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EL OCHO

CUBANO

Colección Atocha
de Literatura Hispanoamericana
Número 7
PENSAMIENTO
OCTAVIO ARMAND

EL OCHO
CUBANO
© Octavio Armand
© Sobre la presente edición: Efory Atocha Ediciones 2012
ISBN:
Depósito Legal:
Impresión:
Edición y corrección: Santiago Méndez
Imagen de portada: Javier Gazapo
Diseño de cubierta e interior: Andrés Mir
Maquetación: José Vásquez
Logo: Rogelio Portal
Colección Atocha de Literatura Hispanoamericana
Creada y coordinada por L. Santiago Méndez Alpízar / Chago
Este libro fue realizado con la colaboración de Johan Gotera
Número 7
C/ Méndez Álvaro 12-1-Dcha-A. CP: 28045. Madrid.
912 92 40 00

Impreso en
Octavio Armand

DINTEL
 
 

Del bumerán, no del boom, he escrito menos libros de los


que he soñado pero más de los que he publicado.
El ocho cubano es un proyecto del 2009 que al parecer y por
azar llegará a tapas en el 2012. O el 2013. ¡Quién sabe!
De aquel primero sueño conservo de alfa a omega Umbral y
El pasado como prólogo para reiterar dedicatorias y agradecimien-
tos sin alejarme de la poesía del recuerdo. Con la frase de Marx,
y dicho del hecho al dicho, advierto al revés y de un solo tajo la
clave de estas crónicas anacrónicas. Ojalá las cursivas no anticipen
cursilerías.
A los agradecimientos, inalterables, añado uno: Santiago
Méndez Alpízar, remediano sin remedio dispuesto a acoger pági-
nas de un guantanamero sin Guaso ni Guantánamo.
Omito el azúcar amarga y amargo –la ambigüedad del tér-
mino es un sobrecogedor resumen de nuestro devenir– para evo-
car el sabor del pasado sin sus venenos. Elimino varios textos
de fugaz existencia en periódicos y revistas, y los de vida algo más
perdurable, amén, refractados en el inglés que agradezco a Carol
Maier; así como algunos que ya han sido recogidos en tinta acaso
no menos extinta que la de periódicos y revistas. Eso, para poder
rescatar nuevos olvidos de la memoria. ¿Pero no serán memorias
del olvido?

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El ocho cubano

No escribo historia ni autobiografía. Tal vez escriba para ol-


vidar. Para borrar. Cada día pierdo algo memorable. No crean
que así brindo por Alois Alzheimer. Lo hago por una penosa ver-
dad: afortunadamente muy pocas cosas son memorables. De lo
contrario nos consumiría el pasado.
Vivo al margen de la historia y hasta de mí mismo. Soy un
marginal. Y aquí reflejo algunos de los márgenes donde he nau-
fragado y sobrevivido.
NIMAS, NIMENOS, como reza el cuadro de Valdés Leal.
 
 Caracas, 9 de marzo 2012

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Octavio Armand

UMBRAL
 

Debo al masoquismo de Fausto Masó esta edición de El ocho


cubano. Mi proyecto inicial era otro: una reedición caraqueña
–con nuevo título y algunos textos adicionales– de Horizontes
de juguete, publicado hace unos meses en Buenos Aires gracias
a un cómplice admirable, Reynaldo Jiménez. De ese libro, que
no circulará acá, he tomado dos textos: La mitad de ocho y
Crazy Horse, pues ambos resumen retazos de la infancia, tema
que ahora pretendemos reseñar. Por lo mismo, de El pez vola-
dor, tomo una acuarela: El taller. Lo demás es material inédito.
Por lo menos en español. Arqueología del sabor data de 1987,
lo cual ciertamente confirma su sabor arqueológico. En esa
fecha fue resumido en inglés en una universidad california-
na y publicado en El Universal caraqueño. Luego apareció en
Refractions la traducción de Carol Maier. Solo ahora, tras una
excavación exhaustiva, como ruina, puede ser visitado íntegra-
mente en español y con una posdata oportuna aunque tardía.
Está dedicado a un mexicano que quise mucho, José Vázquez
Amaral, y ahora a otro mexicano que quiero otro tanto, Ro-
berto Cantú, a quien me une una amistad casi tan antigua
como la calzada que se desliza –serpiente entre águilas– entre
las pirámides de Teotihuacán. La partida de nacimiento como
ficción, también de vieja data, tuvo pareja suerte:  fue recogi-

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El ocho cubano

do en Refractions tras seis entregas de El Universal a principios de


1983 y una de escandalar en 1984.
En cada página de este dividido ocho cubano recuerdo dos
recientes ausencias que me duelen: las de Fernando Tábora y Ma-
ría Ramírez. María está perfectamente descrita en la palabra amis-
tad. La suya compartía los afectos. Uno era Fernando. Fue ella
quien me presentó al paisajista chileno, primero como un patio
maravilloso en Oripoto; luego –en ese patio que llevaba su firma–
como buen árbol, al cual tuve la suerte de arrimarme.
Regalo La mitad de ocho al generoso Santos López. Sin él,
sin el cuicacalli que levantó para otros, no hubieran pasado de
Smith Corona a Gutenberg El pez volador, Son de ausencia ni El
aliento del dragón. Dedico muchas mitades a tres venezolanos que
ya están en la otra orilla: Juan Sánchez Peláez, Salvador Garmen-
dia y Carlos Contramaestre; y a uno, raro semejante,  que  aún
me acompaña en esta: José Darío Márquez Pecchio. Esas y otras
que quizá pueda inventar, súmenselas a Leonardo, Johan, Judith,
Luis, Jorge, Lizabel, Juan Carlos, José Antonio, cuya juventud a
veces me recuerda que estoy vivo.  Y a  Alba Rosa y Asdrúbal,
que durante años me prestaron sus casas y sus camas. A mis pa-
dres y hermanos, unos allá, otros acá todavía. A Violeta, por su
paciencia. A Julia Cecilia, por su impaciencia. A todos por todo.
Si algo queda, eso tampoco es mío.

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Octavio Armand

EL PASADO COMO PRÓLOGO

     

      And by that destiny to perform an act


           Whereof what’s past is prologue, what to come
           In yours and my discharge.  
William Shakespeare, The Tempest
 
 
La memoria no sirve para recordar: cuando queremos saldar
cuentas con el pasado resulta tan mala paga que lo prometido es
duda. Deuda insalvable. Cuentos. Puede, eso sí, como si se tratara
de un paisaje renacentista o un retrato ecuestre, darle un marco al
presente, hasta crear la ilusión de que existe. Y nosotros también.
Una añorada profundidad adquirida por claroscuro nos se-
duce, sugiriéndonos arraigo en el vacío. Una sorprendente pers-
pectiva nos acerca al que fuimos o quisimos ser, al que segura-
mente hubiéramos sido de no haberse interpuesto como obstá-
culo la vida. Se suscitan entonces instantes de contraste o relieve
aparentemente perdurables que nacen eslabonados del pasado
remoto, como si  este los hubiera cargado durante nueve meses
que solo duran años, siglos o milenios. Ruinas vivas del latín,
nuestra lengua muerta.
El horizonte, como historia, tiene fecha. Y fecha de venci-
miento: en las fronteras del tiempo eso que llaman el porvenir
es un porirse, un podrirse. Vivir es cavarse la tumba, aunque se
viva a ritmo de tumbadora: una cotidiana excavación hecha a la
medida, donde sufrimientos y placeres, sueños y hechos, se con-
funden, se contraen, para luego derrumbarse en nuevo olvido.
Arqueología imaginaria, por supuesto: no es posible resucitar el
pasado. Ni revivirlo. Pero sin embargo a veces nos toca vivir el

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El ocho cubano

presente como pluscuamperfecto, como ruina futura, presintien-


do en lo inminente el incierto origen por venir.
En el azogue de lo inmediato nos acosa un huérfano que an-
siosamente busca padre y madre. Nos señala con insistencia. Y
nos preguntamos si acaso en nosotros se cumple un destino ajeno.
Los espejos son metáforas del tiempo y metonimias del espacio.
Vanos en vano: no nos vemos, nos vamos.

Caracas, junio 2009

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Octavio Armand

EGRETS ONLY

Prefiero las acrobacias a los aterrizajes forzosos.


Un looping the loop es más hermoso que las salidas de emer-
gencia.
Eso en cuanto a la aviación.
La lectura es otra cosa
El emperador Li Yu pidió a su concubina favorita que se
vendara los pies con cintas de seda para bailar sobre una flor de
loto. Los pies añadían pétalos a la flor esculpida en la plataforma
de madera. La mujer así transformada, como en una página de
Ovidio, pasaba de un reino a otro; y de paso –cada vez más cor-
to– de la impredecible dinámica animal a la fijeza vegetal.
El baile del loto que inmovilizaría a las chinas desde el siglo
X hasta 1911, cuando el vendaje de los pies al fin fue prohibi-
do, las encadenaba al imperio del yo masculino, el Li Yu que cada
chino llevaba dentro como un dragón aterrado por la candela.
La parálisis de la hembra garantizaba el éxtasis del macho. Una
garantía sin devolución.
En el ballet clásico la mujer se empina sobre la punta del pie,
sobre la punta de un dedo, para desprenderse de la tierra y de sí
misma. La pirueta aspira a una libertad absoluta pero imposible.
No el pájaro, el vuelo; no el cuerpo, el alma. En su vaporoso tutú
de tul representa la metamorfosis en trance, la metáfora en plena
torsión. Psiqué, soplo, aliento, alma, mariposa.

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El ocho cubano

La lectura se parece más al ballet que al baile del loto.


A W.C. Fields y a P.T. Barnum, gringos de admirables ocu-
rrencias, debo salidas que me han ahorrado prolongadas encerro-
nas en mis ocasionales días aplomados. El uso de iniciales sugiere
que ambos se someten voluntariamente a contracciones, como
si la identidad propia los amenazara con una excesiva identidad.
Esto a diferencia de la tierra que los vio nacer y crecer: el Norte
revuelto y brutal, como llamara Martí al pujante vecino cuya ex-
pansión territorial costó a España la Florida, la Louisiana a Fran-
cia, Alaska a Rusia, gran parte del oeste a México y Hawai a los
hawaianos.
Por si fuera poco, Fields parece llevar la contracción al es-
carnio. No contento con encoger los campos de su apellido, los
anega con esas oscuras iniciales que remiten a un albañal.
Al reducir la w y la c, recuerdo a otro gringo que también
insistió en sendas iniciales para su nombre, Edward Estlin, solo
que la doble E y la C del apellido lograron en minúsculas, como
conquista del diseño, una armonía inusitada. Un relampagueante
poema visual: e.e. cummings.  
Entre nosotros la costumbre es otra: el nombre, ampuloso,
se aferra a todas sus sílabas como si se tratara de la irrenunciable
bilateralidad del cuerpo. El de pila, al contrario del w.c. de W.C.,
es un bautizo permanente y a veces interminable en el agua ben-
dita del santoral. El de familia, ese museo, conserva los apellidos
como si la gloria fuera siempre asunto póstumo y dependiera del
polvoriento ADN de algún remotísimo tatarabuelo. 
Insólito el caso de Simón José Antonio de la Santísima Tri-
nidad Bolívar Palacios Ponte y Blanco, cuyos suficientes méritos
alcanzaron renombre en un sucinto Simón Bolívar. O el del in-
fante nunca difunto que quiso facilitar ediciones de bolsillo con
un nombre también de bolsillo, reinventándose en apócopes de
Guillermo Cabrera Infante a G. Cabrera Infante y hasta a G. C.

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Octavio Armand

Infante o G. Caín. No hay que olvidar sin embargo que el cuba-


nísimo G.C.I. era súbdito de la reina de Inglaterra.
  Hay que ser algo masoquista para soportar la retahíla de
Donatien Alphonse François, Marquis de Sade. Pero no nos en-
gañemos: ni las iniciales ni las minúsculas necesariamente impli-
can frenos para el apelativo desmedido o desbocado. De hecho la
república de W.C., P.T. y e.e. se jacta de vastedad y fuerza en su
célebre  y muscular contracción: USA, donde caben como pro-
nombre, en el excluyente US, todos sUS ciudadanos.
Acaso inspirados en iniciales y retracciones, W.C. y P.T. estrena-
ron ocurrencias que a mí oportunamente me han servido como es-
capes. El primero, de convicción atea, estaba hospitalizado y ya de
despedida cuando un amigo lo encontró leyendo la Biblia.
__ What are you doing, Fields?, ¿qué haces?,  le preguntó
sin subtítulos en español, por supuesto.
 __Looking for loopholes!, contestó W. C., lo cual equivale
a busco coartadas, posibles salidas leguleyas del infierno tan te-
mido. El ateísmo, por lo visto, no exime de las llamas justicieras. 
 A P.T. casi le queman el museo por culpa de una simpati-
quísima ocurrencia suya. Literalmente una salida literal que él
pretendía cobrar a gente un tanto rústica y de mucha cana y de-
masiada calva para tomaduras de pelo.
En aquel Nueva York algo primitivo, donde ya habían vis-
to mujeres barbadas, enanos, hermafroditas, gigantes, siameses,
fenómenos de todo tipo, un enérgico empleado se sumó a los
letreros para anunciar por megáfono otra singular rareza.
__ This way for the egress! This way for the egress!, por aquí
encontrarán el egress, repetía el dinámico promotor  a los rudos
ciudadanos que hacía demasiado rato habían depositado sus mo-
nedas, cuyo alegre tintineo duraría poco si tanto se prolongaban
las visitas.

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El ocho cubano

Para ojear la sin par muestra de teratología, aquellos hom-


bres de crecida curiosidad y escaso humor siguieron las flechas
que orientaban hacia lo cobrado y prometido. Lo hallaron al ver-
se de nuevo fuera del circo. Egress, en un inglés para ellos desco-
nocido, quiere decir salida.
Se les explicó que Barnum era un empresario muy serio, que
no los había engañado. Ellos, a las buenas, habían pagado para
salir. No obstante, y a las malas, exigieron que  les devolvieran sus
cobres. P.T., capitalista de tan excedente como excelente cepa que
no en vano ostentaba el símbolo del platino en sus iniciales, se-
guramente autorizó la devolución del dinero y suspendió el truco
hasta nuevo aviso.
La lectura se parece más a W.C. Fields y P.T. Barnum que a
Li Yu y su concubina. El loto es una lotería. 
El infierno y el laberinto tienen entrada, no salida. A menos
que uno se haga acompañar de Virgilio o Dédalo, conviene no
abusar de la curiosidad o la cera. Laschiate ogni speranza, vuoi ch’
entrate, leyó Dante –y leemos nosotros– en la puerta de su infier-
no. Advertidos, tanto el poeta como el lector asumen los riesgos
de una condena eterna pero sin emboscada.
Los sueños tienen salida. Despertar es la más aconsejable.
Otras pueden resultar fatigosas y caras: el psicoanálisis, por ejem-
plo. O la supuesta y casi siempre aplastante realidad. Esta, tan
inevitable como paradójica, es precisamente lo que obliga a soñar.
No se trata de una solución, pues, sino de un infernal círculo vi-
cioso. Hay también salidas de emergencia: la droga, la ideología,
la fe, el arte, el suicidio, la lectura.  
Todos los libros debieran ser dantescos, siquiera mínima-
mente, ofreciendo de entrada una salida al lector incauto. Un
egress que permita regresar por la senda aún no transitada. Cum-
plo con esta gentil obligación señalando que como en los DC 10
o los 747 en estas páginas hay varias. 

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Octavio Armand

La primera es no abrirlas. Pero si estás aquí, ya lo has hecho.


Puedes seguir tranquilamente. En la página 37, entre el acento y
la i decapitada, hay una. Hallarás otra bajo la tilde de la ñ en la
65.
  En realidad cada página, cada palabra, cada letra tiene la
suya. Tú sabrás encontrarlas. Ojalá no las necesites. Ni las uses.
No quisiera buscar éxito con exit ni suerte con sortie. Eso hago,
sin embargo. Por si acaso.

Caracas, 14 de agosto 2008

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Octavio Armand

RSVP
 
 

Una fiesta elegantísima. Alfombra roja en la escalinata, los


ribetes simétricamente tachonados con borlas doradas; luces
como para estrellar la noche babilonia, casi un zodíaco halógeno;
arreglos florales en el vestíbulo; fotógrafos y paparazzi, cámaras,
flashes; al fondo, en el  patio o  el traspatio, música de cámara,
apenas perceptible, como el aroma de las flores.
Al entrar, las parejas son anunciadas con escrupulosa solem-
nidad por un heraldo de justas medievales que se estrena en la
anacronía. Cuando nos toca el turno a Violeta y a mí, viéndo-
me poco y mal vestido y en general de escaso calibre para la ce-
remonia, el joven se estira lo mejor que puede y proclama a los
cuatro vientos:
__  ¡Octavio Armand y su viuda!

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Octavio Armand

EL OCHO CUBANO*
 
 
 

__  Desde la penúltima luna lo he estado cazando.


 Así le hubiera dicho Cetanwakuwa, que es sioux para Hal-
cón que Ataca. Yo me limito a expresar mi alegría con un escueto
¡por fin! cuando al entrar a La Pavesina para mi segundo o tercer
café de la mañana lo veo en la barra apurando un marroncito. De
veras quería tropezar con Justo Saavedra, general retirado de la
fuerza aérea venezolana.
Pregunta en ristre, me abalanzo hacia él. Casi kamikazi.
__   ¿Cómo se diría looping the loop en español?
__   Hay quienes le dicen rizo al loop. Pero todo el mundo
conoce esa maniobra como looping the loop. Es una figura bonita
y complicada. Como el ocho cubano, añade con visible malicia.
__   ¿Cómo qué?
__   El ocho cubano, una combinación de loop y tonel.
__   Perdone la ignorancia. Exactamente de qué se trata.
__   Se ejecuta realizando 225°, o sea 5/8 de rizo interior, con
lo cual el avión nos queda en trayectoria descendente de 45° y en
invertido, giramos medio tonel con lo cual nos queda derecho
y ejecutamos otros 3/4 de rizo interior con lo que nos vuelve a
quedar otra vez bajando en invertido, pero en sentido contrario
que la vez anterior, ejecutamos otro segundo medio tonel para
colocarnos derecho y tiramos 45° arriba para colocarnos en tra-
yectoria horizontal, con lo cual termina.

19
El ocho cubano

Unos vertiginosos trazos euclidianos acompañan la detallada


explicación. El general dibuja círculos en el aire con las manos.
Me recuerda las intangibles sumas que hacía Juan Sánchez Peláez.
Quizá ambos aprendieron en el mismo pizarrón.
__   Es así:
                                 
 
                                 
                                       
 
 

Al percatarse de mi reacción a chorro, el aviador me mira


fijamente, desorbitando los ojos como si sorprendiera a Ochún
bañándose en una lágrima.
 

l OO p

 Imaginar a esa vampirueta acostada en el cielo me seduce


como el tictac de unas caderas. Es un infinito que tiene la forma
exacta de mi más íntima utopía, mi autopía, porque constante-
mente se hace y deshace en arco iris, relámpago o nube. Como
aquellos círculos de humo que un amigo de mi padre hacía al
fumar para que yo intentara atraparlos en mi puño. Inapresable
estar y no estar que seguramente asociaba a un hechizante juego
de mi prehistoria: la recurrente aparición y desaparición del ros-
tro querido tras una toalla, un cuaderno o un libro. 

20
Octavio Armand

  Siento, vivas, las espirales de una amonita.  La dureza del


tiempo desaparece; cae como la vestimenta de la diosa que se
desnuda en una gota de agua o en una lágrima mía; arde y se
disuelve en el antiguo haz de luz que tanto alegraba mi ventana y
resaltaba uno a uno los mosaicos del piso que llevo empotrado en
la memoria; el mineral respira, late, vibra sumergido en el río que
chisporrotea como la punta encendida de un habano; corriente
de agua y corriente eléctrica el fósil –relámpago, nube, arco iris–,
puente entre mil orillas del tiempo, acelerante, alucinógeno.
 
Amonita, amanita,
 
Jauja, jaula:
 
suelto y atrapado entre metáforas, siento espacialmente el ins-
tante, borro la historia, adivino el pasado, recuerdo el futuro. El
exilio es la patria que me contempla orgullosa. 
 
 
Amanita, amonita,
 
jaula, Jauja:
 
 
encadenado suelto entre metonimias, siento temporalmente el es-
pacio: la dinámica de una contracción hace cintas de Moebio con
los límites, las fronteras, los horizontes cada vez más verticales;
veo microscópicamente a través del telescopio y telescópicamente
a través del microscopio. No veo nada, me veo más cubista que
cubano en los vidrios de un calidoscopio. Soy tú, él, nosotros, mi-
les dando vueltas como el atractor de Lorenz; eres el aleteo de una
mariposa que siglo tras siglo se posa en mayo del 85 o diciembre

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El ocho cubano

del 39; somos el sphairikos logos de Crates en la vertiginosa espiral


de Fraser y el lentísimo disco de Festo en el ocho 7, 6, 5, 4, 3,
2,1, 0 cubano.
 
Un trompo entrampado.
 
Amonitamanita. Todoynada.
 
  Justo Saavedra me despierta ofreciéndome otro cafecito.
Vuelvo al siglo, a La Pavesina.
__ General, mi vida es una carambola de infinito y memo-
ria. Una acrobacia en el tiempo que me devuelve a la infancia.
 Me ha hechizado la información. No todos los números son
árabes o romanos. Hay por lo menos uno nuestro. Una cifra cu-
bensis. Quizá hasta sea guantanamera. Una solamente ¡pero vaya
cifra!  Un ocho acostado que se perfila en las alturas como una
hamaca taína. Un sueño  inagotable envuelto en  las aromáticas
espirales de un H. Upmann.
 Caigo en el desierto de la memoria y empiezo a contar gra-
nos de arena. Al llegar a ocho, me detengo. Solo necesito la mitad
para llegar muy lejos. Un empalme de película me quita más de
medio siglo de encima. La maniobra criolla  ha despertado un
sorprendente axioma de la infancia. Soy, vuelvo a ser el Principi-
to. Me conjugo como trompo y giro en medio de mil aventuras,
todas imperfectas en el verbo pero absolutamente capaces de re-
cuperar pecios de la Atlántida.

9 1/4 a.m., 1 de septiembre 2007

* Esta maniobra de coordinación en el entrenamiento de pilotos fue


una azarosa invención de Len Povey, quien tras la caída del presidente
Machado trató de salvar lo que quedaba del Cuerpo de Aviación de

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Octavio Armand

Cuba: cuatro Corsairs y tres Hawks II. La nueva espiral del cuerpo, tras
finalizar la del también norteamericano Rosenham Beam, se llama pre-
cisamente la era de Povey. Como Dédalo, como Ícaro, Povey pertenece
al mito y las alturas.
En 1936 enlazó la historia de la aviación nacional a la leyenda
universal. Ese año, como miembro adoptivo del equipo criollo, llevó
un Curtiss Hawk a la competencia del All American Show de Miami.
Fue allí donde accidentalmente inventó su célebre pirueta.
Como maniobra extra, Povey iba a hacer tres barriles de alerón en
el tope de un loop. Viendo que en el tope del loop tenía 225 kph, mu-
cha velocidad para hacer los barriles, decidió continuar el loop e inme-
diatamente hacer un medio barril y repetir la maniobra hasta lograr un
ocho aplastado. Al aterrizar, uno de los jueces, el luego famoso general
James Doolittle, le preguntó si esa era su maniobra extra.
__ Sí.
 __ ¿Y cómo se llama?
 __ El ocho cubano.
 
Además de  la matemática estelar, se conoce otra aventura suya,
registrada en la historia de la aviación militar de la isla. Se remonta a la
época de otra revolución frustrada, la del 33. Los comunistas, entonces
revolucionarios, habían anunciado una manifestación en el centro de
la capital para el 4 de agosto del 34 sin permiso de las autoridades.
A la aviación se le ordenó que amedrentara a los manifestantes. Fue
Povey quien cumplió la orden. Armó un avión con dos bombas de
demolición de 120 libras que carecían de detonadores con el propósito
de producir un efecto más psicológico que explosivo entre los amotina-
dos. Descendió sobre la Avenida del Prado desde 4,000 pies de altura y
voló rectas y curvas sobre los Rojos del Habana, quienes despavoridos y
casi decapitados huyeron por Das Kapital con sus banderas y pancartas.
Aquello debió haberles parecido un strike pavoroso. Una insólita carga
al machete. Encaramado en un moderno caballo de Troya, el avatar de

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El ocho cubano

un vishnú quisqueyano blandía, en forma de alas, no uno sino dos ma-


chetes. Máximo Gómez descendía de las alturas, fiero, implacable, para
repetir la hazaña de Palo Seco o Las Guásimas. Mal tiempo para una
manifestación, plena temporada de huracanes. Povey por lo visto fue
uno de ellos.
 La aplicación militar de esta maniobra acrobática contempla po-
sibilidades y riesgos categóricamente advertidos al piloto de combate:
 
 
 

            

__  Fíjate en el diagrama, le dice el instructor, y verás que este


ocho tumbado es lo más indicado para ametrallar blancos estacionarios,
dado que permite mantener el rumbo al tiempo que se hace un segui-
miento visual del objetivo. Además, te permite conservar la energía y
conciencia situacional muy bien en comparación con el giro horizontal.
Hay que tener cuidado, sin embargo, porque te conviertes en un blanco
fácil para el fuego enemigo aéreo o terrestre. Úsalo por lo tanto sólo
contra objetivos indefensos y asegúrate de alargar bastante la pasada de
ataque para evitar entrar en una sucesión de rizos.
 Dentro y fuera de Cuba la cifra ha comprobado su enorme po-
tencial y sus terribles riesgos. El ocho cubano tiene algo de chino. El 8
es muerto en la charada china, y el 8 al cuadrado, el 64, es muerto grande
en la cubana, que añade precisamente sesenta y cuatro números a la
oriental, de treinta y seis, para un total de cien. Por cierto, el epicentro
criollo de Miami es la Calle Ocho y el Caso 8A registra un episodio
turbulento.

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Octavio Armand

REPASO
 
 

Con un alborozo que luego indefectiblemente cruzaba aceras


hacia la solemnidad y la mal disimulada tristeza, en las reuniones
familiares se evocaban las espirales del caracol abandonado. Era la
única manera de cobijarse, en plena y creciente intemperie, a la
sombra de cuatro paredes cada vez más remotas; pues la larguísi-
ma sombra todavía encerraba una sala presidida por el retrato al
óleo del abuelo, un comedor con paella o bacalao a la vizcaína los
domingos, un último cuarto lleno de juguetes y un patio donde a
veces se nos permitía enjabonarnos bajo la lluvia, pero que ame-
nazaba con enfriarse en los doce diciembres de cada año.
En el retrato el abuelo era idéntico a la antigua foto en se-
pia, maciza como una puerta de resonante aldaba que prometía
episodios de la novela que no habría que leer, pues se viviría ha-
cia dentro desde aquella portada donde el gallo de Francia en su
leontina relucía como un pequeño sol encadenado y brillaba en
la serpentina de sus  cuatro notas adivinadas. El retrato al óleo
multiplicaba las dimensiones de la foto y la colmaba de colores,
rejuveneciendo al abuelo, mucho más joven cada día, como si la
foto tanto como el óleo envejecieran por él, zanjando un destino
escaso con la permanente renovación de los días, incesantes, o así
pareciera, mientras los estrenara el gallo reluciente. En la enormi-
dad del espacio y el tiempo, aquel retrato multicolor que repetía

25
El ocho cubano

en lienzo al cartón sepia vacilaría como una llama a punto de ser


sofocada por la brisa, solo para ondear una y otra vez, ardiente,
orgullosa bandera entretejida de oro y candela, sol a plomo y are-
nas del desierto, el abuelo una lengua de fuego rectangular que
jamás se pondría de perfil o de espaldas.
 Al esforzarse por celebrar las fiestas, los padres y los hijos
se encaramaban en la proa de las anécdotas, unos abordando el
sustantivo de algún protagonista oblicuo pero imprescindible,
otros izando verbos actualizados por la rigurosa conjugación en
indicativo de lo que ya se desvanecía en pluscuamperfectos y
subjuntivos; eran entonces todas las generaciones de una misma
edad, carecían de historia excepto aquella que juntos iban a revi-
vir, turnándose indistintamente de capitán a timonel o vigía en
el vestigio de la nao, como si adrede la volvieran a encallar para
apuntar desde el naufragio a un norte de 360°.
Hoy recuerdo una de aquellas anécdotas, mía gracias a la
memoria ajena. Ahí estoy, en el caracol abandonado, tras la verja
que separa al comedor del patio, un niño de Kinder atento a las
cautivadoras lecciones que aquella tarde le repasan a mi hermano,
quien  purga el tercer o cuarto grado. Por lo visto tengo respues-
tas en la punta de la lengua y estoy dispuesto a apretarla como
un gatillo para sacar de aprietos, con un soplo oportuno, al reo
implacablemente interrogado por Esther Aminta, la repasadora.
__ ¿Puedes nombrar algunas aves?
La pregunta retumba como marea alta entre las espirales,
apretando con su cabuya el trompo que en vano empieza a dar
vueltas por el pasillo.
__ Algunas aves, repite Esther Aminta, ya sin interrogantes,
la voz alzada poniéndole imperativo al silencio.
__ La mosca, el mosquito, asegura sin aparente sobresalto
el reo.

26
Octavio Armand

De inmediato se dispara el gatillo cómplice del atento escu-


cha, que trata de ser discreto al corregir el vuelo mal alineado de
Linneo.
__ Luis, di choncholí, zumbete, senserenico.
Aquello fue un disparo tan certero que aún al cabo de las dé-
cadas ha seguido dando en el blanco. Siempre que era recordada,
todos reíamos la anécdota. Y yo todavía la río. Pero desde hace
muchos años reconozco mi error. Me asistían, es cierto, el viaje
del Beagle y una rudimentaria nomenclatura binominal. Indu-
dablemente la ciencia coronaba al Kinder, no al tercer o cuarto
grado de la masonería escolar. No así la poesía, sin embargo, pues
aquella tarde Virgilio y Góngora y Shakespeare y Dante segura-
mente le sonrieron a Luis.
Ojalá los poetas y mi hermano, a quien cuento entre ellos,
me hayan perdonado. Yo no podré. ¿Por qué no disparé otra res-
puesta, más a mi gusto y de parejo vuelo al suyo?
__ Luis, di helicóptero, mariposa, nube, ángel, bruja, flecha.
 
Caracas, 20 de octubre 2011

27
Octavio Armand

LA MITAD DE OCHO

No íbamos a llegar hasta La Punta de la Mula, como yo que-


ría. Mucho antes, por la explanada que llamaban El Aeropuerto
desde que ahí aterrizara Campito, y donde ocasionalmente se or-
ganizaban como en cámara lenta juegos de pelota para los viejos:
recuerdo a Benito Rodríguez al bate, calvo y gordísimo, pidiendo
que le lanzaran más despacio, y a Pepe Guerra tratando de atrapar
un batazo con su sombrero de yarey, o siguiendo el parabólico
curso de la altísima, casi platónica esfera, como un aplicado discí-
pulo de Tales, breve trote seguido de lentos, interminables pasos,
que milagrosamente convertían cada acierto de la madera, por
discreto que fuera, en estruendoso cuadrangular, por allí, mucho
antes del empinado farallón, se detuvo la marcha.
Un extraño trío había salido temprano, para que el sol no lo
agarrara a plomo. Dos ancianos y un niño de seis o siete trazaban
con sus años dispares un triángulo. Los lados: Calita y Marín, que
se remontaban a los barracones de la esclavitud; y yo, de escasa o
nula memoria, pero capaz de inventarla congo, o soñarla mambí,
al escuchar anécdotas que insinuaban mundos envidiables.
A Marín se le habían confiado los muebles de playa. Car-
pintero y ebanista notable, parecía guayacán por el tinte pero
su contextura ligera, casi frágil, obligaba a clasificarlo entre los
güines. Calita era nuestra cocinera en El Uvero. Retinta como el

29
El ocho cubano

carbón que atizaba para preparar la cena, fumadora empederni-


da, quejumbrosa, de pocas y por lo general enigmáticas palabras:
acertijos, refranes, invocaciones en yoruba, aquel latín de los ne-
gros, era yerbatera y rezadora. En su habitación una mesa repleta
de frascos y cajitas ofrecía en vano ramas, hojas, raíces, como si
allí se hubiera pasmado en estalagmitas un remoto pregón calleje-
ro. Todas medicinales, según ella; ninguna buena, brujerías, para
quienes le decoraban la espalda con pormenorizadas calumnias,
aunque solo lograran contrarias metas, pues blindaban a la vícti-
ma del rabillo de ojo y la burla con cautelas y miedos simultáneos.
¿Por qué recelaban de esta anciana tan miedosa?  Las cule-
bras que encabezaban la numerosa lista de sus pánicos la man-
tenían  en vilo y a distante lengua afuera. Pero no pudo evitar
por lo menos un encuentro cercano con las bífidas.  Un cara a
cara con encrespado beso de papila a hipogloso. Ese mediodía,
como siempre, anticipaba los platos que medianamente solucio-
narían el almuerzo, entrechocando ollas y sartenes como platillos
de bronce desafinado. Alfonso, que cuidaba la casa, y yo, que la
alborotaba, nos aparecimos de repente en la cocina con la risueña
cabezota de un majá. 
Hacía un par de meses que Calita advertía la resbalosa pre-
sencia en el patio. La muy desgraciada, aseguraba el énfasis que le
quitaba el aliento, vive ahí mismito, en los recovecos del muro de
piedra. Según lo prometido, Alfonso la había estado cazando du-
rante semanas, esperando que saliera para estirar sus temibles ani-
llos, o que asomara la cabeza no más para, zas, cortársela de un
machetazo. Por fin lo había logrado. Decidimos darle un susto
solemne a la desprevenida Calita: la cabeza, que maliciosamen-
te improvisaba alusiones bíblicas, abultaba la punta del mache-
te. Logramos asustarla, ¡cómo no!  Al voltearse para contemplar
el trofeo que con premeditado rezongo le anunciábamos, estrenó
la piromancia de fogón. No pudo esquivar la imagen girando los

30
Octavio Armand

180 grados. Al meter de nuevo los ojos en el fuego la esperaban


un par de tamborileros y una bandeja de plata ensangrentada. Un
decapitado pronunciaba su nombre secreto mientras la sumergía
en un río de metal. Nos echó del altar a gritos destemplados y con
lo que supuse eran maldiciones apocalípticas. 
Pero la cosa no quedó ahí. Ella también salió de la coci-
na, echando espuma por la boca, refunfuñando, y se enclaustró
durante un par de horas en su habitación.  A Alfonso y a mí
nos cayeron como palos regaños de la familia en pleno, como si
se cumpliera una saboreada imprecación.  Por culpa nuestra el
planeta se había quedado sin almuerzo. Parte del merecidísimo
castigo, impuesto socarronamente por las autoridades familiares,
papá eso no se hace y mamá respeten sus canas, fue pedirle per-
dón a Calita, lo cual hicimos reverencialmente y cabizbajos, casi
decapitados,  pero con solo  fingido arrepentimiento. La propia
cocinera levantaba un imponente obstáculo de última hora para
nuestro tinglado de mea culpa y abundante rodilla. Al acercarnos
a su puerta, que parecía protegerla del infierno y sus dos peores
diablos, un creciente bisbiseo sometía al incesante rumor del mar.
Eran conjuros tribalísimos, cada uno seguido fielmente de  su
amén catedralicio y ecuménico. Un insospechable kilómetro de
siseante anaconda se mordía la cola en aquellos rezos veteranos.
Un oroboro empeñado en restituir con creces al despachado
majá. De haberse podido imaginar un infinito tan inmerecido y
perverso, Calita se hubiera entregado gustosa al menos caluroso
círculo de los ateos.
Al borde de los acantilados seguiría atentamente a los dos
ancianos.  Paso a paso. Muy cerca pero siempre detrás de ellos,
como si recordara a Aquiles  y la inalcanzable  tortuga.  Así has-
ta La Punta de la Mula, si fuera necesario.  ¿Entonces por qué
de repente di por perdida la carrera y me resultó imposible no
adelantarme?  ¿Por qué los había dejado tan lejos?   Estaba otra

31
El ocho cubano

vez en un mundo al revés: vencido mas no  convencido por  la


insoportable,  ilógica  realidad. Observándolos sin pestañear, los
había epilogado hasta que ni sé cómo me alcanzaron. Nueva refu-
tación, nuevo fracaso, como antes en las experimentales esquinas
del pueblo, cuando tendía mi sombra junto a otras hipotética-
mente más oscuras para verlas cruzar juntas la calle. Yo no tenía
razón. Newton me quedaba grande. El móvil secreto, mío, miísi-
mo, para la recortada caminata, era tan absurdo como la idea que
lo había aguijoneado. Evidentemente la sombra de los negros no
era más oscura que la de los blancos. Calita y Marín proyectaban
las suyas a borbotones, espléndidas, puro ébano, pero ni un pelín
más tiznadas que la mía.
El fracaso físico ominosamente se sumaba al matemático. Ni
la luz ni los números eran fiables. Hacía apenas unos meses me
había dejado convencer de que la mitad de ocho no era tres sino
cuatro. La maestra ponía repetidos caramelos en el escritorio. Uno
a uno los repartía. Uno para ti, otro para mí. ¿Ves? C,u,a,t,r,o y
cuatro. Cuatro tuyos y cuatro míos son –aquí un rápido movi-
miento de las manos los juntaba– ¡Ocho!  Ante tamaña evidencia,
y ojeando los cañaverales que me iban a regalar en cuanto desis-
tiera de mis transfinitas pero también precoces matemáticas, no
hubo mayor insistencia de parte mía. No volví a trazar el orgullo-
so guarismo en el cuaderno. El ocho dejaba un muñeco de nieve
sobre el blanco de la página, idéntico al infinito dormilón, solo
que más grande; luego yo lo volvía a dibujar, escindiéndolo exac-
tamente por la mitad hasta mostrar dos tres helados, o dos treses,
como acaso dije entonces. Uno normal, como el de los textos, y
otro que solo yo claramente veía frente al 3 de todos, como si la
vanidosa cifra se peinara ante un espejo. 
No íbamos a llegar a La Punta de la Mula. Ni falta que ha-
cía. A mitad de camino habían muerto todas mis mitades: las del
ocho, que no eran dos tres igualitos, y  las de los cuerpos, que

32
Octavio Armand

sí eran sombras idénticas. Mi breve carrera científica se desleía.


