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SANTO
ROSARIO
EL ROSARIO, CON LOS MISTERIOS COMENTADOS E
ILUSTRADOS
La Oración de cada día
Jesús inculcaba a sus discípulos que es preciso orar siempre sin desfallecer (Lc
18,1).
Y San Francisco exhortaba a los suyos en la Regla bulada: «Los hermanos a
quienes el Señor ha dado la gracia de trabajar, trabajen fiel y devotamente, de
tal suerte que, desechando la ociosidad, enemiga del alma, no apaguen el
espíritu de la santa oración y devoción, al cual las demás cosas temporales
deben servir» (5,1-2).
Llevar a cabo un rosario meditado nos permitirá establecer una comunicación
mucho más profunda con Dios, en la medida que vamos siendo guiados por el
Espíritu Santo para la reflexión. Este rosario nace bajo la influencia de los rezos
que se hacían en la Edad Media, en la que era usual que, antes de decir el Ave
María, se meditaba sobre algún hecho de la vida de Cristo y su Madre.
Meditar sobre los misterios también nos permite vivir con la fe renovada y la
confianza siempre depositada en la llegada del Señor, así como también nos
ayuda a vivir con gozo en el corazón, sabiendo que Cristo murió por la
salvación de todos nosotros y que, sin importar los pecados, siempre estará dispuesto a darnos el perdón, siempre y
cuando le busquemos con amor y demostremos arrepentimiento.
Signarse
Acto de contrición
Un Padre Nuestro
Un Credo
Tres Aves María
Un Gloria
Los misterios del Rosario meditado.
EJEMPLO ll
EJEMPLO lll
Lunes (3): Misterios gozosos
En el nombre del Padre, y del Hijo, y del
Espíritu Santo. Amén.
•Oremos. Oh Dios, cuyo Hijo unigénito nos
mereció con su vida, muerte y resurrección, el
premio de la vida eterna; te rogamos nos
concedas que, meditando estos misterios en el
Rosario, imitemos los ejemplos que contienen
y consigamos los premios que prometen. Por
Jesucristo nuestro Señor. R. Amén
•
El Rosario, en efecto, aunque se distingue por su carácter mariano, es una oración centrada en la cristología. En la sobriedad de sus
partes, encierra en sí la profundidad de todo el mensaje evangélico, del cual es como un compendio.2 En él resuena la oración de
María, su perenne Magníficat por la obra de la Encarnación redentora en su seno virginal. Con él, el pueblo cristiano aprende de
María a contemplar la belleza del rostro de Cristo y a experimentar la profundidad de su amor. Mediante el Rosario, el creyente
obtiene abundantes gracias, como recibiéndolas de las mismas manos de la Madre del Redentor.
Yo mismo, después, no he dejado pasar ocasión de exhortar a rezar con frecuencia el Rosario. Esta oración ha tenido un puesto
importante en mi vida espiritual desde mis años jóvenes. Me lo ha recordado mucho mi reciente viaje a Polonia, especialmente la
visita al santuario de Kalwaria. El Rosario me ha acompañado en los momentos de alegría y en los de tribulación. A él he confiado
tantas preocupaciones y en él siempre he encontrado consuelo. Hace veinticuatro años, el 29 de octubre de 1978, dos semanas
después de la elección a la Sede de Pedro, como abriendo mi alma, me expresé así: «El Rosario es mi oración predilecta. ¡Plegaria
maravillosa! Maravillosa en su sencillez y en su profundidad. [...] Se puede decir que el Rosario es, en cierto modo, un comentario-
oración sobre el último capítulo de la Constitución Lumen gentium del Vaticano II, capítulo que trata de la presencia admirable de
la Madre de Dios en el misterio de Cristo y de la Iglesia. En efecto, con el trasfondo de las Avemarías pasan ante los ojos del alma
los episodios principales de la vida de Jesucristo. El Rosario en su conjunto consta de misterios gozosos, dolorosos y gloriosos, y
nos ponen en comunión vital con Jesús a través -podríamos decir- del Corazón de su Madre. Al mismo tiempo, nuestro corazón
puede incluir en estas decenas del Rosario todos los hechos que entraman la vida del individuo, la familia, la nación, la Iglesia y la
humanidad. Experiencias personales o del prójimo, sobre todo de las personas más cercanas o que llevamos más en el corazón. De
este modo, la sencilla plegaria del Rosario sintoniza con el ritmo de la vida humana».5
Con estas palabras, mis queridos hermanos y hermanas, introducía mi primer año de Pontificado en el ritmo cotidiano del Rosario.
Hoy, al inicio del vigésimo quinto año de servicio como Sucesor de Pedro, quiero hacer lo mismo. ¡Cuántas gracias he recibido de
la Santísima Virgen a través del Rosario en estos años: Magníficat anima mea Dominum! Deseo elevar mi agradecimiento al Señor
con las palabras de su Madre Santísima, bajo cuya protección he puesto mi ministerio petrino: Totus tuus!
Octubre 2002 - Octubre 2003: Año del Rosario
3. Por eso, de acuerdo con las consideraciones hechas en la Carta apostólica Novo millennio ineunte, en la que, después de la
experiencia jubilar, he invitado al Pueblo de Dios «a caminar desde Cristo»,6 he sentido la necesidad de desarrollar una reflexión
sobre el Rosario, en cierto modo como coronación mariana de dicha Carta apostólica, para exhortar a la contemplación del rostro de
Cristo en compañía y a ejemplo de su Santísima Madre. En efecto, rezar el Rosario es, en realidad, contemplar con María el rostro
de Cristo. Para dar mayor realce a esta invitación, con ocasión del próximo 120º aniversario de la mencionada Encíclica de León
XIII, deseo que a lo largo del año se proponga y valore de manera particular esta oración en las diversas comunidades cristianas.
Por tanto, proclamo el año que va de este octubre a octubre de 2003 Año del Rosario.
Dejo esta indicación pastoral a la iniciativa de cada comunidad eclesial. Con ella no quiero obstaculizar, sino más bien integrar y
consolidar, los planes pastorales de las Iglesias particulares. Confío en que sea acogida con prontitud y generosidad. El Rosario,
comprendido en su pleno significado, conduce al corazón mismo de la vida cristiana y ofrece una oportunidad ordinaria y fecunda,
espiritual y pedagógica, para la contemplación personal, la formación del Pueblo de Dios y la nueva evangelización. Me es grato
reiterarlo recordando con gozo también otro aniversario: el 40º aniversario del comienzo del Concilio Ecuménico Vaticano II (11
de octubre de 1962), el «gran don de gracia» dispensada por el espíritu de Dios a la Iglesia de nuestro tiempo.7
Objeciones al Rosario
4. La oportunidad de esta iniciativa se basa en diversas consideraciones. La primera se refiere a la urgencia de afrontar una cierta
crisis de esta oración que, en el actual contexto histórico y teológico, corre el riesgo de ser subestimada injustamente y, por tanto,
poco propuesta a las nuevas generaciones. Hay quien piensa que la centralidad de la liturgia, acertadamente subrayada por el
Concilio Ecuménico Vaticano II, tenga necesariamente como consecuencia una disminución de la importancia del Rosario. En
realidad, como puntualizó Pablo VI, esta oración no sólo no se opone a la Liturgia, sino que le da soporte, ya que la introduce y la
recuerda, ayudando a vivirla con plena participación interior, recogiendo así sus frutos en la vida cotidiana.
Quizás hay también quien teme que pueda resultar poco ecuménica por su carácter marcadamente mariano. En realidad, se sitúa en
el más límpido horizonte del culto a la Madre de Dios, tal como el Concilio ha establecido: un culto orientado al centro cristológico
de la fe cristiana, de modo que «mientras es honrada la Madre, el Hijo sea debidamente conocido, amado, glorificado».8
Comprendido adecuadamente, el Rosario es una ayuda, no un obstáculo para el ecumenismo.
Vía de contemplación
5. Pero el motivo más importante para volver a proponer con determinación la práctica del Rosario es por ser un medio sumamente
válido para favorecer en los fieles la exigencia de contemplación del misterio cristiano, que he propuesto en la Carta Apostólica
Novo millennio ineunte como verdadera y propia «pedagogía de la santidad»: «Es necesario un cristianismo que se distinga ante
todo en el arte de la oración».9 Mientras en la cultura contemporánea, incluso entre tantas contradicciones, aflora una nueva
exigencia de espiritualidad, impulsada también por influjo de otras religiones, es más urgente que nunca que nuestras comunidades
cristianas se conviertan en «auténticas escuelas de oración».10
El Rosario forma parte de la mejor y más reconocida tradición de la contemplación cristiana. Iniciado en Occidente, es una oración
típicamente meditativa y se corresponde de algún modo con la «oración del corazón», u «oración de Jesús», surgida sobre el humus
del Oriente cristiano.
Otro ámbito crucial de nuestro tiempo que requiere una urgente atención y oración es el de la familia, célula de la sociedad,
amenazada cada vez más por fuerzas disgregadoras, tanto de índole ideológica como práctica, que hacen temer por el futuro de esta
fundamental e irrenunciable institución y, con ella, por el destino de toda la sociedad. En el marco de una pastoral familiar más
amplia, fomentar el Rosario en las familias cristianas es una ayuda eficaz para contrarrestar los efectos desoladores de esta crisis
actual.
7. Numerosos signos muestran cómo la Santísima Virgen ejerce también hoy, precisamente a través de esta oración, aquella
solicitud materna para con todos los hijos de la Iglesia que el Redentor, poco antes de morir, le confió en la persona del discípulo
predilecto: «¡Mujer, ahí tienes a tu hijo!» (Jn 19,26). Son conocidas las distintas circunstancias en las que la Madre de Cristo, entre
el siglo XIX y XX, hizo de algún modo notar su presencia y su voz para exhortar al Pueblo de Dios a recurrir a esta forma de
oración contemplativa. Deseo en particular recordar, por la incisiva influencia que conservan en la vida de los cristianos y por el
acreditado reconocimiento recibido de la Iglesia, las apariciones de Lourdes y de Fátima,11 cuyos Santuarios son meta de
numerosos peregrinos, en busca de consuelo y de esperanza.
Con toda su obra y, en particular, a través de los «Quince Sábados», Bartolomé Longo desarrolló el núcleo cristológico y
contemplativo del Rosario, que contó con un particular aliento y apoyo en León XIII, el «Papa del Rosario».
CAPÍTULO I
CONTEMPLAR A CRISTO CON MARÍA
9. «Y se transfiguró delante de ellos: su rostro se puso brillante como el sol» (Mt 17,2). La escena evangélica de la transfiguración
de Cristo, en la que los tres apóstoles Pedro, Santiago y Juan aparecen como extasiados por la belleza del Redentor, puede ser
considerada como icono de la contemplación cristiana. Fijar los ojos en el rostro de Cristo, descubrir su misterio en el camino
ordinario y doloroso de su humanidad hasta percibir su fulgor divino manifestado definitivamente en el Resucitado glorificado a la
derecha del Padre es la tarea de todos los discípulos de Cristo; por tanto, es también la nuestra. Contemplando este rostro nos
disponemos a acoger el misterio de la vida trinitaria, para experimentar de nuevo el amor del Padre y gozar de la alegría del
Espíritu Santo. Se realiza así también en nosotros la palabra de san Pablo: «Reflejamos como en un espejo la gloria del Señor, nos
vamos transformando en esa misma imagen cada vez más: así es como actúa el Señor, que es Espíritu» (2 Cor 3,18).
10. La contemplación de Cristo tiene en María su modelo insuperable. El rostro del Hijo le pertenece de un modo especial. Ha sido
en su vientre donde se ha formado, tomando también de ella una semejanza humana que evoca una intimidad espiritual ciertamente
más grande aún. Nadie se ha dedicado con la asiduidad de María a la contemplación del rostro de Cristo. Los ojos de su corazón se
concentran de algún modo en Él ya en la Anunciación, cuando lo concibe por obra del Espíritu Santo; en los meses sucesivos
empieza a sentir su presencia y a imaginar sus rasgos. Cuando por fin lo da a luz en Belén, sus ojos se vuelven también tiernamente
sobre el rostro del Hijo, cuando lo «envolvió en pañales y le acostó en un pesebre» (Lc 2,7).
Desde entonces su mirada, siempre llena de adoración y asombro, no se apartará jamás de Él. Será a veces una mirada
interrogadora, como en el episodio de su extravío en el templo: «Hijo, ¿por qué nos has hecho esto?» (Lc 2,48); será en todo caso
una mirada penetrante, capaz de leer en lo íntimo de Jesús, hasta percibir sus sentimientos escondidos y presentir sus decisiones,
como en Caná (cf. Jn 2,5); otras veces será una mirada dolorida, sobre todo al pie de la cruz, donde todavía será, en cierto sentido,
la mirada de la «parturienta», ya que María no se limitará a compartir la pasión y la muerte del Unigénito, sino que acogerá al
nuevo hijo en el discípulo predilecto confiado a ella (cf. Jn 19,26-27); en la mañana de Pascua será una mirada radiante por la
alegría de la resurrección y, por fin, una mirada ardorosa por la efusión del Espíritu en el día de Pentecostés (cf. Hch 1,14).
11. María vive mirando a Cristo y tiene en cuenta cada una de sus palabras: «Guardaba todas estas cosas, y las meditaba en su
corazón» (Lc 2,19; cf. 2,51). Los recuerdos de Jesús, impresos en su alma, la acompañan en todo momento, llevándola a recorrer
con el pensamiento los distintos episodios de su vida junto al Hijo. Han sido aquellos recuerdos los que han constituido, en cierto
sentido, el «rosario» que ella rezó constantemente en los días de su vida terrena.
Y también ahora, entre los cantos de alegría de la Jerusalén celestial, permanecen intactos los motivos de su acción de gracias y su
alabanza. Ellos inspiran su solicitud materna hacia la Iglesia peregrina, en la que sigue desarrollando la trama de su «papel» de
evangelizadora. María propone continuamente a los creyentes los «misterios» de su Hijo, con el deseo de que sean contemplados,
para que puedan desplegar toda su fuerza salvadora. Cuando reza el Rosario, la comunidad cristiana está en sintonía con el recuerdo
y con la mirada de María.
12. El Rosario, precisamente a partir de la experiencia de María, es una oración marcadamente contemplativa. Sin esta dimensión,
se desnaturalizaría, como subrayó Pablo VI: «Sin contemplación, el Rosario es un cuerpo sin alma y su rezo corre el peligro de
convertirse en mecánica repetición de fórmulas y de contradecir la advertencia de Jesús: "Cuando oréis, no seáis charlatanes como
los paganos, que creen ser escuchados en virtud de su locuacidad" (Mt 6,7). Por su naturaleza el rezo del Rosario exige un ritmo
tranquilo y un reflexivo remanso, que favorezca en quien ora la meditación de los misterios de la vida del Señor, vistos a través del
corazón de Aquella que estuvo más cerca del Señor, y que desvelen su insondable riqueza».14
Es necesario detenernos en este profundo pensamiento de Pablo VI para poner de relieve algunas dimensiones del Rosario que
definen mejor su carácter de contemplación cristológica.
Por esto, a la vez que se reafirma con el Concilio Vaticano II que la Liturgia, como ejercicio del oficio sacerdotal de Cristo y culto
público, es «la cumbre a la que tiende la acción de la Iglesia y, al mismo tiempo, la fuente de donde mana toda su fuerza»,15
también es necesario recordar que la vida espiritual «no se agota sólo con la participación en la sagrada liturgia. El cristiano,
aunque está llamado a orar en común, debe entrar también en su interior para orar al Padre, que ve en lo escondido (cf. Mt 6,6); más
aún: según enseña el Apóstol, debe orar sin interrupción (cf. 1 Ts 5,17)».16 El Rosario, con su carácter específico, pertenece a este
variado panorama de la oración «incesante», y si la liturgia, acción de Cristo y de la Iglesia, es acción salvífica por excelencia, el
Rosario, en cuanto meditación sobre Cristo con María, es contemplación saludable. En efecto, penetrar, de misterio en misterio, en
la vida del Redentor, hace que cuanto Él ha realizado y la liturgia actualiza sea asimilado profundamente y forje la propia
existencia.
14. Cristo es el Maestro por excelencia, el revelador y la revelación. No se trata sólo de comprender las cosas que Él ha enseñado,
sino de «comprenderlo a Él». Pero en esto, ¿qué maestra más experta que María? Si en el ámbito divino el Espíritu es el Maestro
interior que nos lleva a la plena verdad de Cristo (cf. Jn 14,26; 15,26; 16,13), entre las criaturas nadie mejor que ella conoce a
Cristo, nadie como su Madre puede introducirnos en un conocimiento profundo de su misterio.
El primero de los «signos» llevado a cabo por Jesús -la transformación del agua en vino en las bodas de Caná- nos muestra a María
precisamente como maestra, mientras exhorta a los criados a ejecutar las disposiciones de Cristo (cf. Jn 2,5). Y podemos imaginar
que ha desempeñado esta función con los discípulos después de la Ascensión de Jesús, cuando se quedó con ellos esperando el
Espíritu Santo y los confortó en la primera misión. Recorrer con María las escenas del Rosario es como ir a la «escuela» de María
para leer a Cristo, para penetrar sus secretos, para entender su mensaje.
Una escuela, la de María, mucho más eficaz, si se piensa que ella la ejerce consiguiéndonos abundantes dones del Espíritu Santo y
proponiéndonos, al mismo tiempo, el ejemplo de aquella «peregrinación de la fe»,17 en la cual es maestra incomparable. Ante cada
misterio del Hijo, ella nos invita, como en su Anunciación, a presentar con humildad los interrogantes que conducen a la luz, para
concluir siempre con la obediencia de la fe: «He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra» (Lc 1,38).
15. La espiritualidad cristiana tiene como característica el deber del discípulo de configurarse cada vez más plenamente con su
Maestro (cf. Rm 8,29; Flp 3,10.21). La efusión del Espíritu en el bautismo une al creyente como el sarmiento a la vid, que es Cristo
(cf. Jn 15,5), lo hace miembro de su Cuerpo místico (cf. 1 Cor 12,12; Rm 12,5). A esta unidad inicial, sin embargo, ha de
corresponder un camino de adhesión creciente a Él, que oriente cada vez más el comportamiento del discípulo según la «lógica» de
Cristo: «Tened entre vosotros los mismos sentimientos que Cristo» (Flp 2,5). Hace falta, según las palabras del Apóstol, «revestirse
de Cristo» (cf. Rm 13,14; Ga 3,27).
En el recorrido espiritual del Rosario, basado en la contemplación incesante del rostro de Cristo -en compañía de María-, este
exigente ideal de configuración con Él se consigue a través de una asiduidad que pudiéramos llamar «amistosa». Esta configuración
nos introduce de modo natural en la vida de Cristo y nos hace como «respirar» sus sentimientos. Acerca de esto dice el beato
Bartolomé Longo: «Como dos amigos, frecuentándose, suelen parecerse también en las costumbres, así nosotros, conversando
familiarmente con Jesús y la Virgen, al meditar los misterios del Rosario, y formando juntos una misma vida de comunión,
podemos llegar a ser, en la medida de nuestra pequeñez, parecidos a ellos, y aprender de estos eminentes ejemplos el vivir humilde,
pobre, escondido, paciente y perfecto».18
Además, mediante este proceso de configuración con Cristo, en el Rosario nos encomendamos en particular a la acción materna de
la Santísima Virgen. Ella, que es la madre de Cristo y a la vez miembro de la Iglesia como «miembro supereminente y
completamente singular»,19 es al mismo tiempo «Madre de la Iglesia». Como tal «engendra» continuamente hijos para el Cuerpo
místico del Hijo. Lo hace mediante su intercesión, implorando para ellos la efusión inagotable del Espíritu. Ella es el icono perfecto
de la maternidad de la Iglesia.
El Rosario nos transporta místicamente junto a María, dedicada a seguir el crecimiento humano de Cristo en la casa de Nazaret. Eso
le permite educarnos y modelarnos con la misma solicitud, hasta que Cristo «sea formado» plenamente en nosotros (cf. Ga 4,19).
Esta acción de María, basada totalmente en la de Cristo y subordinada radicalmente a ella, «favorece, y de ninguna manera impide,
la unión inmediata de los creyentes con Cristo».20 Es el principio iluminador expresado por el Concilio Vaticano II, que tan
intensamente he experimentado en mi vida, haciendo de él la base de mi lema episcopal: Totus tuus.21 Un lema, como es sabido,
inspirado en la doctrina de san Luis María Grignion de Montfort, que explicó de la siguiente manera el papel de María en el
proceso de configuración de cada uno de nosotros con Cristo: «Como quiera que toda nuestra perfección consiste en ser conformes,
unidos y consagrados a Jesucristo, la más perfecta de las devociones es, sin duda alguna, la que nos conforma, nos une y nos
consagra lo más perfectamente posible a Jesucristo. Ahora bien, siendo María, de todas las criaturas, la más conforme a Jesucristo,
se sigue que, de todas las devociones, la que más consagra y conforma un alma a Jesucristo es la devoción a María, su santísima
Madre, y que cuanto más consagrada esté un alma a la Santísima Virgen, tanto más lo estará a Jesucristo».22 Verdaderamente, en el
Rosario el camino de Cristo y el de María se encuentran profundamente unidos. María no vive más que en Cristo y en función de
Cristo.
Para apoyar la oración, que Cristo y el Espíritu hacen brotar en nuestro corazón, interviene María con su intercesión materna. «La
oración de la Iglesia está como apoyada en la oración de María».23 Efectivamente, si Jesús, único Mediador, es el Camino de
nuestra oración, María, pura transparencia de Él, muestra el Camino, y «a partir de esta cooperación singular de María a la acción
del Espíritu Santo, las Iglesias han desarrollado la oración a la santa Madre de Dios, centrándola sobre la persona de Cristo
manifestada en sus misterios».24 En las bodas de Caná, el Evangelio muestra precisamente la eficacia de la intercesión de María,
que se hace portavoz ante Jesús de las necesidades humanas: «No tienen vino» (Jn 2,3).
El Rosario es a la vez meditación y súplica. La plegaria insistente a la Madre de Dios se apoya en la confianza de que su materna
intercesión lo puede todo ante el corazón del Hijo. Ella es «omnipotente por gracia», como, con audaz expresión que debe
entenderse bien, dijo en su Súplica a la Virgen el Beato Bartolomé Longo.25 Esta certeza, basada en el Evangelio, se ha ido
consolidando por experiencia en el pueblo cristiano. El eminente poeta Dante la interpreta estupendamente, siguiendo a san
Bernardo, cuando canta: «Mujer, eres tan grande y tanto vales, que quien desea una gracia y no recurre a ti, quiere que su deseo
vuele sin alas».26 En el Rosario, mientras suplicamos a María, templo del Espíritu Santo (cf. Lc 1,35), ella intercede por nosotros
ante el Padre que la llenó de gracia y ante el Hijo nacido de su seno, rogando con nosotros y por nosotros.
17. El Rosario es también un itinerario de anuncio y de profundización, en el que el misterio de Cristo es presentado continuamente
en los diversos aspectos de la experiencia cristiana. Es una presentación orante y contemplativa, que trata de modelar al cristiano
según el corazón de Cristo. Efectivamente, si en el rezo del Rosario se valoran adecuadamente todos sus elementos para una
meditación eficaz, se da, especialmente en la celebración comunitaria en las parroquias y los santuarios, una significativa
oportunidad catequética que los pastores deben saber aprovechar. La Virgen del Rosario continúa también de este modo su obra de
anunciar a Cristo. La historia del Rosario muestra cómo esta oración fue utilizada especialmente por los Dominicos en un momento
difícil para la Iglesia a causa de la difusión de la herejía. Hoy estamos ante nuevos desafíos. ¿Por qué no volver a tomar en la mano
las cuentas del rosario con la fe de quienes nos han precedido? El Rosario conserva toda su fuerza y sigue siendo un recurso
importante en el bagaje pastoral de todo buen evangelizador.
CAPÍTULO II
MISTERIOS DE CRISTO, MISTERIOS DE LA MADRE
18. A la contemplación del rostro de Cristo sólo se llega escuchando, en el Espíritu, la voz del Padre, pues «nadie conoce bien al
Hijo sino el Padre» (Mt 11,27). Cerca de Cesarea de Felipe, ante la confesión de Pedro, Jesús puntualiza de dónde proviene esta
clara intuición sobre su identidad: «No te ha revelado esto la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos» (Mt 16,17).
Así pues, es necesaria la revelación de lo alto. Pero, para acogerla, es indispensable ponerse a la escucha: «Sólo la experiencia del
silencio y de la oración ofrece el horizonte adecuado en el que puede madurar y desarrollarse el conocimiento más auténtico, fiel y
coherente, de aquel misterio».27
El Rosario es una de las modalidades tradicionales de la oración cristiana orientada a la contemplación del rostro de Cristo. Así lo
describía el Papa Pablo VI: «Oración evangélica centrada en el misterio de la Encarnación redentora, el Rosario es, pues, oración de
orientación profundamente cristológica. En efecto, su elemento más característico -la repetición litánica del "Dios te salve, María"-
se convierte también en alabanza constante a Cristo, término último del anuncio del Ángel y del saludo de la madre del Bautista:
"Bendito el fruto de tu seno" (Lc 1,42). Diremos más: la repetición del Ave María constituye el tejido sobre el cual se desarrolla la
contemplación de los misterios: el Jesús que toda Ave María recuerda es el mismo que la sucesión de los misterios nos propone una
y otra vez como Hijo de Dios y de la Virgen».28
19. De los muchos misterios de la vida de Cristo, el Rosario, tal como se ha consolidado en la práctica más común corroborada por
la autoridad eclesial, sólo considera algunos. Dicha selección proviene del contexto original de esta oración, que se organizó
teniendo en cuenta el número 150, que es el mismo de los Salmos.
No obstante, para resaltar el carácter cristológico del Rosario, considero oportuna una incorporación que, si bien se deja a la libre
consideración de los individuos y de la comunidad, les permita contemplar también los misterios de la vida pública de Cristo desde
el bautismo a la pasión. En efecto, en estos misterios contemplamos aspectos importantes de la persona de Cristo como revelador
definitivo de Dios. Él es quien, declarado Hijo predilecto del Padre en el bautismo en el Jordán, anuncia la llegada del Reino, dando
testimonio de él con sus obras y proclamando sus exigencias. Durante la vida pública es cuando el misterio de Cristo se manifiesta
de manera especial como misterio de luz: «Mientras estoy en el mundo, soy luz del mundo» (Jn 9,5).
Así pues, para que pueda decirse que el Rosario es más plenamente «compendio del Evangelio», es conveniente que, tras haber
recordado la encarnación y la vida oculta de Cristo (misterios de gozo), y antes de considerar los sufrimientos de la pasión
(misterios de dolor) y el triunfo de la resurrección (misterios de gloria), la meditación se centre también en algunos momentos
particularmente significativos de la vida pública (misterios de luz). Esta incorporación de nuevos misterios, sin perjudicar ningún
aspecto esencial de la estructura tradicional de esta oración, se orienta a hacerla vivir con renovado interés en la espiritualidad
cristiana, como verdadera introducción a la profundidad del Corazón de Cristo, abismo de gozo y de luz, de dolor y de gloria.
Misterios de gozo
20. El primer ciclo, el de los «misterios gozosos», se caracteriza efectivamente por el gozo que produce el acontecimiento de la
Encarnación. Esto es evidente desde la Anunciación, cuando el saludo de Gabriel a la Virgen de Nazaret se une a la invitación a la
alegría mesiánica: «Alégrate, María». A este anuncio apunta toda la historia de la salvación; es más, en cierto modo, la historia
misma del mundo. En efecto, si el designio del Padre es recapitular en Cristo todas las cosas (cf. Ef 1,10), el don divino con el que
el Padre se acerca a María para hacerla Madre de su Hijo alcanza a todo el universo. A su vez, toda la humanidad está como
implicada en el fiat con el que ella responde prontamente a la voluntad de Dios.
El júbilo se percibe en la escena del encuentro con Isabel, donde la voz misma de María y la presencia de Cristo en su seno hacen
«saltar de alegría» a Juan (cf. Lc 1,44). Repleta de gozo es la escena de Belén, donde el nacimiento del divino Niño, el Salvador del
mundo, es cantado por los ángeles y anunciado a los pastores como «una gran alegría» (Lc 2,10).
Pero ya los dos últimos misterios, aun conservando el sabor de la alegría, anticipan indicios del drama. En efecto, la presentación
en el templo, a la vez que expresa la dicha de la consagración y extasía al anciano Simeón, contiene también la profecía de que el
Niño será «señal de contradicción» para Israel y de que una espada traspasará el alma de la Madre (cf. Lc 2,34-35). Gozoso y
dramático al mismo tiempo es también el episodio de Jesús, a los 12 años, en el templo. Aparece con su sabiduría divina mientras
escucha y pregunta, y desempeñando sustancialmente el papel de quien «enseña». La revelación de su misterio de Hijo, dedicado
enteramente a las cosas del Padre, anuncia aquel radicalismo evangélico que, ante las exigencias absolutas del Reino, cuestiona
hasta los más profundos lazos de afecto humano. Incluso José y María, sobresaltados y angustiados, «no comprendieron» sus
palabras (Lc 2,50).
De este modo, meditar los misterios «gozosos» significa adentrarse en los motivos últimos de la alegría cristiana y en su sentido
más profundo. Significa fijar la mirada sobre lo concreto del misterio de la Encarnación y sobre el sombrío anuncio del misterio del
dolor salvífico. María nos ayuda a aprender el secreto de la alegría cristiana, recordándonos que el cristianismo es ante todo
evangelion, «buena noticia», que tiene su centro o, mejor dicho, su contenido mismo, en la persona de Cristo, el Verbo hecho carne,
único Salvador del mundo.
Misterios de luz
21. Pasando de la infancia y de la vida de Nazaret a la vida pública de Jesús, la contemplación nos lleva a los misterios que se
pueden llamar de manera especial «misterios de luz». En realidad, todo el misterio de Cristo es luz. Él es «la luz del mundo» (Jn
8,12). Pero esta dimensión se manifiesta sobre todo en los años de la vida pública, cuando anuncia el evangelio del Reino.
