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 El Buscador

Esta es la historia de un hombre al que yo definiría como buscador. Un buscador es alguien que busca. No
necesariamente es alguien que encuentra. Tampoco es alguien que sabe lo que está buscando. Es
simplemente alguien para quien su vida es una búsqueda.

Un día nuestro Buscador sintió que debía ir hacia la ciudad de Kammir. Él había aprendido a hacer caso
riguroso a esas sensaciones que venían de un lugar desconocido de sí mismo, así que dejó todo y partió.
Después de dos días de marcha por los polvorientos caminos, divisó Kammir a lo lejos, pero un poco antes
de llegar al pueblo, una colina a la derecha del sendero le llamó la atención. Estaba tapizada de un verde
maravilloso y había un montón de árboles, pájaros y flores encantadoras. Estaba rodeaba por completo
por una especie de valla pequeña de madera lustrada, y una portezuela de bronce lo invitaba a entrar. De
pronto sintió que olvidaba el pueblo y sucumbió ante la tentación de descansar por un momento en ese
lugar.

El Buscador traspasó el portal y empezó a caminar lentamente entre las piedras blancas que estaban
distribuidas como por azar entre los árboles. Dejó que sus ojos, que eran los de un buscador, pasearan
por el lugar… y quizá por eso descubrió, sobre una de las piedras, aquella inscripción? Abedul Tare, vivió
8 años, 6 meses, 2 semanas y 3 días? Se sobrecogió un poco al darse cuenta de que esa piedra no era
simplemente una piedra. Era una lápida, y sintió pena al pensar que un niño de tan corta edad estaba
enterrado en ese lugar?

Mirando a su alrededor, el hombre se dio cuenta de que la piedra de al lado también tenía una inscripción.
Al acercarse a leerla, descifró: Lamar Kalib, vivió 5 años, 8 meses y 3 semanas. El buscador se sintió
terriblemente conmocionado. Este hermoso lugar era un cementerio y cada piedra una lápida. Todas
tenían inscripciones similares: un nombre y el tiempo de vida exacto del muerto, pero lo que lo contactó
con el espanto, fue comprobar que, el que más tiempo había vivido, apenas sobrepasaba 11 años.
Embargado por un dolor terrible, se sentó y se puso a llorar.

El cuidador del cementerio pasaba por ahí y se acercó, lo miró llorar por un rato en silencio y luego le
preguntó si lloraba por algún familiar.

– No, ningún familiar? dijo el buscador – Pero… ¿qué pasa con este pueblo? ¿Qué cosa tan terrible hay
en esta ciudad? ¿Por qué tantos niños muertos enterrados en este lugar? ¿Cuál es la horrible maldición
que pesa sobre esta gente, que lo ha obligado a construir un cementerio de niños?

El anciano cuidador sonrió y dijo:

“Puede usted serenarse, no hay tal maldición, lo que pasa es que aquí tenemos una vieja costumbre. Le
contaré… Cuando un joven cumple quince años, sus padres le regalan una libreta, como ésta que tengo
aquí, colgando del cuello, y es tradición entre nosotros que, a partir de entonces, cada vez que uno disfruta
intensamente de algo, abra la libreta y anote en ella: a la izquierda, qué fue lo disfrutado, a la derecha,
cuánto tiempo duró ese gozo. ¿Conoció a su novia y se enamoró de ella? ¿Cuánto tiempo duró esa pasión
enorme y el placer de conocerla? ¿Una semana, dos? ¿Tres semanas y media? ¿Y después?, la emoción
del primer beso, ¿cuánto duró? ¿El minuto y medio del beso? ¿Dos días? ¿Una semana?

¿Y el embarazo o el nacimiento del primer hijo? ¿Y el casamiento de los amigos? ¿Y el viaje más
deseado? ¿Y el encuentro con el hermano que vuelve de un país lejano? ¿Cuánto duró el disfrutar de
estas situaciones?, ¿horas?, ¿días?

