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Toca ahora defender la Constitución

Humberto de la Calle

Mis amigos laureanistas eran una aristocracia del pensamiento. Una derecha
civilizada. Perdedora siempre en el terreno electoral, pero significativa en el
plano de las ideas. El clima político era de un liberalismo omnipresente que
permeaba todo el ambiente. Por ahí venía el gusanito de la izquierda,
parcialmente acaballada en la violencia. Pero la palabra derecha era una mala
palabra. Ni los más conservadores se atrevían a pronunciarla. Uno de los
efectos nocivos de esta autocensura fue convertir a la derecha en cofradía de
catacumba. Como la violencia fue devorándolo todo, el problema de Colombia
se convirtió en la discusión sobre el fusil más largo. Circunstancia ésta
aprovechada para proponer la defunción del enfoque derecha/izquierda con el
argumento de que era algo obsoleto. Simple forma de sacar el bulto.

Pues ahora el Centro Democrático se ha venido con toda la artillería de la


derecha. El rosario de iniciativas cubre casi todo el horizonte. Ataques al aborto
hasta el punto de exigir el consentimiento del violador; parálisis de la
restitución de tierras obligando al despojado a probar la mala fe del segundo
ocupante; el espejismo de la cadena perpetua; jurisdicción separada para
militares que han delinquido; combate al consumo de estupefacientes (aunque
Ruby Chagüi propone reconocer el porro como patrimonio cultural), y exigencia
de título universitario para ser congresista, bizarra propuesta porque ni el título
significa nada (en ocasiones se ha reemplazado por una declaración notarial) y
en cambio sí es una talanquera contra el voto igualitario.

Aunque con carácter más abstracto, la verdadera bomba de neutrones es la


creación del referendo para anular sentencias de la Corte Constitucional que
amplíen la carta de derechos.

Es ni más ni menos que el regreso a una desueta concepción de democracia en


la que priman los números sobre los valores. La democracia hoy no se limita a
gobernar con mayorías, sino que es de su esencia la preservación de los
derechos de las minorías. Cada fallo que amplíe derechos fundamentales
contramayoritarios sería despellejado en las urnas. Ya lo han propuesto para los
derechos de la comunidad LGBTI, el aborto, la cuestión religiosa, el libre
desarrollo de la personalidad y tantas otras formas de protección. La idea es
que las minorías sucumban en las urnas.

El gran riesgo es que esta idea se presenta como un avance democrático. Pero
es un lobo con piel de oveja que además descuaja de raíz la Corte
Constitucional que ha sido el bastión en la búsqueda de una sociedad
democrática.

Es el Estado de opinión, el cesarismo democrático basado en una encarnación


homogénea de la sociedad. La primera víctima será el pluralismo, el carácter
multiétnico y pluricultural de la nación, el derecho al disenso. Esto es,
pseudodemocracia de himnos y proclamas, patriotismo alborotado y viejos
recuerdos de agitación de banderas inicuas con la idea de que necesitamos una
sociedad sin fisuras.

La hoja de ruta es clara: primero, volver trizas el Acuerdo; después, cumplir


parcialmente dejando de lado elementos esenciales, y ahora se trata de
descuajar la Constitución. El llamado centroizquierda, adormilado por las
disputas intestinas. Todavía hay tiempo para organizar la defensa de la
democracia real. De lo contrario, se repetirá el 2018. ¿Somos ciegos? ¿O solo
miopes a la espera de correctivos?
En defensa de la rebelión de las canas
Rodrigo Uprimny

La pretensión del Gobierno de confinar a los mayores de 70 años por más tiempo
y en forma más estricta que al resto de adultos parece lógica y humana. Pero en
realidad es discriminatoria.

Las bases científicas invocadas por el Gobierno son que los mayores de 70 años, en
caso de contagio, tienen una probabilidad más alta de tener cuadros clínicos
severos, de terminar en una UCI y de morir. Eso es cierto, pero el interrogante es si
esos datos justifican que el Estado confine en esa forma a los mayores de 70 años.

La justificación del Gobierno es que el confinamiento reduce el contagio de esa


población, lo cual tiene dos finalidades: i) proteger a los propios confinados, que es
el argumento que más usa el Gobierno, pues suena bonito, y ii) proteger los
servicios de salud, y en especial las UCI, pues evita su copamiento por los adultos
mayores, que es un argumento que el Gobierno no formula tanto, pues suena feo,
pero sugiere al decir que los adultos mayores tienen deberes de solidaridad con
los demás.

