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CUBANO
Colección Atocha
de Literatura Hispanoamericana
Número 7
PENSAMIENTO
OCTAVIO ARMAND
EL OCHO
CUBANO
© Octavio Armand
© Sobre la presente edición: Efory Atocha Ediciones 2012
ISBN:
Depósito Legal:
Impresión:
Edición y corrección: Santiago Méndez
Imagen de portada: Javier Gazapo
Diseño de cubierta e interior: Andrés Mir
Maquetación: José Vásquez
Logo: Rogelio Portal
Colección Atocha de Literatura Hispanoamericana
Creada y coordinada por L. Santiago Méndez Alpízar / Chago
Este libro fue realizado con la colaboración de Johan Gotera
Número 7
C/ Méndez Álvaro 12-1-Dcha-A. CP: 28045. Madrid.
912 92 40 00
Impreso en
Octavio Armand
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UMBRAL
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EGRETS ONLY
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RSVP
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EL OCHO CUBANO*
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l OO p
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Cuba: cuatro Corsairs y tres Hawks II. La nueva espiral del cuerpo, tras
finalizar la del también norteamericano Rosenham Beam, se llama pre-
cisamente la era de Povey. Como Dédalo, como Ícaro, Povey pertenece
al mito y las alturas.
En 1936 enlazó la historia de la aviación nacional a la leyenda
universal. Ese año, como miembro adoptivo del equipo criollo, llevó
un Curtiss Hawk a la competencia del All American Show de Miami.
Fue allí donde accidentalmente inventó su célebre pirueta.
Como maniobra extra, Povey iba a hacer tres barriles de alerón en
el tope de un loop. Viendo que en el tope del loop tenía 225 kph, mu-
cha velocidad para hacer los barriles, decidió continuar el loop e inme-
diatamente hacer un medio barril y repetir la maniobra hasta lograr un
ocho aplastado. Al aterrizar, uno de los jueces, el luego famoso general
James Doolittle, le preguntó si esa era su maniobra extra.
__ Sí.
__ ¿Y cómo se llama?
__ El ocho cubano.
Además de la matemática estelar, se conoce otra aventura suya,
registrada en la historia de la aviación militar de la isla. Se remonta a la
época de otra revolución frustrada, la del 33. Los comunistas, entonces
revolucionarios, habían anunciado una manifestación en el centro de
la capital para el 4 de agosto del 34 sin permiso de las autoridades.
A la aviación se le ordenó que amedrentara a los manifestantes. Fue
Povey quien cumplió la orden. Armó un avión con dos bombas de
demolición de 120 libras que carecían de detonadores con el propósito
de producir un efecto más psicológico que explosivo entre los amotina-
dos. Descendió sobre la Avenida del Prado desde 4,000 pies de altura y
voló rectas y curvas sobre los Rojos del Habana, quienes despavoridos y
casi decapitados huyeron por Das Kapital con sus banderas y pancartas.
Aquello debió haberles parecido un strike pavoroso. Una insólita carga
al machete. Encaramado en un moderno caballo de Troya, el avatar de
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REPASO
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LA MITAD DE OCHO
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CRAZY HORSE
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REGINO
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años. Era algo más grande que esa que tú enfrentaste. De allá,
y señalaba con su índice la misma roñosa pared solo para trazar
de inmediato un semicírculo enorme hacia la pared que daba a
la calle, hasta aquella mesita que está en la esquina de la sala. Sí,
esa misma, la esquinera. Te recomiendo que caces a nado, como
hice yo. Así no te oirá la ballena cuando te acerques. Yo pude
colocarme a su lado y encaramármele encima. Por eso logré darle
un buen arponazo en la cabeza, justo por el hueco por donde res-
piran y lanzan el chorro de vapor como una locomotora. Por su-
puesto que entonces se zambulló. Pero no la solté. Aguanté la res-
piración bajo el agua bastante rato, como una media hora, hasta
que muy cansada se dio por vencida; pues como te dije no la solté
para nada. Ni que lo hubiera querido la podía soltar. Imagínate,
un pulpo que iba con ella me agarró por el brazo izquierdo. Aquí,
casi en el hombro. Para colmo diecisiete tiburones daban vueltas
mostrando los colmillos, atraídos por la sangre de la ballena y del
enorme pulpo que con una sola mano tuve que matar.
__ Sabes, Regino –tras reponerme del aplastante peso de
la ballena devuelta engrandecida, volvía a la carga al cabo de
unos minutos–, me metí en el monte para cazar con mi arco sioux
y casi tropiezo con un león que dormía la siesta. Como estaba tan
dormido no quise despertarlo para que jugara conmigo. También
sentí un poquito de miedo, pero no se lo digas a mi papá.