Así vamos anotando en la libreta cada momento, cada gozo, cada sentimiento pleno e intenso… Y cuando
alguien se muere, es nuestra costumbre abrir su libreta y sumar el tiempo de lo disfrutado, para escribirlo
sobre su tumba. Porque ése es, para nosotros, el único y verdadero tiempo vivido.”
Los titanes del tiempo
Se acercaba el tiempo de las luciérnagas en el aire, esas pequeñas luces que con las primeras lluvias dan
la idea de ser chispas de fuego al extinguirse el incendio que quemaba la tierra en el verano.
La noche que no era noche delineaba figuras chinescas por el camino de tierra, de piedra, de polvo, de
lodo. En el lento vaivén del alarido de un viento quejumbroso flotaba la frescura de un cielo estrellado, sin
nubes, sin sombras. Cuando pasaba por el camino de pedregales el sonido se hizo grande, que cubría
todo, que lo envolvía todo y el firmamento se movía como si viajara en barco. De pronto se sintió caer en
un profundo abismo, sintió volar hacia atrás, de espaldas por un segundo sin fin.
El ladrido de un perro negro que dormía en el camino lo vino a despertar, era como alma de diablo que
mostraba sus dientes blancos mientras pasaban Lila, una vieja mula acanelada, y él montado sobre ella
casi dormido en el sueño del amanecer eterno.
¡Guau!, ¡guau!, ¡guau!, ¡guau!, guauuuu… ladraba el perro en tanto corría y regresaba como queriendo
jugar a espaldas de la bestia, Lila seguía con su andar tranquilo como si también durmiera de tanto
caminar. Don Encarnación se tocó la cintura para revisar si seguía ahí el machete que colocó con mucho
cuidado al salir de su casa. Y tubo que sostenerse también el sombrero ancho para no caerse porque la
mula despertó asustada, ya que se sintió caer de espaldas frente a la fuerza del ladrido de un lebrel pinto
que se oponía a su camino.
-¡ShÍÍtT!, ¡chucho! –dijo, para apartar al animal del pasaje-. Silencio. Atrás quedó la granja de los frailes y
sus fieros guardianes caninos.
-¡Mercado central!, ¡mercado central!, ¡vamos madre!, ¡llega, llega! Con las primeras luces sonaban las
bocinas como reses para el matadero, docenas de canastos y sacos con plumas, frutos, verduras y
hortalizas eran cargados al camión donde viajaría Ña Candelaria. Bajo la luz de las estrellas y luceros
pálidos florecía un verdadero mercado terrestre, casi acuoso por el vapor de las tazas de café que servían
unas mujeres prietas a los camioneros rechonchos y malhumorados. Cestos con gallinas, patos, pavos;
limón, toronja, chile, tomate, cebolla; calabazas, porotos y maíz.
En la alforja fósforos, ocote, pixtones, sal, chile, agua. La oscuridad palidecía como hombre que se asusta
y que dormido enflaquece y despierto muere. La aurora aparecía tímida y ligera detrás de cerros con
dioses seculares. El canto del cenzontle lloraba agua, y el hombre con su mula llegaba al monte, para
trabajar la tierra sagrada y benévola, que generosa da a su tiempo la espiga que es la madre del pan, y el
maíz, padre del hombre americano. El sol pintaba el horizonte con sus rayos de luz, mula y hombre eran
como sombras en ese paisaje de oro. Los brazos y piernas reumáticos de tanto labrar la tierra comenzaron
su larga faena. Olía a tierra seca.
Doña Candelaria, mujer vieja y paciente como su esposo, llevó a vender miltomates verdes, gallinas
amarillas y conejos blancos a la plaza de la ciudad.
-¡Hoy no hay venta!, ¡aquí nadie vende más! –gritaron unos gendarmes. Y hubo que correr para salvar la
vida, y dejar la venta para no ir al calabozo, y llorar para destruir el badajo de plomo en la garganta. Los
miserables no tienen derecho a ganarse la vida honradamente porque causan desorden y afean las
horribles ciudades. Y causan enojos a los grandes estadistas idiotas, burgueses que creen ver todo y no
ven nada.
Los primeros aguaceros agujerearon las viejas láminas de cinc. Don Encarnación regresó a casa y se
quitó las botas de hule, ahora llenas de agua limpia y llovida. Entró a la cocina y vio a su esposa con las
pupilas llenas de granizos calientes, tan calientes como lágrimas. Doña Candelaria narró con la voz
quebrada cómo perdió todo y quedó ella sola, sin dinero, sin gallinas, ni conejos, ni nada. Los toscos
brazos envolvieron a su esposa, los dos viejos lloraban. Menos mal que a ella no le había pasado nada. El
agua sonaba como piedras en la lámina roja de tan oxidada, pero eran piedras tan duras como diamantes,
gotas de esperanza. Un colibrí hecho con cabellos de luna volaba entre las gotas de lluvia y de sus alas se
desprendían fracciones de tiempo color del arco iris en el crisol de la tierra seca y sedienta. Los
trabajadores con su trabajo honrado y noble son los verdaderos héroes de la historia, de la patria, de esta
tierra milagrosa y legendaria.
El concurso que no había forma de perder
