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Juana Manso.

Entre la Pose y la Palabra


Por Liliana Patricia Zucotti

Una inquietud maravillada rodeó a los primeros daguerrotipos del siglo XIX; inquietud
que Roland Barthes recrea, al evocar con perplejidad frente a la antigua fotografía de un
hermano de Napoleón: Veo los ojos que han visto al emperador. Ver los ojos que han
contemplado aquello que jamás podremos contemplar, ver —ante todo— a través de
otros ojos, de los que registraron esa imagen, resulta asombroso aún hoy, cuando la
fotografía se ha transformado casi en un "dato" de la cotidianidad.

Una conmoción análoga puede inducir la pequeña y raída fotografía de una argentina ahora
poco más que anónima, Juana Manso. Se trata, casi, de una miniatura y, si conmueve, no
es porque nos encontremos ante un objeto refinado o bello sino porque algo perturbador,
pero a la vez fugaz, envuelve a esa imagen, traspapelada entre el millar de retratos de
personajes o familias más o menos célebres que se acumulan hoy en la vieja casona de los
Mitre.

La tentación inmediata es pasar por alto ese retrato que, con diligencia, reproducen todas
las historias de la literatura argentina: ante todo, porque con justicia y crueldad, es
necesario anticipar que no se trata de una mujer hermosa.

La pose expulsa e inquieta, a través de los ojos de un retratista que buscó detener cierta
firmeza "casi varonil" del cuerpo ya anciano, mientras una mirada oblicua y perdida,
apenas apagada y triste, ensaya —sin sentimentalismos románticos— el reconocimiento
de la posteridad. La pose congela al personaje y, en cierto modo, deviene en el documento
de la mirada de sus contemporáneos, nos obliga a observar a través de ese pacto perverso
que entablaron ellos y Juana Manso: una mujer "monstruosa" porque, al posar como un
hombre, al sostener —pese a la melancolía— la mirada ensayada por los personajes
públicos, se despoja de sus rasgos "femeninos". Y los ojos, sugestivamente, son el único
trazo agradable, humano, no monstruoso de la imagen.

Resulta, todavía, arduo sustraerse a esa pose, tomar distancia, sostener la atención sobre
esa imagen. Detalles ínfimos, sin embargo, atraen la curiosidad y detienen el impulso de
eludirla: un cuello blanco y desgastado, por ejemplo, único y modesto adorno que
interrumpe la monotonía de un torpe delantal negro; un botón caído, la prescindencia de
un sombrero que vele el descuido de su peinado; y, sobre todo, la caligrafía segura y
cuidadosa que, al pie del retrato, manifiesta con escueta vanidad: al general Mitre, de Juana
Manso.

Hay algo distinto en este retrato que resulta difícil de precisar. Quizás su reiteración: no
hay una sola imagen previa a esta época en la que, ya enferma y vieja, la iconografía la ha
detenido. O perturba —tal vez— esa extraña conjunción de deterioro físico, entusiasmo
ante un retrato, deseo de que circule entre hogares como los de Mitre, certeza sobre quién
es ella y la manifestación ostensible de pobreza en el traje o en el pequeño broche que,
podemos suponer, constituyen su atuendo más elegante.

La fotografía —no la pintura— otorga un rostro a esta escritora decimonónica de las clases
decentes, acceso a un rostro propio que resultaba décadas antes privativo de otras clases
sociales. Se trata, sin duda, de un rostro equívoco porque, sin explicitarlo, sobre él se
condensaron, por lo menos, dos operaciones destinadas a confinarla en la caricatura.

La imagen masculina, "grotesca" de Juana Manso —por un lado—, se proyectó hacia toda
su obra. Si la existencia misma de escritoras resulta un desafío en la Argentina del siglo
XIX, el malestar que éstas provocan sólo se modera en un acuerdo: deben escribir y sólo
serán leídas como mujeres y, por supuesto, debe tratarse de mujeres hermosas.

El texto y su autora se prolongan en un cuerpo único, indiscernible, y aun los comentarios


elogiosos que reciben escritoras como Juana Manuela Gorriti o Eduarda Mansilla exaltan,
junto a la belleza de la escritura, la belleza de sus autoras. Cada libro reclama también a la
autora como un personaje, un personaje codificado: romántico, sensible, etéreo; un
personaje que Manso eludió en la constitución de su imagen pública.

