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Der Glaube des Priesters heute, Geist und Leben, 40 (1967) 269-285
Sin embargo, la verdadera fe quiere esta nueva situación, y no la anterior, aunque haya
durado un milenio en Occidente. Nosotros no hacemos de la necesidad una virtud, sino
que la virtud de la fe misma busca su necesidad. O, ¿acaso nuestra fe no es la "locura de
la cruz", "escándalo" para los judíos, "necedad" para los griegos?, ¿acaso el martirio es
totalmente ajeno a la fe de los cristianos? Y, ¿qué es el martirio sino un creer cuando la
sociedad "normal" encuentra evidente -precisamente con el convencimiento de hacer un
servicio a Dios- la aniquilación del propio creyente? ¿Es contra la fe cristiana que su
enemigo viva con ella en el propio corazón?, ¿por qué no ha de darse necesariamente en
KARL RAHNER, S.I.
Nuestra fe y el Magisterio
Pero por reales e importantes que sean estas situaciones, siempre quedará en pie algo
todavía más fundamental: nosotros creemos y predicamos lo que la Iglesia cree y
predica. La Iglesia tiene verdaderamente un Magisterio con sus exigencias; no es un
"club de debates". Un sacerdote, como tal, nunca será para sí y para los demás sólo el
representante de su opinión privada, por mucha verdad que sea que nunca puede
anunciar la fe de la Iglesia si no es a través de su propia subjetividad. No tenemos
derecho alguno a relativizar históricamente la doctrina de la Iglesia reduciéndola a un
"Interpretament" condicionado históricamente, a un "ignotum x" situado detrás de las
fórmulas de fe y que debería ser determinado por la arbitrariedad y según la
"conciencia" teológica de cada uno. Sabemos que la Verdad contenida en las
formulaciones de la Iglesia nunca podrá ser idéntica a éstas, pues apuntan al Misterio
indecible de Dios, pero nosotros creemos y anunciamos la doctrina de la Iglesia porque
la fe católica profesa que, precisamente en sus formulaciones, nos encontramos con la
existencia de aquella Verdad que dispone de nosotros, que es Dios como nuestra
salvación.
La historia nos muestra que una de las armas más repetidamente esgrimida contra lo
institucional de la Iglesia concreta e histórica ha sido la Escrit ura. La tentación se puede
sentir, y se siente hoy una vez más. Pero caer en ella seria desconocer que la Escritura
por su propio origen es Escritura de la Iglesia. Como norma y criterio de lo que la
Iglesia ha de ser a lo largo de la historia, la Iglesia concreta nunca ha de cesar de
confrontarse con ella; pero esta exigencia no justificará nunca una declaración de guerra
a lo institucional de la Iglesia con el arma de su Escritura. El ataque acabaría - la historia
es testigo- dirigiéndose contra la misma Escritura.
Espíritu autocrítico
Recordando 2 Cor 11,l y Gál 3, 15, permitidme decir casi brutalmente: yo prefiero la
medianía gris de un obispo torpe -y no vamos a negar que los hay- por estar más abierta
a la verdad total, que la idea luminosa de un teólo go genial, que restringe la verdad a su
"sistema". Naturalmente, más me agradarían ambas cosas a la vez, si ambos se
comprendiesen -cada uno en su misión- como momentos necesarios de una historia de
la fe de la Iglesia, que en definitiva es regida por Dios y por ningún otro.
Podemos ser unilaterales en nuestra teología si no lo notamos: así hace Dios a menudo
progresar la historia de los hombres. Pero sería fanatismo empeñarse en tal
unilateralidad cuando un poco de autocrítica leal -que siempre ha de preceder a la
crítica del Magisterio- nos lo descubra. No tenemos derecho a interpretar
subjetivamente el Magisterio si sabemos que tal interpretación ha sido o será rechazada
como "corrupción" de la fe. La actitud de quien en conciencia se sienta obligado a
permanecer en una postura contradictoria con la doctrina de la Iglesia -el Vaticano II
admite el error invencible en un hombre sin que por ello tenga que condenarse- no ha de
ser interpretar a su modo esta doctrina, sino abandonar con honradez y valentía esta
Iglesia, que ya no es la suya.