En un antiguo reino debían elegir nuevos reyes siguiendo la tradición. Cada pareja de jóvenes cultivaría
durante un año el mayor jardín de amor a partir de un única semilla mágica. No se trataba solo de un
concurso, pues de aquel jardín surgirían toda la magia y la fortuna de su reinado.
Hacer brotar una única flor ya era algo muy difícil; los jóvenes debían estar verdaderamente enamorados y
poner mucho tiempo y dedicación. Las flores de amor crecían rápido, pero también podían perderse en un
descuido. Sin embargo, en aquella ocasión, desde el primer momento una pareja destacó por lo rápido
que crecía su jardín, y el aroma de sus mágicas flores inundó todo el valle.
Milo y Nika, a pesar de ser unos sencillos granjeros, eran el orgullo de todos. Guapos, alegres,
trabajadores y muy enamorados, nadie dudaba de que serían unos reyes excelentes. Tanto, que
comenzaron a tratarlos como si ya lo fueran.
Entonces Milo descubrió en los ojos de Nika que ese trato tan majestuoso no le gustaba nada. Sabía que
la joven no le pediría que renunciara a ser rey, pero él prefería la felicidad de Nika, y resolvió salir cada
noche en secreto para cortar algunas flores. Así reduciría el tamaño del jardín y terminarían perdiendo
el concurso. Lo hizo varias noches pero, como apenas se notaba, cada noche tenía que comenzar más
temprano y cortar más rápido.
La noche antes de cumplirse el plazo Milo salió temprano, decidido a cortar todas las flores. Pero no pudo
hacerlo. Cuando llevaba poco más de la mitad descubrió que alguien más estaba cortando sus
flores. Al acercarse descubrió que era Nika, quien llevaba días haciendo lo mismo, sabiendo que Milo
sería más feliz con una vida más sencilla. Se abrazaron largamente, y juntos terminaron de cortar las
flores restantes, renunciando a ser reyes para siempre. Con la última flor, Milo adornó el pelo de Nika.
Casi amanecía cuando, agotados pero felices, se quedaron dormidos, abrazados en medio de su
deshecho jardín.
Despertaron entre los gritos y aplausos de la gente, rodeados del jardín más grande que habían visto
jamás, surgido cuando aquella última flor rozó el suelo, porque nada hacía florecer con más fuerza
aquellas flores mágicas que el amor generoso y sacrificado. Y, aunque no consiguieron renunciar al
trono, sí pudieron llevar una vida sencilla y tranquila, pues la abundancia de flores mágicas hizo del suyo el
reinado más próspero y feliz.
Una chica difícil de casar
La señorita Paz era la joven más bella y deseada en el mundo de los pensamientos. Era tan buena y
bonita, que todos se morían por casarse con ella. Pero había nacido con una maldición, y el más
mínimo problema o dificultad podía transformarla en una horrible bruja llamada Guerra, tan malvada que
destrozaba todo cuanto tocaba. Por eso tenía que tener mucho cuidado con sus novios, para evitar que
pasara lo que en su primera cita con el poderoso señor Venganza, donde nada más verlo sufrió una
transformación horrorosa, y arrasó el país durante semanas. O como ocurrió con el señor Ira, que la
transformó con solo besarla.
Aunque no todas sus historias de amor fracasaron tan pronto. Con el serio señor Justicia llegaron a
pensar en la boda, pero un día la señorita Paz se equivocó, don Justicia aplicó su justo castigo, y poco
después una espantosa bruja corría tras el justo novio para arrancarle hasta el último de sus pelos.
Fue otro antiguo novio, el señor Miedo, quien convenció a todos de que lo mejor sería olvidarse de ella y
su peligrosa belleza, aislándola en la más profunda mazmorra. La joven no se opuso, y durante mucho
tiempo su única compañía fue un pequeño carcelero cuyo nombre nadie se atrevía a pronunciar.
Era un tipo tan distinto a otros pensamientos que Orgullo y Vanidad, la pareja más famosa del cine, a
menudo se burlaban de él en sus películas.
Pero algo tenía de especial el pequeño carcelero porque, pasara lo que pasara, junto a él la bella Paz
nunca se transformaba. En aquella mazmorra se hicieron amigos, se enamoraron y se casaron. Y tiempo
después regresaron felices al país de los pensamientos, donde Paz jamás volvió a transformarse y
brilló como nunca. Tanto, que doña Envidia hizo desear a todo el mundo haber vivido una historia tan
bonita.
Al final, resultó que hasta Orgullo y Vanidad rodaron una película sobre sus vidas. Pero fue un
fracaso, porque cambiaron el nombre de los personajes, sin saber que la magia que había acabado
con la maldición residía precisamente en aquel nombre que nadie se atrevía a pronunciar: se
llamaba Perdón.
Así que ya sabes: evita romper la Paz, y llena el mundo de amor, sabiendo decir "Perdón".
La Isla de los Inventos
La primera vez que Luca oyó hablar de la Isla de los Inventos era todavía muy pequeño, pero las

