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Una sola vez, en el tercer volumen, el autor suelta una frase que no puede dejar
de citarse cada vez que se pretende identificar mínimamente lo que éste quiso
decir al titular sus textos reunidos bajo un solo sustantivo, tan afortunado que se
vuelve fundación y fe de bautizo del género; la frase: « Laisse, lecteur, courir
encore ce coup d’essai et ce troisiéme allongeail du reste des piéces de ma
peinture. »8 Reparemos en la expresión: coup d’essai , como si se excusara y
aligerara la carga de sus textos. “Golpe o tiro de ensayo”: el género naciendo con
su inextricable combinación de levedad y gravedad, soltura y reflexión. Por cierto
que antes de que Montaigne consolidara y nos inquietara con la expresión, otros
dos franceses preeminentes ya habían dicho coup d’essai: Marot en el prefacio
a L’Adolescence clementine (« Ce sont oeuvres de jeunesse, ce sont coups
d’essay », 1532) y Rabelais en el prólogo de Gargantua (« À quel propos, en
voustre advis, tend ce prelude, et coup d’essay? », 1535). El Nombre estaba
naciendo, imbuido de su aura, en ese luminoso siglo XVI francés.
Volvamos a Montaigne, en 1580. Su libro y declaración nos llevan, entre
muchas otras consideraciones que debemos seguir conversando con él,9 a pensar
dos tipos de ensayo en el interior de la literatura. Primero, aquellos en los que se
expone una tesis buscando sobre todo convencer acerca de una cuestión (terreno
de las querellas históricamente marcadas). Es la literatura como instrumento de
las operaciones del análisis y la discusión. Su belleza: placer barthesiano (“texto
de placer: el que contenta, colma, da euforia; proviene de la cultura, no rompe con
ella y está ligado a una práctica confortable de la lectura”10). Es el espacio de la
tersura estilística: que el lector se complazca en el esplendor de la lengua
(su lengua: la reconoce como suya) a través de un hablante privilegiado que
vuelve escritura las riquezas de un instrumental expresivo capaz de decirse,
razonar y conmover en el espacio compartido. En segundo lugar, el ensayo como
la producción de un texto propio; ahí donde se somete a indiferencia o no
preponderancia la disputa sociohistórica, científica o cognoscitiva. El cometido es
ahora abiertamente estético. La literatura, en este segundo modelo, vista como
espacio existente por sí mismo, lúdico y libre. Su belleza: gozo. (“Texto de goce: el
que pone en estado de pérdida, desacomoda –tal vez incluso hasta una forma de
aburrimiento–, hace vacilar los fundamentos históricos, culturales, psicológicos del
lector, la consistencia de sus valores y de sus recuerdos, pone en crisis su
relación con el lenguaje.”) Es la preponderancia de la atención al movimiento
verbal del ensayista. Gozamos (o nos desconcierta) su quehacer con las palabras;
es con este festín verbal que estamos de acuerdo antes de pensar en la
consonancia de nuestros credos con los ahí debatidos.
Claro que la distinción no podrá ser fuente de seguras clasificaciones, el
paradigma se deslizará –como advierte Barthes, contraatacándose–, se deslizará
por múltiples canales y en diversas dimensiones acaso inasibles. Primera
inestabilidad: ¿puede ser clara y permanente la línea divisoria que marque y
privilegie de un lado los textos vigorosos que se gozan, y, del otro, aísle y restrinja
los ensayos meramente confortables? Y la inestabilidad temática: ¿puede siempre
y sin ningún titubeo hacerse una lista de ensayos con “asunto importante” y del
otro aquellos “cuyo contenido es irrelevante o subordinado”? Por ello, lo primero (y
acaso único) cierto que puede decirse del ensayo enfrentado a cualquier sanción
de valor o clasificación es que ésta se hace desde la lectura. El estilo y la calidad o
aprecio literario tienen entonces no esencia sino historia (y psicología): al intentar
esta o cualquier otra gustatio del ensayo –y del ensayo hispanoamericano, escrito
a lo largo del siglo que acaba de terminar, aparece en relieve el gusto de mi época
y mi gusto, señalando preferencias en los pasillos de la biblioteca. Es por ello que
esta antología nace feliz e ineludiblemente signada por las marcas
de mi identidad: un hispanolector que atiende y celebra ensayos desde uno de
nuestros países (México) y desde el primer decenio del siglo siguiente. Mi gusto:
impulsos personales, credos de época, autores queridos, reconciliaciones (con
autores que mi falta de sensibilidad había metido antes en su índice personalísimo
y absurdo), sorpresas y descubrimientos; en fin, todo aquello que da cuerpo a las
“supersticiosa ética” (Borges) con las que un ahora tan válido y fugaz como
cualquier otro ama la lengua literaria.
