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Algunos extractos de «El Estado agresor.

La
guerra de Washington contra el mundo»
Wiiliam Blum

A muchos norteamericanos les resulta extremadamente difícil


aceptar la idea de que los actos terroristas contra los Estados
Unidos pueden ser considerados una venganza por la política de
Washington D.C. en el extranjero. Ellos creen que EEUU es elegido
como blanco por su libertad, su democracia y su riqueza. La
Administración Bush Jr., como hicieron sus predecesoras tras otros
atentados terroristas, ha promocionado esa idea como la oficial
desde los atentados.

El Consejo Americano de Depositarios y Graduados, un grupo


conservador que hace la función de perro guardián, fundado por
Lynne Cheney, mujer del vicepresidente, y por el senador Joseph
Lieberman, anunció en noviembre la formación del primer Fondo
para la Defensa de la Civilización declarando: «No sólo América fue
atacada el 11 de septiembre, sino toda la civilización. No nos
atacan por nuestros vicios, sino por nuestras virtudes».

Pero los oficiales del Gobierno saben mejor que ellos lo que
sucedió en realidad. Un estudio de 1997, llevado a cabo por el
Departamento de Defensa, concluía que «los datos históricos
muestran una fuerte correlación entre la implicación de EEUU en
situaciones internacionales y un aumento del número de atentados
terroristas contra los Estados Unidos».

El antiguo presidente Jimmy Carter, algunos años después de


dejar la Casa Blanca, se manifestaba inequívocamente de acuerdo
con esto: «Enviamos a los marines al Líbano y sólo tienes que ir al
Líbano, o a Siria, o a Jordania, para presenciar en primera línea el
odio intenso que mucha gente profesa a los Estados Unidos porque
bombardean y asesinan sin piedad a civiles totalmente inocentes
(mujeres, niños, granjeros y amas de casa) en esos pueblos
cercanos a Beirut [...] Como consecuencia [...] nos hemos
convertido en una especie de Satán en esas mentes
profundamente resentidas. Eso es lo que provocó la toma de
rehenes [en Irán] y eso es lo que ha suscitado algunos de los
atentados terroristas, que fueron totalmente injustificados y
criminales».

Los terroristas responsables del ataque original al World Trade


Center, en 1993, enviaron una carta al New York Times que en
parte declaraba: «Afirmamos nuestra responsabilidad en las
explosiones del mencionado edificio. Esta acción se hizo en
respuesta al apoyo militar, económico y político a Israel, el Estado
del terrorismo, y al resto de dictaduras de países vecinos».

TORRENTE DE MISILES

[...] Durante los dos meses y medio que siguieron al 11 de


septiembre, la nación más poderosa de la Historia lanzó un
torrente diario de misiles en Afganistán, uno de los países más
pobres y subdesarrollados del mundo.

Finalmente, la misma pregunta fue llevada al estrado en todo el


mundo: ¿quién mató más gente inocente e indefensa? ¿Los
terroristas en EEUU el 11 de septiembre con sus bombas aéreas o
los norteamericanos en Afganistán con sus misiles de crucero
AGM-86D, sus misiles AGM-130, sus bombas cortamargaritas de
7.500 kilogramos, su uranio y sus bombas de dispersión?

Durante años, el cómputo de las víctimas del terrorismo en Nueva


York, Washington D.C. y Pensilvania se mantuvo en una cifra de
alrededor de 3.000. La suma total de civiles muertos en Afganistán
como consecuencia del bombardeo norteamericano fue
básicamente ignorada por los oficiales de EEUU y por casi todo el
resto del mundo; pero una compilación meticulosa de numerosos
informes individuales, procedentes de medios de comunicación
estadounidenses e internacionales y organizaciones de derechos
humanos, llevada a cabo por un profesor estadounidense, contaba
considerablemente más de 3.500 muertos afganos a principios de
diciembre y la cifra seguía aumentando.