Deseando indicar a la comunidad cristiana cinco momentos significativos -misterios «luminosos»- de esta fase de la vida de Cristo,
pienso que se pueden señalar: 1) su bautismo en el Jordán; 2) su autorrevelación en las bodas de Caná; 3) el anuncio del Reino de
Dios invitando a la conversión; 4) su Transfiguración; 5) la institución de la Eucaristía, expresión sacramental del misterio pascual.
Cada uno de estos misterios revela el Reino ya presente en la persona misma de Jesús. Misterio de luz es ante todo el bautismo en
el Jordán. En él, mientras Cristo, como inocente que se hace "pecado" por nosotros (cf. 2 Cor 5,21), entra en el agua del río, el cielo
se abre y la voz del Padre lo proclama Hijo predilecto (cf. Mt 3,17 par.), y el Espíritu desciende sobre Él para investirlo de la
misión que le espera. Misterio de luz es el comienzo de los signos en Caná (cf. Jn 2,1-12), cuando Cristo, transformando el agua en
vino, abre el corazón de los discípulos a la fe gracias a la intervención de María, la primera creyente. Misterio de luz es la
predicación con la cual Jesús anuncia la llegada del Reino de Dios e invita a la conversión (cf. Mc 1,15), perdonando los pecados
de quien se acerca a Él con humilde fe (cf. Mc 2,3-13; Lc 7,47-48), iniciando así el ministerio de misericordia que Él seguirá
ejerciendo hasta el fin del mundo, especialmente a través del sacramento de la reconciliación confiado a la Iglesia. Misterio de luz
por excelencia es la Transfiguración, que según la tradición tuvo lugar en el monte Tabor. La gloria de la divinidad resplandece en
el rostro de Cristo, mientras el Padre lo acredita ante los apóstoles extasiados para que lo «escuchen» (cf. Lc 9,35 par.) y se
dispongan a vivir con Él el momento doloroso de la Pasión, a fin de llegar con Él a la alegría de la Resurrección y a una vida
transfigurada por el Espíritu Santo. Misterio de luz es, por último, la institución de la Eucaristía, en la cual Cristo se hace alimento
con su Cuerpo y su Sangre bajo las especies del pan y del vino, dando testimonio de su amor por la humanidad «hasta el extremo»
(Jn 13,1) y por cuya salvación se ofrecerá en sacrificio.
Excepto en el de Caná, en estos misterios la presencia de María queda en el trasfondo. Los evangelios apenas insinúan su eventual
presencia en algún que otro momento de la predicación de Jesús (cf. Mc 3,31-35; Jn 2,12) y nada dicen sobre su presencia en el
Cenáculo en el momento de la institución de la Eucaristía. Pero, de algún modo, el cometido que desempeña en Caná acompaña
toda la misión de Cristo. La revelación, que en el bautismo en el Jordán proviene directamente del Padre y ha resonado en el
Bautista, aparece también en labios de María en Caná, y se convierte en su gran invitación materna dirigida a la Iglesia de todos los
tiempos: «Haced lo que él os diga» (Jn 2,5). Es una exhortación que introduce muy bien las palabras y signos de Cristo durante su
vida pública, siendo como el telón de fondo mariano de todos los «misterios de luz».
Misterios de dolor
22. Los evangelios dan gran relieve a los misterios del dolor de Cristo. La piedad cristiana, especialmente en la Cuaresma, con la
práctica del Vía Crucis, se ha detenido siempre en cada uno de los momentos de la Pasión, intuyendo que ellos son el culmen de la
revelación del amor y la fuente de nuestra salvación. El Rosario escoge algunos momentos de la Pasión, invitando al orante a fijar
en ellos la mirada de su corazón y a revivirlos. El itinerario meditativo se abre con Getsemaní, donde Cristo vive un momento
particularmente angustioso frente a la voluntad del Padre, contra la cual la debilidad de la carne se sentiría inclinada a rebelarse.
Allí, Cristo se pone en lugar de todas las tentaciones de la humanidad y frente a todos los pecados de los hombres, para decirle al
Padre: «No se haga mi voluntad, sino la tuya» (Lc 22,42 par.). Este «sí» suyo cambia el «no» de los progenitores en el Edén. Y
cuánto le costaría esta adhesión a la voluntad del Padre se manifiesta en los misterios siguientes, en los que, con la flagelación, la
coronación de espinas, la subida al Calvario y la muerte en cruz, se ve sumido en la mayor ignominia: Ecce homo!
En este oprobio no sólo se revela el amor de Dios, sino también el sentido mismo del hombre. Ecce homo!: quien quiera conocer al
hombre, ha de saber descubrir su sentido, su raíz y su cumplimiento en Cristo, Dios que se humilla por amor «hasta la muerte y
muerte de cruz» (Flp 2,8). Los misterios de dolor llevan al creyente a revivir la muerte de Jesús poniéndose al pie de la cruz junto a
María, para penetrar con ella en la inmensidad del amor de Dios al hombre y sentir toda su fuerza regeneradora.
Misterios de gloria
23. «La contemplación del rostro de Cristo no puede reducirse a su imagen de crucificado. ¡Él es el Resucitado!».29 El Rosario ha
expresado siempre esta convicción de fe, invitando al creyente a superar la oscuridad de la Pasión para fijarse en la gloria de Cristo
en su Resurrección y en su Ascensión. Contemplando al Resucitado, el cristiano descubre de nuevo las razones de su fe (cf. 1 Cor
15,14), y no solamente revive la alegría de aquellos a los que Cristo se manifestó -los Apóstoles, la Magdalena, los discípulos de
Emaús-, sino también el gozo de María, que experimentó de modo intenso la nueva vida del Hijo glorificado. A esta gloria, que con
la Ascensión pone a Cristo a la derecha del Padre, sería elevada ella misma con la Asunción, anticipando así, por especialísimo
privilegio, el destino reservado a todos los justos con la resurrección de la carne. Al fin, coronada de gloria -como aparece en el
último misterio glorioso-, María resplandece como Reina de los ángeles y los santos, anticipación y culmen de la condición
escatológica de la Iglesia.
En el centro de este itinerario de gloria del Hijo y de la Madre, el Rosario considera, en el tercer misterio glorioso, Pentecostés, que
muestra el rostro de la Iglesia como una familia reunida con María, avivada por la efusión impetuosa del Espíritu y dispuesta para
la misión evangelizadora. La contemplación de éste, como de los otros misterios gloriosos, ha de llevar a los creyentes a tomar
conciencia cada vez más viva de su nueva vida en Cristo, en el seno de la Iglesia; una vida cuyo gran «icono» es la escena de
Pentecostés. De este modo, los misterios gloriosos alimentan en los creyentes la esperanza en la meta escatológica, hacia la cual se
encaminan como miembros del Pueblo de Dios peregrino en la historia. Esto les impulsará necesariamente a dar un testimonio
valiente de aquel «gozoso anuncio» que da sentido a toda su vida.
24. Los ciclos de meditaciones propuestos en el santo Rosario no son ciertamente exhaustivos, pero evocan lo esencial, preparando
el alma para gustar un conocimiento de Cristo que se alimenta continuamente del manantial puro del texto evangélico. Cada rasgo
de la vida de Cristo, tal como lo narran los evangelistas, refleja aquel misterio que supera todo conocimiento (cf. Ef 3,19). Es el
misterio del Verbo hecho carne, en el cual «reside toda la plenitud de la divinidad corporalmente» (Col 2,9). Por eso el Catecismo
de la Iglesia Católica insiste tanto en los misterios de Cristo, recordando que «todo en la vida de Jesús es signo de su Misterio».30
El «duc in altum!» de la Iglesia en el tercer milenio se basa en la capacidad de los cristianos de penetrar en «el perfecto
conocimiento del misterio de Dios, esto es, en Cristo, en el cual están ocultos todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia» (Col
2,2-3). La carta a los Efesios desea ardientemente a todos los bautizados: «Que Cristo habite por la fe en vuestros corazones, para
que, arraigados y cimentados en el amor [...], podáis conocer el amor de Cristo, que excede a todo conocimiento, para que os vayáis
llenando hasta la total plenitud de Dios» (Ef 3,17-19).
El Rosario promueve este ideal, ofreciendo el «secreto» para abrirse más fácilmente a un conocimiento profundo y comprometido
de Cristo. Podríamos llamarlo el camino de María. Es el camino del ejemplo de la Virgen de Nazaret, mujer de fe, de silencio y de
escucha. Es, al mismo tiempo, el camino de una devoción mariana consciente de la inseparable relación que une a Cristo con su
Santa Madre: los misterios de Cristo son también, en cierto sentido, los misterios de su Madre, incluso cuando ella no está
implicada directamente, por el hecho mismo de que ella vive de Él y por Él. Haciendo nuestras en el Ave María las palabras del
ángel Gabriel y de santa Isabel, nos sentimos impulsados a buscar siempre de nuevo en María, entre sus brazos y en su corazón, el
«fruto bendito de su vientre» (cf. Lc 1,42).
25. En el testimonio ya citado de 1978 sobre el Rosario como mi oración predilecta, expresé un concepto sobre el que deseo volver.
Dije entonces que «el simple rezo del Rosario marca el ritmo de la vida humana».31
A la luz de las reflexiones hechas hasta ahora sobre los misterios de Cristo, no es difícil profundizar en esta consideración
antropológica del Rosario. Una consideración más radical de lo que puede parecer a primera vista. Quien contempla a Cristo
recorriendo las etapas de su vida, descubre también en Él la verdad sobre el hombre. Ésta es la gran afirmación del Concilio
Vaticano II, que tantas veces he hecho objeto de mi magisterio, a partir de la Carta Encíclica Redemptor hominis: «Realmente, el
misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo Encarnado».32 El Rosario ayuda a abrirse a esta luz. Siguiendo el
camino de Cristo, en el cual el camino del hombre «es recapitulado»,33 desvelado y redimido, el creyente se sitúa ante la imagen
del verdadero hombre. Contemplando su nacimiento aprende el carácter sagrado de la vida; observando la casa de Nazaret se
percata de la verdad originaria de la familia según el designio de Dios; escuchando al Maestro en los misterios de su vida pública
encuentra la luz para entrar en el Reino de Dios; y, siguiendo sus pasos hacia el Calvario, comprende el sentido del dolor salvador.
Por último, contemplando a Cristo y a su Madre en la gloria, ve la meta a la que cada uno de nosotros está llamado, si se deja sanar
y transfigurar por el Espíritu Santo. De este modo, se puede decir que cada misterio del Rosario, bien meditado, ilumina el misterio
del hombre.
Al mismo tiempo, resulta natural presentar en este encuentro con la santa humanidad del Redentor los numerosos problemas,
afanes, fatigas y proyectos que marcan nuestra vida. «Descarga en el señor tu peso, y él te sustentará» (Sal 55,23). Meditar con el
Rosario significa poner nuestros afanes en los corazones misericordiosos de Cristo y de su Madre. Después de largos años,
recordando los sinsabores, que no han faltado tampoco en el ejercicio del ministerio petrino, deseo repetir, casi como una cordial
invitación dirigida a todos para que hagan de ello una experiencia personal: sí, verdaderamente el Rosario «marca el ritmo de la
vida humana», para armonizarla con el ritmo de la vida divina, en gozosa comunión con la Santísima Trinidad, destino y anhelo de
nuestra existencia.
CAPÍTULO III
«PARA MÍ, LA VIDA ES CRISTO»
26. El Rosario propone la meditación de los misterios de Cristo con un método característico, adecuado para favorecer su
asimilación. Se trata del método basado en la repetición. Esto vale ante todo para el Ave María, que se repite diez veces en cada
misterio. Si consideramos superficialmente esta repetición, se podría pensar que el Rosario es una práctica árida y aburrida. En
cambio, es muy diferente la consideración sobre el rosario si se toma como expresión del amor que no se cansa de dirigirse a la
persona amada con manifestaciones que, a pesar de ser parecidas en su expresión, son siempre nuevas por el sentimiento que las
inspira.
En Cristo, Dios asumió verdaderamente un «corazón de carne». Cristo no solamente tiene un corazón divino, rico en misericordia y
perdón, sino también un corazón humano, capaz de todas las expresiones de afecto. A este respecto, si necesitáramos un testimonio
evangélico, no sería difícil encontrarlo en el conmovedor diálogo de Cristo con Pedro después de la Resurrección. «Simón, hijo de
Juan, ¿me quieres?» Tres veces se le hace la pregunta, y tres veces Pedro responde: «Señor, tú sabes que te quiero» (cf. Jn 21,15-
17). Más allá del sentido específico del pasaje, tan importante para la misión de Pedro, a nadie se le escapa la belleza de esta triple
repetición, en la cual la reiterada pregunta y la respuesta se expresan en términos bien conocidos por la experiencia universal del
amor humano. Para comprender el Rosario, hace falta entrar en la dinámica psicológica propia del amor.
Una cosa está clara: si la repetición del Ave María se dirige directamente a María, el acto de amor, con ella y por ella, se dirige a
Jesús. La repetición favorece el deseo de una configuración cada vez más plena con Cristo, verdadero «programa» de la vida
cristiana. San Pablo lo enunció con palabras ardientes: «Para mí la vida es Cristo, y la muerte una ganancia» (Flp 1,21). Y también:
«No vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí» (Ga 2,20). El Rosario nos ayuda a crecer en esta configuración hasta la meta de
la santidad.
Un método válido...
27. No debe extrañarnos que la relación con Cristo se sirva de la ayuda de un método. Dios se comunica con el hombre respetando
nuestra naturaleza y sus ritmos vitales. Por esto la espiritualidad cristiana, incluso conociendo las formas más sublimes del silencio
místico, en el que todas las imágenes, palabras y gestos son, en cierto modo, superados por la intensidad de una unión inefable del
hombre con Dios, se caracteriza normalmente por la implicación de toda la persona, en su compleja realidad psicofísica y
relacional.
Esto aparece de modo evidente en la liturgia. Los sacramentos y los sacramentales están estructurados con una serie de ritos
relacionados con las diversas dimensiones de la persona. También la oración no litúrgica expresa la misma exigencia. Esto se
confirma por el hecho de que, en Oriente, la oración más característica de la meditación cristológica, la que está centrada en las
palabras «Señor Jesucristo, Hijo de Dios, ten piedad de mí, pecador»,34 está vinculada tradicionalmente con el ritmo de la
respiración, que, mientras favorece la perseverancia en la invocación, da como una consistencia física al deseo de que Cristo se
convierta en la respiración, el alma y el «todo» de la vida.
28. En la Carta apostólica Novo millennio ineunte recordé que en Occidente existe hoy también una renovada exigencia de
meditación, que encuentra a veces en otras religiones modalidades bastante atractivas.35 Hay cristianos que, al conocer poco la
tradición contemplativa cristiana, se dejan atraer por tales propuestas. Sin embargo, aunque éstas tengan elementos positivos y a
veces integrables con la experiencia cristiana, a menudo esconden un fondo ideológico inaceptable. En dichas experiencias abunda
también una metodología que, pretendiendo alcanzar una alta concentración espiritual, usa técnicas de tipo psicofísico, repetitivas y
simbólicas. El Rosario forma parte de este cuadro universal de la fenomenología religiosa, pero tiene características propias, que
responden a las exigencias específicas de la vida cristiana.
En efecto, el Rosario es un método para contemplar. Como método, debe ser utilizado en relación al fin y no puede ser un fin en sí
mismo. Pero tampoco debe infravalorarse, dado que es fruto de una experiencia secular. La experiencia de innumerables santos
aboga en su favor. Lo cual no impide que pueda ser mejorado. Precisamente a esto se orienta la incorporación, en el ciclo de los
misterios, de la nueva serie de los mysteria lucis, junto con algunas sugerencias sobre el rezo del Rosario que propongo en esta
carta. Con ello, aunque respetando la estructura firmemente consolidada de esta oración, quiero ayudar a los fieles a comprenderla
en sus aspectos simbólicos, en sintonía con las exigencias de la vida cotidiana. De otro modo, existe el riesgo de que esta oración
no sólo no produzca los efectos espirituales deseados, sino que el rosario mismo con el que suele recitarse, acabe por considerarse
un amuleto o un objeto mágico, con una radical distorsión de su sentido y su cometido.
El enunciado del misterio
29. Enunciar el misterio, y tener tal vez la oportunidad de contemplar al mismo tiempo una imagen que lo represente, es como abrir
un escenario en el cual concentrar la atención. Las palabras conducen la imaginación y el espíritu a aquel determinado episodio o
momento de la vida de Cristo. En la espiritualidad que se ha desarrollado en la Iglesia, tanto a través de la veneración de imágenes
que enriquecen muchas devociones con elementos sensibles, como también del método propuesto por san Ignacio de Loyola en los
Ejercicios Espirituales, se ha recurrido al elemento visual e imaginativo (la compositio loci), considerándolo de gran ayuda para
favorecer la concentración del espíritu en el misterio. Por lo demás, es una metodología que se corresponde con la lógica misma de
la Encarnación: Dios quiso asumir, en Jesús, rasgos humanos. Por medio de su realidad corpórea, entramos en contacto con su
misterio divino.
El enunciado de los diversos misterios del Rosario se corresponde también con esta exigencia de concreción. Es cierto que no
sustituyen al Evangelio ni tampoco se refieren a todas sus páginas. El Rosario, por tanto, no reemplaza la lectio divina, sino que,
por el contrario, la supone y la promueve. Pero si los misterios considerados en el Rosario, aun con el complemento de los mysteria
lucis, se limita a las líneas fundamentales de la vida de Cristo, a partir de ellos la atención se puede extender fácilmente al resto del
Evangelio, sobre todo cuando el Rosario se reza en momentos especiales de prolongado recogimiento.
30. Para dar fundamento bíblico y mayor profundidad a la meditación, es útil que al enunciado del misterio siga la proclamación
del pasaje bíblico correspondiente, que puede ser más o menos largo según las circunstancias. En efecto, otras palabras nunca
tienen la eficacia de la palabra inspirada. Ésta se debe escuchar con la certeza de que es palabra de Dios, pronunciada para hoy y
«para mí».
Acogida de este modo, la palabra entra en la metodología de la repetición del Rosario sin el aburrimiento que produciría la simple
reiteración de una información ya conocida. No, no se trata de recordar una información, sino de dejar «hablar» a Dios. En alguna
ocasión solemne y comunitaria, esta palabra se puede ilustrar con algún breve comentario.
El silencio
31. La escucha y la meditación se alimentan del silencio. Es conveniente que, después de enunciar el misterio y proclamar la
Palabra, esperemos unos momentos antes de iniciar la oración vocal, para fijar la atención sobre el misterio meditado. El
redescubrimiento del valor del silencio es uno de los secretos para la práctica de la contemplación y la meditación. Uno de los
límites de una sociedad tan condicionada por la tecnología y los medios de comunicación social es que el silencio se hace cada vez
más difícil. Así como en la liturgia se recomienda que haya momentos de silencio, en el rezo del Rosario es también oportuno hacer
una breve pausa después de escuchar la palabra de Dios, concentrando el espíritu en el contenido de un determinado misterio.
El «Padrenuestro»
32. Después de haber escuchado la Palabra y centrado la atención en el misterio, es natural que el alma se eleve hacia el Padre.
Jesús, en cada uno de sus misterios, nos lleva siempre al Padre, al cual Él se dirige continuamente, porque descansa en su «seno»
(cf. Jn 1,18). Él nos quiere introducir en la intimidad del Padre para que digamos con Él: «¡Abbá, Padre!» (Rm 8,15; Ga 4,6). En
esta relación con el Padre nos hace hermanos suyos y entre nosotros, comunicándonos el Espíritu, que es a la vez suyo y del Padre.
El «Padrenuestro», puesto como fundamento de la meditación cristológico-mariana que se desarrolla mediante la repetición del Ave
María, hace que la meditación del misterio, aun cuando se tenga en soledad, sea una experiencia eclesial.
El centro del Ave María, casi como engarce entre la primera y la segunda parte, es el nombre de Jesús. A veces, en el rezo
apresurado, no se percibe este aspecto central y tampoco la relación con el misterio de Cristo que se está contemplando. Pero es
precisamente el relieve que se da al nombre de Jesús y a su misterio lo que caracteriza un rezo consciente y fructuoso del Rosario.
Ya Pablo VI recordó en la Exhortación apostólica Marialis cultus la costumbre, practicada en algunas regiones, de realzar el
nombre de Cristo añadiéndole una cláusula evocadora del misterio que se está meditando.37 Es una costumbre loable,
especialmente en la plegaria pública. Expresa con intensidad la fe cristológica, aplicada a los diversos momentos de la vida del
Redentor. Es profesión de fe y, al mismo tiempo, ayuda a mantener atenta la meditación, permitiendo vivir la función asimiladora,
innata en la repetición del Ave María, respecto al misterio de Cristo. Repetir el nombre de Jesús -el único nombre del cual podemos
esperar la salvación (cf. Hch 4,12)- junto con el de su Madre Santísima, y como dejando que ella misma nos lo sugiera, es un modo
de asimilación, que aspira a hacernos entrar cada vez más profundamente en la vida de Cristo.
De la especial relación con Cristo, que hace de María la Madre de Dios, la Theotòkos, deriva, además, la fuerza de la súplica con la
que nos dirigimos a ella en la segunda parte de la oración, confiando a su materna intercesión nuestra vida y la hora de nuestra
muerte.
El «Gloria»
34. La doxología trinitaria es la meta de la contemplación cristiana. En efecto, Cristo es el camino que nos conduce al Padre en el
Espíritu. Si recorremos este camino hasta el final, nos encontramos continuamente ante el misterio de las tres Personas divinas, a
las que es preciso alabar, adorar y dar gracias. Es importante que el Gloria, culmen de la contemplación, sea bien resaltado en el
Rosario. En el rezo público podría ser cantado, para dar mayor énfasis a esta perspectiva estructural y característica de toda plegaria
cristiana.
En la medida en que la meditación del misterio haya sido atenta, profunda, vivificada -de Avemaría en Avemaría- por el amor a
Cristo y a María, la glorificación trinitaria en cada decena, en vez de reducirse a una rápida conclusión, adquiere su justo tono
contemplativo, como para levantar el espíritu a la altura del Paraíso y hacer revivir, de algún modo, la experiencia del Tabor,
anticipación de la contemplación futura: «Bueno es estarnos aquí» (Lc 9,33).
La jaculatoria final
35. Habitualmente, en el rezo del Rosario, a la doxología trinitaria sigue una jaculatoria, que varía según las costumbres. Sin quitar
valor a tales invocaciones, parece oportuno señalar que la contemplación de los misterios puede expresar mejor toda su fecundidad
si se procura que cada misterio concluya con una oración dirigida a alcanzar los frutos específicos de la meditación del misterio. De
este modo, el Rosario puede expresar con mayor eficacia su relación con la vida cristiana. Lo sugiere una bella oración litúrgica,
que nos invita a pedir que, meditando los misterios del Rosario, lleguemos a «imitar lo que contienen y a conseguir lo que
prometen».38
Como ya se hace, dicha oración final puede expresarse en varias forma legítimas. El Rosario adquiere así también una fisonomía
más adecuada a las diversas tradiciones espirituales y a las distintas comunidades cristianas. En esta perspectiva, es de desear que
se difundan, con el debido discernimiento pastoral, las propuestas más significativas, experimentadas tal vez en centros y santuarios
marianos que cultivan particularmente la práctica del Rosario, de modo que el pueblo de Dios pueda acceder a toda auténtica
riqueza espiritual, encontrando así una ayuda para la propia contemplación.
El «rosario»
36. Instrumento tradicional para rezarlo es el rosario. En la práctica más superficial, a menudo termina por ser un simple
instrumento para contar la sucesión de las Avemarías. Pero sirve también para expresar un simbolismo, que puede dar ulterior
densidad a la contemplación.
A este propósito, lo primero que debe tenerse presente es que el rosario está centrado en el Crucifijo, que abre y cierra el proceso
mismo de la oración. En Cristo se centra la vida y la oración de los creyentes. Todo parte de Él, todo tiende hacia Él, todo, a través
de Él, en el Espíritu Santo, llega al Padre.
En cuanto medio para contar, que marca el avanzar de la oración, el rosario evoca el camino incesante de la contemplación y de la
perfección cristiana. El Beato Bartolomé Longo lo consideraba también como una «cadena» que nos une a Dios. Cadena, sí, pero
cadena dulce; así se manifiesta la relación con Dios, que es Padre. Cadena «filial», que nos pone en sintonía con María, la «sierva
del Señor» (Lc 1,38) y, en definitiva, con el propio Cristo, que, aun siendo Dios, se hizo «siervo» por amor nuestro (Flp 2,7).
Es también hermoso ampliar el significado simbólico del rosario a nuestra relación recíproca, recordando de ese modo el vínculo de
comunión y fraternidad que nos une a todos en Cristo.
Inicio y conclusión
37. En la práctica corriente, hay varios modos de comenzar el Rosario, según los diversos contextos eclesiales. En algunas regiones
se suele iniciar con la invocación del Salmo 69: «Dios mío, ven en mi auxilio; Señor, date prisa en socorrerme», como para
alimentar en el orante la humilde conciencia de su propia indigencia; en otras, se comienza recitando el Credo, como haciendo de la
profesión de fe el fundamento del camino contemplativo que se emprende. Éstos y otros modos similares, en la medida en que
disponen el alma para la contemplación, son usos igualmente legítimos. La plegaria se concluye rezando por las intenciones del
Papa, para elevar la mirada de quien reza hacia el vasto horizonte de las necesidades eclesiales. Precisamente para fomentar esta
proyección eclesial del Rosario, la Iglesia ha querido enriquecerlo con santas indulgencias para quien lo recita con las debidas
disposiciones.
En efecto, si se hace así, el Rosario es realmente un itinerario espiritual en el que María se hace madre, maestra, guía, y sostiene al
fiel con su poderosa intercesión. ¿Cómo asombrarse, pues, si al final de esta oración, en la cual se ha experimentado íntimamente la
maternidad de María, el espíritu siente necesidad de dedicar una alabanza a la Santísima Virgen, bien con la espléndida oración de
la Salve Regina, bien con las Letanías lauretanas? Es como coronar un camino interior, que ha llevado al fiel al contacto vivo con el
misterio de Cristo y de su Madre Santísima.
La distribución en el tiempo
38. El Rosario puede recitarse entero cada día, y hay quienes así lo hacen de manera laudable. De ese modo, el Rosario impregna de
oración los días de muchos contemplativos, o sirve de compañía a enfermos y ancianos que tienen mucho tiempo disponible. Pero
es obvio -y eso vale, con mayor razón, si se añade el nuevo ciclo de los mysteria lucis- que muchos no podrán recitar más que una
parte, según un determinado orden semanal. Esta distribución semanal da a los días de la semana un cierto «color» espiritual,
análogamente a lo que hace la liturgia con las diversas fases del año litúrgico.
Según la praxis corriente, el lunes y el jueves están dedicados a los «misterios gozosos», el martes y el viernes a los «dolorosos», el
miércoles, el sábado y el domingo a los «gloriosos». ¿Dónde introducir los «misterios de luz»? Considerando que los misterios
gloriosos se proponen seguidos el sábado y el domingo, y que el sábado es tradicionalmente un día de marcado carácter mariano,
parece aconsejable trasladar al sábado la segunda meditación semanal de los misterios gozosos, en los cuales la presencia de María
es más destacada. Queda así libre el jueves para la meditación de los misterios de luz.
No obstante, esta indicación no pretende limitar una conveniente libertad en la meditación personal y comunitaria, según las
exigencias espirituales y pastorales y, sobre todo, las coincidencias litúrgicas que pueden sugerir oportunas adaptaciones. Lo
verdaderamente importante es que el Rosario se comprenda y se experimente cada vez más como un itinerario contemplativo. Por
medio de él, de manera complementaria a cuanto se realiza en la liturgia, la semana del cristiano, centrada en el domingo, día de la
Resurrección, se convierte en un camino a través de los misterios de la vida de Cristo, y Él se consolida en la vida de sus discípulos
como Señor del tiempo y de la historia.
CONCLUSIÓN
«Rosario bendito de María, cadena dulce que nos unes con Dios»
39. Lo que se ha dicho hasta aquí expresa ampliamente la riqueza de esta oración tradicional, que tiene la sencillez de una oración
popular, pero también la profundidad teológica de una oración adecuada para quien siente la exigencia de una contemplación más
intensa.
La Iglesia ha visto siempre en esta oración una eficacia particular, confiando las causas más difíciles a su rezo comunitario y a su
práctica constante. En momentos en los que la cristiandad misma estaba amenazada, se atribuyó a la fuerza de esta oración la
liberación del peligro y la Virgen del Rosario fue considerada como propiciadora de la salvación.
Hoy deseo confiar a la eficacia de esta oración -lo he señalado al principio- la causa de la paz en el mundo y la de la familia.
La paz
40. Las dificultades que presenta el panorama mundial en este comienzo del nuevo milenio nos inducen a pensar que sólo una
intervención de lo alto, capaz de orientar los corazones de quienes viven situaciones conflictivas y de quienes dirigen los destinos
de las naciones, puede hacer esperar en un futuro menos oscuro.
El Rosario es una oración orientada por su naturaleza hacia la paz, por el hecho mismo de que contempla a Cristo, Príncipe de la
paz y «nuestra paz» (Ef 2,14). Quien interioriza el misterio de Cristo -y el Rosario tiende precisamente a eso- aprende el secreto de
la paz y hace de él un proyecto de vida. Además, debido a su carácter meditativo, con la serena sucesión del Ave María, el Rosario
ejerce sobre el orante una acción pacificadora que lo dispone a recibir y experimentar en la profundidad de su ser, y a difundir a su
alrededor, la paz verdadera, que es un don especial del Resucitado (cf. Jn 14,27; 20,21).
Además, es oración por la paz también por los frutos de caridad que produce. Si se recita bien, como verdadera oración meditativa,
el Rosario, al favorecer el encuentro con Cristo en sus misterios, muestra también el rostro de Cristo en los hermanos,
especialmente en los que más sufren. ¿Cómo se podría considerar, en los misterios gozosos, el misterio del Niño nacido en Belén
sin sentir el deseo de acoger, defender y promover la vida, haciéndose cargo del sufrimiento de los niños en todas las partes del
mundo? ¿Cómo podrían seguirse los pasos del Cristo revelador, en los misterios de la luz, sin proponerse el testimonio de sus
bienaventuranzas en la vida de cada día? Y ¿cómo contemplar a Cristo cargado con la cruz y crucificado, sin sentir la necesidad de
hacerse sus «cireneos» en cada hermano abatido por el dolor u oprimido por la desesperación? Por último, ¿cómo se podría
contemplar la gloria de Cristo resucitado y a María coronada como Reina, sin sentir el deseo de hacer este mundo más hermoso,
más justo, más cercano al proyecto de Dios?