Ensayo es ensayar es acto de la gustatio: el acto puro, radical de escribir;
de ser escritor; no poeta, no novelista, ni dramaturgo; tampoco filósofo ni científico
ni especialista en nada. El texto mismo se despliega como su propio
acontecimiento. Las páginas que estamos leyendo como una comedia del logos;
no su resultado –que sería su saber obtenido. Subrayemos la riqueza de este
“género de la espontaneidad”. Sea en el punto que coloquemos, dentro de los
albores de los tiempos literarios, la figura del poeta, pleno y consciente de su oficio
y vocación, lo mismo que la de los otros autores (el narrador, el poeta dramático),
el texto de todos ellos es por principio un resultado. “He aquí mi novelapoema-
obra para la escena; léanla, que he puesto punto final.” Esto es válido también
para las obras, fascinantes en sí mismas, que se ofrecen como transitivas.
(Incluso en los casos célebres como, por ejemplo, el calificativo de Mallarmé a sus
versos en tanto “migajas” o “jirones”, y que Paul Valéry retoma: una obra nunca se
termina sino que se abandona inacabada11.) Pero es el ensayo el ejercicio de la
pluma y la expresividad humana que incorpora en su fábrica el carácter de
inconcluso y transitorio; lo dijo Montaigne, cuando bautizó el género, y lo sigue
diciendo su numerosa prole. Montaigne: “yo, que me preocupo más del peso y
utilidad del discurso que de su orden y desarrollo”12. ¡Claro que es comedia! Si
fuera verdad a pie juntillas, la edición de la Pléiade no tendría porqué usar
simultáneamente, junto con la de 1580, las ediciones de 1588 y 1595
supervisadas por el autor, y que contienen no sólo aumentos, sino multitud de
minuciosas correcciones. Macedonio Fernández lo ha dicho admirablemente:
“…podría improvisar [mi brindis] … y acompañar en la fiesta al cuentista
de Spleen: estaba preparado como nunca para una improvisación”13. Estamos en
los dominios de la literatura y no del testimonio; ensayo: el género cuyo tema es
su propio pensamiento; escena de la mente (en ocasiones deliciosamente
vagabunda, como el caso de Montaigne; en ocasiones seductora porque se quiere
aristotélica y apolínea en su decurso.)
Esto es una riqueza y peculiaridad crucial del “género de ideas” –pocas
veces los tratadistas se han detenido en este aspecto. Hagámoslo mínimamente.
Algunos ejemplos, de los prosistas hispanoamericanos contenidos en este libro,
iluminarán el punto. Escritores en la senda de Montaigne, Lamb y Swift que
encantan porque juegan la comedia de la espontaneidad, efecto gerundivo de la
escritura; es la poética del action painting traída a la prosa de ideas: nuestro
arquetipo es por supuesto el gran Macedonio 14 pero también, en su estilo, Novo,
Carrión, Cardoza y Aragón y Monterroso (digamos que el fuego del primero de los
dos guatemaltecos enumerados suena a espontáneo, por vívido, y que la discreta
tersura de su paisano simula una amena charla en los pasillos de la biblioteca);
Cortázar, por supuesto, suena a fresco y no deliberado; reconozcamos también
el efecto de sinceridad de Vargas Llosa cuando “confiesa” su pasión por Emma
Bovary… asimismo hay recursos de la transitividad, de lo no definitivo, en los
“inventarios” de Pacheco y en el modo de razonar de Aguilar Mora. Bajo el otro
modelo, atraen por su orden y claridad expositiva Rodó, Ortiz, Martínez Estrada,
Paz, Elizondo. Si algún placer reportan al lector (que no sólo convencimiento), lo
harán por el espectáculo de un pensar con orden. ¿Y Reyes?
Naturalmente parece oral, pero libros suyos como La experiencia literaria y no
digamos El deslinde, muestran su deseo de ser sistemático. ¿Torri?, ¿no es el
más alto grado de humor verbal que la literatura pueda concebir? Tiene alas, pero
vuela dentro de la página escrita. En cierta forma, deberíamos asemejarle a
Cabrera Infante: grado extremo del ludismo… que sería imposible si tanto él como
su receptor estuviéramos en el espacio auténtico de la oralidad; el vértigo al que
nos somete está muy bien preparado, escrito, y en el fondo lo sabemos, mientras
seguimos el frenesí de sus asociaciones. Así que este es otro de los filones
profundos que se abren ante los ojos del degustador de ensayos: ¿efecto de
oralidad o de escritura?, ¿de espontaneidad o de orden?, ¿río que se desliza o
mármol que se consuma? El juego de los recursos estilísticos del texto nos
revelará buena parte de sus secretos si lo interrogamos bajo esta perspectiva.
(Pensemos, para cerrar este punto apenas tocado, lo qué pueda revelarnos
la escena nocturna, insomne a la que acude Lezama Lima en “Confluencias” y
aquella tan diferente que relata Elizondo en “Anoche”, de Camera lucida.)
