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AA - VV. Arte y Ciencia. Mundos Convergentes PDF
AA - VV. Arte y Ciencia. Mundos Convergentes PDF
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Sumario
Introducción,
Alfredo Marcos ........................................................................................................................................................... 7
1. Construyendo una persona: Una pista para la nueva unidad de las artes y las ciencias
Joseph Margolis . ......................................................................................................................................................... 25
2. La nueva disputa de las facultades
Sixto J. Castro ............................................................................................................................................................. 49
3. Ciencia y arte como unidad: la perspectiva histórica del bestiario medieval
Ricardo Piñero Moral ........................................................................................................................................... 77
4. Cuatro visiones acerca de la relación entre ciencia y arte
Xavier de Donato Rodríguez . ......................................................................................................................... 99
5. Ciencia y poesía
José Sanmartín . .......................................................................................................................................................... 131
6. La Divina Intersección. Visiones del encuentro entre el arte y la física
Alberto Rojo .................................................................................................................................................................. 147
7. Ciencia y arte en la nomenclatura botánica
Fernando Calderón Quindós .......................................................................................................................... 167
8. Filosofía y poesía en Fernando Pessoa
Pablo Javier Pérez López . .................................................................................................................................. 185
Alfredo Marcos
—7—
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—9—
— 10 —
— 11 —
día grandes zonas de la producción artística y científica están mediadas por las
mismas herramientas informáticas.
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— 14 —
Dentro de esta arquitectura general del texto se inscriben los trece capítulos
que lo componen. En el primero, Joseph Margolis polemiza contra el movimiento
reduccionista vigente dentro de la filosofía analítica anglosajona. Nos habla
de la imposibilidad de reducir la persona a términos fisicalistas: no se puede
compartimentalizar la acción humana ni reducirla a simples movimientos, no
podemos reducir las pinturas a lienzos cubiertos de pintura o el habla al sonido
sin acabar con la existencia de las propias personas. Según el argumento de
Margolis, el reduccionismo no permite pensar correctamente la relación entre
las ciencias y las artes. «La razón es simplemente que, prima facie, las personas
humanas son los agentes ineliminables de todas las artes y las ciencias».
Sixto Castro presenta y aborda la nueva lucha entre las facultades. Si en los
tiempos de Kant esta expresión se refería a las facultades de teología, derecho
y medicina, hoy día son las de ciencias y artes (o letras) las que aparentemente
se enfrentan. Se remite a las raíces históricas, medievales y modernas, de dicha
escisión. Sostiene, asimismo, que la filosofía, y muy especialmente la teoría
del conocimiento, promete una vía de integración y mediación sin anulación
de las diferencias. Así, el autor nos descubre arte y ciencia como modos de
acceso y referencia a la realidad. «No hay ninguna razón “objetiva” que nos
obligue a establecer límites entre las distintas instancias del hacer humano. La
cultura (en la forma de ciencia o arte) está siempre encarnada en un momento
histórico. Y no hay más verdad en una que en otra. Simplemente hay verdad en
ambas y una verdad intersubjetivamente comunicable». Tanto las artes como
las ciencias nos hacen habitable el mundo, confieren sentido y lo transforman
en casa a través de la belleza. Ambas son actividades modalmente diferentes
pero enraizadas en una misma acción humana y en una misma ontología.
El texto de Ricardo Piñero nos transporta al mundo iconográfico de los
bestiarios medievales, en los cuales se encuentran entreverados, a veces
indistinguibles y siempre integrados, los aspectos estéticos —pintura son, al fin
y al cabo— y los aspectos zoológicos y naturalistas, pues el bestiario también
es ciencia de lo posible. El autor nos presenta su historia, sus características más
relevantes y los mejores ejemplares del género. La idea es que, a pesar de que las
— 15 —
1 Sobre la relación entre Kuhn y Gombrich, y en general sobre la influencia de la historia de la ciencia
en Kuhn, es importante: José Carlos Pinto de Oliveira, «Thomas Kuhn, la historia de la ciencia y la historia
del arte», en Sergio Menna (ed.), Estudios contemporáneos de Epistemología, Universitas, Córdoba (Argenti-
na), 2008, pp. 29-47.
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filosofía de la ciencia. Se trata de una tensión fructífera las más de las veces.
Podemos intuir la razón profunda de este hecho a través de los versos de
Keats, traducidos por Cortazar, con los que se cierra este capítulo: «La belleza
es verdad y la verdad belleza...».
Fernando Calderón descubre los aspectos estéticos de la nomenclatura
científica que se emplea en el campo de la taxonomía biológica. En primera
instancia podría incluso parecer que la nomenclatura científica constituye un
obstáculo para el disfrute de la belleza natural de los seres vivos, los cuales,
vistos a través de conceptos perderían la frescura de su encanto. «En el corazón
del hombre sensible, la azucena blanca será siempre un nombre más apreciado
que el inexpresivo Lilium candidum. La sensibilidad estética no desea quedar
frustrada en sus expectativas, de ahí que el nombre latino se perciba como
un impedimento». Y, sin embargo, la nomenclatura científica se convierte a
partir del siglo xviii en la puerta de entrada imprescindible a la botánica.
En este punto, una de las más importantes contribuciones de Linneo fue la
posibilidad de convertir la nomenclatura en un conocimiento a medio camino
entre la ciencia y el arte. Los nombres podrían conservar resonancias atávicas
y connotaciones evocativas, pero eso sí, «las especies que pasaban a integrar
un género, lo hacían solo después de que el botánico las hubiera sometido al
escrutinio de una paciente observación».
Sobre ciencia y poesía versa también el texto de Pablo Pérez. De modo muy
concreto se centra en la figura de Pessoa, cuya producción literaria conserva
en su mismo núcleo una profunda tensión entre lo científico y lo poético.
Los poetas que hablan a través de Pessoa trazan un viaje «desde la metafísica
científica hasta la metafísica artística o poética sin olvidar la raíz esencial de
ambas, el asombro y la búsqueda de orientación ante la realidad desnuda».
Al cabo del viaje, la ciencia deja de ser necesaria para obtener la verdad, ya
que lo verdadero está en la misma apariencia del mundo, es el misterio del
mundo. «El pensador poético opta por reinventar desde un lenguaje artístico
que se desvincula del científico consciente de que el lenguaje y el conocer son
la primera metáfora, la primera ilusión, al sugerir recreando y re-creyendo».
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Joseph Margolis
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podemos decir que el hecho de que un agente levante su brazo cause (en el modo
externalista) que su brazo se levante, porque, por supuesto, el movimiento corporal,
el levantar el brazo, no es más que el suceso material por el cual se realiza, de
manera inseparable, la acción que lo posibilita. La «proferencia» de la acción y
la acción «proferida» nunca se distinguen más que internamente en una acción
que tenga éxito: nunca son distintas más que en teoría, nunca son conjuntamente
separables de la manera exigida por el modelo externalista de la causalidad. Y
los movimientos del brazo implicados, que ordinariamente serían identificados
y explicados con arreglo al modo externalista, no son más que las «partes»
funcionantes (subfuncionalmente factoriadas, lógicamente dependientes) de la
acción molar en cuestión. Por ello, ellas mismas no son en absoluto acciones en
un sentido pertinente. Según el modelo reduccionista, la pretendida acción, en
última instancia, no debería ser más que un conjunto seleccionado de movimientos
de la clase que se acaba de reconocer, que, efectivamente, eliminaría la agencia
en favor de alguna conexión causal externalista semejante a la humeana (sin
referencia a agentes o personas); y en el modelo de la agencia, lo que podría de
otro modo redimir la tesis reduccionista, sería ahora incorporado, subsumido sin
deformación, solo como movimientos corporales externamente relacionados, que
responden a las subfunciones factoriadas del proceso molar original de la acción,
sin referencia al cual su relevancia causal permanecería sin especificar1.
1 Cuando leí el primer libro de Daniel Dennett, Content and Consciousness, constaté que Dennett sos-
tenía (sin demostración) que los llamados análisis arriba-abajo (top down) y abajo-arriba (bottom up) de
lo mental eran equivalentes (salva veritate) y, si era así, entonces eran funcionalmente sinónimos (aunque
no frase a frase). Esto significaba que, según Dennett, si el reduccionismo era válido (bottom up), enton-
ces, independientemente de cómo analizásemos la mente de arriba abajo (top down) (factorialmente, en
términos teóricos populares), las personas podían eliminarse. De hecho, discutí esto personalmente con
él y estuvo de acuerdo en que no había expuesto sus razones para ello, así que «eliminó» su conclusión.
El argumento que yo daba era que de arriba-abajo (top down), un análisis «funcional» o «factorial» de
lo mental, tenía que ser irreductiblemente «relacional», de modo que el análisis «subfuncional» (o en
términos de Dennett, «homuncular») de lo mental no podía ser sólido excepto como un análisis re-
lacional de un análisis «funcional» más inclusivo (en última instancia, «molar») de lo mental (cons-
truido holísticamente); mientras que un análisis de abajo-arriba (bottom up) (reductivo) interpretaba los
«elementos» propuestos como discretos (o «atómicos»). Dennett habría tenido que mostrar (lo que
no hizo y no creo que nadie pueda) que un análisis «composicional» de la mente (bottom up) produci-
— 26 —
ría los mismos resultados que produciría un análisis funcional o factorial (top down). Pero si un análisis
homuncular (o subfuncional) de una función de la mente es un análisis de una subfunción de una función,
entonces, el admitir homúnculos afianza el funcionamiento molar (u holista) de la mente. Dennett nunca ha
resuelto el problema y creo que nadie tiene idea de cómo hacerlo; más o menos, lo que esto demuestra es
que la neurociencia no puede ser presentada reductivamente: no tiene sentido, a menos que se una con la
aportación «top down» de la «psicología popular» o nuestra manera normal de hablar de la mente. Esto
vale independientemente de nuestra teoría de la mente.
2 Véase Arthur C. Danto (1964), «The Artworld», en Journal of Philosophy, IXI; y Transfiguration of
the Commonplace (Cambridge: Harvard University Press, 1981). Para percibir los esfuerzos extremada-
mente intrincados de Roderick Chisholm para identificar la «contribución causal» de una persona o
agente humano para hacer que algo ocurra, véase Roderick M. Chisholm, «On the Logic of Intentional
Action», en Robert Binkley et al. (eds.) (1971), Agent, Action and Reason (Toronto: University of Toronto
Press), junto a los comentarios de Bruce Aune y la respuesta de Chisholm. Chisholm puede perfectamente
haber tenido en mente en algún nivel de reflexión la cuestión de Wittgenstein. El ensayo es claramente una
«work in progress». Una encarnación anterior de su opinión aparece en «Freedom and Action», en Keith
Lehrer (ed.) (1966), Freedom and Determinism (New York: Random House). No suscribo la opinión de
Chisholm, pero le menciono como uno de los principales proponentes de la «causación del agente». Mi
tesis personal es que la agencia es un modelo causal, sui géneris, aplicado a las personas humanas, pero
que las personas no son las causas de sus propias acciones (o proferencias): sus propias acciones no son
normalmente las causas de sus acciones posteriores; pero sus acciones son las causas tanto de los sucesos
culturalmente significativos (o culturalmente «penetrados») como de los efectos meramente físicos; y las
causas físicas externalistas que son «partes» factoriales de sus acciones son también las causas de efectos
físicos ulteriores. Normalmente, proporcionamos razones (no causas) para suponer que una persona, de
hecho, ha «proferido» una acción causal potente. Esta es una cuestión interpretativa, no causal. Por con-
siguiente, la explicación de la historia, la producción artística y la vida práctica es al mismo tiempo tanto
causal como interpretativa, lo que sugiere la necesidad de reconocer la pertinencia de una ciencia interpre-
tativa.
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hecho de que Danto diese aquí un giro erróneo, según la moda, no es más que
una complicación menor: la lección mayor está en las analogías estructurales
descubiertas. Hasta donde yo sé, Danto nunca explica la diferencia entre
naturaleza y cultura.
Se cae entonces en la cuenta de que la extraordinaria cuestión de
Wittgenstein vuelve instantáneamente vulnerable toda la estructura de la
explicación científica de un modo totalmente nuevo: ya no estamos seguros
de qué significa la causalidad en el mundo físico o si se aplica de la manera
habitual a la agencia humana; carecemos de claridad acerca de cómo señalar
la diferencia entre los mundos «natural» y «humano», y comenzamos a
preguntarnos qué distingue la ciencia de la no-ciencia y qué hay que entender
por la idea misma de explicación causal. Ciertamente, no hay perspectiva de
llegar a priori a una imagen excepcionalmente convincente del «método de la
ciencia»: podría, entonces, considerarse que Hume y Kant estaban gravemente
equivocados en sus mayores empresas. No en vano fueron ellos quienes
dieron las razones más fuertes posibles para empobrecer nuestra concepción
del yo, y su influencia a este respecto es probable que haya jugado un papel
considerable en estimular, en el siglo xx, el regreso de un sesgo analítico contra
el enriquecimiento de esa concepción. La metodología de las ciencias estaría,
entonces, muy profundamente abierta a la discusión: la idea de la unidad de
las ciencias podría seguir tan firme como siempre, pero ahora ya no sobre la
base de un modelo popular que favoreciese el reduccionismo o un modelo
causal externalista o la primacía del lenguaje extensionalista de la descripción
y la explicación causal o, de hecho, la irreemplazabilidad del modelo de leyes
cobertoras (covering law model) de la explicación.
Podría añadir que Danto tomó la dirección incorrecta, no al modo de
Hume y Kant, que empobrecen nuestra concepción de la identidad funcional
de las personas, sino compartimentalizando (me temo) el análisis de la agencia
humana y la propuesta reducción de las acciones a movimientos corporales: a
fortiori, la reducción de las pinturas a lienzos pintados y del habla al sonido
emitido, en la medida en que está implicada la identidad numérica. Si se
— 28 —
permite que estas analogías apunten al análisis correcto del nexo conceptual
entre cultura y naturaleza (al que juzgo que Wittgenstein había estado
aludiendo), entonces, la pretendida reducción de los hechos históricos a meros
movimientos corporales (por la retórica de la redescripción externa aplicada a
los movimientos corporales que queremos tratar como acciones) pondría en
riesgo, de modo ineludible, la coherencia de cualquier teoría de las personas o
de las ciencias humanas. He ahí la amenazada reductio3 .
No podemos manejar mediante estrategias meramente de compromiso
la reducción de la acción a movimiento corporal, o de las pinturas a lienzos
cubiertos de pintura, o del habla al sonido, y esperar mantener libre del riesgo
reductivo nuestra explicación de la existencia sólida de personas o yoes (nosotros
mismos, por supuesto). Todos estos fragmentos de análisis deben formar juntos
un conjunto coherente. De modo semejante, no podemos insistir en la unidad
de la ciencia que se extiende sobre las ciencias humanas, del mismo modo
en que se dice que la doctrina se aplica a las ciencias naturales, como hacen
los positivistas, si la teoría requiere (como obviamente requiere) un modelo
externalista de causalidad que no podría aplicarse a la agencia humana, a menos
que la agencia de las personas humanas fuese ella misma reducible —pero no de
otro modo—. Estos nexos conceptuales entrelazados son demasiado complejos
para ser tratados a la ligera. La cuestión de Wittgenstein no puede responderse
fácilmente.
De hecho, el estatus realista de las personas humanas es casi irresistible,
incluso donde se combate con estrategias habilidosas; pues el reduccionismo,
en su sentido más estricto, no exige realmente la eliminación de las personas, o
incluso el rechazo de toda forma de dualismo; porque ningún reduccionismo
auténtico ha logrado nunca un grado de dominio suficiente para tentarnos
en la dirección del eliminativismo; pues, tanto por razones técnicas como
prácticas, la pura colección de datos, nuestra confianza incuestionada en las
fuentes de la experiencia, la propuesta y examen de las hipótesis explicativas,
3 Este es el resultado efectivo de la obra de Danto The Transfiguration of the Commonplace, capítulo 1.
— 29 —
4 Véase P. F. Strawson (1959), Individuals: A Descriptive Metaphysics, London: Methuen, pp. 95-103;
hay una nota instructiva sobre Wittgenstein en la p. 95, n1.
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II
Permítaseme afirmar esto de una forma más enérgica, dado que el problema
que Kim considera es omnipresente respecto a las cosas culturales, a la
«penetración» cultural de la mente y la acción (como por medio del lenguaje
y lo que el lenguaje comunica en la forma de teoría, interpretación y cosas
semejantes): el problema no puede limitarse a la biología de la mente. No creo
que Kim, quien puede ser perfectamente el reduccionista más hábil e inflexible
del movimiento analítico angloamericano, ofrezca siquiera una explicación
reduccionista del pensamiento «lenguajizado» o el habla. Y sin éxito aquí,
naturalmente, el reduccionismo se iría al garete.
Aparte de eso, Kim está comprometido, a lo largo de sus más recientes
discusiones, con la siguiente tesis, que él llama «reduccionismo físico condicional,
la tesis de que si las propiedades mentales son causalmente eficaces, deben ser
físicamente reducibles». Ahora bien, se pretende que esta doctrina proporcione
una respuesta a los problemas de «la causación mental y la conciencia» que,
efectivamente, interpreta estas cuestiones de un modo particularmente
restringido:
— 31 —
5 Jaegwon Kim (2005), Physicalism, or Something Near Enough, Princeton: Princeton University Press,
pp. 5 y 13.
— 32 —
6 Véase, para un reconocimiento firme de que la propagación de la cultura no puede ser explicada
en términos de la evolución darwinista, Richard Dawkins (2000), El gen egoísta, Barcelona: Salvat; véase
también Mario Bunge (1977), «Emergence and the Mind», en Neuroscience, XI, para un esbozo de un
emergentismo que no es capaz de considerar formas viables de emergencia que, como la evolución del
mundo cultural, son relativamente independientes de la organización de los sistemas físicos y biológicos
sobre los que, no obstante, se construyen.
— 33 —
Pero esto no puede ser verdad o siquiera relevante si no hay leyes psicofísicas
o leyes reduccionistas por las que validar la última cláusula de la formulación de
Kim. Mas no hay leyes que vinculen lo cultural y lo físico, o los poderes mentales
que están culturalmente penetrados —porque, al introducir sucesos culturales,
ya hacemos previsiones para esos sucesos físicos subfuncionales por los cuales
lo cultural se realiza como estaba previsto—. De hecho, de modo bastante
independiente, no hay ningún argumento conocido para demostrar que hay
leyes causales necesarias o sin excepciones en absoluto, o que el compromiso
con las leyes sin excepción no pueda ser abandonado sin pérdida 8.
Admitir el argumento mayor contra el reduccionismo obliga a sus abogados
y aliados a armar una campaña mejor de la que hasta entonces han procurado.
Strawson mismo no puede ser un guía eficaz, posiblemente porque no ha
distinguido (en Individuals) entre su propia (pretendida) teoría de las personas
y un dualismo insatisfactorio, o (por ejemplo) un supuesto hermeneuta como
7 Jaegwon Kim (2000), Mind in a Physical World: An Essay on the Mind-Body Problem and Mental
Causation, Cambridge: MIT Press, p. 9. Está bastante claro que Kim considera que «superveniencia» y
«emergencia» son casi equivalentes. Existen tales usos, pero no está claro, en lo más mínimo, por qué
Kim no considera en conjunto los emergentismos que renuncian al dualismo y la doctrina inflexible de
que debe haber leyes de cobertura sin excepciones para todas las secuencias causales. Véase, por ejem-
plo, Jaegwon Kim (1993), Supervenience and Mind: Selected Philosophical Essays, Cambridge: Cambridge
University Press, pp. 134-135. Véase también, Lloyd Morgan (1923), Emergent Evolution, London: Wil-
liams and Newgate, citado por Kim al preparar aquí su argumento. Los textos de Physicalism y Mind
no van más lejos. El modesto hallazgo de Kim en todo esto conduce a lo siguiente: «me parece claro
que preservar lo mental como parte del mundo físico es mucho mejor que el epifenomenalismo o el
completo eliminativismo» (Physicalism, or Something Near Enough, p. 120). Sí, por supuesto, pero no
son esas las opciones importantes.
8 Véase, por ejemplo, el argumento fuerte ofrecido en Nancy Cartwright (1983), How the Laws of
Physics Lie, Oxford: Clarendon.
— 34 —
9 Sobre las dificulatdes de Strawson , véase Bernard Williams (1973), Problems of the Self, Cambridge:
Cambridge University Press. Véase también Charles Taylor (1985), Philosophical Papers, 2 vols. Cam-
bridge: Cambridge University Press.
— 35 —
III
10 Véase Wilfrid Sellars (1963), «Philosophy and the Scientific Image of Man» y «The Language of
Theories», en Science, Perception and Reality, London: Routledge and Kegan Paul.
11 Véase Derek Parfit (1971), «Personal Identity», en Philosophical Review, LXXX; y (1984), Reasons
and Persons, Oxford: Clarendon.
— 36 —
12 Véase Daniel C. Dennett (1969), Content and Consciousness, London: Routledge and Kegan Paul;
y (1991), Consciousness Explained, Boston: Little Brown; y Paul M. Churchland (1990), A Neurocomputa-
tional Perspective: The Nature of Mind and the Structure of Science, Cambridge: MIT Press.
— 37 —
13 Véase Dennett, Consciousness Explained, capítulos 9, 13, 14. Compárese Bernard J. Baars (1988), A
Cognitive Theory of Consciousness, Cambridge: Cambridge University Press.
— 38 —
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A este respecto, encuentro que las fuentes más importantes y más ingeniosas
de la recuperación filosófica de lo humano son las siguientes dos contribuciones
del siglo xix: a saber, la noción de Hegel de la historicidad y la teoría de la
evolución de Darwin. Sin detenerme a explicar por el momento los términos del
arte que prefiero aquí, permítaseme decir que Hegel proporciona la concepción
nueva más importante de lo que puede llamarse «Bildung interna», una noción
(aún prestada del alemán para explicar el griego) semejante a los temas de
Aristóteles de la educación sittlich, como en sus Éticas, Política, Poética y Retórica,
excepto por el hecho de que la Bildung debe construirse como una forma de
instrucción específicamente aculturada bajo la condición de la historicidad
—distinciones de las que Aristóteles era totalmente inconsciente, que emergen
de modo incipiente en el siglo xviii en Vico y Herder, y encuentran su primera
gran articulación conceptual en el extraordinario hallazgo de Hegel14.
La teoría de Hegel es una expresión de alta filosofía, pero no así la de Darwin.
Darwin proporciona los fundamentos empíricos esenciales para la elaboración de
lo que (por razones de facilidad) llamaré «Bildung externa», significando con ello
la evolución gradual de los modos de inteligencia y comunicación prehumanos y
protohumanos cercanos a lograr los rudimentos del verdadero lenguaje y las formas
de autorreferencia y autoidentidad, y otras habilidades sui generis que (consideramos
que) constituyen la primera aparición de aquellos artefactos culturales importantes
—esas criaturas híbridas con «segunda naturaleza»— que llamamos personas.