En definitiva, mientras nos hace contemplar a Cristo, el Rosario nos hace también constructores de la paz en el mundo. Por su
carácter de petición insistente y comunitaria, en sintonía con la invitación de Cristo a «orar siempre sin desfallecer» (Lc 18,1), nos
permite esperar que hoy se pueda vencer también una «batalla» tan difícil como la de la paz. De este modo, el Rosario, en vez de
ser una huida de los problemas del mundo, nos impulsa a examinarlos de manera responsable y generosa, y nos concede la fuerza
de afrontarlos con la certeza de la ayuda de Dios y con el firme propósito de testimoniar en cada circunstancia la caridad, «que es el
vínculo de la perfección» (Col 3,14).
41. Además de oración por la paz, el Rosario es también, desde siempre, una oración de la familia y por la familia. Antes esta
oración era muy apreciada por las familias cristianas, y ciertamente favorecía su comunión. Conviene no perder esta preciosa
herencia. Se ha de volver a rezar en familia y a rogar por las familias, utilizando todavía esta forma de plegaria.
Si en la Carta apostólica Novo millennio ineunte estimulé la celebración de la Liturgia de las Horas por parte de los laicos en la
vida ordinaria de las comunidades parroquiales y de los diversos grupos cristianos,39 deseo hacerlo igualmente con el Rosario. Se
trata de dos caminos no alternativos, sino complementarios, de la contemplación cristiana. Pido, por tanto, a cuantos se dedican a la
pastoral de las familias que recomienden con convicción el rezo del Rosario.
La familia que reza unida, permanece unida. El santo Rosario, por antigua tradición, es una oración que se presta particularmente
para reunir a la familia. Contemplando a Jesús, cada uno de sus miembros recupera también la capacidad de volverse a mirar a los
ojos, para comunicarse, solidarizarse, perdonarse recíprocamente y comenzar de nuevo con un pacto de amor renovado por el
Espíritu de Dios.
Muchos problemas de las familias contemporáneas, especialmente en las sociedades económicamente más desarrolladas, derivan de
una creciente dificultad para comunicarse. No se consigue estar juntos y, a veces, los raros momentos de reunión quedan absorbidos
por las imágenes de un televisor. Volver a rezar el Rosario en familia significa introducir en la vida cotidiana otras imágenes muy
distintas, las del misterio que salva: la imagen del Redentor, la imagen de su Madre santísima. La familia que reza unida el Rosario
reproduce un poco el clima de la casa de Nazaret: Jesús está en el centro, se comparten con él alegrías y dolores, se ponen en sus
manos las necesidades y proyectos, se obtienen de él la esperanza y la fuerza para el camino.
42. Es hermoso y fructuoso confiar también a esta oración el proceso de crecimiento de los hijos. ¿No es acaso el Rosario el
itinerario de la vida de Cristo desde su concepción, pasando por la muerte, hasta la resurrección y la gloria? Hoy resulta cada vez
más difícil para los padres seguir a los hijos en las diversas etapas de su vida. En la sociedad de la tecnología avanzada, de los
medios de comunicación social y de la globalización, todo se ha acelerado, y cada día es mayor la distancia cultural entre las
generaciones. Los mensajes de todo tipo y las experiencias más imprevisibles hacen mella pronto en la vida de los niños y los
adolescentes, y a veces es angustioso para los padres afrontar los peligros que corren los hijos. Con frecuencia se encuentran ante
desilusiones fuertes, al constatar los fracasos de los hijos ante la seducción de la droga, los atractivos de un hedonismo
desenfrenado, las tentaciones de la violencia o las formas tan diferentes del «sinsentido» y la desesperación.
Rezar con el Rosario por los hijos, y mejor aún, con los hijos, educándolos desde su tierna edad para este momento cotidiano de
«intervalo de oración» de la familia, ciertamente no es la solución de todos los problemas, pero es una ayuda espiritual que no se
debe minimizar. Se puede objetar que el Rosario parece una oración poco adecuada para los gustos de los chicos y los jóvenes de
hoy. Pero quizás esta objeción se basa en un modo poco esmerado de rezarlo. Por otra parte, salvando su estructura fundamental,
nada impide que, para ellos, el rezo del Rosario -tanto en familia como en los grupos- se enriquezca con oportunas aportaciones
simbólicas y prácticas, que favorezcan su comprensión y valorización. ¿Por qué no probarlo? Una pastoral juvenil no derrotista,
apasionada y creativa -las Jornadas Mundiales de la Juventud han dado buena prueba de ello- es capaz de dar, con la ayuda de Dios,
pasos verdaderamente significativos. Si el Rosario se presenta bien, estoy seguro de que los jóvenes mismos serán capaces de
sorprender una vez más a los adultos, haciendo propia esta oración y rezándola con el entusiasmo típico de su edad.
El Rosario, un tesoro por recuperar
43. Queridos hermanos y hermanas, una oración tan fácil, y al mismo tiempo tan rica, merece de veras ser recuperada por la
comunidad cristiana. Hagámoslo sobre todo en este año, asumiendo esta propuesta como una consolidación de la línea trazada en la
Carta apostólica Novo millennio ineunte, en la cual se han inspirado los planes pastorales de muchas Iglesias particulares al
programar los objetivos para el próximo futuro.
Me dirijo en particular a vosotros, queridos hermanos en el episcopado, sacerdotes y diáconos, y a vosotros, agentes pastorales en
los diversos ministerios, para que, teniendo la experiencia personal de la belleza del Rosario, os convirtáis en sus diligentes
promotores.
Confío también en vosotros, teólogos, para que, realizando una reflexión a la vez rigurosa y sabia, basada en la Palabra de Dios y
sensible a la vivencia del pueblo cristiano, ayudéis a descubrir los fundamentos bíblicos, las riquezas espirituales y la validez
pastoral de esta oración tradicional.
Cuento con vosotros, consagrados y consagradas, llamados de manera particular a contemplar el rostro de Cristo siguiendo el
ejemplo de María.
Pienso en todos vosotros, hermanos y hermanas de toda condición; en vosotras, familias cristianas; en vosotros, enfermos y
ancianos; en vosotros, jóvenes: tomad con confianza entre las manos el rosario, descubriéndolo de nuevo a la luz de la Escritura, en
armonía con la liturgia y en el contexto de la vida cotidiana.
¡Qué este llamamiento mío no sea en balde! Al inicio de mi vigésimo quinto año de pontificado, pongo esta Carta apostólica en las
manos de la Virgen María, postrándome espiritualmente ante su imagen en su espléndido Santuario edificado por el beato
Bartolomé Longo, apóstol del Rosario. Hago mías con gusto las conmovedoras palabras con las que termina la célebre Súplica a la
Reina del Santo Rosario: «Oh Rosario bendito de María, dulce cadena que nos une con Dios, vínculo de amor que nos une a los
ángeles, torre de salvación contra los asaltos del infierno, puerto seguro en el común naufragio, no te dejaremos jamás. Tú serás
nuestro consuelo en la hora de la agonía. Para ti el último beso de la vida que se apaga. Y el último susurro de nuestros labios será
tu suave nombre, oh Reina del Rosario de Pompeya, oh Madre nuestra querida, oh Refugio de los pecadores, oh Soberana
consoladora de los tristes. Que seas bendita por doquier, hoy y siempre, en la tierra y en el cielo».
Vaticano, 16 octubre del año 2002, inicio del vigésimo quinto de mi pontificado.
La Virgen María, Madre de Dios
«Salve, Señora, santa Reina, santa Madre de Dios, María, que eres Virgen hecha Iglesia y elegida por el santísimo Padre
del cielo, a la cual consagró Él con su santísimo amado Hijo y el Espíritu Santo Paráclito, en la cual estuvo y está toda la
plenitud de la gracia y todo bien» (San Francisco, Saludo a la B.V. María).
«Santa Virgen María, no ha nacido en el mundo ninguna semejante a ti entre las mujeres, hija y esclava del altísimo y
sumo Rey, el Padre celestial, Madre de nuestro santísimo Señor Jesucristo, esposa del Espíritu Santo: ruega por
nosotros... ante tu santísimo amado Hijo, Señor y maestro» (San Francisco, Antífona del Oficio de la Pasión).
«Francisco rodeaba de amor indecible a la Madre de Jesús, por haber hecho hermano nuestro al Señor de la majestad. Le
tributaba peculiares alabanzas, le multiplicaba oraciones, le ofrecía afectos, tantos y tales como no puede expresar
lengua humana» (2 Cel 198). «Francisco amaba con indecible afecto a la Madre del Señor Jesús, por ser ella la que ha
convertido en hermano nuestro al Señor de la majestad y por haber nosotros alcanzado misericordia mediante ella.
Después de Cristo, depositaba principalmente en la misma su confianza; por eso la constituyó abogada suya y de todos
sus hermanos» (LM 9,3).
«El misterio de la maternidad divina eleva a María sobre todas las demás criaturas y la coloca en una relación vital
única con la santísima Trinidad. María lo recibió todo de Dios. Francisco lo comprende muy claramente. Jamás brota de
sus labios una alabanza de María que no sea al mismo tiempo alabanza de Dios, uno y trino, que la escogió con
preferencia a toda otra criatura y la colmó de gracia». «Puesto que la encarnación del Hijo de Dios constituía el
fundamento de toda la vida espiritual de Francisco, y a lo largo de su vida se esforzó con toda diligencia en seguir en
todo las huellas del Verbo encarnado, debía mostrar un amor
agradecido a la mujer que no sólo nos trajo a Dios en forma
humana, sino que hizo "hermano nuestro al Señor de la majestad"»
(K. Esser).
V. Gloria al Padre...
R. Como era en el principio..
Llegado a la edad de 30 años, Jesús decidió dejar el retiro de Nazaret para iniciar su vida
pública en cumplimiento de la voluntad del Padre.
Por aquellos días había aparecido Juan el Bautista, predicando en el desierto la conversión
y bautizando en el Jordán a las multitudes que acudían a él y confesaban sus pecados.
Entonces se presentó también Jesús, que venía de Nazaret (en Galilea) para ser bautizado
por Juan. Pero éste intentaba disuadirlo diciéndole: «Soy yo el que necesito que tú me
bautices, ¿y tú acudes a mí?»
Jesús le contestó: «Déjalo ahora. Está bien que cumplamos así todo lo que Dios quiere».
Entonces Juan se lo permitió.
Apenas se bautizó Jesús, salió del agua; se abrió el cielo y vio que el Espíritu de Dios
bajaba como una paloma y se posaba sobre él. Y vino una voz del cielo que decía: «Éste es mi Hijo, el amado, mi predilecto, en
quien me complazco».
Así pues, «Misterio de luz es ante todo el bautismo en el Jordán. En él, mientras Cristo,
como inocente que se hace "pecado" por nosotros, entra en el agua del río, el cielo se
abre y la voz del Padre lo proclama Hijo predilecto, y el Espíritu desciende sobre Él
para investirlo de la misión que le espera».
Un nuevo punto de reflexión pueden ser los años que Jesús pasó retirado en Nazaret
donde, como hombre, fue cuidado y educado por José y María. Estos le prestaban el
cariño y atenciones que necesitamos los humanos de manera especial durante nuestro
desarrollo, lo iban instruyendo en la Ley y los Profetas, le enseñaban las costumbres y
tradiciones del Pueblo de Dios, lo formaban para el trabajo y lo introducían en la vida
social, en fin, eran los padres que Jesús necesitaba para progresar en estatura, sabiduría
y gracia.
Cuando Jesús se marcha al Jordán, María, su madre, se queda sola en Nazaret. ¿Cuánto
tiempo había pasado María cuidando, contemplando, dialogando, rezando... con su hijo
Jesús? Toda esa convivencia en el hogar se termina con el inicio de la vida pública del
Señor, que tuvo que ser para su Madre motivo de mucha pena y aflicción, aunque el
Hijo hiciera lo posible por consolarla y ella, una vez más, estuviera dispuesta a
colaborar en los designios de Dios.
Evidentemente Jesús no necesitaba para sí mismo el bautismo de conversión que administraba el Bautista para el perdón de los
pecados. Pero, para cumplir el designio del Padre, Jesús tenía que asumir los pecados del mundo, más aún, como dice San Pablo,
«hacerse pecado por nosotros» y así, como cordero de Dios, quitar el pecado del mundo en la inmolación pascual a la que le
llevaría el camino emprendido en el Jordán.
Nosotros no somos bautizados con el bautismo de Juan, sino con el que inauguró Jesús y al que se refería el Bautista cuando decía:
«Yo os bautizo con agua, pero el que viene detrás de mí os bautizará con Espíritu Santo y fuego». Y en nosotros, en el ámbito de la
fe y de la gracia, se reproducen los prodigios del bautismo de Cristo: el Padre nos adopta como hijos y se nos da el Espíritu para
que a lo largo de nuestra vida sigamos las huellas de Cristo.
Había allí seis tinajas de piedra, puestas para las purificaciones de los judíos, de unos
cien litros cada una. Les dice Jesús: «Llenad las tinajas de agua». Y las llenaron hasta
arriba. «Sacadlo ahora, les dice, y llevadlo al maestresala». Ellos se lo llevaron.
Cuando el maestresala probó el agua convertida en vino, como ignoraba de dónde
venía (los sirvientes, que habían sacado el agua, sí lo sabían), llama al novio y le dice:
«Todos sirven primero el vino bueno y cuando ya todos están bebidos, el inferior. Pero tú has guardado el vino bueno hasta ahora».
Así, en Caná de Galilea, dio Jesús comienzo a sus signos. Y manifestó su gloria, y creyeron en él sus discípulos. Después bajó a
Cafarnaúm con su madre y sus hermanos y sus discípulos, pero no se quedaron allí muchos días. Se acercaba la Pascua de los
judíos y Jesús subió a Jerusalén.
Por todo ello, «Misterio de luz es el comienzo de los signos en Caná, cuando Cristo,
transformando el agua en vino, abre el corazón de los discípulos a la fe gracias a la
intervención de María, la primera creyente».
La respuesta de Jesús a su madre: «Mujer, ¿qué nos va a mí y a ti? Todavía no ha llegado mi hora», es difícil de comprender, y ha
sido por eso objeto de las más variadas interpretaciones. En cualquier caso, el desarrollo de los acontecimientos nos muestra la
confianza familiar entre madre e hijo, así como la profunda sintonía entre la confiada solicitud de María y la generosa
condescendencia de Jesús.
La exhortación de María: «Haced lo que él os diga», conserva un valor siempre actual para los cristianos de todos los tiempos, y
está destinada a renovar su efecto maravilloso en la vida de cada uno. Invita a una confianza sin vacilaciones, sobre todo cuando no
se entienden el sentido y la utilidad de lo que Cristo pide.
Las palabras de María: «No tienen vino», nos invitan a meditar en la sensibilidad que deberíamos tener hacia las necesidades y
carencias de los demás para contribuir por nuestra parte a llenarlas y presentárselas a Jesús.
Las otras palabras de la Virgen: «Haced lo que él os diga», nos inducen a la total confianza en Cristo como medio y camino
necesarios para que Él obre en nosotros incluso lo extraordinario.
Las palabras de Jesús: «Llenad las tinajas de agua», nos indican que de ordinario Dios requiere nuestra colaboración, que hagamos
lo que está de nuestra parte, aun cuando Él podría hacerlo todo sin necesitar de nosotros.
La contemplación de la gloria de Jesús, manifestada en este misterio, debe llevarnos a creer y confiar en Él, tanto más cuando
contamos con la intercesión de su Madre.
San Mateo, por su parte, nos dice que Jesús empezó a predicar y decir: «Convertíos,
porque el Reino de los cielos ha llegado»; y añade que Jesús recorría toda Galilea,
enseñando en sus sinagogas, proclamando la Buena Nueva del Reino y curanto toda
enfermedad y toda dolencia en el pueblo. Su fama se extendió por todas partes, le
seguían las multitudes y Él les enseñaba incansablemente.
A lo largo de su ministerio público Jesús pregona que todos los hombres están
llamados a entrar en el Reino, para lo que es necesario acoger su palabra como
semilla sembrada en el campo o levadura puesta en la masa de harina, imágenes de
una verdadera conversión. En las Bienaventuranzas, código fundamental del nuevo
Reino, proclama que ese Reino pertenece a los pobres de espíritu y a los que sufren
persecución por causa de la justicia. En las parábolas Jesús nos hace entrever qué es
el Reino y nos señala las disposiciones necesarias para vivir en el mismo.
Repetidamente invita Jesús a los pecadores al banquete del Reino: «No he venido a
llamar a los justos sino a los pecadores». Les invita igualmente a la conversión, sin
la cual no se puede entrar en el Reino, pero les demuestra con palabras y con hechos
la misericordia sin límites del Padre hacia ellos y la inmensa «alegría en el cielo por
un solo pecador que se convierta». La prueba suprema de este amor será el sacrificio
de su propia vida «para remisión de los pecados».
Por tanto, «Misterio de luz es la predicación con la cual Jesús anuncia la llegada del
Reino de Dios e invita a la conversión, perdonando los pecados de quien se acerca a Él con humilde fe, iniciando así el ministerio
de misericordia que Él seguirá ejerciendo hasta el fin del mundo, especialmente a través del sacramento de la reconciliación
confiado a la Iglesia».
Este misterio abarca muchas páginas del Evangelio. Son numerosas las
escenas de la vida de Jesús que podemos contemplar o las enseñanzas suyas
que nos estimulan a la meditación. Bien podemos recordar, sin duda, alguno de
los evangelios escuchados en misa o pasajes leídos en diversas ocasiones.
Hemos de pensar que Jesús se dirige a cada uno nosotros cuando nos dice que
el Reino está cerca, que ha llegado, que está dentro de nosotros, donde hemos
de descubrirlo y consolidarlo; es la gran noticia que nos da, y a lo largo de los
episodios de su predicación nos va describiendo los rasgos y características de
ese Reino, la vida que se vive en el mismo, las condiciones para entrar y
permanecer en él; etc. La otra cara del Reino, la que mira hacia nosotros y de
la que somos responsables, es la acogida del don de Dios, creer y aceptar lo
que nos regala, dejarnos transformar por su gracia, ir conformando nuestra
vida a la nueva vida de hijos de Dios, en una palabra, la conversión.
Pocos días después, Jesús tomó consigo a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan,
y se los llevó aparte a un monte alto. Y se transfiguró delante de ellos: su rostro
se puso brillante como el sol y sus vestidos se volvieron blancos como la luz. En
esto, se les aparecieron Moisés y Elías que conversaban con Él. San Lucas
puntualiza que hablaban de su muerte, que iba a consumar en Jerusalén. Pedro
entonces tomó la palabra y dijo a Jesús: «Señor, ¡qué hermoso es estarnos aquí!
Si quieres, haré tres tiendas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías».
Todavía estaba hablando cuando una nube luminosa los cubrió con su sombra, y
de la nube salía una voz que decía: «Éste es mi Hijo, el amado, el predilecto, en
quien me complazco. Escuchadle». Al oír esto los discípulos cayeron rostro en
tierra llenos de miedo. Mas Jesús, acercándose a ellos, los tocó y les dijo:
«Levantaos, no tengáis miedo». Al alzar los ojos no vieron a nadie más que a
Jesús solo. Y cuando bajaban del monte, Jesús les ordenó: «No contéis a nadie la
visión hasta que el Hijo del hombre resucite de entre los muertos».
Poco tiempo después Jesús les anunció de nuevo su Pasión: «El Hijo del hombre
va a ser entregado en manos de los hombres; le matarán, y al tercer día
resucitará».
Santo Tomás de Aquino comenta que en la Transfiguración «apareció toda la Trinidad: el Padre en la voz, el Hijo en el hombre, el
Espíritu en la nube luminosa». Y una plegaria de la liturgia bizantina dice al Señor Jesús: «Tú te transfiguraste en la montaña, y tus
discípulos, en la medida en que eran capaces, contemplaron tu Gloria, oh Cristo Dios, a fin de que, cuando te vieran crucificado,
comprendieran que tu Pasión era voluntaria, y anunciaran al mundo que Tú eres verdaderamente la irradiación del Padre».
Tomó luego pan y dando gracias lo bendijo, lo partió y se lo dio a sus discípulos diciendo: «Tomad y comed todos de él, porque
esto es mi Cuerpo, que será entregado por vosotros». Del mismo modo, acabada la cena, tomó el cáliz y, dando gracias de
nuevo, lo pasó a sus discípulos diciendo: «Tomad y bebed todos de él, porque éste es el cáliz de mi Sangre, Sangre de la
alianza nueva y eterna, que será derramada por vosotros y por todos los hombres para el perdón de los pecados. Haced esto
en conmemoración mía». Y añade San Pablo: «Pues cada vez que coméis este pan y bebéis esta copa, anunciáis la muerte del
Señor, hasta que venga».Terminada la Cena, en la que Jesús instituyó, además
de la Eucaristía, el orden sacerdotal y dio a sus discípulos el que por
antonomasia es su mandamiento: «Amaos los unos a los otros como yo os he
amado», salió con ellos hacia el monte de los Olivos, y por el camino les
anunció, una vez más, que eran inminentes los acontecimientos de su Pasión.
La Eucaristía es «fuente y cima de toda la vida cristiana» (LG 11). «Los demás
sacramentos, como también todos los ministerios eclesiales y las obras de apostolado, están unidos a la Eucaristía y a ella se
ordenan. La sagrada Eucaristía, en efecto, contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, es decir, Cristo mismo, nuestra Pascua» (PO
5).
El mandamiento de Jesús de repetir sus gestos y sus palabras «hasta que venga», no exige solamente acordarse de Jesús y de lo que
hizo. Requiere la celebración litúrgica por los apóstoles y sus sucesores del memorial de Cristo, de su vida, de su muerte, de su
resurrección y de su intercesión junto al Padre.
San Francisco contempla enlazados los misterios de la Eucaristía y de la Encarnación cuando dice: «Hijos de los hombres, ¿por qué
no reconocéis la verdad y creéis en el Hijo de Dios? Ved que diariamente se humilla, como cuando desde el trono real descendió al
seno de la Virgen; diariamente viene a nosotros Él mismo en humilde apariencia; diariamente desciende del seno del Padre sobre el
altar en las manos del sacerdote. Y como se mostró a los santos apóstoles en carne verdadera, así también ahora se nos muestra a
nosotros en el pan consagrado. Y lo mismo que ellos, con la mirada corporal, sólo veían su carne, pero, contemplándolo con ojos
espirituales, creían que Él era Dios, así también nosotros, viendo el pan y el vino con los ojos corporales, veamos y creamos
firmemente que es su santísimo cuerpo y sangre vivo y verdadero».
Y cuando escribe a sus sacerdotes: «Oídme, hermanos míos: si la bienaventurada Virgen es de tal suerte honrada, como es digno,
porque lo llevó en su santísimo seno; si el Bautista se estremeció y no se atrevió a tocar la cabeza santa de Dios; si el sepulcro, en el
que yació por algún tiempo, es venerado, ¡cuán santo, justo y digno debe ser quien toca con sus manos, toma en su corazón y en su
boca y da a los demás para que lo tomen, al que ya no ha de morir, sino que ha de vivir eternamente y ha sido glorificado, a quien
los ángeles desean contemplar!».
Mucho es lo que nos ofrece este misterio para la meditación y contemplación: los profundos sentimientos de angustia y tristeza que
embargaban el espíritu de Jesús, la situación de soledad y desvalimiento en que se encontró, su entera disponibilidad para cumplir
la voluntad del Padre, la trágica concurrencia del amor y amistad de Jesús, la traición de Judas, el odio de las autoridades del
pueblo, la cobardía y huida de los discípulos...
María no estuvo aquella noche en Getsemaní. Pero, ciertamente, seguía ansiosa y angustiada los pasos que iba dando su Hijo, y, sin
duda, alguno de los discípulos, Juan por ejemplo, iría a contarle enseguida lo ocurrido. Además, ella sabía, cuando menos, tanto
como los apóstoles sobre los misterios dolorosos que Jesús les había ido anunciando, con la diferencia de que ella sí entendía y
creía la palabra del Señor. También para la Virgen tuvo que ser aquélla una noche atroz de dolor y de pena, compartiendo tanto la
tristeza y soledad de su Hijo, como su total adhesión a la voluntad de Dios.
Las autoridades judías no podían por sí mismas ejecutar esa sentencia; por eso,
cuando amaneció, llevaron a Jesús ante el procurador romano y se lo entregaron.
Pilato, al saber que Jesús era galileo y por tanto súbdito de Herodes, se lo remitió;
pero éste, después de mofarse de Jesús, se lo devolvió. El relato de San Lucas nos
dice que Pilato convocó a los sumos sacerdotes, a los magistrados y al pueblo, y les
dijo: «Me habéis traído a este hombre como alborotador del pueblo, pero yo le he
interrogado delante de vosotros y no he hallado en este hombre ninguno de los
delitos de que le acusáis. Ni tampoco Herodes, porque nos lo ha remitido. Nada ha
hecho, pues, que merezca la muerte. Así que le castigaré y le soltaré». Toda la
muchedumbre se puso a gritar a una: «¡Fuera ése, suéltanos a Barrabás!» Éste había
sido encarcelado por un motín que hubo en la ciudad y por asesinato. Pilato les habló
de nuevo, intentando librar a Jesús, pero ellos seguían gritando: «¡Crucifícale,
crucifícale!» Por tercera vez les dijo: «Pero ¿qué mal ha hecho éste? No encuentro en
él ningún delito que merezca la muerte; así que le castigaré y le soltaré». Pero ellos
insistían pidiendo a grandes voces que fuera crucificado y sus gritos eran cada vez
más fuertes. Finalmente, Pilato, queriendo complacer a la gente, les soltó a Barrabás,
condenó a Jesús, mandó azotarle y lo entregó para que fuera crucificado.
Al sufrimiento del espíritu, tristeza, angustia y soledad de Getsemaní, siguió el dolor corporal y físico de la flagelación, en un
contexto saturado de toda clase de vejaciones y desprecios. Entre los romanos, al flagelado que había sido condenado a muerte se le
estimaba carente de todo derecho como persona y de toda consideración como humano, y quedaba totalmente a merced de los
verdugos; a menudo se desmayaba bajo los golpes y no raramente perdía la vida. Jesús aquella noche fue de Herodes a Pilato,
acabó convertido en deshecho humano, varón de dolores, como había escrito el profeta Isaías: «No tenía apariencia ni presencia; lo
vimos y no tenía aspecto que pudiésemos estimar. Despreciable y desecho de hombres, varón de dolores y sabedor de dolencias,
como uno ante quien se oculta el rostro, despreciable, y no lo tuvimos en cuenta».
Aunque los Evangelios no lo refieran expresamente, María, además de las referencias que le darían las personas allegadas, pudo ver
a su Hijo, maltrecho y desfigurado, en alguno de sus traslados de unas a otras autoridades, y cuando Pilato lo presentó ante la
muchedumbre, y cuando ésta gritó que lo crucificara... Tuvo que oír a Pilato que lo iba a castigar, que lo entregaba para que lo
azotaran..., y luego ver en qué había quedado el hijo de sus entrañas. Sin duda, la espada de que le había hablado el anciano
Simeón, le iba atravesando el alma.
Mientras tanto, los hombres que tenían preso a Jesús se burlaban de él, le escupían y le abofeteaban, y, cubriéndole con un velo, le
preguntaban: «¡Adivina! ¿Quién es el que te ha pegado?» Y le insultaban diciéndole otras muchas cosas.
En cuanto se hizo de día, se reunió el Consejo de Ancianos del pueblo, que condenó a Jesús y luego lo llevó ante Pilato. También el
Procurador romano acabó condenando a Jesús y entregándolo para que lo azotaran y lo crucificaran.
Entonces los soldados del procurador llevaron consigo a Jesús al pretorio y reunieron alrededor de él a toda la cohorte. Lo
desnudaron y le echaron encima un manto de púrpura; trenzaron una corona de espinas y se la pusieron sobre su cabeza, y en su
mano derecha una caña; y doblando la rodilla delante de él, le hacían burla diciendo:
«¡Salve, Rey de los judíos!»; y después de escupirle, cogieron la caña y le golpeaban
en la cabeza. Cuando se hubieron burlado de él, le quitaron el manto, le pusieron sus
ropas y lo llevaron a crucificar.
Jesús, a lo largo del proceso que le llevó a la muerte en cruz, recibió las más variadas
y refinadas sevicias físicas y morales: en el primer misterio doloroso, fijábamos la
consideración en la angustia y tristeza hasta la muerte que inundó su espíritu; en el
segundo, pasaban al primer plano los atroces dolores físicos o corporales; el tercero
nos subraya el ensañamiento con que, primero los guardias del Sanedrín y luego los
soldados romanos, trataron de burlarse de Jesús, ofendiendo cuanto pudieron su
dignidad y sus sentimientos con los más refinados escarnios, humillaciones, ultrajes,
etc., sin escatimarle otros padecimientos y dolores. La corona de espinas y los demás
ingredientes de la escena tenían como objetivo, sobre todo, burlarse de la realeza de
Cristo.
María, aunque no presenciara en directo cómo infligían a su Hijo todos los ultrajes y
malos tratos, tenía noticia de ellos por los momentos públicos del proceso, por las
informaciones y confidencias que le llegarían, por las secuelas de los mismos que
luego iba viendo... Pensemos, por ejemplo, en la escena del “Ecce homo”, cuando
Pilato saca a Jesús, flagelado y coronado de espinas, ante la muchedumbre y las
autoridades del pueblo. Ella sabía en qué manos había caído su Hijo, las intenciones
que tenían quienes tanto lo odiaban, su poder y sus formas de proceder, etc. Lo que la Virgen veía u oía, lo que como madre se
imaginaba o se temía con toda razón, tuvo que ser para ella un lento y cruel martirio, con el que se asociaba al sacrificio redentor de
su Hijo.
Lo seguía una gran multitud del pueblo y también unas mujeres que se dolían y se
lamentaban por él. Jesús, volviéndose a ellas, les dijo: «Hijas de Jerusalén, no
lloréis por mí; llorad más bien por vosotras y por vuestros hijos...».