Vayamos (imaginemos ir) por otro sendero. Tal vez pudiéramos remontar
el camino de la escritura de estos ensayos e imaginar la génesis de estas piezas
bellas que nos acompañan en las letras de Hispanoamérica; al llegar a esas
fuentes del tintero, acaso percibiríamos la vibración del escritor, y sólo por ese
proceso podríamos identificar aquellos textos escritos desde el vigor
llamado goce (enmarcado por la sensibilidad y las preferencias de su propia
época) y los otros que armonizan la habilidad de una elegante factura con una
noción de uso de las palabras. Ambos, por supuesto, son dignos del mismo júbilo
de los lectores cuando están bien escritos; es decir, muy bien escritos.
Convengamos que es imposible negar el peculiar apetito verbal de cada
época. La soltura, la parsimonia y el amable didactismo de Alfonso Reyes, por
ejemplo, son, una vez escritos sus textos, inmutables, la letra está ahí; no obstante
el lenguaje y los criterios con que cada comentarista elogia y señala esa
afortunada manera de ser de la prosa americana en español ubica al comentarista
tanto o más que a Reyes. Pues hay una historia del gusto literario acompañando
el afloramiento de las diferentes maneras de ser del arte y que llamamos estilos,
escuelas u obras. Por lo pronto, lo que a mí más me compete –y me adelanto a
aceptarlo–, lo que me provoca, en Reyes como en cualquier otro artista de esta
modalidad de la prosa, es la pujanza resultante entre “el estilo” y “la idea”. Parecen
luchar, parecen aliarse, parecen correr paralelos; forman un matrimonio con todos
los tonos y temperaturas de las verdaderas parejas… Mi fetiche es creer que
el ensayo literario es todo aquel espacio textual donde el decir algo (que puede ser
más o menos relevante –pero ya sabemos que ¿quién dictamina esto?–) activa un
despliegue verbal de calidad. No basta la verdad de las aseveraciones, el ensayo
literario es la expresión de cuestiones que me importan en un estado de lengua
que admiro. El estilo es la idea.
Bajo estas consideraciones y aceptando este doble acercamiento al
ensayo, reconozcamos que cuando pretendemos estudiar un texto literario (de
cualquier género), el saber posible a obtener se refiere secundariamente a lo
extraliterario (orbe de lo “temático”, con frecuencia) y principalmente el análisis del
texto que se asume como literario atenderá la arquitectura verbal (sea el manejo
de personajes, descripciones y sucesos en la narrativa; sea fruto del ritmo, la
cadencia, la sonoridad, la capacidad de sugerencia simbólica, en la poesía; o sea
el flujo organizado de anécdotas y reflexiones en géneros como las memorias o
los diarios). Esto no quiere decir que el estudioso olvide que la literatura propicia, a
su manera, un saber sobre los conflictos humanos, sino que la iluminación –a
menudo tan penetrante– es parte y fruto de un lenguaje expresivo, de un orbe
simbólico autárquico. Radicalizando esto, podría decirse que en el primer modelo
y en la forma de leer el ensayo (el texto de o como placer), se está ante una
concepción instrumental del género, lo cual conlleva el aprovechamiento de lo
literario: aceptar que el conjunto de recursos verbales estructuran el ariete del
razonamiento y sostienen la discusión, que sirven a la exposición o demostración
del punto de vista del autor. La “belleza” o los logros de estilo, vistos así, se ciñen
a lo instrumental, propiciando, tal vez un “placer confortable”, en el supuesto de
que paladeemos su lengua. De la misma forma podría decirse que en el segundo
caso (regido por “el goce”), la concepción es purista o técnica, con el peligro de la
gratuidad estilística. Un gozo salvaje que revierte todo canon y se opone a toda
utilidad comunicativa… un festín inútil.
Por eso se trata, justamente, de modelos: los mejores ensayos, leídos o
escritos desde una u otra actitud, saben curarse de excesos y logran ser literatura
ya que alían inteligencia y elocuencia; el ensayo es literatura cuando combina
saber con belleza. Pone en jaque la voluntad clasificatoria, sea cual sea la regla
de medición. A nuestra época y gusto puede convenir la definición de ensayo
–mejor: la identificación de su riqueza– como el difícil equilibrio entre importancia
del asunto y calidad de lengua. La modalidad que se separa de sus congéneres
verbales (narrativa, lírica, drama) por imponerse el reto de pensar con belleza,
pensar desde la armonía de las palabras. Su esplendor no es el de ofrecernos una
confrontación humana desarrollada en parlamentos personalizados (dramaturgia)
o en un flujo de ficción (narrativa), ni tampoco el logro de llevar los sentimientos y
emociones al estado de canto verbal o voz profunda (lírica), sino que es el de las
ideas, conceptos y razonamientos como sustancia e impulso de armonía verbal (y
no sólo valiosos por su estricta veracidad). En últimos términos, el ensayo es la
inteligencia en el orden posible de la belleza. Realizada con palabras.
