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AUTOBIOGRAFÍA

DE MADAME GUYÓN

CIRCULO SANTO

Título del original francés, Vie de Madame Guyon Primera impresión en castellano, enero 2000
Traducción, por dos amigos de Epafrodito Círculo Santo -Madrid
La versión bíblica usada corresponde a Reina Valera Traducida de la versión:
Actualizada 1994. Scanned from the edition of Moody Press, Chicago
En ocasiones se ha utilizado la versión de Reina by Harry Plantinga, 1995
Valera Actualizada 1960.
NOTA

Bienvenido a la historia. Está usted a punto de leer a uno de los escritores más loados de
su época. Jeanne Guyon está considerada, después de William Shakespeare, uno de los autores
más considerados del siglo XVII. Cuando se trata de biografías, como es el caso que nos ocupa,
la narración en primera persona se considera por lo general la más auténtica y leal a los hechos.

Actualmente existen biografías de Madame Guyón narradas en tercera persona, pero, ora
tienden a exagerar los hechos, cediendo ante una excesiva subjetividad personal, ora pervierten
aquellos sucesos que verdaderamente marcaron la vida del sujeto.

Hay otro punto que debemos mencionar, y es que existen muchos que encuadran vidas,
como la que va a leer, bajo el anatema de “misticismo”. Debemos tener mucho cuidado con ese
término. Han sido precisamente los que nunca entraron en una resignación y en una profunda
relación con Jesucristo, aquellos que aplicaron a ese vocablo el significado que todos,
inconscientemente, tenemos; aquellos que vivieron, o intentaron vivir, con un Dios cercano y
real, nunca hubieran pensado que estaban viviendo algo denominado “misticismo”, aunque
incluso hiciesen referencia a este vocablo en sus escritos. Jeanne Guyón, por ejemplo, ha sido
enmarcada - quizás conscientemente, quién sabe - en un movimiento denominado “quietismo”,
incluido en el misticismo; pero, como va usted a poder comprobar, ella siempre estuvo
precisamente muy en contra de todo lo que tuviera que ver con levitaciones, éxtasis, y visiones.
No obstante, sus escritos fueron revisados por autoridades eclesiásticas de su época, y
condenados. Sopese usted también, pero hágalo con ojos espirituales, no vaya a ser que se
convierta en una segunda inquisición, sin saberlo. No es el texto en sí, sino el corazón que
encierra esta narración. Tenemos que mirar un poco más allá, y extraer la verdad espiritual que
otros hermanos nos han legado, y que, en el caso que nos ocupa, deja tras sí una vida llena de
vituperios, persecución, peligro,... y desnudez.

Pero puede que no esté preparado para muchas de las cosas que se mencionan en este
manuscrito. No se preocupe. Él es fiel para guiarle al conocimiento de Aquel que le sacó de las
tinieblas a Su luz, sin necesidad de libro alguno. Así es. Este libro es un apoyo y una ayuda sólo
para ciertas almas que han entrado en cierto buscar y anhelo espiritual.

Otra cosa. Si es usted un alma apasionada y de natural encendida, es posible que a


medida que vaya leyendo, se levante en su interior cierta envidia, e incluso se sienta tentado a
culparse de ciertas cosas. No es esa la intención de este texto. Su autora, sobre todas las cosas,
deseaba mostrar la bajeza y debilidad en que continuamente se encontraba. Siempre estaba
remitiendo a Dios las obras de caridad y demás actos bondadosos que Dios le permitía realizar, y
esto ha de escucharlo con el corazón, no con la cabeza, como un leve susurro que dice: soy Yo el
que es Bueno y Bondadoso, no tú; soy Yo el que obra en ti tanto el hacer como el querer, no tú;
soy Yo el Redentor y el Salvador de tu alma, no tú.

¿Quién se acordó de ti en el día de tu tribulación? Yo, el que Soy. Y hay muchos que
tardan toda una vida aprender esta verdad.

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Jeanne-Marie Bouvier de la Motte

Aclamada mística del siglo diecisiete; nacida en Montargis, en la región del Orleans, el
13 de abril de 1648; muerta en Blois, el 9 de junio de 1717. Su padre era Claude Bouvier, uno de
los procuradores del tribunal de Montargis.
De una delicada y sensible constitución, estuvo muy enferma durante su niñez y su
educación fue muy descuidada. Con apenas dieciséis años de edad la hicieron casarse con un
hombre veintidós años mayor que ella.

Sufrió persecución a manos de los religiosos de su época, al punto de sufrir más de ocho
años de calabozo, siete de ellos en la Bastilla. Despreciada, apreciada, insultada y loada. Alguien
ha escrito de Guyón que era una niña que venía de otro mundo, traída por ángeles con un
propósito.

