del juicio de gusto) es puramente un juego exploratorio que no acaba en


concepto. El placer de ese juego que no se acaba es estético. Independientemente
de que se acepte todo el armazón trascendental kantiano o no 7, la tesis de Kant
incide en el elemento indisociable de belleza y placer, que no se cierra al ámbito
artístico, sino que, en cierto modo, cabe decir que cualquier otra actividad que
dé origen a este placer (que no se cierre en el puro concepto) es estética, es decir,
en el momento en que la legalidad y la libertad, los dos elementos más opuestos
que conforman nuestras facultades cognoscitivas, ruedan libremente, estamos
ante una realidad estética.
Por supuesto que Kant habla a este respecto del placer que produce el
arte y la contemplación de la naturaleza, pero se limita a estos ámbitos
precisamente porque su mundo científico era puramente conceptual, acabado
y cerrado, definitivo como las leyes de Newton, dadas semel pro semper. El
juego contemporáneo de la ciencia, sin embargo, en la que parece que se ha
establecido como dogma la apertura conceptual, la debilidad de la objetividad,
el acuerdo (que ya no reflejo, en términos de Rorty) que vale para hoy pero
quién sabe qué será mañana, es eminentemente estético en el sentido kantiano.
El concepto cerrado, en el mejor de los casos, queda del lado de la Crítica
de la Razón Pura, que es donde se sitúa, por ejemplo, el neopositivismo, el
movimiento antiestético en ciencia por definición. Lenguajes científicamente

7 Las críticas de Joseph Margolis a Kant son dignas de mención: «Kant es la figura de Jano del mun-
do eurocéntrico. Es el último guardián de la sabiduría prekantiana más antigua, que se atreve a recobrar
reinventándola: el impulso de la invariancia, la universalidad, la necesidad sustantiva, el cierre conceptual
sistemático del mundo, la coherente orquestación de las facultades constitutivas separadas del conoci-
miento y el juicio, la primacía de la razón, la más profunda sospecha de lo contingente y lo accidental en
la historia humana, la fijeza y claridad de todas las categorías y predicados del análisis que determinan la
verdad, la ciencia de la ciencia, la objetividad de lo subjetivo, la disyunción y la unificación de lo teórico y
lo práctico. Todo esto se ha probado completamente retrógrado, una vez que hemos descubierto la evi-
tación instintiva de Kant de la historicidad y del flujo generativo de la vida cultural: el lecho de roca […]
de la condición humana misma». Joseph Margolis (2009), The arts and the definition of the human, Toward
a Philosophical Anthropology, Stanford: Stanford University Press, p. 154. Y respecto a la estética, Margolis
no puede ser más taxativo: «La contribución de Kant a la estética es, así de simple, un desastre y hay que
eliminarla por completo». Joseph Margolis (2009), On Aesthetics. An Unforgiving Introduction, Belmont,
CA.: Wadsworth, p. 14.

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perfectos, conceptografía, etcétera, no son más que la cara patente de un


proceso condenado al fracaso, porque, en el fondo, todo constructo científico
es, en último término, un constructo estético o, por decirlo en términos de
Joseph Margolis, Intencional (con I mayúscula).
De este modo, asistimos a un proceso de estetización de la vida, no en
el sentido de embellecimiento de la existencia (que parece que no se da
contemporáneamente, ni desde hace ya unos cuantos años, como critica
Dewey en su obra El arte como experiencia, donde rechaza la concepción
museística del arte, que limita el arte —y lo bello— a instituciones, tiempos
y lugares extracotidianos), sino que todas las disciplinas humanas se declaran,
por principio, provisionales, como provisional es el juicio de gusto kantiano,
si bien con su aspiración a la universalidad (subjetiva) y la necesidad. ¿Qué
si no es esta apelación postmoderna, rortyana, al fin de la objetividad? Se
trata de una apelación al kantismo de la experiencia estética, que es, en buena
medida, el tomismo de la constitución escatológica: en la visión beatífica,
Dios será conocido sin ningún concepto creado, solo en su misma esencia 8.
Los mediadores duros (los conceptos modernos) ya han pasado. Y es que, en
realidad, nunca hicieron falta, salvo como mediadores, nunca como la realidad
a la que prestar atención.
Permítaseme insistir en este aspecto. Tomás de Aquino afirmaba que
el primer hombre no gozaba de visión beatífica, sino que conocía a Dios a
través de lo sensible9 y tenía conocimiento de todas las cosas gracias a las
especies infundidas por Dios10. La idea de que las especies de las cosas están
en Adán infundidas por Dios, fuente única del ser, es un modo teórico de
solucionar una de las cuestiones más espinosas de la filosofía, a saber, la de
vincular al hombre con el mundo, es decir, el Aquinate subraya la tesis, como
posteriormente hará con fuerza Heidegger, de que no hay ruptura sujeto/
objeto, sino una continuidad entre el hombre y lo que le rodea, que tienen no

8 Tomás de Aquino, Summa Theol. I. q. 12, a. 2.


9 Ídem, q. 94, a. 1.
10 Ídem, q. 94, a. 3.

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solo la misma fuente (lo que es difícil que pueda negar ninguna perspectiva
filosófica) sino que están perfectamente adaptados uno a otro, como nos enseña
la experiencia estética. Hume (como había hecho en otros términos Platón y
hará, también de modo diferente, Kant) señalará de nuevo esta relación entre
arte y naturaleza: sin inspiración (influencia de la naturaleza) o «entusiasmo
natural» el arte no puede lograr nada que merezca la pena11. En este sentido, la
interrelación entre el arte y la naturaleza es la clave de toda creación artística,
que anula las fronteras establecidas por Descartes entre la res cogitans y la res
extensa, y que, no obstante, por razones elementales en el sistema cartesiano,
permanecen perfectamente incomunicadas. De ahí que el cartesianismo fuese
(y sea) totalmente ciego para la experiencia estética, que no es más que el
territorio de todo lo opuesto a lo claro y distinto.

2. Arte, ciencia y conocimiento


Llegados a este punto, y ya que el xviii, además de ser el siglo del gusto,
fue el siglo de las condiciones de posibilidad del conocimiento, veamos cómo
se enfoca esta cuestión a la altura del siglo xxi, en el ámbito de la ciencia y el
arte. Y nos referimos a este aspecto porque en él se juega mucho. Como señala
Rorty: «no merecería la pena luchar por la palabra conocimiento de no ser por la
tradición kantiana de que ser un filósofo es tener una ‘teoría del conocimiento’,
y la tradición platónica de que una acción que no se basa en el conocimiento de
la verdad de las proposiciones es ‘irracional’»12 . Por tanto, parece que la filosofía
tiene que decir algo acerca del conocimiento en la ciencia y en el arte, cuestión
debatida desde el origen del pensamiento hasta hoy mismo.
Efectivamente, en esa división tradicional entre arte y ciencia se suponía
que de la ciencia se aprendía, mientras que del arte se gozaba (nótese las

11 David Hume (2008), «El epicúreo», en Ensayos morales y literarios, Madrid: Tecnos,
pp. 171-172.
12 Richard Rorty (2009), Philosophy and the Mirror of Nature, Princeton and Oxford: Princeton Uni-
versity Press, p. 356.

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reminiscencias kantianas). Mas contemporáneamente se ha vuelto a plantear


una cierta difuminación de fronteras a este respecto, en el sentido de una
recuperación del carácter integral de la experiencia humana, como ha hecho el
pragmatismo, al que me referiré más adelante. Sin duda, y aunque en ningún
caso pueda considerarse una condición necesaria del arte, puede decirse que,
en general, de las artes puede aprenderse. Probablemente aprendemos algo
hasta de las formas más abstractas de música. Seguramente, con la audición
de fugas no solo desarrollamos ciertas capacidades matemáticas, sino que
nuestra comprensión intuitiva del mundo puede expandirse y transformarse13.
Ahora bien, no debe darse de modo ilícito el paso en la otra dirección, es decir,
suponer que dado que las artes proporcionan conocimiento, ellas, sin más, se
reducen a una pura reflexión, especialmente en la medida en que eso implique
la renuncia a la dimensión estética. No es tampoco condición necesaria ni
suficiente del arte «reflexionar sobre», como parece ser la tarea de muchos
artistas contemporáneos que, en sus poéticas, nos cuentan que lo que han
hecho es una reflexión sobre esto o aquello. Han asumido, tarde y a destiempo,
el modo aristotélico del ideal de la vida humana como contemplación o el
ideal cartesiano-kantiano del conocimiento como modo superior único de
ser humano. El arte, vinculado con la belleza, seguro que ofrece verdad, pero
no tiene por qué obligar a la «reflexión» (que habitualmente suele ser trivial).
Benjamin Tilghman se muestra crítico frente a esta actitud, que ejemplifica
en Frank Stella, para quien el tema clave es el arte por el arte o, mejor aún, el
espacio por el espacio. Tilghman defiende que, históricamente, lo que ha hecho
importante al espacio para los artistas es que lo que hay en él y sobre todo la
figura humana:

«Sin duda, algunos artistas han explorado el espacio por sí mismo, pero me
parece que el intento original de la investigación del espacio fue proporcionar
un lugar para que la gente interactuase entre sí y eso es lo que da lugar a la

13 Douglas R. Hofstadter (2007), Gödel, Escher, Bach: un eterno y grácil bucle, Barcelona: Tusquets.

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preocupación artística por el espacio. Hasta el punto de que los artistas han
olvidado ese intento original podemos tener una razón para decir que han
perdido el rumbo. Imaginemos un futuro en el que hay gente que cultiva la
habilidad de golpear un balón para meterlo en la meta; son muy buenos en
ello y pueden meter la pelota en la red desde todas las distancias y todos los
ángulos y contra cualquier número de obstáculos, pero han perdido de vista
el hecho de que esta habilidad se cultivó una vez como parte de un juego
y que era el juego el que daba sentido y razón a la habilidad. La práctica
en la que tal habilidad figuraba ha desaparecido, los postes y la red ya no
constituyen una meta y uno lanza la pelota entre los palos ‘porque sí’»14.

De este modo, no tiene sentido despojar a las entidades abstractas y teóricas


de sus referentes y cultivarlas por sí mismas, como si ese cultivo fuese fuente
de algún tipo de saber esotérico, como creían los románticos, reservado a una
elite. Tampoco se justifica, ni mucho menos, la reducción de lo artístico a lo
transgresor. El arte más reciente cultiva una postura de transgresión, haciendo
corresponder la fealdad de las cosas que retrata con su propia fealdad. La belleza
es devaluada como algo demasiado dulce, demasiado escapista y demasiado
lejano de las «realidades» como para merecer nuestra atención desengañada.
Las cualidades que previamente denotaban el fracaso estético se citan ahora
como señales de éxito, mientras que la búsqueda de la belleza a menudo se
considera un retiro de la tarea real de la creación artística, que sería retar las
ilusiones confortables y mostrar la vida «tal como es»15.
Bernard Harrison, sostiene que la diferencia entre el lenguaje objetivo,
científico y el lenguaje de los poetas, dramaturgos y novelistas no es que uno
se comprometa con la realidad que hay, la realidad física, mientras que el otro
no se comprometa con nada salvo humo y reflejos ideológicos. Más bien,
frente a esta división artificiosa, cabe sostener que ambos miran en direcciones

14 Benjamin Tilghman (2006), Reflection on Aesthetic Judgment and Other Essays, Ashgate: Aldershot, p.
59.
15 Roger Scruton (2009), Beauty, Oxford: Oxford University Press, p. 168.

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diferentes. El discurso que Harrison llama objetivo, y con él lo que llamamos


conocimiento de hechos naturales, se fundaría sobre un conjunto de prácticas
expresamente diseñadas para minimizar las diferencias en la explicación del
mundo dada por observadores heterogéneos, partiendo de los diversos puntos
de vista, perspectiva y personalidad de cada uno. Así pues, la objetividad sería
la máxima supresión de diferencias, de modo especial las diferencias que se dan
en el vehículo de transmisión de la explicación de ese mundo. Las artes, por su
parte, tratarían de fijarse lo más posible en el medio. El discurso literario, en
particular, vuelve el lenguaje sobre sí mismo y lo usa no para iluminar el mundo
no humano, físico, sino para iluminar sus propias prácticas fundantes y así
descubrir los mundos humanos que tales prácticas originan y constituyen. Lo
que la literatura puede hacer, y se le resiste al discurso «objetivo», es mostrarnos
qué se siente al habitar un Lebenswelt constituido por un conjunto no familiar
de prácticas, y mostrárnoslo al permitir realmente al lector convertirse, de
modo temporal, en un habitante (en lo que es sin duda un sentido vagamente
heideggeriano de «habitante») de ese Lebenswelt16 . En este sentido, el arte se
constituye en un vehículo privilegiado para mediar entre las culturas, tal como
propone el pragmatismo de Dewey. Esto, sin más, excluye de nuestro discurso la
posibilidad de lo que, postmodernamente, se ha llamado «la falacia referencial»,
es decir, la tesis de que la literatura no se refiere en absoluto a la realidad,
sino, en el mejor de los casos, a otra literatura, y que avanza un concepto de
intertextualidad según el cual ha de entenderse una obra literaria, en la medida
en que la referencialidad facilita la comprensión, solo en términos de otras
obras a las que una obra dada se refiere, de modo que nadie equipado para la
interpretación con una cultura literaria menor que la del escritor de un obra
puede estar cierto de haber comprendido la obra en absoluto. Esta idea de la
falacia no es sino la idea cartesiana de la mente como espejo (la literatura como
ámbito que solo se refiere a sí misma, a sus mecanismos) y que niega que exista

16 Bernard Harrison, «Aharon Appelfeld and the problem of Holocaust Fiction», en J. Gibson, W.
Huemer and L. Pocci (eds.) (2007), A sense of the world. Essays on fiction, narrative and knowledge, New York
& London: Routledge, pp. 72-74.

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nada fuera de sí misma, precisamente al establecer esa drástica separación sujeto


(literatura)/objeto. La teoría medieval del hombre en el mundo, asumiendo las
especies, aplicada a la literatura, es infinitamente más satisfactoria, útil y veraz.
Es importante esta idea, la mediación, que no consiste en acabar con las
diferencias (lenguajes «científicos», perfectos, asépticos, objetivos), sino en
establecer una «mediación» entre ellas, tal como Gadamer conceptúa esta
realidad. Se trata, en términos hermenéuticos, de «negociar», de «dialogar»,
de poner en relación el texto y el lector, la obra y el receptor de la misma,
las prioridades, los intereses y las situaciones de ambos. Las obras de arte,
en cuanto tales, suelen constituirse en puentes de transición entre culturas,
religiones, etcétera, en la medida en que encarnan cierto Geist que es asequible
para todo aquel que haya adquirido una mínima competencia, la suficiente
para comprender lo que la obra representa (entendiendo representación en el
sentido más amplio posible). Ahora bien, ¿no es esto también a lo que propende
la ciencia? Las teorías científicas son modelos, como son las obras de arte. Estas,
al igual que la filosofía o la religión, tienen en sí siempre una propuesta de
sentido, una oferta de cómo vivir humanamente (o inhumanamente en ciertos
casos). Quizá haya quedado atrás aquella caracterización de Thomas Nagel, para
quien la ciencia aspira a lo que llama «la visión desde ninguna parte», la visión
sub specie aeternitatis, casi podríamos decir, a la que habría que contraponer el
arte como la representación del mundo desde un punto de vista máximamente
subjetivo. Es cierto que en nuestro habitar cotidiano solemos estar sumergidos,
al menos hasta cierto punto, en un mundo o una perspectiva objetivada, que se
pretende descentralizada e impersonalizada, de modo que no experimentamos
nuestro mundo cotidiano desde un punto de vista plenamente subjetivo, sino
como un se, en el sentido heideggeriano, en el que se incluyen las categorías del
«sentido común», de lo cotidiano, de lo «políticamente correcto», los prejuicios
culturales, etcétera, que parecen dar lugar a una suerte de objetividad en la cual
se insertan las experiencias subjetivas que en ningún caso son ya propiamente
subjetivas, sino máximamente ajenas al sujeto que las experimenta. Esto es lo
que lleva a Alex Blurri a sostener que la investigación artística en la naturaleza

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subjetiva de la experiencia podría equilibrar la investigación científica en la


naturaleza objetiva de lo real17. Ahora bien, esto, desde mi punto de vista,
supone convertir la experiencia en algo irreal, una especie de artificio que nos
posibilita ver ficciones en el arte, mientras que parece más sensato defender,
desde una posición fenomenológica, que la misma obra de arte y la experiencia
de ella son tan reales como la ciencia o lo «realmente objetivo» que se supone
que es su objeto. No hay ninguna razón «objetiva» que nos obligue a establecer
límites entre las distintas instancias del hacer humano. La cultura (en la forma
de ciencia o arte) está siempre encarnada en un momento histórico. Y no hay
más verdad en una que en otra. Simplemente hay verdad en ambas y una
verdad intersubjetivamente comunicable.
Joseph Margolis establece la tesis de que las obras de arte poseen propiedades
Intencionales, mientras que los objetos físicos no. Así pues, la interpretación
se dirige a «significados» y estructuras «significativas» y tales estructuras no
se comportan del mismo modo (lógicamente) que las propiedades físicas.
Y aunque no sean determinadas son lo suficientemente determinables para
estar abiertas a su propia confirmación objetiva18. Por ejemplo, las pinturas
son artefactos que poseen estructuras Intencionales (con I mayúscula), lo que
significa que sus propiedades significativas, expresivas y representacionales
son formadas culturalmente y son culturalmente legibles —y no en cualquier
sentido habitual meramente psicológico o mentalista19 —. De este modo, la
habilidad adquirida para oír y comprender el habla verdadera es el mismo
paradigma de la fenomenología de la vida cultural y el arte. Aprendemos
a ver el mundo, del que hablamos espontáneamente, de modos penetrados
por distinciones lingüísticas y una experiencia aculturada. Una pintura no
es un óleo pintado. Es, como el habla inteligible, el artefacto significativo

17 Alex Burri, «Art and the view from nowhere», en J. Gibson, W. Huemer and L. Pocci (eds.) (2007),
A sense of the world. Essays on fiction, narrative and knowledge, New York & London: Routledge, pp. 72-74 y p.
316.
18 Joseph Margolis (2009), The arts and the definition of the human, Toward a Philosophical Anthropology,
Stanford: Stanford University Press, p. 84.
19 Ídem, p. 44.

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transformado espontáneamente que ahora presenta (a los que han aprendido


a ver) un mundo perceptible y perceptualmente imaginable que responde
a nuestro entrenamiento y habilidades fenomenológicas normales20. «La
percepción, pues, es paradigmáticamente fenomenológica, de segunda
naturaleza, penetrada, cualificada Intencionalmente, con derecho a invocar
ciertos recursos ampliadores de la imaginación […] historizada, constructivista
respecto a afirmaciones objetivas, inescapablemente interpretativa»21. En este
sentido, el fenomenalismo se enfrenta al reto: porque afirmar que una obra de
arte despojada de sus atributos geistlich (significativos, semióticos, inculturados,
Intencionales o historizados) no es más que un objeto físico sería un error
(semejante a confundir un yo humano con un mero espécimen de la especie
Homo sapiens)22 . Todo esto nos parece algo «normal» hoy, pero lo es desde hace
muy poco tiempo. Margolis se muestra muy crítico con Kant, con su búsqueda
de categorías inmutables frente al flujo de la realidad. El error kantiano acerca de
la verdad necesaria de la geometría euclidiana y de las asunciones newtonianas
respecto al espacio y al tiempo confirma que las ciencias naturales están tan
sujetas a la conjetura histórica como el gusto estético.
La estética, la filosofía moral y la filosofía de la ciencia no pueden ser
disciplinas autónomas, sino que surgen juntas en la evolución del pensamiento
histórico y experimentan y comparten los mismos recursos y limitaciones
cognitivos. La evidencia filosófica que nos obliga a tratar el pensamiento en su
forma paradigmáticamente lingüística como un artefacto de la vida cultural
misma, inherentemente evolutivo, y diversamente incrustado, derrota al
trascendentalismo kantiano y expone la total imposibilidad de la explicación
kantiana de lo estético23. Frente a la identificación aristotélica del arte como un
proceso que se da «en» la naturaleza, Margolis insiste en el logro hegeliano que

20 Ibídem, pp. 104-105.


21 Joseph Margolis (2009), On Aesthetics. An Unforgiving Introduction, Belmont, CA.: Wadsworth, p.
152.
22 Ídem, p. 79.
23 Ibídem, pp. 34-35.

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supone distinguir un orden de realidad (el de la historia y la cultura humana)


que no es analizable correctamente en términos de la naturaleza material,
aunque no pueda existir aparte de lo que exista en la naturaleza. Frente al
reduccionismo de la filosofía contemporánea, especialmente de la estética
analítica, Margolis refiere esta idea de una segunda naturaleza 24.
Para Margolis, la lección más importante que hay que sacar de la filosofía
del fin del siglo xviii y principios del xix: «quizás, entonces, la lección más
importante de toda la moderna filosofía ‘moderna’ es esta: que el universalismo
en todo sector de la investigación está siendo sistemáticamente reemplazado,
y debe serlo, por un riguroso historicismo. Tanto el universalismo como
el historicismo son opciones constructivistas: una que busca el cierre y la
necesidad, y la otra opuesta a cualquier cosa de ese tipo»25. Y eso le lleva a
afirmar lo siguiente:

«El mejor Kant es un Kant releído en términos de la corrección hegeliana


del Kant original: un Kant despojado de pretensiones trascendentalistas,
pero no de cuestiones trascendentales, un Kant cuyo apriorismo ha sido
interpretado en términos a posteriori, un Kant que admite que no hay un
cierre conocido de las condiciones categoriales del conocimiento de ningún
tipo y ningún argumento para demostrar que debe haber un cierre, un Kant
que comprende que el vínculo entre los poderes finitos de la ‘experiencia’ y
los poderes infinitos de la ‘razón’ yace en el final de carácter abierto de la
historia y su interpretación»26.

Si establecemos una comparación entre Kant y Hegel, hay que defender


que para uno no tiene sentido tratar los predicados (que son, lógicamente,

24 Ibídem, p. 38.
25 Joseph Margolis (2009), The arts and the definition of the human, Toward a Philosophical Anthropology,
Stanford: Stanford University Press, p. 159.
26 Joseph Margolis (2009), On Aesthetics. An Unforgiving Introduction, Belmont, CA.: Wadsworth, p.
55.

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La nueva disputa de las facultades

generales en su aplicación) como con un significado determinado aparte de


una serie de particulares reales que lo ejemplifican y, como corolario, que el
significado que pueda imputarse a un predicado dado sea alterado, cualificado,
afectado por la serie cambiante de las ejemplificaciones que reconocemos. El
otro afirma que el mundo cultural (incluyendo la vida mental de los humanos:
sus lenguajes, artes, acciones deliberadas y modos de producción) es un mundo
que evoluciona históricamente y de modos historizados, emerge del mundo
físico y biológico, está indisolublemente encarnado en el mundo natural y no
puede ser descrito o explicado por medio de ningún vocabulario restringido
solo al mundo material; de aquí que la descripción y explicación desnuda de la
naturaleza son ellas mismas artefactos de la historia del mundo cultural 27.

3. Artes en las que habitar


Las obras de arte narrativo, que nos cuentan cómo es ser humano (aunque
sea a través de la pintura o las vidrieras), nos ofrecen modelos de vida. Pero no
creo que sea muy descabellado afirmar que las artes en general (música incluida)
nos ofrecen mundos en los que habitar. Mundos, en términos heideggerianos,
que son abiertos precisamente por esas obras de arte. John Gibson deja entrever
esto al afirmar que

«El reconocimiento requiere precisamente lo que la literatura está en


posición de darle: la narrativa, una historia de la actividad humana, porque
a través de esto Otelo puede proporcionar el conocimiento que llevamos al
texto con la completitud de comprensión que señala a una mente que está
en la total posesión de su conocimiento… En él vemos “el mundo hecho
carne”. La suya es solo una carne ficcional […]. Al traerlo a la vista, Otelo
no solo nos devuelve reflejado nuestro mundo de la misma forma en la
que presupone que nos es familiar. Otelo nos devuelve este conocimiento

27 Ídem, p. 78.

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Sixto J. Castro

de modo encarnado, como ubicado en el escenario concreto de la práctica


cultural y el comportamiento humano»28.

Las historias no solo tratan con el conocimiento de nuestro pasado. Nos


dan modelos para conocer, para ser humanos en nuestro mundo actual: son
modelos para especular y elaborar, modelos para modos posibles, extraordinarios
u ordinarios, de vivir nuestras vidas. Para W. Huemer, el valor cognitivo de
la literatura está en su capacidad para enseñarnos a hacer cosas: nos permite
hacer más movimientos en el juego de lenguaje. La cuestión es por qué son
estas habilidades cognitivamente relevantes. Al enseñarnos cómo hacer cosas
con palabras, la literatura nos enseña una forma especial de conocimiento: no
añade a la lista de proposiciones que ya sabemos, sino que ofrece una forma
de conocimiento no proposicional. Engrandece el espacio lógico en el que
nos movemos. Por supuesto, para esto hay que distinguir entre comunicar
conocimiento proposicional y adquirir conocimiento proposicional. La
literatura no comunica información sobre la realidad, sino que nos pone en
una posición que nos permite conseguir conocimiento proposicional al sacar
inferencias que no podríamos o no hubiésemos obtenido de otra manera 29. En
este sentido, la posición del arte como realidad y como modo de acceso a la
misma es privilegiada, en la medida en que abre mundos que captamos como
propios o si, como ajenos, como susceptibles de ser comprendidos, al menos
desde una fenomenología de la comprensión. Lo dice bien Frank B. Farrel:
la literatura nos permite expandir nuestra propia esfera de experiencia por
medio del inhabitar la fenomenología de otros30, y ello lo hace desarrollando y
potenciando los rasgos específicamente literarios: cuestiones de estilo, el modo
preciso en el que las palabras se ordenan en una secuencia, la música sutil, el

28 John Gibson (2003), «Between Truth and Triviality», en British Journal of Aesthetics, 43, pp. 235-236.
29 Wolfgang Huemer, «Why read literature?», en J. Gibson, W. Huemer and L. Pocci (eds.) (2007),
A sense of the world. Essays on ficion, narrative and knowledge, New York & London: Routledge, pp. 242-243.
30 Frank B. Farrell, «The way light at the edge of a beach in autumn is learned: literature as learning»,
en J. Gibson, W. Huemer and L. Pocci (eds.) (2007), A sense of the world. Essays on fiction, narrative and
knowledge, New York & London: Routledge, p. 256.

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La nueva disputa de las facultades

ritmo y el modo de la línea de la prosa, el poder y la precisión de las imágenes


visuales y las metáforas, la inmediatez y la presencia de la experiencia de hechos
neutrales de escenario más interesantes y apetitosos… Todo ello contribuye a
resaltar lo estético de la literatura, lo más específico de la misma, en la que lo
que cuenta, recordemos, es tanto la referencia como el modo de darse esta.
Si esto está claro en las artes narrativas del tipo que sean, ¿qué sucede con
las que no comparten este modelo? ¿Qué sucede, por ejemplo, con la música
que, en el mejor de los casos puede «representar» sentimientos? Un ejemplo de
la defensa de la música a este respecto es el que elabora Susan K. Langer, quien
sostiene que la música es un sistema de símbolos que no trasmite directamente
ni referencia (por ejemplo, el rumor de las olas) ni sentimientos (la sensación
de felicidad del compositor). En su opinión, la música son las «formas de los
sentimientos», es decir, las tensiones, ambigüedades, contrastes y conflictos
que afectan a nuestra vida sensible pero que no se prestan a ser descritos con
palabras o fórmulas lógicas. En Philosophy in New Key, dice:

«El verdadero poder de la música radica en el hecho de que puede ser ‘fiel’
a la vida de los sentimientos de un modo en que el lenguaje no puede
serlo, pues sus formas significantes poseen esa ambivalencia de contenido
que no pueden tener las palabras […]. La música es reveladora allí donde
las palabras son oscuras, porque puede tener no solo un contenido, sino
un juego transitorio de contenidos. Puede articular sentimientos sin
atarse a ellos […]. La atribución de significados es un juego cambiante,
caleidoscópico, probablemente debajo del umbral de la conciencia y sin
duda fuera de los límites del pensamiento discursivo. La imaginación que
responde a la música es personal, asociativa y lógica, teñida de afecto,
de ritmo corporal y de ensueño, pero comprometida con un caudal de
formulaciones para su caudal de conocimiento no verbal, o sea todo su
conocimiento de la experiencia emocional y orgánica, del impulso vital,
el equilibrio, el conflicto, los modos de vivir y morir y sentir. Dado que
ninguna atribución de significado es convencional, ninguna es permanente

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Sixto J. Castro

más allá del sonido que pasa; pero la breve asociación fue un destello de
comprensión. Su efecto perdurable es, como el primer efecto del habla sobre
el desarrollo de la mente, el de hacer que las cosas resulten creíbles, más que
el de acumular proposiciones»31.

Tomando la música como prototipo de las artes, Langer planteó que


este conocimiento de la vida sensible constituye el perpetuo atractivo de los
símbolos artísticos; aquí se encuentran los motivos por los que valoramos esas
expresiones y obras que para el empirista lógico carecen de significado. En este
contexto es como se entiende la célebre afirmación de Isadora Duncan: «Si
pudiera decirlo, no tendría que danzarlo».
Así pues, parece que no acabamos de solucionar las aporías y que distinguimos
claramente los territorios de ciencia y arte desde sus objetivos o metas. Desde su
lenguaje, Franz Koppe distingue entre el modo de hablar afirmativo del lenguaje
cotidiano o del lenguaje científico, y el discurso articulador de necesidades, que
él llama endético. Si en aquel se trata de la afirmación de hechos y situaciones,
es decir, de la verdad, en este se trata de la expresión de necesidades que han de
ser veraces, en el sentido de su autenticidad32. Su tesis central es que el arte es
aquella forma en la que pueden expresarse estas necesidades, que de otro modo
no serían formulables, pues la potencia endética de comunicación del lenguaje
corriente ante situaciones concretas de necesidad es insuficiente. El arte, así viene
a llenar un hueco dejado por una religión que ha devenido irrelevante como una
nueva forma positiva de representarse una satisfacción de la necesidad de un
sentido de la vida y de expresarla de modo inconfundible. De hecho, Santayana
insiste en la relación entre lo religioso y la belleza (verdad) del arte: «Aun el
conocimiento de la verdad, que la mayoría de los teólogos austeros convierten en
esencia de la visión beatífica, es un deleite estético; en efecto, cuando la verdad
deja de tener una utilidad práctica, se convierte en un paisaje. El deleite que

31 Susanne K. Langer (1971), Philosophy in a New Key, Cambridge, Mass., London: Harvard Univer-
sity Press, pp. 206-207.
32 Franz Koppe (1983), Grundbegriffe der Ästhetik, Frankfurt am Main: Suhrkamp.

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La nueva disputa de las facultades

proporciona es imaginativo y su valor estético»33. Y esto es porque «los valores


intelectuales son utilitarios en su origen, pero estéticos por su forma, puesto
que las ventajas del conocer se pierden de vista muchas veces, y las ideas son
celebradas por sí mismas»34. Un mapa no ha sido concebido como objeto estético,
sino expresivo, pero puede hacer que en él se objetive nuestro placer, con lo que
se vuelve bello. «Todo valor intelectual puede transformarse en valor estético,
una vez que se ha pedido su ilación y queda pendiente alrededor del objeto como
una vaga sensación de dignidad y significado»35. Roger Scruton sostiene que el
arte responde al acertijo de la existencia: nos dice por qué existimos imbuyendo
nuestras de un sentido de captación. En la más alta forma de belleza la vida se
convierte en su propia justificación, redimida de su contingencia por la lógica
que conecta el fin de las cosas con su principio. «La forma suprema de belleza,
tal como es ejemplificada en aquellos logros artísticos supremos, es uno de los
dones más grandes de la vida. Es el verdadero fundamento del valor del arte,
porque es lo que el arte y solo el arte, puede dar»36. La experiencia estética, para
Scruton, como para Kant, revela el sentido del mundo para nosotros como seres
humanos, un sentido del que la ciencia no puede hablar y del que las explicaciones
científicas prescinden deliberadamente. Nuestra necesidad de belleza es algo
que surge de nuestra condición metafísica, como individuos libres. Podemos
errar por el mundo alienados, resentidos, llenos de sospecha y desconfianza. O
podemos encontrar nuestro hogar aquí, en armonía con los otros y con nosotros
mismos. La experiencia de la belleza nos guía a través de este segundo sendero:
nos dice que estamos en casa en el mundo37. Y si esto es cierto, cabe pensar, no
obstante, que los aspectos estéticos presentes en la ciencia, también contribuyen
a la propuesta de sentido.

33 George Santayana (1969), El sentido de la belleza, Buenos Aires. Losada, p. 35.


34 Ídem, p. 191.
35 Ibídem, p. 209.
36 Roger Scruton (2009), Beauty, Oxford: Oxford University Press, p. 128.
37 Ídem, p. 174.

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Sixto J. Castro

Desde el Timeo de Platón se nos recuerda que los objetos matemáticos son
bellos. Buena parte de los científicos, desde la revolución científica en adelante,
han buscado incesantemente la armonía, la elegancia y, en fin, la belleza, en
sus ecuaciones. Célebre es el dicho de G. H. Hardy, para quien «los patrones
del matemático, como los del pintor o los del poeta, deben ser bellos; las ideas,
como los colores o las palabras, deben encajar de un modo armonioso. La
belleza es la primera prueba: no hay un lugar permanente en el mundo para
las matemáticas feas»38. De modo semejante se manifiestan Henri Poincaré y
Bertrand Russell. Muchos otros, como P. Davies y R. Hersh afirman que las
consideraciones estéticas son algo fundamental en el trabajo matemático 39. En
caso de duda, la belleza puede ayudar a decidir sobre la importancia de un cierto
resultado (Poincaré 40), pues es posible defender la objetividad de la belleza, tal
como hace Gian Carlo Rota 41, que rechaza la visión subjetiva de la belleza al
mencionar la capacidad de los matemáticos para ponerse sustancialmente de
acuerdo en lo que se consideran matemáticas bellas. En el hacer matemático
vemos que lo estético también se muestra de modo significativo en el proceso de
investigación, previo a las evaluaciones finales, cuando el matemático selecciona,
explora y da vueltas a un problema 42 . Asimismo, los matemáticos describen el
placer que sienten en los momentos de descubrimiento, cuando siguen una
línea de investigación o cuando llegan a nuevas comprensiones matemáticas,
lo cual atestigua la cualidad estética de sus experiencias matemáticas. Así, por
ejemplo, Arrow afirma que «la matemática es ciertamente una fuente de placer

38 G. H. Hardy (1940), A Mathematician’s Apology, Cambridge: Cambridge University Press, p. 85.


39 Philip J. Davis, Reuben Hersh y Elena Anne Marchisotto (1981), The Mathematical Experience, Bos-
ton: Birkhäuser, pp. 184-187.
40 H. Poincaré, «Mathematical creation», en J. Newman (ed.) (1956), The World of Mathematics, New
York: Simon and Schuster, vol. 4.
41 Gian-Carlo Rota, «The Phenomenology of Mathematical Beauty», en G-C. Rota (ed.) (1997),
Indiscrete Thoughts, Boston: Birkhäuser, pp. 121-123; y (1997), «The Phenomenology of Matematical
Beauty», en Synthese, 111, pp. 171-182.
42 D. Hofstatder, «Discovery and dissection of a geometric gem», en J. King and D. Schattschneider
(eds.) (1996), Geometry Turned On: Dynamic Software in Learning, Teaching, and Research, Washington D.
C.: MAA.

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La nueva disputa de las facultades

estético. Una y otra vez tenemos la sensación de simetría, de elegancia, de


una unidad abstracta y generalizada de partes aparentemente dispares. Mis
habilidades matemáticas y mi gusto por la abstracción me han llevado a enfatizar
los aspectos estéticos de las matemáticas»43. Habitualmente, los matemáticos
ponen el énfasis en la prueba como el objeto estético (poiesis estética), pero el
ver nuevas relaciones, usar intuiciones y conjeturas, crear patrones también es
una praxis estética…
De modo semejante a los matemáticos, algunos científicos naturales, tales
como Copérnico, Galileo, Newton, Poincaré, Dirac, Einstein, Heisenberg,
Feynman, etcétera han hablado claramente respecto a la estética en su
disciplina44. Algunos han sido explícitos acerca del hecho de que la belleza es
la principal motivación para hacer ciencia, como es el caso de Poincaré, para
quien

«El científico no estudia la naturaleza porque sea útil hacerlo. La estudia


porque obtiene placer de ello, y obtiene placer de ello porque es bella. Si
la naturaleza no fuese bella, no merecería la pena conocer y la vida no
merecería ser vivida… Me refiero a la belleza íntima que viene del orden
armonioso de sus partes y que puede captar una inteligencia pura»45.

El físico P. M. Dirac se fiaba de los criterios estéticos al evaluar las teorías:


«es más importante tener belleza en las propias ecuaciones que el hecho de que
encajen en los experimentos... Parece que si uno trabaja desde el punto de vista
de lograr belleza en las propias ecuaciones, y si uno tiene una sólida intuición,

43 K. J. Arrow, «I Know a Hawk from a Handsaw», en M. Szenberg (ed.) (1992), Eminent Economists,
Cambridge: Cambridge University Press, p. 49.
44 �������������������������������������������������������������������������������������������������
Teoremas y pruebas reconocidos como bellos en las ciencias naturales pueden verse en J. W. McAl-
lister (1996), Beauty and Revolution in Science, Ithaca: Cornell University Press; y en S. Chandrasekhar
(1987), Truth and Beauty: Aesthetics and Motivations in Science, Chicago: Chicago University Press, pp. 59-
73.
45 Citado por S. Chandrasekhar, 1987, p. 59.

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está en una línea segura de progreso»46 . Sin embargo, la verificación empírica es


el árbitro final. Aun así, McAllister opina que la belleza puede tener precedencia
sobre la verificación empírica: «los fundamentos de la teoría (de la relatividad
general) son, creo, más fuertes de lo que uno podría conseguir simplemente a
partir del apoyo de la evidencia experimental. Los fundamentos reales derivan
de la gran belleza de la teoría… Es esencialmente la belleza de la teoría lo que
siento que es la razón real para creer en ella»47. Sin embargo, de aquí no se sigue
que se pueda seguir manteniendo una teoría bella si la evidencia la rechaza.
¿O sí? Si fuese así, resultaría que la belleza de una teoría estaría por encima,
como criterio último de verdad, de la evidencia empírica, en la medida en
que el ámbito empírico quizá no sea adecuado, en un determinado momento,
para dar explicación de las anomalías teóricas. Si esto fuese así, la belleza sería
criterio de verificación de una teoría, y quizá el criterio último y definitivo.
Volveríamos a la consideración de la belleza como otro nombre para la verdad
y, quizá, para la bondad y la unidad/simplicidad, vinculación vigente en el
pensamiento durante siglos y denostada por los teóricos postmodernos.
A diferencia de la ciencia y la filosofía, al menos en principio, en el arte el
modo de presentación es tan importante como el contenido. Habitualmente,
se puede expresar un argumento filosófico de modos diversos, haciendo uso de
rodeos lingüísticos varios. Pero hay ocasiones en los que el argumento cuaja y,
en cierto modo, se convierte, por qué no, en una obra de arte. Tal sucede en
la ciencia pura, digámoslo una vez más, en la que las consideraciones estéticas
tienen una importancia radical, mucho mayor de la que habitualmente se
le reconoce. Richard Tarnas subraya que «lo que llamó la atención a estos
decididos partidarios de la causa copernicana [Kepler, Galileo] no fue la
utilidad de su precisión científica, sino, sobre todo, su superioridad estética. Sin
el prejuicio intelectual creado por un juicio estético de definición neoplatónica,
la Revolución Científica podría muy bien no haber tenido lugar, o al menos

46 Ídem.
47 J. W. McAllister (1996), Beauty and Revolution in Science, Ithaca: Cornell University Press, p 16.

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La nueva disputa de las facultades

no de la manera en que ocurrió históricamente»48. Así pues, sin la raigambre


neoplatónica de los pensadores de la revolución científica no habría habido tal,
o al menos no cuando y como, de hecho, se dio. Nunca se subrayará lo bastante
la importancia de la belleza en la evaluación de la verdad, lo que, de suyo, nos
lleva de nuevo a la consideración trascendental (belleza y verdad: dos caras de
lo mismo).

4. Metaxología y analogía: el territorio medial


Scruton considera que lo estético revela el sentido del mundo de modo
semejante a como la teología natural (emparentada con el método científico)
trató de hacer, pero fracasó. A través de la contemplación estética sentimos
la finalidad e inteligibilidad de todo lo que nos rodea. Pero lo estético, más
allá de lo pragmático, también está presente, muy presente, en la ciencia.
Es más, la belleza ha llegado al mundo de la ciencia, no en el sentido de
recuperar el componente estético del descubrimiento intelectual, lo cual es,
sin duda, un elemento clave, como hemos visto, sino en el de la estetización
de las investigaciones científicas. Las imágenes de Michael Davidson49, que
usa luz polarizada o rayos ultravioleta, de las vitaminas, de los aminoácidos y
las proteínas fluorescentes, de pesticidas, de la cerveza cristalizada, ¿son arte
o ciencia? Algunas de las imágenes que nos encontramos en la Science Photo
Library50 o en la web de National Geographic51, ¿no son arte simplemente por
no estar hechas por un artista fotógrafo y sí por un fotógrafo científico? ¿Son
entonces ciencia? ¿No serán ambas cosas al mismo tiempo, al modo como se
suele considerar hoy tan habitualmente la obra de los tratadistas renacentistas y
posteriores, a medio camino de arte y ciencia, o mejor, como unión —metaxy,
analogía— de ambas disciplinas?

48 Richard Tarnas (2008), La pasión de la mente occidental, Girona: Atalanta, p. 324.


49 http://microscopy.fsu.edu
50 www.sciencephoto.com
51 www.nationalgeographic.com

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Sixto J. Castro

Esta idea de establecer las continuidades más bien que las divisiones es
subrayada por el pragmatismo. La corriente pragmatista en estética, arraigada
en diversos autores, pero de modo especial en la obra de John Dewey El
arte como experiencia, se caracteriza por el naturalismo (el arte se arraiga en
el mundo natural) y se opone al carácter totalmente desinteresado del arte,
en cuanto que el arte sirve a la vida. Eso lleva a algunos pragmatistas, como
Emerson, a celebrar el arte sobre la ciencia, como la cumbre de la experiencia
humana. Dewey, que aprecia enormemente la ciencia, considera que el arte
es la culminación de la naturaleza. En su opinión, la cualidad que corre por
todas partes en la obra de arte solo puede ser intuida emocionalmente. Los
diferentes elementos y las cualidades específicas de una obra de arte se mezclan
y funden de una manera que no puede ser imitada por las cosas físicas. Esta
fusión es la presencia sentida de la misma unidad cualitativa en todas ellas52 .
Y, por ejemplo, mientras que la ciencia toma el espacio y el tiempo cualitativos
y los reduce a relaciones que entran en ecuaciones, el arte les hace abundar en
su propio sentido, como valores significativos de la sustancia misma de todas
las cosas53. Por eso Dewey puede afirmar que la ciencia enuncia significados,
mientras que el arte los expresa. Y la enunciación conduce a una experiencia,
mas la expresión de una experiencia lo es ya54. Por eso, el pragmatismo establece
más continuidades que dicotomías, especialmente la continuidad de arte y
ciencia, dado que ambas disciplinas son creativas, simbólicas, expresiones bien
formadas que emergen de la experiencia vital y la reestructuran y que exigen
inteligencia, habilidad, conocimiento, además de entrenamiento para mejorar
la experiencia. El pragmatismo es crítico con los dualismos que dominan
la teoría estética (arte/vida, arte/naturaleza, bellas artes/artes prácticas, arte
popular/arte culto, arte espacial/arte temporal, estético/práctico, artistas/
artesanos, etcétera). Emerson critica la compartimentalización institucional
de la vida humana que produce monstruos fragmentarios en vez de personas

52 Cf. John Dewey (2008), El arte como experiencia, Barcelona: Paidós, p. 217.
53 Cf. Ídem, p. 233.
54 Cf. Ibídem, pp. 95-96.

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La nueva disputa de las facultades

completas. Tanto Emerson como Dewey explican el arte tanto por medio de
la historia cultural como por medio de la naturaleza, mostrando que no solo
el contenido, sino también el mismo concepto de arte, se han alterado con el
cambio histórico. Por eso los pragmatistas son melioristas, es decir, no solo
tratan de entender la realidad, sino de mejorarla, de ahí que el objetivo primero
de la estética no debería ser la definición formal del arte y la belleza, sino más
bien una experiencia estética mejorada (lo que la vincula, de nuevo, con los
objetivos de la ciencia, al menos en teoría).
Nelson Goodman desarrolla la idea de Dewey de la continuidad entre
ciencia y arte. Rechazada la idea de «objetos estéticos autónomos», que se
valoran solo por el placer de su forma, Goodman une arte y ciencia por su
función cognitiva, de manera que la estética y la filosofía de la ciencia han de
concebirse como parte de la metafísica y la epistemología. El valor estético
queda subsumido bajo la excelencia cognitiva. Como Dewey (y Beardsley),
Goodman subraya que lo que importa no es tanto qué es el objeto artístico
material, sino cómo funciona en la experiencia dinámica, de ahí que cambie la
pregunta de qué es el arte por la pregunta cuándo hay arte.
También Gombrich plantea una cuestión semejante cuando habla del papel
de la tradición y la convención, de la posibilidad de una observación «pura»,
que son cuestiones tanto del ámbito artístico como del científico. Inspirado
en la pregunta de Constable («¿Por qué no puede la pintura de un paisaje ser
considerada como una rama de la filosofía natural, de la que las pinturas no
son sino experimentos?»), Gombrich considera este paralelismo. De hecho, cree
que es La lógica del descubrimiento científico, de Popper, la que nos proporciona
la clave para entender también los descubrimientos artísticos. Para Popper,
las teorías científicas no surgen de la observación por sí sola y la inducción,
dado que, salvo en el trasfondo proporcionado por alguna hipótesis, no se
tendría idea de qué observaciones son relevantes o qué podrían mostrar. La
ciencia, más bien, procede por el célebre proceso de «conjetura y refutación»,
en el que los científicos crean hipótesis que indican datos observables que, si
se dan, servirían para falsar la hipótesis. Por ello, la ciencia es histórica, ya

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que sin un contexto de teorías antecedentes que sucumban a la refutación,


no habría nada que motivase el conjeturar nuevas hipótesis. Así, dado que
la ciencia progresa por medio de la refutación de teorías anteriores, ninguna
teoría puede pretender la verdad ya que si tiene contenido empírico real, tiene
que estar abierta a la falsación.
De modo semejante, para Gombrich la pintura avanza no tanto por que
los artistas copien observaciones no guiadas de la naturaleza, sino a través de
esquemas y correcciones. Primero se hace y luego se corrige a través de las fases
de «esquema y corrección»55. Los esquemas que caracterizan el estilo de una
época son corregidos cuando las pinturas que generan no llegan a «ajustarse»
a aspectos de la experiencia que se han vuelto importantes que la gente capte.
Así el arte, como la ciencia, es esencialmente histórico y del mismo modo que
ninguna teoría científica puede pretender la verdad, tampoco lo puede hacer
ningún género de pintura: porque nunca podemos excluir nuevas dimensiones
de la experiencia que solo un artista de genio es capaz de revelar y de registrar.
Por ejemplo, se necesita a Van Gogh para descubrir que se puede ver el mundo
cómo un vórtice de líneas.
Las representaciones artísticas se hacen sobre un trasfondo estilístico
e histórico: las obras se crean en géneros y durante épocas estilísticas que
condicionan qué se considera inventiva, audacia, timidez, elocuencia,
banalidad, ingenio o vulgaridad en una obra de arte. Además del valor estético
(relacionado con la experiencia), existe el valor artístico, el que una obra hace
a la tradición, al género, etcétera, al que pertenece. Es decir, se relaciona
fundamentalmente con la historia (y este valor no lo tiene, por ejemplo, la
copia, la falsificación). Es más, incluso pueden establecerse paralelismos entre
movimientos científicos y artísticos, como hace Richard Tarnas al comparar la
búsqueda minimalista en el arte con el positivismo en su lucha por un arte sin
expresión, objetivo, impersonal, sin interpretación, subjetividad ni significado56 .

55 E. H. Gombrich (1979), Arte e ilusión, Barcelona: Gustavo Gili, pp. 88-91.


56 Richard Tarnas (2008), La pasión de la mente occidental, Girona: Atalanta, p. 494.

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La nueva disputa de las facultades

Ambas actividades, arte y ciencia, son aretéticas, es decir, proporcionan estados


noéticos o intelectuales que son valiosos por sí mismos.
Ahora bien, hay que distinguir los tipos de conocimiento de los que se
hablar en ambos ámbitos, no vaya a ser que por un irenismo absurdo lleguemos
a conclusiones en las que todo puede ser llamado indistintamente ciencia o arte.
A este respecto, Roger Scruton afirma que el simbolismo musical no implica
que sus símbolos estén por o representen algo en el mundo57. Scruton afirma
que, por ejemplo, las secciones musicales en las que se representa el sonido
del viento, de las cataratas, las tormentas, los cantos de pájaros, etcétera, no
representan aspectos de la naturaleza. Además, si aceptamos que la música
imita la naturaleza de alguna manera, no podemos decir que la música diga
nada acerca de esos aspectos de la naturaleza. El simbolismo musical carece de
predicación en el sentido deseado, y dado que no hay predicación, no puede
haber satisfacción en el sentido tarskiano. Podemos analizar científicamente
una obra musical en términos de patrones de onda, pero no es así como la
escuchamos. La escuchamos en un «reino acusmático» en el que los sonidos
tienen la lógica de un sentimiento percibido o imaginado. En suma, las
nociones de verdad y falsedad no se aplican a la música. Por tanto, no hay
verdad y falsedad en sentido tarskiano, lo cual no significa que no haya verdad
en cualquier otro sentido. Abrimos así las puertas a una ontología en la que se
subsumen ciencia, arte y toda actividad humana. Porque, de modo semejante
a Gadamer, para quien la estética debía subsumirse en la hermenéutica, cabe
decir que todas las actividades humanas en las que el hombre capta de cualquier
manera su relación con el mundo que habita, deben subsumirse, de nuevo, en
la ontología.

57 Roger Scruton (1983), The Aesthetic Understanding, Manchester: Carcanet Press, capítulo 7.

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3. C i e n c i a y a rt e c omo u n i da d: l a
p e r s p e c t i va histór ic a de l be st i a r io
m e d i e va l

Ricardo Piñero Moral

Los bestiarios medievales ponen de manifiesto categorías de pensamiento


muy distintas a las actuales y presentan una visión del mundo aparentemente
bastante alejada de la que promueve la cultura científica contemporánea, pero
su análisis puede arrojar mucha luz en el debate sobre el realismo y lo real en
la ciencia moderna. Demasiado tiempo llevan los historiadores de la filosofía
hablando, casi exclusivamente, de las gloriosas hazañas de los hombres. Aunque,
para eso, decía Homero, había nacido la poesía1. La diferencia es que los
filósofos se han especializado en las hazañas de la racionalidad, como si estas
hubieran sido tan espectaculares como para ser cantadas a los cuatro vientos.
Los progresos del hombre como especie, a veces, le deben más a la habilidad y a
la sensorialidad que a la razón pura. Nuestro euro-enfoque filosófico tradicional
bautizó a los seres humanos como animales racionales, y a partir de ahí la
mayoría de los modelos o sistemas filosóficos hegemónicos han partido de esa
premisa considerándola como el mejor criterio de demarcación para definir
al hombre. La consecuencia de esa perspectiva ha sido la poca atención que,
por lo general, se presta al conocimiento sensible, a la imaginación..., como si
estos no fueran componentes esenciales, tal vez condiciones necesarias, para
ser hombre.

1 Cf. Homero, Odyssea, VIII, 73.

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Ciencia y arte como unidad: la perspectiva histórica del bestiario medieval

No cabe duda que las vías de acceso para recuperar, desde una perspectiva
filosófica, esos aspectos de la condición humana pueden ser varias: la ética, la
psicología, la religión... La que nos proponemos recorrer en esta ocasión es, por
naturaleza, un híbrido, algo que revela la condición multiforme de lo humano.
Un híbrido entre filosofía y teología, entre pensamiento racional y creencia,
entre arte y convicción, entre experiencia sensible y experiencia inteligible,
entre sensación y concepto: el bestiario medieval... Para ser más preciso, una
consideración estética del bestiario medieval, desde la que poder afrontar una
revisión de la condición humana a partir de lo que denominaré una experiencia
imaginaria.
En ocasiones, nuestro antropocentrismo suele ser tan petulante que nos
olvidamos, cuando no rechazamos, nuestra condición animal en tanto que
seres vivos2 . Nos resulta muy fácil admitir que somos una res cogitans y, sin
embargo, nos cuesta vernos insertados en un proceso de adaptación biológica.
Nos gusta pensar que los monos son los otros, sin caer en la cuenta de que
los monos, en realidad, son lo otro que somos... Sea por un prejuicio de corte
racionalista —nuestras habilidades cognitivas son tan extraordinarios que son
de otro mundo— o por un prejuicio cientificista —somos la criatura de la
creación—, el hecho es que en los bestiarios nunca figura el hombre en su
condición de animal, sino más bien como el ojo que contempla el universo de
las bestias, pero estando siempre fuera de él. Por eso no será inútil explorar otra
forma de mirar, de mirarnos...
Nuestro intento de caracterización de la experiencia humana como
experiencia imaginaria remite, en este contexto, no a aquella que es inventada,
irreal, falsa o engañadora. Ni siquiera hace referencia a algo exclusivo, particular
o privado. «Experiencia» e «imaginación» son conceptos que poseen una
historia variada 3 y compleja, difícil de diseccionar. En muchos momentos de la

2 «Solo cuando haya una bío-logia será posible una consideración acerca del logos de o sobre los
cuerpos vivos», Gustavo Bueno (1996), El animal divino. Ensayo de una filosofía materialista de la religión,
Oviedo: Pentalfa, p. 28.
3 Cf. Wladislaw Tatarkiewicz (1987), Historia de seis ideas, Madrid: Tecnos, pp. 347-356.

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Ricardo Piñero Moral

historia filosófica, ambos términos han sido olvidados, relegados, tenidos por
peligrosos y, por ello, condenados; porque lo que sí parece cierto, en principio,
es que tanto experiencia como imaginación denotan dinamismo, interacción,
proceso4, riqueza expresiva, libertad... o al menos, un libre juego entre el sujeto
y la realidad, entre los datos del mundo y su configuración como experiencia,
entre los propios contenidos de la experiencia sensible y las elaboraciones
intelectuales que de ellos hace el sujeto.
Desde nuestra óptica imaginario5 no es lo falso o, al menos, no tiene por qué
serlo. Olvidamos que «imaginario» es el nombre que se le daba a un escultor
o a un pintor de imágenes... y de eso, en parte, tratamos: de imaginarios que
recrearon con su arte imágenes cuya fuerza significativa es tan potente que
sigue atrayendo nuestra mirada, conformando nuestra experiencia, en una
fusión de arte y pensamiento6 . Por otra parte, experiencia se dice de muchas
maneras, pero una de las definiciones más atinadas, más incluso que las
propuestas habitualmente por sesudos filósofos, es la de la Real Academia
Española cuando señala que «experiencia» es la enseñanza que se adquiere por
el uso, la práctica o el vivir.
Así pues, nos gustaría proponer, justamente, la unión de los sentidos
expresados por ambos conceptos, para así poder presentar un modo de imaginar
tal que, de suyo, posee capacidad de instruir, capacidad de generar conocimiento,
aún más, que está dotado de una fuerza capaz de desencadenar una experiencia
múltiple y compleja. Consideramos, por tanto, los bestiarios medievales7 como
elementos teórico-prácticos de la configuración de la experiencia en sentido
amplio, una experiencia global en la que se entrecruzan lo gnoseológico, lo
psicológico, lo religioso, lo moral y, por supuesto, lo estético...

4 Cf. José Jiménez (1986), Imágenes del hombre, Madrid: Tecnos, pp. 80-96.
5 Cf. Gilbert Durand (1971), La imaginación simbólica, Buenos Aires: Amorrortu.
6 Cf. Francis Donald Klingender (1971), Animals in Art and Thought to the End of the Middle Ages,
Cambridge: M. I. T. Press.
7 Cf. Florence McCulloch (1970), Medieval Latin and French Bestiaries, Chapel Hill: University of
North Carolina Press.

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Ciencia y arte como unidad: la perspectiva histórica del bestiario medieval

Entre los especialistas es bien conocido el trabajo de J. Harris, que ha


cumplido ya más de medio siglo, en el que afirmaba que en la Edad Media,
cualquier colegial sabía el bestiario de memoria8. La asociación entre el catálogo
de bestias y significados simbólicos era tan común y tan conocido como, por
ejemplo, la correspondencia que todos hemos asumido entre las vocales y las
imágenes de los animales que aparecían en las cartillas en las que muchos
de nosotros hemos aprendido a leer (a-araña, e-elefante, o-oveja...). Esta
constatación, como punto de partida, ofrece una perspectiva de normalidad
a todo ese conjunto de fieras que, pudiendo ser maravillosas, no eran, sin
embargo, extrañas o increíbles9... Otro testimonio de normalidad es el que nos
ofrece Nilda Guglielmi cuando no deja de señalar que el texto del Physiologus
—que es tanto como decir El Bestiario— era el libro más difundido en Europa
hasta el siglo xii10, por supuesto, solo por detrás de la Biblia.
Más allá de la comprobación empírica de una y otra afirmación, lo que sí
hemos de señalar es que son poco frecuentes los estudios que desde la historia
de la teoría del arte o desde la historia de la estética11 se han hecho sobre
estas cuestiones: todos estamos convencidos de su interés, de su relevancia, de
la importancia que tienen los bestiarios en la configuración de determinadas
ideas estéticas medievales y, sin embargo, los estudios realizados comúnmente
se quedan en la esfera de lo meramente descriptivo.

De qué hablamos cuando hablamos de bestiarios


En un rastreo mínimo constatamos que son múltiples las definiciones que
se dan a propósito de lo que es un bestiario. Habitualmente se habla de libros

8 Cf. Julian Harris (1949), «The Role of the Lion in Chrétien de Troyes’ Yvain», en Publications of the
Modern Language Association, LXIV, p. 1143.
9 Cf. Peter Lum (1952), Fabulous Beasts, London: Thames and Hudson.
10 Cf. Nilda Guglielmi (2002), El Fisiólogo, Madrid: Eneida, introducción.
11 Cf. Edgar de Bruyne (1958), Estudios de estética medieval, Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos,
3 vols..

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Ricardo Piñero Moral

de zoología12 pseudocientífica, de catálogos simbólicos, de exposiciones de


zoología moralizante, de inventarios fantásticos o fantasiosos, o de obras en
las que se abordan las relaciones entre una cultura determinada y sus animales
parientes13... Tal vez todos estos perfiles tengan algo de cierto, pero se quedan,
tangencialmente, en aspectos parciales o separados o inconexos. Por lo demás,
sería necesario emprender un estudio de este corpus tan peculiar de manera
interdisciplinar, contando con armonizar perspectivas de análisis tan distintas
como las de la estética, la historia del arte, la filosofía, la antropología, la
psicología, la historia de la literatura14.
Como nuestra perspectiva de análisis es la de la teoría del arte, podemos
considerar que un bestiario es un libro en imágenes, algunas de ellas explicadas
formalmente, otras moralmente, otras zoológicamente..., pero lo importante
para nosotros es que todos esos aspectos biológicos, los zoológicos, los valores
morales, los significados simbólicos, se han construido imaginariamente, es
decir, que lo que tenemos ante nuestra mirada son imágenes, son un producto
plástico cuyo sentido puede trascender su materialidad, pero no puede
prescindir de ella...
Tomamos aquí materialidad, como modo ontológico en el que lo que se
quiere transmitir se ha, digamos, cosificado. Las imágenes son un modo de
ser peculiar en el mundo. Por decirlo de otro modo, tal vez más sencillo: si
los bestiarios no hubieran necesitado las imágenes, no las habrían puesto...
si la imagen no fuera esencial al bestiario, este sería sin más un libro escrito,
en prosa o en verso, que de todas clases hay, pero escrito. El componente
icónico, es, por tanto, esencial en los diferentes ámbitos de la obra: en
la concepción, en la plasmación, en el mensaje y, por supuesto, en la
recepción15.

12 Cf. Angelo de Gubernatis (1968), Zoological mythology, Detroit: Singing Tree Press, 2 vols.
13 Cf. Joseph Epes Brown (1994), Animales del alma, Palma de Mallorca: Olañeta.
14 Cf. Pierre-Yves Badel (1969), Introduction à la vie littéraire du Moyen Âge, París: Bordas.
15 Mircea Eliade (1979), Imágenes y símbolos. Ensayos sobre el simbolismo mágico-religioso, Madrid:
Taurus.

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Ciencia y arte como unidad: la perspectiva histórica del bestiario medieval

El bestiario es pensamiento hecho imágenes. El fondo de la cuestión es


que los bestiarios no son libros ilustrados, en el sentido de ser textos a los
que se acompaña un dibujo más o menos hermoso o más o menos sugerente,
sino que lo propio del bestiario, aún más que contener texto, es ser imagen.
En un libro ilustrado, las imágenes apoyan la escritura, la realzan... En un
bestiario, la imagen habla por sí sola tanto o más que el propio texto, y ello
independientemente de la calidad de su factura, de su categoría artística... Los
bestiarios son, por decirlo así, un tipo de literatura que no se hace solo con
letras, sino también con imágenes, de ahí el hecho de destacar radicalmente el
carácter anfibio de los bestiarios...
Los bestiarios son, al menos para un teórico del arte, una obra anfibia,
dotada de capacidad estética en doble sentido: por un lado es una obra literal
en la que se transmite un corpus de ideas, conocimientos, datos más o menos
objetivos, y en la que se plasman determinadas concepciones —morales y
religiosas, sobre todo— del mundo; pero por otro lado, la literalidad se ve
superada por otra forma de vida, por otra vía de transmisión de la información,
tan directa o más que la primera, y esa vía son las imágenes...
Para todo aquel que se acerca a un bestiario ni siquiera podríamos decir
que el nombre adecuado sea el de «lector», de la misma manera que a quien
contempla determinados cuadros, por ejemplo alguno de Magritte, no se le
puede llamar, sin más «mirón»... En ocasiones, «mirar» y «leer» son operaciones
mentales que resulta necesario armonizar, coordinar, complementar, como
si los humanos fuéramos una especie, contemplativa o comprensivamente,
anfibia. Este hecho, experiencialmente anfibio, ofrece una riqueza inestimable
tanto desde el punto de vista de la configuración de las capacidades perceptivas
del espectador, como desde el punto de vista de la composición y estructura de
la obra misma.
Ese modo peculiar de ser, tan propio del bestiario —y que comparten otras
obras a las que los estetas denominan textos pictóricos—, genera, sin duda, una
experiencia estética en particular, pero también otros tipos de experiencia, es
decir, genera experiencia... Y lo hace desde lo imaginario, desde la capacidad

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de construir imágenes, desde el poder mismo que las imágenes tienen para
atraer, conmover, implicar, seducir, capturar, en definitiva, al individuo que las
contempla en unas redes invisibles —como en la actualidad las de Internet—...
Y todo ello se hace deleitando e instruyendo, casi inconscientemente, de manera
inmediata, intangible...

De la didáctica a la estética
Docere et delectare, dos objetivos, clásicos, tan medievales como griegos...
En los que unos y otros sitúan el nacimiento y la misión del arte, del arte
de su tiempo, y prácticamente de cualquier tiempo. Desde los bestiarios, la
experiencia imaginaria surge como fruto de un propósito didáctico y estético,
a medio camino entre lo meramente epistemológico y el deseo plástico del
deleite. Y este hecho tan moderno sucede en plena Edad Media16, o, para
ser más precisos, en este punto la Edad Media es heredera de determinadas
concepciones que tienen sus raíces más claras en la época helenística.
Si bien es cierto que el esplendor de los bestiarios puede situarse en torno
a los siglos xii y xiii —de esta época son los más ricamente decorados, los
más vistosos y también los más difundidos—, no se puede obviar el hecho
de que lo nuclear de los mismos había sido ya decidido, seleccionado, acotado
intelectualmente y hasta ejecutado plásticamente entre los siglos iii y v d. C.:
con el denominado Physiologus17, e incluso antes, con la Naturalis Historia de
Plinio del siglo i de nuestra era. En los libros de esta historia natural se repasa,
enciclopédicamente, todo el saber antiguo, en una mezcla variopinta y mestiza
de experiencias personales y de lecturas no siempre críticas. La etnografía, la
geografía del libro VI, la antropología del VII y, para lo que nos ocupa, la
zoología de los libros VIII al XI y la botánica del XII al XIX, sin desdeñar su
historia de la pintura del libro XXXV, se convirtieron en textos consultados

16 Cf. Jacques Le Goff (1965), La civilisation de l’Occident mediéval, París: Arthaud.


17 Cf. Nikolaus Henkel (1976), Studien zum Physiologus im Mittelalter, Tubinga: Niemeyer.

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Ciencia y arte como unidad: la perspectiva histórica del bestiario medieval

y repetidos una y otra vez por los compiladores y enciclopedistas medievales


(entre los que no podemos olvidar a nuestro Isidoro de Sevilla, fuente también
presente y citada expresamente en muchos bestiarios...).
Los bestiarios, pues, no surgen de la nada18. Ni siquiera sus diferencias
son tan extraordinarias como para hablar en plural. Intentaré explicar esto...
Cuando se han leído —utilizo el término con toda cautela, para no caer
en contradicción conmigo mismo—, en efecto, cuando se han leído varios
bestiarios, uno tiene la impresión de que todos son uno y el mismo. Los datos
científicos, las descripciones zoológicas, los atributos morales, religiosos o
simbólicos son siempre los mismos, incluso hasta en la literalidad de cómo son
expuestos, contados y narrados... Ante esa situación de uniformidad resulta
lícito pensar que todos tienen un tronco común, que todos descienden del
mismo origen, que todos se remontan a un mismo lugar que es a un tiempo
lugar literario y mítico, y casi místico...
La uniformidad revela una fidelidad con la fuente. Resulta ser algo tan
íntimo como lo pudiera ser, en la misma Edad Media la búsqueda del grial...
La tarea de retroceso, más que una investigación de textura filológica o de
hermenéutica filosófica, es algo así como en regreso a una situación original; y
es mítica, porque parece remontarse a un no-tiempo; y es mística, porque parece
más una conversión espiritual que un hallazgo intelectual. La investigación
sobre el bestiario es en sí misma una experiencia imaginaria, en la que los datos
que se van coleccionando generan conocimiento sí, pero también imágenes,
fantásticas unas veces, realistas otras, unas soñadas, otras deseadas...