T. S. Eliot se ha enfrentado a este tipo de dicotomías escurridizas,
exasperantes y sin embargo ineludibles, entre “el asunto” y la expresión verbal. En
su caso, piensa en términos de las ideas inherentes a los poemas, pero la
cuestión de fondo es la misma para cualquier tipo de literato, y de hecho para
cualquier y todos los artistas. Dice Eliot en 1933:
El reino del yo
Los tres continentes anteriores no son, por supuesto, incompatibles. El mismo
escritor incurre en todos ellos. Nada se lo prohíbe: justamente son las riquezas de
poder decir el texto de ideas en primera persona. Los combatientes políticos más
serios se permiten el humor y la calidez: Mariátegui, el gran idealista y
combatiente, entregando un retrato memorable de Valle-Inclán. Podemos
proponer, al margen del tema, una triada de tonalidades, en el escritor-ensayista:
impositivo-programático; autoproblematizante o introspectivo; lúdico-irónico. Tres
cuerdas que encontramos en el instrumento de la mayoría de los buenos
intérpretes, por supuesto. Son recursos expresivos. Riqueza de tonos.
Pues estamos en las coordenadas, insisto, de pensar en primera persona.
De hecho, aun el carácter impositivo-militante le es altamente probable: cualquier
lector mínimamente avisado o cualquier ciudadano sabe que esa voz arengatoria
no es la Biblia, por mesiánico que se asuma el profeta: es un mundo de
subjetividades girando alrededor de ningún astro central. Por eso el escritor como
artista, como creador acude al ensayo moderno, o ensayo-poema; o “meditación
lírica”, como propone Zubiate. Puesto que modernidad y primera persona son
condiciones irrecusables entre sí. El romanticismo alemán tiene emblemas sobre
esto: Hölderlin y el carácter reflexivo de su poesía, intensamente en pos del
develamiento de un saber posible; especialmente si lo leemos a partir de un
enfoque de enorme (y acaso excesiva) influencia: Heidegger y su idea de que ese
tipo de poesía no pretende la Belleza sino la Verdad (y ahí, neo-neo-platonismo: la
Belleza que se consigue por decir la Verdad en el poema).
Esto atañe al poeta en tanto ensayista, y también al narrador y al
dramaturgo, y al posible ensayista puro. Que la obra sea la alegoría de la aventura
de saber por parte del autor. Puesto que el “soy obra de…”, como firmaban los
escultores griegos, es inherente, la personalización de lo argumentado no es un
defecto sino el terreno de existencia. Además, los otros tres géneros mayores de
la literatura (dramaturgia, poesía y narrativa), aportan sus recursos y en cada
caso, el ensayo los aprovecha, los usurpa: puede tomar trazos de ellos sin tener
que acabar el cuadro; en efecto, para empezar con el teatro, puede reflexionarse u
ofrecer un saber mediante el “dialoguismo” y la “puesta en escena” del intelecto,
como lo muestra soberbiamente el padre Platón. Sobre el poeta, nos hemos
extendido lo suficiente, y el novelista, por su lado sabe acudir a la expresión de
sus convicciones, semi-contando. Torri, Borges, Bianco, Cabrera Infante, Elizondo
y Pacheco, no dejan de ser narradores al escribir sus ensayos. En estos casos, se
está en la sombra del gran ejemplo proustiano: contar la anécdota que enmarca el
tratado (Contre Saint-Beuve43): el ensayo, dentro de los géneros del logos, ejercido
como el relato del proceso intelectual; una novela de ideas; ahí donde el
pensamiento puede aceptar que surge de un yo, y anecdotizarse un poco, sin
entrar plenamente en la novelización. Portentosamente inclusive: hay un cuento
latinoamericano, universal, donde el protagonista es un libro (por demás ficticio) o
su búsqueda y descripción: “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius” de Borges.
Quizá un género igualmente moderno manifiesta la riqueza de la
complejidad de las fronteras genéricas del ensayo. Se trata del poema en prosa
(ejercido con plena intención y bautizado así por otro faro –como él los llama–
francés: Charles Baudelaire). Atrevámonos a aceptarlo: no hay fronteras nítidas,
impermeables entre el poema en prosa y el ensayo lírico. Casuísticamente, en
Hispanoamérica: Torri (precisamente iniciando su bibliografía con una
denominación provocativa: Poemas y ensayos), López Velarde (¿cuáles son
ensayos y cuáles poemas en El minutero?, ¿cuáles “más ensayo” y cuáles “más
poema”?), Lezama Lima, avanzando por tropos en sus ensayos e intercalando
un diálogo (el género platónico y renacentista) sobre el homosexualismo,
en Paradiso… Y desde el otro extremo impuesto por la taxonomía: releer los
poemas en prosa (los así clasificados) de Ramos Sucre desde esta inquietud; las
convicciones e iluminaciones del gran prosista venezolano legan una obra
memorable que lo mismo bebe del ensayo que de la ficcionalización que del
poema en prosa.