Con excesiva frecuencia, por otro lado, la fotografía de esta escritora se reprodujo junto a
la de ese "gran loco" del siglo XIX, Domingo F. Sarmiento. Los contemporáneos
enunciaron a Manso como un doble distorsionado y caricaturesco del sanjuanino y los
sucesivos historiadores reiteraron ese gesto en la contigüidad con la que irrumpen ambas
figuras. La intolerancia nerviosa que agita con frecuencia el escritor se torna, sin embargo,
en saña prolija y voraz sobre esta mujer porteña que se atreve a sermonear a funcionarios
por la prensa, aboga por la educación común y el matrimonio civil en 1860 o impulsa la
"emancipación de la mujer" poco tiempo después de la batalla de Caseros.

Mujer "monstruosa", "doble siniestro" de Sarmiento, la pose induce a renovar la


perspectiva de sus contemporáneos. Y si hubiera que decidir una palabra, sólo una palabra
para definir ese registro, ésta sin duda sería la instalación alrededor de ella del "ridículo".

El procedimiento, certero e irrebatible, se administraba con asiduidad a las mujeres, quizás


porque pocos modos de descalificación alcanzan la eficacia que organiza el ridículo cuando
la voz pública lo sanciona: ante él no hay contraargumento ni alegato, no hay defensa
(excepto la discreta desaparición o el silencio); y el temor a la risa, entonces, contiene —
en parte— a las señoras en su sitio, previene sus contravenciones, desalienta reincidencias.
El ridículo logra un consenso fácil y mecánico en la impugnación de los desvíos, obtiene
una risa inmediata y ritual, provoca el temor al aislamiento.

Los periódicos de la época —en los mismos donde, también, publica Juana Manso sus
artículos periodísticos— están saturados de poemas satíricos que, ya en sus títulos, exhiben
el mecanismo: Burlas de los eruditos de embeleso que enamoran a las feas cultas; o: Ellas
quieren ser ellos.
Las "feas cultas" son objeto de escarnio, no sólo entre los hombres sino también entre las
mismas mujeres y estos versos circulan, con particular frecuencia, en semanarios
femeninos. En esas páginas destinadas sobre todo a las lectoras, entre consejos didácticos
y máximas moralistas, puede leerse, por ejemplo: Muy discretas y muy feas, / mala cara y
buen lenguaje, / pidan cátedra y no coche, / tengan oyente y no amante.
Y de pronto, entonces, la mujer —ese ser "ideal", "espiritual" y "etéreo"— se deprecia a
través precisamente de una sensualidad ausente cuya existencia, excepto en estos casos, se
le reprocha: Muy docta lujuria tiene/ muy sabios pecados hace, / gran cosa será de ver /
cuando a Platón requebrare. O incluso juegan al borde del chiste inconveniente: yo, para
mi traer / en tanto que argumentaren / los cultos con sus arpías, / algo buscaré que palpe.

La "fea culta" es una de las imágenes fantasmales que acecha toda vocación de escritura
de las mujeres en el siglo XIX y, en este sentido, la fotografía de Juana Manso puede
decirse que resulta emblemática de una forma de aislamiento y de expulsión del mundo
de las letras y del universo social. Importa menos la imagen en sí misma que el uso que los
contemporáneos y la historiografía hicieron de ella.

En la pose el otro movimiento, la afirmación de un "parecido" con Sarmiento, condensa


otro enorme temor, el de la indiferenciación entre hombres y mujeres, el fantasma de un
"monstruo andrógino" producto probable, en parte, de compartir la pluma. Ellas con
tantos arreos / del gremio de los varones, / imitarán sus acciones, / sus costumbres sus
deseos / —se asusta T. de Veyga en otro periódico—: Y jugarán al billar, / harán uso de
pistolas, / y lanzándose a las olas / dominarán hasta el mar. / Y se harán juriconsultos, /
comandantas y galenas, / y comisarias muy buenas / porque a todo impondrán multas. /
Y como hombrecillos bellos, / serán hombres tentadores, / que no hay remedio, señores,
/ ¡ellas al fin serán ellos! / Y entre tanta confusión / va a ser inaveriguable/quién pertenece
al amable/ bello sexo no varón.

Esta contrautopía de un mundo infernal donde las mujeres no sean reconocibles, donde
no se pueda distinguir a un señor de una señora o de una señorita, donde un portero
especializado deba anunciar al salón con una bocina la sexualidad de las personas y donde,
sobre todo, aun en la mezcla, la tentación perdure, está inscripta, también, aunque no sea
evidente, en la perspectiva que registra la fotografía de Juana Manso.

Desandar esta representación, interrogar no ya la imagen sino a quienes la organizan y la


interpretan, eludir la trampa del grotesco y del ridículo, implica, sin duda, un desafío.