maravillas que oyó le sonaron tan increíbles que quedaron marcadas para siempre en su memoria. Así

que desde que era un chaval, no dejó de buscar e investigar cualquier pista que pudiera llevarle a aquel

fantástico lugar. Leyó cientos de libros de aventuras, de historia, de física y química e incluso música, y

tomando un poco de aquí y de allá llegó a tener una idea bastante clara de la Isla de los Inventos: era un

lugar secreto en que se reunían los grandes sabios del mundo para aprender e inventar juntos, y su

acceso estaba totalmente restringido. Para poder pertenecer a aquel selecto club, era necesario haber

realizado algún gran invento para la humanidad, y sólo entonces se podía recibir una invitación única y

especial con instrucciones para llegar a la isla.

Luca pasó sus años de juventud estudiando e inventando por igual. Cada nueva idea la convertía en un

invento, y si algo no lo comprendía, buscaba quien le ayudara a comprenderlo. Pronto conoció otros

jóvenes, brillantes inventores también, a los que contó los secretos y maravillas de la Isla de los Inventos.

También ellos soñaban con recibir "la carta", como ellos llamaban a la invitación. Con el paso del

tiempo, la decepción por no recibirla dio paso a una colaboración y ayuda todavía mayores, y sus

interesantes inventos individuales pasaron a convertirse en increíbles máquinas y aparatos pensados entre

todos. Reunidos en casa de Luca, que acabó por convertirse en un gran almacén de aparatos y máquinas,

sus invenciones empezaron a ser conocidas por todo el mundo, alcanzando a mejorar todos los ámbitos

de la vida; pero ni siquiera así recibieron la invitación para unirse al club.

No se desanimaron. Siguieron aprendiendo e inventando cada día, y para conseguir más y mejores

ideas, acudían a los jóvenes de más talento, ampliando el grupo cada vez mayor de aspirantes a ingresar

en la isla. Un día, mucho tiempo después, Luca, ya anciano, hablaba con un joven brillantísimo a quien

había escrito para tratar de que se uniera a ellos. Le contó el gran secreto de la Isla de los Inventos, y

de cómo estaba seguro de que algún día recibirían la carta. Pero entonces el joven inventor le interrumpió

sorprendido:

- ¿cómo? ¿pero no es ésta la verdadera Isla de los Inventos? ¿no es su carta la auténtica invitación?

Y anciano como era, Luca miró a su alrededor para darse cuenta de que su sueño se había hecho

realidad en su propia casa, y de que no existía más ni mejor Isla de los Inventos que la que él

mismo había creado con sus amigos. Y se sintió feliz al darse cuenta de que siempre había estado

en la isla, y de que su vida de inventos y estudio había sido verdaderamente feliz.