Por supuesto, afirmar todo esto es emitir un largo pagaré. Pero debo ofrecer una
14 Se encontrará una cierta comprensión no definitiva del mundo sui generis de la historia y la cultura
humana —en términos filosóficos— en John McDowell (1994 y 1996), Mind and World, Cambridge:
Harvard University Press. Véase también, Nicholas H. Smith (ed.) (2002), Reading McDowell: On Mind
and World, London: Routledge. McDowell trata de usar los recursos conceptuales de Aristóteles y Kant
para captar algo semejante a las nociones de Hegel y Gadamer de Bildung, pero el esfuerzo fracasa. Que el
esfuerzo se hizo tan tarde como al final del siglo xx por una de las jóvenes figuras más prometedoras de la
filosofía analítica angloamericana es, en cierto modo, una sorpresa. Creo que no se le puede dar sentido sin
conceder que la influencia de las economías conceptuales de Hume y Kant (respecto a la caracterización
del yo o el sujeto humano o la persona) son tan fuertes como lo fueron en el siglo xviii. Para un vistazo
del sentido de “Bildung” en Hegel véase su Phenomenology of Spirit, trans. A. V. Miller, Oxford: Oxford
University Press, 1977, Introducción.
— 40 —
15 Tomo el término de Marjorie Grene (1974), «People and Other Animals», en The Understanding
of Nature: Essays in the Philosophy of Biology, Dordrecht: O. Reidel.
— 41 —
generis de un ser híbrido que es «artefactual por naturaleza» (es decir, al volverse
«segunda naturaleza»). Si uno se toma entonces la libertad de caracterizar
la mente y la cultura como «materiales» —pretendiendo igualar lo natural
y lo material incontrovertidamente—, se da cuenta de que ha paralizado el
reduccionismo, el dualismo y el eliminitavismo de un golpe sin declarar aún
cuál es realmente la distinción del mundo humano.
Permítaseme decir esto de una forma más argumentada. Aristóteles, sugiero,
nunca necesitó invocar lo que llamo la «Bildung externa» porque, cualquiera
que fuese su tentación, nunca sobrepasó una lectura sittlich de lo normativo (si
se me permite la expresión), mientras que ya en la República, Platón persigue
el supuesto descubrimiento de las Formas últimas por las cuales se dice que se
gobiernan todas las cuestiones de la conducta correcta y la creencia correcta.
Por ello, Aristóteles construye un cuadro razonable de la vida buena y la
buena polis, en buena medida en términos de su cómoda atracción por la vida
ateniense; de modo semejante, un cuadro razonable de lo mejor de la tragedia
griega, de acuerdo con su preferencia por Sófocles. Por el contrario, Platón deja
claro que, en virtud de la fuerza del proyecto de Sócrates (en la República),
Homero y los poetas más admirados tendrán que exiliarse del estado ideal.
Si las Formas deben y pueden ser impugnadas, entonces, como la historia
deja claro, no podemos dejar de abordar la cuestión de la «Bildung externa»,
dado que la elección de normas supuestamente reales de bondad y verdad aún
se nos enfrenta si concedemos que la verdad y la bondad deben tener una
procedencia artefactual. Opino que eso es una opción radical a la que se nos
lleva inexorablemente.
IV
Una vez que se vislumbra la fuerza de este último reto, se empieza a ver la
extraordinaria paradoja producida por Hume y Kant al empobrecer (en sus
diferentes modos) la noción del «yo», la noción del sujeto y agente de todo lo
— 42 —
— 43 —
arbitrario—. Aunque sea difícil de creer, Kant parece no haberse dado cuenta
de que toda la estructura de la primera Crítica, y de modo preeminente la
función estratégica del sistema cerrado de las categorías y las intuiciones puras
del entendimiento, depende de los poderes cognitivos legítimos del «yo» en
vez de depender de la aparente suficiencia de nuestras conjeturas en el carácter
completo de su propuesta serie de categorías fundamentales. En cualquier caso,
no se puede aceptar lo uno sin lo otro.
Hablamos aquí de la mente filosófica más influyente de los últimos dos
siglos y medio. Kant, simplemente, resume todo lo que puede decir sobre
su sujeto trascendental (el «yo pienso») a partir de cualquier cosa que,
independientemente, pueda derivarse de su explicación de las diversas clases de
juicios que permite. Ahora bien, estos son elaborados solo dialécticamente —es
decir, a partir de una literatura argumentativa— y no a partir de un examen de
las competencias notables manifiestas en las prácticas reales de ninguna de las
artes o las ciencias16 . De hecho, «el libre juego de la imaginación» presentado en
la tercera Crítica ha llevado a figuras como Wilhelm Dilthey y Ernst Cassirer
a sopesar la posibilidad de que Kant pueda haber señalado la necesidad de
una explicación más amplia del «sistema» de las categorías de la que él ofrece
en la primera Crítica —para, precisamente, explicar la naturaleza histórica
del ser humano mismo (Dilthey), o la emergencia de las novedosas «formas
simbólicas» (Cassirer) que quizá no puedan ser explicadas sobre la base del
sistema original kantiano.
Me interesa aquí demostrar hasta qué punto es imposible justificar cualquier
explicación posible del trabajo reconocido de las ciencias y las artes sin una
teoría ramificada de la naturaleza del yo humano. He insistido en las teorías
del yo de Kant y Hume para recordarnos simplemente de qué empobrecida
imagen fue obligada a servirse la filosofía occidental al finales del siglo xviii (en
el mismo amanecer de la filosofía «moderna», anunciada por la gran revolución
16 Prosigo el tema —respecto a la filosofía del arte— en Aesthetics: An Unforgiving Introduction, Bel-
mont: Wadsworth, 2009.
— 44 —
— 45 —
18 Carl Hamburg, «Cassirer’s Conception of Philosophy», en Paul Arthur Schilpp (ed.) (1949),The
Philosophy of Ernst Cassirer, La Salle: Open Court, pp. 77 y 86.
— 46 —
— 47 —
Sixto J. Castro
1. La quiebra dieciochesca
En su célebre opúsculo sobre la disputa de las facultades, Kant debate sobre
la relación que las tres facultades superiores de la universidad (teología, derecho
y medicina) mantienen entre sí, y defiende, sobre todo, cómo la filosofía tiene
que actuar de elemento de control. La razón es que aquellas están, en cierto
modo, subordinadas al poder, mientras que la filosofía se limita a ser racional
y aspira estrictamente a la verdad.
Contemporáneamente, si bien por razones distintas, nos encontramos con
una división que parece perfectamente establecida, y que distingue entre ciencias
y artes (o letras), cada una con su método, sus objetivos, sus características
propias, de tal modo que ciertas actividades humanas se podrían encajar sin
duda alguna en una de esas casillas, mientras que otras no cabrían en ninguna
de las dos… Y además, ambas están tajantemente separadas: lo científico no
es reducible a lo artístico ni a la inversa. Y aquí es donde la filosofía, como
disciplina del diálogo, conversacional, tal como la entiende Rorty, puede
contribuir a esta aclaración. Y ello, quizá, debido a la característica propia de la
filosofía, que es permitirse el lujo de mirar con una cierta ironía sus resultados,
ya que «los filósofos son filósofos no porque tengan metas comunes (no las
tienen) ni métodos comunes (no los tienen) ni estén de acuerdo en discutir
un conjunto común de problemas (no lo están) o estén dotados de facultades
comunes (no lo están), sino simple y solamente porque toman parte en una
— 49 —
1 Richard Rorty (2009), «The philosopher as expert», en Philosophy and the Mirror of Nature, Prince-
ton and Oxford: Princeton University Press, p. 411.
2 Tomás de Aquino, Summa Theol, I-II, q. 21, a. 2, ad. 2.
3 Ibíd., qq. 84-88.
— 50 —
4 Richard Rorty (2009), Philosophy and the Mirror of Nature, Princeton and Oxford: Princeton Uni-
versity Press, p. 45.
— 51 —
— 52 —
5 David Hume (2008), «El estoico», en Ensayos morales y literarios, Madrid: Tecnos, p. 183.
6 Ídem, p. 206.
— 53 —
7 Las críticas de Joseph Margolis a Kant son dignas de mención: «Kant es la figura de Jano del mun-
do eurocéntrico. Es el último guardián de la sabiduría prekantiana más antigua, que se atreve a recobrar
reinventándola: el impulso de la invariancia, la universalidad, la necesidad sustantiva, el cierre conceptual
sistemático del mundo, la coherente orquestación de las facultades constitutivas separadas del conoci-
miento y el juicio, la primacía de la razón, la más profunda sospecha de lo contingente y lo accidental en
la historia humana, la fijeza y claridad de todas las categorías y predicados del análisis que determinan la
verdad, la ciencia de la ciencia, la objetividad de lo subjetivo, la disyunción y la unificación de lo teórico y
lo práctico. Todo esto se ha probado completamente retrógrado, una vez que hemos descubierto la evi-
tación instintiva de Kant de la historicidad y del flujo generativo de la vida cultural: el lecho de roca […]
de la condición humana misma». Joseph Margolis (2009), The arts and the definition of the human, Toward
a Philosophical Anthropology, Stanford: Stanford University Press, p. 154. Y respecto a la estética, Margolis
no puede ser más taxativo: «La contribución de Kant a la estética es, así de simple, un desastre y hay que
eliminarla por completo». Joseph Margolis (2009), On Aesthetics. An Unforgiving Introduction, Belmont,
CA.: Wadsworth, p. 14.
— 54 —
— 55 —
solo la misma fuente (lo que es difícil que pueda negar ninguna perspectiva
filosófica) sino que están perfectamente adaptados uno a otro, como nos enseña
la experiencia estética. Hume (como había hecho en otros términos Platón y
hará, también de modo diferente, Kant) señalará de nuevo esta relación entre
arte y naturaleza: sin inspiración (influencia de la naturaleza) o «entusiasmo
natural» el arte no puede lograr nada que merezca la pena11. En este sentido, la
interrelación entre el arte y la naturaleza es la clave de toda creación artística,
que anula las fronteras establecidas por Descartes entre la res cogitans y la res
extensa, y que, no obstante, por razones elementales en el sistema cartesiano,
permanecen perfectamente incomunicadas. De ahí que el cartesianismo fuese
(y sea) totalmente ciego para la experiencia estética, que no es más que el
territorio de todo lo opuesto a lo claro y distinto.
11 David Hume (2008), «El epicúreo», en Ensayos morales y literarios, Madrid: Tecnos,
pp. 171-172.
12 Richard Rorty (2009), Philosophy and the Mirror of Nature, Princeton and Oxford: Princeton Uni-
versity Press, p. 356.
— 56 —
«Sin duda, algunos artistas han explorado el espacio por sí mismo, pero me
parece que el intento original de la investigación del espacio fue proporcionar
un lugar para que la gente interactuase entre sí y eso es lo que da lugar a la
13 Douglas R. Hofstadter (2007), Gödel, Escher, Bach: un eterno y grácil bucle, Barcelona: Tusquets.
— 57 —
preocupación artística por el espacio. Hasta el punto de que los artistas han
olvidado ese intento original podemos tener una razón para decir que han
perdido el rumbo. Imaginemos un futuro en el que hay gente que cultiva la
habilidad de golpear un balón para meterlo en la meta; son muy buenos en
ello y pueden meter la pelota en la red desde todas las distancias y todos los
ángulos y contra cualquier número de obstáculos, pero han perdido de vista
el hecho de que esta habilidad se cultivó una vez como parte de un juego
y que era el juego el que daba sentido y razón a la habilidad. La práctica
en la que tal habilidad figuraba ha desaparecido, los postes y la red ya no
constituyen una meta y uno lanza la pelota entre los palos ‘porque sí’»14.
14 Benjamin Tilghman (2006), Reflection on Aesthetic Judgment and Other Essays, Ashgate: Aldershot, p.
59.
15 Roger Scruton (2009), Beauty, Oxford: Oxford University Press, p. 168.
— 58 —
16 Bernard Harrison, «Aharon Appelfeld and the problem of Holocaust Fiction», en J. Gibson, W.
Huemer and L. Pocci (eds.) (2007), A sense of the world. Essays on fiction, narrative and knowledge, New York
& London: Routledge, pp. 72-74.
— 59 —
— 60 —
17 Alex Burri, «Art and the view from nowhere», en J. Gibson, W. Huemer and L. Pocci (eds.) (2007),
A sense of the world. Essays on fiction, narrative and knowledge, New York & London: Routledge, pp. 72-74 y p.
316.
18 Joseph Margolis (2009), The arts and the definition of the human, Toward a Philosophical Anthropology,
Stanford: Stanford University Press, p. 84.
19 Ídem, p. 44.
— 61 —
— 62 —
24 Ibídem, p. 38.
25 Joseph Margolis (2009), The arts and the definition of the human, Toward a Philosophical Anthropology,
Stanford: Stanford University Press, p. 159.
26 Joseph Margolis (2009), On Aesthetics. An Unforgiving Introduction, Belmont, CA.: Wadsworth, p.
55.
— 63 —
27 Ídem, p. 78.
— 64 —
28 John Gibson (2003), «Between Truth and Triviality», en British Journal of Aesthetics, 43, pp. 235-236.
29 Wolfgang Huemer, «Why read literature?», en J. Gibson, W. Huemer and L. Pocci (eds.) (2007),
A sense of the world. Essays on ficion, narrative and knowledge, New York & London: Routledge, pp. 242-243.
30 Frank B. Farrell, «The way light at the edge of a beach in autumn is learned: literature as learning»,
en J. Gibson, W. Huemer and L. Pocci (eds.) (2007), A sense of the world. Essays on fiction, narrative and
knowledge, New York & London: Routledge, p. 256.
— 65 —
«El verdadero poder de la música radica en el hecho de que puede ser ‘fiel’
a la vida de los sentimientos de un modo en que el lenguaje no puede
serlo, pues sus formas significantes poseen esa ambivalencia de contenido
que no pueden tener las palabras […]. La música es reveladora allí donde
las palabras son oscuras, porque puede tener no solo un contenido, sino
un juego transitorio de contenidos. Puede articular sentimientos sin
atarse a ellos […]. La atribución de significados es un juego cambiante,
caleidoscópico, probablemente debajo del umbral de la conciencia y sin
duda fuera de los límites del pensamiento discursivo. La imaginación que
responde a la música es personal, asociativa y lógica, teñida de afecto,
de ritmo corporal y de ensueño, pero comprometida con un caudal de
formulaciones para su caudal de conocimiento no verbal, o sea todo su
conocimiento de la experiencia emocional y orgánica, del impulso vital,
el equilibrio, el conflicto, los modos de vivir y morir y sentir. Dado que
ninguna atribución de significado es convencional, ninguna es permanente
— 66 —
más allá del sonido que pasa; pero la breve asociación fue un destello de
comprensión. Su efecto perdurable es, como el primer efecto del habla sobre
el desarrollo de la mente, el de hacer que las cosas resulten creíbles, más que
el de acumular proposiciones»31.
31 Susanne K. Langer (1971), Philosophy in a New Key, Cambridge, Mass., London: Harvard Univer-
sity Press, pp. 206-207.
32 Franz Koppe (1983), Grundbegriffe der Ästhetik, Frankfurt am Main: Suhrkamp.
— 67 —
— 68 —
Desde el Timeo de Platón se nos recuerda que los objetos matemáticos son
bellos. Buena parte de los científicos, desde la revolución científica en adelante,
han buscado incesantemente la armonía, la elegancia y, en fin, la belleza, en
sus ecuaciones. Célebre es el dicho de G. H. Hardy, para quien «los patrones
del matemático, como los del pintor o los del poeta, deben ser bellos; las ideas,
como los colores o las palabras, deben encajar de un modo armonioso. La
belleza es la primera prueba: no hay un lugar permanente en el mundo para
las matemáticas feas»38. De modo semejante se manifiestan Henri Poincaré y
Bertrand Russell. Muchos otros, como P. Davies y R. Hersh afirman que las
consideraciones estéticas son algo fundamental en el trabajo matemático 39. En
caso de duda, la belleza puede ayudar a decidir sobre la importancia de un cierto
resultado (Poincaré 40), pues es posible defender la objetividad de la belleza, tal
como hace Gian Carlo Rota 41, que rechaza la visión subjetiva de la belleza al
mencionar la capacidad de los matemáticos para ponerse sustancialmente de
acuerdo en lo que se consideran matemáticas bellas. En el hacer matemático
vemos que lo estético también se muestra de modo significativo en el proceso de
investigación, previo a las evaluaciones finales, cuando el matemático selecciona,
explora y da vueltas a un problema 42 . Asimismo, los matemáticos describen el
placer que sienten en los momentos de descubrimiento, cuando siguen una
línea de investigación o cuando llegan a nuevas comprensiones matemáticas,
lo cual atestigua la cualidad estética de sus experiencias matemáticas. Así, por
ejemplo, Arrow afirma que «la matemática es ciertamente una fuente de placer
— 69 —
43 K. J. Arrow, «I Know a Hawk from a Handsaw», en M. Szenberg (ed.) (1992), Eminent Economists,
Cambridge: Cambridge University Press, p. 49.
44 �������������������������������������������������������������������������������������������������
Teoremas y pruebas reconocidos como bellos en las ciencias naturales pueden verse en J. W. McAl-
lister (1996), Beauty and Revolution in Science, Ithaca: Cornell University Press; y en S. Chandrasekhar
(1987), Truth and Beauty: Aesthetics and Motivations in Science, Chicago: Chicago University Press, pp. 59-
73.
45 Citado por S. Chandrasekhar, 1987, p. 59.
— 70 —
46 Ídem.
47 J. W. McAllister (1996), Beauty and Revolution in Science, Ithaca: Cornell University Press, p 16.
— 71 —
— 72 —
Esta idea de establecer las continuidades más bien que las divisiones es
subrayada por el pragmatismo. La corriente pragmatista en estética, arraigada
en diversos autores, pero de modo especial en la obra de John Dewey El
arte como experiencia, se caracteriza por el naturalismo (el arte se arraiga en
el mundo natural) y se opone al carácter totalmente desinteresado del arte,
en cuanto que el arte sirve a la vida. Eso lleva a algunos pragmatistas, como
Emerson, a celebrar el arte sobre la ciencia, como la cumbre de la experiencia
humana. Dewey, que aprecia enormemente la ciencia, considera que el arte
es la culminación de la naturaleza. En su opinión, la cualidad que corre por
todas partes en la obra de arte solo puede ser intuida emocionalmente. Los
diferentes elementos y las cualidades específicas de una obra de arte se mezclan
y funden de una manera que no puede ser imitada por las cosas físicas. Esta
fusión es la presencia sentida de la misma unidad cualitativa en todas ellas52 .
Y, por ejemplo, mientras que la ciencia toma el espacio y el tiempo cualitativos
y los reduce a relaciones que entran en ecuaciones, el arte les hace abundar en
su propio sentido, como valores significativos de la sustancia misma de todas
las cosas53. Por eso Dewey puede afirmar que la ciencia enuncia significados,
mientras que el arte los expresa. Y la enunciación conduce a una experiencia,
mas la expresión de una experiencia lo es ya54. Por eso, el pragmatismo establece
más continuidades que dicotomías, especialmente la continuidad de arte y
ciencia, dado que ambas disciplinas son creativas, simbólicas, expresiones bien
formadas que emergen de la experiencia vital y la reestructuran y que exigen
inteligencia, habilidad, conocimiento, además de entrenamiento para mejorar
la experiencia. El pragmatismo es crítico con los dualismos que dominan
la teoría estética (arte/vida, arte/naturaleza, bellas artes/artes prácticas, arte
popular/arte culto, arte espacial/arte temporal, estético/práctico, artistas/
artesanos, etcétera). Emerson critica la compartimentalización institucional
de la vida humana que produce monstruos fragmentarios en vez de personas
52 Cf. John Dewey (2008), El arte como experiencia, Barcelona: Paidós, p. 217.
53 Cf. Ídem, p. 233.
54 Cf. Ibídem, pp. 95-96.
— 73 —
completas. Tanto Emerson como Dewey explican el arte tanto por medio de
la historia cultural como por medio de la naturaleza, mostrando que no solo
el contenido, sino también el mismo concepto de arte, se han alterado con el
cambio histórico. Por eso los pragmatistas son melioristas, es decir, no solo
tratan de entender la realidad, sino de mejorarla, de ahí que el objetivo primero
de la estética no debería ser la definición formal del arte y la belleza, sino más
bien una experiencia estética mejorada (lo que la vincula, de nuevo, con los
objetivos de la ciencia, al menos en teoría).
Nelson Goodman desarrolla la idea de Dewey de la continuidad entre
ciencia y arte. Rechazada la idea de «objetos estéticos autónomos», que se
valoran solo por el placer de su forma, Goodman une arte y ciencia por su
función cognitiva, de manera que la estética y la filosofía de la ciencia han de
concebirse como parte de la metafísica y la epistemología. El valor estético
queda subsumido bajo la excelencia cognitiva. Como Dewey (y Beardsley),
Goodman subraya que lo que importa no es tanto qué es el objeto artístico
material, sino cómo funciona en la experiencia dinámica, de ahí que cambie la
pregunta de qué es el arte por la pregunta cuándo hay arte.
También Gombrich plantea una cuestión semejante cuando habla del papel
de la tradición y la convención, de la posibilidad de una observación «pura»,
que son cuestiones tanto del ámbito artístico como del científico. Inspirado
en la pregunta de Constable («¿Por qué no puede la pintura de un paisaje ser
considerada como una rama de la filosofía natural, de la que las pinturas no
son sino experimentos?»), Gombrich considera este paralelismo. De hecho, cree
que es La lógica del descubrimiento científico, de Popper, la que nos proporciona
la clave para entender también los descubrimientos artísticos. Para Popper,
las teorías científicas no surgen de la observación por sí sola y la inducción,
dado que, salvo en el trasfondo proporcionado por alguna hipótesis, no se
tendría idea de qué observaciones son relevantes o qué podrían mostrar. La
ciencia, más bien, procede por el célebre proceso de «conjetura y refutación»,
en el que los científicos crean hipótesis que indican datos observables que, si
se dan, servirían para falsar la hipótesis. Por ello, la ciencia es histórica, ya
— 74 —
— 75 —
57 Roger Scruton (1983), The Aesthetic Understanding, Manchester: Carcanet Press, capítulo 7.
— 76 —
— 77 —
No cabe duda que las vías de acceso para recuperar, desde una perspectiva
filosófica, esos aspectos de la condición humana pueden ser varias: la ética, la
psicología, la religión... La que nos proponemos recorrer en esta ocasión es, por
naturaleza, un híbrido, algo que revela la condición multiforme de lo humano.