Cuando la crítica contemporánea se hace cargo de comentar los textos de las escritoras
decimonónicas, a veces con una complacencia excesiva, y discurre entre el amable elogio
del atractivo o la calidez de una autora para pasar a su texto y regresar a su familia y
comentar un argumento y compadecerse del sufrimiento de la autora-madre que ha
perdido a sus hijos, el ensañamiento con Juana Manso provoca perplejidad.

Hay algo perfecto y oscuro a la vez en este montaje sobre la fotografía-documento. La


única mujer que, promediando el siglo XIX, demanda derechos y emancipación, exige el
matrimonio civil e insinúa incluso la legitimidad del divorcio, tiene unas pocas poses —
todas similares— que la congelan, ya vieja y enferma (padecía de hidropesía), como fea y
masculina. La única mujer que se inmiscuye con claridad en la política, hace campañas
proselitistas, pronuncia conferencias públicas, polemiza con los liberales católicos en los
periódicos, es —apenas— un remedo o un facsímil de Sarmiento. La única mujer pobre
que accede, a través de su trabajo y de su escritura, al ámbito público es desaliñada e
"impresentable".

Tanta perfección incomoda. La imagen se transforma en un velo en lugar de una clave:


induce a no mirar, a no detenerse, a no reparar en la singularidad de una escritora que,
contra todas las convenciones, apuesta a librar una lucha abierta y franca en el espacio
público, sin figuras mediadoras ni estrategias domésticas.

Quizás haya que asomarse a su mirada, en lugar de acoplarse a aquella que la registra, e
indagar en cómo miró ella, sospechando de su conversión en una melancólica y
carnavalesca réplica de Sarmiento.

Penurias, escritura

Las anécdotas de la vida íntima atraen, sin duda, y la vida de Juana Manso emula por
momentos una novela: una novela, sin embargo, silenciada, escondida, bajo custodia.
Tuvo, a veces, la certeza de ser la protagonista inhóspita de un texto que no se atrevía a
materializar; imaginó y jugó con la idea de que en el futuro alguien escribiría su historia.
Tentó un texto autobiográfico pero lo destinó a la lectura exclusiva de sus hijas y jamás lo
publicó. En un momento muy especial ficcionalizó parte de ese texto y lo difundió en
portugués como folletín en Río de Janeiro. Nunca lo reeditó en la Argentina, a pesar de
que, apremiada por la necesidad de sostener ella sola semanarios femeninos, solía
reproducir en Buenos Aires lo que ya había sido leído en Brasil o Uruguay. Si hay un relato
de vida, éste está disperso en fragmentos de textos, en distintas lenguas, en diversas
ciudades de América.

Hay un gesto, sin embargo, recurrente que lo atraviesa todo: siempre escribe, desde muy
pequeña, y ensaya casi todos los géneros de escritura imaginables.

Juana Manso nació en 1819. Creció entre la cruenta sucesión de guerras civiles de los años
veinte, las polémicas ruidosas alrededor de la política rivadaviana, asesinatos políticos —
el más insigne, el de Manuel Dorrego—, revoluciones, contrarrevoluciones y la paulatina
emergencia del poder rosista.

Se adivina a una niña solitaria, testigo perplejo, también, de las riñas entre su madre y su
padre, quienes, según testimonios orales, vivían separados, aunque resguardaban las
apariencias, como solía hacerse en esos años, detrás de los viajes permanentes de don José
María. Este, durante años, fue y vino entre Buenos Aires y Montevideo, en su trabajo
como topógrafo o profesor de matemáticas. La niña, suponemos, porque sólo recuerda
su infancia a través de la figura de su padre, esperaba con ansia esos regresos. Doña
Teodora, su madre, en cambio, es un personaje oscuro, al que nunca menciona.
A los trece años Juana ve su nombre por primera vez en letras de molde, cuando su padre
hace publicar su traducción de dos novelitas francesas (El egoísmo y la amistad;
Mavorgenia o la heroína de Grecia), trabajo dedicado a la Sociedad de Beneficencia en una
carta donde elogiaba la reciente fundación de un colegio de castas en San Miguel. Muchos
años después, recordando el episodio, confesaría orgullosa a Sarmiento: Ya ve usted que
debutaba por la educación y me declaraba antiesclavista y negrófila. La niña, sobre todo,
lee novelas y traduce.

Hacia fines de los treinta, cuando Marcos Sastre inauguraba en su librería el célebre salón
literario y Echeverría difundía con entusiasmo el romanticismo en el Río de la Plata, su
familia, como tantos antiguos unitarios o como tantos jóvenes de la "nueva generación",
se exilia en Montevideo. Y es la confiscación de la casa del "salvaje unitario" Manso —
amigo de Rivadavia— lo que, en una siniestra paradoja, reúne definitivamente a sus padres,
al menos en una geografía en común. Ninguno de los dos regresó jamás a Buenos Aires.