Han tachado su doctrina de locura, y de ser una enseñanza ajena a los principios de las
Escrituras, y actualmente sus escritos están en el Índice católico de “obras heréticas”.
Por primera vez en español se presenta la biografía de una de las vidas más controvertidas
de los últimos cuatro siglos de cristianismo.

“LA LUZ EN LAS TINIEBLAS RESPLANDECE, Y LAS TINIEBLAS NO


PREVALECIERON CONTRA ELLA” (Juan 1:5)

3
PRIMERA
PARTE

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Capitulo 1
Existieron omisiones de importancia en la anterior narración de mi vida. Gustosamente cumplo
con su deseo, al darle una relación más circunstancial; aunque el trabajo parece ser más bien
oloroso, pues no puedo utilizar del mucho estudio o reflexión. Mi más ardiente deseo es pincelar
con colores genuinos la bondad de Dios hacia mí, y la profundidad de mi propia ingratitud. Pero
es imposible, ya que un sin número de pequeñas situaciones han escapado a mi memoria.
Además, usted me ha expresado el hecho de que no tengo por qué darle una minuciosa relación
de mis pecados. No obstante, intentaré dejar fuera del tintero tan pocas faltas como sea posible.
De usted dependo para que la destruya, una vez que su alma haya absorbido aquellas ventajas
espirituales que Dios haya dispuesto, y a cuyo propósito quiero sacrificar todas las cosas. Estoy
plenamente convencida de Sus designios hacia usted para la santificación de otros, y también
para su propia santificación. Permítame cercionarle de que esto no se obtiene, salvo a través de
dolor, sufrimiento y trabajo, y será alcanzado a través de una senda que decepcionará
profundamente sus expectativas. Aun así, si está completamente convencido de que es sobre la
esterilidad del hombre que Dios establece sus mayores obras, en parte estará protegido contra la
decepción o la sorpresa. Destruye para poder edificar; pues cuando Él está a punto de poner los
cimientos de Su sagrado templo en nosotros, primero arrasa por completo ese vano y pomposo
edificio que las artes y esfuerzos humanos han erigido, y de sus horribles ruinas una nueva
estructura es formada, sólo por su poder.

