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Arjé, sustancia y símbolo

Valores intangibles del agua


"Si Armilla es así por incompleta o por haber sido demolida, si hay detrás un
hechizo o sólo un capricho, lo ignoro. El hecho es que no tiene paredes, ni techos,
ni pavimentos: no tiene nada que la haga parecer una ciudad, excepto las
cañerías del agua, que suben verticales donde deberían estar las casas y se
ramifican donde deberían estar los pisos: una selva de caños que terminan en
grifos, duchas, sifones, rebosaderos. Contra el cielo blanquea algún lavabo o
bañera u otro artefacto, como frutos tardíos que han quedado colgados de las
ramas. Se diría que los fontaneros han terminado su trabajo y se han ido antes de
que llegaran los albañiles; o bien que sus instalaciones indestructibles han
resistido a una catástrofe, terremoto o corrosión de termitas. Abandonada antes o
después de haber sido habitada, no se puede decir que Armilla esté desierta. A
cualquier hora, alzando los ojos entre las cañerías, no es raro entrever una o
muchas mujeres jóvenes, espigadas, de no mucha estatura, que retozan en las
bañeras, se arquean bajo las duchas suspendidas sobre el vacío, hacen
abluciones, o se secan, o se perfuman, o se peinan los largos cabellos delante del
espejo. En el sol brillan los hilos de agua que se proyectan en abanico desde las
duchas, los chorros de los grifos, los surtidores, las salpicaduras, la espuma de las
esponjas. La explicación a que he llegado es ésta: de los cursos de agua
canalizados en las tuberías de Armilla han quedado dueñas ninfas y náyades.
Habituadas a remontar las venas subterráneas, les ha sido fácil avanzar en su
nuevo reino acuático, manar de fuentes multiplicadas, encontrar nuevos espejos,
nuevos juegos, nuevos modos de gozar del agua. Puede ser que su invasión haya
expulsado a los hombres, o puede ser que Armilla haya sido construida por los
hombres como un presente votivo para congraciarse con las ninfas ofendidas por
la manumisión de las aguas. En todo caso, ahora parecen contentas esas
mujercitas: por la mañana se las oye cantar". Italo Calvino, Las ciudades invisibles.
"Detrás de nuestra casa trabaja un río". Manuel de Barros
"Tiende el agua a ocupar el espacio que el amor no alcanza". Rafael Pérez
Estrada
Alguien tiene sed, se levanta del asiento, va a la cocina y se dirige al fregadero:
una mano abre el grifo, la otra recoge su agua en un vaso y la bebe. Este gesto
rutinario y sencillo, desposeído por su cotidianidad de todo valor simbólico,
encierra en sí mismo un profundo sentido de la vida, el de la perdurabilidad de la
especie en nuestro planeta al dar respuesta a una de nuestras necesidades
básicas, la sed, demanda física para el bienestar del organismo que nos contiene:
el cuerpo, una de las dimensiones que, junto al alma, conciertan nuestra condición
humana, tal como nos devuelve el espejo de la filosofía en su andar milenario.
Cuestión a tener en cuenta es la escasa conciencia que el ser humano que habita
el mundo desarrollado tiene de ello en el siglo XXI. Su modo de vida asociado a un
arrogante antropocentrismo, a una economía desligada de la Naturaleza, razón y
medio de vida, a un modelo de felicidad basado en la acumulación de bienes
materiales (el consumo) y al uso de la tecnología como un fin, lo está
conduciendo, quizás, a la habitación oscura de la autodestrucción (crisis
ambiental, deshumanización).
Nos decía Miguel Delibes: “… el hombre, nos guste o no, tiene sus raíces en la
Naturaleza y al desarraigarlo con el señuelo de la técnica lo hemos despojado de
su esencia”. El hombre, la mujer de hoy, encerrado en su hábitat rascacielos,
hipnotizado por los mass media,parece vivir de espaldas a los valores esenciales
de su propia condiciónbiológica. No ve más allá del aquí y ahora, del hoy para el
hoy mismo, como si una ceguera evolutiva le hiciera insensible ante el ciclo
integral de la vida y, por lo tanto, al valor esencial de una sustancia como el agua
que ancla y anima a su organismo y al resto de seres vivos que forman parte de la
cadena trófica.