En Montevideo, Manso comparte y participa de las polémicas estéticas y políticas de los


exiliados. Escribe, entonces, poesías románticas que publica en los periódicos {El
Nacional, por ejemplo) y en ellas exalta, a veces, el heroísmo de los soldados en las batallas,
otras sueña con viajar por una Italia fabulada —la de Garibaldi—, en ocasiones practica
una poesía celebratoria dedicada a personajes insignes, rememora fechas patrias u organiza
necrológicas. Mantiene correspondencia con José Mármol, funda una escuela de señoritas
donde la instrucción tradicional (costura, bordado, piano) se combina con la iniciación en
diferentes ciencias y el estudio de idiomas. También acompaña, del modo dispuesto para
las mujeres, la tarea patriótica de los emigrados antirrosistas.

Mariquita Sánchez, por ejemplo, relata en una de sus cartas la invitación que la joven
Manso formula —a través de la prensa— a las damas argentinas de confeccionar una
bandera destinada al ejército. El relato epistolar evoca las habladurías y murmuraciones
que debió afrontar la organizadora, la recepción de un anónimo, la inmediata convocatoria
a las damas a una asamblea en su casa, los acalorados debates de las mujeres respecto de
quién debía recibir la bandera y de qué modo.

El episodio deja asomar una estampa menos rígida de la emigración en general; pero
también esboza un perfil más complejo de estas mujeres exiliadas, quienes confrontan
políticamente, tienen sus debates internos y sus enfrentamientos tumultuosos, además de
practicar las labores tradicionales del bordado y participar en la elaboración de los
símbolos patrios.

Hacia 1845, los conflictos entre los exiliados argentinos y el gobierno oriental empujan a
los Manso hacia Río de Janeiro. Desde allí Juana envía, todavía, colaboraciones poéticas a
los periódicos montevideanos, que trazan el exotismo de un país novedoso y
sorprendente.

La muchacha conoce entonces a Francisco de Noronha, un violinista portugués que se


presenta con resonante éxito en los teatros de la ciudad. En pocos meses, el romance
signado por persecuciones y serenatas, poesías y confidencias, culmina en un misterioso
matrimonio de fecha y lugar incierto. El matrimonio, menos que poner fin a ese tránsito
permanente de Juana entre países y ciudades, inaugura otro tipo de itinerario. En diferentes
giras, de una ciudad en otra —a veces contratados, muchas veces arrastrados por el deseo
de éxito y aventura—, Manso y Noronha recorren primero las costas de Brasil, emprenden
luego un largo y tortuoso viaje por los Estados Unidos, se presentan en numerosas
ciudades cubanas y retornan, años más tarde, a Río de Janeiro.

La expectativa de aventuras exóticas en lejanos países, de interminables veladas entre


artistas famosos o del goce de una vida consagrada a la música y la literatura se va
desvaneciendo a lo largo de esos casi cinco años. La miseria los arrastra al exotismo
inesperado de pensiones cada vez más lóbregas, interminables regateos con los dueños de
hoteles y casas de empeño, un itinerario "humillante", marcado por cartas de
recomendación, consejos extravagantes y un aislamiento creciente. Los conciertos de
Noronha despiertan interés y aplausos pero el dinero se esfuma entre los gastos de
publicidad, el contrato de músicos y el pago de comisiones.

Sobre pequeños cuadernos ahora, encerrada en cuartos oscuros y opresivos, la joven


esposa registra los ambiguos y dramáticos "recuerdos de viaje" que rodean su primer
embarazo. Eulalia, su hija, es señalada como la destinataria de esa escritura obsesiva, que
recuenta dinero, se resiente ante pequeñas estafas, promesas incumplidas y con contenida
discreción comienza a esbozar su desilusión ante el maltrato de su marido. Esos apuntes
sirven, luego, para trazar artículos periodísticos que se publican en diferentes diarios y
revistas de Brasil y Argentina. En ellos, estos detalles íntimos se apartan; la escritora
presenta a los lectores instituciones modelo (como una penitenciaría o una casa de
expósitas) cuya emulación sería útil en Sudamérica. O tienta la descripción amena de los
escasos atractivos turísticos que ha disfrutado durante el viaje.

Por esos años, también, comienza a escribir una novela, Los misterios del Plata, inspirada
en una anécdota protagonizada por doña Antonia Alsina, que finalmente publica como
folletín, primero en portugués en Brasil (1851) y, más tarde, traducida, en la Argentina
(1867).

