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Más que realismo mágico

Piedad Bonnett

Todo el mundo asocia a García Márquez con el realismo mágico, un término


trivializado por el uso y el abuso, y un estilo que, si bien caracteriza a Cien años de
soledad o El otoño del patriarca, no es el de novelas suyas tan importantes y logradas
como El coronel no tiene quien le escriba, Crónica de una muerte anunciada o El
general en su laberinto. Lo que los colombianos olvidan, sin embargo, es que uno de
los grandes temas de García Márquez es el abismo existente entre el centro del país y la
periferia, la concentración del poder en el gobierno central, manejado por cachacos, en
contraste con el abandono de las regiones, entre las que se cuenta su costa Caribe.

Leyendo sobre la tragedia de Tasajera he vuelto a pensar en García Márquez, que dijo
casi todo lo que puede decirse de este país. En primer lugar, porque en el relato del
conductor del camión cisterna no faltó el detalle del realismo mágico: en su primera
versión atribuyó el volcamiento —o así lo interpretó el periodista— al intento de evitar
atropellar a un caimán que iba cruzando la carretera. En su segunda versión el animal ya
descendió a babilla, mientras algunos conjeturan, en cambio, que fue un microsueño lo
que causó el accidente. Pero lo que vino enseguida es también macondiano: una
multitud hambreada que rodeó de inmediato el camión con bidones en mano para
saquear la gasolina, y el atroz estallido cuando alguno trató de robarse la batería. Podría
caerse en la tentación de tildar la acción de avivatada. Pero cuando uno ve lo que es
Tasajera, lo único que puede sentir es compasión. E indignación. Las fotografías
muestran un pueblo miserable, rodeado de basura, que sus habitantes usan como relleno
para evitar inundaciones en sus miserables casas, hechas de materiales de deshecho. Eso
sí, con un enorme letrero rojo sobre la carretera, que hace propaganda a los políticos
locales. Sin alcantarillado, con deficiencias de suministro de agua y electricidad,
Tasajera es un ejemplo patético del abandono estatal del que habló García Márquez
hace más de 40 años.

Pero, por supuesto, Tasajera es sólo uno entre otros cientos de municipios víctimas de la
desigualdad, la pobreza, la negligencia y la corrupción de los politiqueros. Ahora resulta
que en Chocó, ese pobre departamento al que se lo roba todo el que puede, las camas de
UCI que entregó la empresa Angbiomed, y que se querían hacer pasar por nuevas, son
de un modelo descontinuado hace 15 años, muestran indicios de haber sido
remanufacturadas, y tienen monitores incompatibles. El contrato costó $1.600 millones
y está siendo investigado por la Contraloría por supuestos sobrecostos. Un tercer
ejemplo de este descuido eterno en que se mantiene a las regiones, y que ahora, con la
pandemia, vemos mejor que nunca, es el de la dificultad de llevar oxígeno a muchas
ciudades apartadas —aunque su producción alcanza para todo el país— por falta de vías
adecuadas. Una vergüenza, si se tiene en cuenta que su carencia puede provocar
muertes. Seguimos siendo, desafortunadamente, el mismo país desigual que retrató
García Márquez. Con una diferencia: la negligencia no es sólo del Gobierno central,
sino de los gobiernos locales, que no tienen escrúpulo de robar a su propia gente.
Vota Biden
Humberto de la Calle

Después del discurso de esta semana en una planta metalúrgica de Pensilvania, si


pudiera no dudaría en votar por Joe Biden. En esencia, la propuesta contiene una
enorme rectificación de los aspectos más dañinos de la plataforma de Trump. Para
tropicalizar sus ideas, el lema que pudiera aplicársele es “Primero los pobres”. Una
reforma fiscal que aumente la recaudación en cuatro billones de dólares con destino a un
fuerte programa de inversión pública en pro del empleo, la eliminación de las gabelas a
los ricos, la expansión de la sanidad pública, en fin, un cambio en las precedencias. “Es
hora de dar la vuelta a las prioridades en este país. Ya toca acabar con esta era de
capitalismo de accionistas. La idea de que la única responsabilidad de una empresa es
con sus accionistas es una farsa absoluta. Tiene una responsabilidad con sus
trabajadores, su comunidad y su país”.