Un híbrido entre filosofía y teología, entre pensamiento racional y creencia,
entre arte y convicción, entre experiencia sensible y experiencia inteligible,
entre sensación y concepto: el bestiario medieval... Para ser más preciso, una
consideración estética del bestiario medieval, desde la que poder afrontar una
revisión de la condición humana a partir de lo que denominaré una experiencia
imaginaria.
En ocasiones, nuestro antropocentrismo suele ser tan petulante que nos
olvidamos, cuando no rechazamos, nuestra condición animal en tanto que
seres vivos2 . Nos resulta muy fácil admitir que somos una res cogitans y, sin
embargo, nos cuesta vernos insertados en un proceso de adaptación biológica.
Nos gusta pensar que los monos son los otros, sin caer en la cuenta de que
los monos, en realidad, son lo otro que somos... Sea por un prejuicio de corte
racionalista —nuestras habilidades cognitivas son tan extraordinarios que son
de otro mundo— o por un prejuicio cientificista —somos la criatura de la
creación—, el hecho es que en los bestiarios nunca figura el hombre en su
condición de animal, sino más bien como el ojo que contempla el universo de
las bestias, pero estando siempre fuera de él. Por eso no será inútil explorar otra
forma de mirar, de mirarnos...
Nuestro intento de caracterización de la experiencia humana como
experiencia imaginaria remite, en este contexto, no a aquella que es inventada,
irreal, falsa o engañadora. Ni siquiera hace referencia a algo exclusivo, particular
o privado. «Experiencia» e «imaginación» son conceptos que poseen una
historia variada 3 y compleja, difícil de diseccionar. En muchos momentos de la
2 «Solo cuando haya una bío-logia será posible una consideración acerca del logos de o sobre los
cuerpos vivos», Gustavo Bueno (1996), El animal divino. Ensayo de una filosofía materialista de la religión,
Oviedo: Pentalfa, p. 28.
3 Cf. Wladislaw Tatarkiewicz (1987), Historia de seis ideas, Madrid: Tecnos, pp. 347-356.
— 78 —
historia filosófica, ambos términos han sido olvidados, relegados, tenidos por
peligrosos y, por ello, condenados; porque lo que sí parece cierto, en principio,
es que tanto experiencia como imaginación denotan dinamismo, interacción,
proceso4, riqueza expresiva, libertad... o al menos, un libre juego entre el sujeto
y la realidad, entre los datos del mundo y su configuración como experiencia,
entre los propios contenidos de la experiencia sensible y las elaboraciones
intelectuales que de ellos hace el sujeto.
Desde nuestra óptica imaginario5 no es lo falso o, al menos, no tiene por qué
serlo. Olvidamos que «imaginario» es el nombre que se le daba a un escultor
o a un pintor de imágenes... y de eso, en parte, tratamos: de imaginarios que
recrearon con su arte imágenes cuya fuerza significativa es tan potente que
sigue atrayendo nuestra mirada, conformando nuestra experiencia, en una
fusión de arte y pensamiento6 . Por otra parte, experiencia se dice de muchas
maneras, pero una de las definiciones más atinadas, más incluso que las
propuestas habitualmente por sesudos filósofos, es la de la Real Academia
Española cuando señala que «experiencia» es la enseñanza que se adquiere por
el uso, la práctica o el vivir.
Así pues, nos gustaría proponer, justamente, la unión de los sentidos
expresados por ambos conceptos, para así poder presentar un modo de imaginar
tal que, de suyo, posee capacidad de instruir, capacidad de generar conocimiento,
aún más, que está dotado de una fuerza capaz de desencadenar una experiencia
múltiple y compleja. Consideramos, por tanto, los bestiarios medievales7 como
elementos teórico-prácticos de la configuración de la experiencia en sentido
amplio, una experiencia global en la que se entrecruzan lo gnoseológico, lo
psicológico, lo religioso, lo moral y, por supuesto, lo estético...
4 Cf. José Jiménez (1986), Imágenes del hombre, Madrid: Tecnos, pp. 80-96.
5 Cf. Gilbert Durand (1971), La imaginación simbólica, Buenos Aires: Amorrortu.
6 Cf. Francis Donald Klingender (1971), Animals in Art and Thought to the End of the Middle Ages,
Cambridge: M. I. T. Press.
7 Cf. Florence McCulloch (1970), Medieval Latin and French Bestiaries, Chapel Hill: University of
North Carolina Press.
— 79 —
8 Cf. Julian Harris (1949), «The Role of the Lion in Chrétien de Troyes’ Yvain», en Publications of the
Modern Language Association, LXIV, p. 1143.
9 Cf. Peter Lum (1952), Fabulous Beasts, London: Thames and Hudson.
10 Cf. Nilda Guglielmi (2002), El Fisiólogo, Madrid: Eneida, introducción.
11 Cf. Edgar de Bruyne (1958), Estudios de estética medieval, Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos,
3 vols..
— 80 —
12 Cf. Angelo de Gubernatis (1968), Zoological mythology, Detroit: Singing Tree Press, 2 vols.
13 Cf. Joseph Epes Brown (1994), Animales del alma, Palma de Mallorca: Olañeta.
14 Cf. Pierre-Yves Badel (1969), Introduction à la vie littéraire du Moyen Âge, París: Bordas.
15 Mircea Eliade (1979), Imágenes y símbolos. Ensayos sobre el simbolismo mágico-religioso, Madrid:
Taurus.
— 81 —
— 82 —
de construir imágenes, desde el poder mismo que las imágenes tienen para
atraer, conmover, implicar, seducir, capturar, en definitiva, al individuo que las
contempla en unas redes invisibles —como en la actualidad las de Internet—...
Y todo ello se hace deleitando e instruyendo, casi inconscientemente, de manera
inmediata, intangible...
De la didáctica a la estética
Docere et delectare, dos objetivos, clásicos, tan medievales como griegos...
En los que unos y otros sitúan el nacimiento y la misión del arte, del arte
de su tiempo, y prácticamente de cualquier tiempo. Desde los bestiarios, la
experiencia imaginaria surge como fruto de un propósito didáctico y estético,
a medio camino entre lo meramente epistemológico y el deseo plástico del
deleite. Y este hecho tan moderno sucede en plena Edad Media16, o, para
ser más precisos, en este punto la Edad Media es heredera de determinadas
concepciones que tienen sus raíces más claras en la época helenística.
Si bien es cierto que el esplendor de los bestiarios puede situarse en torno
a los siglos xii y xiii —de esta época son los más ricamente decorados, los
más vistosos y también los más difundidos—, no se puede obviar el hecho
de que lo nuclear de los mismos había sido ya decidido, seleccionado, acotado
intelectualmente y hasta ejecutado plásticamente entre los siglos iii y v d. C.:
con el denominado Physiologus17, e incluso antes, con la Naturalis Historia de
Plinio del siglo i de nuestra era. En los libros de esta historia natural se repasa,
enciclopédicamente, todo el saber antiguo, en una mezcla variopinta y mestiza
de experiencias personales y de lecturas no siempre críticas. La etnografía, la
geografía del libro VI, la antropología del VII y, para lo que nos ocupa, la
zoología de los libros VIII al XI y la botánica del XII al XIX, sin desdeñar su
historia de la pintura del libro XXXV, se convirtieron en textos consultados
— 83 —
18 Cf. Francesco Zambon (1974), «Origine e sviluppo dei Bestiari», en Il Bestiario di Cambridge, Par-
ma: F. M. R.
19 Cf. Ambroise Paré (1971), Des Monstres et Prodiges, Genève: Droz.
— 84 —
podemos evitar hacer, al menos de las más significativas, una breve referencia.
Tomaremos un criterio cronológico, para que los indicios genéticos vayan
viendo paulatinamente la luz.
Sin duda, la primera obra que se ha de citar en esta genealogía es la ya
mencionada Naturalis Historia de Plinio (23-79 d. C.), de la que ya no
comentamos más de lo arriba dicho por razones de economía. En ella están los
materiales, la materia prima con la que hacer el bestiario, pero ella misma no
es un bestiario.
La siguiente en el tiempo, pero tal vez la más importante, es la conocida
como Physiologus, que situamos en torno a los siglos iii y v d. C. y que cuenta
con diferentes versiones lingüísticas en griego, en armenio, en siriaco, en latín...
«Pese a lo mucho que se ha investigado sobre el Physiologus no es bien conocido
si en su origen esta palabra designó a este tratado de zoología simbólica; en él se
hace referencia a una autoridad llamada el Naturalista o en griego el Physiologo,
que unos creyeron que sería Salomón y otros pensaron en Aristóteles, pero la
documentación más antigua no ha podido corroborar ni a uno ni a otro. En
su origen parece tratarse de una obra anónima ya que los manuscritos más
antiguos no mencionan autor, y se ha perdido la redacción griega más antigua;
algunos manuscritos griegos mencionan como autores a San Basilio, San
Gregorio Nacianceno, San Jerónimo, San Juan Crisóstomo»20 o San Epifanio.
Para algunos críticos, el Physiologus pudo escribirse en Alejandría en torno
al siglo ii d. C., otros piensan que pudo ser escrito en Siria, concretamente
en Cesarea Stratonis, alrededor del siglo iii. Lo que sí parece evidente es
que la traducción latina tuvo que ser anterior a los años 386-388, porque el
Hexaemeron de San Ambrosio lo sigue al pie de la letra en su forma de describir
la perdiz.
Hemos de apuntar la existencia de otra obra decisiva en la reconstrucción
de esta historia, y es la situada en el siglo vi, que lleva por título Liber
— 85 —
21 Edición bilingüe a cargo de J. Oroz Reta y M. A. Marcos Casquero (1982-1983), Madrid: Bibliote-
ca de Autores Cristianos, 2 vols.
— 86 —
— 87 —
El límite de lo humano
Tras esta serie de datos, necesariamente fatigosa, hemos de recuperar el
sentido de nuestra reflexión a propósito de la experiencia imaginaria. ¿Por qué
vamos a un bestiario? ¿Qué buscamos en él? ¿Qué puede ofrecernos? ¿Qué
propiedades esconde o muestra?
Algún autor ha establecido «tres fases en el estudio de las propiedades
atribuidas a los seres contenidos tanto en el Physiologus como en los bestiarios:
Los aspectos religiosos, morales, místicos o amorosos desde una clave alegórica
son el tópico23, y seguramente haya que recorrerlos todos ellos e incorporarlos
a todos, necesariamente, en un sistema de sentido. Por esta razón mi propuesta
es una concepción del Bestiario distinta, que asuma todo eso, en toda su
22 Santiago Sebastián (1971), op. cit., p. VIII, haciendo referencia al trabajo de Demetrio Gazdaru,
«Vestigios de bestiarios medievales en las literaturas hispánicas e iberoamericanas», en Romanistische Jahr-
buch, XXII, p. 260.
23 Cf. Émile Mâle (1922), L’art religieux de la fin du Moyen Âge en France, París: Librairie A. Colin.
— 88 —
24 Cf. Beryl Rowland (1973), Animals with Human Faces. A Guide to Animal Symbolism, Knoxville: Uni-
versity of Tennessne Press.
25 Cf. Gustavo Bueno, op. cit., p. 35 y ss.
26 Cf. Johan Huizinga (1944), El otoño de la Edad Media, Madrid: Alianza. En la actualidad hay otros
productos imaginarios que cumplen la función de configuración de la experiencia (los media, la red...).
27 Guy de Tervarent (1958), Attributs et symboles dans l’art profane, 1450-1600. Dictionaire d’un langage
— 89 —
— 90 —
32 Hay, a lo largo de la historia de las religiones, ritos, símbolos y representaciones en las que se lleva a
cabo una transformación del hombre en bestia. Por el contrario, en nuestra visión del Bestiario, es la bestia
la que deviene hombre.
33 Ignacio Malaxecheverría (1999), Bestiario medieval, Madrid: Siruela, p. 15.
34 Ricardo Piñero Moral (2005), Las bestias del infierno, Salamanca: Luso-Española de Ediciones,
p. 11.
— 91 —
lo que somos y lo que no somos, no nos enseña moralinas sin más, nos dice
dónde comienza y dónde termina lo humano... Tal vez eso también lo hace la
literatura didáctica, la poesía lírica, los cantares de gesta, las novelas, el teatro
o la música... Como puede colegirse, todo obras de arte, arte... El Bestiario
también lo es...
— 92 —
— 93 —
Para entender estos «informes naturales del pasado» hay que evitar la
interpretación de su contenido obviando el contexto científico, moral e
intelectual en el que se llevaron a cabo. Este es un error frecuente de las tendencias
defensoras del realismo científico que se plantean la historia de la humanidad
como un proceso progresivo lineal y aplican las verdades contemporáneas
a discursos concebidos desde una cosmovisión completamente diferente.
Además, el sistema espistemológico que propició la aparición de estos bestiarios
mantiene suficientes conexiones con nuestra forma de percibir el mundo como
para que nos sea posible comprender su funcionalidad y sus objetivos. Por ello,
no nos resulta difícil discernir entre lo que los autores medievales consideraban
fáctico (y en su caso, rebatir sus aseveraciones con argumentos científicos) y lo
que suponía la aplicación de una perspectiva que la visión de la modernidad
ya no considera pertinente para el discurso científico (las digresiones alegóricas
y/o morales, pongamos por caso).
T. S. Kuhn habla de pérdidas al referirse al camino emprendido por el
conocimiento científico en las sociedades modernas que, en su búsqueda de
rigurosidad y objetividad, ha decidido prescindir de los filtros morales y de la
ayuda de la imaginación como fuente fiable de información. En este sentido,
parece imprescindible que la ciencia busque un equilibrio entre el escepticismo
y la imaginación. El escepticismo es importante para vehicular un discurso
riguroso que nos aporte un conocimiento sólido del medio, pero la imaginación
proporciona el impulso necesario para adentrase en territorios inexplorados y
alcanzar nuevas metas.
Hay que tener en cuenta que la observación del mundo siempre ha estado y
estará mediatizada por un sistema de valores y un conjunto de premisas teóricas
y científicas. Es imposible el conocimiento puro y plenamente objetivo, ya que
el sistema de creencias y el «aparataje» científico y tecnológico que se utilice
nos devuelve inevitablemente una imagen especular del hecho que se observa.
En cualquier caso, el conocimiento científico contemporáneo debe exigir que
la observación y el análisis de la realidad se configuren a través de un medio
que contamine lo menos posible la mirada. La diferencia entre el «naturalista»
— 94 —
Referencias Bibliográficas
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— Barthes, R. (1999): Mitologías, Madrid: Siglo XXI Editores.
— 95 —
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traditionnelles et du monde antique, París: Flammarion, 2 vols.
— Brown, J. E. (1994): Animales del alma, Palma de Mallorca: Olañeta.
— Bruyne, E. (1958): Estudios de estética medieval, Madrid: Biblioteca de Autores
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— 97 —
1. Introducción
A veces se pretende insistir en que ciencia y arte son mundos separados.
Incluso modernamente, allí donde muchos han querido ver coincidencias,
algunos grandes artistas del siglo xx se apresuraron a manifestar los límites de
una precipitada comparación entre dos mundos después de todo tan diferentes.
Así, por ejemplo, preguntado por el valor que ha de conceder el artista a las
nuevas imágenes científicas del mundo, el pintor Paul Klee dijo que el artista
debe utilizar el conocimiento científico solo en el ejercicio de su libertad
intelectual, y el escultor constructivista Antoine Pevsner (fig. 1), preguntado
en una ocasión por el papel de las matemáticas en su trabajo, aclaró:
«Mi obra no tiene nada que ver con las matemáticas o la ciencia, aunque los
científicos insistan en que vamos en la misma dirección. Pero ellos buscan
calcular y encontrar leyes naturales, mientras que yo me baso únicamente
en el arte puro. Mis esculturas no usan figuras ni fórmulas, aunque los
científicos intenten encontrarlas en mis obras» (Pevsner, 1957, citado por
Haffner, 1969, p. 392)1.
Es contra esta vana presunción (por ambos lados) de que ciencia y arte nada
tienen que ver entre sí, que se dirigen las reflexiones siguientes. Es más, la idea de
1 La traducción es mía.
— 99 —
considerar el arte como una ciencia, de insistir en que justamente arte y ciencia,
lejos de constituir mundos separados, son dominios colindantes e incluso
coincidentes, es una idea clásica, que encontramos ya en el Renacimiento italiano
—por ejemplo, en Vasari y en Leonardo— y la reencontramos modernamente
en los pintores impresionistas y neo-impresionistas2 . El presente capítulo tiene
el modesto propósito de examinar algunas preguntas acerca de la relación entre
ciencia y arte de la mano de cuatro autores cuyas reflexiones pueden resultar
iluminadoras en el debate actual: Kuhn (1922-1996), Gombrich (1909-2001),
Panofsky (1892-1968) y Goodman (1906-1998).
2 El estudio sobre la ley de contraste simultáneo de los colores del químico e industrial Michel Eugè-
ne Chevreul (publicado en 1839), director del Museo de Historia Natural de París, influyó tanto sobre los
impresionistas y neo-impresionistas como lo pudieron hacer los experimentos de Delacroix con el color.
— 100 —
3 La traducción es mía.
— 101 —
— 102 —
Así, señala Kuhn, las pinturas, las esculturas… son las obras finales del
arte, mientras que las imágenes científicas que puedan acaso tener elementos
estéticos son productos secundarios de la actividad científica. Por otra parte,
la estética es un objetivo en sí de la actividad artística, mientras que la ciencia
es a lo sumo un instrumento, un criterio de elección entre teorías que son
comparables en otros muchos aspectos, o una guía para la imaginación que
busca la clave para solucionar un acertijo técnico difícil de manejar. El objetivo
del artista es la producción de objetos estéticos y los problemas técnicos son
los que el artista debe resolver para llegar a la producción de tales objetos,
mientras que para el científico, el problema técnico es el objetivo y la estética
un mero instrumento. Al recordar que los astrónomos de la Antigüedad y de
la Edad Media estaban limitados por la perfección estética del círculo, Kuhn
nos insiste en que
— 103 —
Pero la diferencia más evidente que ve Kuhn entre ciencia y arte tiene que
ver con el modo muy distinto de valorar la tradición: si en el caso del arte, la
tradición todavía juega un papel muy importante en el gusto del público y en
la formación de los artistas, en la ciencia todo nuevo avance relega al olvido
las contribuciones previas en la materia, especialmente si pasan a verse como
anticuadas y erróneas. Ya nadie lee, ni conviene leer, a los grandes científicos
del pasado, a no ser que uno sea —como lo era Kuhn— un historiador de la
ciencia. «A diferencia del arte, la ciencia destruye su pasado» (Kuhn, 1977,
p. 370). Por otro lado, en el arte, el triunfo de una determinada técnica o
estilo no vuelve errónea a otra anterior y, por eso, el arte puede soportar al
mismo tiempo, con mayor facilidad que la ciencia, muchas tradiciones o
escuelas incompatibles. Por lo mismo, nos dice Kuhn, la ciencia suele resolver
sus controversias de manera mucho más rápida que el arte. Al mismo tiempo,
la ciencia y el arte se distinguen por el papel que respectivamente conceden a
la innovación, la ciencia confiriendo a esta un valor relativo supeditado a la
resolución de un problema particular, el arte asignándole, por el contrario,
un papel intrínsecamente positivo, pues cada artista busca nuevas cosas que
expresar y nuevas maneras de expresarlas.
Son estas algunas de las diferencias que Kuhn ve entre la ciencia y el arte,
todas ellas síntomas de alguna diferencia más sustancial que finalmente,
— 104 —
— 105 —
— 106 —
más lejos de la realidad. Lo que hizo Constable fue más bien adaptar aquello
que veía a los medios de que disponía. Eso sí, como pintor innovador que era,
quería rehuir las normas preestablecidas de la pintura paisajista de la época.
Las gamas de color eran entonces algo muy calculado. Así, por ejemplo, los
colores cálidos (especialmente las tonalidades pardas y doradas) debían estar
en primer término, mientras que los fondos debían diluirse en un azul pálido.
Existían recetas para pintar las nubes y los troncos de los árboles, las rocas y
el agua de los ríos. Es bien sabido que los pintores de la época, probablemente
también Constable en alguna ocasión, solían pintar no mirando el paisaje al
natural sino reflejado en un espejo que les facilitaba la tarea al reducirles la
gama de tonalidades del paisaje y uniformizarles el conjunto en un todo menos
detallado pero más simple. Este espejo (fig. 3) llamado «de Claude» (por su
posible inventor, el pintor francés Claude Lorraine) era un espejo pequeño,
cóncavo, de color negro, que reducía el paisaje sintetizando las tonalidades de
colores volviéndolas más simples.
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Fig. 5. Monet: Impresión. Sol naciente (1873). Musée Marmottan Monet, París.
Los ejemplos podrían multiplicarse en todas las artes. Y sería muy ilustrativo
comprobar que los experimentos revolucionarios en arte, los que han llevado
a nuevas formas artísticas, fueron mal recibidos y mal comprendidos en sus
inicios. Recordemos el famoso caso del ballet La consagración de la primavera,
una de las obras musicales más revolucionarias del siglo xx por sus innovaciones
en armonía, timbre y ritmo, que fue recibido con tal desagrado por parte del
público —aquella noche del estreno en el Teatro des Champs Elisées en 1913—
que en la segunda parte tuvieron que hacer acto de presencia las fuerzas del
orden para evitar agresiones y destrozos.
Evidentemente, al público de entonces le faltaba la educación necesaria para
advertir no solo lo profundamente innovador de aquella obra, sino también la
estética y estructura interna de una obra que hoy nos resulta tremendamente
familiar y natural. Volviendo a la pintura, la falta de familiaridad con el objeto
— 110 —
— 111 —
de todo cuanto tiene que ver con lo japonés, explican fácilmente su falta
de capacidad para entender, pues eso era al fin y al cabo. Esta misma falta
de familiaridad con el objeto de su dibujo, en este caso la anatomía de una
ballena, llevó al artista holandés del grabado siguiente (fig. 7) a dibujar una
aleta demasiado cercana a la cabeza del animal, pues quizá le recordaría una
oreja (se trata de un grabado que representa una ballena arrojada por el mar
a las costas de Holanda y data de 1598). Este mismo error fue transmitido
en otros grabados inmediatamente posteriores y supuestamente dibujados del
natural. Esto quizá recuerde la divertida anécdota relacionada con la fig. 8,
el rinoceronte de Durero, que hasta bien entrado el siglo xviii constituyó el
modelo para representar a este animal perisodáctilo, incluso en los tratados
de zoología.
— 112 —
Volvamos ahora a la idea general de Gombrich. La idea es, pues, que el artista
no copia o imita, sino que traduce mediante algo semejante a un código, y esto
es lo que explica que ciertas cosas fueran posibles y otras no lo fueran en cierto
momento dado. El degustador del arte, y no digamos ya el historiador, tiene la
misión de hacer el esfuerzo (porque se trata de un esfuerzo, y no precisamente de
uno fácil, que además puede exigir bastante tiempo) de situarse en la época para
disfrutar de los hallazgos del artista; hallazgos que indudablemente ha de tener,
porque si no la obra no sería una obra de arte digna de mayor consideración.