El desahogo confidente y la ficción novelesca son las dos vertientes más fuertes de la
escritura de Manso en esos años. También comienza a preparar obras junto a su marido;
en los Estados Unidos, por ejemplo, presenta un oratorio, Cristóbal Colón, con letra de
su autoría y música de Noronha.

Cuando regresan junto a sus dos niñas a Río de Janeiro —durante el viaje nace una segunda
hija, Herminia— Manso y Noronha suscriben, una tras otra, una serie de obras teatrales
presentadas con éxito en distintas salas de Río de Janeiro: La familia Morel, A Saloia, A
Esmeralda, Rosas... son algunos de los títulos anunciados por los periódicos.

En 1851 la escritora funda, edita y escribe el primer semanario dirigido al público femenino
de Brasil, el Jornal das Senhoras. Durante varios meses casi la totalidad de los artículos
son escritos por ella: número a número se van sumando colaboradoras y, cuando
abandona su dirección, el periódico continúa editándose durante casi siete años, una
persistencia inusual entre las efímeras publicaciones de la época. El Jornal se inspira en el
modelo de La Moda de Alberdi: lujosos y elegantes figurines, crónicas sociales, poemas
breves, anécdotas cómicas, partituras musicales; pero, también, series de artículos donde
se argumenta a favor de la educación y la emancipación de la mujer.

En algún momento impreciso de 1851, Francisco Noronha se fuga hacia Portugal con una
joven de la corte. El relato del escandaloso episodio recorre los salones de la ciudad y los
chismes y comentarios asedian a la editora.

Esta vez el pequeño cuaderno íntimo se abre para organizar una ficción que publicará en
capítulos a través de la prensa. Lo titula Mujer de artista pero, a lo largo de las páginas, la
narración efectúa una corrección casi imperceptible: los héroes —un violinista y una
muchacha huérfana— se irán constituyendo en dos artistas en tránsito. Es en la ficción
donde el propio cuerpo y la identidad se reconfiguran pero también en ella donde la
experiencia personal prueba transformarse en una reflexión más general sobre el
matrimonio y la asimetría de derechos entre hombres y mujeres.
El suyo fue, sin embargo, un matrimonio singular. Antes y después de la separación, el
nombre de Noronha y el de Manso aparecen contiguos a través de la prensa y el Jornal
publica, semana tras semana, las partituras del músico para que las lectoras las ejecuten en
sus hogares durante las tertulias. La pareja romántica es, además, una asociación creativa
y una suerte de empresa familiar.

El regreso a la patria comienza a resultar atractivo para la argentina tras la huida de su


marido y la muerte de su padre. La patria remota ofrece, luego de la derrota de Rosas, la
posibilidad de un nuevo comienzo para la escritora y sus dos niñas, lejos de habladurías y
recuerdos.

En 1853, tras casi veinte años de ausencia, Juana Manso regresa por primera vez a Buenos
Aires. Apuesta a reproducir allí el éxito del Jornal das Senhoras a través de un nuevo
periódico, El Álbum de Señoritas. La experiencia resulta conflictiva: los artículos sobre la
educación y emancipación moral de la mujer irritan a los lectores porteños y el
pronunciamiento a favor de la tolerancia religiosa, la convivencia con el protestantismo,
la libertad de culto, arrastran a la escritora a una polémica dura con otros periódicos. La
publicación primero como folletín y luego como libro de su segunda novela, La familia
del comendador, no atrae tampoco el reconocimiento y la estimación esperados. Este
texto, ambientado en Brasil, en una finca donde la esclavitud se muestra en toda su
perversidad, deja vislumbrar la lectura casi inmediata, en los Estados Unidos, de La cabaña
del Tío Tom de Beecher Stowe.

Sin recursos para sostener a sus dos niñas, emprende el regreso a Río de Janeiro. En 1859,
con el auspicio de Mitre, Juana Manso regresa a la Argentina para hacerse cargo de la
Escuela de Ambos Sexos N° 1 en el barrio de Monserrat. Éste será el regreso definitivo.
Ya no abandonará Buenos Aires.
Desde ese momento, y durante casi dos décadas, Manso ocupará de diferentes modos la
escena pública: firma notas en La Tribuna, dirige su escuela, escribe un manual escolar
sobre historia argentina, acompaña el proyecto educativo de Sarmiento, funda bibliotecas
populares, ofrece conferencias y lecturas públicas, edita —durante más de una década—
una publicación con subvención oficial, los Anales de la educación común, traduce libros
de derecho, se desempeña como inspectora de escuelas.