Oh, que pueda comprender la profundidad de este misterio, y aprender los secretos de la
conducta de Dios, revelados a los bebés, pero escondidos de los sabios y grandes de este mundo,
que se creen a sí mismos los consejeros del Señor, capaces de penetrar en Sus procederes, y
suponen que han obtenido esa divina sabiduría, oculta a los ojos de todos aquellos que viven en
el yo, y de los que están envueltos en sus propias obras. Quienes a través de un vivo ingenio y
elevadas facultades se encaraman al cielo, y creen comprender la altura, profundidad y anchura
de Dios. Esta sabiduría divina es desconocida, incluso para aquellos que pasan por el mundo
como personas de extraordinario conocimiento e iluminación. ¿Quién la conoce entonces, y
quién nos puede revelar algunas de sus incógnitas? La destrucción y la muerte nos aseguran
haber escuchado con sus oídos acerca de su fama y renombre. Es pues, muriendo a todas las
cosas, y estando verdaderamente perdidos en cuanto a ellas, siguiendo adelante hacia Dios, y
existiendo sólo en Él, que alcanzamos algún saber de la sabiduría verdadera. Oh, qué poco se
sabe de sus caminos y de sus tratos para con sus muy electos servidores. A lo poco que
descubrimos algo de ella, nos sorprendemos de la disimilitud existente entre la verdad recién
descubierta y nuestras previas ideas acerca de ella, y clamamos junto a San Pablo: «¡Oh
profundidad de las riquezas de la sabiduría y de la ciencia de Dios! ¡Cuán incomprensibles son
sus juicios, e inescrutables sus caminos!» El Señor no juzga las cosas a la manera de los
hombres, que llaman al mal bien y al bien mal, y tienen por justo lo que es abominable a sus
ojos, cosas que, según el profeta, Él considera sucios harapos. Someterá a estricto juicio a estos
que se justifican a sí mismos, y como los fariseos, serán más bien objetos de su ira, en vez de
objetos de Su amor, o herederos de Sus recompensas. ¿No es el propio Cristo quién nos asegura
que «si nuestra justicia no fuere mayor que la de los escribas y de los Fariseos, no entraremos en
el reino de los cielos?» ¿Y quién de entre nosotros se acerca siquiera a ellos en justicia?; o, si
vivimos en la práctica de virtudes, aun muy inferiores a las suyas, ¿no somos diez veces más
ostentosos? ¿Quién no se agrada en contemplarse a sí mismo como justo ante sus propios ojos, y
ante los ojos de los demás? O, ¿quién es el que duda que tal justicia basta para agradar a Dios?
Sin embargo, vemos la indignación de nuestro Señor manifestada contra tales. Aquel que fue el
patrón perfecto en ternura y mansedumbre, aquella que fluye de lo profundo del corazón, y no
aquella mansedumbre disfrazada que, bajo forma de paloma, esconde en realidad un corazón de
halcón. Él se muestra severo únicamente con estas personas que se justifican, y los deshonró en
público.
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Qué extraña paleta de colores utiliza para representarlos, mientras que sostiene al pobre pecador
con misericordia, compasión y amor, y declara que sólo por ellos hubo Él de venir, que era el
enfermo el necesitado de médico, y que Él sólo vino a salvar la oveja perdida de la casa de Israel.
¡Oh Tú, Manantial de Amor! ¡Pareces en verdad tan celoso de la salvación de los que has
comprado, que prefieres el pecador al justo! El pobre pecador se ve vil y miserable, de alguna
forma restringido a detestarse a sí mismo, y viendo que su estado es tan horrible, se echa en su
desesperación en los brazos de su Salvador, y se zambulle en la fuente sanadora, y sale de ella
«blanco como la nieve». Confundido entonces por su anterior estado de desorden, sobreabunda
de amor hacia Él – el cual teniendo todo el poder, tuvo también la compasión de salvarle –,
siendo el exceso de su amor proporcional a la enormidad de sus crímenes, y la plenitud de su
gratitud a la extensión de la deuda saldada. El que se justifica a sí mismo, apoyándose en las
muchas buenas obras que imagina ha hecho, parece sostener la salvación en su propia mano, y
considera el cielo una justa recompensa a sus méritos. En la amargura de su celo exclama contra
todos los pecadores, y perfila las puertas de la misericordia cerradas contra ellos, y el cielo un
lugar al que no tienen derecho. ¿Qué necesidad tiene tales auto justificados de un Salvador? Ya
tienen la carga de sus propios méritos. ¡Oh, cuánto tiempo acarrean la carga lisonjera, al tiempo
que los pecadores, despojados de todo, vuelan con presteza en alas de la fe y del amor hacia los
brazos de su Salvador, que sin coste alguno les otorga lo que gratuitamente ha prometido! ¡Cuán
llenos de amor y de justicia propios, y cuán vacíos del amor de Dios! Se estiman y admiran a sí
mismos en sus obras de justicia, y creen que son una fuente de felicidad. Tan pronto como estas
obras son expuestas al Sol de Justicia, y descubren que todas están llenas de impureza y vileza,
se inquietan en sobremanera. Mientras, la pobre pecadora, Magdalena, es perdonada porque ama
mucho, y su fe y amor son aceptados como justicia. El inspirado Pablo, quien tan bien entendió
estas grandes verdades y tanto las investigó, nos asegura que «su fe le fue contada por justicia»
(Rom 4:22). Esto es en verdad precioso, pues es cierto que todas las acciones de aquel santo
patriarca fueron estrictamente justas; empero, no viéndolas así, y libre del amor hacia ellas, y
despojado de egoísmo, su fe fue fundada sobre el Cristo venidero. Esperó en Él incluso en contra
de la esperanza misma, y esto le fue tenido en cuenta como justicia, una pura, simple y genuina
justicia, obrada por Cristo, y no una justicia obrada por sí mismo, y tenida como suya propia.
Puede usted pensar que esto es una grave disgresión del asunto, sin embargo nos guía sin
remedio hacia él. Nos muestra que Dios lleva a cabo Su obra, bien en pecadores convertidos,
cuyas pasadas iniquidades sirven de contrapeso a su encumbramiento, bien en personas cuya
justicia propia Él destruye, derrocando el orgulloso edificio que habían levantado sobre un
cimiento arenoso, en vez de en la Roca... CRISTO.

La instauración de todos estos fines, para cuyo propósito vino Él al mundo, se efectúa por el
aparente derribo de esa misma estructura que en realidad ha de erigir. Por unos medios que
parecen destruir Su Iglesia, Él la establece. ¡De qué extraña forma funda Él la nueva Casa de
Socorro y le da Su beneplácito! El propio Legislador es condenado por los versados e insignes
como un malhechor, y muere una muerte ignominiosa. Oh, que entendamos totalmente cuán
opuesta es nuestra propia justicia a los designios de Dios... sería un asunto de humillación sin fin,
y deberíamos de tener una profunda desconfianza de lo que en este momento constituye el todo
de nuestra dependencia. Partiendo de un amor justo, propio de Su supremo poder, y un celo
benigno hacia la humanidad, que se atribuye a sí misma los dones que Él mismo le otorga, le
complació tomar una de las más indignas criaturas de la creación, para hacer patente el hecho de
que Sus gracias son producto de Su voluntad, no los frutos de nuestros méritos. Es característico
de Su sabiduría destruir lo que es construido con orgullo, y construir lo que está destruido; hacer
uso de cosas débiles para confundir lo poderoso, y emplear para Su servicio aquello que parece
vil y despreciable. Él hace esto de una forma tan sorprendente, que llega a convertirles en el
objeto de la burla y el desprecio del mundo.