La joven del bello rostro
Había una vez una joven de origen humilde, pero increíblemente hermosa, famosa en toda la comarca por
su belleza. Ella, conociendo bien cuánto la querían los jóvenes del reino, rechazaba a todos sus
pretendientes, esperando la llegada de algún apuesto príncipe. Este no tardó en aparecer, y nada más
verla, se enamoró perdidamente de ella y la colmó de halagos y regalos. La boda fue grandiosa, y
todos comentaban que hacían una pareja perfecta.
Pero cuando el brillo de los regalos y las fiestas se fueron apagando, la joven princesa descubrió que su
guapo marido no era tan maravilloso como ella esperaba: se comportaba como un tirano con su
pueblo, alardeaba de su esposa como de un trofeo de caza y era egoísta y mezquino. Cuando
comprobó que todo en su marido era una falsa apariencia, no dudó en decírselo a la cara, pero él le
respondió de forma similar, recordándole que sólo la había elegido por su belleza, y que ella misma podía
haber elegido a otros muchos antes que a él, de no haberse dajado llevar por su ambición y sus ganas
de vivir en un palacio.
La princesa lloró durante días, comprendiendo la verdad de las palabras de su cruel marido. Y se
acordaba de tantos jóvenes honrados y bondadosos a quienes había rechazado sólo por convertirse en
una princesa. Dispuesta a enmendar su error, la princesa trató de huir de palacio, pero el príncipe no lo
consintió, pues a todos hablaba de la extraordinaria belleza de su esposa, aumentando con ellos su fama
de hombre excepcional. Tantos intentos hizo la princesa por escapar, que acabó encerrada y custodiada
por guardias constantemente.
Uno de aquellos guardias sentía lástima por la princesa, y en sus encierros trataba de animarle y darle
conversación, de forma que con el paso del tiempo se fueron haciendo buenos amigos. Tanta confianza
llegaron a tener, que un día la princesa pidió a su guardián que la dejara escapar. Pero el soldado, que
debía lealtad y obediencia a su rey, no accedió a la petición de la princesa. Sin embargo, le respondió
diciendo:
- Si tanto queréis huir de aquí, yo sé la forma de hacerlo, pero requerirá de un gran sacrificio por vuestra
parte.
Ella estuvo de acuerdo, confirmando que estaba dispuesta a cualquier cosa, y el soldado prosiguió:
- El príncipe sólo os quiere por vuestra belleza. Si os desfiguráis el rostro, os enviará lejos de palacio, para
que nadie pueda veros, y borrará cualquier rastro de vuestra presencia. Él es así de ruin y miserable.
La princesa respondió diciendo:
- ¿Desfigurarme? ¿Y a dónde iré? ¿Que será de mí, si mi belleza es lo único que tengo? ¿Quién querrá
saber nada de una mujer horriblemente fea e inútil como yo?
- Yo lo haré - respondió seguro el soldado, que de su trato diario con la princesa había terminado
enamorándose de ella - Para mí sois aún más bella por dentro que por fuera.
Y entonces la princesa comprendió que también amaba a aquel sencillo y honrado soldado. Con lágrimas
en los ojos, tomó la mano de su guardián, y empuñando juntos una daga, trazaron sobre su rostro dos
largos y profundos cortes...
Cuando el príncipe contempló el rostro de su esposa, todo sucedió como el guardían había previsto. La
hizo enviar tan lejos como pudo, y se inventó una trágica historia sobre la muerte de la princesa que le hizo
aún más popular entre la gente.
Y así, desfigurada y libre, la joven del bello rostro pudo por fin ser feliz junto a aquel sencillo y leal
soldado, el único que al verla no apartaba la mirada, pues a través de su rostro encontraba siempre el
camino hacia su corazón.
El paraíso que no fue
Era un lugar maravilloso para vivir. La ciudad era tranquila y segura. Sus habitantes amables.
En la costa se extendían grandes playas espectaculares donde las aguas eran limpias y cálidas, la arena
fina, la brisa suave. A escasos metros de la costa vivía David. Pero él nunca había apreciado demasiado la
belleza de aquel lugar, su obsesión siempre había sido viajar a aquella isla.
Desde su más tierna infancia su pasión era ir a la playa y contemplar la pequeña isla que se veía en el