Esta labor extensa y heterogénea tropieza con la mirada recelosa u hostil de diferentes
sectores: las damas de la Sociedad de Beneficencia no le perdonan su defensa de las
escuelas mixtas ni el control oficial que la maestra solicita para las escuelas de niñas; los
adversarios de Sarmiento ridiculizan su fervorosa y altisonante defensa de la escuela
pública; las maestras reaccionan en contra del perfil profesional que Manso quiere
imprimir a la enseñanza o tachan de inmorales las clases de gimnasia que quiere incluir en
el currículo; la Iglesia la ataca por sus artículos proselitistas en favor de un Estado laico.

Cada uno de estos enfrentamientos reserva anécdotas singulares. Las mujeres del siglo
XIX, dirigidas en parte hacia una dulce reclusión en la esfera doméstica, reciben -—por lo
menos en las clases altas— un tratamiento ceremonioso, galante y concesivo: en canje de
la docilidad y la palabra recatada disfrutan de la primacía simbólica de ser damas, un
privilegio del que sin duda no gozará Juana Manso. La emergencia de esta voz solitaria y
singular en el espacio público del siglo XIX constituye por sí misma una historia.

Una voz, esa voz

Juana Manso, niña aún, acostumbraba concurrir, de la mano de su padre, al café porteño
La Victoria. Allí donde Juan Cruz Varela declama por primera vez su canto a Ituzaingó, la
pequeña Juana recita odas patrióticas, impulsada por la atractiva recompensa de tostadas
y chocolate caliente. La voz, todavía infantil, se liga simultáneamente al ámbito público y
a la historia patria, una imagen en la que la futura escritora sospechará (e inscribirá), luego,
un destino.

La niña comparte con su padre no sólo las charlas infantiles de la intimidad, lo acompaña,
también, en sus recorridos urbanos, es testigo de sus arrebatadas discusiones políticas,
comparte con él sus primeros berrinches ante las tediosas cartillas de lectura, solicita su
apoyo para que le permitan leer en la escuela novelas. Crece entre el impulso rivadaviano
a la educación de las mujeres y el aliento paterno hacia la actividad intelectual, el estudio
de idiomas, la práctica de la traducción, la escritura, el trabajo como maestra. Su edad, su
experiencia de un largo exilio, la sitúan, sin duda, junto a la "joven generación" del 37.
Pero si el estudio, la confraternidad con los jóvenes escritores, el ensayo de una escritura
poética, el uso de la prensa, el trabajo como maestra, colocan a Juana Manso como una
supuesta interlocutora "ideal" para los escritores de esta generación, es sobre su figura
donde mejor podrán leerse los límites de la prédica liberal en "la cuestión de las mujeres".

En primer lugar, y curiosamente, no habrá figuras femeninas —ni aun secundarias— en


el perfil del grupo. Estos escritores no logran siquiera seducir a un auditorio femenino,
pese a la obstinada prédica sobre el lugar decisivo de las damas en la perpetuación y
reforma de las costumbres, la educación de los hijos o una armónica y simétrica relación
con maridos y novios. Las mujeres se transforman para ellos en una pieza crucial de la
puesta en marcha de una nueva república; pero, aun como público o auditorio, resultan
lejanas, como es lejano y teórico el "pueblo" al que apelan sus discursos.

Una apuesta interesante en este sentido es la de Juan Bautista Alberdi, quien, bajo el
seudónimo de "Figarillo", fustiga con su ironía a las lectoras desde el periódico La Moda,
las impulsa a educarse y a compartir con los patriotas la tarea revolucionaria iniciada en
mayo del diez y también se queja por la pereza de las mujeres que no desean ser educadas,
que insisten en sus charlas frívolas y en la elección de pretendientes pisaverdes, que se
rehúsan a seguir el índice de lectura impartido o a memorizar las nuevas tesis sobre el arte
que despliega el periódico.

Es probable —la presunción roza casi la certeza— que las páginas burlescas de La Moda
hayan resultado un desafío eficaz y sugestivo para la futura escritora. De algún modo, en
Juana Manso se intuye a la única posible y auténtica lectora de este periódico, una lectora
paradójica porque, a la vez, deviene en inoportuna e inesperada.

Juana Manso es de algún modo la única escritora que podría ser imaginada en el interior
de esta generación, porque comparte con ella preocupaciones, lecturas, modelos estéticos,
tesis políticas, prácticas de escritura. Es esta pertenencia, sin embargo, la que resultará
intensamente sospechosa para todos sus contemporáneos.

Más que un inventario de aprendizajes y lecturas, más que el fervoroso antirrosismo o el


largo exilio uruguayo y brasileño, más que los tópicos políticos liberales, Manso adoptó y
mantuvo a lo largo de varias décadas algo que la reunirá definitivamente con estos
escritores: el tono militante e irónico de confrontación, la audacia verbal, el ejercicio
polémico.