De esta manera el ensayo puede ser leído, redescubierto una y otra vez,
como un género vigoroso y totalmente afín al espíritu de la modernidad, de todas
las modernidades, pues se trata de perdurar por la factura verbal, al tiempo que el
yo autoral se manifiesta y se construye gracias a que desarrolla y modela sus
cavilaciones. Hay un arte del pensamiento. Una consubstanciación de estilo e
idea. Le llamamos ensayo.
1
En « De la grandeur romaine », II, 24. Es decir: “Sólo quiero decir una palabra sobre este
tema infinito”.
2
Contemporaneidad histórica, tan involuntaria como pocas veces advertida:
emblematicémosla por la caída de los dos señoríos mayores de lo que la conquista
volvería Hispanoamérica: 1521: Hernán Cortés finalmente toma México-Tenochtitlan y da
el golpe de muerte al poderío azteca; 1534: Francisco Pizarro logra tomar la poderosa
Cuzco, fin de la hegemonía incaica; medio siglo después, 1580: primera edición de
los Essais de Montaigne, quien nace un año antes del triunfo militar de Pizarro.
3
José Luis Martínez (introd, sel. y notas de…), El ensayo mexicano moderno (2 vols.).
Fondo de Cultura Económica, México, 1958. Es un libro ejemplar, pero no
necesariamente coincido por completo con los textos escogidos por don J.L. Martínez;
buena literatura, en todos los casos, pero no siempre ensayo. Existe una segunda edición:
F.C.E., 1971; últimos autores incluidos: Carlos Fuentes (1928), Juan García Ponce
(1932), Carlos Monsiváis (1938).
4
Con el riesgo de las generalizaciones, los estudiosos tienden a coincidir en que las
principales líneas conceptuales del ensayo europeo son: filosófica, ético-moral, reflexivo-
intimista, cuestiones de arte, y también el ensayo de creación con tema político –pero esta
última modalidad nunca en primer lugar.
5
William Carlos Williams, La primavera y todo lo demás (Tr. J. y G. Sucre), Monte Avila
Editores, Caracas, 1980. Aquí: pág. 127.
6
Véase “« Essai(s): fortunes d’un mot et d’un titre » de Françoise Berlan, para una buena
noción de lo que significaba la palabra ‘essai’ en el tiempo que Montaigne la privilegia;
Berlan en: Pierre Glaudes, L’essai : métamorphoses d’un genre, pp. 1-16. Aprovecho para
citar una oración que resume sus ideas: « S’y –en el vocablo essai– conjugent plusiers
constantes: l’inachèvement qui est à la fois modestie, désinvolture et scepticisme
militant, l’orientation subjective, car tout part de l’expérimentateur qui est parfois un simple
patient et enfin l’affleurement narratif qui n’est pas comme dans l’autobiographie une sorte
de raison d’être, mais un outil repris et abandonné, échantillons, fragments de vie au
service d’une réflexion plus large. » (p. 10) Los subrayados son suyos ; traduzco : “Ahí
–en el vocablo ‘essai’– se conjugan varias constantes: lo inacabado que es al mismo
tiempo modestia, desenvoltura y escepticismo militante, la orientación subjetiva, pues todo
parte del sujeto que experimenta, quien en ocasiones es un mero paciente, y
finalmente el afloramiento narrativo que, a diferencia de la autobiografía, no es una suerte
de razón de ser –del texto–, sino una herramienta tomada y abandonada, muestras,
fragmentos de vida al servicio de una reflexión más amplia.”
7
Michel de Montaigne (1533-1592), señor de Eyquem, reunió en dos entregas sus Essais:
1580 y 1585, más la póstuma de 1595. Aventuro esta traducción a partir de la edición de
Gallimard, que respeta los tres volúmenes originales: Pierre Michel (ed.), Albert Thibaudet
(prefacio); Gallimard (Folio, 290), París, 1965. “Des Livres” es el ensayo o Chapitre X del
vol II (II, 10, de acuerdo con la manera usual de citar los ensayos de M.M.).
El lector puede acudir a la versión en español de “Nuestros clásicos”, UNAM, México,
1959. Lamentablemente no consignan el traductor, de quien me separo con riesgo en el
ánimo de encontrar “mi paso natural y ordinario, tan descompuesto como es”.
8
“Deja, lector, correr todavía este golpe de ensayo y este tercer alargamiento del resto de
las piezas de mi pintura.” (III, 9). Coup d’essai: literalmente, ‘golpe –tirada, jugada– de
ensayo’… lo que quiera que eso signifique pero que sigue girando hipnóticamente, en el
tapete del azar literario, cuatro siglos después.