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No es con el fin de atraer sobre ellos la aprobación pública que Él les hace instrumento para
salvación de otros; sino para hacerles objeto de disgusto y súbditos de sus insultos, como usted
verá en esta vida sobre la que me ha instado usted a que escriba sin demora.

Capitulo 2

Nací el 18 de Abril de 1648. Mis progenitores, en particular mi padre, eran en extremo piadosos;
pero para él era algo hereditario. Muchos de sus antepasados fueron santos. Mi madre, en el
octavo mes, debido a un susto tremendo, abortó accidentalmente. Existe la creencia generalizada
de que un niño nacido en un mes así no puede sobrevivir. En realidad estuve tan enferma, justo
tras mi alumbramiento, que todos los que me atendieron perdieron la esperanza de que viviera, y
temían pudiese morir sin recibir el bautismo. Al percibir algunos síntomas de vitalidad, corrieron
a informar a mi padre, que de inmediato trajo un sacerdote; pero al entrar en la cámara les
dijeron que aquellos síntomas que habían levantado sus esperanzas eran únicamente manotazos
de un cuerpo que expiraba, y que todo había terminado. Tan pronto como mostraba de nuevo
signos de vida, otra vez recaía, y permanecí tanto tiempo en un estado incierto, que transcurrió
cierto tiempo hasta que pudieron encontrar una oportunidad adecuada para bautizarme. Continué
muy enferma hasta que tuve dos años y medio, que fue cuando me enviaron al convento de las
Ursulinas, donde permanecí unos cuantos meses. Al regresar, mi madre se negó a prestar la
debida atención a mi educación. No era muy aficionada a las hijas y me abandonó
completamente al cuidado de los sirvientes. En realidad podría haber sufrido severamente por su
falta de atención hacia mí si la todopoderosa Providencia no hubiera sido mi protectora, porque
debido a mi vivacidad tuve varios accidentes. Me caí varias veces a un profundo sótano en el que
guardábamos nuestra leña; sin embargo siempre salía ilesa.

La Duquesa de Montbason llegó al convento de los Benedictinos cuando yo tenía unos cuatro
años. Cultivaba una gran amistad con mi padre, y éste obtuvo permiso para que yo pudiera ir al
mismo convento. Ella se deleitaba de manera peculiar al ver mis retozos y prestaba cierta dulzura
para con mi conducta exterior. Me convertí en su constante compañera. Fui culpable de
frecuentes y peligrosas irregularidades en esta casa, y cometí serias faltas. Tenía buenos
ejemplos ante mí, y siendo por naturaleza inclinada a ello, los seguía si no había nadie para
corregirme. Me encantaba oír hablar de Dios, estar en la iglesia, y el ir vestida de atuendo
religioso. Me contaban los terrores del Infierno, que yo creía tenían la intención de intimidarme
de lo inquieta que era, y por lo llena que estaba de un tanto petulante brío que ellos denominaban
ingenio. A la noche siguiente soñaba con el Infierno, y aunque era tan joven, el tiempo nunca ha
sido capaz de borrar las terribles ideas impresas en mi imaginación. Todo era una horrible
oscuridad, donde las almas eran castigadas, y mi lugar entre ellas estaba señalado. Con esto
lloraba amargamente, y clamaba: “Oh, mi Dios, si tienes misericordia de mí, y me perdonas un
poco más, nunca más te volveré a ofender”. Y tú, oh Señor, en misericordia oíste mi llanto, y
derramaste sobre mí fuerza y valor para servirte, de una forma fuera de lo común para alguien de
mi edad. Quise ir a confesarme en privado, pero, como era pequeña, la encargada de los internos
me llevó al sacerdote, y se quedó conmigo mientras era escuchada. El confesor se sorprendió
mucho cuando le mencioné que tenía teorías en contra de la fe, y se empezó a reír y a preguntar
cuáles eran. Le dije que hasta entonces dudaba que existiera un lugar como el Infierno, y que
suponía que mi superiora me había hablado de él con el único propósito de hacerme buena, pero
que mis dudas ya se habían disipado. Tras la confesión mi corazón se encendió con cierto fervor,
y al momento tuve el deseo de sufrir martirio. Para entretenerse, y para ver hasta que punto este
aumento de fervor me habría de llevar, las buenas chicas de la casa me rogaron que me preparara
para el martirio. Encontré gran fervor y deleite en la oración, y estaba convencida de que este
ardor, siendo tan novedoso como agradable, era prueba del amor de Dios. Esto me inspiró con tal
coraje y resolución que esperaba con impaciencia su proceder, para que por medio de ello
pudiera entrar en Su santa presencia.
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¿Pero no había una latente hipocresía aquí? ¿No era que imaginaba que sería posible que no me
mataran, y que tendría el mérito del martirio sin sufrirlo? A primera vista parece que sí que había
algo allí de esta naturaleza. Colocada sobre un paño extendido para la ocasión, y viendo detrás
de mí una larga espada levantada que habían preparado para comprobar hasta donde me llevaría
mi ardor, grité: “¡Esperad, no es bueno que haya de morir sin obtener primero el permiso de mi
padre!” Habiendo dicho esto fui reprendida con presteza; me dijeron que podía levantarme y
escapar de allí, y que ya no era más un mártir. Estuve mucho tiempo desconsolada, y sin recibir
consuelo alguno; algo por dentro me echaba en cara no haber abrazado aquella oportunidad de ir
al cielo, cuando todo había dependido de mi propia elección. Bajo mi petición, y debido a que a
menudo caía enferma, al final me llevaron a casa. A mi regreso, teniendo mi madre una criada en
la que había depositado su confianza, me volvió a dejar al cuidado de la servidumbre. Es una
grave falta, de la que las madres son culpables, cuando, con el pretexto de quehaceres externos, u
otro tipo de devociones, obligan a sus hijas a soportar su ausencia. Y no me abstengo de
condenar esa injusta parcialidad con la que algunos padres tratan a sus hijos. Es frecuente fruto
de divisiones en familias, e incluso supone la ruina de algunas. La imparcialidad, al unir los
corazones de los hijos entre sí, establece los cimientos de una unanimidad y armonía duraderos.
Me gustaría ser capaz de convencer a los padres, y a todos aquellos que cuidan de la juventud, de
la gran atención que requieren y cuán peligroso es, durante cualquier lapso de tiempo, no tenerles
bajo su mirada, o mantenerles faltos de alguna clase de empleo. Esta negligencia es la ruina de
multitud de muchachas. Cuánto ha de lamentarse que las madres inclinadas a la piedad
perviertan aun los medios de la salvación, y para su propia destrucción, al cometer las mayores
irregularidades cuando aparentemente persiguen aquello que debiera producir la conducta más
regular y cauta.