Esta cifra no incluye a los que murieron más tarde por heridas de
bomba, o los que fallecieron de frío y de hambre debido a que sus
casas fueron destrozadas durante el bombardeo, o los muertos
también de hambre y de frío entre los miles de refugiados internos
que escapaban del bombardeo. Tampoco incluye a los miles de
muertos militares ni a los cientos de prisioneros que fueron
ejecutados o masacrados por los nuevos aliados de Washington
D.C., «los guerreros de la libertad», conjuntamente con los
operativos del Ejército y la Inteligencia norteamericanos. En el
análisis final, al número alcanzado faltaría añadirle también las
inevitables víctimas de las bombas de dispersión convertidas en
minas y los que perecieron más lentamente de enfermedades
causadas por el uranio.

No habrá ningún minuto de silencio por los muertos afganos, ni


misas en su memoria con la asistencia de altos oficiales
estadounidenses y celebridades del mundo del espectáculo, ni
mensajes de condolencia enviados por líderes de Estado, ni
millones de dólares para los familiares de las víctimas. Y aun así,
considerándolo en su globalidad, fue un baño de sangre que podría
más que rivalizar con el del 11 de septiembre.

LA MISION DE UN IDIOTA VIOLENTO

¿Y de los miles de muertos en Afganistán, cuántos, puede


afirmarse con alguna certeza, habían jugado un papel a conciencia
en la catástrofe norteamericana?

Según el vídeo que Osama bin Laden presentó al mundo a través


del Gobierno de EEUU, él mismo no supo el día exacto del
atentado terrorista hasta cinco días antes de que tuviera lugar, y
la mayoría de los secuestradores no supieron que formaban parte
de una misión suicida hasta que se preparaban para embarcar en
los aviones. (Parece ser que el FBI llegó a esta última conclusión
mucho antes de que el vídeo se hiciera público). Si eso es cierto,
se podría decir con bastante seguridad que poquísima gente más
en el mundo participó conscientemente en la trama, quizás un
número que podría contarse con los dedos de una mano. En
consecuencia, si la campaña de bombardeo en Afganistán fue
ideada para matar a los perpetradores, fue la misión de un idiota,
de un idiota violento.

Si Timothy McVeigh, autor del terrible ataque con bomba al edificio


federal en Oklahoma City, en 1995, no hubiera sido rápidamente
atrapado, ¿habría bombardeado EEUU el estado de Michigan o
cualquier otro lugar que él considerase su hogar? No, habría
emprendido una monumental caza del hombre hasta encontrarlo y
castigarlo.Pero en Afganistán los Estados Unidos actuaron
prácticamente asumiendo que todo el que apoyara al Gobierno
talibán, nativo o extranjero, 1) era un terrorista, 2) estaba
moralmente, si no legalmente, manchado con la sangre del 11 de
septiembre (o tal vez alguna otra acción antinorteamericana del
pasado) y, por tanto, aquello no era más que un juego justo.

Sin embargo, cuando el zapato lo calza otro pie, incluso EEUU


puede darse cuenta de dónde está el más honorable camino a
seguir.Opinando sobre los problemas de Rusia con Chechenia en
1999, el segundo al mando del Departamento de Estado de EEUU,
Strobe Talbott, instó a Moscú a mostrar «prudencia y sensatez».
Prudencia, dijo, «quiere decir tomar acciones contra auténticos
terroristas, pero no usando la fuerza indiscriminadamente, ya que
se pone en peligro a inocentes».

Sugerir una equivalencia moral entre Estados Unidos y los


terroristas (o durante la Guerra Fría, comunistas) nunca deja de
encender la ira norteamericana. Los terroristas se proponen matar
civiles, nos dice, mientras cualquier víctima de las bombas
estadounidenses no combatiente ha sido completamente
accidental.