El problema del razonamiento del Gobierno es que minimiza el uso de un criterio


de diferenciación (ser adulto mayor), que en principio está prohibido por la
Constitución, por las discriminaciones crecientes que sufre esa población, por lo
que debería ser empleado solo en condiciones muy estrictas. El trato distinto a
adultos mayores no solo debe ser potencialmente útil para alcanzar el propósito
buscado, sino ser claramente eficaz; además, debe ser estrictamente necesario y
proporcionado. Y eso no ocurre en este caso, por al menos tres razones.

Primera, la eficacia de la medida es débil, incluso si es cumplida, pues


aproximadamente el 70 % de los adultos mayores conviven con personas más
jóvenes. Si el confinamiento es mantenido solo para los mayores de 70 años, la
medida no les brinda protección clara, pues podrían ser contagiados por los otros
integrantes del hogar.
Segunda, desconoce los impactos, para nada menores y que han sido
documentados, que la medida tiene sobre la dignidad y la salud de los adultos
mayores que, con razón, se sienten humillados por ese tratamiento discriminatorio
y paternalista.

Tercera, ignora que existen medidas alternativas no discriminatorias que pueden


ser más eficaces. Cito solo dos: fortalecer aún más los servicios de salud para evitar
su copamiento, con mayores apoyos financieros, que hasta ahora han sido
insuficientes, y mejorar la información sobre los riesgos extraordinarios de los
adultos mayores frente al COVID-19 para que ellos incrementen sus medidas de
autoprotección y el resto de la población sea más cuidadosa con ellos.

Todos tenemos un deber solidario de evitar la extensión del contagio del


coronavirus. Por eso, quienes lideran la “rebelión de las canas” han aclarado que no
se oponen a las medidas generales de aislamiento social, sino al trato paternalista
y discriminatorio que han sufrido. Creo que tienen razón: ¿por qué deben los
mayores de 70 años cargar en forma desproporcionada y humillante con los costos
de estos esfuerzos de reducir el contagio? Tengamos en cuenta que ese
confinamiento especial a los mayores de 70 años podría prolongarse por meses y
meses…

Creo que el Gobierno ha tomado estas medidas de buena fe. Y al inicio y por poco
tiempo pudieron tener sentido. Pero hoy debería revocarlas, pues son
discriminatorias y alimentan un peligroso imaginario social contra los adultos
mayores, que son considerados crecientemente como personas sin autonomía, que
para muchos ya han vivido demasiado y que por ello deben aguantarse todo lo
que les impongan, sin chistar.

Posdata. Por transparencia, aclaro que con el profesor Esteban Hoyos Ceballos
hemos asesorado ad honorem la tutela de la rebelión de las canas.

* Investigador de Dejusticia y profesor de la Universidad Nacional.


La paz verdadera
William Ospina

Lo único que podría hacer hoy la política por nosotros sería darnos conciencia
de lo que pasa en el mundo, hacernos más fuertes y más activos como
ciudadanos, llamarnos a la responsabilidad, ayudarnos a tener iniciativa. Pero la
política, que ya merece otro rostro, se ha vuelto un oficio, una profesión, y los
que la ejercen están en continua rivalidad porque se disputan un electorado,
entonces su principal tarea, a pesar de las urgencias del mundo, es
desprestigiar a la competencia.

En Colombia es la más vieja costumbre de los políticos: no hablan de otra cosa


que de cuán malos son los otros, y desde hace tiempo trabajan sin descanso
por lograr que medio país odie al otro medio y vea en él al demonio. La
estrategia es burda y dañina, pero les ha dado resultado, engendró la violencia
de los años 50, dividió al país en buenos y malos, ha sido capaz incluso de
convertir la paz en una bandera que enfrenta los unos a los otros.

Pero un país no se construye sin un mínimo acuerdo entre los ciudadanos, sin
una básica solidaridad nacional, sin un respeto profundo por el adversario. El
precio de estar en paz con el mundo no puede ser estar en conflicto
permanente consigo mismo. Es verdad que Antonio Machado decía: No
extrañéis, caros amigos, / que esté mi frente arrugada, / yo vivo en paz con los
hombres/ y en guerra con mis entrañas . Pero no se refería a los países sino a
los individuos: un ser humano debe ser capaz de combatirse a sí mismo si eso
ayuda a reconciliarse con los demás.