Nuestra fe es "católica"
Sería insuficiente definir la tarea del sacerdote de hoy con esta actitud obediente al
Magisterio. Su fe ha de integrar la teología tal como ésta debe ser hoy si quiere ser en
verdad teología católica. Atribuir la inseguridad o intranquilidad de la teología católica
actual a un simple afán de novedades no es llegar al fondo del verdadero problema. Lo
que verdaderamente estamos viviendo es el comienzo de un sano intento de
confrontación clara y decidida del mensaje cristiano con la comprensión de la existencia
del hombre de hoy. El camino por andar es todavía largo, pero hemos de seguirlo con
KARL RAHNER, S.I.
valentía si queremos sacar la teología católica del enquistamiento en que vivió durante
el último siglo y medio, y devolverle así su verdadera faz.
Si esta Iglesia -que es cada vez más "comunidad" de quienes aceptan personalmente la
fe cristiana- no quiere convertirse sociológicamente en una pequeña "secta", ha de
esforzarse por predicar al hombre de hoy, por poseer una teología viva que sea reflejo
del tiempo actual. El mundo ha de poder comprender lo que en la Iglesia se enseña, se
ora, se hace; la relación entre ambos ha de ser como de pregunta a respuesta. Si el
mundo se transforma, la teología ha de cambiar también, precisamente para poder
seguir siendo explicitación del viejo "Evangelio" y no de "ningún otro", lo cual es
compatible con la distancia crítica que la Iglesia ha de mantener frente al mundo.
Sociológicamente considerado, no tiene nada de extraño que el alto y bajo clero de una
sociedad eclesiástica se resista tenazmente a abandonar sus antiguas formas de pensar y
comportarse, y que difícilmente encuentre el nuevo lenguaje con el que debe anunciar
hoy el eterno Evangelio. Pero debe hacerse nueva teología. Nuevas formulaciones son la
única garantía de la permanencia y comprensión actual de lo que antes se creía y vivía
en la misma Iglesia. Si la teología se compromete verdaderamente en esta difícil tarea -y
lo contrario sería un signo de la muerte de la fe en la Iglesia-, el pluralismo de
direcciones y escuelas teológicas es hoy inevitable. Las razones son múltiples; basta que
pensemos en la velocidad con que se transforma el mundo, la pluralidad de situaciones
creada por la coexistencia de varias generaciones tan distintas, etc. Esta situación de la
teología, que naturalmente repercute en nuestra fe, hemos de sobrellevarla con paciencia
y esperanza cristianas. Es cierto que la teología actual tiene un gran número de
cuestiones para las que no acaba de encontrar una respuesta clara, segura y
universalmente válida. Pero de esto a afirmar que "ya no sabemos qué es lo que
creemos" media un abismo. Muchas de las cosas que se ven y se oyen entre el clero
actual son reacciones impacientes e imprudentes, más o menos angustiosas, ante una
situación teológica que es difícil, pero que, supuesto lo dicho, puede ser suficientemente
afrontada.
Hemos de creer con una fe valiente y animosa, que sepa sembrar entre lágrimas,
sobrellevar fracasos, realizar sus exigencias con buena cara y, al fin, dejar
esperanzadamente en manos de Dios la salvación de aquellos en cuyo corazón nuestra
palabra no encuentra acogida. Cargar todo fracaso a la nueva o a la vieja teología sería
tan falso como no querer sentir en él el acicate que nos mueva a seguir en la dura
búsqueda de una teología adecuada, ortodoxa y, precisamente por eso, nueva.
El proceso de "desmitologización"
Lo que de alguna manera parece "nuevo" en este proceso es que los hombres de hoy se
sientan capacitados para interpretar más exactamente lo que es la historia de la
salvación. Debemos diferenciar con mayor claridad unas de otras, las distintas
dimensiones de fa historia de la salvación, salvando siempre la unidad real de esta
historia. Debemos comprender que lo que Dios ha obrado por nuestra salvación no es
reconocible al mismo nivel y por los mismos medios que la realidad profana, como si
fuese algo que se encontrase junto a ella y que gozase del mismo tipo de inmediatez
respecto a nosotros. La acción salvífica de Dios en la historia hay que alcanzarla en su
propia profundidad por el acto de fe, que exige el compromiso de todo el hombre. Los
tiempos pasados interpretaban la acción de Dios como un acontecimiento situado sobre
la "superficie" de la historia humana y más o menos inmediato a un tipo de "empeiría"
que no se diferenciaba apenas de la ordinaria.