Adicionalmente, para golpear a Trump en aquello que más le ha servido, alienta un


nacionalismo en lo económico. Una vigorización de la industria nacional y un llamado:
“Estadounidense compra estadounidense”, que tiene como objetivo recuperar el voto de
los trabajadores sin la arrogancia del actual mandatario.

Y en términos de lenguaje electoral, el impulso al grupo de trabajo Biden-Sanders como


una muestra de unificación de centroizquierda.

Para nosotros los latinoamericanos, sin embargo, la mancha es que da por terminada la
era de la cooperación, las fronteras abiertas y ese hálito inspirado del internacionalismo
impregnado de derechos desde Kennedy hasta Obama. Nacionalismo es el nombre de
una de las secuelas que nos dejará el COVID-19.

Este programa de gobierno satisfaría con creces nuestras propias urgencias. Si a una
tributación verdaderamente progresiva, una gestión de empleo y una ampliación de la
presencia pública en el sistema de salud agregamos lo autóctono, esto es, lucha contra la
inequidad, reforma rural para sacar al campesino de la situación de servidumbre y un
ejercicio para combatir la corrupción y la política sucia, tendríamos acá una bella
oportunidad también para un ideario integrado de centroizquierda.

Este último elemento se ve cada vez más lejano. En la campaña pasada Petro mostró un
acercamiento a las tesis liberales. Con el triunfo del Centro Democrático se abrió la
expectativa de una consolidación de ese centroizquierda. El doctor Petro ha venido
alejándose cada vez más del centro, tanto en lo ideológico como en lo personal. Sus
ataques permanentes e injustificados a figuras de centro enrarecen el ambiente de
manera preocupante. No sé si todavía es tiempo. Si todavía quedan los estribos que
permitan nuevamente tender puentes. Insisto en el método que ya expuse. Un ejercicio
de ingeniería inversa. Primero, qué no estaríamos dispuestos a hacer. Segundo, qué
programa concreto adoptaríamos. Tercero, pacto de gobierno coaligado de cara a la
gente. Y solo por último, reglas de juego mecánicas para escoger a un candidato.
De lo contrario, no se puede descartar un triunfo de la derecha, seguramente con un
candidato mimetizado, más o menos tecnócrata, a cuyo alrededor se aglutinará la
derecha plutocrática.

Aproveché la pandemia para releer el fin de la República española: el centroizquierda,


dedicado a disputas intestinas. La derecha, con un solo líder, disciplinado y feroz.

Promoción azul
Ramiro Bejarano

Con el cautivo anuncio de convenios de descuentos, la Universidad Sergio Arboleda y


el Partido Conservador están ofreciendo a los aspirantes a cursos de posgrado una rebaja
del 20 % en el costo de las matrículas, pero solo a quienes sean miembros de la
colectividad (ver https://bit.ly/2C2kPrw).

No es cualquier godito el que se puede acoger a estos beneficios, sino quien acredite
“ser miembro del partido, mínimo hace dos años; demostrar participación activa al
interior del partido” y además presentar “carta de motivación respondiendo: ¿por qué
merece ser parte del convenio de descuentos”. Esto va dirigido a la militancia más
agresiva.

La feria de rebajas no busca incrementar a los estudiosos sino multiplicar a los


adherentes del partido, que, coincidencialmente, es el del Gobierno.

Cierto es que por razones históricas las universidades privadas han nacido vinculadas a
manifestaciones partidistas. La Libre, por ejemplo, fue fundada por el general Benjamín
Herrera, un liberal de primera línea, y así se ha comportado siempre. El Externado nació
de los escombros de la batalla de la Humareda en 1885, y durante muchos años honró
ese legado. La Javeriana ha sido un centro de pensamiento conservador confesional,
donde sin embargo se han educado figuras de la aristocracia y derecha liberal. Hasta la
Universidad de los Andes, aunque nació como una institución de educación superior
laica y sin lazos partidistas, fue cercana al liberalismo, de la mano del respetado
expresidente Alberto Lleras Camargo, su cuarto rector, entre 1954 y 1955. La política
partidista siempre ha estado presente en universidades privadas, pero nunca en la
historia se había visto semejante publicidad tan contraria a la educación misma, como la
que han organizado el partido de Caro y la Sergio Arboleda.