Las obras especialmente novedosas, por otra parte, nos revelaron, a través de
la intuición prodigiosa del artista, nuevos aspectos de la realidad y de nuestra
manera de percibirla (o en general entenderla), y con ellos, nuevas disposiciones
del espectador, oyente… a tener una experiencia placentera ante la obra de arte;
y es aquí donde la idea de descubrimiento y de experimento, provenientes del
mundo de la ciencia, encuentran su aplicación en el arte.
— 113 —
— 114 —
4 Este mismo pensamiento sobre la obra de arte como descubrimiento psicológico se halla muy
claramente expuesto en la obra de Rudolf Arnheim (1904-2007), especialmente en su obra maestra Arte
y percepción visual (1954).
5 Véase Goodman (1968, p. 33).
— 115 —
volúmenes y los planos, por placenteros que sean como espectáculo visual,
deben entenderse también como algo que comporta un significado que
sobrepasa lo visual (hay aquí una diferencia con Gombrich, pues mientras
que para Gombrich los recursos técnicos de representación, pongamos por
ejemplo, la perspectiva, son fundamentalmente convencionales, establecidos
tras largas series de ensayos y errores, Panofsky otorga a dichos recursos una
función simbólica profunda —esta, por otra parte importante, diferencia
no la quería explotar en este capítulo pues me llevaría demasiado lejos—).
En un primer plano (no tan primero, pues un verdadero análisis de una obra
de arte debe comenzar con una descripción puramente material, fáctica, de
la obra y, por tanto, preiconográfica), el estudioso del arte debe identificar
imágenes y alegorías en las figuras que tiene delante. Esto es algo que
requiere conocimiento, aunque un conocimiento que se puede adquirir de
forma relativamente fácil. Tener a mano la Iconografía de Cesare Ripa o la
Legenda Aurea de Jacobo de la Vorágine nos podría solucionar bastantes
problemas desde un inicio. Lo que en un segundo plano debe realizar el
estudioso es bastante más complicado y requiere del concurso de todos
sus vastos conocimientos referidos a casi todos los ámbitos de la cultura:
el valor simbólico y la significación cultural de una obra, que a menudo
inconscientemente son trasladados por el artista a la obra de arte. Esta
lectura más compleja desde luego no la puede dictar tratado sistemático
alguno. Es más bien campo de la intuición, más refinada cuanto más
experimentada y cuanto más bañada en el estudio de la cultura como un
todo. Dice Panofsky:
— 116 —
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9). Panofsky hubiera preferido, desde luego, una obra del Renacimiento. Hoy
es comúnmente admitido que esta pintura representa la historia de Atenea
y Aracne, que se describe en el libro VI de las Metamorfosis de Ovidio. Esta
lectura permaneció inadvertida para los estudiosos hasta muy tarde. Incluso
Carl Justi, el insuperable estudioso de Velázquez y su tiempo, pensó que
se trataba meramente de una pintura de género que mostraba una escena
cotidiana en el interior de una fábrica de tapices. Hoy la interpretación más
ampliamente aceptada es que debajo de la lectura mitológica hay una lectura
más profunda, de manifiesto artístico (como en Las Meninas), según la cual
se pretendería hacer apología de las bellas artes y mostrar la superioridad de la
pintura sobre la artesanía, estableciendo una especie de origen divino para la
figura del genio artístico (que por supuesto sería Velázquez). En general, esto
tiene que ver con que la obra de arte permite, obviamente, lecturas ilimitadas
y ahí radica precisamente su grandeza. Pero también está relacionado con algo
mucho más concreto y cultural: la superposición de lecturas, una mitológica y
otra moral, por ejemplo, era un juego típico del Barroco, como bien sabemos
por la literatura de la época, y las artes plásticas no son una excepción. Sea
como fuere, lo cierto es que el autor del cuadro le confirió una importancia
decisiva entre sus obras, pues, incluso a distancia, resultan evidentes los
recursos novedosos, revolucionarios, en el uso del color y lo difuminado de
los contornos o en la rapidez y soltura del trazado de las pinceladas. Por cierto,
el detalle de la rueca moviéndose es citado por Gombrich como el primer
resultado exitoso de los muchos ensayos que hubo en la pintura anterior para
representar el movimiento. No es extraño que los impresionistas se declararan
herederos de cuadros como este. El estudioso del arte debe por fin advertir estos
detalles y ponerlos en el debido contexto de la historia de la pintura, explicar
su importancia para la evolución de la representación pictórica y situarlos en la
historia general de la cultura, una tarea nada fácil, sin duda. Si se me pregunta
si todos estos elementos son necesarios para disfrutar de la pintura les diré
que hasta cierto punto quizá no, pero que ayudan mucho. Desde luego, nos
garantizan en general un mayor disfrute, de la misma forma que un madrigal
— 118 —
— 119 —
6 Como muchos otros libros del autor, Languages of art se basa en una serie de conferencias previas,
las John Locke Lectures, que impartió en la Universidad de Oxford en 1962.
7 Véase Robinson (2000), p. 213.
8 Quizá no esté de más recordar que Goodman fue también un apasionado galerista y coleccionista
de arte que donó sus obras a varios museos y que dirigió en Harvard un programa interdisciplinar de
estudio de las artes (que hasta donde yo sé, continúa existiendo hoy día), así como un festival de danza.
Él mismo es autor de proyectos multimedia que combinan música, danza y pintura, por ejemplo «Rabbit
run» (1973), adaptación musical y coreográfica de la novela de John Updike.
— 120 —
tesis de que el arte no está tan separado de la ciencia como en principio pudiera
parecer, sino que, para utilizar sus propias palabras:
«Las artes no deben tomarse menos seriamente que las ciencias en cuanto
modos de descubrimiento, creación y ampliación del conocimiento en el
amplio sentido de avance y entendimiento» (Goodman, 1978, p. 102)9.
9 La traducción es mía.
10 «Symbolizing, then, is to be judged fundamentally by how well it serves the cognitive purpose
[…] by how it participates in the making, manipulation, retention, and transformation of knowledge»
(1968, p. 258).
11 «Cognitive employment of the emotions is neither present in every aesthetic nor absent from
every nonaesthetic experience» (1968, p. 251).
— 121 —
Ahora bien, esta íntima conexión del arte con la ciencia no implica para
Goodman que el arte sea reducible o supervenga sobre un sistema científico12 .
Según Goodman, cada una de estas múltiples versiones «realizan» mundos,
pero no hay una sola versión que, por así decirlo, represente el mundo real
tal como es. Goodman es un constructivista y un relativista (sutil). Su
pluralismo no es compatible con el realismo. Por tanto, podemos preguntarnos
1) hasta qué punto son concluyentes los argumentos de Goodman en contra
del reduccionismo; y 2) hasta qué punto el realismo implica monismo, como
asume Goodman. Estas dos preguntas están relacionadas, pues si el pluralismo
es compatible con el reduccionismo, es decir, si la idea de que hay distintos
mundos, en el sentido goodmaniano de múltiples versiones, puede mantenerse
aún pensando que esos distintos mundos son reducibles a una versión común
(que «representaría» el mundo real), entonces hay un pluralismo alternativo
al de Goodman, que es de corte realista13. En Goodman es muy fuerte este
componente en última instancia nominalista según el cual estamos, por así
decir, prisioneros de un lenguaje u otro:
Bajo la expresión «lo que describimos», uno podría pensar que Goodman
permite la existencia de algo independiente de nuestras descripciones. Sin
embargo, poco después, el autor subraya: «No podemos examinar una versión
comparándola con un mundo no descrito, no representado, no percibido».
Presumiblemente, su argumento es que para establecer tal comparación ya
tenemos que partir de una manera de describirlo. El relativismo de Goodman
ha sido ampliamente criticado tanto desde un punto exclusivamente filosófico
— 122 —
como desde el punto de vista de la teoría del arte15. Sin embargo, el relativismo
de Goodman tiene sus límites, pues no se presenta como un relativismo burdo:
Goodman admite que hay versiones correctas y otras que no lo son. Un intento
de construir un mundo puede fracasar. Si esto es así, uno podría argumentar
si «el mundo» no sea el trasunto o referencia común de todas esas versiones
correctas.
¿Qué indica cuáles son versiones correctas y cuáles no? Pues, en principio,
las reglas sintácticas y semánticas que rigen un lenguaje artístico, y Goodman
estudia varios a lo largo de su libro (desde la notación musical o la labanotación
en danza a las distintas formas de expresión pictórica o los distintos registros
literarios). Por supuesto, el arte debe estar abierto al descubrimiento de nuevas
reglas. Ninguna forma o lenguaje tiene privilegio sobre otro, ni siquiera los hoy
existentes, los que se han impuesto sobre las abandonadas formas del pasado.
Para Goodman, no tiene sentido hablar de un estilo realista en arte, porque
para él no hay base posible de comparación aparte del propio sistema simbólico
en el que la obra de arte ha sido realizada. Todo lector de Languages of Art
recuerda la insistente y elaborada argumentación al principio de la obra con el
fin de mostrar cuán equivocada está toda concepción del arte como imitación.
En este punto coincide completamente, pues, con Gombrich. Cita la famosa
frase de Gombrich de que el ojo nunca es inocente y cita también muchos
trabajos que tienen que ver con la influencia de la cultura en la percepción. La
representación no es algo intrínseco del objeto que tiene la función de representar
sino que depende del sistema simbólico en virtud del cual representa. De ahí
su conocida afirmación de que cualquier cosa puede representar cualquier cosa
(dependiendo siempre del sistema de símbolos) y, su no tan conocida pero
igualmente significativa aserción de que representar es una cuestión más de
clasificar objetos que de imitarlos (este es un punto en el que haré hincapié
más adelante). Así como qué cosas consideramos clases naturales depende de
cómo estamos habituados a clasificar el mundo (como sabemos por su famoso
— 123 —
— 124 —
6. Conclusión
La irrupción del relativismo y del subjetivismo en el pensamiento occidental,
unida a lo que parece una crisis del arte contemporáneo, perdido entre tantas
tendencias y visiones diferentes, incluso opuestas, ha ocasionado que se
propague un pensamiento nada alentador acerca del estado y del futuro del
— 125 —
arte. Según dicho pensamiento, el arte tendría poco que ver con la ciencia, al
haberse convertido en un ámbito en el que todo vale y todo el mundo parece
tener la capacidad, el derecho e incluso el deber de opinar. Dependiendo de lo
relativista que se sea y de si considera la ciencia como un dominio asimismo
minado por el subjetivismo y la inexistencia de método, esto podría ser hasta
un motivo de semejanza entre la ciencia y el arte. La idea de que en arte vale
todo tiene sus antecedentes en la propia historia del arte contemporáneo,
comenzando con los objetos sacados fuera de contexto de Duchamp o la célebre
merda d’artista de Piero Manzoni, hasta la ironía fenomenal de John Cage
cuando escribe una partitura únicamente con silencios para ser «interpretada»
por un pianista durante cuatro minutos y medio. Desde luego, todos estos
experimentos pueden resultar interesantes como reflexiones metaestéticas y
como invitación al juego, pero vuelven el problema más acuciante. Quizá una
posible respuesta sea que no hay ningún problema, que el arte siempre está allí
donde se quiera verlo, sin necesidad que lo sustente una razón de ser y menos
aún un discurso teórico. Además, el arte —se nos dirá— siempre tuvo algo de
juego, más explícitamente en unas que en otras obras. Después de todo, resulta
absurda la idea de que el arte pueda verse como un resultado enteramente
predeterminado por unas reglas. Sin embargo, los autores que hemos visto a
lo largo de este capítulo muestran que el arte no nace ex nihilo de una mente
caprichosa que impone un criterio o una determinada forma de ver el mundo
tan válida como cualquier otra. De creer a Gombrich, la obra artística se
impondrá en la medida en que solucione un problema de representación, en la
medida en que contribuya a mejorar el poder de sugestión o de alusión a un
concepto, un motivo, un pensamiento. Esto es, en la medida en que sea un
descubrimiento. Por su parte, Goodman podría leerse equivocadamente con
el fin de apoyar una suerte de relativismo en estética que, en realidad, él no
defendió nunca. La enseñanza de Goodman es que el arte tiene importantes
elementos cognitivos que un estudio sintáctico-semántico solo puede revelar
en parte. Que todo lenguaje artístico es válido en la misma medida porque
nos revela aspectos de una realidad que no podemos conocer en su totalidad.
— 126 —
Su enseñanza no es que todo vale, sino que toda forma artística es válida e
interesante y contribuye a nuestro conocimiento. Sería como comparar
diferentes teorías científicas que nos ayudan a organizar, predecir y explicar los
fenómenos sin que de ninguna de ellas pueda decirse que es la «historia final»,
como los realistas y los reduccionistas pretenden. Finalmente, Panofsky nos
enseña la lección más hermosa, pues para él el arte solo es tal en la medida en
que sea una efectiva contribución a la cultura, en la medida en que contribuya
a perfeccionar y enriquecer nuestro sistema o nuestra visión del mundo, y ello
en el sentido humanista de la tradición clásica a la que pertenecía, ese sentido
de exaltación de la dignidad humana que a un tiempo pone énfasis en los
valores específicamente humanos (racionalidad y libertad) y es consciente de
los defectos de su naturaleza imperfecta, esa tradición en definitiva de la que,
para nuestra inmensa desgracia, estamos tan exentos hoy en día.
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— 127 —
— 128 —
José Sanmartín
Primera parte
Creo que existe un cierto complejo de inferioridad de los poetas hacia
los científicos y, por eso, suelen vengarse de ellos presentándolos como gente
fría, sin emociones, más bien aburrida, tan aburrida como la imagen que
de la enseñanza de las matemáticas en sus días infantiles recuerda Antonio
Machado:
Es la clase. En un cartel
se representa a Caín
Fugitivo, y muerto Abel,
junto a una mancha carmín.
— 131 —
— 132 —
— 133 —
— 134 —
...dormía el cobre
en sus sulfúricas estratas,
y el antimonio iba de capa en capa
a la profundidad de nuestra estrella.
La hulla brillaba de resplandores negros
como el total reverso de la nieve,
negro hielo enquistado en la secreta
tormenta inmóvil de la tierra,
cuando un fulgor de pájaro amarillo
enterró las corrientes del azufre
al pie de las glaciales cordilleras.
El vanadio se vestía de lluvia
para entrar a la cámara del moro,
afilaba cuchillos el tungsteno
y el bismuto trenzaba medicinales cabelleras.
Las luciérnagas equivocadas
aún continuaban en la altura,
soltando goteras de fósforo...
Por cierto que la física y la química, presente en este Canto General, parecen
ser buenas musas. Así, en España, el magnífico poeta David Jou es catedrático
de física en la Universidad Autónoma de Barcelona; también es profesor de
esta disciplina y de química Jerónimo Hurtado en nuestra Comunidad. Más
lejano, Coleridge decía asistir a las clases de química de la Royal Institution
para enriquecer sus provisiones de metáforas.
— 135 —
Pero que haya profesores o expertos en la ciencia que hagan poesía o poetas
que admiren la ciencia no debe confundirnos, si nos movemos por los vericuetos
de la imagen tradicional de lo que es la ciencia, como estamos haciendo hasta
ahora. En esta imagen, una cosa es la poesía y otra bien distinta es la ciencia.
La primera es divertimento para el alma. La ciencia es, en cambio, la clave fría
y metódica de entendimiento del mundo, que nos permite su control riguroso
y eficaz para facilitarnos la existencia y alcanzar cotas de bienestar creciente,
cosas estas que se logran, precisamente, a base de controlar racionalmente
nuestras emociones, poniéndolas entre paréntesis para favorecer una reflexión
objetiva que nos permita el control de la naturaleza.
Eso, nada más y nada menos, que es la ciencia y es lo que la ciencia permite
en su imagen dominante: la clave de nuestro éxito en una naturaleza hostil,
que hemos logrado doblegar adaptándola a nuestras necesidades en una clara
inversión del sentido de la evolución animal.
Los demás animales están al dictado de la naturaleza. Se adaptan a sus
caprichos o sucumben. Nosotros, no. Nosotros, gracias a la ciencia y a su hija
predilecta, la tecnología, hemos invertido el proceso. Tratamos de liberarnos de
la naturaleza y de sus cambios, erradicando de ella cuanto nos causa necesidades
o, incluso, incomodidades. Hemos reemplazado las cuevas por casas y hemos
traído a ellas el agua, y el calor cuando hace frío, y el frío cuando hace calor.
Hemos creado, en suma, todo un mundo de productos de la cultura que hemos
superpuesto a la naturaleza. Y cada vez estamos más desadaptados de esta y más
adaptados a nuestro entorno cultural. Cada vez somos más cultura y menos
natura. Precisamente a este proceso de desadaptación creciente de la naturaleza
es a lo que llamamos «progreso». Por ello, en esta imagen tradicional, a la ciencia
se le perdona todo: sus errores y efectos problemáticos, porque se cree que, más
pronto o más tarde, se subsanarán, siendo reemplazados por nuevos hallazgos
científicos que abrirán expectativas aún más amplias y que incrementarán el
progreso.
Se le perdona, incluso, la creación de castas en el área del conocimiento: las
de arriba son las de los científicos, los autores materiales del progreso; las de
— 136 —
abajo, son las de los humanistas y similares, como los poetas o los filósofos,
gentes que nos entretienen e, incluso, nos hacen pensar, pero cuyas actividades
son perfectamente prescindibles si lo que nos inquieta es nuestro bienestar.
Segunda parte
En esta imagen tradicional de la ciencia, que es la imagen corriente y
prevalente de la ciencia, hay verdades y mentiras. Paso ahora a deslindar entre
unas y otras, esbozando mis propias opiniones sobre estos temas.
Me recuerdo a mí mismo enfrentado casi siempre a las creencias y
pensamientos dominantes. No es una buena receta, se lo aseguro a ustedes,
para triunfar en la vida. Pero, ni me importa hoy, ni me ha importado nunca
un comino. No hay nada más reconfortante que ser uno dueño de sus propios
y muchos errores, pero también de sus escasos aciertos. Por tanto, seguiré mi
propio camino también en este caso.
Aproximarse a la ciencia desde la perspectiva tradicional es algo similar a
padecer una ceguera selectiva. Es como ver solo las altas y escarpadas cumbres
y no los valles verdes que se despliegan a sus pies. Pero la ciencia está formada
por unas y otros.
Es cierto que a lo largo de la historia ha habido algunos gigantes, y también
«gigantas», aunque ocultas por el peso de la tradición sexista que ha sido y
sigue siendo asfixiante. Esos gigantes han sido los constructores de las grandes
teorías científicas. Figuran entre ellos Ptolomeo y Copérnico, con sus teorías
acerca del movimiento de los orbes celestes, Galileo con sus leyes acerca de
la caída de graves, Newton con su dinámica, Darwin con su concepción
evolucionista de las especies, Einstein con su teoría de la relatividad, etcétera,
etcétera, etcétera.
Son todos ellos individuos impresionantes que, en la mayoría de los casos,
fueron capaces de sintetizar y hacer suyo el pensamiento ajeno, poniéndole una
guinda propia. A veces esa guinda ha consistido nada menos que en ver del
revés cuanto integraba esos saberes ajenos, cambiar en definitiva la perspectiva
— 137 —
de forma radical. Pero que nadie piense que tal cosa carece de valor por ser
sencilla. Todo lo contrario. No creo que haya nada más difícil que situarse
frente a una tradición, a veces milenaria y avalada incluso por nuestros sentidos,
y leer de izquierda a derecha los renglones que venían leyéndose de derecha a
izquierda.
Estas figuras revolucionarias se parecen mucho a una catástrofe
geomorfológica, que, a veces, hace desaparecer unas montañas y origina otras.
Al igual que el cataclismo altera la faz de la tierra, los científicos citados han
cambiado el rostro de la ciencia de su tiempo, inaugurando una época de
turbulencias que, en ocasiones, se ha llevado por delante teorías científicas de
vida larguísima. Además no son catástrofes instantáneas. Pueden durar mucho
tiempo, tanto como sea la resistencia de las teorías atacadas.
Esas teorías son a modo de tinglados que amparan en su seno a comunidades
integradas por gnomos científicos, dedicados a reparar hoy esta viga un tanto
carcomida y mañana aquel dintel que chirría, o que se afanan en ampliar
cobertizos y otras piezas adheridas a la construcción principal. Son los científicos
ordinarios que viven en los valles, a la sombra de las grandes cumbres que
construyeron otros, los gigantes a que antes me he referido.
Estos, los gigantes, fueron gnomos en sus inicios, pero tuvieron el enorme
de valor de rebelarse un buen día contra lo que creían y pensaban los gnomos
de su comunidad. Cuando estos decían percibir la mano de Dios tras cada
ser vivo, dándole forma a su imagen y semejanza, al gigante de turno se le
ocurría nada menos que la naturaleza no solo no tenía fines, no existía para dar
testimonio de la grandeza de Dios, sino que, además, producía nuevas especies
de seres vivos como fruto de la interacción de dos fuerzas un tanto ciegas: la
mutación aleatoria y la selección de los más eficaces. Dios era perfectamente
prescindible en este juego.
Imaginemos todo esto dicho en la segunda mitad del siglo xix, con más
de diecinueve siglos hablando de creacionismo y de fijismo. Según estas
concepciones, Dios crea los seres vivos y los crea de una vez por todas: así, con
esta configuración, para siempre. Por eso, cada ser vivo cae en su compartimento
— 138 —
— 139 —
sentido. En la ciencia no se observa sin más. Hay que fijar siempre qué es lo que
ha de observarse. La determinación de lo que haya que observarse no depende
nunca del problema que se intenta resolver, sino de las hipótesis o conjeturas que
se considera que pueden ser la solución del problema. Por ejemplo, el problema
puede ser la existencia de una fiebre mortal que afecta a cierto tipo de personas.
Las observaciones científicas que hagamos en relación con ese problema no
vendrán determinadas por él, sino por las conjeturas que hagamos acerca de
cuál es la causa de dicha fiebre. Así, se recogerán datos distintos, aunque el
problema sea el mismo, a saber, la fiebre mortal, si distintas son las conjeturas
que formulamos a priori acerca de su causa. Si creo que esta es el alimento
en mal estado que han ingerido las personas afectadas, recogeré unos datos
diferentes a si creo que la causa de la fiebre es, en cambio, una infección debida
a la poca higiene del personal sanitario.
Las conjeturas a priori van por delante de la recogida de datos. Dicho más
técnicamente, las conjeturas o hipótesis me demarcan lo que he de buscar,
lo que he de observar. Pero, si los datos están impregnados de conjetura, ya
no son indudablemente verdaderos. Adquieren el carácter de probables. Ya no
son roca dura sobre la que elevar el edificio de la ciencia. En ocasiones son,
incluso, arenas movedizas. En definitiva, la ciencia, desde sus mismas raíces,
deja de ser la morada sólida y confortable de la Verdad, así con mayúsculas,
para convertirse en el refugio, siempre incómodo, de lo probable.