Y esa básica reconciliación debería ser la tarea suprema de la política. No borrar


las diferencias, pero saberlas gestionar; no anular los desacuerdos, pero
saberlos debatir; no eludir los conflictos, pero resolverlos de un modo creativo.
Dicen que para eso se inventó la política, para hacer que lo que pudo ser una
guerra se convierta en un debate civilizado. Y por eso es extraño que llamemos
política a lo que siempre se hizo aquí: sembrar discordias retóricas, descalificar
a los otros, ver intenciones malignas en todo el que piense distinto.

Pero debajo de las guerras civiles, como debajo de las revoluciones, siempre
hay un orden injusto en el que unos son tiranos y los otros son víctimas. Si la
paz es hija del entendimiento, este no nace de las buenas intenciones, sino de
las transformaciones reales. La condición para que disminuyan las discordias es
construir un orden que valga para todos. Y para eso el interés de la comunidad
tiene que pesar más que el interés de los dirigentes.

Colombia ha pasado por varias guerras, pero no ha sido capaz de acabar una
sola de ellas. Una guerra con las guerrillas, una guerra con los paramilitares,
una guerra con el narcotráfico, una guerra con la delincuencia común. Y aunque
todos jugamos a soñar que lo es, nuestro Estado no es legítimo: está ausente
donde se lo necesita y demasiado presente donde es menos útil. Sirve a
muchos intereses, pero no sirve a los intereses supremos de la nación; protege
a unos y desampara a otros, consiente a unos y abusa de otros, su ley es la
arbitrariedad, su fundamento es la desigualdad, su fruto más evidente es la
injusticia.

Ahora se acusan unos a otros de guerrilleros, de paramilitares, pero el mal


verdadero es anterior. Un Estado que abandonó a los campesinos y desamparó
los campos forzó al nacimiento de las guerrillas; un Estado que no protegió a
los propietarios ni a las clases medias rurales de la barbarie de las guerrillas
forzó al nacimiento de los paramilitares; un Estado que no combatió a los
paramilitares sino que se alió con ellos, socavó su propia legitimidad. Y al calor
de las discordias de los políticos, pasaba de aliarse con los paramilitares a
aliarse con las guerrillas, siempre unos pasos detrás de la realidad, sembrando
más discordias de las que resolvía.

Cuando los males alcanzan las dimensiones de una guerra, ya no caben las
responsabilidades personales. Por eso no se debe negar que la guerra existió, y
todavía existe, porque solo si hubo una guerra hay una explicación, así sea
infernal, para la atrocidad. Todo el que niegue que existió la guerra asume la
atrocidad como una responsabilidad personal. Pero si se asume que la guerra
existió, ya no hay lugar para los tribunales.

Si todos se degradaron, ya nadie está en condiciones de montarle un juicio al


adversario. Y los tribunales que no son aceptados por todos son parte de la
guerra, no de la reconciliación. Hoy la principal ocupación de los políticos es
buscar a los responsables de las atrocidades de la guerra que supuestamente
quedó atrás. Pero no lo hacen por amor a la justicia, sino por desacreditar a la
competencia. Estamos en el mercado más triste: el de la venta de odios. Y no
hay nada original en nuestros políticos, están haciendo lo único que hicieron
siempre, lo único que aprendieron a hacer.

Hay momentos en que la democracia tiene que reinventarse, y no se reinventa


con caudillos sino con liderazgos casi invisibles. Es la comunidad la que tiene
que abrirles camino a sus sueños, y para eso la política tiene que crear un
sentido profundo de comunidad.

La Colombia que va a nacer muy pronto pondrá más el énfasis en el presente


que en el pasado. No hablará tanto de lo que se hizo sino de lo que es
necesario hacer. Debe endiosar menos a los dirigentes y endiosar más a los
seres humanos, a los que fueron borrados siempre de la leyenda nacional, por
indios, por negros, por provincianos, y sobre todo por pobres.

Porque allí está la verdadera grandeza, allí está la verdadera dignidad, y allí
estuvo siempre la paz verdadera.
Otro magistrado impresentable
Ramiro Bejarano Guzmán

Qué papel tan lánguido jugó el magistrado Carlos Bernal Pulido, quien anunció
su retiro intempestivo de la Corte Constitucional para atender compromisos
académicos en el exterior. No dejó una sola providencia para mostrar de su
lánguido periplo.