Yo mismo era una suma desmentida. Un muñeco de nieve en el
trópico. No cuentes, Cuba, con Carlos Finlay. Olvídense, papá y
mamá, de Felipe Poey. 
Esa mañana, sin embargo, como muy pronto lo supe intuir,
me tentaría otro raro horizonte. Vedado Finlay, vedado Poey: la
poeisis, que entonces era griego para mí. Una mágica empresa sin
fines de lucro y no, ay, de lucro sin fin. Marín se había apartado
de nosotros. Lo vi alejarse hacia los matorrales lentamente, con
pasos para entretener siglos, no relojes. Allá, al borde del descam-
pado, se detuvo frente a un árbol. Hacía gestos, como un im-
posible cortesano de Luis XIV; en la distancia muda, sus labios,
gruesos y casi inseparables, se movían más rápido que Mercurio,
de alados pies. Un adulto, mal pensado, ignaro, simple cartesia-
no, hubiera dudado de su cordura. El carpintero estaba loco. O
se había vuelto loco de repente, a raíz de algún farfullado anatema
de la Vatel casera. O por haber probado, intrépido Linneo en
línea, sus inclasificables raíces. Mis seis o siete años se limitaron a
preguntar qué hacía Marín. 
__  Le está pidiendo permiso al árbol para entrar al monte.
La respuesta, tan sencilla como espontánea, me debió haber
parecido elocuente y apodíctica.  Y tan natural  como las yerbas
que la sistemática culinaria seleccionaba y recogía como un sabio
alemán. Con los años, que ya son décadas y más de medio siglo,
una y otra vez he vuelto a esa escena. Aquellos ancianos me ini-
ciaron sin teología en el mundo de  lo sagrado.  Una lección de
símbolos vivos y de misterios al alcance de la mano. El bosque
tenía puertas. Era una casa enorme. Uno no entraba sin tocar, sin
anunciarse, sin pedir permiso. Desde entonces cada vez que llego
ante una puerta veo aquel árbol; y cada vez que entro a una casa,
aunque sea la propia, siento la sombra del bosque y el aldabonazo
escondido de los pájaros que aún cantan en la memoria. Lo mis-

33
El ocho cubano

mo me sucede con los libros, esos árboles maravillosos que tienen


las hojas adentro. Cada libro es un árbol, cada árbol un bosque, y
el bosque un tablero de sol y sombra. Un tablero blanco y negro
donde uno juega con todas las piezas. Aciertos y errores, olvidos y
obsesiones: ideas que seducen, que engañan, que orientan. Puer-
tas que se abren y nos abren. 
Años que ya son décadas y más de medio siglo para deso-
villar el causalismo de aquella aventura. Sucedió así.  La cocine-
ra, excesivamente respetuosa de las culebras,  decapitadas o no,
le había pedido al carpintero que le buscara algo allá donde ella
no se atrevía a entrar. Él seguramente volvió con algunas ramas
doradas, como un lector de Frazer que jamás lo haya leído y ni
siquiera lo haya oído nombrar. Porque Calita y Marín, lo apues-
to, jamás leyeron un libro. Eran libros. Viejos libros empastados
en carne y hueso y piel de buena sombra. Gracias a ellos pude
recorrer los cuatro puntos cardinales de Huidobro, que son tres:
norte y sur; y hasta me resultó asombrosamente fácil el cuadrado
pino de Góngora: esa mesa que mucho antes fue una puerta en la
provincia inagotable de la infancia, y ahora un libro que tú tam-
bién tienes en las manos. Un árbol con todas las hojas adentro.
 
Caracas, julio 2005

34
Octavio Armand

CRAZY HORSE

Los tres mosqueteros son cuatro: D’Artagnan, Athos, Por-


thos y Aramis; y los puntos cardinales son tres: norte y sur. Esta
desconcertante matemática parece obra de Humpty Dump-
ty.  Dúctiles o traviesos sumandos,  los nombres esquivan la
suma, como si las partes negaran el total o el total, cifrada Atlán-
tida, desapareciera liquidado por la imaginación. No hay ecua-
ciones sino inadecuaciones. Evanescentes metamorfosis de ovillo.
El enunciado se contradice, se contrae a medida que se prolonga
y pretende constatarse; para colmo, siguiendo su propia lógica, al
hacerse explícito se deshace, desaparece.
Las aventuras del añadido y la asombrosa metáfora de la
reducción pueden asomarnos a hechizantes abismos. La palabra
cabalga sobre números transfinitos, da cuerda a otros gallos para con-
jugar tiempos rigurosamente ajenos a los historiadores, los profetas y
los suizos. No hay pasado ni futuro y el presente solo es puntual en
la deriva alucinante del sueño. Epiménides sabía algo de esto.  El cre-
tense que simultáneamente mentía y no mentía al asegurar que los
cretenses eran mentirosos durmió durante cincuenta y siete años se-
guidos. Un verdadero sabio. Un hombre asombrosamente despierto.
Lichtenberg, otro desertor de la supuesta realidad, también entrea-
brió las puertas del conocimiento, del sí miento veraz, para apostar
no a dentro o fuera sino al vano, a la desaparición. “Un cuchillo sin

35
El ocho cubano

hoja que no tiene mango.”  Así describe un célebre objeto el autor


de Aforismos. Le saca tanto filo a la sabiduría que la reduce a una sola
frase. Y la frase se borra. La filosofía también.
Borrar, borrarse,  como acto decisivo.  Tal vez no lo supo
Kant pero Wittgenstein lo intuyó.  Huidobro también. Por eso
fue capaz de ponerle puntos suspensivos al zodíaco. Su magistral
lección de geografía solo se puede explicar nadando en las aga-
llas de un mero. El vértigo de la desaparición, se dirá, tiene algo
de lógica: tan  escaso en latitud como prolongado en longitud,
Chile, de hecho, pareciera tener solo norte y sur. Pero quedarse
en esos meridianos, detener ahí la lectura, por reconfortante que
sea, es perderse. La insinuación es otra. El relámpago es otro. Se
trata de un nuevo infinito, como decía Nietzsche. Hay que leer
con la velocidad de la luz. O una velocidad superlumínica. Tal es
el sortilegio del lenguaje, la felicidad liberadora que regala, que
nos permite saltar sus propias trampas, sus abarrotadas definicio-
nes. Como Epiménides o Lichtenberg, Huidobro es un dicciona-
rio de aboliciones. Una metáfora en plena torsión. 
Entre estas metamorfosis absorbentes resalta un brevísimo
texto de Kafka: El deseo de ser piel roja.  Uno de mis favoritos,
sin duda porque de niño yo quise ser piel roja. Me soñé Sitting
Bull,  Gerónimo, Red Cloud, pero sobre todo Crazy Horse. Le
gasté a mi madre mucha pintura de labio, pues me pintorreteaba
el rostro para convertirme en guerrero apache o sioux y declararle
la guerra a muerte a mi propia identidad.  Aquellas batallas, todas
ellas, las he revivido mil veces al montar estas pocas líneas:
Ah, si uno pudiera ser un piel roja, siempre alerta, cabalgando
sobre un caballo veloz, a través del viento, constantemente sacudido
sobre la tierra estremecida, hasta arrojar las espuelas, porque no ha-
cen falta espuelas, hasta arrojar las riendas, porque no hacen falta
las riendas, sin apenas ver ante sí que el campo es una pradera rasa,
habrían desaparecido las crines y la cabeza del caballo.

36
Octavio Armand

 Para ser apache bedonkohe o sioux teton hay que desoír las


sirenas del existencialismo. La burocrática añoranza de una ma-
yor libertad, encarnada en la figura del guerrero indomable, que
proporciona una primera y previsible lectura, una mayéutica a
plazo, no basta para acceder a la torsión fulgurante. No se trata de
peldaños sino de saltos y caídas. Hay que desollar la consigna ha-
bitual hasta morder la metáfora. Quien lo logre seguramente verá
su deseo cumplido con creces. Pues así como los tres escurridizos
puntos cardinales son norte y sur, el piel roja es elíptico, elusivo,
invisible.
Búscate en el espejo. Si ves un piel roja no eres un piel roja.
Todavía no. Estás verdaderamente lejos de encarnar la metáfora si
tienes que someterte al subjuntivo, si eres irreal y solo es real tu
irrefrenable deseo de ser otro. Pero si de repente estás muy alerta,
si el viento te despeina y hace sentir casi ajena la piel desnuda a
medida que el galope estremece la tierra y el creciente tropel del
horizonte te atrae más y más hacia otro destino, puedes arrojar
las espuelas y las riendas. El piel roja no las necesita. Porque en
realidad él no cabalga, más bien forma parte del impetuoso ani-
mal, como un centauro, hasta convertirse en el caballo mismo,
todo el caballo y su vertiginoso movimiento, y ya no ve sus crines
ni su cabeza sino solo la pradera rasa ... La metáfora del deseo,
cumplida, arroja un saldo sorprendente: como Crazy Horse, eres
un caballo, y como tal eres velocidad, desaparición, viento. Un
cuchillo sin mango que no tiene hoja. Un caballo sin brida que
no tiene riendas. 
La brevedad del texto no promulga el sentido: lo propulsa; y
al suscitar una lectura acelerada y repetida, refleja su difícil pero
posible –y tentadora– saturación: la muda, el cambio de piel. La
lectura en sí es metafórica. Nos arranca de la página y arranca la
página; desconcierta, desorbita; y de pronto nos quita esa camisa
de fuerza que es la identidad. Parábola taoísta, zen,  El deseo de

37
El ocho cubano

ser piel roja puede llevar a la iluminación. Al satori. Las riendas,


las espuelas, la brida, el deseo mismo, se parecen demasiado al
yo. Es posible una transformación, una abolición, una ausencia.
Pero solo si pasas de la filosofía a la metáfora, si borras a Kafka y
aprendes a desaparecer. Algo así sucede, o debiera suceder, en la
comunión. El trozo de pan, la fragilísima hostia, como la parábo-
la, es un umbral, un vano. La transubstanciación nos confunde
con Dios y la Trinidad entonces somos tú y yo. Norte y sur. Vo-
látiles cifras del quebradizo Humpty Dumpty o Georg Cantor.
   
Caracas, 20 de enero 2006

38
Octavio Armand

REGINO
 
 

Me conoció el día de mi nacimiento. O antes, cuando yo


estaba escondido en la barriga de mi madre, a quien él todavía
le decía Julita, pues la había conocido, a ella también, desde que
nació, en 1905. Mi padre era Sito, Luisito, o Luis, según la oca-
sión. Para variar lo conocía desde siempre, aunque apenas le lle-
vaba quince años, él de 1878 y mi padre del 93.
Mi madre me tuvo a los 41, lo cual nos lleva, 41 más 5, al
46. Al 10 de mayo del 46. Parece que entonces nos vimos, solo
que yo no lo recuerdo. Si  fue ese mismo día, como me dicen,
francamente no lo recuerdo. Ojalá no haya sido justo cuando di,
con llanto a do de pecho y meconio, mi invariable primera opi-
nión acerca del mundo y la supuesta realidad.
Tampoco recuerdo haberlo visto cuando él cruzaba la calle
Martí para ratificar lo bien y bonito que yo estaba. Del 911 don-
de vivía, pasaba al 918 donde vivíamos nosotros, y que es donde
mis hermanos y yo nacimos, todos procreados y paridos en la
misma cama. Lo hacía para visitarme en los brazos de papá, que
trataba de no dormirse antes que yo mientras me arrullaba en el
corredor, ambos sobre un balance de caoba, que salía y entraba
cada tarde de la sala a la orilla de la acera como un cangrejo que
se asoma en su cueva.
 

39
El ocho cubano

Me aseguran que yo iba a visitarlo en brazos de mi padre,


que cruzaba esa misma calle Martí, solo que al revés, del 918
al 911, para que saludara a Cacha y Regino, quienes en sendos
balances, él horario y ella minutero, a la caída de la tarde medían
las horas crustáceas del pueblo. Eso tampoco lo recuerdo, aun-
que sí conservo una imagen, vaga por lo temprana, de los gráciles
pero macizos balances, como si se mecieran solos en la memoria.
Oigo el leve crujido intermitente de la madera cuando apoya
el peso de los muebles y los fantasmas que los ocupan en algún
mínimo desnivel de los mosaicos, acaso una imperfección de fá-
brica, o tal vez la hendidura que como una cicatriz sanada por el
polvo había dejado el accidental mandarriazo de una mudanza.
Ese crujido siempre es  doble, alterno, como si tuviera un eco,
cuando el trajín de la caoba resuena a la altura de mis oídos.
Aunque no los veo, sé que se trata de Cacha y Regino, acom-
pasando las lentas horas y los minutos en su corredor, altísimo
para mí, sobre todo cuando detienen el vals inmóvil para incli-
narse hacia mi padre y ese que está en sus brazos, llorón o son-
riente, y que soy yo, aunque ni eso sabía entonces, por lo menos
no con la certeza que lamentablemente me dieron después el
nombre y los espejos.
Al cumplir cuatro o cinco me llevaban de la mano hasta esa
casa para que pasara un rato con Regino. Solía ser por la tarde,
temprano en la tarde. Me dejaban con Cacha o su hija mayor,
Caridad Mariana. ¿Caridad Mariana? Ese nunca fue su nombre
para mí. La llamaba Cachumba, el cariñoso apodo que rimaba
lo mejor posible con el apelativo casero de su mamá.  Cacha o
Cachita y Cachumba o Cachumbita eran las que abrían la puerta
para recibirme y luego para entregarme; y era con ellas que atra-
vesaba la sala y el comedor para buscar a Regino.
Por lo general me esperaba, listo para nuestros rituales, en la
mesa paralela a la del comedor principal, pared de por medio y

40
Octavio Armand

al borde del patio, poniéndole un punto final a un nutrido plato


de frutas, como si por carambola apetente repitiera el desayu-
no; o sentado lo más cómodamente posible a pesar de la notable
convexidad abdominal en el primero de los taburetes del largo
pasillo que daba al gallinero y al cuarto de ejercicios que tanto me
intrigaba, quizá por su olor a humedad y cerrado, o por los viejos
aparatos de pesa, casi todos de madera, que allí se conservaban,
muchos colgados de argollas empotradas en la añosa pared.
Ciertas tardes se dejaba sorprender con un par de pollitos en
el polo sur de la barriga. Allí se los colocaba una y otra vez, sísifos
amarillos y con pitidos por piedra, para que escalaran hacia los
remotos hombros, solo para ser recibidos con una caricia y luego
devueltos al punto de partida que los obligaba a medir el Everest. 
Ocasionalmente era yo quien tenía que esperarlo, pues aún
no se desocupaba de algún asunto que lo retenía en su despa-
cho atiborrado de libros, documentos y papeles. Para que no se
perdiera, imagino, o para que pudiera encontrarme sin demo-
ra, lo hacía precisamente en aquella mesa o en uno de aquellos
taburetes. Impaciente, listo para nuestros rituales.
Si por algún motivo no habría cura suiza para la impacien-
cia en  su callado aunque reiterado cuándo, Cachita asumía un
voluntariado de cantón turístico, pues tenía madera de reloj de
péndulo. Proponía entonces alternativas mitigantes para el vai-
vén del tiempo. Me resultaba irresistible, por ejemplo, una visita
guiada al gallinero.
Cacha agarraba el cartucho amenazado por los excesivos gra-
nos de maíz con una mano y se dirigía a la portezuela en la malla
de alambre. Yo la seguía deseoso de repartir maná a manos llenas
a los pollitos, las gallinas y el gallo espoloneado que las pisaba,
temiendo que por recelo bíblico el último fuera el primero y me
atacara como a una mazorca. 
 

41
El ocho cubano

Ya alborotado el gallinero con otra última cena, pasábamos


en silencio al sancta sanctorum, que estaba al fondo, sin puer-
ta pero techado, recinto oscuro donde las ponedoras cotidiana-
mente repetían sus milagrosos y frágiles soles. Cacha aprovechaba
para eclipsar algunos, como si se tratara de un justo trueque: ban-
quete para las aves, desayuno para los Boti.   
Sí tengo recuerdos de esa época. Prefería visitar el 911 que ir
de manos con la cocinera, Nestora, Emilio Giro arriba, a la Casa
Riquelme, donde comprábamos el café que allí mismo tostaban, y
cuyo aroma me proporcionaba una grata borrachera cuando aún
faltaba media cuadra para llegar ante los molinos rojo candela y
los oscuros sacos repletos de granos aun más oscuros, relucientes
y aceitosos como si hubieran sido arrancados de un olivo criollo.
Incluso prefería las visitas a Regino que ir, Emilio Giro aba-
jo, y siempre de manos con Nestora, a la panadería de Miguel
García, donde aplastaba la nariz contra el vidrio que me separaba
de los dulces, seguramente para medirlos mejor, de cerquita, por-
que sabía que de estar atrincherado tras el mostrador, aquel viejo
español, conmovido, me preguntaría cuál me gustaba, y me daría
la agradable limosna que yo mismo señalara con el índice goloso.
Sin embargo, puedo jurarlo sin cruzar los dedos, a pesar del
aroma embriagante o los cañaverales que me deleitan, prefiero las
visitas a Regino. ¿Por qué? Es uno de mis mejores amigos. Tiene
entonces, eso creo, más o menos mi misma edad, aunque es muy
grande y gordo; y en vez de jugar pelota o a los escondidos, se la
pasa firmando papeles y leyendo libros que nunca me presta, ni
que yo jamás pediría prestados, porque las escasas ilustraciones
que no escapan al reojo nada tienen que ver con mis muñequitos
favoritos, que son Tarzán, Gasparín y el Pato Donald. Francamen-
te yo lo visito para que no se aburra tanto. Pero sobre todo porque
es muy divertido y no deja que me vaya sin algún caramelo o una
peseta que suelo convertir de inmediato en helados y durofríos.

42
Octavio Armand

En la sala me intriga la vitrina llena de raros objetos. No pue-


do evitar detenerme ahí un rato. Hachas petaloides, fragmentos
de vasijas, cuentas, hasta un cráneo ciboney pero probablemen-
te taíno que el propio Regino había encontrado en una excava-
ción. ¿Sería por la Maya, allá por Baracoa, donde Casiano Lores
Lambert, el abuelo de Jacinta, la mujer de mi pediatra, Emiliano
Estrada Beatón, halló una de las piezas más importantes de arte
taíno, el Cemí del tabaco que obsequió al presidente Estrada Pal-
ma? ¿O más bien rumbo a occidente, rumbo a Santiago, donde
ha aparecido un impresionante material lítico?
No me hacía estas preguntas durante aquellas visitas. No me
hacía ninguna pregunta. Miraba como cernícalo y absorbía como
esponja. Las cuentas de caracol perforadas parecían cráneos di-
minutos; y el cráneo amarillento, tras el curvo vidrio vertical de
aquella vitrina, era un adorno, fragmento de una joya que había
sido un cuerpo. Hasta las hachas y los tiestos que suponía regados
al azar despertaban el saltamontes de la curiosidad y el gallo del
conocimiento apetecible. La misma transparencia que me aleja-
ba de los extraños caramelos desenterrados por el amigo me los
prometía como reto y me los ofrecía como tentación. Algún día,
¿lo imaginaría entonces?, iba a probar esos sabores, lejos ya, muy
lejos, de la vitrina de Regino; y los confundiría siempre, como si
los desenterrase en mi propia boca, con las agradables limosnas
de don Miguel.
Me levantan la vista los cuadros. Hay muchas obras de artis-
tas cubanos, así como óleos y acuarelas del propio Regino. Bos-
ques, palmares, bohíos que reflejan la soleada soledad de nuestros
campos. Casi siempre se adivina un trillo, que a pesar de lo estre-
cho sugiere que es posible seguirlo, traspasando las paredes, como
si la mirada fuera un tornillo capaz de cumplir la vocación de
espacios arrinconados pero libres, que yacen apenas un poco más
allá del párpado, y a los cuales uno pudiera fácilmente llegar tan

43
El ocho cubano

solo con raspar un poquito la pintura de cal blanca sin necesidad


siquiera de desnudar el ladrillo.
Como si a la casa no le bastaran su amplio patio y su tras-
patio, se cubren de vegetación las paredes en estos cuadriláteros
y rectángulos enmarcados. El paisaje se resume en un punto de
la pared vegetal, luego en otro, saltando de la ceiba a la nube, o
trepando en un inmenso tronco como de cuero repujado hasta
soltarse en un par de alas que parecen pobladas cejas azules.
Hay un río donde me he bañado mil veces de tanto mirarlo.
Inmóvil, la corriente me arrastra hacia las cumbres donde nace en
una gota de lluvia. En esa gota, mientras cae, también me baño.
Zambullido en ella recorro el oculto paisaje de las raíces sedien-
tas, la profundidad flotante, casi  suspendida y palpable que se
arracima en unos mangos rojizos o una mano de plátanos a pun-
to de caer. Me siento fresco, limpio, como si yo mismo fuera el
manantial jubiloso que brota de un rectángulo secuestrado por su
marco a la cal blanca.
Me encanta la atmósfera reinante, que parece la callada pro-
metida de un bosque. La cocinera y la criada andan descalzas o
en zapatillas de goma. Yo mismo me cuido de hablar bajito y no
corretear sino entre los árboles, nunca en el pasillo, aunque nadie
me lo ha pedido. Quisiera untarme la fresca penumbra de la sala,
el comedor y las habitaciones, y la brisa que se siente en el patio,
aun al mediodía, gracias a tres árboles frondosos, cuyas raíces re-
vientan la tierra, como para acercarse a las nubes.
Es más fácil ser Tarzán aquí que en mi casa. Entre la ve-
getación, o en el alto muro de ladrillos, siempre hay chipojos,
lagartijas, pajaritos, amén del gallo, las gallinas y los abundantes
pollitos, cuya algarabía, mitigada por la sordina de estar en el nec
plus ultra del traspatio, es el único bullicio que se tolera. Tanto los
árboles como los animales, son cuadros vivos, mutantes, enmar-
cados en los silenciosos confines de Martí 911, donde solo raspan

44
Octavio Armand

el pulido hielo del mosaico zapatos bajos, sin tacones ni mucho


menos taconeo, o chinelas como las de Regino, que las tiene ma-
rrones y color vino.
Sobre las chinelas, un pantalón sostenido por tirantes a po-
cos centímetros del diafragma. Luego una camiseta extrañísima.
A la antigua usanza, imagino, pues nunca las he visto igual, ni
antes ni después. De mangas largas, y como reforzadas hacia la
muñeca por un amplio dobladillo. En el escaso invierno oriental
se abotona desde el pecho hasta el cuello, que puede quedar lige-
ramente escotado o casi tapizado por el marfil de la tela.
Probablemente ese escaso invierno determina también el uso
de la gruesa bata, suelta o apenas acordonada en la cintura, como
si se tratara de un boxeador cuando acaba de entrar al paraíso de
Euclides, aunque si se fijan bien verán que la cintura no corres-
ponde a un púgil, sino a alguien que arrastra los pies al caminar,
y que lo de peso pesado se lo debe exclusivamente a la circunfe-
rencia ecuatorial, medida para siempre por el mejor sastre de la
región, un baracoeso llamado Eratóstenes.
__ Aquí está Tavito, anunciaban, aunque él sin duda ya lo
sabía, por el puntual aldabonazo y el crescendo coral de las pisa-
das.
__ Y en la otra esquina, sobre mudas chinelas marrones, den-
tro del pantalón sostenido por tirantes y la extraña camiseta deba-
jo de la bata incomprensible en el trópico –a mí me gusta andar
lo más desnudo posible–; ese que ahora se voltea y saluda es el
amigo con quien voy a conversar y dibujar un rato.
Yo jamás hubiera podido sospechar siquiera que tenía fama
de hosco y malhumorado, acaso por los lances y duelos que había
tenido en su juventud, uno de ellos particularmente recordado,
pues según se decía paso a paso se acercó disparando su revólver
contra un rival escondido tras las columnas del Bloc Catalán.

45
El ocho cubano

Los recelos y cautelas que mantenían de escaso perfil a los


adultos a mí me tenían sin cuidado. Con el niño que fui, y que
trato de seguir siendo, siempre se portó como otro niño.
Durante años visité a Regino –así lo llamaba– casi todas las
tardes. Mis visitas, debo confesarlo,  eran algo interesadas, pues
nunca me iba sin un real sonante o una consonante peseta para
chucherías.  Más que sabores, sin embargo, a esa frecuencia le
debo saberes, pues el Regino simpático y bonachón que era aquel
Boti temible se sentaba a dibujar y conversar conmigo.
Nos enmarcaban entonces el silencio y el fresco de la casa,
como si los dibujantes también fueran dibujos esbozados línea a
línea y sin prisa por los cuentos que invariablemente acompaña-
ban la conversación y esos últimos trazos milagrosos, definitivos,
que como hábiles comadronas le sacaban vida al papel, repitiendo
frente a mis ojos asombrados las páginas que años después leería
en el Génesis.
Cuando dibujábamos a dúo, al decir tigre cada uno rugía
por su cuenta lo mejor posible en hojas aparte con el lápiz o la
pluma. Al alimón las cebras suyas no llegaban a ser tales hasta que
yo les añadía unas rayas que en mi docta opinión les faltaban; y
mis bigotudos  felinos súbitamente cambiaban de género como
si añorasen un arcaico hermafroditismo, pues preguntando por
la melena, él coronaba de lenguas solares a la leona que yo había
anunciado como rey de la selva.
¿Cómo negarlo? Yo prefería sus dibujos. No solo porque po-
día venderlos hasta por cinco centavos en el colegio sino porque
de veras sus cebras parecían cebras, leones sus leones, hipopó-
tamos sus hipopótamos, y sus canguros tan canguros que salta-
ban. En cambio yo practicaba una estética un tanto abstracta para
mi propio gusto. Además, ¿qué otro amigo, así grandote como él,
se esmeraría tanto por complacerme?
 

46
Octavio Armand

Para los dibujos acataba automática y rápidamente mis pe-


didos, como algunos mariachis o boleristas. Así lo mismo ento-
naba  un elefante con grandes orejas y  colmillos curvos y pun-
tiagudos, que la jirafa de larguísimo cuello y repetidas manchas,
un conejito de orejas gachas, tres hormiguitas cargando migas,
feroces dragones, el pato Donald visto por quien evidentemente
nunca lo había visto, un pajarito volando y dos pichones en el
nido, un león espantándose las moscas con la cola, una gallina
ponedora, la gata persa de Lucita, el caballo de Troya repleto de
fieros guerreros, el caballo blanco de Martí, un toro de lidia, un
majá dormido y otro despierto pero mudando la piel, un alacrán
a punto de picar, una telaraña vacía y otra con la araña acer-
cándose al mosquito que acaba de caer, un mono, otro mono
pero enorme, como King Kong, un ratón comiéndose un pedazo
de queso, un gato cazando pero ese mismito ratón, un perro calle-
jero rascándose seis o siete pulgas, chivas, gallos, caimanes, abejas,
caracoles, cangrejos, erizos, tiburones ...  Infinito y complaciente
bestiario. Diluvio de dibujos. Cuarenta días en papel y tinta. Y
el Arca de Noé, tranquila, flotando como una sonrisa sobre las
caprichosas aguas.
Un dibujo mío, lo contaba mi padre, logró desconcertar a
Regino, que no supo ver, o más bien adivinar, de qué se trataba.
Lo había hecho en el escritorio de mi papá sin descuidar detalles,
para  mostrárselo como tarjeta de visita. El esmero renacentista
por impresionar al otro dibujante, ese sí del cinquecento floren-
tino, parece haber tenido una alta dosis de involuntario cubismo
analítico; lo cual extravió el altanero propósito del cubista nada
adrede, cuya representación del calvario se alejaba demasiado de
Jerusalén para que resultaran reconocibles las tres cruces de olivo
o la calavera de piedra.
__ ¡Papá, verdad que Regino es bruto! ¡Le enseñé el dibujo y
no supo de qué se trataba! ¡Se lo tuve que decir!

47
El ocho cubano

A la caída de la tarde, mi padre se acercó al alto corredor


donde el susodicho se balanceaba al lado de su mujer, para echar-
le con mi rabia una arriesgada broma al hosco.
__ ¿Regino, sabe que usted es bruto?
 La caoba dio un frenazo casi simultáneo en los dos balan-
ces, aunque el claro ganador en la precipitada carrera por anular
el movimiento fue Regino. Por una cabeza, como dice el tango.
Nada menos que la suya, que quedaba en entredicho. 
__ ¿Cómo dices, Luis?
Mi padre desenvainó el dibujo que llevaba enrollado en la
mano izquierda y señaló unos puntos que evidentemente eran
clavos; y una cabeza, sí una cabeza, y no, no un nido de pájaros
sino una corona de espinas. Detalle a detalle crucificó al espec-
tador  en su crasa ignorancia y su deplorable incapacidad para
apreciar las requetebellas artes.
El asunto no terminó en duelo sino en risas. A costa mía,
por supuesto. Yo también lo pude reír, gracias a que no me lo
contaron aquel día, sino años después, ya muerto Regino, y apa-
gada la virulencia plástica.
Las conversaciones fueron decisivas para mi temprano
aprendizaje. Regino desataba el nudo de las hipérboles y las varia-
das invenciones con que yo pretendía sorprenderlo.
__ Había una ballena gigante en El Uvero. Era como de
aquí hasta allá, aseguraba estirando el índice hacia la descascarada
pared al fondo del traspatio. Me acerqué calladito, remando sin
hacer bulla, pero no la pude cazar. Me vio y se zambulló tan hon-
do que no la pude alcanzar con el arpón.
__ Ojalá tengas mejor suerte la próxima vez. Pero recuerda:
ten siempre mucho cuidado. Las ballenas a veces embisten a las
embarcaciones. Un bote de remos como ese que tú usas puede
ser peligrosísimo. Yo cacé una ahí por El Uvero. Bueno, un poco
más hacia el este, aunque sin llegar a Maisí. De esto hace muchos

48
Octavio Armand

años. Era algo  más grande que esa que tú enfrentaste. De allá,
y señalaba con su índice la misma roñosa pared solo para trazar
de inmediato un semicírculo enorme hacia la pared que daba a
la calle, hasta aquella mesita que está en la esquina de la sala. Sí,
esa misma, la esquinera. Te recomiendo que caces a nado, como
hice yo. Así no te oirá la ballena cuando te acerques. Yo pude
colocarme a su lado y encaramármele encima. Por eso logré darle
un buen arponazo en la cabeza, justo por el hueco por donde res-
piran y lanzan el chorro de vapor como una locomotora. Por su-
puesto que entonces se zambulló. Pero no la solté. Aguanté la res-
piración bajo el agua bastante rato, como una media hora, hasta
que muy cansada se dio por vencida; pues como te dije no la solté
para nada. Ni que lo hubiera querido la podía soltar. Imagínate,
un pulpo que iba con ella me agarró por el brazo izquierdo. Aquí,
casi en el hombro. Para colmo diecisiete tiburones daban vueltas
mostrando los colmillos, atraídos por la sangre de la ballena y del
enorme pulpo que con una sola mano tuve que matar.
__ Sabes, Regino –tras reponerme del aplastante  peso de
la ballena  devuelta engrandecida, volvía a la carga al cabo de
unos minutos–, me metí en el monte para cazar con mi arco sioux
y casi tropiezo con un león que dormía la siesta. Como estaba tan
dormido no quise despertarlo para que jugara conmigo. También
sentí un poquito de miedo, pero no se lo digas a mi papá.
__ Ay, Octavio, qué bueno que me lo hayas contado. ¿Sa-
bes que nadie me ha querido creer que yo vi una leona con tres
cachorritos cerca de la Loma de la Piña? Rugía como un demo-
nio, quizá porque me había visto de saco y corbata. O me había
olfateado. Yo sí tuve miedo. Bastante. No se lo vayas a contar a
nadie, por favor.
Así eran aquellas conversaciones. Sin importar cuánto yo es-
tirara la hipérbole, sin importar cuánta curva sorteara la imagina-
ción, Regino nunca me puso una luz roja. Al contrario, me retaba

49
El ocho cubano

siempre a otras incalculables dimensiones. Pasa de las magnitudes


a las funciones, salta hasta los números transfinitos, le sugería
Sócrates a quien apenas sabía contar hasta cien. Ante él nunca me
sentí mentiroso. Tal vez, sí, algo escaso de imaginación.
¿Será posible –seguramente me lo pregunté en más de una
ocasión– que mis invenciones se queden cortas ante la realidad?
Que su bondad y su cariño hayan respetado tanto mis primeros
pasos en las aventuras del lenguaje y las ensoñaciones mutipli-
cadas por la palabra, me ayudaron a reconocer buenas semillas,
sobre todo en los niños que a lo largo de los años me han ofreci-
do su amistad.
La fama de malas pulgas no era inmerecida. Y la conservaba
intacta en el instituto, donde era catedrático de literatura y gra-
mática. Puntualísimo, recto, severo, implacable, no permitía que
nadie interrumpiese la clase ya comenzada. La puerta permanecía
herméticamente cerrada para cualquiera que llegase un segundo
tarde. Y cualquiera quiere decir exactamente eso. Sin excepción.
La propia familia repetía una anécdota que retrata al cate-
drático de cuerpo entero. Tiene que ver con Cachumbita, a quien
le tocó cursar literatura y gramática con su propio padre; y revela
principios tan irrebatibles como dolorosos finales. Al contarla in
illo tempore los Boti desanimaban a quienes pretendiesen una ca-
riñosa intermediación en época de exámenes. Por muy finales que
estos resulten, aclaraban curándose en salud, los principios, ta-
jantes, inamovibles, incólumes, jamás los alterarán. Ni un ápice.
  __ Una vez Cachumbita sacó 59 en gramática. No hubo
manera que las sumas y restas de Regino le regalasen el punto
que le faltaba para el aprobable 60. Sugerimos, pedimos, roga-
mos, pero las garrochas se nos quebraban en la transversal del 59.
Nadie logró saltarla por Cachumbita, que tuvo que arrastrar la
materia como cualquier hija de vecino. 
 