9
Uno de los lectores actuales de Montaigne es el mexicano Adolfo Castañón. Léase por
ejemplo, su “La ausencia ubicua de Montaigne” en la revista Vuelta, núm 184, marzo de
1992. Ahí mismo Castañón menciona dos títulos importantes sobre nuestro tema: Breve
historia del ensayo hispanoamericano, de José Miguel Oviedo, Alianza Editorial, Madrid,
1991 y el conocido libro de John Skirius que elige el enfoque ideológico para su Antología
del ensayo hispanoamericano, F.C.E., 2a ed. 1990, el cual desatiende el ensayo como
literatura y se concentra en la polémica de ideas.
10
Roland Barthes, El placer del texto. Tr. N. Rosa, Siglo XXI editores, México, 1978.
11
Para los « les mille bribes » y « lambeaux » de Mallarmé, véase su carta a Verlaine del
16 de noviembre de 1885 (la Pléiade, vol. I, pp. 786 a 790); el célebre « Au sujet
du Cimetiére marin » de Valéry, en la Pléiade, vol I, pp. 1496-1512.
12 « Moi, qui ay plus de soin du poids et utilité des discours que de leur ordre et suite… »
II, 27, « Couardise mère de la cruauté », la Pléiade, p 678.
13
“Brindis inasistente” de los Papeles de Recienvenido, en Macedonio Fernández;
selección de escritos, Centro Editor de América Latina, Buenos Aires, 1968, p. 51.
14
Otra migaja de degustación macedoniana; uno de los dos textos que aquí se le
antologan concluye: “He terminado, y mucho me alegraría modestamente de que algún
lector diga más tarde por ahí en mi elogio: ‘para lo poco que sabía del asunto, bastante
habló, porque no es gracia hablar de lo que se sabe’.” (“Para una teoría de la novela”)
15
T. S. Eliot, “Shelley y Keats”en: Función de la poesía y función de la crítica (Tr. J. Gil de
Biedma). Tusquets Editores, Barcelona, 1999. 1a ed. en inglés: 1939. El libro recoge las
Conferencias Charles Eliot Norton de la Universidad de Harvard, invierno de 1932 a 1933.
16
Poco después de inaugurado el género por un francés, al otro lado del Canal de la
Mancha (English Channel para ellos), un filósofo inglés que escribía sus obras “serias” en
latín, se entregó a refrescar la pluma en la lengua ordinaria: Francis Bacon (1561-1626),
barón de Verulam, es autor del Novum Organum Scientiarum y también de
sus Essays que consolidaron de inmediato las posibilidades literarias del naciente género.
El título integral de Bacon (en sus tres entregas: 1597, 1612, 1625 ), mantiene el valor
sustantivo y el carácter plural del vocablo clave: Essayes or Counsels, Civil and Moral.
Recordemos, una vez más, que la pluma de Bacon fue tan admirada que llegó a
atribuírsele el enmarañado honor de ser el “verdadero autor” de las tragedias de
Shakespeare.
17
Las últimas dos partes de la retórica clásica no nos ayudan por ahora, pues atañen a la
existencia oral del texto: pronuntiatio y memoria… aunque bien mirado, hay rebrotes en
nuestras sociedades masificadas de la literatura oral, usualmente son manifestaciones de
corte profundamente popular-legendario y por ende anónimo: narrativa y lírca rurales y
regionales, y no deja de haber ocasiones de la forma oral del ensayo: conferencias,
discursos, homenajes, mesas redondas.
18
Samuel Taylor Coleridge, Biographia Literaria, 1817; la frase célebre, en el capítulo xiv.
19
En “Danza de la jerigonza”, de La fijeza, 1949.
20
“El ensayista, en oposición al filósofo [los referentes concretos son aquí Voltaire, como
filósofo, y Michelet como ensayista; pero el sentido es contraponer el ensayista literario al
filósofo como perteneciente, éste último, a aquellos sujetos que se proponen un saber
positivo y válido en sí mismo, ‘científico’ ], saca partido de la riqueza de las palabras. No
rechaza la función poética de la lengua, más bien busca afirmarla.” Jean
Terrasse, Rhétorique de l’essai littéraire, p. 126. Traducción mía.
21
Ibid., p. 129 “L’essai est le produit d’une tension entre deux désirs apparemment
contradictoires: décrire la réalité telle qu’elle est en elle-même et imposer un point de vue
sur elle.”
22 « On ne pouvait quitter cet homme, qui dissait tojours: ‘je ne sais rien’ », en la
introducción a: Jean Terrasse, Op. Cit., p. 4. Alain es el seudónimo de Emile Chartier
(1868-1951); su obra está en la célebre Bibliothèque de la Pléiade, Gallimard.
23
Ibid., p. 6.
24
Jean Terrasse, Op. Cit., p. 132. “Ce qui caractérise l’essai par rapport aux autres genres
littéraires, c’est qu’il s’efforce de répondre simultanément aux trois exigences :
ontologique, esthétique, éthique.”