Así, debido a que experimentan cierta ganancia en oración, se pasan todo el día en la iglesia;
mientras tanto, sus hijos corren hacia la destrucción. Glorificamos más a Dios cuando impedimos
lo que le pueda ofender. ¡De qué naturaleza habrá de ser aquel sacrificio que da pie al pecado!
Dios debe ser servido a Su manera. La devoción de las madres debería regularse con el fin de
evitar que sus hijas se extravíen. Que las traten como hermanas, no como esclavas. Que parezcan
agradadas con sus pequeños entretenimientos. Entonces los hijos se deleitarán con la presencia
de sus madres, en vez de evitarla. Si encuentran tanta felicidad con ellas, no soñarán en buscarla
en cualquier otra parte. A menudo las madres niegan a sus hijos cualquier clase de libertad. Al
igual que los pájaros constantemente confinados a una jaula, que tan pronto como encuentran
medios de escape, se marchan para nunca regresar. Para domesticarlos y hacerles dóciles cuando
son jóvenes, algunas veces se debería permitirles batir alas, pero como su vuelo es débil, y está
siendo observado de cerca, es fácil recuperarlos cuando se escapan. Un vuelo corto les da el
hábito de regresar de forma natural a su jaula, la cual se transforma en su aceptada prisión. Creo
que las chicas jóvenes deberían ser tratadas de una forma similar a esta. Las madres deberían
consentir una inocente libertad, pero nunca perderlas de vista. Con el fin de guardar las tiernas
mentes de los niños de lo que es incorrecto, mucho cuidado se debería tomar en emplearlas en
asuntos agradables y de utilidad. No deben de ser atiborradas de una comida que no pueden
saborear. Es leche apropiada para niños lo que se les debe administrar, y no dura carne que tanto
pueda disgustarles, para que cuando lleguen a una edad en que sea su alimento apropiado, no
sólo se limiten a saborearlo. Cada día deberían ser obligados a leer algo de un buen libro, pasar
algún tiempo en oración, cosa que debería estar dirigida a fomentar los sentimientos, más que a
meditar. ¡Oh, si se siguiera este método de educación, con que rapidez cesarían tantas
irregularidades! Cuando estas hijas fueran madres educarían a sus hijos de la forma en que ellas
mismas han sido educadas. Los padres también deberían evitar mostrar el menor indicio de
parcialidad en el trato con sus hijos. Esto engendra sigilosa envidia y rencor entre ellos, que con
frecuencia aumentan con el tiempo, e incluso continúan hasta la muerte.