Ya lo advierten científicos de la agroecología y otros intelectuales desde distintos
ámbitos: un mal amnésico se ha instalado en la médula social de nuestra
civilización, la pérdida de la memoria biocultural, de la memoria histórica como
especie, producto de la ruptura espacio temporal que ha provocado la velocidad
del “progreso“ tecnológico del último siglo, y el tren de la codicia que ha guiado su
espíritu. Admiramos más, en un ejercicio de exceso de narcisismo, el resultado de
la inteligencia del propio hombre en su intención creadora que los de la Naturaleza
de la que somos parte y todo. Nos asombramos ante la elevada arquitectura de
hierro pudelado de la Torre Eiffel, pero no ante la estructura que plantean las
moléculas del aire que llenan sus vanos, y que entran en nuestros pulmones como
indispensable alimento para nuestro ánimo (alma/soplo): protegemos la torre, pero
comerciamos con el aire (mercados de carbono), o con el agua o con la tierra. Por
no seguir ahondando en la obsesión virtual en la que habitan las nuevas
generaciones con sus pantallas portátiles y su deriva adictiva a las ofrendas de la
publicidad. Vivimos en edificios colmados de ventanas que dan al asfalto o al
imaginario de la red social.
La naturaleza, el agua, porción de la que somos, configura un paisaje que nos
emociona y modela afectivamente la mirada, pero cada vez más somos paisaje
acristalado, paisaje virtual: hemos sustituido el sujeto de la emoción y coleteamos
perdidos inmersos en el mar del ciberespacio, mientras la tierra sigue sangrando
por nuestro déficit de humanidad, la ignoramos.En síntesis, un endogámico culto a
sí mismo propagado por la crematística dominante, el beneficio a toda costa, que
nos ha alejado del árbol y su metamorfosis, del cielo protector y de las antiguas
divinidades del agua.
Cuando nos miramos en un espejo de agua, es ella, la misma agua la que se mira
a sí misma: somos agua y no es un tópico. Llegamos al mundo como yema
envuelta en la clara de su huevo. Casi un ochenta por ciento de nuestra masa
corpórea está compuesta por dos átomos de hidrógeno y uno de oxígeno,
camaleónica agua que da sentido a nuestra sangre, a nuestros huesos, músculos
y tejidos. No andaba muy equivocado en sus predicciones el primer filósofo que
intentó dar una explicación física al origen del mundo, Tales de Mileto: «Todo es
agua» (Aristóteles, Metafísica, A, 3, 983 b 6). El problema es que ya no reparamos
en el acto autocomplaciente y poético de mirarnos en el agua, o cuando lo
intentamos, en general, el agua es una sombra estancada y adúltera morada de
sustancias tóxicas. Ha perdido uno de sus valores intrínsecos, el movimiento y la
transparencia, su cualidad de hacerse sensible al paso de la luz y a la
regeneración, a la llamada de la vida. Si muere el agua, nosotros morimos con
ella. Por ello, no es baladí que el agua sea un símbolo esencial en todas las
culturas ancestrales que nos precedieron: es una manifestación de belleza,
armonía e identidad. Su cuerpo fluido nos invita al juego y a la risa, expresiones de
felicidad, creación y libertad. El culto al agua está presente en Mesopotamia, cuna
de la agricultura en torno a los ríos Tigris, Éufrates, Jordán y el Nilo, en el antiguo
Egipto; pasando por Grecia y Roma, Al-Andalus o las culturas precolombinas o
hindúes (el sagrado Ganges). Numerosas deidades a lo largo y ancho de la
geografía terrestre y humana han dado cobertura a los miedos del ser humano
frente a lo desconocido; y numerosos los ritos sacros en los que el agua ejerce un
papel purificador e iniciático (agua bendita, agua salud, agua hospitalaria, agua
identidad). Todas ellas configuraban cosmogonías ligadas a una conciencia en el
que la Tierra tenía un sentido de morada, de hogar protector que, a su vez, había
que salvaguardar por respeto al origen de la vida (el sentido de la supervivencia),
y desde el culto a los dioses.
En la actualidad, la situación es inversamente proporcional al legado de prudencia
que las sabidurías antiguas nos han legado en sus testimonios de culto al agua y,
en general, a la Naturaleza. El racionalismo científico, que ha supuestos tantos
logros para la modernidad, ha mordido en su propio anzuelo por un exceso de
especialización. Se estudian las partes, pero no se ve el todo, y de ahí el abusivo
despliegue tecnológico sin reparar en efectos. Como avisaba Ortega y Gasset al
desmenuzar la sociología de nuestra era en La rebelión de las masas: "el científico
ha ido perdiendo contacto con una interpretación integral del universo… el hombre
de ciencia actual es el prototipo de hombre-masa… la misma ciencia ha ido
haciendo de él un primitivo, un bárbaro moderno”. Es decir, se ha ganado en
porciones de información engendrada en tecnología, se ha perdido en sabiduría y
virtud.