__ Ay, Octavio, qué bueno que me lo hayas contado. ¿Sa-
bes que nadie me ha querido creer que yo vi una leona con tres
cachorritos cerca de la Loma de la Piña? Rugía como un demo-
nio, quizá porque me había visto de saco y corbata. O me había
olfateado. Yo sí tuve miedo. Bastante. No se lo vayas a contar a
nadie, por favor.
Así eran aquellas conversaciones. Sin importar cuánto yo es-
tirara la hipérbole, sin importar cuánta curva sorteara la imagina-
ción, Regino nunca me puso una luz roja. Al contrario, me retaba
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EL TALLER
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EL MOSQUETERO
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ALFONSO EL SABIO
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ya exilado y casi tan pobre como él, tu negro esclavo Pedro, mo-
nedas antiguas, unas romanas, otras españolas y americanas. De
estas últimas no pocas se las debía a mi hermano.
Se suponía que Alfonso cuidara el rancho de El Uvero tres-
cientos sesenta y cinco días al año. Exceptuando vacaciones y per-
misos. Lógicamente no aguantaba tanta soledad, pues en aquella
playa, así de corrido, solo vivían Rocambole; Mayimbe, el forta-
chón San Pedro localísimo que con su mujer y sus dos hijitos vi-
gilaba la portería, que él abría y cerraba como pinza de cangrejo
moro cuando la algarabía o el claxon tocaban las puertas del cielo,
y que un buen día se unió para orgullo mío al ejército rebelde y
luego, decepcionado y de regreso a su santo oficio, otro mal día de
abril del 61 cayó preso, para seguir en mi orgullo pero ahora pro-
fundizado por la rabia y la tristeza; y Juan, republicano andaluz,
cantero mocho en ambas manos de varios dedos, sin duda por
los excelentes muros de piedra que construía de muchacho en su
tierra y que luego, tan flaco como viejo, siguió levantando en la
nuestra.
Que yo recuerde Juan solo tenía dos posesiones: un gato
tricolor que se llamaba Juancho y una escopeta tan vieja como
él. Vivía cerca del enorme tanque que bien que mal surtía de
agua a la playa, casi tan lejos de Mayimbe como de Alfonso, que
habitaban los extremos de la herradura que era aquel paradisíaco
rincón guantanamero, y casi en perpendicular extendida desde
el norte al rancho del gordo y bonachón Benito Rodríguez, que
era la cueva de Rocambole, o Roca, que así también le decían,
quizá por lo duro que era, y que además de cazar carey era el úni-
co proletario que podía mantener a raya a Papi, gigantesca prole
de Benito, cetáceo pero retrasado, según la madre por un golpe
en la cabeza que había sufrido en una caída, años, muchos años
atrás, cuento que todo el mundo fingía creer, menos Roca, que
decía que Papi era malo, por no perdonarle la jugada que le había
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EL PUENTE NEGRO
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saltando con previsibles malos pasos sobre lajas que pudieran ser
jicoteas sumergidas, se les repetía que un pobre guajiro se había
ahogado en la engañosa corriente. Al ceder la montura de yute
humedecida, dejándolo como el XII del Tarot, bocabajo y colga-
do por un pie del estribo improvisado en soga, la yegua asustada
lo arrastró por el Aqueronte hasta agotar en pocos minutos sus
días.
La reiterada advertencia solo servía de acicate para que algún
diablo improvisara alternativas al impasible puente y al voluble
Guaso. En un tris el ambiente se cargaba de tensiones y bríos
como si lo atravesara un rayo; anárquicos, los electrones saltaban
de nube en nube, colocándole efímeros y azarosos peldaños al
retumbo; y sin chistar todos se dejaban llevar por el tridente que
los empujaba, punzándolos, hacia el letrero que terminantemente
prohibía el paso a los peatones.
El letrero era letra muerta y sepultada, como el sermón de
los mayores. Por mucho que la inscripción cruzara un par de hue-
sos en una calavera y amenazara con la pérdida de toda esperanza
a quienes se acercaban, nadie desistía, pues aquello era tan di-
vertido como el infierno. Así llegaban al umbral del tenebroso
Puente Negro, tratando de darse ánimo y terror simultáneamente
con cronometrado paso de marcha fúnebre, pisando los primeros
travesaños como mariposas, como si aquello que varias veces al
día soportaba locomotoras y vagones fuera a ceder por el peso de
alas empolvadas y asustadizas.
Esos primeros maderos, hundidos geológicamente en el pai-
saje, eran como esos maestros de baile que de inmediato abando-
nan a los pupilos al ladrillito del bolero o el salón del vals, pues
sin mucho previo aviso perdían geología y paisaje, para flotar so-
bre el abismo que se colaba como el viento entre las aspas de un
ventilador.