El Bestiario en su propia historia


La historia del bestiario19 está jalonada por una serie de obras —unas son
bestiarios propiamente dichos y otras no—, que son muchas, pero a las que no

18 Cf. Francesco Zambon (1974), «Origine e sviluppo dei Bestiari», en Il Bestiario di Cambridge, Par-
ma: F. M. R.
19 Cf. Ambroise Paré (1971), Des Monstres et Prodiges, Genève: Droz.

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podemos evitar hacer, al menos de las más significativas, una breve referencia.
Tomaremos un criterio cronológico, para que los indicios genéticos vayan
viendo paulatinamente la luz.
Sin duda, la primera obra que se ha de citar en esta genealogía es la ya
mencionada Naturalis Historia de Plinio (23-79 d. C.), de la que ya no
comentamos más de lo arriba dicho por razones de economía. En ella están los
materiales, la materia prima con la que hacer el bestiario, pero ella misma no
es un bestiario.
La siguiente en el tiempo, pero tal vez la más importante, es la conocida
como Physiologus, que situamos en torno a los siglos iii y v d. C. y que cuenta
con diferentes versiones lingüísticas en griego, en armenio, en siriaco, en latín...
«Pese a lo mucho que se ha investigado sobre el Physiologus no es bien conocido
si en su origen esta palabra designó a este tratado de zoología simbólica; en él se
hace referencia a una autoridad llamada el Naturalista o en griego el Physiologo,
que unos creyeron que sería Salomón y otros pensaron en Aristóteles, pero la
documentación más antigua no ha podido corroborar ni a uno ni a otro. En
su origen parece tratarse de una obra anónima ya que los manuscritos más
antiguos no mencionan autor, y se ha perdido la redacción griega más antigua;
algunos manuscritos griegos mencionan como autores a San Basilio, San
Gregorio Nacianceno, San Jerónimo, San Juan Crisóstomo»20 o San Epifanio.
Para algunos críticos, el Physiologus pudo escribirse en Alejandría en torno
al siglo ii d. C., otros piensan que pudo ser escrito en Siria, concretamente
en Cesarea Stratonis, alrededor del siglo iii. Lo que sí parece evidente es
que la traducción latina tuvo que ser anterior a los años 386-388, porque el
Hexaemeron de San Ambrosio lo sigue al pie de la letra en su forma de describir
la perdiz.
Hemos de apuntar la existencia de otra obra decisiva en la reconstrucción
de esta historia, y es la situada en el siglo vi, que lleva por título Liber

20 Santiago Sebastián (1986), «Introducción» a El Fisiólogo atribuido a San Epifanio seguido de El


Bestiario Toscano, Madrid: Tuero, p. 6.

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Ciencia y arte como unidad: la perspectiva histórica del bestiario medieval

monstrorum de diversis generibus. No es un bestiario, pero su información es


bien relevante a juicio de los editores de los manuscritos Corrado Bologna y
Berger de Xivrey.
En esta misma línea, pues tampoco es un bestiario en sentido estricto, hemos
de citar las Etimologías de Isidoro de Sevilla 21, cuyo libro XII representa uno de
los materiales más tenidos en cuenta por los escritores posteriores al siglo vii.
De Isidoro hemos de destacar también la tesis que da sentido a la obra entera: la
defensa de la correspondencia entre el lenguaje y la realidad, entre las palabras
y la esencia de las cosas, entre el nombre de los animales y su naturaleza.
Sí es ya un bestiario la obra de Philippe de Thaon, el más antiguo de los
franceses, que sigue con todo cuidado, según él mismo señala varias veces, el
Physiologus, a Isidoro y, por supuesto, las Sagradas Escrituras. Está versificado,
aunque su calidad literaria es más bien irrelevante. La obra se dedica a Aelis de
Lovaina, esposa —la segunda— de Enrique I de Inglaterra. Estamos ya en el
siglo xii, en torno a 1120.
Otra obra de data difícil es la titulada De bestiis et aliis rebus. Texto compuesto
por cuatro libros que aparecen compilados por Migne en la Patrología Latina y
que han sido atribuidos a Hugo de Folieto, el Aviarium, y a Enrique de Gante
y Guillelmus Peraldus (el III y el IV). El II fue atribuido a Hugo de San Víctor,
pero luego se ha demostrado que no este no era su autor.
Uno de los más relevantes es el bestiario de Cambridge editado por James
a principios de siglo —en el año 28— y posteriormente por T. H. White.
El manuscrito es del siglo xii, tal vez copiado en la abadía de Revesby, en
Lincolnshire. Contiene muchos más animales (150) que el Fisiólogo (49) y
además de a este, sigue a Solino, San Ambrosio y San Isidoro de Sevilla.
Otros textos también sugerentes son la Imago mundi de Honorius
Augustodunensis, del primer tercio del siglo xii, y la Crónica de Otón de
Frisinga, de 1145.

21 Edición bilingüe a cargo de J. Oroz Reta y M. A. Marcos Casquero (1982-1983), Madrid: Bibliote-
ca de Autores Cristianos, 2 vols.

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Ricardo Piñero Moral

Entre los bestiarios clásicos está el de Pierre de Beauvais, también llamado


Pierre le Picard, de 1206. Es un bestiario curioso: tiene una versión en prosa,
otra en verso. No sabemos cuál de ellas es la primera, pero lo que sí parece
cierto es que cierra la serie de los bestiarios franceses tradicionales.
De 1210 data el bestiario de Guillaume le Clerc, que es el más elaborado de
los que proceden del Physiologus. Es un personaje atractivo: un clérigo casado,
de origen normando, de condición modesta y que escribe su obra en Inglaterra.
Su obra, a juzgar por la cantidad de manuscritos que hay, 23, debió de ser
popular.
Platón, Aristóteles, Ptolomeo o Virgilio, aparecen citados en la Image
du monde de Gossouin, redactada hacia 1250, texto bien interesante por la
información que aporta y por las fuentes en las que se basa.
El cirujano y clérigo Richard de Fournival es el autor de uno de los mejores
textos de esta historia que estamos trazando: el Bestiaire d’Amour. Datado en
1252, es un tratado estratégico para ligar: en efecto, en él se describen tácticas,
errores, aciertos y fracasos... Y me dirán que qué tiene eso de bestiario, aparte
de la condición misma del enamorado... Pues que todas esas tácticas se basan
en las propiedades naturales de los animales... Tuvo tanto éxito que generó
numerosas imitaciones...
No podemos olvidar a Brunetto Latini, florentino que fue notario y
embajador, y que tras varias peripecias vitales (fracasos en España incluidos...)
escribió el Libro del tesoro, enciclopedia cuya parte zoológica ha de ser tenida
en cuenta.
Un texto que ejemplifica la fecundidad de vincular lo alegórico y lo
enciclopédico es el Bonum universale de apibus de Tomás de Cantimpré, obra
muy difundida y que también ha de ser examinada.
No podemos cerrar la presente relación sin nombrar, esta vez solo nombrar,
las siguientes obras: el Bestiario de Oxford, el De animalibus de Alberto Magno,
los Dicta Chrisostomi atribuidos a San Juan Crisóstomo, el Liber de proprietatibus
rerum del franciscano Bartolomé el Inglés, el anónimo del siglo xiv, Bestiario
moralizado de Gubbio, el Bestiario provenzal, el texto a caballo entre el xiv y

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Ciencia y arte como unidad: la perspectiva histórica del bestiario medieval

el xv titulado Libellus de natura animalium, el Bestiario toscano, los bestiarios


catalanes (habitualmente, versiones del anterior citado), y un largo etcétera...

El límite de lo humano
Tras esta serie de datos, necesariamente fatigosa, hemos de recuperar el
sentido de nuestra reflexión a propósito de la experiencia imaginaria. ¿Por qué
vamos a un bestiario? ¿Qué buscamos en él? ¿Qué puede ofrecernos? ¿Qué
propiedades esconde o muestra?
Algún autor ha establecido «tres fases en el estudio de las propiedades
atribuidas a los seres contenidos tanto en el Physiologus como en los bestiarios:

1. El alegorismo místico y religioso dominan en la interpretación del


primitivo Physiologus y de los bestiarios derivados de él.
2. El simbolismo moral fue utilizado por los predicadores en los exempla
en sus sermones, lo que encontraban fácilmente en los bestiarios.
3. Los motivos de los bestiarios pasaron al dominio de los poetas cultos y
populares, que los insertaron especialmente en la lírica amorosa, así los
bestiarios religiosos y morales se convertirán en bestiarios amorosos, lo
que sucedió en Francia por primera vez [como ya he señalado] con el
Bestiaire d’Amour de Richard de Fournival en el siglo xiii22.

Los aspectos religiosos, morales, místicos o amorosos desde una clave alegórica
son el tópico23, y seguramente haya que recorrerlos todos ellos e incorporarlos
a todos, necesariamente, en un sistema de sentido. Por esta razón mi propuesta
es una concepción del Bestiario distinta, que asuma todo eso, en toda su

22 Santiago Sebastián (1971), op. cit., p. VIII, haciendo referencia al trabajo de Demetrio Gazdaru,
«Vestigios de bestiarios medievales en las literaturas hispánicas e iberoamericanas», en Romanistische Jahr-
buch, XXII, p. 260.
23 Cf. Émile Mâle (1922), L’art religieux de la fin du Moyen Âge en France, París: Librairie A. Colin.

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riqueza y con todas sus virtualidades, pero desde un fundamento diferente:


pensar el bestiario como una indagación sobre la condición humana 24. Esta
fundamentación antropológica es lo que me hace querer plantear esta reflexión
como verdadera filosofía, porque es, precisamente, esta fundamentación la
que determina que mi interpretación del Bestiario sea antes una filosofía de
la religión que una teología natural25. Lo que realmente creemos que revelan
los bestiarios es el límite de lo humano, y lo hacen estéticamente, acudiendo
a la sensibilidad de quien lo lee o de quien lo contempla como mejor puerta
de acceso al interior del hombre..., o tal vez sería mejor decir que acuden a la
sensibilidad estética como mejor vía de acceso al hombre interior, que no es pura
razón, sino sensibilidad, voluntad, imaginación. Frente a las interpretaciones
teologizantes, el animal del Bestiario, no es un animal divino, sino más bien un
trasunto del animal humano...
La fortuna de esta tesis, pende de un hilo muy sutil, a saber: no olvidar que el
bestiario está hecho para el ojo medieval. Esto no supone que un espectador de
otro tiempo no pueda aprender o disfrutar de él o con él, sino que las imágenes
están más que nunca circunscritas a un espacio y a un tiempo determinados26...
A veces reconocemos las letras, pero ignoramos lo que comunican (un mismo
alfabeto es compartido por lenguas bien distintas...).
El Bestiario es un recorrido por las fronteras que delimitan nuestra
naturaleza sensible, volitiva, racional, es un proyecto de representación de un
mundo posible en el que se objetivizan seres animales, vegetales, actitudes y
valores. Los bestiarios no son solo un mero ejercicio de la función simbólica
del lenguaje —escrito o plástico—, sino una propuesta de realidad que puede
estar vestida con plumajes exóticos o con velos mágicos, pero que, en todo
caso, presentan un modo de vida para alguien27...

24 Cf. Beryl Rowland (1973), Animals with Human Faces. A Guide to Animal Symbolism, Knoxville: Uni-
versity of Tennessne Press.
25 Cf. Gustavo Bueno, op. cit., p. 35 y ss.
26 Cf. Johan Huizinga (1944), El otoño de la Edad Media, Madrid: Alianza. En la actualidad hay otros
productos imaginarios que cumplen la función de configuración de la experiencia (los media, la red...).
27 Guy de Tervarent (1958), Attributs et symboles dans l’art profane, 1450-1600. Dictionaire d’un langage

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Ciencia y arte como unidad: la perspectiva histórica del bestiario medieval

En este sentido, el Bestiario es algo muy primitivo, donde las personificaciones


de animales28, el antropomorfismo, el zoomorfismo o el fitomorfismo sostienen
un sistema de sentido. Por eso es como un mito29: un proyecto de conocimiento
del mundo, un modelo dinámico de símbolos30 y de arquetipos, una narración
legendaria donde se difumina lo objetivo y lo fantástico... El Bestiario es un
ente polimorfo y polisémico, porque muchas son las formas y los sentidos que
los hombres dan a la propia condición humana. Por eso no quiero que olviden
que los bestiarios son obras de un tiempo, aunque remitan a un no-tiempo...
En este sentido, «la mitología ha sido interpretada por el intelecto moderno
como un torpe esfuerzo primitivo para explicar el mundo de la naturaleza
(Frazer); como una producción de fantasía poética de los tiempos prehistóricos,
mal entendida por las edades posteriores (Müller); como un sustitutivo de la
instrucción alegórica para amoldar el individuo a su grupo (Durkheim); como
un sueño colectivo, sintomático de las urgencias arquetípicas dentro de las
profundidades de la psique humana (Jung); como el vehículo tradicional de las
intuiciones metafísicas más profundas del hombre (Coomaraswamy); y como
la Revelación de Dios a sus hijos (la Iglesia)»31.
En cierto modo, el Bestiario viene a ser la Mitología medieval, y algo de
todo eso tiene, de explicación de la naturaleza, de producción fantástica, de
instrucción alegórica, de intuición metafísica..., pero todo eso puede ser leído
o visto como condiciones y estructuras que conforman la condición humana
y diseñan sus límites. El animal es el límite del hombre que, con frecuencia,

perdu, Genève: Droz, supplément, 1964.


28 Cf. Heinz Mode (1975), Fabolous beasts and y demons, Londres: Phaidon.
29 Cf. Jean Charles Pichon (1971), Histoire des mythes, París: Payot; Geoffrey Stephen Kirk (2006), El
mito. Su significado y funciones en la Antigüedad y otras culturas, Barcelona: Paidós; y Roland Barthes (1999),
Mitologías, Madrid: Siglo XXI Editores.
30 Cf. Juan Eduardo Cirlot (1997), Diccionario de símbolos, Madrid: Siruela; Jean Chevalier y Alain
Gheerbrant (1982), Dictionaire des Symboles, París: Robert Laffont, 4 vols.; e Yves Bonnefoy (dir.) (1981),
Dictionaire des Mythologies et des religions des sociétés traditionnelles et du monde antique, París: Flammarion, 2
vols..
31 Joseph Campbell (1972), El Héroe de las mil caras. Psicoanálisis del mito, México: Fondo de Cultura
Económica, pp. 336-337.

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se olvida de su propia animalidad32. El animal es la imagen del límite, porque


en cierto sentido, «el animal es lo impenetrable y lo extraño por excelencia,
excelente razón para que el hombre proyecte en él sus angustias y sus terrores,
aún oscuros e infundados. Tales terrores sufren una extensa y notoria
eufemización cultural; así, los animales son puestos en relación con el origen
y evolución del hombre, según diversos mitos; los cuentos y las leyendas los
presentan como transportadores del héroe, donantes o adyuvantes; la historia
de las religiones muestra una constante sacralización de los mismos; por último,
fenómeno que interesa aquí especialmente, los bestiarios medievales, haciendo
de ciertos animales figuras de Jesucristo o de la Iglesia, espiritualizan el mundo
sensible...»33.
Lo que todo eso refleja es más que una simple inversión simbólica. Los
bestiarios no solo son textos que aportan información explícita del tipo esto
significa... Tampoco se detienen en su capacidad de mostración simbólica al
señalar esto es aquello... «Una conocida leyenda relata cómo el rey Salomón
podía entender y hasta hablar el lenguaje de los animales, gracias a un anillo
mágico que poseía. Más allá de este ensueño, lo cierto es que el hombre ha
sentido desde tiempos remotos una fascinación por el animal: lo ha admirado,
envidiado, reverenciado, adorado, sacrificado... Ha visto en él lo otro de sí
mismo, ha plasmado en él todos sus anhelos, sus deseos más íntimos, sus
frustraciones, sus valores y contravalores. La historia del hombre ha corrido
paralela, cuando no entrecruzada, con la del animal. A día de hoy somos capaces
de objetivarlo para pensar sobre él, para conocerlo, para intentar desentrañar
no solo su naturaleza y su condición, sino sobre todo para poder esclarecer,
más allá de nuestros propios orígenes, el origen mismo de la vida»34. Nuestra
propuesta, al fin y al cabo, no es otra que la de sentir que el Bestiario nos dice

32 Hay, a lo largo de la historia de las religiones, ritos, símbolos y representaciones en las que se lleva a
cabo una transformación del hombre en bestia. Por el contrario, en nuestra visión del Bestiario, es la bestia
la que deviene hombre.
33 Ignacio Malaxecheverría (1999), Bestiario medieval, Madrid: Siruela, p. 15.
34 Ricardo Piñero Moral (2005), Las bestias del infierno, Salamanca: Luso-Española de Ediciones,
p. 11.

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lo que somos y lo que no somos, no nos enseña moralinas sin más, nos dice
dónde comienza y dónde termina lo humano... Tal vez eso también lo hace la
literatura didáctica, la poesía lírica, los cantares de gesta, las novelas, el teatro
o la música... Como puede colegirse, todo obras de arte, arte... El Bestiario
también lo es...

El bestiario medieval y la ciencia de lo posible


Como hemos visto, el bestiario latino es un género que se originó con el
Physiologus de Alejandría (siglo ii d. C.) que se retomó en el siglo viii, fue
objeto de varias ampliaciones a lo largo de la Edad Media y tuvo sus últimas
versiones en los siglos xvi y xvii. En sus primeras ediciones recogían la fauna
propia de Oriente Medio y de los países de la cuenca mediterránea, pero ya en
los siglos xii y xiii comenzaron a incorporar referencias a «bestias» del centro
y Norte de Europa. De este modo, se pasó de las cincuenta criaturas recogidas
en el documento original a las más de un centenar que aparecían en las últimas
ediciones.
Cuando nos situamos ante bestiarios medievales hemos de considerar
que estamos ante trabajos serios y sugerentes, que intentaban sistematizar y
categorizar los conocimientos sobre el mundo animal de la época y entroncaban
con las fuentes clásicas de la filosofía natural y de las ciencias. En estos ejemplos
de literatura científica medieval se puede apreciar la herencia de una tradición
procedente de la Antigüedad Clásica, aunque sus autores estaban ya muy
determinados por la visión del mundo que postulaba el cristianismo.
A diferencia de las fábulas, los bestiarios no son únicamente productos de la
imaginación o de la intencionalidad moral de sus autores. Son trabajos rigurosos,
concebidos con una intención descriptiva y con la certeza de estar mostrando,
en todo momento, seres que realmente existen. La mayoría de las bestias a
las que hacen referencias son criaturas reconocibles (no seres imaginarios, ni
mitológicos, ni simples animales alegóricos) y la inclusión explícita de juicios
morales responde al carácter teológico y la dimensión doctrinal que tenía el

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conocimiento científico en la Edad Media. Hay que ser conscientes de que


el cristianismo medieval pensaba que el mundo natural estaba repleto de
mensajes enviados por Dios a los hombres, y que, por tanto, cualquier intento
de conocer la realidad debía encontrar y difundir las enseñanzas morales que el
Ser Supremo había inscrito en la naturaleza. Así, leemos en el Libro de Job: Pero
interroga a las bestias, que te instruyan, a las aves del cielo, que te informen. Te
instruirán los reptiles de la tierra, te enseñarán los peces del mar. Pues entre todos
ellos, ¿quién ignora que la mano de Dios ha hecho esto? Él, que tiene en su mano el
alma de todo ser viviente y el soplo de toda carne de hombre (12, 7-10).
Los autores de los bestiarios medievales poseían, además, un gran
optimismo respecto a la fiabilidad de la imaginación y partían de la certeza de
que en el cosmos existen correspondencias, simetrías y jerarquías. Así, a partir
de la observación de las semejanzas entre algunos animales (por ejemplo los
caballos y los caballitos de mar) dedujeron que había un paralelismo entre la
fauna terrestre y la marina, e incluso encontraron correspondencias entre las
jerarquías propias de la sociedad de la época y el mundo animal. Esto explica
que el descubrimiento de un pez que se asemejaba a la figura de un monje
(Monk Fish), les llevara a identificar a otro (probablemente una morsa) como
el pez-obispo.
En los bestiarios medievales se alternan determinadas indicaciones más
o menos objetivas —que describen con detalles los rasgos físicos y algunos
aspectos del comportamiento de los animales— con elucubraciones alegóricas
y de carácter moral. Las ilustraciones se ciñen a criterios realistas, siendo en los
textos donde los autores dan rienda suelta a su imaginación e introducen todo
tipo de valoraciones y consejos doctrinales. En cualquier caso, tampoco estos
«naturalistas» medievales relataban historias especialmente extrañas, sobre
todo si se comparan con algunas explicaciones de la biología actual, como,
por ejemplo, el «hecho» de que las amebas nunca mueren (sino que se dividen
y multiplican), o que las termitas producen el 10% del metano que hay en la
atmósfera.

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Para entender estos «informes naturales del pasado» hay que evitar la
interpretación de su contenido obviando el contexto científico, moral e
intelectual en el que se llevaron a cabo. Este es un error frecuente de las tendencias
defensoras del realismo científico que se plantean la historia de la humanidad
como un proceso progresivo lineal y aplican las verdades contemporáneas
a discursos concebidos desde una cosmovisión completamente diferente.
Además, el sistema espistemológico que propició la aparición de estos bestiarios
mantiene suficientes conexiones con nuestra forma de percibir el mundo como
para que nos sea posible comprender su funcionalidad y sus objetivos. Por ello,
no nos resulta difícil discernir entre lo que los autores medievales consideraban
fáctico (y en su caso, rebatir sus aseveraciones con argumentos científicos) y lo
que suponía la aplicación de una perspectiva que la visión de la modernidad
ya no considera pertinente para el discurso científico (las digresiones alegóricas
y/o morales, pongamos por caso).
T. S. Kuhn habla de pérdidas al referirse al camino emprendido por el
conocimiento científico en las sociedades modernas que, en su búsqueda de
rigurosidad y objetividad, ha decidido prescindir de los filtros morales y de la
ayuda de la imaginación como fuente fiable de información. En este sentido,
parece imprescindible que la ciencia busque un equilibrio entre el escepticismo
y la imaginación. El escepticismo es importante para vehicular un discurso
riguroso que nos aporte un conocimiento sólido del medio, pero la imaginación
proporciona el impulso necesario para adentrase en territorios inexplorados y
alcanzar nuevas metas.
Hay que tener en cuenta que la observación del mundo siempre ha estado y
estará mediatizada por un sistema de valores y un conjunto de premisas teóricas
y científicas. Es imposible el conocimiento puro y plenamente objetivo, ya que
el sistema de creencias y el «aparataje» científico y tecnológico que se utilice
nos devuelve inevitablemente una imagen especular del hecho que se observa.
En cualquier caso, el conocimiento científico contemporáneo debe exigir que
la observación y el análisis de la realidad se configuren a través de un medio
que contamine lo menos posible la mirada. La diferencia entre el «naturalista»

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medieval y el científico actual es que el primero aún no ha aprendido a


desconfiar de la capacidad que tiene el ser humano para ver e interpretar lo
que le conviene. Cuando el autor de un bestiario imaginaba la existencia de un
pez-obispo, observaba la realidad y terminaba encontrándolo.
La principal aportación de la ciencia moderna es que su solidez se basa no
en buscar lo posible sino lo evidente, de modo que las hipótesis solo pueden
confirmarse si se cumplen en cualquier momento y en circunstancias muy
diferentes. El científico moderno, como el medieval, puede equivocarse en
muchas de las cosas que dice. Sus planteamientos responden a una cosmovisión
marcada por un sistema de valores y están sujetos a cierta injerencia de la
imaginación. Pero la rigurosidad con la que se enfrenta a su objeto de estudio
articula un conocimiento más complejo y completo de la realidad, incluso
le hace consciente de sus propias limitaciones. El saber científico no puede
alcanzar la perfección y la objetividad plena, pero sí puede aumentar el nivel de
exigencia analítica y disminuir, al menos, los riesgos de que se sigan encontrando
peces obispos…
En fin, en cualquier caso, no debemos perder de vista que «las psicologías de
las profundidades (no marinas, sino humanas…) han reconocido a la dimensión
de lo imaginario el valor de una dimensión vital, de importancia primordial
para el ser humano en su totalidad. La experiencia imaginaria es constitutiva del
hombre, al mismo nivel que la experiencia diurna y las actividades prácticas»35,
solo que en la experiencia imaginaria están vivos nuestros fantasmas, nuestros
deseos, nuestros arquetipos, nuestros sueños...

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35 Mircea Eliade (1967), Mythes, rêves et mystères, París: Gallimard, p. 131.

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4 . Cuat ro v ision e s ac e rc a de l a r e l ac ión
entr e Cienci a y A rte

Xavier de Donato Rodríguez

1. Introducción
A veces se pretende insistir en que ciencia y arte son mundos separados.
Incluso modernamente, allí donde muchos han querido ver coincidencias,
algunos grandes artistas del siglo xx se apresuraron a manifestar los límites de
una precipitada comparación entre dos mundos después de todo tan diferentes.
Así, por ejemplo, preguntado por el valor que ha de conceder el artista a las
nuevas imágenes científicas del mundo, el pintor Paul Klee dijo que el artista
debe utilizar el conocimiento científico solo en el ejercicio de su libertad
intelectual, y el escultor constructivista Antoine Pevsner (fig. 1), preguntado
en una ocasión por el papel de las matemáticas en su trabajo, aclaró:

«Mi obra no tiene nada que ver con las matemáticas o la ciencia, aunque los
científicos insistan en que vamos en la misma dirección. Pero ellos buscan
calcular y encontrar leyes naturales, mientras que yo me baso únicamente
en el arte puro. Mis esculturas no usan figuras ni fórmulas, aunque los
científicos intenten encontrarlas en mis obras» (Pevsner, 1957, citado por
Haffner, 1969, p. 392)1.

Es contra esta vana presunción (por ambos lados) de que ciencia y arte nada
tienen que ver entre sí, que se dirigen las reflexiones siguientes. Es más, la idea de

1 La traducción es mía.

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Cuatro visiones acerca de la relación entre Ciencia y Arte

considerar el arte como una ciencia, de insistir en que justamente arte y ciencia,
lejos de constituir mundos separados, son dominios colindantes e incluso
coincidentes, es una idea clásica, que encontramos ya en el Renacimiento italiano
—por ejemplo, en Vasari y en Leonardo— y la reencontramos modernamente
en los pintores impresionistas y neo-impresionistas2 . El presente capítulo tiene
el modesto propósito de examinar algunas preguntas acerca de la relación entre
ciencia y arte de la mano de cuatro autores cuyas reflexiones pueden resultar
iluminadoras en el debate actual: Kuhn (1922-1996), Gombrich (1909-2001),
Panofsky (1892-1968) y Goodman (1906-1998).

Fig. 1. Maqueta (Tate Gallery) en bronce de un monumento que había de


simbolizar la liberación del espíritu. Constructivismo ruso ca. (1914). Él y su
hermano Naum Gabo, quien tuvo formación científica, son caracterizados
por Herbert Read como una fusión entre la visión científica y la visión
espiritual del mundo. De hecho, en algún momento Pevsner dijo que el arte
era la inspiración controlada por las matemáticas.

2 El estudio sobre la ley de contraste simultáneo de los colores del químico e industrial Michel Eugè-
ne Chevreul (publicado en 1839), director del Museo de Historia Natural de París, influyó tanto sobre los
impresionistas y neo-impresionistas como lo pudieron hacer los experimentos de Delacroix con el color.

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2. Revoluciones en la ciencia y en el arte


Comenzaré llamando la atención sobre un artículo que uno de los más
influyentes filósofos de la ciencia, Thomas S. Kuhn, escribió sobre la relación
entre ciencia y arte. Se trata del artículo que cierra su importante libro The
essential tension (1977), titulado «Comentarios sobre las relaciones de la ciencia
con el arte», el cual es básicamente un comentario al artículo de Everett M.
Hafner (físico y músico, decano de ciencias del Hampshire College) «The New
Reality in Art and Science». Ambos fueron originalmente publicados en la revista
Comparative Studies in Society and History (volumen 11, 1969). En su trabajo,
Hafner establecía una serie de sorprendentes comparaciones entre la ciencia y el
arte y entre la forma de ver ambas que tiene el público en general, lego en ambas
materias. Así, Hafner intenta subrayar los elementos estéticos que puede haber en
la ciencia a través de ilustraciones científicas, como por ejemplo microfotografías
de sustancias orgánicas, o a través de la influencia de ideas estéticas en la historia
de las ideas científicas. Al mismo tiempo, el arte puede revelar y de hecho revela
nuevos aspectos de la realidad observable. Dice Hafner:

«Al igual que la objetividad cambiante de la ciencia comporta una nueva


subjetividad, las interpretaciones y abstracciones del arte gráfico revelan
insospechados matices en la realidad» (Hafner, 1969, p. 389)3.

También ve Hafner un paralelismo entre ciencia y arte por el lado de la idea


de revolución frente a paradigma que extrae de Thomas Kuhn. De hecho, al citar
un pasaje de La estructura de las revoluciones científicas, señala la sorprendente
facilidad con que la visión de Kuhn puede ser trasladada a la historia del arte.
La conclusión de Hafner va a ser que

«Cuanto más cuidadosamente tratemos de distinguir entre el artista y el


científico, tanto más difícil va a devenir nuestra tarea» (1969, p. 390).

3 La traducción es mía.

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Cuatro visiones acerca de la relación entre Ciencia y Arte

El comentario de Kuhn comienza dando la razón a Hafner. Kuhn recuerda


la relevancia de su libro más famoso para el problema en discusión diciendo:

«Al analizar las pautas de desarrollo o la naturaleza de la innovación


creativa en la ciencia, se tratan asuntos como la función de las escuelas
rivales y las tradiciones inconmensurables, el cambio de normas de valor y
modos de percepción alterados. Desde hace mucho tiempo, asuntos como
estos han sido básicos en el trabajo del historiador del arte, pero están
representados mínimamente en los escritos sobre historia de la ciencia.
No sorprende pues, —continúa diciendo Kuhn— que el libro en donde
aparecen como asuntos dominantes dentro de la ciencia se ocupe también
de negar, al menos por fuerte implicación, que le arte puede distinguirse
con facilidad de la ciencia solo aplicando las dicotomías clásicas entre, por
ejemplo, el mundo de los valores y el mundo de los hechos, lo subjetivo y
lo objetivo, lo intuitivo y lo inductivo. El trabajo de Gombrich, que apunta
en muchas de las mismas direcciones, me ha dado grandes alientos, lo
mismo que el ensayo de Hafner. En estas circunstancias, debo concordar
con su conclusión principal: “Cuanto más cuidadosamente tratemos de
distinguir al artista del científico, tanto más difícil se volverá nuestra
tarea”. Este enunciado describe con certeza mi propia experiencia» (Kuhn,
1977, p. 365).

Sin embargo, la conclusión de Kuhn no termina aquí. En realidad, todo el


texto del artículo al que me refiero está dedicado a matizar las afirmaciones
de Hafner y a subrayar las diferencias substanciales que separan la actividad y
producción artísiticas de la actividad y producción científicas. En efecto, muy
poco después de referirse a los puntos de concordancia con Hafner, Kuhn se
apresura a decir:

«Si el análisis cuidadoso hace que el arte y la ciencia parezcan tan


implausiblemente iguales, esto puede obedecer menos a su similitud

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intrínseca que al fracaso de los instrumentos que empleamos para realizar


un escrutinio minucioso […] El análisis minucioso debe capacitarnos para
mostrar lo obvio: que la ciencia y el arte son actividades muy diferentes, o
que por lo menos se han vuelto así durante el último siglo y medio» (Kuhn
1977, p. 366).

Así, señala Kuhn, las pinturas, las esculturas… son las obras finales del
arte, mientras que las imágenes científicas que puedan acaso tener elementos
estéticos son productos secundarios de la actividad científica. Por otra parte,
la estética es un objetivo en sí de la actividad artística, mientras que la ciencia
es a lo sumo un instrumento, un criterio de elección entre teorías que son
comparables en otros muchos aspectos, o una guía para la imaginación que
busca la clave para solucionar un acertijo técnico difícil de manejar. El objetivo
del artista es la producción de objetos estéticos y los problemas técnicos son
los que el artista debe resolver para llegar a la producción de tales objetos,
mientras que para el científico, el problema técnico es el objetivo y la estética
un mero instrumento. Al recordar que los astrónomos de la Antigüedad y de
la Edad Media estaban limitados por la perfección estética del círculo, Kuhn
nos insiste en que

«Ningún cambio de la estética podría haber hecho que la elipse se volviera


importante para la astronomía antes del siglo xvi pues era necesario un
cambio previo en la visión del sistema astronómico. Así, la visión pitagórica
que Kepler tuvo de las armonías matemáticas en la naturaleza fue un
instrumento para el descubrimiento de que las órbitas elípticas se conforman
a la naturaleza. Pero no fue más que un instrumento: el instrumento
correcto en el momento correcto para la solución de un apremiante acertijo
técnico, la descripción del movimiento observado de Marte» (Kuhn, 1977,
p. 368).

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Cuatro visiones acerca de la relación entre Ciencia y Arte

Otro de los niveles de comparación de Hafner era la reacción del público,


el alejamiento del gran público, perplejo igualmente ante las nuevas corrientes
artísticas como científicas. Kuhn replica en este punto que la ciencia no tiene
un público, pero sí lo tiene el arte.

«[El] arte es intrínsecamente una actividad dirigida por otros, en formas


y en grado que la ciencia no lo es […]. Los productos mediante los
cuales [el científico] mantiene comunicación con el público, aunque a
veces solo una generación atrás, están para él muertos e idos» (Kuhn,
1977, p. 371).

Pero la diferencia más evidente que ve Kuhn entre ciencia y arte tiene que
ver con el modo muy distinto de valorar la tradición: si en el caso del arte, la
tradición todavía juega un papel muy importante en el gusto del público y en
la formación de los artistas, en la ciencia todo nuevo avance relega al olvido
las contribuciones previas en la materia, especialmente si pasan a verse como
anticuadas y erróneas. Ya nadie lee, ni conviene leer, a los grandes científicos
del pasado, a no ser que uno sea —como lo era Kuhn— un historiador de la
ciencia. «A diferencia del arte, la ciencia destruye su pasado» (Kuhn, 1977,
p. 370). Por otro lado, en el arte, el triunfo de una determinada técnica o
estilo no vuelve errónea a otra anterior y, por eso, el arte puede soportar al
mismo tiempo, con mayor facilidad que la ciencia, muchas tradiciones o
escuelas incompatibles. Por lo mismo, nos dice Kuhn, la ciencia suele resolver
sus controversias de manera mucho más rápida que el arte. Al mismo tiempo,
la ciencia y el arte se distinguen por el papel que respectivamente conceden a
la innovación, la ciencia confiriendo a esta un valor relativo supeditado a la
resolución de un problema particular, el arte asignándole, por el contrario,
un papel intrínsecamente positivo, pues cada artista busca nuevas cosas que
expresar y nuevas maneras de expresarlas.
Son estas algunas de las diferencias que Kuhn ve entre la ciencia y el arte,
todas ellas síntomas de alguna diferencia más sustancial que finalmente,

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y a pesar de todas las similitudes que puedan establecerse, separan ambos


mundos de un modo insalvable. El análisis de Kuhn, sin embargo, no va
más allá, según su propia confesión, porque le falta demasiada información
acerca del arte y de su historia como para atreverse a hacer un diagnóstico
más profundo.

3. La cuestión del progreso en la ciencia y en el arte


Una de las cosas que podríamos comenzar cuestionando es si, en efecto,
el arte no progresa, como sí lo hace la ciencia. En este sentido, se planteaba
Gombrich en unos de los ensayos de sus Meditaciones sobre un caballo de
juguete, si desde nuestra perspectiva actual todavía se puede hablar de logro
artístico al hablar de arte medieval. Volverá a retomar la cuestión del progreso
cuando en Norma y forma reconsidere la teoría del arte renacentista debida
a Vasari y su relación con la noción de progreso. La idea básica de su obra
más importante, Arte e ilusión, tendrá también que ver con este concepto.
Aunque no admite la idea de Vasari de progreso como penosa marcha hacia
la perfección de la representación de la realidad, puesto que Gombrich, al
igual que Goodman, no concibe el arte como imitación de la naturaleza, sí
está de acuerdo con que el arte progresa en el sentido de mostrarnos nuevas
maneras de ver y organizar la realidad que además nos resultan placenteras.
Maneras que, por así decirlo, ya estaban ahí, pero que todavía no habían sido
descubiertas. Gombrich nos recuerda la cita de Constable, el gran paisajista
inglés (fig. 2), según la cual:

«La pintura es una ciencia y debería cultivarse como una investigación de


las leyes de la naturaleza. ¿Por qué, pues, no puede considerarse a la pintura
de paisaje como una rama de la filosofía natural, de la que los cuadros son
solo experimentos?» (citado en Gombrich, 2003, p. 29).

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Cuatro visiones acerca de la relación entre Ciencia y Arte

Fig. 2. Constable: Wivenhoe Park, Essex (1816). National Gallery of London.


Señala el cambio hacia una nueva manera de concebir la pintura por parte de
este artista, según la cual la pintura es una investigación experimental acerca
de la representación de la luz y del color. Constable es una de las referencias
constantes para Gombrich en Arte e ilusión.

Pero la manera correcta de entender esto no es que el pintor descubre leyes


inmutables de la naturaleza, como supuestamente haría el científico, sino más
bien que lo que estudia son las reacciones de nuestro sistema perceptivo ante
la variedad de estímulos de la realidad física. «No le conciernen las causas,
sino la naturaleza de ciertos efectos. El suyo es un problema psicológico: el de
conjurar una imagen convincente a pesar de que ni uno solo de sus matices
corresponde a lo que llamamos realidad» (Gombrich, 2003, pp. 44-45).
Constable no representó el paisaje que tenía ante los ojos tal cual, esto es, no
lo reprodujo o imitó a través de su pintura. Toda la primera parte de Arte e
ilusión es un intento de refutación de la idea, que remonta hasta los griegos, del
arte como imitación de la naturaleza. Hoy por hoy, el lenguaje de Constable
y los paisajistas de la primera mitad del siglo xix nos parece tan natural que
tendemos a pensar que sus cuadros son casi reproducciones fotográficas. Nada

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Xavier de Donato Rodríguez

más lejos de la realidad. Lo que hizo Constable fue más bien adaptar aquello
que veía a los medios de que disponía. Eso sí, como pintor innovador que era,
quería rehuir las normas preestablecidas de la pintura paisajista de la época.
Las gamas de color eran entonces algo muy calculado. Así, por ejemplo, los
colores cálidos (especialmente las tonalidades pardas y doradas) debían estar
en primer término, mientras que los fondos debían diluirse en un azul pálido.
Existían recetas para pintar las nubes y los troncos de los árboles, las rocas y
el agua de los ríos. Es bien sabido que los pintores de la época, probablemente
también Constable en alguna ocasión, solían pintar no mirando el paisaje al
natural sino reflejado en un espejo que les facilitaba la tarea al reducirles la
gama de tonalidades del paisaje y uniformizarles el conjunto en un todo menos
detallado pero más simple. Este espejo (fig. 3) llamado «de Claude» (por su
posible inventor, el pintor francés Claude Lorraine) era un espejo pequeño,
cóncavo, de color negro, que reducía el paisaje sintetizando las tonalidades de
colores volviéndolas más simples.

Fig. 3. Espejo de Claude.

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Cuatro visiones acerca de la relación entre Ciencia y Arte

El pintor solo tenía que recrear la uniforme gradación de colores reflejada


en el espejo de Claude y traspasarla a la tela. Como nos recuerda Gombrich,
los paisajistas de los siglos xviii y xix consiguieron interesantes efectos con
este procedimiento. Cuando Constable puso en tela de juicio la necesidad de
limitarse a una escala única y quiso respetar un poco más el verde local de la
hierba, no lo hizo con la voluntad de hacer una mera copia o imitación del
natural, sino de conseguir un efecto artístico mediante una nueva forma de
pintar el paisaje consistente en sugerir, según sus propias palabras, «los efectos
evanescentes del claroscuro natural». Constable despreció todas las fórmulas
establecidas, las cuales probablemente le debían parecer que no producían ya
nada nuevo, y quiso acercarse a la realidad. «El gran vicio de nuestra época es la
audacia, el intento de hacer algo más allá de la verdad» —llegó a decir el artista
en una carta—. Como muchos artistas innovadores, fue mal recibido por el
gran público, aunque solo al principio. Muy pronto el público se acostumbró
al verde hierba de Constable y cuando más tarde volvió la vista a los paisajes
más claros de Corot fue invadido por una sensación de luz que le resultaba
placentera, y no echó en falta las gradaciones tonales que se consideraban
indispensables en la pintura paisajística del siglo xviii. Como dice Gombrich,
el público había aprendido una nueva notación y extendido el registro de su
conciencia visual.
Volveremos a encontrarnos con una dificultad semejante cuando años más
tarde, hacia 1875, algunos científicos, como el fisiólogo austriaco Ernst Wilhelm
Ritter von Brücke, se atrevieran a dictar sentencia con respecto al problema de
la luz en la pintura. Según Brücke, los pintores estaban destinados a fracasar
en su intento de traspasar la sensación de luz a la tela. Hoy sabemos que estaba
equivocado. Los experimentos de Claude Monet en esa misma época fueron la
prueba de lo contrario. La fig. 4 corresponde a su famoso óleo de la fachada de
la Catedral de Ruán al mediodía (1894), en el que Monet consiguió plasmar la
reverberación que produce la luz a esa hora del día.

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Fig. 4. Monet: Catedral de Rouen al mediodía (1892-1894).


Musée Marmottan Monet, París.

La fig. 5 corresponde a un cuadro especialmente famoso porque es el que


dio nombre al movimiento impresionista: Impresión. Sol naciente (1872), obra
presentada en la exposición que dio origen al grupo en 1874. Es bien conocida
la anécdota que dio origen a la denominación de este estilo de pintura. El
crítico Louis Leroy encontró el óleo de Monet, una vista de Le Havre al
amanecer, particularmente risible, y utilizó la palabra «impresionismo» en su
crónica despectivamente para referirse al hecho de que aquella pintura no era
un cuadro acabado sino una mera impresión del momento injustificable como
obra de arte. Así se refería a la que, retrospectivamente, podemos considerar
una de las obras más revolucionarias de su tiempo. Hoy quizá hemos olvidado
que muchos términos (gótico, manierismo, barroco…) nacieron como términos
despectivos para referirse a estilos y tendencias artísticas que resultaron en un
primer momento chocantes, bizarros, por completo extraños a la sensibilidad

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de un público demasiado acostumbrado a un arte que, mediante aquellas


atrevidas y casi insultantes obras, estaba poniéndose en cuestión.

Fig. 5. Monet: Impresión. Sol naciente (1873). Musée Marmottan Monet, París.

Los ejemplos podrían multiplicarse en todas las artes. Y sería muy ilustrativo
comprobar que los experimentos revolucionarios en arte, los que han llevado
a nuevas formas artísticas, fueron mal recibidos y mal comprendidos en sus
inicios. Recordemos el famoso caso del ballet La consagración de la primavera,
una de las obras musicales más revolucionarias del siglo xx por sus innovaciones
en armonía, timbre y ritmo, que fue recibido con tal desagrado por parte del
público —aquella noche del estreno en el Teatro des Champs Elisées en 1913—
que en la segunda parte tuvieron que hacer acto de presencia las fuerzas del
orden para evitar agresiones y destrozos.
Evidentemente, al público de entonces le faltaba la educación necesaria para
advertir no solo lo profundamente innovador de aquella obra, sino también la
estética y estructura interna de una obra que hoy nos resulta tremendamente
familiar y natural. Volviendo a la pintura, la falta de familiaridad con el objeto

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que se intenta representar (el que supuestamente se copia del natural o de


un dibujo previo) puede ocasionar errores de comprensión fundamentales.
Ejemplos de este tipo abundan en el libro de Gombrich y están destinados a
mostrar que el artista nunca parte de cero, sino de un código previo, establecido
por la tradición y aprendido trabajosamente por el artista durante su tiempo de
aprendizaje. Un buen dibujante podría, por ejemplo, intentar copiar grabados
de Hokusai (véase fig. 6) hasta quedar, después de varios intentos, bastante
satisfecho. De hecho, sé de alguien que lo hizo y tuvo que enfrentarse a la
pérdida inmediata de sus ilusiones cuando una persona de raza oriental a quien
enseñó orgulloso sus dibujos, le dijo que «no había entendido» (sic) ciertos
motivos de los ropajes.

Fig. 6. Grabado de Hokusai.

El dibujante quedó perplejo mirando los detalles a los que se refería y


hubo de confesar que seguía sin entender aquellos detalles. Sin duda, su falta
de familiaridad con la ornamentación nipona, es más, su desconocimiento

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Cuatro visiones acerca de la relación entre Ciencia y Arte

de todo cuanto tiene que ver con lo japonés, explican fácilmente su falta
de capacidad para entender, pues eso era al fin y al cabo. Esta misma falta
de familiaridad con el objeto de su dibujo, en este caso la anatomía de una
ballena, llevó al artista holandés del grabado siguiente (fig. 7) a dibujar una
aleta demasiado cercana a la cabeza del animal, pues quizá le recordaría una
oreja (se trata de un grabado que representa una ballena arrojada por el mar
a las costas de Holanda y data de 1598). Este mismo error fue transmitido
en otros grabados inmediatamente posteriores y supuestamente dibujados del
natural. Esto quizá recuerde la divertida anécdota relacionada con la fig. 8,
el rinoceronte de Durero, que hasta bien entrado el siglo xviii constituyó el
modelo para representar a este animal perisodáctilo, incluso en los tratados
de zoología.

Fig. 7. Grabado holandés de 1598.

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Fig. 8. Durero: Rinoceronte (1515). Museo Británico.

Volvamos ahora a la idea general de Gombrich. La idea es, pues, que el artista
no copia o imita, sino que traduce mediante algo semejante a un código, y esto
es lo que explica que ciertas cosas fueran posibles y otras no lo fueran en cierto
momento dado. El degustador del arte, y no digamos ya el historiador, tiene la
misión de hacer el esfuerzo (porque se trata de un esfuerzo, y no precisamente de
uno fácil, que además puede exigir bastante tiempo) de situarse en la época para
disfrutar de los hallazgos del artista; hallazgos que indudablemente ha de tener,
porque si no la obra no sería una obra de arte digna de mayor consideración.
Las obras especialmente novedosas, por otra parte, nos revelaron, a través de
la intuición prodigiosa del artista, nuevos aspectos de la realidad y de nuestra
manera de percibirla (o en general entenderla), y con ellos, nuevas disposiciones
del espectador, oyente… a tener una experiencia placentera ante la obra de arte;
y es aquí donde la idea de descubrimiento y de experimento, provenientes del
mundo de la ciencia, encuentran su aplicación en el arte.

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Cuatro visiones acerca de la relación entre Ciencia y Arte

«El artista —dice Gombrich en Norma y Forma— trabaja como un


científico. Sus obras existen no solo por su interés intrínseco, sino también
para mostrar ciertas soluciones a problemas. Las crea para que todos las
admiren pero con la vista puesta principalmente en sus colegas artistas y
en los entendidos, capaces de apreciar el ingenio de la solución ofrecida»
(Gombrich, 1985, p. 27).

Gombrich equipara así la historia de la ciencia a la del arte; ambas son


historias de descubrimientos, solo que la historia del arte hace descubrimientos
psicológicos: cómo nuestro sistema perceptivo es capaz de adaptarse a la realidad
percibida e interpretarla de ciertos modos, e incluso de tener placer con ella: la
historia del arte se podría describir así «como un forjar llaves maestras para abrir
las misteriosas cerraduras de nuestros sentidos» (Gombrich, 2003, p. 304). El
arte se convierte entonces en un proceso de exploración y experimentación en
el campo de nuestras capacidades perceptivas. Valga decir que Gombrich toma
claramente de Popper la idea de conjeturas y refutaciones (Gombrich habla de
«ensayo y error»). No hay progreso en el sentido de descubrir nuevos aspectos de
la realidad y las leyes que los gobiernan, sino en el sentido de descubrir nuevas
capacidades perceptivas antes insospechadas. Lo que nos enseñan las obras
de arte es, pues, a mirar la realidad de manera diferente y a reconocer nuevas
formas en ella. La otra enseñanza de Gombrich es que esto no se logra desde la
nada. El aprendizaje de un estilo y de una técnica son elementos indispensables
para lograr una representación que pueda ser reconocida como tal. Como diría
Wölfflin, un cuadro debe más a los cuadros precedentes que a la propia realidad
que supuestamente trata de representar. Lo mismo valdría para la historia de la
música e incluso de la literatura. No solo para las artes plásticas. En toda obra
de arte hay, pues, un doble elemento cognitivo: uno lleva la carga implícita de
un sistema de conocimiento que organiza la realidad de cierto modo y que es
aquel que permite al artista partir de una base para comenzar a crear; el otro
es una indicación de una dirección de investigación en el estudio de nuestras
propias maneras de percibir. De ahí que la psicología y la sociología sean, para

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Gombrich, instrumentos tan importantes para el historiador y el estudioso del


arte 4. Que al arte le son esenciales los aspectos cognitivos es algo que volvemos
a encontrar de forma manifiesta en Nelson Goodman —quien menciona a
Gombrich y su cita de Constable en Languages of art5.

4. Arte, ciencia y cultura humanística a las puertas del siglo xxi


Para continuar estas reflexiones sobre las relaciones entre ciencia y arte
resultará importante detenernos en la figura de Erwin Panofksy, padre de
los estudios iconológicos. Como Gombrich, Panoksky pertenecía a la escuela
inaugurada por Aby Warburg y, como él, fue en experto en la iconografía
del Renacimiento. Nadie ha superado hasta ahora sus estudios dedicados al
arte flamenco, a Durero o a Piero di Cosimo. De las ideas que hemos visto
hasta aquí, la más explotada por Panofksy es aquella según la cual la obra
de arte no nace de la nada, sino que se encuadra dentro de un código que
nos dice cuáles son imágenes válidas y cuáles no, solo que Panofsky amplía
todavía más esta idea y va más allá: una obra de arte es reflejo de todo un
sistema de cultura, de toda una Weltanschauung. El estudioso del arte es
un humanista, en el antiguo y más auténtico sentido de la palabra, cuya
vasta formación cultural le permite leer, interpretar las obras de arte desde
un lugar privilegiado, que si bien no le capacita para darnos una lectura
definitiva (pues cualquier lectura está siempre abierta a la posibilidad de una
refutación), sí lo pone, al menos en principio, inmediatamente por encima
del lego, aunque a veces —admite Panofsky— la erudición puede ser un
obstáculo y estar desprovista de inteligencia. Según Panofksy, y esta va a
ser una de sus contribuciones fundamentales, la forma no puede separarse
del contenido: la distribución del color y las líneas, la luz y la sombra, los

4 Este mismo pensamiento sobre la obra de arte como descubrimiento psicológico se halla muy
claramente expuesto en la obra de Rudolf Arnheim (1904-2007), especialmente en su obra maestra Arte
y percepción visual (1954).
5 Véase Goodman (1968, p. 33).

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Cuatro visiones acerca de la relación entre Ciencia y Arte

volúmenes y los planos, por placenteros que sean como espectáculo visual,
deben entenderse también como algo que comporta un significado que
sobrepasa lo visual (hay aquí una diferencia con Gombrich, pues mientras
que para Gombrich los recursos técnicos de representación, pongamos por
ejemplo, la perspectiva, son fundamentalmente convencionales, establecidos
tras largas series de ensayos y errores, Panofsky otorga a dichos recursos una
función simbólica profunda —esta, por otra parte importante, diferencia
no la quería explotar en este capítulo pues me llevaría demasiado lejos—).
En un primer plano (no tan primero, pues un verdadero análisis de una obra
de arte debe comenzar con una descripción puramente material, fáctica, de
la obra y, por tanto, preiconográfica), el estudioso del arte debe identificar
imágenes y alegorías en las figuras que tiene delante. Esto es algo que
requiere conocimiento, aunque un conocimiento que se puede adquirir de
forma relativamente fácil. Tener a mano la Iconografía de Cesare Ripa o la
Legenda Aurea de Jacobo de la Vorágine nos podría solucionar bastantes
problemas desde un inicio. Lo que en un segundo plano debe realizar el
estudioso es bastante más complicado y requiere del concurso de todos
sus vastos conocimientos referidos a casi todos los ámbitos de la cultura:
el valor simbólico y la significación cultural de una obra, que a menudo
inconscientemente son trasladados por el artista a la obra de arte. Esta
lectura más compleja desde luego no la puede dictar tratado sistemático
alguno. Es más bien campo de la intuición, más refinada cuanto más
experimentada y cuanto más bañada en el estudio de la cultura como un
todo. Dice Panofsky:

«La interpretación de lo que yo llamo significación intrínseca o contenido,


que trata de lo que hemos llamado significación simbólica profunda en vez
de imágenes, historias y alegorías, requiere algo más que el conocimiento
de temas o conceptos específicos, tal como los transmiten las fuentes
literarias. Cuando queremos captar los principios básicos que subyacen
en la elección y presentación de motivos, de la misma forma que en la

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producción e interpretación de imágenes, historias y alegorías, y que dan


significado incluso a las disposiciones formales y a los procedimientos
técnicos empleados, no podemos esperar encontrar un texto individual que
cuadre con estos principios básicos, de la misma forma que San Juan XIII
(21 y ss.) corresponde a la iconografía de la Última Cena. Para comprender
estos principios necesitamos una facultad mental similar a la del que hace
un diagnóstico —una facultad que no puedo describir mejor que con el
bastante desacreditado término de “intuición sintética” y que puede estar
más desarrollada en un aficionado inteligente que en un erudito estudioso»
(Panofsky, 1977, p. 23).

Mientras el científico aspira a establecer un sistema que explique los


fenómenos naturales, el estudioso del arte, el humanista, trata de extraer de
la caótica confusión de los testimonios del pasado un sistema o cosmovisión
del mundo. Como el científico, el humanista se basa en la observación de
hechos y en el análisis sistemático de sus interconexiones. Igualmente, sus
teorías están sujetas a contrastación empírica. Y así como el científico se vale de
instrumentos, así él también se basa en herramientas para el análisis objetivo de
documentos (herramientas que también pueden ser científicas, como los rayos
X para detectar pentimenti, o los análisis químicos para identificar pigmentos).
Solo que en última instancia, para la lectura completa de una obra de arte ya
no podemos ampararnos en una teoría sistemática fija, sino que la intuición es
nuevamente el camino para recrear el resultado artístico y situarlo debidamente
en un sistema de cultura. La investigación puramente arqueológico-histórica
es ciega sin esa capacidad intuitiva de recrear, sin esa sensibilidad estética tan
valiosa para el humanista. Lo primero, acaso podríamos decir, acerca el mundo
del arte a la ciencia, lo segundo en última instancia los distingue (si bien dicha
intuición también resulta importante en la actividad científica).
Para mostrar que el estudio del significado de la obra de arte puede llegar
a ser muy complicado, a veces incluso para el propio experto, podemos tomar
como ejemplo una pintura muy conocida, Las Hilanderas, de Velázquez (fig.

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Cuatro visiones acerca de la relación entre Ciencia y Arte

9). Panofsky hubiera preferido, desde luego, una obra del Renacimiento. Hoy
es comúnmente admitido que esta pintura representa la historia de Atenea
y Aracne, que se describe en el libro VI de las Metamorfosis de Ovidio. Esta
lectura permaneció inadvertida para los estudiosos hasta muy tarde. Incluso
Carl Justi, el insuperable estudioso de Velázquez y su tiempo, pensó que
se trataba meramente de una pintura de género que mostraba una escena
cotidiana en el interior de una fábrica de tapices. Hoy la interpretación más
ampliamente aceptada es que debajo de la lectura mitológica hay una lectura
más profunda, de manifiesto artístico (como en Las Meninas), según la cual
se pretendería hacer apología de las bellas artes y mostrar la superioridad de la
pintura sobre la artesanía, estableciendo una especie de origen divino para la
figura del genio artístico (que por supuesto sería Velázquez). En general, esto
tiene que ver con que la obra de arte permite, obviamente, lecturas ilimitadas
y ahí radica precisamente su grandeza. Pero también está relacionado con algo
mucho más concreto y cultural: la superposición de lecturas, una mitológica y
otra moral, por ejemplo, era un juego típico del Barroco, como bien sabemos
por la literatura de la época, y las artes plásticas no son una excepción. Sea
como fuere, lo cierto es que el autor del cuadro le confirió una importancia
decisiva entre sus obras, pues, incluso a distancia, resultan evidentes los
recursos novedosos, revolucionarios, en el uso del color y lo difuminado de
los contornos o en la rapidez y soltura del trazado de las pinceladas. Por cierto,
el detalle de la rueca moviéndose es citado por Gombrich como el primer
resultado exitoso de los muchos ensayos que hubo en la pintura anterior para
representar el movimiento. No es extraño que los impresionistas se declararan
herederos de cuadros como este. El estudioso del arte debe por fin advertir estos
detalles y ponerlos en el debido contexto de la historia de la pintura, explicar
su importancia para la evolución de la representación pictórica y situarlos en la
historia general de la cultura, una tarea nada fácil, sin duda. Si se me pregunta
si todos estos elementos son necesarios para disfrutar de la pintura les diré
que hasta cierto punto quizá no, pero que ayudan mucho. Desde luego, nos
garantizan en general un mayor disfrute, de la misma forma que un madrigal

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de Monteverdi lo disfruta más quien es capaz de entender la forma sutil en que


la música está conectada con el texto, siguiendo la teoría de los affetti, y todavía
más si es consciente de las aportaciones novedosas en armonía salidas del genio
del compositor.

Fig. 9 Velázquez: Las hilanderas, ca. 1657. El Prado.

5. Arte, ciencia y cognición según Nelson Goodman


El último autor en el que nos vamos a detener es acaso la figura más importante
en el contexto de la presente discusión: Nelson Goodman. En general, podemos
decir que, aunque inicialmente provocadoras y poco ortodoxas, muchas de
las opiniones de Goodman sobre arte han prevalecido de algún modo. Me
atrevería a cifrar la importancia de la estética goodmaniana en tres puntos
principales. En primer lugar, su clásico de 1968 tiene el mérito de ser una
de las primeras obras en situar la discusión sobre estética en el campo de la

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Cuatro visiones acerca de la relación entre Ciencia y Arte

filosofía analítica del lenguaje 6 . En este sentido, se ha insistido en que una de


las motivaciones de Goodman al escribir su obra fue romper con la tradición
estética dominante, fuera de tendencia idealista (Collingwood y sus seguidores)
o de tendencia empirista deweyana (Monroe Beardsley)7. En segundo lugar,
la obra de Goodman se presenta como una teoría general de las artes que
tiene en cuenta su especificidad. No se trata de un conjunto asistemático de
reflexiones abstractas sobre la esencia y el sentido de la obra de arte. Antes al
contrario, el suyo es un estudio sistemático del lenguaje de las artes a través de
una teoría general de los símbolos, pero teniendo en cuenta al mismo tiempo
la idiosincrasia de cada arte y, en él, demuestra su familiaridad no solo con
las anteriores teorías de los símbolos (las de Peirce, Cassirer, Morris, el propio
Panofsky) sino también, como revela sobre todo su análisis de la notación,
con teorías y estudios específicos de cada una de las artes (desde la pintura
o la escultura hasta la literatura o la arquitectura, pasando por la música o
la danza). Una ojeada a las citas y referencias en notas a pie de página de su
libro, y quedamos rápidamente convencidos del saber casi enciclopédico de
Goodman en casi todos los campos del arte 8. Finalmente, la idea goodmaniana
de que la obra de arte es una entidad con significado, con valor cognitivo, que
requiere de interpretación y, por tanto, de recreación por parte del espectador
o lector, pervive en muchas teorías contemporáneas del arte y la literatura, que
han acabado con la idea de que el arte era cuestión de una mera contemplación
o apreciación pasiva. Ya sabemos que en este punto no estaba solo, siendo
Gombrich uno de los principales valedores de esta idea; Goodman todavía la
acentúa más. En efecto, una de las ideas más estimulantes de Goodman fue la

6 Como muchos otros libros del autor, Languages of art se basa en una serie de conferencias previas,
las John Locke Lectures, que impartió en la Universidad de Oxford en 1962.
7 Véase Robinson (2000), p. 213.
8 Quizá no esté de más recordar que Goodman fue también un apasionado galerista y coleccionista
de arte que donó sus obras a varios museos y que dirigió en Harvard un programa interdisciplinar de
estudio de las artes (que hasta donde yo sé, continúa existiendo hoy día), así como un festival de danza.
Él mismo es autor de proyectos multimedia que combinan música, danza y pintura, por ejemplo «Rabbit
run» (1973), adaptación musical y coreográfica de la novela de John Updike.

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tesis de que el arte no está tan separado de la ciencia como en principio pudiera
parecer, sino que, para utilizar sus propias palabras:

«Las artes no deben tomarse menos seriamente que las ciencias en cuanto
modos de descubrimiento, creación y ampliación del conocimiento en el
amplio sentido de avance y entendimiento» (Goodman, 1978, p. 102)9.

Cada obra de arte es, en cierto modo, el descubrimiento de una manera


particular y perfectamente posible de ver el mundo, nos ofrece un modo
posible de percibirlo y comprenderlo, y ha de ser juzgada fundamentalmente
por sus propósitos cognitivos10. Hacia el final de Languages of Art (1968, p.
264), Goodman escribe estas reveladoras palabras:

«La diferencia entre arte y ciencia no es la diferencia entre sentimiento y hecho,


intuición e inferencia […] o verdad y belleza, sino más bien la diferencia en el
dominio de ciertas características específicas de los símbolos.»

Ni siquiera es posible distinguir entre ciencia y arte a partir de su diferente


función: Goodman niega que se pueda distinguir taxativamente la ciencia del
arte diciendo que la primera se ocupe del conocimiento y el segundo de buscar
el placer o satisfacción emocional. Insiste en que es un error separar percepción,
inferencia, conjetura, etcétera por un lado, de placer, displacer, satisfacción,
etcétera, por otro, porque nos impide darnos cuenta de que justamente la
función de las emociones en la experiencia estética es cognitiva. También insiste
en que el empleo cognitivo de las emociones no es algo característico del arte
por oposición a la ciencia11.

9 La traducción es mía.
10 «Symbolizing, then, is to be judged fundamentally by how well it serves the cognitive purpose
[…] by how it participates in the making, manipulation, retention, and transformation of knowledge»
(1968, p. 258).
11 «Cognitive employment of the emotions is neither present in every aesthetic nor absent from
every nonaesthetic experience» (1968, p. 251).

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Ahora bien, esta íntima conexión del arte con la ciencia no implica para
Goodman que el arte sea reducible o supervenga sobre un sistema científico12 .
Según Goodman, cada una de estas múltiples versiones «realizan» mundos,
pero no hay una sola versión que, por así decirlo, represente el mundo real
tal como es. Goodman es un constructivista y un relativista (sutil). Su
pluralismo no es compatible con el realismo. Por tanto, podemos preguntarnos
1) hasta qué punto son concluyentes los argumentos de Goodman en contra
del reduccionismo; y 2) hasta qué punto el realismo implica monismo, como
asume Goodman. Estas dos preguntas están relacionadas, pues si el pluralismo
es compatible con el reduccionismo, es decir, si la idea de que hay distintos
mundos, en el sentido goodmaniano de múltiples versiones, puede mantenerse
aún pensando que esos distintos mundos son reducibles a una versión común
(que «representaría» el mundo real), entonces hay un pluralismo alternativo
al de Goodman, que es de corte realista13. En Goodman es muy fuerte este
componente en última instancia nominalista según el cual estamos, por así
decir, prisioneros de un lenguaje u otro:

«Estamos confinados a los modos de descripción empleados al describir lo


que describimos. Nuestro mundo, por decirlo de algún modo, consiste en
esos modos más que en un mundo o en varios» (Goodman, 1978, p. 3)14 .