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En cuantas ocasiones vemos que algunos niños son los ídolos de la casa, comportándose como
tiranos absolutos, tratando a sus hermanos y hermanas como esclavos, siguiendo el ejemplo del
padre y de la madre. Y muchas veces sucede que el favorito resulta ser un azote para los padres,
mientras que el pobre despistado y odiado se convierte en su consuelo y apoyo. Mi madre era
muy deficiente en la educación de sus hijos. Me mantenía durante días apartada de su presencia,
en compañía de los sirvientes, cuya conversación y ejemplo eran particularmente dañinos para
alguien de mi temperamento. El corazón de mi madre parecía estar centrado por completo en mi
hermano. A duras penas era favorecida en alguna ocasión con el menor ejemplo de su ternura y
cariño. Por consiguiente, me ausentaba de forma voluntaria de su presencia. Es cierto que mi
hermano era más simpático que yo, pero el exceso de su afecto para con él la cegó incluso hacia
mis buenas cualidades exteriores. Sólo valía para destapar mis defectos, que hubieran sido
insignificantes si se me hubiera prestado la debida atención.

Capitulo 3

Mi padre, quien me amaba tiernamente, viendo lo poco que se estaba atendiendo a mi educación,
se encargó de enviarme a un convento de las Ursulinas. Tenía casi siete años. En esta casa había
dos medias hermanas mías, una por parte de mi padre, y la otra por parte de mi madre. Mi padre
me puso bajo los cuidados de su hija, una persona de altísima capacidad y más excelsa piedad,
brillantemente cualificada para la instrucción de la juventud. Fue ésta una singular concesión de
la providencia y del amor de Dios hacia mí, y acabaron delimitando las primeras trazas de mi
salvación. Ella me amó con ternura, y su cariño la hizo descubrir en mí muchas cualidades
afables que el Señor había implantado. Procuró mejorar estas buenas cualidades, y creo que si
hubiera continuado en manos tan cuidadosas, habría adquirido tantos hábitos virtuosos como
malignos contraje posteriormente. Esta buena hermana empleó su tiempo instruyéndome en la
piedad y en aquellas ramas del aprendizaje que eran apropiadas para mi edad y capacidad. Tenía
en sus manos buenos talentos, e hizo buen uso de ellos. Era asidua en la oración y su fe no tenía
que envidiar a la de nadie. Se negó a sí misma un placer sí y otro no para estar conmigo e
instruirme. Tal era su cariño hacia mí que encontró más placentero estar conmigo que en
cualquier otra parte. Si le daba respuestas razonables, aunque más por casualidad que por juicio,
ya se consideraba bien pagada por todo su trabajo.

Bajo su tutela pronto me hice dueña de la mayor parte de los estudios adecuados para mí.
Muchas personas mayores en edad y categoría podrían no haber respondido a las preguntas.
Debido a que mi padre mandaba a menudo alguien a buscarme, deseando verme en casa, en una
ocasión me encontré allí con la Reina de Inglaterra. Tenía casi ocho años. Mi padre le dijo al
confesor de la Reina que si deseaba alguna distracción se podía entretener conmigo. Aquel me
probó con algunas preguntas muy difíciles, a lo que contesté con respuestas tan pertinentes, que
me llevó ante la Reina y le dijo: “Su majestad seguro que se divierte con esta niña”. Ella también
me probó, y se agradó tanto de mis vívidas respuestas, y de mi forma de comportarme, que me
solicitó a mi padre en un momento un tanto inoportuno. Le aseguró que tomaría especial cuidado
de mí, asignándome como doncella de honor de la princesa. Mi padre se resistió. Sin duda alguna
fue Dios quien provocó este rechazo, y por medio de éste desvió el golpe que probablemente
habría interceptado mi salvación. Siendo yo tan débil, ¿cómo podría haber resistido las
tentaciones y distracciones de una corte? Regresé con las Ursulinas, al lugar donde mi buena
hermana continuó dándome muestras de su cariño. Pero al no ser ella la encargada de los
interinos, y como a menudo se me obligaba a ir con ellos, contraje malos hábitos. Me aficioné a
mentir, al enojo, a la falta de devoción, pasando días completos sin pensar en Dios; aunque Él
me vigilaba de continuo, como más adelante se verá. No permanecía mucho tiempo bajo el poder
de tales hábitos porque el cuidar de mi hermana me reponía.