25
Lo escenifica, no lo es… Tengamos la mínima malicia de lector en reconocer que aun el
ensayo más aparentemente desordenado y extravagante en su conformación, si
verdaderamente vale la pena ser leído, simula su espontaneidad y frescura; lo mismo que
el más impecable en su discurso, no entrega tal cual la secuencia lógica del autor sino
que es un orden de exposición. Ejemplifico con dos clásicos rioplatenses: ningún lector
avisado puede suponer que las fascinantes ocurrencias, asociaciones y giros delirantes
de los numerosos “prólogos” de la Novela de la eterna de Macedonio Fernández son fruto
de una espontaneidad privilegiada y genial, y si lo fueran, ello es irrelevante: estamos ante
piezas sobresalientes de humor intelectual, de inteligencia lúdica; texto construido, pues;
de la misma manera, el seductor raciocinio de Otras inquisiciones más allá de que nos
hiciera partícipes del proceso operativo de la mente de Borges, es una lógica para ser
leída.
26
Para un planteamiento sobre la oratoria como antecedente directo del ensayo, puede
leerse « L’héritage antique de l’essai: Cicéron et les ambiguïtés de la rhétorique » de
Béatrice Périgot en: Pierre Glaudes, Op. Cit., pp. 119-133.
27
Recordemos el célebre dístico: “Omne tulit punctum qui miscuit utile dulci,/ lectorem
delectando pariterque monendo.” (De Arte Poetica, vv. 343-4).
28
Un último ejemplo del emperador-escritor. En IV, xxxiii dice con su impecable concisión:
proponerse “un pensamiento acorde a la justicia, una actividad dedicada al bien común,
una lengua que no engañe nunca”. Parto de la versión francesa de Mario
Meunier: Pensées pour moi-même, GF Flammarion, Paris, 1964.
29
Aquí podemos trazar una filiación: si por un lado el ensayista pertenece de suyo a la
literatura de creación y es tan artista de la creatividad verbal como el que más, también, el
ensayista tal como lo concibió la Ilustración así como el ideal del orador antiguo, apuntan
a otra figura moderna que nos es pertinente y querida, sino es que necesaria: el
intelectual. En efecto, el intelectual como aquel sujeto, normalmente un escritor “de
creación”, pero no necesariamente, que es un actor social reconocido por la recurrencia
de su participación en lo público (columnista o comentarista en los medios masivos de
comunicación, autor de libros sobre cuestiones del momento sociopolítico, sujeto de
entrevistas): participa con su opinión (argumentada: produce textos, a menudo bien
escritos) y para ser “intelectual” y no “vocero” o “militante” es independiente: ni pertenece
al Estado ni comunica posiciones oficiales de partidos políticos (a los que no puede
pertenecer, pues cambiaría ligera pero suficientemente de papel: se convertiría en
militante). Así, si el intelectual, para serlo, ha de ser un artista o escritor con “obra propia”,
su género característico, en tanto que interlocutor público, es el ensayo: el ágora
remplazada, gracias a Gutenberg, por la escritura, argumentativa y combativa.
30
Por ejemplo, en la catedral de Rouen: un personaje sostiene el bando que dice:
“CLEMENS VITRARIUS CARNOTENSIS M(E FECIT)”: ‘Clemente, vitralista de Chartres
m(e hizo)’; se trata del vitral del deambulatorio dedicado al profeta José, hecho en el siglo
XIII.
31
Para todo hay antecedentes, soberbios antecedentes, en ocasiones: Horacio, su sátira I,
6, que surja o no como respuesta directa a una sugerencia de su protector Cayo
Mecenas, definitivamente es una apelación a la res publica para ser dejado en paz, en su
pequeña vida de pláticas fugaces, manjares modestos y oficio de versificador y pensador
solitario.
32
Erich Auerbach, Mimesis; la realidad en la literatura (tr. I. Villanueva y E. Ímaz), F.C.E.
(Lengua y estudios literarios), México, 1950. (Original en alemán: Berna, 1946).
33
El título nobiliario y la denominación de Lord Chandos corresponden legítimamente a
quien alude el texto alemán: Francis Bacon (1561-1626).
34
Jean-Pierre Zubiate, “Essai et poésie au XXe siècle”En: Pierre Glaudes, Op. Cit., p. 381.
35
P. Heilker, Rehabilitating the Essay, 1992, citado por Pierre Glaudes, Op. Cit., introd., p
VI. El original: “It is an epistemologically skeptical quest for new visions of truth in an
uncertain universe and world in flux; it is anti-scholastic, transgressing disciplinary and
discursive boundaries in an attempt to more fully address whole human problems; it
rejects traditional rhetorical norms, operating instead […] the logic that orders and links
thoughts associatively over time.”