Bajo la expresión «lo que describimos», uno podría pensar que Goodman
permite la existencia de algo independiente de nuestras descripciones. Sin
embargo, poco después, el autor subraya: «No podemos examinar una versión
comparándola con un mundo no descrito, no representado, no percibido».
Presumiblemente, su argumento es que para establecer tal comparación ya
tenemos que partir de una manera de describirlo. El relativismo de Goodman
ha sido ampliamente criticado tanto desde un punto exclusivamente filosófico

12 Como bien arguye, por ejemplo, Elgin (2000, p. 219).


13 Esta es precisamente la tesis defendida por Scheffler (2000).
14 Siempre en mi traducción.

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Xavier de Donato Rodríguez

como desde el punto de vista de la teoría del arte15. Sin embargo, el relativismo
de Goodman tiene sus límites, pues no se presenta como un relativismo burdo:
Goodman admite que hay versiones correctas y otras que no lo son. Un intento
de construir un mundo puede fracasar. Si esto es así, uno podría argumentar
si «el mundo» no sea el trasunto o referencia común de todas esas versiones
correctas.
¿Qué indica cuáles son versiones correctas y cuáles no? Pues, en principio,
las reglas sintácticas y semánticas que rigen un lenguaje artístico, y Goodman
estudia varios a lo largo de su libro (desde la notación musical o la labanotación
en danza a las distintas formas de expresión pictórica o los distintos registros
literarios). Por supuesto, el arte debe estar abierto al descubrimiento de nuevas
reglas. Ninguna forma o lenguaje tiene privilegio sobre otro, ni siquiera los hoy
existentes, los que se han impuesto sobre las abandonadas formas del pasado.
Para Goodman, no tiene sentido hablar de un estilo realista en arte, porque
para él no hay base posible de comparación aparte del propio sistema simbólico
en el que la obra de arte ha sido realizada. Todo lector de Languages of Art
recuerda la insistente y elaborada argumentación al principio de la obra con el
fin de mostrar cuán equivocada está toda concepción del arte como imitación.
En este punto coincide completamente, pues, con Gombrich. Cita la famosa
frase de Gombrich de que el ojo nunca es inocente y cita también muchos
trabajos que tienen que ver con la influencia de la cultura en la percepción. La
representación no es algo intrínseco del objeto que tiene la función de representar
sino que depende del sistema simbólico en virtud del cual representa. De ahí
su conocida afirmación de que cualquier cosa puede representar cualquier cosa
(dependiendo siempre del sistema de símbolos) y, su no tan conocida pero
igualmente significativa aserción de que representar es una cuestión más de
clasificar objetos que de imitarlos (este es un punto en el que haré hincapié
más adelante). Así como qué cosas consideramos clases naturales depende de
cómo estamos habituados a clasificar el mundo (como sabemos por su famoso

15 Gombrich (1972) y Gombrich (1982) son dos referencias clásicas.

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Cuatro visiones acerca de la relación entre Ciencia y Arte

artículo sobre el nuevo enigma de la inducción), así qué consideramos una


representación realista es también una cuestión de hábito. Goodman pone el
ejemplo de cómo la manera de representar algo para un japonés del siglo xviii
y para un egipcio de la época faraónica son cosas completamente distintas:
el realismo está determinado por el particular sistema de representación
considerado estándar en una cultura y un tiempo dados16 .
Obviamente, y este es uno de los puntos en los que Goodman ha recibido
más críticas, el estudio del arte no puede agotarse solamente en los aspectos
sintácticos o semánticos. Hay en la obra de Goodman ciertas insinuaciones
o incluso afirmaciones explícitas que pueden hacernos reconsiderar un
elemento pragmático en su análisis por otro lado típicamente formalista.
Por lo demás, Goodman introduce un término técnico con el objeto de
mostrar qué diferencia el arte de cualquier otro sistema de representación
simbólica no artístico (Goodman compara aquí un dibujo de Hokusai con un
electrocardiograma17). El término en cuestión es el de «repleción» (repleteness),
una noción considerada por Goodman como sintáctica, pero que se refiere
a la relevancia de las características de la representación no artísticas (si son
o no suficientes para transmitir la información esperada): para el dibujo
son relevantes, es más: necesarias, toda una serie de características como
lo delgado o grueso del trazo de la línea, el color de la tinta, el contraste
con el fondo, etcétera, que para el electrocardiograma no son relevantes. Sin
embargo, no hace falta pensar mucho para darse cuenta de que esta noción
solo establece una diferencia de grado y nunca definitiva. Como criterio de
demarcación, caso de convencernos, es sencillamente insuficiente. Todos
los criterios sintácticos y semánticos que Goodman establece en su teoría
de la notación son, de hecho y aun en el caso de considerarlos adecuados,
insuficientes como criterios de demarcación entre lo artístico y lo no artístico.
En algunos pasajes de su obra, Goodman parece darse cuenta de este hecho.

16 Goodman (1968), p. 37.


17 Goodman (1968), p. 229.

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Xavier de Donato Rodríguez

Al final de su análisis formalista en Languages of Art, en las últimas páginas


del libro, llega a decir:

«Todo este análisis técnico parece bastante lejano de la experiencia estética,


pero creo que una cierta concepción de la naturaleza de la estética y de las
artes comienza a emerger» (Goodman, 1968, p. 241).

Goodman complementa, pues, su teoría con elementos pragmáticos, pero


estos claramente son muy insuficientes para constituir una teoría del arte en
su totalidad. Hay muchos aspectos del arte que Goodman simplemente no
explica ni puede explicar con su teoría. Goodman se limita a decir que los
distintos lenguajes y estilos artísticos son convenciones adquiridas, hábitos de
clasificar el mundo de cierta manera y establecidos por razones históricas y
culturales más bien en un lugar que en otro, pero no nos dice en qué medida
influyen, qué papel juegan, cuál es su función y cuáles sus mecanismos de
interacción con el mundo. Tampoco explica adecuadamente la polivalencia y
polisemia de las representaciones artísticas, la cual parece una de las cualidades
consustanciales del arte, pues en estas parece jugar un papel no tanto el dominio
de ciertos sistemas o códigos simbólicos por parte del espectador o lector,
cuanto las emociones, la psicología y la propia cultura personal. Así, pues,
sus criterios sintácticos y semánticos son precisos pero insuficientes, mientras
que sus criterios pragmáticos son imprecisos y, por tanto, en cualquier caso
también insuficientes. Pero él era, en gran medida, consciente de todas estas
dificultades.

6. Conclusión
La irrupción del relativismo y del subjetivismo en el pensamiento occidental,
unida a lo que parece una crisis del arte contemporáneo, perdido entre tantas
tendencias y visiones diferentes, incluso opuestas, ha ocasionado que se
propague un pensamiento nada alentador acerca del estado y del futuro del

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Cuatro visiones acerca de la relación entre Ciencia y Arte

arte. Según dicho pensamiento, el arte tendría poco que ver con la ciencia, al
haberse convertido en un ámbito en el que todo vale y todo el mundo parece
tener la capacidad, el derecho e incluso el deber de opinar. Dependiendo de lo
relativista que se sea y de si considera la ciencia como un dominio asimismo
minado por el subjetivismo y la inexistencia de método, esto podría ser hasta
un motivo de semejanza entre la ciencia y el arte. La idea de que en arte vale
todo tiene sus antecedentes en la propia historia del arte contemporáneo,
comenzando con los objetos sacados fuera de contexto de Duchamp o la célebre
merda d’artista de Piero Manzoni, hasta la ironía fenomenal de John Cage
cuando escribe una partitura únicamente con silencios para ser «interpretada»
por un pianista durante cuatro minutos y medio. Desde luego, todos estos
experimentos pueden resultar interesantes como reflexiones metaestéticas y
como invitación al juego, pero vuelven el problema más acuciante. Quizá una
posible respuesta sea que no hay ningún problema, que el arte siempre está allí
donde se quiera verlo, sin necesidad que lo sustente una razón de ser y menos
aún un discurso teórico. Además, el arte —se nos dirá— siempre tuvo algo de
juego, más explícitamente en unas que en otras obras. Después de todo, resulta
absurda la idea de que el arte pueda verse como un resultado enteramente
predeterminado por unas reglas. Sin embargo, los autores que hemos visto a
lo largo de este capítulo muestran que el arte no nace ex nihilo de una mente
caprichosa que impone un criterio o una determinada forma de ver el mundo
tan válida como cualquier otra. De creer a Gombrich, la obra artística se
impondrá en la medida en que solucione un problema de representación, en la
medida en que contribuya a mejorar el poder de sugestión o de alusión a un
concepto, un motivo, un pensamiento. Esto es, en la medida en que sea un
descubrimiento. Por su parte, Goodman podría leerse equivocadamente con
el fin de apoyar una suerte de relativismo en estética que, en realidad, él no
defendió nunca. La enseñanza de Goodman es que el arte tiene importantes
elementos cognitivos que un estudio sintáctico-semántico solo puede revelar
en parte. Que todo lenguaje artístico es válido en la misma medida porque
nos revela aspectos de una realidad que no podemos conocer en su totalidad.

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Xavier de Donato Rodríguez

Su enseñanza no es que todo vale, sino que toda forma artística es válida e
interesante y contribuye a nuestro conocimiento. Sería como comparar
diferentes teorías científicas que nos ayudan a organizar, predecir y explicar los
fenómenos sin que de ninguna de ellas pueda decirse que es la «historia final»,
como los realistas y los reduccionistas pretenden. Finalmente, Panofsky nos
enseña la lección más hermosa, pues para él el arte solo es tal en la medida en
que sea una efectiva contribución a la cultura, en la medida en que contribuya
a perfeccionar y enriquecer nuestro sistema o nuestra visión del mundo, y ello
en el sentido humanista de la tradición clásica a la que pertenecía, ese sentido
de exaltación de la dignidad humana que a un tiempo pone énfasis en los
valores específicamente humanos (racionalidad y libertad) y es consciente de
los defectos de su naturaleza imperfecta, esa tradición en definitiva de la que,
para nuestra inmensa desgracia, estamos tan exentos hoy en día.

Referencias bibliográficas
— Elgin, C. Z. (2000): «Reorienting Aesthetics, Reconceiving Cognition», en
The Journal of Aesthetics and Art Criticism, 58: 3, pp. 219-225.
— Gombrich, E. H. (1972): «The “What” and the “How”: Perspective
Representation and the Phenomenal World», en R. Rudner e I. Scheffler
(eds.): Logic and Art. Essays in Honor of Nelson Goodman, Indianapolis/New
York: The Bobbs-Merrill Co., pp. 129-149.
—— (1982): The Image and the Eye, Oxford: Phaidon Press.
—— (1987): Norma y forma, Madrid: Alianza Universidad.
—— (2003): Arte e ilusión, Madrid: Debate.
— Goodman, N. (1968): Languages of art, Indianapolis: Hackett (existe traducción
española con el título Los lenguajes del arte, en Seix Barral, Barcelona, 1976).
—— (1978): Ways of Worldmaking, Indianapolis: Hackett (existe traducción
española en la editorial Visor con el título de Maneras de hacer mundos).
— Hafner, E. M. (1969): «The New Reality in Art and Science», en Comparative
Studies in Society and History, 11: 4, pp. 385-397.

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Cuatro visiones acerca de la relación entre Ciencia y Arte

— Kuhn, T. S. (1982): La tensión esencial, trad. esp. de R. Helier, México: F. C.


E. Original publicado por The University of Chicago Press con el título de The
essential tension.
— Panofsky, E. (1977): Estudios sobre iconología, Madrid: Alianza Universidad.
—— (1955): Meaning of the Visual Arts, Chicago: University of Chicago Press
(ed. orig. de 1955).
— Robinson, J. (2000): «Languages of art at the Turn of the Century», en The
Journal of Aesthetics and Art Criticism, 58: 3, pp. 213-218.
— Scheffler, I. (2000): «A Plea for Pluralism», en Erkenntnis, 52, 161-173.

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I I . C I E NC I A S Y A RT E S
E S PE C Í F IC A S

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5.C i e n c i a y Poe sí a

José Sanmartín

Este texto se divide en tres partes. En la primera analizaré las opiniones


corrientes y dominantes acerca de lo que es ciencia y lo que es poesía, sus
similitudes (muchas) y sus coincidencias (escasas, por no decir que nulas). En la
segunda parte, analizaré mis propias opiniones. No habrá grandes coincidencias
con lo expuesto en la primera. En la tercera parte, intentaré sacar algunas
conclusiones.

Primera parte
Creo que existe un cierto complejo de inferioridad de los poetas hacia
los científicos y, por eso, suelen vengarse de ellos presentándolos como gente
fría, sin emociones, más bien aburrida, tan aburrida como la imagen que
de la enseñanza de las matemáticas en sus días infantiles recuerda Antonio
Machado:

Una tarde parda y fría


de invierno. Los colegiales
estudian. Monotonía
de lluvia tras los cristales.

Es la clase. En un cartel
se representa a Caín
Fugitivo, y muerto Abel,
junto a una mancha carmín.

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Ciencia y Poesía

Con timbre sonoro y hueco


truena el maestro, un anciano
mal vestido, enjuto y seco,
que lleva un libro en la mano.

Y todo un coro infantil


va cantando la lección:
«mil veces ciento, cien mil;
mil veces mil, un millón».

Una tarde parda y fría


de invierno. Los colegiales
estudian. Monotonía
de la lluvia en los cristales.

Entre los científicos corrientes domina, a su vez, la imagen del poeta


como un tipo excéntrico que se deja llevar por las emociones y que traduce su
subjetividad en negro sobre blanco. Un personaje, además, muy por debajo de
los científicos en reconocimiento social. Pues, la ciencia, se opina, es el motor
del Progreso.
En esta imagen, por lo demás, tópica y tradicional de la ciencia, somos lo
que somos y estamos como estamos gracias a los avances científicos, hechos de
método y rigor, propiciados por el pensamiento sin emoción, única forma de
alcanzar —se dice— la objetividad que une frente a la subjetividad que separa.
Y esos avances nacen propiamente de la labor del científico como profesional
de la objetividad y la Verdad —así, con mayúsculas— frente al poeta que lo es
de la subjetividad y la belleza. Esta, la belleza, no pasa de ser un factor añadido
en el caso de la ciencia; es, en cambio, esencial para la poesía.
En esta imagen tradicional, la ciencia aspira, en definitiva, a la objetividad
y, sobre todo, a la Verdad. La poesía se desliza por la otra vertiente: la de la
subjetividad, y no es sino una explosión liberadora de emociones. La ciencia
se desenvuelve en el ámbito público, en el complejo mundo de las cogniciones
que llevan a lo objetivo y a lo verdadero. La poesía se mueve, por el contrario,

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José Sanmartín

en el turbulento y confuso mundo de las emociones que afloran al abrir la


espita de lo privado.
Y en esta comparación, muy del gusto de la imagen tradicional de la ciencia,
quien tiene las de perder en nuestro tiempo (quizá en todos los tiempos hasta
hoy) es la poesía. Esta puede gustarnos, puede incluso ser una terapia para
nuestra alma, pero quien realiza un servicio social absolutamente imprescindible
es la ciencia.
En efecto, la poesía es el ámbito de la emoción y es común considerar que
nuestro éxito como especie no surge, precisamente, de nuestras emociones. Estas
nacen en el llamado «cerebro límbico», constituido por algunas estructuras
bastante primitivas desde un punto de vista temporal y más o menos similares
a las de los animales superiores. Nuestra nota más distintiva desde un punto
de vista biológico no es tener esas partes, sino haber desarrollado una corteza
prefrontal extraordinariamente voluminosa. Ese crecimiento ocurrió hace
cuatro días, hablando en términos evolutivos. Y en ese área radica nuestra
capacidad de idear, de pensar, de juzgar, de comparar, de elegir, de tomar
decisiones intencionalmente. También depende de nuestra corteza prefrontal
el control o regulación voluntaria de nuestras emociones.
Gracias a nuestra corteza prefrontal, nosotros, frente al resto de animales
superiores, somos capaces de poner entre paréntesis nuestras emociones, a
menudo ligadas a la satisfacción de necesidades básicas. Y podemos, entonces,
ensimismarnos, secuestrarnos al mundo de lo instantáneo. Podemos, en suma,
reflexionar libres de la urgencia del momento. Podemos elevarnos más allá de
los acontecimientos espacio-temporalmente singulares, dirigiéndonos hacia lo
universalmente verdadero, buscando respuestas generales a porqués, comparando
opciones y eligiendo las más apropiadas para los fines prefijados. Y de esa capacidad
surge la ciencia como instrumento volcado hacia fuera que trata de dar cuenta de
por qué las cosas son como son. Solo a partir de ese conocimiento que nos depara
la ciencia estamos en condiciones de orientarnos con éxito en el mundo, un éxito
creciente al que llaman «Progreso». Lo cantan hasta los propios poetas. En este
caso, una poetisa, Rosalía de Castro, cuando dice:

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Ciencia y Poesía

Desde los cuatro puntos cardinales


de nuestro buen planeta
—joven, pese a sus múltiples arrugas—,
miles de inteligencias
poderosas y activas,
para ensanchar los campos de la ciencia,
tan vastos ya que la razón se pierde
en sus frondas inmensas,
acuden a la cita que el Progreso
les da desde su templo de cien puertas.
Obreros incansables, ¡yo os saludo!
llena de asombro y de respeto llena,
viendo cómo la Fe que siguió un día
hacia el desierto el santo anacoreta,
hoy con la misma venda transparente
hasta el umbral de lo imposible os lleva.
¡Esperad y creed!, crea el que cree,
y ama con doble ardor aquel que espera.

Por eso, en un mundo como el nuestro en el que la inteligencia fría y


metódica, que se supone característica de la ciencia, se valora muy por encima
de la emoción, que se identifica con la turbulencia del alma, no es de extrañar
que los poetas se sientan tentados, en ocasiones, de saltar la brecha que los
separa de los científicos, o, cuando menos, que traten de inspirarse en la ciencia.
Algunos lo hacen de manera festiva y ligera, como Rafael Alberti cuando, al
hablar de la línea, dice:

A TI, contorno de la gracia humana,


recta, curva, bailable geometría,
delirante en la luz, caligrafía
que diluye la niebla más liviana.

A ti, sumisa cuanto más tirana,


misteriosa de flor y astronomía
imprescindible al sueño y la poesía,
urgente al curso que tu ley dimana.

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José Sanmartín

A ti, bella expresión de lo distinto,


complejidad, araña, laberinto
donde se mueve presa la figura.

El infinito azul es tu palacio.


Te canta el punto ardiendo en el espacio.
A ti, andamio y sostén de la Pintura.

Otros, como Neruda, imprimen un aire más solemne que me recuerda, no


sé por qué, a un Góngora de metales, cuando en su Canto General dice:

...dormía el cobre
en sus sulfúricas estratas,
y el antimonio iba de capa en capa
a la profundidad de nuestra estrella.
La hulla brillaba de resplandores negros
como el total reverso de la nieve,
negro hielo enquistado en la secreta
tormenta inmóvil de la tierra,
cuando un fulgor de pájaro amarillo
enterró las corrientes del azufre
al pie de las glaciales cordilleras.
El vanadio se vestía de lluvia
para entrar a la cámara del moro,
afilaba cuchillos el tungsteno
y el bismuto trenzaba medicinales cabelleras.
Las luciérnagas equivocadas
aún continuaban en la altura,
soltando goteras de fósforo...

Por cierto que la física y la química, presente en este Canto General, parecen
ser buenas musas. Así, en España, el magnífico poeta David Jou es catedrático
de física en la Universidad Autónoma de Barcelona; también es profesor de
esta disciplina y de química Jerónimo Hurtado en nuestra Comunidad. Más
lejano, Coleridge decía asistir a las clases de química de la Royal Institution
para enriquecer sus provisiones de metáforas.

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Ciencia y Poesía

Pero que haya profesores o expertos en la ciencia que hagan poesía o poetas
que admiren la ciencia no debe confundirnos, si nos movemos por los vericuetos
de la imagen tradicional de lo que es la ciencia, como estamos haciendo hasta
ahora. En esta imagen, una cosa es la poesía y otra bien distinta es la ciencia.
La primera es divertimento para el alma. La ciencia es, en cambio, la clave fría
y metódica de entendimiento del mundo, que nos permite su control riguroso
y eficaz para facilitarnos la existencia y alcanzar cotas de bienestar creciente,
cosas estas que se logran, precisamente, a base de controlar racionalmente
nuestras emociones, poniéndolas entre paréntesis para favorecer una reflexión
objetiva que nos permita el control de la naturaleza.
Eso, nada más y nada menos, que es la ciencia y es lo que la ciencia permite
en su imagen dominante: la clave de nuestro éxito en una naturaleza hostil,
que hemos logrado doblegar adaptándola a nuestras necesidades en una clara
inversión del sentido de la evolución animal.
Los demás animales están al dictado de la naturaleza. Se adaptan a sus
caprichos o sucumben. Nosotros, no. Nosotros, gracias a la ciencia y a su hija
predilecta, la tecnología, hemos invertido el proceso. Tratamos de liberarnos de
la naturaleza y de sus cambios, erradicando de ella cuanto nos causa necesidades
o, incluso, incomodidades. Hemos reemplazado las cuevas por casas y hemos
traído a ellas el agua, y el calor cuando hace frío, y el frío cuando hace calor.
Hemos creado, en suma, todo un mundo de productos de la cultura que hemos
superpuesto a la naturaleza. Y cada vez estamos más desadaptados de esta y más
adaptados a nuestro entorno cultural. Cada vez somos más cultura y menos
natura. Precisamente a este proceso de desadaptación creciente de la naturaleza
es a lo que llamamos «progreso». Por ello, en esta imagen tradicional, a la ciencia
se le perdona todo: sus errores y efectos problemáticos, porque se cree que, más
pronto o más tarde, se subsanarán, siendo reemplazados por nuevos hallazgos
científicos que abrirán expectativas aún más amplias y que incrementarán el
progreso.
Se le perdona, incluso, la creación de castas en el área del conocimiento: las
de arriba son las de los científicos, los autores materiales del progreso; las de

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José Sanmartín

abajo, son las de los humanistas y similares, como los poetas o los filósofos,
gentes que nos entretienen e, incluso, nos hacen pensar, pero cuyas actividades
son perfectamente prescindibles si lo que nos inquieta es nuestro bienestar.

Segunda parte
En esta imagen tradicional de la ciencia, que es la imagen corriente y
prevalente de la ciencia, hay verdades y mentiras. Paso ahora a deslindar entre
unas y otras, esbozando mis propias opiniones sobre estos temas.
Me recuerdo a mí mismo enfrentado casi siempre a las creencias y
pensamientos dominantes. No es una buena receta, se lo aseguro a ustedes,
para triunfar en la vida. Pero, ni me importa hoy, ni me ha importado nunca
un comino. No hay nada más reconfortante que ser uno dueño de sus propios
y muchos errores, pero también de sus escasos aciertos. Por tanto, seguiré mi
propio camino también en este caso.
Aproximarse a la ciencia desde la perspectiva tradicional es algo similar a
padecer una ceguera selectiva. Es como ver solo las altas y escarpadas cumbres
y no los valles verdes que se despliegan a sus pies. Pero la ciencia está formada
por unas y otros.
Es cierto que a lo largo de la historia ha habido algunos gigantes, y también
«gigantas», aunque ocultas por el peso de la tradición sexista que ha sido y
sigue siendo asfixiante. Esos gigantes han sido los constructores de las grandes
teorías científicas. Figuran entre ellos Ptolomeo y Copérnico, con sus teorías
acerca del movimiento de los orbes celestes, Galileo con sus leyes acerca de
la caída de graves, Newton con su dinámica, Darwin con su concepción
evolucionista de las especies, Einstein con su teoría de la relatividad, etcétera,
etcétera, etcétera.
Son todos ellos individuos impresionantes que, en la mayoría de los casos,
fueron capaces de sintetizar y hacer suyo el pensamiento ajeno, poniéndole una
guinda propia. A veces esa guinda ha consistido nada menos que en ver del
revés cuanto integraba esos saberes ajenos, cambiar en definitiva la perspectiva

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Ciencia y Poesía

de forma radical. Pero que nadie piense que tal cosa carece de valor por ser
sencilla. Todo lo contrario. No creo que haya nada más difícil que situarse
frente a una tradición, a veces milenaria y avalada incluso por nuestros sentidos,
y leer de izquierda a derecha los renglones que venían leyéndose de derecha a
izquierda.
Estas figuras revolucionarias se parecen mucho a una catástrofe
geomorfológica, que, a veces, hace desaparecer unas montañas y origina otras.
Al igual que el cataclismo altera la faz de la tierra, los científicos citados han
cambiado el rostro de la ciencia de su tiempo, inaugurando una época de
turbulencias que, en ocasiones, se ha llevado por delante teorías científicas de
vida larguísima. Además no son catástrofes instantáneas. Pueden durar mucho
tiempo, tanto como sea la resistencia de las teorías atacadas.
Esas teorías son a modo de tinglados que amparan en su seno a comunidades
integradas por gnomos científicos, dedicados a reparar hoy esta viga un tanto
carcomida y mañana aquel dintel que chirría, o que se afanan en ampliar
cobertizos y otras piezas adheridas a la construcción principal. Son los científicos
ordinarios que viven en los valles, a la sombra de las grandes cumbres que
construyeron otros, los gigantes a que antes me he referido.
Estos, los gigantes, fueron gnomos en sus inicios, pero tuvieron el enorme
de valor de rebelarse un buen día contra lo que creían y pensaban los gnomos
de su comunidad. Cuando estos decían percibir la mano de Dios tras cada
ser vivo, dándole forma a su imagen y semejanza, al gigante de turno se le
ocurría nada menos que la naturaleza no solo no tenía fines, no existía para dar
testimonio de la grandeza de Dios, sino que, además, producía nuevas especies
de seres vivos como fruto de la interacción de dos fuerzas un tanto ciegas: la
mutación aleatoria y la selección de los más eficaces. Dios era perfectamente
prescindible en este juego.
Imaginemos todo esto dicho en la segunda mitad del siglo xix, con más
de diecinueve siglos hablando de creacionismo y de fijismo. Según estas
concepciones, Dios crea los seres vivos y los crea de una vez por todas: así, con
esta configuración, para siempre. Por eso, cada ser vivo cae en su compartimento

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José Sanmartín

estanco, que no otra cosa es la especie. Y de repente surge un tipo que, en el


marco constituido por algunos idearios ajenos y periféricos en esos momentos,
es capaz de releer la vida sin Dios, viéndola como el resultado de la acción de
fuerzas que no apuntan a ningún fin, que no actúan movidas por finalidad,
propósito o intención alguna. Y además el tal tipo, llamado por cierto Darwin,
no ve los seres vivos compartimentados para siempre, sino distribuidos en
cajetines que varían con el tiempo: las especies que ocupan esos cajetines son
de plastilina, más o menos rígida, pero plastilina al fin y al cabo que, bajo la
acción de influencias naturales, cambian y, a veces, lo hacen tanto que dan
lugar a nuevas especies. Tenía, pues, razón Heráclito con su todo fluye.
Estos gigantes de la ciencia, capaces de enfrentarse a la casi siempre
arrolladora fuerza de la tradición y que, incluso, a veces han perdido su
vida por defender sus ideas divergentes, no llegan adonde llegan a fuerza de
sacrificar su imaginación. Todo lo contrario. En este punto no es correcta la
visión tradicional de la ciencia cuando presenta a los científicos como gentes
del método que no se dejan seducir por los cantos de sirena de la especulación.
En esta imagen dominante el científico está fuertemente pegado a la verdad
indubitable de los datos. Estos recogen resultados espacio-temporalmente
singulares de nuestra observación, absolutamente evidentes. Son la roca dura
sobre la que construir el edificio de la ciencia. A partir de esos resultados, con
la varita mágica de la lógica, los científicos se elevan hacia las alturas de las
verdades universales: las leyes de la naturaleza.
En esa elevación, repito, no se dejan conducir por nada, dicen, que no sea el
rigor de hielo de la pura lógica. Se limitan a analizar coincidencias y diferencias
entre los datos, tratando de ver qué regularidades no accidentales emergen
de tales análisis. Esas regularidades se recogen en enunciados universales y
verdaderos: las mencionadas leyes. Y eso es todo. La verdad incuestionable de
los datos se traslada a través de la lógica a la leyes. Y el edificio entero de la
ciencia resulta ser así la morada de la verdad.
Pero, la cosa en la realidad es bien distinta. Nadie observa sin más. La
directriz «Observen ustedes y anoten en su cuaderno lo observado» carece de

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Ciencia y Poesía

sentido. En la ciencia no se observa sin más. Hay que fijar siempre qué es lo que
ha de observarse. La determinación de lo que haya que observarse no depende
nunca del problema que se intenta resolver, sino de las hipótesis o conjeturas que
se considera que pueden ser la solución del problema. Por ejemplo, el problema
puede ser la existencia de una fiebre mortal que afecta a cierto tipo de personas.
Las observaciones científicas que hagamos en relación con ese problema no
vendrán determinadas por él, sino por las conjeturas que hagamos acerca de
cuál es la causa de dicha fiebre. Así, se recogerán datos distintos, aunque el
problema sea el mismo, a saber, la fiebre mortal, si distintas son las conjeturas
que formulamos a priori acerca de su causa. Si creo que esta es el alimento
en mal estado que han ingerido las personas afectadas, recogeré unos datos
diferentes a si creo que la causa de la fiebre es, en cambio, una infección debida
a la poca higiene del personal sanitario.
Las conjeturas a priori van por delante de la recogida de datos. Dicho más
técnicamente, las conjeturas o hipótesis me demarcan lo que he de buscar,
lo que he de observar. Pero, si los datos están impregnados de conjetura, ya
no son indudablemente verdaderos. Adquieren el carácter de probables. Ya no
son roca dura sobre la que elevar el edificio de la ciencia. En ocasiones son,
incluso, arenas movedizas. En definitiva, la ciencia, desde sus mismas raíces,
deja de ser la morada sólida y confortable de la Verdad, así con mayúsculas,
para convertirse en el refugio, siempre incómodo, de lo probable.
Por lo tanto, no es correcta la consideración de que un criterio válido para
distinguir entre ciencia y poesía es que la primera es el ámbito de la verdad.
Como mucho, la ciencia es el ámbito de lo verdadero hasta el momento de
acuerdo con la evidencia empírica disponible. Mañana, ya veremos. La
posibilidad de encontrar contraejemplos siempre está abierta.
Pero hay algo más importante aún. El científico, al menos, el gigante al
que me he referido arriba, no se limita a conjeturar y observar en el marco
de regularidades naturales. A él lo que de verdad le preocupa es el porqué de
esas regularidades. A Mendel le sorprendía que, al mezclar variedades puras
de guisantes de semillas lisas y de guisantes de semillas rugosas, toda la prole

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estuviera formada por guisantes de semilla lisa. ¿A dónde había ido a parar el
carácter rugoso? ¿Por qué todos los hijos eran guisantes de semillas lisas?
Para dar cuenta de esa regularidad, para explicarla en el sentido estricto
de esta expresión, Mendel dejó volar su imaginación muy por encima de sus
sentidos. Sin base empírica, postuló, repito postuló, la existencia de ciertas
entidades que se trasmitirían de padres a hijos y que serían las causantes de
los diferentes caracteres (liso, rugoso, verde, amarillo, etcétera). Algunas de
esas entidades, siguió postulando Mendel, dominarían a las otras, es decir al
estar presentes ellas, las otras dejarían de causar el carácter con el que estaban
asociadas. Así, si la entidad causante del carácter «liso» dominara sobre la
entidad causante del carácter «rugoso», al mezclar variedades puras de guisantes
lisos y rugosos, todos los hijos tendrán semillas lisas.
¿Qué había en la naturaleza que pudiera hacerle creer a Mendel en tales
cosas? Nada, absolutamente nada. En la naturaleza había ciertas regularidades
que él trató de explicar mediante conjeturas, mediante hipótesis acerca de
presuntas entidades fantasmales. Y acerca de esas entidades estableció ciertos
requisitos que, a la postre, permitían explicar las regularidades existentes.
En eso consiste, precisamente, la parte más preciada de la ciencia: las
teorías científicas. En la ciencia se observa; es verdad. En la ciencia se
detectan ciertas regularidades naturales que se subsumen bajo los enunciados
que conocemos con el nombre de «leyes naturales», también es verdad. De
esas leyes forman parte conceptos que se refieren a entidades naturales,
por ejemplo guisantes, colores, texturas, inflorescencias, etcétera. Pero la
ciencia no se conforma con observar y formular leyes. Ni mucho menos.
La lechuza de la ciencia vuela con las alas de la imaginación muy por
encima, o muy por debajo, como se prefiera, de lo observado y de las leyes
naturales. La fuerza de la imaginación creadora se manifiesta, sobre todo,
postulando hipótesis que se refieren siempre a entidades, procesos, etcétera,
subyacentes a lo que observamos y que permiten explicar las regularidades
recogidas por las leyes naturales. Estas hipótesis forman teorías como el
culmen de la tarea de la ciencia.

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Ciencia y Poesía

Las entidades, procesos, etcétera, subyacentes de las que se ocupan las teorías
pueden ser, incluso, los referentes de conceptos primitivos, es decir, indefinibles.
No se llega a ellos, en cualquier caso, usando las lentes del microscopio, sino los
anteojos de la imaginación. Y con imaginación, con la imaginación creadora,
es como se ponen las bases de las teorías científicas, como la mendeliana de la
herencia, que no son otra cosa que los tinglados lingüísticos, unas veces muy
sencillos y otras veces muy complejos, fruto de especulaciones audaces, hechos
a bases de conjeturas, habitualmente, muy atrevidas, sustentadas para explicar
regularidades naturales.
Por lo tanto, ya tenemos dos mitos, si no derrumbados, al menos cuestionados
con alguna razón. La ciencia, frente a la poesía, es el reino de la verdad, primer
mito. Y la ciencia, frente a la poesía, es el ámbito de lo objetivo, radicalmente
opuesto a cualquier tipo de especulación.
Y no se piense que lo acaecido con Mendel es una excepción. Ciertamente,
es la norma entre los gigantes de la ciencia. Han sido gentes de profunda
imaginación y no menos euforia. Una euforia que, en buena medida, les nacía
de las hondas emociones que experimentaban ante la audacia y la incontestable
belleza de sus especulaciones en torno a esas presuntas entidades o procesos de
que se ocupaban las teorías científicas en su intento de explicar las regularidades
que observamos. A este respecto, ha llegado a sustentarse incluso que los
científicos sienten algo similar a la experiencia mística o religiosa. Decía, por
ejemplo, Einstein:

«Es la experiencia más bella y profunda que se puede tener... Percibir que,
tras lo que podemos experimentar, se oculta algo inalcanzable, cuya belleza y
sublimidad solo se puede percibir como un pálido reflejo, es religiosidad.»

No es del todo acertada, pues, la imagen tradicional de la ciencia como


morada fría de la verdad. La ciencia, al menos, la ciencia de los gigantes, es el
horno en que arden las emociones que acompañan la imaginación creadora.
Es cierto, con todo, que un buen día el producto, la teoría científica, saldrá

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del fuego y se enfriará bajo las fuentes de la escritura. Cuando el gigante


traduce en negro sobre blanco su teoría, tan solo refleja la punta del iceberg
de su actividad. Se trata de esa punta constituida por conceptos científicos,
axiomas, teoremas, etcétera, fríos como puñales con los que reconstruye su
experiencia cuasi religiosa. Y eso es lo que encontramos en los papeles que
recogen los resultados de sus investigaciones: resultados desprovistos de toda
emoción de unas investigaciones de las que se orillan los aspectos que no son
meramente intelectuales.
Así pues, tampoco es del todo cierta la consideración de que la ciencia está
desprovista de emociones. Solo parecen estarlo las teorías científicas una vez
trasladadas a artículos o libros, no antes. Lo que sucede es que al discente de la
ciencia solo le llega esta parte fría y hierática. Como mucho, si llega a conocer
algo del camino recorrido hasta llegar a la teoría en cuestión, se trata de meras
anécdotas.
Estos discentes, una vez investidos titularmente del rango de científicos,
no suelen ser, por lo demás, gigantes. La mayoría son gnomos que trabajan
en los valles, al pie de las altas cumbres de la ciencia. Forman comunidades
nacidas al calor de una teoría. Se dedican a su exégesis, al análisis de lo
que quiso decir el padre fundador. Dan vueltas y más vueltas en torno a
sus conceptos. Tratan de conectar la teoría que les da vida con el pasado,
buscando precedentes siempre nobles, eso sí. Limpian, pulen y dan esplendor
a las generalizaciones simbólicas del padre fundador. Y, de vez en cuando,
eureka, encuentran una nueva aplicación que replicarán llevados por la furia
de la repetición. Son gnomos replicantes. «¡He contrastado la teoría a las
7:15 h a. m. en las coordenadas espaciales x e y... y ha sido confirmada una
vez más!», grita alborozado un gnomo, de puntiagudo gorro verde, dando
cabriolas de contento. «Pues yo —le contesta otro gnomo, este vestido de
rojo— la he contrastado a las 7:16 h a. m. y lo mismo. Yupiii, esta teoría es
el no va más de las teorías». Y así, todos contentos, comentan siempre que
pueden lo bien que se le presenta el futuro a su teoría y tratan de captar
prosélitos.

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Ciencia y Poesía

A estos gnomos les sienta fatal cuando surge algún mutante entre ellos
que le da por cuestionar la teoría que tanto y tan bien les ha servido. Se
trata siempre de un tipo incómodo que hace preguntas inadecuadas y que,
en lugar de pulir las concepciones que vertebran su comunidad, se dedica
a ponerlas en aprietos constantemente. Cosa curiosa esta, conforme mayor
es el rigor que imprime a sus actos en contra de la teoría establecida, este
problemático y excéntrico individuo más crece. A veces acaba convirtiéndose
en un gigante y desarrolla su propia teoría. En la mayoría de las ocasiones
desiste, sin embargo, ante los muchos inconvenientes que le causa su
insatisfacción con lo establecido y comienza a menguar hasta volver a su
tamaño original de gnomo y confundirse con los miembros restantes de su
comunidad.
Los gnomos viven felices, eso sí. Son como epsilones de Huxley. Saben lo
que hacer en cada momento. Su vida es rutinaria. Carece de la emoción que
acompaña a la osadía. Para ellos siempre todo es lo mismo. El pasado les ofrece
un amparo seguro ante las inclemencias de la crítica. No se plantean otra forma
de vida, porque ni saben ni quieren hacer algo distinto de lo que hacen. Son
siervos de un tercero, pero siervos voluntarios que, en ocasiones, adquieren
cierto grado de fanatismo en defensa de la teoría que da vida a su comunidad.
Pero, mientras trabajan en ella, en avanzar un paso más en su dilucidación, en
encontrar una nueva aplicación suya, en pulirla, etcétera, se comportan como
el profesional que quizá se admira en algún momento ante la belleza de sus
concepciones (que no son suyas, sino del fundador), pero que, de inmediato,
sustenta avergonzado que no es otra cosa que la belleza inducida por la pura
lógica bajo el manto estricto de la verdad.
Los gnomos no son apasionados como los gigantes. Y no lo son por un hecho
sencillo. Ellos no sienten la profunda experiencia de la creación. No sienten
la experiencia casi mística de encontrar una explicación para interrogantes
que hunden sus raíces en la uniformidad de la naturaleza. Tan solo actúan
de exégetas, replicantes o docentes, y no necesariamente las tres cosas a la
vez. Por eso mismo los gnomos no pierden la cabeza ante la inmensidad

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de la imaginación creadora, como sí la pierden (incluso en sentido estricto)


los gigantes. Estos viven la emoción del hallazgo y pueden deleitarse en su
búsqueda de explicaciones. Incluso, pueden admirarse ante la simplicidad de
sus desarrollos frente a la complejidad de los dominantes. Y no sienten ninguna
vergüenza al hacerlo así.
Todo esto les está vedado a los gnomos por una razón muy sencilla. Ellos se
encuentran con el producto hecho y les queda la tarea rutinaria de adecentarlo,
catarlo y venderlo lo mejor posible.
No es, pues, cierto que la ciencia sea ajena a la belleza y a la emoción, y
que tan solo sea el reino de la verdad y de la objetividad de hielo. Las teorías
puestas en negro sobre blanco son objetivas y, si no son Verdaderas, con
mayúsculas, al menos de ellas puede predicarse que son hasta el momento
verdaderas. Pero las teorías son tan solo la punta del iceberg. Bajo ellas
hay pasión y tristeza, alegría y miedo, euforia y pesimismo... y todo ello
a ratos. Hay también ideales de simplicidad y de belleza. Lo que sucede
es que nada de eso se trasluce en los signos mediante los que la teoría se
expresa. Al final, la teoría es solo el esqueleto, la estructura, de muchas
cosas experimentadas, intuidas o imaginadas. La teoría, en definitiva, es a
la ciencia lo que la nivola es a la novela.

En conclusión
Que la emoción y la belleza no sean extrañas a la ciencia, que la ciencia no
sea el reino de la Verdad, con mayúsculas, que la imaginación y la especulación
no sean ajenas a la ciencia, no significa que no exista diferencia alguna entre la
poesía y la ciencia. Las hay, y son muchas y profundas. Cosa que, desde luego,
no va en menoscabo del valor de la ciencia ni de la poesía.
Todas esas diferencias, como los diez mandamientos, se resumen en una. La
ciencia —y su hija predilecta, la tecnología— es el instrumento humano que
ha contribuido más —no diré que mejor— a despejar incógnitas del universo
mundo y, en parte, a rediseñarlo a él y a nosotros mismos como parte suya.

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Ciencia y Poesía

Nada de eso hace la poesía que, en cambio, nos permite sentir en nuestro
yo minúsculo la grandeza inconmensurable de muchos mundos posibles e,
incluso, imposibles.
Por eso me resulta, incluso, incomprensible el afán de algunos científicos de
ser identificados como poetas y a la inversa.
Ciencia y poesía. Cada una en su casa y la belleza en la de todos.

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6. L a Di v i n a I n t e r se c c ión. Vi sion e s de l e ncu e n t ro
en tr e el a rt e y l a físic a

Alberto Rojo

En esta presentación, que escribo en clave ensayística, quiero visitar la íntima


conexión entre el arte y la física. Lo haré a través de ejemplos que ilustran
—algunos con más elocuencia que otros— la idea de que aquello que llamamos
«leyes de la naturaleza» son una colección de resúmenes descriptivos que en
más de una ocasión hemos elegido, entre muchas posibilidades, persiguiendo
un criterio de belleza. De ese modo, las leyes de la naturaleza serían un reflejo
de nuestro modo particular de registrar el universo. El físico Wolfgang Pauli
parecería insinuarlo cuando dice1: «Tanto el proceso de comprensión de
la naturaleza como la felicidad que el hombre siente al entender, esto es, la
realización consciente de conocimiento nuevo, parecería estar basada en una
correspondencia, en un ‘apareamiento’ de imágenes internas preexistentes en la
psique humana con objetos externos y con su comportamiento».
El criterio de belleza de una teoría está presente en los trabajos de muchos
físicos, para quienes parecería que, en el fondo, la búsqueda de la verdad es
la búsqueda de la belleza. El astrofísico Subrahmanyan Chandrasekhar (a
quien veía todos los jueves, sin atreverme a hablarle, a la hora del té en el
departamento de Física de Chicago en tiempos de mi postdoctorado) señala
lo que para él es un hecho increíble: aquello que la mente humana, en lo más

1 Wolfgang Pauli, «Writings on physics and philosophy», edited by Charles Enz v K. Meyenn (1994),
Berlin: Springer Verlag, p. 221.

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La Divina Intersección. Visiones del encuentro entre el arte y la física

profundo, percibe como bello, encuentra su realización en el mundo externo2.


Paul Dirac es todavía mas enfático; la belleza matemática como criterio de
validez de una teoría era para él «un tipo de religión»3. En un seminario que
dio en Moscú en 1955, ante la pregunta de resumir su filosofía de la física,
escribió en el pizarrón, con mayúsculas: «Las leyes de la física deben tener
belleza matemática». Esa parte del pizarrón esta todavía en exhibición en la
Universidad de Moscú.
Estas observaciones dan lugar a la objeción de que la belleza es algo subjetivo,
mientras que el criterio central de validez de una teoría física estriba en su
acuerdo con el experimento. De hecho, algunas teorías de las partículas sub-
nucleares de los años sesenta —a pesar de su atractivo estético superficial—
resultaron tener muy poco en común con la realidad. Sin embargo, en este
punto es interesante mencionar el caso de la así llamada «teoría de medida» de
la gravitación del físico Hermann Weyl. Poco después de presentarla, Weyl se
convenció de que su idea era incorrecta como teoría de la gravitación, pero como
era tan bella no la quería abandonar. Freeman Dyson (uno de los creadores de la
teoría de la electrodinámica cuántica) cuenta que Weyl le dijo: «En mi trabajo
siempre traté de unir la bello con lo verdadero; pero cuando tuve que elegir
entre uno y lo otro, siempre elegí lo bello». El ejemplo de la teoría de medida (o
invariancia de medida) es bueno porque, mucho después, el instinto de Weyl
resultó correcto y su teoría fue incorporada en la electrodinámica cuántica.

La simplicidad y las coincidencias


Uno de las claves del apareamiento del que habla Pauli está en la búsqueda
de la simplicidad. En la historia de la física abundan ejemplos donde la
simplicidad (o la economía de conceptos) es un criterio de elección entre

2 S. Chandrasekhar (1987), Truth and Beauty, Aesthetics and Motivations in Science, U. of Chicago Press,
p. 66.
3 P. A. M. Dirac (1982), «Pretty Mathematics», en International Journal of Theoretical Physics, 21, pp.
603-605.

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teorías. Siguiendo a Chandrasekar, uno podría preguntarse por qué aquello


que a los humanos nos resulta simple (o lo más simple posible) es lo verdadero.
En mi opinión, la búsqueda de la simplicidad está asociada a una omisión de
detalles, indispensable para la identificación de aquello de validez universal. El
caso más saliente es el de Galileo y la caída de los cuerpos. Usando una serie
de artificios experimentales, Galileo es capaz de simplificar el problema de la
resistencia del aire e imaginarse cómo sería la aceleración gravitatoria de los
cuerpos en el vacío. Y así, abstrayendo «detalles» de la realidad concluye que
los cuerpos caen con aceleración uniforme. Hay ecos de esta idea en la frase
de la pintora Georgia O’Keeffe4: «Nada es menos real que el realismo. Los
detalles confunden. Solo por selección, por eliminación, por énfasis, es que
llegamos al significado real de las cosas». Y Albert Einstein eleva la simplicidad
a la categoría de principio de la relatividad especial: «Si un sistema coordenado
K se elige de tal forma que en este las leyes físicas se escriben en su forma más
simple, las mismas leyes se cumplen en un sistema coordenado que se mueve a
velocidad constante con respecto a K»5 . Y diez años después, cuando construye
la teoría general de la relatividad, también lo hace guiado por un criterio de
simplicidad. De sus trabajos anteriores se desprendía que había una relación
entre la así llamada curvatura del espacio y la densidad de energía. Pero, ¿cómo
establecer esa conexión precisa? Entre las opciones, Einstein (con la ayuda
de Marcel Grossman) opta por la combinación más sencilla del «tensor de
curvatura de Ricci», y eso que para él (y luego a para sus colegas) es la opción
más simple, termina siendo la verdadera6.

4 La frase está en una de las galerías del museo Georgia O’Keeffe en Santa Fe (Nueva México) y está
citada en J. R. Leibowitz (2008), Hidden Harmony, The connected worlds of Physics and Art, Baltimore: The
Johns Hopkins University Press, p. 4.
5 A. Einstein, H. A. Lorentz, H. Minkowski & H. Weyl (1952), The Principle of Relativ-
ity: a collection of original memoirs on the special and general theory of relativity, Courier Dover Publications,
p. 111.
6 «A Stubbornly Persistent Illusion: The Essential Scientific Works of Albert Einstein», edited by Stephen
Hawking (2007), Philadelphia: Running Press Book Publishers, p. 42.

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La Divina Intersección. Visiones del encuentro entre el arte y la física

Ahora bien, en el proceso de descifrar el esqueleto causal de las regularidades


de la naturaleza persiguiendo un criterio de simplicidad y simetrías (algo
sobre lo que volveré mas adelante), puede haber pistas falsas, coincidencias
fortuitas que insinúan conexiones causales inexistentes. Si bien no existe
un procedimiento establecido para discernir entre las pistas falsas y las
verdaderas, toda coincidencia es una invitación a descifrar claves que muchas
veces conducen al vacío, pero otras a grandes descubrimientos. Un ejemplo
de una coincidencia fortuita es que el disco de la Luna y el del Sol tienen el
mismo tamaño en el cielo: la Luna es cuatrocientas veces más chica que el Sol
pero está cuatrocientas veces más cerca. Gracias a esta hermosa coincidencia,
la Luna cubre al Sol por completo en un eclipse. Hay otra coincidencia lunar
que, en cambio, es significativa: el período de rotación alrededor de su eje es el
mismo que el de revolución alrededor de la Tierra. Esto es debido a las fuerzas
de marea que tienden a alinear una Luna ligeramente oblonga en la dirección
que apunta hacia la Tierra. Como resultado, la Luna nos muestra siempre la
misma cara.
Una célebre coincidencia es el así llamado «Misterio Cósmico». En 1595
Kepler estaba preocupado por una cuestión que consideraba profunda: ¿Por
qué hay seis planetas? Kepler llega a su respuesta siguiendo una premisa mística
(Dios es geómetra) e invocando una correspondencia de simetría entre los
sólidos regulares (o sólidos platónicos) y las órbitas planetarias. Los sólidos
regulares (el cubo es uno de ellos) son cuerpos cuyas caras, todas idénticas,
son polígonos de lados iguales que pueden circunscribirse por un círculo (el
triángulo equilátero, el cuadrado, el pentágono, etcétera). Curiosamente, hay
solo cinco sólidos regulares: el cubo, el tetraedro, el octaedro, el dodecaedro y
el icosaedro. Para Kepler, estos se correspondían con los espacios entre planetas.
Por eso hay solo seis. Incluso, usando su construcción pretendió explicar los
tamaños de las órbitas. Según su método, primero uno pone la órbita de la
Tierra en una esfera y le ajusta un dodecaedro alrededor. Luego pone una
segunda esfera alrededor del dodecaedro y se obtiene la órbita de Marte. Luego
repite el proceso con el tetraedro y obtiene la órbita de Saturno. Y dentro de

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la esfera de la Tierra, Kepler pone un icosaedro y obtiene la órbita de Venus


y, finalmente, usando el octaedro la de Mercurio. La parte llamativa de la
historia es que los diámetros de las órbitas que obtenía estaban en muy buen
(aunque no perfecto) acuerdo con las reales. Hoy sabemos que hay más de seis
planetas y que la correspondencia era accidental. Kepler estaba impulsado por
un criterio de origen estético, y eso lo llevó a una teoría incorrecta. ¿Refuta esto
la conexión entre estética y ciencia? No (en mi opinión) ya que los tamaños de
órbitas en un sistema planetario no son un problema «fundamental» sino que
dependen de los detalles de cómo se formó el sistema solar y bien podría haber
sucedido que tuviera otro número de planetas y a distancias muy distintas.
Mi coincidencia favorita está detrás del descubrimiento del científico
escocés James Clerk Maxwell, en 1864, de que la luz es a la vez un fenómeno
eléctrico y magnético. A mediados del siglo xix se sabía que el magnetismo era
electricidad en movimiento: la fuerza de atracción y repulsión entre imanes se
debe al movimiento de cargas eléctricas en su interior. Unos años antes que
Maxwell, el físico alemán Wilhem Weber decidió comparar las fuerzas entre
cargas en movimiento y cargas en reposo. En otras palabras, ¿cuán rápido tienen
que moverse dos cargas eléctricas para que su fuerza eléctrica y magnética sean
idénticas? Weber diseñó un experimento y encontró que dicha velocidad era
muy cercana a trescientos mil kilómetros por segundo, idéntica a la velocidad
de la luz. En 1855 escribió: «Uno no debería albergar grandes expectativas
de establecer una conexión íntima entre óptica y electricidad a partir de
esta coincidencia numérica». Según Francis Everitt, uno de los biógrafos de
Maxwell, Weber no tenía una interpretación de esta velocidad7. En 1860, otro
físico alemán, Gustav Robert Kirchhoff hizo un cálculo de la velocidad de
propagación de señales eléctricas en cables y obtuvo también algo cercano a
la velocidad de la luz. Pero él tampoco le atribuyó un significado profundo a
este resultado. Cuando Maxwell escribió su trabajo Sobre las líneas de fuerza
(en cuatro partes) entre 1860 y 1861, encontró que de sus cálculos emergía una

7 Comunicación privada de Francis Everitt.

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La Divina Intersección. Visiones del encuentro entre el arte y la física

velocidad de propagación de ondas en el espacio pero escribió su trabajo en su


casa de campo en Escocia, donde no tenía el trabajo de Weber. Al regresar a
Londres e incorporar los valores numéricos se sorprendió profundamente al
encontrar que de sus suposiciones y cálculos emergía naturalmente la velocidad
de la luz. En 1862 Maxwell escribe: «Esta coincidencia no es meramente
accidental… y creo que ahora tenemos una fuerte razón para creer, ya sea que
mi teoría es verdadera o no, que el medio luminoso y el electromagnético son
lo mismo». Para Jorge Luis Borges, «las coincidencias obedecen al propósito de
que sepamos que hay un orden en el mundo, que hay una divinidad que quiere
ser, no reverenciada quizá, pero sí sospechada».

El arpa pitagórica y el cosmos


El sonido que escuchamos es aire en vibración. Vivimos en el fondo de
un océano de aire, la atmósfera, que ejerce presión sobre nosotros, que nos
comprime. Y los ruidos se originan en compresiones del aire que se propagan
de un punto a otro.
Cuando escuchamos un ruido brusco, la presión del aire en el oído aumenta
y disminuye varias veces de forma irregular. Antes y después del ruido,
durante el silencio, la presión en el oído es la presión atmosférica, la presión de
equilibrio.
Hay otro tipo de sonidos que la mente animal, no solo la humana, aprendió
a distinguir —y a preferir— a lo largo de milenios de evolución. Son los sonidos
musicales, en los que la presión que llega al oído varía en forma regular, periódica.
Los sonidos musicales que el oído humano es capaz de detectar corresponden a
oscilaciones que se repiten, aproximadamente, desde veinte a veinte mil veces
por segundo. Otra forma (algo caricaturesca, pero contiene lo esencial) de
representar una onda con un tono definido que llega al oído es por una fila de
chicos que corren. Los chicos están separados por la misma distancia (la longitud
de onda) y todos corren a la misma velocidad (la velocidad del sonido). En esta
representación, cada chico representa la compresión del aire que se propaga.

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Si los chicos están separados diez metros y se mueven a una velocidad de


trescientos metros por segundo (irreal para chicos, claro), pasarán por la puerta
(que juega el papel del oído) trescientas veces por segundo. Esa frecuencia del
paso por la puerta es la medida de cuán agudo o grave es un sonido. Una
frecuencia de trescientas veces por segundo corresponde aproximadamente al
tono del mi, de la primera cuerda al aire de la guitarra. La primera cuerda luego
de ser pulsada, vibra hacia arriba y hacia abajo trescientas veces por segundo.
En cada oscilación empuja la tapa de la caja de la guitarra y la tapa de la
guitarra empuja al aire y lo induce a emitir sonido de esa frecuencia.
Como todos los sonidos se propagan a la misma velocidad en el aire, es claro
que el tono de un sonido musical (su frecuencia) va de la mano de la longitud
de onda del sonido. Cuanto más corta es la longitud de onda, más grande es su
frecuencia, y más agudo es el sonido.
Ahora consideremos dos líneas de chicos. Si la distancia entre chicos en
una línea es la mitad que en la otra, la frecuencia con la que pasan por la
puerta es el doble. Esto quiere decir que hay coincidencias en uno de cada dos
chicos que pasan por la puerta. Esa coincidencia es percibida como agradable
para el oído y constituye el intervalo básico, la consonancia por excelencia de
la música: la «octava». El oído reconoce los sonidos separados por una octava
como equivalentes, y por eso reciben el mismo nombre en la escala musical.
(Para los aficionados a los musicales de Broadway, recordarán las primeras dos
notas de «Sobre el arco iris», que están separadas una octava.)
El siguiente paso natural sería agregar el triple de frecuencia. Y ahí aparece
un nuevo intervalo. Si B es el doble de A y C es el triple de A, entonces la relación
entre C y B es de 3/2. Dos frecuencias cuyo cociente es 3/2 constituyen el así
llamado intervalo de «quinta». (Los aficionados a la música habrán escuchado el
intervalo de quinta al principio de «Así habló Zaratustra», de Richard Strauss,
que además es la banda de sonido de la película 2001, Odisea del Espacio.) Si
bien las nociones de ruido y música son «subjetivas», la gramática musical es
capturable por descripciones precisas, o «matemáticas», como irregularidad y
periodicidad.

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La Divina Intersección. Visiones del encuentro entre el arte y la física

Pitágoras, en el siglo vi a. C., notó que los intervalos consonantes


(agradables al oído humano) corresponden a longitudes de las cuerdas del arpa
relacionadas por cocientes de número chicos, como los cocientes 2, 3/2 y 4/3
que encontramos. Pero en tiempos de Pitágoras no se sabía que el sonido era
una onda, de modo que no se hablaba de frecuencias sino solo de longitudes
de cuerdas.

Fig. 1

En nuestro modelo del sonido con un tono definido como una línea de
chicos, vemos que si la frecuencia es el doble (como B respecto de A), la
distancia entre chicos es la mitad. Si la frecuencia es 3/2 (como C respecto
de B), la distancia es 2/3. La distancia entre chicos (si se mueven a la misma
velocidad) está entonces en relación inversa con la frecuencia. Lo mismo ocurre
para las cuerdas de un arpa (siempre que las cuerdas sean idénticas y estén a la
misma tensión) o de otros instrumentos de cuerdas. Un arpa con las tres notas
consonantes fa, do, fa, tendrá tres cuerdas en longitudes 1, 2/3, 1/2, donde «1»
se refiere a la longitud de la cuerda más larga, que es la más grave
Una escala musical puede entonces construirse «agregando» una quinta
encima de otra, lo que matemáticamente es multiplicar por 3/2. Y como los
sonidos que difieren en una octava son equivalentes cada vez que el número

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obtenido supere a 2, lo dividimos entre 2 para mantenerlo en la misma octava.


Por ejemplo, como (3/2)2=2.25, para mantenerlo dentro de la octava inicial
dividimos por 2 y obtenemos 9/8.
Si se construye una escala con este proceso de agregado consecutivo de quintas
ocurre algo muy interesante. Los números que aparecen para las frecuencias son
«raros», pero en los cocientes sucesivos de frecuencias (o longitudes) aparecen
cinco cocientes 9/8 (el tono), y dos intervalos correspondientes al cociente
256/243, llamado el «semitono pitagórico».

Fig. 2

La estructura simétrica de esta escala de siete intervalos, que resulta del


proceso de crear tonos consonantes sucesivos separados por quintas, inspiró a
Pitágoras a vincular la música con el movimiento del Sol, la Luna y las cinco
estrellas «viajeras», los así llamados «planetas», que se movían respecto del
fondo de estrellas fijas del cielo.

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La Divina Intersección. Visiones del encuentro entre el arte y la física

Los pitagóricos entendían de dónde venía la luz de la Luna, el origen


de los eclipses, y tenían una buena idea de la distancia de la Tierra al Sol
y a la Luna. Pero ante todo, estaban interesados en el funcionamiento de
este gran sistema e imaginaron que una máquina gigantesca daba origen a
la rotación de la Tierra dentro de la esfera de las estrellas fijas. La Luna, el
Sol y los planetas correspondían a otras esferas de cristal transparente que
rotaban con autonomía; las que estaban más cerca de la Tierra se movían
más rápido. Según este sistema, el universo observable se componía de
siete esferas. Ahora bien: ¿por qué siete y no seis u ocho esferas? Por la
misma razón que hay siete notas: el orden observado por los astrónomos
sería la expresión de una armonía cósmica y la secuencia planetaria nada
más ni nada menos que una escala musical. Incluso la separación entre el
Sol y la Tierra correspondía a un intervalo de quinta. Así nació la llamada
música de las esferas, un concepto que, si bien tiene poco de lo que hoy
llamamos ciencia, es una metáfora del orden del cosmos, del hecho de que
existen leyes matemáticas en el movimiento y de la estructura del cielo. Es
acaso justo afirmar que fue el anticipo de lo que los físicos luego llamarían
«mecánica racional».
La historia de la construcción de las escalas musicales es más larga y llena de
sutilezas. Pero la base está en el agregado sucesivo de intervalos de quinta. No
existe una explicación aceptada de por qué ciertos intervalos son más o menos
agradables al oído humano. Y menos todavía una respuesta a la pregunta: ¿qué
es la música? Para mí, la idea de que hay una estructura traducible a números
y fracciones, de que lo agradable de algún modo está asociado a repeticiones
y coincidencias, indica que la música es ante todo ritmo. El ritmo está en los
golpes periódicos del timbal y del bombo y en la repetición de las vibraciones
que constituyen un tono. El arte de la melodía es un juego de transiciones entre
esas periodicidades; la armonía es la superposición de esos ritmos vibratorios,
y la música es esa continua transición, como en un cuadro de Escher, de un
paisaje sonoro a otro.

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El bastidor del cielo


A medida que nos alejamos de un objeto lo vemos más pequeño. ¿Por qué?
Porque la luz se propaga en línea recta. Cada punto de un objeto iluminado
emite luz en todas las direcciones, y una fracción de ese puercoespín de rayos
llega al ojo. Sabemos que un auto se nos acerca porque los rayos que nos llegan
al ojo desde el faro izquierdo forman un ángulo cada vez mayor con los que
vienen del faro derecho, y gradualmente ocupan una fracción mayor del campo
visual, de esa pantalla viva que aparece cada vez que abrimos los ojos.  
Esa coreografía geométrica de líneas de luz es la clave de la perspectiva,
perfeccionada en el siglo xv por Filippo Brunelleschi8, mediante la cual, gracias
a un juego racional de ángulos y paralelismos, se crea la ilusión tridimensional
en el cuadro.  
El uso de precisiones trigonométricas en la pintura es un caso de intersección
entre la ciencia y el arte. Por un lado, se incorpora un euclídeo realismo espacial
en la pintura. Y por otro, en (al menos) dos casos para mí muy llamativos, el
uso de las leyes de la perspectiva gravita sobre la ciencia.
El primer caso se conmemora este año: en noviembre de 1609, Galileo
apuntó al cielo un telescopio y vio la Luna veinte veces más grande. Si bien
desde un punto de vista estrictamente científico, su descubrimiento de los
satélites de Júpiter y de las fases de Venus fue más importante, su observación
de que la Luna tenía cráteres fue más resistida, ya que la Luna como perfecta
esfera era símbolo de la Imaculada Concepción9.
Ahora bien, el primero en ver la Luna por un telescopio no fue Galileo,
sino el inglés Thomas Harriot, en julio de 1609. En su dibujo, el borde curvo
entre la parte iluminada y la sombra es irregular y sinuoso10. Pero Harriot no
dice por qué. Bien podría tratarse de una imperfección de la imagen, ya que

8 Véase, por ejemplo, J. V. Field (1996), The Invention of Infinity, Mathematics and Art in the Renaissance,
Oxford University Press, pp. 20-40.
9 E. Panovsky (1956), Galileo as a Critic of the Arts. Aesthetic Attitude and Scientific Thought, Isis, 47,
pp. 3-15.
10 Samuel Y. Edgerton (1984), «Galileo, Florentine ‘Disegno’ and ‘Strange Spottednesse’ of the
Moon», en Art Journal, 44, pp. 225-232.

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La Divina Intersección. Visiones del encuentro entre el arte y la física

las lentes eran todavía rudimentarias. Galileo, en cambio, vio otra cosa, y lo
pintó en siete imágenes en sepia con la maestría de un acuarelista profesional.
Lo importante es que su familiaridad con la perspectiva, ya muy avanzada en
Italia, le permitieron descifrar el origen de las sinuosidades: son las sombras de
cráteres. En Inglaterra, en cambio, mientras en la literatura tenían a Milton
y a Shakespeare, la pintura era todavía de un estilo gótico y la perspectiva
prácticamente no se usaba.
El segundo caso es el del «método del cúmulo móvil» ideado por el astrónomo
norteamericano Lewis Boss11 en 1908 para calcular distancias a cúmulos
de estrellas que se mueven en el espacio. La idea del método es la siguiente:
Estoy sentado en el campo, cerca de una ruta recta, una noche completamente
oscura. Veo a lo lejos las luces de una ambulancia (dos de posición y la sirena)
que se aleja. Solo veo tres puntos (las luces) que se mueven y alcanzo a escuchar
el tono de la sirena (un perfecto fa sostenido). Sé que esa marca de sirena,
cuando la ambulancia está quieta, da un sol (más agudo que un fa). Con esos
datos, ¿seré capaz de determinar la distancia que me separa de la ambulancia?
La respuesta es sí. La primera clave está en el cambio de tono de la sirena,
que indica la velocidad a la que se aleja de mí. Para la segunda clave, con mi
cámara digital (fija con un trípode) saco dos fotos sucesivas (digamos, una un
segundo después de la otra) de los tres puntos. Tengo así el ángulo en que se
desplazó la ambulancia en un segundo. Para determinar la distancia me falta la
dirección en la que se está moviendo la ambulancia. Y aquí entra la perspectiva
de Brunelleschi: superpongo las dos fotos, y luego conecto cada punto con su
sucesivo y genero así tres rectas que se encuentran en el proverbial punto de
fuga. En los cúmulos hay más puntos luminosos en juego pero la idea es la
misma, y las rectas se unen en el punto de fuga del bastidor del cielo. La lección
de la perspectiva es que, si miro en dirección de dicho punto, estoy mirando
en la dirección paralela al movimiento de la ambulancia (o del cúmulo de
estrellas). Tengo así todos los datos necesarios para determinar la distancia.

11 Lewis Boss (1908), «Convergent of a Moving Cluster», en Taurus Popular Astronomy, 16, pp. 566-569.

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En astronomía, el rol del tono de la ambulancia lo juega la «huella digital»


luminosa típica de cada estrella, y el cambio de tono al alejarse es el llamado
«efecto Doppler»: del mismo modo que un sonido se vuelve más grave si la
fuente que lo emite se aleja del que lo escucha, la luz se vuelve más «rojiza» (su
frecuencia disminuye) si la fuente se aleja del que la ve.
Si bien el método está hoy superado, durante parte del siglo xx se usó
para determinar la distancia al así llamado cúmulo de las Hyades y de las
Pléyades.