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Me gustaba mucho oír de Dios, no me apesadumbraba la iglesia, me encantaba orar, tenía ternura
hacia el pobre, y una natural antipatía hacia personas cuya doctrina era juzgada insana. Dios ha
tenido siempre esta merced para conmigo, aun en mis mayores infidelidades. Al final del jardín
que conectaba con este convento, había una pequeña capilla dedicada al niño Jesús. Aquí me
trasladaba yo para la devoción y, por algún tiempo, allá llevaba cada mañana mi desayuno,
escondiéndolo tras la imagen. Tan niña era, que consideraba que hacía un sacrificio considerable
privándome de él. Delicada en mis preferencias culinarias, deseaba mortificarme; pero el amor
propio estaba aún demasiado presente como para someterme de verdad a tal mortificación.
Cuando estuvieron limpiando esta capilla, encontraron tras la imagen lo que había dejado allí y
pronto adivinaron que fui yo. Me habían visto ir allá cada día. Creo que Dios, que no permite que
nada pase sin su debida paga, pronto me recompensó con un interés personal hacia esta pequeña
devoción infantil.

Por un tiempo seguí junto a mi hermana, donde retuve el amor y temor de Dios. Mi vida era
fácil; Estaba siendo educada al son y compás de ella, y yo estaba a gusto. Mejoraba mucho en los
estudios cuando no estaba enferma, pero muy a menudo lo estaba, y era atacada por males que
eran tan inesperados, como poco corrientes. Por la tarde, bien; por la mañana, hinchada y llena
de marcas azuladas, síntomas previos a una fiebre que al poco llegaba. A los nueve años, me dio
una hemorragia tan violenta que pensaron que me iba a morir. Acabé sumamente debilitada.
Poco antes de este duro ataque, mi otra hermana tuvo celos, y quiso tenerme bajo su cuidado. A
pesar de que llevaba una vida ordenada, no tenía un don para la educación de los niños. Al
principio cuidó de mí, pero todos sus cuidados no dejaron huella alguna en mi corazón. Mi otra
hermana hacía más con una mirada, que lo que ella hacía ya con cuidados, o bien con amenazas.
Al ver que no la amaba tanto, cambió a un trato riguroso. No me permitía hablar con mi otra
hermana. Cuando se enteraba que había hablado con ella, mandaba azotarme, o ella misma me
golpeaba. Ya no podía por más tiempo resistir el maltrato, por lo que devolví con aparente
ingratitud todos los favores de mi hermana por parte de padre, no yendo más a verla. Pero esto
no le impidió darme muestras de su acostumbrada bondad durante la grave enfermedad recién
mencionada. Interpretó comprensivamente mi ingratitud como mi temor al castigo, en vez de mal
corazón. En verdad creo que este fue el único caso en el que el temor al castigo obró de forma
tan poderosa en mí. Desde entonces sufría más por afligir a Aquel al que yo amaba, que
soportando el escarmiento de mano de los demás.

Tú sabías, oh mi Amado, que no era el miedo a tus castigos lo que se hundió tan profundamente,
ni en mi entendimiento, ni en mi corazón; era la tristeza por ofenderte lo que siempre constituía
toda mi angustia, que tan grande era. Me imagino que si no hubiera ni Cielo ni Infierno, siempre
habría guardado el mismo temor a disgustarte. Tú sabías que tras mis faltas, cuando, en
indulgente misericordia te complacías en visitar mi alma, tus cuidados eran mil veces más
insoportables que tu vara. Al ponerse mi padre al corriente de todo lo sucedido, me volvió a
llevar a casa. Casi había cumplido diez años. No estuve mucho tiempo en mi hogar. Una monja
del orden de San Dominico, de una gran familia, y uno de los amigos más íntimos de mi padre,
le pidió autorización para alojarme en su convento. Era la priora y prometió cuidar de mí y
hospedarme en su habitación. Esta dama me había tomado un gran cariño. Estaba tan solicitada
por su comunidad, en sus muchas situaciones problemáticas, que no tenía libertad para cuidar
mucho de mí. Tuve la varicela, que me mantuvo en cama durante tres semanas a lo largo de las
cuales recibí muy mala atención, aunque mi padre y mi madre pensaban que estaba bajo unos
excelentes cuidados. Las damas de la casa tenían tal pavor a la varicela que, imaginándose que
era eso lo que tenía, ni se me acercaban. Pasé casi todo el tiempo sin ver a nadie. Una de las
hermanas, que sólo me procuraba la dieta a unas horas específicas, se volvía a ir
apresuradamente. De forma providencial encontré una Biblia, y al tener una afición hacia la
lectura, así como una presta memoria, me pasaban los días leyéndola de la mañana a la noche.
Me aprendí totalmente la parte histórica.
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Pero era verdaderamente muy infeliz en esta casa. Los otros internos, muchachas mayores, me
afligían con crueles persecuciones. Estuve tan desatendida, también respecto a la comida, que me
quedé bastante escuálida.