Por lo tanto, no es correcta la consideración de que un criterio válido para
distinguir entre ciencia y poesía es que la primera es el ámbito de la verdad.
Como mucho, la ciencia es el ámbito de lo verdadero hasta el momento de
acuerdo con la evidencia empírica disponible. Mañana, ya veremos. La
posibilidad de encontrar contraejemplos siempre está abierta.
Pero hay algo más importante aún. El científico, al menos, el gigante al
que me he referido arriba, no se limita a conjeturar y observar en el marco
de regularidades naturales. A él lo que de verdad le preocupa es el porqué de
esas regularidades. A Mendel le sorprendía que, al mezclar variedades puras
de guisantes de semillas lisas y de guisantes de semillas rugosas, toda la prole
— 140 —
estuviera formada por guisantes de semilla lisa. ¿A dónde había ido a parar el
carácter rugoso? ¿Por qué todos los hijos eran guisantes de semillas lisas?
Para dar cuenta de esa regularidad, para explicarla en el sentido estricto
de esta expresión, Mendel dejó volar su imaginación muy por encima de sus
sentidos. Sin base empírica, postuló, repito postuló, la existencia de ciertas
entidades que se trasmitirían de padres a hijos y que serían las causantes de
los diferentes caracteres (liso, rugoso, verde, amarillo, etcétera). Algunas de
esas entidades, siguió postulando Mendel, dominarían a las otras, es decir al
estar presentes ellas, las otras dejarían de causar el carácter con el que estaban
asociadas. Así, si la entidad causante del carácter «liso» dominara sobre la
entidad causante del carácter «rugoso», al mezclar variedades puras de guisantes
lisos y rugosos, todos los hijos tendrán semillas lisas.
¿Qué había en la naturaleza que pudiera hacerle creer a Mendel en tales
cosas? Nada, absolutamente nada. En la naturaleza había ciertas regularidades
que él trató de explicar mediante conjeturas, mediante hipótesis acerca de
presuntas entidades fantasmales. Y acerca de esas entidades estableció ciertos
requisitos que, a la postre, permitían explicar las regularidades existentes.
En eso consiste, precisamente, la parte más preciada de la ciencia: las
teorías científicas. En la ciencia se observa; es verdad. En la ciencia se
detectan ciertas regularidades naturales que se subsumen bajo los enunciados
que conocemos con el nombre de «leyes naturales», también es verdad. De
esas leyes forman parte conceptos que se refieren a entidades naturales,
por ejemplo guisantes, colores, texturas, inflorescencias, etcétera. Pero la
ciencia no se conforma con observar y formular leyes. Ni mucho menos.
La lechuza de la ciencia vuela con las alas de la imaginación muy por
encima, o muy por debajo, como se prefiera, de lo observado y de las leyes
naturales. La fuerza de la imaginación creadora se manifiesta, sobre todo,
postulando hipótesis que se refieren siempre a entidades, procesos, etcétera,
subyacentes a lo que observamos y que permiten explicar las regularidades
recogidas por las leyes naturales. Estas hipótesis forman teorías como el
culmen de la tarea de la ciencia.
— 141 —
Las entidades, procesos, etcétera, subyacentes de las que se ocupan las teorías
pueden ser, incluso, los referentes de conceptos primitivos, es decir, indefinibles.
No se llega a ellos, en cualquier caso, usando las lentes del microscopio, sino los
anteojos de la imaginación. Y con imaginación, con la imaginación creadora,
es como se ponen las bases de las teorías científicas, como la mendeliana de la
herencia, que no son otra cosa que los tinglados lingüísticos, unas veces muy
sencillos y otras veces muy complejos, fruto de especulaciones audaces, hechos
a bases de conjeturas, habitualmente, muy atrevidas, sustentadas para explicar
regularidades naturales.
Por lo tanto, ya tenemos dos mitos, si no derrumbados, al menos cuestionados
con alguna razón. La ciencia, frente a la poesía, es el reino de la verdad, primer
mito. Y la ciencia, frente a la poesía, es el ámbito de lo objetivo, radicalmente
opuesto a cualquier tipo de especulación.
Y no se piense que lo acaecido con Mendel es una excepción. Ciertamente,
es la norma entre los gigantes de la ciencia. Han sido gentes de profunda
imaginación y no menos euforia. Una euforia que, en buena medida, les nacía
de las hondas emociones que experimentaban ante la audacia y la incontestable
belleza de sus especulaciones en torno a esas presuntas entidades o procesos de
que se ocupaban las teorías científicas en su intento de explicar las regularidades
que observamos. A este respecto, ha llegado a sustentarse incluso que los
científicos sienten algo similar a la experiencia mística o religiosa. Decía, por
ejemplo, Einstein:
«Es la experiencia más bella y profunda que se puede tener... Percibir que,
tras lo que podemos experimentar, se oculta algo inalcanzable, cuya belleza y
sublimidad solo se puede percibir como un pálido reflejo, es religiosidad.»
— 142 —
— 143 —
A estos gnomos les sienta fatal cuando surge algún mutante entre ellos
que le da por cuestionar la teoría que tanto y tan bien les ha servido. Se
trata siempre de un tipo incómodo que hace preguntas inadecuadas y que,
en lugar de pulir las concepciones que vertebran su comunidad, se dedica
a ponerlas en aprietos constantemente. Cosa curiosa esta, conforme mayor
es el rigor que imprime a sus actos en contra de la teoría establecida, este
problemático y excéntrico individuo más crece. A veces acaba convirtiéndose
en un gigante y desarrolla su propia teoría. En la mayoría de las ocasiones
desiste, sin embargo, ante los muchos inconvenientes que le causa su
insatisfacción con lo establecido y comienza a menguar hasta volver a su
tamaño original de gnomo y confundirse con los miembros restantes de su
comunidad.
Los gnomos viven felices, eso sí. Son como epsilones de Huxley. Saben lo
que hacer en cada momento. Su vida es rutinaria. Carece de la emoción que
acompaña a la osadía. Para ellos siempre todo es lo mismo. El pasado les ofrece
un amparo seguro ante las inclemencias de la crítica. No se plantean otra forma
de vida, porque ni saben ni quieren hacer algo distinto de lo que hacen. Son
siervos de un tercero, pero siervos voluntarios que, en ocasiones, adquieren
cierto grado de fanatismo en defensa de la teoría que da vida a su comunidad.
Pero, mientras trabajan en ella, en avanzar un paso más en su dilucidación, en
encontrar una nueva aplicación suya, en pulirla, etcétera, se comportan como
el profesional que quizá se admira en algún momento ante la belleza de sus
concepciones (que no son suyas, sino del fundador), pero que, de inmediato,
sustenta avergonzado que no es otra cosa que la belleza inducida por la pura
lógica bajo el manto estricto de la verdad.
Los gnomos no son apasionados como los gigantes. Y no lo son por un hecho
sencillo. Ellos no sienten la profunda experiencia de la creación. No sienten
la experiencia casi mística de encontrar una explicación para interrogantes
que hunden sus raíces en la uniformidad de la naturaleza. Tan solo actúan
de exégetas, replicantes o docentes, y no necesariamente las tres cosas a la
vez. Por eso mismo los gnomos no pierden la cabeza ante la inmensidad
— 144 —
En conclusión
Que la emoción y la belleza no sean extrañas a la ciencia, que la ciencia no
sea el reino de la Verdad, con mayúsculas, que la imaginación y la especulación
no sean ajenas a la ciencia, no significa que no exista diferencia alguna entre la
poesía y la ciencia. Las hay, y son muchas y profundas. Cosa que, desde luego,
no va en menoscabo del valor de la ciencia ni de la poesía.
Todas esas diferencias, como los diez mandamientos, se resumen en una. La
ciencia —y su hija predilecta, la tecnología— es el instrumento humano que
ha contribuido más —no diré que mejor— a despejar incógnitas del universo
mundo y, en parte, a rediseñarlo a él y a nosotros mismos como parte suya.
— 145 —
Nada de eso hace la poesía que, en cambio, nos permite sentir en nuestro
yo minúsculo la grandeza inconmensurable de muchos mundos posibles e,
incluso, imposibles.
Por eso me resulta, incluso, incomprensible el afán de algunos científicos de
ser identificados como poetas y a la inversa.
Ciencia y poesía. Cada una en su casa y la belleza en la de todos.
— 146 —
Alberto Rojo
1 Wolfgang Pauli, «Writings on physics and philosophy», edited by Charles Enz v K. Meyenn (1994),
Berlin: Springer Verlag, p. 221.
— 147 —
2 S. Chandrasekhar (1987), Truth and Beauty, Aesthetics and Motivations in Science, U. of Chicago Press,
p. 66.
3 P. A. M. Dirac (1982), «Pretty Mathematics», en International Journal of Theoretical Physics, 21, pp.
603-605.
— 148 —
4 La frase está en una de las galerías del museo Georgia O’Keeffe en Santa Fe (Nueva México) y está
citada en J. R. Leibowitz (2008), Hidden Harmony, The connected worlds of Physics and Art, Baltimore: The
Johns Hopkins University Press, p. 4.
5 A. Einstein, H. A. Lorentz, H. Minkowski & H. Weyl (1952), The Principle of Relativ-
ity: a collection of original memoirs on the special and general theory of relativity, Courier Dover Publications,
p. 111.
6 «A Stubbornly Persistent Illusion: The Essential Scientific Works of Albert Einstein», edited by Stephen
Hawking (2007), Philadelphia: Running Press Book Publishers, p. 42.
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— 151 —
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Fig. 1
En nuestro modelo del sonido con un tono definido como una línea de
chicos, vemos que si la frecuencia es el doble (como B respecto de A), la
distancia entre chicos es la mitad. Si la frecuencia es 3/2 (como C respecto
de B), la distancia es 2/3. La distancia entre chicos (si se mueven a la misma
velocidad) está entonces en relación inversa con la frecuencia. Lo mismo ocurre
para las cuerdas de un arpa (siempre que las cuerdas sean idénticas y estén a la
misma tensión) o de otros instrumentos de cuerdas. Un arpa con las tres notas
consonantes fa, do, fa, tendrá tres cuerdas en longitudes 1, 2/3, 1/2, donde «1»
se refiere a la longitud de la cuerda más larga, que es la más grave
Una escala musical puede entonces construirse «agregando» una quinta
encima de otra, lo que matemáticamente es multiplicar por 3/2. Y como los
sonidos que difieren en una octava son equivalentes cada vez que el número
— 154 —
Fig. 2
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8 Véase, por ejemplo, J. V. Field (1996), The Invention of Infinity, Mathematics and Art in the Renaissance,
Oxford University Press, pp. 20-40.
9 E. Panovsky (1956), Galileo as a Critic of the Arts. Aesthetic Attitude and Scientific Thought, Isis, 47,
pp. 3-15.
10 Samuel Y. Edgerton (1984), «Galileo, Florentine ‘Disegno’ and ‘Strange Spottednesse’ of the
Moon», en Art Journal, 44, pp. 225-232.
— 157 —
las lentes eran todavía rudimentarias. Galileo, en cambio, vio otra cosa, y lo
pintó en siete imágenes en sepia con la maestría de un acuarelista profesional.
Lo importante es que su familiaridad con la perspectiva, ya muy avanzada en
Italia, le permitieron descifrar el origen de las sinuosidades: son las sombras de
cráteres. En Inglaterra, en cambio, mientras en la literatura tenían a Milton
y a Shakespeare, la pintura era todavía de un estilo gótico y la perspectiva
prácticamente no se usaba.
El segundo caso es el del «método del cúmulo móvil» ideado por el astrónomo
norteamericano Lewis Boss11 en 1908 para calcular distancias a cúmulos
de estrellas que se mueven en el espacio. La idea del método es la siguiente:
Estoy sentado en el campo, cerca de una ruta recta, una noche completamente
oscura. Veo a lo lejos las luces de una ambulancia (dos de posición y la sirena)
que se aleja. Solo veo tres puntos (las luces) que se mueven y alcanzo a escuchar
el tono de la sirena (un perfecto fa sostenido). Sé que esa marca de sirena,
cuando la ambulancia está quieta, da un sol (más agudo que un fa). Con esos
datos, ¿seré capaz de determinar la distancia que me separa de la ambulancia?
La respuesta es sí. La primera clave está en el cambio de tono de la sirena,
que indica la velocidad a la que se aleja de mí. Para la segunda clave, con mi
cámara digital (fija con un trípode) saco dos fotos sucesivas (digamos, una un
segundo después de la otra) de los tres puntos. Tengo así el ángulo en que se
desplazó la ambulancia en un segundo. Para determinar la distancia me falta la
dirección en la que se está moviendo la ambulancia. Y aquí entra la perspectiva
de Brunelleschi: superpongo las dos fotos, y luego conecto cada punto con su
sucesivo y genero así tres rectas que se encuentran en el proverbial punto de
fuga. En los cúmulos hay más puntos luminosos en juego pero la idea es la
misma, y las rectas se unen en el punto de fuga del bastidor del cielo. La lección
de la perspectiva es que, si miro en dirección de dicho punto, estoy mirando
en la dirección paralela al movimiento de la ambulancia (o del cúmulo de
estrellas). Tengo así todos los datos necesarios para determinar la distancia.
11 Lewis Boss (1908), «Convergent of a Moving Cluster», en Taurus Popular Astronomy, 16, pp. 566-569.
— 158 —
Física y poesía
Tres de mis metáforas preferidas son de físicos. La primera es «la flecha del
tiempo», acuñada por el astrónomo británico Arthur Eddington en 1927 para
distinguir la dirección del flujo del tiempo en un mapa relativista del mundo12.
La segunda es el universo como libro, una metáfora usada en el medioevo
pero perfeccionada por Galileo al enunciar que el libro de la naturaleza
está escrito en lenguaje matemático. La tercera es de Werner Heisenberg, el
científico que muchos consideran el menos poético: «Luz y materia son ambas
entidades individuales y la aparente dualidad emerge de las limitaciones de
nuestro lenguaje». La cita es de la introducción a «The Physical Principles of
the Quantum Theory», donde expone el detalle de una nueva física con un
rigor matemático casi dictatorial, despojado, según cierto consenso, de todo
contenido estético.
En la búsqueda de teorías siguiendo un criterio de simetría y simplicidad,
la física va desplegando los precisos tejidos de un tapiz coherente, un mapa
de la realidad que estaba implícito en una intricada madeja de metáforas,
intuiciones literarias y extrapolaciones fantásticas de la realidad. «Ves, hijo
mío, aquí el tiempo se vuelve espacio», dice Wagner en Parsifal. Y Poe en
Eureka: un Poema en Prosa, propone, en 1848, la solución aceptada hoy
12 A. S. Eddington (1928), The Nature of the Physical World, The Mac Millan Company, p. 69.
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13 El termino fotón aparece por primera vez en 1926, en un trabajo de Gilbert Lewis.
14 Planck’s Original Papers on Quantum Physics, German and English Edition, translated by D. Ter Haar
and S. G. Brush, John Wiley & Sons, New York (1972).
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premio Nobel, en 1918, Planck dijo con elocuencia (los énfasis son míos)15: «El
fracaso de este intento me enfrentó a un dilema: o los cuantos eran magnitudes
ficticias y, por lo tanto, la deducción de la ley de la radiación era ilusoria y un
simple juego con las fórmulas, o en el fondo de este método hay un verdadero
concepto físico… La experiencia decidió por la segunda alternativa… El primer
avance en este campo fue hecho por Albert Einstein».
Con gran refinamiento conceptual, Einstein propone los cuantos, que existían
en forma de ficciones matemáticas y los acepta como parte del mundo real.
El segundo trabajo, publicado en junio, versa sobre la teoría de la relatividad,
con la que el público masivo asocia a Einstein. El artículo, uno de los logros
intelectuales más importantes de la humanidad, empieza con una frase de
contenido estético:
15 M. Planck, «The origin and development of the Quantum Theory», translated by H. T. Clarke and L.
Silberstein., being the Nobel Prize Address of 1920. Oxford, Clarendon Press (1922).
— 163 —
16 P. Gallison (2003), «Einstein’s Clocks, Poincare’s Maps. Empires of Time», W. W. Norton and
Company Ltd. London.
— 164 —
17 H. Poincaré (1900), «La theorie de Lorentz et le Principe de Réaction», Arch. Néer. Sci. Exactes
Nat. 2, 252. Véase también el artículo «Did Einstein really discovered ‘E=mc2’?», Am. J. Phys. 56, 114
(1988).
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1. Introducción
Un joven enamorado busca en su jardín una rosa roja. Si la encuentra,
su amada bailará con él en la fiesta anunciada por el príncipe. El blanco y el
amarillo hermosean su jardín, pero en el rosal de las rosas rojas las flores no
han brotado esa primavera. Un ruiseñor atento, trovador del amor verdadero,
conoce la desesperanza del joven. El rosal le ha confiado un secreto. Si arrima
el pecho a las espinas, y si en ellas hunde su corazón mientras canta, al alba
habrá nacido una rosa roja. El ruiseñor no lo duda y se entrega al dolor sin
importarle su destino. No en vano, el acto del amor encuentra en sí mismo
su propia retribución. El joven se levanta y advierte la presencia de la rosa,
incomparable por su belleza a cualquier otra flor que sus ojos hayan visto antes.
Es entonces cuando exclama: es tan bella esta rosa roja, que estoy seguro de que
debe tener en latín un nombre enrevesado. Contento de su fortuna, llama a la
puerta de su pretendida, que le contesta con un desaire: el rojo de la rosa no
armoniza bien con su vestido. Dolido por la afrenta, el joven arroja su obsequio
a un arroyo, y la rosa acaba aplastada por la rueda de un pesado carro mientras
el ruiseñor yace en el rosal.
Esta es, a grandes rasgos, la historia de El ruiseñor y la rosa, cuento publicado
por Oscar Wilde en 1888. De forma inconsciente o voluntaria, el autor irlandés
trae a la memoria del lector una vieja discusión dieciochesca. Las flores son
bellas, pero el obstáculo del nombre se opone a su contemplación; a su luminosa
belleza se opone un estorbo léxico que las ensombrece. El fasto de la palabra
— 167 —
1 B. Saint-Pierre, Voyage à l’Île de France [1ª ed. 1773], Clermont-Ferrand, Paleo, 2008, p. 6.
— 168 —
personal. Explicar significa acudir a las etimologías, pero las suyas no tendrán
ese barniz erudito del que no se aprende nada. Él busca las etimologías que
son «conformes al espíritu del pueblo», porque solo así podrá el lector de tierra
firme cobrar simpatía por un lenguaje que no emplea. El latín y el griego
no interesan a Saint-Pierre. Sus etimologías no persiguen el rigor científico,
sino acercar el nombre a las cosas para explicarlas así mejor2. Un principio
de utilidad y de servicio público gobierna su modesta contribución a la gran
época de los diccionarios. En el caso particular de la botánica, la naturaleza
interviene como cómplice de las aspiraciones filantrópicas. Las plantas forman
parte del paisaje diario; el hombre las tiene a la vista, y la vista se regocija con
su presencia. El nombre vernáculo está próximo a la planta, unido a ella, y
los dos comparten un prestigio que el nombre latino no tiene. En el corazón
del hombre sensible, la azucena blanca será siempre un nombre más apreciado
que el inexpresivo Lilium candidum. La sensibilidad estética no desea quedar
frustrada en sus expectativas, de ahí que el nombre latino se perciba como un
impedimento.
En una época en que el latín ha perdido ya una importante cuota de autores y
de lectores, la lengua de Cicerón mantiene su presencia en los libros de botánica.
La botánica se escribe en la lengua de cada pueblo ya en el siglo xviii, pero los
nombres de las plantas reciben un bautismo latino que disgusta a quien solo se
maneja en su propio idioma. A mediados del siglo xix, cuando la comunidad
naturalista se felicita retrospectivamente por el éxito de la nomenclatura
binomial, algunas voces periféricas expresan aún su desacuerdo. La Historia
natural, cómica y filosófica de los profesores del jardín de plantas, publicada por
Isidore de Gosse en 1847, es quizás el ejemplo más ilustrativo. Su prosa cáustica
se ceba con la nomenclatura binomial, de la que se sirve para ridiculizar a los
naturalistas. El autor hace corresponder a cada profesor del jardín de plantas un
binomio latino de su propia invención, y a todos los profesores así nombrados
los reúne en un acto ficticio de conjura. El orden del día contempla un solo
2 Cf. B. Saint-Pierre, «Explication de quelques termes de marine», en Voyage à l’Île de France, p. 355.
— 169 —
3 I. S. de Gosse (1847), Histoire naturelle, drolatique et philosophique des professeurs du Jardin des Plantes,
París: Gustave Sandré, pp. 20, 21 y 23.
— 170 —
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contribuye con los suyos, y que todos estos nombres varían en su mayor parte
cada siglo que pasa, ¿qué dificultades no añade al estudio de la botánica su sola
nomenclatura?»8.
Las expresiones de contrariedad en torno a la nomenclatura se suceden a lo
largo del siglo. Tournefort inicia esa corriente en sus Elementos de botánica de
1694. Para que la botánica penetre en las universidades y acapare la atención
de los sabios, para que su estudio no decaiga y el pueblo la mire con gusto,
los botánicos deben unificar las nomenclaturas, y preferir los nombres cortos
y simples a los nombres polinomiales. Frente a la exuberancia nominal que
provoca el abandono de la ciencia, Tournefort apuesta por la parsimonia léxica,
por la moderación en el gasto. De este modo, la costumbre de reformar los
nombres solo será legítima cuando los antiguos no satisfagan los principios de
sencillez y brevedad; y en cuanto a las denominaciones superfluas, equívocas
o polisémicas, Tournefort pide que se rechacen. El número de nombres debe
coincidir con el número de especies, la relación debe ser de un nombre por cada
especie. Malesherbes, autor de unas Observaciones sobre la Historia natural,
general y particular de su contemporáneo Buffon, se expresa en términos
parecidos en 1749: «Es importante que los naturalistas —declara desde las
primeras páginas— convengan entre ellos los nombres que dan a cada especie.
Esta parte de la ciencia, llamada nomenclatura, es absolutamente necesaria
para que los sabios puedan comunicarse sus descubrimientos»9. También
Duhamel du Monceau, padre de la silvicultura y autor de La física de los
árboles (1758), subraya la conveniencia de adoptar una nomenclatura universal.
«La nomenclatura no es el último término al que tienden los botánicos, sino
un medio importante del que no es posible prescindir si se quieren adquirir
conocimientos útiles: es, por decirlo así, un vestíbulo que es necesario atravesar
8 B. Saint-Pierre, «Études de la Nature» [1ª ed. 1784], Publication de l’Université de Saint-Étienne, 2007,
p. 58.