Física y poesía
Tres de mis metáforas preferidas son de físicos. La primera es «la flecha del
tiempo», acuñada por el astrónomo británico Arthur Eddington en 1927 para
distinguir la dirección del flujo del tiempo en un mapa relativista del mundo12.
La segunda es el universo como libro, una metáfora usada en el medioevo
pero perfeccionada por Galileo al enunciar que el libro de la naturaleza
está escrito en lenguaje matemático. La tercera es de Werner Heisenberg, el
científico que muchos consideran el menos poético: «Luz y materia son ambas
entidades individuales y la aparente dualidad emerge de las limitaciones de
nuestro lenguaje». La cita es de la introducción a «The Physical Principles of
the Quantum Theory», donde expone el detalle de una nueva física con un
rigor matemático casi dictatorial, despojado, según cierto consenso, de todo
contenido estético.
En la búsqueda de teorías siguiendo un criterio de simetría y simplicidad,
la física va desplegando los precisos tejidos de un tapiz coherente, un mapa
de la realidad que estaba implícito en una intricada madeja de metáforas,
intuiciones literarias y extrapolaciones fantásticas de la realidad. «Ves, hijo
mío, aquí el tiempo se vuelve espacio», dice Wagner en Parsifal. Y Poe en
Eureka: un Poema en Prosa, propone, en 1848, la solución aceptada hoy

12 A. S. Eddington (1928), The Nature of the Physical World, The Mac Millan Company, p. 69.

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La Divina Intersección. Visiones del encuentro entre el arte y la física

para la llamada «paradoja de Olbers»: si el tamaño del universo es infinito


y las estrellas están distribuidas por todo el universo, entonces deberíamos
ver una estrella en cualquier dirección y el cielo nocturno debería ser
brillante. Sin embargo, el cielo es oscuro. ¿Por qué? «La única forma —dice
Poe— de entender los huecos (voids) que nuestros telescopios encuentran
en innumerables direcciones, sería suponiendo una distancia al fondo
(background ) invisible tan inmensa, que todavía ningún rayo proveniente
de ahí fue capaz de alcanzarnos». Ernesto Cardenal, muchos años después
habría de citarlo en La música de las esferas: «Pero es oscura la noche y el
universo, ni infinito ni eterno».
Los trabajos de Heisenberg, en cambio, no parecen emerger de esa tradición.
Steven Weinberg lo enfatiza en El sueño de una teoría final. Heisenberg no
acude a visualizaciones ni a extrapolaciones de intuiciones previas sino que
procede, dice Weinberg, como un mago que no parece «estar razonando en
absoluto, sino que salta todos los pasos intermedios para llegar a una nueva
intuición sobre la naturaleza».
Por eso me fascina la alusión de Heisenberg a una limitación del lenguaje al
referirse a una aparente dualidad física. La poesía es precisamente la exploración
de las limitaciones del lenguaje, el ensayo de insistentes permutaciones que
prolonguen el alcance de la inteligencia, la búsqueda de micro-revelaciones, la
intención de expresar lo inexpresable. Será por eso que en más de una ocasión,
lo que empezó como artificio de la imaginación poética convergió en síntesis
científica de la realidad. El último círculo del «Infierno» de Dante tiene la
estructura geométrica de una esfera en un espacio de cuatro dimensiones
(la así llamada «S3»), anticipando la posible curvatura de nuestro espacio
tridimensional. Y en «El jardín de senderos que se bifurcan», Borges concibe
un laberinto temporal llamativamente similar al de los «muchos mundos»
cuánticos, propuesto años después por Henry Everett III.
Se dijo que la ciencia y la poesía sirven a divinidades contrarias: la inteligencia
y las emociones. O, si se prefiere, a la realidad y a la ficción. Pero los grandes
poemas son miradas profundas de la realidad, y los grandes avances científicos

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redefinen los límites de la imaginación, de manera que existe un borroso territorio


de intersección, un hábitat compartido por la ciencia y por la poesía.
Alguien contrario a esta coexistencia es, curiosamente, Samuel Taylor
Coleridge, quien, en su Definiciones de poesía, propone que la poesía está
«opuesta a la ciencia», ya que el propósito de la de la ciencia es «adquirir
o comunicar la verdad», mientras que el de la poesía es comunicar «placer
inmediato». Y digo «curiosamente», porque Colerigde mismo habla de la fe
poética como el «suspenso de la incredulidad», y de esa proverbial suspensión en
la que se acepta la ficción como realidad germinaron estructuras conceptuales
de la física moderna: las «florentinas curvaturas» del espacio, la relatividad del
tiempo, los «agujeros gusano». Richard Feynman, físico tan excéntrico como
profundo, pertenece a la vertiente opuesta. Para él, la ciencia nos enseña que la
imaginación de la naturaleza supera a la del hombre, y en su ensayo «El valor
de la ciencia» se queja de que los poetas no intentan retratar la imagen presente
del universo, y los convoca a cantar los valores de la ciencia.

Einstein, la ficción y el suspenso de la incredulidad

La teoría de la relatividad se aplica en su totalidad


al universo de la ficción.
Jean Paul Sartre

La ciencia y el arte, la física y la poesía sirven a una misma divinidad, en el


sentido de que uno de los propósitos cardinales de la poesía es provocar en el
lector la fe en las verdades de la naturaleza. En el suspenso de la incredulidad
de Coleridge el espectador acepta la ficción como una realidad. Nuestra
incredulidad está en suspenso cuando nos conmueve una música, un poema
o una película. Si nos paraliza de miedo una escena de Drácula o alguna vez
lloramos la muerte de Valjean en Los Miserables, es porque nos entregamos
dócilmente al mundo ilusorio de la ficción y lo aceptamos como una realidad.

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La Divina Intersección. Visiones del encuentro entre el arte y la física

Este es el punto de intersección entre el arte y la ciencia en el que quisiera


detenerme, el punto en el que se encuentran la ficción y la realidad, y argumentar
que esa intersección esta corporizada en los trabajos de Einstein de 1905.
En el primer trabajo (enviado en marzo), Einstein propone una nueva visión
sobre la estructura de la luz. El título del trabajo es «Un punto de vista heurístico
sobre la producción y la transformación de la luz». Es interesante que Einstein
considere su trabajo heurístico: la heurística es el arte de inventar, y deriva
de heuriskein, cuyo pretérito perfecto es eureka. En este trabajo —el único al
que, con júbilo pero sin la euforia de Arquímedes, consideró revolucionario—
Einstein propuso dos nuevos elementos. En primer lugar, la hipótesis de la
«luz cuántica»: la luz tiene una estructura granular, los llamados «cuantos»,
paquetes con cantidades fijas de energía que luego se llamarían fotones13. El
segundo punto del trabajo, el paso revolucionario (al que Einstein consideró
heurístico), es considerar que cuando la luz se emite o absorbe lo hace en
cantidades fijas, del mismo modo que los automóviles salen de a uno de la
planta de fabricación y llegan de a uno a los concesionarios de venta, pero
nunca llegan o salen en fracciones de automóvil. El trabajo contiene varias
predicciones, incluyendo la ley del efecto fotoeléctrico, que fue confirmada por
el experimento años más tarde.
Ahora bien, la idea de división en cantidades fijas de energía es anterior a
Einstein. En 1900, Max Planck, estudiando la distribución de energía entre
los distintos colores emitidos por un cuerpo incandescente, propuso dividir
la energía en cantidades enteras14. Con esta suposición llego a una fórmula
que se ajustaba perfectamente al experimento. Sin embargo, para Planck, la
interpretación de esas cantidades enteras no estaba clara. La introducción de
estas cantidades (los cuantos) fue para Planck, en sus propias palabras, un
«acto de desesperación» y trató repetidas veces, y hasta con obstinación, de
acomodarlos dentro de la física clásica. Su intento fracasó. En su discurso del

13 El termino fotón aparece por primera vez en 1926, en un trabajo de Gilbert Lewis.
14 Planck’s Original Papers on Quantum Physics, German and English Edition, translated by D. Ter Haar
and S. G. Brush, John Wiley & Sons, New York (1972).

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premio Nobel, en 1918, Planck dijo con elocuencia (los énfasis son míos)15: «El
fracaso de este intento me enfrentó a un dilema: o los cuantos eran magnitudes
ficticias y, por lo tanto, la deducción de la ley de la radiación era ilusoria y un
simple juego con las fórmulas, o en el fondo de este método hay un verdadero
concepto físico… La experiencia decidió por la segunda alternativa… El primer
avance en este campo fue hecho por Albert Einstein».
Con gran refinamiento conceptual, Einstein propone los cuantos, que existían
en forma de ficciones matemáticas y los acepta como parte del mundo real.
El segundo trabajo, publicado en junio, versa sobre la teoría de la relatividad,
con la que el público masivo asocia a Einstein. El artículo, uno de los logros
intelectuales más importantes de la humanidad, empieza con una frase de
contenido estético:

«La electrodinámica de Maxwell, aplicada a cuerpos en movimiento,


conduce a asimetrías que no parecen ser inherentes al fenómeno.»

Esta asimetría puede ilustrarse con un simple experimento, que Einstein


describe en el primer párrafo del artículo. Un imán en movimiento genera
una corriente eléctrica en un lazo de alambre que está quieto. Si, en cambio, el
imán está quieto y el lazo de alambre está en movimiento, la misma corriente
circula por el alambre. Según la teoría de Maxwell, estos dos fenómenos son
físicamente distintos; en uno el imán esta en reposo en el éter (un medio
estático de referencia en el que se propaga la luz y respecto del cual se mueven
los planetas), y en el otro el imán esta en movimiento respecto del éter. En
la teoría de Maxwell, ambos fenómenos corresponden al mismo valor de la
corriente pero usando explicaciones completamente diferentes. Para Einstein
esta asimetría era inaceptable: si la corriente es la misma en ambos casos,
entonces debe tratarse del mismo fenómeno visto desde perspectivas diferentes,

15 M. Planck, «The origin and development of the Quantum Theory», translated by H. T. Clarke and L.
Silberstein., being the Nobel Prize Address of 1920. Oxford, Clarendon Press (1922).

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La Divina Intersección. Visiones del encuentro entre el arte y la física

desde distintos sistemas de referencia, y la idea del éter es superflua. Si el éter no


existe, no existe el reposo absoluto; al fin y al cabo, si algo está quieto debemos
decir respecto de qué está quieto. Todos los sistemas de referencia, procede
Einstein, son entonces equivalentes. Luego agrega un segundo postulado: la
velocidad de la luz es la misma independientemente de la velocidad de la fuente
que la emite. A partir de dos enunciados, tan sencillos como audaces, Einstein
nos conduce por un camino de lógica impecable hasta concluir que tiempo, el
tic-tac de un reloj, no es un fenómeno absoluto: si Alicia y María tienen relojes
idénticos y Alicia pasa en una bicicleta muy rápido cerca de María, María ve
que el tic-tac de su reloj es más rápido que el de Alicia, y Alicia ve que el tic-tac
de su reloj es mas rápido que el de María.
¿Cuánto mas rápido? Einstein deduce las ecuaciones, que indican que para
que la diferencia sea perceptible, Alicia tiene que moverse a una velocidad
cercana a la de la luz. Lo llamativo es que esas ecuaciones existían antes del
trabajo de Einstein, y esto nos conduce de nuevo a la intersección entre ficción
y realidad. En 1895, el físico holandés Hendrik A. Lorentz, con el objeto de
explicar unos experimentos de Michelson y Morley, había deducido unas
ecuaciones (idénticas a las de Einstein) en las que el tiempo aparecía como
una variable matemática que dependía de la velocidad y la posición. Lorentz
distinguía entre un «tiempo verdadero» (el que mide un reloj en reposo en el
éter) y un «tiempo local» que depende del lugar donde ocurre un evento. El
punto crucial es que, para Lorentz, el tiempo local era una ficción matemática
usada para simplificar una ecuación. Einstein acepta esa ficción como realidad
y la incorpora a su universo relativista.
El tercer trabajo, escrito en septiembre, contiene la ecuación más famosa
de la historia de la ciencia: en la que Einstein propone la equivalencia entre la
inercia (o la masa, m, de un cuerpo) y su contenido de energía, E. De nuevo,
Einstein no es el primero en escribir esta ecuación16. En 1900, Poincaré publicó

16 P. Gallison (2003), «Einstein’s Clocks, Poincare’s Maps. Empires of Time», W. W. Norton and
Company Ltd. London.

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un trabajo no muy conocido en el que escribe la célebre ecuación, partiendo


del hecho de que la luz hace presión sobre los objetos17. De nuevo aparece,
textualmente, la idea de ficción. Dice Poincaré: «podemos considerar la energía
electromagnética como un fluido ficticio (fluide fictif )» con una masa y una
energía de tal modo que... Einstein incorpora esta ecuación al mundo real,
descifrando un acertijo de la naturaleza, develando una clave de la realidad
que, en este caso, llevó al descubrimiento de las transmutaciones nucleares y,
cuarenta años después, a una trágica aplicación práctica.
En los tres trabajos más importantes del año admirable de Einstein
confluyen la realidad y la ficción de un modo sin precedentes en la historia del
conocimiento. Esa confluencia es solo posible cuando la imaginación desdibuja
los límites entre disciplinas como la ciencia, la filosofía y el arte, y se concibe
al pensamiento y la búsqueda de la verdad como una actitud única. Ahora
bien, ¿por qué razón la simplicidad, la simetría y la belleza son cualidades de
las teorías correctas? Ese es un gran misterio, en cuya solución quizás haya
ecos de la oda «A una urna griega», de John Keats, que, en traducción de Julio
Cortázar, dice:

La belleza es verdad y la verdad belleza...


Nada más se sabe en esta tierra
y no más hace falta.

17 H. Poincaré (1900), «La theorie de Lorentz et le Principe de Réaction», Arch. Néer. Sci. Exactes
Nat. 2, 252. Véase también el artículo «Did Einstein really discovered ‘E=mc2’?», Am. J. Phys. 56, 114
(1988).

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7. C i e n c i a y a rt e e n l a nom e ncl at u r a
botá n ic a

Fernando Calderón Quindós

1. Introducción
Un joven enamorado busca en su jardín una rosa roja. Si la encuentra,
su amada bailará con él en la fiesta anunciada por el príncipe. El blanco y el
amarillo hermosean su jardín, pero en el rosal de las rosas rojas las flores no
han brotado esa primavera. Un ruiseñor atento, trovador del amor verdadero,
conoce la desesperanza del joven. El rosal le ha confiado un secreto. Si arrima
el pecho a las espinas, y si en ellas hunde su corazón mientras canta, al alba
habrá nacido una rosa roja. El ruiseñor no lo duda y se entrega al dolor sin
importarle su destino. No en vano, el acto del amor encuentra en sí mismo
su propia retribución. El joven se levanta y advierte la presencia de la rosa,
incomparable por su belleza a cualquier otra flor que sus ojos hayan visto antes.
Es entonces cuando exclama: es tan bella esta rosa roja, que estoy seguro de que
debe tener en latín un nombre enrevesado. Contento de su fortuna, llama a la
puerta de su pretendida, que le contesta con un desaire: el rojo de la rosa no
armoniza bien con su vestido. Dolido por la afrenta, el joven arroja su obsequio
a un arroyo, y la rosa acaba aplastada por la rueda de un pesado carro mientras
el ruiseñor yace en el rosal.
Esta es, a grandes rasgos, la historia de El ruiseñor y la rosa, cuento publicado
por Oscar Wilde en 1888. De forma inconsciente o voluntaria, el autor irlandés
trae a la memoria del lector una vieja discusión dieciochesca. Las flores son
bellas, pero el obstáculo del nombre se opone a su contemplación; a su luminosa
belleza se opone un estorbo léxico que las ensombrece. El fasto de la palabra

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Ciencia y arte en la nomenclatura botániica

obra un efecto contrario al que se desea, que es convertir la botánica en la ciencia


del pueblo, preservar de las flores su condición de emblemas sentimentales.
Así, lo quieren autores como Bernardin de Saint-Pierre o Jean-Louis-Marie
Poiret. En consecuencia, frente a los áridos ensayos de botánica que recorren el
siglo xviii, va a surgir una literatura sentimental de culto a las flores. Y como
réplica a la imagen del botánico, esa prosa edulcorada elegirá protagonistas
femeninas sin formación científica: una vendedora de flores, una marquesa
ignorante que desea aprender, o una niña que recibe sus primeras lecciones
en medio de un campo florido. Esa literatura naïve expresa el desencanto que
produce la literatura científica que le es contemporánea, y pretende salvar el
abismo que aleja de los encantos de la botánica a quien desea cultivar su gusto
natural por las flores. Pues bien, parte de ese abismo lo ocupa la nomenclatura,
«el nombre enrevesado» y latino que el paseante oye sin que le diga nada, como
una palabra oscura de la que ignora su etimología, su poder evocador, su red
de relaciones con los nombres que él conoce y de los que puede esperar un
recuerdo o una imagen.
Bernardin de Saint-Pierre es solo un oficial del cuerpo de ingenieros de
Francia cuando viaja a Isla Mauricio. El futuro intendente del Jardín de
Plantas de París apenas tiene entonces un ligero conocimiento de botánica y,
sin embargo, habla de ella. «La historia natural —declara— es un libro donde
todo el mundo puede leer»1. Sus caracteres son diáfanos, transparentes. Antes
de que el cristal de la ciencia haga palidecer las plantas, estas se encuentran ahí
dispuestas para ser leídas por quien desee hacerlo. Y si Saint-Pierre confunde
la historia natural con la naturaleza, la ciencia con su objeto, la razón estriba
en que para él la naturaleza es patrimonio de la humanidad entera. Un deseo
de restitución, un deseo de reapropiación colectiva de la naturaleza parece
estar detrás de esta falsa identificación. Saint-Pierre quiere acercar la ciencia
al pueblo, y sus iniciativas estarán siempre presididas por este objetivo. Su
Explicación de algunos términos de marina responde precisamente a ese afán

1 B. Saint-Pierre, Voyage à l’Île de France [1ª ed. 1773], Clermont-Ferrand, Paleo, 2008, p. 6.

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Fernando Calderón Quindós

personal. Explicar significa acudir a las etimologías, pero las suyas no tendrán
ese barniz erudito del que no se aprende nada. Él busca las etimologías que
son «conformes al espíritu del pueblo», porque solo así podrá el lector de tierra
firme cobrar simpatía por un lenguaje que no emplea. El latín y el griego
no interesan a Saint-Pierre. Sus etimologías no persiguen el rigor científico,
sino acercar el nombre a las cosas para explicarlas así mejor2. Un principio
de utilidad y de servicio público gobierna su modesta contribución a la gran
época de los diccionarios. En el caso particular de la botánica, la naturaleza
interviene como cómplice de las aspiraciones filantrópicas. Las plantas forman
parte del paisaje diario; el hombre las tiene a la vista, y la vista se regocija con
su presencia. El nombre vernáculo está próximo a la planta, unido a ella, y
los dos comparten un prestigio que el nombre latino no tiene. En el corazón
del hombre sensible, la azucena blanca será siempre un nombre más apreciado
que el inexpresivo Lilium candidum. La sensibilidad estética no desea quedar
frustrada en sus expectativas, de ahí que el nombre latino se perciba como un
impedimento.
En una época en que el latín ha perdido ya una importante cuota de autores y
de lectores, la lengua de Cicerón mantiene su presencia en los libros de botánica.
La botánica se escribe en la lengua de cada pueblo ya en el siglo xviii, pero los
nombres de las plantas reciben un bautismo latino que disgusta a quien solo se
maneja en su propio idioma. A mediados del siglo xix, cuando la comunidad
naturalista se felicita retrospectivamente por el éxito de la nomenclatura
binomial, algunas voces periféricas expresan aún su desacuerdo. La Historia
natural, cómica y filosófica de los profesores del jardín de plantas, publicada por
Isidore de Gosse en 1847, es quizás el ejemplo más ilustrativo. Su prosa cáustica
se ceba con la nomenclatura binomial, de la que se sirve para ridiculizar a los
naturalistas. El autor hace corresponder a cada profesor del jardín de plantas un
binomio latino de su propia invención, y a todos los profesores así nombrados
los reúne en un acto ficticio de conjura. El orden del día contempla un solo

2 Cf. B. Saint-Pierre, «Explication de quelques termes de marine», en Voyage à l’Île de France, p. 355.

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Ciencia y arte en la nomenclatura botániica

punto: preservar los «misterios de la ciencia» mediante un lenguaje enrevesado.


La caricatura mordaz de los personajes, la atmósfera fanática de la conjura, la
arenga ridícula de quien la preside, toda la ficción, en fin, persigue un único
objetivo: demostrar que la lengua de los botánicos obedece a su mezquindad,
que la vanidad del científico encuentra en los binomios su forma de expresión
más acendrada. «Los más hábiles neólogos científicos —escribe de Gosse con
ironía— son los botánicos. Han creado una lengua tan bella, tan dulce, tan
compleja, que los propios autores se encuentran frecuentemente en apuros
y, padres bárbaros, desconocen su progenie»3. Exagerada sin duda, injusta
también, la opinión de de Gosse no deja por ello de reflejar la recepción hostil
de la nomenclatura en parte de una sociedad que adora lo vegetal, y que desea
mantener su relación con las plantas sin incorporar a su léxico ni el binomio
ni el latín. La belleza de la rosa roja no solo armoniza mal con el vestido de la
joven; tampoco está de acuerdo con su nombre latino, cualquiera que este sea.
En la discusión organizada en torno a la nomenclatura, los autores de libros
elementales subrayarán la incongruencia que advierten entre los nombres latinos
de difícil memorización, áridos y a menudo inexpresivos, y el cromatismo,
belleza y frecuente pequeñez de los elementos nombrados. Pero esta literatura
menor, concebida a menudo para un público femenino, solo es una parte de
la historia social de la nomenclatura. Para una gran mayoría, los atributos del
reino vegetal pueden ser disfrutados a pesar del nombre latino, y el hombre
o la mujer pueden incluso ampliar sus conocimientos y participarlos gracias
precisamente a que ese nombre existe. Pero para que tal cosa pudiera ser así,
hizo falta primero inventar una nomenclatura fácil, práctica y operativa, y
lograr después que esa nomenclatura se normalizase y empleara con exclusión
de todas las demás. Linneo satisfizo la primera aspiración, y los botánicos del
xviii completaron la empresa prestando su conformidad y adoptando ellos
mismos las fórmulas binarias del genio sueco.

3 I. S. de Gosse (1847), Histoire naturelle, drolatique et philosophique des professeurs du Jardin des Plantes,
París: Gustave Sandré, pp. 20, 21 y 23.

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Fernando Calderón Quindós

2. La nomenclatura, «vestíbulo» de la botánica


Alexander von Humboldt desea dar a conocer a sus colegas naturalistas la
cuenca hidrográfica del Amazonas, pero tropieza con una dificultad que no
esperaba. Las tribus que habitan las márgenes de los afluentes hablan cada
una su propia lengua. Al «laberinto acuático», se suma una babel del nombre,
un dédalo que exige entrevistarse con los indios más inteligentes, averiguar el
significado de las terminaciones léxicas, hacer observaciones propias, cotejar
los informes obtenidos con la información que arrojan los mapas de que se
dispone. Humboldt acusa de impostura a sus predecesores. Los cartógrafos
han anotado en sus mapas el nombre de ríos que no existen, han efectuado
correspondencias falsas entre las aguas tributarias del Amazonas y los nombres
empleados para designarlas, y han inventado ríos, ensenadas y fondeaderos
a fin de dar a sus trabajos cierta apariencia de acabamiento. «Hasta tiempos
más recientes —concluye— los viajeros no han comprendido la importancia
de una toponimia correcta»4. Años antes, la botánica se había enfrentado a
un problema análogo que sus actores supieron resolver con acierto. Como los
afluentes del Amazonas, las plantas habían recibido hasta entonces, según el
genio particular de cada pueblo, distintos nombres, y un mismo nombre había
servido a veces para designar distintas plantas. El latín era la lengua común,
pero los localismos léxicos y vegetales arruinaban las expectativas de progreso.
A ello se sumaban la cultura libresca, la ausencia de un estricto protocolo de
observación, la multiplicación de las propuestas taxonómicas y, sobre todo, la
falta de un método riguroso en la elección del nombre.
A lo largo de todo el siglo xviii la nomenclatura se convierte en el caballo de
batalla de los botánicos. Las opiniones oscilan entre la más absoluta liberalidad
nominal y la defensa de una botánica sin nombre. Posturas extremas, las
dos responden a un mismo principio: los nombres son convenciones que ni
quitan ni añaden nada a las plantas que designan. Son así, en cierto sentido,
prescindibles, porque la demostración de la planta puede hacerse sin necesidad

4 A. Humboldt (1982), Del Orinoco al Amazonas, Barcelona: Guadarrama, p. 267.

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Ciencia y arte en la nomenclatura botániica

de evocar su nombre. El nombre no es el repositorio del conocimiento, y eso lo


vuelve innecesario, cuando no molesto o inconveniente. Por tanto, lo mismo
da reconocer como válidos una infinidad de localismos sinónimos que elegir el
silencio y señalar sin más los objetos con el dedo. La planta es irreemplazable, y
el nombre no es más que un sucedáneo suyo. El conocimiento de una planta, en
definitiva, es un acto que tiene lugar con independencia de cualquier atribución
nominal. Ahora bien, la defensa de una botánica sin nombre será puramente
retórica, y no existirá en la literatura científica del siglo xviii ninguna obra que
pretenda tomarla en serio. El botánico sabe que renunciar al nombre supondría
un obstáculo insalvable en el progreso de la botánica, y no desea que el depósito
de los conocimientos adquiridos se pierda sin dejar huella. Pero si, pese a tal
convicción, se oyen voces contrarias a cualquier forma de nomenclatura, ello se
debe a la ausencia de un método racional y único de designación.
Algunos botánicos advierten una tendencia nociva en el desarrollo de su
ciencia. Tournefort, Gouan, o el propio Rousseau observan, en efecto, una
excesiva atención al nombre en menoscabo de lo nombrado. La planta parece
menos el fin que el medio, más el adminículo vegetal destinado a acuñar un
nombre o modificarlo, que el objeto verdadero de la ciencia. De la multiplicidad
de lenguajes de designación, de la superabundancia de nombres, del lujo
terminológico que azota la botánica, resulta difícil esperar ningún progreso.
¿Cómo contabilizar siquiera el número de especies cuando las nomenclaturas
se solapan, cuando varios nombres sinónimos se utilizan inopinadamente
para designar una misma especie? Con razón, el filósofo Dagognet señala
en El catálogo de la vida que la botánica fue en el siglo xviii una ciencia de
nombres y de plantas5, y es que los grandes maestros de la ciencia reflexionarán
y discutirán sobre el lenguaje con la misma diligencia y seriedad con que se
asoman a la corola de una flor. Para el filósofo del siglo xviii, para el botánico
también, el lenguaje ya no es un puro y simple reflejo del pensamiento. Más
bien al contrario, el lenguaje actúa ahora como una palanca que estimula la

5 Cf. Dagognet (2004), Le catalogue de la vie, Paris: PUF, p. 27.

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Fernando Calderón Quindós

formación de ideas y en el que quedan depositadas las expectativas de nuevos


hallazgos. De ahí la proliferación de catálogos, enciclopedias y diccionarios.
Si el número de plantas informa de la riqueza de un jardín, si el número de
esqueletos da cuenta de la importancia del gabinete que los aloja, también el
número de palabras y el ritmo de adquisición de voces nuevas informan de
la vitalidad de una lengua. Ahora bien, los botánicos son conscientes de que
no hay en el nombre una bondad intrínseca, de que su condición de resorte
intelectual solo es efectiva si su uso se inscribe en el marco de una hábil política
de designación.
Para Váczy, autor de un trabajo excepcional sobre el origen y desarrollo
de la nomenclatura botánica, el siglo xviii se caracteriza por ser una época
de «intensa efervescencia nomenclatural»6. En todos los países de Europa
se presiente el poder del nombre, y los botánicos son, sin duda, los más
entusiastas. La nomenclatura y la terminología prometen para su ciencia un
horizonte glorioso de expectativas inigualables. Cuando, según el parecer
de Diderot, las columnas de Hércules de la matemática están a punto de ser
plantadas7, la historia natural ve agrandarse cada vez más el círculo de sus
investigaciones. El mundo no es nada para los primeros mientras lo es todo
para los segundos. Los límites del mundo coinciden con los suyos propios,
y del mundo solo se conoce bien una pequeña parte, apenas «una punta del
velo» de acuerdo con la feliz metáfora del naturalista Commerson. La botánica
tiene a su favor la vastedad del mundo. En los valles, en los precipicios, en las
escarpaduras de las montañas está su verdadero gabinete, y la riqueza es tal, y
los descubrimientos tan numerosos, que los libros de botánica se engrosan sin
cesar con nuevos nombres. Ahí reside justamente la dificultad, en nombrar con
un solo nombre cada especie descubierta. De la dificultad en conseguirlo nos
informa Saint-Pierre en sus Études de la nature (1784). «Si se piensa ahora que
cada planta tiene varios nombres diferentes en su propio país, que cada nación

6 Nos referimos a «Les origines et les principes du développement de la nomenclature binaire en


botanique», en Taxon, 20 (4), 1971, pp. 573-590.
7 Cf. D. Diderot, Sobre la interpretación de la naturaleza, Madrid: Anthropos, p. 11.

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Ciencia y arte en la nomenclatura botániica

contribuye con los suyos, y que todos estos nombres varían en su mayor parte
cada siglo que pasa, ¿qué dificultades no añade al estudio de la botánica su sola
nomenclatura?»8.
Las expresiones de contrariedad en torno a la nomenclatura se suceden a lo
largo del siglo. Tournefort inicia esa corriente en sus Elementos de botánica de
1694. Para que la botánica penetre en las universidades y acapare la atención
de los sabios, para que su estudio no decaiga y el pueblo la mire con gusto,
los botánicos deben unificar las nomenclaturas, y preferir los nombres cortos
y simples a los nombres polinomiales. Frente a la exuberancia nominal que
provoca el abandono de la ciencia, Tournefort apuesta por la parsimonia léxica,
por la moderación en el gasto. De este modo, la costumbre de reformar los
nombres solo será legítima cuando los antiguos no satisfagan los principios de
sencillez y brevedad; y en cuanto a las denominaciones superfluas, equívocas
o polisémicas, Tournefort pide que se rechacen. El número de nombres debe
coincidir con el número de especies, la relación debe ser de un nombre por cada
especie. Malesherbes, autor de unas Observaciones sobre la Historia natural,
general y particular de su contemporáneo Buffon, se expresa en términos
parecidos en 1749: «Es importante que los naturalistas —declara desde las
primeras páginas— convengan entre ellos los nombres que dan a cada especie.
Esta parte de la ciencia, llamada nomenclatura, es absolutamente necesaria
para que los sabios puedan comunicarse sus descubrimientos»9. También
Duhamel du Monceau, padre de la silvicultura y autor de La física de los
árboles (1758), subraya la conveniencia de adoptar una nomenclatura universal.
«La nomenclatura no es el último término al que tienden los botánicos, sino
un medio importante del que no es posible prescindir si se quieren adquirir
conocimientos útiles: es, por decirlo así, un vestíbulo que es necesario atravesar

8 B. Saint-Pierre, «Études de la Nature» [1ª ed. 1784], Publication de l’Université de Saint-Étienne, 2007,
p. 58.
9 Observations de M. de Malesherbes sur l’Histoire naturelle, générale et particulière de Buffon et Daubenton
(2. vols), París: Charles Pougens, Año VI, 1798, p. 6.

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antes de llegar a los aposentos que representan la utilidad de una verdadera


casa»10.
Los botánicos saben que el laberinto de las nomenclaturas conduce a la
parálisis científica, y piensan en un hilo de Ariadna que salve la botánica de
quedar encerrada en sus muros. Cuando ese hilo se descubra, los botánicos
se servirán de él. Y al tirar por fin del ovillo dorado, descoserán el laberinto
para dejar solo en pie los aposentos de una verdadera casa. La fórmula elegida
por du Monceau es, en efecto, afortunada, porque el vestíbulo es el espacio
que comunica las habitaciones, y que se recorre solo para llegar a ellas. Ese
vestíbulo recibirá el nombre de nomenclatura binomial, y como en la fábula
del minotauro, su héroe será un extranjero venido del norte, el sueco Carlos
Linneo.

3. La nomenclatura linneana: entre ciencia y arte


No todos los botánicos del siglo xviii tendrán confianza en dotar a su ciencia
de una nomenclatura universal, ni subrayarán con tanto entusiasmo las ventajas
que cabría esperar de ella. Especialmente escéptico se muestra Daubenton
en la entrada del término «botánica» de la Enciclopedia. Después de algunas
consideraciones generales, el infatigable colaborador de Buffon introduce una
división tripartita en el seno de la botánica: nomenclatura, cultivo y propiedades
de las plantas, y en línea con la dimensión práctica del intendente del Jardín
del Rey, declara su prioridad por esta última. La ignorancia de los nombres se
suple satisfactoriamente señalando los objetos con el dedo, lo que no ocurre
con las propiedades, cuya ignorancia no se suple. El hombre podría perseverar
sin conocer el nombre de las plantas, pero de la ignorancia de sus propiedades
no podría prescindir sin riesgo para su vida. La aplicación más elemental del
sentido común favorece la conclusión del naturalista de Montbard:

10 D. Monceaud (1758), La physique des arbres, París: H. L. Guérin y L. F. Delatour, p. ii (cursiva nues-
tra).

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Ciencia y arte en la nomenclatura botániica

«Nos hemos alimentado de frutos, nos hemos vestido con hojas y cortezas,
hemos levantado nuestras cabañas con los árboles de los bosques antes de
haber dado nombre a los manzanos y a los perales, al cáñamo y al lino, a las
encinas y a los olmos, etcétera. El hombre se ha visto obligado a satisfacer sus
necesidades más apremiantes por el solo sentimiento, e independientemente
de todo conocimiento adquirido: se disfruta de un perfume de flores con
solo aproximarse a ellas, se reconoce su olor sin inquietarse por el nombre de
la rosa y del jazmín.»11

La primera lección que proporciona la historia es que la nomenclatura tiene


un carácter accesorio con respecto al conocimiento de las propiedades, lección
que arroja además sobre el panorama actual de la botánica un diagnóstico
poco prometedor. Daubenton aprecia, en efecto, un «defecto de conducta» en
el estudio de la botánica, en la que el gusto por las discusiones terminológicas
ha invertido la jerarquía natural de los intereses propios de esta ciencia. Las
pretendidas ventajas que la botánica obtiene de la nomenclatura no son tales.
Se insiste, por ejemplo, en que la nomenclatura ha permitido distinguir miles
de plantas, pero lo cierto es que solo ha introducido mayor confusión. Las
estimaciones sobre el número de especies, amén de exigir revisiones periódicas
conforme se exploran nuevas regiones del globo, están sujetas a apreciaciones
particulares y a los caprichos siempre pasajeros de la moda. No hay un criterio
unívoco cuya firmeza de aplicación impida el surgimiento de nuevos sistemas
de designación. Daubenton está convencido del motivo de esta deficiencia
elemental. «Se ha querido hacer una ciencia de la nomenclatura de las plantas,
cuando no puede ser sino un arte, y solamente un arte de memoria»12. Por
«ciencia de la nomenclatura», Daubenton entiende un lenguaje de designación

11 L. J-M. Daubenton (1751), «Botanique», en Encyclopédie ou dictionnaire raisonné des sciences, des arts
et des métiers, Diderot y d’Alembert (eds.), París: Chez Briasson, David, Le Breton y Durand, 17 vols, 1751-
1765, cita en vol. 1, p. 340 (cursiva nuestra). Con el término «propiedades», Daubenton se refiere a todos
los usos, también los de recreo.
12 Ídem, p. 340 (cursiva nuestra).

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capaz de anticipar la representación a lo representado, capaz de pintar con


palabras el original cuya presencia se desconoce, y de hacerlo mediante el uso
de una simple frase.
Conviene aclarar este extremo. Con la frase diagnóstica no se pretende,
según Daubenton, proporcionar una descripción del objeto, sino ofrecer solo
una imagen de la diferencia específica o génie particular, ignorada en las
unidades taxonómicas mayores. Ahora bien, ni siquiera esta comodidad de
método logra conceder a la frase la función que se le quiere dar. Sirva como
ejemplo el sistema de Tournefort. El autor de los Elementos de botánica ordena
el reino vegetal en catorce clases. La disposición y el número de los pétalos
nos informan de la clase a la que la planta elegida pertenece; solo hay que
esperar al fruto para conocer el género que le corresponde. Las plantas que
guardan semejanza por su flor y por su fruto integran un mismo género, y si la
semejanza se hace presente en hojas, tallo y raíces, tales plantas serán además
representantes de una misma especie. Es cierto que el sistema de Tournefort
proporciona un alivio a la memoria, ya que esta puede fácilmente descender de
las clases a los géneros y de los géneros a las especies, pero no es menos cierto
que, con todas sus ventajas, este sistema no logra suplir las carencias de la frase.
Dicho de otro modo: toda vez que el conocimiento de la frase sea anterior a la
presencia del objeto, aquella no podrá arrogarse el derecho de ofrecerse como
sustituto de este. El nombre tiene la capacidad de evocar lo que ya nos es
conocido, pero no puede convocar en nuestra memoria la presencia de lo que
no hemos visto con anterioridad. Toda propuesta nomenclatural que reúna esta
aspiración está condenada al fracaso, y ello porque la frase no puede capturar la
esencia de la cosa, ni el signo podrá nunca contener lo designado.
Detrás de la manía nomenclatural, Daubenton advierte un presupuesto
esencialista falso. La polisemia y equivocidad de los lenguajes empleados se
ofrece como prueba irrefutable: «Todas las tentativas que se han hecho para
reducir la nomenclatura de las plantas a un cuerpo de ciencia, han vuelto el
conocimiento de las plantas más difícil y más defectuosa de lo que sería si
solo nos sirviéramos de los ojos para reconocerlas o si no empleásemos más

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Ciencia y arte en la nomenclatura botániica

que un arte de memoria sin ningún aparato científico»13. En la pretensión de


constituirse en un «cuerpo de ciencia», Daubenton señala el defecto general de
las nomenclaturas. No obstante, imagina por un momento la posibilidad de
llevar una de tales nomenclaturas a su punto de perfección, pero lo hará solo para
ilustrar mejor sus conclusiones. El fruto sería inútil. Obra maestra del ingenio
humano, pocas personas lograrían memorizar una a una las miles de frases que
la compondrían, y su conocimiento seguiría sin aportar el menor dato sobre las
propiedades de las plantas: la nomenclatura y las diferentes aplicaciones de la
botánica no tienen nada en común14. Por lo demás, Daubenton no rechaza por
completo la posibilidad de constituir una nomenclatura universal, pero supedita
este objetivo a un cambio de orientación. La nomenclatura no puede pretender
constituirse en una ciencia, sino en «un arte de memoria», y en un arte además
«sin ningún aparato científico». Según esta caracterización, toda nomenclatura
capaz de ofrecerse como una «suerte de memoria artificial»15 valdrá tanto como
cualquier otra, y los naturalistas no tendrán más que ponerse de acuerdo en
aquella que prefieran emplear. Daubenton llega a esta conclusión alarmado por
la multiplicación de nombres superfluos surgidos con ocasión de cada nuevo
método. Mejor es un «arte de memoria» que una «ciencia vana y perjudicial»16.
Daubenton no reparó en la posibilidad de convertir la nomenclatura en
un conocimiento a medio camino entre la ciencia y el arte. La contribución
será obra de Linneo. Con anterioridad a la reforma introducida por el padre
de la nomenclatura binomial, los botánicos habían advertido la necesidad de
reunir el gran número de especies en géneros, y dar a cada género un nombre.
Linneo respetó este proceder y preservó con ello el valor científico de todas

13 Ibídem, p. 342.
14 No obstante, Daubenton se complace imaginando un sistema que fuera capaz de hacer corres-
ponder las propiedades de las plantas con las características genéricas. Un sistema así concebido sería un
descubrimiento «más provechoso para el género humano que el del sistema del mundo» (p. 342), pero
las esperanzas de conseguirlo son pocas, y su consecución sería siempre provisional, ya que las técnicas de
cultivo y los episodios de naturalización transforman diariamente las propiedades de las especies.
15 Ibídem, p. 341.
16 Ibídem.

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las nomenclaturas precedentes. El nombre podía conservar aún la impronta


atávica de un origen supersticioso o idólatra, pero las especies que pasaban
a integrar un género, lo hacían solo después de que el botánico las hubiera
sometido al escrutinio de una paciente observación. Especies del mismo género
eran aquellas que, caracterizadas por compartir ciertos rasgos comunes, y estar
más próximas por sus semejanzas que alejadas por sus diferencias, podían ser
nombradas con el mismo nombre.
En cuanto a la característica específica, esta venía determinada por una
diferencia de organización. El botánico que creía encontrarse en presencia de
una nueva especie buscaba el adjetivo que mejor la caracterizase, al que hacía
preceder del nombre de género apropiado. Con frecuencia, el adjetivo elegido
era insuficiente, en cuyo caso el botánico no dudaba en añadir tantos otros
adjetivos como fueran menester. Así fue como cada uno ideó por su cuenta una
nomenclatura polinomial, nacida como respuesta al déficit de información que
resultaba de la elección de un único adjetivo. Dos inconvenientes resultaron de
ello: en primer lugar, las diagnosis sobrecargaron la memoria de los naturalistas
y volvieron enojosa la tarea de nombrar; en segundo lugar, introdujeron un
elemento de provisionalidad en los sistemas de designación, dado que muchas
descripciones se hacían tomando como modelo ejemplares mutilados o en mal
estado. Si Bauhin, Gessner o Tournefort deseaban caracterizar la especie a
través del nombre, lo que les obligaba a renunciar al binomio siempre que este
resultara insuficiente, Linneo buscará tan solo una forma de hacerse entender.
La elección de un nombre trivial (nomina triviala) en sustitución de la frase
permitirá de una vez por todas burlar los dos inconvenientes mencionados.
Con razón, Rousseau atribuirá a Linneo el mérito de haber creado nombres
de verdad, «pues no es nombrar una cosa haberla definido». Definir es fijar el
significado de una palabra o explicar la naturaleza de una cosa; nombrar es
decir el nombre de esa cosa para hacerse entender: «Una frase no será jamás un
verdadero nombre ni podrá desempeñar su función»17. Si hablar consistiera en

17 J-J. Rousseau, «Fragments pour un dictionnaire des termes d’usage en botanique», en Bernard

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Ciencia y arte en la nomenclatura botániica

definir no habría lenguaje, o el lenguaje se convertiría en un encadenamiento


inútil e interminable de definiciones. Adán empezó dando un nombre a los
animales del paraíso. En ese punto terminó su tarea. No era científico, no le
interesaba la definición. Linneo, el llamado «segundo Adán», dividió su trabajo
en dos: creó definiciones y dio nombres. Como primera palabra de la definición,
Linneo introdujo el nombre del género al que la planta correspondía, y añadió a
continuación aquellas palabras destinadas a determinar su diferencia específica.
Como primera palabra del binomio, puso el nombre de género y a este le
hizo seguir de un nombre trivial. Fue así como el príncipe de los botánicos
convirtió la nomenclatura en un producto a medio camino entre la ciencia y
el arte. El binomio seguía siendo un primer paso en la clasificación, pero se
convertía al mismo tiempo en un recurso mnemotécnico destinado a facilitar
la circulación de conocimientos entre los botánicos. Producto intermedio entre
la ciencia y el arte, el nombre ya no estaba sometido a la rigidez estricta de los
métodos ideados por los naturalistas anteriores, ni a la espontaneidad de la
praxis artística. En un punto intermedio, el nombre adquirió, por decirlo así,

Gagnebin y Marcel Raymond (eds.) (1969),Œuvres Complètes, 5 vols., París: Gallimard (1959-1995), vol.
3, p. 135.
O. C. IV, p. 1206. Pasado un siglo, Alphonse de Candolle defenderá el espíritu de la nomenclatura bino-
mial linneana en términos muy parecidos a los de Rousseau. En el «suplemento» de 1883 a sus Nouvelles
remarques sur la nomenclatura botanique (Bale-Lyon, Même Maison), redactadas 16 años antes con oca-
sión del Congreso Internacional de Botánica celebrado en la capital francesa, el botánico suizo defiende
la aportación de Linneo de algunos usos bárbaros de nuevo cuño: «Una tendencia que reaparece bajo
diferentes formas es la de mezclar con un nombre ciertas consideraciones de otra índole. Antes de Lin-
neo los nombres de especies eran a la vez un nombre y una enumeración de caracteres. Al separar estas
dos cosas, Linneo ha hecho un gran servicio. Un nombre es un nombre; los caracteres son caracteres; la
sucesión de los nombres es sinonimia. Mezclar ideas tan diferentes produce una suerte de confusión y de
largas frases […]. Si olvidamos esta regla, pronto estaremos tentados de expresar en el nombre o con el
nombre la historia filogenética del grupo, pues es actualmente una de las ideas que causan preocupación.
Sin embargo, habría que comprender que un nombre no es ni claro ni cómodo cuando se le complica
con diferentes ideas. Los pueblos bárbaros introducen la genealogía en su forma de nombrar: Ali hijo de
Mahomet, hijo de Joseph. Otros se sirven de epítetos, o lo que es lo mismo, de caracteres: Pie ligero, Gran jefe
de barba larga, etcétera. Los pueblos civilizados, por el contrario, quieren nombres que a menudo no pre-
senten ningún sentido y no sean más que nombres. Es un progreso. Es tan manifiesto, que no se advierte
ninguna contrariedad cuando un individuo de gran talla tiene Petit como nombre de familia […]. Los
procederes simples son un progreso».

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una consistencia dúctil, y fue esa ductilidad la que favoreció su introducción


en los libros de botánica, en los jardines y en los museos. Linneo —anota el
profesor Drouin— «puso en red la multitud de naturalistas dispersos a través
del tiempo y del espacio y los transformó en un sujeto colectivo»18.

4. Frente al modelo homogeneizador de la nomenclatura


binomial
La sistematización de la nomenclatura binomial ejerció desde su nacimiento
un efecto saludable en el progreso de la botánica. Su éxito fue fulgurante.
Como un meteorito, el uso del binomio vino a iluminar el mundo de la historia
natural, pero al querer anidar en todos los rincones, proyectó también algunas
sombras. Como todos los proyectos de homogeneización tan comunes en el
Siglo de las Luces, la nomenclatura binomial tuvo que sortear el obstáculo de las
sensibilidades patrias. En las tierras descubiertas por los naturalistas europeos,
se produjo un desencuentro. Al querer llevar a todas partes una forma única de
nombrar, los naturalistas tuvieron que desplazar los nombres nativos para dejar
lugar a los propios: el espacio de la nomenclatura no admitía saturaciones, y los
nombres locales no podían convivir con los nombres universales.
Con el pretexto de que la naturaleza era un espacio sin fronteras, los europeos
querían extender sobre ella una especie de gasa léxica, uniforme y perfectamente
lisa. Los nombres indígenas eran barbarismos para el oído ilustrado del europeo.
Como la música, como la danza, como el resto de manifestaciones culturales
que habían encontrado su fermento lejos de las costas europeas, el nombre
nativo podía también ser olvidado. La costumbre de grabar en la corteza de
los árboles el nombre de quien había sido el primero en visitar ese lugar, era
como tomar posesión de la naturaleza, como una declaración de intenciones
léxicas: la naturaleza debía ser nombrada por el héroe, por aquel que la había

18 J-M. Drouin (2003), «Les herborisations d’un philosophe: Rousseau et la botanique savante», en
Rousseau et les sciences, París: l’Harmattan, pp. 76-92, cita en pp. 88-89.

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Ciencia y arte en la nomenclatura botániica

descubierto. Ese acto de apropiación, perfectamente justo y natural para su


protagonista, constituía para el nativo un acto de bandidaje, una usurpación
feroz que precipitaba el fin de su pueblo. Este cariz dramático se percibe en la
obra del criollo mexicano José Antonio Alzate. El primero de mayo de 1788, la
Real y Pontificia Universidad de México daba la bienvenida a la primera cátedra
de botánica en las provincias españolas de América. Aquel acto inaugural, en el
que una coreografía de papayas y fuegos de artificio debía ilustrar la sexualidad
de las plantas, suponía en México la carta de presentación de la botánica
linneana. Alzate reaccionó: ni la sistemática ni la nomenclatura del genio sueco
podían reflejar la historia depositada en los nombres nativos. Linneo agrupaba
en un mismo género las plantas venenosas y las alimenticias, volvía a separar lo
que los nativos primero y los criollos después habían distinguido durante largas
series de generaciones. El abolengo de los nombres indígenas, su ascendencia
ilustre, no era nada para una nomenclatura bruñida con una mezcla de latín
y griego. Con excepción de algunos barbarismos suaves de fácil latinización,
Linneo había prescrito el olvido de todo lo demás, y Alzate no estaba dispuesto
a favorecer ese desvarío.
Desde las costas de México, la voz de Alzate reúne cierta familiaridad con
el tono y la intención de los manuales elementales de botánica: la ciencia de las
plantas es, también para el erudito criollo, la ciencia del pueblo. Como Saint-
Pierre, también él está convencido de que la historia natural es un libro abierto
en el que todo hombre o mujer puede leer. Por eso percibe la nomenclatura
europea como una amenaza. En su Carta satisfactoria de 1788, Alzate escribe:
«La botánica no es de aquellas ciencias que solo se versan entre ciertas clases
de gentes, debe ser (esta es su utilidad) una ciencia de doctos e ignorantes
¿No se tendría por fatuo al que llegase al mercado y le pidiese a una verdulera
medio real de Phisalis angulata? […] Querer sustituir idiomas es extravagancia
[…]. Al nopal se le llama Cactus opuntia; a la biznaga, Cactus coronatus; al
nopalillo, Cactus phillantus; al pastle, Phormium parasaticum {parasiticum}; al
cacomite, Syssirinchium palpifolium; al tabaco, Nicosiana {Nicotiana} fructicosa,
al sumpantle, Eritrina corallodendron. ¿Será poco trabajo olvidar los nombres

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Fernando Calderón Quindós

patrios para conservar voces semigriegas o semibárbaras? La memoria es una


potencia muy limitada, ¿para qué se intenta recargarla?»19. Alzate prefiere los
nombres locales —más instructivos respecto de las propiedades médicas y
alimenticias—, a los insulsos nombres de importación europea. Frente a las
aspiraciones universalistas de la botánica metropolitana, frente al aparato
científico de unas «voces griegas forjadas entre los hielos»20, frente a la sesuda
legislación del nombre impuesta por el nuevo Adán, Alzate enarbola el estandarte
del genio popular, de la experiencia acumulada, de la aplicación de un sentido
práctico para el que el signo debía ser siempre indicio de lo designado.
Para el botánico Vicente Cervantes, adversario de Alzate, el idioma botánico
de los «antiguos mexicanos» era un idioma «muy bueno para hablarlo en plazas
y corrillos con indias herbolarias y verduleras», pero muy inapropiado para
hablarlo en «academias de literatos»21. No era esta, sin duda, la opinión de
Alzate. Los nombres nativos tienen la virtud de actuar como fieles consignatarios
de la utilidad de las plantas, y Alzate pertenece a esa tradición de naturalistas
que, como Buffon o Daubenton en Francia, entienden la botánica como una
ciencia eminentemente práctica. Pero más allá de las consideraciones que son
típicamente científicas, el testimonio de Alzate interesa en la medida en que
constituye una defensa de la idiosincrasia del pueblo mexicano en particular, y
de los pueblos americanos en general. En una época en la que Europa aspiraba
a englutir las diferencias y ejercer sobre lo exótico un efecto disolvente, Alzate
se resiste. El polígrafo mexicano reconoce en esa nomenclatura botánica un
elemento pernicioso, y opta por el repliegue. La nomenclatura binomial se
impondrá a pesar de Alzate, pero su protesta sirvió al menos para que Europa
revisará su percepción de «lo otro», y abdicara finalmente de esa actitud
mezquina y alicorta para la que negar lo ajeno suponía siempre un ejercicio de
autoafirmación. Mucho tiempo después, cuando la antropología irrumpa por

19 J. A. Alzate, «Carta satisfactoria dirigida a un literato», en Roberto Moreno (ed.) (1989), Linneo en
México. Las controversias sobre el sistema binario sexual 1788-1798, México: UNAM, p. 24.
20 Ídem, p. 25.
21 V. Cervantes, «Respuesta del discípulo a la carta satisfactoria», en Roberto Merino, op. cit., p. 46.

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Ciencia y arte en la nomenclatura botániica

fin en el escenario de la cultura europea para deshacer sombras y prejuicios,


el hombre «civilizado» comprobará que los pueblos «salvajes» ordenan y
nombran, que el pensamiento lógico, objetivo y riguroso, no es privativo de
las naciones «desarrolladas». Claude Lévi-Strauss lo pondrá de manifiesto en
su El pensamiento salvaje (1962). Sus estudios de campo en la selva tropical
amazónica y los de muchos de sus colegas entre poblaciones de navajos,
guaraníes o haunóo confirmaban sus intuiciones: la exigencia de orden es una
exigencia universal, aun cuando cada pueblo establezca sus propias reglas, su
particular protocolo de designación y orden 22. Por consiguiente, como afirma
el biólogo Dennler y subscribe el propio Lévi-Strauss, conservar el recuerdo de
los términos indígenas de la fauna y de la flora de un país es un acto de piedad
y de honestidad, y al mismo tiempo es un deber científico23.

22 Cf. C. Lévi-Strauss (1964), El pensamiento salvaje, México: FCE, pp. 69-70: «Nunca y en ninguna
parte, el ‘salvaje’ ha sido, sin la menor duda, ese ser salido apenas de la condición animal, entregado todavía
al imperio de sus necesidades y de sus instintos, que demasiado a menudo nos hemos complacido en
imaginar y, mucho menos, esa conciencia dominada por la afectividad y ahogada en la confusión y la
participación. Los ejemplos que hemos citado, otros que podríamos añadir, testimonian a favor de un
pensamiento entregado de lleno a todos los ejercicios de la reflexión intelectual, semejante a la de los na-
turalistas y los herméticos de la Antigüedad y de la Edad Media».
23 Cf. Ídem, p. 74.

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8. F ilosofí a y Poesí a en F er na ndo P essoa 1

Pablo Javier Pérez López

A poesia é o estado rítmico do pensamento


Bernardo Soares

La convergencia, quizá impuesta e irresoluble, entre el instinto artístico y


el científico, entre el deseo científico y el deseo literario, desde el tamiz de la
tensión entre filosofía y poesía, entre voluntad de verdad y voluntad de ilusión,
es una de las dimensiones esenciales que ligan los mundos (infancia, tiempo,
deseo, locura, alteridad, metafísica poética, ilusión, máscara, neopaganismo…)
del universo de Fernando Pessoa.
La pluralidad existencial y ontológica de su ser y su producir son evidencia
de la tensión entre la palabra poética y la filosófica, tensión perenne de
nuestra animalidad cristalizada en un contexto histórico de crisis de identidad
metafísica, ética y estética, la crisis de la Modernidad y por ende, de la filosofía
moderna.
El presente texto trata de mostrar la esencialidad de la dialéctica filosofía-
poesía en el universo vivencial (biográfico) y literario de Fernando Pessoa, lo
que a su vez, nos permite ahondar en la esencialidad existencial de la ontología
filosófico-poética.

1 La dualidad filosofía-poesía en Fernando Pessoa que se estudia en este texto se enmarca dentro de
la dualidad ciencia-arte objeto del presente volumen, asumiendo la filosofía el deseo metódico y concep-
tual de la verdad propio de la ciencia, y la poesía la esencialidad creadora del arte.

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Filosofía y Poesía en Fernando Pessoa

La inspiración filosófica y el pensamiento poético


Lo habitual cuando hablamos de inspiración es caer en la tentación de
pensar en la μανία de los antiguos poetas, embriagados y entusiasmados por
la visión directa y verdadera de lo divino, por la revelación directa de los
secretos del mundo. Cuando hablamos de inspiración, casi instintivamente
pensamos en poesía, en musas, en ciertas ebriedades o intoxicaciones de
cualquier tipo, las del imaginar soñando despierto (la embriaguez no es otra
cosa que soñar despierto, dirá Ortega) y sin embargo, rara vez pensamos
en otro tipo de inspiraciones, rara vez pensamos en la inspiración filosófica
de un poeta. Fernando Pessoa fue uno de esos poetas inspirados por lo
filosófico, un representante del pensamiento poético, del pensamiento
trágico.
El pensamiento trágico es aquel que hace existencialmente explícita la
conciencia de lo trágico, es decir, de la imposibilidad de conciliación entre
la realidad y el deseo, entre el instinto de representación y el instinto de
autoconservación, entre el querer saber y el querer existir2.
El pensador, el filósofo académico (socrático-platónico) tiene en el querer
saber, la vela mayor de su viaje filosófico, su conocer es teórico, teorético,
centrado en el tratar de saber, de conocer; en el inteligir, en la visión intelectiva
del objeto, todo mediante el uso metódico del concepto y de la razón. Todo
en búsqueda del saber y de la verdad. Es una búsqueda universal, de la
unidad esencial de la pluralidad, un intento de demostrar, de explicar desde la
abstracción de categorías y formas. Un intento serio de decir del mundo, un
acto adulto de autonomía moral y epistemológica.

2 «Los instintos que obran en nuestra naturaleza sensible se reducen a dos fundamentales. El pri-
mero nos mueve a cambiar la situación en la que nos encontramos, a manifestar resueltamente nuestra
existencia, a obrar activamente. Como quiera que su finalidad es procurarnos representaciones, parece
adecuado llamarlo instinto representativo o cognoscitivo. El segundo nos impulsa a conservar nuestro
actual estado, a continuar el desarrollo de nuestra existencia. De ahí que sea llamado instinto de autocon-
servación. Aquel tiene que ver con el conocimiento, este con el sentimiento, es decir, con la percepción
interior de la propia existencia. Ambos entrañan una doble dependencia de la naturaleza», Friedrich Schi-
ller (1992), De lo sublime y sobre lo sublime, Málaga: Ágora, p. 74.

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Pablo Javier Pérez López

En la trinchera filosófica, y también artística, opuesta a la del filósofo platónico-


socrático, encontramos al pensador poético o trágico. Este es la personificación de
un conocer apasionado que encarna una liberación metódica. Su conocer procede de
su vivencia, de su padecer, en definitiva, de su pasión y de la imprudencia inherente
al vivir apasionado. No parte hacia un conocer sino hacia cierta precomprensión
vital donde la razón queda supeditada a la vida, a lo biológico, al instinto de
autoconservación, al querer existir. Desde esta trinchera del pensamiento ya no
tiene sentido hablar sino de razón vital, de razón poética, de cierto encuentro
originario y primario con lo real frente a la búsqueda conceptual.
El encuentro es creativo, tan creativo que la propia verdad ya apenas se busca
sino que trata de descifrarse en su encuentro poético, en su creación. La verdad
se crea paradójicamente desde la mentira, desde la ficción, y ya no puede ser sino
desvelamiento de una esencia oculta en vez de correspondencia entre lo pensado
o dicho y la realidad que pretende encerrar un concepto. El pensador trágico
asume la limitación del concepto y se centra en describir creativamente esencias
desde una encarnada libertad de espíritu en la indagación ontológica de lo real.
Basta con intuir el misterio esencial del mundo, con sentir desde la concreción
la pluralidad ontológica frente a la obsesión por la unidad epistemológica del
académico ortodoxo. Desde el ser creativo concreto de carne y hueso ya no se
toma la vida en serio, sino como cruel ironía que solo puede sobrellevarse con
una infancia reconquistada y alegre, con una inocencia recobrada desde una
subjetividad poética y literaria que recrea el mundo para poder creer en él con
una coherencia particular que permita intentar asumir su tragedia con alegría.
El pensamiento poético-trágico es pugna, expresión, cristalización de esta
tensión entre el conocer y el sentir, entre la búsqueda y la vivencia encontrada de
la verdad, entre la sabiduría, la seriedad adulta y la inocencia en la celebración
del alegre juego infantil. Es un pensar paradójicamente poético o artístico que
indaga en lo real desde la vivencia originaria 3, haciendo dialogar (haciendo

3 Desde esta perspectiva podríamos definir la filosofía artística o el arte filosófico ya fusionados en su
pugna irresoluble como originariedad originante.

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Filosofía y Poesía en Fernando Pessoa

irremediable la conciliación) nuestros dos grandes instintos, dando lugar a un


conocer apasionado.
Es por ello que frente al poeta lírico, que solo decora de belleza artificial
el mundo, el poeta trágico, el poeta filosófico, encarna lo que Vico llamó
Sabiduría poética, esto es, también un pensar, cierto saber, también cierto decir
del mundo, que con instrumentos distintos, teje un discurso, una palabra,
una teoría sobre el universo, donde su teoría es a la vez su práctica, que no es
otra que la poíesis, la creación. Trata de conocer mundos creando mundos en
el mundo, denunciando el saber solo teórico, rebelándose ante una metafísica
científica, abstracta y desapasionada: el pensamiento trágico devuelve a lo
poético la legitimidad filosófica que perdió tras el triunfo del intelectualismo:
es un saber que además de mirar, saborea y vive con intensidad, con pasión.
El filósofo académico, guiado por el concepto, todavía cree en el método,
en su amor por la verdad; todavía, para decirlo en terminos más ilustrativos, se
toma en serio el mundo, frente a un pensador poético que dice sobre el mundo
con ironía, saboreando la vida y tratando de no renunciar a la conjugación de
realidad y deseo. Es en el contexto de esta enemistad excluyente entre el Logos
poético y el Logos filosófico, entre el saber poético y el filosófico, entre aquellos
que creen en la posibilidad de conciliar esencia y apariencia frente a los que
reclaman la ciencia, el método para discriminar lo aparente de lo verdadero,
donde podemos situar al hombre, a los poetas Fernando Pessoa en un viaje
desde la metafísica científica hasta la metafísica artística o poética sin olvidar
la raíz esencial de ambas, el asombro y la búsqueda de orientación ante la
realidad desnuda (certera definición de Ortega la de metafísica como búsqueda
de orientación).
Frente a la autonomía moral y el dominio sobre lo real que pretende el
hombre moderno, frente a la luz del moderno, el sonámbulo poeta-filósofo
prefiere la acogedora oscuridad del misterio esencial.
En los inicios turbulentos de siglo que Pessoa vive y encarna, en esa
ausencia de certeza, de pérdida, se trata de renovar la orientación metafísica
en un misterio renovado del mundo, náufrago en la vida después de

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Pablo Javier Pérez López

una fuerte apuesta por la inteligencia. La herida inmensa que expresa el


pensamiento trágico, el pensamiento poético, es la de querer e imaginar
más de lo que se puede.
En esos inicios de siglo que vivió Pessoa cristaliza esta agonía de su tiempo
(lucha uterina entre lo poético y lo filosófico), entre, como dijo María Zambrano,
dos mitades del hombre que, por separado, se nos antojan insuficientes; el
filósofo y el poeta que dialogan desde un renovado asombro ante el mundo,
que pugnan dentro de las almas pessoanas.
Todo ello supone un volver al juego infantil como método filosófico y
poético, al crear mundos; en definitiva, a imaginar para sobrevivir. La sabiduría
poética de los primeros tiempos renace en una conciencia trágica, y con ella
«una metafísica no razonada y abstracta sino sentida e imaginada» 4. La figura
pessoana supone un volver al decir presocrático —con toda la fuerza que esta
expresión tiene—, donde las intuiciones sobre lo que era la vida y el universo
se hacían sin el miedo a lo poético y utilizando la ficción, la metáfora, como
herramienta esencial y fundacional.
Pessoa retoma la inspiración de aquellos primeros filósofos aún no destejidos
de lo poético, una inspiración filosófica, que no es otra cosa que un irrefrenable
deseo de saber y de decir sobre el universo, sobre la autenticidad ontológica
de lo que vemos y pensamos, de construir artísticamente poemas y filosofías
que dicen sobre lo que puede ser el mundo y las entretelas de su misterio. El
gran triunfo del pensamiento trágico o poético es volver al asombro, y la gran
sacrificada en todo ello es la verdad platónica.
El pensador trágico, el poeta filosofante sabe que para decir la verdad tiene
que mentir (el poeta que sabe mentir, a sabiendas, voluntariamente, es el único
que puede decir la verdad5, diría Nietzsche). Y todo porque la gran tragedia que
reclama alegre el poeta trágico es la falsedad de un trasmundo de lo verdadero.
Apariencia y esencia son una identidad, la ciencia ya no es necesaria para

4 Giambattista Vico (1995), Ciencia Nueva, Madrid: Tecnos, p. 219.


5 Friedrich Nietzsche (2000), Poesía Completa, Madrid: Trotta, p. 146.

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Filosofía y Poesía en Fernando Pessoa

establecer lo verdadero, lo verdadero es la apariencia del mundo, el misterio


del mundo. En definitiva, no le importa mentir platónicamente para decir la
verdad. Se libera en el imaginar, su liberación está en la máscara, en la persona
(pessoa), en el fingir artístico que ya no dice la verdad pero la sugiere, la razón
queda supeditada a la vida, a la poesía de la vida (a la mentira platónica, de la
vida) y la rigidez metódica se sustituye por la imprudencia y la inspiración, por
la misión maniática, lúcida del poeta (también para con su pueblo, como es
evidente en Pessoa).
La razón ya no domina lo mítico sino que vuelve a ser dominada por la
voluntad, por la vida, por el instinto, por lo biológico: con la imprudencia y la
pasión como único método. El pensador poético opta por reinventar desde un
lenguaje artístico que se desvincula del científico, consciente de que el lenguaje
y el conocer son la primera metáfora, la primera ilusión, al sugerir recreando y
recreyendo.
Estamos ante una nueva forma de asimilar, devorar el mundo; de la filosofía
como ciencia se llega a la filosofía como arte, la filosofía es un arte donde
adquiere sentido la afirmación machadiana: «los grandes filósofos son poetas
que creen en la realidad de sus poemas»6, que han conocido la naturaleza
aporética de la razón y desde la sugerencia tejen grandes poemas que (mucho
más allá de un mero lirismo) dicen del mundo, expresan ideas ligadas al
pensamiento cumpliendo el afán unamuniano: «Siente el pensamiento, piensa
el sentimiento»7. La emoción acerca la idea, la idea es apasionada, enraizada en
un vivir entusiasmado y ebrio.
El pensador trágico concilia lo poético y lo filosófico, conjuga estos dos
grandes hambres, estos dos grandes instintos, de ahí, de todo ello su dolor
(el viaje contradictorio de la vida), una tensión entre ciencia y poesía, entre
realidad y deseo que, irrompible, vibra, sacude y tiembla. La filosofía, desde
esta perspectiva, alcanza su cumbre hecha poesía.