Llevaban además otros dos malhechores para ejecutarlos con él. Llegados a un
lugar llamado Gólgota, que quiere decir Calvario, le crucificaron allí a él y a los
malhechores.
El Evangelio, que habla de María junto a la cruz de su Hijo, no menciona su presencia durante el camino hacia el Calvario. La
cuarta estación del Vía crucis tradicional considera precisamente el encuentro de Jesús con su Madre en la calle de la amargura.
Bien estuviera cerca de Jesús, en medio de la multitud, bien se mantuviera algo más retirada, lo cierto es que le acompañaba en sus
dolores y sufrimientos, y sentía en su propia alma el desprecio y ultraje público de que era objeto el Hijo, y que, en definitiva, vivía
con la máxima intensidad su condición de madre de aquel ajusticiado, y de corredentora de los hombres, asociada al Redentor.
El creyente que acompañe a Jesús por los misterios dolorosos hasta la muerte, debe tener vivo en su espíritu que el paso por el
sepulcro es preciso, pero sólo transitorio; si la unión a Cristo es auténtica, necesariamente ha de abrirse a la Resurrección y a los
misterios gloriosos.
Los evangelios no nos describen el hecho mismo de la resurrección ni el cómo y cuándo precisos en que sucedió, sino las
consecuencias de tal acontecimiento: el sepulcro vacío, las múltiples y variadas apariciones del Señor y las circunstancias de las
mismas. Al amanecer del domingo, María Magdalena y otras piadosas mujeres fueron al sepulcro; la piedra que cerraba la entrada
había sido removida, y el cuerpo del Señor no estaba allí. Después fueron Juan y Pedro, que comprobaron lo que les habían dicho
las mujeres. El mismo domingo, Jesús se apareció a las mujeres y a María Magdalena, a Simón Pedro, a los discípulos de Emaús, al
conjunto de los apóstoles, etc. Las apariciones a personas en particular y a grupos incluso numerosos se sucedieron en Jerusalén y
en Galilea, hasta la Ascensión del Señor.
De las palabras de Cristo a los suyos después de la resurrección, recordemos algunas de las que dijo a los dos discípulos que el
mismo domingo de pascua iban a Emaús. En el camino Jesús se les hizo encontradizo y entró en diálogo con ellos. Estaban tristes y
desilusionados porque los sumos sacerdotes y los magistrados condenaron a muerte a Jesús y lo crucificaron. «Nosotros –
añadieron– esperábamos que sería él el que iba a librar a Israel; pero, con todas estas cosas, llevamos ya tres días desde que esto
pasó...». Entonces el Señor les dijo: «¡Oh insensatos y tardos de corazón para creer todo lo que dijeron los profetas! ¿No era
necesario que el Cristo padeciera eso y entrara así en su gloria?» Y, empezando por Moisés y continuando por todos los profetas,
les explicó lo que había sobre él en todas las Escrituras. Al acercarse a Emaús, lo invitaron a quedarse con ellos y, puestos a la
mesa, Jesús tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo iba dando. Entonces se les abrieron los ojos y lo reconocieron,
pero él desapareció de su lado. Ellos se volvieron a Jerusalén y contaron a los Once y a los que estaban con ellos lo que les había
pasado. Estaban hablando de estas cosas, cuando Jesús se presentó en medio de ellos y les dijo repetidamente: «La paz con
vosotros». Aún tuvo que serenarlos, comió y les añadió: «Mirad mis manos y mis pies; soy yo mismo. Palpadme y ved que un
espíritu no tiene carne y huesos como veis que yo tengo». Finalmente les dijo: «Como el Padre me envío, así os envío yo...
Vosotros sois testigos de todas estas cosas».
San Pablo, camino de Damasco, vivió la experiencia del encuentro personal con
el Señor resucitado, lo que cambió el rumbo y sentido de su vida. En sus cartas
nos dice que los cristianos, en el bautismo, nos incorporamos a Cristo, a su
muerte, y somos sepultados con él, para que, así como Cristo resucitó de entre
los muertos, también nosotros, resucitados con él, andemos en una vida nueva,
pues nuestra vieja condición de pecadores ha sido crucificada con Cristo y
hemos quedado libres de la esclavitud del pecado. «Si habéis resucitado con
Cristo –añade el Apóstol–, buscad las cosas de arriba, aspirad a los bienes de
arriba».
Los evangelios no refieren la aparición de Jesús resucitado a su Madre. María estuvo en el Calvario, junto a la cruz, hasta que su
Hijo expiró. Podemos contemplar y meditar la aflicción, dolor, amargura, soledad... que invadirían el corazón de la Virgen aquella
noche. También, la ilusión y la esperanza con que aguardaría que Jesús, tal como había prometido, resucitara. Cuando Juan le diría
el domingo por la mañana que había visto el sepulcro vacío, ¿María se sorprendería o más bien le diría que ya lo sabía, y que
incluso Jesús se le había aparecido? Hasta su Ascensión, Cristo estuvo apareciéndose a unos y a otros, charlando y comiendo con
ellos, etc. No nos habla la Escritura de las relaciones entre el Hijo resucitado y su Madre en ese tiempo; es materia que deja a
nuestra consideración, para la que nos basta partir del hecho que él es el mejor hijo y ella la mejor madre.
Por último, a los cuarenta días de su resurrección, el Señor Jesús llevó a sus discípulos fuera de Jerusalén, a la cima del Monte de
los Olivos, cerca de Betania, y, alzando sus manos, los bendijo. Y sucedió que, mientras los bendecía, se separó de ellos, fue
elevado al cielo, una nube lo ocultó a sus ojos, y se sentó a la diestra de Dios.
Estando ellos mirando fijamente al cielo mientras Jesús se iba, se les aparecieron dos hombres vestidos de blanco que les dijeron:
«Galileos, ¿qué hacéis ahí mirando al cielo? Éste que os ha sido llevado, este mismo Jesús, vendrá así tal como le habéis visto subir
al cielo». Entonces se volvieron con gran gozo a Jerusalén y perseveraban todos constantes en la oración, con un mismo espíritu, en
compañía de María, la madre de Jesús.
¡Qué diferencia entre la escena del Calvario y ésta de la Ascensión! Pero
aquélla era necesaria para llegar a ésta, pasando por la Resurrección. Son
pasos fuertes de la vida de Cristo, que deben serlo también de la nuestra, no
tanto en su cronología cuanto en su dimensión de factores y perspectivas de
nuestro caminar cotidiano: morir con Cristo día a día a nuestro hombre
viejo, para que crezca en nosotros nuestra nueva condición de hijos de
Dios, lanzados hacia la casa del Padre por el camino que Jesús nos abrió. A
los discípulos, el acontecimiento debió dejarles un sabor agridulce: de gozo
y alegría por el triunfo del Señor, que ahora volvía al seno de la Trinidad,
pero como Verbo Encarnado, hombre como nosotros, para interceder por
nosotros; y de pena y tristeza por lo que tenía de despedida y separación.
Además, Jesús les había prometido el Espíritu, y ellos tenían que
prepararse a recibirlo permaneciendo unidos y constantes en la oración. El
deseo y la esperanza de que esa promesa se cumpliera se volvían más vivos
y ardientes en su ánimo al recordar la misión que Jesús les había
encomendado: «Como el Padre me envió, así os envío yo... Seréis mis
testigos hasta los confines de la tierra... Id, evangelizad y bautizad a todas
las gentes...». ¿Cómo ser fieles al Señor y no defraudarle? La respuesta no
tiene otro punto de partida: la perseverancia en la oración y la gracia del Espíritu Santo.
Ciertos acontecimientos de los hijos causan en sus madres sentimientos de satisfacción y pesadumbre a la vez, por lo que significan
de logro y mejora, y de ausencia y distanciamiento. María, después de lo que sufrió al pie de la cruz, tuvo que gozar lo indecible al
ver a su Hijo resucitado y al presenciar su gloriosa Ascensión a los cielos, para sentarse a la derecha del Padre con el cuerpo que
había recibido de su seno maternal; pero el triunfo del Hijo significaba también la separación y ausencia física, que no podían suplir
ni los desvelos de ella hacia los discípulos ni las atenciones de éstos, y en particular de San Juan, hacia ella. Una vez más, la Virgen
vivió la situación inmersa en un clima de plena confianza en Dios y de absoluto abandono a su voluntad, para secundar en todo sus
designios.
Al llegar el día de la fiesta judía de Pentecostés, cincuenta días después de pascua, y de la Resurrección del Señor, estaban todos
reunidos en un mismo lugar. De repente vino del cielo un ruido como el de una ráfaga de viento impetuoso, que llenó toda la casa
en la que se encontraban. Se les aparecieron unas lenguas como de fuego que se repartieron y se posaron sobre cada uno de ellos;
quedaron todos llenos del Espíritu Santo y se pusieron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les concedía expresarse.
Había en Jerusalén hombres piadosos venidos de todas las naciones que hay bajo el cielo. Al producirse aquel ruido, la gente se
congregó y se llenó de estupor al oírles contar cada uno en su propia lengua las maravillas de Dios. Entonces Pedro, presentándose
con los Once, levantó su voz y les dijo: «Judíos y habitantes todos de Jerusalén: No están éstos borrachos, como vosotros suponéis,
sino que Dios ha derramado sobre ellos su Espíritu. Escuchad, israelitas: A Jesús, hombre acreditado por Dios, vosotros lo
matasteis clavándolo en la cruz por mano de los impíos, pero Dios lo resucitó, y todos nosotros somos testigos de ello. Exaltado por
la diestra de Dios, ha recibido del Padre el Espíritu Santo prometido, y ha derramado lo que vosotros veis y oís. Sepa, pues, con
certeza toda la casa de Israel que Dios ha constituido Señor y Mesías a este Jesús a quien vosotros habéis crucificado». Al oír esto,
dijeron con el corazón compungido a Pedro y a los demás apóstoles: «¿Qué hemos de hacer, hermanos?» Pedro les contestó:
«Convertíos y que cada uno de vosotros se haga bautizar en el nombre de Jesucristo, para remisión de vuestros pecados, y recibiréis
el don del Espíritu Santo».
El día de Pentecostés se cumplieron las promesas de Cristo: «Recibiréis el Espíritu Santo..., Él os guiará hasta la verdad completa...,
os lo enseñará todo y os recordará todo lo que yo os he dicho..., seréis mis testigos...»
La escena de Pentecostés es una de las más llamativas y espectaculares
por sus efectos; entre otros, el cambio radical producido en los
apóstoles. A pesar de los reiterados esfuerzos de Jesús, los discípulos
eran tardos y torpes en entender y asumir sus enseñanzas; así, incluso
después de la Resurrección y ya camino del Monte de los Olivos el día
de la Ascensión, seguían preguntando al Señor: «¿Es ahora cuando vas
a restablecer el Reino de Israel?»; por otra parte, manifestaron en
diversas ocasiones estar dispuestos a dar la vida por Jesús, pero luego,
a la hora de la verdad, se dispersaron abandonándolo, se encerraron en
el Cenáculo por miedo a los judíos, se mostraron pusilánimes y hasta
cobardes.
Sin embargo, el Espíritu Santo los transformó por completo, les dio la
inteligencia del mensaje de Jesús, los volvió audaces y grandilocuentes
para predicar ante la muchedumbre, los liberó de sus miedos... ¿Quién
diría que eran los mismos hombres de unas horas antes? Y aquel
acontecimiento fue sólo el comienzo, porque a partir de entonces,
asumiendo plenamente la misión que Jesús les había conferido, no
cesaron en su tarea evangelizadora y extendieron por el mundo la
Iglesia del Señor aun a costa de su propia vida.
María, la «llena de gracia» desde su concepción, tuvo siempre una muy especial relación con el Espíritu Santo. El día de
Pentecostés estuvo presente con los apóstoles en el amanecer de los nuevos tiempos que el Espíritu inauguraba con la
manifestación pública de la naciente Iglesia, a la que ella acompañaría como madre en sus primeros pasos.
Pío XII, en la misma Constitución en que declaró el dogma, exponía que «los argumentos y razones de los Santos Padres y de los
teólogos a favor del hecho de la Asunción de la Virgen se apoyan, como en su fundamento último, en las Sagradas Letras, las
cuales, ciertamente, nos presentan ante los ojos a la augusta Madre de Dios en estrechísima unión con su divino Hijo y participando
siempre de su suerte. Por ello parece como imposible imaginar a aquella que concibió a Cristo, le dio a luz, le alimentó con su
leche, le tuvo entre sus brazos y le estrechó contra su pecho, separada de Él después de esta vida terrena, si no con el alma, sí al
menos con el cuerpo. Siendo nuestro Redentor hijo de María, como observador fidelísimo de la ley divina, ciertamente no podía
menos de honrar, además de su Padre eterno, a su Madre queridísima. Por consiguiente, pudiendo adornarla de tan grande honor
como el de preservarla inmune de la corrupción del sepulcro, debe creerse que realmente lo hizo».
Añadía el Papa: «A la manera que la gloriosa resurrección de Cristo fue parte esencial y último trofeo de su más absoluta victoria
sobre la muerte y el pecado, así la lucha de la bienaventurada Virgen, común con su Hijo, había de concluir con la glorificación de
su cuerpo virginal... Por eso, la augusta Madre de Dios, misteriosamente unida a Jesucristo desde toda la eternidad, “por un solo y
mismo decreto” de predestinación, inmaculada en su concepción, virgen integérrima en su divina maternidad, generosamente
asociada al Redentor divino, que alcanzó pleno triunfo sobre el pecado y sus consecuencias, consiguió, al fin, como corona
suprema de sus privilegios, ser conservada inmune de la corrupción del sepulcro y, del mismo modo que antes su Hijo, vencida la
muerte, ser levantada en cuerpo y alma a la suprema gloria del cielo,
donde brillaría como Reina a la derecha de su propio Hijo, Rey inmortal
de los siglos».
Con razón –añadía el Papa–, el pueblo cristiano ha creído siempre que Aquella
de quien nació el Hijo del Altísimo, Príncipe de la Paz, Rey de reyes y Señor de
los señores, recibió de Dios singularísimos privilegios de gracia; y
considerando luego las íntimas relaciones que unen a la madre con el hijo, ha
reconocido en la Madre de Dios una regia preeminencia sobre todos los seres.
En la tradición cristiana, ya los antiguos escritores, fundados en las palabras del
arcángel San Gabriel, que predijo el reinado eterno del Hijo de María, y en las
de Isabel, que se inclinó reverente ante ella llamándola Madre de mi Señor,
llamaban a María Madre del Rey y Madre del Señor, queriendo significar que
de la realeza del Hijo se derivaba la de su Madre.
Como punto final ponemos la oración litúrgica de la fiesta de María Reina: «Dios todopoderoso, que nos has dado como Madre y
como Reina a la Madre de tu Unigénito, concédenos que, protegidos por su intercesión, alcancemos la gloria de tus hijos en el reino
de los cielos. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén». Un Padrenuestro, diez Avemarías y Gloria.
EL ROSARIO
Primer misterio gozoso
LA ANUNCIACIÓN Y ENCARNACIÓN DEL HIJO DE DIOS EN LAS PURÍSIMAS
ENTRAÑAS DE LA VIRGEN MARÍA
San Lucas refiere que el ángel Gabriel fue enviado por Dios a una
ciudad de Galilea, llamada Nazaret, a una virgen desposada con un
hombre llamado José, de la casa de David; el nombre de la virgen era
María. El ángel, entrando a su presencia, le dijo: «Alégrate, llena de
gracia, el Señor está contigo». Ella se conturbó por estas palabras, y
discurría qué significaría aquel saludo. El ángel añadió: «No temas,
María, porque has hallado gracia delante de Dios; vas a concebir en
el seno y vas a dar a luz un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús.
Él será grande y será llamado Hijo del Altísimo». María respondió al
ángel: «¿Cómo será esto, puesto que no conozco varón?» El ángel le
aclaró: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te
cubrirá con su sombra; por eso el que ha de nacer será santo y será
llamado Hijo de Dios». Y la informó de que su pariente Isabel había
concebido un hijo en su vejez, porque, le recordó, «ninguna cosa es
imposible para Dios». Entonces María dijo: «He aquí la esclava del
Señor; hágase en mí según tu palabra». El ángel, dejándola, se fue.
Días después, María marchó a casa de Zacarías y saludó a Isabel, la cual exclamó: «Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto
de tu seno». A modo de conclusión, añade San Juan en el prólogo de su Evangelio: «Y el Verbo se hizo carne, y habitó entre
nosotros».
El relato evangélico ofrece numerosos temas para la contemplación y meditación cotidiana del creyente. Indicamos algunos.
Cuando el ángel anunció a María el misterio de la Encarnación, la Virgen era ya la «llena de gracia», en quien Dios se había
complacido, ciertamente por don y benevolencia del Altísimo, pero también por su colaboración y fidelidad, su vida de oración y
sus obras... El plan que el ángel anunció a María incluía su embarazo, lo que llevaba consigo muchos riesgos y problemas graves
con el esposo, con los padres, con la autoridad religiosa, con la gente... María dijo entonces “fiat- hágase”, “sí” a Dios, porque a lo
largo de su vida se había acostumbrado a aceptar y secundar los planes del Señor; en lo sencillo y cotidiano se había habituado a
creer y confiar en la palabra de Yahvé; y cuando llegó lo extraordinario, porque estaba en plena y perfecta sintonía con la voluntad
de Dios, dijo una vez más, y no la última, “fiat”, “hágase”, “sí”, asumiendo todos los riesgos que pudieran sobrevenir y
abandonándose en manos del Padre.
Muchos son los temas de meditación que ofrece este misterio. Conocido el
embarazo de Isabel, María marchó presurosa a felicitarla, a celebrar y
compartir con ella la alegría de una maternidad largo tiempo deseada y
suplicada: ¡qué lección a cuantos descuidamos u olvidamos acompañar a los
demás en sus alegrías! El encuentro de estas dos santas mujeres, madres
gestantes por intervención especial del Altísimo, sus cantos de alabanza y
acción de gracias, y las escenas que legítimamente podemos imaginar a partir de los datos evangélicos, constituyen un misterio
armonioso de particular ternura y embeleso humano y religioso: parece como la fiesta de la solidaridad y ayuda fraterna, del
compartir alegrías y bienaventuranzas, del cultivar la amistad e intimidad entre quienes tienen misiones especiales en el plan de
salvación. Sería delicioso conocer sus largas horas de diálogo, sus confidencias mutuas, sus plegarias y oraciones, sus
conversaciones sobre los caminos por los que Yahvé las llevaba y sobre el futuro que podían vislumbrar para ellas y para sus hijos.
Parece una constante en la historia de los santos que las almas de Dios se hayan encontrado y entre ellas haya abundado la
fraternidad y amistad, el diálogo, las confidencias, todo género de ayuda recíproca. María e Isabel son un modelo.
Vivía entonces en Jerusalén un hombre llamado Simeón, que era justo y piadoso, y
esperaba la consolación de Israel. El Espíritu Santo, que moraba en él, le había revelado
que no conocería la muerte antes de haber visto al Mesías del Señor. Movido por el
Espíritu, fue al templo; y en el momento de entrar los padres con el niño Jesús, para
cumplir lo que la Ley prescribía sobre él, Simeón lo tomó en brazos y bendijo a Dios
diciendo: «Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz. Porque
mis ojos han visto a tu Salvador, a quien has presentado ante todos los pueblos: luz para
alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel».
José y María estaban admirados de lo que se decía del Niño. Simeón les bendijo, y luego
dijo a María, su madre: «Éste está puesto para caída y elevación de muchos en Israel, y
para ser señal de contradicción –¡y a ti misma una espada te atravesará el alma!– a fin de
que queden al descubierto las intenciones de muchos corazones».
Este misterio invita a contemplar y meditar la
diligencia con que José y María, más tarde también
Jesús, se aprestan a cumplir siempre los mandatos de
la Ley del Señor y a practicar las tradiciones y
devociones del pueblo de Dios, sin detenerse a pensar
si también a ellos les obligan. Al ofrecer María en
sacrificio tórtolas o pichones, como manda la Ley
para los pobres, entrega en realidad a su Hijo, al
verdadero Cordero que deberá redimir a la
humanidad. Simeón, hombre profundamente
religioso, cultivaba en su corazón grandes deseos y
esperaba al Salvador de Israel; vivía abierto a la
acción del Espíritu, que le reveló que vería al Mesías,
y que luego le hizo reconocerlo, mientras pasaba
inadvertido para los demás. El cántico de Simeón,
proclama al Niño gloria de Israel, y luz y salvación
de toda la humanidad. Después el anciano,
dirigiéndose a María y completando el mensaje del
ángel en Nazaret, le dice que una espada le atravesará
el alma: es la primera vez que se le anuncia el
sacrificio redentor a que está destinado el Mesías,
mientras se le hace vislumbrar para sí misma un
futuro de sufrimiento asociada a su Hijo. La piedad,
la perseverancia confiada en Dios, la alegría exultante
de los dos ancianos, Simeón y Ana, debieron
confortar a María y a José. El cántico de Simeón provocó en José y en María el asombro; la reacción de la Virgen ante la profecía
referente al futuro de su Hijo y de ella misma, tuvo que ser idéntica a la que produjo el episodio de la adoración de los pastores: «María
guardaba todas estas cosas, y las meditaba en su corazón».
También María iba todos los años a Jerusalén, aunque era una obligación que la Ley mosaica imponía sólo a los varones. Los
peregrinos solían hacer el camino en grupos numerosos, lo que facilitó que José y María no advirtieran la ausencia de Jesús durante
horas; es fácil imaginar su preocupación, angustia e inquietud, como buenos padres, al comprobar que se les había extraviado.
¡Cuánto sufrimiento, hasta encontrarlo! Lo hallaron en medio de los doctores, formulando preguntas y respuestas que sobrepasaban
el nivel de comprensión de un niño y que dejaban llenos de asombro a maestros y oyentes. El encontrarlo produjo en José y en
María los sentimientos que la pérdida y posterior hallazgo de un hijo producirían en cualquier padre o madre. Las palabras de
María son un cariñoso reproche de madre, a la vez que la expresión espontánea del dolor que les ha causado el hijo con su
comportamiento. En su respuesta, Jesús llama a Dios «mi Padre», y manifiesta que su filiación divina y su misión han de llevarle
en ocasiones a romper los naturales lazos humanos con su familia, de lo que era una primera muestra la aflicción causada ahora a
sus padres, cosa que no se repetiría hasta el tiempo de su actividad mesiánica pública: Jesús bajó con ellos a Nazaret y siguió
estándoles sujeto. Verdaderamente, los caminos de Dios son a veces muy difíciles de comprender, incluso para personas tan llenas
del Espíritu Santo y tan dóciles a él, como María y José. Una y otra vez, María, ante los rasgos del misterio de Cristo que se le iban
revelando y no acababa de comprender, guardaba todas esas cosas en su corazón y las meditaba.
Madre de Cristo,
Reina asunta a los Cielos, Para que seamos dignos de las promesas de Cristo.
Cordero de Dios, que quitas el pecado del mundo, gozar de continua salud de alma y cuerpo,
Cordero de Dios, que quitas el pecado del mundo, de la bienaventurada siempre Virgen María,
Cordero de Dios, que quitas el pecado del mundo, ten y disfrutar de las alegrías eternas.
Amén.
Oremos:
Derrama, Señor, tu gracia sobre nosotros, que, por el anuncio del ángel, hemos conocido la encarnación de tu Hijo,
para que lleguemos, por su pasión y su cruz, a la gloria de la resurrección. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.
Historia y explicación de la Letanía Lauretana
En honor de nuestra Madre Santísima, es la más popular de todas las Letanías,
llamada así porque se usó por primera vez en el Santuario de Loreto
Letanía es una palabra griega que significa oración, especialmente oración hecha en común,
significa también procesión, porque esta manera de orar se usa en las procesiones. El uso de las
Letanías es antiquísimo, se remonta a los primeros siglos de la Iglesia. La más antigua es la
Letanía de los santos, pero hay otras también aprobadas por la Santa Iglesia.
En honor de nuestra Madre Santísima, conocemos la más popular de todas las Letanías, la Lauretana,
que es llamada así en las Constituciones de los Sumos Pontífices: Sixto V, Clemente VIII, Alejandro
VII, etc., porque se usó por primera vez en el Santuario de Loreto.
La Letanía Lauretana se compone de una serie de invocaciones a María, de títulos de honor que los
santos Padres le dieron, títulos que se fundan principalmente en la única e incomunicable dignidad
de María Madre de Dios. Con ellos honramos su persona e invocamos su poderosa intercesión.
Las primeras invocaciones son a Dios adorable Trinidad ... y a Cristo Redentor, para dar a entender
que de Dios nos llega todo bien y que Cristo es la fuente de toda gracia.
La invocaciones a María, pueden dividirse en seis grupos:
1°.- Las primeras abarcan, en resumen, todas sus grandezas (Santa María, etc.).
2°.- Siguen sus atributos como Madre (Madre de Jesucristo, etc..).
3°.- Se saluda luego a María Virgen (Virgen prudentísima, etc.).
4°.- Las prerrogativas de nuestra Señora son representadas por imágenes o símbolos (espejo de justicia, etc.).
5°.- Se le exalta en sus relaciones con la Iglesia Militante (salud de los enfermos, etc.).
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6°.- Finalmente, se celebra su gloria en la Iglesia triunfante (Reina de los Ángeles, Reina de los Patriarcas, Profetas, etc.)
Esta bellísima oración a María se cierra con una triple invocación a su Divino Hijo, CORDERO DE DIOS que quita los
pecados del mundo, para que nos perdone, nos escuche y tenga misericordia de nosotros que tantas veces hemos pecado.
En el transcurso de los años, los Papas añadieron algunas invocaciones, ej. Cuando Europa fue invadida por los turcos, se
añadió: Auxilio de los cristianos: después de la definición del Dogma de la Inmaculada Concepción: Reina concebida sin
pecado original; después de haber sido consagrado el mes de Octubre al Santo Rosario. Reina del santísimo Rosario: cuando
ardía la primera Guerra mundial: Reina de la Paz: con motivo de la definición del Dogma de la Asunción: Reina llevada al
cielo en cuerpo y alma.
Recitar la Letanía es ante todo dar gloria a Dios que tanto ensalzó a su Madre Santísima; es darle gracias a Ella y por Ella.
Es alabarla, admirarla y pedirle su protección, es reconocer y meditar sus virtudes, movernos a imitarla, en cuanto es posible
a nuestra humana debilidad, es pedir a Dios y a Ella gracia y protección para llevar a cabo lo que es imposible a nuestras
propias fuerzas.
Es una oración corta y muy fácil para quien la medita, es una oración rica de santos pensamientos y de afectos sobrenaturales.
Señor. ten piedad de nosotros (al Padre). Cristo, ten piedad de nosotros (a Cristo). Señor, ten piedad de nosotros (al Espíritu
Santo). Así empiezan las Letanías.
Antes de abrir los labios para alabar a María hemos de preocuparnos ante todo, de conseguir de la misericordia de Dios que
se apiade de nosotros ... que nos conceda su gracia y su perdón.
"Cualquier cosa que pidiereis al Padre, os la concederá", pero recordemos que Jesucristo añade "en mi nombre"
Interpongamos conscientemente esta mediación de Cristo, el Único que puede darle eficacia. Repitamos con ardorosa fe y
con humildad el grito de PIEDAD ¡Señor, ten piedad' ¡Cristo, ten piedad!, Señor, ten piedad!
CRISTO, ÓYENOS - CRISTO, ESCÚCHANOS
Para que Jesús nos oiga es necesario tener un corazón contrito. Si no estamos actualmente en gracia de Dios, propongámonos
reconquistarla y apartemos el corazón de la culpa. Si tenemos odio, si alimentamos venganza, etc., no podemos pretender que El nos
oiga. Hagamos el propósito de recibir el sacramento de la Confesión lo más pronto posible.
Ser escuchados no es lo mismo que ser oídos. Ser escuchados es como el colmo de la bondad de Cristo para nosotros. El desea que
lo que le pedimos sea con atención, no estar distraídos, que lo que pronuncian nuestros labios esté en la mente y en el corazón.
PADRE CELESTIAL QUE ERES DIOS, TEN PIEDAD DE NOSOTROS.
Le decimos Padre Celestial .... Esta palabra nos hace admirar la Infinita grandeza y la Infinita benignidad de Dios que aun habitando
en una Luz inaccesible, atiende a la voz suplicante de sus criaturas ... de sus hijos .... con su amor Paterno.
HIJO REDENTOR DEL MUNDO QUE ERES DIOS, TEN PIEDAD DE NOSOTROS
Invocamos al Hijo no solamente como Dios, sino también como Hombre - Dios ... como REDENTOR.
El Hijo de Dios vino a librarnos de la esclavitud del pecado. El es el Cordero de Dios que quita los pecados del mundo. Con su
Pasión y Muerte nos mereció el perdón y ahora por medio de la gracia obtenemos mucho más de lo que habíamos perdido. ¡Divino
Redentor! ... ¡Amado Redentor! Líbranos de la esclavitud de nuestras culpas actuales.
ESPÍRITU SANTO QUE ERES DIOS, TEN PIEDAD DE NOSOTROS.
Dios es amor, dice San Juan (1 J. 4.16). En la admirable obra de la reconciliación n del hombre con Dios, entre todos los atributos
de la divinidad, está el Amor Infinito de Dios que busca la oveja descarriada y como el perdón de los pecados es obra del AMOR y
de la BONDAD Infinita de Dios se atribuye al Espíritu Santo, Amor substancial del Padre y del Hijo.
La misericordia de Jesús para los pecadores y las parábolas en las cuales quiso expresarla en páginas eternas para consuelo de todas
las ovejas descarriadas, son la expresión más bella del AMOR que perdona. Dios nos perdona siempre y nos llama, nos sale al
encuentro, nos acoge, nos retorna su amistad y nos devuelve la dignidad de hijos suyos ... Dios AMOR ... Dios Espíritu Santo.
SANTÍSIMA TRINIDAD QUE ERES UN SOLO DIOS, TEN PIEDAD DE NOSOTROS.