9 Observations de M. de Malesherbes sur l’Histoire naturelle, générale et particulière de Buffon et Daubenton
(2. vols), París: Charles Pougens, Año VI, 1798, p. 6.
— 174 —
10 D. Monceaud (1758), La physique des arbres, París: H. L. Guérin y L. F. Delatour, p. ii (cursiva nues-
tra).
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«Nos hemos alimentado de frutos, nos hemos vestido con hojas y cortezas,
hemos levantado nuestras cabañas con los árboles de los bosques antes de
haber dado nombre a los manzanos y a los perales, al cáñamo y al lino, a las
encinas y a los olmos, etcétera. El hombre se ha visto obligado a satisfacer sus
necesidades más apremiantes por el solo sentimiento, e independientemente
de todo conocimiento adquirido: se disfruta de un perfume de flores con
solo aproximarse a ellas, se reconoce su olor sin inquietarse por el nombre de
la rosa y del jazmín.»11
11 L. J-M. Daubenton (1751), «Botanique», en Encyclopédie ou dictionnaire raisonné des sciences, des arts
et des métiers, Diderot y d’Alembert (eds.), París: Chez Briasson, David, Le Breton y Durand, 17 vols, 1751-
1765, cita en vol. 1, p. 340 (cursiva nuestra). Con el término «propiedades», Daubenton se refiere a todos
los usos, también los de recreo.
12 Ídem, p. 340 (cursiva nuestra).
— 176 —
— 177 —
13 Ibídem, p. 342.
14 No obstante, Daubenton se complace imaginando un sistema que fuera capaz de hacer corres-
ponder las propiedades de las plantas con las características genéricas. Un sistema así concebido sería un
descubrimiento «más provechoso para el género humano que el del sistema del mundo» (p. 342), pero
las esperanzas de conseguirlo son pocas, y su consecución sería siempre provisional, ya que las técnicas de
cultivo y los episodios de naturalización transforman diariamente las propiedades de las especies.
15 Ibídem, p. 341.
16 Ibídem.
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17 J-J. Rousseau, «Fragments pour un dictionnaire des termes d’usage en botanique», en Bernard
— 179 —
Gagnebin y Marcel Raymond (eds.) (1969),Œuvres Complètes, 5 vols., París: Gallimard (1959-1995), vol.
3, p. 135.
O. C. IV, p. 1206. Pasado un siglo, Alphonse de Candolle defenderá el espíritu de la nomenclatura bino-
mial linneana en términos muy parecidos a los de Rousseau. En el «suplemento» de 1883 a sus Nouvelles
remarques sur la nomenclatura botanique (Bale-Lyon, Même Maison), redactadas 16 años antes con oca-
sión del Congreso Internacional de Botánica celebrado en la capital francesa, el botánico suizo defiende
la aportación de Linneo de algunos usos bárbaros de nuevo cuño: «Una tendencia que reaparece bajo
diferentes formas es la de mezclar con un nombre ciertas consideraciones de otra índole. Antes de Lin-
neo los nombres de especies eran a la vez un nombre y una enumeración de caracteres. Al separar estas
dos cosas, Linneo ha hecho un gran servicio. Un nombre es un nombre; los caracteres son caracteres; la
sucesión de los nombres es sinonimia. Mezclar ideas tan diferentes produce una suerte de confusión y de
largas frases […]. Si olvidamos esta regla, pronto estaremos tentados de expresar en el nombre o con el
nombre la historia filogenética del grupo, pues es actualmente una de las ideas que causan preocupación.
Sin embargo, habría que comprender que un nombre no es ni claro ni cómodo cuando se le complica
con diferentes ideas. Los pueblos bárbaros introducen la genealogía en su forma de nombrar: Ali hijo de
Mahomet, hijo de Joseph. Otros se sirven de epítetos, o lo que es lo mismo, de caracteres: Pie ligero, Gran jefe
de barba larga, etcétera. Los pueblos civilizados, por el contrario, quieren nombres que a menudo no pre-
senten ningún sentido y no sean más que nombres. Es un progreso. Es tan manifiesto, que no se advierte
ninguna contrariedad cuando un individuo de gran talla tiene Petit como nombre de familia […]. Los
procederes simples son un progreso».
— 180 —
18 J-M. Drouin (2003), «Les herborisations d’un philosophe: Rousseau et la botanique savante», en
Rousseau et les sciences, París: l’Harmattan, pp. 76-92, cita en pp. 88-89.
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19 J. A. Alzate, «Carta satisfactoria dirigida a un literato», en Roberto Moreno (ed.) (1989), Linneo en
México. Las controversias sobre el sistema binario sexual 1788-1798, México: UNAM, p. 24.
20 Ídem, p. 25.
21 V. Cervantes, «Respuesta del discípulo a la carta satisfactoria», en Roberto Merino, op. cit., p. 46.
— 183 —
22 Cf. C. Lévi-Strauss (1964), El pensamiento salvaje, México: FCE, pp. 69-70: «Nunca y en ninguna
parte, el ‘salvaje’ ha sido, sin la menor duda, ese ser salido apenas de la condición animal, entregado todavía
al imperio de sus necesidades y de sus instintos, que demasiado a menudo nos hemos complacido en
imaginar y, mucho menos, esa conciencia dominada por la afectividad y ahogada en la confusión y la
participación. Los ejemplos que hemos citado, otros que podríamos añadir, testimonian a favor de un
pensamiento entregado de lleno a todos los ejercicios de la reflexión intelectual, semejante a la de los na-
turalistas y los herméticos de la Antigüedad y de la Edad Media».
23 Cf. Ídem, p. 74.
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1 La dualidad filosofía-poesía en Fernando Pessoa que se estudia en este texto se enmarca dentro de
la dualidad ciencia-arte objeto del presente volumen, asumiendo la filosofía el deseo metódico y concep-
tual de la verdad propio de la ciencia, y la poesía la esencialidad creadora del arte.
— 185 —
2 «Los instintos que obran en nuestra naturaleza sensible se reducen a dos fundamentales. El pri-
mero nos mueve a cambiar la situación en la que nos encontramos, a manifestar resueltamente nuestra
existencia, a obrar activamente. Como quiera que su finalidad es procurarnos representaciones, parece
adecuado llamarlo instinto representativo o cognoscitivo. El segundo nos impulsa a conservar nuestro
actual estado, a continuar el desarrollo de nuestra existencia. De ahí que sea llamado instinto de autocon-
servación. Aquel tiene que ver con el conocimiento, este con el sentimiento, es decir, con la percepción
interior de la propia existencia. Ambos entrañan una doble dependencia de la naturaleza», Friedrich Schi-
ller (1992), De lo sublime y sobre lo sublime, Málaga: Ágora, p. 74.
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3 Desde esta perspectiva podríamos definir la filosofía artística o el arte filosófico ya fusionados en su
pugna irresoluble como originariedad originante.
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— 188 —
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8 Fernando Pessoa (2007), «I was a poet animated by philosophy, not a philosopher with poetic
faculties», en Prosa íntima e de Autoconhecimento (PIA), Lisboa: Obra essencial, Assírio & Alvim, p. 30 (ilus-
tración n.º 3).
— 191 —
9 Véase a este respecto la propia afirmación pessoana: «Não há renovação literaria que nao haja sido
acompañada por uma renovação philosophica» (Pessoa Inédito, Lisboa: Horizonte, 1993, p. 62).
10 Ídem, p. 396.
11 «A philosophia é um sentimiento intenso e por isso poético das cousas», ibídem, p. 62.
— 192 —
12 ����������������������������������������������������������������������������������������������������
Son frecuentes las referencias a su proyectada Metafísica en el Diario de marzo de 1906: V. g: «Es-
tablished threefold clasification of the Categories; great part of the problem thus mastered, some more
arguments for my Rational Metaphysics», PIA, pp. 34-39.
13 Véase el texto denominado de confesión filosófica en Pessoa Inédito, pp. 398-402.
— 193 —
14 PIA, p. 37.
15 Ídem, p. 50.
16 «Why am I so unhappy? Because I am what I must not be. Because half of me is not brother to the
other half, and the conquest of one is the defeat of the other, and if the defeat the suffering —my suffering
in either case», PIA, p. 57.
17 Pessoa inédito, p. 400.
18 «Siendo muy niño albergué en el corazón dos sentimientos contradictorios: el horror por la vida
y el éxtasis ante la vida». Charles Baudelaire (1995), Mi corazón al desnudo y otros papeles íntimos, Madrid:
Visor, p. 72.
— 194 —
entero a sentir y pensar el misterio del mundo. Busca una solución para un
problema metafísico que no quiere, paradójicamente, solucionar, pues siente
el agradable calor del misterio y el miedo a la verdad frágil (encontrando en la
obstinación por la duda en filosofía una obstinación enmascarada de no querer
comprender19).
Siente paulatinamente la vida como creación; crear es preciso, crear
pensando y sintiendo.
Parece complicado encontrar un animal humano que explicite con esta
claridad biográfica (con las debidas precauciones y sabiendo, siguiendo a
Octavio Paz, que aquí «biográfico» es sinónimo de obra o de práctica poética)
la vibrante tensión, el equilibrio trágico de la cuerda que vibra entre la colina
filosófica y la poética, de esas dos colinas que ya Heidegger esbozó como
cercanas pero separadas por un abismo20.
La piel pessoana está herida por una gran sensibilidad; no puede apenas
vivir sin pensar lo vivido, sin «olvidar su presencia metafísica en la vida»21,
sin tener una conciencia casi trascendental y fenomenológica del vivir, sin
desvincularse de una dolorosa lucidez. No puede vivir sin filosofar, aunque
su filosofar no siempre sea sintético sino imaginativo y contradictorio, dando
al filósofo el papel de un poeta que, agitado por una multitud de ideas, crea
discursos filosóficos, manojos metafísicos que sirven para barrerse el frío del
alma. Exhibiendo en todo ello una incapacidad casi biológica para sintetizar
ocupando alternativamente las diferentes argumentaciones posibles para la
solución de una cuestión filosófica.
Manojos, posturas filosóficas, colecciones y esquemas que él mismo encarna
en un sentido múltiple, en su sentir múltiple, en su «sentirse varios seres»22, en
19 «Philosophy is all doubt, it is obstinate not to understand», Fernando Pessoa (2006), Textos Filosó-
ficos, I, Lisboa: Ática, p. 109.
20 «Tal vez sepamos algunas cosas sobre la relación entre la filosofía y la poesía. Pero no sabemos
nada del diálogo entre el poeta y el pensador, que habitan cerca sobre las más distantes montañas», Martin
Heidegger (2000), ¿Qué es la Metafísica?, Madrid, Alianza, pp. 251-258.
21 «O meu pior mal é que não consigo esquecer a minha presença metafísica na vida», PIA, p. 95.
22 «Sinto-me múltiplo», Ídem, p. 101.
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— 196 —
La metafísica tiene dos grandes formas de ser, una científica que piensa
lo abstracto y lo absoluto, y una artística que nace de un sentimiento
religioso no racionalizable de lo abstracto en lo concreto, de un sentimiento
metafísico concreto. Esta metafísica nace en oposición a la científica que
pensaba los pensamientos y no las cosas23.
El gran error de la filosofía moderna parece haber sido para él haber reducido
a individualidad la conciencia y la realidad, el sujeto y el objeto, olvidando
la fusión de ambos en el acto del pensamiento imaginativo. El verdadero
abismo, pues, no está sino entre la conciencia y la inconciencia.
23 Fernando Pessoa será el defensor de la metafísica artística frente a Álvaro de Campos, que defiende
la metafísica científica (véase Álvaro De Campos, 1924, «O Que é a Metafísica ?», en Athena, I, p. 61).
— 197 —
que las cosas son ideas y las ideas cosas, que la realidad no tiene grados y
que las ideas son solo ficciones útiles olvidadas.
24 �����������������������������������������������������������������������������������������������
«Na obra de Alberto Caeiro há mais uma philosophia do que uma arte. Reapparece n`elle a primi-
tiva grega forma de philosophar pela poesía», Pessoa Inédito, p. 278, E. 3/E. 121-53b .
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25 Véase E. 138a-10 .
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— 200 —
comprender lo real y la que acaba por saber que el único misterio es la ausencia
de misterio y que el imaginar es el único fundamento de un vivir que salva del
dolor, íntimas enemigas condenadas a vivir juntas y a conciliar sus hambres
opuestas: filosofar y poetizar todo y de todas las maneras posibles, pensar y
sentir todo y de todas las maneras posibles.
Hay un hambre profundo, una explicitación de la profunda tensión entre lo
filosófico y lo poético, que permanece en el trasfondo de la obra-vida pessoana y
que tiene gran interés filosófico; la crisis de la filosofía moderna, que es la crisis
de nuestra animalidad entre el querer y el poder, entre el querer saber más de lo
que se puede y el querer vivir más de lo que se puede, el dolor ante el misterio y
el dolor del tiempo y de la muerte. Hay en todo ello una explícita preocupación
filosófica en esta tercera adolescencia que indica el camino seguido por el poeta
como encarnación de los opuestos en su hacer poético y metafísico, y que ya
será perenne.
— 201 —
Goethe o Dante. Si tenemos que encuadrar, con las dificultades que esto tiene de
por sí, y más en el caso pessoano, a nuestro poeta en un lugar, este sería la jaula de
los poetas-filósofos26, pertenecientes a la raza sagrada de los mestizos, de aquellos
poetas inspirados, imbuidos por la preocupación filosófica o metafísica donde la
preocupación rigurosa se disuelve en una necesidad de orientación primitivamente
poética, es decir, crear para orientarse (ensimismarse). No hay, como ya hemos
apuntado anteriormente, una más sugerente, y a la par certera, definición de la
actividad metafísica que la que nos ofrece Ortega:
26 El propio Fernando Pessoa distingue tres especies de poetas-pensadores de entre los cuales proba-
blemente él mismo pertenezca a la primera categoría:
«Poetas-pensadores são de 3 espécies:
(1) Aqueles em que o poeta e o pensador estão absolutamente fundidos (Antero).
(2) Aqueles em que o pensamento e a expressão poética d’ele se acham inteiramente separados, de modo
que o pensamento é conscientemente posto em verso, ainda que, sendo a natureza artística intensa, em
magnífico verso (Goethe, em parte; Hugo às vezes[;] os poetas do século xviii).
(3) Aqueles em que o pensamento é pensado poeticamente, mas não realizado com perfeito (e artístico)
afastamento; nem com fusão, modeladora em perfeita arte, do pensamento (Bocage, Wordsworth, Pas-
coais», Pessoa Inédito, p. 384 (ilustración n.º 2).
27 José Ortega y Gasset (2003), Unas lecciones de Metafísica, Madrid: Revista de Occidente-Alianza, p.
26.
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28 Tras el declive de la filosofía moderna ya no hay que destruir «racionalmente» los mitos sino crear-
los, no habrá mayor honor que ser un creador de mitos: «Desejo ser um criador de mitos que é o misterio
mais alto que pode obrar alguém da humanidade», Fernando Pessoa (1986), Obras en prosa, Río de Janei-
ro: Nova Aguiar, p. 84.
29 António Mora (2002), Obras de António Mora, INCM, p. 311, [12I-62r].
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30 «[...] Há duas espécies de poetas —os que pensam o que sentem, e os que sentem o que pensam.
A terceira espécie apenas pensa ou sente, e não escreve versos, sendo por isso que não existe.
Aos poetas que pensam o que sentem chamamos románticos; aos poetas que sentem o que pensam cha-
mamos clássicos. A definição inversa é igualmente aceitável. Em Luís de Montalvor, autor de um livro,
Poemas, a aparecer en breve, a sensibilidade se confunde com a intenigéncia —como em Mallarmé, porém dife-
rentemente— para formar uma terceira faculdade da alma, infiel as definições. Tanto podemos dizer que ele pensa o
que sente, como que sente o que pensa...» (el subrayado es nuestro). Fernando Pessoa (1980), Textos de Crítica
e de Intervenção, Lisboa: Ática, p. 155.
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31 Véase E3/141-47.
32 António Mora (2002), Obras de António Mora, Lisboa: INCM, p. 322. [22-3r-4v].
— 205 —
33 A metaphysica poder ser uma actividade científica, mas tambem pode ser uma actividade artística. Como
actividade científica, virtual que seja, procura conhecer; como actividade artística, procura sentir. O campo da me-
taphysica é o abstracto e o absoluto. Ora o abstracto e o absoluto podem ser sentidos, e não só, pensados, pela simple
razão de que tudo poder ser, e é sentido... Álvaro De Campos (1924), «O que é a Metaphysica», en Athena,
vol. I, Outubro, p. 61.
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40 Antonio Pina De Coelho (1971), Os fundamentos filosoficos da obra de F.P, Lisboa: Verbo, p. 96.
41 «O criador do espelho envenenou a alma humana», en Livro do desassossego, Lisboa: A & A, Obra
essencial, 2006, p. 371.
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que aún no dialoga con la literatura ni acepta el misterio es ella misma como
disciplina que no ofrece la satisfacción que necesitamos, que no nos ayuda a
aprender a existir:
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Referencias bibliográficas
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— 214 —
Javier de Lorenzo
A. Modelos de Estilos
1. El estilo en el arte: Wölfflin
2. El estilo en el hacer matemático: J. de Lorenzo
3. … y otros estilos
B. Cuestiones y problemas en torno al término estilo
1. ¿Vale todo? De fines y valores
2. … y cuestiones abiertas
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A. Modelos de Estilos
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— 219 —
materiales a las que incluso da sentido, y por ello desentrañar esos estratos
ópticos, las modalidades de esa representación, se convierten en el objetivo
básico para el historiador del arte.
En otras palabras, el objetivo de desentrañar, captar los conceptos
fundamentales que subyacen a la noción de estilo es, en el fondo, lo mismo que
captar la expresión de una obra que ha de ser, siempre, el punto de partida —una
obra que tiene a un artista como su creador, en una nación, en una época—.
Es un objetivo equivalente a captar un determinado tipo de representación, de
«estrato óptico».
Y en su intento de alcanzar ese objetivo, Wölfflin se detiene en un momento
específico de la historia que escinde en Primer Renacimiento, Alto Renacimiento,
Barroco; es decir, en su intento de dilucidar los conceptos fundamentales de
la historia del arte —los «estratos ópticos»—, se detiene en el arte que se ha
creado entre los siglos xv y xvii, especialmente en el arte del quinientos y
seiscientos.
Delimita, así, una época pero también un espacio: Europa, el mundo
occidental con su «capacidad de ver» propia, con la clara advertencia de que
puede ser diferente a la de otras épocas y a la de otros espacios culturales,
teniendo presente que también esa Europa se escinde en subespacios que se
corresponden con cada una de las naciones emergentes…
Ambos siglos aparecen como «unidades de estilo», de estilo de época por
supuesto, sobre los que analizar los estilos individual y de nacionalidad y, con
ello, poner de relieve el papel de lo que, en el fondo, importa más: el papel de los
conceptos fundamentales, de los «estratos ópticos» o representaciones. Wölfflin
es muy consciente de la convencionalidad que esta delimitación supone. La
justifica para comparar lo acabado con lo acabado, aunque sea un término que
carezca, en realidad, de referente histórico —o todo puede ser referente del
término, ya que cualquier hecho es algo acabado en sí, como hecho—. Y exige
del lector que no adopte el proceso temporal histórico elegido como si reflejara
diferencias cualitativas en el sentido de valorar el proceso de representación
como el reflejo de una flecha y se fuera desde lo más primitivo e inacabado,
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Es claro que hay, sí, transición y que se pasa del estilo del siglo xvi al
estilo del siglo xvii. Estilos de época que, de alguna manera, por el estrato
o condición óptica y la representación que la misma conlleva, son los que
conforman o condicionan los restantes estilos y, en parte, sus componentes
materiales. Wölfflin no se atreve a mencionar el término «ruptura» y mantiene
el de «evolución», aunque de modo implícito está aceptando la existencia de
esas rupturas en la representación, en la captación del espacio, en la manera de
«estar en el mundo», rupturas que provocan el paso de unos a otros tipos de
representación y captación del espacio, y de las formas en él contenidas. Es lo
que se tiene, realmente, cuando afirma
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Geométrico
Poético
Cósico
Algebraico-cartesiano
De indivisibles
Operacional puro
De los ε
Sintético-analítico
Dual
Axiomático
Formal
Semiformal
Computacional
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solo clarifica puntos como atribuciones de rigor antes mencionadas, sino que
plantea nuevos problemas. En particular, si se puede hablar de estilo de autor
—del mismo modo que se habla de estilo de Cervantes— o más bien estilo
de grupo —estilo euclídeo o bourbakista pongo por caso—, o de disciplina
—como quizá se pusiera de relieve con las diferencias entre geométrico y
algebraico—. Además, mantener la radical historicidad del hacer matemático
hace surgir la cuestión de la evolución o tránsito en el interior de un estilo, si es
que la hay, así como la de clarificar el paso de unos a otros estilos, la posibilidad
de su coexistencia.
3. … y otros estilos
Debo reconocer que en 1971, cuando se publicó mi libro, alguno consideró
que hablar de estilos matemáticos, de distintos haceres o praxis matemáticas
era, simplemente, un juego de diletante, de quien pretendía, sin más, llamar
la atención. Quien así opinó —una minoría, ciertamente, porque el éxito de
la obra fue sorprendente— se equivocó plenamente. Con mi obra iniciaba un
camino y se debe reconocer que en 1996 se llegaba a afirmar, como Jean Gayon
en su artículo De la catégorie de style en histoire des sciences, que:
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1. M
étodo de postulación, ejemplificado por la ciencia y la matemática griega.
Es el más antiguo. En él se trata de probar deductivamente a partir de
principios explícitos. El modelo es el matemático euclídeo que se convierte
en el modelo básico para diferentes ciencias hasta la actualidad.
2. Argumentación experimental o construcción de experimentos para
controlar los postulados y explorar otros nuevos mediante la observación
y la medida. Muy raro en Grecia se desarrolla y extiende como método
de razonamiento e investigación desde el final de la Edad Media.
3. C
onstrucción hipotética de modelos analógicos. A partir de propiedades
conocidas de un artefacto, se intenta explicar propiedades desconocidas
de los fenómenos. Como ejemplo legendario cita, y ya es tópico, la cámara
oscura como modelo explicativo de la visión humana.
4. Ordenamiento de la variedad por comparación y taxonomía. Solo se
desarrolla plenamente desde el fin del Renacimiento y es el estilo o
método clave en ciencias como zoología, botánica, diagnosis médicas…
5. A
nálisis estadístico de regularidades en poblaciones y el cálculo de
probabilidades. Surge tras los trabajos de Pascal y Fermat en sus estudios
sobre los juegos.
6. El método de la derivación histórica. Ciencias como, entre otras, la
cosmología, geología, teoría de la evolución, son las que hacen suyo,
principalmente, este estilo o método que parece ser el último método
científico en aparecer.