6 Antonio Machado (1999), Juan de Mairena, vol. I, Madrid: Cátedra, p. 191.


7 Miguel de Unamuno (1999), Antología poética, Austral: Madrid, p. 57.

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Pablo Javier Pérez López

El pensamiento se liga con el don, con la inspiración; por ello Pessoa es


un representante del pensamiento inspirado, sugerido, poético, podríamos
decir, retrocando la ya célebre afirmación pessoana 8, que nuestro poeta era
un poeta con facultades filosóficas: embriagado, poseído por el asombro de
los primeros filósofos que fueron a su vez poetas y para los cuales no tenía
sentido esta distinción. No podemos dejar de ver en Pessoa un alma, varias
almas, llenas de estos dos grandes sentidos contrarios: el amor a la verdad
y el amor a la ensoñación poética, quizá irreconciliables. Dos hambres que
ofrecen una conciencia trágica, una dolorosa lucidez, un saber herido por
lo trágico que se entrega al imaginar para salvarse del dolor del mundo. El
pensador poético, el poeta filosófico, ya no busca la verdad, la encuentra
en sí mismo creándola —poiéticamente—, tratando de salvarse de la agonía
en el juego metafísico del crear y el creer para sobrevivir, incorporando la
filosofía a la literatura.
En el caso pessoano, la proximidad entre lo filosófico y lo poético no es
amenazante sino una interfecundidad gloriosamente productiva que muestra
la necesidad de dinamitar las fronteras artificiales entre el Reino de la filosofía
y el Reino de la poesía que el intelectualismo dibujó seccionando la posibilidad
dialéctica que nos configura como especie.
En Pessoa la filosofía es impulso para su imaginar, devuelve a lo filosófico
la gran fuerza fundante y fundacional que es imaginar, crear, volver a nuestra
condición de animales fantásticos. Para el poeta trágico, que supera a la
poesía lírica, para el pensador dramático, todo lo real es imaginario y todo lo
imaginario es real; de ahí su ausencia de certeza y su miedo en el abrazo del
creador de mitos y del buscador de la verdad.
La filosofía vuelve así a su origen, se hace mitológica, se hace literaria,
poética. Pierde el miedo al contagio, pierde el miedo al contagio del entusiasmo
poético.

8 Fernando Pessoa (2007), «I was a poet animated by philosophy, not a philosopher with poetic
faculties», en Prosa íntima e de Autoconhecimento (PIA), Lisboa: Obra essencial, Assírio & Alvim, p. 30 (ilus-
tración n.º 3).

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Filosofía y Poesía en Fernando Pessoa

Sufrir por amor a la verdad; el ardiente deseo filosófico de la


«tercera adolescencia»
Muchas veces se ha escrito la archiconocida y famosísima frase pessoana: I
was a poet animated by philosophy not a philosopher with poetic faculties, pero ha
sido, en la mayoría de las ocasiones, no para ahondar en la retroalimentación,
en el diálogo entre lo filosófico y lo poético del que es encarnación nuestro
autor, sino para negar la legitimidad filosófica de la poética pessoana o, en el
peor de los casos, para dejar el interés filosófico de Pessoa en pura anécdota o
deslegitimar el valor filosófico del acto poético.
Esto es un error importante no solo por la impronta filosófica del quehacer
pessoano, sino porque toda actividad literaria, y aún más la poética, está tejida
en un contexto histórico y en un pensar. En definitiva, el cambio, la vanguardia
literaria —el modernismo portugués en este caso— no puede persistir, o nacer
sin un fermento filosófico nuevo. Para decirlo con claridad, sin una nueva
forma de pensar9.
El poeta, creador de lo posible, creador de ser, trabaja por ello mismo con
ideas10 (las ideas son predicaciones del ser, la mediación del decir, esto es,
pensamiento). ¿No son acaso las ideas, en algún sentido, el campo específico
de la filosofía?
Así, no es posible la renovación literaria que Pessoa encarnó sin renovación
filosófica. De la inspiración filosófica arranca Pessoa para desvincular al poeta
del mero lirismo neoclásico y hacerle decir algo más que sentimientos ridículos.
Devolver al hacer del sentimiento el pensar (a la manera unamuniana) para
que filosofar sea, de nuevo, un pensar y un sentir que abraza la concreción
y la abstracción, lo particular y lo universal, la unidad y la pluralidad. La
filosofía es para Pessoa un sentimiento intenso11 y por ello mismo poético; solo

9 Véase a este respecto la propia afirmación pessoana: «Não há renovação literaria que nao haja sido
acompañada por uma renovação philosophica» (Pessoa Inédito, Lisboa: Horizonte, 1993, p. 62).
10 Ídem, p. 396.
11 «A philosophia é um sentimiento intenso e por isso poético das cousas», ibídem, p. 62.

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Pablo Javier Pérez López

un pensar que parte de un sentir intenso y asombrado es, en buena medida,


filosofar auténtico.
El primer Pessoa y las primeras personalidades literarias, protoheterónimos
(aún no heterónimos), con especial significación Charles Robert Anon, y más
tarde Alexander Search, encarnan el período de mayor fervor propiamente
filosófico y juvenil (la llamada por él «tercera adolescencia») en los primeros
años de su vida lisboeta, tras su regreso de Durban, y coincidiendo con su
matrícula en el curso superior de Letras de la Universidad de Lisboa (con un
especial interés en la cátedra de filosofía); cursos que frecuenta desde finales de
1905 a mediados de 1907.
Es este Pessoa, joven filósofo, a través de Charles Robert Anon y Alexander
Search, el que encarna el violento deseo conceptual de la voluntad de verdad,
el intento de un filósofo sistemático que se obstina en clasificar y conocer, en
una manía de la duda, guiado por la razón, la fuerza, la verdad, la ciencia y
la virtud, cayendo en ocasiones en un subjetivismo absoluto, deseoso de crear
textos filosóficos, obsesionado por la idea de causa, por el libre arbitrio, por
la dialéctica ser-no ser, por la esencia del Racionalismo, por la búsqueda de
categorías adecuadas para su metafísica12.
Es este joven filósofo Pessoa un defensor del idealismo, de una concepción
esencial de la verdad y, sobre todo, un sujeto infectado de la enfermiza obsesión
por la explicación.
Esta jovial inspiración filosófica lo llevó a indagar en las escuelas y corrientes
filosóficas con una mediana y notable profundidad. Devora libros de filosofía
en lecturas tanto personales como en muy frecuentes visitas a la Biblioteca
Nacional. Desde estas fechas en adelante, bulle en su interior un sentimiento
contradictorio de «ardiente deseo filosófico»13, de amor por la verdad, que
convive con su casi instintivo amor por el misterio, por la irrealidad, por el

12 ����������������������������������������������������������������������������������������������������
Son frecuentes las referencias a su proyectada Metafísica en el Diario de marzo de 1906: V. g: «Es-
tablished threefold clasification of the Categories; great part of the problem thus mastered, some more
arguments for my Rational Metaphysics», PIA, pp. 34-39.
13 Véase el texto denominado de confesión filosófica en Pessoa Inédito, pp. 398-402.

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Filosofía y Poesía en Fernando Pessoa

sueño. En él conviven y pugnan una joven certeza en el encuentro de la verdad


y un asombro ante el misterio del mundo entero.
En esa primera juventud, su deriva es eminentemente filosófica con cierto
miedo a abandonar su gran y temprana necesidad poética («tenho de ler mais
poesia, de modo a neutralizar um pouco o efeito da filosofia pura»14). Esto
hace evidente la conciencia que en su juventud comenzó a tomar sobre estas
dos grandes querencias: el amor por la verdad: saber, y el amor por el misterio:
crear y creer.
Charles Robert Anon (y Pessoa tras su fina piel) se define a sí mismo como
un poeta degenerado y un filósofo idealista, defensor de la verdad, la ciencia
y la filosofía15. El anhelo de lo increíble, su innata propensión a la mentira
artística, pugnaba en él con el amor filosófico a la verdad. Sentía vivos en él al
filósofo y al poeta, en una pugna que a nuestros jóvenes ojos encarna la pugna
de toda la historia dialéctica de nuestra animalidad. Una pugna de dos mitades
que no logran hermanarse16.
Era, todo él, una tormenta de temor a la locura, de perpetuo darse a todo,
comprender y sentir todo... «O meu único horror era o desconhecido, o meu
único medo era isso, o que não tem nome»17 (miedo a no poder satisfacer su
instinto de representación), el miedo de una cosa sin nombre. Es fácil entrever
en toda su juventud un doble sentimiento de temor y éxtasis ante la vida, tal
como el que afirmó Baudelaire18.
En ese transcurrir apasionado percibe el pálpito paulatino del recelo ante
la posibilidad de descubrir una verdad metafísica, un sentimiento agridulce al
palpar las argumentaciones, lo aporético del raciocinio. Estaba dedicado por

14 PIA, p. 37.
15 Ídem, p. 50.
16 «Why am I so unhappy? Because I am what I must not be. Because half of me is not brother to the
other half, and the conquest of one is the defeat of the other, and if the defeat the suffering —my suffering
in either case», PIA, p. 57.
17 Pessoa inédito, p. 400.
18 «Siendo muy niño albergué en el corazón dos sentimientos contradictorios: el horror por la vida
y el éxtasis ante la vida». Charles Baudelaire (1995), Mi corazón al desnudo y otros papeles íntimos, Madrid:
Visor, p. 72.

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Pablo Javier Pérez López

entero a sentir y pensar el misterio del mundo. Busca una solución para un
problema metafísico que no quiere, paradójicamente, solucionar, pues siente
el agradable calor del misterio y el miedo a la verdad frágil (encontrando en la
obstinación por la duda en filosofía una obstinación enmascarada de no querer
comprender19).
Siente paulatinamente la vida como creación; crear es preciso, crear
pensando y sintiendo.
Parece complicado encontrar un animal humano que explicite con esta
claridad biográfica (con las debidas precauciones y sabiendo, siguiendo a
Octavio Paz, que aquí «biográfico» es sinónimo de obra o de práctica poética)
la vibrante tensión, el equilibrio trágico de la cuerda que vibra entre la colina
filosófica y la poética, de esas dos colinas que ya Heidegger esbozó como
cercanas pero separadas por un abismo20.
La piel pessoana está herida por una gran sensibilidad; no puede apenas
vivir sin pensar lo vivido, sin «olvidar su presencia metafísica en la vida»21,
sin tener una conciencia casi trascendental y fenomenológica del vivir, sin
desvincularse de una dolorosa lucidez. No puede vivir sin filosofar, aunque
su filosofar no siempre sea sintético sino imaginativo y contradictorio, dando
al filósofo el papel de un poeta que, agitado por una multitud de ideas, crea
discursos filosóficos, manojos metafísicos que sirven para barrerse el frío del
alma. Exhibiendo en todo ello una incapacidad casi biológica para sintetizar
ocupando alternativamente las diferentes argumentaciones posibles para la
solución de una cuestión filosófica.
Manojos, posturas filosóficas, colecciones y esquemas que él mismo encarna
en un sentido múltiple, en su sentir múltiple, en su «sentirse varios seres»22, en

19 «Philosophy is all doubt, it is obstinate not to understand», Fernando Pessoa (2006), Textos Filosó-
ficos, I, Lisboa: Ática, p. 109.
20 «Tal vez sepamos algunas cosas sobre la relación entre la filosofía y la poesía. Pero no sabemos
nada del diálogo entre el poeta y el pensador, que habitan cerca sobre las más distantes montañas», Martin
Heidegger (2000), ¿Qué es la Metafísica?, Madrid, Alianza, pp. 251-258.
21 «O meu pior mal é que não consigo esquecer a minha presença metafísica na vida», PIA, p. 95.
22 «Sinto-me múltiplo», Ídem, p. 101.

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Filosofía y Poesía en Fernando Pessoa

otrarse. Es todo él una pugna entre la inteligencia y la vida, temática esencial


de su Fausto y quizá de toda su vida-obra, la pugna entre la lucidez intelectual
de la conciencia y la animalidad del párvulo y el ermitaño, una encarnación de
la tensión filosófico-poética en su extrema sensibilidad, y su perpetuo asombro
admirado; un cuerpo, en definitiva, donde comienza (se encarna) la crisis de la
filosofía moderna.
Los textos que confeccionó en un primer momento sobre cuestiones
filosóficas, en diálogo con sus autores predilectos, no pueden considerarse
meros ejercicios o juegos sofísticos, aun cuando en muchos casos sean
apuntes alternos de lectura, pues en muchas ocasiones encierran originalidad
interpretativa y avidez metafísica, y ofrecen algunas claves interesantes de su
formación filosófica creativa. Hay ya en ellos algunas intuiciones esenciales y
creativas. Olvidar que Fernando Pessoa fue un poeta que conocía el significado
de precisos términos filosóficos y, sobre todo, que vivió el dolor encarnado
de los problemas metafísicos, parece poco recomendable. Fernando Pessoa no
era lego en asuntos filosóficos, al contrario, llegó a alguno de ellos con cierta
profundidad intuitiva. Esta es una de las primeras intuiciones que debería
quedar clara para una profundización en la dialéctica filosofía-poesía en
nuestro pensador.
Del diálogo con las principales corrientes filosóficas, con los presocráticos,
pitagóricos, eleáticos, escépticos, relativistas, estoicos, espicúreos, platónicos
y neoplatónicos, aristotélicos y escolásticos, modernos, ilustrados, idealistas
alemanes, liberales y utilitaristas ingleses, intuicionistas, irracionalistas,
biologicistas... y de su propia angustia y esquizoide pugna interior entre lo
verdadero filosófico y la mentira artística, nacen sus grandes intuiciones y
casi obsesiones filosóficas que nacen en su juventud (aunque no solo durante
su juventud) y que persistirán de una u otra forma, siempre en el trasfondo
de su hacer, y que pueden resumirse (con el riesgo que ello supone) en las
siguientes:

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Pablo Javier Pérez López

La función propia de la inteligencia es servir a la vida, la filosofía será el arte


de crear valores, ideales, belleza, que impulsados por el instinto nos lleven
a sobrevivir, después de abandonar la obsesión intelectiva.
De su idealismo juvenil y su concepción esencial de la verdad deriva a una
concepción existencial de la verdad: ser verdadero es existir y querer existir.

La metafísica tiene dos grandes formas de ser, una científica que piensa
lo abstracto y lo absoluto, y una artística que nace de un sentimiento
religioso no racionalizable de lo abstracto en lo concreto, de un sentimiento
metafísico concreto. Esta metafísica nace en oposición a la científica que
pensaba los pensamientos y no las cosas23.

Obsesión por el problema del conocimiento, por el problema de la


accesibilidad noética que está en el trasfondo de todas sus inquietudes, qué
podemos conocer. Acepta la dualidad kantiana entre verdad fenoménica y
verdad nouménica; conocemos una parte de las cosas, otra la ignoraremos
siempre; no sabemos nada del misterio de la vida. Es por tanto imposible
un acceso racional a los grandes problemas metafísicos.

El gran error de la filosofía moderna parece haber sido para él haber reducido
a individualidad la conciencia y la realidad, el sujeto y el objeto, olvidando
la fusión de ambos en el acto del pensamiento imaginativo. El verdadero
abismo, pues, no está sino entre la conciencia y la inconciencia.

Identificación de ser y apariencia. Todo es ilusión, ficción. Un gran


amontonamiento de ilusiones entre las que se encuentra la verdad. Crítica
lúcida del idealismo de raigambre platónica que no acierta a comprender

23 Fernando Pessoa será el defensor de la metafísica artística frente a Álvaro de Campos, que defiende
la metafísica científica (véase Álvaro De Campos, 1924, «O Que é a Metafísica ?», en Athena, I, p. 61).

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Filosofía y Poesía en Fernando Pessoa

que las cosas son ideas y las ideas cosas, que la realidad no tiene grados y
que las ideas son solo ficciones útiles olvidadas.

Estimulación ante la idea cartesiana y moderna de la duda como fondo de


una obstinación inicial por no comprender que evita agotar el misterio.
Gran adhesión al escepticismo eterno.

Obsesión por la problemática moral y la pugna entre las morales autónomas


y heterónomas. No puede haber subyugación metafísica, filosófica o de
cualquier tipo a la moral. Ningún sistema metafísico puede fundarse en
la moral. La naturaleza es una pugna que nada tiene que ver con el bien
o el mal.

Constante animadversión hacia la reducción del ser a cualquier tipo de


unidad que rechace su pluralidad constitutiva.

La objeción esencial contra el cristianismo es su dualismo enajenante. El


paganismo superior supone una asunción de lo trágico y una supeditación
de la moral al instinto, al padecer y, por ello, a la pasión y la interfecundidad
del dualismo que nos constituye.

La filosofía es una búsqueda de la verdad absoluta, esencial del ser, que se


reconfigura en la creación del propio ser, de la propia esencia buscada, en una
actividad artística que crea lo real y lo conoce en el acto del fingir artístico,
reapareciendo la primitiva forma griega de filosofar por la poesía 24.

El paganismo superior desvinculado del nórdico y de otros muchos, y frente


al cristianismo nace de la toma de conciencia de las creencias olvidadas

24 �����������������������������������������������������������������������������������������������
«Na obra de Alberto Caeiro há mais uma philosophia do que uma arte. Reapparece n`elle a primi-
tiva grega forma de philosophar pela poesía», Pessoa Inédito, p. 278, E. 3/E. 121-53b .

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Pablo Javier Pérez López

intelectualizándolas y asumiendo el error de la verdad, haciendo del crear el


ideal supremo del hombre superior.

Imposibilidad de dominación individual o social de nuestra irracionalidad,


salvo, quizá, por un procedimiento estético.

Obsesión por el problema del libre arbitrio: ¿hay verdadera libertad en


nosotros o nuestra alma está determinada por una necesidad biológica o
demiúrgica? La libertad es solo una obsesión metafísica, quizá una falsa
ilusión.

Lo trágico, como idea central de su reflexión y su sentir, se define en el


sentimiento de limitación, toda la infelicidad está en ser limitado: Querer
es no poder25 . Quizá solo nos salvará la ilimitación jovial y entusiasmada del
imaginar.

Influencias biologicistas y organicistas: la vida como supervivencia, como


perseveración en el ser. Imposibilidad de comprensión de la sociedad si no
la entendemos como una vida, como un individuo, como cierto organismo
propio.

Obsesión perpetua por la otredad (toda cosa, en la concepción dialéctica


del ser que exhibe, de pugna, de diálogo, de integración de contrarios) es en
sí misma ya otra. La identidad incluye la alteridad.

Se advierte en su transcurrir biográfico una progresiva desvinculación de la


certidumbre de la verdad, en el sentido esencial de lo filosófico (que no siempre
coincide con lo biográfico, a decir verdad). Una intuición fundamental, por
tanto, nos advierte del paso de la certidumbre filosófica a una sabiduría poética

25 Véase E. 138a-10 .

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Filosofía y Poesía en Fernando Pessoa

de origen neopagano. Es como si en un determinado momento, el ardiente


impulso filosófico, el ardiente deseo de nombrar lo que aún no tienen nombre,
de (im)poner conceptos, de conocer, se viera diluido por el pálpito poético y por
la certeza de la ilusión también del conocer (esa gran intuición nietzscheana:
conocer es la primera metáfora, la primera ilusión).
Es como si en un determinado momento, en el camino que transita desde
la certeza de la filosofía socrática, desde una piel platónica o kantiana, Pessoa,
deshaciéndose de su credulidad científica, llegara a la otra orilla que busca la
verdad mediante la mentira, ya asumida, mediante la asunción de que todo es
ilusión, de que lo esencial es la apariencia. Es en ese momento, de camino a
un saber poético, donde el filosofar es ya un arte y no una ciencia, un arte que
salva y redime, donde se hace carne el cansancio de la razón y el pensamiento
abstracto, donde frente al lema escolástico, que tanto encandiló al joven Pessoa:
«Nos cansamos de todo excepto de comprender», Bernardo Soares dice: «De
lo que más nos cansamos es, sobre todo, de comprender», y Alberto Caeiro
sentencia: «Comprender es estar enfermo de los ojos», olvidarse de amar y
desaprender a existir.
Es en ese momento cuando se pasa de la comprensión a la vivencia reflexiva,
al sentir total se llega desde el pensar total, y el querer saber y el querer perseverar
se fusionan, y es por ello que Pessoa puede decir que en él todo lo sentido
está pensado. Pensar y sentir se unen, se acepta la búsqueda de una verdad
pero creada mediante la ficción y la sugerencia, mediante el lenguaje poético,
mediante la propia vida, mediante el imaginar que es, en definitiva, un pensar
sintiendo, un sentir pensando.
El predominio de la interiorización reflexiva y sensorial (de la excesiva
sensibilidad externa e interna) provoca en él un profundo desasosiego, un
hambre que trata de calmar, no ya solo con el alimento literario que recibe
desde la infancia, sino ahora con el alimento filosófico que demanda su espíritu
hambriento y excitado por una piel muy fina (tan fina que no sabe dónde
comienza su propio yo). Quizá esa pugna que siente en su interior es una loca
disputa entre sus dos mitades, la filosófica y la poética; la que todavía quiere

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Pablo Javier Pérez López

comprender lo real y la que acaba por saber que el único misterio es la ausencia
de misterio y que el imaginar es el único fundamento de un vivir que salva del
dolor, íntimas enemigas condenadas a vivir juntas y a conciliar sus hambres
opuestas: filosofar y poetizar todo y de todas las maneras posibles, pensar y
sentir todo y de todas las maneras posibles.
Hay un hambre profundo, una explicitación de la profunda tensión entre lo
filosófico y lo poético, que permanece en el trasfondo de la obra-vida pessoana y
que tiene gran interés filosófico; la crisis de la filosofía moderna, que es la crisis
de nuestra animalidad entre el querer y el poder, entre el querer saber más de lo
que se puede y el querer vivir más de lo que se puede, el dolor ante el misterio y
el dolor del tiempo y de la muerte. Hay en todo ello una explícita preocupación
filosófica en esta tercera adolescencia que indica el camino seguido por el poeta
como encarnación de los opuestos en su hacer poético y metafísico, y que ya
será perenne.

Una metafísica poética


Si hay algo que ocurre en Pessoa como desarrollo central de su actividad
poética, que entronca directamente con la cuestión de la ligazón con lo filosófico,
es el trascender el campo de la poesía lírica para acercarse a un campo poético
sembrado de preocupación y ocupación filosófica, y más concretamente metafísica.
Estamos, sin duda, ante uno de aquellos poetas herederos de los metaphysical poets
isabelinos, para los que el contraste, la tensión existencial y, por ende, metafísica,
entre la realidad y el deseo, estaba en el trasfondo de su hacer poético, empapado
de compromiso ontológico; esto es, de decir sobre el mundo, de contenido
conceptual, intelectual, sobre el misterio del mundo sin quedarse únicamente en
enunciar la belleza con claridad y elegancia. Más allá de la claridad y la exposición
bella se llega a un pensar sentido, a un Logos poético que no renuncia a enunciar
pensamiento encarnando en la concreción vivencial. La pugna entre espíritu y
materia, entre realidad y sueño, marcan el rumbo de la profundidad ontológica
del hacer poético de la obra pessoana siguiendo la senda de autores como Lucrecio,

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Filosofía y Poesía en Fernando Pessoa

Goethe o Dante. Si tenemos que encuadrar, con las dificultades que esto tiene de
por sí, y más en el caso pessoano, a nuestro poeta en un lugar, este sería la jaula de
los poetas-filósofos26, pertenecientes a la raza sagrada de los mestizos, de aquellos
poetas inspirados, imbuidos por la preocupación filosófica o metafísica donde la
preocupación rigurosa se disuelve en una necesidad de orientación primitivamente
poética, es decir, crear para orientarse (ensimismarse). No hay, como ya hemos
apuntado anteriormente, una más sugerente, y a la par certera, definición de la
actividad metafísica que la que nos ofrece Ortega:

«Y decimos que la Metafísica consiste en que el hombre busca una


orientación radical en su situación. Pero esto supone que la situación del
hombre “esto es, su vida” consiste en una radical desorientación […] El
que se desorienta en el campo busca un plano o la brújula, o pregunta a un
transeúnte y esto le basta para orientarse. Pero nuestra definición presupone
una desorientación total, radical; es decir, no que al hombre le acontezca
desorientarse, perderse en su vida, sino que, por lo visto, la situación del
hombre, la vida, es desorientación, es estar perdido “y por eso existe la
Metafísica”.»27

El poeta metafísico, aturdido ante la radical desorientación del existir, del


misterio de la vida, busca orientación construyendo creencias, posturas, mitos,

26 El propio Fernando Pessoa distingue tres especies de poetas-pensadores de entre los cuales proba-
blemente él mismo pertenezca a la primera categoría:
«Poetas-pensadores são de 3 espécies:
(1) Aqueles em que o poeta e o pensador estão absolutamente fundidos (Antero).
(2) Aqueles em que o pensamento e a expressão poética d’ele se acham inteiramente separados, de modo
que o pensamento é conscientemente posto em verso, ainda que, sendo a natureza artística intensa, em
magnífico verso (Goethe, em parte; Hugo às vezes[;] os poetas do século xviii).
(3) Aqueles em que o pensamento é pensado poeticamente, mas não realizado com perfeito (e artístico)
afastamento; nem com fusão, modeladora em perfeita arte, do pensamento (Bocage, Wordsworth, Pas-
coais», Pessoa Inédito, p. 384 (ilustración n.º 2).
27 José Ortega y Gasset (2003), Unas lecciones de Metafísica, Madrid: Revista de Occidente-Alianza, p.
26.

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Pablo Javier Pérez López

poemas...28 y en este caso, poemas que, lanzados como gritos de un recién


llegado a la isla del mundo, un náufrago, le procuren cierta orientación, cierto
saber-se una representación de su naufragio. El poeta metafísico conjuga la
intensidad vital y vivencial con el deseo de saber sobre el misterio de la vida, por
eso construye sus preguntas en el ejercicio de la belleza de la palabra, pero una
belleza que, lejos de autoagotarse, asoma preguntas y cuestiones, pensamientos
sobre lo profundo, reflexiones ontológicas. Todo ello implica que la metafísica
se hace arte, el arte de sobrevivir fingiendo, esto es, creando, el arte de conocer
desde la mentira pues fingir es conocer. Y conocer-se.
Tras el hacer y el reflexionar pessoano siempre asoma la certeza de que la
poesía tiene tras su piel formal y su belleza esculpida un tuétano metafísico
que es su esencia fundante. La parte intelectual del poeta es esencial, pues
es la intuición metafísica que palpita en el acercamiento a lo real que supone
el decir poético. El pensar, el indagar metafísico está, desde la concepción
pessoana, irremediablemente ligado al sentimiento poético, hasta tal punto
que el pensamiento poético es a su vez irremediablemente sentimiento poético:
pensar y sentir todo de todas las maneras será la gran tarea del filósofo-poeta,
cuya tarea esencial y fundadora, la intelectualización de las sensaciones, es para
Pessoa, la parte esencial de los movimientos literarios:

«Dos movimientos literarios a parte que é eterna é a parte intellectual. A


parte intellectual é (1) a intellectualização das sensações e dos sentimentos,
(2) a construção e architectura da obra, (3) a intuição ou pensamento
metaphysico que está no fundo de cada obra. São estes os 3 elementos que
tornam duradoras as obras artísticas [literarias].»29

28 Tras el declive de la filosofía moderna ya no hay que destruir «racionalmente» los mitos sino crear-
los, no habrá mayor honor que ser un creador de mitos: «Desejo ser um criador de mitos que é o misterio
mais alto que pode obrar alguém da humanidade», Fernando Pessoa (1986), Obras en prosa, Río de Janei-
ro: Nova Aguiar, p. 84.
29 António Mora (2002), Obras de António Mora, INCM, p. 311, [12I-62r].

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Filosofía y Poesía en Fernando Pessoa

El hacer literario desde la perspectiva pessoana es un hacer metafísico en


inicio y fundamento, pues, como vemos, supone una intelectualización de las
sensaciones, del sentir, es decir, para decirlo en términos unamunianos, un pensar
los sentimientos. El arte para Pessoa, y en él la literatura es, en esencia, uma
invenção com valor, esto es, una creación que aporta un valor novedoso, cierto
instinto intelectual que fusiona necesidad biológica e inteligencia, sensibilidad e
inteligencia. La filosofía, junto con la literatura, es clasificada por Pessoa, dentro
de las artes superiores que tienen como fin influenciar, esto es, en sus términos,
crear civilización (crear creadores). La metafísica poética supone una superación
del romanticismo y del clasicismo en fusión de sensibilidad e inteligencia 30.
La obra de arte es una producción del instinto que tiene como base una
abstracción de la realidad. El arte es el maestro de la vida y necesidad práctica
incluso para conocer el mundo, pues toda ciencia que busca comprender el
mundo lleva a la metafísica, se sustenta en alguna posición metafísica, que es
ya, en buena medida, arte.
La grandeza del artista reside en su pasión y su imaginación pero también
en su pensamiento, en el contenido metafísico de su actividad artística. Dentro
del arte que se hace con ideas, está junto a la prosa, el canto poético distinguido
por el uso y la apropiación del ritmo. El énfasis pessoano está en una mirada
que entiende el sentir y el pensar como complemento en el hacer artístico
(poético) e incluso ve la filosofía, el pensar, la metafísica, como base esencial
del arte.
Frente al lirismo de la poesía moderna que solo ofrece emoción y belleza de
formas y ritmos vacíos de contenido metafísico, la poesía, el canto sensacionista,

30 «[...] Há duas espécies de poetas —os que pensam o que sentem, e os que sentem o que pensam.
A terceira espécie apenas pensa ou sente, e não escreve versos, sendo por isso que não existe.
Aos poetas que pensam o que sentem chamamos románticos; aos poetas que sentem o que pensam cha-
mamos clássicos. A definição inversa é igualmente aceitável. Em Luís de Montalvor, autor de um livro,
Poemas, a aparecer en breve, a sensibilidade se confunde com a intenigéncia —como em Mallarmé, porém dife-
rentemente— para formar uma terceira faculdade da alma, infiel as definições. Tanto podemos dizer que ele pensa o
que sente, como que sente o que pensa...» (el subrayado es nuestro). Fernando Pessoa (1980), Textos de Crítica
e de Intervenção, Lisboa: Ática, p. 155.

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Pablo Javier Pérez López

la metafísica poética, es expresión de una necesaria conciliación de opuestos:


universalidad y particularidad, filosofía y poesía, pensar y sentir. El poeta
lírico no piensa y además no quiere pensar, es solo emoción, solo sentimiento,
impulso emotivo sin trasfondo metafísico31.
Existen para Pessoa varios tipos de poesía, fundamentalmente la inspirada
por la emoción, por conceptos o ideas y por la imaginación. La poesía
metafísica que él representa es la fusión de la emoción y de la idea, de la
mano del proceso imaginativo, de una idea creada por sentida, fruto de un
sentimiento metafísico. Hablar, por tanto, de poesía metafísica, igual que de
pensamiento poético, supone hablar de una postura intelectual pessoana que
consiste en hacer productiva, necesaria, irremediable y esencial la pugna de
los que aparentemente son contrarios, frente al filosofar académico, frente a
la metafísica abstracta y descarnada que solo piensa el pensamiento, frente
a la poesía recelosa que solo siente el sentimiento; revela la especial lucidez
del poeta trágico, del pensador poético que sabiendo ilusión el conocer, que
saliendo de la ilusión falsa del método racional, asume la imposibilidad de
separar lo pasional del alma filosófica que quiere conocer y lo racional del alma
poética que quiere poetizar, fabular, asumiendo el mandato unamuniano de
su credo poético, pensar lo sentido y sentir lo pensado, y ahora asumiendo la
despersonalización pessoana del yo, su deseo de ser varias máscaras, varios
otros; hacerlo de todas las maneras posibles.
Rompiendo la rigidez del esquema filosófico moderno entre objeto y sujeto,
ofreciéndose a la otredad ontológica con promiscuidad absoluta, llega el
momento de asumir la tragedia, fundando un espíritu nuevo de fidelidad a la
tierra que representa un irracionalismo (a vida não tem sentido nenhum32) donde
la razón se torna ilusión consciente, y la poesía y el mito, inocencia razonadora.
La metafísica no será ya una actividad científica que, al modo aristotélico,
busca las categorías primeras de la autenticidad ontológica; lo esencial de lo

31 Véase E3/141-47.
32 António Mora (2002), Obras de António Mora, Lisboa: INCM, p. 322. [22-3r-4v].

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Filosofía y Poesía en Fernando Pessoa

real desmigado de lo aparente, ya no se ocupará categorial y universalmente de


lo que es en cuanto que es, sino que asume su actividad como artística, es decir,
como creativa y creadora, haciéndose arte, creación y creencia útil. Son estas
las bases del nuevo filosofar-poetizar. La metafísica así es arte, creación que
busca orientación, decir del mundo mintiendo, pensamiento poético creado y
creído. La metafísica ya no puede ser una ciencia en busca de la autenticidad
del ser según la gradación de lo real, pues asume la apariencia, lo imaginario,
la fantasía, la fantasmagoría artística como parte real y profunda, esencial, del
ser. Ello consigue hacernos distinguir entre los filósofos de metafísica científica
que buscan conocer, y los de la metafísica artística que buscan sentir. Entre
ellos está el poeta metafísico que quiere conocer sin olvidarse del sentir, que
quiere conocer sintiendo, haciendo de la metafísica un sentimiento33.
En definitiva, la gran esencia del poeta metafísico, del poeta filósofo, es
emocionalizar el pensamiento, renunciar al conocimiento desapasionado del
socratismo, ser trágico en gran parte como el alma portuguesa propicia, pensar
sin dejar de sentir (¿será por esta natural tendencia portuguesa hacia lo trágico,
al pensar sintiendo y al sentir pensando, por lo que nace y perdura la gran
atracción unamuniana hacia el alma portuguesa?).
Para emocionalizar el pensamiento, para que un poeta sea metafísico, hace
falta cierta constitución mística, es decir, un profundo apego al misterio del
existir, poca confianza en una razón huérfana de vida y de voluntad, de ilusión
y de poesía, predisposición hacia la intuición, hacia el pensamiento directo y no
abstracto. Certeza, en definitiva, de no poder desligar reflexión (como abstracción
artística del intelecto) y entrega sensorial. La poesía metafísica es superior a
cualquier otra en cuanto indagación absoluta en lo trágico. La filosofía no es ya
saber el misterio, sino sentir lo esencial de todos los modos y maneras aceptando

33 A metaphysica poder ser uma actividade científica, mas tambem pode ser uma actividade artística. Como
actividade científica, virtual que seja, procura conhecer; como actividade artística, procura sentir. O campo da me-
taphysica é o abstracto e o absoluto. Ora o abstracto e o absoluto podem ser sentidos, e não só, pensados, pela simple
razão de que tudo poder ser, e é sentido... Álvaro De Campos (1924), «O que é a Metaphysica», en Athena,
vol. I, Outubro, p. 61.

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Pablo Javier Pérez López

la imposibilidad de acceso noético y sustituyendo el ardor por la verdad, por la


necesidad de construcción mítica y poética. La tragedia consiste en no tener
las respuestas a todas las preguntas que puedo formular, en la inaccesibilidad
noética, en la incomprensión, en ser extranjero del propio ser; el poeta que desde
la noche de los tiempos sabía los secretos del mundo, se ha vuelto un extraño,
un extranjero en la ciudad del misterio que no puede apagar la enfermedad de
su conciencia, del reflexionar sin querer, que no puede escapar del representar lo
real, de saber menos de lo que necesita saber: O homem não sabe mais que os outros
animais, sabe menos. Eles sabem o que precisam saber. Nós não34.

La voluntad de ficción como necesidad existencial; sufrir por


amor a la mentira
Pero la intuición que funda el sentido de la poesía metafísica, del pensamiento
poético o trágico, donde hemos enmarcado la dialéctica filosofía-poesía en
Fernando Pessoa, es la voluntad de ficción, de ilusión, como condición del
existir frente a la enajenación de una voluntad de verdad deshumanizante y
enfermiza.
La identificación de la vida con la literatura, heredera directa, voluntaria o
involuntariamente del pensamiento trágico nietzscheano35, se hace radicalmente
explícita y esencial en Fernando Pessoa a través no solo de la esencialidad de
la dualidad Filosofía y Poesía en su obra-vida sino en la inscripción de esta
dialéctica esencial-existencial en el llamado drama en gente.
La antigua disputa entre el espíritu filosófico y el espíritu literario adquiere
una dimensión nueva en un mundo literario plural y nace de la inversión del

34 Fernando Pessoa (2006), Textos Filosóficos, I, Lisboa: Ática, p. 164.


35 Para profundizar en la relación Pessoa-Nietzsche véase:
Pablo Javier Pérez López, «Fernando Pessoa, el nietzscheano involuntario», en Românica, Revista de Lite-
ratura do Departamento de Literaturas Românicas da Faculdade de Letras da Universidade de Lisboa, 18, 2009,
pp. 217-243.
«Un insólito nietzscheano. Notas sobre el nietzscheanismo explícito e implícito de Fernando Pessoa», en
Olhares europeus sobre Fernando Pessoa, Centro de Filosofia, Universidade de Lisboa (en prensa).

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Filosofía y Poesía en Fernando Pessoa

platonismo que da lugar a afirmar la esencialidad literaria del mundo, la ilusión


literaria como madre de la vida 36 y aún más, en el caso de Pessoa, además de
contra el dualismo enajenante, contra la individualidad del ser, aceptando de
lleno aquello que Machado llamaba la esencial heterogeneidad del ser dentro
de la propia identidad de la conciencia 37, que queda rota y expandida hacia
la otredad identificando alteridad e identidad, haciendo de la propia vida
una literatura viviente repleta de personajes, recuperando las máscaras para
la vida, el ideal griego preintelectualista y su materialismo, aceptando que
«Platón es la decadencia del ideal griego»38, precisamente por hacer imposible
la interfecundidad filosófico-poética que nos pertenece como especie enferma
a medio camino entre los dioses y los animales.
Sin embargo, no se trata de una desvinculación total de la racionalidad, sino
de una aceptación de la racionalidad en el seno de lo biológico, y de la necesidad
paralela de la ilusión como condición de la vida y de la propia racionalidad. El
pretendiente jovial de la verdad se convierte en un poeta que sabe que necesita
la mentira artística, y que el conocimiento pasa irremediablemente por el
fingimiento (fingir es conocerse). El hombre superior que acepta la dualidad que lo
constituye como especie enferma se convierte en un refundador de la existencia
mítica cumpliendo el honor mayor para un hombre, ser un creador de mitos. El
hombre superior, en una época de falta total de literatura, se convierte él mismo
en una literatura, en un teatro ambulante que no renuncia al pensamiento sino
al pensamiento unívoco y enajenante, y donde los diferentes personajes de su
alma literaria defienden filosofías que no están de acuerdo entre sí39 pero que
tienen en común la admiración y la herencia esencial del maestro Caeiro.

36 «A arte é uma mentira que suggere uma verdade», E3/88-13.


37 «Para isso importa antes de mais nada, atacar de frente o espirito philosophico que data, na sua forma
mais doente, de Kant, e que pretende centralisar no homem e na consciencia individual a realidade do Uni-
verso; importa isto é, reconstruir o materialismo grego...», Pessoa por conhecer, Lisboa: Estampa, 1990, p. 381.
38 Ídem, p. 381.
39 «I have had in me thousands of philosophies not any two of which —as if they were real—
agreed», Pessoa Inédito, p. 402.

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Pablo Javier Pérez López

Caeiro, maestro de las filosofías neopaganas de las poéticas pessoanas, es un


animal que trata de sacudirse el dolor, el de la propensión gemela al misterio y la
verdad. Caeiro encarna el vivir, el querer vivir, el querer perseverar en el ser, en el
existir: O não querer saber, o não querer pensar de Caeiro corresponde à fuga frustada
do misterio ontológico. Corresponde ao desejo profundo de regresar a uma forma de
loucura, que por, ser tão comúm e sociável, é quase imperceptível, a da ausência da
interioridade ou da reflexão sobre o misterio do existir, do ser. A interioridade supõe
um despojamento da ignorância e da inconsciência e uma introdução no abismo do
ser, do existir. Quem se sujeitou, ou aconteceu sujeitar-se a esta iniciação ontológica
jamais poderá regressar a pura exterioridade, a la inconsciência o la ignorância do
misterio 40, a la inocencia animal de una niñez recobrada.
Caeiro, una suerte de Zarathustra del Ribatejo portugués, maestro del
estoico-epicúreo Reis, del neopagano filósofo Mora, del nihilista Campos y
del sensacionista Pessoa, encarna lo otro de C. R. Anon y Alexander Search,
él es ya un poeta-pensador, más próximo al poeta que al pensador, de cuyo
pensamiento-sentimiento pagano y materialista, António Mora, el heterónimo
filósofo pessoano, elaborará una traducción filosófica. En Caeiro y en Mora,
en la parte pessoana del pensamiento poético o trágico que suele coincidir
con una etapa de madurez de su vida, la literatura es ya «el arte casado con
el pensamiento», y el idealismo y el subjetivismo absoluto de la jovialidad de
ardiente deseo filosófico se convierte en materialismo griego, en objetivismo
absoluto (no existe distinción posible entre mundo exterior e interior) en
paganismo que sustituye el deseo de razón, ciencia y virtud por ilusión,
literatura y arte, y recupera frente al dolor de la lucidez, de la conciencia de la
conciencia, del espanto del propio rostro reflejado41, un deseo de primitivismo,
de animalidad y de Infancia recuperada.
El animal humano se debate entre una vida de conciencia que no puede
acceder al misterio o el deseo de una vida inconsciente en el misterio: Pudesse

40 Antonio Pina De Coelho (1971), Os fundamentos filosoficos da obra de F.P, Lisboa: Verbo, p. 96.
41 «O criador do espelho envenenou a alma humana», en Livro do desassossego, Lisboa: A & A, Obra
essencial, 2006, p. 371.

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Filosofía y Poesía en Fernando Pessoa

eu, sim, pudesse, eternamente/Alheio ao verdadeiro ser do mundo,/Viver sempre


este sonho que é a vida! 42
En último término, la huida metafísica del dolor de la lucidez es una huida
frustrada. Y por eso, el deseo trágico no es predominante o triunfal siempre
en Pessoa, que de alguna manera conserva su esencia romántica, platónica,
cristiana, en cuya manifestación el arte no se comprende como el triunfo de la
vida y del amor fati sino en ocasiones como narcótico que niega el dolor de la
voluntad. La dualidad está presente en Pessoa hasta el final y esa dualidad que
enciende en él el más profundo desasosiego, el desasosiego del que odia la vida
por amor a ella, desasosiego que nace de la dualidad filosofía-poesía, voluntad
de verdad-voluntad de ilusión, entre razón y pasión es paralelo a otra obsesión
que mantuvo durante toda su vida, la cercanía entre la genialidad y la locura
y la duda quizá eterna entre la actitud filosófica como genialidad dolorosa o
lucidez intelectual que roza y a veces se hunde en la locura: «A philosophia é a
lucidez intelectual chegando à loucura»43.
Frente al razonador juvenil Search o Anon, el maestro Caeiro y su discípulo
Pessoa saben que el pensamiento abstracto puede derivar en locura si se empeña
en olvidar el misterio en el que está condenado a vivir el animal humano:

«A metafísica pareceu-me sempre uma forma prolongada da loucura


latente. Se conhecêssemos a verdade, vê-la-íamos; tudo o mais é sistema
e arredores. Basta-nos, se pensarmos, a incompreensibilidade do universo;
querer compreendê-lo é ser menos que homens, porque ser homem é saber
que se não compreende.»44

La filosofía desde esta perspectiva renace hecha literatura, refundada


míticamente, aceptando la voluntad de ilusión, el error, la mentira literaria
como condición de nuestro existir, y por ello el problema central de la filosofía,

42 Fernando Pessoa (1988), Fausto. Tragédia subjectiva, Lisboa: Presença, p. 19.


43 Fernando Pessoa (2003), Aforismos e afins, Lisboa: Assírio e Alvim, p. 57 (ilustración n.º 1).
44 Livro do Desassossego, p. 106.

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Pablo Javier Pérez López

que aún no dialoga con la literatura ni acepta el misterio es ella misma como
disciplina que no ofrece la satisfacción que necesitamos, que no nos ayuda a
aprender a existir:

«The central problem of philosophy is philosophy itself posited as problem.


Why do you need philosophy?»45

Fernando Pessoa, estimulador de almas, tuvo como tarea esencial, tema de su


tiempo46 conciliar contrarios haciendo dialogar nuestras dos grandes hambres,
de verdad y de mentira en su cuerpo repleto de almas. Su tarea esencial fue
convertirse en un poeta-pensador, en un hombre superior que sin renunciar a
ninguno de estos deseos encontrados transita entre ellos como un equilibrista,
consciente de que es el poeta pensador, aliando imaginación y pensamiento,
aquel que más puede acercarse al barranco oscuro del misterio del ser, quizá
para arrojar una antorcha y tratar de desvelarlo, o solo para sentir el abrigo de
su calor:

O Mysterio do ser é susceptível de ser apreciado por tres faculdades, ou d’outro


modo dizendo, por duas e por uma combinação d’esas duas, que é realmente uma
terceira. Pode ser apreciado, isto é, sentido de certo modo valorizadamente pelo
pensamento, pela imaginação e por uma combinação de ambos. Concretamente
fallando, pelo pensador, pelo artista [poeta] e pelo poeta-pensador.

Quem mais o sente é o ultimo. O poeta pensador é quem mais se apavora


do mysterio; e por poeta pensador queremos dizer o homem que é capaz de
imaginação e de pensamento, juntos, não separadamente.47

45 Textos Filosóficos, p. 22.


46 «Um dia talvez compreendam que cumpri, como nenhum outro, o meu dever-nato de intérprete
de uma parte do nosso século», Livro do Desassossego, p. 182.
47 E3/154-47, Fragmento transcrito de un texto presumiblemente inédito. Ver ilustración n.º 4.

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Filosofía y Poesía en Fernando Pessoa

Referencias bibliográficas

— De Castro Henriques, M. (1989): As Coerências de Fernando Pessoa, Lisboa:


Verbo.
— Gil, J. (1987): Fernando Pessoa ou a metafísica das sensações, Lisboa: Relogio
d`Agua.
— Lourenço, E. (1983): Poesía e Metafísica, Lisboa: Sá da Costa editores.
—— (1990): «Poésie et philosophie chez Pessoa», en Arquivos do Centro
Cultural Portugués. Vol. 27,1990, pp. 253-264.
— Martín Lago, P. (1993): Poética y metafísica en Fernando Pessoa, Universidade
de Santiago de Compostela.
— Pina Coelho, A. (1971): Os fundamentos filosóficos da obra de Fernando Pessoa,
Lisboa: Editorial Verbo.
— De Oliveira E Silva, L. (1985): O materialismo idealista de Fernando Pessoa,
Lisboa: Clássica Editora.
— Urdanibia, J. (1987): «El pensamiento filosófico de Fernando Pessoa», en
Anthropos: Boletín de información y documentación, n.º 4 (ejemplar dedicado
a F. Pessoa).
— VV. AA. (1987): «Fernando Pessoa. Poeta y pensador, creador de universos»,
en Antrhopos, n.º 74-75 (suplemento 4: Fernando Pessoa: Selección de textos y
análisis de su pensamiento), Barcelona.

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Pablo Javier Pérez López

Fig. 1. BNP E3/ 144P-81v (fragmento)

Fig. 2. BNP E3/143-45

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Filosofía y Poesía en Fernando Pessoa

Fig 3. BNP E3/20—11 (fragmento)

Fig. 4. BNP E3/ 154 —47


(vista fragmentaria de una serie de cuartillas de carácter presumiblemente inédito)

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I I I . CONC E P TOS
Y PROBL E M A S

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9. L a noción de E stilo en M atemática y A rte

Javier de Lorenzo

A. Modelos de Estilos
1. El estilo en el arte: Wölfflin
2. El estilo en el hacer matemático: J. de Lorenzo
3. … y otros estilos
B. Cuestiones y problemas en torno al término estilo
1. ¿Vale todo? De fines y valores
2. … y cuestiones abiertas

Hablar de estilos, géneros, formas con sus periodizaciones, recurrentes o


cíclicas… constituye una empresa ligada a la tendencia del hombre a clasificar
y ordenar. Tendencia incardinada, realmente, en lo más profundo del ser
humano y desde su origen, desde que el ser humano lo es; quizá por ello se ha
convertido en una de las formas más elementales, primitivas pero constantes,
del comportamiento humano. Ante cualquier dificultad, lo primero que
hacemos es clasificar —horda propia-horda ajena, derecha-izquierda, bueno-
malo, progresista-retrógrado…—, clasificación acompañada, se quiera o no, de
sus valoraciones asociadas.
Conviene, antes de seguir, unas precisiones: toda clasificación es convencional
pero no toda convención es arbitraria; hay convenciones radicalmente
«naturales» y, más aún, condicionadoras de la supervivencia del individuo, de
la especie: saber distinguir si un individuo pertenece a la horda propia o a una
ajena y enfrentada pudo y puede ser vital para la supervivencia… A pesar de
lo cual, en algunas historias del pensamiento se tiene una desvalorización para

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La noción de Estilo en Matemática y Arte

quienes mantienen posturas convencionalistas, como en el caso de Poincaré,


asociándolos con arbitrariedad y escepticismo, lo cual es radicalmente impropio
e inexacto.
Y la noción de estilo se liga a este afán clasificatorio y primigenio. Noción
de estilo que desde la retórica se trasvasa al arte, la matemática, la ciencia.
Aquí, y en primer lugar, voy a esbozar tres modelos de clasificación apoyados
en la noción de estilo en: arte, matemática, ciencias en general. En segundo
lugar, pasaré a plantear algunas cuestiones y problemas que estas clasificaciones
engendran, originan.

A. Modelos de Estilos

1. El estilo en el arte: Wölfflin


En los trabajos de Enrique Wölfflin —y tomo a Wölfflin como ejemplo—
se tiene un enfoque metodológico modelo que muestra su utilidad al manejar
el término estilo como instrumento clasificador y lo hace en las ciencias del
espíritu por modo exclusivo y como elemento diferenciador o delimitador por
característico de las mismas. Con una salvedad: sin decirlo de manera explícita,
Wölfflin trasvasa la noción de estilo desde la retórica —donde permite calificar
la capacidad o potencia expresiva de un discurso— a lo que pretendía como lo
más propiamente humano: la manifestación del espíritu a través de las bellas
artes. Buscaba, en estas, una posible caracterización de su dinámica evolutiva;
y lo buscaba en lo que denomina historia interna o, más bien, historia natural
del arte, dejando a un lado los «problemas de la historia de los artistas» (p. 13),
aunque ambas historias se tengan que entrelazar, en ocasiones, en beneficio de
la correcta comprensión de esa historia.
En una obra magnífica, Conceptos fundamentales de la Historia del Arte, que
se edita en 1915 durante la Gran Guerra, y que pretende ser la expresión más
definitiva de ensayos previos al menos iniciados en 1912, Enrique Wölfflin

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Javier de Lorenzo

observa la existencia de tres niveles: individual, nacional, de época, que tienen


su manifestación expresiva en tres estilos correspondientes. En los tres casos la
noción de estilo viene caracterizada:

como expresión: como expresión de una época y de una sentimentalidad


nacional y como expresión de un temperamento personal (p. 13).

Estilo como expresión: de un temperamento individual, de un sentimiento


que se hace a través de lo nacional, de una época. (Y Wölfflin pone unos
ejemplos que hacen evidente esta escisión y lo apropiado de la misma.)
Ahora bien, encuentra que el temperamento personal por sí solo no hace
obras de arte, lo cual exige la búsqueda de otras componentes. En particular,
hay que unir al temperamento lo que califica de belleza. Wölfflin establece, así,
los elementos que considera como los componentes materiales del estilo y que se
condensan en unidad en el momento del análisis, de la captación de la calidad
de la obra como expresión. Sin embargo, estas dos notas tampoco bastan para
captar la noción completa de estilo. Esta exige de una tercera componente
para su completa determinación: la representación. Y ello porque todo artista
depende de la época en la cual nace, se forma y crea; todo artista se encuentra

con determinadas posibilidades «ópticas», a las que se encuentra vinculado.


No todo es posible en todos los tiempos (p. 15).

Y Wölfflin hace una afirmación tajante:

La capacidad de ver tiene también su historia, y el descubrimiento de estos


«estratos ópticos» ha de considerarse como la tarea más elemental de la
historia artística (p. 15).

Los estratos ópticos, la representación como tal, se le muestran a Wölfflin


como los elementos nucleares del estilo, más importantes que las componentes

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La noción de Estilo en Matemática y Arte

materiales a las que incluso da sentido, y por ello desentrañar esos estratos
ópticos, las modalidades de esa representación, se convierten en el objetivo
básico para el historiador del arte.
En otras palabras, el objetivo de desentrañar, captar los conceptos
fundamentales que subyacen a la noción de estilo es, en el fondo, lo mismo que
captar la expresión de una obra que ha de ser, siempre, el punto de partida —una
obra que tiene a un artista como su creador, en una nación, en una época—.
Es un objetivo equivalente a captar un determinado tipo de representación, de
«estrato óptico».
Y en su intento de alcanzar ese objetivo, Wölfflin se detiene en un momento
específico de la historia que escinde en Primer Renacimiento, Alto Renacimiento,
Barroco; es decir, en su intento de dilucidar los conceptos fundamentales de
la historia del arte —los «estratos ópticos»—, se detiene en el arte que se ha
creado entre los siglos xv y xvii, especialmente en el arte del quinientos y
seiscientos.
Delimita, así, una época pero también un espacio: Europa, el mundo
occidental con su «capacidad de ver» propia, con la clara advertencia de que
puede ser diferente a la de otras épocas y a la de otros espacios culturales,
teniendo presente que también esa Europa se escinde en subespacios que se
corresponden con cada una de las naciones emergentes…
Ambos siglos aparecen como «unidades de estilo», de estilo de época por
supuesto, sobre los que analizar los estilos individual y de nacionalidad y, con
ello, poner de relieve el papel de lo que, en el fondo, importa más: el papel de los
conceptos fundamentales, de los «estratos ópticos» o representaciones. Wölfflin
es muy consciente de la convencionalidad que esta delimitación supone. La
justifica para comparar lo acabado con lo acabado, aunque sea un término que
carezca, en realidad, de referente histórico —o todo puede ser referente del
término, ya que cualquier hecho es algo acabado en sí, como hecho—. Y exige
del lector que no adopte el proceso temporal histórico elegido como si reflejara
diferencias cualitativas en el sentido de valorar el proceso de representación
como el reflejo de una flecha y se fuera desde lo más primitivo e inacabado,

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Javier de Lorenzo

desde lo estimado como inicial, a lo más perfecto o logrado. Por el contrario,


cada obra de arte es, en sí, una obra de arte rematada, acabada. En el proceso
temporal no hay, no se pretende que haya, un esquema del tipo que adoptará
posteriormente Spengler, el de

una simple curva con su proclive, su culminación y su declive (p. 19).

Es claro que hay, sí, transición y que se pasa del estilo del siglo xvi al
estilo del siglo xvii. Estilos de época que, de alguna manera, por el estrato
o condición óptica y la representación que la misma conlleva, son los que
conforman o condicionan los restantes estilos y, en parte, sus componentes
materiales. Wölfflin no se atreve a mencionar el término «ruptura» y mantiene
el de «evolución», aunque de modo implícito está aceptando la existencia de
esas rupturas en la representación, en la captación del espacio, en la manera de
«estar en el mundo», rupturas que provocan el paso de unos a otros tipos de
representación y captación del espacio, y de las formas en él contenidas. Es lo
que se tiene, realmente, cuando afirma

La palabra «clásico» no indica en este lugar un juicio de valoración, pues


también hay un barroco clásico. El arte barroco no es una decadencia ni
una superación del clásico; es, hablando de un modo general, otro arte (p.
19).

En este cuadro establece «las formas más generales de representación», o


cinco pares de conceptos, conceptos que contrapone dos a dos en el sentido
en el que se produce una evolución histórica de cada uno de los primeros
conceptos a los segundos; conceptos que, al modo de las categorías kantianas
del entendimiento, hacen el papel de categorías básicas, necesarias para el
análisis y caracterización de los estilos en sus tres niveles o estratos. Me limito
a mencionar los pares de conceptos que Wölfflin considera fundamentales para
estudiar, analizar y captar la historia natural del arte

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La noción de Estilo en Matemática y Arte

1. Evolución de lo Lineal a lo Pictórico: desde el desarrollo y primado de la


línea como cauce y guía de la visión, a la paulatina desestima de la línea.
En otras palabras, desde cargar el acento sobre los límites del objeto,
contornos y superficies, que es lo táctil, hasta llegar a la visión plástica
como si fuera «vaga apariencia».
2. Superficial-Profundo, o evolución de la composición en capas integradoras
del conjunto frente a la yuxtaposición del todo.
3. Forma cerrada-Forma abierta: aunque toda obra de arte es un conjunto
cerrado, limitado en sí mismo, se contrapone la forma suelta del Barroco
a la rigidez de lo tectónico renacentista
4. Múltiple-Unitario: en lo clásico, cada componente mantiene su
autonomía, su ser propio aunque esté integrado en la obra mediante una
armonía de partes libres; el arte evoluciona hacia una concentración de
partes o subordinación de cada parte al total.
5. C
 laridad absoluta-Claridad relativa de los objetos, o la contraposición
entre el hecho de que composición, luz y color estén o no al servicio de la
forma de un modo absoluto.

Cinco pares de categorías que se constituyen en formas de representación


y que, para Wölfflin, son los conceptos fundamentales que componen el
andamiaje en el cual situar el proceso o relato histórico avalado en la forma
de los estilos. Todo espectador, ante una obra de arte, al estar en posesión
de estas categorías representacionales, puede situar esa obra de arte en
su época y su nación, incluso puede llegar a señalar su posible individuo
creador.
Dotado de este arsenal conceptual, Wölfflin pasa a realizar el estudio de la
historia natural del arte en el Renacimiento y el Barroco y lo hace en las bellas
artes que son, para él, pintura, escultura y arquitectura. Para ello, estructura su
obra en cinco capítulos centrando cada uno en el par de categorías o conceptos
fundamentales antes esbozados. Mantiene que esta malla conceptual puede
aplicarse para esas mismas artes en otras épocas y cita su posible viabilidad

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Javier de Lorenzo

para, en concreto, el Románico o el Gótico. Una mera sugerencia para posterior


desarrollo.
Con la convicción de que todos los elementos que intervienen en su
concepción del estilo son expresivos, aunque no todas las formas expresivas
están a disposición de cada artista en la época en la cual trabaja, ni todos se
dan en la misma época. Convicción en la que insiste permanentemente. Con
la afirmación, entre otras, de que el estilo es la expresión del temperamento
individual del artista, un artista «creador» que no es tan libre porque viene
condicionado básicamente por la forma de representación óptica característica
o propia de su época, de aquella en la cual realiza su obra creadora, así como
por los temas y contenidos propios de la misma.
Si me he detenido en Enrique Wölfflin es porque se muestra como auténtico
modelo en el manejo del estilo en las bellas artes, en las tectónicas. Noción de
estilo que considera como expresión pero que, en el fondo, que va más allá de
lo artístico, de la expresión de la obra de arte plástica. Para Wölfflin, el estilo
viene a ser la expresión, la manifestación de la representación o de la capacidad
de ver que tiene el ser humano en cada época y que se plasma, en particular, en
las artes plásticas. Y se hace modelo en la búsqueda de unos criterios, de unas
categorías para delimitar la noción de obra de arte a través del estilo y que va
más allá de su anclaje en el arte porque supone, realmente, una caracterización
de un determinado «estar en el mundo».