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última gota. Así son estos recuerdos. ¿No habrá uno siquiera que
pueda fijar hasta abrirlo como una gaveta?
Luis no ha podido aportar nada acerca de Santa Cecilia. Y
poco acerca de Romelié. Los bueyes, los estibadores, las montañas
de caña en las carretas, el bagazo, el olor dulzón, eso lo puedo
apostar contra el olvido. Hay imágenes, sin embargo, que tal vez
no sean mías. Los barracones de los esclavos, por ejemplo, donde
todavía en alguna pared sobresalían argollas empotradas para el
castigo, ¿eran parte de las estructuras abandonadas y ruinosas que
yo llegué a conocer o arquitectura aún perfectamente conservada
durante la niñez de mi padre, cuando la abolición de la esclavi-
tud era un hecho reciente?
Recuerdo los recuerdos de mi padre como él recordaba los
del suyo, Octavio, y a través de él, los de su abuelo Luis. A don
Octavio, nacido en 1858, se le tenía por un hombre sumamente
bueno. Pero el bueno, aclaraba, había sido su padre, Luis, mi bis-
abuelo, a quien en toda aquella zona, según él, se le consideraba
un santo.
Recuerdo este recuerdo: Sito –así le decía, nunca Luis o Lui-
sito– cuando tu abuelo salía a caminar por Romelié apartaba las
piedras para evitar que los caballos se lastimaran las patas.
La montaña de sacos de azúcar en los almacenes de mi padri-
no era una versión pálida, domesticada, de la de Romelié. En el
galpón, de un orden casi geométrico, como de tablero de ajedrez,
más despejado, más limpio que los depósitos del ingenio, siempre
había gatos, imagino que para controlar las ratas y ratones que
seguramente querían celebrar misa con los víveres, haciendo dis-
cretas restas en la suma infinita de sabores.
Uno podía perseguir a los gatos, que en un santiamén pa-
saban de felinos a felones y de perseguidores a perseguidos para
sorpresa suya y acaso para regocijo de algún escondido roedor,
testigo cómodo. Pero sobre todo se le daba rienda suelta al al-
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__ ¿Y el mapa?
Uno de los hijos lo recordaba. Estaba entre los papeles del
viejo. Mi padre lo adquirió. Sin regateos. Porque sí. Creía haber
reconocido –y con razón– el sitio esbozado por la cartografía. No
había ni un toponímico. Ni siquiera la habitual flecha disparada
hacia el norte. Pero se daba una imagen bastante precisa de un si-
tio que conocía: la despoblada costa de Jatibonico, con su Morro
Grande y Morro Chico bien delineados.
Según el mapa, el tesoro enterrado estaba a 100 –así, 100
a secas– desde el arroyuelo que cruzaba al pie de un promonto-
rio hacia la señal natural, que era el tope de una montaña. Ha-
llamos lo que presumimos era el promontorio indicado. Primer
problema: el arroyuelo no existía. Conclusión: no hay problema.
Se había secado. Segundo y para siempre insoluble problema:
¿qué quería decir ese 100? ¿cien pasos? ¿cien zancadas? ¿cien bra-
zas? ¿cien de los metros recientemente impuestos por la revolu-
ción francesa? ¿cien qué?
Se buscaron las medidas de superficie existentes desde fines
del siglo XVI hasta principios del XVIII. También se sumó una
pieza al equipo de pico y pala: un detector de metales. Dimos
cien zancadas, cien pasos, cien brazadas. Medimos cien metros,
cien pies. Luego cien decámetros, cien varas. Cien toesas no po-
día ser. Ni cien milímetros. Durante unas horas nos convertíamos
en ciempiés. Siempre en vano. Cien todo y nada.
De ciempiés pasábamos a detectives de metales. También
en vano. No recuerdo si alguna vez desenterramos unos clavos
oxidados. El problema, según mi padre, es que el oro no tenía
oxidación, cuestión imprescindible para que el detector resultara
útil. ¿Entonces por qué, para qué?
__ La caja puede tener clavos, cerradura, o estar reforzada
con tiras metálicas.
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__ ¡Ah!
Con la copia del mapa en un bolsillo, pico y pala y detector
al hombro, regresábamos sin tesoro pero felices y optimistas para
la próxima hasta donde nos esperaba la retaguardia: el Indio con
el jeep y el demorado almuerzo de sandwiches y frutas, o pasteles
de carne, pasta de guayaba con queso, agua y refrescos tibios, lo
que fuera.