50
Octavio Armand

Quizá Cacha nunca le perdonó del todo ese 59 a Regino.


Comprendía perfectamente la lógica del conyugal grammatikós.
Y la respetaba. Pero más allá de las cifras inalterables, razonaría
ella, hay un gran músculo capaz de ensancharse o contraerse con
los números naturales.
Ese 59 fue la raíz cuadrada del 3481 que me tocó jugar un
buen día a instancia de Cacha. Se aprovechó que yo iba a acom-
pañar al catedrático al instituto –su asistente, decía él, aunque
en realidad, luego yo lo sospecharía, de compañía, tratando de
engañar un poquito el vacío que le había dejado la muerte de
Cachumba–, para que sirviera de agente doble, como un cero
cero séptimo en una todavía muy futura película de James Bond.
Mi papel --y de eso se trataba literalmente, de un papelito,
un forro– consistía en lo siguiente. Tenía que entregar con mucho
sigilo el cable doblado por Cacha a Víctor Castellanos, uno de
los probables náufragos del día, que sin aquel oportuno tablón
irremediablemente conocería las profundidades del Guaso.
 Mientras esperábamos el coche que nos llevaría al instituto,
me aparté para darle un vistazo secreto a la criptografía. Nunca
he olvidado la frase, que apenas una hora después oiría en la voz
de Regino, durante el dictado de ortografía correspondiente a la
ordalía final:
 
Haya aguas, el paragüero vende paraguas y paragüitas.
 
Se suponía que como en dos o tres ocasiones previas el asis-
tente iba para ayudar a mantener el orden durante el riguroso
examen, vigilando como un lince a quienes minuto a minuto
darían más y más patadas de ahogado. Esto mientras Regino leía
o revisaba algún documento en el escritorio, del cual solo des-
pegaba los ojos, y siempre como por instinto, para sorprender
a un susurrante, o a un mudo con complejo telescópico, o a un

51
El ocho cubano

catcher que demasiado lejos del diamante pedía el lanzamiento


de un knuckler.
Entonces, fija la vista en los fulanos del no sé qué que que-
dan balbuciendo, los llamaba por nombre y apellido sin fingir
discreción. Los copiones se acercaban cabizbajos para ver cómo
aparecía un cero rojo muy arábigo y redondo en la hoja de repen-
te pesada, marmórea, como una lápida.  
__ Pueden retirarse, decía el enterrador a los difuntos.
Por supuesto que yo nunca veía nada sospechoso durante el
naufragio. No porque le faltara una niña chismosa a mis ojos, ni
porque en la mirada de algunos candidatos a ahogado escaseara
la promesa de unas cuantas patadas. Sencillamente no era espía,
soplón, chivato, 33-33. Acompañaba a Regino por el redundan-
te gusto de acompañarlo. Y para dar un paseo en coche. Y por
los caramelos.
¿Se preguntarán si cumplí mi papel de agente doble aquel
día? Saquen sus propias conclusiones. Pocos cayeron en la trampa
del terrible dictador. Ni Víctor ni la diagonal de cernícalos que
enfilaron la vista tras el ratón letrado rodaron por el piso con la
zancadilla del subjuntivo inicial, que unos cuantos hubieran con-
fundido con un raro apelativo. Y la repetida curva de la diéresis,
que le ponía un par de peligrosísimos colmillos a la sonriente
pero venenosa Ü, no logró ponchar a muchos pese a las mañas
del lanzador. 
Concluido el episodio de cero cero séptimo, divido 3481
por 59 para volver a Cachumbita, a quien dejamos quemando
pestañas en el rastrero estudio de las normas y principios que
regulan el uso del lenguaje dentro de la oración. Ella era la due-
ña de las navidades en la casa. Una reina maga. Se ocupaba del
arbolito, adornándolo desde el tope hasta la base, que cubría con
un paño verde.
 

52
Octavio Armand

A pesar del diminutivo, el arbolito casi llegaba al techo de la


sala, por lo que Cachumbita se encaramaba en una escalera para
colocarle la reluciente estrella de Belén y los adornos de arriba,
donde el ramaje se iba angostando hacia la punta. Guirnaldas ver-
des, plateadas, doradas, campanitas y frágiles bolas brillantes de
diversas formas y colores, como si aquel pino, amén de sus pro-
pias piñas tan leñosas como ornamentales, milagrosamente diera
diferentes frutos durante las fiestas. Mangos anaranjados, naran-
jas amarillas, caimitos verdes y morados, manzanas rojísimas y
peras de un verde tan claro que se les veía el sabor y las semillas.
Cachumbita escondía los juguetes por todas partes. Donde
único no se buscaba era en el despacho de Regino, que daba a la
calle y se abría al corredor, para que no se involucrara la intimi-
dad de la familia en los asuntos públicos propios de la notaría.
Allí solo había archivos, carpetas, documentos, en un desorden
tal, o en un orden tal, que solo él conocía. 
Excepto por la empapelada cueva del notario, todo era te-
rritorio navideño, a partir de la habitación contigua que, como
las demás, estaba a mano izquierda según uno entraba. Luego la
de Cacha y Regino, la de Cachumbita, otra casi siempre vacía
porque Reginito estudiaba fuera, y la de Florentina, vecina de la
región del fuego, que era la cocina de carbón y leña que estaba al
fondo, colindante con el gallinero del traspatio.
El Día de Reyes visitaba el 911 con crecidas ganas. Algo me
esperaba allí. ¿Uno? ¿Dos? ¿Cuántos regalos me habrían dejado
Gaspar, Melchor y Baltasar? ¿Quizá tres, uno cada uno? Nunca
me atreví a decirlo entonces, por no perjudicarme con dos de
ellos. Pero ahora sí lo puedo decir: mi preferido era Gaspar. Se-
guramente tan bueno, pensaba, porque es familia del Fantasmita.
Cuento con él. Pero ojalá todos me hayan dejado algo. Por lo
menos un juguete por rey y otro por mago.
 

53
El ocho cubano

No vale la pena preguntar. Allí nunca nadie sabe exactamen-


te qué han dejado esos espléndidos señores. Solo que sí, sí han
pasado, pues los camellos –fíjate, me dice Cacha– se han bebido
el agua y se han comido toda la yerbita fresca que yo mismo les
había puesto al pie del arbolito, como en mi propia casa. 
Por mi mirada, ansiosa y extraviada en los rincones luego de
agotar la sombra del arbolito, ominosamente vacía, se adivinaba
que me consumía una interrogante que no me atrevía a formular.
Pero la buena educación duraba poco. Al cabo de tres o cuatro se-
gundos no resistía más. La urbanidad perdía su excelencia en una
entrecortada averiguación, que lejos de frustrarse por las evasivas
intuía certidumbres y promesas.
__ Tienes que buscar, decía Cachumbita.
__ ¿Dónde?
__ No sé, por todas partes. A veces, cuando llegan muy can-
sados, dejan cosas en los cuartos, hasta debajo de las camas, por-
que se tienen que acostar un ratico.
Eso y salir disparado era como llamarme bala. Por supuesto,
siempre había tesoros debajo de las camas. Y yo siempre los en-
contraba. Eran como sueños que se me habían caído ahí aunque
yo los hubiera soñado sobre otra cama, también de cuatro maci-
zas patas torneadas, pero que en estos asuntos nunca rivalizaba
con el arbolito.
El 6 la aritmética de mis sueños no sumaba cuatro sino tres.
Cada noche al rezar contaba hasta el tetragrámaton: “Cuatro patas
tiene mi cama,/ cuatro angelitos que me la guardan:/ San Lucas, San
Juan,/ San Marcos y San Mateo.” Esa madrugada resultaba siempre
absolutamente excepcional, como si en su más por menos se repitiera
al revés el milagro de los panes y los peces. Los puntos cardinales que
entonces amanecían con el gallo eran tres. Solo tres pero tales que
no había que extrañar al cuarto, pues como dije, ahí ni Gaspar, ni
Melchor ni Baltasar me ponían juguetes.

54
Octavio Armand

Flash: durante una búsqueda de tesoros escondidos me sor-


prende la nueva cama en el cuarto de Florentina. No tiene patas,
está a ras del suelo. Ergo a buscar en otra parte, pues allí no puede
haber nada. Pero antes repito el examen, como si aquel extraño
mueble también fuera cosa de reyes. Supongo que se la han traí-
do de La Habana. Nunca he visto tal: inmensa pero de trocada
geometría. No está regida por la invariable costumbre rectangular
ni por un previsible empeño cuadrado.
Es completamente circular, como si al diseñarla el geóme-
tra se hubiera hecho cómplice de extraños sueños, que acaso exi-
gieron la azarosa rueda de la fortuna o un tiempo sin solución
de continuidad. Un  ir y  venir de  reiterados retornos, donde al
dios de los cristianos le pisaran los talones Ahura Mazda, Zeus,
Quetzalcóatl o Varuna, y los profetas de los Testamentos que san-
tificaban el sábado o el domingo confundieran sus voces con la
de Zoroastro, los matemáticos mayas o las sacerdotisas de Delfos.
Después de la muerte de Cachumbita no hubo más arbo-
lito  ni Navidad. Se  había perdido la maga y con ella la magia.
La penumbra de la casa se apagó aún más. Al propio Regino le
costaba mucho la conversación, el dibujo, el juego. Parecía haber
abdicado.
Me siguieron recordando cada 6 de enero. Pero ya no había
reyes en el 911. Ni para entretenerme por las tardes ni para sor-
prenderme una vez al año. Ni pasaban por ahí ni yo creía en ellos.
Era Cacha la que en la sala o el comedor me decía esto es para ti.
Una caja envuelta en papel estampado que ya nunca se abría de
inmediato. Cada quien, ese día, quería entristecerse a solas.
Regino murió cuatro años más tarde. El 5 de agosto de 1958.
A los ochenta. En su casa. Yo estaba en Nueva York, alejado de la
calle Martí por el primer exilio de la familia. Le había escrito una
o dos cartas. Creo que fueron dos. No hubo respuesta. Solo la
noticia.

55
El ocho cubano

De la amistad que comenzó hacia mis cinco años, o antes aun-


que no lo recuerde, queda un ejemplar de Martí en Darío, que yo
conservo aunque está dedicado A Luisito Armand y Santana,/ recuer-
do de Regino/ Gtmo.,13 de mayo de 1953; y unos endecasílabos im-
provisados en el álbum de autógrafos de mi hermana Asela, que re-
cién cumplía diecisiete y cursaba literatura con él. En la misma tinta
negra, pero sobre papel rosado, de su puño y letra se lee:
 
Pórtico
 
Aquí estoy otra vez, en la primera
página de tu álbum confidente,
para echar a tus pies la primavera
y hacerte de las gracias el presente.
 
Mas desoye la voz engañadora
que pretenda apartarte de tu senda,
ríndele al bien inaccesible ofrenda;
y sé en la noche del dolor, aurora!
 
Guantánamo, 13 de marzo 1946
 
También una foto mía. Estoy en pantalones cortos pero
armado hasta los dientes, como una Ü. Revólveres, metralleta,
cananas cruzadas al pecho, mirada de pocos amigos. De cara al
traspatio y al infinito. Y frente a Regino, que me la tomó para
dejar constancia de esa visita feroz. Por supuesto él no se ve. Es
un fantasma, como el que se mece en la caoba.
Atrás quedaron sus dibujos. Estaban en la gaveta de mi mesi-
ta de noche bajo un puñado de balas. Souvenir de la insurrección
triunfante. Insólito y ominoso pisapapeles, aquellas municiones
de Springfield, Garand y carabina San Cristóbal.

56
Octavio Armand

Imágenes de retrovisor, como el paisaje que empezó a apo-


carse cuando mis padres cerraron la puerta de la casa por última
vez el 23 de junio de 1961. Una foca con una pelota enorme en
la punta del hocico, un tigre saltando por un aro en llamas, una
guayabita parada en dos patas, una pareja de senserenicos, dos o
tres elefantes ... 
Unos treinta. Veinticinco por lo menos. Ojalá los haya en-
contrado otro niño.

Caracas, 26 de noviembre 2007

57
Octavio Armand

EL TALLER
 
 

Yo aprendí a pintar con mi padre: él trataba de enseñarme


a pescar.
Estoy parado frente a un color y de espaldas a otro. Tengo
seis o siete años y siento el peso de los colores en el calor del aire
y de la piedra. Me siento parte de una mancha que es el paisaje.
Una enorme roca y el mar.
Desde aquí puedo ver la casa: un rincón en la vastedad que-
mada, resplandeciente. La terraza da a una playa de arena muy
blanca, donde las hembras del carey, que la visitan ritualmente,
dejan más de un centenar de huevos abollados.
Unos arrecifes cercan la playa. Una línea mineral sólo visible
en marea baja bordea toda la costa de El Uvero.
Allí rompen las olas. Allí el color es sobre todo bulla. Abajo,
oscuro, negro, verdinegro, el arrecife; la espuma arriba, trazando
una franja blanca incesante y constantemente salpicada de blan-
co. Un Malevich cuyo agitado espesor varía según las mareas.
Esa línea de dos colores separa a la playa del abismo. Mar
adentro a un lado, del otro mar afuera. Acá un verde claro, donde
fácilmente se adivinan mil colores; allá un azul cobalto, intenso,
insondable, único. Y más allá, en el confín de la mirada, el arco
del horizonte: el encuentro de dos azules redondos.
 

59
El ocho cubano

El mundo mineral y el mundo animal conspiraban. Parecían


empeñados en una vertiginosa multiplicación de amenazas y filos.
Había hasta fuegos en el agua. Arrecifes de dienteperro repletos
de erizos: los negros de enormes púas; los verdosos, o amarillos,
más difíciles de precisar pero también menos peligrosos. La jaiba
chata y el cangrejo redondo se asomaban furtivamente entre las
rocas pero siempre detrás de muelas que abrían y cerraban como
ventanas de pueblo.
En huecos y hendiduras vivía escondida la morena, cuya
mordida, decían, regalaba gangrena y desastres que uno ni siquie-
ra se atrevía a imaginar. Flotando, acercándose con el disimulo de
las mareas, acechaba un fuego invisible pero aun más penetrante
que los colmillos de la piedra: el aguamala. La raya, otro fuego, se
enterraba como bajo sábanas en un grano de arena.
Abundaba también la torpísima pero elegante langosta, es-
maltada máquina de guerra poco dispuesta a compartir la oculta
delicadeza de su carne. La langosta se defendía del apetito agresor
levantando refunfuñantes pinzas y enarbolando como lanzas las
antenas. Siempre era inútil su mejor escándalo. Pero infalible-
mente lo repetía en el centro de la mesa al lucir sus intensísimos
anaranjados y rojos de pequeño sol humillado. Era un relámpago
en la mesa. Allí solo se escondía en su propia desaparición. A mí
por supuesto me daba más miedo sobre la bandeja de plata que
entre las rocas. Humeante era aun más formidable y yo no quería
quemarme con su candela.
Y había también pulpos y estrellas de mar. Blandos, fofos,
menos redondos que los erizos pero infinitamente más capaces de
maldad y seducción, pues con sus tentáculos repletos de ventosas
lo mismo podían escurrirse de mis manos que amarrarse a ellas,
los pulpos eran nudos de carne que me entregaban a una pesadi-
lla. Las estrellas de mar no parecían intuir siquiera la posibilidad
de una constelación. Se aferraban a las rocas como si temieran

60
Octavio Armand

más al cielo que a los otros animales. De noche, al pensar en ellas,


las colocaba cuidadosamente en lo alto, entre luces muy distan-
tes. Entonces sí se encendían; se retorcían en espirales empapadas
y goteantes; sus puntas eran puntas de alfileres; se estiraban como
el aliento en un cuaderno negro, vasto, vivo; una maravillosa ser-
pentina que iba despertando figuras en la dispersa serie de puntos
numerados. Fue así como descubrí que en el cielo había peces y
cangrejos.
Dienteperro, morena, pulpo, erizo, langosta, estrella de mar,
ejército de singular hechizo y de mecánicas, desesperadas pero
casi siempre inútiles maniobras. Su estrategia consistía en estar
ahí, permanecer absolutamente invariable en medio de infinitas
variaciones. Victorias y derrotas humillantes que se sucedían in-
cesantemente, que se confundían incesantemente, como en un
libro de historia imposible de escribir. La historia verdadera y
profunda. La historia relatada por un fósil o una perspectiva de
Paolo Uccello. Los erizos, por ejemplo. Allí, en aquella pequeña
playa, y no en los Uffizi, recuerdo haber visto La batalla de San
Romano. Uccello la pintó con los erizos del Uvero.
Soy parte de una mancha. Una mancha más. Veo con la piel
más que con los ojos. Estamos pescando: mi padre ya me ha en-
señado a confiar en el tacto. La vista es inútil. Yo estoy en un cabo
del cordel y el pez en el otro. Crispados en la mano, en el índice,
como muchos años después, cuando iba a escribir mis primeros
poemas, todos mis sentidos aguardan, acechan.
Mi padre me está enseñando a pescar y yo estoy a punto de
aprender otra cosa. Cordel, alambrada, plomada, anzuelo, car-
nada, para mí serán lápices, brochas, pinceles, creyones. Yo voy a
aprender a pintar.
Al picar el pez comienza una interminable acuarela. Una
acuarela del tamaño del Mar Caribe. Mientras tiro del cordel tra-
to de imaginar lo que hay en el anzuelo. Cuando al fin asoma en

61
El ocho cubano

la superficie del agua el pargo, el mero, la rabirrubia o la picúa,


yo sólo veo, sólo siento la jubilosa interrupción del monótono
azul del mar. Vivos, espléndidos colores que surgen de repente y
alteran la superficie; irrumpen desde el fondo, como un pequeño
y súbito triunfo del color sobre el color mismo. Los colores son
el color atravesado. Pintar es atravesar el color, partir del color,
partirlo.
El pez, la irisación de repente contrastada con un soberbio
fondo azul, el cambio de guardia de los colores, las agallas encen-
didas como fósforos, habían reducido la naturaleza toda a espec-
táculo y fiesta. Esta transmutación de la naturaleza en espectáculo
fue una primera revelación de la pintura. Una revelación también
de la ventana. Y del adjetivo.
Nunca he olvidado aquella desmesurada lección inaugu-
ral. Todavía me acerco a la pintura como si surgiera de una pro-
fundidad, de lo oscuro, como si interrumpiera un poema o una
conversación infinita. El chisporroteo de la memoria dentro de
la imaginación es entonces un chorro de relámpagos. Un cable
eléctrico caído. Los fuegos de la metáfora y de la analogía al fin
se prenden al margen de una inaudita relación de palabras, en el
escandaloso entrechoque de nimios datos avivados, mágicamente
cargados de suceso todavía. Puedo, así, participar en la batalla de
dos colores. No soy sino un soldado más. Pero al mirar veo, toco,
oigo, huelo. Oigo los cascos y relinchos de los caballos, el desa-
finado estrépito de las armas, la queja de los heridos. Oigo sobre
todo el piar de los pájaros espantados, invisibles.

Caracas, 13 de junio de 1988

62
Octavio Armand

EL MOSQUETERO
 
 
 

__ Yo enseñé a volar a muchos pajaritos.


Así me consuelo de la mala pero insistente puntería de mi es-
copeta de municiones. Culpa mía, por supuesto, que no de la es-
copeta, ni de las municiones, ni del aire comprimido que permitía
alcanzar blancos hasta una distancia de veinte o veinticinco metros.
Casi nunca le daba al distante senserenico o choncholí metrado; por
lo que habría que estrenar, para casos como el mío, un cromatismo
menos tajante, menos blanco y negro. Grises, por ejemplo.
Otra fuera la historia si el alcance máximo de aquel máuser
infantil hubiera sido de dos mil o dos mil quinientos milímetros.
O la mitad de la mitad. Pero ni Zenón escribió La guerra del Pelo-
poneso ni a estas alturas añadirá paradojas a las mías, que abundan
en esta crónica roja.
Que con pedradas o vanos disparos tratara de cazar pajaritos
sólo para espantarlos y así enseñarles a volar mejor y mucho más
rápido es apenas una de ellas. La que de un solo tiro pretende
matar dos a la vez: mi gran torpeza y mi culpa, mucho mayor que
aquella, que la engendró. Me explico.
Eran tardes de safari en El Uvero. Todavía me bastaban las
manos para contar mis años, que entonces sumarían siete, quizá
ocho. Salía solo y tomaba rumbo a la Punta de la Mula, el finis
terrae de mi horizonte.

63
El ocho cubano

Me metía en el monte como me metía en el mar. Para pasar


horas interminables buscando erizos y pececitos y estrellas y cara-
coles bajo el agua, como si fuera el capitán Nemo en su Nautilus
a veinte mil nanómetros de zambullida; o para recorrer las gran-
des sabanas africanas como un Hemingway liliputiense, deseoso de
enfrentar un enorme elefante macho de curvos colmillos al pie de las
nieves del Kilimanjaro. Había leído a Verne, aunque nada tenía que
ver todavía con el autor de El viejo y el mar, habanero entonces, acaso
para soñar cada noche el afilado marfil y la nieve fría.
Horas interminables de pesca y cacería en que nunca maté
calamares gigantes ni melenudos leones. Yo sólo mataba las ho-
ras. Pero sabía imaginar tiburones en un pargo o una rabirrubia;
y podía multiplicar un chipojo o una lagartija por una iguana
hasta tener frente a mí, levantando advertencias de polvo con sus
dóricas patas delanteras, un rinoceronte blanco. O gris, para ser
consecuente con el parágrafo primero.
Tenía una pecera donde acumulaba los pequeños trofeos que
lograba asustar para que se metieran en la hendidura de alguna
roca. Luego movía la roca si era pequeña, o la tocaba como una
puerta si su peso superaba mis fuerzas, aumentando el susto en
las agallas, hasta que los pececitos caían en la red, que solía ser la
raqueta con que mi madre atrapaba mariposas que de inmediato
eran reseñadas tras las suaves rejas y luego recuperaban la libertad
y se alejaban, orondas y admiradas, como acuarelas brillantes y
geométricas.
Nunca conté con el permiso de mi madre para el uso acuá-
tico de la raqueta, que pudiera haber sido de tenis, excepto por
lo ligera y frágil, y sobre todo por la malla muy fina, como de
mosquitero, que parecía un inmenso colador de café. El uso clan-
destino de la coleóptera era parte de los peligros soñados. Era
como burlar por metamorfosis una prohibición imaginaria, pues
el permiso, nunca solicitado, nunca se me había negado.

64
Octavio Armand

Estas aventuras del capitán Nemo alimentaban la pecera,


que se llenaba de movimiento y color semana tras semana, hasta
que al final del verano esa mutante acuarela se vaciaba en la acua-
rela gigante de la playa, devolviendo al mar las agallas que había
prestado.
El ritual se cumplía el último día de vacaciones. Yo le sacaba
las piedras y trozos de coral a la pecera para aligerarla; luego el
agua, poco a poco, como si achicara nuestro bote de remos. Así
hasta que veía  los pececitos chapoteando en lo que amenazaba
convertirse en un desierto, pues solo dejaba unos centímetros de
marea alta sobre la arena blanca y rosada del fondo.
Entonces Alfonso se unía al ritual, ayudándome a cargar el
arca de Noé hasta la orilla, donde  yo la empujaba hacia el tri-
dente de Neptuno, como si echara una embarcación de vidrio al
agua. El vidrio se licuaba mientras los incansables remeros, des-
orientados, tropezaban con la transparencia. Pero al fin lograban
alcanzar el agua infinitamente menos dura de la boca, como si la
pecera misma, proverbial ballena, los devolviera sanos y salvos a
las profundidades. La ballena vacía era un pequeño homenaje al
admirable Jonás, de quien aquel niño aún no conocía ni la o. 
No faltaban sobresaltos en la aventura. Entre las pirámides
de dienteperro o coral,  morenas  de batientes mandíbulas que
acechaban en cavernas nada platónicas; piedras mimetizadas
que eran pulpos etruscos, capaces de amarrar a sus despreveni-
das víctimas  con el rugido de un volcán minoico; langostas de
precavidas antenas y tenazas de bronce martilladas en la forja de
Hefesto. Nada geológicas pero no menos arteras y punzantes, las
aguamalas de mil tentáculos a la deriva, cada uno apellidado Bor-
gia; o las plateadas picúas, desenvainados sables empuñados por
samuráis invisibles.
En tierra firme los sobresaltos tampoco escaseaban, solo que
los tentáculos y las pinzas se ajustaban a otra flora y fauna. No

65
El ocho cubano

había aguamalas pero abundaba el guao, cuya sombra prometía


un oasis durante las horas de sol a plomo, solo para infligir al
incauto pasmo elevado a la enésima potencia por una perdurable
hinchazón. Las avispas ofrecían regalos parecidos, pero pregona-
dos por un zumbido que por lo general alertaba a tiempo acerca
del inminente picotazo.
Las vacas escapadas de lejanos potreros adquirían mañas sil-
vestres, a tal punto que no daban leche sino sustos. La falta de
alambre de púas las rebautizaba como vacas fajadoras. Más peli-
grosas que un toro, según algunos.
Resultaba extraño verlas tan cerca de aquellos farallones que
caían al mar. Acaso esperaban que un dios amansado por la es-
puma saliera de las profundidades para engendrar un monstruo.
Al travieso andarín se lo llevaba la marea que mugía al pie de
los farallones. La buena dosis de capitán Nemo le inundaba la
imaginación ansiosa de singladuras extremas. Intuía mutaciones
y cruces exorbitantes. Juraba que había pulpo en la ubre fofa y un
par de tentáculos endurecidos y afilados en la cabeza, que mos-
traban para amenazar a quien se acercara demasiado, bajando la
testuz mientras rasguñaban la tierra encallecida con las patas de-
lanteras, para insinuar la peligrosa dinámica del asta en el compás
que primero marcaba un elegante minueto y luego pasaba a son
montuno y frenesí de conga.
Aquel improbable Nabucodonosor nunca vio un macho ci-
marrón, aunque lo soñó mil veces. En casa atesoraba unos col-
millos, muy curvos y afilados, pero ya de escaso peligro, pues les
faltaba precisamente el macho cimarrón, que casi siempre había
sido cazado por un amigo de su padre, Cheo Quevedo, a quien el
de la escopetica de municiones admiraba sin límites.
Quevedo cazaba  los cimarrones a pulso, sin pólvora, solo
con sus perros, soga y cuchillo. Los perros cansaban y acorralaban
al macho. Lo distraían, lo mareaban, para que el amo se pudiera

66
Octavio Armand

acercar por atrás y echarle la soga al cuello antes de darle unas


puñaladas. Luego el cazador se lo echaba al hombro y regresaba
a casa tarareando un aire de Don Giovanni.
A  veces volvía con un perro menos. Uno destripado por
aquellos colmillos ya limpios, casi pulidos, que me llegaban, pre-
via multiplicación de la epopeya, por Pedro Escalante. Lo dejaba
en el monte pero no lo abandonaba. Volvía con los que habían
sobrevivido la faena para enterrarlo como a un amigo. Con nom-
bre y apellido en la cruz improvisada: Luna Llena, Negro Bravo,
Corre Mucho. Cuando regresaba sin alguno de sus fieros com-
pañeros, solo regalaba un pernil. Solo uno. A mi padre y a nadie
más. El resto se lo comían él y sus animales, imagino que por
respeto al enemigo.
Además de enseñar a volar bien alto a los pajaritos y dictar
cátedra de nado estilo mariposa a los pececitos, entrené a muchos
otros animales para los 100 metros planos o con obstáculos. Una
de las lecciones que mejor recuerdo, y que todavía me hace reír la
infancia, se la di a una cubanísima Cyclura nubila nubila que sor-
prendí cerca de la Punta de la Mula mientras dormitaba su siesta.
Un ejemplar de buen tamaño,  aunque no tan kilométrica
como se la describiría a Regino Boti, a quien yo relataba con
pormenores todas mis aventuras, pero multiplicando los porme-
nores por mayores hasta desfigurar los episodios con caprichosos
números transfinitos, que me movían en el tiempo y el espacio
con una libertad que hasta hoy mismo me podrían envidiar los
ciclotrones y los átomos.
Según la Carta de relación que le conté a Regino de tú a tú al
regresar del Uvero, aquel espécimen nada le debía a la que ador-
naba el techo del Lone Star Cafe de Manhattan, y que yo sólo
vería muchos años después, ya muerto Regino y muerta también
la Cuba de mi infancia. Era de ese tamaño más o menos.
 

67
El ocho cubano

¿No la recuerdan? ¿No recuerdan el Lone Star, que estaba


en la 13 con Quinta, y tenía en el techo esa enorme réplica? No
importa. Imagínensela mucho más grande de lo que se la puedan
imaginar. Así era. Solo que en realidad mediría un metro. O me-
dia legua.
El episodio comienza hacia el mediodía. El paisaje, árido,
rocoso, está sometido a la indoblegable voluntad de un monarca
absoluto: el Rey Sol, Louis XIV del trópico. Quizá el pequeño
mosquetero que aún ni soñaba interrumpir la siesta de un saurio,
sí soñaba que transcurría el siglo XVII; y que en aquella explanada
en medio de mil peligros recorrida, él tenía que librar una batalla
campal para defender a su majestad. Es posible, hasta probable,
que él mismo haya sido su majestad. Su propia majestad. En todo
caso, el papel del malo le tocó al pobre reptil que contaba ovejas.
De no ser por aquella iguana, que al sentir el pellizco de la mu-
nición paradójicamente emprendió la fuga hacia su aterrado agresor,
nunca hubiera conocido el extraño alivio del azar concurrente.
Aturdido, el saurio se abalanzó hacia el francotirador, quien
aparentemente sumándose a la paradoja corrió presuroso en pos
del enfurecido dragón como San Jorge, pero solo porque exac-
tamente en ese norte había un árbol raquítico que le pareció de
nieve, cuyas escasas pero acogedoras ramas se empinaban vacilan-
tes en su propia sombra más que en la tierra calcinada.
Sólo allí, encaramado como una fruta leñosa,  podría evi-
tar la inminente embestida. La cual de hecho evitó, aunque casi
cruzándose con el aliento encendido de su rival, que prevenido
por el trote adverso agarró otro desorientado rumbo, como dos
caballeros de plomiza armadura y  largas lanzas que a pesar de
sus redoblados esfuerzos nunca consumaran el encontronazo, in-
conscientemente empeñados en improvisar mutuos pero torpes
jaques en un vasto tablero de ajedrez o en una justa real diseñada
por un eleata para Felipe el Hermoso.

68
Octavio Armand

La iguana huía de mí y yo de ella. Era como si Aquiles y


Pentesilea dieran vueltas y vueltas en un jarrón de Exequias,
persiguiéndose  sin jamás alcanzarse. Ambos huíamos deses-
peradamente; y con tal tino que la fuga nos acercaba zanca-
da a zancada, como meteoritos empecinados en entregarse a
un abrazo explosivo. Una boda atómica que fundiría no solo
aquellos cuerpos dispares sino sus almas ya gemelas, hermanadas
por el pánico.
A medida que corría, sentía la tierra hirviente más cerca;
y su respiración agitada se acostumbraba al oxígeno polvoriento
que sus pies levantaban. El fuego del zenit, que cubría la vastedad
como una sábana, le pasó de la planta a los talones, luego lo sin-
tió en la pantorrilla y los muslos, hasta que lo atravesó como un
flechazo de Apolo y le quemó las penúltimas ideas, reduciendo el
cerebro a la mitad de la mitad de la mitad de su tamaño, justo lo
necesario para desconocer el ámbito inoportuno de las dudas y
dedicarse exclusivamente a la velocidad mecánica.
El saurio creció en el espacio y el tiempo. Venía de un pasado
tan remoto que ni los siglos bastaban para contarlo. Ya no era el
dragón medieval que podía retorcerse en una lanza. A medida
que el cazador se sentía cazado y reducido, minúsculo como una
lagartija sin rabo, aquella galopante iguana se convertía en un
dinosaurio. Un Tyrannosaurus Rex, por lo menos.
Correr resultaba poco. Demasiado poco. Lo mejor era des-
aparecer.  Y al fin y al cabo lo logró, puesto que aún vive para
contarlo. ¿Cómo lo hizo? Fue uno de esos milagros que sucedían
antes de la era cristiana. Un milagro anterior al tres en uno, la
madre virgen y la transubstanciación. Hubo una metamorfosis.
La extrañísima fuga  insinuaba nupcias a los perseguidos,
pues la desbandada amenazaba con reunirlos al pie del altar que
ya no era un árbol esquelético; y sugería pasar de novios al inter-
cambio de anillos y promesas. El correcorre se había convertido

69
El ocho cubano

en una mutua y rara seducción, debilitando las membranas de la


estricta identidad celular.
El protagonista luego recordaría como cumplido el oscuro
deseo de tener las cuatro patas de la núbil nubila nubila; y ella,
singular deuteragonista, seguramente soñó, o así lo imaginaba su
arisco cónyuge, la ajena verticalidad de un par exclusivo. Todo
en el afán de escapar una del otro y el otro no menos de la única.
Un invertido y cantinflesco rapto de las sabinas, intuyó el
trepador acosado por aquella hembra reptadora; igualmente fugi-
tiva, la iguana evadió al celoso macho por la alquímica mutación
de reinos, trocando las patas por raíces, las pezuñas por rizomas,
la sangre por savia y la hemoglobina por clorofila, hasta quedar al
margen del deseo. Dafne reptil, amada inmóvil, a la espera de un
clásico latino o un bardo mexicano.
El episodio que clausura mis clases magistrales de vuelo,
campo y pista y natación a la variopinta fauna del Uvero lamenta-
blemente sabe a Sófocles más que a Aristófanes. Se trata de un re-
cuerdo muy amargo. La agridulce arqueología que como desquite
me asoma a las ruinas del pasado en medio de los escombros del
presente no puede soslayarlo.
La lección no la daría yo ese día. Al contrario, me tocó reci-
birla; y significó un cambio dramático y perdurable, que vuelve
una y otra vez a mi memoria, como si se mantuviera fresca to-
davía la sangre derramada, que me obligó a verme en un espejo
poco halagüeño.
La imagen que entonces me devolvió el azogue, y que el
aguarrás de las décadas no ha podido borrar, me atormentó de
inmediato, mostrándome la cobardía y la crueldad de que era
capaz aquel niño que soñaba manigua y cargas al machete. Quizá
se trató de una anagnórisis, como se dice en la dramaturgia clá-
sica. Lo cierto es que tras la grandilocuencia, que con su ironía
acaso pretenda ocultar el bochorno que entraña aquel episodio,

70
Octavio Armand

veo la identidad del personaje, y me siento tan humillado en ella


que quisiera dejarle mi pronombre a cualquiera menos a mí, pues
desde entonces he deseado ser otro. No yo.
El maestro del día que no debió de morir aquella tarde fue
un senserenico. No Sócrates, ni Séneca, ni Martí. Un senserenico.
Había muchos en la enorme pajarera que tenía en la playa. Como
los pececitos, eran trofeos que se acumulaban durante el verano
hasta la primera semana de septiembre, cuando los soltábamos
uno a uno, lanzándolos desde la terraza al aliento de los dioses.
Mi padre los atrapaba para mí. Lo hacía con una jaula de
rehilete de tres niveles que se colocaba en uno de los árboles
del patio. El gran cómplice era nuestro Caruso, un negrito.
Aislado en la celda solitaria al centro del tríplex, el maestro
de bel canto entonaba arias y canciones napolitanas al gusto,
exagerando el plumón del buche al llegar a un do de pecho
y resaltando las notas finales con el vistoso despliegue de las
alas festoneadas de blanco, como un galán que cuidadosamente
sacudiera su elegante capa negra antes de entregársela doblada a
una bella anfitriona. 
En las trampas, una a cada lado, se colocaban  como aña-
dido señuelo trocitos de fruta. O un poquito de cundeamor. La
tentación resultaba irresistible. No había ni un San Antonio entre
aquellos alados. Seducidos por el canto y los manjares caían y pa-
saban de la trampajaula a la pajarera.
También era mi padre quien los liberaba. Uno a uno los aga-
rraba y los anidaba en su puño, para que yo les besara la cabecita
antes de soltarlos. Tras aquel beso, que era como una llave mila-
grosa que abría mil puertas, salían del puño de mi padre como
peloticas de pluma; y al sentir el viento abrían sus alas, como si
las acabaran de descubrir, y se alejaban hasta el próximo vera-
no, cuando cada uno volvería a visitarnos.