DAÑOS COLATERALES

Cuando los Estados Unidos entran en uno de sus períodos de


bombardeo frenético y sus misiles acaban con la vida de
numerosos civiles, a eso se le llama «daño colateral» infligido por
los hados de la guerra; puesto que los auténticos blancos, se nos
dice invariablemente, eran militares.

Pero si día tras día, en un país o en otro, tiene lugar la misma


situación (el lanzamiento de enormes cantidades de materiales
poderosamente letales desde grandes altitudes, con el total
conocimiento de que un alto número de civiles perecerán o
sufrirán mutilaciones, incluso sin que los misiles se «extravíen»),
¿qué se puede decir del Ejército estadounidense? Lo mejor, lo más
compasivo, es que simplemente les tiene sin cuidado. Quieren
bombardear y destrozar con ciertos fines políticos, y no les
preocupa en especial si la población civil sufre dolorosamente.

En Afganistán, cuando en sucesivos días en octubre los


helicópteros de combate ametrallaron y destruyeron el remoto
pueblo granjero de Chowkar-Karez, matando a 93 civiles, un oficial
del Pentágono se atrevió a declarar en cierto momento: «Esa
gente está muerta porque nosotros la quisimos muerta»; mientras
que el secretario de Defensa de EEUU, Donald Rumsfeld, comentó:
«No puedo ocuparme de ese pueblo en particular».

[...] Como reacción a unas espantosas imágenes de víctimas del


bombardeo en Afganistán y la explícita preocupación de Europa y
de Oriente Medio por las bajas civiles, los medios de comunicación
estadounidenses procuraron conceder menos importancia a dichas
muertes.

El presidente de Cable News Network (CNN) advirtió al personal de


noticias que «parece perverso concentrarnos demasiado en las
bajas o en los apuros de Afganistán». Un informe de la Fox
Network sobre la guerra debatía si los periodistas deberían o no
molestarse en cubrir muertes de civiles. «La cuestión», dijo el
presentador, «es que las bajas de civiles son históricamente, en
realidad, por definición, parte de la guerra. ¿Deberíamos entonces
darles tratamiento de noticia?». Su invitado de la Radio Pública
Nacional replicó: «No. Mira, en la guerra se trata de matar a
gente. Las bajas ciudadanas son inevitables». Otro invitado, un
columnista de la revista nacional US News & World Report, se
mostraba de acuerdo: «Las bajas civiles no son noticia. El hecho
es que van asociadas a la guerra».

Pero si los atentados del 11 de septiembre fueron realmente un


acto de guerra, como George W. Bush y sus secuaces le han
contado tantas veces al mundo, entonces las muertes del 11 de
septiembre fueron claramente bajas civiles de guerra. ¿Por qué,
pues, les han dedicado tanto tiempo a esas muertes en los medios
de comunicación?

Ésa es, por supuesto, la única clase de muertes que los


norteamericanos quieren oír hablar, y pueden ponerse muy
furiosos cuando se les mencionan las muertes afganas. En un
memorándum que circulaba por Panamá City, el News Herald de
Florida advertía a los editores: «NO USAR fotografías en página 1A
mostrando bajas civiles de la guerra de EEUU en Afganistán.
Nuestro periódico hermano en la playa de Fort Walton lo ha hecho
y ha recibido cientos de e-mails amenazadores y otros mensajes
por el estilo».

Las autoridades estadounidenses pueden ciertamente contar con el


apoyo del pueblo norteamericano y con el colectivo de medios de
comunicación para sus guerras. Llevaría un colosal esfuerzo de
investigación descubrir un solo periódico diario estadounidense que
inequívocamente se opusiera al bombardeo de Afganistán por
parte de EEUU.

O un solo periódico diario estadounidense que inequívocamente se


hubiera opuesto al bombardeo de Yugoslavia por parte de la
OTAN/EEUU dos años antes.

O un solo periódico diario norteamericano que inequívocamente se


hubiera opuesto al bombardeo de Irak, en 1991.