2. El estilo en el hacer matemático: Javier de Lorenzo


Marginado a las corrientes del momento, finales de los sesenta del siglo
xx, traté de establecer una clasificación de los estilos matemáticos. El hacer
matemático, para mí, también se encontraba en el interior de las ciencias
del espíritu, del pensamiento, aunque con caracteres propios. Mi punto de
partida no fue Wölfflin, ciertamente, a quien en aquella época no había leído
directamente sino, por una parte, la literatura. Por otra parte, y junto a lo
literario y también como origen, la experiencia vivida en el estudio y manejo

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La noción de Estilo en Matemática y Arte

de diferentes haceres matemáticos, diferentes modos de hacer que conllevaban


diferentes tipos expresivos. Desde esa experiencia y desde lo más puramente
expresivo, y que va más allá del lenguaje literario, intenté dar una visión de lo
que consideré distintos estilos matemáticos.
Experiencia vivida que he contado en alguna ocasión y que me llevó a
la convicción de la existencia de diversos haceres matemáticos, y ello en un
momento en el que predominaba, en casi todo el mundo, la imagen de un solo
y único enfoque respecto a la matemática: la imagen del enfoque formalista
bourbakista. Incluso algunos países occidentales estaban inmersos en plena
reforma educativa, en imponer las llamadas «matemáticas modernas».
En cualquier caso —matemática moderna o clásica—, era lugar común
—y sigue siendo en parte como bagaje común del imaginario colectivo— que,
como toda otra ciencia, la matemática constituía un saber único acumulativo
que se había originado en Grecia y que, paso a paso, iba avanzando, siempre en
progreso, de manera continua y en permanente perfección respecto a lo que se
hacía en cada momento anterior, apoyada en la demostración derivativa como
instrumento de razonamiento esencial. La matemática era la base o apoyatura
para las ciencias de la naturaleza, pero también para la educación obligada
del ciudadano, y a la vez modelo del saber necesario y cierto, de un saber
universal, independiente del temperamento individual, de nación o época; la
disciplina más alejada de la diafonía ton doxon que se tenía en las humanidades,
en las ciencias del espíritu y, en concreto, en filosofía. Saber necesario y cierto,
acumulativo, con aumento y perfección de contenidos, del rigor cada día más
logrado, más acabado; saber en el cual no había historia, realmente, ni nación
o época, ni opiniones discrepantes: solo una matemática, fundamentada,
perfecta, que se impone en sí a todo individuo y, en especial, al matemático
cuyo trabajo se limita a descubrir los contenidos y a demostrar teorema tras
teorema.
Mi posición, que plasmé en el libro Introducción al estilo matemático, iniciado
en 1966 y que al fin terminó editándose en 1971, chocaba con esos tópicos, con
las creencias e imágenes que se incardinaban en los mismos. Desde esa posición,

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Javier de Lorenzo

desde mi posición, existía no una única matemática a lo largo de la historia,


sino distintas matemáticas según los diferentes momentos históricos; nada de
único saber acumulativo progresivo sino praxis o hacer a saltos, con temas que
se crean y temas que se transforman, y temas que se marginan y olvidan; con
discrepancias y discusiones entre los matemáticos tanto por los temas como
por el modo de tratarlos, con permanentes disputas sobre las atribuciones en
la paternidad de los conceptos, de las proposiciones o teoremas, por el modo
o método de asegurarlos… Y los saltos que provocaban esas diferentes formas
de hacer matemático venían producidos por lo que posteriormente denominé
«inversiones y rupturas epistemológicas».
Frente al imaginario común mostraba en mi obra que nada de teoremas
en cada momento más perfectos que en momentos anteriores: un teorema
demostrado por Arquímedes era tan teorema o mucho más teorema, más
profundo, que muchos de los enunciados y demostrados en los miles de tesis
doctorales actuales; nada de mayor rigor aquí y ahora que hace cien, doscientos
años, porque el rigor demostrativo de Arquímedes, para seguir con él, era
absoluto, total para su época… Conceptos —rigor, demostración…— que se
muestran absolutos en cada instante, en cada fase del hacer matemático, pero
que son siempre relativos en el total de la praxis matemática…
En cualquier caso, si la noción y el mismo término de estilo se pensaba o
enfocaba como propio de la retórica pero se había admitido, por extensión,
que se aplicara en las bellas artes —y en particular en las tectónicas o plásticas
como había hecho, entre otros, Wölfflin—, su Introducción en un hacer como
el de la matemática se convirtió en auténtica sorpresa.
Introducción que suponía, realmente, una ruptura en el orden del
pensamiento, si es que la ciencia tenía capacidad de pensar y no se limitaba
a conocer. Porque no se trataba tan solo y, en el fondo, de estilo matemático,
sino de la misma imagen que se tenía de la matemática. En mi libro se daba
por hecho la existencia de «varias» matemáticas, de distintas maneras de hacer
matemática a lo largo de la historia e incluso en una misma época, y ello
suponía aceptar la radical historicidad de esa praxis y la posible existencia

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La noción de Estilo en Matemática y Arte

de rupturas o, para algunos, de revoluciones en una de las disciplinas más


estáticas de todas las que se han considerado. Historicidad que suponía, en lo
ontológico, un rechazo del realismo existencial matemático, del platonismo
tan querido por pensadores como Frege, Russell, Gödel… y que, de alguna
manera, se encuentra en ese imaginario colectivo y es aceptado en muchos
matemáticos profesionales.
Lo que intenté poner de manifiesto en mi obra —que insisto, se terminó
editando en 1971— es que el hacer matemático era una actividad humana
que se reflejaba en un proceso por el cual se construyen mundos posibles de
lo real. Construcción y no simplemente descubrimiento —que también lo
hay, y es proceso básico en el momento del aprendizaje, en el momento en
el cual se inicia el matemático creador en el entorno de época en la que nace
y se educa, con los temas y enfoques que ha de asimilar pero, claramente,
superarlos— con todas las dificultades que la misma supone. Con ello
ponía de relieve que el matemático no se limita a verificar o refutar unas u
otras hipótesis, a modificar o alterar una u otra proposición o axioma, sino
que su hacer es algo más básico, se centra en «tener ideas», enlazar campos
diversos que den paso a nuevos campos de trabajo, formular hipótesis
acerca de objetos que en algunos casos se tienen que ir creando paso a
paso, introduciendo en la praxis matemática que llevan o pueden llevar a
discusiones en cuanto a su aceptación o no, a si existentes o no, en cuanto
a sus propiedades y a cómo tratarlos.
Es lo que, por mero ejemplo, ocurrió con los indivisibles o diferenciales,
aquellos seres que no siendo, son, y siendo, dejan de ser, como los criticara
Berkeley. Indivisibles creados como instrumentos imprescindibles, necesarios
para la construcción del cálculo diferencial e integral, que se intentaron
marginar a partir de la noción de límite esbozada por d’Alembert y en el siglo
xix, y desde un pretendido proceso aritmetizador, se quisieron expulsar del
mundo matemático por parte de Cantor, Hilbert y los conjuntistas; para, desde
otro hacer radicalmente diferente, volver a entrar en ese mundo a través del
cálculo no canónico, un volver a entrar en un mundo al que, realmente, nunca

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Javier de Lorenzo

abandonaron desde que fueron creados, sino que se vieron transformados,


modificados… Y esos indivisibles, siempre, acompañados de polémicas, de
discusiones en torno a su naturaleza, a su papel, a su existencia…
Para romper con el haz de creencias, con el imaginario colectivo de aquel
momento, me situé en paralelo a la actividad literaria en el sentido de que en
esta se había admitido el papel de «creador» del escritor, se venía admitiendo
que el escritor es creador de mundos imaginarios y no solo «descubridor» de
los mismos. Incluso en el caso en el cual el escritor, el novelista, pretende
que su obra sea simplemente como un espejo a lo largo del camino, como
afirmara Stendhal. En la actividad literaria el escritor crea personajes, como
don Quijote, a los cuales se atribuyen desde unas cualidades a unas andanzas;
atribución de aventuras y desventuras a un ente imaginario que puede teñirse
con multitud de interpretaciones —según épocas y naciones—. Personaje que
se convierte, en algunos casos, en más real que alguno de los artefactos que nos
rodean. Y del escritor, del artista se predica que posee «estilo» cuando expresa,
cuando representa los mundos imaginarios que construye.
Estilo que puede llegar a tener, en algunos casos, dos matices: se puede
hablar del «estilo de Cervantes» pero también del «estilo cervantino», es decir,
de un estilo con carácter estrictamente local —el de Cervantes— y de otro
más universal o genérico — el cervantino—. Singular y concreto el primero;
más general, el segundo. Pero, en cualquier caso, se puede atribuir la noción de
estilo, desde el ámbito expresivo, tanto al autor como a la obra.
Al aceptar rasgos de creatividad para el matemático en su hacer, al aceptar
que en la matemática también se crean mundos imaginarios, mundos posibles
de lo real, y de una riqueza que puede ir más allá, incluso, de los mundos que
aparecen en algunas obras literarias y artísticas, se tiene la posibilidad de hablar
de estilos en esta praxis, de estilos que pueden ir más allá de lo estrictamente
personal, de lo individual para centrarse más bien en la obra y la época en la
cual se lleva a cabo esa praxis.
En el hacer matemático elaboré una clasificación de estilos en función,
claramente, de lo expresivo, y traté de ejemplificar cada uno de esos estilos. Me

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La noción de Estilo en Matemática y Arte

limito aquí a enumerar la taxonomía o clasificación de estilos que establecí en


mi obra de 1971, en mi Introducción al estilo matemático, precisando que en
algunos casos un estilo sigue al que le precede en la enumeración, pero no en
todos los casos, porque algunos coexisten:

Geométrico
Poético
Cósico
Algebraico-cartesiano
De indivisibles
Operacional puro
De los ε
Sintético-analítico
Dual
Axiomático
Formal
Semiformal

Y agrego, como ya he hecho en otros lugares, el

Computacional

Es una clasificación que, aun convencional y con posibles modificaciones


que la doten de mayor perfección, permite, a la vez, una historia natural del
hacer matemático —para adoptar, aquí, los términos de Wölfflin— en la
que se muestra que no es un hacer lineal, acumulativo sin más; esos estilos
avalan la existencia de muy distintos tipos de praxis matemática con enfoques
ontológicos, y no solo metodológicos, diferentes. Así, aunque dos autores de
épocas diferentes utilicen un mismo método expositivo como el axiomático,
sus estilos pueden reflejar concepciones muy diferentes, incluso contrapuestas,
del hacer matemático que practican.

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Javier de Lorenzo

Por ejemplo: me detengo en Euclides y Nicolás Bourbaki, dos matemáticos


un tanto sorprendentes por el carácter no se sabe muy bien si individual o
colectivo. En uno, Euclides, estilo deductivo, axiomático, semántico, apoyado
en la construcción del ideograma pictórico, de la figura individual y concreta
sobre la cual apoya el razonamiento deductivo. Razonamiento que, en su
proceso, viene avalado o autorizado, justificado por los axiomas de partida que,
en el fondo, no hacen de premisas de las derivaciones sino de reglas constructivas
que delimitan un terreno de juego en el cual se mueve la intuición creadora del
matemático que realiza construcciones más que deducciones.
Por su lado, el estilo demostrativo a lo Bourbaki se apoya en lo derivativo
sintáctico, con signos sin referencial alguno basados en lo sígnico formal y no
en lo figurativo sino en lo estrictamente ideográfico, y los axiomas han de ser
los puntos de partida obligatorios para la demostración, precisamente por la
pretendida ausencia de cualquier referencial semántico.
Con una precisión, Bourbaki recibiría la más dura crítica por parte de Frege,
por ejemplo, porque no realiza ninguna demostración en lo que pretende y
afirma ser su estilo formal derivativo, ya que sus derivaciones van llenas de
lagunas con una constante llamada al lector para que sea él quien haga la
demostración, con el clásico «es fácil ver…», lo cual es, en sí, incompatible con
el estilo formal sintáctico bajo el cual se acogen esas pretendidas demostraciones
y desde las cuales se critica la falta de rigor de las demás, en concreto, las de
Euclides.
Lo cual muestra, a la vez, no la limitación en sí del estilo formal, sintáctico,
bourbakista, sino la falsedad de las afirmaciones de que el rigor demostrativo es
total en dicho estilo y no en el euclídeo. Hasta cabría invertir una afirmación
como la anterior.
En cualquier caso, un ejemplo de dos estilos expresivos —euclídeo,
bourbakista— que reflejan dos concepciones del hacer matemático muy
diferentes. Una apoyada en lo figural, la otra en lo global.
La caracterización de los estilos pone de manifiesto, hasta cierto punto, la
existencia de las distintas concepciones que subyacen a los mismos. A la vez, no

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La noción de Estilo en Matemática y Arte

solo clarifica puntos como atribuciones de rigor antes mencionadas, sino que
plantea nuevos problemas. En particular, si se puede hablar de estilo de autor
—del mismo modo que se habla de estilo de Cervantes— o más bien estilo
de grupo —estilo euclídeo o bourbakista pongo por caso—, o de disciplina
—como quizá se pusiera de relieve con las diferencias entre geométrico y
algebraico—. Además, mantener la radical historicidad del hacer matemático
hace surgir la cuestión de la evolución o tránsito en el interior de un estilo, si es
que la hay, así como la de clarificar el paso de unos a otros estilos, la posibilidad
de su coexistencia.

3. … y otros estilos
Debo reconocer que en 1971, cuando se publicó mi libro, alguno consideró
que hablar de estilos matemáticos, de distintos haceres o praxis matemáticas
era, simplemente, un juego de diletante, de quien pretendía, sin más, llamar
la atención. Quien así opinó —una minoría, ciertamente, porque el éxito de
la obra fue sorprendente— se equivocó plenamente. Con mi obra iniciaba un
camino y se debe reconocer que en 1996 se llegaba a afirmar, como Jean Gayon
en su artículo De la catégorie de style en histoire des sciences, que:

Desde hace unos diez años aproximadamente, el uso de la palabra «estilo»


se ha extendido como una epidemia entre los historiadores de las ciencias.

Y subrayo el término epidemia. En su artículo, Jean Gayon menciona a


Crombie (1982, 1992, 1994); Fruton (1990); Gavroglu (1990); Hacking (1983,
1992); Harword (1993) y, por supuesto, los congresos, reuniones, sesiones más o
menos internacionales, con el tema y proliferación de expresiones como «estilos
de pensamiento», «estilo de razonamiento», «estilo de argumentación»… Hay
autores que no se citan en esas enumeraciones y, mucho menos, las que se
refieren a la matemática: hablar de estilo en las ciencias, vale pero, ¿en la
matemática?

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Javier de Lorenzo

Es de justicia reconocer que la epidemia se ha difundido en los campos


del hacer matemático y ya ha habido y hay congresos, seminarios, reuniones
internacionales en los cuales el tema central es el estilo matemático.
Naturalmente, es una epidemia en la cual el término estilo adopta multitud
de significados, alguno muy alejado de su origen, en el cual se enlazaba con lo
expresivo.
También que, mucho antes, se pueden encontrar precedentes como en
el caso de Poincaré, por ejemplo, quien ya en 1902, en Ciencia e Hipótesis,
señalaba la diferencia metodológica y, consecuentemente, expresiva, que existe
entre los físicos ingleses y los continentales. Una forma encubierta, la de
Poincaré, de hablar de distintas formas expresivas o estilos —experimental,
deductivo— como propios tanto de los investigadores como de las escuelas
a las que pertenecen, escuelas de unas naciones determinadas (cfr. Ciencia e
hipótesis, p. 137). Estilos individuales, de nación, de época.
De entre los autores mencionados por Gayon quiero destacar, aquí,
aunque con radical brevedad, la figura de Alistair C. Crombie. Su obra Estilos
del pensamiento científico en la tradición europea: la historia del argumento y
explicación especialmente en las ciencias matemáticas y biomédicas y en las artes
se edita en 3 volúmenes en 1994 como culminación de su obra de historiador
de la ciencia. En ella, y como objetivo, da una visión de conjunto de toda
la ciencia europea, la que nace y se desarrolla desde Grecia. Crombie adopta
como criterio básico para ordenar su relato histórico, el que engloba bajo el
término estilo de pensamiento.
Como yo hiciera en mi libro de 1971, Crombie da una definición ostensiva
a través de los seis estilos que encuentra, de modo sucesivo, en la historia del
pensamiento científico occidental y cuyas ejemplificaciones correspondientes
constituyen el grueso de la obra. Sin embargo, intentando mínimas precisiones,
da a entender por estilo de pensamiento científico, y de modo explícito, no ya un
carácter expresivo de autor, época o nación, sino el «método de investigación
y demostración científica», que hace equivalente por otro lado, a «método de
razonamiento».

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La noción de Estilo en Matemática y Arte

A lo largo de la historia los estilos se van sucediendo unos a otros, aunque no


se excluyan y lleguen, a veces, a combinarse. Crombie encuentra en esa historia
y como estilos de pensamiento principales, los que enuncio a continuación y
que, insisto, llevan la denominación equivalente de métodos:

1. M
 étodo de postulación, ejemplificado por la ciencia y la matemática griega.
Es el más antiguo. En él se trata de probar deductivamente a partir de
principios explícitos. El modelo es el matemático euclídeo que se convierte
en el modelo básico para diferentes ciencias hasta la actualidad.
2. Argumentación experimental o construcción de experimentos para
controlar los postulados y explorar otros nuevos mediante la observación
y la medida. Muy raro en Grecia se desarrolla y extiende como método
de razonamiento e investigación desde el final de la Edad Media.
3. C
 onstrucción hipotética de modelos analógicos. A partir de propiedades
conocidas de un artefacto, se intenta explicar propiedades desconocidas
de los fenómenos. Como ejemplo legendario cita, y ya es tópico, la cámara
oscura como modelo explicativo de la visión humana.
4. Ordenamiento de la variedad por comparación y taxonomía. Solo se
desarrolla plenamente desde el fin del Renacimiento y es el estilo o
método clave en ciencias como zoología, botánica, diagnosis médicas…
5. A
 nálisis estadístico de regularidades en poblaciones y el cálculo de
probabilidades. Surge tras los trabajos de Pascal y Fermat en sus estudios
sobre los juegos.
6. El método de la derivación histórica. Ciencias como, entre otras, la
cosmología, geología, teoría de la evolución, son las que hacen suyo,
principalmente, este estilo o método que parece ser el último método
científico en aparecer.

He indicado que frente al hecho de acentuar o tener en cuenta lo


expresivo que se asociaba con el término —y que tanto Wölfflin como
yo mismo tuvimos presente en nuestros respectivos trabajos— Crombie

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Javier de Lorenzo

identifica el estilo con lo metodológico. Cada estilo es un método de


investigación y demostración y Crombie toma como punto de partida la
diversidad de los métodos de construcción científicos ya existentes a lo
largo de la historia. Métodos que han ido apareciendo sucesivamente como
lo expone Crombie; algunos se mantienen y no han sido reemplazados,
otros se han ido desvaneciendo; aunque los estilos no se excluyen e, incluso,
en ocasiones, se combinan y entremezclan. Muy sugerentemente, Crombie
mantiene que cada estilo, por ser un método de invención, de investigación,
ha producido clases de problemas específicos a los cuales ha tratado de
responder, de resolver desde su interior.

B. Cuestiones y problemas en torno al término Estilo

Desde las clasificaciones de los estilos anteriores paso, ahora, a una segunda
parte, la de algunos problemas que las mismas hacen surgir y que en algún caso
ya he ido apuntando. Y lo primero, una pregunta:

1. ¿Vale todo? De fines y valores


En 1971, veinticinco años antes del artículo de Jean Gayon —con los autores
que menciona y muchos otros que no cita, con los trabajos de Crombie—
la escisión clásica entre ciencias y artes, entre ciencias de la naturaleza y
humanidades o ciencias del espíritu, parecía, de alguna manera, quedar al
menos en entredicho si el análisis realizado en mi obra —y en las que vinieron
después, por supuesto— era correcto, análisis en el que se lanzaban puentes
que, de algún modo, difuminaban esa escisión clásica.
Desde ese análisis se parecía cuestionar la existencia de barreras o límites
entre las dos culturas y, a la vez, la de sus posibles diferencias, pero también la
de sus enlaces: se volvía al problema que Kant creyó haber resuelto de manera
definitiva, la diferencia entre conocer, que es lo específico de las ciencias naturales,

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La noción de Estilo en Matemática y Arte

y pensar, que es lo propio de las humanidades, de las que posteriormente van a


ser llamadas ciencias del espíritu, terreno en el que se sitúa el filósofo, y en el
que se incluyen en las bellas artes. Y las ciencias del espíritu procuran pensar
pero no conocimiento. Diferencia entre los usos constructivo y trascendental
de la razón humana, según Kant, con sus barreras y limitaciones insalvables a
las que se agregan las desconsideraciones correspondientes —desde el mismo
Kant— para quienes traten de mezclar ambos tipos de ciencias o utilizar una
en los terrenos o ámbitos de las otras.
Barrera que sumada a la especialización que ha sufrido el conocimiento,
y que impide la existencia actual del «sabio universal», ha provocado, desde
una de las imágenes asociadas a la matemática, la sorprendente problemática
de dónde situar la matemática dada su irrazonable efectividad para obtener
conocimiento a través de las diferentes ciencias naturales aunque sin ser, ella
misma, conocimiento, porque sus proposiciones no son fácticas sino formales
y, por ello, no producen conocer. Matemática que, por otro lado, tampoco
entra en el pensar y precisamente por la atribución de formalismo sintáctico
asociado en ese mismo mundo imaginario. Hacer matemático que queda
desgajado, desde la visión que subyace a esta problemática, tanto del conocer
como del pensar y que, sin embargo, se muestra indispensable tanto para una
como para la otra cara del entendimiento, para esas dos caras separadas desde
el sentir kantiano.
Pero de cuestionar posibles barreras y limitaciones, de intentar precisar sus
alcances, se ha pasado en estos últimos veinticinco años, más o menos, a otro
extremo, al que se condensa en la afirmación todo vale.
Y hoy, con el todo vale, parece que lo «políticamente correcto» es hermanar
ciencias y artes, de tal manera que no haya diferencias específicas entre ellas,
que si en algún momento alguien como Kant estableció barreras o límites,
estos se consideran algo artificial y deben ser eliminados. No sé muy bien si
se pretende beneficiar el pensar sin saber frente al conocer sin pensar, o a la
inversa o, en el fondo, no se beneficia ni a uno ni a otro, ni al pensar, ni al
conocer. Desde este todo vale, es claro que se puede hablar, sin necesidad de

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Javier de Lorenzo

justificación alguna, de estilos tanto en lo literario como en las artes tectónicas,


en las ciencias y, por supuesto, en el hacer matemático.
También, con el todo vale, hoy se quiere que sean obras de arte las que
producen los Orbanejas, por ejemplo, obras que se exponen en las llamadas
salas o galerías de arte y se llevan a museos y se cotizan en las subastas y los
mercados. Se plantea, así, un problema o cuestión no sé si de estética o más
bien de otros terrenos como los de mercado y de lo mediático. En paralelo,
y con el mismo patrón y entorno, se pretende que sean obras de matemática
algunas de las muchas tesis doctorales y ensayos que se realizan todos los años
por centenares y que corresponderían, realmente, a los Orbanejas matemáticos
(cfr. Sixto Castro, 2007).
Es un punto en el cual, como no he sido ni soy políticamente correcto,
mantengo que ciencia y arte son diferentes, por distintas manifestaciones
de la praxis o hacer que realizan algunos miembros de la especie humana.
Igualmente, mantengo que existen otros tipos de hacer, de praxis o trabajo, que
nada tienen que ver entre sí ni con los dos anteriores.
Frente a esta posición extrema, y desde mi convicción, ciencia y arte se me
presentan como manifestaciones, praxis o haceres diferentes, aunque por ser
producciones de individuos de una misma especie en la que se obtienen unos
productos, muestran algo común: se hacen, como todas las demás producciones
y trabajos, con unas finalidades. Toda manifestación o plasmación de una
praxis —sea artística, científica, matemática o de cualquier otro tipo, como la
del mecánico que arregla el motor de un coche— se realiza en función de unos
objetivos y esos objetivos sirven, de una u otra manera, a algunos individuos y
grupos de la especie humana, de la especie de la cual son manifestación de su
hacer o trabajo.
Quiero decir: como haceres en sí, diferentes al igual que los productos que en
esas producciones se obtienen; con finalidades específicas también diferentes.
Pero son producciones —como tantas otras— que siempre se realizan con
finalidades generales que, desde mi punto de vista, son esencialmente
pragmáticas y exigen, por supuesto, de alguien a quien van dirigidos los productos

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La noción de Estilo en Matemática y Arte

correspondientes. Es decir, son producciones que exigen de espectadores que


han de tener, para ser auténticos espectadores, una preparación conveniente
que les posibilite «apreciar» el producto.
Exigencia de espectador en una época y un instante que condicionan a que
tanto el hacer científico y el hacer matemático como las artes, no solo queden
envueltas por las finalidades pragmáticas. Tanto el arte —como manifestación
de las ciencias del espíritu, de las humanidades— como el pensamiento en
general —donde incluyo la ciencia y en particular, la matemática— encierran
ideologías, valores como algo intrínseco y no marginado, no como mera
atribución más o menos ideológica igualmente; valoraciones que se manifiestan
a través del estilo que aparece como la expresión de las mismas. Me limito a dar
dos ejemplos, uno de las artes, el otro de la ciencia, y con radical brevedad.
Ejemplo de arte plástica: la pintura sirve para representar la Pasión de
Cristo, escribía Durero en los entornos de 1528 —año de su muerte—.
Y Durero lo manifestaba en un momento en el cual tanto él como sus
contemporáneos debatían —y nada pacíficamente— la existencia de las artes
plásticas, en particular de la pintura y, por supuesto, combatían o defendían
la representación figurativa de esa Pasión; desde la heterodoxia o la ortodoxia
religiosas se combatía o defendía la iconografía como elemento ortodoxo o
heterodoxo religioso, por ejemplo, y no solo por el papel religioso de la imagen
pictórica, sino porque esta era la manifestación de un poder, el de Roma, y de
unos elementos político-sociales determinados. Desde ellos se utilizaban las
artes y en especial la pintura —como la poesía o el teatro— para adoctrinar al
pueblo analfabeto, por ejemplo, en una línea específica. Más que obras de arte,
instrumentos de adoctrinamiento del pueblo analfabeto.
Me limito a citar la xilografía de Durero de 1523, la Última Cena. En
esta obra, la simplicidad llega al extremo de que sobre la mesa en la que se
apoyan las figuras para celebrar esa cena, Durero solo coloca una copa, la que
interpretar como el posible cáliz, y a un lado, en el suelo, a la derecha, un cesto
que parece contener pan. Nada más, pero nada menos para quien contempla
la xilografía. Xilografía que se muestra como auténtico manifiesto expresivo

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tanto de un dogma religioso esencial para el cristiano como es la Última cena,


cena del cuerpo y sangre místicos y no de otra cosa, como de una concepción
que, claramente, va más allá de lo estrictamente artístico.
En paralelo, el hacer científico viene condicionado desde su origen por
ideologías y valoraciones pragmáticas asociadas: el conocimiento científico
es el que otorga poder sobre la naturaleza, poder sobre la physis, porque ese
conocimiento, ese saber, tiene como objetivo el de obtener la causa eficiente
de los fenómenos, y conocer la causa eficiente de un fenómeno implica que se
puede actuar sobre esa physis al mantener, modificar o reiterar dicha causa las
veces que se desee (piensen en el papel de la investigación farmacológica, por
ejemplo). Es claro que ello supone, simultáneamente, que el hacer científico
asuma una serie de hipótesis ontológicas y epistemológicas que atribuye a la
naturaleza —y digo hipótesis y no conocimiento—, como su uniformidad y
un claro determinismo en la misma: es aceptar que la misma causa produce,
siempre, el mismo efecto; aceptar que este siempre viene determinado por «su»
causa específica. Y desde el hacer científico, son hipótesis que se van a imponer
sobre el pensamiento y, con él, sobre el comportamiento de los individuos: la
creencia en la uniformidad de la physis, con su determinismo asociado que se
trasvasa a otros dominios del pensamiento y de la acción humana.
Uniformidad de lo objetivo, del ob-jectum o contrapuesto al sujeto que va
a condicionar, igualmente, la forma expresiva, el estilo en el cual se formule
proposicional, teóricamente, ese hacer, esa praxis. Hay que expresar lo propio
de las cualidades primarias, no de las secundarias, que son subjetivas.
El arte y la ciencia, desde sus orígenes y por ser producciones y productos
humanos, se construyen con unos valores, unas ideologías que en ocasiones se
tratan de ocultar bajo expresiones retóricas como «la ciencia por la ciencia», «el
arte por el arte», meras expresiones tópicas encubridoras de unas valoraciones
muy diferentes tanto en su origen como en su propia praxis. Retórica que va
quedando hoy para los discursos de inauguración de algún acontecimiento
académico, porque ya las valoraciones e ideologías pragmáticas se enuncian
de modo explícito en los programas de los diferentes gobiernos, sean del signo

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La noción de Estilo en Matemática y Arte

que sean —todos son del mismo…—, con sus llamadas a la investigación,
desarrollo, invención, siempre en función de, en función del bienestar no se
sabe muy bien de quién, aunque se acuda al bienestar del ciudadano.

2. …y cuestiones abiertas
Ciencia y arte como haceres o praxis distintas con productos distintos, con
finalidades específicas también diversas aunque, como manifestaciones de
ciertos miembros de la especie humana, se construyen con unas valoraciones e
ideologías también específicas. En esos haceres, como en los demás que realiza
la especie humana, no todo vale. Pero esas diferencias dan paso a una serie
de cuestiones, de problemas. Así, y de manera específica, lo que Gombrich se
permitió calificar como primer problema de Panofsky: el de las posibles relaciones
entre pensamiento y arte; naturalmente, aquí, entre matemática y arte, y
específicamente en la noción de estilo. No se trata, por supuesto, de considerar,
por ejemplo, el uso que las artes puedan hacer de la matemática en los terrenos
de la arquitectura, escultura, música, pintura, como se tiene en el manejo de
poliedros, de superficies regladas o no regladas, de objetos topológicos, cuyas
materializaciones se adoptan como obras de arte en sí, o el manejo de ecuaciones
y fórmulas para elaborar edificios o buscar proporcionalidades en las artes
tectónicas o en la musicales, o en el manejo de la perspectiva, de la «proporción
áurea» o de las simetrías; incluso en el empleo de algoritmos computacionales
para componer y representar edificios virtuales que luego pueden llevarse a
la práctica material, o el uso de esos algoritmos para la composición de obras
musicales…
Primer problema de Panofsky que realmente conlleva un haz de cuestiones
abiertas, una problemática que he ido enunciando, ya, en algunos momentos.
En particular en cuanto a la noción de estilo. En los ejemplos que he puesto,
en los modelos clasificatorios esbozados, esa noción muestra dos matices
semánticos diferentes: por un lado, se liga a lo expresivo; por otro, a método de
razonamiento y de investigación. Y no he querido esbozar aquí, ni lo pretendo,

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Javier de Lorenzo

todo el repertorio de la carga polisémica que la noción de estilo encierra y que


se puede adivinar acudiendo a cualquier diccionario al uso.
Buscando unas precisiones mínimas, hay que tener en cuenta que en las
técnicas o artes hay que incluir no solo las tectónicas, como hace Wölfflin,
sino muchas otras. Pero precisamente estas tres tuvieron un rango inferior a las
que posteriormente compondrían las artes liberales, en las cuales se incluía la
música. Artes liberales a las cuales los técnicos y artesanos trataron de equiparase
en el Renacimiento en una pugna social muy dura. Pugna que, por ejemplo,
mantiene Durero cuando se incorpora al grupo de humanistas de Nüremberg
a través de Pirckheimer —que era un aristócrata—, o de Melanchton, y que
parece ser el primer pintor que se autocalificó conscientemente como artista y
no artesano.
Desde Grecia se tenían técnicas o artes que, de alguna manera, se escapaban
de lo estrictamente artesanal y tenían unas finalidades sociales muy concretas:
así el teatro, la poesía, la danza… cuyo ejercicio y disfrute no se centraba de
modo exclusivo en el divertimiento del alma, como se sigue manteniendo desde
el imaginario colectivo, sino que tenían unas finalidades pragmáticas, hasta de
aprendizaje e integración, en un tipo de sociedad determinado. Es a lo que he
hecho referencia antes, en el caso del entorno de Durero.
Entre estas artes o técnicas se tiene la retórica. Una técnica que tenía un papel
central para el que pertenecía al estamento ciudadano, para quien pertenecía al
estrato social de los «demócratas»: le era esencial al demócrata poder intervenir
en el ágora y, para ello, la retórica era instrumento básico, porque tenía que
aprender y ejercitar adecuadamente las reglas y normas de los discursos. Y es
al entorno de la retórica al que precisamente cabe asignar la noción primigenia
de estilo.
El término estilo hará referencia, básicamente, a la técnica de expresarse a
través del lenguaje; si en un primer momento al lenguaje hablado, a la oratoria,
después se va a circunscribir la noción de estilo a «manera de escribir». Manera
de escribir propia de un autor pero también de una época e, incluso, con
independencia de época o autor, específica de un género.

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La noción de Estilo en Matemática y Arte

Desde la retórica, en el arte o técnica de componer un discurso hay que tener


presente que, desde el exterior, esa composición, ese escribir, viene condicionado
por la elección del género adecuado a lo que se desea producir. Y aquí recuerdo
que existe una clasificación, ya clásica, en la cual hay cinco géneros para la
poesía, cuatro para la prosa; que se tienen géneros como los líricos, épicos,
dramáticos, didácticos, pastoril, oratorio, histórico, novelístico… Clasificación
que, como toda clasificación, encierra gran parte de convención, aunque lo
convencional no puede identificarse con lo arbitrario, porque hay géneros
que pueden estimarse «naturales» y contravenirlos remite, precisamente, a la
parodia, el esperpento, el ridículo.
Desde esta perspectiva, son los estilos los encargados de dar cuenta de cada
género. Y recuerdo los estilos que tienen su modelo en Virgilio y su rueda: las
Bucólicas, Geórgicas, La Eneida, que en sus anillos especifican la condición
social que corresponde a cada estilo y que llevan desde el aldeano al capitán,
con sus estilos expresivos desde lo simple a lo grave. Cada género, su estilo
expresivo propio. Y como ejemplo no estrictamente literario, en la ópera, la
bufa, la dramática, la lírica, hasta el género chico —nuestra querida zarzuela—,
y todo ello obliga a diferentes tipos de tenor, pongo por caso, con sus diferentes
timbres, su especificidad de registro…
En este terreno, el estilo es el medio expresivo dentro de un género
determinado. El autor ha de adaptarse a cada género para manifestar su
capacidad creadora y, con ella, su estilo propio. En cualquier caso, el medio
expresivo lo es de alguien que lo lleva a cabo, es propio de un individuo —el
autor—, y ello porque en todo hacer se contempla siempre a quien lo hace;
y para analizar el estilo de un autor se tiene que partir, siempre, de la obra
producida, de lo ya hecho.
Pero todo autor, como individuo, nace y se educa, vive en un momento
histórico determinado, con unos problemas pero también con unas formas
e imágenes que tiene que asumir. Y aquí se plantea un problema: en alguna
ocasión (cfr. De Lorenzo, 1972) afirmé que no tiene sentido que alguien intente
componer actualmente la Sinfonía 10 de Beethoven. Afirmación que puede

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ponerse en paralelo a la que realizara el escritor imaginario Menard, según


Borges, en «Pierre Menard, autor del Quijote», cuando afirmaba:

Componer el Quijote a principios del siglo xvii era una empresa razonable,
necesaria, acaso fatal; a principios del siglo xx, es casi imposible. No en
vano han transcurrido trescientos años, cargados de complejísimos hechos.
Entre ellos, para mencionar uno solo: el mismo Quijote.

A pesar de lo cual, Borges nos cuenta que Menard se lanza a escribir el


Quijote y obtiene una obra que verbalmente es idéntica a la de Cervantes pero
que, sin embargo, es la obra de Menard.
Y no tiene sentido esa composición beethoveniana, esa identidad verbal
borgiana, no por lo que se viene afirmando en las retóricas y estilísticas al uso
que se apoyan en Bufón al retomar su expresión «el estilo es el hombre»: para
Bufón el estilo es el orden y movimiento que ponemos en nuestros pensamientos
que adquieren una determinada forma que es propia de cada autor y, por ello,
no puede ser tomada tal cual por otro. Desde esta asunción, se mantiene que
solamente las ideas se pueden tomar de otro autor pero nunca la forma, su
estilo propio. Y ello permite disociar —como ya he señalado— el estilo de
un autor como Cervantes en «estilo de Cervantes», que es lo que se considera
inimitable porque es atribución directa a un autor; y «estilo cervantino» que,
por ser genérico y no tan específico, es lo que sí puede ser imitado.
Creo que es una concepción incorrecta: de hecho, se puede «copiar» un
cuadro y hacerlo de tal manera que no haya forma de determinar el original
al modo del Menard borgiano; quiero decir, aquí: se copia la obra, copia que
puede tener su sentido comercial o político —como el de incorporar a un
ayuntamiento la efigie de un monarca o presidente de gobierno del cual no
se tiene la posibilidad de hacer el retrato directamente—. Pero la cuestión es
más profunda porque no se trata solo de copia de una obra determinada: se
puede imitar el estilo de un autor de manera que se haga difícil determinar
la autoría del producto, y en este caso se trataría no de mantener su misma

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forma de trabajar; y recuerdo el problema que tienen los museos en cuanto a la


«auténtica» autoría de todos los cuadros que en ellos se exponen. Y menciono,
aquí, el caso del cuadro El Coloso, que ahora se pretende que no haya sido
pintado por Goya aunque hasta ahora se le atribuyera por tener su estilo.
Más aún, en algunas artes plásticas como la pintura es solo desde el siglo
xix, con el Romanticismo, cuando el autor pinta todos y cada uno de sus
cuadros; hasta ese momento, todo pintor pertenece a un taller hasta que se
independiza y crea su propio taller. Y, desde su independencia ya como maestro,
el pintor diseña, esboza, traza las líneas centrales y deja que los miembros de
su escuela, de su taller, pinten el cuadro; finalmente, el autor da su pincelada
final, deja constancia de «su» estilo. Y cabría detenerse en casos como los de
Rubens o Zurbarán y «sus» escuelas. La atribución de obra original a un cuadro
determinado en los casos anteriores puede hacerse muy borrosa.
Pero, insisto, no tiene sentido, en el momento actual, componer un cuadro
a lo Zurbarán o Rubens, una sinfonía a lo Beethoven: sus productos tuvieron
su momento histórico que reflejan en su estilo —ahora, sí, estilo de época—,
que puede ser captado a través de la malla conceptual elaborada por Wölfflin,
por ejemplo. Y no solo estilo propio como elemento perteneciente al terreno
expresivo, sino elementos materiales y técnicos que son característicos de cada
época y muy difíciles de obtener iguales en otras posteriores. Como señala
acertadamente Wölfflin, cada época tiene su capacidad de ver, su estrato
óptico, pero también hay que agregar su capacidad de oír, su estrato tonal
característico, y ello con sus instrumentos específicos. Así, el clarinete surge,
realmente, con Mozart, y no digamos el momento en el que se constituye el
piano, clave para el Romanticismo. Igualmente, una pintura al óleo del siglo
xvii tiene un soporte en tela cuyo entramado es muy diferente al del soporte
actual, los colores poseen pigmentación distinta al igual que los barnices, y
hasta el trazado del pincel de pelo de ardilla es diferente al de los pinceles
sintéticos contemporáneos…
Lo cual no es obstáculo —y aquí se incardina otra problemática asociada a
la estética— para que se celebren conciertos para que las masas acudan, como a

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un acto religioso-simbólico, a escuchar cómo un director y una orquesta, a los


que esa masa se entrega desde el inicio, interpreta una copia de una partitura
de un compositor ya fallecido, que se hace original. Lo mismo que se crean
y amplían museos en los que se hacen largas colas para llevar a cabo el paseo
museístico en el cual —hay que actualizarse— a cada paseante le colocan unos
auriculares a través de los cuales una voz suave le va «informando» de lo que,
como paseante, tiene que ver y cómo lo tiene que ver, paseo dirigido que le
obliga a ver y cómo ver lo que de otra manera quizá viera de otro modo.
Es claro que lo anterior, que se acoge bajo la problemática que plantean
las copias y falsificaciones, según la cuestión de a qué considerar obra de arte
original y la consecuente discusión de su posible carga estética y valorativa
como diferente a la copia o la falsificada, no hace referencia a todas las bellas
artes como en concreto a la arquitectura: aquí sí es claro que no tiene mucho
sentido hacer varias copias del Vaticano, pongo por caso. Sí lo tiene en el caso
de la pintura por la posible obtención de ganancias para quien falsifica, aunque
los expertos en arte traten de desvalorizar lo falsificado cuando perceptiva,
sensorialmente, el efecto puede ser, en el espectador, el mismo.
Y aquí se contempla la cuestión de atribuir distinta belleza, de valorar la
obra individual frente a la obra copiada o a la obra producida, a la fabricada
por la máquina: desde el Romanticismo se valora la obra individual porque
se quiere que la misma refleje la personalidad, el temperamento del artista y
de su época; valoración que se apoya en lo expresivo, en el estilo que se piensa
que es inimitable —cuando de hecho ese estilo como elemento expresivo
es imitable— frente a la copia o al producto que se obtiene de la máquina.
Inimitable el estilo de Cervantes aunque no el estilo cervantino, para seguir
con el ejemplo dado, y como el Quijote de Avellaneda puso de relieve, mucho
más que el Quijote de Menard…
Todo esto me lleva a afirmar que cada estilo se asocia a un momento
histórico, a una época. Pero no supone que el estilo en esa época sea único
y se imponga a todo autor, sin más. No hay un espíritu de época unitario,
no hay ni debe haber pensamiento único. Y mencionaría, aquí, las escuelas

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matemáticas italianas de Turín en el siglo xix (cfr. De Lorenzo, 2006), cuyos


miembros estaban despacho junto a despacho, pero cada matemático con
haceres radicalmente diferentes, tanto por contenido como por método o
enfoque, que entrañaban su estilo expresivo propio, característico. Segre —y
su escuela— trabajaban la geometría proyectiva, con un lenguaje natural y un
manejo de la intuición que llevaba a captar hasta espacios n-dimensionales;
enfrentado, puerta por puerta, Peano —y su escuela—, apoyado en la
axiomatización formal, en la búsqueda de una pasigrafía y de una interlingua
o latín sin flexión que permitiera la formalización sintáctica en la cual el
lenguaje natural desaparece, y con ello se elimina toda forma de intuición
figurativa. Dos estilos expresivos que reflejan dos formas distintas de hacer
la matemática, y las dos construidas por matemáticos contemporáneos,
prácticamente de la misma edad, en el mismo lugar y edificio, en el mismo
momento…
En esta problemática abierta, encuentro una dificultad en el paso de la retórica
al arte en general: la de que no hay un trasvase nítido de los géneros y sus formas
expresivas, sus estilos, a las distintas artes en general. En arquitectura se puede
hablar de edilicia o monumento pero entonces no se tiene presente la función
tradicional de esta bella arte centrada casi de modo exclusivo en la edificación
monumental: palacio, catedral, fortaleza… En arquitectura, entendida al
modo tradicional como bella arte y no urbanismo, solo hay en cada época,
un género que puede tener diferentes maneras de materializarse, distintos
estilos. Y se plantea el problema, si se habla, por ejemplo, de la arquitectura
gótica, de qué se habla. Incluso es difícil —por no decir imposible— señalar
el autor de cada una de las grandes obras arquitectónicas que consideramos,
hoy, como productos «bellos», productos para visita o conocimiento obligados
a toda persona «culta», aunque en el momento de su construcción su finalidad
no fuera, precisamente, la de provocar el turismo que hoy lleva asociado. Una
construcción que, por otra parte, y en las obras arquitectónicas clásicas, carece
de autor individual o este es mero iniciador de un proyecto que puede tardar
siglos en materializarse. Lo cual no impide, por supuesto, que pueda hablarse

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de estilos arquitectónicos y dar las características o propiedades de cada uno


de ellos.
Es la cuestión, y en paralelo, que se tiene al hablar del hacer matemático,
donde el autor individual queda, en muchas ocasiones, en segundo plano: lo
que importa es la obra que ha sido producida con un cierto estilo expresivo,
como la que se tiene en el euclídeo, poético, cósico o bourbakista, donde la
obra final no aparece realmente como resultado de un autor individual, único,
sino de un colectivo.
Sin embargo, esto no implica que no se pueda mantener el estilo individual
matemático con independencia de la disciplina a la que ese matemático se
dedique. Así, en mi clasificación, el estilo algebraico-cartesiano, por ejemplo,
es aquel que se establece manejando el simbolismo ideográfico y en el que se
rechaza o margina el uso de diagramas geométricos o figurativos cuando se
elabora la teoría pertinente. Es un estilo no solo manejado por Descartes, sino
que se puede plantear como auténtico prototipo de su manejo a Lagrange,
con su empleo de las series de potencias y el cálculo de modo admirable y
sin mostrar diagrama geométrico alguno. Además, Lagrange hace uso de este
estilo tanto en álgebra como en mecánica, es decir, no se limita a su utilización
en una rama o disciplina específica del hacer matemático.
En estas últimas palabras se oculta o late otra tensión: si se habla de estilo de
un autor o de un género no se tiene historia en sentido estricto, sino más bien
biografía de autor o caracterización y ejemplificación de un género.
Y, en este sentido, en la creación sea literaria o matemática, ¿se puede hablar
de progreso? ¿Hay progreso en la creación cervantina, por ejemplo? Es claro
que en lo producido hay cambios, mejoras o no, atendiendo a los fines, usos,
comercialización o no del producto elaborado, pero en la creación en sentido
estricto, ¿hay progreso acumulativo? Creo que, en esta cuestión concreta, y en
cuanto al hacer matemático he dado ya una respuesta al afirmar que un teorema
enunciado y demostrado por Arquímedes es tan teorema o más teorema que
el de miles de teoremas de los que se publican todos los años en las numerosas
revistas matemáticas del mundo.

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La noción de Estilo en Matemática y Arte

La historia se liga más bien a los estilos de época y se plantea la problemática


de si al hacer historia, esta se hace de estilos, y los estilos no solo cambian
o se transforman, sino que se puede hablar de progreso en ese estilo. Es la
problemática que asocia estilo a procesos en la línea primitivo-cumbre-
decadencia o Barroco, o Renacimiento-Barroco, procesos en esquema del cual
el mismo Wölfflin intentará eliminar en los tres niveles que considera.
Es un esquema de la historia del arte como progreso que sigue el modelo
clásico que estableció Vasari con su escala, que va de primitivo a perfecto:
El Románico y el Gótico, estilos degenerados, primitivos; el suyo y el de sus
contemporáneos, estilo perfecto. Sin entrar en la contradicción que supone
aceptar que se ha llegado, ya, a la perfección y que, por tanto, no hay posterior
evolución, salvo decadencia, con lo cual nada queda para el futuro, hay que
tener presente que Vasari estaba en plena pugna por el reconocimiento social del
artista y, de alguna manera, se apoyaba en la historia, en una cierta historia por
supuesto, para ganar su pugna. Lo acrítico ha sido seguir el relato de Vasari y
aceptarlo sin más, sin situarlo en su momento, en sus finalidades y aceptar, con
él, ese esquema que conduce desde lo degenerado y primitivo a lo ya perfecto.
Recordar, aquí, que aunque desde el siglo xix se pretenda la recuperación
de esos estilos de manera «neutral», los términos que se siguen manejando
para caracterizarlos mantienen su carácter original peyorativo: Gótico como
vandalismo, Barroco igual a grotesco y excéntrico; y, por supuesto, los
calificativos más recientes siguen en esa tónica como en el caso de fovismo o
salvaje…
Y la pregunta sigue en pie: dada una obra de arte, ¿se puede hablar de
que en ella se encuentra el germen de la perfección que se alcanzará en otra
obra de autor posterior o incluso del mismo autor? Problema de lo progresivo
y acumulativo en las artes —que no es solo del contenido—, que en el
imaginario colectivo parece aceptable en las ciencias y, en concreto, en el hacer
matemático. Aceptación que se me muestra rechazable desde la concepción
que ve en ese hacer, como en toda la praxis científica, rupturas e inversiones
epistemológicas, con reestructuraciones de lo obtenido y en las cuales no todo

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permanece y se acumula —me basta recordar la teoría del flogisto—. Progreso


y acumulación que, sin embargo, y en ese mismo imaginario colectivo, puede
hacerse cuestionable en las artes. En este sentido, hay alguna en la cual el
progreso es de carácter técnico, como en arquitectura, en pintura o en música,
según han ido evolucionando los materiales o instrumentos de los que puede
hacer uso el artista. Pero este progreso, material, no implica progreso en
considerar plasmación de la belleza ni de cualquier valor artístico, ni progreso
o acumulación en ninguna de las artes consideradas.
En cualquier caso, si se mantiene la caracterización de estilo como la manera
de expresar un determinado hacer, una praxis, resulta que el hacer matemático,
como una praxis o producción, en concreto de determinados individuos de la
especie humana, posee su arte o técnica expresiva específica, propia para cada
momento y circunstancia. Se puede hablar, por ello, de estilos matemáticos
como elementos expresivos y no solo de métodos o formas de razonamiento
o de invención. El estilo se puede circunscribir a lo expresivo sabiendo que lo
expresivo también refleja lo metodológico que subyace a la praxis matemática
de cada momento, de cada época histórica, y sabiendo también que lo expresivo
matemático no tiene por qué ser, de modo exclusivo, lo lingüístico proposicional,
sino que puede manifestarse a través de imágenes o figuras como la lemniscata
de Abel, o de lo estrictamente ideográfico, del algoritmo computacional…
Aceptando, también, que otros haceres han de tener sus capacidades expresivas
y, con ello, sus estilos propios, sin trasvases, con sus características específicas.

Referencias bibliográficas
— Borges, J. L. (1944): «Ficciones», en Obras Completas, vol. I, RBA-Instituto
Cervantes, 2005.
— Castro, S. J. (2007): Vituperio de Orbanejas. México: Herder.
— Crombie, A. C. (1994): Styles of Scientific Thinking in the European Tradition:
The history of argument and explanation especially in the mathematical and
biomedical sciences and arts. Londres: Duckworth.

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La noción de Estilo en Matemática y Arte

— De Lorenzo, J. (1971, 19892): Introducción al estilo matemático. Madrid:


Tecnos.
—— (1971): «Ciencia y Arte. Delimitaciones», en Tercer Programa, 18 de abril
de 1972, pp. 61-83. Conferencia pronunciada en el Ciclo Los Límites del Arte
desde nuestra época, septiembre, Universidad Internacional Menéndez Pelayo.
—— (1977): La matemática y el problema de su historia. Madrid: Tecnos.
—— (1966): «The Mathematical Work-Mode and Its Styles» («El hacer
matemático y sus estilos»), en Ausejo y Hormigón (eds.): Paradigms and
Mathematics, pp. 215-231, Madrid: Siglo XXI de España.
—— (2006): «Mathematical Doing and the Philosophy of Mathematics», en
W. Gonzalez y J. Alcolea (eds.): Contemporary Perspectives in Philosophie
and Metodology of Science, pp. 209-232. Ed. Netbiblo.
— Gayon, J. (1996): «De la catégorie de style en histoire des sciences», en Alliage
n.º 26.
— Goodman, N. (1975): «The Status of Style», en Critical Inquiry, vol. 1, n.º 4,
pp. 799-811.
— Granger, G-G. (1968): Essai d’une philosophie du style, Paris: Armand Colin, P.
— Guiraud, P. (19673): La estilística. Trad. M. G. de Torres, B. A.: Ed. Nova.
— Machado, N. J. (1971): «A Alegoria em Matemática», en Est. Avanzados, vol.
5, n.º 13, Universidad São Paulo, ISSN o103-4014.
— Ortiz, J. R. (1995): «El Estilo matemático», en Boletín de la Asociación
Matemática Venezolana, vol. II, n.º 1, pp. 47-55.
— Poincaré, H. (1902): Ciencia e Hipótesis. Trad. Besio y Banfi. Madrid: Espasa
Calpe. Edición 2002 con Introducción de Javier de Lorenzo, pp. 9-48.
— Wölfflin, E. (19523): Conceptos fundamentales de la Historia del Arte. Madrid:
Espasa Calpe. No figura traductor.

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10. L a M etá for a en l a C ienci a y en el A rte

Eduardo de Bustos Guadaño

0. Introducción
Este ensayo pretende contribuir a diluir la tradicional y obsoleta separación
entre la ciencia y el arte, en cuanto componentes de la cultura humana. Tiene
su motivación, pues, en la insatisfacción que provoca una visión fragmentada
de esa cultura, como realidad dividida en elementos estancos, sin ninguna
comunicación entre sí. Además, tiene como propósito el análisis crítico y,
en última instancia, la reconceptualización de una ideología ampliamente
difundida y asimilada tanto por científicos como por artistas: la ideología de
las dos culturas. La idea central que alimenta esa ideología es que los productos
propios de cada una de las dos «culturas», la ciencia y el arte, son fruto de
capacidades humanas diferentes e independientes o inconexas entre sí. Por
una parte, la capacidad representadora de la realidad y de articulación de esa
representación, mediante la lógica, en teorías o modelos que nos permiten
reproducir, comprender y prever su funcionamiento. Y, por otro lado, la
capacidad de expresar, mediante la imaginación, representaciones que no solo
reflejan el mundo exterior, sino que nos permiten construir nuevos mundos y
manifestar nuestras emociones hacia ellos. El primer ámbito, el de la ciencia
o el conocimiento, es el reino del entendimiento, mientras que el segundo
territorio, el del arte, es la jurisdicción de la imaginación.
Puede que el ensayo de W. T. Jones (1965 [1976]), Las ciencias y las
humanidades: conflicto y reconciliación, sea la expresión más sistemática de
esa contraposición. W. T. Jones establecía y caracterizaba los dos ámbitos
en términos de la oposición entre hechos y valores. Mientras que a la ciencia

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La Metáfora en la Ciencia y en el Arte

le correspondía tratar con los primeros (figurándolos, representándolos,


explicándolos), a las humanidades les tocaba desenvolverse con los segundos.
Las humanidades eran el dominio predominante de lo normativo, mientras que
las ciencias habitaban en el reino de lo descriptivo.
Así pues, de acuerdo con esa imagen tradicional:

1. La ciencia es el producto del entendimiento, mientras que el arte lo es


de la imaginación.
2. La facultad del entendimiento es una facultad que se rige por las leyes
de la lógica y se atiene a las pautas de la racionalidad, mientras que el
arte ni es lógico ni es racional.
3. Las emociones o, en general, cualquier configuración corporal no
desempeñan ningún papel en la ciencia, mientras que son consustanciales
al arte.

Tras la revolución cognitiva de los años sesenta del pasado siglo, y el


correspondiente florecimiento de un grupo de disciplinas que se suele agrupar
bajo el rótulo de ciencias cognitivas, el énfasis y la manera de concebir las relaciones
entre las ciencias y las humanidades ha cambiado. Por ejemplo, se puede
reformular el tradicional hiato establecido por Jones entre dos tipos diferentes de
realidades (hechos, valores) utilizando el giro epistémico propio de las ciencias
cognitivas: ¿cuáles son las capacidades que nos permiten representar y elaborar
los hechos y los valores? E. Slingerland (2008) describe del siguiente modo esa
nueva forma de concebir las relaciones entre las ciencias y las humanidades:
«Si los humanistas tenemos mucho que aprender de las ciencias naturales, lo
inverso también es cierto. Los humanistas pueden contribuir en gran medida
a la investigación científica. Del mismo modo que los descubrimientos en las
ciencias biológicas y cognitivas han comenzado a diluir los límites disciplinares
tradicionales, los investigadores en esos campos se han encontrado con que su
trabajo los pone en contacto con el tipo de cuestiones de nivel superior que
han sido tradicionalmente el ámbito de las disciplinas humanísticas centrales,

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Eduardo de Bustos Guadaño

y a menudo su carencia de una formación sustantiva en esas áreas les deja


tanteando en la oscuridad o tratando de reinventar la rueda. Ese es el punto en
que la experiencia del humanista puede y debe desempeñar un papel crucial a
la hora de guiar e interpretar los resultados de la exploración científica —algo
que solo puede suceder cuando los estudiosos de ambos lados de la frontera
entre las ciencias y las humanidades estén dispuestos a escucharse unos a otros»
(op. cit. 13-14). No se trata, pues, de una división entre los tipos de realidades
que las ciencias y las artes tratan, sino de diferentes aproximaciones —y
posiblemente diferentes orientaciones prácticas— a una misma realidad, física,
social, histórica, cultural y humana. La relevancia mutua de los hallazgos o los
avances en las dos orillas del conocimiento es el supuesto que ha de presidir
las relaciones entre las ciencias y las humanidades, más allá de artificiales
distinciones entre las capacidades cognitivas que los fundamentan.
Nada hay más apropiado que sea la filosofía, que a fin de cuentas fue la que
estableció esa separación entre facultades, la que contribuya a reunificarlas. Lo
que la filosofía separó, que la filosofía reúna.
Con respecto a esa voluntad integradora, el objetivo es el de sugerir que las
ciencias y las artes son fruto de las mismas capacidades cognitivas, esto es, que
no cabe establecer distinciones, separaciones o distinciones radicales en lo que
respecta a los recursos cognitivos que se despliegan cuando se producen obras
científicas o artísticas. En concreto, el objetivo es poner de relieve cómo un
recurso cognitivo central en el ser humano, la capacidad de utilizar metáforas,
desempeña un papel decisivo tanto en la construcción de teorías como en la
elaboración de obras de arte.

1. La cognición corpórea o encarnada (embodied cognition)


En las ciencias cognitivas contemporáneas, fundamentalmente en la
lingüística y en la psicología, existe una teoría que ayuda a explicar la relación
entre representación y emoción. Esa teoría es la teoría de la cognición corpórea
(embodied cognition) que, entre otras fuentes, tiene su origen en la teoría

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La Metáfora en la Ciencia y en el Arte

cognitiva de la metáfora (Lakoff y Johnson, 1986) y se prolonga en la teoría de


los espacios mentales (Fauconnier, 1996) y la fusión cognitiva (Fauconnier y
Turner, 2002).
Pero nuestro objetivo específico no es desgranar las formas en que las
representaciones se encuentran indisociablemente unidas a emociones. Otras
contribuciones en este libro se dedican a ello (véase cap. 11). Solamente es
preciso mencionar que la teoría de la cognición corpórea ofrece una explicación
aplicable a los dos tipos de representaciones, científicas y artísticas. Y esa
explicación no solamente ofrece un principio de explicación de la función de la
emoción en el arte, sino lo que es más desacostumbrado, del papel que juegan
las emociones en un ámbito que siempre ha excluido esa dimensión, el ámbito
de las representaciones científicas.
Resumiendo sus puntos esenciales, la teoría de la cognición corpórea mantiene
que elaboramos los conceptos y las categorías a partir de la experiencia corporal.
Dada la similar naturaleza de nuestro sistema nervioso (de nuestros sentidos),
todos los seres humanos tienen una cantidad de experiencias necesarias o
inevitables, de la cual derivan sus conceptos. Los conceptos están, por decirlo
así, anclados en las experiencias corporales. Esas experiencias proporcionan los
elementos esenciales de cualquier sistema conceptual. Por ejemplo, el hecho
de que seamos seres que caminamos verticalmente nos permite distinguir un
eje antero-posterior, un delante y un detrás, distinción que luego utilizamos,
proyectándola, en la elaboración de otros conceptos.
Por otro lado, la estructura del significado de nuestras expresiones no es
una estructura abstracta, independiente de las estructuras conceptuales. La
estructura semántica es el resultado de proyectar la estructura conceptual
en el sistema lingüístico. En general, la capacidad de proyectar estructuras
conceptuales en lingüísticas se considera una especie de conocimiento de
carácter inconsciente, innato y universal, propio de la especie humana, tal y
como mantiene la teoría generativa del lenguaje (N. Chomsky, 2002).
En el camino que lleva a la proyección de las estructuras conceptuales
en expresiones lingüísticas existen diferentes niveles. Esos diferentes niveles

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Eduardo de Bustos Guadaño

estructurales que subyacen al comportamiento comunicativo están organizados


jerárquicamente, representando quizás diferentes etapas evolutivas, partiendo
de un nivel más fundamental: 1) la experiencia corporal, que compartimos
con muchas especies animales. Ese nivel alimenta el nivel de 2) la estructura
conceptual, que ya es propiamente humano y que comprende toda clase de
representaciones conceptuales (ideas, proposiciones). Aunque puede diferir,
y difiere, en las sociedades y en los individuos dependiendo de la historia y
de la experiencia, el mismo hecho de proceder de una experiencia corpórea
básica hace conjeturar una convergencia general de los sistemas conceptuales
individuales y generales. 3) Finalmente, la estructura conceptual es proyectada
en una estructura lingüística que se realiza materialmente en el habla, lo cual
nos permite elaborar representaciones complejas de la realidad que son accesibles
a otros congéneres y, por tanto, socialmente compartidas y culturalmente
trasmitidas.

2. Los esquemas imaginísticos


Las experiencias corporales más primitivas se organizan en torno a los
denominados esquemas imaginísticos (image schemas). Se trata de representaciones
muy elementales y sencillas, que no hay que confundir con las imágenes
mismas, que permiten ordenar las experiencias corporales, agruparlas y
establecer relaciones entre ellas. Son la base de los conceptos y se derivan de
nuestra interacción con el entorno.
Son multimodales en la medida en que no se encuentran limitados a un solo
sistema perceptual, como el visual, por ejemplo, sino que también incluyen el
sistema háptico (tacto), auditivo o vestibular (equilibrio), etcétera. De hecho,
pueden ser considerados como el fruto de la interacción de diferentes sistemas
perceptuales.
Los esquemas imaginísticos representan el esqueleto formal que es rellenado
por los diferentes conceptos. Estos conceptos, a su vez, se pueden agrupar
y clasificar en términos de los esquemas imaginísticos que los subyacen.

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La Metáfora en la Ciencia y en el Arte

La hipótesis naturalista que se sigue inmediatamente es que los conceptos


a los que subyace un mismo esquema son patrones neuronales ligados a
diferentes experiencias sensibles o vinculados a otros conceptos mediante
redes asociativas. Los esquemas imaginísticos aún no son conceptos, porque
constituyen representaciones demasiado elementales, pero dan origen a
diferentes conceptos.
No existe un conocimiento consciente de los esquemas imaginísticos, sino
que están implícitos en la forma en que nos desenvolvemos en el entorno. En ese
sentido, los esquemas imaginísticos son preconceptuales. Están implícitos en
nuestras acciones y, al mismo tiempo, forman el esqueleto de los conceptos.
Desde el punto de vista biológico, neuronal, los esquemas imaginísticos tienen
su correlato en el sistema neuromotor. En ese sistema se suele distinguir entre
el subsistema premotor y el motor propiamente dicho. El sistema premotor está
constituido por los conjuntos de neuronas que controlan las acciones simples.
Estas neuronas están conectadas con los conjuntos de neuronas secundarias
que gobiernan la realización de acciones complejas y que forman el sistema
motor. Lo importante es que existe una cierta autonomía entre los dos niveles:
si se inhiben las conexiones premotoras/motoras, el sistema motor puede seguir
procesando ideas complejas. A las agrupaciones de neuronas que se comportan
de ese modo se les suele denominar cogs (Lakoff, 2006).
Los detalles neurobiológicos no son importantes para nuestros objetivos.
Lo que hay que retener es que existe un cierto paralelismo entre los dos
niveles neuronales, premotor y motor y la jerarquía cognitiva, de tal modo
que las neuronas primarias premotoras se corresponderían con los esquemas
imaginísticos y las secundarias o motoras con las conceptualizaciones, en
particular con las metafóricas. La idea es que una conceptualización metafórica
es a un esquema imaginístico lo que una acción compleja a un conjunto de
acciones simples que la estructuran: una proyección que utiliza los elementos
más simples para construir una elaboración cognitiva compleja.
Un ejemplo que sirve para entender esta relación de composición es el análisis
de las relaciones espaciales en las diferentes lenguas. Este análisis fue realizado

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Eduardo de Bustos Guadaño

en el sistema preposicional de muchas lenguas naturales por el lingüista L.


Talmy (1983), llegando a las siguientes conclusiones:

1. Existen conceptos espaciales que son primitivos y universales.


Esto es, en nuestra conceptualización del espacio se dan elementos
comunes a todas las culturas que son la consecuencia no solo de que
experimentemos una misma realidad, sino de que nuestros sistemas
de percepción y organización de la experiencia están sujetos a unas
mismas restricciones.
2. Ningún sistema conceptual es equiparable o reducible a otro. Es decir,
no existe un único sistema conceptual que represente ese conjunto de
rasgos universales.

Del mismo modo que un edificio no es equiparable a otro pese a estar


construido con los mismos materiales y con respeto a los mismos principios
mecánicos, un sistema conceptual puede considerarse único en el sentido de
que representa una forma original de estructurar la experiencia y proyectarla
en un subsistema lingüístico.
El caso es que esos primitivos desempeñan el papel de esquemas imaginísticos:
«Esos primitivos no son imágenes concretas que se puedan ver, sino ‘esquemas’
—estructuras cognitivas que encajan en muchas escenas que se pueden ver»
(Lakoff, 2006, p. 154).
Los esquemas imaginísticos pueden dar lugar, pues, a diferentes conceptos,
esto es, se pueden rellenar de diferentes formas a través de las proyecciones
correspondientes. El único requisito estructural que se tiene que respetar es
que todas las proyecciones han de preservar la topología cognitiva del esquema
imaginístico que es su fuente u origen (principio de invariancia, Lakoff,
1990).
Esto quiere decir, más o menos, que, si existe una proyección, aunque sea
una proyección parcial, los elementos proyectados y las relaciones que los unen

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La Metáfora en la Ciencia y en el Arte

han de preservar esas relaciones en el dominio proyectado entre las contrapartes


de los elementos proyectados.
Un ejemplo muy sencillo. Supóngase que se quiere establecer una proyección
metafórica entre los conceptos espaciales y los conceptos temporales, como es
muy frecuente en muchas lenguas. En ese caso, tenemos conceptos espaciales
como dominio fuente, por ejemplo, los conceptos delante y detrás. Delante
y detrás inducen una determinada topología: si un punto está delante de
otro, entonces no está detrás de él, ningún punto está delante ni detrás de sí
mismo, etcétera. Utilizando esos conceptos espaciales construimos conceptos
temporales, como por ejemplo, futuro y pasado. Si futuro y pasado son las
contrapartidas metafóricas de delante y detrás, entonces han de estar en las
mismas relaciones que delante y detrás en el dominio fuente u origen. Si un
momento pertenece al futuro, entonces no está en el pasado, etcétera. Eso es lo
que significa que se respete el principio de invariancia: que se preserve (parte
de) la estructura del dominio que se proyecta en el dominio proyectado.
Un dato interesante: algunas lenguas utilizan no solo el eje antero-posterior
para estructurar el concepto de tiempo, sino el eje vertical. Así, el chino mandarín
no solamente considera que el pasado está detrás, sino que también está encima.
Así, «la semana pasada» se traduciría mediante una expresión equivalente a
«la semana de encima», mientras que «la próxima semana» sería «la semana
que está debajo». Además, esa conceptualización es predominante respecto a la
otra, que se puede considerar predominante en las lenguas indoeuropeas. Ese
hecho se ha demostrado mediante experimentación: los chinos son más rápidos
solucionando problemas de razonamiento temporal en términos arriba/abajo
que en términos de delante/detrás, a la inversa de lo que sucede con los que
hablamos lenguas indoeuropeas.
Un ejemplo de un esquema general muy conocido es el del recipiente o
contenedor. Se trata de una estructura en que una superficie cerrada está en
contacto con una superficie exterior a ella. La superficie cerrada es un contenedor
(conduit), es decir, un espacio en que se pueden hallar, circunscritos, diversos
elementos (objetos, trayectorias, vectores, etcétera).

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Eduardo de Bustos Guadaño

Ejemplo: Esquema general del recipiente o


contenedor

Espacio exterior

Espacio interior

Figura 1

Seguramente, la generalidad de ese esquema, el hecho de que subyaga


a muchos conceptos, procede de la experiencia de nuestro propio cuerpo,
limitado por la piel, conteniendo los órganos internos. La experiencia del
propio cuerpo no solo es una de esas experiencias que todo ser humano
tiene: es la primera y más persistente de esas experiencias. Por tanto, no es
de extrañar que dé lugar a uno de los esquemas imaginísticos centrales en
cualquier sistema conceptual.
La proyección de ese esquema imaginístico, su aplicación a experiencias
o fenómenos diversos es muy productiva. Por ejemplo, M. Reddy (1979)
consideró que está en la base de nuestra noción de significado. Según la idea
popular, el significado es algo que las expresiones contienen; las palabras son
las depositarias del significado y de ellas hay que extraerlo. Las palabras pueden
estar vacías o llenas de significado… Muchas de esas expresiones metafóricas
con las que nos referimos al significado son construidas merced a la proyección
del esquema imaginístico del contenedor.

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La Metáfora en la Ciencia y en el Arte

Los esquemas imaginísticos generales pueden hacerse más concretos,


introduciendo más elementos en ellos o dotando de relaciones dinámicas
a algunos de sus componentes. Por ejemplo, en el esquema descrito por R.
Langacker (1987) ya no solamente tenemos un espacio interior (el contenedor)
y un espacio interior, sino también un móvil que describe una trayectoria desde
el interior al espacio exterior, esto es, que va de dentro hacia fuera, que sale o se
escapa de ese contenedor para situarse en el espacio exterior.

Figura 2

3. La teoría cognitiva de la metáfora


La teoría conceptual o cognitiva de la metáfora es un componente
esencial de la teoría de la cognición corpórea, porque su función es explicar
cómo a partir de la experiencia corpórea podemos construir toda clase de
conceptos, incluso los más abstractos. Sus tesis se pueden resumir del modo
siguiente:

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Eduardo de Bustos Guadaño

1. Nuestra estructura conceptual está organizada en parte de un modo


metafórico, de acuerdo con un sistema.
2. Un sistema metafórico es un conjunto articulado de asociaciones
convencionales (proyecciones) entre dominios. En muchas ocasiones,
el dominio de origen es concreto y el dominio diana o de llegada es
abstracto.
3. Las proyecciones metafóricas se basan en los esquemas imaginísticos.
Las proyecciones metafóricas preservan la estructura del esquema
imaginístico que les sirve de base.
4. Una proyección metafórica tiene una dimensión inferencial: las
inferencias que se pueden hacer en el dominio fuente o de origen se
conservan en el dominio diana o de llegada.