La alianza entre partidos y universidades no es conveniente, ni siquiera para aliviar las


finanzas en explicables tiempos de pandemia y de crisis económica, porque la academia
debe ser ajena a los avatares políticos y los del incremento de la militancia de los
adherentes a una colectividad. Cuando una universidad se pone al servicio de un grupo
político, empiezan el oscurantismo, la mediocridad y la intriga, que sustituyen el rigor
académico y la investigación. Un sistema educativo donde se crucen intereses políticos
y académicos está expuesto a que los programas de estudio se conviertan en panfletos
partidistas.

Cierto es que nuestra Carta Política consagró la autonomía universitaria, bajo el


entendido de proteger el trabajo y la independencia. Treinta años después de expedida la
Constitución, la tal autonomía ha sido utilizada en escenarios para los que no fue
concebida.

En efecto, ya no es un misterio que aquí han florecido universidades que son prósperas
e impenetrables empresas familiares, que se heredan de padres a hijos. Algunas ya
colapsaron, como la San Martín. Bajo la cómoda fachada de fundaciones sin ánimo de
lucro, esas universidades son prósperos emporios comerciales, en los que empieza a
ganar más protagonismo el propósito de incrementar sus arcas o sus aportes en grupos
financieros, que el de multiplicar la investigación o los programas de formación
superior. Detrás de eso crecen el nepotismo y el despotismo, y por eso, en medio del
ejercicio del poder sin controles, sin rendir cuentas, sin permitir auditorías, nombrando a
dedo a los amigos y conocidos, muy pronto asoman para quedarse la corrupción y el
rampante clientelismo.

El silencio del Ministerio de Educación frente a esta insólita promoción comercial, con
la que el Partido Conservador elevará su cauda y la universidad del actual régimen
multiplicará a sus estudiantes de posgrado, es tan cómplice como elocuente. Solo falta
que las universidades sean apéndices obsecuentes de los directorios políticos. Eso puede
estar por ocurrir, porque además de que la soberbia no les permite a sus protagonistas
detenerse, nadie en el Gobierno se atreve con la muy poderosa Sergio Arboleda.

Adenda No 1. Primero cae un mentiroso que un cojo. No hubo lapsus de la


desvergonzada presidenta del Centro Democrático sobre los 300.000 dólares que negó
haber recibido. La platica sí llegó.

Adenda No 2. Semestre perdido en el Congreso bajo la babosa presidencia de Lidio


García.

Los espejismos del miedo


William Ospina

Tal vez el mayor peligro que afronta nuestra época no es ni siquiera el cambio
climático, sino el riesgo de que la humanidad no esté a la altura de sus desafíos, y llena
de confusión y de miedo ponga otra vez su destino en manos de los césares. Hay que
ver la megalomanía de Trump y de Putin para entender que su principal preocupación
son el poder y sus formas, en un momento de la historia en que la principal
preocupación de los seres humanos tendría que ser la salud de los bosques y la limpieza
de los manantiales. Ver cómo dos húsares rígidos abren las grandes puertas doradas de
un salón fastuoso, y ver al son de músicas solemnes avanzar por el pasillo y entrar en el
salón a Vladimir Putin, es ver entrar al zar de Rusia, un siglo después de la Revolución
de octubre. Y ver a Trump sugiriendo con el gesto, entre grandes banderas y bajo un
vuelo de aviones militares, que en la leyenda patriótica del monte Rushmore solo falta
su rostro megalítico, excede todo lo que nos ha enseñado la leyenda norteamericana.

Si hay algo que se siente crecer en el mundo es el desconcierto. Una edad blanda y
aduladora ha procurado hacer de la humanidad un rebaño de consumidores
autocomplaciente, y del mundo un estanque de conformidad. Es posible que la religión
del confort nos esté convirtiendo en las generaciones más indolentes de la historia. No
solo todo esfuerzo nos excede y todo peligro nos alarma: la sofisticación de nuestros
instrumentos hace que ya no soportemos la vida real, el silencio, la espera, la soledad, la
ausencia. Tenemos mapas minuciosos para nunca extraviarnos, aparatos para hablar con
los que acaban de irse, cosas que hacen las cuentas por nosotros, que se mueven por
nosotros, que piensan por nosotros, todo debe crecer contrariando los ciclos serenos de
la naturaleza, todo debe ir cada vez más de prisa, y si el aparato tarda diez segundos en
obedecer a nuestro índice, nos gana la impaciencia.