Esta adopción inesperada y perturbadora resultó un desafío tácito, inaprensible quizás en


sus detalles o en sus mecanismos, pero fuertemente revulsivo, tanto para los hombres
como para las mujeres. Los intelectuales que codiciaban una audición respetuosa y sumisa
entre el público femenino, se tornan intolerantes cuando, en lugar de un auditorio,
encuentran a una interlocutora: aun en los raros momentos en que Manso se convierte en
dócil eco de sus dichos, la mera irrupción de una voz femenina en el espacio público no
deja de tener ribetes escandalosos. Las amonestaciones que, por otra parte, las mujeres
soportan con impaciencia cuando provienen de escritores reconocidos, se tornan
intolerables cuando las profiere otra mujer. Es esta apropiación de una voz, aun cuando
reitere afirmaciones que escritores como Alberdi o Sarmiento no se han fatigado de
repetir, la que resultará amenazante para unas y otros varias décadas más tarde, más allá
de lo que sus artículos sostengan.

Ésta es una apropiación olvidadiza de los recatos de la "condición femenina" a la hora de


confrontar, aunque con frecuencia la fragilidad y la condición de madre se esgriman luego,
entre los estruendos más punzantes de la polémica.
La polémica —al igual que la conferencia— es, en rigor, un género reservado a los
hombres. Incurrir en ella despoja a Manso de toda la moderación que se reserva, por lo
menos en público, para otras escritoras.

Manso, sin embargo, queda también con frecuencia excluida de los "códigos" de la
polémica y descalificada como interlocutora. Aun quienes, como Sarmiento o Nicasio
Oroño, reconocen en ella a una aliada ventajosa (Oroño llega incluso a enviarle dinero a
través de Gutiérrez, en "agradecimiento" por la defensa en la prensa porteña de sus
iniciativas gubernamentales en la provincia de Santa Fe) no pueden ocultar su malhumor
cuando esa voz se descontrola, dice lo que —en público— es inconveniente decir o da
otro giro a las discusiones para iniciar una contienda propia. En medio de un debate
sesudo acerca de los derechos de propiedad de la Iglesia sobre el convento de San
Lorenzo, por ejemplo, Manso irrumpe en "representación" de las "mujeres pensadoras de
Sudamérica" y arroja su propio eje en el debate: La Iglesia lo que ha hecho es remachar
nuestras cadenas por la dirección espiritual que nos coloca entre dos dueños —el de la
conciencia lo es el confesor y el del cuerpo que lo es el marido—: resultando de este estado
de cosas una monstruosidad espantosa. Nadie, menos aún sus aliados políticos, quiere leer
en los diarios porteños estas frases, aunque acuerden con afirmaciones análogas en los
libros del historiador francés Jules Michelet. Pero todavía más irritación produce el trajín
de discutir en público, nada menos que "con una mujer", interpretaciones del derecho, la
historia, la reforma religiosa, los proyectos educativos, la representatividad republicana o
el candidato más calificado para ser presidente.

Con poco éxito, la escritora será llamada a silencio de diversos modos: unos le
recomiendan tomar calmantes, la amenazan con amarrarla o recluirla, ajustarle la horma
de sus zapatos; otros, le hacen llegar anónimos a sus conferencias públicas prometiendo
acusarla ante el obispo de hereje; el mismo Sarmiento le recomienda con tono didáctico
aplicar el método que, entre los niños, emplean los maestros para ser escuchados: Baje
Ud., pues, la voz en sus discursos y en sus escritos.

Lo notable es que, pese a las quejas ocasionales, Manso no acata nunca este mandato de
silencio: inicia juicios por calumnias e injurias, responde a los escritos con escritos, publica
cartas privadas —manteniendo incluso frases que, por expreso pedido, le solicitan que no
difunda—, reclama el reconocimiento de la autoría de sus ideas, exige espacios y cargos
oficiales.