Después de haber invocado a las tres Divinas Personas pasamos a invocarlas en unidad, bajo el nombre de Augusta Trinidad. La
Iglesia pone en nuestros labios esta invocación para recordarnos el Misterio inefable de la Unidad y Trinidad de Dios. Este Misterio
es el fundamento y el origen de toda la fe revelada. El Misterio de la Encarnación del Verbo lo supone y emana de él y, del Misterio
de la Encarnación derivan todos los misterios y todas las verdades de nuestra fe: el misterio de las dos naturalezas y de la Persona
Divina de Jesucristo, los Misterios de la Redención, de la Santa Iglesia, de la Gracia, de los Sacramentos, etc.
SANTA MARIA
Debemos aceptar y entender que solo Dios es Santo y que comunica sus grandes Atributos, en diferente medida, a sus criaturas
racionales, ante todo, el de LA SANTIDAD, por ser el más necesario.
Por esta razón llamamos a nuestra Señora: SANTA MARIA.
Cuando Dios quiso preparar una madre humana para su Hijo, la hizo Inmaculada en su Concepción ... la hizo SANTA aún antes de
que hubiera nacido, antes de que pudiera pensar, hablar, obrar ... la preservó del pecado original y de toda mancha. Por esto, difiere
de todos los santos. ¡Toda Pura, toda Santa es María!.
María es nombre de ayuda y consuelo. Cuando la invocamos con fe, con devoción y con amor recibimos inmediatamente ayuda,
aliento y consuelo. Dice San Bernardo, del santísimo nombre de Jesús, pero muy bien puede aplicarse al dulce nombre de María,
que este nombre es alimento suave que conforta, es medicina que alivia los dolores y las penas, "es miel en la boca, melodía en los
oídos, alegría en el corazón".
Procuremos honrar este santo nombre y reparar las ofensas que se hacen a esta Buena Madre. Invoquémosla en todas nuestras
necesidades.
El nombre de Jesús y el nombre de María, concluye San Bernardo, producen la curación de nuestras miserias y dominan las pasiones
violentas. Tengamos estos nombres en el corazón y en los labios durante la vida y los tendremos en el corazón y en los labios en
nuestra última hora, y así seremos auxiliados en aquel momento, pues esos nombres santamente invocados serán para nosotros prenda
de Luz, de gracia, de perdón y de seguridad en aquella eternidad feliz que todos esperamos.
RUEGA POR NOSOTROS
En las Letanías le decimos a María: "Ruega por nosotros" y no "ten Piedad de nosotros" como lo hacemos al dirigirnos a las Tres
Divinas Personas, porque solo Dios es fuente Infinita de toda gracia. Ella y los santos son canales a través de los cuales Dios se
complace en hacernos llegar sus gracias.
Las súplicas de los santos son eficaces para nosotros y poderosas ante Dios, pero son mucho más poderosas y eficaces las súplicas
de nuestra Madre María Santísima
Rogándole a Ella su intercesión, estamos seguros de que como es la más excelsa, la más santa de las criaturas y la más grata a Dios
es la que en consecuencia puede más delante de Dios y por otra parte es la que más nos ama y la que más desea favorecernos.
SANTA MADRE DE DIOS
Después de haber invocado a María con su nombre, pasamos ahora a invocarla con una serie de títulos muy apropiados. Y ante todo
con la más excelsa de sus dignidades, principio y fundamente de todas las demás, la sublime y singular dignidad de MADRE DE
DIOS.
La Divina Maternidad de María es Dogma y Artículo fundamental de nuestra fe.
En la base de nuestra religión tenemos dos inefables misterios: el Misterio de la Santísima Trinidad y el de la Encarnación del Verbo.
La Encarnación supone la Trinidad. EL Hijo que se ha encarnado supone EL PADRE del cual ha sido engendrado, y si se ha
encarnado por obra del Espíritu Santo, confirma la existencia de esta tercera Persona de la Santísima Trinidad y no se puede imaginar
la Encarnación sin una Madre que proporcione la naturaleza humana al Verbo. He aquí cómo la divina Maternidad de María entra
en el fundamento y en el nexo esencial de las supremas verdades de nuestra religión. Y así como los principales artículos de la fe
revelada (la Redención, la Gracia, la Iglesia, los Sacramentos, la vida eterna, etc.) son consecuencias del Misterio de la Encarnación,
así estas importantes verdades tienen una íntima e indiscutible relación con el Dogma de la Divina Maternidad de María.
Santa Madre de Dios porque Ella es madre de la naturaleza humana de Cristo; pero esta naturaleza humana está en Cristo
indisolublemente, personalmente, hipostáticamente unida a la naturaleza divina en unidad de Persona, y ésta es divina. María es por
lo tanto, Madre de esta Persona divina, Jesucristo, Dios y hombre verdadero.
SANTA VIRGEN DE LAS VÍRGENES
Con esta invocación afirmamos que la virginidad de María no es común ... es única ... perfecta ... sublime y que añadió a su Pureza
Virginal un sello de consagración y de perpetuidad.
Los católicos creemos con la Santa Iglesia que María ha sido antes del parto, en el parto y después del parto, ... SIEMPRE VIRGEN
PURÍSIMA.
Los dos estados: virginidad y maternidad son en sí santos, el primero es muy generoso y noble. La maternidad es un claro reflejo de
la adorable fecundidad del Padre Eterno, del cual, como nos asegura el Apóstol San Pablo (Ef. 4. 14-15) deriva toda paternidad en
el cielo y en la tierra, imita a la omnipotencia creadora y tiene el mérito de poblar el cielo.
María unió en sí estos dos títulos sublimes, ser MADRE y VIRGEN FECUNDA. Por estas razones la Iglesia llama a María VIRGEN
DE LAS VÍRGENES.
MADRE DE CRISTO
Siendo Jesucristo Dios, Creador y Salvador, podría parecer que es lo mismo llamar a María, Santa Madre de Dios, Madre de Cristo,
Madre del Creador, Madre del Salvador. Pero estos diversos títulos no expresan lo mismo ... indican diversos aspectos bajo los cuales
es considerada la misma Persona adorable del Redentor, diversos oficios de esta divina Persona, o distintos beneficios que se derivan
de Cristo y de María.
Madre de Cristo significa que María participa, en cuanto es posible a la criatura, de la dignidad y excelencia de Cristo y de los
beneficios por El otorgados.
La palabra griega Cristo significa ungido o consagrado.
Antiguamente eran consagrados con la unción (óleo) los sacerdotes, los reyes y los profetas; y Jesús es por excelencia el Sacerdote,
el Rey y el Profeta; también se consagraban los vasos sagrados destinados al culto divino.
Cuando saludamos e invocamos a María como Madre de Cristo, significamos que Ella es vaso consagrado a Dios; que por las íntimas
y singulares relaciones que la acercan a su Divino Hijo, participa en cierto modo de la dignidad de sacerdote, de rey y de profeta.
María fue vaso de unción o consagrado ... y tiene participación en el sumo Sacerdocio de Cristo.
Desde el primer momento de su existencia Ella estuvo llena de la Divina Gracia, óleo precioso y fue destinada a contener durante
nueve meses a la Santidad por esencia.
María participa del Eterno Sacerdocio de Jesucristo ... de Cristo Sacerdote que se ofreció a Dios una vez sobre el altar de la Cruz,
derramando entre grandes dolores su Sangre de precio infinito por nuestros pecados y se ofrece cada día de modo incruento sobre
los altares por manos de los Sacerdotes.
Ella participa del sacrificio de la Cruz y del de la Eucaristía.
En primer lugar suministró la materia: aquel Cuerpo Divino que fue inmolado en la Cruz ... en el Calvario y que continuamente se
inmola en las Iglesias, es Cuerpo formado de la sola substancia de María Santísima, puesto que Ella es Madre Virgen; la Sangre que
un día fue derramada en la Pasión y en la Muerte del Hombre - Dios y que todos los días se derrama místicamente en el Perenne
Sacrificio, es Sangre de María, suministrada por Ella al Hijo de Dios.
En segundo lugar, participa del Sacrificio de la Cruz y del de la Eucaristía, porque ofreció con Jesucristo Primero y Sumo Sacerdote,
el Sacrificio del Calvario y sigue ofreciendo sobre los altares la Víctima Divina porque el Sacrificio de la Misa es prolongación del
de la Cruz.
Por esto María Santísima es llamada Corredentora e invocada como MADRE DE CRISTO.
MADRE DE LA IGLESIA
La Santa Iglesia todavía no incluía esta Invocación cuando fueron elaborados los textos en los que hemos basado estas reflexiones,
por lo que a continuación transcribimos los puntos 25 al 27 del discurso pronunciado por S. S. Pablo VI, el 21 de Noviembre de
1964, en la sesión de clausura de la tercera etapa conciliar, cuando fue proclamada María Santísima "Madre de la Iglesia".
(25) "Así, pues, para gloria de la Virgen y consuelo nuestro, proclamamos a María Santísima Madre de la Iglesia, es decir, Madre de
todo el pueblo de Dios, tanto de los fieles como de los pastores que la llaman Madre amorosa, y queremos que de ahora en adelante
sea honrada e invocada por todo el pueblo cristiano con este título.
(26) Se trata de un título, que no es nuevo para la piedad de los cristianos, antes bien, con este nombre de Madre, y con preferencia
a cualquier otro, los fieles y la Iglesia entera acostumbran dirigirse a María. En verdad pertenece a la esencia genuina de la devoción
a María, encontrando su justificación en la dignidad misma de la Madre del Verbo Encarnado.
(27) La divina maternidad es el fundamento de su especial relación con Cristo y de su presencia en la economía de la salvación
operada por Cristo, y también constituye el fundamento principal de las relaciones de María con la Iglesia, por ser Madre de Aquel
que desde el primer instante de la encarnación en su seno virginal se constituyó en cabeza de su Cuerpo místico, que es la Iglesia.
María, pues, como Madre de Cristo, es Madre también de los fieles y de todos los pastores, es decir, de la Iglesia".
MADRE DE LA DIVINA GRACIA
El Arcángel San Gabriel saludó a María diciéndole: "llena de gracia", por lo tanto, es de fe que al realizarse en Ella el Misterio de la
Encarnación del Verbo, estaba PLENA DE GRACIA. Pero ... desde aquel instante creció MÁS en Ella la GRACIA.. Plena quiere
decir completa, llena, pero se usa este término para resaltar aquello de lo que se está hablando, en este sentido se dice que María
estaba PLENA DE GRACIA, llena, pero en su vida el momento central o culmen es el de la Encarnación del Verbo y desde entonces
en Ella continuó aumentando la GRACIA ... en PLENITUD.
La Santidad de Jesús, cuánto aprovechó a Su Madre que con tanta atención recibía y conservaba en su corazón las palabras y los
actos de su Divino Hijo. El formó la Santidad de su Madre, tan próxima a la suya cuanto es posible en una pura criatura y la elevó a
un grado altísimo, más alto, sin comparación, que el de todos los elegidos, de todos los santos.
Llena de Gracia, ninguna hay que Ella no pueda obtener. Cristo es el MANANTIAL de la GRACIA y su MADRE SANTÍSIMA es
como un depósito, un recipiente (que recibe), de dónde por su intercesión alcanzamos gracias ... y al Autor de la GRACIA.
CRISTO, MANANTIAL DE LA DIVINA GRACIA.
MARIA, MADRE DE CRISTO MADRE DE LA DIVINA GRACIA.
MADRE PURÍSIMA
Lo que manifestamos creer y atribuimos a María con este título, es la total y perfecta exención de toda sombra de culpa y defecto.
Pureza excepcional, integridad de vida que no la tiene igual ni semejante, nadie más.
El Pontífice San León escribe que en las diversas vicisitudes de la vida, no hay, ni aún la persona más perfecta, que de vez en cuando
no se manche con el polvo de la tierra. En Proverbios (24.16) dice que 7 veces cae el justo ... caídas ligeras y veniales pero ... son
caídas.
Únicamente en María nada que sea mancha se encuentra en Ella,
MADRE CASTÍSIMA
Madre Castísima se refiere al brilló de la virginidad en cuanto al alma, esto es a la perfecta pureza de pensamientos y afectos. Ella
conservó durante toda su vida esta pura castidad del alma.
MADRE SIN MANCHA
Madre sin mancha expresa la limpieza de los sentidos externos. La causa de la admirable Pureza Virginal de María no fue la exención
en Ella del pecado original ... La primera y más eficaz razón fue la Gracia de Dios, pero Ella cooperó a esta gracia con todos los
medios, guardando rigurosamente sus sentidos externos, sus ojos para la contemplación de todas las cosas en las que encontraba los
vestigios de Dios, de la sabiduría y del poder divinos: los oídos y la boca para escuchar y para pronunciar las alabanzas de Dios ...
Ella hacia en este mundo lo que los Ángeles hacen en el cielo y mejor aún que ellos: amar y alabar a Dios.
La Iglesia llama a María: Virgen de las vírgenes, la Virgen por excelencia, porque fue incomparablemente la más pura de todas.
MADRE SIN CORRUPCIÓN
Madre sin corrupción = pureza de vida y santidad de costumbres.
En María Santísima todos sus pensamientos, palabras y obras siempre fueron para gloria de Dios.
Debemos entender que no sólo su alma sino también su cuerpo fue llevado al cielo después de su muerte, de tal manera que no pasó
por el largo período del sepulcro, como todos los seres humanos. Su cuerpo santísimo no experimentó la corrupción. Su Divino Hijo,
por el Infinito amor con que la amaba no podía soportar que su cuerpo quedara en el sepulcro y también por la santidad trascendente
de María y porque Ella estaba llena de gracia hasta rebosar.
Pasó por la muerte como nuestro Señor y también como El y por Su poder omnipotente fue llevada al cielo.
MADRE INMACULADA
Se dice que una persona o cosa es admirable o digna de admiración cuando es perfecta, extraordinaria; por esto impresiona los
sentidos, la imaginación, el pensamiento.
María es verdaderamente admirable, porque es extraordinaria y no hay nadie que reúna como Ella semejante grandeza de privilegios
y de virtud.
Por estas dos razones: sus privilegios y sus virtudes, María Santísima es invocada con el título de Madre Admirable.
MADRE DEL BUEN CONSEJO
Son muchos y todos ellos magníficos y gloriosos, los títulos que la Iglesia da a la Madre de Dios en estas Letanías, pero es
particularmente bello el de Madre del Buen Consejo porque:
• Es la Obra del Eterno Consejo
• Fue llena, de manera singular, del Don de Consejo
• Y, debemos recurrir a Ella para obtener este Don.
OBRA DEL ETERNO CONSEJO quiere decir que Dios, desde toda la eternidad, pensó en María y la miró con complacencia; la
amó con especial afecto y quiso hacer de Ella la Obra Maestra de su Infinito Poder, Sabiduría y Bondad, puesto que desde toda la
eternidad la eligió y predestinó para ser la Madre de su Divino Hijo.
LLENA DE MANERA SINGULAR DEL DON DE CONSEJO. El Don de Consejo, don del Espíritu Santo por el cual somos
iluminados para conocer y para escoger siempre entre todas las cosas, aquella que mejor sirve para la Gloria de Dios y para nuestra
salvación.
De este Don estuvo singularmente llena María Santísima (y de TODOS los Dones y de TODAS LAS GRACIAS) por lo que Ella
supera incomparablemente a toda la humanidad.
DEBEMOS RECURRIR A ELLA PARA OBTENER ESTE DON y así poder conocer, escoger y hacer siempre lo mejor para Gloria
de Dios y bien del alma. Tenemos necesidad del Don de Consejo para defender nuestra Fe, para guardar el gran tesoro de la gracia
de Dios, para huir del ambiente anticristiano, de todo el mal que nos rodea.
¡Oh querida Madre! Ruega a tu Divino Hijo que su Divino Espíritu ... el Espíritu Santo, desarrolle en nuestras almas el Don de
Consejo ... y los otros seis Dones de los que tenemos tanta necesidad. ¡Madre del Buen Consejo, ruega por nosotros!.
MADRE DEL CREADOR
También aquí, como en las consideraciones anteriores, necesitamos entender porqué el nombre de Salvador va asociado al título
dado a María en las Letanías.
Antes de su venida, Jesús era conocido como Mesías, pero cuando apareció en la tierra fue conocido bajo tres títulos nuevos:
• Hijo de Dios
• Hijo del hombre
• SALVADOR
El primero expresa su naturaleza Divina; el segundo su naturaleza humana; el tercero su ministerio personal.
El Ángel que se apareció a María le llamó Hijo de Dios; el que se apareció en sueños a José le llamó Jesús que quiere decir Salvador;
también le dieron este nombre los ángeles que se aparecieron a los pastores en la noche de su Nacimiento. Pero El en el Evangelio
se llama a sí mismo de un modo particular: Hijo del hombre.
Verdaderamente es nuestro Salvador, porque con su Pasión y Muerte nos ha redimido y nos ha liberado del pecado. Unió en la unidad
de su Persona Divina la naturaleza divina y la naturaleza humana.
Dios verdadero, debía ser verdadero hombre para poder realmente sufrir y morir y al mismo tiempo para que el precio de nuestro
rescate, su Pasión y Muerte, tuviera el valor infinito que exigía la Majestad de Dios y la culpa cometida por el ser humano ... Y,
María Santísima es Madre de Jesucristo, Madre del Dios - Hombre; así, Ella es MADRE DEL SALVADOR.
Pero hay una segunda razón de este título y es que Ella cooperó y coopera de modo singular en la obra redentora de Jesucristo, como
corredentora al pie de la Cruz y como corredentora en el corazón de sus hijos.
Sobre la Cruz debía consumarse el sacrificio de la redención y la victoria sobre el pecado y María Santísima está íntimamente
asociada a la Cruz. Ella ofreció generosamente al Padre en el Calvario, la Carne y la Sangre del Hijo, que era también carne y sangre
suya.
Después del amor a Dios no hay afecto que tanto nos aparte del pecado y sea tan fuerte y eficaz para librarnos de él como el amor a
María, Madre del Salvador y Madre nuestra.
En la persona de Juan, el discípulo amado, Jesús nos entregó a su Madre cuando le dijo a Ella: "Ahí tienes a tu hijo" y nos la dio a
nosotros por Madre cuando le dijo a él: "Ahí tienes a tu madre".
VIRGEN PRUDENTÍSIMA
Con este título, la Iglesia tributa a María un gran elogio, pues la prudencia es la primera de las virtudes cardinales y es la virtud moral
que consiste en discernir y distinguir lo que es bueno para seguirlo o malo para apartarse de él. Prudencia es cautela, es moderación,
sensatez, buen juicio ... además, es la que dirige y regula todas nuestras acciones.
La vida cristiana sin la prudencia pierde toda belleza, toda fecundidad de bien. La prudencia, virtud moral se adquiere de ordinario
con los años.. María es tanto más digna de alabanza porque fue prudentísima desde su tierna edad; excepcional prudencia más
celestial que terrena, más infundida por Dios que adquirida con el estudio, con la práctica o con la edad.
San Bernardo no acaba de admirar la prudencia de Maria en el coloquio que tuvo con el Arcángel Gabriel, y con la prudencia, todas
las virtudes cardinales. Ante el anuncio de que concebirá al mismo Hijo de Dios, permanece constante en la resolución de su
virginidad. Ella no es incrédula como Zacarías, sabe por el Profeta Isaías que el Divino Mesías prometido ha de nacer de una virgen,
pero pregunta el cómo, requiere una explicación, ésta es prudencia sobrenatural y divina.
Concluye San Bernardo que Ella fue prudente en su interrogatorio. Por este solo rasgo de la vida de María conocemos que era
poseedora perfecta de la prudencia y de todas las demás virtudes cardinales y como consecuencia también de las virtudes morales.
¡Oh Virgen PRUDENTÍSIMA, derrama un rayo de tu prudencia sobre nosotros, que ilumine nuestro obrar y nos guíe al hablar. ¡Oh
Madre Santísima!, enséñanos a callar, cuando debemos ser prudentes.
VIRGEN VENERABLE
La veneración es aquel honor y reverencia que se le da a una persona en testimonio de su excelencia, de su virtud sobrenatural, de
su santidad y consiste en una gran consideración de nuestra mente hacia la persona dotada de estas cualidades en un correspondiente
afecto del corazón, estima y aprecio.
Por consiguiente la santidad es objeto de veneración. Si queremos conocer por que merece María el título de Venerable hemos de
considerar la grandeza de su santidad.
Muchos cristianos confunden la perfección cristiana o la santidad con los medios para obtenerla; otros hacen consistir la santidad en
las penitencias exteriores; otros en largas oraciones; otros en despojarse de toda cosa por amor al prójimo y así por el estilo. Estas y
semejantes prácticas son medios muy útiles para llegar a la santidad; serán, con la gracia Divina, principio y señal, fruto y efecto de
la santidad, pero no son la santidad esencial. De hecho ha habido santos que no lo dieron todo a los pobres, que no practicaron
penitencias extraordinarias, que no hicieron largas oraciones. La santidad es la perfección en el amor.
La esencia de la perfección evangélica consiste en la unión con Dios. Dios es santo por naturaleza; nosotros cuando estamos unidos
a El, somos santos por gracia. La unión con Dios es efecto de la caridad, cuando el cristiano observa y vive perfectamente el precepto
básico de la ley evangélica: "Ama al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas" y el segundo:
"Ama al prójimo como a ti mismo" (cfr. Marcos 12.28-34) (cfr. Mateo 22.37-40), está viviendo la santidad.
La medida de la santidad de María es su ardiente Caridad de Madre de Dios.
Para conocer lo digna que es de VENERACIÓN, sería necesario profundizar en los abismos inaccesibles de su corazón y medir su
amor y esto solo Dios puede hacerlo.
La gracia de Dios es la que nos hace santos, es por eso que la plenitud de la gracia confiere la plenitud de la santidad. La gracia,
semilla y fruto de la santidad, hace que Dios esté en nosotros y nosotros en Dios.
María fue declarada y proclamada solemnemente de parte de Dios, por medio del Arcángel Gabriel: LLENA DE GRACIA Y
POSEEDORA DEL SEÑOR.
¡Cuán SANTA y VENERABLE ERES, OH MADRE!.
VIRGEN DIGNA DE ALABANZA
Debemos imitar las virtudes de la Virgen María y procurar que los demás también lo hagan y que se conozca y admire su singular
santidad. Es una exigencia del amor, que es difusivo por naturaleza, propagar, glorificar, hacer conocer a la persona amada. Este es
el sentido de esta invocación VIRGEN DIGNA DE ALABANZA.
María vivió en la piadosa sombra de una oscuridad que conmueve, en profunda y perfecta humildad. Aparece en la primera parte del
Evangelio y después solamente reaparece en el Calvario cuando participó en las penas de la Cruz.
Después de Jesucristo, el alma más santa y más excelsa fue sin duda la de María Santísima, por eso debe ser, la más exaltada y
colmada de alabanzas.
Estas alabanzas y esta gloria tuvieron principio antes que Ella estuviera sobre la tierra participando del privilegio del Hijo. Fue
exaltada mucho antes de nacer.
La Iglesia en su Liturgia, ha coronado a María con las fiestas en su honor introducidas en el año eclesiástico, los oficios, los himnos,
las Letanías, las procesiones, la solemne coronación de sus imágenes, etc.., que manifiestan el amor de la Iglesia hacia su Madre
Celestial.
Para Ella, el genio de los grandes Doctores de la Iglesia, la pluma de los Teólogos, la palabra enamorada de los oradores sagrados y
la oración confiada de todos los que la aman.
Bienaventurada la boca que habla de María Santísima frecuentemente y con reverencia.
Bienaventurada la persona que a través de la pluma celebra y escribe con santo entusiasmo las grandezas y la gloria de tan excelsa
Madre. VIRGEN DIGNA DE ALABANZA.
VIRGEN PODEROSA
La clemencia según Santo Tomás de Aquino es aquella virtud que templa el rigor de la justicia con la misericordia; que concede y
obtiene el perdón o la disminución del castigo merecido. Comparte con la mansedumbre el cometido de poner un justo y racional
freno a los ímpetus de la ira y si la mansedumbre frena el afecto interno, que es la raíz o el principio, la clemencia modera el afecto
exterior.
Esta hermosa y amable virtud, prosigue Santo Tomás, nace del amor. Quien ama a una persona no quiere que ésta sea castigada..
De esto se sigue que cuando el perdón total o la disminución de la pena son compatibles con el verdadero bien, entonces la amorosa
clemencia perdona o impetra el perdón.
La clemencia, resplandece en María Santísima más que en cualquier otra persona. Ella se ocupa y se preocupa de impetrar el perdón
para los pecadores. Por eso la Iglesia la honra con el título de Virgen Clemente.
De esta virtud de María vamos a tratar en la invocación "Refugio de los pecadores", aquí hablaremos solamente de su fundamento,
esto es, de su tierno amor a la humanidad.
Nuestra Madre Santísima nos ama porque ama a Dios. El amor de Dios y el amor del prójimo son dos amores inseparables y nadie
nos ama como Ella.
No se puede medir el amor Infinito del Corazón de Jesús, aquel Corazón inflamado con las llamas del Amor Divino y que fue
atravesado por la lanza. Ningún otro corazón está tan cerca del amor de Jesús, como el de su Madre. Ninguno alcanza tan encendida
caridad. Ella nos ama en Cristo, ama en nosotros la Sangre del Hijo derramada en el Calvario y aplicada en los Sacramentos. Ella
más que nadie conoce en Dios el altísimo valor de un alma.
No hay otro amor más hermoso y más fuerte que el de María porque brota de la purísima fuente del amor de Dios.
Por dos títulos María es nuestra Madre:
• Ante todo porque ES LA MADRE DE JESUCRISTO.
• Porque Ella nos engendró al pie de la Cruz sobre el Calvario, allí fuimos confiados a Ella como hijos en la persona de Juan.
Los dolores que no tuvo en el divino parto natural, debió sufrirlos en el parto espiritual cuando fue constituida Madre de todos
nosotros.
De la misma forma que Dios adornó a María con la santidad más eminente, así la dotó de un corazón, en profundidad y en extensión,
el más amante de todos los corazones; con el que nos ama a todos, justos y pecadores, aquellos que aunque estén en pecado buscan
salir de él y se proponen dejarlo. Ella escucha sus súplicas y los reconcilia con Dios y lo hace como una madre que tiene más cuidado
de un hijo enfermo que de un hijo sano ... como deja el buen pastor las noventa y nueve ovejas para ocuparse de aquella que huyó
del redil.
VIRGEN FIEL
--- María Santísima poseyó en grado heroico todas las virtudes y debió poseer en grado singular la Fe, que es la primera de todas
ellas; Ella llevó a la máxima altura su propia santidad, y debió poner el más sólido fundamento. Ella agradó a Dios más que ninguna
criatura porque tuvo muy viva la fe .... fe formada por la mas ardiente caridad.
• El Arcángel le anuncia el altísimo misterio y Ella da el humilde y dócil asentimiento de su Fe y exclama "he aquí la esclava del
Señor, HÁGASE en mí..."
• El mismo Mensajero le anuncia la maternidad milagrosa de Isabel, Ella lo cree y va solícita para asistir a su anciana prima.
• En la pobreza de la gruta de Belén nace el Hijo de Dios como el más pobre de los niños. Ella es la primera en adorarlo.
• El Rey de Reyes debe huir al destierro, escondido bajo el velo de la Madre y sustraerse a la ira de un rey terrenal y Ella, adora el
misterio de la aparente debilidad del Omnipotente.
• Los habitantes de Nazaret verán durante treinta años, en Jesús, a un joven humilde y lo creerán hijo del carpintero. La fe de María
ve y adora en El al Divino Artífice del cielo, de la tierra y de los siglos.
• Ella ve a su Hijo perseguido, calumniado, condenado, llevado a la cruz, traicionado por un discípulo, negado por otro, abandonado
de todos (menos San Juan), comparado con vulgares ladrones, crucificado, muerto. Ella se mantuvo en la sombra y no quiso mostrarse
como Madre del triunfador (durante la vida pública de Jesús ... cuando hizo milagros) pero su Fe la llevó al Calvario como Madre
del Condenado, y adora en el Altar de la Cruz, al Pontífice Eterno, al triunfador de la muerte y del mal.
¡Qué fe la de María Santísima!, sencilla, firme, constante, vivísima, hecha más espléndida por el dolor.
El Espíritu Santo hizo a María depositaria de esta fe y Ella instruyó en esta virtud a los Apóstoles durante el tiempo que transcurrió
entre la Ascensión de Jesús y la de su propia, amorosa y gloriosa muerte.
FIDELIDAD
La fidelidad es aquella virtud que nos inclina a mantener, a cumplir las promesas hechas. Es una virtud afín a la justicia.
María poseyó eminentemente también esta virtud; Ella fue constante y perfectamente fiel a Dios y a nosotros. Fue siempre toda de
Dios, atenta a cumplir su voluntad.
Fiel en el gozo y en el dolor, en el oprobio y en la gloria, en Nazaret y en Belén, en Judea y en Egipto, durante el triunfo del Hijo y
en su muerte sobre la Cruz en el Calvario.
Imitemos esta admirable fidelidad en nuestros deberes, en la fidelidad a la voluntad Divina en nuestra sublime misión, a nuestra
vocación a la santidad, a los designios que sobre nosotros tiene la paternal Bondad del Señor.
María Santísima, Virgen fiel a nosotros. Atendiendo a las palabras de su Hijo moribundo, Ella es Madre para todos, nos ama, nos
favorece, nos obtiene el perdón de los pecados, la perseverancia en el bien y la vida eterna. Ella es la Madre de la santa esperanza.
Pongamos primero en Dios nuestra esperanza y luego en Ella y jamás seremos confundidos.
ESPEJO DE JUSTICIA
Hemos de considerar, en primer lugar, lo que debemos entender por JUSTICIA, porque esta palabra, tal como se emplea en el
lenguaje de la Iglesia, no tiene el sentido que el lenguaje ordinario le atribuye.
Por justicia no debemos entender aquí la virtud de la lealtad, de la equidad (dar a cada uno lo que merece), de la rectitud en la
conducta sino más bien la justicia o perfección moral, en cuanto abarca, a la vez, todas las virtudes y significa un estado del alma
virtuoso y perfecto, de tal manera que el sentido de la palabra JUSTICIA es casi equivalente al sentido de la palabra santidad.
Por esto, al ser llamada María, espejo de justicia, lo hemos de entender en el sentido de que es espejo de santidad, de perfección y
de bondad sobrenatural.