Bernal Pulido contaba con conocimientos, pero no con las suficientes horas de
vuelo para ser togado en el tribunal constitucional. Pudo llegar a tan alta
dignidad sobre los hombros del rector del Externado de Colombia, Juan Carlos
Henao, quien se lo inventó como candidato a magistrado entre otras cosas para
cerrarle el paso a otro destacado jurista que sí habría hecho un papel estelar y
digno. Juan Manuel Santos, experto en designar mal, se tragó el anzuelo y
metió en la terna a Bernal, para entonces apenas un jovencito arrogante,
vanidoso, pero bien hablado y dueño de la verdad.

Solamente a un arribista y trepador incorregible como Juan Carlos Henao se le


podía ocurrir habilitar a Bernal como magistrado, no propiamente pensando en
un demócrata que defendiera el proceso de paz o la justicia transicional, sino
en contar con alguien cercano en la Corte a quien hablarle al oído. Por estos
tiempos los mandamases de ciertas universidades se gastan su tiempo y
prestigio en promover candidatos o en vetar a quienes no son de su agrado, y
de ello ha quedado memoria, por ejemplo, en la integración por el Consejo de
Estado de la última terna para la Corte Constitucional.

Fue culpa de Santos haberse dejado convencer de ternar a Bernal Pulido,


cuando tenía otros magníficos candidatos, pero definitivamente lo suyo no es
acertar en los nombres. Por eso propició a Néstor Humberto Martínez como
fiscal, y ya se sabe lo que hizo contra la paz; lo mismo con Juan Carlos Pinzón,
el quintacolumnista que como ministro de Defensa todos los días disparaba
contra el proceso de paz. Con esos antecedentes, les quedaba fácil a quienes
estuvieron remando por Bernal que Santos lo ternara para la Corte
Constitucional, donde resultó un total fiasco.

A Bernal lo conocíamos en el estrecho círculo de los externadistas, donde había


ganado prestigio como profesor en el exterior. De su ideología nada se sabía,
pero todo hacía suponer que alguien tan supuestamente culto e informado
estaba a salvo de fanatismos religiosos o tendencias fascistas. Engañó a todos.
Cuando Bernal ya estaba en la terna y en plena campaña para la Corte
Constitucional, empezó a salir muy sonriente en fotos con José Obdulio y Uribe,
y esa fue la primera señal de lo que luego se desencadenó. En efecto, muy
pronto nos enteramos de que ese jovencito no era un genio, sino un militante
ultraderechista, además pastor de una congregación religiosa y un intolerante
sin límite. Entonces ya no hubo cómo enmendar semejante yerro.

Eso sí, apenas iniciada su gestión en la Corte Constitucional, Bernal se distanció


de su padrino, sin que se sepa claramente la razón, pero hay versiones nada
tranquilizadoras de que ese portazo no fue la traición que los áulicos de su
benefactor se empeñan en propalar. En cuanto pudo, claro, ya salido del clóset
de su fanatismo religioso, seguir en el Externado no le lucía, y se retiró para
convertirse al día siguiente en profesor de la Sabana, centro académico al que
no solo se incorporó, sino que se volvió agente promotor de sus cursos. Bernal
salió de donde se sentía como mosco en leche y del sitio en el que
probablemente alguien pretendía presionarlo o cobrarle el favor, y llegó donde
es obvio que se sentiría cómodo cumpliéndole a su fe religiosa.

Por supuesto que los externadistas no somos Henao, Bernal ni las camarillas. El
Externado es una institución llena de fuerza y dignidad que trasciende a pesar
de las personas y sus fracasos.

Ojalá que la lección haya quedado aprendida. No se puede seguir improvisando


con el nombramiento en las altas cortes, pero sobre todo en la Corte
Constitucional. Hay que llevar allá juristas y humanistas, no guaqueros de la
jurisprudencia ansiosos de figuración pública o buscadores de oportunidades
laborales o negocios. Tampoco hay que promover esa cochada de lagarticos
que apenas salen de sus cargos se vuelven candidatos para todo mientras
litigan detrás de las barandas.

Adenda. La elección de procurador general de la Nación va por camino


peligroso.

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