71
El ocho cubano

Verano tras verano, era lo que yo creía, regresaban al Uve-


ro los mismos pajaritos. Como yo. Más que huéspedes, eran ami-
gos de la casa. Familia.
Yo maté a uno de ellos; y fui mucho peor que Caín, pues en
realidad no lo maté. Apenas lo herí. Pero lo abandoné a su suerte,
que era morir. Si lo hubiera rematado, la culpa sería menos pro-
verbial. Menos bíblica.
Murió porque no estaba enjaulado. Porque era libre. Lo oí
piar durante una de mis caminatas, solfeando campechano en un
árbol bastante tupido. En una rama baja, seguramente porque ahí
había más fresco. Más sombra. Me acerqué con sigilo y apunté.
No se movía. Apenas volteaba  la cabecita y abría las alas para
abanicarse. Al apretar el gatillo me sorprendió verlo caer, trope-
zando varias veces entre las hojas. Alguna quizá lo acompañó en
su caída.
Mi orgullo  se desvaneció cuando lo vi revolcándose en el
polvo. Tenía una semilla de cundeamor en el pecho. Una mancha
muy pequeña pero que empezó a embarrar las piedrezuelas donde
se golpeaba, como si fueran barrotes y lo separaran de la única
libertad que le quedaba, que era la muerte.
Al darme cuenta de que era yo quien le había puesto rojo en
el plumaje verde, negro y amarillo, di la espalda a la escena y salí
corriendo.
Tanto me asustó la muerte que no lo rematé. Es muy tarde
para hacerlo ahora. Pero es lo que quiero hacer. Con un punto
final entre esos ojos que todavía me miran.

Caracas, 17 de noviembre 2007

72
Octavio Armand

ALFONSO EL SABIO
 

Recuerdo la primera vez que lo vi, el día que empezó a tra-


bajar para la familia: muy joven y muy flaco. La buena comida,
el rastrillo en el patio, y la escoba y el trapeador en la terraza y el
amplio salón abierto por tres costados, le dieron una impresio-
nante fortaleza. Era bien parecido, afectuoso, sentimental, hasta
llorón y cursi en la letra de sus canciones y boleros favoritos. Era
también mujeriego y suertudo en amoríos. Alguna noche, con-
versando en la playa, me pasó de hermano a hermano los secretos
de su masonería galante.
Estábamos solos frente al mar que parecía cumplir años con
cada marea, celebrándolas todas, altas o bajas, con la reiterada ola
enroscada sobre sí misma, que luego se astillaba violentamente en
espuma hasta desaparecer en la sorprendida arena; o la que se
tendía como una sábana sobre el mar dormido, y cuya respiración
apenas alteraba el volumen de las aguas, sonando insistentemente
su murmullo como el fondo de un caracol.
Estábamos frente al mar y de espaldas al mundo, si tanto
se puede exagerar aquel rincón desierto de la playa. Al iniciar su
monólogo sentí que había buscado una ocasión propicia para re-
velarme algo, que quizá había esperado semanas, o meses, para
decir lo que me iba a decir; y que a esa ocasión que ahora ya al
fin se presentaba de una buena vez quería darle cierta solemni-

73
El ocho cubano

dad, necesaria, de puntos suspensivos de ser preciso, para que


sus palabras quedaran grabadas en mi memoria, como la letra de
una de sus canciones, imagino, pues en ellas se resumía lo que sin
sospecharlo tenía de Kant y Descartes.
Escogió el momento como se escoge un regalo. O más bien
como para envolver un regalo, que no otro fue el papel que jugó la
oscuridad con aquellos cocuyos que me dijo. Una de esas noches
tan agradables cuando, acompañándolo, me reunía con Cherí –el
pintor que un año sí, otro no llevábamos al Uvero por una sema-
na para que pintara cuidadosamente la celosía roja y blanca y los
muebles hechos especialmente por Marín al gusto de mi madre;
Rocambole, el viejo negro cazador de carey que cuidaba la casa
de Benito Rodríguez; y algunas criadas que no se querían perder
del escaso guitarreo, el canto, la conversa y los sorbos del ron que
en clandestina botella yo mismo sustraía de nuestra despensa, y
que compartían entre risas y camaradería. La botella también,
por cierto, acentuada por una piedrezuela, un clavo o un palito
cualquiera,  aportaba un acompañamiento tan aromático como
sonoro a la guitarra y las voces, variando su tono a medida que
alegremente se vaciaba.
La elocuencia nunca ha prestado tanto fondo. Ni a Demós-
tenes frente al Egeo, lleno la boca de piedras. Tampoco a Ñico
Membiela o Panchito Riset, micrófono en mano, en un oscuro
cabaret habanero. El inconsciente colectivo y la memoria pop ba-
rajaron al acusativo griego y los asaeteados ministriles para dar a
cada palabra su justo peso y eficaz irradiación. Y es que Alfonso
se proponía allanarme el camino para las aventuras que ya me
empezaban a hervir mente y cuerpo.
Mientras esperábamos a la gente para el improvisado con-
cierto de una noche de verano, lanzó su par de dados infinitos,
apuntando a la sangre, aunque seguramente él hubiera preferido
decir el corazón. Los dados rodaron sobre la arena húmeda, de-

74
Octavio Armand

jando su estela entre las cuevas de los cautelosos cangrejos que se


asomaban en vertical medio cuerpo como para agarrar el azaroso
desarrollo de una cifra; rodaron como espuma ajena sobre las olas
y bajo el enorme peso de las aguas, trazando con su tumbo cons-
telaciones babilónicas entre las tímidas estrellas de esqueleto a
flor de piel; joyas socráticas, irrefutables, frutos ya perfectamente
maduros que caían de aquel árbol frondoso, imperturbable, que
solo me llevaba diez años pero que parecía centenario.
 __ Trata a la reina como una esclava y a la esclava como una
reina y tendrás a las dos.
__ Si una mujer te da problemas, búscate otra.
Maravillosa, utilísima  cartilla que siempre he atesorado y
que nunca recuerdo sin una agradecida sonrisa;  ya que me ha
ahorrado algo de soledad y no poco de inacabable consulta freu-
diana.
A veces me pregunto cuántas otras cosas, distraídas de la
memoria por la cotidianidad que las asumió en el cariñoso abe-
cedario del trato, le debo a mi hermano Alfonso. Bailar la música
tradicional cubana como los negros, por ejemplo, es obra y gracia
de este espíritu bueno pero no santo. Aunque él le rendía un
mayor culto al bolero que al son o la conga, tenía la natural soltu-
ra de su raza para despertar y sacudir el esqueleto al ritmo triádico
de maracas, guitarra y tambor. O de un bongó solitario. Hasta
uno ausente, que yo no oía, pero que había dejado un reiterado
eco en su recuerdo o su imaginación; y cuyo alegre estrépito me
contagiaba al ver cómo, picado por alacranes invisibles, él en-
tregaba su alma al diablo, dándole bisagra al cuerpo sobre todo
con las rodillas y la cintura, como si la algarabía de la música allí
buscara más laberinto que en el oído.
Los pies muy juntos, pues había que aprender a bailar –los
boleros sobre todo– en un ladrillo, la torre entera se tambaleaba
como para que repicaran sus campanas, en risas que lo mismo

75
El ocho cubano

iban hacia dentro o hacia fuera. El viento y la sangre se mezcla-


ban en aquella risa, el pneuma para refrescar hasta el tuétano a
los huesos, ligeros y cada vez más claqueteantes a medida que el
huracán sustituía a la médula; y la hemoglobina abriendo por mi-
llones sus pétalos en horizontes que poco a poco iban abarcando
los cuatro puntos cardinales, contagiando de arriba a abajo de sur
al norte y de oeste al este donde vivíamos.  
Entre las contradicciones de mi naturaleza esquizoide, una
me ha hecho girar en ciertas casas, como si en sus rincones descu-
briera órbitas para el desenfreno de un planeta que evidentemen-
te soy, aunque a regañadientes. Me gusta bailar pero no me gus-
tan los bailes. Quizá porque no aprendí en salones sino en la sala
de mi prima Magali, maestra de un, dos, tres; y sobre todo en la
playa, gracias a la mayéutica mayombe, con pies de arena y no de
exactas baldosas, trajeado casi exclusivamente por los poros, lige-
rísimo de equipaje, como acaso hubiera dicho Antonio Machado
si hubiera soltado, junto con la muleta y el bastón, traje, corbata,
camisa, calcetines y zapatos para bailar un son en El Uvero. 
Esta contradicción resultó provechosa para algunas amigas,
como Regla, la mujer de Sabá Cabrera Infante, y hasta para amis-
tades ocasionales, como Carmen Cirici, entonces compañera de
Eduardo Mata, española con candela, a quien sabrá el diablo por
qué yo le decía Margarita y la sigo recordando como tal, que un
par de veces me siguió el compás de deux y hasta de dios, en el
cuarto de música del apartamento de Julián Orbón, en la esquina
de 96 y Park.
Mata bailaba con la batuta y podía perder kilos durante un
concierto, quizá porque también tenía que dar tumbos con cada
miembro de la orquesta. Pero como Margarita no era ni blanca
ni negra  en  las partituras,  se quedaba de solista hasta que apa-
reciera el diablo para  ponerle paila a su  candela. Tuve el gusto
de ser ese diablo en más de una ocasión, interpretando cuerpo a

76
Octavio Armand

cuerpo algo de los Matamoros nada menos que frente a un com-


positor de la talla de Julián, cubanísimo aunque asturiano de raíz;
y de Mata, entonces director de la sinfónica de Dallas, que había
recuperado para México por lo menos ese rincón tejano, pero
que también tenía algo de trópico en su altiplano, pues había
estudiado con Julián, y lo izaba muy alto en su batuta, que era un
asta de primera.
Yo le decía Abel a Sabá. No solo para contrastarlo con su
hermano en más de un sentido único, sino para jugar por metá-
tesis con las cuatro primeras letras de su nombre, que era Alber-
to. Más gibareños que bíblicos, y empecinadamente modernos y
nada antiguos, ambos eran cinéfilos: hacían arqueología en la luz
y en la superficie de la gran pantalla. Ahí también era consumado
arqueólogo Manuel Puig, que me caía requetebién, y por supues-
to Néstor Almendros, a quien apenas conocí, pero lo suficiente
para que me confirmara alguna que otra simpática anécdota sobre
su amistad con Rita Hayworth, Dorothy Lamour, Ava Gardner y
Esther Williams, todas reencarnadas en la telaraña del argentino.
Como Caín y Abel, yo era oriental. Pero nunca me repatrié
en La Habana, aunque la conocí de turismo y en dos dramáticas
ocasiones como umbral al exilio. De niño prefería a Baracoa, que
visité dos veces, gracias a la Vía Mulata. Quizá la preferencia no
solo se debía al Yunque y La Farola, o los cucuruchos de piña y
la torta de marañón, sino a la fascinación que siempre ejerció en
mí lo antiguo. Mi vida son los ríos que van a dar al Duaba y el
Miel, no a La Rampa, que es morir. Exagero. Pero lo cierto es que
tengo esa extraña, casi imperdonable preferencia; y que por su-
puesto la arqueología, que me apasiona, no me acerca a la luz y la
farándula sino a la oscuridad y los muertos. De cine sé muy poco,
como si nunca hubiera salido de los de mi pueblo, el Blanco o el
Campoamor, a los cuales nunca entré, y el Luque o el América,
frecuentados sin falta los domingos de mi infancia.

77
El ocho cubano

Fui muy amigo de Sabá y traté bastante a Guillermo, a quien


por carta le decía Guillermón, recordando a Moncada. Ambos
eran amargados. Yo lo soy. Como casi todos los cubanos, a pesar
de la sonrisa a flor de labio, el choteo, la jarana, el chiste cueste
lo que cueste y la carambola de palabras con triple sentido como
un bizarro pasodoble en la pista del idioma, castellano o no. No
poco tiene que ver en esto nuestra historia, que transcurre pero
no pasa, aunque sí pesa. Y mucho: ahí está el comandante fósil
todavía, como antes estuvo el sargento también tyrannosaurus; y
más atrás, en nuestro reciente cretáceo, el Asno con garras.
Simetría inversa  la de Guillermo, admirable Joyce sin joy,
y Cioran. El rumano, que destila con raciniana elegancia rabia
y amargura en sus escritos, era sumamente divertido y alegre. El
cubano también era divertido. Pero no alegre. Detrás de sus sor-
prendentes malabares no había tragos en buenos ni malos bares,
a pesar de la insistencia cabaretera de su memoria. Más bien es-
tragos, depresión, ira. Un ser torturado que sobrevivía a la tortu-
ra muerto de risa. Solo que su risa era un rictus.
Luego del caso P.M. Sabá nunca volvió a hacer cine. Pero
nunca dejó de trabajar en películas, haciendo día a día mante-
nimiento a los filmes, los cuales se sabía de memoria, porque el
tratamiento con químicos, que a veces le dejaba los ojos más en-
cendidos que la pantalla, lo obligaba a conocer al detalle cada
instante de cada escena, como si aquellos ácidos escrupulosos le
entregaran los secretos nucleicos del séptimo arte, las claves de su
ADN y su ARN, y muy particularmente su enlace fosfodiéster.
De lunes a viernes la  obligación sabatina era arreglar pelí-
culas, siempre tan enrolladas como él pero a veces rotas. Total:
por amargura isleña y fatiga neoyorquina Sabá no bailaba. Yo sí.
A solicitud de Regla, para complacerla y por no perderme de su
boniatillo, dejaba que pusiera un disco de Beny Moré o Ñico Sa-
quito para quitarle por un rato el polvo al esqueleto. Después del

78
Octavio Armand

enclaustrado fiestón, y luego que Sabá y yo consumiéramos sin


piedad el boniatillo, me gustaba jugarle una broma.
Cambiarle el nombre era como cambiarle el disco, pasar di-
gamos de Santa Isabel de las Lajas a El oro del Rin. Ella se llama
María Regla pero le da rabia que le digan María. Ergo, algunas
de aquellas tardes bailables en que yo pasaba de mi apartamento
al suyo, pues por un tiempo vivimos en el mismo conjunto re-
sidencial de Jackson Heights, malagradecido y buscapleitos, la
pinchaba con su propio nombre, por algún motivo considerado
impropio. No más decirle María, como por olvido, se levantaba
un avispero que a Sabá y a mí nos divertía, por el intenso colo-
rido que en tales ocasiones María, es decir Regla, lograba darle a
la lengua, más pintada entonces que los labios. Ay, si ella hubiera
sabido que no disfrutaba el son de los que son y no son gracias a
mí, mera sombra pálida y culterana del sonero aunque bolerista
Alfonso, le hubiera puesto un poco de boniatillo al ausente, ocul-
to aunque bucólico como yo, pero más resonante al cuero.
Alfonso también colaboró conmigo en numismática. Colec-
cionista nato, en el último cuarto de la casa natal, calle Martí 918,
teléfono 676, apartado 229 –pasarán más de mil años, muchos
más, pero no olvidaré estos números–, tenía varios cajones llenos
de cajas llenas de cajitas. Había montones de dibujos a lápiz y a
tinta de Regino Boti, unos enormes colmillos de elefante que yo
soñaba míos pero que eran de la familia, traídos por el abuelo
Octavio de  algún viaje a África, cada uno con anillos de plata
ajustados a cada extremo, para que se pudieran colgar como tro-
feos, cuarzos, minerales, un buen trozo de piedra repleta de cris-
tales y chispas de cobre que me había traído el primo Robertico
de las minas del Cobre, fósiles, colmillos de jabalí que no eran de
jabalí sino de macho cimarrón, codiciados obsequios, estos, que
me llegaban a través de Pedro Escalante, nacido libre pero hijo de
esclava lavandera en Romelié, y que firmaba las cartas a mi padre

79
El ocho cubano

ya exilado y casi tan pobre como él, tu negro esclavo Pedro, mo-
nedas antiguas, unas romanas, otras españolas y americanas. De
estas últimas no pocas se las debía a mi hermano.
Se suponía que Alfonso cuidara el rancho de El Uvero tres-
cientos sesenta y cinco días al año. Exceptuando vacaciones y per-
misos. Lógicamente no aguantaba tanta soledad, pues en aquella
playa, así de corrido, solo vivían Rocambole; Mayimbe, el forta-
chón San Pedro localísimo que con su mujer y sus dos hijitos vi-
gilaba la portería, que él abría y cerraba como pinza de cangrejo
moro cuando la algarabía o el claxon tocaban las puertas del cielo,
y que un buen día se unió para orgullo mío al ejército rebelde y
luego, decepcionado y de regreso a su santo oficio, otro mal día de
abril del 61 cayó preso, para seguir en mi orgullo pero ahora pro-
fundizado por la rabia y la tristeza; y Juan, republicano andaluz,
cantero mocho en ambas manos de varios dedos, sin duda por
los excelentes muros de piedra que construía de muchacho en su
tierra y que luego, tan flaco como viejo, siguió levantando en la
nuestra.
Que yo recuerde Juan solo tenía dos posesiones: un gato
tricolor que se llamaba Juancho y una escopeta tan vieja como
él.  Vivía cerca del enorme tanque  que bien que mal surtía de
agua a la playa, casi tan lejos de Mayimbe como de Alfonso, que
habitaban los extremos de la herradura que era aquel paradisíaco
rincón guantanamero, y casi en perpendicular extendida desde
el norte al rancho del gordo y bonachón Benito Rodríguez, que
era la cueva de Rocambole, o Roca, que así también le decían,
quizá por lo duro que era, y que además de cazar carey era el úni-
co proletario que podía mantener a raya a Papi, gigantesca prole
de Benito, cetáceo pero retrasado, según la madre por un golpe
en la cabeza que había sufrido en una caída, años, muchos años
atrás, cuento que todo el mundo fingía creer, menos Roca, que
decía que Papi era malo, por no perdonarle la jugada que le había

80
Octavio Armand

hecho después de un almuerzo opíparo, pues el bobo se echó al


agua a pesar de los gritos de su madre, y comenzó a caminar mar
afuera, hasta que Neptuno lo tenía agarrado por el cuello y Roca
tuvo que estrenarse como tritón para remolcarlo hasta la orilla.
  __ ¿Carajo, no te das cuenta que me pudiste matar, que
acabando de comer uno no debe meterse al agua? 
__  Por eso mismo lo hice, para que te ahogaras.
Todos reíamos el cuento y la malicia de Papi. Menos Roca,
de quien conservo una imagen tremenda. Cazaba el carey vol-
teándolo, luego le cortaba la cabeza a la enorme hembra que aca-
baba de depositar cien o más huevos en la arena. La faena seguía
al separar las placas óseas para sacar la hueva y la carne, que se
movía en el sartén cuando la freían. En el fondo del carapacho
dorsal se acumulaba un buen poco de sangre. No se perdía. Roca
se la bebía a pico, como se dice de las botellas, llevándose aquellos
futuros peines y peinetas a la boca.
Poca compañía, estos cofrades, para el donjuán Alfonso. So-
bre todo si se considera su miedo a la oscuridad y su pánico a
los muertos. Una vez fue visitado, muy entrada la noche, por el
cantero envuelto en una sábana. El andaluz se sentía mal y fue
a buscarlo, tocando la puerta y luego reclinándose contra ella.
Cuando Alfonso al fin abrió, venciendo miedos ancestrales, aquel
bulto blanco se le vino encima, y lo hizo competir en los 100
metros planos con los mejores.
Recuperada la respiración, en la distancia oyó que el bul-
to débilmente repetía fon-so, fon-so. Era el cantero, moribundo
quizá, pero no fantasma. No todavía. Trató de ayudarlo, lo aco-
modó en su propia cama y fue a buscar a Roca, a ver qué se podía
hacer. Roca no despertó de buena gana.
__  ¿Acaso yo soy médico?, dijo entre dientes y colmillos y
se entregó de nuevo a sueños que quizá ni Freud mismo hubiera
sido capaz de desentrañar. No hubo más remedio que inventar

81
El ocho cubano

uno. Un trago de ron quizá. O un te de qué. O velar al viejo toda


la noche.
¿Cómo culparlo por sus frecuentes escapadas? Se iba a Guan-
tánamo, un rato a pie y otro caminando, o pidiéndole la cola a
algún visitante. Confiaba en la disciplina playera de mi padre y
casi nunca le fallaba el cálculo. En la ciudad solo dos cómplices se
enteraban de sus andanzas: Tomás, nuestro chofer, más conocido
como El Indio, alias Bucín, que había llegado a Cuba desde Gua-
yana o desde la India. El no lo sabía o no lo decía, pero su enig-
mática oscuridad nada tenía que ver con la de Calita o Alfonso:
visible aunque remotamente, su inagotable politeísmo era hindú
por los cuatro costados. El segundo cómplice era yo,  cada vez
que Alfonso se aparecía a la salida del campo de Queralt, donde
hacíamos ejercicio los muchachos del Colegio Americano. So-
lía darme la sorpresa cuando lograba conseguir algunas monedi-
tas: centavos, reales, pesetas, medios del siglo XIX. Por lo general
sumaban entre cincuenta y setenta o setenta y cinco centavos de
dólar, una pequeña fortuna para su bolsillo. Pero nunca permitió
que le diera Das kapital equivalente  en acuñación criolla. A lo
sumo aceptaba acompañarme hasta la bodega de Kiko para be-
berse un refresco conmigo. Luego desaparecía como Mandrake.
El Indio siempre le avisaba cuando mi padre decidía vulne-
rar la fijeza del calendario, siempre más juliano que gregoriano,
por eso de las vacaciones veraniegas, improvisando una excur-
sión al Uvero. Por lo general cuando se avecinaba un ciclón. Le
gustaba ir a la costa para ver de cerca la fuerza descomunal de la
naturaleza. Las olas se encrespaban como nunca; entonces rom-
pían sobre nuestra terraza, a veces dejando rastros de espuma en
el salón abierto. El viento era un rugido del temible dios Hura-
cán, corazón del cielo, que venía desde las montañas de Haití; y
la lluvia, en gotas enormes, era impulsada por ese rugido con tal
fuerza que estallaba sobre la piel, como flechazo o bala de agua.

82
Octavio Armand

Lo sé porque, cuando mi madre otorgaba el difícil permiso, no


me perdía de estas improvisadas expediciones.  
Una vez el cálculo y la suerte le fallaron. El Indio no pudo
avisarle a tiempo que se acercaba un mal tiempo: un ciclón, del
cual don Luis no se quería perder, batiría la costa sur de Oriente.
Hizo cuanto pudo para llegar hasta los arrecifes antes que la tor-
menta y don Luis. A toda costa buscó la solución. Creyó hallarla
en una bicicleta prestada. Y así lo encontramos en el largo cami-
no: dando resoplidos y maratónicas zancadas de pedal en una
precipitada bicicleta prestada. El Indio paró el jeep a su lado y mi
padre sin regaños le dijo sube. Atrás, casi no cabíamos. La bici-
cleta, el ciclista y yo, en largo silencio cómplice, llegamos como
si nada a la casa abandonada. Esa noche ambos hicimos el mismo
comentario: ufffff. Y nos reímos bajito.
Lilo Brauet tenía un rancho cerca del nuestro. Estaba casado
con una hija de Manolo Álvarez, amigo de mis abuelos y gran
amigo de mi padre. Lilo era cazador y pugilista amateur. Tenía un
par de dálmatas para la cinegética y dos pares de guantes para el
boxeo. Atlético y buena gente, ya había vencido por puntos uná-
nimes a todos los obreros que pasaban por el caserío, a quienes
invitaba a rounds y ron. Con su insistencia y su pareja simpatía se
los ganaba para la pelea antes de ganarles la pelea. Hasta que retó
a Alfonso, de pronunciada pero pacífica musculatura.  Lo hizo
muchas veces. Tantas que  ya se regaba una pólvora burlona en
el ambiente, cuyas esquirlas alcanzaban al renuente y a quien un
buen día decidió ser su manager y second. Ese era yo, que acaba-
ba de cumplir ocho años.
El no tengas miedo, caramba, pasó de calibre .22 a .38 a .45.
La balacera verbal me comprometía a mí también, por aquello de
causa y efecto, aunque en este caso la consecuencia era anterior
al detonante. Por puro afecto desde el primer disparo me había
hecho blanco simultáneo del blanco en que habían convertido

83
El ocho cubano

a Alfonso, a quien convencí de que se expusiera a unos golpes


enguantados que no le dolerían, o no mucho más que a mí, que
compartiría la probable derrota o la improbable gloria.
Mi capacidad persuasiva superó al terror. Alfonso se puso
los rojísimos Everlast como pinzas de langosta luego reducida a
langostino al apretar los puños y empezó a aguantar golpes. Se
protegía la cara escondida con los algodonados quelípodos y el
cuerpo encorvado, dobladas las rodillas, con los antebrazos cru-
zados sobre el pecho, según la puntería contraria. Pero no daba
un golpe. Ni uno. No se trataba de la defensa estilo cangrejo del
célebre Archie Moore. La cuestión no era táctica ni estratégica
sino todo lo contrario. Tan gandhiano como gandío, ni sabía ni
quería ni le gustaba pelear. Tampoco se atrevía a darle ni un ligero
jab a Lilo Brauet, vecino de mi padre y para colmo yerno de su
gran amigo.
Dos cosas despertaron a un Minamoto en Mahatma y le pu-
sieron punto final a la carrera del campeón invicto. Mi rostro, re-
trato de rabia, impotencia y pena, que el pobre cangrejo moro no
dejaba de ver con sus ojos saltones al medio entreabrir las pinzas;
y su propio rostro quitinoso, momentáneamente perdido en la
abstracción como por un estrujado brochazo de Francis Bacon al
recibir un cross de derecha.
Alfonso nunca hubiera escrito un Mein kampf. No porque
no supiera escribir, pues ya había aprendido a hacerlo en doctas
lecciones impartidas por su madrina, que era mi hermana Asela.
Sencillamente no creía en la lucha, ni la suya ni la de nadie. Tam-
poco albergaba odios ni resentimientos que lo llevaran a una ñán-
gara lucha de clases. Pero aquel golpe de Bacon agotó su paciencia
franciscana y de repente descubrió en su derecha el blitzkrieg y en
su izquierda el cóctel molotov, dando una zurra ambidextra tal a
su contrincante que Lilo pasó de Jess Willard a mero punching
bag en cuestión de segundos.

84
Octavio Armand

__ OK, OK, se oyó exclamar al rendido. Pero el eco a mis


oídos llegaba en sorprendente y grato revés: K.O., K.O. Lilo re-
partió ron, dos copas para el vencedor. Y un justo y deportivo
abrazo. A mí ni me salpicó la bebida pero sí sentí el abrazo. Quizá
porque, orgulloso y agradecido, al salir del Madison Square Gar-
den se lo repetí a Jack Johnson.
¿Otras deudas? La intentona de un vicio enfáticamente es
una de ellas. Alfonso fumaba unos cigarrillos muy fuertes, marca
Eva, que siempre se le entregaban en paquetes de diez cajetillas
junto con los víveres. En fino trazado de rayas negras sobre fon-
do blanco, las cajetillas mostraban una mujer desnuda, con la
proverbial hoja de parra cubriendo lo esencial del mapa edénico.
Alfonso se fumaba su costilla tan a gusto, que se desdibujaba el
Génesis, sugiriendo un paraíso a orillas del Zambezi y un so-
berbio Adán africano. Al consumirse los cigarrillos destilaban en
finas columnas de humo aquellas rayitas que perfilaban a la mujer
desnuda, hasta que la dócil caja vacía, reducida por el puño jíba-
ro del vicioso primerizo, iba a parar, mortalmente pálida, inútil,
en el saco más tiznado de la cocina, territorio exclusivo de Calita,
justo encima del carbón de leña que a golpe de fósforos ayudaría
a prender, casi redonda por el tenaz estrujón y bien visible, como
una enorme uva blanca pero reseca.
Antes de presentarme en la taquilla del cine Luque pedí una
cajetilla de Eva en el cafetín cercano. Se frustró de inmediato mi
empeño adánico: no tenían la marca.
Accedí a unos Regalías El Cuño, tabaco rubio y con filtro.
Luego entré como un arcángel a aquel paraíso de aire acondicio-
nado, el único que en Guantánamo lo tenía, pensando en la hija
del dueño, Consuelito Luque, de quien estaba tan loca como va-
namente enamorado, pues amén de ser mi maestra en el Colegio
Americano, me llevaba por lo menos catorce o quince años.
 

85
El ocho cubano

Entre la zona tórrida y la helada utopía mediaba una pesa-


da cortina roja, ondulante todavía por el reciente traspaso de mi
predecesor, un amigo de clase, Felito, diestro en álgebra, que ya
se había estrenado en el arte de la fuma. Recuerdo aquella pesada
cortina como un Zurbarán, aunque su realidad no rebasara una
acuarela de algún impresionista criollo.
Me detuve un par de minutos en la otra orilla de la luz. Ne-
cesitaba que se acomodaran los bastoncillos para que me ayuda-
ran a cojear en la repentina oscuridad. También quería disfrutar
el otro umbral, no aquel espacio mágico pero ya conocido que vía
Hollywood me lanzaba de Guantánamo al Chicago gangsteril o
la Roma imperial, sino el que todavía estaba encerrado en la rubia
cajetilla: el humo aún adivinado, promesa de un paso decisivo en
mi hombría, rito de pasaje que en ese preciso instante, como una
pesada cortina, entreabría.
Felito  y yo dimos los vistazos suficientes para ubicar a las
muchachas. La estrategia euclidiana exigía un punto concupis-
cible óptimo, no para ver sino para ser vistos. Al vernos fumar,
apostábamos, aquellas muchachas sabrían que tenían que pasar
de la agarradita de manos y el tanteo de lo ángulos agudos y los
consecuentes cosenos a los besos saussurianos y los recovecos
platónicos. Visible pero también risiblemente fálico, en mi caso
aquel juego duró poco. Muchachas trigueñas o rubias, ¡cómo no!
¿Pero cigarrillos? Ni rubios ni castaños ni trigueños. Ni lisos ni
rizados ni calvos, aunque cantasen. 
La primera y única bocanada bastó para descartar el humo.
Dejé que el cigarrillo lentamente se consumiera entre mis de-
dos hasta apagarse. Los restantes se los pasé a mi compañero. No
volvería a probar las espirales de Vuelta Abajo sino unos veinte
años después, en un H. Upmann de primera que me obsequió
Harry Marthews en Bennington, y que de inmediato me con-
virtió en recalcitrante taíno. Pero esa es otra historia. El episodio
en el cine aldeano no me prestó la intimidante talla de un Luque

86
Octavio Armand

Luciano. Sin embargo,  pronto pude comprobar que no la nece-


sitaba. No podía ser Adán sin jeva. Pero podía serlo, y pronto lo
sería, sin evas.
Desde hace muchos años, décadas, nada sé de Alfonso. Las
noticias suyas nos llegaban por El Indio, a quien mi padre le en-
viaba cuchillitas  Gillete de doble filo  cuidadosamente adosadas
con scotch tape a las cartas que iban cuando una venía. Siempre
iban dos o tres por cada una que venía. La última vez que supi-
mos de él mandaba a decir que quería volver a trabajar para la
familia, que quería irse a Estados Unidos, aunque fuera a nado.
Imaginaba, creo, que teníamos otro rancho en otro Uvero. No
era así.
Mi padre consideró la posibilidad de apoyarlo para que sa-
liera. Pero ese apoyo se reduciría al sustento por unos meses. Más
no podíamos hacer. Ni siquiera recomendarlo para algún traba-
jo. Era una época sumamente difícil para el exilio cubano. Para
Alfonso, que no hablaba inglés y que era negro, negro congo, la
perspectiva en el norte de los años sesenta no era nada alentado-
ra. Mi padre tuvo que hacer una carta difícil. No la leí. Pero mil
veces la he imaginado.
¿Estará vivo o muerto? ¿Dentro o fuera de Cuba? No lo sé.
Lo quiero fuera y lo quiero vivo. Pero lo quiero vivo o muerto,
dentro o fuera. Le dedico estas páginas como un montón de plá-
tano maduro frito, su comida favorita, que se le preparaba para
acompañar cualquier cosa. Y también como un paquete de ciga-
rrillos Eva, aunque ya no existan. Y como una botella de Matusa-
lén y otra de Bacardí que lanzo al mar para que lleguen hasta El
Uvero. Aunque él no esté allí se las beberá, junto a un par de ami-
gos y una esclava o una reina, recordando a su hermano que tanto
le agradece y tanto lo recuerda. Siempre. Todavía.
 
Caracas, 10 de octubre 2007

87
Octavio Armand

EL PUENTE NEGRO
 

Aparentemente terminaba con victorias o derrotas aplastan-


tes; por llovizna persistente, de esas que algunos viejos  llaman
calabobos;  o el desplome del firmamento en franco aguacero,
descascarándose el cielorraso hasta que de repente caían en grani-
zadas el yeso y la mampostería del techo. En realidad el juego se
prolongaba en sus desenlaces, sobre todo cuando llovía a cántaros
y los jugadores unánimemente sentían  ganancias al empaparse,
como si se bañaran en el río vertical, o su algarabía rompiese la
enorme piñata con el palo de agua. Entonces hasta las alturas nu-
bladas parecían enfangarse en grises y negruzcos borrones, por no
hablar del improvisado campo de pelota que el colegio tenía en
las afueras de la ciudad; y al grito de ¡suspendido por diluvio! los
equipos rivales se disolvían, celebrando con vituperios la solem-
nidad del árbitro categórico y el locutor zarzuelero, que podían
ser uno, o varios, o todos, para formar en retirada una colonia
de poríferos que absorbía la inmensidad sin noción de interior y
exterior.
Como cualquier hijo de vecino, de regreso al pueblo solían
cruzar el río de escasas y casi siempre apacibles aguas por el puen-
te de San Justo. Era el Guaso, zigzagueante caricia al llano cuyas
ocasionales crecidas, según los mayores,  podían ser  traicioneras
y peligrosas. Para evitar que vadearan el Rubicón casero a pie,

89
El ocho cubano

saltando con previsibles malos pasos sobre lajas que pudieran ser
jicoteas sumergidas, se les repetía que un pobre guajiro se había
ahogado en la engañosa corriente. Al ceder la montura de yute
humedecida, dejándolo como el XII del Tarot, bocabajo y colga-
do por un pie del estribo improvisado en soga, la yegua asustada
lo arrastró por el Aqueronte hasta agotar en pocos minutos sus
días.
La reiterada advertencia solo servía de acicate para que algún
diablo improvisara  alternativas al impasible puente y al voluble
Guaso. En un tris el ambiente se cargaba de tensiones y bríos
como si lo atravesara un rayo; anárquicos, los electrones saltaban
de nube en nube, colocándole efímeros y azarosos peldaños al
retumbo; y sin chistar todos se dejaban llevar por el tridente que
los empujaba, punzándolos, hacia el letrero que terminantemente
prohibía el paso a los peatones.
El letrero era letra muerta y sepultada, como el sermón de
los mayores. Por mucho que la inscripción cruzara un par de hue-
sos en una calavera y amenazara con la pérdida de toda esperanza
a quienes se acercaban, nadie desistía, pues  aquello era tan di-
vertido como el infierno. Así llegaban al umbral del tenebroso
Puente Negro, tratando de darse ánimo y terror simultáneamente
con cronometrado paso de marcha fúnebre, pisando los primeros
travesaños como mariposas, como si aquello que varias veces al
día soportaba locomotoras y vagones fuera a ceder por el peso de
alas empolvadas y asustadizas.
Esos primeros maderos, hundidos geológicamente en el pai-
saje, eran como esos maestros de baile que de inmediato abando-
nan a los pupilos al ladrillito del bolero o el salón del vals, pues
sin mucho previo aviso perdían geología y paisaje, para flotar so-
bre el abismo que se colaba como el viento entre las aspas de un
ventilador.
 