Este modo de pensar debemos abandonarlo hoy si queremos conservar lo que la antigua
fe cristiana vio y creyó. Hemos de aprender a ver las cosas de un modo más
diferenciado: el hombre es el ser abierto a la "incomprensibilidad" del Misterio
Absoluto y por esto los datos de la experiencia ordinaria, crítica y científicamente
verificados, no son la realidad y la historia simpliciter. Por otra parte, la dimensión
religiosa del hombre- -colmada por la autocomunicación salvífica de Dios "en gracia"-
no es un espacio herméticamente cerrado y totalmente independiente de su existencia
histórica. Más bien esta autocomunicación -y su experiencia profunda- penetra en el
recinto de la existencia histórica humana, la conforma, se manifiesta en ella, la
interpreta, se objetiviza en palabra, culto y sociedad religiosa, sin que por esto llegue
nunca a coincidir adecuadamente con sus objetivaciones en la dimensión de la
experiencia ordinaria.
y allí donde esta objetivación se hace presente de tal modo que aparece -para el que esté
dispuesto a creer- como la objetivación insuperable, irreversible y definitiva, allí está
Jesús el crucificado y resucitado, el Hijo del Padre, único hombre que ha logrado hacer
de su existencia una entrega perfecta a la voluntad de Dios.
Precisamente por esto podemos también hoy comprender más radical y reflejamente el
dogma del Hombre-Dios, Jesús, y debemos dejar a la historia de la salvación hasta
Jesús la unidad y la diferencia de sus dimensiones. No podemos identificar en la historia
de la salvación lo divino con lo que ante todo es profanidad, finitud, condicionalidad
histórica, palabra humana y modo de representación temporal. Por otra parte, tampoco
nos está permitido desterrar lo divino de la realidad una, a la cual también pertenece la
dimensión de la experiencia ordinaria y cotidiana; desde la experiencia de la gracia el
hombre podrá percibir, si quiere ver con los "ojos de la fe", la articulación de lo divino
en la dimensión de la realidad "empírica".
La teología trata hoy sobre todo de poner de relieve esta pluridimensionalidad.. Todos
los nuevos métodos de la hermenéutica, de la teología fundamental y de la historia de
los dogmas están al servicio de esta tarea. Algunas de sus consecuencias concretas las
palpamos ya. Así, la teología actual nos enseña a distinguir: milagro sí, prodigio no;
unión hipostática sí, latente monofisismo no; Hijo de Dios sí, Dios disfrazado de
hombre no, sino un auténtico hombre condicionado por el ambiente, por el lenguaje y el
pensamiento teológico de su tiempo, con un auténtico destino humano de tinieblas y
muerte, pero cuya última verdad y realidad es "radicalmente" la del mismo Dios;
descenso del Logos a la carne sí, pero tal que este descenso es para Jesús mismo, y
sobre todo para la experiencia que de él tenemos, la historia del ascenso y de la entrada
en el insondable misterio de Dios; verdadera revelación divina sí, entrega telefónica de
proposiciones desde el cielo no.
Como cristianos y sacerdotes no debemos dejarnos llevar por una mentalidad neurótica,
como si la fe cristiana fuera algo sólo posible de vivir en una lucha desesperada contra
amenazas y dificultades continuas. La realidad no es ésta. Es verdad que nuestra fe es lo
combatido desde fuera y lo ya no universalmente aceptado y reconocido. Pero esta
situación externa del hombre en una sociedad pluralista como la actual es inevitable.
KARL RAHNER, S.I.
Profundicemos en la fe
Si queremos defendernos contra esta intimidación casi enfermiza de nuestra fe, hemos
de conocerla y vivirla tal como está estructurada objetiva y subjetivamente en la
"jerarquía de verdades" (Vaticano 11). La fe cristiana no es en definitiva un sistema
complicado de enunciados dogmáticos aislados, que subjetivamente ya no pueden ser
"realizados" expresa y plenamente por el individuo; su núcleo vital y fundamental es
algo extraordinariamente simple: la evidencia de lo incomprensible que en lo más
profundo es la única evidencia. Esta incomprensibilidad, que llamamos Dios, es
aceptada, conocida y adorada en la fe cristiana como el Misterio que se nos comunica en
gracia y que nos perdona nuestra última finitud, obra de nuestro propio pecado.