¿No resulta extraordinario? En una sociedad supuestamente libre,


con una supuesta libertad de expresión para la prensa y casi 1.500
periódicos diarios, lo más probable debería ser exactamente lo
contrario. Pero no es así.

[...] El bombardeo norteamericano de Afganistán puede muy bien


convertirse en una catástrofe política. ¿Puede dudarse que miles
de personas de todo el mundo musulmán se sentirán emocional y
espiritualmente llamados a la causa del próximo Osama bin Laden
debido a la horrible devastación llevada a cabo? Es decir, la
próxima generación de terroristas. De hecho, en diciembre,
mientras las bombas seguían cayendo sobre Afganistán, un
hombre (el ciudadano británico Richard Reid, convertido al Islam)
intentó volar un avión de la American Airlines con destino a los
Estados Unidos de América con explosivos escondidos en sus
zapatos. En la mezquita londinense a la que Reid solía asistir el
clérigo responsable advirtió que los extremistas estaban alistando
más jóvenes como Reid, y que agentes relacionados con radicales
musulmanes habían puesto más energía en reclutar adeptos desde
el 11 de septiembre.El clérigo afirmó que sabía de cientos de
Richards Reids reclutados en Gran Bretaña. Se dijo que Reid,
descrito en la prensa como «alguien que se deja llevar por la
corriente», viajó a Israel, Egipto, Holanda y Bélgica antes de llegar
a París y embarcar en el avión de American Airlines. Esto pone
sobre la mesa la cuestión de quién le financiaba. Parece que el
reciente congelamiento de numerosas cuentas bancarias de
presuntos grupos terroristas en todo el mundo por parte de los
Estados Unidos debe de haber tenido más bien un limitado efecto.

Los norteamericanos no se sienten más seguros en sus puestos de


trabajo, en sus lugares de ocio o en sus viajes de lo que se sentían
el día antes de que su Gobierno comenzase los bombardeos.

SI YO FUERA PRESIDENTE

¿Ha aprendido algo la elite del poder? Aquí están las palabras que
James Woolsey, antiguo director de la CIA, pronunció en diciembre
en Washington D.C., abogando por una invasión de Irak y no
concediendo el más mínimo interés o preocupación a la respuesta
del mundo árabe: «El silencio del público árabe tras las victorias
americanas», dijo, «prueba que sólo el miedo reestablecerá el
respeto por los Estados Unidos».

¿Qué pueden hacer entonces los Estados Unidos de América para


acabar con el terrorismo dirigido contra ellos? La respuesta está en
retirar las motivaciones antinorteamericanas que los terroristas
comparten. Para conseguir esto, la política exterior estadounidense
tendrá que experimentar una profunda metamorfosis, como lo
atestigua el contenido de este libro. Si yo fuera presidente, podría
detener los atentados terroristas contra Estados Unidos en unos
pocos días. Para siempre. Primero pediría perdón a todas las
viudas y huérfanos, a los torturados y empobrecidos y a los
muchos millones de otras víctimas del imperialismo
norteamericano.Entonces anunciaría con toda sinceridad, a todos
los rincones del mundo, que las intervenciones globales de los
Estados Unidos de América se han terminado e informaría de que
Israel ya no es el estado número 51 de EEUU, sino que, de ahora
en adelante (por extraño que parezca), es un país extranjero.
Reduciría entonces el presupuesto militar al menos en un 90% y
usaría la cantidad ahorrada para pagar indemnizaciones a las
víctimas [...].
Esto es lo que haría en mis tres primeros días en la Casa Blanca.
En mi cuarto día, sería asesinado.

«El Estado agresor. La guerra de Washington contra el


mundo», de William Blum está editado en España por La
Esfera de los Libros y en Cuba, bajo el título "Estado
Villano" por Casa Editora Abril, con prólogo de Ignacio
Ramonet

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