90
Octavio Armand

Una cosa es ir a campo traviesa y otra atravesar el río como


sonámbulos sin barandal ni andén ni tierra firme entre durmien-
tes. Eso lo piensa más de uno cuando ya es un poco tarde, dema-
siado tarde, y la aventura soñada cobra visos de pesadilla. Están
suspendidos entre cielo y tierra, entre bóveda y cuenca, cóncava la
inmensidad arriba y cóncava abajo. Vértigo arriba y vértigo aba-
jo. Y a los lados, nada. Ni siquiera dos ladrones. Solo nada y más
nada para quienes se sienten crucificados en los trenzados listones
de madera y vacío.  
No se puede perder de vista el próximo travesaño para afin-
carse bien, pero conviene medir la separación entre los estrechos
rectángulos ritualmente, abriendo como tijeras las piernas para
cortar el espacio, pues es preferible que la mirada esquive el vacío
y la tentación del Tao, el canto de sirena del abismo, la caída entre
las rayas del tigre.
En el punto sin retorno, el diablo aumenta las apuestas para
garantizar con creciente zozobra el placer.
__ ¿Oyeron algo?
Nadie ha oído nada pero todos se dejan engañar por los sus-
piros. 
__  Parece un silbido, asegura una voz entrecortada.
__ Debe ser el tren de Caimanera, arrecia un tercero.
Otro disimula el miedo soltando carcajadas.
__ ¡No, no, es el de San Luis! ¡Apúrense!
__ ¡Apúrense! ¡Apúrense!
El pequeño vía crucis inventado, sobrevivido y gozado para
regresar a Ítaca quedó atrás hace cinco décadas. La memoria lo
repite con sus saltos y sobresaltos en un presente sin antes ni des-
pués. Nos encerrábamos en el puente como en un caballo de ma-
dera, se dice. Salíamos de las entrañas paralelas como héroes de
abismo y travesaños. Con el Guaso en los ojos se pregunta por
qué nunca cantaron el himno para llegar a la otra orilla, donde la

91
El ocho cubano

tremendura, recuperado el paisaje, sabía a carga al machete. Ríe el


vacío de una risa. Trata de reír de veras. O de llorar. En el silencio
de la noche siente su respiración, oscura, lenta, total. Y decide
escucharla como si fuera un silbido. El tren de Caimanera, o el de
San Luis, ahora sí, traquetea en el Puente Negro.
 
Caracas, 24 de diciembre 2009

92
Octavio Armand

LA ISLA DEL TESORO


 
 
 

La generosidad de mi padre no tenía límites. Literalmen-


te.  Una vez abrió los brazos en la terraza del Uvero, la mirada
perdida en el horizonte, allá donde los azules burlaban la cruceta
de la inmensidad, como si se frotaran sus tonos con la yema del
pulgar hasta confundirlos, mimetizando lo más oscuro a lo más
claro como la sombra a un cuerpo en movimiento.
Yo le seguía la mirada, buscaba  su perspectiva, el infinito
salpicado de algodón –abajo espuma, arriba nubes–, los ejes en el
liso óvalo que perdía su curva en la profundidad y se encrespaba
en verdes claros al acercarse a la orilla.
Los azules y verdes tallados en ondulantes facetas y la ruido-
sa agitación de los mármoles relucían como joyas, zafiros donde
nadaban alegres toninas y peligrosos tiburones, esmeraldas que
escondían pulpos, erizos, morenas, estatuas y encajes que se des-
menuzaban en burbujas a mis pies hasta borrarse.
Le seguía la mirada, quieta al precisar el centro de un círculo
que yo quería adivinar, luego estática, fija en lo remoto. Pero no
perdía de vista los brazos, que abrían el este y el oeste como un
resplandeciente abanico. La brisa que me despeinaba parecía ve-
nir de aquel enorme y extraño estrechón de brazos extendidos;
y yo la sentía en mi pelo como si mi padre me acariciara.
 

93
El ocho cubano

__ Hijo, todo esto es tuyo, le dijo al niño que aprendía a


adueñarse de la vastedad al recorrerla con la mirada.
Se sentían inmensamente ricos el padre y el hijo, como si
nacieran juntos en la belleza de la hora que se detenía, posándose
como un pájaro en las manecillas del reloj que allí nadie usaba. El
padre por saber entregar en un testamento sin muerte ni notarios
ni testigos aquello que no tiene precio; el hijo al recibirlo en la
comprensión a plazo, agradeciendo el misterio que le parecía tan
propio como la respiración y tan ajeno que jamás lo alcanzaría
con las líneas o los números de sus primeros cuadernos.
Recibir un paisaje era tan natural como entregarse a otro.
Así recuerda, aunque borrosamente, como si lo leyera en musgo a
través de la corriente de un río, tempranas aventuras en San León,
en Romelié y Santa Cecilia o en los almacenes de su padrino en
Santiago de Cuba.
San León, una de las dos fincas del abuelo materno –la otra
era Palma San Juan–, sobrevive en algunas fotos, tan categóricas
como la duda metódica para reconstruir la ausencia. También
en la memoria hermana. La de Luis, compañero de aquellas aven-
turas, y cuatro años mayor que él; y la de Asela, la primogénita,
que desde lejos siempre compartía el alboroto y la risa, y a veces
servía de enfermera para aliviar cortadas y raspones y de mampara
contra el cinturón que de ser necesario el padre desenvainaba.
Justo en el pico de la loma estaba la casa, casi como la pinta-
ría un niño en sus primeros paisajes. Un nido en el picacho. Un
sombrero exagerado para tan poca cabeza. Pero era lo de menos.
La aventura comenzaba al dar la espalda a esa casa y a los padres y
los tíos que seguramente comentaban las últimas noticias en sus
corredores; y al perro bravo que encadenaban para que no mo-
lestara a los niños y sobre todo para que no lo fueran a molestar
los niños deseosos de completar el equipo. Encadenado, el perro
se reducía a ladridos, luego a un sueño cada vez más profundo,

94
Octavio Armand

interrumpido a ratos por la gritería que como un hueso enterrado


le hacía cosquillas al hocico.
Lo primero, buscar unas buenas pencas de yagua. Había que
escogerlas al pie de las palmas, secas, grandes, enteritas. Cada Sí-
sifo agarraba la suya, más de una si era precavido, y subía hasta un
punto bien empinado, cerciorándose de que el estrecho terraplén
despejado a mano estuviera liso como nieve.
Una piedra descuidada podía ocasionar accidentes, voltere-
tas, volcamientos, por lo general nada graves y más bien fecundos
para el goce, pero que atraían a los adultos por la súbita algara-
bía. Menudo problema, pues agavillados como rimas consonan-
tes infaliblemente acudían con reprimendas, límites, fronteras,
amenazas, acaso encubriendo así algo de culpa, porque eran los
niños quienes con sus excesos despertaban a los remolones guar-
dianes del orden.  
Dentro de la yagua uno se acomodaba lo mejor posible,
como experto en las contorsiones del reino vegetal, para restre-
garse sobre la tierra, aspirando por supuesto al ideal de la semilla,
a la perfecta fusión con la resistente cáscara.
Un empujón prendía los motores. La aceleración era fruto
de una múltiple causalidad: destreza, suerte y coraje, que en este
caso se debe llamar arrojo. Si la triple alianza lograba suficien-
te impulso se desmaterializaba la horizontal y los improvisados
toboganes lo metían a uno de lleno en el paisaje. Lo sembraban
en la distancia, clavándolo en el precipicio que con la caída se
encaramaba por los ojos, por los poros, por el pelo que se  iba
llenando de polvo.
La velocidad venía de fuerzas completamente ajenas, como
si al montar a caballo uno no fuera el jinete sino ijares contraídos,
lomo sudoroso, crin al viento. Ni siquiera los árboles tenían fre-
no. Solo yo, que era apenas un punto. El único inmóvil en el ho-
rizonte que rotaba con la alegría de un compás recién estrenado.

95
El ocho cubano

La loma de San León había sido duplicada por un fabuloso


kit de construcción en los almacenes de mi padrino, Manuel Ro-
dríguez Pandiella, y en los depósitos de Romelié y Santa Cecilia.
Las innumerables piezas de ese kit eran sacos de azúcar, amonto-
nados adrede por los Reyes Magos para que los niños escalaran
el Everest.
Recuerdo tan vagamente las visitas a los ingenios que solo
conservo sensaciones. Por ejemplo, el aroma de la melaza, hú-
medo, oscuro, dulzón, empalagoso; también, arrinconados en el
rabo del ojo, montones de bagazo reducidos a ceniza para calen-
tar las calderas –¿será que le invento un mellizo a la caña, molida
hasta desaparecer en el proteico guarapo?
Temo que la memoria no sea archivo sino invención. Pero
unas imágenes quedan fuera de toda duda: los estibadores que
cargan a lomo los sacos de azúcar, los únicos hombres que me han
parecido tan fuertes como las hormigas; y los bueyes que tiran las
carretas repletas de caña, enormes estibadores multiplicados por
el instinto negado, cuyos tarros, a quien ocupa un asiento trasero
del jeep, bamboleante sobre una rueda, que soy yo, resultan gi-
gantescos y amenazantes colmillos.
A pesar de la lentitud de aquellos pobres animales, y de ir
gachos a ras de tierra por el esfuerzo y el plomizo yugo de made-
ra, para no pasar del miedo al pánico el niño sólo mira de reojo
los colmillos que casi lo rozan, y en la punta de la lengua frena
un grito de socorro, ya que el Indio está a punto de tropezar con
los gigantes, exponiéndolo a una molienda tan prematura como
definitiva.
Los recuerdos de Santa Cecilia son demasiado vagos. Te-
nues. Sería una exageración compararlos con nubes arreadas por
un mal tiempo o cucharaditas de azúcar disueltas en un vaso de
limonada. En vano el niño mira a través del cristal. Ha desapare-
cido la nieve granulada aunque su dulzor besa a la acidez hasta la

96
Octavio Armand

última gota. Así son estos recuerdos. ¿No habrá uno siquiera que
pueda fijar hasta abrirlo como una gaveta?
Luis no ha podido aportar nada acerca de Santa Cecilia. Y
poco acerca de Romelié. Los bueyes, los estibadores, las montañas
de caña en las carretas, el bagazo, el olor dulzón, eso lo puedo
apostar contra el olvido. Hay imágenes, sin embargo, que tal vez
no sean mías. Los barracones de los esclavos, por ejemplo, donde
todavía en alguna pared sobresalían argollas empotradas para el
castigo, ¿eran parte de las estructuras abandonadas y ruinosas que
yo llegué a conocer o arquitectura aún perfectamente conservada
durante la niñez de mi padre, cuando la abolición de la esclavi-
tud era un hecho reciente?
Recuerdo los recuerdos de mi padre como él recordaba los
del suyo, Octavio, y a través de él, los de su abuelo Luis. A don
Octavio, nacido en 1858, se le tenía por un hombre sumamente
bueno. Pero el bueno, aclaraba, había sido su padre, Luis, mi bis-
abuelo, a quien en toda aquella zona, según él, se le consideraba
un santo.
Recuerdo este recuerdo: Sito –así le decía, nunca Luis o Lui-
sito– cuando tu abuelo salía a caminar por Romelié apartaba las
piedras para evitar que los caballos se lastimaran las patas.
La montaña de sacos de azúcar en los almacenes de mi padri-
no era una versión pálida, domesticada, de la de Romelié. En el
galpón, de un orden casi geométrico, como de tablero de ajedrez,
más despejado, más limpio que los depósitos del ingenio, siempre
había gatos, imagino que para controlar las ratas y ratones que
seguramente querían celebrar misa con los víveres, haciendo dis-
cretas restas en la suma infinita de sabores.
Uno podía perseguir a los gatos, que en un santiamén pa-
saban de felinos a felones y de perseguidores a perseguidos para
sorpresa suya y acaso para regocijo de  algún escondido roedor,
testigo cómodo. Pero sobre todo se le daba rienda suelta al al-

97
El ocho cubano

pinismo criollo, criollísimo si le quitamos algo de hipérbole a la


memoria y bajamos a Pico Turquino el nevado Everest de azúcar.
También había gatos en el reparto Vista Alegre, cuyas calles
sombreadas por inmensos árboles me resultaban gratamente ex-
trañas, como una gigantesca red de pesca caída en un bosque. Eso
en casa del cariñoso y diminuto gallego esposado a una escalera
–mi madrina, Lala Quevedo, era una canaria  altísima. Pero  no
preciso como santiaguero este detalle: el espeso líquido empoza-
do debajo de los sacos que estaban a ras del piso, soportando la
pirámide. La curiosidad me había acercado a esos pequeños char-
cos, muy intrigantes, si se piensa, como un niño pudiera pensar,
que sobre tan escaso mar se mantenía a flote como en un muelle
colonial la nao que luego zarparía hacia Sevilla o la Atlántida.  
Borrosa aquella época, cuando trepar toneladas de azúcar o
encaramarse a una mata de mango era como ascender al trono.
Arriba uno se sentía Tarzán, austria, borbón, Robin Hood, un
señor feudal, un negro cimarrón. En la selva, el palenque o el
castillo se era dueño del paisaje y a la vez consubstancial con la
naturaleza, no un tití enjaulado en las calles cuadriculadas de un
pueblo de provincia, con su Parque Martí perfectamente cuadra-
do y sus salas de clase también perfectamente cuadradas aunque
fuesen rectangulares, y sus maestros y lecciones no menos cuadra-
das que los ejercicios del Método Palmer que pretendían rebajar
de macho a palmípedo al alumno sobresaliente, que sólo lograba
salvarse gracias a la complicidad de alguna noviecita generosa de
caligrafía.
Las lecciones que acumulaba en los cuadernos de la imagina-
ción se las debía al involuntario magisterio de mi padre, que solía
regalarme sus paisajes favoritos. Llegué a concebir la naturaleza
toda como un gavetero repleto de maravillas.
El Caribe era una de muchas gavetas. La aparente mono-
tonía del mar, con su invariable vaivén de mareas y los matices

98
Octavio Armand

que parecían pinceladas definitivas de la profundidad, desde la


asombrosa transparencia de lo llano, que reflejaba la blanquísima
arena cuyos granos se podían contar, a los verdes y azules intensos
que cubrían algas, arrecifes y abismos, era una fuente inagotable
de sorpresas.
Nada extraño, pues, que a sus orillas viviera aventuras obli-
cuas. Aprendí a colorear, por ejemplo, cuando mi padre trataba
de enseñarme a pescar. ¿Cómo? Íbamos al promontorio de dien-
teperro que cerraba el extremo oeste de la herradura del Uvero,
poniéndole un límite a la pequeña playa que estaba frente a la
casa, a pocos metros de la terraza.
A esa mole enorme le decían la Roca de Luis Armand. Ab-
soluta intemperie si se exceptúa un escaso uvero, que apenas pro-
tegía del sol implacable, pues era como una sombrilla agujereada,
puro varillaje, entre cuyas raíces milagrosamente se asaba un poco
de arena, especie de oasis sin agua si se considera que era el único
sitio en aquella mina de colmillos donde uno podía sentarse un
rato.
Allí mi padre se apoyaba lo mejor posible en el arrecife, cal-
zando los pies entre las concavidades de dienteperro para lanzar
los cordeles perfectamente enrollados en la mano izquierda, o en
el caso de los más largos y gruesos, entre el codo y la mano. Apun-
taba al blanco escogido, sorteando aquellos sitios donde la expe-
riencia o el instinto advertían que los anzuelos se engancharían
entre las rocas o los peces lograrían encuevarse.
La punta de la flecha lanzada era el anzuelo con su carnada,
por lo general lisa, y la plomada; el astil y las plumas, la línea que
al llegar a la meta sería una recta, o casi una recta, pero que en el
transcurso al infinito de la apuesta, como si rodara con un par de
dados, hacía alarde de caprichosas espirales, que me fascinaban
casi tanto como las del tabaco o los perfectos círculos de humo
que algunos fumadores hacían para que yo tratara de agarrarlos.

99
El ocho cubano

Luego llegaba mi turno. Hacía exactamente lo mismo pero


no tan bien, por supuesto. Mi paciencia tampoco era del mismo
calibre que la del maestro. Había que esperar. A veces esperar y
esperar, como si los peces estuvieran en ayuno de cuaresma. Pero
la paciencia solía ser recompensada por pargos, meros, rabirru-
bias, guasas, sierras y ocasionalmente rayas y picúas. Mi padre
nunca pescó tiburones allí, algunos colosales, para los que tenía
anzuelos igualmente colosales, y una maza para asestarles, como
tiro de gracia, varios golpes en la cabeza.
Al picar los peces, el mar prometía revelar misterios. Se tensaba
el cordel. Uno halaba y halaba hasta que la presa empezaba a cortar la
superficie del agua, que se abría atravesada por el amasijo de brillan-
tes colores que la alborotaban, dejando una estela de espuma como
una herida que inmediatamente cicatrizaba. El pez de relucientes es-
camas, casi metálico, que entreabría las mareas, parecía un zipper. Se
desvestían las olas, se desnudaban las profundidades.
Aquello se transformaba en una acuarela. Donde mi padre
veía una rabirrubia o un pargo, yo veía trazos, líneas y manchas
rojas, amarillas, plateadas, que daban tumbos, como si chorrearan
sus vivaces colores sobre una tela infinita. ¿Cuántas veces no ha-
bré visto así un Pollock antes de haber visto un Pollock? 
Tras quitarles el anzuelo  los pescados se colocaban bajo el
uvero. Allí se iban cubriendo poco a poco de arena con sus saltos
y contorsiones hasta quedar como empanizados y listos para el
fuego. Las agallas, al principio rojísimas, se iban apagando a me-
dida que la respiración se hacía imposible.
Yo reprimía el deseo de devolverlos al mar, que  hubiera
sido como pintarlos de nuevo con sus propios colores, con la vida
que perdían. Los dejaba morir para no probarlos siquiera cuando
Calita servía la previsible cena. Quizá me hacía la ilusión de que
así los devolvía a la acuarela de donde los habíamos sacado. O que
quedaban intactos para el acuario de sombras.

100
Octavio Armand

Si guardaba silencio para ocultar la desazón que me producía


la pesca, no era por cobardía. Al contrario, el aprendiz no que-
ría desmerecer ante el modelo, aunque las lecciones le exigieran
una fuerza que a veces tenía que fingir o inventar, como cuando
llamaban a la farmacia de Álvarez y pedían que Medrano, el prác-
tico, pasara por casa para inyectarme.
Me sabía esa llamada de memoria. En diez o quince mi-
nutos Medrano se aparecería con la jeringa y la dosis de cebalín
con uniceptor que invariablemente me inyectaban para curar un
catarro o una gripe y que dolía como un rayo. Nunca lloré, sin
embargo. Nunca me quejé. Guardaba el mismo silencio que ante
las involuntarias clases de pintura, como si por justicia divina me
tocara ser el pescado.
Oía cuando Medrano saludaba y atravesaba la sala hasta mi
cuarto o el comedor, donde lo esperara el paciente. Como yo no
lo había llamado, ni jamás lo hubiera llamado, por supuesto, mi
saludo era parco y por mal que me sintiera le respondía a su cortés
cómo te sientes con un cortante mejor o bien. Entonces automá-
ticamente colocaba la mano derecha sobre la cintura, formando
un triángulo equilátero para exponer el deltoides.
Yo quería que me lanzaran al mar, que me quitaran la arena,
que le devolvieran el rojo a mis agallas, y a mi carne y mis escamas
el brillo, el amarillo, el naranja, el plateado que a gusto volvería a
compartir con los verdes y azules de las profundidades. 
Cuando apretaba los dientes como si se me fueran a caer,
justo antes del pinchazo, que seguramente dolería a todos en la
casa menos a mí, resonaba la última frase del drama en un acto
fugaz pero tan repetido que ha resultado memorable.
__ Verás que él no llora, le decía mi padre al práctico. Es un
machito.
Ojalá el cebalín con uniceptor de veras me haya curado para
la recurrente aventura que entonces me hacía soñar riesgos, in-

101
El ocho cubano

trigas, peligros, como si reviviera los azares de un tiempo per-


dido; y que desde hace ya muchos años me permite recordar la
infancia, ahora tan perdida como aquel tiempo perdido, con una
sonrisa. No se trata de un discreto plagio de Stevenson, de quien
había leído dos o tres libros, sino una experiencia muy concreta
de mi niñez y temprana adolescencia.
No puedo precisar cuando fui por primera vez a Puerto Es-
condido y a Jatibonico, que así siempre se le dijo en aquella tierra
a lo que ahora en algunos mapas aparece como Hatibonico. Sí
recuerdo perfectamente la última. Un mes antes de partir en mi
segundo y por lo visto definitivo exilio, recorrí durante horas y
horas la costa y los altos de Jatibonico con mi padre. Siempre nos
llevaba el Indio en el jeep Willys que tenía un caballito blanco en
el capote. En esa última aventura, de fines de octubre o principio
de noviembre del 60, también nos acompañaba Alfonso.
Mi padre estaba convencido de que aún quedaban tesoros
enterrados en esa zona despoblada que había sido el último re-
ducto de los piratas rezagados. Tenía dos motivos muy razonables
–absolutamente convincentes, si se le hubiera preguntado– para
sostener esa hechizante hipótesis.
En primer lugar, por aquel paraje  inhóspito se habían en-
contrado muchas monedas de oro, peluconas españolas de cua-
tro y ocho escudos. El compró cuantas pudo, empapándose en
lo posible de los pormenores del hallazgo: quién, dónde, cómo.
Tenía además un mapa antiguo donde se señalaba un entierro,
literal que no literario mapa del tesoro, tan fascinante como el
de Stevenson, solo que auténtico, y del cual por cierto conservo
una copia.
Un tercer motivo, menos confiable si uno se atiene a la ra-
zón, ese delirante sueño francés, pero que para él resultaba más
válido, de hecho el definitivo, tenía que ver con un sueño suyo
tras la muerte de su padre en 1929.

102
Octavio Armand

Digo sueño porque no sé exactamente cómo referirme a esa


impresionante experiencia. ¿Una visión? ¿Una aparición de fan-
tasmas? En todo caso lo visitaron cinco personajes muy extraños,
todos vestidos de manera insólita, que él reconoció de inmediato
como piratas. Se colocaron a su alrededor y se fueron presen-
tando, aunque siempre hoscos, particularmente uno de aspec-
to amargado y violento.
__ Antonio Camejo.
__ Pedro Sejisbén.
__ Boajao.
__ Maximiliano Rodríguez.
__ Miguel Monotto.

Maximiliano Rodríguez tenía hundido el pómulo derecho.


Había perdido el hueso, probablemente en una pelea. El jefe del
grupo, aunque nadie lo señalara como tal, era Boajao. De él solo
supo este apodo, que era francés, y que vivía torturado por la cul-
pa, pues había violado a su hermana de quince años.
Las informaciones y el motivo de la visita llegaron por reta-
zos. Solo hablaron, y siempre lo menos posible, los subalternos.
Eran como almas en pena que no descansarían hasta expiar culpas
y resarcir algunos daños. A mi padre le pidieron perdón por un
crimen indefinido que cometieron contra un antepasado suyo, a
quien tampoco nombraron. Juraron que lo iban a recompensar
y rogaron que los perdonara y rezara por todos ellos.
A los pocos días de esta visita, el 9 de noviembre de 1932,
Cuba fue azotada por el huracán de Santa Cruz del Sur, célebre
por su inmensa fuerza destructiva. Es entonces cuando comienza
la historia del tesoro. Justo en la árida costa de Jatibonico, donde
hubo desprendimientos con una consecuencia bastante curiosa.
En el pequeño islote que hay allí, habitado entonces por una
familia de pescadores, un carbonero preguntó por qué dejaban

103
El ocho cubano

jugar al hijo más pequeño con una moneda de oro. La respuesta


primero fue el silencio, luego el desconcierto, después una men-
tira y por último, ya alejado el tiznado, un rápido interrogatorio
a los muchachos. Uno había encontrado la moneda en el arrecife
al pie de los farallones durante la marea baja. Había muchas más
y él sabía exactamente dónde.
La próxima marea baja reunió a la humilde familia al pie
de los farallones. El pescador lanzó una red de muchachos des-
calzos sobre el dienteperro. Al retirarla recogió casi un centenar
de peces gordos redondos y brillantes. Alegría de tísico, como di-
cen. Cuando viajó hasta Guantánamo para consultar acerca de las
monedas, de las cuales llevaba setenta y cinco, aceptó el amable
ofrecimiento que le hicieron: un fulano se ocuparía de la venta,
aprovechando excelentes contactos que tenía aquí, allá, en todas
partes. Por supuesto, antes de que el pescador volviera a pisar su
islote, el amable fulano ya se había mudado con las peluconas a
su propia utopía, de la cual solo dejó vagos indicios y enemigos
rumores.
Mi padre visitó la isla del tesoro al enterarse del caso. Com-
pró in situ unas peluconas y se confesó dispuesto a afeitarlas to-
das, pagando más que los joyeros del pueblo, que las compraban
como oro.
__ Vaya primero donde Zaid, donde usted quiera, luego me
busca.
Así fue. El pescador vendió el resto del lote en la calle Martí
918. También otras peluconas sueltas que siguieron apareciendo,
escudos rezagados de los piratas rezagados.
Las visitas del pescador dieron pie de inmediato a un con-
trapunto, pues mi padre comenzó a visitar Jatibonico, Puerto
Escondido, la costa donde aquellos señores de alta mar habían
hallado refugio tras ser desbandados por la armada española. En
vez de alta mar, tierras bajas con escondites y sembradíos, desde

104
Octavio Armand

donde ocasionalmente podían atracar de noche en grandes botes


de remo los navíos que se acercaban a la bahía de Guantánamo.  
Imagino que la piratería solo desapareció de forma definitiva
a principios del siglo XIX, tal vez por presión de los franceses que
se mudaron a las lomas de Yateras y los llanos de Guantánamo
al huir de Haití tras la revolución de Toussaint Louverture y los
jacobinos negros. En una altura del acantilado de Jatibonico ha-
bía un fortín colonial que acaso representaba el punto final de ese
azote en aquel paisaje que sin embargo siguió poblado de miste-
rios y fantasmas. Y de peluconas.
Los cinco extraños visitantes de 1932 habían sido moradores
de Jatibonico o Puerto Escondido durante aquellos años cuando,
aún viva, la piratería quedó arrinconada en lugares inexplorados
de la costa. Como los meros y los pargos de El Uvero, perdieron
las escamas y las agallas en un oasis sin agua. Así como recuerdo
recuerdos ancestrales, imagino que mi padre imaginó este origen
para sus visitantes, concluyendo que lo llevarían de la mano hasta
devolver  lo que le debían. De ahí que tantas veces se acercara,
atravesando manglares y ciénagas, a la isla del tesoro.
Dos hechos sumaron sus granos de arena a la búsqueda que
emprendió a partir de los años treinta y para la cual fuimos recluta-
dos Luis y yo sucesivamente, él a finales de la década del cuarenta, yo
a mediados de los cincuenta. Esos hechos, de veras curiosos y sobre
todo de veras, fueron el mapa antiguo que cayó en sus manos y una
daga de Drake hallada por un amigo suyo en las cercanías de la base
naval norteamericana que lamentablemente ni cayó en sus manos
ni quedó en Cuba, donde –sospecho–  se desconoce este dato, tan
significativo para la historia cubana del siglo XVI como seguramente
olvidado en el XXI hasta en el propio Guantánamo.
La daga fue hallada por Santiago Avilés durante una cace-
ría.  Regresaba sin venado ni gallinas de guinea pero con unos
tragos de más cuando le dio un culatazo a los restos de una pe-

105
El ocho cubano

queña caja que asomaba en la ladera de un promontorio. La caja


se desbarató, pero salió disparada la daga, en cuya empuñadura se
leía d r a k e en oro.
Avilés la colgó en su ferretería, donde había otra irresistible
curiosidad: un tití que en la improvisada selva del patio movía
como cola secundaria una larguísima cadena lejos de los clavos
y tornillos.  El tití estaba aun más preso que todos nosotros en
las cuadrículas de Guantánamo. No así la daga, que un buen día
desapareció, un par de meses antes de que mi padre se enterara
de su existencia.
__ Se la regalé al hermano Victorino, que pasó unos días por
acá antes de regresar a La Habana.
El hermano Victorino existió, y yo lo conocí, pero no fue él
quien pidió y se llevó la daga franciscana. Lo menciono porque
el suyo es el único nombre que se me ha ocurrido al tratar de
reconstruir los hechos. Pero sí fue un hermano, creo que de La
Salle, quien primero se interesó por la daga. Avilés se la regaló
como se la hubiera regalado a mi padre, quien por supuesto de in-
mediato organizó un salto que quería ser un asalto a La Habana.
Buscaría, posible fratricida, al hermano. En la sede de la
Congregación de La Salle se enteró de que Caín o Abel o como
se llamara había regresado a Europa. Nadie le pudo informar ab-
solutamente nada acerca del filón que buscaba. Fue al museo na-
cional. Cero. Le dijeron, para su mayor desconsuelo, que ahí no
tenían nada de esa importancia. Preguntó entre los amigos que
quizá pudieran haberse enterado del caso. Cero.
Había desaparecido la daga, valiosísima para establecer la
presencia de Drake en Cuba. Valiosísima también como reliquia
de un pasado apasionante para mi padre, sobre todo en aquel
momento. Pensaba que podría tratarse de una señal, que quizá
apuntaba hacia otra, esta fija, natural, del propio paisaje, y que
entre ambas establecían las coordenadas de un entierro.

106
Octavio Armand

¿Le pediría a Avilés que regresara con él al sitio donde halló


la caja, a ver si encontraban los restos, y así reconstruían la escena?
Imagino que sí. ¿Cuántas veces? Conociendo a mi padre, una.
Solo una. De cualquier manera hubiera sido inútil y frustrante
la intentona. De haberse encontrado la caja, faltaría por saber
hacia dónde apuntaba la daga, si es que en definitiva era un se-
ñalamiento. ¿Lo recordaría Avilés, que estaba borracho cuando
dio el culatazo? No lo creo, aunque con otra tanda de tragos en el
mismo sitio quizá hubiera sido capaz de reinventar la brújula.  
Faltaba la daga. Faltaba sobre todo su punta y la informa-
ción que tenía en la punta de la lengua. Sin esa orientación, es
probable que el paisaje no hablara y que en cambio ofreciera más
de una tentación, a las cuales mi padre, acompañado por Luis y
luego por mí, con o sin Alfonso, hubiera ido sucumbiendo una
a una, como un San Antonio renegado. El orden de las tentacio-
nes tendría que ver con las más llamativas particularidades del
terreno. Hablo por experiencia, pues así procedíamos en Puerto
Escondido y Jatibonico.
__ Fíjate en la extraña forma que tiene el pico de esa loma.
Debe haber apuntado hacia ahí.
__ Por aquí pasaba un arroyuelo que se ha secado. Esto debe
ser.
__ En esta cueva no hay nada. Quizá ya se llevaron lo que
había aquí. O tal vez sea el segundo punto de referencia que ne-
cesitamos. Está entre esta cueva y la punta de la daga.
Menos mal que nunca llegó a ir al sitio donde se dio el céle-
bre culatazo. Hubiera pedido y conseguido permiso para sajar el
perímetro de la base cercada; y en caso de sospechar que con su
enigmática punta sajona estirada como un índice la daga señalaba
hacia algún punto sajón, hubiera dado más tumbos que el Golden
Hind por sus alrededores.
 

107
El ocho cubano

El mapa del tesoro que tan en vano apuntalaba algunas de


nuestras aventuras también tenía su novela. Apareció en una boti-
juela, cuyo contenido se repartieron los tres dichosos que la halla-
ron mientras demolían una pared. Al comprar las monedas a uno
de los suertudos, mi padre se enteró de la existencia de los otros
ganadores de la lotería, interesándose sobre todo por el que había
conservado el mapa. Mera curiosidad, pues según el suertudo nú-
mero uno, aquello no daba ningún indicio del sitio exacto cuya
topografía detallaba.
No fue posible comprar los otros dos lotes de monedas. Uno de
los improvisados pero tesoneros tesoreros no era de Guantánamo y
nunca se pudo dar con él. Se había perdido en el paisaje. Solo cinco
o seis meses después apareció el otro pero había vendido las suyas a
Zaid; y el moro, que así le decían al sirio que era libanés, ya no las
tenía. Capaz que las haya fundido, lamentaba mi padre.
__  ¿Y el mapa?
Buena suerte: el dueño era precisamente el cristiano víctima
de tantos moros en uno a quien mi padre interrogaba. Mala suer-
te: se lo había regalado a un oficial retirado del ejército, que estu-
vo de paso por Guantánamo, donde había servido durante años. 
De inmediato se empezó a buscar al capitán retirado como
si se tratase del propio tesoro. Vivía en Santiago de Cuba. A la
capital de Oriente llegó el rastreador, dispuesto a rodar por la
calle Padre Pico de ser necesario para dar con el nuevo dueño
del viejo mapa. Mi padrino le prestó su chofer para que pudiera
sortear los vericuetos santiagueros. Pero el capitán ya no vivía en
Santiago. Se había retirado definitivamente. Había muerto con
merecida fama de Trotsky local y yacía enterrado sin peluconas
en Santa Ifigenia.
__ Señor, lo mató nuestra madre, que había enloquecido.
Le dio un martillazo por la nuca cuando él se balanceaba aquí
mismo, en este corredor.

108
Octavio Armand

__ ¿Y el mapa?
Uno de los hijos lo recordaba. Estaba entre los papeles del
viejo. Mi padre lo adquirió. Sin regateos. Porque sí. Creía haber
reconocido –y con razón– el sitio esbozado por la cartografía. No
había ni un toponímico. Ni siquiera la habitual flecha disparada
hacia el norte. Pero se daba una imagen bastante precisa de un si-
tio que conocía: la despoblada costa de Jatibonico, con su Morro
Grande y Morro Chico bien delineados.
Según el mapa, el tesoro enterrado estaba a 100 –así, 100
a secas– desde el arroyuelo que cruzaba al pie de un promonto-
rio hacia la señal natural, que era el tope de una montaña. Ha-
llamos lo que presumimos era el promontorio indicado. Primer
problema: el arroyuelo no existía. Conclusión: no hay problema.
Se había secado. Segundo y  para siempre  insoluble problema:
¿qué quería decir ese 100? ¿cien pasos? ¿cien zancadas? ¿cien bra-
zas? ¿cien de los metros recientemente impuestos por la revolu-
ción francesa? ¿cien qué?
Se buscaron las medidas de superficie existentes desde fines
del siglo XVI hasta principios del XVIII. También se sumó una
pieza al equipo de pico y pala: un detector de metales. Dimos
cien zancadas, cien pasos, cien brazadas. Medimos cien metros,
cien pies. Luego cien decámetros, cien varas. Cien toesas no po-
día ser. Ni cien milímetros. Durante unas horas nos convertíamos
en ciempiés. Siempre en vano. Cien todo y nada.
De ciempiés pasábamos a detectives de metales. También
en vano. No recuerdo si alguna vez desenterramos unos clavos
oxidados. El problema, según mi padre, es que el oro no tenía
oxidación, cuestión imprescindible para que el detector resultara
útil. ¿Entonces por qué, para qué?
__ La caja puede tener clavos, cerradura, o estar reforzada
con tiras metálicas.
 