Así pues, las proyecciones que relacionan los dominios concretos y abstractos
son proyecciones metafóricas. Por tanto, si tenemos un cierto dominio, por
ejemplo, el conocimiento que tenemos del comportamiento de los fluidos,
las corrientes, etcétera, podemos proyectar ese dominio para estructurar un
concepto abstracto y general, como es el de vida. Extraemos de esa proyección
todo un conjunto de representaciones conceptuales que, a su vez, proyectamos
en expresiones lingüísticas como la que recoge el conocido verso de J. Manrique:
«Nuestras vidas son los ríos que van a dar a la mar, que es el morir».
El esquema imaginístico subyacente es el de una línea y un móvil que se
mueve uniformemente a lo largo de esa línea hasta el final.

El esquema imaginístico del decurso

Figura 3

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La Metáfora en la Ciencia y en el Arte

Es importante insistir en la dimensión inferencial de las proyecciones


metafóricas, que fue destacada por primera vez por M. Black (1955). En un
dominio, los conocimientos están vinculados entre sí por relaciones inferenciales
(y quizás también por otras relaciones, como las asociativas). En el dominio, el
conocimiento no es un conocimiento codificado (no consiste en definiciones,
sino que es un conocimiento enciclopédico), pero sí organizado. Se suele
denominar marco (frame, Ch. Fillmore, 1982) a la estructura que organiza ese
conocimiento enciclopédico de un dominio. Lo importante es que la proyección
metafórica atañe a todo ese marco: las relaciones inferenciales (o de asociación)
que son características del dominio fuente (source domain) se proyectan sobre el
dominio diana (target domain). Una buena metáfora es la que permite preservar
ese potencial inferencial, mientras que una metáfora mala o pobre retiene solo
alguna de las inferencias que funcionan en el dominio fuente.

Figura 4

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Eduardo de Bustos Guadaño

4. La neurobiología de la forma en el arte


Así reza la contribución de G. Lakoff (2006) al volumen The Artful Mind
(La mente artística), editada por M. Turner (2006). En ella, G. Lakoff retoma
viejas ideas de R. Arhheim (1969) para analizar la función de los esquemas
imaginísticos y las metáforas en el arte (pictórico). La tesis de Arnheim-Lakoff
es que existen estructuras abstractas como los esquemas imaginísticos, que
dan forma a la representación pictórica, y que esos esquemas son rellenados
mediante proyecciones metafóricas con el fin de producir el significado de esa
representación. Es decir, el elemento de inicio es un esquema imaginístico,
estático o dinámico, que está asociado a un patrón de activación neuronal
relativamente estable y persistente. Cuando dicho esquema se proyecta, la
estructura del esquema se preserva, pero el contenido de sus componentes
(superficies, trayectorias, fuerzas…) varía. Un viaje se atiene al esquema
imaginístico de la trayectoria de un móvil a lo largo de una línea (véase figura
3), pero también el transcurso de la vida humana y, en general, cualquier
proceso que se desarrolle de una forma lineal.
El resultado es una estructura conceptual que permite ser significada mediante
una expresión lingüística, pero también por otro tipo de representaciones como
las que son propias del arte plástico.

4.1 Ejemplos
Quizás se entienda mejor la naturaleza de las relaciones entre esquemas
imaginísticos y representaciones con algunos ejemplos. Utilizaremos tres:
dos de ellos son los que maneja el propio G. Lakoff (2006), y proceden de
R. Arheim, y el tercero es de elaboración propia, y nos permitirá efectuar el
tránsito entre las representaciones artísticas y científicas.
El primero es el cuadro de Rembrandt Cristo en Emaús, que representa una
historia bíblica, cuando Cristo se aparece, tras su muerte, a San Lucas y San
Mateo cuando estos se dirigían a Emaús.

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La Metáfora en la Ciencia y en el Arte

Figura 5
!

De acuerdo con la interpretación de G. Lakoff (2006), existen dos esquemas


de contenedores, uno sin el criado y otro con el criado.

Figura 6

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!

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Eduardo de Bustos Guadaño

Esos esquemas alimentan las metáforas que dan significado al cuadro. Por
una parte está El centro es lo importante, con la figura central de Cristo en
el contenedor 1, sin el criado, y, por otra, Lo divino está arriba, con Cristo
mirando hacia la luz. La luz es importante, sobre todo en Rembrandt, porque
representa tanto el conocimiento como lo bueno, lo moral. Pero la dimensión
del contenido que Rembrandt quiso dar a la representación procede de la
interacción entre los dos contenedores y las figuras que contienen. Porque el
criado, representado en el acto de servir el pan a Cristo y, por tanto, expresar su
subordinación a este, está en un plano superior, se encuentra sobre Cristo. Esta
disposición expresa la visión protestante de las relaciones entre la divinidad y
los fieles: los creyentes sirven a Dios pero, al mismo tiempo, Cristo se entrega
humildemente a ellos. La humildad es abajo es la otra metáfora que interviene
en la composición del cuadro: por una parte, Cristo es servido y, por otra, se
encuentra en una posición inferior.
Otro ejemplo es el que se refiere a la similaridad estructural entre el
cuadro de Corot, Mujer e hijo en la playa, y la escultura de H. Moore, Dos
formas.

Esquema Corot-Moore

Figura 7

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La Metáfora en la Ciencia y en el Arte

Según observa G. Lakoff (2006), aquí el esquema imaginístico no es estático,


sino dinámico. No se reduce a la forma de la visión o de la representación, sino
que tiene que ver con la acción y con la aplicación de fuerzas. De hecho, los
esquemas imaginísticos de fuerza son una clase muy importante de esquemas
imaginísticos.

Figura 8 !

El análisis de R. Arnheim afirma que «el hijo, simétrico y frontal, reposa


como un pequeño monumento independiente, auto-contenido, mientras que
la figura de la madre se encaja en una forma de ola envolvente y abarcante,
expresando protección e interés. La talla de Moore, igualmente compleja y sutil,
encarna un tema similar. La unidad menor es compacta y autosuficiente como
el niño de Corot, aunque se inclina significativamente hacia su compañera. La
figura mayor parece completamente orientada para dar apoyo a la pequeña,
dominándola, aguantándola, protegiéndola, abrazándola, recibiéndola. Se

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Eduardo de Bustos Guadaño

pueden encontrar paralelismos en situaciones humanas o también naturales en


esta obra; la relación de la madre y el hijo, detallada en Corot, o del macho y
la hembra. Esas asociaciones se basan en la similaridad de las pautas inherentes
de las fuerzas» (Arnheim, 1969).
Dejando de lado las connotaciones ligeramente sexistas de R. Arnheim, lo
importante que hay que retener es que los esquemas de fuerzas desencadenan
reacciones motoras en el espectador. Son reacciones que reproducen a nivel
neuronal esos esquemas de fuerzas: «Nuestra comprensión de la pintura de
Corot depende de nuestros sistemas de neuronas canónicas y especulares;
depende de que seamos capaces de ver una imagen de un cuerpo en semi-
movimiento actuando sobre algo, experimentar qué es lo que sería realizar
ese movimiento y acción, y por tanto saber que es lo que la acción entraña»
(Lakoff, 2006, p. 157).
En su comentario, G. Lakoff trae a colación las neuronas especulares o
neuronas espejo. Sobre ellas se ha «especulado» mucho (Gallese y Goldman,
1998). En breve, son un grupo de neuronas de los cortex premotor y parietal cuya
característica principal es que tienen conexiones bidireccionales: se supone que
son las que permiten que recreemos, en el sentido de reproducir neuralmente,
una acción que estamos viendo, o que recordamos, etcétera. Tiene que ver
con la noción de enacción, tal como la define F. Varela (1991). Aunque no se
trata de hipótesis completamente confirmadas, se las ha relacionado con el
aprendizaje del lenguaje, con la imitación o mímesis en general y, en el ámbito
patológico, con el autismo (que parece ser la consecuencia de una incapacidad
para comprender —recrear— la intencionalidad y la mente ajena). En cualquier
caso, es preciso quedarse con la idea de que la comprensión del cuadro, y de
su parecido con la escultura, es una comprensión encarnada o incorporada,
es una comprensión que conlleva una respuesta corpórea a la representación.

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La Metáfora en la Ciencia y en el Arte

Esquema de la Creación de Adán

Figura 9

El tercer ejemplo, que nos llevará a la cuestión de las metáforas científicas, es


el del archiconocido fresco de Miguel Ángel en la Capilla Sixtina que representa
la Creación de Adán. En él Dios insufla la vida a Adán, o por lo menos hace
ademán de ello, a través del contacto de su dedo. Adán, que ya tiene forma
pero que supuestamente es una figura inerte, recibe el hálito de la vida de la
Divinidad. Se encuentra en una posición inferior, expresando su subordinación
o dependencia, hacia una fuerza que viene de fuera y de un plano superior. El
agrupamiento divino —en el que figura Eva o Lilith, los expertos no se ponen
de acuerdo— se encuentra dentro de un contenedor, mientras que la figura de
Adán se encuentra en otro: la fuerza fluye de izquierda a derecha y de arriba
abajo, de acuerdo con el siguiente esquema:

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Eduardo de Bustos Guadaño

!
Figura 10

5. Representación y emoción en las metáforas científicas


Se quiera o no, la dimensión corpórea de las representaciones en general,
y de las metáforas en particular, es constitutiva, aunque pueda ser más o
menos prevaleciente, estar más o menos oculta tras una maraña de ecuaciones
diferenciales. Esto choca frontalmente con la idea corriente de que las
consideraciones corpóreas o emocionales están, y han de estar, completamente
al margen de las representaciones científicas, sean metafóricas o no.
E. Fox Keller (1995 [2000]) se ha referido además a cómo ese variable tinte
emocional puede reflejar cambios sociales y culturales dentro de una misma
sociedad: «Consideremos por ejemplo las formas en que se ha imaginado el
proceso de fecundación biológica. Hace veinte años ese proceso podía describirse
eficaz y aceptablemente en términos que evocaban el mito de la Bella Durmiente
(por ejemplo, penetración, conquista o despertar el óvulo por el semen)

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La Metáfora en la Ciencia y en el Arte

precisamente debido a la consonancia de esa imagen con los estereotipos sexuales


prevalecientes. En la actualidad ha llegado a parecer más útil, y notoriamente
más aceptable, una metáfora diferente: en los libros de texto contemporáneos,
es más probable que la fecundación se exprese en el lenguaje de la igualdad de
oportunidades y se la define por ejemplo como “el proceso mediante el cual
se encuentran y se funden y el óvulo y el espermatozoide” —Alberts et alii,
1980—. Lo que hace veinte años era una metáfora socialmente eficaz ha dejado
de serlo, en gran parte debido a la dramática transformación de las ideologías
del género que se ha producido en ese lapso» (1995 [2000: 13]).

Figura 11
!

Sin duda, la historia social de las metáforas es un asunto interesante, pero


lo que interesa subrayar ahora en este punto el proceso cognitivo que entraña
la sustitución de una metáfora por otra. Implica una reconceptualización —con
su dimensión emocional asociada, desde luego— que produce un auténtico
cambio teórico. La nueva forma en que se imagina el proceso no es un nuevo
cambio de perspectiva, sino que lleva aparejado todo su aparato inferencial.
Reconceptualizar mediante la introducción de nuevas metáforas significa que
algunas viejas cuestiones han dejado de tener sentido y que, en cambio, otras
nuevas han aparecido, esto es, que se ha producido una modificación en los

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Eduardo de Bustos Guadaño

programas de investigación correspondientes. A eso se refiere E. Fox Keller


cuando afirma que «una [metáfora] condujo a una investigación intensiva de los
mecanismos moleculares de la actividad espermática (y produjo explicaciones
químicas y mecánicas de la motilidad de los espermatozoides, su adhesión a
la membrana celular, su aptitud para efectuar su fusión), en tanto que la otra
[metáfora] promovió investigaciones que permitieron dilucidar los mecanismos
cuya presencia haría que se considerara activo al óvulo (por ejemplo, en
producción de las proteínas o moléculas responsables tanto de posibilitar como
de impedir la adhesión y la penetración)» (op. cit. 14).
Pero, retrotrayendo un poco el análisis, es preciso observar cómo, partiendo
del mismo esquema imaginístico, ese esquema se escinde en dos y da lugar a
conceptualizaciones diferentes. El esquema que subyace al concepto tradicional,
en el que el espermatozoide conquista el óvulo, es el esquema en que el contenedor
es el objeto de una fuerza o presión exterior, de una fuerza que quiere entrar o
invadir un espacio interior, el del óvulo. Implica una cierta violencia: el espacio
interior ofrece resistencia —su membrana— a la fuerza exterior.

La ‘danza’ de la fecundación

Figura 12

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La Metáfora en la Ciencia y en el Arte

Es un esquema imaginístico que fundamenta muchas conceptualizaciones


metafóricas: por ejemplo, un fenómeno social como la inmigración, suele ser
comprendido en esos términos. Como el espermatozoide, el inmigrante quiere
entrar en un espacio acotado, ejerciendo presión (violencia) sobre él.
En la metáfora alternativa, el esquema imaginístico concreto ha cambiado:
ya no se trata de algo ajeno al espacio interior, procedente del espacio exterior,
que quiere entrar. Ahora se trata de dos fuerzas que se conjugan; una, que quiere
salir, o que está abierta a esa posibilidad, y otra que quiere entrar, atraída por
la primera. Lo que se produce es un encuentro, la coincidencia de dos fuerzas
contrapuestas, causal, inevitable. En esta metáfora ya no hay connotaciones de
violencia o forzamiento: se trata de un acoplamiento mutuo, de un movimiento
sincronizado, de una danza.

6. Conclusiones
Una característica común de los modelos científicos y de las obras de arte
es que son elaboraciones cognitivas dotadas de significado. Esto quiere decir que
son el producto de un proceso de conceptualización y articulación formal, de
elaboración de representaciones. Ciertamente, las representaciones científicas y las
artísticas son muy diferentes, sobre todo en sus diferentes orientaciones respecto
a la práctica, pero lo que se ha sugerido es que no son tan disímiles en cuanto a
los recursos cognitivos humanos que ponen en juego. Lo que se ha pretendido
ilustrar a través de los ejemplos es que la elaboración de representaciones artísticas
y científicas pone en juego herramientas cognitivas similares y comunes a los
miembros de la especie humana. Esto es, la primera conclusión que deberíamos
extraer es que la ciencia y el arte no son fruto de facultades diferentes. Si se quiere
mantener la obsoleta nomenclatura de las facultades, la conclusión enunciaría que
tanto el entendimiento como la imaginación desempeñan un papel importante en
la ideación de las representaciones científicas y artísticas.
Por otro lado, cuando se considera en detalle el proceso de elaboración
de las representaciones científicas y artísticas, se pueden observar las

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Eduardo de Bustos Guadaño

características comunes a ambos procesos. Como en cualquier proceso de


conceptualización, el punto de partida son los esquemas imaginísticos que
tienen, por un lado, un aspecto simbólico, como cuasi-representaciones
elementales de la estructura, del movimiento, de la fuerza y de la acción
y, por otro, una dimensión corporal, en la medida en que se incorporan a
nuestro sistema nervioso en cuanto estructuras neurales características de
nuestro sistemas premotor y motor.
Las representaciones científicas y artísticas se dotan de significado llenando
de contenido los esquemas imaginísticos, en muchas ocasiones recurriendo a
metáforas: un mismo esquema imaginístico puede estar en la base de diferentes
proyecciones de distintos procesos de rellenado de la estructura básica.
Lo interesante de estas conclusiones es que diagnostican una convergencia
de las representaciones científicas y artísticas más pronunciada de lo que se
creía. Desde el punto de vista filosófico y psicológico, ese interés reside en que
apuntala la idea de que tanto la ciencia como el arte son elaboraciones humanas
creadas en el proceso evolutivo de adaptación al entorno y fruto de capacidades
cognitivas desarrolladas para esa adaptación. Las diferentes finalidades prácticas
de la ciencia y el arte no nos deben distraer de su núcleo constitutivo común,
unas mismas capacidades cognitivas y unos procesos similares con resultados
análogos, representaciones plenas de significado.

Referencias bibliográficas
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11. L a s emociones en l a cienci a y en el a rte

Cristina Di Gregori

Ana Rosa Pérez Ransanz

Resumen
Este trabajo se desarrolla bajo la hipótesis de que para entender el papel que
cumplen las emociones, tanto en la generación de conocimiento como en la
creación de obras de arte, es necesario partir de una noción de experiencia lo
suficientemente rica como para permitirnos integrar los diversos ámbitos de la
vida humana. Por ello se retoma y analiza la noción de experiencia propuesta por
John Dewey, la cual sustenta una de sus principales tesis: tanto la ciencia como
el arte son, primariamente, formas de experiencia. A continuación se examina
la teoría de Dewey sobre la experiencia emocional, se destaca su sorprendente
vigencia y la manera en que permite disolver la rancia dicotomía entre la esfera
cognitiva y la esfera afectiva. Por último, con base en estos aportes, más algunas
ideas centrales de autores como Bas van Fraassen y Ronald de Sousa —entre
otros—, se intenta mostrar que las emociones constituyen un fuerte elemento
de continuidad entre las ciencias y las artes.

0. Introducción
La pregunta por los vínculos entre la ciencia y el arte, dos parcelas de la
cultura que suelen verse como ajenas y distantes, puede abordarse desde ángulos
y disciplinas muy diversos. Por ello, cuando se aborda desde una perspectiva
filosófica, especialmente frente a una comunidad multidisciplinaria, debemos

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Las emociones en la ciencia y en el arte

comenzar por aclarar qué aspectos de estas actividades humanas —la ciencia
y el arte— vamos a considerar en el análisis. Pero además, quienes partimos
de esta disciplina tenemos una exigencia adicional: debemos aclarar, así sea
mínimamente, cómo entendemos el quehacer filosófico.
En vista de la inabarcable literatura que existe sobre la naturaleza de la
filosofía, aquí nos limitaremos a tomar una posición frente a las principales
formas concebir y practicar esta actividad1. Históricamente, la discusión
más fuerte se ha dado entre quienes conciben la filosofía como una actividad
intelectual muy cercana a la ciencia, en la medida en que constituye una forma
de conocimiento, y aquellos que afirman que la filosofía supone, ante todo, un
pensamiento creativo del mismo orden que la poesía o la literatura. Frente a
concepciones tan divergentes que llegan a suponer que el carácter epistémico
y el carácter poético no pueden reconciliarse en la filosofía, por fortuna existe
una tercera vía, aquella trazada por los pragmatistas clásicos del siglo xix,
especialmente por John Dewey y William James, que comienza por afirmar,
ante todo, la utilidad de la filosofía para el mejoramiento de la vida humana.
En esta orientación pragmatista, que es la que aquí suscribimos, se parte de
la conexión vital que debe mantener la filosofía con la cultura de su época,
y se subraya la misión que tiene el filósofo de ocuparse y preocuparse por los
problemas y dilemas de su momento histórico.
Como veremos, esta forma de entender la filosofía permite integrar el
filosofar analítico y argumentativo, ligado a la búsqueda de conocimiento, con
el filosofar creativo y prospectivo que genera ideas sobre lo que es posible y
deseable, pero sin olvidar que toda esa actividad, a la vez crítica y creativa, debe
responder —como afirmaba Dewey— al compromiso que tiene la filosofía con
los asuntos prácticos, esto es, con los conflictos sociales, morales y políticos,
cuya solución de fondo exige prestar la debida atención a las cuestiones

1 Una introducción muy completa a los problemas de la naturaleza de la filosofía se encuentra en


la Enciclopedia Iberoamericana de Filosofía, en el volumen Filosofía de la filosofía, editado por O. Nudler,
editorial Trotta (en prensa).

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Cristina Di Gregori y Ana Rosa Pérez Ransanz

educativas, de las cuales depende en última instancia el desarrollo humano,


tanto individual como colectivo.
Bajo esta orientación, la filosofía requiere de herramientas conceptuales que
le permitan integrar los diversos ámbitos de la vida humana, tanto los que se
abocan a la generación de conocimiento como aquellos que transcurren en una
vinculación directa con la acción. En consecuencia, los pragmatistas propusieron
una forma de indagación filosófica que debía comenzar por derribar las nocivas
dicotomías erigidas por la filosofía tradicional, permitiéndonos recuperar la
continuidad entre las diversas regiones de la experiencia humana. Se trataba,
entonces, de comprender y restaurar los vínculos entre lo viejo y lo nuevo, entre
culturas distintas y distantes, entre las ciencias y las artes, entre la razón y la
pasión, y todo ello a partir de una reconciliación fundamental: la reconciliación
entre lo humano y lo natural, entre cultura y naturaleza, concibiendo al ser
humano en continuidad con el resto de lo existente —sin por ello ignorar lo
distintivo y peculiar de sus patrones de comportamiento.
De aquí que la filosofía, a pesar de surgir inevitablemente en el seno de una
cultura particular, deba asumir la ardua tarea de trascenderla y vislumbrar su
horizonte de posibilidades. Como afirma Richard Bernstein en su análisis del
pensamiento de Dewey: «La filosofía es esencialmente una actividad crítica
[…] ya que a medida que cambia el complejo de tradiciones, valores, logros y
aspiraciones que constituyen una cultura, la filosofía también debe cambiar.
[…] La filosofía está continuamente enfrentada al reto de comprender culturas
y civilizaciones en constante evolución, y de articular y proyectar nuevos
ideales. El afán de reconstrucción que atraviesa las investigaciones de Dewey
predomina en su concepción del papel de la filosofía en la civilización»2.
Frente a semejante tarea asignada a la filosofía, los pragmatistas encontraron
en la experiencia la noción clave para llevar adelante su programa crítico y
transformador. De aquí la conveniencia de comenzar por el análisis de algunas

2 R. Bernstein, (1972), p. 385.

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de las tesis centrales de Dewey, las cuales nos conectarán con el tema que aquí
nos ocupa: los vínculos entre las ciencias y las artes.

1. Dewey y la noción de experiencia


La filosofía de Dewey (1859-1952) parte de una noción de experiencia que
permite vincular lo cognitivo y lo afectivo de una manera muy natural. De
aquí que hayamos tomado esta noción como base de la siguiente hipótesis:
para entender el papel que cumplen las emociones, tanto en la generación de
conocimiento como en la creación de obras de arte, necesitamos partir de una
noción de experiencia lo suficientemente rica y compleja como para poder
integrar los diversos ámbitos de la actividad humana.
Frente a las nociones previas de experiencia, tanto las de cuño empirista como
racionalista, Dewey planteó la objeción de que su atención focal en el conocimiento
había distorsionado la naturaleza de la experiencia. Para este autor, la experiencia
es fundamentalmente interacción con el entorno, y por tanto todo hacer y todo
sentir —esto es, toda forma de acción y de sentimiento— caen bajo la categoría de
experiencia3. Las experiencias del hacer, del sufrir y del gozar, que para Dewey son
experiencias prerreflexivas, establecen el contexto que hace posible la investigación
y el conocimiento. Y dado que el ser humano es primariamente un ser que actúa,
padece y disfruta, si queremos entender la naturaleza del pensamiento, de la
reflexión y de la investigación científica, así como su papel en la vida humana,
debemos comenzar por reconocer que estos procesos cognitivos emergen en el
contexto de una experiencia prerreflexiva, de una interacción inmediata con el
entorno, que los posibilita a la vez que los condiciona.
Una noción de experiencia que, lejos de reducirla a lo meramente sensorial (a
los «sense data»), abarque toda la gama de lo afectivo (sentimientos, emociones,

3 Dewey utiliza el término técnico «transacción» para designar el tipo de acción donde los elemen-
tos involucrados condicionan a la vez que son condicionados por el sistema de relaciones generadas. Di-
cho término fue acuñado por Dewey en 1986, en su artículo «The Reflex Arc Concept in Psychology», si
bien aparece tratado con mayor precisión en su libro Knowing and the Known.

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Cristina Di Gregori y Ana Rosa Pérez Ransanz

pasiones, actitudes) y toda la variedad de acciones e interacciones con el


entorno, será una noción que nos garantice un firme anclaje en la realidad.
Por tanto, una filosofía que se vertebre alrededor de una noción de experiencia
semejante no podrá dejar de prestar atención a la realidad, pero a una realidad
dinámica, en constante evolución, que nada tiene que ver con el universo «ya
hecho», cerrado e impermeable a la acción humana, como era el universo de
los racionalistas clásicos.
Para formular de manera sintética las aportaciones de Dewey frente a las
concepciones tradicionales, podemos enlistar los siguientes contrastes. Primero,
la experiencia deja de ser un asunto que solo tiene que ver con el conocimiento
—con nuestra forma de representar el mundo— y pasa a concebirse como una
relación activa entre el ser humano y su entorno físico y social. Segundo, la
experiencia deja de estar encerrada en la esfera de la subjetividad y se convierte
en el principal vínculo entre el sujeto y un mundo objetivo, un mundo del cual
forman parte sus mismas acciones y que, por tanto, resulta constantemente
transformado por la intervención de los seres humanos. Tercero, la experiencia
deja de estar anclada en el pasado, en «lo dado» previamente a los sentidos, y
se reconoce su carácter prospectivo, su función vital como plataforma desde
la cual proyectamos nuestras acciones hacia el futuro, función sin la cual
resultarían incomprensibles nuestros afanes por transformar el mundo en que
nos tocó vivir (en particular, carecería de sentido cualquier proyecto educativo).
Cuarto, la experiencia deja de concebirse de una manera atomista y discreta
—como una serie de vivencias o sensaciones ontológicamente independientes
entre sí, como la concebía Hume— y se convierte en el locus donde se integran,
adquiriendo unidad y sentido, las diversas esferas de la actividad humana.
Quinto, la experiencia, lejos de contraponerse al pensamiento, mantiene una
relación de mutua dependencia y retroalimentación con la razón4.
A la luz de este sumario recuento, podemos entender que Dewey
considerara su noción de experiencia como un parteaguas en la construcción

4 Cf. R. Bernstein (1966), cap. 5.

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Las emociones en la ciencia y en el arte

de una «nueva filosofía», capaz de derribar las anquilosadas dicotomías


que hasta entonces habían impedido aproximarse a una realidad dinámica,
múltiplemente diversa, pero al mismo tiempo integrada y continua. También
podemos entender que al diagnosticar, en su momento, el estado de la
disciplina haya afirmado que: «Los fracasos de la filosofía se han debido
a la falta de confianza en los poderes orientadores que son inherentes a la
experiencia […]»5.
Dewey reconoce su acuerdo con los antiguos griegos, quienes concebían
la experiencia como un «reservorio de sabiduría práctica, [como] un acervo
de intuiciones útiles para conducir los asuntos de la vida. La sensación y la
percepción eran su ocasión y proveían [a la experiencia] con los materiales
pertinentes, pero en sí mismas no la constituían. […] Entendida de esta manera,
la experiencia queda ejemplificada en el discernimiento y la habilidad del buen
médico, del buen carpintero, del piloto o el capitán de armas; experiencia es
equivalente a arte»6. Sin embargo, a pesar de refrendar este acuerdo básico
con los antiguos griegos, Dewey rechaza la depreciación que hicieron de la
experiencia frente a la razón y la ciencia. Ciertamente, tuvieron el mérito de
concebir la experiencia como arte, lo cual permitió destacar su papel como el
medio por el cual el ser humano se vincula con la naturaleza; sin embargo,
consideraron que el arte —se tratara de las artes útiles o de las bellas artes—
solo reflejaba las facetas contingentes y parciales de esta, mientras que la ciencia
(la teoría) permitía mostrar la totalidad y plenitud del cosmos, del Ser. De esta
manera, en la filosofía antigua, «la concepción que menospreciaba la experiencia
resultaba idéntica a la concepción que colocaba a la actividad práctica como
inferior a la actividad teórica»7.
Frente a esta devaluación de la experiencia y de los asuntos de la práctica,
Dewey desarrolla una detallada argumentación para mostrar que tanto la
ciencia como el arte son, primariamente, formas de experiencia —si bien formas

5 J. Dewey (1925), p. x.
6 Ídem, p. 354, énfasis añadido.
7 Ibídem, p. 355.

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con distintas funciones. El arte —referido a las bellas artes— es «un modo de
actividad que está cargado de significados susceptibles de ser inmediatamente
disfrutados», y en este sentido, el arte vendría a ser una «culminación de la
naturaleza». Por otro lado, la ciencia en tanto actividad de investigación,
en tanto práctica generadora de conocimiento, es más básica que la ciencia
entendida como cuerpo de contenidos8, y en consecuencia, la ciencia también
es, ante todo, una forma de experiencia. Más precisamente, la ciencia sería
una actividad al servicio de la búsqueda de una concepción integradora de los
hechos. De esta forma, al poner al descubierto la raíz común de las ciencias
y las artes, Dewey disuelve el largo divorcio entre teoría y práctica: «Debería
estar claro que la ciencia es un arte, que el arte es una práctica, y que la única
distinción que vale la pena trazar no es entre práctica y teoría, sino entre [los
distintos] modos de la práctica…»9.
En términos más actuales, podríamos decir que para Dewey el proceso
de conocer —y en particular la investigación científica— es un arte en su
sentido más primigenio, esto es, en tanto requiere de una activa intervención
y manipulación de los hechos para construir y poner a prueba nuestras
teorías o representaciones del mundo. El conocimiento, lejos de surgir de
la contemplación (como supone la «teoría del espectador», tan criticada por
Dewey), surge de la experiencia entendida como interacción con el entorno
físico y social, interacción que conlleva de manera constitutiva los elementos
de la esfera afectiva. De aquí que Dewey haya podido estrechar aún más el
vínculo entre las ciencia y las artes al afirmar que «la investigación científica es
un arte a la vez instrumental en el control y final en tanto un puro disfrute de
la mente»10. Con lo cual la investigación científica no solo se asemejaría a los
procedimientos de las artes útiles, sino que además compartiría con las bellas
artes el producir «objetos cuya percepción es un bien inmediato», aunque no
sea este su objetivo central.

8 Cf. ibídem, p. xvi.


9 Ibídem, p. 358.
10 Ibídem, p. xvi, énfasis añadido.

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2. El análisis de la experiencia en el siglo xx


A pesar de su riqueza y potencial, la línea abierta por Dewey en el análisis
de la experiencia quedó sumida en la penumbra varias décadas. En la tradición
anglosajona, los filósofos «clásicos» de la ciencia se concentraron en los aspectos
sensoriales de la experiencia, con el fin de caracterizar la base empírica del
conocimiento. Esta preocupación vino acompañada de una especial atención
en el lenguaje, lo cual explicaría que la tarea de caracterizar la base empírica
de la ciencia se haya entendido como la tarea de caracterizar los «enunciados
de observación». Sin embargo, cabe señalar que el lugar central que ocupó el
lenguaje en este contexto obedeció a razones muy legítimas. Autores como
Neurath, Popper y Carnap defendieron el carácter público e intersubjetivo de
la ciencia mediante el requisito de que la justificación solo se podía establecer
entre enunciados, esto es, entre entidades lingüísticas empíricamente
contrastables por cualquier miembro de la comunidad pertinente. De aquí
que los elementos de la esfera afectiva, considerados como algo meramente
subjetivo y sin ningún valor epistémico, quedaran eliminados del análisis de
la empresa científica.
Por otra parte, la mutilación de la dimensión afectiva que sufrió la noción
de experiencia en el siglo pasado, también se vio reforzada por el famoso «giro
lingüístico» introducido por la filosofía analítica, el cual se expandió al resto
de las humanidades y las ciencias sociales en los años sesenta. Como afirma el
antropólogo David Howes, los lemas, «la cultura como discurso», «el mundo
como texto» y «el imperio de los signos», dominaron gran parte del pensamiento
del siglo xx, imponiendo un enfoque según el cual «toda actividad y todo
pensamiento puede ser comprendido como estructurado por el lenguaje y en
analogía con él»11. Sin embargo, en los últimos años ha surgido una revolución
en las ciencias sociales que busca «recuperar una comprensión plena de la cultura
y de la experiencia»: al «imperio de los signos» se le ha enfrentado «el imperio
de los sentidos», lo cual no implica negar que la experiencia —en sus diversas

11 D. Howes (ed.) (2004), p. 1.

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formas— está configurada por los sistemas de símbolos y de comunicación. Se


trata, más bien, de poner en su justa dimensión los poderes de organización e
interpretación que tiene el lenguaje, y combatir la tiranía que han ejercido los
modelos lingüísticos en la tarea de comprender la experiencia, tanto personal
como colectiva. Cuando se borra la imaginaria separación entre pensar y sentir
—afirma Howes— y se reconoce que la mente está necesariamente encarnada
y que nuestros sentidos son considerablemente lúcidos: «el prestar atención a la
vida perceptual no es una cuestión de perder nuestra mente sino de recuperar
nuestros sentidos»12.
Por otra parte, en el campo de las ciencias «duras» encontramos trabajos
experimentales recientes que apuntan en el mismo sentido. Michael Gazzaniga13,
junto con otros neurocientíficos, ha aportado evidencia empírica en favor de la
estrecha relación que existe entre percibir y evaluar, lo cual nos conduciría a una
concepción diferente de la moralidad. Bajo esta perspectiva, el pensamiento
moral estaría más cerca de la percepción estética que del razonamiento
discursivo. El ver y el evaluar no son dos procesos separados; están vinculados
y son básicamente simultáneos. Cuando miramos a nuestro alrededor estamos
constantemente evaluando lo que vemos. «Nuestro cerebro —afirma Steven
Quartz— está computando valor a cada fracción de segundo. Constantemente
nos formamos una preferencia implícita sobre cada cosa que vemos». Pero lo
más relevante, para el tema que nos ocupa, es que la evidencia empírica parece
mostrar que los juicios y decisiones morales involucran las partes del cerebro que
procesan las emociones. Según estos científicos, los razonamientos que apoyan
nuestros juicios morales vienen después de que hemos hecho una evaluación,
y en general son guiados por las emociones que los preceden. Sin duda, si este
enfoque estuviera en la pista correcta, el predominio de una aproximación
emocional a las cuestiones morales constituiría una profunda revolución frente
a todas las tradiciones existentes.

12 Ídem, p. 7.
13 Cf. M. Gazzaniga (2008) y (2005).

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Pero regresando al campo de la filosofía de la ciencia, observamos que desde


los años sesenta se comienza a recuperar una idea de experiencia más cercana
a la propuesta por los pragmatistas clásicos. Autores como Popper, Kuhn y
Feyerabend retoman el sentido amplio desarrollado por Dewey, y vuelven
a insistir en que «la experiencia no consiste en la acumulación mecánica de
observaciones. La experiencia es creadora. Es el resultado de interpretaciones
libres y audaces [...] controladas por la crítica y por contrastaciones severas»14. De
esta manera, la idea de experiencia recupera su sentido activo, en tanto forma/
método de investigación; y al concebirse el método como un proceso de ensayo
y error —única vía para aprender de nuestros errores—, la experiencia vuelve
a entenderse como proponía Dewey: como un acervo de sabiduría práctica.
Por esta vía, Feyerabend equipara la experiencia con la idea de «expertise», con
«la habilidad del profesional para tratar con lo que lo rodea; habilidad que
[...] se desarrolla con su oficio»15. Así, se recupera la idea de experiencia como
el resultado de un proceso fundamentalmente creativo y auto-correctivo, en
el cual las actitudes de apertura, curiosidad, crítica, autocrítica, tenacidad y
tolerancia cumplen un papel central en la investigación.
Ahora bien, al resaltar la importancia de nuestras actitudes —tanto críticas
como creativas— en el proceso de conocer, Feyerabend está apuntando
claramente a la dimensión afectiva de la investigación, ya que las emociones
están en la base de nuestras actitudes y motivaciones. Sin embargo, este autor
no emprendió un análisis de las emociones en tanto piezas constitutivas de los
procesos cognitivos. En su texto «Let’s make more movies» (1975), Feyerabend
señala las claras limitaciones de los enfoques puramente conceptuales y elogia
a aquellas comunidades que superan esas limitaciones incorporando las
emociones y las expresiones artísticas en su visión del mundo, haciéndolas parte
de su forma de vida. Por contraste, lamenta que la filosofía —especialmente la
filosofía de la ciencia— haya optado por restringirse a la palabra, encerrándose

14 K. Popper (1963), p. 239.


15 P. Feyerabend (1981), p. 17.

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Cristina Di Gregori y Ana Rosa Pérez Ransanz

en la investigación academicista, sin percatarse de que existen mejores formas


de tratar con los problemas filosóficos que el mero intercambio verbal y el
discurso escrito. De aquí su insistencia en que: «Necesitamos una filosofía
que le dé al ser humano el poder y la motivación para hacer una ciencia más
civilizada, en lugar de permitir una ciencia super-eficiente y super-verdadera,
pero que por otro lado es una ciencia bárbara que degrada al hombre»16.
Pasemos ahora al análisis de las emociones, para retomar el tema central de
esta reflexión.

3. Dewey y la naturaleza de las emociones


El análisis de las emociones que elaboraron James y Dewey marcó un hito
en la comprensión de los elementos de la esfera afectiva. Como apuntamos,
la concepción de Dewey sobre la experiencia yace en el corazón mismo de
su teoría de las emociones. Este autor incorpora elementos tanto de la teoría
evolutiva de Darwin como de los análisis psicológicos de James, los cuales
imprimen un giro naturalista a su enfoque; por un lado, hacia la biología
evolutiva, y por otro hacia la psicología experimental. De Darwin toma el
valor de supervivencia que tiene la conducta emocional, y de James el aspecto
de las perturbaciones fisiológicas que acompañan a los estados emocionales.
Pero Dewey agrega un elemento propio, el cual atraviesa todo su pensamiento
filosófico: el papel decisivo que tiene la actividad de resolución de problemas en
nuestra experiencia y desarrollo personal.
Para Dewey, los seres humanos nos enfrentamos constantemente, desde que
nacemos, a situaciones de conflicto, de incertidumbre y de indeterminación,
situaciones que necesariamente hemos de resolver. Y esto es así tanto para el
científico, que debe dar cuenta de un cúmulo indeterminado de datos mediante
la formulación de una hipótesis, como para la persona que enfrenta un conflicto
moral y debe deliberar para decidir qué curso de acción tomar. De aquí que

16 Ídem, p. 198.

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las emociones concebidas como formas de experiencia, esto es, como formas
de relacionarnos con nuestro entorno (dirigidas, en su mayoría, a la solución
de algún problema), no puedan ser reducidas al registro de las perturbaciones
fisiológicas que las acompañan (como pensaba James), ni a las «expresiones
emocionales» (como afirmaba Darwin).
En su crítica a estos autores, Dewey argumenta que las alteraciones
fisiológicas y las conductas manifiestas que caracterizan una determinada
emoción son, en efecto, necesarias, pero necesarias para la forma de lidiar
con una situación problemática. Por tanto, para este autor: «La emoción, en
su conjunto, es un modo de comportamiento que tiene un propósito y un
contenido intelectual, el cual, además, se refleja en sentimientos o afectos, de
acuerdo con la evaluación subjetiva de aquello que está objetivamente expresado
en la idea o el propósito»17.
Como se puede ver, Dewey concibe la experiencia emocional concreta como
un todo complejo, en el que, ciertamente, la sensación y la intensidad de los
cambios corporales tienen un lugar importante, pero la emoción es algo más:
es una disposición a actuar de cierta manera, la cual supone elementos de
tipo cognitivo como creencias y valoraciones. Así, en su caracterización de
la emoción podemos distinguir tres componentes: a) un quale o sentimiento
(de alegría, tristeza, miedo, etcétera); b) un comportamiento con un propósito
determinado; y, c) un objeto que tiene una cualidad emocional (la situación
o el hecho al que nos enfrentamos). Si bien su examen de estos elementos no
siempre resulta esclarecedor ni fácil de comprender, lo cierto es que Dewey abrió
el camino para una concepción de las emociones sorprendentemente actual
y sofisticada que, como todas sus propuestas, rompe de entrada con alguna
rancia dicotomía; esta vez con la separación tajante entre la esfera cognitiva
y la esfera afectiva, al reconocer que en la experiencia emocional se ponen en
juego tanto sensaciones como creencias e intenciones. Antes de adentrarnos en
esta concepción, examinemos el trasfondo de las discusiones filosóficas sobre la

17 J. Dewey (1895), p. 92.

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relación entre las emociones y el conocimiento, en particular el científico, para


poder aquilatar la vigencia que en este contexto tienen una propuesta como la
de Dewey.

4. Las emociones y el desarrollo de la ciencia 18


La relación entre las pasiones y la razón, entre sentir y pensar, entre lo afectivo
y lo cognitivo, ha sido una preocupación constante en la historia de la filosofía.
Sin embargo, la última vuelta de tuerca en esta discusión es relativamente
reciente. Comenzó en la década de 1980, como parte de un movimiento
donde el estudio de los vínculos entre razón y emoción se ha encaminado a
reivindicar el papel de las emociones frente a una larga tradición que las ha
venido considerando como una amenaza a la racionalidad y al desarrollo del
conocimiento.
Ahora bien, dentro de esa nueva tendencia, la estrategia más frecuente
para rehabilitar la racionalidad de las emociones —desarticulando su imagen
de disruptoras de los procesos cognitivos— ha consistido en mostrar su
dependencia respecto del pensamiento, en particular de nuestras creencias y
formas de inferencia. La reconciliación entre emociones y razón se ha buscado,
entonces, por la vía de establecer el valor de verdad de las creencias presupuestas
en una experiencia emocional, o bien en la corrección de las inferencias que la
sustentan. Sin embargo, han sido muy escasos los intentos en sentido inverso,
esto es, en el sentido de rehabilitar las emociones mostrando que el pensamiento
también depende fuertemente de las experiencias afectivas, lo cual pondría
de relieve la otra cara de su vínculo con lo racional. De aquí que, en lo que
sigue, intentemos abonar en favor del carácter indispensable de las emociones
para el desarrollo del conocimiento —incluido el científico— por la vía de
elucidar en qué sentido las emociones son una condición de posibilidad de la
construcción de nuestras representaciones del mundo (tanto del sentido común

18 En lo que sigue se retoman fragmentos de A. R. Pérez Ransanz (2005).

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como de las teorías y modelos de la ciencia, así como de las creaciones del
trabajo artístico).
Para emprender el camino desde la filosofía de la ciencia, comencemos con
el análisis que hace Bas van Fraassen del cambio revolucionario concebido
como una experiencia de conversión (idea propuesta por T. S. Kuhn en La
estructura de las revoluciones científicas, de 1962). Van Fraassen desarrolla su
propuesta de una epistemología empirista con la firme convicción de que
una epistemología viable —del corte que sea— debe poder dar cuenta de
la experiencia de conversión como una respuesta racional a las situaciones
de crisis. Un cambio revolucionario en el conocimiento se caracteriza, según
este autor, por involucrar una situación de asimetría, la cual se presenta entre
puntos de vista históricamente sucesivos pero que difieren en el conjunto
de ideas que resultan inteligibles y justificables para los sujetos que viven
el cambio. De aquí que el punto de vista anterior a la revolución resulte
perfectamente comprensible desde el punto de vista posterior, y la transición
se pueda justificar sin mayor problema. Sin embargo, desde la perspectiva
anterior, la nueva concepción resulta incomprensible y la transición parece
imposible de justificar. Por tanto, se plantea el problema de explicar cómo es
posible que ocurra un tránsito de tal naturaleza; esto es, cómo dar cuenta del
fenómeno de conversión conceptual 19.
La originalidad de la respuesta de Van Fraassen frente a este reto filosófico
radica en incorporar los elementos más ajenos a la epistemología tradicional,
como son los deseos y los intereses, pero sobre todo las emociones, que son
elementos característicos —como apuntamos— de un enfoque como el de
Dewey, donde las emociones son constitutivas de los procesos cognitivos
involucrados en la resolución de problemas. Sin embargo, curiosamente, Van
Fraassen recurre al análisis que hiciera J. P. Sartre en los años cuarenta, el
cual, a nuestro juicio, bloquea de entrada cualquier intento por restaurar la
racionalidad de las emociones. Veamos.

19 Cf. Bas Van Fraassen (2002), p. 64.

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Cristina Di Gregori y Ana Rosa Pérez Ransanz

Para Sartre, el rasgo central de la emoción es el de alterar nuestra experiencia


del entorno, transformando nuestra forma de ver el mundo y de estar en él.
Con lo cual, la emoción permitiría satisfacer el deseo de vivir en un mundo
más tolerable, cuando de hecho nada en él ha cambiado. En palabras del
autor: «Cuando los caminos trazados se vuelven demasiado difíciles, o cuando
simplemente no vemos ningún camino, no podemos seguir viviendo en un
mundo tan exigente y difícil. Todos los caminos están cerrados. Sin embargo,
debemos actuar. Así que tratamos de cambiar el mundo, esto es, vivir como
si la conexión entre las cosas y sus potencialidades no estuviera regida por
procesos deterministas, sino por la magia...»20.
Esta referencia a la magia le sirve a Sartre para iluminar el tipo peculiar
de acción que involucra la emoción. Lo que Sartre llama «comportamiento
emotivo» no estaría en el mismo plano que las demás acciones, en el sentido
de que no busca actuar sobre el objeto o la situación como tal, sino que más
bien busca conferirle una cualidad distinta. Pero si el objetivo es alterar
la percepción de la realidad, y no la realidad misma, tal parece que la
«cognición afectiva» difícilmente podría distinguirse de las estrategias de
autoengaño.
Sin embargo, cabe reconocer que la teoría sartreana encierra un núcleo de
verdad, en tanto las emociones pueden tener, en efecto, la función que este
autor les atribuye: transformar los parámetros de la situación en que se tiene
que tomar una decisión. Lo cual, de paso, pone de manifiesto el poder que
puede ejercer la emoción en el terreno cognitivo. Cuando se modifica la manera
de concebir un objeto, o los juicios de valor que hacemos sobre distintos cursos
de acción, o la probabilidad subjetiva que otorgamos a la ocurrencia de ciertos
eventos se modifica sustancialmente la situación en que el sujeto debe tomar
una decisión. Y este es un cambio que, ciertamente, se puede dar a través de la
emoción. Por otra parte, este núcleo de la teoría sartreana encaja muy bien con
la idea que tiene Dewey de la condición humana: el hombre es una criatura

20 J. P. Sartre (1948), p. 58.

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que se siente insegura en el mundo y busca, mediante las formas más diversas,
algo permanente y estable; formas que pueden ir desde los ritos mágicos hasta
la búsqueda sistemática de conocimiento.
Así, apoyándose en la teoría sartreana, Van Fraassen propone la hipótesis
de que la conversión conceptual se puede lograr a través de un elemento que
funcione, como la emoción. Solo un componente semejante —piensa este
autor— permitiría dar cuenta de la transformación de lo incomprensible en
algo comprensible, en un contexto en el que nada ha cambiado y la situación
objetiva sigue siendo la misma. Pero entonces surge la pregunta sobre si este
«pensamiento emocional», el pensamiento que surge como resultado de un
mero cambio de actitud y no de algún cambio en la evidencia disponible, podría
considerarse como genuinamente racional —o si no se quedaría, más bien, en
el nivel del pensamiento mágico. Y trasladando la pregunta al terreno de la
ciencia: cómo dar cuenta del carácter racional de las revoluciones conceptuales
cuando se introduce la hipótesis de que las emociones son condición de
posibilidad de su misma ocurrencia.

5. El papel de las emociones en el conocimiento


Como antes señalamos, al ubicarnos en el contexto de la filosofía de la
ciencia llama la atención que un autor como Van Fraassen se apoye en una
teoría tan controvertida sobre las emociones como es la sartreana, que si bien
resulta útil para dar cuenta de ciertos fenómenos psicológicos, por otro lado está
tan lejos del empirismo que este autor busca defender, como de los problemas
epistemológicos de justificación y racionalidad. Pero pasando a las dificultades
más concretas que presenta la propuesta de Van Fraassen, a nuestro juicio dos
resultan centrales.
En primer lugar, si las emociones son constitutivas de un proceso como
el de conversión conceptual, una teoría adecuada de las emociones —y de su
función en la producción de conocimiento— debería contemplar también los
procesos epistémicos más cotidianos. Esto es, a nuestro modo de ver, cabría

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Cristina Di Gregori y Ana Rosa Pérez Ransanz

defender un principio de simetría explicativa: si las emociones permiten dar


cuenta de situaciones anómalas o extraordinarias, cabría esperar que también
tuvieran un papel explicativo en el resto de nuestros procesos cognitivos. La
intuición que subyace a esta propuesta es que las emociones no son meros
factores perturbadores que irrumpen de tanto en tanto, cuando los recursos
epistémicos disponibles resultan insuficientes para zanjar una situación
problemática. Si así fuera, las emociones no podrían tener una función
propiamente cognitiva.
En segundo lugar, la función que tendrían que cumplir las emociones en
procesos como el de conversión conceptual no se puede reducir —a nuestro
juicio— a una mera transformación de las actitudes epistémicas de los sujetos,
es decir, de los parámetros puramente subjetivos de la situación donde hay que
tomar una decisión —como parece suponer Van Fraassen al seguir la línea de
Sartre—. Para dar cuenta del carácter racional de semejante transformación,
aquella que se opera frente a una representación del mundo que en un principio
nos resulta absurda, las emociones tendrían que aportar, ellas mismas,
algún contenido cognitivo o informativo. De lo contrario, nos quedaríamos
irremediablemente en el nivel de las transformaciones propias del pensamiento
mágico.
Con estos dos requisitos en mente, el de la simetría explicativa y el de las
emociones como portadoras de contenido cognitivo, examinamos los aportes
de algunas de las teorías cognitivistas que se distinguen por el intento de
reconciliar razón y emoción siguiendo la dirección inversa de la que han
tomado la mayoría de los enfoques cognitivistas. Esto es, teorías que en lugar de
concentrarse en la dimensión racional de la emoción, se han abocado a analizar
la dimensión afectiva de la racionalidad y del proceso de conocimiento —que es el
vínculo entre razón y emoción que aquí nos interesa elucidar.
En esta dirección, abrieron brecha los enfoques de Amélie Rorty y de
Ronald de Sousa, impulsando una línea de investigación filosófica que en años
recientes ha propiciado un fecundo diálogo interdisciplinario. En esta línea,
desafiando la concepción clásica o descalificadora, se intenta mostrar que las

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emociones, por regla general, afectan el razonamiento para bien21. Como apunta
Dylan Evans, algunos autores incluso consideran que: «permaneciendo todo lo
demás igual, los seres humanos serían menos racionales en la medida en que
carecieran de emoción»22.
En lo que sigue nos concentraremos en la propuesta que ha venido elaborando
Ronald de Sousa ya que, además de precursora, se conecta de manera muy
natural con las tesis de Kuhn sobre el cambio conceptual. Otra razón para
esta elección se encuentra en el sentido en que el enfoque de R. de Sousa se
puede catalogar como cognitivista, sentido que el mismo autor describe como
sigue: «En la medida en que se pueda sostener una concepción “cognitiva” de
las emociones, ella estará mejor delineada sobre el modelo de la percepción
que sobre el modelo del juicio o del conocimiento»23. En efecto, los numerosos
paralelismos que se observan entre la experiencia sensorial y la experiencia
emocional hacen pensar que esta vía para desarrollar un enfoque cognitivista
de las emociones puede resultar mucho más fecunda. Como argumentara
Dewey: percepción y emoción son, ambas, formas de experiencia.
Para comenzar, De Sousa intenta convencernos de que nuestra razón
inferencial (a la que se refiere como «razón pura») es incapaz, por sí sola, de
determinar nuestras creencias y nuestras acciones, por lo que las emociones
vendrían —por así decirlo— a llenar los huecos que deja la razón inferencial.
Justo en la línea de crítica que hiciera Kuhn a los enfoques bayesianos, al
destacar sus limitaciones para resolver los problemas de orden práctico que
presenta todo proceso de decisión, De Sousa analiza problemas muy semejantes
que se plantean tanto en la lógica deductiva (por ejemplo, con respecto a la
consistencia de nuestras creencias) como en la lógica inductiva, la cual nos deja
siempre con el problema de determinar —a la luz de la evidencia disponible—
qué tanta probabilidad de ser verdadera y qué tanta improbabilidad de ser falsa
debe tener una hipótesis, para que su aceptación pueda considerarse racional.

21 Véase, por ejemplo, R. de Sousa (1987), Damasio (1994), Elster (1999), Evans (2001 y 2004).
22 Evans (2004), p. 179.
23 R. de Sousa (2004), p. 62.

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Cristina Di Gregori y Ana Rosa Pérez Ransanz

Este mismo tipo de indeterminación se presenta también en la elección


de estrategias a seguir con miras a la satisfacción de nuestras metas o deseos.
Por ejemplo, suponiendo que las utilidades esperadas pudieran ser las mismas:
¿deberíamos minimizar pérdidas o maximizar ganancias? Por otra parte,
frente al hecho de que los resultados posibles de cualquier curso de acción son
prácticamente infinitos, se hace necesario detener el análisis en algún punto y
comenzar a actuar. Pero de nuevo, todo parece indicar que la razón, por sí sola,
es incapaz de decidir esta cuestión. De aquí que Evans, en la línea que traza De
Sousa, formule una hipótesis tan fuerte como la siguiente: el procedimiento para
delimitar el rango de consecuencias a considerar en un proceso de decisión racional
está gobernado por las emociones24 . Y si esto es así, las emociones cumplirían
más de un papel en la elección racional. En suma: «las emociones delimitan el
rango de información que el organismo tomará en consideración, las inferencias
que de hecho realizará de entre un infinito potencial, así como el conjunto de
opciones vivas de entre las cuales elegirá»25.
Las funciones que De Sousa atribuye a las emociones permiten, por
tanto, reforzar y complementar la célebre tesis kuhniana que niega la
existencia de una racionalidad algorítmica, una racionalidad que por sí sola
pudiera determinar la elección entre teorías o cursos de acción, a la luz de
la evidencia disponible. Sin embargo, las implicaciones de dichas funciones
rebasan los objetivos kuhnianos. De Sousa intenta mostrar los límites de
una racionalidad algorítmica incluso en el ámbito mismo de la lógica: «De
esta manera, incluso en el nivel más básico requerimos de ‘políticas que
parezcan razonables’ para complementar la lógica dura»26. Por tanto, la
diferencia con Kuhn estaría en que De Sousa postula directamente a las
emociones como el elemento faltante para entender, a cabalidad, cualquier
proceso de elección racional, se trate de creencias (teorías) o de cursos de
acción (estrategias de investigación).

24 Cf. Evans (2004), p. 181.


25 R. De Sousa (1987), p. 195.
26 R. De Sousa (1979), p. 136.

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Las emociones en la ciencia y en el arte

Pero lo más original, a nuestro modo de ver, está en que De Sousa —con
base en una perspectiva evolucionista muy similar a la que adoptara Dewey—
atribuye a las emociones una función cognitiva totalmente propia, que en
términos generales podría formularse como sigue: las emociones son portadoras
de patrones de relevancia, los cuales condicionan lo que cuenta como objeto de
atención, como línea de búsqueda o como estrategia de inferencia27. Y con miras
a darle más sustancia a esta formulación general, el autor presenta una serie
de convincentes aplicaciones. Muestra, por ejemplo, la manera en que dicha
hipótesis permite explicar la importancia que tiene la expresión de la emoción
entre miembros de una especie cuyo comportamiento es considerablemente
variable —aspecto que ha sido estudiado a fondo por el psicólogo Paul Ekman,
en la línea abierta por Darwin—. En este sentido, la capacidad de leer la
configuración emocional en la cara o el cuerpo de otro miembro de la misma
especie, permite tener una guía sobre lo que el otro pueda estar pensando y esté
inclinado a hacer. Esto es, permite obtener información que en muchos casos
resulta de vital importancia.
Por otra parte, esta manera de concebir el aporte cognitivo de las emociones
también permite entender el que con frecuencia se las asimile a los juicios o
creencias. Las emociones, en tanto patrones de focalización de la atención,
funcionarían a la manera de los paradigmas kuhnianos, condicionando
nuestra manera de ver el mundo al imponer la Gestalt bajo la cual percibimos
los fenómenos de nuestro dominio de investigación. Pero al igual que sucede
con los paradigmas, en el caso de las emociones se trataría de patrones de
relevancia difícilmente articulables como proposiciones (articulación que es
propia de los juicios).
Asimismo, esta función de controlar la atención, la relevancia y las estrategias
preferidas, explicaría el que con frecuencia se considere a las emociones como
manipuladoras de los procesos de razonamiento. Sin embargo, lo importante
a destacar aquí es que la inevitable manipulación que ejercen las emociones

27 Cf. Ídem, p. 137.

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puede ser tanto para bien como para mal. Y cabe subrayar que la mayoría de los
razonamientos que desembocan en el autoengaño no se deben a errores de tipo
lógico, ni difieren en sus mecanismos de los razonamientos que consideramos
correctos o normales. En suma, todo parece indicar que, en efecto, prevalece
un principio de simetría en la injerencia de las emociones en los procesos de
conocimiento, incluso en procesos cognitivos tan centrales como son los
procesos de inferencia o razonamiento.
Ahora bien, la aparente irracionalidad de las emociones podría encontrar
una explicación en el hecho de que, si bien las emociones inciden en los
razonamientos, sin embargo la experiencia de la emoción, fenomenológicamente
hablando, tiende a ser una experiencia intuitiva, en el sentido de que en general
no es fácil formular las razones por las cuales uno transfiere la atención focal
de un objeto a otro, o de ciertos rasgos a otros. En otras palabras, no es fácil
identificar las razones o motivos por los cuales una emoción se transforma
o transmuta en otra. Desde luego, como reconoce De Sousa, a este respecto
hay grandes diferencias entre los distintos tipos de emociones. En el caso de
la indignación, la sorpresa o la vergüenza, es relativamente fácil rastrear los
motivos que sustentan estas emociones. Pero en cambio, es muy difícil hacer
esto mismo en el caso de la depresión28.
Por otra parte, frente a la concepción de las emociones como fenómenos
básicamente somáticos, que consisten en reacciones fisiológicas autónomas de
las cuales tenemos una tenue conciencia —que sería la concepción impulsada
por William James—, se podría decir que, ciertamente, encuentra un apoyo
empírico en ciertos resultados sobre la modularidad que presentan algunos
de nuestros mecanismos mentales. Sin embargo, desde el punto de vista de
la racionalidad que nos interesa defender, un modelo como el que propone
De Sousa nos permite explicar la dificultad de hacer inteligibles muchas de
nuestras experiencias emocionales. Concebidas las emociones como portadoras
de patrones de relevancia, resulta claro que el hecho de fijar la atención en

28 Cf. Ibídem, p. 139.

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Las emociones en la ciencia y en el arte

ciertas cosas —y no en otras— constituye una fuente de razones, a veces muy


poderosa. Pero también debemos reconocer que se trata de razones que no
podrían justificar el patrón de atención que a ellas mismas las ha generado.
De nuevo, en claro paralelismo con los paradigmas kuhnianos, las emociones,
como los paradigmas, son heurísticamente muy eficaces en la tarea de conducir
la búsqueda (la investigación) en una cierta dirección, pero muy deficientes en
la tarea de encontrar razones que justifiquen su propia adopción. Por tanto,
en este sentido, podríamos recurrir a Dewey y afirmar que la eficacia en la
solución de problemas constituye la mejor razón —si no la única— que podría
justificar su adopción.
Desde luego, esta razón no bastaría para dar cuenta cabal de la
racionalidad de las emociones, pero nos revela que las emociones —como
los paradigmas— conllevan un contenido cognitivo (o informativo) que
condiciona la perspectiva epistémica global. Y si bien en esto se distinguen
de las creencias —las cuales conllevan contenidos específicos, formulables
en proposiciones—, no por ello las emociones dejan de ser portadoras de
una información muy básica, y en ocasiones vital. Como dijimos, esta
aportación permitiría entender el papel que tienen las emociones en los
procesos de «conversión conceptual», lo cual, a su vez, nos permite rescatar
el carácter racional de las transformaciones revolucionarias en nuestra
concepción del mundo. A diferencia de lo que ocurre en las transformaciones
del pensamiento mágico, las emociones inciden directamente en los
procesos cognitivos al aportar un nuevo patrón de relevancia o de contenido
informativo, alrededor del cual se reestructura el campo de la percepción y,
por ende, la construcción de representaciones.
Por otra parte, también parece claro que la condición de simetría se satisface
en una concepción de las emociones como esta, dado que los patrones de
relevancia son un ingrediente siempre presente en todo proceso de conocimiento
(sea normal o revolucionario). Solo que, como suele suceder, hace falta que
ocurra una dislocación lo suficientemente traumática en el orden de cosas
vigente para que se nos hagan visibles las cosas más básicas y elementales.

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Cristina Di Gregori y Ana Rosa Pérez Ransanz

El camino para construir una teoría del conocimiento donde las emociones
formen parte constitutiva de la racionalidad científica, apenas comienza. Pero
ese es el camino que, a nuestro modo de ver, nos permitirá dar cuenta cabal
de la racionalidad de los diversos cambios que ocurren en el desarrollo de la
ciencia, en particular de los cambios que —como dice Van Fraassen— estarían
marcados por una experiencia de conversión. Por otra parte, si como afirma
Ronald de Sousa, son las emociones las que nos indican qué es lo que importa,
si son ellas las que establecen los objetivos y los límites de toda deliberación
—incidiendo incluso en la elección de los medios—, y si encima consideramos
que tanto la certeza como la convicción y la duda son, ellas mismas, un tipo
de emociones29, tal parece que una epistemología que siga ignorando estos
elementos de nuestra vida afectiva no podrá ir mucho más lejos de lo que nos
ha llevado la epistemología tradicional.

6. Las emociones como vínculo entre las ciencias y las artes


En esta última sección, antes de concluir con el examen de la propuesta
de Dewey sobre el papel de las emociones en la ciencia y en el arte, conviene
traer a colación algunas de las tesis centrales de un autor que —hacia
mediados del siglo xx— defendiera que las pasiones cumplen una función
vital en la investigación científica: el químico y filósofo Michael Polanyi. En
su libro Personal Knowledge, de 1958, Polanyi propone una forma de concebir
las emociones que permite restaurar la continuidad entre las ciencias y las
artes, justo en la dirección en que apuntara John Dewey; e incluso anticipa
concepciones como la que desarrolla R. de Sousa, al afirmar que la función
básica que cumplen las «pasiones intelectuales» es la función selectiva, esto es,
nos indican aquello que tiene interés o relevancia para la ciencia. En palabras
de este autor: «La función que atribuyo a la pasión científica es la de distinguir
entre los hechos […] que tienen interés científico y aquellos que no lo tienen.

29 R. De Sousa (2004), p. 66.

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Las emociones en la ciencia y en el arte

Solo una pequeña fracción de todos los hechos cognoscibles tiene interés para
los científicos, y la pasión científica sirve […] como una guía para evaluar lo
que tiene mayor o menor relevancia»30.
Por otra parte, además de la función selectiva, Polanyi atribuye a las pasiones
intelectuales otra función central: la función heurística, que es la que mejor
pone de relieve la profunda continuidad entre las ciencias y las artes, ya que
esta está en la base de todo proceso de creación, descubrimiento o innovación
—procesos claramente comunes a las ciencias y a las artes. Al referirse a la
pasión heurística que alienta, mantiene y guía la búsqueda de soluciones en el
ámbito de la ciencia, Polanyi atribuye a las emociones exactamente el mismo
papel que, según Van Fraassen, tendrían que cumplir las emociones (o un
equivalente funcional) en los procesos de conversión conceptual. Dice Polanyi:
«Después de haber hecho un descubrimiento, nunca volveré a ver el mundo
como antes. […] He cruzado un vacío [gap], el vacío heurístico que media
entre el problema y el descubrimiento»31. Y como afirmara Kuhn algunos años
después, Polanyi se anticipa al argumentar que: «Los grandes descubrimientos
cambian nuestro marco interpretativo. Por tanto, es lógicamente imposible lograr
este cambio mediante una aplicación reiterada de nuestro marco interpretativo
previo. Así, una vez más, constatamos que el descubrimiento es creativo, en el
sentido de que no podría haberse logrado mediante una diligente aplicación de
ningún procedimiento previamente conocido»32. Con lo cual también estaría
destacando los límites de la razón inferencial, señalados por De Sousa.
Si esto es así, si como afirma Polanyi, «la originalidad debe ser apasionada»,
tenemos entonces que las emociones que posibilitan y promueven la innovación
en el campo del conocimiento, son las mismas que impulsan la creación artística.
En el arte, como en la ciencia, la sensibilidad a lo que resulta relevante se fusiona
con la capacidad creativa. En la ciencia hablamos de descubrimiento y en el arte
de creación, pero ambos son resultado de una misma originalidad apasionada.

30 Polanyi (1958), p. 135.


31 Ídem, p. 143.
32 Ibídem.

