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Cuando Pepita y yo nos damos la mano, no es ya como al principio.

Ambos

hacemos un esfuerzo de voluntad, y nos transmitimos, por nuestras diestras enlazadas,

todas las palpitaciones del corazón. Se diría que, por arte diabólico, obramos una

transfusión y mezcla de lo más sutil de nuestra sangre. Ella debe de sentir circular mi

vida por sus venas, como yo siento en las mías la suya.

Si estoy cerca de ella, la amo; si estoy lejos, la odio. A su vista, en su presencia, me

enamora, me atrae, me rinde con suavidad, me pone un yugo dulcísimo.

Su recuerdo me mata. Soñando con ella, sueño que me divide la garganta como

Judith al capitán de los asirios, que me atraviesa las sienes con un clavo, como Jael a

Sisara; pero a su lado, me parece la esposa del Cantar de los Cantares, y la llamo con

voz interior, y la bendigo, y la juzgo fuente sellada, huerto cerrado, flor del valle, lirio

de los campos, paloma mía y hermana.

Quiero libertarme de esta mujer y no puedo. La aborrezco y casi la adoro. Su

espíritu se infunde en mí al punto que la veo, y me posee, y me domina, y me humilla.

Todas las noches salgo de su casa diciendo: esta será la última noche que vuelva

aquí; y vuelvo a la noche siguiente.

Cuando habla, y estoy a su lado, mi alma queda como colgada de su boca; cuando

sonríe, se me antoja que un rayo de luz inmaterial se me entra en el corazón y le

alegra.

A veces, jugando al tresillo, se han tocado por acaso nuestras rodillas, y he sentido

un indescriptible sacudimiento.

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