36
Tomo esta forma afortunada por lúdica y aforística con que Sarocchi resume la cuestión:
“(yo, el pronombre del ensayista; el ensayo: una forma de pronunciarse)”; su texto, agudo
y conciso, se titula “Un drôle de genre”, pp. 17-28 del libro editado por Pierre Glaudes.
Entre otras boutades afortunadas, cifra así Sarocchi la vocación libérrima, heterodoxa, del
ensayo: “L’essai se doit d’être paradoxal: comment n’entrerait-il pas en dissonance avec
la doxa, l’Opinion?”. Es decir: ‘El ensayo debe ser paradójico: ¿cómo podría no entrar en
disonancia con la doxa, la Opinión? (p. 22)
37
Jean-Pierre Zubiate, Ibid., p 389.
38
Ya Flaubert (según podemos corroborar en su biblioteca personal resguardada en
Canteleu, municipio de la Alta Normandía), subrayaba en su ejemplar la afortunada frase
de MM: “…n’ayant fourny du mien que le filet à les lier.” (III, 12).
39
De esta apelación, ante la que muchos lectores sonreímos por inocente y hasta cursi, al
menos dos novelas fundamentales han sacado excelente partido: el Quijote y Tristram
Shandy, su libro-discípulo delirante; de inmediato uno puede recordar otras dos novelas
mayores que apelan a su lector, cierto que muy ocasionalmente, y más en la cercanía de
la inocencia folletinesca que de los abismos de lectura que plantean Cervantes y
Sterne: À la Recherche du Temps perdu y su discípula Paradiso de José Lezama Lima,
autor incluido aquí como poeta-ensayista. Y dentro de este libro que lees, lector amigo,
uno de los literatos estudiados ha extremado el recurso intelectual de que la operación de
la lectura sea escritura: Salvador Elizondo: El grafógrafo.
40
De modo que la literatura no es tan “inútil” y por ello el jefe de Estado vigila y se informa
de lo que dice este tipo de interlocutor, y deviene, el jefe de Estado, con frecuencia “el
ogro filantrópico”, en palabras de uno de nuestros poetas-ensayistas: Octavio Paz.
41
El original, IV libro, parágrafo 22, línea 1, en la lección de Mariano Bassols de Climent
(Consejo Superior de Investigaciones Científicas, Alma Mater, Col. de autores griegos y
Latinos, Madrid, 1991, p. 102); su traducción: “Lo que hasta aquí he dicho cuadra con un
emperador; las cosas que de aquí en adelante he de contar son obra más bien de un
monstruo.” Por su lado Aguilar Mora, en el texto que en este libro se le antologa, opta por
una versión sucinta, libre, inexacta pero lapidaria: “ya hablamos del hombre, ahora
hablemos del monstruo”.
42
El texto de Swift de 1729 “is a masterpiece of comic incongruity, with its suave blend of
rational deliberation and savage conclusion”, según nos recuerda, con justificada
vanidad The New Encyclopaedia Britannica en su 15ª edición (1974).
43
Recordemos la frase memorable: « Maman vient me voir près de mon lit, je lui dis l’idée
que j’ ai d’une étude sur Saint-Beuve, je la lui soumets et la lui développe. » (carta a Mme
de Noailles de diciembre de 1908); “Mamá viene a verme a mi cama, le digo la idea que
tengo de un estudio sobre Saint-Beuve, se la expongo y se la desarrollo”.
44
Las voces del relato; manual de técnicas narrativas, Grijalbo, México, 1993.
45
Debo particularmente a Jorge Aguilar Mora la llamada de atención sobre este punto. Y
prosigamos la conversación entre los autores; para Auerbach, ya Montaigne mismo
resulta pertinente también en esto: “En él, por primera vez, se hace problemática, en
sentido moderno, la vida del hombre, la vida propia ‘cualquiera’ en su integridad.” (Ed. cit.,
p. 291)
46
Con esto cierro mi apunte debido a Aguilar Mora, espero haberlo parafraseado con
fidelidad.
47
La ópera Kékszakállú –El Castillo de Barba-Azul–, registra sus dos fechas de aparición:
escrita en 1911, fue estrenada en Budapest el 24 de mayo de 1918; por su lado el
vigoroso y deliberadamente polémico ensayo de Steiner, In Bluebeard’s Castle, Some
Notes Towards the Redefinition of Culture, apareció en 1971.
48
Castañón, en su escrupuloso ensayo sobre el ensayo (ver nota 10), dedica amplio
espacio a las complejas relaciones entre búsqueda literaria y polémica americanista:
“América, su carácter, su organización, su aspecto, su porvenir, su formación, su
desarrollo, su destino, su despertar, su esplendor y su miseria, su vocación, su unidad y
diversidad, sus leyes. El verdadero patrón de lo que se ha llamado ensayo en
Hispanoamérica parece ser Montesquieu y no Montaigne…” Y concluye Castañón sus
observaciones: “El valor docente del género centauro no sabría separar la medicina de la
estrategia, el arco de la lira”.