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Cristina Di Gregori y Ana Rosa Pérez Ransanz

Ahora bien, contra el telón de fondo de los avances recientes en el análisis


de las emociones que aquí hemos presentado, retomamos la compleja teoría
de la experiencia de Dewey, con miras a destacar sus precursoras aportaciones
para el asunto central de este ensayo: la naturaleza de las emociones y su
incidencia en la producción artística y científica. La principal razón de esta
vuelta a Dewey está en que los análisis recientes apenas se han ocupado de
las emociones como elemento de continuidad entre las ciencias y las artes, y
menos aún han considerado su papel como ingrediente de toda experiencia
genuina. De aquí que la teoría de Dewey conserve su plena vigencia, ya que
hasta la fecha no contamos con una aproximación equivalente —por más que
en ocasiones su formulación nos resulte un tanto oscura y difícil de expresar en
la terminología actual.
Como antes señalamos, el punto de partida para comprender la experiencia
humana —en idea de Dewey— está en el análisis de «las fuerzas y condiciones
ordinarias de la experiencia», ya que en ellas se revela el componente estético
de toda experiencia genuina. De aquí que la experiencia ordinaria se defina
en términos de la experiencia estética. De entrada, la palabra «experiencia»
remite a una variedad de tipos de experiencia: aquellas que equivalen a
meras sensaciones en serie, aquellas que constituyen respuestas mecánicas a
eventos que se vuelven rutinarios, y aquellas que revelan una continuidad y
unidad significativa. Estas últimas, a las que Dewey se refiere en términos
de «tener una experiencia», constituyen las experiencias genuinas. En cuanto
a las condiciones bajo las cuales puede articularse una experiencia, nos dice
que: «la experiencia ocurre continuamente porque la interacción de la criatura
viviente y las condiciones que la rodean está implicada en el proceso mismo
de la vida. En condiciones de resistencia y conflicto, determinados aspectos
y elementos del yo y del mundo implicado en esta interacción re-cualifican
la experiencia con emociones e ideas, de tal manera que surge la intención
consciente»33. Este tipo de experiencias, cuando ocurren, se desarrollan en un

33 Dewey (1934), p. 4.

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Las emociones en la ciencia y en el arte

proceso al que denomina de «consumación». La consumación es una condición


que deben cumplir las experiencias genuinas, a diferencia de aquellas que a
pesar de haberse iniciado en la misma direción no lo hacen, es decir, que se
malogran por interrupción o cese, antes de alcanzar el fin para el que fueran
anticipadas —las razones pueden ser de diversa índole: distracciones, letargias,
pereza, impericia, etcétera.
Así, la experiencia genuina posee continuidad, carece de nexos de carácter
mecánico, posee partes identificables como tales, aunque las mismas no se
entienden como aisladas unas de otras, ni como meros agregados, sino
integradas de modo tal que ninguna pierde su propio carácter aunque se
fusionen e intercambien progresivamente. Esto equivale a decir que lo que las
experiencias genuinas tienen en común es una cualidad: la cualidad estética.
Y si bien no se puede sostener que dicha cualidad se reduce a la esfera de
las emociones, sin embargo mantiene un fuerte compromiso con ellas. En
palabras de Dewey: «las emociones son la instancia cementadora o unificadora
del proceso de tener una experiencia».
Las experiencias de carácter prerreflexivo, mientras ocurren, no se pueden
caracterizar como deliberadas o voluntarias. Solo la reflexión posterior podrá
calificarlas e identificar aquella orientación dominante en lo experimentado,
caracterizando cada experiencia como una unidad, como un todo. Las
experiencias intelectuales, por tanto, también tendrán cualidad estética, lo
mismo que las de las bellas artes y las del mundo de las acciones eminentemente
prácticas. Dichas experiencias difieren nada más que en su materia de
expresión; por lo demás, todas revelan una cualidad emocional de satisfacción,
firmemente ligada a la búsqueda y al goce de una integración interna, cuyo
cumplimiento se alcanza mediante un movimiento ordenado y organizado.
Dice Dewey: «Entre los polos de una eficacia sin miras y una acción mecánica,
existe el curso de una acción en que, a través de hechos sucesivos, corre un
sentido de significación creciente que se conserva y acumula hasta un término
que se siente como la culminación del proceso… Esto en sí mismo no es
un arte, pero es, yo creo, un signo de que el interés no se sostiene exclusiva

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Cristina Di Gregori y Ana Rosa Pérez Ransanz

o principalmente por el resultado en sí mismo (como en el caso de la mera


eficacia), sino como la desembocadura de un proceso. Hay en él un interés por
completar la experiencia. La experiencia puede resultar dañina para el mundo
pero tiene cualidad estética»34.
Ahora bien, la experiencia comienza con una impulsión, que es algo distinto
de un impulso. Este último es mecánico, o instintivo, mientras que la impulsión
designa un movimiento hacia adelante de todo el organismo. Los impulsos,
en todo caso, serían importantes auxiliares del proceso. Las impulsiones o
emociones son el punto de partida de la experiencia porque ellas proceden de la
necesidad y la demanda del organismo como un todo. Son ellas las que llevan a
la criatura viviente a aventurarse en un mundo extraño, obligándola a descubrir
y enfrentar los obstáculos que se le presentan, tanto como a identificar aquello
que resulta indiferente o irrelevante a su propósito.
La impulsión ya no es impulso ciego, es actividad consciente, propositiva y
significativa. Los obstáculos identificados por la emoción son una incitación a
la inteligencia para planear y convertir la emoción en interés. Así, la resistencia
que presenta el entorno convierte la acción directa, prerreflexiva, en reflexión,
apelando, además, al caudal de experiencias anteriores. Este proceso, lejos de
erradicar la emoción motora, refuerza la impulsión original: «como las energías
así incluidas refuerzan la impulsión original, esta opera con más circunspección,
intuyendo el fin y el método»35.
La emoción, al identificar los obstáculos para la acción, es signo de la existencia
de dichos obstáculos y, al mismo tiempo, signo de la irrupción de la criatura
en la escena de la interacción primaria. El peso de la emoción se detecta en el
punto cero de un proceso que puede llegar a constituir una genuina experiencia.
Pero su incidencia no acaba allí: no solo impulsa la actividad sino que es un
elemento que se mantiene constante a lo largo del proceso. Su presencia registra
una resistencia y señala una tendencia. Dicha tendencia se sostiene durante el

34 Ídem, p. 45.
35 Ibídem, p. 69.

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Las emociones en la ciencia y en el arte

proceso en la forma de una expectativa centrada y congruente con la obra que


avizora como culminada. De aquí que Dewey afirme una frase que quizá sea
de las más citadas: «La emoción es la fuerza motriz y cementadora; selecciona
lo congruente y tiñe con su color lo seleccionado, dando unidad cualitativa a
materiales exteriormente dispares y desemejantes»36. Por tanto, las emociones
movilizan la experiencia, la atraviesan y tienen un papel específico en el cierre
o culminación de la misma. Todo ello independientemente de cuáles sean los
materiales y los fines con los cuales y en los cuales transcurre el proceso.
Así, en consonancia con la concepción de R. De Sousa, Dewey le atribuye
a las emociones o impulsiones no solo la función de ser las pioneras en
detectar la aparición de lo disruptivo e impulsar la acción, sino también una
función cognitiva específica, a saber, la de sostener la atención focalizada en
la cuestión que promoviera la acción y la transacción en curso. Esto es, en
nuestros términos, las emociones son portadoras de patrones de relevancia,
condicionan aquello que funciona como objeto de atención, lo sostienen y
dirigen. Guían el interés para mantener la congruencia del proceso con el
propósito final. Podría decirse entonces que ellas controlan la adecuación
congruente entre medios y fines.
En suma, la experiencia es emotiva y las emociones tienen relevancia
epistemológica. Por ello, la crítica más radical que Dewey formulara al
positivismo se manifiesta en su profunda convicción de que la ética, la política
y la estética, cuyos enunciados fueran descalificados como carentes de sentido,
resultan ser los que más sentido tienen para los seres humanos. Y si bien la
experiencia se modaliza en múltiples variedades, el proceso subyacente es el
mismo en todas ellas. De este modo, se define el suelo común a la ciencia, al
arte y al ámbito del mundo eminentemente práctico: la tecnología, la política,
la educación, la ética, etcétera.
Por contraste, aquel tipo de emociones que tan solo constituyen una
descarga emotiva (una descarga de ira, de celos, de miedo) no están inscritas

36 Ibídem, p. 49.

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Cristina Di Gregori y Ana Rosa Pérez Ransanz

en un proceso que integre el curso de una genuina experiencia, y por tanto no


registran ningún valor a efectos de su propósito: «Hay un elemento de pasión
en toda percepción estética. Sin embargo, cuando estamos abrumados por la
pasión, como en la extrema ira, el temor, los celos, la experiencia definitivamente
no es estética. No se siente la relación con las cualidades de la actividad que ha
generado la pasión»37. En otras palabras, las emociones cuya relevancia quiere
destacar Dewey son aquellas que integran un acto expresivo, entendiendo por
acto expresivo aquel en que manejamos y ordenamos nuestras actividades por
referencia a sus consecuencias.
Ciertamente somos deudores de los actos más primitivos y espontáneos en
el aprendizaje, pero estos —sostiene Dewey— se convierten en el terreno de
los actos expresivos (de las genuinas experiencias) a través de los medios o de
los materiales que «[…] hacen posible un trato humano más rico y más grato,
justamente como un pintor convierte los pigmentos en medios para expresar
una experiencia imaginativa. La danza y el deporte son actividades en que
los actos que antes se ejecutaban espontáneamente separados, se reúnen y
convierten su materia prima en obras de arte expresivo. Solo donde la materia
se emplea como medio hay expresión y hay arte… Todo depende de la manera
en que se usa el material cuando opera como medio»38.
Recapitulando, en un acto expresivo se ordenan las actividades con miras a
sus consecuencias, fines o logros, y un acto de expresión siempre utiliza algún
material que se convierte en medio cuando entra en relación con los objetivos
buscados. En este contexto, la cualidad emocional guía la selección del material:
«En el desarrollo de un acto expresivo, la emoción opera como un imán
que atrae el material apropiado porque tiene una afinidad emocionalmente
experimentada por el estado de ánimo que está en marcha. La selección y
organización del material son, desde luego, una función y una prueba de la
calidad de la emoción experimentada»39.

37 Ibid., p. 57.
38 Ibid., p. 73.
39 Ibid., p. 79.

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Las emociones en la ciencia y en el arte

La ciencia y las bellas artes constituyen, ambas, actos expresivos, si bien


difieren en el material que emplean (los medios) y los propósitos que las guían
(los fines). El suelo común que les confiere continuidad es el arte entendido
como experiencia genuina. La experiencia no es entonces otra cosa que arte: «el
arte —aquel modo de actividad que está cargada de significados susceptibles
de ser inmediatamente gozados— es la completa culminación de la naturaleza,
y la ciencia es en rigor una sierva que conduce los eventos naturales a su feliz
término»40.
Con lo dicho hasta aquí se puede entender que, a partir de Dewey, las
tradicionales líneas divisorias entre la ciencia y el arte, la teoría y la práctica, la
razón y la emoción, hayan quedado en desuso. Aunque esto no significa que no
podamos dar cuenta de la pública y reconocida distinción entre, por ejemplo,
la ciencia y las bellas artes. Ciertamente, la distinción propuesta por Dewey
resulta novedosa y disruptiva frente a los antiguos criterios demarcatarios, dado
que la emoción y la cualidad estética impregnan ahora toda experiencia, y las
impulsiones que guían la actividad artística no mantienen diferencias de fondo
con aquellas que impulsan la actividad científica. En consecuencia, la respuesta
de Dewey es que las distintas artes (la ciencia, las bellas artes, la educación,
la política) se diferencian por los materiales que emplean. Los materiales son
medios, en el sentido de intermediarios, y por ello mismo están impregnados
por los fines buscados. A través de los materiales se da paso a algo que se
concibe como remoto, pero los medios y los materiales están incorporados a
ese algo remoto que es el fin.
De esta manera, el sentido que adquieren los medios en su relación
con los fines establece los términos en los que arte y ciencia pueden ser
diferenciados. Tomando como ejemplo el proyecto de construir una casa,
Dewey sostiene que los ladrillos y la mezcla se hacen parte de la casa en cuya
construcción se emplean; no son «meros» medios para su construcción: «El
fin es… un fin en vista y está en constante y acumulativa reactualización

40 Dewey (1925), cap. IX.

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Cristina Di Gregori y Ana Rosa Pérez Ransanz

en cada etapa del movimiento de avance. Ya no es un punto terminal,


externo a las condiciones que a él conducen; es la significación en continuo
desarrollo de las tendencias presentes» 41. En otras palabras, el fin a la vista
es un plan que opera en cada etapa de su realización. Y los medios son
medios en tanto que encarnan ese plan, es decir, son el fin en su presente
etapa de realización.
Por otra parte, Dewey asocia los fines con los valores, y en consecuencia
su idea de los «medios» queda atada a los valores. Los medios dejan de ser
meros instrumentos para obtener fines y se cargan de valores, los mismos que
identifican al fin. Así, queda cancelado el dualismo clásico entre fines y medios:
la relación entre fines y medios no es unilateral, es decir, de fines a medios; los
fines no pueden ser valorados independientemente de los medios, la elección de
unos y otros son instancias valorativas interdependientes. Estas consideraciones,
que remiten a la teoría de Dewey sobre la valoración, sustentan el modo en que
propone distinguir entre ciencia y arte.
En las bellas artes, el papel que desempeña la emoción en el acto de expresión
es particularmente relevante. Las emociones siempre surgen o están ligadas a
aquel aspecto único e irrepetible de la situación experimentada que las provoca.
El artista no tiene por finalidad describir una emoción en términos intelectuales
o lingüísticos; ni siquiera en el caso del poeta que utiliza el lenguaje, dado que
se trata de un uso expresivo y no enunciativo. La enunciación generaliza, la
expresión individualiza. El artista no describe la emoción, el artista «realiza el
hecho que engendra la emoción»; la obra de arte no posee la emoción como
su contenido significativo, sino que la expresa tratando de suscitar en otras
personas «nuevas percepciones de los significados del mundo común». En este
sentido, la obra de arte, a diferencia de los productos de la actividad científica,
es una inmediata realización de la intención: expresa y provoca emociones.
Con base en su noción de experiencia, Dewey sostiene de manera coherente
que el artista, al iniciar su trabajo, lo hace sobre un trasfondo de significados y

41 Ídem, p. 304.

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Las emociones en la ciencia y en el arte

valores que se plasman sobre el lienzo o el texto, elementos que son llevados a
su actualidad desde experiencias anteriores.
Esto también implica el valor de la comunicación en la producción artística.
Esto es, el artista no solo produce desde un trasfondo de saberes, emociones y
valores heredados, a partir de los cuales trata de expresar lo novedoso, sino que
la obra de arte, en tanto producto final de su trabajo, requiere y promueve la
aceptación del público —independientemente de su éxito o fracaso en el logro
buscado. La comunicación y aceptación por parte del receptor de la obra es
pues, como en la actividad científica, parte del proceso.
En cuanto a la ciencia, el considerarla un arte implica atribuirle el carácter de
genuina investigación; esto es, de un proceso en el que el objeto de conocimiento
no precede al conocimiento sino que es su producto, su transformación
controlada o dirigida. No se trata de un mero descubrir, pues el resultado no
puede ser interpretado en términos de su novedad por parte de un espectador
aislado; se trata del resultado alcanzado por un agente que efectúa una conexión
operativa entre los hábitos, costumbres, instituciones y creencias previos, con
las nuevas situaciones. Por otro lado, la actividad científica es un arte que se
caracteriza por su recurso a instrumentos artificialmente diseñados. En idea de
Dewey, cuando los investigadores emplearon los aparatos y procesos de las artes
industriales como medio para obtener datos científicos fue que se inició una
genuina revolución científica. El antiguo conocimiento empírico se transformó
en conocimiento experimental. Y si tomamos la palabra arte en el sentido de
las antiguas artes, la práctica científica es un arte, además, porque introduce
las herramientas, instrumentos y procedimientos de las artes tradicionalmente
llamadas «productivas» en el contexto de la misma investigación científica. Por
tanto, la línea demarcatoria entre conocimiento teórico y práctico se mostraría
arbitraria e irrelevante en el contexto de la teoría del conocimiento de Dewey.
En suma, bajo el enfoque de Dewey, el arte y la ciencia se pueden distinguir
por los medios que emplean y los fines que las guían, pero ambas constituyen
actos expresivos en cuya integración y consumación las emociones tienen un
papel crucial. Las emociones, además de constituir la fuerza motriz y unificadora

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Cristina Di Gregori y Ana Rosa Pérez Ransanz

de la experiencia, controlan la adecuación congruente entre los medios y los


fines de una experiencia genuina.
A la luz de este precursor análisis, que muestra el papel central que cumplen
las emociones en todos los ámbitos de la actividad humana, resulta interesante
advertir que muchos de los aportes recientes refuerzan —con nueva evidencia y
desde disciplinas muy diversas— algunas de las líneas de investigación abiertas
por la perspectiva de Dewey. Sin embargo, no deja de llamar la atención el
hecho de que buena parte de los autores que hoy en día trabajan en esta
dirección desconozcan las aportaciones pioneras de Dewey, aportaciones que
conformaron una teoría integral de los elementos de la esfera afectiva, la cual
no encuentra parangón en las aproximaciones actuales.

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12 . R a c i o n a l i d a d e n l a s c i e n c i a s y e n las
a rt e s: Sen t ido comú n y H eur íst ic a

Ambrosio Velasco Gómez

1. Introducción
Una de las características distintivas de la cultura del Renacimiento es
la unidad del conocimiento científico y del arte. Los criterios epistémicos y
estéticos están presentes tanto en la validación de las nuevas teorías científicas
como en la apreciación de las obras maestras de la pintura. Tanto las ciencias
como las artes deben ser a la par verdaderas y bellas. Copérnico, en su obra De
las revoluciones de las esferas celestes señala, como un argumento contundente
a favor del nuevo sistema heliocéntrico, que este representa de manera más
sencilla, esto es, objetiva y adecuada, la belleza del cielo:

«¿Qué podría ser más hermoso que el cielo que contiene todas las cosas
hermosas?; tal como lo ponen de manifiesto los mismos nombres “Caelum”
y “Mundus”, el primero de los cuales se refiere a lo labrado bellamente y el
segundo a la limpieza y al ordenamiento.»1

Por su parte, Leonardo Da Vinci, en su tratado de la pintura afirma que la


representación pictórica de la realidad solo puede ser bella si está basada en el
dominio de la perspectiva, que integra conocimientos científicos de la óptica y

1 Nicolás Copérnico (1965), Las revoluciones de las esferas celestes, Buenos Aires: Editorial Universita-
ria de Buenos Aires, p. 43.

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Racionalidad en las ciencias y en las artes: Sentido común y Heurística

la geometría, entre otros saberes, que permite al pintor recrear la realidad como
una fantasía exacta:

«La ciencia es una segunda creación elaborada por el discurso; la pintura


es una segunda creación hecha por la fantasía. La creación artística es, sin
duda, obra de la fantasía pero de una fantasía exacta que, al igual que la
ciencia, descubre en lo visible la oculta necesidad interior que lo gobierna y
trata de reproducirla.»2

Esta cultura unificada propia del Renacimiento se desintegra durante la


Modernidad, que considera a las ciencias y sus aplicaciones tecnológicas como
el conocimiento racional y objetivo por excelencia, mientras que el arte queda
vacío de contenido cognoscitivo y se le considera como exposición de lo bello,
que tan solo puede ser objeto de gusto o placer. Las ciencias corresponderán
al «espíritu geométrico», que ofrecen conocimiento universal y verdadero,
mientras que las obras de arte son expresión de emociones y objetos de
apreciación subjetiva que pertenecen «al espíritu de fineza»:

«Comparada con la orientación global del racionalismo hacia la


matematización de la regularidad de la naturaleza y con el significado que
esto tuvo para el dominio de las fuerzas naturales, la experiencia de lo bello
y del arte parece un ámbito de arbitrariedades subjetivas en grado sumo.»3

Así, en la filosofía moderna, la teoría estética que nace con Kant, no


considera el arte como un conocimiento en sentido estricto, pues carece de
verdad y racionalidad, aunque pueda tener la pretensión de universalidad. Se
sostiene pues, no solo una prelación epistémica de las ciencias sobre el arte,

2 Leonardo Da Vinci, citado por Rodolfo Mondolfo (1971), Verum factum, Buenos Aires: Editorial
Siglo XXI, p. 32.
3 Hans G. Gadamer (1991), La actualidad de lo bello, Barcelona: Paidós, p 53.

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sino inclusive una exclusión del arte de toda pretensión de racionalidad y


objetividad, pues carece de rigor metodológico.
La concepción de la racionalidad científica basada en el recurso de métodos
demostrativos, o al menos de métodos de comprobación rigurosa de hipótesis y
teorías, empezó a cuestionarse profundamente en el seno mismo de la filosofía
de la ciencia desde principios del siglo xx.
De una manera muy destacada, Pierre Duhem demostró a través del problema
de la subdeterminación empírica de las teorías la insuficiencia de la lógica y la
metodología para evaluar racionalmente las teorías científicas, y por ello reformuló
el concepto de racionalidad científica, al incluir conceptos como un bon sens que
anteriormente se ubicaban en el contexto del juicio moral (Bergson, Shaftesburry)
o del juicio estético (Kant). Con ello se inicia una nueva posibilidad de construir
una idea de racionalidad que, al menos parcialmente, la compartan las ciencias y
las artes conjuntamente con las humanidades, la ética y la política.
Por otra parte, también en el ámbito de la filosofía de las ciencias del siglo
xx, se destaca la importancia de la creatividad de la ciencia. La pasión por la
creación innovadora es para Polanyi tan esencial para el desarrollo de la ciencia
como de las artes. Ciertamente, Polanyi no la considera como un proceso
racional, pero no por ello deja de ser esencial para el desarrollo científico. Otros
filósofos de la ciencia tratarán de domesticar metodológicamente la heurística
en las ciencias y subrayar el valor del descubrimiento. Entre ellos destacan
Popper, Lakatos y Laudan.
Así pues, el juicio reflexivo que se desarrolla a partir del bon sens o sentido
común, por una parte, y la fuerza o «pasión» heurística por otra, son dos
dimensiones esenciales en las ciencias y en las artes, que también apuntan
hacia la reformulación de una nueva idea de racionalidad que promueva una
cultura unificada, a contrapelo de la separación tajante y predominante en la
Modernidad entre ciencias y artes, entre verdad y belleza, entre conocimiento
racional y la experiencia estética.
Así pues, desde la misma filosofía de la ciencia contemporánea se han
desarrollado nuevas nociones de racionalidad y verdad que son pertinentes

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Racionalidad en las ciencias y en las artes: Sentido común y Heurística

también para las artes. De esta manera podríamos promover una dignificación
epistémica de las artes y contribuir a una nueva cultura unificada, no
posmoderna, sino más bien semejante a la del Renacimiento. Veamos
primeramente la relevancia del concepto del sentido común para apuntalar
un nuevo concepto de racionalidad común a las ciencias, a las artes y a las
humanidades, y después la noción de heurística para apuntalar una idea de
verdad común a la creación artística y al descubrimiento científico.

2. Sentido común y racionalidad


Hans Georg Gadamer ha expuesto con agudeza las consecuencias del fracaso
del proyecto de Vico de una ciencia nueva basada en el sensus communis de los
antiguos, frente al proyecto moderno de ciencia propuesto tanto por Descartes
como por Bacon, basado en el recurso a un lenguaje y a un método privilegiado
para representar de una manera objetiva y racional al mundo.
Entre esas consecuencias, se destaca la pérdida de relevancia del sentido
común, que quedó reducido al ámbito del juicio moral en la filosofía británica
y francesa, y al ámbito exclusivo del juicio estético en la filosofía alemana.
Especialmente en Kant, «es bien sabido que su filosofía moral está concebida
precisamente como alternativa a la doctrina inglesa del sentimiento moral. De
este modo el concepto de sensus communis queda en él enteramente excluido de
la filosofía moral»4.
Kant fundamenta el juicio estético en el sentido común, pero reduce la
validez de esta capacidad exclusivamente al ámbito del arte y lo despoja de toda
validez cognoscitiva:

«El sentido común queda reducido a un principio subjetivo. En él no se


conoce nada de los objetos que se juzguen como bellos, sino que se afirma

4 Hans Georg Gadamer (1977), Verdad y Método, Salamanca: Editorial Sígueme, p. 64.

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únicamente que les corresponde a priori un sentimiento de placer en el


sujeto.»5

Así pues, si bien Kant revalora la importancia del sentido común para el
juicio estético basado en el gusto, excluye totalmente su relevancia del ámbito
de la racionalidad teórica y también de la racionalidad práctica propia de la
moral y la política. Así, con Kant se agudiza la separación no solo entre ciencia
y arte, sino también entre arte y moral y política, despojando al arte de toda
racionalidad y de toda pretensión de validez cognoscitiva.
Contrariamente a esta visión limitada del sensus communis, Gadamer
considera que un aspecto fundamental en la apreciación de la obra de arte
es precisamente el acuerdo al que llegan artista e intérprete a través de una
comprensión dialógica. Este acuerdo sobre el significado de la obra de arte
constituye un auténtico conocimiento cuya validación depende tanto del autor
como de sus intérpretes. Al respecto, Adolfo Sánchez Vázquez ha destacado la
contribución de Gadamer a una estética participativa que supere los límites de
una estética meramente contemplativa. En especial, Sánchez Vázquez subraya
la concepción dialógica de la comprensión de la obra de arte, donde se da una
fusión de los horizontes del creador y del intérprete: «Una obra de arte, por
tanto, no es algo cerrado en sí, sino lo que se ha dicho de ella, pero un decir
que no se acaba en el presente, sino que continúa en el futuro»6. Así, para
Gadamer la comprensión de la obra de arte tiene un fundamento epistémico
en el sentido común.
Pero Gadamer no limita el sentido común al ámbito estético sino que
también reconoce su relevancia en el conocimiento ético y político. Para ello
destaca la concepción de Henri Bergson del bon sens, «como una fuente común
de pensamiento y voluntad, es un sens social que evita tanto las deficiencias del
dogmático científico que busca leyes sociales, como del utopista metafísico».

5 Ídem, p. 76.
6 Cf. Adolfo Sánchez Vázquez (2007), De la estética de la recepción a la estética de la participación, Méxi-
co: Facultad de Filosofía y Letras, Universidad Nacional Autónoma de México, p. 27.

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Racionalidad en las ciencias y en las artes: Sentido común y Heurística

Pero Gadamer subraya que el concepto de bon sens de Bergson «no está dirigido
a la ciencia sino a la vida moral y política»7. Así, si bien Bergson amplía la esfera
de sentido común del arte a la ética y a la política, continúa excluyendo su
relevancia en las ciencias.
Como apuntamos en la introducción, será en el ámbito mismo de la filosofía
de la ciencia donde surge la audaz idea de reconocer la importancia del sentido
común en el corazón mismo de la racionalidad científica. A principios del siglo
xx, Pierre Duhem retoma el concepto de bon sens de Bergson para provocar
una verdadera revolución en la concepción de la racionalidad científica, que nos
recuerda el proyecto filosófico de Vico en contra de la concepción cartesiana
de la ciencia.
Pierre Duhem, en su célebre obra El fin y la estructura de la teoría física,
planteó con claridad y rigor las limitaciones de los métodos de contrastación
empírica de hipótesis, sea para verificarlas, o bien para refutarlas. De hecho,
la misma evidencia empírica puede, lógicamente, ser utilizada para corroborar
una hipótesis o para refutarla. Por ello, la lógica necesita ser complementada
con otro tipo de razones que la razón metódica no entiende. Veamos este
argumento en la siguiente cita extensa de Duhem::

«Cuando ciertas consecuencias de una teoría son golpeadas por la


contradicción experimental, sabemos que debemos modificar la teoría, pero
tal contradicción no nos indica cómo modificarla. Esto deja al físico la
tarea de encontrar por sí mismo el punto débil que afecta a todo el sistema
teórico. No existe principio absoluto alguno que dirija esta indagación
que diferentes físicos pueden conducir de muy diferentes maneras sin que
ninguno de ellos tenga el derecho de tachar a otro de ilógico. Eso no quiere
decir que no podamos preferir propiamente el trabajo de uno de ellos
sobre otros. La lógica pura no es la única regla de nuestros juicios; algunas
opiniones que se salvan del martillo del principio de no contradicción

7 Hans Georg Gadamer (1977), Verdad y Método, Salamanca: Editorial Sígueme, p. 56.

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pueden ser perfectamente no razonables. Estos motivos que no proceden


de la lógica pero que no obstante dirigen nuestras preferencias y elecciones,
“estas razones que la razón no conoce” y que hablan del amplio “espíritu
de fineza” y no del “espíritu geométrico” constituyen lo que es propiamente
llamado buen sentido.»8

El primer punto que quiero destacar de la cita es la afirmación de Duhem


de que la subdeterminación metodológica «deja al físico la tarea de encontrar
por sí mismo el punto débil que afecta todo el sistema teórico». Esta afirmación
es un claro reconocimiento de la responsabilidad personal del científico para
decidir cuál de las hipótesis ha de rechazar y corregir, y cuáles ha de aceptar
como válidas.
En segundo lugar, es importante resaltar la idea de que, a pesar de que tal
decisión no puede ser resultado de una aplicación algorítmica de principio
universal alguno, es posible evaluar y preferir racionalmente una de las varias
soluciones igualmente aceptables desde un punto de vista lógico. De esta
manera, Duhem rechaza el dogma de que los juicios racionales deben apegarse
a reglas lógicas o metodológicas estrictas. Las reglas lógicas y metodológicas
pueden orientar el juicio y delimitar el campo de alternativas, pero nunca
pueden sustituir y usurpar la responsabilidad de juzgar racionalmente.
Finalmente, y esto quizá es lo más importante, Duhem propone que la
racionalidad implícita en el conocimiento científico corresponde a un espíritu
de fineza que la razón lógica o el espíritu geométrico no comprenden. Esta
racionalidad es precisamente el buen sentido común («bon sens»).
Duhem considera que el buen sentido se puede desarrollar a través de la
confrontación dialógica de las diferentes hipótesis y teorías que presentan
diferentes científicos. Para ello se requiere que los mismos científicos superen
«la pasión que hace a un científico ser demasiado indulgente con sus propias

8 Pierre Duhem (1962), The aim and structure of physical theory, Nueva York: Atheneum, p. 212 (origi-
nalmente publicado en francés, en 1906).

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Racionalidad en las ciencias y en las artes: Sentido común y Heurística

teorías y demasiado severo con los sistemas teóricos de sus colegas»9. Por lo
anterior, podemos afirmar que, en última instancia, la racionalidad del juicio
científico depende de una actitud moral de los científicos de estar abiertos y
receptivos a las opiniones contrarias de sus colegas para cuestionar los puntos
de vista propios y construir un consenso, una opinión que razonablemente se
acepta de común acuerdo como la mejor, por el momento.
Esta concepción de la racionalidad práctica también fue desarrollada por
Otto Neurath, hacia 1913. Neurath cuestiona fuertemente la idea cartesiana
de que, a diferencia de lo que sucede en los asuntos prácticos como el de la
moral y la política, en el ámbito de las ciencias es posible asegurar la verdad de
las teorías a través de un método riguroso. Y cuestiona aún más radicalmente
las pretensiones contemporáneas de extender al ámbito práctico las supuestas
virtudes del método científico infalible. Esta excesiva confianza metodológica
que raya en la metodolatría, es considerada por Neurath como síntoma
inequívoco del seudorracionalismo10. El verdadero racionalismo es consciente
de sus límites, especialmente de las deficiencias de la lógica y la metodología,
y reconoce que estas deben ser complementadas con otro tipo de razones
prácticas que él denomina «motivos auxiliares».
Neurath considera que las razones que proporcionan los motivos auxiliares
no son ocurrencia de un individuo, sino que son herencia histórica de
generaciones pasadas que los miembros de una comunidad política discuten,
aceptan y revisan comunitariamente de manera continua. En este sentido,
Neurath reconoce que la tradición no es algo que se opone a la racionalidad
científica11, sino que más bien es una condición para su desarrollo en cuanto que

9 Ídem, p. 218.
10 Cf. Otto Neurath, «The lost wanderers of Descartes and the auxiliary motives», in Otto Neurath
(1983), Philosophical Papers 1913-1946, Dordrecht: D. Reidel Publishing Company, pp. 1-12.
11 «El motivo auxiliar es apropiado para promover un tipo de reacercamiento entre tradición y racio-
nalismo... La aplicación de los motivos auxiliares requiere previamente de un alto grado de organización;
solamente si el procedimiento es más o menos común a todos, el colapso de la sociedad humana podrá
prevenirse. La uniformidad tradicional del comportamiento tiene que ser reemplazada por la cooperación
consciente; la disposición consciente de un grupo humano para cooperar depende del carácter de sus
individuos» (ídem, p. 10).

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los motivos auxiliares requieren de la sabiduría implícita en la vida comunitaria


para poder ser puestos en operación.
En suma, tanto Duhem como Neurath reconocen y valoran la importancia
de aspectos no metodológicos de la racionalidad del cambio científico. Pero
precisamente, en cuanto estos aspectos son incompatibles con las nociones
predominantes de racionalidad, resultan radicalmente críticas.
Desafortunadamente, esta concepción de la racionalidad científica de Duhem
y de Neurath no fue retomada por el resto de los positivistas, ni por sus seguidores
y críticos pospositivistas. Por el contrario, todos ellos trataron de llenar el vacío
que deja la lógica en el ámbito de las decisiones racionales con una normatividad
metodológica que se aleja mucho de la manera en cómo efectivamente razonan
los científicos para desarrollar las tradiciones científicas a las que pertenecen. De
esta manera, también en la filosofía de la ciencia se abandonó la oportunidad
para rescatar la pertinencia del sensus communis, como fundamento de una
racionalidad común a las ciencias, a las artes y a la vida moral y política.
Además de rescatar esta propuesta de una racionalidad amplia basada
en el sentido común, también considero pertinente explorar el concepto de
heurística como un aspecto fundamental de una idea de verdad basada en
el descubrimiento y la creatividad que sea relevante para las artes y para las
ciencias.

3. Heurística y verdad en las ciencias y en las artes


Como hemos señalado anteriormente, desde el siglo xx varios movimientos
artísticos y filosóficos (románticos) han criticado la arrogancia del racionalismo
metódico ensalzando el sentimiento, la emoción y la espontaneidad como fuente
de la creatividad y la originalidad humanas, oponiendo al valor de la objetividad,
producto de la razón metódica, el valor de la creatividad y el descubrimiento,
resultado de capacidades irracionales, propia de las artes.
En el ámbito de la ciencia la oposición entre objetividad y creatividad resulta
paradójica, pues el conocimiento científico requiere de los dos valores que

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Racionalidad en las ciencias y en las artes: Sentido común y Heurística

se asocian a capacidades opuestas: la objetividad a la racionalidad metódica;


la creatividad a la irracionalidad arbitraria. Los filósofos de la ciencia del siglo
xx aceptaron este carácter esquizofrénico de la ciencia y trataron de resolverlo
haciendo una distinción excluyente entre contexto de descubrimiento y contexto de
justificación12. El contexto de descubrimiento corresponde al proceso de invención
y formulación de nuevas hipótesis y teorías, que carece de toda metodología y
por ello es eminentemente irracional. Así, Popper, por ejemplo, afirma que «no
existe en absoluto un método lógico de tener nuevas ideas, ni una reconstrucción
lógica de este proceso... todo descubrimiento contiene un elemento irracional o
una intuición creadora en el sentido de Bergson»13. Es interesante resaltar que
Popper, al igual que Duhem y Gadamer, recurre a Bergson, pero a diferencia de
ellos, no para resaltar el carácter racional del sentido común, sino por el contrario,
para subrayar lo irracional de la «intuición creadora», indispensable tanto en la
ciencia como en el arte. Así, antes de explorar la posibilidad de una racionalidad
común en ciencias y artes, Popper se inclina por señalar la irracionalidad común
entre estos dos ámbitos de la cultura.
Esta intuición creadora e irracional común a las ciencias y a las artes «puede
ser de gran interés para la psicología empírica, pero carece de importancia para el
análisis lógico del conocimiento científico»14. De nuevo, Popper enfatiza que lo que
distingue al conocimiento científico no es la creatividad, que también comparte
con las artes, sino la justificación metódica de sus pretensiones de validez.
Así pues, filósofos como Popper reconocen la matriz común de la creatividad
en las ciencias y en las artes, pero lejos de desarrollar lo que hay de común y
promover una cultura unificada, se apegan al credo racionalista moderno,
de distinguir y jerarquizar las creaciones culturales de acuerdo a su grado de
justificación metódica. Aun autores críticos de esta separación jerárquica asumen
que la idea de que la creatividad es irracional y subjetiva, por carecer de método, y

12 Estos términos fueron propuestos originalmente por Reichenbach y adoptados ampliamente en la filo-
sofía de la ciencia anglosajona.
13 Karl R. Popper (1973), La Lógica de la Investigación Científica, Madrid: Tecnos, p. 31.
14 Ídem, p. 30.

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que la ciencia es racional y objetiva gracias a un método de justificación. Así, por


ejemplo, Arthur Koestler afirma que el acto de creación en las ciencias y en las
artes está basado en el mismo patrón subyacente, y por ello «Poincaré no está en
una mejor posición que Boticelli pues el proceso de creación que busca la verdad
es tan incierto y subjetivo como el proceso de creación que se guía por la belleza...
pero el criterio para juzgar el producto final difiere de un medio a otro, pues el
teorema de Poincaré puede ser rigurosamente verificado por operaciones lógicas,
mientras que la virgen de Boticelli no puede»15.
El reconocimiento de la importancia de la heurística en la ciencia ha
tenido dos caminos distintos. Por una parte, siguiendo la vía irracional de
Popper, autores como Paul Feyerabend argumentaron en contra de las reglas
metodológicas considerándolas como obstáculos de la creatividad científica16.
En esta misma vía, Michael Polanyi destacó la importancia de la pasión. Para
Polanyi, la heurística es ante todo una pasión intelectual, una «fuerza que
impele a abandonar un marco de interpretación aceptado y nos compromete
a cruzar un abismo lógico para utilizar un nuevo marco»17. Michael Polanyi
considera que la pasión heurística resulta incompatible con la metodología
demostrativa, pues, una vez cruzado el abismo, «no puede convencerse a los
demás a través de argumentos formales... La demostración debe sustituirse
por otras formas de persuasión que puedan inducir a una conversión»18. A
esta capacidad argumentativa no demostrable la denomina Polanyi «la pasión
persuasiva», que en realidad se trata de una capacidad retórica, en el sentido
positivo que Aristóteles le daba al concepto. Así pues, la “pasión heurística” que
rompe con los consensos establecidos necesita complementarse con una retórica
razonable en el seno del sentido común para establecer un nuevo consenso en
el proceso progresivo de las tradiciones científicas. Por otro lado, autores como
Imre Lakatos propusieron una expansión de la metodología a la esfera del

15 Arthur Koestler (1977), The Act of Creation, Londres: Picador, p. 330.


16 Cf. Paul Feyerabend (1989), Contra el Método, Barcelona: Ariel
17 Michael Polanyi (1962), Personal Knowledge, Londres: Routledge and Kegan Paul, p. 159.
18 Ídem, p. 164.

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Racionalidad en las ciencias y en las artes: Sentido común y Heurística

descubrimiento y, paralelamente, un reconocimiento del carácter heurístico de


toda metodología, incluyendo la de justificación de hipótesis, pero ciertamente,
la domesticación metodológica de la invención y la creatividad tiene poca
aplicación en el ámbito artístico. De cualquier modo, el «giro heurístico» en el
ámbito de la filosofía de las ciencias naturales resultó irreversible a partir de la
década de los sesenta y setenta.
Al enfatizar la función creativa y descubridora de la heurística sobre la mera
función de justificación o corroboración de teorías e hipótesis, necesariamente
ocurrió también un cambio de atención de las hipótesis y teorías aisladamente
consideradas a unidades de análisis holísticas y dinámicas. Por ello no es
casual que, paralelamente a la reivindicación de la heurística en la ciencias,
también se rehabilitó el concepto de tradición para referirse al contexto del
desarrollo histórico de los productos y actividades científicas. En resumen, el
concepto de tradición contextualiza histórica y socialmente la racionalidad de
los argumentos, creencias y decisiones de las personas que debaten en el seno
de un sentido común, mientras que el concepto de heurística alude al valor
del descubrimiento y la innovación, que entra en tensión con los consensos
establecidos.
Pero para rescatar con mayor claridad el papel racional que puede tener la
heurística es conveniente referirnos nuevamente a la hermenéutica filosófica.
Gadamer ha mostrado que la comprensión de una obra artística, o en general
de cualquier expresión cultural, parte siempre de un conjunto de prejuicios que
orientan de antemano nuestra interpretación. Estos prejuicios constituyen la
situación hermenéutica del intérprete. Tal situación, si bien marca límites de
lo que podemos interpretar, también define un horizonte que nos permite ver
más allá de nuestro entorno familiar y cotidiano. En este sentido, los prejuicios
constituyen medios para acceder a contenidos y significados no manifiestos que
pertenecen a otras culturas o autores con otros horizontes hermenéuticos, con
otros prejuicios. Así pues, la comprensión constituye un encuentro o fusión
de horizontes distintos y distantes, a través del cual se descubren nuevos
significados, nuevas experiencias, nuevos valores que confrontan e interpelan

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Ambrosio Velasco Gómez

nuestros prejuicios más familiares y afianzados. En este sentido, el valor de


una interpretación de un texto, de una obra de arte, está en su capacidad para
descubrir y develar lo que estaba oculto y permanecía escondido para nosotros.
Gadamer hace notar que es precisamente este valor heurístico del descubrimiento
lo que constituía para los antiguos griegos el significado original de verdad, que
ellos denominaban «aletheia»19. Esta asociación entre descubrimiento y verdad
representa un reconocimiento de que el valor heurístico de una interpretación o
teoría no solo es un valor cognoscitivo alternativo a la verdad (entendida como
adecuación empírica de la teoría) sino que es el concepto originario de verdad.
La comprensión es, pues, un proceso heurístico que descubre o devela
nuevos significados y voces de la tradición a la que pertenecemos y, gracias a
ello, se puede establecer un diálogo plural para cuestionar y revisar nuestros
presupuestos más firmes20. Esta confrontación entre prejuicios familiares del
presente y los significados descubiertos que habían permanecido ocultos y
olvidados en el transcurso del acontecer histórico de la tradición, constituye un
diálogo propio del bon sens de Duhem a través del cual se deliberan las hipótesis
en competencia, y resulta ser la más adecuada. Este tipo de deliberación no
puede resolverse a través de metodología algorítmica alguna. La decisión
sobre si mantenemos nuestros prejuicios habituales o los sustituimos por otros
presupuestos rescatados del pasado o de otra cultura, es una decisión prudencial,
que no puede demostrarse, ni está libre de error. En sentido estricto se trata de
un razonamiento prudencial, afín al espíritu de fineza, al bon sens.

4. Comentarios finales
Para la exploración de un concepto de verdad y de racionalidad comunes
a las ciencias, las artes y las humanidades, me parece importante profundizar

19 Cf. Hans G. Gadamer (1994), «¿Qué es la verdad?», en su libro Verdad y Método II, Salamanca: Edito-
rial Sígueme, p. 53.
20 Cf. Hans G. Gadamer (1977), Verdad y Método, Salamanca: Editorial Sígueme, especialmente los capí-
tulos 9, 10 y 11.

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Racionalidad en las ciencias y en las artes: Sentido común y Heurística

sobre la complementariedad entre heurística innovadora y sentido común:


mientras que Polanyi hace énfasis en la pasión heurística como una fuerza
interior en cada científico, que le impele a cuestionar los marcos conceptuales
heredados y aceptados en la tradición científica a la que pertenece, Gadamer
subraya la fuerza que tienen sobre el individuo esos marcos que son aceptados
por toda una comunidad y que constituyen el «sensus communis» que limita
y fundamenta el tipo de argumentos, creencias y principios que pueden ser
razonablemente aceptados. Kuhn, en su ensayo «La tensión esencial: tradición
e innovación en la ciencia», de 1959, señala la complementariedad entre estas
dos tendencias que apunta a un equilibrio entre el riesgo iconoclasta, solipsista
e, inclusive, irracional, y el riesgo conservador y asfixiante de la autonomía
personal del sujeto bajo el peso de la tradición, o como ya apuntaba Bergson
respecto al bon sens, que evite tanto el dogmatismo como el utopismo. Desde
la mera pasión heurística de Polanyi, es difícil establecer la diferencia entre
una nueva hipótesis de gran creatividad que promueve el progreso científico
y una hipótesis iconoclasta que simplemente destruye la tradición. El «sensus
communis» marca precisamente los límites que la innovación puede admitir
de la tradición para que sea compatible con su progreso21. Además, la visión
personalista de Polanyi no nos explica cómo pueden surgir hipótesis innovadoras
que cuestionen lo establecido. En cambio, desde la perspectiva hermenéutica
de Gadamer, podría darse una explicación racional en función de la situación
y horizonte hermenéuticos como resultado de la comprensión y apropiación de
significados y contenidos de tradiciones ajenas que nos posibilitan descubrir
nuevos sentidos en nuestro viejo mundo, o incluso, descubrir nuevas formas de
habitar el mundo y eventualmente cambiarlo para habitar nuevos mundos.
Lo que hemos planteado aquí para el progreso de las ciencias y las
humanidades se aplica también, a mi manera de ver, para el desarrollo de la
creación artística. Como ya apuntaba Koestler, la innovación y la persuasión

21 Desde luego que el «sensus communis» es dinámico, y lo que en el pasado podía ser una locura, pos-
teriormente puede ser una hipótesis razonable.

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Ambrosio Velasco Gómez

son fundamentales en el arte. El artista también busca mostrar de manera


diferente aspectos del mundo, busca descubrir relaciones, significados ocultos,
y comunicarlos persuasivamente. Este es precisamente el significado que
Leonardo Da Vinci da a su concepto de «fantasía exacta», esencia de la creación
artística «que al igual que la ciencia, descubre en lo visible la oculta necesidad
interior que lo gobierna y trata de reproducirla»22.
Considero que la relación tensional entre innovación creadora y formación
de acuerdos a través del sensus communis, es el núcleo de un proceso común a
las ciencias y a las artes que vale la pena desarrollar y ampliar más, tanto desde
la filosofía de la ciencia como desde la hermenéutica filosófica, especialmente
en el campo de la estética.

Referencias bibliográficas
— Copérnico, N. (1965): Las revoluciones de las esferas celestes, Buenos Aires:
Editorial Universitaria de Buenos Aires.
— Duhem, P. (1962): The aim and structure of physical theory, Nueva York:
Atheneum.
— Feyerabend, P. (1989) Contra el Método, Barcelona: Ariel
— Gadamer, H. G. (1977): Verdad y Método, Salamanca: Editorial Sígueme.
—— (1994): «¿Qué es la verdad?», en su libro Verdad y Método II, Salamanca:
Editorial Sígueme.
— Koestler, A. (1977): The Act of Creation, Londres: Picador.
— Mondolfo, R. (1971): Verum factum, Buenos Aires: Editorial Siglo XXI.
— Neurath, O. (1983): «The lost wanderers of Descartes and the auxiliary motives»,
in O. Neurath, Philosophical Papers 1913-1946, Dordrecht: D. Reidel Publishing
Company.
— Polanyi, M. (1962): Personal Knowledge, Londres: Routledge and Kegan
Paul.

22 Leonardo Da Vinci, en op. cit.

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Racionalidad en las ciencias y en las artes: Sentido común y Heurística

— Popper, K. R. (1973): La Lógica de la Investigación Científica, Madrid: Editorial


Tecnos.
— Sánchez Vázquez, A. (2005): De la estética de la recepción a la estética de
la participación, México: Facultad de Filosofía y Letras, Uiversidad Nacional
Autónoma de México.

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13. E l a rt e de i n v e st ig a r

Manuel Toharia

Es probable que muchas personas consideren, quizá un poco superficialmente,


que la investigación científica tiene poco que ver con el arte. Al fin y al cabo,
si nuestra faceta artística apela a las sensaciones y los sentimientos más que a la
pura racionalidad, en cambio la ciencia y la tecnología tienen por guía esencial
la lógica más estricta y la permanente preocupación por el experimento que
confirme, hasta donde sea ello cierto, lo que se suponía.
Por otra parte, si ciencia y arte parecen formas tan diferentes de la cultura
humana —de hecho, es reciente la consideración de la ciencia como elemento
integrante de la cultura humana, solo la actividad artístico-literaria ha sido
clásicamente considerada como integrante del hecho «cultural»—, buena culpa
de ello recae en aquella maldita dicotomía ciencias-letras que se concretó de
manera patente con la Generación del 98, y luego tanto se potenció durante
el siglo veinte. Algo muy claro, sobre todo en España, y quizá bastante menos
llamativo en los demás países latino-cristianos. El mundo sajón, mucho
más pragmático, se sintió destinado, por derecho propio, a ser ellos los que
inventaran…
Terrible y lamentable división de la cultura en dos entes aparentemente
incompatibles: la cultura artístico-literaria y la cultura científico-técnica. Hoy
todavía se habla del abismo entre las dos culturas…
Lástima; es obvio que aquella distinción, quizá latente desde mucho antes
del siglo xix, todavía sigue pesando mucho entre nosotros. Pregunta clásica
entre estudiantes, y también entre adultos: ¿tú eres de ciencias o de letras?

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El arte de investigar

¿«Eres»? ¿Cómo es eso de «ser de» letras o ciencias? Eso no es una esencia,
parte integrante del ser, sino más bien algo transitorio, mucho más un «estar»
que un «ser»…
Conviene, no obstante, pararse a pensar con cierto detenimiento acerca
de lo que semejantes términos implican. Quizá nos llevemos la sorpresa de
encontrarles muchos más puntos de contacto de los que imaginamos…
En el fondo, y de manera muy genérica, la investigación no es más que la
búsqueda de nuevos senderos en el conocimiento humano. Y el resultado de
esa investigación, de todas las investigaciones que hemos ido realizando en
múltiples campos del saber, es lo que llamamos conocimiento. La acumulación
progresiva de toda clase de conocimientos es lo que llamamos cultura. Puede ser
instrumental —material— o puramente intelectual —abstracta, artística…
Y es que da igual que esas investigaciones se hagan con fines prácticos o
bien como mero resultado de una curiosidad insatisfecha, o incluso con el
objetivo de mejorar la forma de expresarnos, de forma artística o de cualquier
otra forma que se nos ocurra.
A su vez, estos conocimientos pueden ser básicos cuando se limitan a la
comprensión teórica de los fenómenos, de cualquier fenómeno de los muchos
que nos llevan intrigando a los seres humanos desde que dejamos de ser monos
listos que aprendieron a andar sobre dos manos. Y pueden ser conocimientos
aplicados cuando se traducen en las muy diversas técnicas que han venido dando
lugar a toda clase de instrumentos y herramientas, cada vez más sofisticados,
complejos y útiles, que han acabado por hacernos la vida más cómoda, en
cualquier sentido que quiera dársele al adjetivo «cómodo». Y, además, más larga;
cada día que pasa aumenta la esperanza media de vida de los seres humanos.
Muy deprisa en los países ricos, mucho más despacio en los países pobres.
Estos conceptos —lo básico, lo aplicado, es decir, lo intelectual, lo artístico,
lo tecnológico— sintetizan, pues, lo que solemos entender por «Cultura», con
c mayúscula. Cultura integral, habría que añadir.
El conocimiento científico teórico y buena parte de las artes forman parte
de la cultura intelectual, y el conocimiento aplicado origen de la tecnología y

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Manuel Toharia

algunas aplicaciones artísticas, asimismo tecnológicas, conforman la cultura


instrumental.
En realidad, hoy los conocimientos básicos y aplicados están tan
interrelacionados que es difícil definir los unos sin los otros. Por ejemplo, la
ciencia básica y la ciencia aplicada están tan unidas que los mejores autores,
como el físico teórico y académico José Manuel Sánchez Ron, defienden el
neologismo «tecnociencia».
En suma, la investigación es el camino casi infinito y lleno de
ramificaciones que nos va llevando hacia conocimientos nuevos que se van
acumulando a los que ya poseíamos. Y el resultado de esa creciente acumulación
de conocimientos, sobre los cuales podemos asentar nuevas conquistas del
saber, es lo que llamamos cultura. Así, sin adjetivos. Ni es científica ni artístico-
literaria; es cultura, en su integralidad.
Pero entonces, ¿y el arte? En realidad, el artista es en gran medida un
investigador, un explorador; en sus resultados, y en algunos de sus métodos,
quizá sea diferente al investigador científico, aunque es posible encontrar
ejemplos que demuestran similitudes sorprendentes en sus respectivos trabajos
creativos.
El artista trata de recorrer, de explorar nuevos caminos para conseguir
nuevos conocimientos con los que comunicarse con los demás, a través del
lenguaje artístico —musical, literario, cromático, formal— que le ayuda a
exponer, mostrar, despertar y compartir sentimientos.
Es un tipo de expresión que utiliza un lenguaje que puede no ser siempre
verbal; obviamente, eso es lo que hacen la música, la pintura, la escultura…,
aunque algunas de sus especialidades se alían con el idioma, como ocurre con la
ópera o los oratorios. Nos «hablan» con palabras diferentes a las que utilizamos
al escribir y al leer; en el caso de la música, los sonidos, representados por escrito
mediante el lenguaje del solfeo; en el caso de las artes plásticas, con el lenguaje
de las formas y los colores… Incluso la literatura, que utiliza el vocabulario
y la gramática comunes a la lengua que hablamos y escribimos todos, busca
comunicar sensaciones que van más allá de lo escrito, busca la proyección de la

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El arte de investigar

personalidad del lector en lo que está leyendo, de tal modo que lo que percibe
sea suyo, y solo suyo. Y para ello crea un nuevo idioma escrito u oral, a veces
muy diferentes del lenguaje común de los mortales (incomprensible en casos
extremos, como la famosa escritura automática de André Bretón…).
Pero también la ciencia tiene su propio lenguaje creativo, y su metodología
específica, esbozada por Galileo y perfeccionada después de manera cada vez
más exigente. Pocas veces utiliza la ciencia el lenguaje literario usual, y en
cambio es tributaria de una nueva forma lógica de expresar fenómenos difíciles
o abstractos, quizá constituida en ciencia por sí misma: la matemática. Algunos
dicen, en broma, que el idioma de la ciencia es el «matematiqués».
La comunicación que establece el arte se dirige más al cerebro límbico, al de
las sensaciones y las pulsiones más antiguas, y no tanto al cerebro del neocórtex,
el de la inteligencia y la razón. Aunque todo ello está profundamente ligado, es
claro. ¿Cómo separar el arte de la inteligencia? ¿Acaso crean arte los animales
más próximos a nosotros? En el cerebro, las células grises del neocórtex
están irremediablemente unidas a las demás neuronas, y son absolutamente
dependientes de ellas.
Entonces, ¿después de todo resulta que sí son diferentes el arte y la
investigación?
Bien. Lo cierto es que el investigador científico no solo usa el neocórtex
de su cerebro en el trabajo. ¿Puede ser tan racional y frío el proceso de
investigar que en él para nada intervienen las sensaciones, los sentimientos, la
intuición, eso que algunos llaman «sexto sentido»… quizá incluso una pizca de
irracionalidad? En el científico, la creatividad nace de su pensamiento lateral,
de su lógica divergente —que no quiere decir ilógica, aunque sí inusual—, de
su «arte» científico…
Véase, por ejemplo, el idioma que utilizan el arte y la ciencia o, mejor dicho,
los «investigadores-artistas» y los «investigadores-científicos». La ciencia utiliza
un lenguaje muy poco verbal pero extremadamente preciso, racional, lógico.
La matemática es su herramienta predilecta, porque va más allá de lo que la
imaginación permite alcanzar, más allá de lo que el lenguaje literario permite

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Manuel Toharia

conseguir. Pero en cualquier caso, todo en la ciencia es sistemático, lógico,


sostenido en anteriores premisas igualmente lógicas y deducibles a través de un
razonamiento siempre sustentado en la experimentación y el método racional.
El arte también utiliza un lenguaje no verbal que, sin ser matemático,
igualmente permite ir más allá de lo que la imaginación nos permite alcanzar
por nosotros mismos. Incluso la literatura —y sobre todo la poesía— ya hemos
insinuado que utilizan el vocabulario y la gramática que todos empleamos a
diario, pero yendo mucho más allá de lo que las palabras significan. Por eso un
poema puede hacer llorar a unos, dejar indiferentes a otros, e incluso divertir
o aburrir a unos cuantos. Y una sinfonía de Beethoven puede ser considerada
como una obra sublime por muchas personas, y en cambio podría resultar
bastante aburrida, incluso «pesada», para muchas otras.
El arte, como la ciencia, en su afán explorador, descubridor, consigue ir más
allá de lo que el lenguaje verbal permite obtener. Los científicos y los artistas
están en permanente busca de nuevos caminos, de nuevas formas de conseguir
avances en campos ligados al conocimiento racional del entorno, en un caso, y
al conocimiento sensorial en el otro.
Y además son pocos los artistas que no necesitan, como herramienta esencial,
de los logros de la ciencia aplicada para mejorar sus técnicas: los instrumentos
musicales cada vez más sofisticados son producto de una tecnología y de un
conocimiento científico básico cada vez más sofisticados. Las artes pictóricas
siempre fueron tributarias del saber de los químicos, de los mecánicos, de las
telas y los pinceles… Y los escritores siempre han necesitado elementos en los
que plasmar su arte literario, desde los antiguos papiros vegetales hasta las más
modernas tecnologías informáticas aplicadas al tratamiento de textos, desde los
libros copiados a mano hasta la imprenta de Gutenberg, pasando por la pluma
de ganso y luego la máquina de escribir…
En todo caso, resulta casi una obviedad referirse al arte como un camino
permanente de investigación hacia nuevas formas de expresión en su dominio
de actividad. Arte figurativo, por motivos míticos o religiosos; arte suntuario
para honrar a personas y cosas; arte impresionista para expresar de otro modo

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El arte de investigar

las impresiones, los sentimientos y las sensaciones; arte abstracto en búsqueda


de nuevas formas de ver y describir la realidad y la irrealidad, incluso lo
puramente abstracto… Todo ello vale para el arte en general, es decir las artes
plásticas, la música, la literatura, las artes de expresión corporal, incluso la
gastronomía convertida en una forma de arte.
¿Y la ciencia? Cuando un investigador se enfrenta a un problema nuevo, a
una nueva etapa en la comprensión de algún fenómeno natural, ¿no adopta
acaso una actitud bastante semejante a la del artista ante un lienzo en blanco,
ante un papel blanco por escribir, ante una partitura sin notas? Excitación,
desazón, entusiasmo, ensayo y error, verificación de la bondad del camino
elegido, duda permanente…
A todas esas cosas que comparten «investigadores-artistas» e «investigadores-
científicos» las podríamos agrupar bajo un único concepto ya citado de pasada:
creatividad. Esta es, en realidad, la palabra clave.
Creatividad, porque se crea algo nuevo donde antes no había nada, aunque
siempre lo base en otras cosas similares pero diferentes. En última instancia,
lo que comparten el arte y la ciencia es, sencillamente, su capacidad para crear
novedad, para innovar en uno u otro sentido respecto a lo anteriormente
existente.
La creatividad depende de muchos factores. El primero de ellos, obviamente,
tiene que ver con algún tipo de preparación previa. Picasso nunca hubiera podido
pintar sus cuadros cubistas sin el previo aprendizaje de las técnicas básicas del
dibujo y la pintura, que algunos relacionan con sus etapas iniciales, como la
etapa azul. Y Einstein jamás hubiera descubierto la relatividad del tiempo sin
una previa preparación, escolar y universitaria, en física y matemáticas. Luego
la genialidad de uno y otro los llevó donde los llevó.
Pero la creatividad no solo necesita una base de conocimiento previo en el
que asentarse, sino que requiere luego otros elementos. Del mismo modo que la
semilla que se deposita en una tierra fértil requiere muchos otros condicionantes
—luz, calor, nutrientes, cuidados— para convertirse en una planta con flores;
aunque sin la semilla misma todo lo otro sería inútil.

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Manuel Toharia

Esos otros elementos de la investigación creativa, indispensables tanto en las


artes como en las ciencias, son como mínimo la inspiración, el tesón, el amor
a lo que se hace, a veces incluso la suerte…
Es clásico referirse a las cinco «ces»: curiosidad, crítica, constancia, creatividad
y cariño. Es decir, apertura hacia todo lo nuevo —o sea, curiosidad—, espíritu
crítico que haga desconfiar de cualquier fe ciega —es decir, crítica—, tesón
y perseverancia en el trabajo del día a día —la constancia—, posibilidad de
llegar a cosas que antes nadie había conseguido alcanzar —la creatividad— y,
por último, cariño, literalmente «amor al arte», es decir, empatía personal con
lo que se hace y se pretende hacer, por encima de incomprensiones y desalientos
varios.
Son cinco cualidades que definen, mejor que ninguna otra cosa, el arte de
investigar. En ciencia —y el físico americano Albert Báez (por cierto, padre
de la famosa Joan Báez, una curiosidad que en el contexto de este trabajo
no me resisto a plasmar) fue quien escribió estas características aplicadas a la
ciencia— pero también en las distintas ramas artísticas. Y, claro, en todas las
facetas de la investigación tecnocientífica.
Unas líneas más arriba hemos hablado, como de pasada, de la suerte,
es decir, de la importancia del azar. Es cierto que muchas veces las cosas
ocurren, en la investigación científica como en el arte, aparentemente por
casualidad. Es importante el adverbio «aparentemente». Porque en realidad,
que Fleming descubriera «por casualidad» la penicilina no es estrictamente
cierto: otro que no fuera él habría dejado pasar de largo la ocasión de
investigar una aparente anomalía en sus cultivos bacterianos guardados
en un cajón húmedo. Él no; él investigó la causa de ese aparente fracaso
en lugar de tirar a la basura las placas y probetas estropeadas y volver a
empezar. Y observó que por la humedad había unos mohos que pudieron
haber actuado de forma negativa para las bacterias. Hizo nuevas pruebas y
acabó deduciendo que uno de esos mohos, un hongo llamado Penicillium
notatum, tenía la capacidad de matar bacterias; era, dicho literalmente,
antibiótico, contrario a la vida… bacteriana.

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El arte de investigar

¿Fue solo suerte? El desencadenante de la historia sí fue el azar; pero la


conclusión requería de alguien con formación suficiente, curiosidad, tesón,
creatividad, espíritu crítico y amor a su trabajo. Alguien como Fleming…
Lo mismo había ocurrido casi medio siglo antes con Becquerel y sus
«rayos uránidos», que hoy englobamos bajo el concepto de radiactividad. El
sabio francés había almacenado juntos, a finales del siglo xix, unos granitos
uraníferos —casi todos los granitos lo son en mayor o menor medida— y unas
placas fotográficas sin revelar; al poco observó que las placas se habían velado.
En lugar de tirarlas a la basura, maldiciendo de paso al proveedor por la falta
de calidad de sus productos, se preguntó qué otra cosa podría haber pasado.
Y de ahí al descubrimiento de la emisión radiactiva del uranio solo medió
un paso. Aunque para dar ese paso había que llamarse Becquerel; quien, por
cierto, compartiría años más tarde el Nobel nada menos que con el matrimonio
Curie…
A este conjunto formado por la suerte aliada con el trabajo de investigación
los americanos lo han denominado «serendipity», algo así como serendipia, que
se parece un poco a la palabra castiza chiripa… Pero ya ha quedado claro que
no es pura chiripa, puro azar, sino una especie de chiripa teledirigida por una
mente investigadora creativa. Una de las mejores muestras, si cabe, de lo que
podríamos perfectamente definir como «el arte de investigar».
¿Son, pues, tan diferentes los procesos creativos de la ciencia y el arte? La
metodología lo es, sin la menor duda. Pero el proceso previo, la forma en que
el cerebro busca el resultado, quizá tenga muchos más elementos comunes de
lo que pudiera parecer a simple vista…
Una buena razón, una más, para olvidarnos de una vez de la famosa
dicotomía ciencias-letras, de las famosas dos culturas, artístico-literaria y
científico-técnica. Solo hay una cultura. Y lo integra todo. Y la necesitamos
todos para ser, sencillamente, más humanos. Para vivir más cómodos, más
integrados, más plenamente. Para ser, también, más libres.

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Enrique Dussel.
—Derrotado, pero no sorprendido. Reflexiones sobre la información secreta en tiempo de guerra.
Diego Navarro.
—Átomos, almas y estrellas. Estudios sobre la ciencia griega.
José Luis González Recio (Ed.).
—Los laberintos de la responsabilidad.
Roberto R. Aramayo y María José Guerra (Eds.).

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Plaza y Valdés Editores

—Pluralidad de la filosofía analítica.


David P. Chico y Moisés Barroso (Eds.).
—La participación de las Fuerzas Armadas españolas en misiones de paz.
Inmaculada C. Marrero Rocha.
—El Derecho Internacional Humanitario y las operaciones de mantenimiento de la paz de Nacio-
nes Unidas.
Antonio Segura Serrano.
—Verdad y demostración.
Jesús Padilla Gálvez.
—Nietzsche o el espíritu de ligereza.
Antonio Castilla Cerezo.
—Terrorismo global, gestión de información y servicios de inteligencia.
Miguel Ángel Esteban Navarro y Diego Navarro (Eds.).
—Los derechos positivos. Las demandas justas de acciones y prestaciones.
Lorenzo Peña y Txetxu Ausín (Eds.).
—La realidad inventada. Percepciones y proceso de toma de decisiones en política
exterior.
Rubén Herrero de Castro. Prólogo de Robert Jervis.
—Europa a debate. 20 años después (1986-2006).
Miguel Ángel Benedicto Solsona y Ricardo Angoso García.
Prólogo de Manuel Marín.
—Cartas morales y otra correspondencia filosófica.
Jean-Jacques Rousseau. Edición y traducción de Roberto R. Aramayo.
—Disenso e incertidumbre. Un homenaje a Javier Muguerza.
J. Francisco Álvarez y Roberto R. Aramayo (Eds.).
—Valores e historia en la Europa del siglo xxi.
Txetxu Ausín y Roberto R. Aramayo (Eds.).
—Nihilismo y modernidad. Dialéctica de la antiilustración.
Vicente Serrano Marín. Prólogo de Jacobo Muñoz.
—Entre la lógica y el derecho. Paradojas y conflictos normativos.
Txetxu Ausín. Prólogo de Concha Roldán.
—La Constitución europea. Una visión desde la perspectiva del poder.
Santiago Petschen.

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