109
El ocho cubano

__  ¡Ah!
Con la copia del mapa en un bolsillo, pico y pala y detector
al hombro, regresábamos sin tesoro pero felices y optimistas para
la próxima hasta donde nos esperaba la retaguardia: el Indio con
el jeep y el demorado almuerzo de sandwiches y frutas, o pasteles
de carne, pasta de guayaba con queso, agua y refrescos tibios, lo
que fuera.
La última peregrinación que hicimos a la tierra prometida
fue hacia finales de 1960. Volvimos a atravesar en jeep una in-
mensa finca, donde en una parte cenagosa solía haber reses muer-
tas, esqueletos aún recubiertos por retazos de piel. Esa finca era de
un amigo de mi padre, cazador de machos cimarrones. No había
caminos pero el Indio sabía cómo llegar hasta un punto cercano
al reseñado en el mapa. Más allá ni en jeep se podía seguir. Ahí lo
dejamos, para cuidar la retaguardia y dormir una buena siesta por
todos nosotro –el plural en este caso incluye a Alfonso; y nos en-
rumbamos por el misterio del paisaje con la renovada sensación
de que nos iba a devolver algo nuestro.
Conservo algunas fotos de esta última aventura, aunque en
realidad no las necesito para evocarla en detalle. La perdida que
nos dimos por aquellos montes fue de horas. Ergo: inolvidable.
La sed fue tal que me permitió saborear los buchitos de agua más
deliciosos que jamás haya probado. Ni al viejo marino de Cole-
ridge le pudo saber mejor una gota de agua.
Estábamos totalmente perdidos cuando tropezamos con
unos canarios que preparaban carbón de leña, quemando troncos
y ramas bajo tierra, según la costumbre. Súmese al calor de la
hora el de aquel horno profundo y añádase un déficit adicional a
la sed acumulada por la caminata con sol a plomo. Aquel tesoro
enterrado que se ennegrecía lentamente para los canarios –tiz-
nados y casi en cueros– nos hacía soñar manantiales y jardines
babilónicos.

110
Octavio Armand

Los carboneros fueron generosos con el agua y la orienta-


ción. En la única y mugrienta tacita de peltre que tenían ofrecie-
ron café, que aceptamos inmediatamente. Ahí mismo compar-
timos el poco de agua, aceptada aún más deprisa, y que estaba
fresca, maravillosamente fresca, pues la guardaban a la sombra de
unos árboles. Enterrada en la sombra, digamos, como otro tesoro.
Del café solo recuerdo que era más negro que el carbón. No me
gustaría repetirlo. Pero del agua aquella todavía quiero más. Dé-
cadas después bebería un buchito más.
El consejo fue lógico y sumamente útil: bajen, que les resul-
tará más fácil orientarse por la costa. Así llegamos a una pequeña
playa muy sombreada y de excelente aunque oscura, casi negra
arena. Allí nos quitamos las botas para descansar un rato y re-
frescarnos. Por culpa de las suyas, que eran nuevas y quizá tenían
medio número o un número de más o de menos, mi padre tenía
amoratados los pies.
Recordé este episodio hace un par de semanas en Puerto
Azul, al pasar unos días en el litoral central venezolano. Se lo con-
té a Violeta como mi última aventura en Jatibonico. Luego me di
cuenta de que no se trataba de una última aventura. O un último
episodio. A diferencia de la novela de Stevenson, la de mi padre
–la nuestra– nunca pasará de la penúltima página, pues siempre
tendrá su punto final enterrado en el paisaje.
Al oeste, y Caribe de por medio, tenía a Cuba. Volví a con-
templar la vastedad que hace más de medio siglo mi padre me ha-
bía regalado allá, frente a este mismo Caribe. Imaginé la costa de
Oriente, El Uvero, Yateritas, Tortuguilla, Caimanera, Boquerón,
Puerto Escondido, Jatibonico. Recordé aquella extraña sensación,
heredada de él, de que la tierra –mi tierra– me devolvería algo,
como si me lo debiese.
Pero del infinito que había recibido con tanto asombro, sen-
tía que apenas me quedaba una nostalgia infinita; que aunque

111
El ocho cubano

era el mismo, estaba al revés el paisaje que había heredado en la


terraza de El Uvero; y los dos azules inmensos que entonces se
confundieron frente a mí hasta envolverme en el horizonte como
si yo también fuera un regalo, ahora en vano lucían sus galas. 
__ La última aventura cubana que me tocó vivir fue el exilio,
me decía; y el único paisaje cubano que me queda es este, ajeno,
el que imagino desde otras latitudes.
Empecé a hablar con tristeza de mi niñez mientras caminaba
por la playa. De repente me detuve y me acerqué a unas piedras
que me llamaron la atención. Me puse a revisarlas una a una y le
dije a Violeta que hacía exactamente lo mismo hace más de me-
dio siglo cuando un trozo de mineral me apartaba de una gira o
en las calles del pueblo  tropezaba con un montón de cuarcitas
frente a un edificio en construcción.  Me encaramaba sobre las
piedras y empezaba a buscar tesoros: fósiles, alguna chispa metá-
lica intrigante, un trozo de cristal de roca.
Volví a sentir la magia del paisaje. La novela del paisaje. Fue
entonces que recordé el penúltimo episodio en Jatibonico. Al re-
gresar a Caracas, prometí, buscaré las fotos que tomé ese día. Hay
una del negro Alfonso sentado en esa playa negra, muy sonreído,
con un machete entre las piernas, la punta clavada en la arena.
Menos mal que era un machete y no la daga de Drake, porque si
no el viejo nos hubiera hecho excavar hasta el centro de la tierra.
Me lo digo con una sonrisa que se abre de oreja a oreja, como si
leyera, cada página más lentamente, un libro que no quiero ter-
minar. Una novela sin fin.
 
Caracas, 10 de enero 2008

112
Octavio Armand

NOCHEBUENA
 

A la caída de la tarde salió a recorrer el pueblo. Una salida


frecuente en el último par de meses, pues tenía una amiga, que
aún no llegaba a novia quinceañera, a quien solía visitar a diario.
Vivía en la calle Línea, así llamada por la vía del ferrocarril, que
la surcaba como un río de dos corrientes paralelas, ambas conver-
tidas por el brillo de la luna en agua centelleante y perfectamente
inmóvil. En el acero se podía soñar hielo y burlar así el calor de
tanto oriente multiplicado por tanto sur. 
Aquella amistad teñida de deseos, o aquel deseo disfrazado
por los ceremoniales del trato, era como una fruta cortada en
mitades antes de que la pulpa cristalizara su primer azúcar. Una
fruta a retazos, que para madurar tendría que juntarse. Tenía algo
en común con la calle, como si las líneas hubieran salpicado la si-
metría de su metal al corredor donde esperaban al visitante como
a la manecilla de un reloj y lo recibían con un beso; y a la acera
que él recorría, acelerado el paso por extraños presagios, y donde
luego compartiría unas horas con la muchacha, él de pie a un
lado de la baranda, ella al otro lado en el balance que la ofrecía y
la negaba a Tántalo.
Líneas paralelas que jamás se tocan, decía un bolero de aque-
llos años. Otro, igualmente profético, le pedía al reloj que  no
marcara las horas, que detuviera su camino. Un camino de dos lí-

113
El ocho cubano

neas, como las del ferrocarril, pero diminutas en su sincronizado


y convergente metal; y que a cada rato se cruzaban, montándose
una sobre otra, hasta desaparecer la dualidad dos veces al día en
las tres y cuarto y otras dos en la una y cinco y las seis y media
o las doce en punto. Noche y día, cada día, en la lenta pero inal-
terable sucesión de los días.
Solo que esta vez no había salido por la noche, después de la
cena. Tenía que hacer dos visitas antes de repetir a Euclides. Una
en Calixto García, cerca del parque donde años atrás montaban el
circo, cuyos leones asustaban mucho menos que los payasos, pues
el miedo, el verdadero miedo, es hijo del espejo. Pese a la maes-
tría con que saltaban sobre bancos escalonados y atravesaban aros
llameantes, los leones eran tan ajenos al hombre que los domaba
como al niño asombrado que quería imitar los crecientes rugidos,
estentóreos, casi estereofónicos en las jaulas, para disimularlos en-
tre los suyos.
La risa despertada por  los payasos era más amenazadora,
pues a pesar de las narices como bombillos encendidos, los ros-
tros enmascarados por la pintura y las melenas como de estopa,
resultaba inocultable lo humano; y en las cachetadas, los trompo-
nes y las caídas con que deleitaban al público se azogaba un vidrio
para que el niño aprendiera a verse en lo ridículo y deforme. 
En Calixto García no le abrió la criada. El llavín y el cerrojo
respondieron a la aldaba sin demora, como para que los mundos
separados por la puerta se encontraran cuanto antes en la sala, que
solo entonces, cuando la madre del amigo lo invitó a pasar con
un gesto que no precisaba alegría o tristeza, perdió la oscuridad
que pronto la extendería en la noche, a pesar de las paredes y los
ventanales cerrados. Las luces se prendieron apenas entreabierto
el paso. De pie, casi parado sobre una sonrisa, lo esperaba el ami-
go. En el umbral, pero todavía contraído por el largo pasillo que
llevaba a las habitaciones, el padre lo saludó.  

114
Octavio Armand

__ Quería despedirme. Como saben, parto mañana. Estaré


en La Habana hasta el 24. Ese mismo día llegaré a Nueva York.
Ojalá nos volvamos a ver muy pronto. No me atrevo a desearles
un feliz año nuevo. Que sigan juntos por lo menos. Ya es algo.
Los jóvenes no le dieron al abrazo más que su pulpo, franco
y repetido. Los padres, que habían conocido al visitante antes que
la pila bautismal, no lograron ocultar su inquietud. Sumaron
bendiciones al abrazo, como para que tras la inminente separa-
ción lo siguieran apretando sus tentáculos.
El recordaría esas bendiciones, y las devolvería con creces,
cuando en el transcurso de los años las cartas anunciaran la muer-
te de ambos. Primero la del padre, ocurrida allí mismo, en aquella
casa donde desde siempre había estudiado en el comedor y en ex-
traño equipo de turnante tres había jugado pelota en el traspatio.
La madre murió en Kingston, Jamaica. Le había dicho al hijo que
no se preocupara, que estaba bien, que se fuera al cine. Al regresar
a casa el hijo único ya era huérfano, y como tal dio la noticia.
La noticia y el pésame por un instante reunieron en quien
más nunca vería al compañero ni la casa de Calixto García  al
equipo del traspatio, que consistía de dos muchachos y la madre,
ellos turnándose al bate y en el trajín del fildeo, ella de compla-
ciente pitcher, tratando de acertar con la pelota al punto exacto
que los bateadores le indicaban, como si inventara el centro para
un círculo imposible.
El otro compromiso lo llevaría a  Máximo Gómez, que en
aquel pueblo de calles cuadriculadas también era paralela a Martí,
su punto de partida. Tampoco adivinó que sería la última visita a
esa casa. Allí nadie lo esperaba. Quería agradecer con su presencia
un gesto de aquel compañero. La política, anticipo de la geogra-
fía, los había ido separando. Pero quedaría para siempre, como
homenaje a esa amistad, la espontánea solidaridad de quien supo
mantener algún sentimiento al margen del fanatismo.

115
El ocho cubano

La tarde anterior, en la esquina de Martí y Emilio Giro, con-


versaban varios jóvenes. La mayoría cursaba estudios en el mis-
mo colegio. Uno, hijo de la maestra de segundo grado, estaba
enterado de que pronto habría una ausencia en aquel grupo. Y
decidió insinuarla, no para promover abrazos sino tropiezos y en-
frentamientos, como para imponer la distancia de una vez. En
lo político era impar el de Máximo Gómez, pues simpatizaba
con el régimen rechazado unánimemente por los otros. Se decía,
además, que ya se había integrado a los servicios de seguridad del
estado. Que era soplón, echado, o como se hubiera dicho poco
antes, chivato. Aquella tarde fue solo un amigo, punto.
__ ¿Sabes que se va pasado mañana para Estados Unidos?, le
preguntó al supuesto espía, como para despertar con el dato una
reacción que evidentemente él sabría disfrutar,  pero sin medir
otra consecuencia, ya no de su maldad sino de su torpeza, pues la
pregunta, todos lo sintieron así, era como besar a Judas.
__ ¿Sí?, contestó a quien pretendía acorralarlo en la sorpresa.
A ti pareciera que no te importa. A mí, sí. Luego miró al viajero
y con una emoción que apretó aún más a la esquina le dijo te ex-
trañaré. Sabes que te extrañaré mucho. Que tengas un buen viaje.
La breve visita repitió los pormenores de la esquina, aña-
diendo detalles, no explicaciones. Un estrechón de manos que
duraría décadas en la memoria de ambos fue la visible colum-
na de aquella amistad, trunca en su apogeo, pero cautivante
todavía, como una antigua ciudad al pie del volcán que la había
arrasado.
Cuando atravesaba el pueblo para acercarse como una loco-
motora al corredor donde ya tenía ritual y hora fija, se prendieron
las luces de los postes eléctricos, todos viejos y de madera. Pare-
cían cruces donde apenas quedaba la repetida cabeza ensangren-
tada del ungido; la maraña de cables se perdía con su floja sime-
tría en la distancia, pero allí, sobre el bombillo amarillento, rojizo

116
Octavio Armand

casi, pudiera haber convencido a más de uno de que se trataba de


una corona de espinas.
Sobre aquellos cables se colgaba un muñeco de trapo relleno
de paja cada domingo de resurrección. Ya muy lejos en el tiempo
y el espacio, él recordaría con asombro y no poca vergüenza que
con la horca o la candela aquello no celebraba la muerte de Ju-
das sino la del judío. En el colegio había algunos. Entre ellos un
amiguito de la infancia, con quien intercambiaba estampillas de
correos. Se llamaba Moisés, nada menos. ¿Qué haría Moisés, qué
harían los padres de Moisés, durante aquellos domingos en que
la resurrección de un judío se celebraba con la muerte del judío,
como si aquel pueblo no se hubiera enterado de Auschwitz, Da-
chau o Treblinka, y muchos de sus vecinos pudieran repetir como
buenos cristianos la gesta de Eichmann y Höss?
La memoria prefiere reconocer otra imagen en aquellos pos-
tes sonámbulos. Una versión verticalizada del vía crucis ferrovia-
rio, donde los travesaños que él a veces contaba para apresurar el
encuentro con una muchacha, se levantaban cada noche, noche a
noche, como agujas de una catedral invisible, para registrar en su
ausencia una grata aspiración al cielo.
Le susurró, apenas besado, que partía al día siguiente. Hubo
alguna lágrima. No de parte suya, por supuesto, pues entonces él
soñaba que tenía madera de héroe. O de crucificado. La consoló
insistiendo que se verían de nuevo. Quizá muy pronto. Cuestión
de meses. Aprovechó para preguntarle, ay heroísmo, si quería ser
su novia. La muchacha lo hizo esperar mientras entraba para bus-
car algo en su cuarto. Al cabo de unos minutos eternos regresó
con un bolígrafo y se marcó la palma de la mano izquierda. Luego
hizo un puño y se lo acercó.
__ Toca ahí, le dijo señalando el monte de Venus.
Su índice apretó la muda aldaba, sintió que su yema entraba
en aquel cuerpo como una llave. La cerradura se abrió. También

117
El ocho cubano

el puño. Entre las líneas de la mano leyó una alegre sílaba. Un sí


de carne. Eran novios.
Con esa alegría y un par de besos regresó a casa. El joven que
tantos viernes por la tarde leyera su más reciente poema, cívico y
malo, siempre al lado de la directora del plantel que lo presentaba
ante el estudiantado en pleno y antes de que se cantara el himno
que  a todo pulmón  aseguraba que morir por la patria es vivir,
sintió que aquel sí escrito por la novia era en realidad su primer
poema. Los otros, no por malos sino por cívicos, le habían cos-
tado caro. Reflejaban una peligrosa rebeldía. Mejor no leer más
poemas, se le dijo  un día  en el colegio.  Mejor sacarlo del país,
decidieron sus padres como un eco ese mismo día. Y así fue.
Por eso regresaba a casa aquella noche, novio de quien nunca
más volvería a ver. Se llevaría para siempre su imagen, baranda
de por medio a pesar de los besos y el sí de carne y hueso. Pero a
esa imagen, ya borrosa, se sumó otra que todavía retumba en el
recuerdo. El no indeleble del odio y la exclusión.
A medio camino, a unas cuadras de las líneas aceradas que
ahora se confundían con las líneas de una mano, un hombre ves-
tido de miliciano capitaneaba una extraña tropa. Un grupo de
niños, quince o veinte, esbozaban dos filas algo inquietas y reto-
zonas. Un cuadro militar que aún no conocía el orden geométri-
co pero sí las órdenes del jefe. Tendrían entre ocho y diez o doce
años. Cada uno llevaba al hombro un palo de escoba cortado en
tercios o mitades, según el tamaño del futuro mártir o héroe que
allí se estrenaba para la patria.
De repente oyó cómo la voz del amo arrancaba de aquel coro
infantil las respuestas del odio. Se sabían de memoria la cuartilla
que repetirían como un disco rayado para siempre. Eran como
las vocales dibujadas en el abecedario, los misteriosos y enormes
números del primer cuaderno de aritmética.
 

118
Octavio Armand

__   ¿Quién es el Tío Sam?


__   Un hombre muy malo.
__   ¿Qué quiere Fidel?
__   Batirse con él.
__   ¿Qué quiere Guevara?
__   Partirle la cara.
__   ¿Qué quiere Menoyo?
__   Meterlo en un hoyo.
__   ¿Que quiere Chomón?
__   Pegarle un trompón.
__   ¿Qué quiere Sorí?
__   Sacarlo de aquí.
 
Líneas de preguntas y respuestas. Líneas paralelas como
las filas de aquellos diminutos soldados. Quietos para la prime-
ra pregunta, la respuesta automática levantó el pie derecho de
cada niño. Como si fueran uno solo, los pies marcaron violen-
tamente su estribillo en el asfalto. Se levantó el izquierdo para
clavar el suyo. Dos, tres, cuatro veces taconearon los soldaditos
de plomo. Pero permanecían inmóviles en su escasa rigidez. Solo
a partir de la segunda pregunta se iniciaría la marcha. Entonces
se contonearían los cuerpos de la cintura para arriba, como si los
juguetes empezaran a perder el plomo.
El viajero se alejó escuchando aquellas preguntas retóri-
cas  pero respondidas  como en un examen  final  de  historia.  El
ritmo de la marcha  iba quedando atrás. Era apenas un rumor
cuando despertó  cuero en el asfalto, como una conga que ma-
quinalmente perdía su carnaval. De las consignas solo quedaba
el compás.
Empezó a medir un tiempo fuera del tiempo. Una difícil
sonrisa le alivió el camino que ya poco tenía que ver con la víspera
y el norte. El solista y el coro le parecieron, en la distancia de unas

119
El ocho cubano

pocas cuadras entonces y luego en la zanja de muchos años, las


voces antifonales del son de la Ma Teodora. 
 
 Caracas, 1 de noviembre 2007

120
Octavio Armand

PEDRO PERICH
 
 
 

“No quiero morir,” escribió con mi bolígrafo, enorme y tem-


blorosa la letra, en la portada de Newsweek. Desde hacía un par de
días la revista reposaba en la mesita de noche al lado de su cama,
en la habitación del Elmhurst General Hospital que compartía
con otros dos pacientes. Uno de ellos, que tampoco la había leído
ni la iba a leer, se la había prestado. El desánimo, la depresión,
hizo que ese vecino desistiera tras hojearla.
__  Pásasela a él, me dijo en su inglés casero –era de familia
italiana–, para que la lea cuando despierte.
Se lo agradecí y la coloqué en la mesita de noche, sin acla-
rarle que don Pedro no sabía inglés. Temía que la aclaración pu-
diera parecer un rechazo y se prolongara en una larga explicación.
Inútil por demás, pues todo resultaba ya tan evidente en aque-
lla habitación que nadie pedía ni daba explicaciones. Pero aun
armado de un inglés de doble filo, cortante cockney y brillante
oxford, don Pedro no hubiera leído nada. Entubado y recibiendo
constantemente medicación a través del suero, y ocasionalmente
oxígeno, esperaba la muerte, tan desanimado y deprimido como
el joven vecino. Y sin ninguna esperanza, ya que para colmo tenía
noventa y dos años.
Sin pasar de las gracias, pues, yo había recibido el enrolla-
do  Newsweek de la mano del posoperado y preenterrado ítalo,

121
El ocho cubano

como si se tratara del testigo en una carrera de relevos, y la había


puesto en el sitio exacto de donde ahora la había tomado para pa-
sársela a don Pedro. Me extrañó que en el par de días transcurri-
dos ni él ni nadie la hubiera tocado siquiera. Ni Gloria, su mujer;
ni Angelita, su hija; ni mi padre, que solía acompañarme en las
visitas al hospital, como antes a veces lo hiciera cuando me acer-
caba al apartamento del simpático veterano del 95 para que me
contara del pasado heroico y para quejarnos un rato del presente. 
Él se quejaba sobre todo por una separación que no se había
podido zanjar a pesar del papeleo y los incesantes trámites. Se
preocupaba mucho por el hijo que había quedado en la isla, y a
quien no volvería a ver. ¿Y yo? ¿De qué me podía quejar? ¿Qué
podía echarle en cara a la actualidad  en aquel entonces, cuan-
do apenas había cumplido dieciséis o diecisiete años? Mi vida,
como hacía Newsweek con la historia del mundo entero, todavía
se podía medir por semanas. Yo no tenía pasado ni pasados con
qué comparar o contrastar el presente, que era lo único mío en la
larga carrera histórica, arqueológica y geológica del planeta.
__ Is he your grandpa?
No, solo un amigo, contesté. Lo primero con un meneo de
la cabeza, sin siquiera la sílaba única. La puntualización, escueta
pero firme, casi subrayada, despertó en su mirada una mayor cu-
riosidad. Evidentemente le resultaba más fácil explicarse mis visi-
tas al anciano por el parentesco que por una amistad que saltaba
tres o cuatro generaciones.
Su mirada pedía explicaciones y entonces no las di. Temía
que en una conversación mi rostro delatara lástima, que es lo que
sentía por él. Y por don Pedro. Y por mí mismo. Además el pa-
ciente vecino solía estar impaciente. Con todo y todos. Como si
le faltaran fuerzas o ganas para trascender monosílabos. La expli-
cación que pedía lo hubiera abrumado. Y no la di. Creo que con
estas líneas, aunque tardíamente, intento hacerlo. 

122
Octavio Armand

Conocí a don Pedro en la bodega donde yo trabajaba. En la


calle 82 de Elmhurst, muy cerca de la ruidosa Roosevelt Avenue,
coronada por la línea IRT del metro neoyorquino. El sitio, más
bien pequeño, se llamaba Tomy’s Grocery. Tomy por Tomás Ri-
vera, su dueño. Un altísimo y recio puertorriqueño que parecía
boxeador y estaba casado con cubana: Grace, Graciela. Mi familia
los había conocido durante el exilio de Batista; y ambos me te-
nían mucho cariño, tanto como yo a ellos.
El sitio era un punto muy conocido. Casi un centro perfora-
do por compás en el caótico mapa latinoamericano que empezó
a asomar con añoranzas y desgarrones en la zona. La pequeña
bodega estaba cerca de Guayaquil y Medellín, de Buenos Aires y
Lima, de Jalisco y Managua, de Baracoa y Puerto Plata. Si bien en
el 58 había muy pocos latinos en esa parte de Queens, empezaron
a llegar en crecientes cifras hacia mediados de los 60.
En la bodega de Tomy Rivera podían satisfacer nostalgias,
comprando algunos productos de Ecuador, Argentina, Puer-
to Rico, luego de Colombia, México, República Dominicana,
y siempre muchos de Cuba. Por supuesto no de la isla sino de
sus abundantes aunque aisladas y a veces precarias imitaciones:
Miami  y  luego Jersey City seguido de un larguísimo etcétera.
Los clientes podían pedir, quejarse, agradecer, comentar y bro-
mear en español, todos sus acentos absolutamente bienvenidos
y compatibles con el de Grace, que estaba bastante salpicado de
sajón porque ella había llegado muy niña al norte; el de Tomy,
ocasionalmente sazonado de ay, bendito; y el mío, de náufrago
guantanamero. Añadido acicate para comprar allí pasta o cascos
de guayaba, casabe, tamales, unto, jalapeños y chipotles, lechosa,
coco o boniatillo enlatados, plátanos y hojas de plátano.
Yo comencé a trabajar en ese caótico mapa de sabores y año-
ranzas a partir del 62, estando en bachillerato. Trabajaba los fi-
nes de semana y durante todo el verano, orgulloso porque podía

123
El ocho cubano

aportar algo a la familia, que no pasaba su mejor momento. Por


lo general defendíamos la trinchera Tomy y yo. Grace se aparecía
en las horas pico y en las ocasionales emergencias. Yo hacía de
todo. Desde cargar y vaciar los guacales de yuca importados de
la República Dominicana, lo cual me obligaba a meter las manos
en nuestro paisaje, pues las viandas llegaban cubiertas de aserrín y
tierra muy húmeda, fango casi; hasta atender la caja o al variopin-
to público, muy complacido por lo solícito que era aquel joven
que fui. Con las personas mayores me esmeraba en las atenciones
y el trato. A veces las viejitas me querían dar propinas. Nunca las
acepté.
Durante un mes don Pedro había pasado por la bodega los
sábados por la tarde. No era él quien hacía compras sino su hija,
Angelita, esbelta y muy atractiva. Era modelo y estaba casada con
un fotógrafo. El padre, caballero decimonónico, la acompañaba
para protegerla de peligros potenciales pero entonces inexisten-
tes. Yo me había fijado en ambos. En él, con simpatía, la que
invariablemente me despertaban los ancianos. En ella, con un
sentimiento algo confuso que  sin llegar  a fiebre sí era interesa-
do, aunque disimulaba lo mejor posible deseos imposibles. Des-
de siempre supe que eran cubanos. Los había delatado el acento,
por supuesto.
La tercera o cuarta vez que cayeron juntos en el sitio  nos
presentamos. Se hizo propicia la ocasión por un detalle que me
llamó la atención. En la solapa de don Pedro, siempre trajeado en
su único saco –pulcro, raído, gris–, había visto un escudo cubano
al revés. Un botón de oro. Le pedí permiso para enderezarlo. Me
lo agradeció mucho y me dijo, orgulloso, que era su botón de
veterano. Cuando  me enteré además de  que era  guantanamero
y que conocía a mi padre desde siempre, ¡cómo no!, ¡desde que
Cuba es Cuba, República de Cuba!, mi simpatía de inmediato se
multiplicó por curiosidad y admiración.

124
Octavio Armand

Ese día atropellé a mi padre con preguntas acerca del ve-


terano; y sólo tuve que mostrarle el número que Angelita me
acababa de dar para convencerlo de que lo llamara ya y ofreciera
una primera visita. Lo visitamos juntos varias veces; luego me
acercaba yo solo para oír sus cuentos y anécdotas. Su memoria
era un museo, un tesoro de Guantánamo enterrado en la avenida
Baxter, a pocas cuadras de mi casa; y yo un arqueólogo. Todavía
me conmueve recordar a través de él las últimas horas  del ma-
tancero Antonio López Coloma, fusilado el 26 de noviembre de
1896 en el Patio de los Laureles del Castillo de la Fuerza.
López Coloma había sido condenado por su participación
en el alzamiento del 24 de febrero del 95. Don Pedro también.
Fueron compañeros de celda. Ellos y unos cuantos más. Pero ya
no recuerdo el número exacto ni sus nombres. Ojalá algún día me
perdone este olvido. La noche del 25 todos abrazaron al matance-
ro que iban a matar. Después se sentaron en el piso, haciendo un
círculo alrededor de ese centro que en pocas horas desaparecería.
Entonaron, muy bajito, el Himno de Bayamo. Luego le pidieron
a López Coloma que se quitara la camisa y, turnándose, lo des-
piojaron. Imagino que nadie durmió esa noche. Ni en esa celda,
ni en las vecinas. Al amanecer, cuando se lo llevaban, a medida
que los pasos lo alejaban de sus compatriotas y lo acercaban a la
muerte, celda tras celda prorrumpía en gritos: ¡Muere como un
cubano! ¡Viva Cuba libre!  Un silencio sepulcral de varios minu-
tos precedió a la descarga.
Todavía puedo ver a don Pedro acurrucado en la esquina del
sofá mientras me cuenta el episodio. Recuerdo como tenía que
apoyarse y tomar impulso para levantarse de ese sofá cada vez que
me iba a preparar un cafecito. ¿Se daría cuenta de que yo entonces
me acercaba a él, que a veces me paraba frente a él, por si acaso
perdía el poco equilibrio y caía? Ojalá que no.
 

125
El ocho cubano

Lamentablemente a ese recuerdo se sobreponen otros. Don


Pedro entubado en la habitación del hospital de Elmhurst, la mi-
rada humedecida por unas lágrimas que no llegaron a salir cuan-
do garabateó ese ‘No quiero morir’ que fue su testamento; don Pedro
en el ataúd, de cuerpo presente en la misa de difuntos que se celebró
en la Iglesia de Santa Juana de Arco, también en Elmhurst, a la
cual asistimos exactamente cuatro personas: la viuda, la hija, mi pa-
dre y yo; ese ataúd, con el cuerpo presente todavía, en el United States
Columbarium Co., un crematorio de Woodside donde lo dejamos al
pie del horno, frente a la portezuela, para que entrara a las llamas o a un
cuadro de Carlos Enríquez.
Dos o tres días después Gloria y Angelita recogieron las ce-
nizas. No sé qué hicieron con ellas. Sí sé lo que hicieron con el
botón de veterano. Me lo entregaron, como había pedido don
Pedro. Lo he guardado por más de cuarenta años. Guardo tam-
bién aquel Newsweek. Aquel poema de una sola línea. Ahora que
escribo estas para recordar al viejo guantanamero  muerto en el
exilio, me digo que tengo que buscarla. Ojalá no se me haya ex-
traviado o perdido con las mudanzas. Porque en el recuerdo, en
la admiración, no ha habido ni habrá mudanza.
 
Caracas, 17 de mayo 2008

126
Octavio Armand

RAPSODIA HÚNGARA
 
 

Muchos de los húngaros refugiados en Estados Unidos tras


la dramática rebelión del 56 fueron a parar a New Jersey. Es-
pecíficamente a New Brunswick, pues cerca de esta ciudad que
era apenas un exagerado pueblo se habilitaron como albergue las
barracas de Camp Kilmer, un campamento militar de la Segunda
Guerra Mundial y luego de la coreana. La vigorosa comunidad
magyar radicada en la zona desde las primeras décadas del siglo
XX, que mejoraba las posibilidades de empleo, las escuelas donde
los adultos  aprendían algo del endemoniado inglés  y sus hijos
eran sometidos a las nuevas cartillas, la asistencia de las iglesias
locales, todo eso que llega a constituir un medio favorable, facili-
tó que se establecieran allí.
New Brunswick era –y sigue siendo– una ciudad universita-
ria: sede de Rutgers, fundada en 1766, coetánea pues de Prince-
ton, y situada a escasas millas de esta célebre institución, en cuya
facultad, durante aquella década del Sputnik y el Rock and Roll,
Einstein todavía prendía lentas pipas con la enérgica velocidad de
la luz. A pesar de las casi simultáneas fechas y las pocas millas, la
distancia entre Princeton y Rutgers era enorme.
Princeton era Ivy League: una costosísima y prestigiosa uni-
versidad privada, que apoyaba sus formas señoriales en un paisaje
todavía bucólico. Abundaban los cultivos de frutas y hortalizas,

127
El ocho cubano

espléndidos sobre todo hacia el comienzo del otoño, cuando el


espectacular cambio de colores de las hojas, y después la alfombra
roja con que recibían al invierno, anunciaban que al irse las bru-
jas de Halloween en aquellos campos solo habría hielo y nieve.
Las calabazas tan típicas de la época también desaparecían. Pero
durante algunos meses, como para que perdurara la simpática
fiesta de fines de octubre, los árboles caducifolios se disfrazaban
de esqueleto.
Rutgers en cambio sigue siendo pública: la universidad del
estado de New Jersey, que solo lentamente pudo ir ampliando
sus horizontes más allá de los fines inmediatos y prácticos. Quizá
por ello no deba sorprender que para entonces su egresado más
famoso fuera una figura de los comics: el cegato pero suertudo se-
ñor Magoo. Todavía pesaba mucho el remoto pasado colonial. O
para no exagerar tanto, el agrícola y preindustrial de la temprana
república.
El siglo XIX tardó en irse y el XX en llegar. Primero por
la necesidad de ministros expresamente educados para las diver-
sas comunidades protestantes de la región; luego por la de inge-
nieros agrónomos, químicos industriales  y técnicos con que se
justificaba el creciente costo de la institución a los votantes que
para mantener sus puertas abiertas exigían mentes un tanto cerra-
das. Se dependía de impuestos, no de matrículas ni mucho menos
de generosas donaciones, como Princeton. De ahí que surgieran,
pioneros entre sus más importantes facultades, hacia 1800 el Se-
minario Teológico y después el Colegio de Agricultura.
Los húngaros  le dieron un ambiente algo más cosmopoli-
ta al pueblo. Y la universidad siguió ese curso, como si retoma-
ra el espíritu que casi exactamente un siglo antes, al final de la
década de 1860, la llevara a acoger a un grupo de estudiantes
japoneses ávidos de occidente y modernización tras la Restau-
ración Meiji. Ya no habría exclusivamente muchachos paralelos

128
Octavio Armand

y monótonos sembrados en hileras de pupitres y cosechables al


cabo de cuatro años, como si a los libros se les confundiera con
surcos y se les exigiera un rendimiento óptimo en gruesas arrobas
por hectárea. Los fines dejaron de ser mecánicos y previsibles. Un
nuevo causalismo aceptó al azar y los efectos nones; y los medios
se ajustaron a los nuevos tiempos, abonándolos, justificándolos,
en una apuesta que rendiría extraños pero importantes frutos, en-
tre los cuales destaca el Premio Nobel otorgado en 1952 a Selman
Waksman por su descubrimiento de la estreptomicina. 
En New Brunswick hay iglesia magyar, banco magyar, mer-
cado magyar, restaurante magyar y por supuesto barrio magyar.
Ahí viví yo durante un lustro ilustrado en cuanto me pude zafar
de los dormitorios estudiantiles, a los cuales estuve condenado
–por el reglamento, si no recuerdo mal– como freshman y sopho-
more, o sea durante los dos primeros años de estudios; y cuando
al fin también me zafé, casi por apendectomía,  de varios com-
pañeros prensiles con quienes, cada vez más alejado del campus,
compartía el alquiler de un apartamento. Aunque nunca dejé de
ser neoyorquino de viernes a domingo –ni durante las vacaciones,
por supuesto–, viví dentro del perímetro universitario entre 1964
y 1966, en la frontera claustro-húngara entre 1966 y 1968, y ya
en pleno Danubio azul entre 1968 y 1973. 
Una década después de los húngaros y un siglo después de
los japoneses, llegué a New Brunswick, pues como al señor Ma-
goo  a mí me tocó Rutgers. De una familia exilada y como los
magyars venida a casi nada, Princeton no estaba  al alcance del
bolsillo. Rutgers tampoco era un mapa fácil para mi escasa tierra
firme. En 1964 era raro el estudiante que no fuera residente de
New Jersey y casi insólito un extranjero. Yo resultaba un tanto
norteño como neoyorquino y pecaba mortalmente de sur como
isleño. 
 