Organiza, y sólo por momentos, la estrategia de presentarse como un "eco" de la voz de


Sarmiento, una "ejecutora" de sus teorías educativas, una apuntadora oculta que le dice a
los que mandan cómo se hacen las cosas, aunque su nombre no aparezca. Pero a la vez,
también reprocha a Sarmiento, a través de la prensa: Esperaré que vuelva Ud. algún día a
su país. (...) Volveremos a la brecha, donde he permanecido impertérrita y sola por el
espacio de cinco años. O le recuerda, sencillamente: si no lo ha olvidado en el cúmulo de
sus atenciones, debe recordar que fue mía la idea de las Escuelas Políglotas. Pese a los
ataques, las injurias, el ridículo, la risa, la violencia institucional instrumentada a través del
traslado de alumnos de su escuela, la negación de recursos, los informes de un inspector
que la acusa de inmoral porque no enseña el catecismo, Juana Manso insiste, no renuncia,
no se calla. Quizás de un modo obcecado, a veces negligente o desaprensivo, sin duda
soberbio, sostiene muchas ideas que, escandalosas entonces, en pocas décadas se
transformarán en sentido común: la necesidad de que los niños pequeños se eduquen en
los jardines de infantes, la educación mixta, la enseñanza a través de juegos, la necesidad
de profesionalizar la tarea de los maestros, las clases de gimnasia, los recreos, los edificios
adecuados, la obligación de secularizarlo todo hasta volvernos Estado laico; otras, como
la legitimidad del divorcio, los derechos civiles de las mujeres, persistirán revulsivas
durante varias décadas.

Dos inflexiones muy lúcidas se mantienen, aun en el fragor de estas polémicas ruidosas y
agresivas. En medio de episodios realmente desoladores, la escritora se mira a veces como
una mártir pero nunca como una víctima ociosa: en esos momentos, con arrogancia, pero
también con una seguridad inverosímil, se enlista junto a Sócrates, a Jesús, a Galileo y
anuncia con orgullo: soy de esa escuela.

Pero, sobre todo, y esto es, sin duda, excepcional, no se confunde respecto de lo que está
en disputa: sabe que nunca se trató, en realidad, de una cuestión personal y sostiene hasta
el final una mirada política. Un episodio, entre tantos:

Desde los Estados Unidos, a través de una carta, Sarmiento le encomienda la fundación
de bibliotecas populares. Emprende la difícil labor de organizar una tarea que desconoce
y en una fantasía fundacional elige recorrer el camino del oeste y entrevistar a jueces de
paz y vecinos influyentes para impulsar la acción vecinal. Sin dinero ni apoyo estatal o
institucional, sin que nadie la escuche, decide donar gran parte de su pequeña biblioteca,
junto con los libros que ha logrado reunir luego de pedir más que un ciego. La biblioteca
se inaugura en Chivilcoy, junto con la ceremonia de apertura de la estación del ferrocarril.

En tres ocasiones regresa al pueblo bonaerense con el objetivo de colaborar, a través de


conferencias públicas, en la recolección de fondos y levantar el edificio de la biblioteca.

El éxito de los dos primeros viajes deviene en escándalo en el último: varias veces debe
recomenzar la lectura de su pieza teatral, Rosas, porque una decena de intrusos que se
escabulló sin entrada la silba; cuando echan a los revoltosos, éstos comienzan a apedrear
el edificio de chapas a cascotazos y la lectura se suspende; pero la violencia se desata aun
más y cuando sale le echan asa fétida sobre su traje —un traje nuevo—, se lamenta esta
escritora pobre que no se da el lujo de comprar vestidos con frecuencia.

En el relato del incidente —es cierto— ejercita en parte la queja íntima: ¡si yo tuviese
pedestal de oro! Pero pobre como soy y sola, es fácil... Sin embargo, con agilidad, la
interpretación se expande y reflexiona en relación a los escollos opuestos a la educación
popular:... se quiere un país sumido en la ignorancia para dominarlo mejor. (...) ¡Son ceros
para disfrazar el escándalo de los quinientos votantes en una ciudad de veinte mil almas!
Si pudiéramos obtener igual estadística de las demás provincias y de los pueblos de la
campaña, más hondo se nos presentaría el abismo a que la oligarquía arrastra a este país.
Esta lucidez para no encerrarse en el lamento y organizar una perspectiva política que
trascienda el incidente es reveladora. Con audacia Manso difunde la humillación por la
prensa y, en lugar de replegarse, sobreimprime a ella la denuncia de una política sistemática
de obstrucción por parte de un sector responsable: tras el ruido de los cascotes, Manso
percibe el escándalo silencioso de un pueblo ausente.

Quizás debamos regresar a aquella fotografía y volver a observarla: entre todos los
desaciertos, entre todas las torpezas, a pesar de ellas y de los gestos excesivos, soberbios,
aristocráticos —incluso— de Juana Manso, hay algo todavía en aquella imagen que sigue
inquietando. El ridículo es, sin duda, casi perfecto. Su mirada, sin embargo, vislumbró algo
más inquietante.

Zuccotti, Liliana, “Juana Manso. Entre la pose y la palabra”, en Esther de Miguel (ed.), Mujeres argentinas.
El lado femenino de nuestra historia, Buenos Aires, Extra Alfaguara, 1998.

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