horizonte. Para él no había mayor placer que ver caer el sol sobre aquel pequeño trozo de tierra y soñar
que algún día pisaría el islote. Siendo niño había pedido a sus padres que lo llevaran a la isla, pero no
estaban muy dispuestos a hacerlo. Decían que era un lugar peligroso, que allí el mar estaba embravecido,
que sus costas eran acantilados, el clima malo, la vegetación espinosa y sus gentes desagradables. Sus
padres no entendían cómo alguien en su sano juicio querría ir allí.
Pero las palabras de sus padres no mermaron su deseo de conquista. Y así, con apenas seis años, David,
intentó llegar a nado él sólo a esa extensión de tierra. Su aventura no resultó como él esperaba, pudiendo
haber muerto ahogado de no ser por un pequeño bote que pasaba por allí. Años más tarde lo intentó de
nuevo, esta vez con una pequeña barcaza, pero produciendo idénticos resultados que en su incursión
anterior, había sido un fracaso.
Sus padres no sabían cómo quitarle esa estúpida idea de la cabeza, ya que tenían miedo de que un día su
hijo perdiera la vida en un nuevo intento por pisar aquellas tierras; así que le prometieron que le pagarían
un viaje a la isla cuando terminara sus estudios. Su obsesión pareció aplacarse. Pero en realidad David
seguía yendo a escondidas a la playa para ver el atardecer mientras soñaba con el día en que vería aquel
trozo de tierra.
Cada vez que mencionaba su deseo de viajar hasta allí lo trataban poco menos que de loco. La mayoría
trataba de quitarle la idea de la cabeza y otros simplemente creían que hablaba en broma pues no
entendían por qué nadie quería ir hasta allí. Durante una conversación con sus compañeros de
universidad, David propuso hacer un viaje a la isla. Pero ninguno de sus amigos pareció entusiasmado con
la idea, dándole razones parecidas a la de sus padres y decidiendo casi por unanimidad hacer el viaje a
las montañas. David no entendía el porqué de la aversión hacia aquel lugar, y seguía yendo cada vez que
podía a la playa para ver su preciada isla.
Cuando terminó sus estudios en la universidad, David no les pidió a sus padres el viaje prometido. Sabía
que se negarían o por lo menos que les daría un disgusto, ya que ellos creían superado su deseo,
atribuyéndolo a una de esas fases del crecimiento. Pero su sueño no estaba suspendido ni mucho menos.
Los comentarios despectivos hacia la isla por parte de familiares y amigos, lejos de desalentar a David,
habían despertado en él mayor deseo de descubrimiento.
El anillo del equilibrio
Había una vez un rey que tenía un problema: era incapaz de controlar su alegría y su tristeza. Ambas
emociones le llevaban a perder el control y a caer en un desequilibrio que luego lamentaba. Cuando
estaba contento, lo celebraba de forma desmedida, sin atender a los gastos ocasionados. Fiestas lujosas,
ostentosas y muy largas… Y cuando estaba triste, se hundía en una profunda depresión de la que le era
muy difícil salir.
El rey, consciente de su gran problema, ordenó repartir este mensaje por todo el reino:
– «Se hace saber, de parte del rey, que se ofrecerá una gran recompensa de mil monedas de oro a quien
consiga entregarle un anillo capaz de conseguir el equilibrio en sus emociones».
Inmediatamente, decenas de orfebres, médicos y hechiceros, llegaron al castillo con un prometedor
anillo. Eran realmente hermosos: algunos de oro, otros de hermosas piedras preciosas. Anillos con
supuestos encantamientos y otros tan brillantes como el sol. Pero ninguno de ellos consiguió lo que el rey
tanto anhelaba.
Hasta que un día, un viajero, que llegaba de muy lejos, se postró ante el rey y le dijo:
– Majestad, vengo de un lejano reino donde también llegó su mensaje. Deje que le entregue un anillo que
yo he usado durante mucho tiempo. Cada vez que me sentía triste o por lo contrario, eufórico, lo
observaba durante unos minutos, y recuperaba la calma. Solo tiene que leer el mensaje inscrito en su
interior. Cuando lo necesite, solo cuando lo necesite…