Si eso ocurre en el mundo académico (la supuesta trinchera del saber), la
situación en la sociedad no lo es menos: una laxitud ambiental es la expresión de
un pensamiento colectivo, en general, que se deja ir, salvo catástrofes mayúsculas
como los desastres de Aznalcollar, Prestige ..., paradójicamente, en las aguas de
la indiferencia. Por el contrario, nuevos movimientos sociales, incluida la ciencia
más consciente, tristemente emocionados por la abusiva especulación sobre los
recursos naturales, base de la salud planetaria, llevan reclamando un cambio de
paradigma socioeconómico, una nueva sensibilidad educadora, una vieja/nueva
forma de relacionarnos con el íntimo y universal patrimonio que es en sí mismo la
vida y sus manifestaciones.
Este es el caso del movimiento de la Nueva Cultura del Agua (NCA), que
representa una perspectiva de cambio en las políticas hidrológicas
intervencionistas de nuestro país y, de modo más general, en la regeneración de
las políticas medioambientales. Se aboga por un profundo cambio de valores
inspirándose en la ética ecológica y la cultura de la sustentabilidad. Se trataría de
vivir mejor, pero con menos recursos y con más calidad y equidad en su reparto.
Como acertadamente señala uno de sus fundadores, el Catedrático de
Hidrogeología Francisco Javier Martínez Gil, la gestión del agua en sus usos exige
una inexcusable visión humanística en planteamientos que vayan más allá de un
concepto cicatero del desarrollo económico cegado por el productivismo: “No todo
es negocio, es esencial contemplar el componente cultural y emocional del agua y
de los ríos, lo que significan para el ser humano… nos falta más cultura y
sensibilidad que agua".
En el empeño de cultivar esa sensibilidad está una de las razones de la
visión/misión educadora de la NCA. Ahora bien, ¿cómo hacer crecer la hierba
entre la roca, la consciencia de agua y de la vida, la flor en el desierto? A pesar de
todas las dificultades que contiene un mundo levantado sobre el ruido de la
información y la publicidad, siempre nos quedará el “París de la palabra”, el
diálogo como camino, la educación como práctica de libertad y pedagogía de la
esperanza que nos legó, entre otras, la visión y el testimonio del educador
brasileño Paulo Freire. Un corazón inunda, una gota multiplica, una experiencia
transforma. Y es aquí, en la experiencia de comunicación entre iguales y en la
experiencia propia con el agua (su cualidad de alimento, salud y emoción) donde
podemos encontrar un filón, no exento de profundidad y dificultad, para hacer valer
la necesidad de preservarla de los abusos como sustancia primigenia y símbolo
sagrado.
La educación en todos sus ámbitos (académico, no formal e informal) y,
especialmente, la Educación Ambiental (EA) dentro del marco de la Educación
Permanente formalizada por la UNESCO, es una de las vértebras para diseñar la
conquista de esta nueva sensibilidad social. Una formación celosamente
racionalista y encerrada en los cálculos (no más allá del aula y la medida del
rendimiento), ha de dejar paso a una pedagogía de la emoción recreada desde la
cultura del encuentro, del gozo sensato y el disfrute de los paisajes y espacios del
agua. Quizás volviendo nuestra mirada sentida a los ríos, lagos y mares,
comprendiendo la necesidad de su fluir, atendiendo a la llamada de su dolor
(presas, trasvases, contaminación, etc.), podremos lograr una nueva consciencia
que nos mueva el polo positivo de la indignación y la crítica. Una actitud vital, en
pie de agua, que nos anime a promover acciones colectivas que permitan derribar
algunos de los muros de las jerarquías políticas que, condicionadas por agentes
exteriores, hacen del bien público su propio bien. Se trataría de una educación que
afronte los problemas de su tiempo, una educación como aventura existencial y
ejercicio de la ciudadanía.
En consonancia, la EA debe contemplar la necesidad de encontrar alianzas entre
los profesionales del sistema educativo y de los medios de comunicación, para
revertir el mensaje distorsionado que se transmite a la sociedad sobre los
problemas del agua. Hay una inercia cultural que mantiene un lenguaje basado en
la lógica de la intervención, del manejo y reparto del agua, del sometimiento del
recurso a un modelo insostenible de crecimiento. Este lenguaje, apoyado por un
determinado tipo de ciencia y tecnología e instalado también en los currícula
educativos (programas y libros de texto), crea opinión y pensamiento
unidireccional, constituyendo un principal obstáculo para que llegue a la sociedad
un mensaje objetivo, y con posibilidad para la emoción y el cambio.
La educación en materia de agua ha de procurar en todo momento la creación del
sujeto social (el sentido común cooperante), al pensar sobre sus contextos
próximos y globales (nos duele lo que sentimos cerca y remite cuando se tejen
puentes al exterior); y será útil si eseducación popular capaz de revertir el frío de
lo particular en el calor de lo colectividad sensible y organizada, el espectador en
actor, la resignación en esperanza, la isla en archipiélago, en movimiento social
para un nuevo culto activo alarjé, a la sustancia y el símbolo que aquí nos trae: la
fecundidad del agua, la preservación de la vida.

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