Nos dijeron que no había nada nuevo bajo el sol: hoy hay ciudades de 20 y de 30
millones de habitantes, hay un continente de plástico en el Pacífico, pronto habrá más
plásticos que peces en los océanos, nuestra especie ha precipitado la extinción de la
mitad de las especies vivientes, nuestra manera de consumir combustibles fósiles está
alterando tal vez para siempre al planeta, una ciega y poderosa voluntad de acumulación
arrasa páramos, quema selvas, degrada ríos, envenena el aire y derrocha recursos,
mientras crecen a la vez la desigualdad, la confusión y el miedo, y parecen cumplirse las
profecías más desalentadoras.

El año 2020 ha sido en eso inquietante: la gente en Chile sentía llegar a sus costas el
humo de los incendios de Australia, crecientes tensiones de poderes armados se hacían
amagos de guerra, las langostas empezaban a arrasar países, después la pandemia ha
puesto al planeta entero en pausa, amenazó con hundir la economía, y no sabemos si ya
está pasando o si prepara su segunda oleada. Pero hemos visto un fenómeno aún más
extraño, gobernantes de países muy poderosos que se niegan a aceptar lo evidente, que
tapan el sol con las manos, que ponen sus intereses personales por encima de la
responsabilidad frente a las comunidades. Y el año podría terminar en el triunfo de esas
actitudes extremas, porque cuando crecen los peligros y se acumulan las evidencias, se
corre el riesgo de que grandes sectores opten no por quien los previene y los llama a la
responsabilidad, sino por quien les alimenta la ilusión de que no pasa nada. Así son los
espejismos del miedo.

Ver a Donald Trump diciendo, ante los cadáveres de 130.000 seres humanos, que su
gestión ha sido un gran éxito, que su gobierno lo ha hecho muy bien, que los esperan
cosas aún más grandiosas, movería a la risa si no moviera más bien al terror. Nada como
la vecindad del abismo mueve a los seres humanos a cerrar los ojos.

En un momento tan extraño y exigente, cuando lo que necesitamos no son gobiernos


engañosos sino nuevas pautas de conducta, grandes modificaciones de nuestra manera
de vivir, revoluciones de la sensibilidad y de la prudencia, una humanidad atemorizada,
debilitada y sin rostro, podría dejar la suerte del mundo en manos de meros farsantes y
vanidosos, y de poderes que solo están en condiciones de destruirlo.

Esta hora de miedo necesita ideas poderosas y liderazgos discretos, fortalecer a las
comunidades y no a los dirigentes; pero a las comunidades no se las fortalece con
sobornos de adulación, sino haciendo resplandecer ante ellas la certeza de su
importancia como protagonista de cambios profundos. No fueron los generales los que
ganaron las batallas, no fueron los académicos los que crearon los idiomas, no fueron
los burócratas los que inventaron las ciudades, no fueron los funcionarios los que
descubrieron los oficios, no fueron los sacerdotes los que inventaron las religiones y los
que encontraron en su camino a los dioses.
Fueron esas multitudes “de rudas manos y de oscuros nombres”, a las que a menudo se
les negó lo más elemental, pero cuyo trabajo sostuvo siempre al mundo; los que
producen los alimentos, los que hicieron las ciudades, los que deben conocer la
verdadera magnitud del peligro porque no cierran los ojos ante la realidad. Esos que
todavía saben que es necesario el esfuerzo, y no tienen miedo a extraviarse, y hacen las
cosas con sus propias manos, y aceptan con los rigores de la naturaleza los dones
milagrosos de la vida; los que están expuestos al azar y saben de austeridad y de
gratitud; son tal vez ellos la única esperanza de soluciones en estos tiempos de mentiras
interesadas, de fascinación con los simulacros y de desprecio por el dolor humano.

Los destructores del mundo siempre están buscando a quién echarle la culpa de los
males de la historia, contra quién orientar el temor de las sociedades. Pero es importante
saber que aunque hay grandes responsables, todos somos ayudantes del mal: somos los
consumidores de sus productos, los tributarios de su poder, los cómplices activos o
pasivos de su corrupción.

Solo un cambio profundo de la ciudadanía puede controlar esos poderes codiciosos y


manipuladores. Y si la humanidad fuera capaz de cambiar en ese sentido, tal vez no
importaría demasiado quien gobierne: los pueblos impondrían su voluntad. Porque,
puestos a elegir entre meros dirigentes, sin una comunidad que les exija y los controle,
si gana el uno el mundo está perdido, pero si gana el otro el mundo no está a salvo.

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