Con estas misteriosas palabras, el monarca tomó el humilde anillo que el viajero le entregaba. Estaba
hecho de bronce y un tanto oscuro ya. No parecía tener ningún valor económico. Sin embargo, decidió
aceptarlo, a la espera de ponerlo a prueba.
Y ese día no tardó en llegar. Casi por sorpresa, un ejército enemigo invadió el reino y el rey tuvo
que huir del castillo. Cabalgó por el bosque, perseguido por algunos guerreros. Pero el monarca consiguió
esconderse y el enemigo no lo encontró. Sin embargo, estaba solo en el bosque, y comenzó a sentirse
triste, acabado:
– Ya no tengo nada, y estoy solo… ¿Qué me queda para seguir viviendo?
Su profunda tristeza hizo acordarse del anillo. Entonces, se lo quitó del dedo y leyó la inscripción de la
que le habló aquel misterioso viajero. Entonces, sonrió. Al cabo de unos minutos, decidió lo siguiente:
– ¡Recuperaré mi reino!
Buscó, en un reino amigo, guerreros que quisieran acompañarle. Y, de esta forma, consiguió recuperar lo
que le habían quitado.
Eufórico como estaba, preparó una fiesta de agradecimiento. Pero esa misma noche, vio entre los
invitados al viajero del anillo.
– También para este momento se utiliza el anillo, majestad- le recordó entonces.
El rey, asintiendo, volvió a leer las tres palabras que estaban inscritas en el anillo: «Esto también
pasará». Y al día siguiente, todo volvió a la normalidad.
El niño que descubre sus derechos
–Ah, ah, ah–, dijo Martín cuando despertó. Bajó a la cocina a prepararse el desayuno.
Enseguida bajó su papá, Juan. –¿Qué hacés en la cocinaaaa?
- Papá, tengo capacidad para hacer mi desayuno, como también mis Derechos.
Su papá lo reprendió –No, tú no tienes Derechos, sólo eres un niño.
Martín, triste al oír lo que su padre le decía, terminó su desayuno. Salió a jugar al patio
y pensó: ¿si no tengo derechos para qué juego y voy a la escuela?
Entró a su hogar y le preguntó a su papá: –¿Me das permiso para ir a la biblioteca?
–Sí– respondió su papá.
Llegó a la biblioteca ansioso por encontrar el libro que buscaba. Preguntó a la bibliotecaria dónde podía
encontrar un libro que hablara sobre sus
Derechos, para poder contarle a su padre que sí tiene Derechos a pesar de ser un niño.
Martín buscó con entusiasmo, lo encontró y consiguió que se lo prestaran.
Tomó su bicicleta y volvió a su casa, pero había un problema, él no sabía si mostrarle
a su padre el libro, por miedo a que reaccionara de mala manera.
Al llegar a su casa se sentó en el jardín a pensar qué hacer.
Su vecino, Pedro, lo vio muy pensativo, no se aguantó las ganas de cruzar a preguntarle
si lo podía ayudar en algo. Martín contestó que sí.
Pedro dijo: –¿Qué te está pasando?
Martín le contó la situación que había tenido con el padre y su gran duda.
–Yo no estaría tan seguro de mostrarle el libro a tu papá, si siempre está de mal
humor.
–Tienes razón, le mostraré el libro cuando se calme.
Pedro regresó a su hogar y Martín fue a su cuarto a esperar el momento de enseñarle
el libro a su papá. Enseguida subió su compañero, el perro Tobías. Martín le decía a su
cachorro que él sí iba a poder plantearle a su padre que tiene sus propios Derechos.
Se hizo la noche y se durmió.
–Ah, ah, ah–, dijo Martín cuando despertó. Bajó a la cocina a prepararse el
desayuno. Enseguida bajó su papá, Juan. –¿Qué hacés en la cocinaaaa?
¡Ah!, al oír otra vez a su padre gritando, Martín pensó que era el momento justo para
demostrarle que en realidad tenía Derechos y su padre debía respetarlos, no podía
seguir gritando y ofendiéndolo, negándole que tiene sus propios Derechos. Así que
sacó el libro que tenía guardado bajo su vestimenta y le dijo a su padre: –Yo sí tengo
Derechos, y esto te lo aclarará. Su padre, muy enojado tomó el libro, empezó a leer, dándose cuenta y
lamentándose de todas las veces que gritó y ofendió a su hijo. Enseguida lo miró, diciendo: –Reconozco
mis errores hacia vos, le dio un abrazo y le dijo que nunca más lo iba a tratar de esa forma. Lo invitó a ir
juntos a devolver el libro a la biblioteca y hacer algo divertido.

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