129
El ocho cubano

Como los húngaros del 56, había escapado de una tiranía


comunista, aunque con el correr de los años, superada la castrofo-
bia con claustrofilia, sentiría que escaparse es caparse. Y como los
japoneses del XIX, era oriental, pero no de aquel este casaliano y
nipón sino de uno provinciano y nostálgico. Mi Oriente siempre
ha sido  infinitamente remoto, por guantanamero y arcaizante.
Trópico entrópico por un lado y por el otro colmo de cosmópo-
lis. Paralelos meridianos. O viceversa. Lo esquizoide me abría las
puertas de non en non. Consuelos: las muchachas de Douglass y
las townies de New Brunswick, tan abundantes como las calabazas
vecinas.
Por culpa de las calabazas, por cierto,  casi no sobrevivo al
primer semestre. El azar, ese destino, había agrupado en el pe-
núltimo piso del dormitorio Livingston, que era el quinto, a un
selecto grupo de muchachos. Creo que éramos veintitrés en to-
tal, dos por habitación, más el preceptor, Chris Matkovic, algo
mayor que el resto, y que ocupaba solo y a sus anchas una habita-
ción por lo tanto envidiable: la primera a mano izquierda cuando
se entraba desde el hall, o la última a mano derecha si se subía
por las escaleras.
Yo estaba en la 510 junto con Jeff Bossert, compañero de
bachillerato, peso completo en lucha grecorromana y fanático del
automovilismo  que pretendía cursar ingeniería mecánica  y tra-
bajar en la empresa de su padre, que entre otras cosas fabricaba
equipos de aire acondicionado a especificación de la Nasa para el
entrenamiento de astronautas.
De los veintidós que acabábamos de matricular, dos o tres
no sobrevivieron el primer semestre. Al finalizar el primer año la
guadaña de las dramatemáticas y la guillotina del inglés –análisis
de textos y composición–, materias rigurosamente obligatorias,
habían diezmado al grupo, reduciéndolo a la mitad. Entre los que
tuvieron que despedirse lamentablemente estaba Jeff, que podía

130
Octavio Armand

hacer un rígido pretzel con las extremidades de sus contrincan-


tes, o un buñuelo de yuca conmigo cuando me prestaba para
que practicara llaves que eran candados. Pero el sumo no supo
cómo llevar a la lona a Stephen Dedalus ni al Gran Gatsby, que
muere trágicamente en un violento episodio de nostalgia icaria
mientras flota en su lujosa piscina. 
Todavía el olvido no ha logrado borrar unos cuantos nom-
bres de origen eslavo, judío, alemán o sajón. Jerry Sawczak, Jimmy
Altman. El primero, una hoja arrancada por Polonia a la picares-
ca española; y Jimmy, de Bayonne, uno de los cuatro judíos del
grupo, muy buen estudiante, como todos ellos, y amigo cariñoso
y solícito, que seguramente llegó a ser veterinario, como quería.
El enorme Greg Czura, que había jugado football en bachillerato
pero en Rutgers tuvo que contentarse con sus ejercicios de pesas y
las cabillas que doblaba en el cuello. Toivo Tammerk, compañero
de cuarto de Greg, hijo de estonianos, cuyo padre, piloto de la
fuerza aérea, escapó al finalizar la Segunda Guerra Mundial. Y
Bruce Whiting, cadete de los green berets –tropas especiales del
ejército norteamericano–, excelente muchacho, de una ingenui-
dad alucinante.
En una ocasión lo oí hablando por el teléfono público que
estaba cerca de las escaleras, donde entonaba una mendelssoh-
niana pero primitiva canción sin palabras. Emitía gruñidos, mu-
gidos, relinchos, berridos, rugidos, gorjeos, ladridos, ronroneos,
pitidos, rebuznos, graznidos, como si fuera Elvis Presley comién-
dose el micrófono.
Al preguntarle con quién hablaba, me dijo que con su padre.
__  Bruce, no deberías hablarle así. 
Este consejo fue uno de mis primeros ramalazos de madu-
rez.  Ya era capaz de sentir cuando alguien por verde se pasaba
de  boina. Pero la respuesta me dejó atónito. Y  me aclaró por
qué era exactamente como era este eterno camuflado.

131
El ocho cubano

__ Oc, él siempre me habla así. 


No se vaya a creer que me burlo de Bruce. Al contrario, me
encantó su primitivo esperanto, que elevaba las onomatopeyas
exponencialmente hasta constituir una paralela Torre de Babel.
O una pentecostal zoolalia. De hecho  yo nunca he dejado de
hablarle así a mi hija, que acaba de cumplir diecisiete años; solo
que, más precavido, me cercioro de no tener testigos. 
Con su crew cut casi a rape, el corte de pelo típico de reclutas
y soldados, jamás empujaba con las manos como cualquier hijo
de vecino las puertas de vaivén, como la que separaba a las habi-
taciones del hall, por ejemplo; o, más pesada, la de las duchas que
compartíamos, a veces a jabonazo limpio o con latigazos de toa-
lla húmeda y parabólicos chorros de champú y crema de afeitar,
remedos de las pistolitas de agua que por lo visto aún extrañába-
mos. Él las abría sin detenerse ni perder el paso por contracción
del pectoralis major, súbito y percutiente do de pecho.
Otra excentricidad como para caer de bruces: entrenado
para sobrevivir en las aristotélicas virtudes de la adversidad, ali-
mentándose con lo que tuviera a mano y bebiendo como cham-
paña hasta sus propios orines de ser necesario, no comía costillas
de cerdo, pargo a la plancha, papas fritas, pastel de manzana o
arroz, nada de lo que pueda apetecer a un común mortal. Él sólo
ingería proteínas, glucosa, triglicéridos, carbohidratos, colesterol,
aminoácidos, vitaminas. Para comprobarlo aceptaba nuestro re-
petido reto en el comedor de estudiantes. En un vaso de leche
metíamos sobras de todos nuestros platos: grasa de sirloin, alguna
desfallecida hoja de lechuga, ensalada de atún, guisantes arruga-
dos, cubitos de zanahoria, salsa de tomate, mostaza, queso, pastel,
torta, helado, trozos de fruta, yogurt, sal y pimienta.  Dentro, lo
que fuera. Bruce batía la mezcla con una cucharita y se la bebía
de un tirón. 
 

132
Octavio Armand

Dedicábamos más tiempo a las travesuras que al cálculo o al


Coriolanus. Por ejemplo, frecuentes pleitos y peleas con los veci-
nos, comenzando por los del ala opuesta del quinto piso. Meter
muchachas en las habitaciones, siempre por las escaleras para no
comprometer al querido y tolerante preceptor. Robo de baterías y
rines para reemplazar -- así lo justificábamos -- lo que unos mal-
ditos bribones le habían robado a nuestra venerable hermandad.
Jugar póker hasta que al bobo se le agotaran los reales y a todos
nos faltaran la cerveza y el vino. En una memorable partida un
perdedor me tuvo que entregar, como el Justin von Nassau  de
una minimalista Rendición de Breda, una escultural llave del siglo
XVII, tan pesada como barroca, y bayonetas francesas, alemanas
y norteamericanas de las dos guerras mundiales.
La lista es tan larga como una cadena perpetua. Para no ago-
tarla añado solo otro eslabón eslavo. Lax but not Liszt: encerrar
en la habitación a algún pobre diablo que no se quisiera perder
de un examen o una cita hasta que rogara que lo dejaran salir,
prometiendo cervezas, botellas de vino y cigarrillos. La encerrona
se hacía con cuñas de madera introducidas debajo de la puerta,
inutilizando la llave y la manigueta. Se tuvo que desistir de esta
práctica cuando Greg Czura, preso con prisa, amenazó zurra uná-
nime y rompió con su cabilla enderezada el ventanal de la habi-
tación contigua, creando un escándalo de vidrios rotos y carros
maltratados en el estacionamiento.
Recuerdo una ocasión en que no pude prender  mi Olds-
mobile del 56. Por supuesto no sabía por qué ni  tampoco me
interesaba saberlo; sólo quería  llegar más puntual que los reyes
de Inglaterra a mi primera cita con Diana, tan esbelta y luminosa
que con su propio remolcado español la rebauticé Mary Diana.
Volví a la habitación sin poder contestar las múltiples y ace-
leradas preguntas de Jeff acerca de la avería: que si el arranque,
que si la mariposa, que si la gasolina. Enseguida bajó conmigo,

133
El ocho cubano

rápido voluntario para cualquier asunto de carros y velocidades.


Trató de prenderlo. Nada. De inmediato levantó el capó y se acla-
ró el misterio.
__ Te robaron la batería.
Vuelta a la habitación, donde Jeff tenía herramientas. Y vuel-
ta en U al estacionamiento.
__ Busquemos un carro grande y nuevo, para que tenga el
tipo que necesitas.
Cuando lo encontramos, pidió que sostuviera el capó lo más
bajo posible mientras con su cuerpo doblado y metido a ras del
motor él hacía lo que había que hacer. 
Al desencajar la batería se irguió tan triunfante por el mila-
gro que no me dio tiempo de subir el capote y terminó coronado
de invisibles espinas. El salvador se había herido la cabeza con la
punta del cierre. Atolondrado, se la sobó con la mano llena de
grasa y así, en stendhaliano rojo y negro, fue conmigo hasta mi
old Olds, como cariñosamente apodábamos a ese tanque Sher-
man que a Jeff le encantaba porque cuando se podía arrancar
no se podía frenar, y le pusimos la Duncan. Pusimos es mucha
gente:  él  la  puso y yo arranqué, dejándolo como una  estampa
napoleónica.
El episodio de las calabazas nos costó una sanción discipli-
naria que de haberse desacatado en lo más mínimo hubiera im-
plicado expulsión. Solíamos salir de paseo tarde en la noche por
cortesía del camión de correos de la universidad. Eso desde que se
descubrió, como si se tratase de la Atlántida, que lo dejaban sin
las puertas cerradas y con las irresistibles llaves adentro.
Francamente no era una aventura que me interesara en ab-
soluto. Pero por solidaridad y por indisciplina de partido más de
una vez me tocó acompañar a la tribu en estos paseos que de paso
constituían crímenes federales. Así de serio  resultaba secuestrar
el pony express del salvaje oeste ya homogenizado y pasteurizado

134
Octavio Armand

por Washington y la tecnología del motor de combustión inter-


na con sus muchos ponis de fuerza. 
Quizá el secuestro ecuestre expresaba la nostalgia del oeste,
que no el norte revuelto y brutal. Quizá éramos el correo del zar
pero trasplantado en el tiempo y el espacio. Un múltiple Miguel
Strogoff transiberiano, transoceánico y al servicio de la democra-
cia sajona.  O encarnábamos la otra cara de la misma moneda:
nómadas de las grandes planicies que se vengaban del intruso
blanco arrebatándole sus caretas y sus carretas. Hasta sus cartas.
Un pony express pawnee. O sioux. O apache. O repetíamos in-
voluntariamente -- ¿atavismo? ¿inconsciente colectivo? -- la sim-
pática aventura de unos precursores de la Clase de 1877 que nos
hubiera servido de coartada o de atenuante si hubiéramos estado
al tanto del caso.
En 1875 nueve estudiantes de Rutgers trataron de recuperar
un cañón de la época revolucionaria que supuestamente había
sido robado años antes por los ya eternos rivales de Princeton.
Durante un par de horas los futuros Magoo arrastraron el cañón
de más de mil libras hasta la carreta cómplice. Luego durante
siete horas atravesaron la noche y los despoblados campos hasta
llegar a las orillas del Raritan, orgullosos por el deber cumplido y
seguros de que ladrón que roba a ladrón tiene cien años de grega-
rio perdón. Tanto heroísmo resultó ser un tiro por la culata, sin
embargo: no solo tiraron y retiraron en vano el cañón sino que se
equivocaron de cañón. Menos mal que no intentaban un rapto
de sabinas.
En todo caso ni nosotros ni la policía conocíamos esta po-
sible coartada cuando sucedió el descalabro cucurbitáceo. Ni la
podíamos invocar, ni nos podía excusar. Tampoco nos hubiera
salvado alegar atavismo o inconsciente colectivo. Y en realidad
la sanción disciplinaria impuesta por el decano nos salvó de un
castigo mucho peor. No se dirimió el caso en jefaturas o tribuna-

135
El ocho cubano

les de Princeton sino en Rutgers, ya que regía el concepto de in


loco parentis para los locos locales.  Por unos meses exigió calma
el Alma Mater. Calma de cementerio que a regañadientes acep-
tamos y sobrevivimos. Pero como almas en pena, por supuesto.
¿Exactamente qué sucedió? Un giro en las giras. Nuestras
nocturnidades y alevosías se complicaron cuando el equipo ram-
pante se percató de que la agricultura de la zona templada dejaba
la bella cosecha expuesta a riesgos insospechados. Antes de este
fatídico atisbo, la cuestión había marchado sin tropiezos, a pesar
de que los paseos intermitentes de Miguel Strog On&Off no se
caracterizaban precisamente por la discreción o el sigilo –¿qué
gracia tendrían?– sino por la algarabía y los gritos con que se reta-
ba en destempladas serenatas a Princeton, meca de nuestros viajes
de descubrimiento y conquista. 
A partir de las dulces calabazas por nuestro mal halladas, cada
travesía multiplicaba la travesura con frenazos virgilianos frente
a los confiados depósitos donde las cucurbitáceas nos esperaban
sobre rústicas mesas o en grandes guacales hechos con listones de
madera mal claveteados, y para colmo abiertos, o sencillamente
amontonados al pie de los cuartuchos que ni siquiera llegaban a
cabaña por mucho que sus endebles cuatro paredes se elevaran a
una potencia inexistente. 
Cada travesía era un viaje en el tiempo. Cada camión llevaba
la firma de Wells sin Fargo. Pasábamos del siglo XX y los millo-
narios safaris africanos a las flechadas estampidas de búfalos y la
primitiva caza siberiana. Perdimos las palabras y la vergüenza al
incursionar en épocas aún más remotas. Nos hicimos gesticulan-
tes recolectores de frutos y estuvimos a un tris de convertirnos en
tristes vegetales, pues casi sufrimos una transformación de signo
adverso, como la que Séneca ideara para Claudio, cuya gordura
–hipérbole digna del César–  lo equiparaba a la redondez de la
Tierra y también, por fatuo y rastrero, a la calabaza. 

136
Octavio Armand

El maestro de Nerón enseña pero también se ensaña. Estoica


carambola neroniana, en La apocoloquintosis del divino Claudio
degrada al siempre cenado mas nunca harto César como respues-
ta a la divinización decretada por el Senado. Ovidio con algo de ofi-
dio, se burla del difunto transformándolo en calabaza. La venganza
como claudicación extrema in extremis: lo baja del trono romano
al trino animal y al treno sarcástico y vegetal. El gago, que solo era
de habla fafafácil por el trasero, se queda mudo en la nada apolínea
apocoloquintosis. Tan mudo en el más allá como la tropa nuestra al
ser sorprendida en un camino rural de la rival ciudad.
Resulta que los hortaliceros dejaron de ser incautos. Tuvie-
ron la osadía de aherrojar los euclidianos frutos en sus improvi-
sados rectángulos y de avisar a los guardianes del orden. Total: al
encontrar barrera de por medio los proyectiles que lanzábamos
desde el quinto piso –por eso he aludido a la apocoloquintosis–,
el clásico Greg Czura tocó violentamente donde no había puer-
tas y el rectángulo entero se abrió, desplomándose con cesáreo
estruendo. 
Suerte adversa la nuestra.  Al revés del célebre cuento de
hadas, nuestra carroza se convirtió en calabaza. Final de perros,
no de Perrault.  Halloween  a costa de  los burladores burlados,
que quedaron rápidamente tallados como cráneos de simpáticas
cuencas triangulares pero más desdentados que sonrientes.  En
vano invoqué mi ausencia. Según las autoridades, era demasiado
abultada y reincidente calabaza el expediente del grupo; y solo el
azar había evitado que yo participara en la tropelía.
De puro milagro sobreviví aquel primer año.  Ni siquie-
ra imaginaba entonces que tenía una década por delante en Rut-
gers. Pasé de las sanciones disciplinarias a las menciones de honor.
De calabaza a laurel. De vago empedernido a aprendiz de punto
y coma. Giróvago acentuado en la a de estudiante,  goliardo y
pecador.

137
El ocho cubano

Gitano, todos los caminos me conducían a roma. Jamás re-


negué de la anarquía y la indisciplina. Sólo le puse un poco de
orden al relajo, como estipulaba el dictum que alguna vez oí en
mi tierra. La enmienda remienda pero no borra. Mi negocio es el
ocio, me dije. Mi único negocio, lo repito al cabo de una eterni-
dad. Vivir como aprendiz. De la luz y la sombra. Del saber y la
ignorancia. Del estudio y el asombro.
Círculo vicioso: vivir para aprender y aprender para vivir.
Para aprender a vivir. Que mis amigos tengan por lo menos un
vicio, sentencié en aquel turbulento 64. Y mis amigas también. Si
solo tuvieran virtudes correrían el riesgo de ser santas y entonces
yo no tendría con quién pecar.
La invención de tácticas variables ocupó mis días: francas
whoremones con las sajonas y con las latinas ladinas sormonas. El
resultado, invariable, premió mis noches. Los libros me ahorra-
ron un destino de burro y las novias la noria del aburrido. Primer
mandamiento: disfrutar la soledad y la compañía. El riesgo: vivir
como infiernos la soledad o la compañía. Si a eso vamos, intuí,
sabré cumplir el segundo. Sabré arder.  ¿Pero dónde?
En octubre o noviembre del 68 fui a ver un apartamento en
el Budapest venido a mucho menos que los emigrados y refugia-
dos habían fundado en New Brunswick. Fui con mi hermano
y Alberto Meza, un amigo chileno, en el Valiant del 60 que inú-
tilmente quería sustituir al old Olds. 
Las cuatro ruedas –no era más que eso– se arrastraban como
calabazas. Era el viejo Olds promovido en años pero degradado
en velocidad y fuerza, a tal punto que ni a Jeff  ni a mí jamás
se nos hubiera ocurrido tildarlo de valiente. Le tenía miedo a
todo y sobre todo al agua. Padecía de hidrofobia, pero como me
la contagiaba a cada rato, mordiéndome un día con el radiador
y al siguiente con el limpiaparabrisas, a mí me daba mucho más
rabia que a él.  Las lloviznas  lo asustaban, acatarrándose como

138
Octavio Armand

una anciana por culpa dizque del alternador. Y  un aguacero  lo


aterraba. A mí también, por cierto, porque entonces se apagaba
sin bomberos y yo me quedaba zíngaro de máquina y varado de
motor.
El dato me lo había dado el propio Meza, a quien le ha-
bía pedido que me ayudara a averiguar las posibilidades de techo
propio y aparte entre sus contactos.  A pesar de que yo llevaba
cuatro años del sitio al hombro, y él era un recienvenido, a mi en-
tender Meza tenía no una singular sino una plural ventaja, pues
había llegado casado y con una hijita de la ártica Universidad
de Syracuse. Ergo tenía a Linda, eficiente base de datos; y estaba
alojado –y alejado–  en el reparto de viviendas unifamiliares de
Rutgers, donde convivía entre gente casada y por lo tanto mejor
orientada en logística de cuatro paredes y metros cuadrados. Dis-
paratado silogismo que en este caso resultó irrefutable.
En realidad no  fue la lógica sino la simpatía lo que había
echado los cimientos de aquella amistad, pues el chileno era tan
disparatado como mis silogismos. Me llevaba más de un lustro,
mucho si se piensa que yo tenía veintidós. Pero era, como yo, un
muchacho grande. Teníamos semanalmente duelos de poesía. El
siempre me disparaba algún antipoema de Nicanor Parra, su
vate favorito, a quien por cierto tuve oportunidad de presentarle
cuando Nicanor vivía en una bellísima casa que río de por medio,
y frente a la silueta de Manhattan, tenía la siempre argentina pero
a veces infiel Marta Fernández, entonces compañera de mi her-
mano. Yo apretaba gatillos de otro calibre. Mi cuarto bate solía
ser Huidobro, o el Neruda de Residencia en la tierra, por citar solo
vinos chilenos. Meza me traería de sus viajes a Chile primeras edi-
ciones de Neruda, entre ellas una hermosísima de Arte de pájaros,
todas autografiadas y dedicadas.
La primera piedra de ese edificio llamado amistad amena-
zó con convertirse en un obstáculo insuperable. Una piedra de

139
El ocho cubano

tranca. Al conocernos en septiembre del 68, cuando ambos co-


menzábamos el posgrado, hicimos un rápido repaso de las com-
pañeras de estudio. A mí me gustaba mucho una de las asistentes
de francés.
Alberto se sabía el nombre de todas; yo sólo el de ella, averi-
guado como quien no quiere la cosa que tanto quería.
__  Tiene un cuerpo hermoso y una sombra perfecta.
__  ¿Quién?, preguntó haciéndose el distraído.
Al repetirle el nombre, quise saber si la había conocido. La
respuesta me petrificó.
__  Sí. Es mi mujer.
Dicho esto se quitó el anillo de matrimonio y me lo mos-
tró. En la superficie interior estaba grabado su nombre y apellido
de soltera. Me quedé mudo, luego tartamudo, hasta que acerté a
ofrecer disculpas. Estaba dispuesto a recoger una y mil veces la
piedra de sátiro que mi torpeza había dejado rodar hasta el fondo
de la naciente pero ya imposible amistad.
__ No te preocupes. Al fin y al cabo a mí también me ha
gustado desde el primer día que la conocí. Mira, cubano, si estás
libre mañana por la noche, ven a cenar con nosotros.
Fui a la cena temiendo escenas. Una situación incómoda que
a la postre pero mucho antes del postre resultó simpatiquísima.
La linda Linda de Alberto tenía el mismo nombre y apellido que
la linda asistente de  oui pero el parecido no pasaba del  tocayo
completo. Idénticas de la primera a la última letra, eran mellizas
onomásticas tan dispares como el día y la noche. De entrada una
era rubia de ojos azules, la otra trigueña de ojos negros. Con-
clusión: Alberto quedó ileso en su matrimonio y yo libre para la
aventura. 
No compartiríamos una misma mujer sino el mismo nombre
de dos mujeres. La sombra de este abortado triángulo amoroso
fue motivo de risa para los cuatro. Pero todavía éramos solo tres

140
Octavio Armand

y una por verse cuando fuimos a darle un vistazo al apartamento


que estaba a orillas del Danubio en el 41 Louis Street. Que por
cierto no era un apartamento propiamente sino la buhardilla de
una casa de dos plantas cuyo dueño era viudo y  -- lógico -- hún-
garo.
Lo de lógico por supuesto  califica a húngaro, no a viudo.
Lo aclaro para que no se vaya a pensar que se trata de una raza
suicida y genéticamente uxoricida. El ADN se hastía pero no se
agota en Anno Domini, que en todo caso es año del señor, no de
la señora. Louis Lorincz se llamaba este viudo y lógico húngaro
de planta baja cuya hija de primer piso a su vez era lógica hún-
gara casada con húngaro y milagrosamente acababa de tener un
primer bebé ya magyarcito. 
La buhardilla me pareció muy cómoda pese al techo incli-
nado unos 45 grados. En realidad donde único se hacía evidente
la inclinación de las dos vertientes era en la pequeña sala que
comunicaba al baño y la cocina, ambos bastante amplios, con la
habitación, que parecía enorme por lo desproporcionada.
Estaba total pero heterogéneamente amueblada: un come-
dor estilo guillotinado Louis XVI daba la bienvenida al espacio
piramidal, pues se entraba por la cocina, previa empinada escale-
ra. A la izquierda había un refrigerador de la XIX dinastía y a la
derecha una cocina de dos hornillas de la XV. Lo primero enfria-
ba poco y lo otro quemaba demasiado. Pero siempre hubo oasis y
se podía chamuscar el hambre. De la ducha sería injusto quejarse,
pues no había peligro de que aquel ni escaso ni insuficiente pero
sí comedido Nilo inundara sus ricas orillas. Dos poltronas y un
sofá, amén de dos mesitas con sus respectivas lámparas de ufa-
no aunque engañoso Tiffany insinuaban posibles festines.  Más
allá un descomunal rectángulo los prometía. Los garantizaba.
La cama no había sido diseñada por Euclides para mo-
mias. La reina de Saba o un rey de copas  hubieran disfrutado

141
El ocho cubano

en ella múltiples decapitaciones. Por su axiomática generosidad


la geometría estaba al servicio del placer y el caos. Allí el Nilo,
nihilista, sí era capaz de alternar sabiamente cosechas y desastres. 
En la pared a  los pies de la cama, pero sobre el nivel del
mar calculado por el colchón,  corría un afluente  del Gran río:
un espejo cómplice de unos dos metros de largo y apenas unos
treinta centímetros de alto. Tercer testigo, aunque innecesario, de
las futuras inundaciones. Otro espejo, que capitaneaba como un
tríptico bizantino  al bizarro  tocador, nunca conoció mi rostro,
precavido y arisco; pero cautivaba a mis amigas, quienes asegu-
raban que su manera de atrapar la luz facilitaba las artes plásticas
cotidianas, entre las cuales al parecer ellas pretendían incluir la
cirugía. 
__  ¿Acaso crees que esto es un quirófano?, le diría a más de
una coqueta, para rogar que apurara el ligero retoque que amena-
zaba con pasar a mayores.
Afortunadamente para mí aquel ático que en vano evocaba a
Atenas no era aristotélico en absoluto, lo cual derivó en jolgorio y
laberinto, amén de cueva platónica. Una casa de muñecas, pensé
mientras le decía al chileno:
__  Te debe gustar, porque es largo y angosto como tu tierra.
Me encantó. Me encantaron también Louis Lorincz, su hija,
su yerno, su nieto; y yo a ellos. Creo que esa simpatía a primer
vistazo se debió mucho a la política tampoco aristotélica, de la
cual ambas partes contractuales habíamos sido víctimas y cica-
trizábamos parecidas heridas; y algo sin duda al inglés magyar de
Lorincz padre, que le echaba paprikash a cada insurgente sílaba, y
con quien siempre me entendí de maravillas, quizá precisamente
por la garabateada pronunciación.
Nunca se firmó contrato. Fue un acuerdo de caballeros en
inglés magyar. Un buen trato de palabra en palabras maltratadas.
Lo mismo se pudo haber acordado en español magyar. Lo funda-

142
Octavio Armand

mental –parábola, que no paradoja– fue la palabra, no el idioma.


Y el número: ochenta mensuales.
Ele Ele jamás me aumentó el alquiler. La razón, imagino, es
que nunca tuvo el más mínimo problema conmigo. Aunque poco
cumplido en años, yo era muy cumplido. No solo el primero de
cada mes sino los treinta días, pues cancelé al dedillo la promesa
inversa de no convertir aquel callado ático en un bullicioso garito.
Más de una vez, es cierto, estuve a punto de hungarito, porque
celebraba la asombrosa fertilidad del Nilo. Pero nunca tuve radio
ni televisor ni teléfono. Reinaba un silencio absoluto.
El inquilino, se pensaría, era un anacoreta. Un cenobita. O
el severo abad de un monasterio. Mi vida escandalosa era secre-
ta. Música callada. Y para ese tipo de escándalos, iniciados con
Vicky, que no era un garabato, Louis Lorincz, su hija, su yerno y
hasta su nieto, tenían guiño y más que suficiente picardía propia
para reír las mías.
Así pasé del 40-40 de la calle Hampton al 41 de la Louis.  No
directamente ya que en el ínterin viví en el Bronx con una irlan-
desa y en al alto Manhattan con una toledana –no de España sino
de Ohio– amén de los nidos con jolgorio pero sin pareja techada
que compartí en la New Brunswick sajona. Me parecía un pro-
greso, aunque tímido, por lo menos en cuanto a las cifras. Aque-
llo, supuse, era como aprender a contar, pues llegaba del tartamu-
deado 40 al 41. Y me alegraba sentir que aún seguía en la casa de
mi padre y mi hermano –repetido Luis, como el 40-40– gracias
al eco del nombre real de Francia en la calle y el extraño magyar
rematado por la adicional ele del apellido. 
Al lado izquierdo de la casa la entrada de coches se exten-
día negra y recta como el arco de un violín. Siempre permanecía
despejada, pues los Lorincz no tenían carro y yo estacionaba el
mío en la calle, para que jamás se obstruyera la vía recta a mis

143
El ocho cubano

visitas, que sin necesidad de Virgilio se orientaban perfectamente


en el espacio simbólico de inversa topografía.
 El divertido infierno, lo sabían de memoria, estaba arriba.
Aquello de un Dante pedante y su Purgatorio un purgante, no
era cosa nostra sino académica. El infierno era nuestro paraíso
y era para eso. De ahí que no necesitáramos juicio final ni llaves
del cielo. El cielo se abría solo y de buena gana, porque nunca se
cerraba la puerta lateral de la casa, que estaba al fondo del arco
triunfal y daba excesivo acceso a la buhardilla, tan independiente
que ni San Pedro tenía su llave. Por lo menos a mí Ele Ele nunca
me la dio. 
 La antigualla de la buhardilla estuvo de reposo absoluto du-
rante mi quinquenio. De haberla importunado, hubiera resulta-
do una nulidad. Servía pero en realidad muy poco para una puer-
ta interior, que en este caso implicaba un diseño con recuadros
de vidrio en la mitad aspirante a cúspide. Un detalle simpático y
casi elegante de la escasa pirámide, como si la artesanía saltara del
homo faber al fabergé en la cáscara de huevo sometida a gracia y
bisel.
 Lo utilitario hacía gala de una exquisita vegetación transpa-
rente, insinuando que al doblar de la esquina un Gallé anacrónico
y anónimo se esmeraba para complacer al Nilo. En la luz flotaban
los lotos como diosas. Solo que de tanto flotar en aquellas aguas
perfectas se habían diluido como gotas en la corriente estática,
conservando, eso sí, como la imagen que perdura tras el párpado
cerrado, las espléndidas formas de sus frutos globosos, sus flores
carnosas y sus hojas de largos peciolos. Si la vegetación acuática,
ya líquida, tentaba a la sed más que al paladar, también el agua
se entregaba a otros reinos, mimetizando en su transparencia el
verdor del loto. Era un agua coriácea como las grandes hojas, que
le otorgaba a las decoraciones una reluciente y cobriza superficie
animal, como si hubieran sido repujadas. Los cruces sugerían la

144
Octavio Armand

fragilidad de los límites entre el mugido y los pétalos. Cualquiera


podía romper el recuadro más próximo al cerrojo, introducir la
mano en aquel humo y abrir de par en par el perlado portón del
prelado. No obstante, lejos de hurtos, robos o desagradables sor-
presas, la puerta franca deparó multiplicados placeres, desde que
a Kairós gracias se presentara una inoportuna  pero memorable
visita.
Solícito, yo atendía en una de las butacas de la sala a la in-
vitada del día. Era el comienzo del habitual recorrido por los
muebles. En la poltrona regalaban sus mejores paisajes las que se
habían aficionado a este grato turismo de aventura, colocándose
cómodamente, de frente o de espaldas, para que el aduanero revi-
sara el equipaje, examinando detalladamente sospechosos bultos
y discretos rincones, palpando las diversas texturas y paladeando
como un lotófago los sabores importados del remoto instinto.  
De repente, sorprendidos contrabandistas, nos percatamos
de la otra, que había llegado sin anunciarse. Las descoordinadas
visitantes  se conocían, aunque no de la  pirámide donde hasta
entonces solo habían sido alternante compañía. Ambas eran escu-
chas sobresalientes en los cursos de literatura y compañeras con-
templativas de apuntes y notas a pie de página. Pero de repente
una lección las enfrentaba  a la fase unitiva y las  conjugaciones
sin verbo.  Se creó una situación incómoda, sobre todo para la
que muy mullida reinaba en la poltrona, las piernas apoyadas al
garete sobre los brazos del mueble, una apuntando hacia el norte,
como aguja de compás, y la otra hacia el extremo sur, lo que en
términos menos náuticos equivalía a la cocina y la habitación
respectivamente.
Mientras la recién atracada pedía disculpas y la náufraga ha-
cía los primeros vanos tanteos para cubrirse con la ropa regada a
los pies del muelle, yo veía con cierta tristeza como se desarbolaba
el mástil y se empezaba a vestir la amada inmóvil. Al astillarse en

145
El ocho cubano

la creciente como un soneto de carne y hueso, Osiris presentía el


versátil sicomoro del decimocuarto alejandrino. No una sino dos
Evas se evadían del Edén y a Adán se le atragantaba la manzana.
No es que aquellos polos norteños no atrajeran brújula ni que el
imán coránico careciese de atracción. Habíamos perdido el rum-
bo y la rumba también. 
Sin embargo, mi caballerosidad y la gentileza de las damas
evitaron que la intrusa se marchara de inmediato, como suge-
ría. Una musa octosexual fue invocada para no armar escaramu-
zas ni ponerle peros al Eros. Quédate un rato y bebe con nosotros
una copa se prolongó del vino a la ocupación no simultánea pero
sí  continua de la abrazante nao, donde el aduanero cumplió a
gusto su deber con voluntaria y eficaz asistencia recíproca de la
crecida tripulación. 
Luego se siguió la ruta que todos conocíamos en azar con-
currente sobre la nao capitana, acordándose en lo sucesivo la ru-
tina del trío para evitar improvisaciones y sobresaltos duales. Se
acordarían también  felices contraseñas.  Había que evitar posi-
ciones adelantadas y arte efímero en el correcorre babélico, pues
las simultáneas falaban bien pero en contrarias lenguas. Una en
español y la otra en inglés entonarían Siboney, que era nuestro
shibbolet. Además, como la tarea era sincronizar el mascarón de
proa con las cuerdas que ellas tensaban y pulsaban en esmerado
pizzicato, el trío respondería en maullante y hasta aullante coro al
invocarse un combinado pussygato.
Solíamos reponer fuerzas en el restaurante magyar, donde
nuestro plato favorito era el lecso, que se pronuncia lecho. Si lle-
gábamos un poco tarde, quitaban de la puerta el letrero que en
inglés blanco y negro advertía:
 
SORRY,
WE’RE CLOSED

146
Octavio Armand

El dueño parecía un violín gitano. Y era de una alegría con-


tagiosa. Iba y venía tocando las últimas notas del barrio, noticias
trajinadas en satinado rojo y negro por sus labios, que eran como
estampillas colocadas por el propio Strogoff. Sabiamente adereza-
dos por un estirón, estos chismes de barro y hasta lodo Strogonoff
sabían a Troya. Gozosa, la lengua roma parecía un cd-rom.
Cuando se sumaba como un comensal  más  a una nutri-
da mesa, los estudiantes se sentían como el gordo de la lotería.
Había vasos comunicantes de inmediato: vino o cerveza. Y luego
postres y café. Al pan con semillas de amapola se sumaban de re-
pente galleticas con ídem y coffee-cake con ídem. Y mákos guba,
por supuesto.
Este pudín con ídem ponía sobre el tapete un tema obsesivo
para mí.  El dulce  retoñaba  en cañaveral, se rebautizaba mákos
cuba y luego sin pudor alguno macro-Cuba. La sobremesa se pro-
longaba entonces como nostalgia de arruinados. En contrapunto
el Sé de ron y el Sí di ron despertaban papilas y neuronas, armo-
nizando el Bacardí, sano, sabroso y cubano, con Matusalén, hoy
alegre, mañana bien.
A veces se llegaba así a la palachinta para que yo hiciera pi-
ropos a la cocina magyar y sazonara a las muchachas. El violín
gitano zumbaba feliz, por ejemplo, con los perfumes y desodo-
rantes inventados para tentar un capital ídem que los permitiera
patentar.
__ Imagínese a esta rubia con aroma lecso en la nuca y a la
trigueña con goulash en el sobaco. Como para comérselas, ¿no
cree?
Siempre cosechando risas sin semillas de amapola, al correr
de los años propondría como entradas en este menudo menú aro-
ma de ajo o salsa pesto para las italianas; pollo al curry y cordero
vindaloo para las indias; ají y nopalitos para las jaliscienses y fufú
de plátano o pernil para las guantanameras. 