Este Dios de la fe cristiana trasciende de tal modo toda dialéctica entre trascendencia e
historia, proximidad y lejanía, unidad y pluralidad, que abarca y comprende cuerpo y
espíritu, sociedad e individuo, teoría y praxis, trascendencia e historia; se presenta en
todos los ámbitos de la existencia humana -en cada uno según su naturaleza- y los
asume en gracia. De este modo irrumpe también en la historia. Y donde esta entrada de
Dios en la historia llega a ser el absoluto, radical e irreversible "sí" de Dios a los
hombres (2 Cor l, 19 ss), allí está Jesucristo, el hombre absolutamente abierto a Dios en
la obediencia de la muerte y absolutamente aceptado por Él en la Resurrección.
Fe definitiva y sacramental
Tal fe puede vivir confiada; es definitiva. Pueden venir tiempos, o haber llegado ya, en
los que muchos hombres en una sociedad atareadísima no sean capaces de realizar este
"éxtasis" radical del hombre, llamado fe cristiana, en lo profundo de su existencia y al
mismo tiempo en la objetividad refleja de una profesión de fe eclesial; quizá con culpa,
KARL RAHNER, S.I.
quizá -en último término- sin ella. Quizá muchos, en una situación existencial
abundante en posibilidades religiosas, no puedan llegar por su decisión personal
causada por la gracia a un expreso cristianismo eclesial.
Pero, sea como fuere, ¿debe esto cuestionar nuestra fe?, ¿debe por ello sentirse ésta
atacada? ¿Ha de afectar todo esto a un hombre cuyo núcleo personal lo constituye aquel
Centro de toda existencia llamado Dios, que se ha manifestado definitiva e
históricamente en Jesús de Nazareth?
El criterio auténtico de la fe
Conclusión
Hoy se nos pregunta, como cristianos y sacerdotes, por nuestra propia fe. No por una fe
que es eco de la opinión pública de una sociedad externa y "medievalmente" cristiana.
Se nos pregunta por una fe que está dispuesta a ser incondicionalmente eclesial y que al
mismo tiempo tiene el valor de afrontar todas las cuestiones que se debaten en la
moderna teología, porque sólo así puede ser verdaderamente ortodoxa. Se nos pregunta
si creemos desde el centro de la fe, o si somos meros administradores rabínicos de una
serie de proposiciones ortodoxas; si nuestra fe sufre las tinieblas del mundo y no las
huye; si nuestra fe es la del pecador creyente, que siempre cree por gracia desde su falta
de fe; una fe que es profesión de fe en Dios y no apología de posiciones de poder y de
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ideologías sociológicas; una fe que sabe, que sólo justifica y es justificada por el mundo
si es "energética" (Gál 5,6) en el amor, que sirve a los demás; una fe que no significa
mera interioridad privada, sino que es activa en esperanza, responsabilidad y obras en el
mundo.
Tal fe, que es gracia y por eso el mismo Dios, sólo puede ser vivida y actuada por el que
ora. La fe del sacerdote de hoy, o no existe, o es la fe del sacerdote -podíamos casi
decir- místicamente contemplativo. Es verdad que esta oración no puede ser hoy el lujo
privado de un alma pietista, sino que nos ha de brotar de la dureza misma de la vida.
Pero el sacerdote actual debe ser el sacerdote que ora. Igual que su misma teología ha de
ser una teología que reflexione "de rodillas", una teología que no llegue a convertirse en
un mero problema intelectua l. Y esto incluso si nuestra oración es una participación de
la angustia del Monte de los Olivos o del abandono de la Cruz.
Si hoy ha de haber creyentes, éstos sólo son posibles así. Jesús ha preguntado a sus
apóstoles: "¿También vosotros queréis marcharos?". ¿Podemos admirarnos si hoy a
nosotros, sacerdotes, se nos pregunta esto mismo, seriamente y no sólo "por fórmula",
de tal manera que no podamos aplazar más nuestra respuesta? La gracia de Dios nos
otorgó entonces una respuesta, que contiene la totalidad de la fe del cristianismo y su
última fundamentación: "Señor, ¿a quién vamos a ir? Tú tienes palabras de vida eterna y
nosotros sabemos y creemos que Tú eres el Santo de Dios" (Jn 6,68 ss). Nuestra vida
como sacerdotes y cristianos está resumida en esta frase.
Notas:
1
El texto íntegro de este artículo --cuyo original es la versión escrita de unas
conferencias del autor a los sacerdotes de la diócesis de Münster-- aparecerá traducido
en breva formando parte de una obra que publicará la Editorial Herder, Barcelona (N.
del E.).