¿Qué se entiende al compararla con un espejo? Un espejo es una superficie que refleja algo, como el agua inmóvil, el acero pulido,
la luna, etc..
Ella reflejaba a nuestro Señor, que es la Santidad Infinita ... Divina Santidad, por lo cual es llamada Espejo de la Santidad, o como
se dice en las Letanías ESPEJO DE JUSTICIA.
María llegó a reflejar la santidad de Jesús viviendo con El. ¡Cuán semejantes llegan a ser los que se aman y viven juntos!. Cuando
reina el amor entre esposos, entre padres e hijos, entre hermanos, (as), amigos, con el tiempo se produce un maravilloso parecido
que llega a manifestarse en la expresión de los rasgos de la voz, en el lenguaje y algunas veces hasta en carácter, opiniones, gustos.
Esto también sucede, sin duda, en el estado invisible de las almas, en las cuales, para bien o para mal, se realiza esta transformación
n y semejanza.
Hemos de considerar ahora que María amaba a su Divino Hijo con un amor indecible ya que lo tuvo consigo durante treinta años. Si
estuvo llena de gracia antes de haberlo concebido en su Seno, debió alcanzar una santidad incomprensiblemente mayor después de
haber vivido tan íntimamente con El durante aquellos treinta años. Santidad que reflejaba los Atributos de Dios, con una plenitud de
perfección, de la cual ningún santo puede damos una idea. Ella es el ESPEJO DE LA DIVINA PERFECCIÓN.
TRONO DE LA SABIDURÍA
La palabra Sabiduría tiene en la Sagrada Escritura varios significados: en primer lugar la Sabiduría personal o subsistente, esto es, el
Verbo Divino, y Jesucristo como Hombre, ya que en El a Humanidad creada estaba unida a la Divinidad en unidad de persona; en
segundo lugar, la Sabiduría impersonal, hábito o cualidad de los seres inteligentes, y por último, la Sabiduría, Don del Espíritu Santo.
Bajo estos tres significados la Virgen María es llamada y es verdaderamente Trono o Sede de la Sabiduría.
María Santísima, Trono de la Sabiduría, de la Sabiduría personal. El Verbo es el perfecto y subsistente conocimiento de todo el ser
Perfectísimo e Infinito que es el Padre.
El Verbo Divino se encamó en el seno purísimo de María, así vino al ser Madre de Dios, Madre del Verbo, Madre de Cristo Hombre,
Madre de la Sabiduría.
Por eso, principalmente se le invoca como Trono de la Sabiduría porque puso el Verbo su sede en las Purísimas entrañas de Ella.
El se hizo para Sí, en el seno Virginal, una morada muy digna y escogida, habitó en Ella, y después de nacer fue llevado en sus
brazos durante sus primeros años y estuvo sentado sobre sus rodillas. Siendo realmente también, por decirlo así, el Trono humano
de Aquel que reina en el Cielo.
• María Santísima, Sede de la virtud de la Sabiduría.- El hábito de la Sabiduría reside en el entendimiento del ser humano y tiene por
objeto propio el conocimiento de las cosas naturales y sobrenaturales y sus causas, se eleva al conocimiento y contemplación de la
Causa primera e increada, necesaria, absoluta, es decir, Dios; ve y contempla a Dios en todas las cosas de la naturaleza, todo lo
refiere a Dios, se remonta hasta Dios y en El descansa; de todo lo creado toma base para admirar, bendecir y amar a Dios, último
término al cual están dirigidas todas las cosas. Y es así como esta Sabiduría, de especulativa se hace práctica, de estéril se convierte
en operativa, del entendimiento pasa al corazón y lo ensancha y lo consuela y le infunde un gozo, un sabor y una unción, por lo cual
precisamente se llama Sabiduría.
Por encima de todos los santos, María poseyó en grado perfecto la virtud de la Sabiduría, más aún, Ella es la Sede de la Sabiduría.
Fue dotada por Dios de un entendimiento naturalmente perfecto, ejercitado y enriquecido por la continua y altísima contemplación
y por el conocimiento de la Escritura.
María, después de Jesucristo, tuvo el corazón mejor dispuesto para la gratitud, para la admiración, para el amor: disposición
acrecentada hasta el máximo por la fiel correspondencia a la obra de la gracia que la llevó al más perfecto conocimiento de Dios
posible a una mente creada.
• María, Sede del Don de Sabiduría. Hay una Sabiduría que no se adquiere con los recursos humanos, sino que es un Don sobrenatural
infundido por el Espíritu Santo.
Este Don, como enseña Santo Tomás de Aquino, es distinto en su naturaleza del hábito de la Sabiduría.
Este Don consiste en un profundo conocimiento de Dios y de sus altísimos misterios, conocimiento encaminado no tanto a satisfacer
la inteligencia que contempla, cuanto a alimentar y atraer la voluntad con la fuerza del amor. El alma en la que se ha desarrollado
este Don se sumerge y se abisma enteramente en Dios, en sus perfecciones Infinitas y en sus Misterios, y allí se goza de tal manera
que todo lo que no es de Dios o no conduce a Dios se le hace pesado y enojoso, le resulta insípido.
En los treinta años que vivió en íntima unión con la Sabiduría Encarnada, cuántas veces recibiría María en el secreto de la Casa de
Nazaret los vívidos rayos de la Sabiduría Eterna en los que Ella recogía hechos y misterios; palabras y recuerdos en el santuario de
su corazón y los conservaba. Era el tesoro de las diversas riquezas que, pasando por su alma de Madre, se convertían en leche de
vida, de sabiduría y de gracia para sus hijos. Ella más que ninguna criatura angélica o humana, penetró en los profundos Misterios
de la Divinidad, rozando, por decirlo así, los confines de lo Infinito.
María llevó en su seno a la Sabiduría Increada pero su mente y su corazón fueron más anchos y capaces que su mismo seno, dice
San Buenaventura. Con toda razón, la Iglesia la invoca Trono de la Sabiduría.
CAUSA DE NUESTRA ALEGRÍA
Jesucristo fue y es causa fundamental y primera de nuestra alegría. María es causa secundaria e instrumental.
Nosotros amamos la alegría porque es un bien y amamos la felicidad de la cual la alegría es un fruto. También Dios quiere que
estemos alegres pues El "Ama al que da con alegría" (cfr. 2ª. Cor. 9.7).
Existen dos clases de alegría:
Una, la de aquellos que encuentran alegría donde tendrían motivo para entristecerse, esto es, en el pecado.
También la de quienes aunque no ponen su alegría en el pecado, pero sí se deleitan en los honores, en las riquezas, en las comodidades
de la vida y en todo aquel cúmulo de frivolidades que un refinamiento insaciable va acumulando sobre los grandes caminos del
progreso.
Esta alegría, aún la menos culpable, es frívola, falsa, momentánea.
Es frívola porque satisface más a los sentidos que al alma.
Es falsa, parece alegría, pero no lo es, llena el corazón por breves momentos, pero pronto lo deja vacío y descontento.
Es momentánea, fugaz.. La vida del ser humano es muy breve y con frecuencia regada de lágrimas.
Los bienes materiales no pueden damos la felicidad.
• La otra clase de alegría ES LA CRISTIANA y es muy distinta porque más allá de las sombras del misterio y tras el velo de las
lágrimas, alcanza y saborea una alegría verdaderamente tranquila, veraz y duradera, como los bienes en los que se funda: la
tranquilidad de conciencia, la AMISTAD CON DIOS la justa apreciación de los bienes de esta vida, la paciencia en las adversidades,
la esperanza de los bienes eternos, son fuentes inagotables de indecible y sólida alegría. No haz fuerza humana o de acontecimientos
que pueda arrebata esta perfecta alegría que anida en las íntimas profundidades del alma y que se identifica con el amor de Jesucristo.
María es CAUSA DE NUESTRA ALEGRÍA porque nos dio a Jesús el Verbo Encarnado.
VASO ESPIRITUAL
El primer sentido, inmediato y literal, de la palabra VASO indica un recipiente de cualquier materia y forma, apto para recibir y
retenes cualquier cosa, especialmente líquida.
En sentido más extenso y metafórico, la Sagrada Escritura llama vaso a toda cosa, aún a la persona humana, porque toda criatura en
las manos de Dios es como un vaso en la mano del alfarero En las Letanías, María es honrada tres veces con este nombre de VASO.
Vaso espiritual significa pues, Persona o Mujer espiritual.
Enseña Santo Tomás de Aquino que en la Sagrada Escritura los hombres son comparados a los vasos, o se llaman vasos bajo cuatro
aspectos: por la constitución, por el contenido, por el uso para el cual sirven y por el fruto que traen.
• Por la constitución, esto es por la materia y por la forma que el artífice le imprime; tanto más noble y precioso cuanto más preciosa
es su materia.
María VASO de ORO purísimo, bella y hermosa de alma, la más preciada perla, la gema inapreciable del universo.
Dios trabajó esta materia con exquisito cuidado, arte y habilidad y le dio la más hermosa y preciada forma. Dios manifestó en esta
singular criatura toda su Sabiduría y Poder Infinito.
• Por su contenido. El vaso es tanto más estimable en cuanto que está más lleno.
Ninguna criatura, ni angelical ni humana es más apreciable que María. Dotada por la generosidad divina de gracias, dones y
privilegios, desde el primer instante de su vida; llena la mente y el corazón de Dios, no menos que su purísimo Seno Virginal.
Ella fue, después de la humanidad creada de Jesucristo, el VASO más grande y más capaz. Y tanto más estuvo llena de Dios, cuanto
más perfectamente estuvo vacía de si misma.
Nosotros, no estaremos llenos de Dios mientras estemos llenas de nosotros mismos.
• Por el uso. La nobleza del vaso se revela además por el uso al cual se destina.
El uso más digno y más glorioso es al que fue predestinada la Virgen María. La Divina Maternidad es la cumbre de la nobleza y de
la gloria. A este fin Dios ordenó todos los dones singularísimos del cuerpo y del alma, aquellos especiales privilegios y dones de los
cuales la dotó, para que fuera digna de concebir en su seno al Verbo de Dios.
• Por el fruto. Esto es por las ventajas y los bienes que nos aportó este Vaso de Elección. Fruto suyo fue Jesucristo, la Redención del
género humano y la santificación de las almas.
Para realizar todos estos bienes fue requerido el consentimiento de Ella.
Fruto de este Vaso son las gracias que Dios nos concede: la conversión, el arrepentimiento de los pecadores, la perfección y la
perseverancia de los justos: fruto suyo son también los triunfos de la Iglesia, en resumen, todo cuanto tenemos de bueno en este
mundo y tendremos en el otro. Así como es en primer lugar, gracia de Dios. merecida para nosotros por Jesucristo, es en segundo
lugar, fruto del virginal instrumento y preciosísimo Vaso, es decir es fruto de María.
VASO HONORABLE
Vaso digno de honor. El honor es la expresión o testimonio exterior que se da a una persona por sus virtudes o por su dignidad.
Expresión o testimonio que se rinde con palabras o con hechos. Llamar a María, Vaso Honorable equivale a testimoniar su dignidad
y sus virtudes.
Acerca de las virtudes, dignidad y excelencia de Ella, se ha dicho suficientemente en las Invocaciones anteriores. Aquí para honrar
y glorificar a la excelsa Madre de Dios, consideraremos cuánto quiso honrarla el mismo Dios.
Retrocediendo en el camino de los siglos y aún más allá de los días solemnes de la creación, detengámonos mentalmente en la
eternidad. Dios infinitamente feliz en sí mismo, ve presentes en el fulgor de su omnisciencia (=conocimiento de todas las cosas reales
y posibles. Atributo exclusivo de Dios), a todos los seres que tendrán vida por su poder Creador. En su Presencia está todo lo que
experimentará n las criaturas que El vivificará con su soplo inmortal ... los seres humanos que vivirán en un contraste de luces y
sombras: las sombras de la culpa con las que se irán manchando y las luces de la gracia con las cuales SU Misericordia Divina los
irá revistiendo.
Y en esta luz de liberación que el mismo Dios va a extender sobre la humanidad caída, resplandece ante sus divinos ojos el esplendor
de todos los esplendores, la epopeya de LA REDENCIÓN, y recibiendo luz y a su vez reflejándola como estrella de primera magnitud
UNA MUJER María. Que será la MADRE DE DIOS. para darlo a la humanidad y redimirla del pecado. En estos esplendores de
gracia y de belleza, Ella es adoptada desde toda la eternidad, por el Padre como Hija escogida por el Espíritu Santo como Esposa,
elegida por el eterno y Divino Hijo como MADRE; Hija, Esposa y Madre respectivamente de las Augustas Personas de la Santísima
Trinidad, que la harán digna por la inagotable generosidad de Ellas; y así María de una realeza sin nombre, de una pureza sin medida,
de una santidad sin igual, después de la de Dios, avanza triunfadora del mal, hacia el Trono del Altísimo y es saludada por el Padre:
¡llena de gracia!, por el Hijo: ¡el Señor es contigo!, por el Espíritu Santo: ¡Bendita eres entre todas las mujeres!
Así es saludada y bendecida por Dios Padre, por Dios Hijo, por Dios Espíritu Santo, por los ángeles, por los pecadores y también
por todas las criaturas.
Esta admirable elección y exaltación de María le abrió los tesoros inagotables de las gracias, de los dones y de los privilegios, con
los que Dios quiso ensalzarla y honrarla: la Inmaculada Concepción, la Purísima Virginidad unida a la Divina Maternidad, la
Asunción en cuerpo y alma al cielo, la gloria triunfal que la coronó Reina del Cielo y de la tierra.
Hay más todavía: quiso Dios mismo el consentimiento de la Virgen María para cumplir el decreto o Misterio establecido desde toda
la eternidad y esperar que Ella consintiera libremente y así depender de alguna manera de María ... y habiéndose hecho Hombre,
quiso durante treinta años obedecerla y estarle sometido.
No faltan quienes, mostrando un falso celo de la Gloria de Dios y de Jesucristo, censuran el honor que nosotros los católicos rendimos
a la Madre Amorosa. Pero por más que la honremos, no podemos honrarla tanto como la Santísima Trinidad y Jesucristo, así que no
erramos puesto que seguimos el ejemplo del mismo Dios y las enseñanzas y decretos de la Santa Iglesia.
El honor que se tributa a la Madre redunda ciertamente en el Hijo, en el honor de Quien la hizo tan hermosa.
VASO INSIGNE DE DEVOCIÓN
La Torre de David era una construcción fuerte y muy hermosa que se elevaba sobre la cumbre de un monte entre dos profundas
vertientes. Esta Torre estaba formada por gruesos bloques cuadrados, unidos entre sí con hierro y plomo, construida por el Rey David
para defensa de la ciudad de Jerusalén.. Hermosa imagen de María Santísima que se eleva sublime sobre la cumbre de toda belleza
y perfección, para defensa de la santa Iglesia de Dios, la mística Jerusalén.
En el antiguo concepto de las obras de defensa, la torre debía tener tres cualidades principales: Belleza, porque servía de ornamento
y era expresión de genio artístico. Fortaleza, que la hiciera resistente a todo asalto enemigo y Elevación para que se ensanchara y se
extendiera el campo de observación.
Dejando la belleza para la explicación del título siguiente, hablaremos de las otras dos cualidades: fortaleza y elevación.
Es la elevación y sublimidad de la Virgen María tan excelsa que no hay ninguna igual.
Cuanto más alta es la torre, tanto más se extiende el radio de observación y más difícil es para los enemigos escalada y más fácil de
descubrir al adversario.
De la misma manera si nos acercamos a María, si nos esforzamos en penetrar en lo más íntimo de su Corazón, ¡cuánto se extienden
los horizontes del alma!. Las verdades de la Fe reciben mayor luz; se aprecia el valor de las cosas del Reino de los Cielos; se tiene
más clara conciencia de los propios deberes y de la hermosura de la vida que es el germen de la eternidad; se descubren con más
claridad los propios defectos, las malas tendencias.
¡Qué tranquilidad y seguridad en esta Mística Torre, refugio y defensa de la Iglesia militante; en el Corazón de esta Madre que
conoce los peligros y las debilidades de sus hijos!
La segunda cualidad de una torre es la fortaleza porque debe servir de defensa y de seguridad. Tal es la Mística Torre, María
Santísima. El libro de los Cantares (IV.4) compara el cuello de esta Mujer sublime a la Torre de David, torre fortísima. De esta
alegoría, sacó la Santa Iglesia esta Invocación a María, Torre de David, escudo y defensa de toda alma que recurre a Ella.
Es oportuno para imitarla, comentar brevemente, la virtud de la Fortaleza.
Es la virtud cardinal que nos hace vencer, por amor a Dios las más arduas dificultades que se oponen a la práctica del bien.
Superar las dificultades ordinarias y menores que están unidas más o menos a todo acto bueno, es un grado de perfección común a
todas las virtudes, pero no constituye la virtud de la Fortaleza, que vemos brillar en los Mártires y en los héroes del apostolado.
La fortaleza cristiana en primer lugar nos da vigor para afrontar las dificultades, para rechazar el mal con un valor regulado por la
recta razón. Si el valor obra sin la razón, ya no es fortaleza sino temeridad y desesperación.
En segundo lugar la fortaleza da valor para soportar los grandes males y para tolerarlos con paciencia.
No debemos olvidar las palabras de San Pablo: "todo lo puedo en Aquel que me conforta" ... es decir en Cristo Jesús, que es mi
fuerza ... fuerza de Dios Omnipotente.
El Divino Maestro declara que el Reino de los Cielos lo alcanzan los esforzados.
Prescindiendo de la oración - medio ordinario para obtener todas las virtudes - reducimos a cinco los medios eficaces para alcanzar
la fortaleza cristiana.
1. Por la humildad.- esto es por la consideración de la propia debilidad.
2.- Por ejercitarse en soportar y aceptar los pequeños males, combatiendo y superando las dificultades menores para poder vencer
las mayores, porque la fortaleza es un hábito, es decir un modo especial de proceder que se adquiere con el ejercicio de actos
repetidos.
3. Prever las dificultades y prepararse para combatirlas. - El temor que de improviso nos asalta, exagerado y agrandada por el futuro
mal, disminuye con la previsión y con la reflexión porque se impone la razón y se obtiene la verdadera y justa apreciación del mal,
que resulta muchas veces menor de lo que al principio se temía.
4.- Meditando frecuentemente la fortaleza de Jesucristo y de los Santos. - La fortaleza con la cual se enfrentó Jesús a sus enemigos,
a los más crueles tormentos y a la muerte más dolorosa. Se podrá objetar que Cristo era Dios, pero no olvidemos que se había
revestido de nuestra humanidad, con sus sentimiento y afectos, con el temor y la repugnancia al dolor y a la muerte ... y, ¿qué decir
de los Santos y Santas y los Mártires que Sufrieron con indecible fortaleza todas sus penas y dolores?.
5.- Meditar la grandeza de los bienes eternos que Dios tiene preparados para los que superan con perseverancia cristiana los males
de esta vida. No hay proporción, escribe el apóstol San Pablo, entre el sufrir en esta vida y la gloria futura que se nos concederá en
la otra. Aquí el sufrir es leve y está aligerado por la gracia Divina y por los ejemplos de Cristo. Dios jamás permite que seamos
tentados o atribulados por encima de nuestras fuerzas.
El primer instante en el que lleguemos a la presencia del Padre, a la Patria eterna, nos compensará sin medida y nos hará olvidar
completamente todo sufrimiento pasado ... Dios secará toda lágrima.
Estas son las reflexiones que debemos hacer para obtener la fortaleza cristiana.
Madre Santísima que con el auxilio de tu fuerza, podamos vencer siempre el mal, soportemos las penas y dolores propios de esta
vida y alcancemos los bienes futuros.
¡Oh Virgen INVENCIBLE! Torre de David.
TORRE DE MARFIL
El marfil se obtiene de los elefantes, del hipopótamo y del narval (cetáceo de cabeza grande y boca pequeña, con dos incisivos, uno
grande, del que se saca el marfil); trabajado por artífices, se elaboran objetos muy apreciados.
La blancura del marfil no lastima la vista como la blancura de la nieve, pero es agradable y tranquila como la blancura de la lana, del
armiño o de una flor; es símbolo del alma limpia de culpa, discreta, amable, indulgente, que sabe compadecer y tolerar porque es
humilde y ama a los pecadores. La verdadera alma limpia es la que en el instante en que ve las miserias ajenas, sin mancharse con
ellas, se compadece para sanarlas.
Hay una aparente alma limpia ... la de ciertos cristianos que no saben compadecerse de las miserias ajenas o de los defectos de los
tiempos, son censores muy rígidos, que todo y a todos desprecian y critican; tienen para nuestra época únicamente recriminaciones
y condenas; no le tienen comprensión a nadie. Esos cristianos implícitamente se exaltan a sí mismos, olvidan a menudo su propia
maldad y se parecen al fariseo de la parábola "no soy como los demás... "
Dice muy bien en el libro La Imitación de Cristo:... "nos gusta la perfección en los demás y, sin embargo, no enmendamos nuestros
propios defectos..." .
Los Santos como San Francisco de Sales, San Felipe Neri, etc., rígidos para con ellos mismos, eran indulgentes y piadosos, no al
pecado pero si para los pecadores. Jesús, indulgente, comprensivo y misericordioso, perdonaba y convivía con los pecadores ... y
comía con ellos, por eso fue calumniado.
María Santísima con su amor maternal para nosotros pecadores, con su indulgente bondad ... con la HERMOSURA de su limpia e
Inmaculada alma ... con la blancura MAS que del Marfil es invocada como TORRE DE MARFIL.
CASA DE ORO
Entre los gloriosos títulos de las Letanías de nuestra Madre Santísima algunos son símbolos o figuras bajo los cuales Ella está
representada. El que ahora vamos a comentar es uno de los más brillantes, que pone en claro Su grandeza.
El oro es el más hermoso de todos los metales, el que tiene más valor. La plata, el cobre y el acero, pueden ser bellos y brillantes
pero el oro les aventaja en riqueza y esplendor. Por esta causa en la Sagrada Escritura, la Ciudad Santa, es llamada de oro, en lenguaje
figurado. "La Ciudad Santa, dice San Juan, era de oro puro...", quiere, sin duda, darnos una idea de la admirable hermosura del cielo
comparándola con el oro.
Por esto, también María es llamada Casa de Oro, porque sus virtudes y su pureza que tienen un brillo trascendental y una perfección
deslumbradora, son como una admirable obra hecha de oro purísimo.
Imaginemos que contemplamos una gran Iglesia, hecha únicamente de Oro, desde los cimientos hasta el techo. Eso es María
Santísima.
Ante todo se llama CASA. El Verbo de Dios, se lee en los Proverbios (9.1), erigió para sí mismo como morada, una noble CASA,
un Palacio, un Templo magnífico; lo levantó sobre 7 columnas de precioso mármol; obra admirable de la eterna Sabiduría en el que
habitó con su misma Divina Persona, fue su Huésped y más que su huésped. Un huésped llega a una casa y después se marcha de
ella. Nuestro Señor en esta santa casa tomó su Carne y su Sangre ... de la carne y de las venas de Ella. Era necesario que esta CASA
fuese hecha de ORO, porque había de dar parte de este oro para formar el Cuerpo del Hijo de Dios.
Esta CASA tiene por sólido fundamento, la humildad más profunda, por paredes las más singulares virtudes; por adorno la riqueza
de todos los dones de la naturaleza y de la gracia; por techo la CARIDAD más perfecta hacia Dios y hacia los hombres.
Está cimentada sobre siete columnas que indican las Virtudes Teologales y Cardinales y los dones del Espíritu Santo. Por eso esta
CASA es digna de Dios.
María Santísima fue de ORO en su Concepción Inmaculada y de ORO en su nacimiento; pasó por el sufrimiento como el oro por el
crisol y cuando subió al cielo fue "colocada junto al Rey y ataviada con vestiduras de ORO".
• El oro ha sido siempre la base y la medida de la riqueza material. Llamar a María CASA DE ORO equivale a proclamarla la más
rica de todas las criaturas y soberana señora de todas las riquezas ... Madre del Verbo, verdadero Dios y verdadero Hombre.
• El oro es uno de los metales más pesados. Sobre la justa balanza de Dios tienen mucho mayor peso las oraciones y méritos de María
Santísima que los de todos los Santos.
• El oro no se oxida, como otros metales, conserva siempre su brillo natural, su esplendor. También en este sentido, las virtudes de
Ella fueron ORO PURÍSIMO, no tuvieron jamás ni la más pequeña mancha o defecto.
• El oro es resistente, soporta el martillo sin romperse. Aquello que no es oro fino, no resiste, y bajo el martillo se deshace. María
bajo los golpes del dolor, se ilumina de la más augusta belleza moral.
En esta vida, quien acoge el dolor con paciencia, con amor a Dios y con la mirada puesta en el Calvario, es un buen cristiano: por el
contrarío, quien se queja y no acepta la voluntad de Dios da muestra de no conocer el programa evangélico de Jesús. "renúnciese a
sí mismo, tome su cruz cada día y sígame".
Pidamos la Intercesión de nuestra Madre Santísima. Templo ... CASA DE ORO, para que nos obtenga el perdón de los pecados y la
perseverancia final para nuestra salvación y la de los nuestros. Dios nada le negará.
ARCA DE LA ALIANZA
Todos los personajes más ilustres, los más notables sucesos y las cosas más nobles del Antiguo Testamento eran figuras de los
acontecimientos y de los personajes del Nuevo, enseña el Apóstol San Pablo ( 1 Cor. X, 11), por esto representaban a Cristo
principalmente, a su Iglesia y a María su Madre, Así eran figuras de Ella: el Arca de la Noé, el Arca de la Alianza, etc.
Él Arca de la Alianza, construida por Moisés bajo el diseño dado por Dios mismo, era una caja que medía 1.25 m. de largo: 0.75 m.
de alto y otro tanto de ancho, hecha de madera incorruptible. forrada por dentro y por fuera con láminas de oro, con una cubierta
llamada Propiciatorio, hecha de oro macizo y con dos querubines que cubrían el Arca con sus alas extendidas: en ella se conservaban
las Tablas de la Ley. Mediante dos barras cubiertas de oro que pasaban a través de cuatro anillos, también de oro, puestos en los
ángulos, era llevada por los levitas. (cfr. Éxodo 25:10.22).
Consideremos para nuestra edificación y gozo las principales semejanzas entre el Arca de la Alianza y María Santísima.
• El Arca simbolizaba la firmeza y la constancia de María en la práctica de las más singulares y excelsas virtudes que poseía desde
el primero hasta el último instante de su vida. Firmeza y constancia que brillaron de modo particular en los días del martirio. ¡qué
lecciones para nosotros!.
• El Arca estaba forrada por dentro y por fuera de ORO purísimo y simbolizaba a María, llena de todas las virtudes, especialmente
del amor a Dios y a la humanidad, que es la más preciosa de todas las virtudes, como el oro es el más precioso de los metales.
• El Arca era la mayor gloria de Israel, Dios residía en ella, desde ella daba sus respuestas y daba a conocer al pueblo su voluntad.
La Virgen Santísima, es después de Dios, la gloria y la alegría de la celestial Jerusalén y de la Jerusalén terrestre: la Santa Iglesia.
• El Arca tenía dos querubines. María en el Cielo está cortejada por los Coros Angélicos, como Reina de los Ángeles.
• El Arca DE LA ALIANZA tenía el PROPICIATORIO que cubría el Arca y era de ORO purísimo, y sobre el Propiciatorio, entre
las alas de los Querubines, habitaba Dios.
EN EL SENO VIRGINAL DE MARIA PUSO DIOS SU SEDE POR LA DIVINA OBRA DE LA ENCARNACIÓN y por este
motivo ella es nuestro Propiciatorio, nuestra Medianera de gracia ante su Divino Hijo.
• El Arca guardaba las Tablas de la Ley, un vaso con el prodigioso Maná y la vara de Aarón que floreció milagrosamente en señal
de que Dios lo elegía para sumo Sacerdote.
Las Tablas de la Ley, monumento de la Sabiduría de Dios, figuran la Sabiduría de María Santísima, profunda conocedora y perfecta
ejecutora de la Ley Divina. La vara de Aarón, símbolo de autoridad, indica el soberano poder que Dios confirió a María de conceder
gracias y de regir, sujeta a su Divino Hijo, la Santa Iglesia. El Maná milagroso, alimento celestial dotado de todo sabor, nos recuerda
la dulzura y la incomparable bondad de la Madre de Dios tanto para los justos como para los pecadores.
En resumen, en el Arca nos place ver especialmente el símbolo de María Inmaculada, que concibió al Verbo de Dios y lo dio a luz
de modo inefable
Esta Arca mística fue también construida bajo el diseño Divino. San Bernardo la llama "escogida y conocida desde toda la eternidad
por el Altísimo para que fuese un día su Madre".
• Esta MÍSTICA ARCA fue preparada para ser la Sede de la Sabiduría Increada, el Tabernáculo de Aquel que por su
ENCARNACIÓN es LA ALIANZA SUBLIME entre Dios y el ser humano de la ALIANZA ESPECIALÍSIMA entre el Amor
Infinito y Eterno de Dios y, LA HUMANIDAD PECADORA REDIMIDA POR EL VERBO DIVINO . ENCARNACIÓN
REDENTORA
El Seno Purísimo de María como ARCA DE LA ALIANZA. por su trascendental palabra: "HÁGASE EN MI" nos dio a Jesucristo
que es el CAMINO, LA VERDAD Y LA VIDA.
PUERTA DEL CIELO
María Santísima es invocada como PUERTA DEL CIELO porque fue por Ella que Nuestro Señor Jesucristo pasó del Cielo a la
tierra.
Fue voluntad de Dios, que aceptara voluntariamente y con pleno conocimiento el ser Madre de Jesús y no que fuera un simple
instrumento pasivo, cuya maternidad no hubiera tenido mérito ni recompensa. Dios espero la respuesta de Ella que con pleno
consentimiento de un corazón lleno de amor de Dios y con gran humildad pronunció las sublimes palabras. "hágase en mí, según tú
palabra".
Fue por este consentimiento que se convirtió en la PUERTA DEL CIELO ... porque el Verbo Divino entró en el mundo al Encarnarse
en el Seno Purísimo de María ... y habitó entre nosotros.
Jesús dijo de sí mismo "Yo soy la Puerta" (Jn. 10.9) la Puerta de la Iglesia y por tanto la Puerta del Cielo.