147
El ocho cubano

Igual suerte han corrido otras sugerencias: 


Un Bolí-bar  caraqueño y para calvos Dalila, su cadena de
barberías. 
La locura lo cura, manicomio minimalista. 
¿Sales sin entrar?  Pepsicólogo de guardia y pepsiquiatra de
guarida.
Shashashá: alas dispersas que irán y no volverán.
Para jamás perder el vuelo: pasajes vuelta y vuelta.
Porque pacientes como usted lo merecen: reclusión en cam-
po santo y entierro en clínica.
Lobotomía y Lacantropía: yo lo coloco y mi mujer lo quita.
Tequila Mockingbird.
Maricomio para ellos y para ti portíbrulos: arde como quie-
ras.
Ejercicios para suicidas en la Torre I Fell.
CKE, la aerolínea que  no aterriza  para que  usted siempre
caiga bien.
¿Por qué naufragas? Aprende a ahogarte: cibernética para ca-
vernícolas.
Un tamal que no está mal, tu cantina Tex-Mex.
Sal antes de entrar: fast food suizo.
Ahorra en Etc, solo tenemos lo que no necesitas.
Un Lave y Liszto para el barrio magyar no tuvo eco. Tam-
poco la casa de empeños Papri-Cash. Pero sí el letrero que sugerí
colocar en la fonda recién inaugurada a dos cuadras, donde se
comía poco y mal. 
__ Eso no es competencia, comenté, sino incompetencia.
Al gitano se le volvieron locas las cuerdas. Me puso más aten-
ción que Alejandro a Aristóteles o Platón a Sócrates. Le resultaba
irresistible la idea: maestosa, maestosa, repetía; y decidió ponerle
el ejecútese de inmediato, lo cual equivalía a ejecutar al prójimo.
 

148
Octavio Armand

Cicuta pura. Correo del zarpazo. De apenas tres palabras,


como aquel gnothi se auton que cifraba en una pared de Delfos la
enseñanza antigua, el letrero garantizaría suculentos ayunos du-
rante el almuerzo y la cena:
 

SORRY,
WE’RE  OPEN
Caracas, 22 de febrero, 2008

149
Octavio Armand

RULETA RUSA
 
 

__ Tengo mi avioneta en Maracay. Podemos ir un fin de


semana, cuando quieras. Verás que es una maniobra muy bonita.
__ Gracias, le digo al amigo, general retirado que hasta hace
poco volaba Mirages para la fuerza aérea venezolana. Es una ten-
tación conocer desde arriba la retorcida matemática del ocho cu-
bano. Pero el paso más chévere de mi Cuba sigue siendo uno, dos
y tres. Temo que ni muerto llegaría al ocho de la charada. A golpe
de siete me lanzaría sin paracaídas durante uno de los rizos que
describes. Además, ya en un par de ocasiones hice esas sumas,
aunque no en avión sino en tren.
__  ¿Cómo es eso?, entona su burlona extrañeza el piloto.
__   Fue en la montaña rusa de Coney Island, verano del 58,
al inicio del primer exilio de la familia, aquellos nueve meses de
entrenamiento para el parto infinito, definitivo, que me ha per-
mitido, entre otras gracias, tomar este café contigo para negarme
rotundamente al cielo que me tienes prometido.
Al despedirse el general, pido otro café. Lo comparto, esta
vez, con la memoria, que empieza a hacer de las suyas. Desde
hace un mes y pico estreno de nuevo mis doce años. Pero sin mis
compañeros de colegio, sin mis amigos, sin el paisaje que verano
tras verano arrancaba de la calle Martí 918 y desembocaba en la
espuma de El Uvero.

151
El ocho cubano

Sólo ahora me doy cuenta de que mi padre se había per-


catado perfectamente de ese tajo, esa primera comunión con la
ausencia que sería el dios del resto de mis días. Y quiso rellenarla
–me estremece sentir que su propósito fuera ese– convirtiéndo-
se en mi amigo, mi compañero, llevándome algunos  sábados  a
varias tandas de cine por Times Square, en la 42 entre séptima
y octava, que entonces no era un antro de pornografía, sino una
interminable galería de relampagueantes lumínicos que a ambos
lados de la calle prometían vaqueros, piratas, centuriones, tarza-
nes y chitas.
En un par de ocasiones, la expedición a la imagen nos llevó
más lejos, quizá para que la docena de años evocara en medio
de novedosos y alegres sobresaltos sus añoradas temporadas en
el Caribe. Así llegamos hasta aquella isla tan diferente a la mía.
Una isla de feria, que a cambio de mi creciente nostalgia ofrecía
su almidón de azúcar, su tiro al blanco y sus maravillosos ju-
guetes, como la rueda gigante o la montaña rusa, que parecían
versiones monumentales  de algunas estructuras que yo armaba
en el patio o en el último cuarto de  la casa con mis juegos de
construcción.
Casi un ocho cubano, el rizo de la montaña rusa me per-
mitió disfrutar el mundo al revés, cabeza abajo y patas arriba. La
sensación de extraños horizontes verticales pasaba por el poco de
risa para ocultar el miedo y la amenaza de mareo. Horizontes de
juguete, me digo. Horizontes de ausencia.
Medio siglo después, mientras sorbo a sorbo me acerco a la
nieve de la porcelana, me encaramo en la montaña rusa otra vez;
y luego me bajo, despeinado y todavía sonriente, como un alpi-
nista de espirales. Aquella aventura me parece irrepetible. Ahora
no se trataría de un Everest de súbitos virajes y breve mareo sino
de un azar más cuesta arriba y peligroso. Aquello, hoy, sería como
una ruleta rusa.

152
Octavio Armand

Recuerdo a Dostoyevski. La ruleta, según un personaje del


novelista, el flemático míster Astley, es un juego esencialmente
ruso. Astley se refiere al tapete verde de los casinos, que marca el
destino de su interlocutor, Alexéi Ivánovich, empedernido juga-
dor, vicioso como un círculo sin salida. Eso en realidad no se lo
tenía que advertir a Aléxei Ivánovich, que afincaba el vicio en su
profunda alma rusa, asegurando que la ruleta había sido inventa-
da exclusivamente para su gentilicio.
Él juega para resucitar de entre los muertos, para alcanzar
una vida nueva. Lo suyo es un credo, una religión, una teología
del azar, su Romanoff preferido. Cambiar la suerte en una hora,
en unos lances, en un segundo de primera, equivale a una mu-
tación. Una metamorfosis social casi genética, aunque inestable,
susceptible de nuevos derroteros, pendientes, inminentes tal vez,
como páginas en blanco de Ovidio, no de Mallarmé.
Rusa la montaña, rusa la ruleta del tapete verde. Rusa tam-
bién, me digo, otra ruleta. La que no se juega con fichas sino con
balas. Y en la cual el posible cambio de la fortuna no arrastra a
la miseria o empina a la millonada, sino que fija alternativas más
drásticas y  conclusivas: el todo o nada sin retorno, sin otro chan-
ce. El suicidio lúdico, ritual, donde rueda el tambor del revólver
hasta que un disparo determina la apuesta única, final, de vida o
muerte.
En el I Ching se consulta al azar, espejo que da su respuesta,
a veces enigmática y siempre momentánea, en el azogue de los
hexagramas. El azar chino se interpreta. El ruso, no. La apuesta al
cambio es radical. Y ajena a interpretaciones, se acata de inmedia-
to con la nueva vida o incluso la muerte. La nueva muerte.
Una desazón atávica, oscura, heracliteana, impulsa al juego
y se deja arrastrar como espuma por la corriente del río. Todo por
el placer de ganar o perder, como reza la frase para mí inolvidable
de El jugador, ese I Ching que es una biografía. Da lo mismo ga-

153
El ocho cubano

nar o perder. El ruso no apuesta al fin sino a los medios. Apuesta


a la disyuntiva convulsa, feroz. A la mutación. Al cambio. A la
o. Siempre hay, en el jugador, en Dostoyevski, algo de chamán
siberiano. 
 
Caracas, 23 de enero 2010

154
Octavio Armand

VIDAS PARALELEPÍPEDAS
 

1
En la recepción, comienzo por dar mi nombre, la primera
información que se me pide. Veo que la muchacha anota:
 
Octavio Armando
 
__ Señorita, es Armand: Armando sin la o.
Ella se disculpa con una sonrisa; diligentemente tacha lo
que  acaba de escribir  y corrige el dato, deletreando cuidadosa-
mente:

Armando Sinlaó
 
 La sensacíón de ser chino y pariente no tan lejano de Lao
Tse me augura días de tigre y noches de dragón en el Hotel Cha-
ma, Mérida, año 1981. Gracias a la O simultáneamente dupli-
cada y suprimida, la Ciudad de los Caballeros promete ser Ciu-
dad de Damas Dobles. Así interpreto la paradójica insistencia
del pequeño círculo. En la rotación lunar de los signos recorro la
redondez del planeta. El eje imaginario para las vueltas con que
se medirán las horas seré yo. ¿Yo? Suspendida en un ideograma
que ni yo mismo soy capaz de descifrar, la identidad se me vacía

155
El ocho cubano

con el Tao y azarosamente se multiplica en hexagramas salpicados


como dados para el Libro de las Mutaciones.
Al aceptar la fulgurante letra desaparecida, el signo que afir-
ma su ineluctable presencia decreta la tormenta como mordedura
tajante. Shih Ho anuncia truenos y rayos que atravesarán el cielo:
__________
____    ____
__________
____    ____
____    ____
__________
 
para que se puedan juntar los labios. Abstenerse de carne vie-
ja evitará venenos y flechas metálicas. Lo venturoso será morder
carne blanda. Así obtendré oro amarillo y no habrá defecto. Me
cercioro, pues: sí o, sí oro.
El próximo signo confirma con creces las bondades del Shih
Ho. Se trata del Chi Chi:
____    ____
__________
____    ____
__________
____    ____
__________
 
la consumación. Arriba el agua, lo abismal. Abajo, el fuego, lo
adherente. Que el agua no se desborde, que no se extinga el fue-
go. Haz del I Ching la radical de un verbo. Pon la declinación y
espera a la mujer que pierde la cortina de su carruaje. Sí, sí, evitar
que el agua se convierta en vapor y se pierda en el aire engendra
la energía recíproca de los elementos.
 

156
Octavio Armand

La temporada sin la O pero con ella dejó enseñanzas per-


durables de la espléndida dinastía Ming. Shin Laó sintió que se
zambullía en un jade azul puesto al trasluz; y al ver que podía
respirar en los suspiros de la piedra, aceptó con regocijo la des-
igual confluencia del Yangste-Kiang y el Guaso, uno arrastrando
ideogramas y el otro letras y vocales rojas, negras, verdes, blancas,
azules, como lajas y guijarros que bajo el musgo y la corriente
armonizaban en contracciones la vocación babélica de la ubicua
vocal tachada.
 
2
En la década de los 80 un artículo en El Universal de Caracas
mostraba una foto del autor comentado.  En exagerada dimen-
sión, por cierto. O en todo caso francamente desproporcionada
para el texto diagramado en perpendicular que ipso facto pasó a
ser apendicular. Solo que la imagen no correspondía al nombre
indicado en el pie de foto, que era el mío, sino al de Ángel Ro-
senblat, que lógicamente era Ángel Rosenblat (1902-1984), a la
sazón de unos ochenta años, yo de treinta y tantos. 
La incongruencia, imagino, pasó desapercibida, pues po-
cos conocían la estampa del filólogo y casi nadie la mía. Ante
tal escamoteo de la imagen y/o del nombre, otros hubieran
dicho buenas y hasta malas palabras. Quizá el propio Rosen-
blat las dijo, si aún vivía para la fecha. Yo no. Como suelo
verme mejor en negativo,  me alegran estas confusiones,  que
seguramente estimulan la venta de uno o dos ejemplares adi-
cionales de mis libros. Eso sí, me encantaría que se me consul-
tara acerca de posibles preferencias para dichos enredos: Ítalo
Calvino, por ejemplo, hubiera logrado la meta, o una mayor,
acaso despertando por añadidura la curiosidad de una apasio-
nada lectora más que dispuesta a conseguir a cualquier precio
el correspondiente autógrafo, que yo con gusto firmaría Quinto

157
El ocho cubano

Horacio Flaco, don Luis de Góngora o Ezra Pound, según sus


expresas declinaciones.
 
3
Sube el telón y en el número 92/93 de Poesía, la revista que
desde siempre se publicaba en Valencia, Venezuela, aparecen unos
poemas míos. En la ficha sobre los autores se informa que soy “un
poeta venezolano de la Generación de los 70.” Sospecho una tras-
tada, como la que me habían hecho en la edición de Superficies,
afortunadamente agotada, y que con tanto orgullo mantiene des-
de 1980 un récord Guinness. Quizá sea el único libro en la histo-
ria de la imprenta que exija una teología. Una fe en la errata. Me
atrevo a decir con toda humildad que merece un primer Premio
Gutenberg al Horror. Perdón: léase al Error.
Para darle aun mayor vértigo a esa brusca sacudida de tiem-
po y espacio, y por si acaso alguien en Valencia me había visto
cara de bobo, escribo El Río Azul, donde multiplico funambu-
lescamente tamaña circunstancia apócrifa atribuyéndome otras.
Así con mucho orgullo y algo de razón me confieso joven poeta
peruano, argentino, mexicano, parnasiano, chino, surrealista  y
también Artaud, Zequeira, Nerval, Safo, Ungaretti, Blake, Nova-
lis, Casal, Villon, Apollinaire. Ese venturoso día Shin Laó sintió
de lleno el alivio de perder la O al llegar a ser Whitman, es decir
muchos, multitudes. Ojalá esas veinticuatro horas duren siglos en
una perdurable y plutarca autobiografía del otro.
 
4
Recientemente, para sorpresa mía, se ha publicado en Cuba
una historia de la literatura de la isla flotante y a la deriva. Ahí
aparezco chin laó y sin ángel de la guarda, aunque se asegura que
nací algo más matusalén, allá en el 44 de nuestro Señor. Y casi en
el mismo subibaja del telón vuelvo a aparecer en un juego ciber-

158
Octavio Armand

nético como pelotero de la Liga Sandy Amorós, pero con imagen


de otro ángel y aún más matusalén que en la historia de las le-
tras patrias, pues se me señala un origen ya francamente remoto:
1935. Aunque soy más náufrago que navegante, no me quejo
de la historia ni  del triple play de la Internet con la uve doble
triple simdynasty.com/player.jsp?id=6221022. Dada mi pasión
por la arqueología y mi decisiva tendencia geológica, esas fechas
inoportunas pero cada vez más cercanas al terciario, me llenan de
creciente satisfacción. 
 
5
Soy un joven viejo y un viejo joven. Lo uno y lo otro. Y ni
lo uno ni lo otro, como diría un político venezolano de la cuarta
y coja, cojita república, sino todo lo contrario. Ucronía encar-
nada y reencarnada, según Luis Justo, amigo que nunca conocí.
También soy un negro vivo y un blanco muerto. Y por supuesto
ni lo uno ni lo otro sino todo lo contrario. Fusión de jazz, confu-
sión de lenguas y leguas de genes en milenarias espirales. “Veo a
Octavio Armand proyectado por el Data Show a una pared de la
Sala … una mirada de un extravío lúcido, serio, afro-caucásico:
sus labios pronunciados me recuerdan a Guillén, y me nace ahora
mismo la curiosidad por conocer sus versos… ¡miren esto!… a
su foto acaba de sustituirla un poema…”  Esto, hace unos días,
el 20 de diciembre, en el Festival Poesía Sin Fin celebrado en La
Habana. Ni echón nirvano vaticino que algún día se me atribuirá
un renombre sajón, Sam Sara, y se me confundirá con Todol, el
bardo tibetano.
 
6
El yo soy el que soy de Yahvé está a años luz de ese nonato
ya no fui lo que soy que se apareció en una escandaloso registro
municipal con su partida de nacimiento como ficción. Más cerca

159
El ocho cubano

de ¿Octavio Armand? está el yo sé quién soy del Quijote, mara-


villoso Sócrates capaz de reconocer su primerísima persona en los
Doce Pares de Francia y los nueve de la Fama.
Siempre me busco en los espejos de Velázquez pero sólo y
solo me veo en el único espejo nítido del barroco español: el Ca-
pítulo IV, Libro Segundo, Parte Primera del Guzmán de Alfara-
che. Despiadado vano sin vanidades, el dramático soliloquio del
pícaro refleja un mundo de apariencias y simulacros. Una socie-
dad que ha trocado su O en U. Al verse en el espejo de cuanto
lo rodea y lo carcome -- “todo vano, todo mentira, todo ilusión,
todo falso y engaño de la imaginación” --, este improbable y ex-
traño Séneca aquilata su oscuro fondo y como Shin Laó lo pone
al trasluz hasta reconciliarse consigo mismo: “Estate como te es-
tás, Guzmán amigo.”
Tengo más vidas que las muertes que tuvo Empédocles. Oja-
lá la ucronía no dé un brusco frenazo al sumar nueve más, para-
lelas aunque nada plutarcas. No quiero morir como gato, aunque
fuera de Baudelaire. Prefiero, gatunamente, que se siga conver-
sando con la esfinge.
 
Caracas, 28 de diciembre 2009

160
Octavio Armand

EL DENARIO
 

Tomo un café con Septimio Severo en la Pastelería Danu-


bio, acá en Santa Rosa de Lima.
Nacido en el 146 d.C. y emperador entre el 193 y el 211,
fecha de su muerte, probablemente por envenenamiento; sucesor
de Cómodo y Pertinax, ambos asesinados; padre de Caracalla y
Geta, también asesinados –Geta por su propio hermano mayor;
Septimio Severo creó una nueva tesorería imperial y embelleció a
Roma y muchas otras ciudades del vasto imperio. Lo tengo frente
a mí en un denario que ayer mismo me trajeron de Hispania.
Perfectamente centrado en el metal, majestuoso, sereno, deja
adivinar los reconocidos logros de su gestión, nada de la violencia
que lo acercó al trono y al veneno. Me intriga su impavidez. Me
desconcierta. Ha despertado una vez más mi pasión por los ho-
rizontes del pasado, que data de la infancia y que probablemente
refleja un desapego –por decir lo poco– a la circunstancia inme-
diata y al presente. 
Estoy en Santa Rosa de Lima pero por instantes –¿nanose-
gundos? ¿acaso importa? ¿no será nuestra eternidad un nanose-
gundo para los dioses?– me desplazo en el espacio y el tiempo.
Gran parte del hechizo que siempre he sentido en los objetos
antiguos  se debe precisamente a  la capacidad que tienen para
transformar lo inmediato, desfigurarlo, hasta producir una dislo-

161
El ocho cubano

cación; remontándome así a épocas pluscuamperfectas, descono-


cidas, apenas intuidas, pero que me cuentan, como a Manrique,
de un tiempo pasado que fue mejor: entiéndase más heroico, más
abundante en sabiduría y belleza; o por el contrario más sangrien-
to, más intolerante, brutal no solo por sus tiranos sino por las
masas envilecidas que los vitorean en el circo entre mil despeda-
zamientos y muertes.
Septimio Severo en el brillo de la plata me habla de todo
eso. Veo su rostro de perfil; nítidos el bigote, la barba, las patillas;
los crespos de la cabellera sobresalientes, escultóricos casi, palpa-
bles círculos alrededor de mínimas concavidades, que sugieren los
ojos vaciados de la estatuaria. Increíble: hay pequeñas sombras en
el interior de estos crespos, el único vestigio de interioridad en el
rostro amurallado como una ciudad antigua entre las inscripciones
y el margen de metal, pues la mirada, de perfil, no deja conocer del
emperador más que su autoridad. Me fijo bien y noto en la mira-
da cierto asomo de interioridad: como en la estatuaria, el iris es un
mínimo vacío y por lo tanto, aunque infinitesimal, una sombra. La
pupila, así, está sorprendentemente viva: es negra. 
La geometría encrespa la cabellera del emperador, como si
Euclides mismo hubiera sido su estilista o su barbero. Y en la per-
fección geométrica de esos bucles, en el área imposible de medir
de esos círculos peinados por la matemática y el pi que se pierde
en lo infinitesimal, como gotas en cuencos liliputienses, se acu-
mulan exquisitas, casi palpables sombras. No todo es brillo en
la moneda, no todo es ras y superficie. Hay estas como entradas
a cavernas o laberintos que invitan más allá de la autoridad im-
perial hacia los pensamientos o pesadillas del hombre que ahora
parece a punto de abandonar su perfil y mirarnos –quizá será
aterradora su mirada– de frente.
La nitidez de estos poros proliferantes dentro de ese otro cír-
culo que es el denario insinúa una cornucopia. Es difícil no intuir

162
Octavio Armand

un símbolo de abundancia, pues dentro de la plata, en esta por-


menorizada y replicada geometrización, la moneda muestra una
cantidad de otras monedas –minúsculas, cóncavas– que otorgan
a la superficie lustrosa un paradójico brillo con sombra. Lo cón-
cavo que se traduce en plétora provoca una extraña sensación de
monumentalidad. Anfiteatro, foso, arena, el denario es un espec-
táculo de simultáneas y múltiples contiendas. Crece, se multipli-
ca, como Roma.
Reflejado bucle tras bucle, Septimio Severo es un espejo del
poderío romano. Cada bucle es una colonia que en pequeña es-
cala repite a la metrópoli: sus dioses, su urbanismo, su ley; y cada
denario, un escudo que la protege: un centurión. Las tres dimen-
siones le dan un aire imponente al emperador, quizá para que
sea reconocido por todos sus súbditos y temido por cada uno de
ellos. Los minuciosos detalles singularizan la imagen suspendida
en el brillo de la plata: este es Lucio Septimio Severo y no otro,
dueño del dueño de esta moneda. Fíjate bien, reconócelo, respé-
talo.
En la acuñación romana, donde quizá esté su origen, el re-
trato ni seduce ni atrae: impone una distancia. El dinero mano-
seado nos recuerda en qué manos estamos y nos coloca fuera de
su impenetrable círculo. En las monedas griegas el rostro es una
idealización y como tal –como idea– nace en el diseño que lo
preconcibe. Es de metal y mental. Alejandro es Apolo: es un dios.
Su perfil nos dice que es divino pero no nos dibuja su humani-
dad: no estamos frente a un hombre sino de cara al mismo sol. El
brillo de la moneda es solar. Trátese de una estátera o una tetra-
dracma, ese brillo que lo nimba, y que luego en el arte bizantino
veremos tras el Cristo y los emperadores en los mosaicos, frescos
y por supuesto en los sólidos, es la luz, el rayo de luz, un trozo
de sol que el estado coloca en nuestras manos para que podamos
comprar las necesidades del día y los placeres de la noche. Ese sol

163
El ocho cubano

es vino como es sol la viña y la uva y luego el tinto que compra-


mos y bebemos. Eso que para los cristianos será sangre del Cristo
fue primero, en el espléndido mundo pagano, rayos de sol, luz,
fuego.
En la moneda romana se enaltece la autoridad pero se mues-
tra con rigurosa exactitud su rostro. A pesar de la deificación de
algunos emperadores, sus rasgos no son sacrificados al ideal: la
cara no es máscara ni idea. No es posible confundir a Nerón o
Julio César con Septimio Severo. Cada uno está fielmente retra-
tado. Para que se logre a cabalidad el retrato solo falta la mirada
como imagen de lo invisible, o sea el carácter, la personalidad.
Aquí se destaca fundamentalmente –y es eso lo que interesa–
la autoridad, la radiante personificación del estado, que se mues-
tra pero no se expone. En el perfil se evita la mirada frontal, acaso
reveladora o al menos insinuante de un mundo interior suscep-
tible a dudas, deseos, y otras mil debilidades. El metal, su brillo,
contribuye a que nos quedemos en la superficie, como excluidos
y lejos, muy lejos de la impenetrable intimidad de ese señor que
vemos pero que nunca se rebajará tanto como para enfocarnos
y mirarnos de frente: podemos estar a solas con el denario, no
tutearlo.
Es muy probable también que se acuñaran exclusivamente
perfiles en previsión del desgaste ocasionado por la circulación de
la moneda. Un rostro de frente, al perder pómulo, cejas, boca,
nariz, sería absolutamente irreconocible. Pero el desgaste nunca
borra enteramente al perfil: la célebre nariz de los Habsburgo, en
un real o un escudo, será siempre tan elocuente –o casi–  como
aquella que en el poema de Quevedo tiene un hombre pegado.
Los emperadores bizantinos, sin embargo, aparecen retra-
tados de frente en sus sólidos. ¿Por qué? ¿Por qué el Imperio, al
desplazarse hacia el este, se volteó hacia nosotros? ¿Qué no se
insinuará ahí, así, de la conversión romana al cristianismo, de su

164
Octavio Armand

debilidad y eventual decadencia? Los emperadores del Este, tras


la conversión de Constantino, nos dan la cara en sus sólidos, ¿se
trata, acaso, de poner la otra mejilla? Se pasa del perfil de Apolo,
a quien no es posible sostenerle la mirada, pues no se puede mi-
rar al sol de frente, a la frontalidad del Cristo en la cruz: no solo
vemos cara a cara a este pobre dios sino que debemos apiadarnos
de él.
Toco el denario: la monumentalidad romana, para su mayor
gloria, se contradice en esta miniatura. Espectacular profusión de
detalles en diecisiete milímetros: un perfil con sus bucles, ceja,
pómulo, párpados, pupila, y aureolado por la inscripción. El re-
trato en sí ocupa apenas nueve de esos diecisiete milímetros pero
me da la sensación de un mapa en relieve: el vasto imperio, desde
el muro de Adriano en el norte hasta el afilado tridente del último
gladiador en la arena ensangrentada, cabe en milímetros.
No es necesario ser Proust para sentir, como él sintió, la ma-
gia de los objetos. Sobre todo objetos que tras siglos o milenios
de abundar en la sombra ponen como una copa rebosante su
peso en nuestras manos. La punta afilada del tridente centellea en
el denario y de repente entreveo en Septimio Severo al radiante
señor de Sipán, como si siguiera entre los siglos II y III pero en
otro paisaje. 
En las vasijas mochica los retratos poseen una tridimensio-
nalidad absolutamente naturalista: la dimensión y el detalle nos
colocan ante un rostro único, casi vivo, que tiene mirada y hasta
piel. Tocamos la frente o la mejilla de un guerrero, o un prisio-
nero, o un ciego. ¿Quién resulta más ajeno, o mejor quién resul-
ta menos ajeno, el romano o el mochica? El mochica sin duda:
siento que me habla, aunque no entienda nada de su lengua ni su
cultura. Del romano solo entiendo su lengua muerta y su cultura:
él ni me mira ni me habla. En ambos casos estoy solo pero mi
soledad es enorme, tan grande que no me aterra. Por un instante

165
El ocho cubano

–lo pienso, no sé si me lo creo– he sido romano y mochica y he


estado tan solo como ellos en su señorío.
Me dan ganas de pagar el café con el denario de Septimio
Severo, como si estuviéramos en Roma y la moneda todavía fue-
ra intensamente romana, y no mía ni tuya sino del propio Em-
perador que conocía al Danubio como río y antigua frontera y
nunca en este Danubio ni en ningún otro sitio probó café.
¿Cómo reaccionaría la cajera? El denario, para ella, no es
dinero. Para mí tampoco. Ironía:  el dinero deja  de ser dinero
cuando tiene tanto valor que no tiene precio. Las monedas y los
huacos, me dice el amigo que es mi anverso o mi reverso, cuestan
más pero valen menos en las galerías que en el tesoro o la tumba.
Porque mientras más gente tenga en su poder el objeto cargado
de magia menos va quedando de esta, contaminada, digámos-
lo así, por el dominio de sucesivos y como eslabonados dueños.
Evitar esta cadena es acercarse al origen, trasladarse en espacio y
tiempo, casi como para recibir de las propias manos de un señor
romano o mochica algo exclusivamente suyo, personal de perfil y
de frente y como imantado por su presencia.
El sentido mágico del objeto se me confunde con el sentido
mágico de la palabra que tuvieron los cátaros y heredaron los
simbolistas y está como oblicua poética en La lámpara maravi-
llosa  tanto como en los manifiestos surrealistas  y vivo en cada
poema que en cada sílaba resume al lenguaje. Tan vivo como el
emperador cuyos bucles de plata la brisa acaba de deshacer.
Pago con bolívares y regreso a casa con el imperio.
 
Caracas, 8 de diciembre 2006

166
Octavio Armand

OCTAVIO ARMAND?
 
 

Conferencias, charlas, conciertos, exposiciones, lecturas.


La reiterada invitación.
Ocasionalmente se trata de verificar datos.
A veces el dinero plástico me confunde con Midas y quiere
convertirse en oro de inmediato.
Visa, Master Card, American Express.
Suele ser por la mañana.
Una voz agradable a pesar de la comedida eficiencia, mecá-
nica en la entonación y de sílabas contadas. Mester de cortesía. 
Está acostumbrada  –conmueve que así sea– a despertar
automáticamente un escueto sí o no. Sílaba única, tajante, ape-
nas escuchada y que nunca llega a cifra. Por supuesto, a esa voz
–¿dónde está? ¿de dónde llama? ¿acaso está tan cerca como suena?
¿tan lejos como desea? –le da lo mismo el sí que el no, ambos ecos
distorsionados, o sombras, de su ligerísima inflexión.
__ ¿Sí?
Le toma uno o dos segundos darse cuenta de que no es una
respuesta sino una pregunta.
La pregunta le pide que repita la pregunta.
Se incorpora de nuevo para proyectar la sombra que necesi-
ta. El eco. 
 

167
El ocho cubano

Un afirmativo sí o un negativo no. Ni más ni menos.


Polaridad eléctrica para la corriente alterna que pasará de la
memoria a los labios hasta perder su guión en gracias o buenos
días.
Ni más ni menos, por favor. + o -, punto. 
Un aumento casi imperceptible en el volumen le advertirá al
Minotauro que lo buscan, que de él se espera muerte súbita en
decibeles de no definitivo o sí que le dará a conocer el filo de la
espada. 
En el laberinto no caben vacilaciones. 
Solo el monstruo y la víctima.
Sí o no, vida o muerte, tú o yo.
¿Octavio Armand? ¿Fue eso lo que dijo la muchacha? ¿Oí bien?
Me agrada la voz. De repente no sé si mi vacilación verdade-
ramente refleja incertidumbre.
¿De veras no estoy seguro? ¿no acabo de oír algo tan pareci-
do a mi nombre que puedo ser yo mismo en un puñado de letras?
No sé en qué parte del cuerpo estoy.
Me divido, me disgrego.
Rabia en el rabillo del ojo interrumpido por el oído; el libro
aún abierto en la mano izquierda, el pulgar –por si acaso– entre
las páginas 126 y 127 como un marcador; la derecha, novato ma-
labarista, sosteniendo el lápiz recalcitrante y el auricular de prisa.
Estoy repartido en el cuerpo pero sobre todo en la voz ajena
que me suspende sobre mí mismo como un acento.
¿No será que quiero escucharme repetido en una caricia?
Me lo pregunto mientras el nombre vuelve a convertirse en
pregunta, como si la ligerísima inflexión que lo lleva y lo trae
cuestionara mi identidad, hasta mi existencia. 
El diálogo de tímidas, casi evasivas interrogantes, asoma
algo tenebroso, pero desembocará –duda metódica al fin y al
cabo, ¿quién lo duda?– en convicción de carne y hueso. 

168
Octavio Armand

Un nombre es una afirmación, la más rotunda y agotadora


de todas. Un destino, nunca una duda. 
El traspié sobre la cuerda floja que hace apenas un nanosegundo
era tierra firme disimulará la caída con una pirueta inaudita.
__ ¿Octavio Armand?
__ A veces.
La respuesta quizá le resulte desconcertante pero perma-
nece impasible, imperturbable, aunque la respiración, lo único
que entonces se escucha, denota ansiedad. 
Tras la pausa, mínima, la retahíla, el guión. 
Ritual protagonismo de nadie frente a nadie. 
De cada cincuenta llamadas, cinco o seis suscitan el deseo
de reír, hacer reír, sugiriendo una intriga tan embrionaria como
provocadora a costa de mi propio linaje. Hacer reír y unirme a
esa risa como si agarrara la Tierra por la cintura para acompañarla
en su rotación.
Música de las esferas bruncas. Son de ausencia.
Casi siempre la insinuada novela del nombre y apellido re-
sulta literalmente inaudita.  Como ahora. De cada cinco o seis
relampagueantes intentos solo uno logra que salten los electrones
para burlar la inefable ceremonia telefónica.
A ¿Octavio Armand? he contestado con mil sugerentes des-
víos. Desde el no estoy a lo fui hasta ayer a las tres y media.
Al oírme decir eso depende, eso aspiro, eso dicen o eso creo,
la muchacha que logra sentir la fragilidad de su existencia en la
mía me lo agradece con una carcajada. Se zafa conmigo de la
cadena de los tiempos. Intuye en el soy yo y lo niego un momen-
táneo vuelco que la aleja de su cómoda primera persona y del
teléfono que ahora aprieta contra los labios y el oído. 
Desazón de sentirse ajena, extraña, y como perdida en el
laberinto de la sangre, que descubre con júbilo, y la multiplica
por todos los pronombres y todas las circunstancias imaginables.

169
El ocho cubano

Espejismos de la identidad.
Es otra ella y está en cualquier parte.
Por un instante no ser uno es ser todos uno a uno.
Infinito y novela.
¿Cuántos personajes no habré sido yo para esa muchacha
que empezó a soñar una novela? 
En algún párrafo todavía soy si no puedo evitarlo y en otro
casi nunca; durante varias páginas sólo soy los fines de semana
y de repente, al pasar una de ellas, no estoy muy seguro o no se
lo digas a nadie; si tú lo dices de buenas a primeras, en apenas
un par de líneas, pasa a ser de vez en cuando y luego no en este
preciso instante; sucesiva y hasta simultáneamente soy si no pue-
do evitarlo, casi nunca, lamentablemente, los lunes, miércoles y
viernes de dos a cinco, casi siempre, si hay quien lo crea, todavía,
pronto lo seré, aún no, hasta cierto punto, probablemente, muy
a pesar mío y aunque no lo creas.
Por supuesto mi invisible compañera de aventuras ha sido
todos esos personajes y uno más: ella.
Hace una semana, a los diez o quince minutos de haber col-
gado, llamó.
Era ella otra vez.
Trama implosiva su saludo y mi respuesta.
__ ¿Soy yo?
__ No. 
 
Caracas, 26 de abril 2007

170
Octavio Armand

ÍNDICE

DINTEL 5
UMBRAL 7
EL PASADO COMO PRÓLOGO 9
EGRETS ONLY 11
RSVP 17
EL OCHO CUBANO 19
REPASO 25
LA MITAD DE OCHO 29
CRAZY HORSE 35
REGINO 39
EL TALLER 59
EL MOSQUETERO 63
ALFONSO EL SABIO 73
EL PUENTE NEGRO 89
LA ISLA DEL TESORO 93
NOCHEBUENA 113
PEDRO PERICH 121
RAPSODIA HÚNGARA 127
RULETA RUSA 151
VIDAS PARALELEPÍPEDAS 155
EL DENARIO 161
¿OCTAVIO ARMAND? 167

171

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