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Desde las clasificaciones de los estilos anteriores paso, ahora, a una segunda
parte, la de algunos problemas que las mismas hacen surgir y que en algún caso
ya he ido apuntando. Y lo primero, una pregunta:
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que sean —todos son del mismo…—, con sus llamadas a la investigación,
desarrollo, invención, siempre en función de, en función del bienestar no se
sabe muy bien de quién, aunque se acuda al bienestar del ciudadano.
2. …y cuestiones abiertas
Ciencia y arte como haceres o praxis distintas con productos distintos, con
finalidades específicas también diversas aunque, como manifestaciones de
ciertos miembros de la especie humana, se construyen con unas valoraciones e
ideologías también específicas. En esos haceres, como en los demás que realiza
la especie humana, no todo vale. Pero esas diferencias dan paso a una serie
de cuestiones, de problemas. Así, y de manera específica, lo que Gombrich se
permitió calificar como primer problema de Panofsky: el de las posibles relaciones
entre pensamiento y arte; naturalmente, aquí, entre matemática y arte, y
específicamente en la noción de estilo. No se trata, por supuesto, de considerar,
por ejemplo, el uso que las artes puedan hacer de la matemática en los terrenos
de la arquitectura, escultura, música, pintura, como se tiene en el manejo de
poliedros, de superficies regladas o no regladas, de objetos topológicos, cuyas
materializaciones se adoptan como obras de arte en sí, o el manejo de ecuaciones
y fórmulas para elaborar edificios o buscar proporcionalidades en las artes
tectónicas o en la musicales, o en el manejo de la perspectiva, de la «proporción
áurea» o de las simetrías; incluso en el empleo de algoritmos computacionales
para componer y representar edificios virtuales que luego pueden llevarse a
la práctica material, o el uso de esos algoritmos para la composición de obras
musicales…
Primer problema de Panofsky que realmente conlleva un haz de cuestiones
abiertas, una problemática que he ido enunciando, ya, en algunos momentos.
En particular en cuanto a la noción de estilo. En los ejemplos que he puesto,
en los modelos clasificatorios esbozados, esa noción muestra dos matices
semánticos diferentes: por un lado, se liga a lo expresivo; por otro, a método de
razonamiento y de investigación. Y no he querido esbozar aquí, ni lo pretendo,
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Componer el Quijote a principios del siglo xvii era una empresa razonable,
necesaria, acaso fatal; a principios del siglo xx, es casi imposible. No en
vano han transcurrido trescientos años, cargados de complejísimos hechos.
Entre ellos, para mencionar uno solo: el mismo Quijote.
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— 246 —
Referencias bibliográficas
— Borges, J. L. (1944): «Ficciones», en Obras Completas, vol. I, RBA-Instituto
Cervantes, 2005.
— Castro, S. J. (2007): Vituperio de Orbanejas. México: Herder.
— Crombie, A. C. (1994): Styles of Scientific Thinking in the European Tradition:
The history of argument and explanation especially in the mathematical and
biomedical sciences and arts. Londres: Duckworth.
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— 248 —
0. Introducción
Este ensayo pretende contribuir a diluir la tradicional y obsoleta separación
entre la ciencia y el arte, en cuanto componentes de la cultura humana. Tiene
su motivación, pues, en la insatisfacción que provoca una visión fragmentada
de esa cultura, como realidad dividida en elementos estancos, sin ninguna
comunicación entre sí. Además, tiene como propósito el análisis crítico y,
en última instancia, la reconceptualización de una ideología ampliamente
difundida y asimilada tanto por científicos como por artistas: la ideología de
las dos culturas. La idea central que alimenta esa ideología es que los productos
propios de cada una de las dos «culturas», la ciencia y el arte, son fruto de
capacidades humanas diferentes e independientes o inconexas entre sí. Por
una parte, la capacidad representadora de la realidad y de articulación de esa
representación, mediante la lógica, en teorías o modelos que nos permiten
reproducir, comprender y prever su funcionamiento. Y, por otro lado, la
capacidad de expresar, mediante la imaginación, representaciones que no solo
reflejan el mundo exterior, sino que nos permiten construir nuevos mundos y
manifestar nuestras emociones hacia ellos. El primer ámbito, el de la ciencia
o el conocimiento, es el reino del entendimiento, mientras que el segundo
territorio, el del arte, es la jurisdicción de la imaginación.
Puede que el ensayo de W. T. Jones (1965 [1976]), Las ciencias y las
humanidades: conflicto y reconciliación, sea la expresión más sistemática de
esa contraposición. W. T. Jones establecía y caracterizaba los dos ámbitos
en términos de la oposición entre hechos y valores. Mientras que a la ciencia
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Espacio exterior
Espacio interior
Figura 1
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Figura 2
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Así pues, las proyecciones que relacionan los dominios concretos y abstractos
son proyecciones metafóricas. Por tanto, si tenemos un cierto dominio, por
ejemplo, el conocimiento que tenemos del comportamiento de los fluidos,
las corrientes, etcétera, podemos proyectar ese dominio para estructurar un
concepto abstracto y general, como es el de vida. Extraemos de esa proyección
todo un conjunto de representaciones conceptuales que, a su vez, proyectamos
en expresiones lingüísticas como la que recoge el conocido verso de J. Manrique:
«Nuestras vidas son los ríos que van a dar a la mar, que es el morir».
El esquema imaginístico subyacente es el de una línea y un móvil que se
mueve uniformemente a lo largo de esa línea hasta el final.
Figura 3
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Figura 4
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4.1 Ejemplos
Quizás se entienda mejor la naturaleza de las relaciones entre esquemas
imaginísticos y representaciones con algunos ejemplos. Utilizaremos tres:
dos de ellos son los que maneja el propio G. Lakoff (2006), y proceden de
R. Arheim, y el tercero es de elaboración propia, y nos permitirá efectuar el
tránsito entre las representaciones artísticas y científicas.
El primero es el cuadro de Rembrandt Cristo en Emaús, que representa una
historia bíblica, cuando Cristo se aparece, tras su muerte, a San Lucas y San
Mateo cuando estos se dirigían a Emaús.
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Figura 5
!
Figura 6
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!
Esos esquemas alimentan las metáforas que dan significado al cuadro. Por
una parte está El centro es lo importante, con la figura central de Cristo en
el contenedor 1, sin el criado, y, por otra, Lo divino está arriba, con Cristo
mirando hacia la luz. La luz es importante, sobre todo en Rembrandt, porque
representa tanto el conocimiento como lo bueno, lo moral. Pero la dimensión
del contenido que Rembrandt quiso dar a la representación procede de la
interacción entre los dos contenedores y las figuras que contienen. Porque el
criado, representado en el acto de servir el pan a Cristo y, por tanto, expresar su
subordinación a este, está en un plano superior, se encuentra sobre Cristo. Esta
disposición expresa la visión protestante de las relaciones entre la divinidad y
los fieles: los creyentes sirven a Dios pero, al mismo tiempo, Cristo se entrega
humildemente a ellos. La humildad es abajo es la otra metáfora que interviene
en la composición del cuadro: por una parte, Cristo es servido y, por otra, se
encuentra en una posición inferior.
Otro ejemplo es el que se refiere a la similaridad estructural entre el
cuadro de Corot, Mujer e hijo en la playa, y la escultura de H. Moore, Dos
formas.
Esquema Corot-Moore
Figura 7
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Figura 8 !
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Figura 9
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!
Figura 10
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Figura 11
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La ‘danza’ de la fecundación
Figura 12
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6. Conclusiones
Una característica común de los modelos científicos y de las obras de arte
es que son elaboraciones cognitivas dotadas de significado. Esto quiere decir que
son el producto de un proceso de conceptualización y articulación formal, de
elaboración de representaciones. Ciertamente, las representaciones científicas y las
artísticas son muy diferentes, sobre todo en sus diferentes orientaciones respecto
a la práctica, pero lo que se ha sugerido es que no son tan disímiles en cuanto a
los recursos cognitivos humanos que ponen en juego. Lo que se ha pretendido
ilustrar a través de los ejemplos es que la elaboración de representaciones artísticas
y científicas pone en juego herramientas cognitivas similares y comunes a los
miembros de la especie humana. Esto es, la primera conclusión que deberíamos
extraer es que la ciencia y el arte no son fruto de facultades diferentes. Si se quiere
mantener la obsoleta nomenclatura de las facultades, la conclusión enunciaría que
tanto el entendimiento como la imaginación desempeñan un papel importante en
la ideación de las representaciones científicas y artísticas.
Por otro lado, cuando se considera en detalle el proceso de elaboración
de las representaciones científicas y artísticas, se pueden observar las
— 270 —
Referencias bibliográficas
— Alberts et al. (1989, 2.ª ed.): Molecular Biology of the Cell, Nueva York:
Garland.
— Arnheim, R. (1969): Visual Thinking, Berkeley: U. of California Press
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— Fauconnier, G. (1994): Mental Spaces, Cambridge: Cambridge U. Press.
— Fauconnier, G. y Turner, M. (2002): The way we think: Conceptual blending
and the mind’s hidden complexities. New York: Basic Books.
— 271 —
— 272 —
Cristina Di Gregori
Resumen
Este trabajo se desarrolla bajo la hipótesis de que para entender el papel que
cumplen las emociones, tanto en la generación de conocimiento como en la
creación de obras de arte, es necesario partir de una noción de experiencia lo
suficientemente rica como para permitirnos integrar los diversos ámbitos de la
vida humana. Por ello se retoma y analiza la noción de experiencia propuesta por
John Dewey, la cual sustenta una de sus principales tesis: tanto la ciencia como
el arte son, primariamente, formas de experiencia. A continuación se examina
la teoría de Dewey sobre la experiencia emocional, se destaca su sorprendente
vigencia y la manera en que permite disolver la rancia dicotomía entre la esfera
cognitiva y la esfera afectiva. Por último, con base en estos aportes, más algunas
ideas centrales de autores como Bas van Fraassen y Ronald de Sousa —entre
otros—, se intenta mostrar que las emociones constituyen un fuerte elemento
de continuidad entre las ciencias y las artes.
0. Introducción
La pregunta por los vínculos entre la ciencia y el arte, dos parcelas de la
cultura que suelen verse como ajenas y distantes, puede abordarse desde ángulos
y disciplinas muy diversos. Por ello, cuando se aborda desde una perspectiva
filosófica, especialmente frente a una comunidad multidisciplinaria, debemos
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comenzar por aclarar qué aspectos de estas actividades humanas —la ciencia
y el arte— vamos a considerar en el análisis. Pero además, quienes partimos
de esta disciplina tenemos una exigencia adicional: debemos aclarar, así sea
mínimamente, cómo entendemos el quehacer filosófico.
En vista de la inabarcable literatura que existe sobre la naturaleza de la
filosofía, aquí nos limitaremos a tomar una posición frente a las principales
formas concebir y practicar esta actividad1. Históricamente, la discusión
más fuerte se ha dado entre quienes conciben la filosofía como una actividad
intelectual muy cercana a la ciencia, en la medida en que constituye una forma
de conocimiento, y aquellos que afirman que la filosofía supone, ante todo, un
pensamiento creativo del mismo orden que la poesía o la literatura. Frente a
concepciones tan divergentes que llegan a suponer que el carácter epistémico
y el carácter poético no pueden reconciliarse en la filosofía, por fortuna existe
una tercera vía, aquella trazada por los pragmatistas clásicos del siglo xix,
especialmente por John Dewey y William James, que comienza por afirmar,
ante todo, la utilidad de la filosofía para el mejoramiento de la vida humana.
En esta orientación pragmatista, que es la que aquí suscribimos, se parte de
la conexión vital que debe mantener la filosofía con la cultura de su época,
y se subraya la misión que tiene el filósofo de ocuparse y preocuparse por los
problemas y dilemas de su momento histórico.
Como veremos, esta forma de entender la filosofía permite integrar el
filosofar analítico y argumentativo, ligado a la búsqueda de conocimiento, con
el filosofar creativo y prospectivo que genera ideas sobre lo que es posible y
deseable, pero sin olvidar que toda esa actividad, a la vez crítica y creativa, debe
responder —como afirmaba Dewey— al compromiso que tiene la filosofía con
los asuntos prácticos, esto es, con los conflictos sociales, morales y políticos,
cuya solución de fondo exige prestar la debida atención a las cuestiones
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— 275 —
de las tesis centrales de Dewey, las cuales nos conectarán con el tema que aquí
nos ocupa: los vínculos entre las ciencias y las artes.
3 Dewey utiliza el término técnico «transacción» para designar el tipo de acción donde los elemen-
tos involucrados condicionan a la vez que son condicionados por el sistema de relaciones generadas. Di-
cho término fue acuñado por Dewey en 1986, en su artículo «The Reflex Arc Concept in Psychology», si
bien aparece tratado con mayor precisión en su libro Knowing and the Known.
— 276 —
— 277 —
5 J. Dewey (1925), p. x.
6 Ídem, p. 354, énfasis añadido.
7 Ibídem, p. 355.
— 278 —
con distintas funciones. El arte —referido a las bellas artes— es «un modo de
actividad que está cargado de significados susceptibles de ser inmediatamente
disfrutados», y en este sentido, el arte vendría a ser una «culminación de la
naturaleza». Por otro lado, la ciencia en tanto actividad de investigación,
en tanto práctica generadora de conocimiento, es más básica que la ciencia
entendida como cuerpo de contenidos8, y en consecuencia, la ciencia también
es, ante todo, una forma de experiencia. Más precisamente, la ciencia sería
una actividad al servicio de la búsqueda de una concepción integradora de los
hechos. De esta forma, al poner al descubierto la raíz común de las ciencias
y las artes, Dewey disuelve el largo divorcio entre teoría y práctica: «Debería
estar claro que la ciencia es un arte, que el arte es una práctica, y que la única
distinción que vale la pena trazar no es entre práctica y teoría, sino entre [los
distintos] modos de la práctica…»9.
En términos más actuales, podríamos decir que para Dewey el proceso
de conocer —y en particular la investigación científica— es un arte en su
sentido más primigenio, esto es, en tanto requiere de una activa intervención
y manipulación de los hechos para construir y poner a prueba nuestras
teorías o representaciones del mundo. El conocimiento, lejos de surgir de
la contemplación (como supone la «teoría del espectador», tan criticada por
Dewey), surge de la experiencia entendida como interacción con el entorno
físico y social, interacción que conlleva de manera constitutiva los elementos
de la esfera afectiva. De aquí que Dewey haya podido estrechar aún más el
vínculo entre las ciencia y las artes al afirmar que «la investigación científica es
un arte a la vez instrumental en el control y final en tanto un puro disfrute de
la mente»10. Con lo cual la investigación científica no solo se asemejaría a los
procedimientos de las artes útiles, sino que además compartiría con las bellas
artes el producir «objetos cuya percepción es un bien inmediato», aunque no
sea este su objetivo central.
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— 280 —
12 Ídem, p. 7.
13 Cf. M. Gazzaniga (2008) y (2005).
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— 282 —
16 Ídem, p. 198.
— 283 —
las emociones concebidas como formas de experiencia, esto es, como formas
de relacionarnos con nuestro entorno (dirigidas, en su mayoría, a la solución
de algún problema), no puedan ser reducidas al registro de las perturbaciones
fisiológicas que las acompañan (como pensaba James), ni a las «expresiones
emocionales» (como afirmaba Darwin).
En su crítica a estos autores, Dewey argumenta que las alteraciones
fisiológicas y las conductas manifiestas que caracterizan una determinada
emoción son, en efecto, necesarias, pero necesarias para la forma de lidiar
con una situación problemática. Por tanto, para este autor: «La emoción, en
su conjunto, es un modo de comportamiento que tiene un propósito y un
contenido intelectual, el cual, además, se refleja en sentimientos o afectos, de
acuerdo con la evaluación subjetiva de aquello que está objetivamente expresado
en la idea o el propósito»17.
Como se puede ver, Dewey concibe la experiencia emocional concreta como
un todo complejo, en el que, ciertamente, la sensación y la intensidad de los
cambios corporales tienen un lugar importante, pero la emoción es algo más:
es una disposición a actuar de cierta manera, la cual supone elementos de
tipo cognitivo como creencias y valoraciones. Así, en su caracterización de
la emoción podemos distinguir tres componentes: a) un quale o sentimiento
(de alegría, tristeza, miedo, etcétera); b) un comportamiento con un propósito
determinado; y, c) un objeto que tiene una cualidad emocional (la situación
o el hecho al que nos enfrentamos). Si bien su examen de estos elementos no
siempre resulta esclarecedor ni fácil de comprender, lo cierto es que Dewey abrió
el camino para una concepción de las emociones sorprendentemente actual
y sofisticada que, como todas sus propuestas, rompe de entrada con alguna
rancia dicotomía; esta vez con la separación tajante entre la esfera cognitiva
y la esfera afectiva, al reconocer que en la experiencia emocional se ponen en
juego tanto sensaciones como creencias e intenciones. Antes de adentrarnos en
esta concepción, examinemos el trasfondo de las discusiones filosóficas sobre la
— 284 —
— 285 —
como de las teorías y modelos de la ciencia, así como de las creaciones del
trabajo artístico).
Para emprender el camino desde la filosofía de la ciencia, comencemos con
el análisis que hace Bas van Fraassen del cambio revolucionario concebido
como una experiencia de conversión (idea propuesta por T. S. Kuhn en La
estructura de las revoluciones científicas, de 1962). Van Fraassen desarrolla su
propuesta de una epistemología empirista con la firme convicción de que
una epistemología viable —del corte que sea— debe poder dar cuenta de
la experiencia de conversión como una respuesta racional a las situaciones
de crisis. Un cambio revolucionario en el conocimiento se caracteriza, según
este autor, por involucrar una situación de asimetría, la cual se presenta entre
puntos de vista históricamente sucesivos pero que difieren en el conjunto
de ideas que resultan inteligibles y justificables para los sujetos que viven
el cambio. De aquí que el punto de vista anterior a la revolución resulte
perfectamente comprensible desde el punto de vista posterior, y la transición
se pueda justificar sin mayor problema. Sin embargo, desde la perspectiva
anterior, la nueva concepción resulta incomprensible y la transición parece
imposible de justificar. Por tanto, se plantea el problema de explicar cómo es
posible que ocurra un tránsito de tal naturaleza; esto es, cómo dar cuenta del
fenómeno de conversión conceptual 19.
La originalidad de la respuesta de Van Fraassen frente a este reto filosófico
radica en incorporar los elementos más ajenos a la epistemología tradicional,
como son los deseos y los intereses, pero sobre todo las emociones, que son
elementos característicos —como apuntamos— de un enfoque como el de
Dewey, donde las emociones son constitutivas de los procesos cognitivos
involucrados en la resolución de problemas. Sin embargo, curiosamente, Van
Fraassen recurre al análisis que hiciera J. P. Sartre en los años cuarenta, el
cual, a nuestro juicio, bloquea de entrada cualquier intento por restaurar la
racionalidad de las emociones. Veamos.
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que se siente insegura en el mundo y busca, mediante las formas más diversas,
algo permanente y estable; formas que pueden ir desde los ritos mágicos hasta
la búsqueda sistemática de conocimiento.
Así, apoyándose en la teoría sartreana, Van Fraassen propone la hipótesis
de que la conversión conceptual se puede lograr a través de un elemento que
funcione, como la emoción. Solo un componente semejante —piensa este
autor— permitiría dar cuenta de la transformación de lo incomprensible en
algo comprensible, en un contexto en el que nada ha cambiado y la situación
objetiva sigue siendo la misma. Pero entonces surge la pregunta sobre si este
«pensamiento emocional», el pensamiento que surge como resultado de un
mero cambio de actitud y no de algún cambio en la evidencia disponible, podría
considerarse como genuinamente racional —o si no se quedaría, más bien, en
el nivel del pensamiento mágico. Y trasladando la pregunta al terreno de la
ciencia: cómo dar cuenta del carácter racional de las revoluciones conceptuales
cuando se introduce la hipótesis de que las emociones son condición de
posibilidad de su misma ocurrencia.
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emociones, por regla general, afectan el razonamiento para bien21. Como apunta
Dylan Evans, algunos autores incluso consideran que: «permaneciendo todo lo
demás igual, los seres humanos serían menos racionales en la medida en que
carecieran de emoción»22.
En lo que sigue nos concentraremos en la propuesta que ha venido elaborando
Ronald de Sousa ya que, además de precursora, se conecta de manera muy
natural con las tesis de Kuhn sobre el cambio conceptual. Otra razón para
esta elección se encuentra en el sentido en que el enfoque de R. de Sousa se
puede catalogar como cognitivista, sentido que el mismo autor describe como
sigue: «En la medida en que se pueda sostener una concepción “cognitiva” de
las emociones, ella estará mejor delineada sobre el modelo de la percepción
que sobre el modelo del juicio o del conocimiento»23. En efecto, los numerosos
paralelismos que se observan entre la experiencia sensorial y la experiencia
emocional hacen pensar que esta vía para desarrollar un enfoque cognitivista
de las emociones puede resultar mucho más fecunda. Como argumentara
Dewey: percepción y emoción son, ambas, formas de experiencia.
Para comenzar, De Sousa intenta convencernos de que nuestra razón
inferencial (a la que se refiere como «razón pura») es incapaz, por sí sola, de
determinar nuestras creencias y nuestras acciones, por lo que las emociones
vendrían —por así decirlo— a llenar los huecos que deja la razón inferencial.
Justo en la línea de crítica que hiciera Kuhn a los enfoques bayesianos, al
destacar sus limitaciones para resolver los problemas de orden práctico que
presenta todo proceso de decisión, De Sousa analiza problemas muy semejantes
que se plantean tanto en la lógica deductiva (por ejemplo, con respecto a la
consistencia de nuestras creencias) como en la lógica inductiva, la cual nos deja
siempre con el problema de determinar —a la luz de la evidencia disponible—
qué tanta probabilidad de ser verdadera y qué tanta improbabilidad de ser falsa
debe tener una hipótesis, para que su aceptación pueda considerarse racional.
21 Véase, por ejemplo, R. de Sousa (1987), Damasio (1994), Elster (1999), Evans (2001 y 2004).
22 Evans (2004), p. 179.
23 R. de Sousa (2004), p. 62.
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Pero lo más original, a nuestro modo de ver, está en que De Sousa —con
base en una perspectiva evolucionista muy similar a la que adoptara Dewey—
atribuye a las emociones una función cognitiva totalmente propia, que en
términos generales podría formularse como sigue: las emociones son portadoras
de patrones de relevancia, los cuales condicionan lo que cuenta como objeto de
atención, como línea de búsqueda o como estrategia de inferencia27. Y con miras
a darle más sustancia a esta formulación general, el autor presenta una serie
de convincentes aplicaciones. Muestra, por ejemplo, la manera en que dicha
hipótesis permite explicar la importancia que tiene la expresión de la emoción
entre miembros de una especie cuyo comportamiento es considerablemente
variable —aspecto que ha sido estudiado a fondo por el psicólogo Paul Ekman,
en la línea abierta por Darwin—. En este sentido, la capacidad de leer la
configuración emocional en la cara o el cuerpo de otro miembro de la misma
especie, permite tener una guía sobre lo que el otro pueda estar pensando y esté
inclinado a hacer. Esto es, permite obtener información que en muchos casos
resulta de vital importancia.