Dice San Gregorio Magno: "entra por LA PUERTA que es Cristo, aquel que por la gracia Divina profesa las verdades de la fe, las
guarda con la CARIDAD y las manifiesta prácticamente con las obras". Por consiguiente la fe verdadera y el amor operativo, frutos
de la gracia Divina, son las condiciones indispensables para entrar en el cielo.
El amor y la devoción a María (después de Cristo) son el medio más eficaz y seguro para conseguir la gracia Divina y los dones de
la fe.
La fe en la Humanidad de Jesucristo es tan necesaria para nuestra salvación como la fe en su Divinidad.
La fe en la Santísima Humanidad de Jesucristo se aclara y se afirma; nos da luz, al reflexionar y meditar en la prodigiosa Maternidad
Virginal de María. Por medio de Ella, conocemos también a Dios.
Ilustremos este pensamiento con la guía de los Teólogos. Dios creó todas las cosas para gloria suya.
Si El --causa primera, absoluta y eficiente de la creación-- debía ser el fin último y supremo de todas las criaturas, debía serlo
especialmente de las más nobles, dotadas de inteligencia y de libertad, esto es, de los ángeles y de los hombres.
Estos debían inmediata y directamente servir a Dios, conocerle y amarle, esto es, darle gloria, para abismarse después en El y en su
perfecto conocimiento y amor, y en la gloria que habían de tributarle, hallar su suprema felicidad; pero el homenaje y la gloria que
podían dar a Dios estas criaturas, tan sublimes como se quiera, es siempre escaso y defectuoso, infinitamente distante del mérito que
tiene Dios para ser obsequiado y glorificado, puesto que siempre será finito, y Dios merece gloria infinita.
¿Quién puede tributar a Dios esta gloria infinita? Nadie más que un Ser infinito, nadie más que Dios. Pero este Dios debía ser también
a la vez criatura, porque debía ser el representante de las criaturas y tributar a Dios gloria en nombre y representación n de las
criaturas. Y he aquí que ya se perfila, en el admirable plan de la Sabiduría de Dios, el misterio de la Encarnación del Verbo, por el
cual el Hijo de Dios se hizo criatura, asumió nuestra naturaleza y la unió hipostáticamente a la eterna naturaleza Divina en unidad
de Persona.
Así fue resuelto el arduo problema: Jesucristo es verdadero Hombre y verdadero Dios, como hombre dio y continúa dando gloria a
Dios, como Dios da a esta gloria un precio, un valor, un mérito infinitos; esta gloria es dada por la criatura y es digna de Dios: el
Hombre paga su deuda a Dios, y así, se hace digno de entrar en el cielo y gozar de Dios.
María Santísima ES MADRE DEL VERDADERO DIOS Y VERDADERO HOMBRE.
Por estas consideraciones podemos entender la decisiva importancia que tiene la verdadera devoción a la Excelsa Madre de Dios,
devoción sólida y perseverante de amor efectivo, de obras buenas y de constante alejamiento del pecado.
ESTRELLA DE LA MAÑANA
La Iglesia que va recogiendo en las Letanías las más preciadas flores del pensamiento, de la naturaleza y del simbolismo para coronar
a la Santísima Virgen, su Madre y Reina, le muestra su amor, combinando figuras y símbolos que expresan dignidad, elevación,
fuerza, esplendor y hermosura singular, todo apropiado a la dulce Reina del Cielo.
Toda aspiración del alma, todo sentimiento, todo afecto del corazón, encuentra su eco en las Letanías.
En esta Invocación, la Iglesia toma por símbolo LA ESTRELLA, María no es una estrella común, es la ESTRELLA DE LA
MAÑANA, el astro más brillante del cielo, después del sol. Es llamada así por varios Astrónomos; también en esto es figura expresiva
y noble de María que por su excelsa dignidad de Madre de Dios, es el astro más brillante del cielo, después del Divino Sol de Justicia:
Jesucristo.
La estrella de la mañana anuncia el fin de la noche y la luz de la aurora, el principio del día: de la misma manera, la Virgen María
anunció, al nacer el fin de la noche y de las tinieblas en la que los hombres de tantos siglos yacían sepultados.
Ella es la bellísima aurora que anuncia un día todavía más hermoso en que el Sol divino: JESUCRISTO, ha de iluminar al mundo,
disipando la ignorancia y el error y con aquel calor sobrenatural del fuego que trajo sobre la tierra ha de encender el corazón de los
hombres y hacer germinar y crecer virtudes fecundas en frutos y en la más eminente santidad.
María precedió al Sol Divino y le preparó en sí misma la morada y Ella fue, como astro menor, fiel seguidora de su Divino Hijo que
es el sol y centro de gravitación del mundo de las almas.
Lo siguió personalmente en Egipto, en Jerusalén, en Judea, en el Calvario; lo siguió en la Pasión y en los dolores de la Cruz, lo siguió
y lo sigue en el triunfo y en la gloria, en el amor a Dios y en la Oblación que de El hizo por nosotros al Padre Eterno.
Nosotros debemos seguir al Señor, imitándole en cuanto nos es posible. María Santísima nos ofrece en sí misma el más perfecto
modelo.
La imitación de Jesucristo no es un sencillo consejo sugerido a las almas más generosas. Imitar al Divino Salvador ES UN DEBER,
un precepto para todos. Si nos gloriamos del nombre de cristianos, debemos, por consiguiente, ser seguidores e imitadores de
Jesucristo.
El Espíritu Santo con su Luz ilumina nuestra inteligencia para comprender la necesidad del máximo esfuerzo que debemos hacer
para conseguir la perfección cristiana, que principalmente consiste en el Amor de Caridad con el que debemos amar a Dios y amar
al prójimo como El nos ama.
El largo y paciente trabajo de modelar nuestra vida sobre el ejemplo luminoso de María Santísima requiere el ejercicio de la mente
y de la voluntad que deben ser confortados continuamente por la Divina gracia de los sacramentos (confesión y comunión).
La estrella de los hijos, que debe brillar, por así decirlo, en el cielo de la familia, es el "ejemplo" de los padres, sin el cual para nada
ayudarían ni la más cuidada educación ni las más prudentes correcciones.
No olvidemos que "la educación es una IMITACIÓN" ... o sea que debemos EDUCARLOS CON EL EJEMPLO.
Escribe un autor que, antiguamente, en el mar, los navegantes se orientaban por la estrella de la mañana para llegar al puerto al que
se dirigían ... a su destino.
Para nosotros, los mortales, que navegamos en el mar de la vida, María debe ser siempre la guía que nos conduzca al Puerto Seguro
¡el Corazón de su Divino Hijo!, para alcanzar la felicidad eterna. Y a nosotros nos corresponde ser para los hijos: LA ESTRELLA
que con EL EJEMPLO, les ayude a buscar siempre la protección maternal y la guía en su propia vida de LA ESTRELLA DE LA
MAÑANA La Inmaculada y Amorosa Madre María Santísima.
SALUD DE LOS ENFERMOS
Este piadoso oficio de María Santísima no se debe entender como contrario a la justicia Divina sino que más bien, Ella cumple de
esta manera la amorosa voluntad de Dios, que constituye a nuestra Señora como un refugio para que por su medio brille Su Infinita
Misericordia que quiere la conversión de los pecadores.
Jesucristo es nuestro MEDIADOR ante el Padre. Nos dice San Juan: "Os escribo esto para que no pequéis y si alguien peca tenemos
a UNO que ABOGE ante el Padre: a Jesucristo (1a. Jn. 2:1), pero además de El, tenemos a María, Madre de Dios y Madre nuestra,
constituida por Dios medianera entre El y nosotros pecadores.
Dos gracias principales son necesarias a un pecador para alcanzar la futura felicidad: La conversión o el perdón de los pecados y la
perseverancia en el bien. Ambas gracias nos alcanza María REFUGIO DE LOS PECADORES, si se lo pedimos continuamente y si
.... "hacemos lo que El nos dice", como Ella nos lo pide.
CONSUELO DE LOS AFLIGIDOS
El ser humano se ve sacudido no sólo por la enfermedad del alma: el pecado ... y la enfermedad del cuerpo: el dolor físico, sino que
la vida está llena de espinas y abrojos que nos afligen, nos oprimen y no nos dejan vivir en paz porque lastiman el corazón y llenan
de lágrimas los ojos.
Resumimos todo esto bajo el nombre genérico de TRIBULACIONES y AFLICCIONES que serán motivos para apreciar más la
bondad de María Santísima que nos consuela, si recurrimos a Ella con mayor frecuencia y confianza.
Nadie negó y nadie puede negar jamás la existencia del dolor en el mundo. Se nace con llanto; se crece luchando contra tantos
obstáculos que hacen sufrir: se vive bajo el peso diario de responsabilidades y preocupaciones.
La filosofía de todos los tiempos ha intentado en vano eliminar el dolor de la vida; no ha logrado más que arrancar aquello que
explica el misterio del dolor y lo hace llevadero, arrancando a Dios del corazón de muchos hombres ... y EL DOLOR MAS
TERRIBLE ES SUFRIR SIN DIOS.
Cuando el dolor se nos presenta en alguna de sus formas, se pregunta uno angustiosamente ¿por qué el dolor? Y si la FE no ilumina,
si la FE no responde a este doloroso ¿por qué?, se pierde la interrogación en el vacío sin una respuesta que satisfaga.
Solamente la FE nos da una respuesta tranquilizadora, digna de la Sabiduría de Dios y de la dignidad del hombre. Cuando con el
primer pecado se precipitaron los hombres en el abismo de la condenación eterna, Dios misericordioso, - en el mismo instante en
que prometía enviar al Redentor - confió la humanidad al Ángel del dolor para que la purificara y la hiciera semejante al Restaurador
prometido, que nos redimiría precisamente a través de las humillaciones y de los más grandes dolores.
El pecado introdujo en el mundo el dolor y la muerte: del pecado provienen las adversidades.
El dolor recibió de Dios una misión providencial; es el artífice de toda grandeza moral. Para que el dolor cumpla en nosotros su
misión debe ser acogido con FE CONSCIENTE y con cristiana resignación.
Sin embargo, el dolor es siempre dolor y exprime del corazón las lágrimas que son la sangre del alma. ¿Quién podrá ofrecernos el
alivio necesario? ¿Quién podrá CONSOLARNOS? María Santísima, nuestra amorosa Madre la Consoladora de los afligidos, Ella
puede y quiere endulzar nuestras amarguras y aliviar nuestros dolores, si se lo permitimos.
María hace suyas nuestras aflicciones y se apropia nuestro dolor, si se lo entregamos, y una sola mirada de piedad y de amor de esta
dulce Madre basta para tranquilizar el corazón más adolorado y suavizar las más fuertes adversidades.
¡Oh Madre piadosa, CONSUELO DE LOS AFLIGIDOS, calma nuestras angustias!.
AUXILIO DE LOS CRISTIANOS
El corazón de la Virgen María es tan grande que abarca y contiene a toda la humanidad. Dios la creó para que fuera su Madre y
madre de todos, la dotó de esta universalidad de afectos para que los afligidos, los enfermos, los pecadores, que recurren a Ella,
experimenten esta singular bondad suya.
En la Iglesia se centra la Obra santificadora de Cristo y aunque ella es la amada esposa de Jesús "sin arruga o defecto" (San Pablo)
no la sustrajo a las vicisitudes humanas y quiso que tuviera la apariencia de debilidad. En realidad, posee la misma fuerza de Dios,
que le prometió la asistencia perenne del Espíritu Santo y así se apoya segura y confiada en las palabras infalibles de su Fundador:
"He aquí que estaré con vosotros hasta el fin de los siglos".
San Juan en el Apocalipsis la describe como la ciudad santa, la nueva Jerusalén y así, la nueva Jerusalén (la Iglesia), tiene en María
Santísima a su poderosa defensora contra los enemigos de todos los tiempos. Estos enemigos son de dos clases: internos y externos.
Los internos son aquellos que atentan a la verdad que la Iglesia nos enseña, los que pretenden introducir en ella, el error, o sea, los
mismos cristianos que se oponen con obstinación, con terquedad a lo que propone la Iglesia Católica.
Los enemigos externos son los que no perteneciendo a la Iglesia Católica, la atacan y pretenden destruir la FE de sus miembros que
son el Cuerpo Místico de Cristo.
De estas consideraciones sobre el glorioso título de Auxilio de los Cristianos debemos sacar dos importantes enseñanzas para normar
nuestra vida cristiana:
• Ante todo un filial amor a la santa Iglesia y a su Cabeza visible: el Romano Pontífice. En el amor de todos los católicos, que se
centra en el Papa, en la asistencia perenne de Jesucristo y en la poderosa protección de María tenemos una fuerza superior que nos
consuela y alienta.
• Otra enseñanza, más necesaria hoy que nunca, surge de la maternidad universal y auxiliadora de María y es el deber que tenemos
de extender la CARIDAD CRISTIANA con la que nos debemos amar unos a otros, como Dios nos ama, sin distinción alguna. sin
olvidar que es contrario a la caridad, levantar barreras de división, de odio, de incomprensión, etc.
¡Oh Madre Santísima que en tus entrañas maternales acoges a toda la humanidad y que a todos socorres en sus necesidades,
alcánzanos de tu Divino Hijo esta universal caridad así como la fidelidad a la iglesia católica, fundada con la Sangre de Jesucristo,
que es también tu sangre!.
¡Auxilio de los cristianos, ruega por nosotros!.
REINA DE LOS ÁNGELES
Esta última parte de las Letanías, reúne y exalta las excelsas grandezas de María celebrando su soberana realeza en el cielo y en la
tierra, Por doce veces le damos el glorioso título de Reina A la Hija, a la Madre, a la Esposa del Rey, debemos invocarla como a
Reina porque el titulo de Rey no sólo corresponde a cada una de las Personas Divinas, sino también a Dios - Hombre, el Hijo de
María Santísima. El mismo aprobó para su Persona este nombre: "Sí, como dices, soy Rey" (Juan 18,37).
A la diestra del Rey, el Salmista vio a una Reina, vestida con manto de oro, gozosa del poder que Dios le ha otorgado, de poder
conceder a quien la invoca toda clase de gracias y bendiciones. Esta Reina es María que fue investida de esta dignidad cuando Dios
Padre, desde toda la eternidad la eligió por su Hija, por Esposa del Divino Espíritu y por Madre de su Unigénito y fue constituida
Reina, no solo de los hombres, sino también de los Ángeles, que son espíritus puros, muy poderosos, ágiles como el pensamiento y
puros como la luz. Son inteligencias tan grandes que si queremos honrar, entre nosotros, un entendimiento, lo llamamos: angélico.
Los ángeles son ministros del Omnipotente. ¡Qué honor tener dominio sobre estos espíritus tan nobles; ser Reina de súbditos tan
numerosos y potentes! Y esta autoridad y poder corresponde a María Reina de los Ángeles, porque les aventaja en dignidad, es más
excelsa que ellos.
La raíz de su excelsa dignidad, de su autoridad y de sus privilegios se debe a que es Madre del Verbo Divino. Ella pudo decir con el
Padre Eterno: "Tu eres mi Hijo, yo te he engendrado hoy" (Salmo 2:7)
La causa de tanta exaltación de María fue SU SINGULAR HUMILDAD.
Humildad es el conocimiento de nuestras limitaciones y debilidades y obrar de acuerdo con este conocimiento. Es un movimiento
de "descenso" cuyo punto de partida es el falso lugar que nos señala el amor propio y cuyo término es la verdad. Por eso "la humildad
es la verdad". (Sta. Teresa).
Así, cuanto más llenas de amor propio, tanto más vacías estamos de verdaderos méritos.
Veamos en la Anunciación el ejemplo tan grande de humildad de María. Ante la sublime revelación del Ángel que la proclama
Madre de Dios, Ella protesta ser solamente la humilde esclava (servidora) del Señor. La verdadera humildad se manifiesta en la
obediencia.
¡Oh Madre amada. Reina de los Ángeles, alcánzanos la gracia de saber combatir nuestro amor propio para ser verdaderamente
humildes!.
REINA DE LOS PATRIARCAS
El principal sentido que la Sagrada Escritura da al nombre de Profeta, es el de persona enviada por Dios, la cual, por ilustración
divina, conoce con la máxima certeza y por divina inspiración predice cosas o sucesos futuros, que no se pueden conocer por ningún
medio humano. Solo Dios es el autor de las profecías.
María es llamada Reina de los Profetas por dos razones:
• Porque Ella fue mostrada por Dios a los Profetas de la antigua Ley, y ellos la preanunciaron con palabras, figuras y símbolos.
• Porque Ella misma, dotada del espíritu de profecía, conoció y predijo muchas cosas futuras.
El objeto central y primario de las antiguas profecías es el Redentor prometido: Jesucristo.
Todo está predicho por los Profetas: el linaje, la familia de la cual surgirá la estrella de Jacob; la raíz de Jesé, de la cual brotará la
flor; el tiempo, el lugar y las circunstancias del nacimiento prodigioso; la muerte con las humillaciones, dolores y crueldades; la
resurrección, la ascensión, el reino de la Iglesia.
Pero no se podía anunciar al Sol, el Hijo del Altísimo, sin señalar a la gran Señora que le había de engendrar en su Seno Purísimo.
Todas las profecías que hablan expresamente de Jesucristo hablan, implícitamente de la Virgen y Madre: pero son muchas las que
tratan expresamente de Ella. Recordemos algunas de las principales:
• El primer profeta de María fue Dios mismo. Cuando se cometió el primer pecado, el pecado original, Dios promete un divino
Reparador que ha de nacer de una mujer.
• Los Padres, unánimemente, y a ellos hacen eco todos los expositores, ven expresada en la Mujer a María y en su Fruto, a su Único
Hijo: Jesús.
• En el Salmo 44, el Rey Profeta canta a la Virgen María que es Ella el objeto de las complacencias del Rey, la Virgen admirable.
En este Salmo mesiánico está delineada la excelsa Madre del Redentor.
Isaías, el Profeta evangelista, vio, el singular privilegio de María de juntar a un tiempo la divina maternidad con la más pura
virginidad: "la Virgen concebirá y dará a luz un Hijo, y su nombre será Emmanuel, esto es, Dios con nosotros".
La Encarnación del Verbo es el fundamento de la fe cristiana. De la misma manera que quiso Dios, después de la Encarnación de su
Hijo, multiplicar las pruebas de este misterio, así, antes del nacimiento prometido y esperado con creciente deseo, quiso multiplicar
las predicciones para disponer a la humanidad al asentimiento de la fe.
La Iglesia invoca a María como Reina de los Profetas no sólo porque Ella fue objeto de sus profecías, sino porque poseyó este don,
en la forma más excelsa.
A Ella le fueron mostradas todas las profecías y su cumplimiento; le fue revelada la economía de la Encarnación, de la Redención,
de la obra divina de Cristo; aquello que los Profetas conocieron en fragmentos, María lo conoció enteramente.
Si una sola hora de la presencia de Cristo encerrado en el seno materno bastó para ungir al Bautista, ¿no habrá bastado el curso de
nueve meses y una vida de treinta y tres años, para hacer de María una singular Profetisa y la Reina de los Profetas?.
Después del glorioso mensaje del Arcángel Gabriel, después del saludo de Isabel, que la llama bendita entre todas las mujeres, porque
el fruto bendito de su vientre la había ensalzado tan extraordinariamente , María Santísima responde entonando el cántico del
MAGNÍFICAT, en el cual, teniendo presente su indignidad (respecto de Dios), proclama su altísima dignidad y su futura gloria y
todo lo atribuye a la bondad y al poder de Dios. En este himno inmortal la Santísima Virgen se eleva a la cumbre de lo creado y con
inspiración profética canta la gloria de Dios y su propia grandeza.
¡Oh Virgen Madre de Dios! REINA DE LOS PROFETAS, alcánzanos la gracia de vivir la verdadera HUMILDAD, que es la base
de todas las virtudes!.
REINA DE LOS APÓSTOLES
Cuando la adversidad se abate sobre una familia, hay un corazón que tiene el privilegio de sufrir más que los demás y de recibir en
sí el dolor de todos: es el corazón de la madre.
Así en la inmensa familia humana, María tuvo este privilegio de sentir en su corazón los dolores de todos sus hijos, los padecimientos
de todos los mártires y los tormentos del Rey de los Mártires. Por este privilegio, Ella ha obtenido el amor de los hombres. Por eso
la Iglesia la invoca con el título de Reina de los Mártires.
El Profeta Jeremías había predicho que los dolores de esta Virgen serían los más atroces después de los de Jesucristo, los más crueles
soportados por una sencilla criatura con el auxilio de la gracia Divina. Sus dolores han sido comparados con el mar: "inmenso como
el mar es tu dolor", no que el mar sea la justa medida de este dolor, sino porque, así como las aguas del mar superan sin comparación
todas las que están esparcidas sobre la tierra, así los dolores de María son incomparablemente mayores que los de las demás criaturas.
Fijaremos la atención, al considerar los dolores de María, en su extensión y duración y en su gravedad, intensidad y amargura.
No se crea que los dolores de María duraron solamente aquellas tres horas que al pie de la Cruz estuvo presente en el agonía y muerte
de su Hijo, o el día que duró su santa Pasión; sus dolores fueron continuos durante treinta años. Desde el momento en que fue Madre,
destinada a padecer con su Hijo su Pasión y su Muerte vino a ser al mismo tiempo madre de dolor. Dotada, como estaba, de espíritu
profético y con el conocimiento que tenía de las Sagradas Escrituras, conoció la amargura de la cruel pasión y muerte de Jesús, por
eso empezó a experimentar aquella serie de angustias y dolores indecibles que tendrían fin hasta la Resurrección de Cristo.
Con la profecía de Simeón: "una espada traspasará tu alma", María sintió desde ese día la herida que se clavó profundamente en su
corazón, hasta rasgar la última de sus fibras.
El Niño crecía bajo la mirada de la Madre y Ella pensaba en las humillaciones y en las heridas de aquel rostro Divino que soportaría
el beso de Judas, la bofetada del criado y los salivazos de los judíos; cuando su mano delicada acariciaba la cabeza, las manos o los
pies del Niño, la visión de la corona de espinas y de los clavos le producía una gran angustia.
Aquella carne inmaculada que María vestía con tanto cariño y respeto, sería desgarrada por los azotes y cubierta con la púrpura de
la sangre.
La Sabiduría Divina de Jesús que en la intimidad de Nazaret descubría a la Madre los secretos celestiales, habría de ser un día objeto
de publica burla. ¡Oh dolores, oh martirio de la Madre!.
Ella sintió especialmente los siete dolores que la Iglesia recuerda el 15 de Septiembre:
1. La predicción del anciano Simeón, cuando María y José presentaron en el Templo a Jesús.
2. La huida y el destierro a Egipto, después de la persecución de Herodes.
3. La pérdida de Jesús, enseñando en el Templo de Jerusalén.
4. El encuentro de Jesús y María en el camino del Calvario.
5. La crucifixión, agonía y muerte de Jesús.
6. El descendimiento de la Cruz del Cuerpo del Hijo.
7. La sepultura de Jesús.
Nos detendremos solamente a contemplar a María Dolorosa en su martirio al pie de la Cruz, viviendo la agonía y muerte de su Divino
Hijo.
Estos dolores fueron de 4 clases:
a) dolores del pecado
b) dolores de la naturaleza
c) dolores de la gracia y
d) dolores divinos.
a) Los dolores del pecado.
Ninguna criatura puede tener tal conocimiento y dolor del pecado que alcance a igualar su gravedad; para concebir un dolor adecuado,
sería preciso conocer perfectamente el Bien infinito del cual nos priva, comprender la esencia de Dios, los atributos divinos, el daño
infinito que es perderlo eternamente. Sólo Dios, que se iguala y comprende a sí mismo, conoce todo esto.
Sólo Jesucristo, porque es Dios, conoce a su Padre celestial, su esencia, sus perfecciones, su amor Infinito y Eterno y el mal que
ocasiona separarse de El; sólo Jesús tuvo un adecuado e infinito dolor de la culpa mortal, como sólo El pudo expiada adecuadamente.
Después de Jesucristo, fue María la que experimentó el más perfecto y más intenso dolor por el pecado, porque Ella mucho más que
cualquier mente humana y angélica, estuvo dotada del más elevado y sublime conocimiento de Dios, de su Infinito amor y de la
gravedad del pecado que separa de Dios.
Ella, en el Calvario, asistió como espectadora, testigo y participante a la muerte del Redentor. La Virgen, espejo perfecto que captaba
los rayos enfocados de amor y de dolor que partían del Corazón de Jesús agonizante sentía el vivo reflejo, que la sumergía en el mar
de un dolor casi infinito.
Esta es la primera fuente de los Dolores de María Santísima: LOS DOLORES POR EL PECADO.
b) Dolores de la naturaleza.
Para conocerlos de algún modo, consideremos que María es mujer y es madre, madre de un Amantísimo Hijo, a quien no puede
socorrer.
Ella no fue una mujer sino la MUJER por excelencia, perfecta, preservada de las heridas y de las sombras del pecado, en Ella todo
era sublime, aun el amor maternal que el Espíritu Santo infundió en su corazón, en el instante de la Encarnación del Verbo. El amor
de María superó al amor maternal de naturaleza.
No teniendo Jesús un padre terrenal que compartiese el dolor maternal, en el corazón de María se unieron y fundieron los dolores de
la madre y del padre. Todo el tributo del dolor que dimana de la naturaleza era ofrecido por Ella al Mártir Divino, porque María lo
amaba con el tierno amor de madre y a la vez con el fuerte amor de padre.
No se piense que el martirio de María no era tan intenso por su fortaleza sobrehumana: no olvidemos que la fortaleza del alma, hace
que se soporten los dolores, pero no quita que se sientan.
Ella contempla el cuerpo lacerado y las manos y los pies atravesados por los clavos y la cabeza en la que se hunden las espinas y no
le está permitido aliviar ni su cuerpo ni su cabeza: oye las blasfemias del ladrón y los insultos de los que le crucifican, los gritos de
los enemigos y no puede repararlos con una palabra de respeto, de consuelo, de amor: resuena en el corazón de la Madre el grito de
Jesús "tengo sed" y no puede aliviarle con un sorbo de agua y ve como le dan a beber hiel y vinagre. Exhala el Hijo el último suspiro
y no le está permitido a la Madre endulzar la amarga agonía y recoger el último aliento. Se lamenta Jesús de ser abandonado por su
Padre y la Madre debe también dejarlo como abandonado y sin auxilio.
Desolada y privada de todo consuelo debía ser la muerte de Jesús y desolada y privada de todo consuelo debía ser también la pasión
de María Santísima.
c) Dolores de la gracia.
Los dolores de la gracia y los dolores divinos, que nuestro pobre entendimiento no puede penetrar, fueron para Ella los más duros y
crueles.
El dolor deriva del amor, un amor humano, un amor de naturaleza, produce un dolor humano; un dolor natural, un amor de gracia,
un amor divino causa un dolor del mismo linaje, un dolor de gracia y divino; cuanto más fuerte es el amor, tanto más fuerte será el
dolor.
La naturaleza nos hace hombres, la gracia y el amor divino nos hacen santos. Si la Virgen María, modelo perfecto de mujer y de
madre experimentó los más fuertes y agudos dolores de la naturaleza, Ella, a su vez, modelo de perfección sobrenatural y de santidad,
debió experimentar los más agudos y fuertes dolores de la gracia y los sufrimientos divinos.
Para penetrar esta verdad pensemos: ¿cuál es el efecto de la gracia sobre nosotros? Una elevación del alma sobre la naturaleza; una
unión, una amistad con Dios, una cierta comunicación que Dios nos otorga, por la cual somos hechos partícipes de la naturaleza
divina. Esta es precisamente la esencia de la santidad.
Esta relación sobrenatural fue perfectísima entre Jesucristo y su Santísima Madre, no solo por vía natural, sino más aún por razón de
gracia. Ella fue más feliz por haber llevado a Dios en su corazón que en su seno, como respondió Jesús a la mujer que ensalzaba la
maternidad natural de la Virgen: "más bien son bienaventurados aquellos que oyen la palabra de Dios y la guardan".
Cristo fue Rey de los Mártires y María fue Reina de los Mártires porque experimentó todas las penas del amado Jesús.
d) Dolores divinos.
• Es artículo de nuestra fe que el Padre Eterno es el Padre de Jesús; que Jesús Dios y Hombre es el Hijo de Dios Padre: que el Espíritu
Santo procede del Padre y del Hijo y que es el Amor Increado ... el amor del Padre al Hijo y del Hijo al Padre.
• También es artículo de fe que la Virgen María es verdadera Madre de Dios, porque es Madre de Aquel en el que la naturaleza
Divina y la naturaleza humana se hallan unidas hipostáticamente, esto es en unidad de PERSONA.
• Qué en la Cruz murió este Dios Hombre, este Hijo del Padre Eterno y de María Virgen, para redimirnos. Esto constituye un tercer
artículo de fe.
En la muerte de un hijo debe sentir, y siente extremo dolor, no solo la madre, sino también el padre, es esto ley inexorable de nuestra
naturaleza humana.
Pero Dios Padre no puede sufrir, porque la naturaleza Divina es inmutable y Dios no puede ni por un momento perder su felicidad
... es decir no puede sufrir.
La Madre de Cristo debía experimentar, en la muerte del Hijo, todo el dolor, aun aquel que en los casos ordinarios habría
experimentado el Padre; la totalidad de esta divina aflicción, íntegra e indivisa. recayó sobre el corazón afligido de María. Tan
inmenso dolor soportó la Madre que la omnipotencia de Dios la tuvo que sostener para que no muriera con Jesús en el Calvario.
¡Oh Reina de los mártires, que con constancia tan heroica y divina soportaste aquellos prolongados y atroces dolores que en la muerte
de tu Hijo, la naturaleza y la gracia, los pecadores y Dios acumularon sobre tu amoroso corazón de Madre, alcánzanos fortaleza para
aceptar la voluntad divina y bendecir al Señor que con misericordia nos visita en el dolor, y que con él nos purifica y quiere hacernos
dignos del gozo eterno.
REINA DE LOS CONFESORES
En el lenguaje litúrgico de la Iglesia, se llaman Confesores a todos los Santos que no fueron mártires.