La última peregrinación que hicimos a la tierra prometida
fue hacia finales de 1960. Volvimos a atravesar en jeep una in-
mensa finca, donde en una parte cenagosa solía haber reses muer-
tas, esqueletos aún recubiertos por retazos de piel. Esa finca era de
un amigo de mi padre, cazador de machos cimarrones. No había
caminos pero el Indio sabía cómo llegar hasta un punto cercano
al reseñado en el mapa. Más allá ni en jeep se podía seguir. Ahí lo
dejamos, para cuidar la retaguardia y dormir una buena siesta por
todos nosotro –el plural en este caso incluye a Alfonso; y nos en-
rumbamos por el misterio del paisaje con la renovada sensación
de que nos iba a devolver algo nuestro.
Conservo algunas fotos de esta última aventura, aunque en
realidad no las necesito para evocarla en detalle. La perdida que
nos dimos por aquellos montes fue de horas. Ergo: inolvidable.
La sed fue tal que me permitió saborear los buchitos de agua más
deliciosos que jamás haya probado. Ni al viejo marino de Cole-
ridge le pudo saber mejor una gota de agua.
Estábamos totalmente perdidos cuando tropezamos con
unos canarios que preparaban carbón de leña, quemando troncos
y ramas bajo tierra, según la costumbre. Súmese al calor de la
hora el de aquel horno profundo y añádase un déficit adicional a
la sed acumulada por la caminata con sol a plomo. Aquel tesoro
enterrado que se ennegrecía lentamente para los canarios –tiz-
nados y casi en cueros– nos hacía soñar manantiales y jardines
babilónicos.
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NOCHEBUENA
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PEDRO PERICH
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RAPSODIA HÚNGARA
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SORRY,
WE’RE OPEN
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RULETA RUSA
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VIDAS PARALELEPÍPEDAS
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En la recepción, comienzo por dar mi nombre, la primera
información que se me pide. Veo que la muchacha anota:
Octavio Armando
__ Señorita, es Armand: Armando sin la o.
Ella se disculpa con una sonrisa; diligentemente tacha lo
que acaba de escribir y corrige el dato, deletreando cuidadosa-
mente:
Armando Sinlaó
La sensacíón de ser chino y pariente no tan lejano de Lao
Tse me augura días de tigre y noches de dragón en el Hotel Cha-
ma, Mérida, año 1981. Gracias a la O simultáneamente dupli-
cada y suprimida, la Ciudad de los Caballeros promete ser Ciu-
dad de Damas Dobles. Así interpreto la paradójica insistencia
del pequeño círculo. En la rotación lunar de los signos recorro la
redondez del planeta. El eje imaginario para las vueltas con que
se medirán las horas seré yo. ¿Yo? Suspendida en un ideograma
que ni yo mismo soy capaz de descifrar, la identidad se me vacía
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OCTAVIO ARMAND?
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Espejismos de la identidad.
Es otra ella y está en cualquier parte.
Por un instante no ser uno es ser todos uno a uno.
Infinito y novela.
¿Cuántos personajes no habré sido yo para esa muchacha
que empezó a soñar una novela?
En algún párrafo todavía soy si no puedo evitarlo y en otro
casi nunca; durante varias páginas sólo soy los fines de semana
y de repente, al pasar una de ellas, no estoy muy seguro o no se
lo digas a nadie; si tú lo dices de buenas a primeras, en apenas
un par de líneas, pasa a ser de vez en cuando y luego no en este
preciso instante; sucesiva y hasta simultáneamente soy si no pue-
do evitarlo, casi nunca, lamentablemente, los lunes, miércoles y
viernes de dos a cinco, casi siempre, si hay quien lo crea, todavía,
pronto lo seré, aún no, hasta cierto punto, probablemente, muy
a pesar mío y aunque no lo creas.
Por supuesto mi invisible compañera de aventuras ha sido
todos esos personajes y uno más: ella.
Hace una semana, a los diez o quince minutos de haber col-
gado, llamó.
Era ella otra vez.
Trama implosiva su saludo y mi respuesta.
__ ¿Soy yo?
__ No.
Caracas, 26 de abril 2007
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ÍNDICE
DINTEL 5
UMBRAL 7
EL PASADO COMO PRÓLOGO 9
EGRETS ONLY 11
RSVP 17
EL OCHO CUBANO 19
REPASO 25
LA MITAD DE OCHO 29
CRAZY HORSE 35
REGINO 39
EL TALLER 59
EL MOSQUETERO 63
ALFONSO EL SABIO 73
EL PUENTE NEGRO 89
LA ISLA DEL TESORO 93
NOCHEBUENA 113
PEDRO PERICH 121
RAPSODIA HÚNGARA 127
RULETA RUSA 151
VIDAS PARALELEPÍPEDAS 155
EL DENARIO 161
¿OCTAVIO ARMAND? 167
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