Por otra parte, esta manera de concebir el aporte cognitivo de las emociones
también permite entender el que con frecuencia se las asimile a los juicios o
creencias. Las emociones, en tanto patrones de focalización de la atención,
funcionarían a la manera de los paradigmas kuhnianos, condicionando
nuestra manera de ver el mundo al imponer la Gestalt bajo la cual percibimos
los fenómenos de nuestro dominio de investigación. Pero al igual que sucede
con los paradigmas, en el caso de las emociones se trataría de patrones de
relevancia difícilmente articulables como proposiciones (articulación que es
propia de los juicios).
Asimismo, esta función de controlar la atención, la relevancia y las estrategias
preferidas, explicaría el que con frecuencia se considere a las emociones como
manipuladoras de los procesos de razonamiento. Sin embargo, lo importante
a destacar aquí es que la inevitable manipulación que ejercen las emociones
— 292 —
puede ser tanto para bien como para mal. Y cabe subrayar que la mayoría de los
razonamientos que desembocan en el autoengaño no se deben a errores de tipo
lógico, ni difieren en sus mecanismos de los razonamientos que consideramos
correctos o normales. En suma, todo parece indicar que, en efecto, prevalece
un principio de simetría en la injerencia de las emociones en los procesos de
conocimiento, incluso en procesos cognitivos tan centrales como son los
procesos de inferencia o razonamiento.
Ahora bien, la aparente irracionalidad de las emociones podría encontrar
una explicación en el hecho de que, si bien las emociones inciden en los
razonamientos, sin embargo la experiencia de la emoción, fenomenológicamente
hablando, tiende a ser una experiencia intuitiva, en el sentido de que en general
no es fácil formular las razones por las cuales uno transfiere la atención focal
de un objeto a otro, o de ciertos rasgos a otros. En otras palabras, no es fácil
identificar las razones o motivos por los cuales una emoción se transforma
o transmuta en otra. Desde luego, como reconoce De Sousa, a este respecto
hay grandes diferencias entre los distintos tipos de emociones. En el caso de
la indignación, la sorpresa o la vergüenza, es relativamente fácil rastrear los
motivos que sustentan estas emociones. Pero en cambio, es muy difícil hacer
esto mismo en el caso de la depresión28.
Por otra parte, frente a la concepción de las emociones como fenómenos
básicamente somáticos, que consisten en reacciones fisiológicas autónomas de
las cuales tenemos una tenue conciencia —que sería la concepción impulsada
por William James—, se podría decir que, ciertamente, encuentra un apoyo
empírico en ciertos resultados sobre la modularidad que presentan algunos
de nuestros mecanismos mentales. Sin embargo, desde el punto de vista de
la racionalidad que nos interesa defender, un modelo como el que propone
De Sousa nos permite explicar la dificultad de hacer inteligibles muchas de
nuestras experiencias emocionales. Concebidas las emociones como portadoras
de patrones de relevancia, resulta claro que el hecho de fijar la atención en
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El camino para construir una teoría del conocimiento donde las emociones
formen parte constitutiva de la racionalidad científica, apenas comienza. Pero
ese es el camino que, a nuestro modo de ver, nos permitirá dar cuenta cabal
de la racionalidad de los diversos cambios que ocurren en el desarrollo de la
ciencia, en particular de los cambios que —como dice Van Fraassen— estarían
marcados por una experiencia de conversión. Por otra parte, si como afirma
Ronald de Sousa, son las emociones las que nos indican qué es lo que importa,
si son ellas las que establecen los objetivos y los límites de toda deliberación
—incidiendo incluso en la elección de los medios—, y si encima consideramos
que tanto la certeza como la convicción y la duda son, ellas mismas, un tipo
de emociones29, tal parece que una epistemología que siga ignorando estos
elementos de nuestra vida afectiva no podrá ir mucho más lejos de lo que nos
ha llevado la epistemología tradicional.
— 295 —
Solo una pequeña fracción de todos los hechos cognoscibles tiene interés para
los científicos, y la pasión científica sirve […] como una guía para evaluar lo
que tiene mayor o menor relevancia»30.
Por otra parte, además de la función selectiva, Polanyi atribuye a las pasiones
intelectuales otra función central: la función heurística, que es la que mejor
pone de relieve la profunda continuidad entre las ciencias y las artes, ya que
esta está en la base de todo proceso de creación, descubrimiento o innovación
—procesos claramente comunes a las ciencias y a las artes. Al referirse a la
pasión heurística que alienta, mantiene y guía la búsqueda de soluciones en el
ámbito de la ciencia, Polanyi atribuye a las emociones exactamente el mismo
papel que, según Van Fraassen, tendrían que cumplir las emociones (o un
equivalente funcional) en los procesos de conversión conceptual. Dice Polanyi:
«Después de haber hecho un descubrimiento, nunca volveré a ver el mundo
como antes. […] He cruzado un vacío [gap], el vacío heurístico que media
entre el problema y el descubrimiento»31. Y como afirmara Kuhn algunos años
después, Polanyi se anticipa al argumentar que: «Los grandes descubrimientos
cambian nuestro marco interpretativo. Por tanto, es lógicamente imposible lograr
este cambio mediante una aplicación reiterada de nuestro marco interpretativo
previo. Así, una vez más, constatamos que el descubrimiento es creativo, en el
sentido de que no podría haberse logrado mediante una diligente aplicación de
ningún procedimiento previamente conocido»32. Con lo cual también estaría
destacando los límites de la razón inferencial, señalados por De Sousa.
Si esto es así, si como afirma Polanyi, «la originalidad debe ser apasionada»,
tenemos entonces que las emociones que posibilitan y promueven la innovación
en el campo del conocimiento, son las mismas que impulsan la creación artística.
En el arte, como en la ciencia, la sensibilidad a lo que resulta relevante se fusiona
con la capacidad creativa. En la ciencia hablamos de descubrimiento y en el arte
de creación, pero ambos son resultado de una misma originalidad apasionada.
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33 Dewey (1934), p. 4.
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— 298 —
34 Ídem, p. 45.
35 Ibídem, p. 69.
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36 Ibídem, p. 49.
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37 Ibid., p. 57.
38 Ibid., p. 73.
39 Ibid., p. 79.
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— 302 —
41 Ídem, p. 304.
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valores que se plasman sobre el lienzo o el texto, elementos que son llevados a
su actualidad desde experiencias anteriores.
Esto también implica el valor de la comunicación en la producción artística.
Esto es, el artista no solo produce desde un trasfondo de saberes, emociones y
valores heredados, a partir de los cuales trata de expresar lo novedoso, sino que
la obra de arte, en tanto producto final de su trabajo, requiere y promueve la
aceptación del público —independientemente de su éxito o fracaso en el logro
buscado. La comunicación y aceptación por parte del receptor de la obra es
pues, como en la actividad científica, parte del proceso.
En cuanto a la ciencia, el considerarla un arte implica atribuirle el carácter de
genuina investigación; esto es, de un proceso en el que el objeto de conocimiento
no precede al conocimiento sino que es su producto, su transformación
controlada o dirigida. No se trata de un mero descubrir, pues el resultado no
puede ser interpretado en términos de su novedad por parte de un espectador
aislado; se trata del resultado alcanzado por un agente que efectúa una conexión
operativa entre los hábitos, costumbres, instituciones y creencias previos, con
las nuevas situaciones. Por otro lado, la actividad científica es un arte que se
caracteriza por su recurso a instrumentos artificialmente diseñados. En idea de
Dewey, cuando los investigadores emplearon los aparatos y procesos de las artes
industriales como medio para obtener datos científicos fue que se inició una
genuina revolución científica. El antiguo conocimiento empírico se transformó
en conocimiento experimental. Y si tomamos la palabra arte en el sentido de
las antiguas artes, la práctica científica es un arte, además, porque introduce
las herramientas, instrumentos y procedimientos de las artes tradicionalmente
llamadas «productivas» en el contexto de la misma investigación científica. Por
tanto, la línea demarcatoria entre conocimiento teórico y práctico se mostraría
arbitraria e irrelevante en el contexto de la teoría del conocimiento de Dewey.
En suma, bajo el enfoque de Dewey, el arte y la ciencia se pueden distinguir
por los medios que emplean y los fines que las guían, pero ambas constituyen
actos expresivos en cuya integración y consumación las emociones tienen un
papel crucial. Las emociones, además de constituir la fuerza motriz y unificadora
— 304 —
Referencias bibliográficas
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—— (1925): Experiencie and Nature, New York: Dover Publications, 1958.
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1. Introducción
Una de las características distintivas de la cultura del Renacimiento es
la unidad del conocimiento científico y del arte. Los criterios epistémicos y
estéticos están presentes tanto en la validación de las nuevas teorías científicas
como en la apreciación de las obras maestras de la pintura. Tanto las ciencias
como las artes deben ser a la par verdaderas y bellas. Copérnico, en su obra De
las revoluciones de las esferas celestes señala, como un argumento contundente
a favor del nuevo sistema heliocéntrico, que este representa de manera más
sencilla, esto es, objetiva y adecuada, la belleza del cielo:
«¿Qué podría ser más hermoso que el cielo que contiene todas las cosas
hermosas?; tal como lo ponen de manifiesto los mismos nombres “Caelum”
y “Mundus”, el primero de los cuales se refiere a lo labrado bellamente y el
segundo a la limpieza y al ordenamiento.»1
1 Nicolás Copérnico (1965), Las revoluciones de las esferas celestes, Buenos Aires: Editorial Universita-
ria de Buenos Aires, p. 43.
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la geometría, entre otros saberes, que permite al pintor recrear la realidad como
una fantasía exacta:
2 Leonardo Da Vinci, citado por Rodolfo Mondolfo (1971), Verum factum, Buenos Aires: Editorial
Siglo XXI, p. 32.
3 Hans G. Gadamer (1991), La actualidad de lo bello, Barcelona: Paidós, p 53.
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— 311 —
también para las artes. De esta manera podríamos promover una dignificación
epistémica de las artes y contribuir a una nueva cultura unificada, no
posmoderna, sino más bien semejante a la del Renacimiento. Veamos
primeramente la relevancia del concepto del sentido común para apuntalar
un nuevo concepto de racionalidad común a las ciencias, a las artes y a las
humanidades, y después la noción de heurística para apuntalar una idea de
verdad común a la creación artística y al descubrimiento científico.
4 Hans Georg Gadamer (1977), Verdad y Método, Salamanca: Editorial Sígueme, p. 64.
— 312 —
Así pues, si bien Kant revalora la importancia del sentido común para el
juicio estético basado en el gusto, excluye totalmente su relevancia del ámbito
de la racionalidad teórica y también de la racionalidad práctica propia de la
moral y la política. Así, con Kant se agudiza la separación no solo entre ciencia
y arte, sino también entre arte y moral y política, despojando al arte de toda
racionalidad y de toda pretensión de validez cognoscitiva.
Contrariamente a esta visión limitada del sensus communis, Gadamer
considera que un aspecto fundamental en la apreciación de la obra de arte
es precisamente el acuerdo al que llegan artista e intérprete a través de una
comprensión dialógica. Este acuerdo sobre el significado de la obra de arte
constituye un auténtico conocimiento cuya validación depende tanto del autor
como de sus intérpretes. Al respecto, Adolfo Sánchez Vázquez ha destacado la
contribución de Gadamer a una estética participativa que supere los límites de
una estética meramente contemplativa. En especial, Sánchez Vázquez subraya
la concepción dialógica de la comprensión de la obra de arte, donde se da una
fusión de los horizontes del creador y del intérprete: «Una obra de arte, por
tanto, no es algo cerrado en sí, sino lo que se ha dicho de ella, pero un decir
que no se acaba en el presente, sino que continúa en el futuro»6. Así, para
Gadamer la comprensión de la obra de arte tiene un fundamento epistémico
en el sentido común.
Pero Gadamer no limita el sentido común al ámbito estético sino que
también reconoce su relevancia en el conocimiento ético y político. Para ello
destaca la concepción de Henri Bergson del bon sens, «como una fuente común
de pensamiento y voluntad, es un sens social que evita tanto las deficiencias del
dogmático científico que busca leyes sociales, como del utopista metafísico».
5 Ídem, p. 76.
6 Cf. Adolfo Sánchez Vázquez (2007), De la estética de la recepción a la estética de la participación, Méxi-
co: Facultad de Filosofía y Letras, Universidad Nacional Autónoma de México, p. 27.
— 313 —
Pero Gadamer subraya que el concepto de bon sens de Bergson «no está dirigido
a la ciencia sino a la vida moral y política»7. Así, si bien Bergson amplía la esfera
de sentido común del arte a la ética y a la política, continúa excluyendo su
relevancia en las ciencias.
Como apuntamos en la introducción, será en el ámbito mismo de la filosofía
de la ciencia donde surge la audaz idea de reconocer la importancia del sentido
común en el corazón mismo de la racionalidad científica. A principios del siglo
xx, Pierre Duhem retoma el concepto de bon sens de Bergson para provocar
una verdadera revolución en la concepción de la racionalidad científica, que nos
recuerda el proyecto filosófico de Vico en contra de la concepción cartesiana
de la ciencia.
Pierre Duhem, en su célebre obra El fin y la estructura de la teoría física,
planteó con claridad y rigor las limitaciones de los métodos de contrastación
empírica de hipótesis, sea para verificarlas, o bien para refutarlas. De hecho,
la misma evidencia empírica puede, lógicamente, ser utilizada para corroborar
una hipótesis o para refutarla. Por ello, la lógica necesita ser complementada
con otro tipo de razones que la razón metódica no entiende. Veamos este
argumento en la siguiente cita extensa de Duhem::
7 Hans Georg Gadamer (1977), Verdad y Método, Salamanca: Editorial Sígueme, p. 56.
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8 Pierre Duhem (1962), The aim and structure of physical theory, Nueva York: Atheneum, p. 212 (origi-
nalmente publicado en francés, en 1906).
— 315 —
teorías y demasiado severo con los sistemas teóricos de sus colegas»9. Por lo
anterior, podemos afirmar que, en última instancia, la racionalidad del juicio
científico depende de una actitud moral de los científicos de estar abiertos y
receptivos a las opiniones contrarias de sus colegas para cuestionar los puntos
de vista propios y construir un consenso, una opinión que razonablemente se
acepta de común acuerdo como la mejor, por el momento.
Esta concepción de la racionalidad práctica también fue desarrollada por
Otto Neurath, hacia 1913. Neurath cuestiona fuertemente la idea cartesiana
de que, a diferencia de lo que sucede en los asuntos prácticos como el de la
moral y la política, en el ámbito de las ciencias es posible asegurar la verdad de
las teorías a través de un método riguroso. Y cuestiona aún más radicalmente
las pretensiones contemporáneas de extender al ámbito práctico las supuestas
virtudes del método científico infalible. Esta excesiva confianza metodológica
que raya en la metodolatría, es considerada por Neurath como síntoma
inequívoco del seudorracionalismo10. El verdadero racionalismo es consciente
de sus límites, especialmente de las deficiencias de la lógica y la metodología,
y reconoce que estas deben ser complementadas con otro tipo de razones
prácticas que él denomina «motivos auxiliares».
Neurath considera que las razones que proporcionan los motivos auxiliares
no son ocurrencia de un individuo, sino que son herencia histórica de
generaciones pasadas que los miembros de una comunidad política discuten,
aceptan y revisan comunitariamente de manera continua. En este sentido,
Neurath reconoce que la tradición no es algo que se opone a la racionalidad
científica11, sino que más bien es una condición para su desarrollo en cuanto que
9 Ídem, p. 218.
10 Cf. Otto Neurath, «The lost wanderers of Descartes and the auxiliary motives», in Otto Neurath
(1983), Philosophical Papers 1913-1946, Dordrecht: D. Reidel Publishing Company, pp. 1-12.
11 «El motivo auxiliar es apropiado para promover un tipo de reacercamiento entre tradición y racio-
nalismo... La aplicación de los motivos auxiliares requiere previamente de un alto grado de organización;
solamente si el procedimiento es más o menos común a todos, el colapso de la sociedad humana podrá
prevenirse. La uniformidad tradicional del comportamiento tiene que ser reemplazada por la cooperación
consciente; la disposición consciente de un grupo humano para cooperar depende del carácter de sus
individuos» (ídem, p. 10).
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12 Estos términos fueron propuestos originalmente por Reichenbach y adoptados ampliamente en la filo-
sofía de la ciencia anglosajona.
13 Karl R. Popper (1973), La Lógica de la Investigación Científica, Madrid: Tecnos, p. 31.
14 Ídem, p. 30.
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4. Comentarios finales
Para la exploración de un concepto de verdad y de racionalidad comunes
a las ciencias, las artes y las humanidades, me parece importante profundizar
19 Cf. Hans G. Gadamer (1994), «¿Qué es la verdad?», en su libro Verdad y Método II, Salamanca: Edito-
rial Sígueme, p. 53.
20 Cf. Hans G. Gadamer (1977), Verdad y Método, Salamanca: Editorial Sígueme, especialmente los capí-
tulos 9, 10 y 11.
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21 Desde luego que el «sensus communis» es dinámico, y lo que en el pasado podía ser una locura, pos-
teriormente puede ser una hipótesis razonable.
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Referencias bibliográficas
— Copérnico, N. (1965): Las revoluciones de las esferas celestes, Buenos Aires:
Editorial Universitaria de Buenos Aires.
— Duhem, P. (1962): The aim and structure of physical theory, Nueva York:
Atheneum.
— Feyerabend, P. (1989) Contra el Método, Barcelona: Ariel
— Gadamer, H. G. (1977): Verdad y Método, Salamanca: Editorial Sígueme.
—— (1994): «¿Qué es la verdad?», en su libro Verdad y Método II, Salamanca:
Editorial Sígueme.
— Koestler, A. (1977): The Act of Creation, Londres: Picador.
— Mondolfo, R. (1971): Verum factum, Buenos Aires: Editorial Siglo XXI.
— Neurath, O. (1983): «The lost wanderers of Descartes and the auxiliary motives»,
in O. Neurath, Philosophical Papers 1913-1946, Dordrecht: D. Reidel Publishing
Company.
— Polanyi, M. (1962): Personal Knowledge, Londres: Routledge and Kegan
Paul.
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Manuel Toharia
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¿«Eres»? ¿Cómo es eso de «ser de» letras o ciencias? Eso no es una esencia,
parte integrante del ser, sino más bien algo transitorio, mucho más un «estar»
que un «ser»…
Conviene, no obstante, pararse a pensar con cierto detenimiento acerca
de lo que semejantes términos implican. Quizá nos llevemos la sorpresa de
encontrarles muchos más puntos de contacto de los que imaginamos…
En el fondo, y de manera muy genérica, la investigación no es más que la
búsqueda de nuevos senderos en el conocimiento humano. Y el resultado de
esa investigación, de todas las investigaciones que hemos ido realizando en
múltiples campos del saber, es lo que llamamos conocimiento. La acumulación
progresiva de toda clase de conocimientos es lo que llamamos cultura. Puede ser
instrumental —material— o puramente intelectual —abstracta, artística…
Y es que da igual que esas investigaciones se hagan con fines prácticos o
bien como mero resultado de una curiosidad insatisfecha, o incluso con el
objetivo de mejorar la forma de expresarnos, de forma artística o de cualquier
otra forma que se nos ocurra.
A su vez, estos conocimientos pueden ser básicos cuando se limitan a la
comprensión teórica de los fenómenos, de cualquier fenómeno de los muchos
que nos llevan intrigando a los seres humanos desde que dejamos de ser monos
listos que aprendieron a andar sobre dos manos. Y pueden ser conocimientos
aplicados cuando se traducen en las muy diversas técnicas que han venido dando
lugar a toda clase de instrumentos y herramientas, cada vez más sofisticados,
complejos y útiles, que han acabado por hacernos la vida más cómoda, en
cualquier sentido que quiera dársele al adjetivo «cómodo». Y, además, más larga;
cada día que pasa aumenta la esperanza media de vida de los seres humanos.
Muy deprisa en los países ricos, mucho más despacio en los países pobres.
Estos conceptos —lo básico, lo aplicado, es decir, lo intelectual, lo artístico,
lo tecnológico— sintetizan, pues, lo que solemos entender por «Cultura», con
c mayúscula. Cultura integral, habría que añadir.
El conocimiento científico teórico y buena parte de las artes forman parte
de la cultura intelectual, y el conocimiento aplicado origen de la tecnología y
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personalidad del lector en lo que está leyendo, de tal modo que lo que percibe
sea suyo, y solo suyo. Y para ello crea un nuevo idioma escrito u oral, a veces
muy diferentes del lenguaje común de los mortales (incomprensible en casos
extremos, como la famosa escritura automática de André Bretón…).
Pero también la ciencia tiene su propio lenguaje creativo, y su metodología
específica, esbozada por Galileo y perfeccionada después de manera cada vez
más exigente. Pocas veces utiliza la ciencia el lenguaje literario usual, y en
cambio es tributaria de una nueva forma lógica de expresar fenómenos difíciles
o abstractos, quizá constituida en ciencia por sí misma: la matemática. Algunos
dicen, en broma, que el idioma de la ciencia es el «matematiqués».
La comunicación que establece el arte se dirige más al cerebro límbico, al de
las sensaciones y las pulsiones más antiguas, y no tanto al cerebro del neocórtex,
el de la inteligencia y la razón. Aunque todo ello está profundamente ligado, es
claro. ¿Cómo separar el arte de la inteligencia? ¿Acaso crean arte los animales
más próximos a nosotros? En el cerebro, las células grises del neocórtex
están irremediablemente unidas a las demás neuronas, y son absolutamente
dependientes de ellas.
Entonces, ¿después de todo resulta que sí son diferentes el arte y la
investigación?
Bien. Lo cierto es que el investigador científico no solo usa el neocórtex
de su cerebro en el trabajo. ¿Puede ser tan racional y frío el proceso de
investigar que en él para nada intervienen las sensaciones, los sentimientos, la
intuición, eso que algunos llaman «sexto sentido»… quizá incluso una pizca de
irracionalidad? En el científico, la creatividad nace de su pensamiento lateral,
de su lógica divergente —que no quiere decir ilógica, aunque sí inusual—, de
su «arte» científico…
Véase, por ejemplo, el idioma que utilizan el arte y la ciencia o, mejor dicho,
los «investigadores-artistas» y los «investigadores-científicos». La ciencia utiliza
un lenguaje muy poco verbal pero extremadamente preciso, racional, lógico.
La matemática es su herramienta predilecta, porque va más allá de lo que la
imaginación permite alcanzar, más allá de lo que el lenguaje literario permite
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