Confesores = cristianos que profesan públicamente la Fe en Jesucristo y por ella están prontos a dar la vida. Confiesan la Fe por su
testimonio de vida cristiana
Mártires = personas que padecen muerte por amor de Jesucristo y en defensa de la fe y de la religión. Mueren en defensa de la Fe y
de la religión
Es necesaria una gracia especial de Dios para soportar el martirio, sin embargo, no se requiere menos gracia de Dios para sobrellevar
una heroica santidad sin el martirio.
El mérito que se alcanza con el martirio es de ordinario en muy breve tiempo y para obtener el mérito sin el martirio requiere un
tiempo bastante largo. El martirio, perfecto acto de amor y de fortaleza, suple las demás virtudes que podrían faltar o podrían ser
imperfectas. En cambio, fuera del martirio se necesita mayor perfección de las Virtudes Teologales y Morales; esto se consigue a
través de una vida entera de lucha contra el pecado, contra el mal y de sacrificio continuo. De tal manera que la vida de un santo
puede llamarse un continuo martirio.
Los santos CONFESORES, tuvieron que superar toda clase de dificultades y practicar las virtudes en grado heroico.
María es la primera, la más perfecta y la más santa de todos esos héroes de virtud y santidad, por eso la Iglesia la proclama REINA
DE LOS CONFESORES.
REINA DE LAS VÍRGENES
La Iglesia, no satisfecha con haber invocado a María con el título de Santa Virgen de las Vírgenes, la invoca como Reina de todos
aquellos y aquellas que profesan la virginidad, para hacernos conocer y apreciar las grandes ventajas que aporta a la Iglesia ese
estado, que inició Aquella que es llamada por antonomasia la Santísima Virgen.
• Ella fue la primera en profesar solemnemente la virginidad, que antes era considerada como ignominiosa entre las mujeres hebreas.
• Elevo esta virtud a la más alta cumbre de perfección posible a la criatura.
• Fue la suya una virginidad singular y única, asociada por prodigio Divino a la maternidad.
• Pero hay otra razón y es ésta: María es honrada con el título de Reina de las Vírgenes, porque el ejemplo y protección de Ella
inspiran y proporcionan amor a la virginidad, guardan y conservan esta noble virtud. El ejemplo y la protección de esta Reina sor
admirablemente fecundos en la Iglesia.
El mundo, que no entiende la divina sublimidad del amor, acusa al celibato y a la virginidad de egoísmo y de esterilidad. Ante esta
calumnia, que los millones de niños y niñas que pueblan las escuelas, los orfanatos y los colegios informen al mundo lo que han
recibido de los Religiosos y las Religiosas, y que en algunos casos no reciben de sus mismos padres: lo mismo los jóvenes y las
jóvenes que en centros de formación juvenil han recibido una instrucción religiosa que les ayuda a regir su vida en una forma
sobrenatural y noble. Los ancianos impotentes, los enfermos de toda edad, los que llenan los asilos, entre lágrimas de gratitud,
muestren al mundo a las mujeres consagradas a Dios que bajo el velo de la cofia sienten arder la llama del amor de Dios y tienen
para ellos la inagotable caridad de la palabra evangélica y de las obras de misericordia.
Con esto, la sabiduría inspirada de la Iglesia muestra al mundo cuán fecunda es la santa virginidad.
¡Oh Virgen Santísima, Reina de los Vírgenes! Te pedimos para todos los fieles nos alcances la gracia de la castidad, conveniente a
cada estado de vida y la PUREZA del alma. Ayúdanos a cuidar nuestros sentidos, nuestro corazón y nuestra mente de todo cuanto
pueda mancharnos.
REINA DE TODOS LOS SANTOS
No se piense que es superfluo este titulo, otorgado ya a María al recordar las varias clases de santos, ni se crea que la Iglesia haga
aquí un recapitulación n de los títulos precedentes. Esta Invocación nos parece fundada sobre dos justas razones:
1. Que María es canal de toda santidad. Que entre todas las criaturas, Ella fue el modelo más perfecto de santidad.
La primera de estas razones ha sido extensamente explicada en el decurso de estas meditaciones:
María es el canal por el cual Dios, autor y fuente de toda gracia, hace llegar hasta nosotros la virtud y la santidad. En el cuerpo
místico de Jesucristo, Ella hace, por decirlo así, el oficio de cuello: transmite a la Cabeza las súplicas de los miembros y desde la
Cabeza hace llegar a todo el cuerpo (místico) aquellas gracias por las cuales crece toda virtud, toda perfección y santidad.
Ilustraremos aquí la segunda razón: María, modelo de santidad para todos, especialmente para la mujer.
Dios es la santidad primera, la santidad por esencia, a esta divina santidad y perfección debemos conformar necesariamente la nuestra.
La santidad divina aparece infinitamente lejana, en una luz inaccesible ... pero Dios nos la hizo accesible en su Unigénito Hijo,
Jesucristo, dice San Pablo: "Dios nos eligió en Cristo, antes de la constitución del mundo, para que fuésemos santos e inmaculados
ante El y nos predestinó en caridad a la adopción de hijos suyos por Jesucristo, conforme al beneplácito de su voluntad para alabanza
y gloria de su gracia". (Ef. 1: 4-6).
El hombre, elevado por la misericordia Divina al estado sobrenatural y constituido hijo de Dios, tiene en Jesucristo el espejo de la
perfección divina, pero los rayos que emanan de Jesucristo son todavía demasiado brillantes para la dignidad humana; la suya es una
santidad increada, infinita.
Es cierto que El practicó las virtudes sencillas permitidas al hombre, como la humildad, la paciencia, la obediencia, etc., pero el
modo y la perfección como las vivió son infinitamente superiores a las fuerzas humanas, aunque estén apoyadas por la gracia.
Para allanarnos el camino de la santidad, Dios nos propuso en nuestra Señora un modelo de santidad creada, una luz más suave a
nuestros débiles ojos, un modelo, el más cercano a la santidad infinita, que nos animara a imitarla.
Ella poseyó sin duda una perfección y una santidad sobrehumanas, pero una santidad creada, unida a aquella perfección a la que no
llegará jamás ninguna criatura; se acerca y toca los confines del infinito. La santidad de María es solo inferior a la santidad de Dios.
María espejo, ejemplo y modelo perfecto de santidad, es lo que nos propone la Iglesia cuando la invoca como Reina de los santos.
María Santísima modelo de la mujer cristiana.
Quien conozca la importancia moral de la mujer en el mundo no podrá menos de admirar la Providencia de Dios por haber preparado
en la Virgen Madre, el modelo singular de la perfección femenina.
La mujer constituye la mitad del género humano, y es ella la que forma y educa a la otra mitad. La mujer que usa rectamente de los
preciosos atractivos de naturaleza y de gracia con los cuales Dios la ha enriquecido, tiene un ascendente bienhechor sobre su esposo
y un influjo poderoso y decisivo sobre el carácter y la conciencia de los hijos.
Más profunda y más grande es la influencia social de la mujer - madre. Los principios de la educación maternal permanecen
imborrables; aún cuando en medio del torbellino de las pasiones y de la vida el sello de la mano materna permanezca obscurecido y
sepultado bajo las ruinas de los vicios, tarde o temprano sale de nuevo y conduce a !os extraviados al buen sendero, como bajo las
ruinas sembradas por los vándalos o bajo la capa del olvido, reaparece la belleza artística de los antiguos monumentos. Se puede
decir que la sociedad es como quiere la mujer.
En la antigüedad, la mujer no contaba para nada en la sociedad, era esclava de las pasiones del hombre y la mitad del linaje humano
era para la otra mitad fomento y causa de corrupción.
El hombre y la mujer tenían extrema necesidad de un remedio poderoso que los sanara, que los hiciera en verdad virtuosos y santos.
Este poderoso remedio fue ofrecido por Jesucristo, por su religión, por su moral y por su gracia.
El decreto de Cristo devolvió al matrimonio su unidad natural y su indisolubilidad y lo elevó a la dignidad de Sacramento. El ejemplo
de Cristo y de la Inmaculada Virgen María: he allí la medicina que restauró al hombre y ennobleció a la mujer.
María Santísima es el modelo perfecto de la mujer, esposa y madre.
• ESPOSA.- María Santísima fue perfecta, santa y amorosa esposa de San José, en Ella las virtudes humanas eran sobrenaturales
(esposa del Espíritu Santo), pero tomando en cuenta el ser de esposas y esposos terrenales aplicaremos de la la. Carta a los Corintios
(cfr. Cap. 7).
La esposa debe tener un verdadero amor de caridad al esposo que supone, entre otras cosas:
• Paciencia ... perseverando con constancia en aquel o aquellos buenos ideales que resulta difícil alcanzar por diferencia en:
educación, criterio, opiniones y hasta de valores ... y por medio de oración, de amor manifestado y evitando discusiones, tratar de
convencer al esposo del bien que se persigue.
• Ser servicial - atenderlo con alegría, prontitud y lo mejor posible, no dejándose llevar por los errores actuales, que, promoviendo la
liberación de la mujer pretenden, entre otras cosas, que la mujer no debe atender al esposo.
• No ser jactanciosa - no alabarse a sí misma, ni cansar al esposo con comentarios inútiles.
• No ser engreída - no le presuma de su valer (imaginario o real) haciéndolo sentir inferior.
• Ser decorosa - respetuosa de los gustos y aficiones del esposo, así como de sus familiares y amigos.
• No olvide la esposa que LA CARIDAD ES COMPRENSIVA Y MISERICORDIOSA, QUE ESPERA SIN LÍMITES Y PERDONA
SIEMPRE. MADRE - Oficio y dignidad principal de la mujer es la maternidad, que le impone sagrados deberes (no olvidarlo nunca
ya que actualmente se combate mucho esta gran dignidad de la maternidad).
El primero de estos deberes es el de aceptar de Dios y con gratitud aquellos hijos que quiera confiarle. Hoy la mujer mundana desea
ser esposa pero rehúye el honor de la maternidad. El ritmo regulado de la vida de familia no le agrada; fatigarse para construir, piedra
sobre piedra el edificio de la educación de sus hijos, es una empresa que no quiere asumir. Hoy la maternidad se limita lo más posible
y aun cuando se acepte, no se le considera con alegría, sino más bien como un paréntesis doloroso en el movimiento acelerado de la
vida moderna que ofrece a la mujer otros atractivos.
La maternidad que se sacrifica y que en el plan de la Providencia debería colocar a la mujer en lugar muy alto, es hoy abiertamente
rechazada como algo que no corresponde a esta época, corno la supervivencia de una mentalidad superada. Y es que fuera del clima
verdaderamente espiritual del cristianismo, hoy la maternidad es una función mecánica, determinada por el egoísmo.
Toda esposa cristiana, ante el dulce sacrificio de la maternidad, aun en medio de las angustias y de las dificultades de nuestros
tiempos, debe repetir la palabra de nuestra Señora: "FIAT" ... HÁGASE.
El Papa Pío XI, al recibir en una ocasión a unas madres italianas les dijo: "La primera gloria de la Virgen Santísima es que es Madre
de Dios y Madre nuestra. Ustedes tienen en su activo el ser madres tantas veces cuantos son los hijos que la Providencia les ha dado
y confiado ... hasta entregarles tantas vidas y tantas almas ... ustedes deben confiar en El como El ha confiado en ustedes"
Otro deber de la madre es la educación cristiana de sus hijos. No debe olvidar que tienen necesidad de una educación paciente y
constante, hecha de instrucción, corrección, vigilancia y de buen ejemplo.
¡Virgen Santa, excelsa Reina de todos los santos, tú que en el estado de Esposa y de Madre diste tan altos ejemplos de perfección,
santifica a la mujer y con ella a la familia y a la sociedad.
REINA CONCEBIDA SIN MANCHA DE PECADO ORIGINAL
El Papa Pío XII, Pastor universal y Maestro infalible de la Santa Iglesia, el día 1°. de Noviembre de 1950, dijo: "Después de elevar
a Dios muchas y reiteradas preces e invocar la luz del Espíritu de la verdad, para Gloria de Dios Omnipotente, que otorgó a la Virgen
María su peculiar benevolencia, para honor de su Hijo, Rey inmortal de los siglos y vencedor del pecado y de la muerte, para
acrecentar la Gloria de esta misma augusta Madre y para gozo y alegría de toda la Iglesia, por la autoridad de nuestro Señor Jesucristo,
de los bienaventurados Apóstoles Pedro y Pablo y por la nuestra, PRONUNCIAMOS, DECLARAMOS Y DEFINIMOS SER
DOGMA DE REVELACIÓN DIVINA QUE LA INMACULADA MADRE DE DIOS, SIEMPRE VIRGEN MARÍA,
CUMPLIDO EL CURSÓ DE SU VIDA TERRENA. FUE ASUNTA EN CUERPO Y ALMA A LA GLORIA CELESTE".
Esta solemne definición, esperada por los fieles de todo el orbe, añade una perla más a la corona de nuestra Madre y Reina María, y
constituye desde aquel día una nueva Invocación de las Letanías y por consiguiente un motivo más para estos devotos comentarios.
Un Dogma es una verdad revelada por Dios y definida como tal por la Santa Iglesia, debe ser creída con fe divina y católica, según
el lenguaje de los teólogos. Por tanto, la definición dogmática de la Asunción, acto solemne del Magisterio supremo e infalible del
Romano Pontífice, nos obliga a creer con acto de fe divina y católica que la Asunción forma parte del tesoro de la Revelación
confiado por Dios a su Iglesia.
Pero el Papa, cuando define, no hace más que declarar lo que se contiene en la Revelación, terminada con el último de los Apóstoles.
Por eso la Bula de la Asunción, antes de las palabras de la definición, expone los fundamentos teológicos del nuevo Dogma:
• Consentimiento de la Iglesia.
El primer argumento es el sentir unánime de la Iglesia, cuyo valor teológico perfila claramente el Papa con estas palabras: "Este
singular consentimiento del Episcopado católico y de los fieles, al creer definible como Dogma de Fe la Asunción corporal de la
Madre de Dios al cielo, manifestó por si mismo de modo cierto e infalible que tal privilegio es verdad revelada por Dios y contenida
en aquel Divino depósito que Cristo confió a la Iglesia para que lo custodiase fielmente e infaliblemente lo declarase. Así pues, del
consentimiento universal del Magisterio ordinario de la Iglesia se deduce un argumento cierto y seguro para afirmar que la Asunción
corporal de la Bienaventurada Virgen María al cielo es verdad revelada por Dios y por eso todos los fieles de la Iglesia deben creerla
con firmeza.
Clausura el Santo Padre Pio XII la serie de argumentos en pro de la creencia de la Asunción, con el fundamento en la Sagrada
Escritura, la cual pone a la Augusta Madre de Dios unida estrechamente a su Divino Hijo y siempre partícipe de su suerte. De donde
parece casi imposible imaginaria separada de Cristo, a Aquella que lo concibió, le dio a luz, lo nutrió con su leche, lo llevó en sus
brazos. Nuestro Redentor es Hijo de María y corno observador perfecto de la ley, no podía menos que honrar, además de al Padre
Eterno, también a su santa Madre, pudiendo concederle el gran honor de preservarla inmune de la corrupción del sepulcro
Continua el Papa Pío XII "Por lo cual, como la gloriosa Resurrección de Cristo fue parte esencial y signo final de esta victoria, así
también para María Santísima la común lucha debía concluir con la glorificación de su cuerpo virginal, porque como dice el apóstol
San Pablo: "cuando este cuerpo mortal sea revestido de inmortalidad, entonces sucederá lo que fue escrito: la muerte fue absorbida
en la victoria" (la. Cor. 15.54).
¡Oh Virgen Inmaculada Madre de Dios y Madre nuestra, creemos con todo el fervor de nuestra fe en tu Asunción triunfal en alma y
cuerpo al cielo, donde eres aclamada Reina por todos los coros de los Ángeles y por toda la legión de los Santos, nos unimos a ellos
para alabar al Señor, que te ha exaltado sobre todas las demás criaturas, y para ofrecerte nuestro devoción y nuestro amor!.
REINA DEL SANTÍSIMO ROSARIO
Al terminar el Siglo XII y a principios del XIII, se manifestaron algunos herejes, llamados albigenses, que invadieron el sur de
Francia, parte de España y de Italia; sus errores atacaban los Dogmas fundamentales de la fe, de la moral cristiana y minaban las
bases de la sociedad civil y constituían una amenaza y un peligro para la Iglesia.
Santo Domingo, el ilustre santo fundador de la Orden de los Predicadores, recibió el encargo de predicar la Divina palabra a aquellos
herejes, y convertirlos.
Muy devoto de María, conoció que para abatir, destruir esos errores y devolver a la Iglesia esos herejes, debía buscar la Intercesión
de la Virgen Santísima.
Los infundados errores de los albigenses atacaban de modo especial los privilegios y la dignidad de esta excelsa Reina. "Predica mi
rosario", le dijo la Señora, él destruirá las herejías, promoverá la virtud y atraerá sobre todos las Divinas misericordias.
Y esta celestial inspiración, por la Intercesión de María y por Ella secundada, y fecundada por la Divina gracia, triunfó de la
obstinación. Santo Domingo predicó e introdujo entre los pueblos la práctica del Rosario y los que estaban en el error lo abandonaron
y se convirtieron y desde aquel tiempo esta devoción se practica hasta nuestros días. Tal es la historia del Rosario de María.
• La oración es la fuerza del débil: el Evangelio nos revela esta casi divina debilidad que no resiste a la oración del hombre. Dice el
escrito de un autor "La oración es la fuerza del hombre y la debilidad de Dios".
• La oración es el consuelo del alma
• La oración es la grandeza del hombre, porque eleva la mente y el corazón a metas infinitas, hasta los profundos abismos de la vida
Divina.
Cuan grande es el valor y la excelencia de la oración tanto vocal como mental Pero este valor y excelencia se acrecientan en el Santo
Rosario, porque éste asocia y une la oración vocal y la mental Como oración vocal, el Rosario pone en los labios lo mas grande,
noble y eficaz que nos enseñaron Jesús y la Iglesia: como oración mental ofrece a la mente y al corazón lo que nuestra religión
contiene de más sublime y conmovedor.
La oración dominical (el Padre Nuestro) y la salutación Angelica (el Ave Maria) forman la oración vocal del Santo Rosario: los
Misterios de !a vida - pasión - muerte y de la Gloria de Cristo, constituyen la oración mental.
--- El Padre Nuestro, enseñado por el mismo Jesucristo, es la oración mas perfecta, sublime y sencilla a la vez: todo lo que el cristiano
puede y debe pedir a Dios está expresado en él.
En la primera parte pedimos la gloria de Dios, último fin de todas las cosas en su conocimiento, en la exaltación de su santo nombre
y en el advenimiento de su Reino pedimos el reino de la gracia en las almas, el reino de la Iglesia en el mundo y el reino de la gloria
en el cielo.
En la segunda parte imploramos gracias para nosotros que Dios nos conceda los bienes necesarios y en su misericordia, nos libre de
los males especialmente del mas grande de todos los males EL PECADO.
--- En el Ave Maria, le recordamos a Ella la plenitud de la gracia que Dios le otorgó; la sobrehumana dignidad a la cual fue exaltada;
las virtudes que le merecieron tan excelsos honores; el inefable elogio que Dios hizo de Ella por medio del Arcángel Gabriel y las
felicitaciones de su prima.
Pasamos luego a rogarle a Ella que interponga ante Dios sus omnipotentes (omnipotencia suplicante. San Bernardo) oraciones para
nuestro bien en todos los momentos de nuestra vida y sobre todo en el decisivo instante de la muerte.
Veamos ahora la excelencia del Santo Rosario considerado como oración mental.
• El Rosario es un catecismo que nos recuerda los Misterios principales de nuestra Religión; ofrece a nuestra consideración la vida
de Jesús y la de su santa Madre.
• Cuando recemos el Santo Rosario, pongámonos en la presencia de Dios y mientras la boca va repitiendo las oraciones vocales
trasladémonos con el pensamiento, por ejemplo a Nazaret y consideremos la humildad de la Virgen que al anunciarle el Angel la
divina maternidad responde: "he aquí la esclava del Señor" ... y así considerar cada uno de los Misterios.
Los Misterios Gozosos enseñan el valor de las humillaciones ofrecidas a Dios, de las renuncias, de la sujeción a la voluntad de Dios.
Los Dolorosos nos recuerdan que la vida cristiana está llena de sufrimiento y de dolor, de tentaciones y de pruebas.
Los Gloriosos alimentan nuestro valor en la lucha y en la esperanza de seguir a Jesús en el triunfo y en la Gloria.
El Santo Rosario es fuente de gracias espirituales para las personas y para los hogares. Bienaventuradas aquellas familias que tienen
la piadosa costumbre de rezarlo en común.
--- El Gloria (al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo, etc.) que se reza entre cada una de las decenas del Rosario es una oración de
alabanza y glorificación a la Santísima Trinidad que también se debe meditar.
Los que no saben meditar basta que recen con exactitud y devoción los Padre Nuestro, las Ave María y los Gloria. Los que son
capaces de meditar, procuren acompañar con la mente y el corazón los Misterios, esto es, los hechos, las acciones y las palabras de
Jesucristo y de María para alcanzar luces de Fe y buenos propósitos de virtud.
¡Virgen bendita! Poderoso auxilio de los cristianos, te suplicamos enciendas en nuestra mente y en nuestro corazón el amor hacia la
prodigiosa oración del Santo Rosario, que podamos rezarlo en la forma más grata a Dios, la más honrosa para Ti y la de más fruto
para nuestras almas.
REINA DE LA PAZ
Ardía la guerra mundial, el odio y los estragos se extendían a todas las Naciones; los campos de concentración llenos de fugitivos,
de prisioneros, de confinados; las familias deshechas; los hogares abandonados; la loca carrera de la muerte sembraba innumerables
víctimas en los campos de batalla y en los hospitales y despedazaba los corazones de millones de esposas, de madres, de hijos, de
novias y de amigos; el espectro del hambre; el espectáculo de las inmensas ruinas sembradas por la guerra; las terribles incógnitas
del mañana, mantenían en angustia a todos los corazones, que cada día exploraban el futuro obstinadamente obscuro y amenazador.
En esas circunstancias, el Papa Benedicto XV, el 30 de Noviembre de 1915, concedió facultad a los obispos para añadir a las Letanías
Lauretanas, la Invocación "Reina de la Paz, ruega por nosotros".
Veamos el sentido de esta Invocación:
La paz, la más noble aspiración del corazón humano, es, según San Agustín, la tranquilidad del orden. La paz es la constante serenidad
del ambiente moral que hace que la vida sea tranquila y fecunda. En este ambiente todo prospera y crece.
El Divino Redentor quiso que toda su vida discurriera entre dos mensajes de PAZ: la cantaron los Ángeles en Belén y la anunció El
mismo a los Apóstoles el día de su Resurrección: "La Paz sea con vosotros".
De dos clases de paz puede gozar el hombre: la externa y la interna.
a) La paz externa consiste en la tranquilidad del orden externo, en las amistosas relaciones de los hombres entre sí, cuando son
excluidas las disensiones, las contiendas, las disputas y las guerras.
Esta paz funde en armonía de intentos y de vida la pequeña y la gran sociedad.
Todos los hombres creados a imagen y semejanza de Dios estamos en la tierra para amarnos, no para oprimirnos y matarnos. Todos
nos dirigimos a la Patria común: el Cielo. Jesucristo nos unió con el vínculo de la paz y fraternidad que no tiene fronteras cuando
dijo: "sois todos hermanos". Pero se ha roto este vínculo sagrado, su historia es una serie de guerras fratricidas. Y la guerra constituye
siempre una amenaza que pesa tanto más terriblemente cuanto más poderosos son los medios de destrucción. Esta paz pedimos a
Dios por medio de la Virgen María.
h) La paz interior, que es el germen y la condición de la paz exterior, consiste en la posesión de la Gracia santificarte, de la vida
sobrenatural. Este tesoro inestimable que Jesucristo nos mereció al precio de SU SANGRE nos hace hijos de Dios (en el Hijo).
herederos del cielo ... de la felicidad eterna.
El espíritu de Jesucristo y del Evangelio debe vivificar, no solo a cada una de las almas, sino a toda la sociedad de los hijos de Dios
y también todas las funciones del cuerpo social.
El Evangelio tiene una respuesta Divina para todos los problemas, no solo para aquellos que reflejan las relaciones del hombre con
Dios y la consecución del último fin, sino aún para los que se refieren a la vida temporal de la sociedad humana.
Esta paz externa e interna, es la que imploramos a María con la invocación Reina de la Paz. Y, nótese que no la llamamos amiga o
madre de la paz, sino que la llamamos Reina, porque Ella ha Poseído la paz en grado sumo, en una medida verdaderamente regia.
La paz interna, porqué desde el primer instante de su existencia Ella estuvo llena dé gracia y fue elegida para engendrar en su serio
al Príncipe dé Paz. Maria es él gozo y el modelo de toda familia humana.
La paz externa. porqué Ella al pie de la Cruz abrazó con caridad maternal a todos los hombres, mostrando especial predilección y
misericordia para los pecadores.
La llamamos Reina de la Paz para significar su poder ante Dios. Ella poseía en grado sumo la tranquilidad en el orden.
Sólo cuando sé ha quitado la causa de todo mal. que es el pecado, podernos vivir la paz estable, perfecta y duradera: paz en la familia
que es la primera célula dé la sociedad: paz en la Patria, entre las Naciones, en el mundo entero: paz en la sociedad civil y paz en la
Iglesia para qué los dos poderes, el civil y el religioso, conduzcan a los hombres a la prosperidad temporal y a la felicidad eterna
Como todas las cosas hermosas y buenas, la paz es fruto del sacrificio. por consiguiente la paz nace de la mortificación que frena el
orgullo y el egoísmo y la Paz tiene su origen en la CARIDAD proclamada por Jesús Crucificado y que se debe tener con todos los
demás, aun con los enemigos .. caridad que hace orar aun por los verdugos
Maria Santísima es siempre la benigna ESTRELLA que dirige las almas descarriadas en la inmensidad del mar hacía el puerto de
salvación: la estrella qué aun en la noche más profunda del odio, señala el camino a los navegantes la estrella mensajera del día qué
nos trae la luz, preludio del eterno día en qué las almas descansaran en paz
Hoy en él mundo no hay paz. y es porque la busca donde no la hay, porqué ha olvidado las palabras de Jesucristo: "Os dejo la paz"
"Os doy mi paz, no como la da él mundo". (Juan 14.27).
¡Virgen Santísima Reina de la paz, acoge benignamente nuestra oración. Inspira pensamientos de paz a los que gobiernan, y haz que
la justicia y la caridad florezcan en las almas, en las familias y en la sociedad.
CORDERO DE DIOS QUE QUITAS EL PECADO DEL MUNDO -
PERDÓNANOS, SEÑOR -- ESCÚCHANOS, SEÑOR --- TEN PIEDAD Y MISERICORDIA DE NOSOTROS.
La Iglesia cierra las Letanías de la Virgen, como las ha comenzado, esto es, invocando a Dios que es la fuente de toda gracia, principio
y último fin de todas las cosas.
La Iglesia nos enseña a invocar a Dios hecho Hombre, Jesucristo, bajo la figura y el nombre de CORDERO, símbolo con el cual el
Redentor se presentó al mundo. Ya el Profeta Isaías veía en Cristo al Cordero manso que se dejaría inmolar por los pecados de los
hombres, sin un gemido, sin un lamento.
"Como cordero será conducido al matadero" ...
El cordero es despreciado por su corto entendimiento, ¿cómo puede en este punto representar a nuestro Señor Jesucristo, Sabiduría
del Padre?. El escogió este símbolo para enseñarnos la humildad y manifestarnos el amor que siente por nosotros. El amor que Jesús
nos tuvo fue tal que ocultó su Sabiduría y ciencia Divinas; por esto quiso ser representado por el cordero.
San Juan Bautista queriendo dar a conocer el oficio principal y la característica del Mesías, lo señala con las palabras: "He aquí el
Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo" (Juan 1:29)
San Pedro nos dice de que modo y a que precio, borró Jesús el pecado del mundo: "Habéis sido rescatados con la Sangre preciosa de
Jesucristo" (1ª Pedro 1: 18.20)
Esta Sangre de valor Infinito añade San Pablo, Cristo la derramó y nosotros fuimos redimidos y (1. S.J. 2:2) " ... se hizo propiciación
por nuestros pecados ... y por todos los del mundo ..." El aplica sus méritos por medio de la Iglesia ... de los Sacramentos ... el
Sacrificio de la Misa ... y las indulgencias.
PERDÓNANOS, SEÑOR.-
Perdónanos nuestros pecados. ¿Cómo podríamos esperar el perdón si el Cordero Divino no nos lo hubiese alcanzado, merecido y
conquistado?
El pecado mortal es un desprecio a la autoridad y a la Majestad de Dios, es un exceso de ingratitud a los beneficios divinos y es
ingratitud también a los beneficios de la gracia, al perdón de las culpas pasadas, al amor Infinito y Misericordioso de Dios y al amor
maternal de María Santísima.
Para llenar el abismo del pecado se requería el mérito y las satisfacciones del Cordero de Dios. No puede ser sino obra de Dios. Sólo
El puede perdonar los pecados.
Esta invocación encierra una lección práctica muy importante para nosotros, pues parece decirnos: ¿Quieres tú la gracia del perdón?
Nada mejor puedes hacer que volverte suplicante al Cordero de Dios, pero recuerda al mismo tiempo que tú debes ser cordero
también, manso y clemente, que por el ejemplo de Cristo y por su amor debes perdonar y olvidar las ofensas recibidas, sólo así
podrás obtener el perdón.
El Cordero de Dios perdona nada más a los corderos.
ESCÚCHANOS, SEÑOR.
Con la súplica a Jesucristo para que nos escuche, pedimos a Dios que nos otorgue todas aquellas gracias que necesitamos, todos los
bienes que El nos enseñó a pedir en el Padre Nuestro ... la perseverancia final, gracia decisiva sin la cual todas las demás son inútiles.
Se añade SEÑOR, para hacernos comprender la grandeza de Aquel que nos concede el perdón y se complace en oír nuestras oraciones
y peticiones y para agradecerle tantos beneficios recibidos.
TEN PIEDAD DE NOSOTROS.
La última palabra que en esta Letanía nos pone la Iglesia es la misma con la que quiso que comenzáramos
. V. Ave María Purísima.
R. Sin pecado concebida