Capítulo 4

A los ocho meses aproximadamente mi padre me trajo a casa. Mi madre me tenía más con ella,
empezando a tener por mí un mayor interés que antes. Aún prefería a mi hermano, todo el mundo
hablaba de ello. Incluso cuando estaba enferma y no hubiera nada que yo quisiera, eso mismo él
lo quería para sí. Me lo quitaban a mí de las manos y se lo daban a él, aunque gozara de una
perfecta salud. Un día me hizo subir al techo del carruaje, y luego me tiró abajo. Como
consecuencia de la caída me magullé muchísimo. Otras veces me golpeaba. Pero hiciera lo que
hiciera, aunque fuera incorrecto, se le guiñaba un ojo, o se le atribuía la más favorable
interpretación. Esto agrió mi carácter. No tenía una gran tendencia a hacer lo bueno, y empecé a
decir que “nunca había sido persona predispuesta a ello”. No era entonces sólo por Ti, oh Dios,
que hacía el bien, pues dejé de practicarlo al no encontrar en los otros la respuesta que yo
esperaba. Si hubiese sabido hacer buen uso de este tu guiar mortificante, pudiera haber
conseguido un buen avance. Lejos de desviarme del camino, me habría hecho volver a Ti con
mayor anhelo. Miraba con ojos recelosos a mi hermano, percatándome de la diferencia entre él y
yo. Cualquier cosa que él hiciera se consideraba correcta; pero si había culpa, recaía sobre mí.
Mis hermanastras por parte de madre ganaban su beneplácito cuidándole a él y persiguiéndome a
mí. Cierto, yo era mala. Reincidía en mis anteriores defectos de mentira y enojo. Pero a pesar de
todas estas faltas, era muy cariñosa y benéfica con el pobre. Oraba a Dios asiduamente, me
encantaba oír a quien fuera hablar acerca de Él, y disfrutaba leyendo buenos libros.

No me cabe duda de que se sorprenda ante una serie así de inconsistencias; pero lo que viene a
continuación le sorprenderá más todavía, cuando vea que esta forma de actuar gana terreno a
medida que mi edad avanza. Conforme maduraba mi entendimiento, así de lejos estaba de
corregirse en este comportamiento irracional. El pecado creció con mayor fuerza dentro de mí.
¡Oh mi Dios, tu gracia parecía redundar por dos al aumento de mi ingratitud! Era conmigo como
con una ciudad asediada, rodeando Tú mi corazón, y yo sólo estudiando cómo defenderme de tus
ataques. Levanté fortines en rededor del desdichado lugar, acrecentando el número de mis
iniquidades para evitar que Tú lo tomaras. Cuando se daba la apariencia de que Tú estabas
siendo en victoria sobre este desagradecido corazón, inicié un contraataque, y alcé murallas para
mantener a raya tu bondad, y evitar el normal fluir de tu gracia. Nadie más que Tú podría haber
vencido. No puedo soportar escuchar “no somos libres para resistir la gracia”. He tenido una
experiencia demasiado larga y fatal de mi libertad. Cerré las avenidas de mi corazón, para que no
pudiera oír esa voz secreta de Dios que me estaba llamando para Sí mismo. En realidad, desde la
más tierna infancia, he sufrido una serie de agravios, bien en forma de enfermedad o
persecución. La muchacha a cuyo cuidado me dejó mi madre solía golpearme al arreglarme el
pelo, cosa que sólo hacía con rabia y a tirones. Todo parecía castigarme, más esto, en vez de
volverme a Ti, oh Dios mío, sólo servía para afligir y amargar mi mente. Mi padre no sabía nada
de esto; su amor hacia mí era tal que no lo habría consentido.

Yo le quería mucho, pero al mismo tiempo le temía, por lo que no le dije nada. A menudo mi
madre le hostigaba quejándose de mí, a lo cual él no daba más respuesta que “hay doce horas al
día; ya madurará”. Este riguroso proceder no fue lo peor para mi alma, aunque agrió mi
temperamento, que por lo demás era manso y tranquilo. Pero lo que causó mi mayor daño, era
que yo eligiera estar entre los que me mimaban, para terminar de corromperme y estropearme.
Mi padre, al ver que ahora estaba más crecidita, me dispuso entre las Ursulinas en la Cuaresma,
para recibir mi primera comunión en la Pascua de Resurrección, pues para entonces ya habría
cumplido mis once años.
11
Y en esto que mi más querida hermana, bajo cuya inspección me puso mi padre, triplicó sus
cuidados con el propósito de prepararme lo mejor posible para este acto de devoción. Ahora
pensaba entregarme a Dios en serio. A menudo percibía una lucha entre mis buenas inclinaciones
y mis malos hábitos. Llegué incluso a hacer algunas penitencias. Como casi siempre estaba con
mi hermana, y las internas de su clase (que además era la mejor) eran bastante razonables y
cívicas, yo también me hice así mientras estuve con ellas. Había sido cruel malcriarme, pues mi
propia naturaleza estaba fuertemente inclinada a la bondad. Con algo de afabilidad se me ganaba
enseguida, y con gusto hacía lo que fuera que mi buena hermana deseara. Por fin llegó la Pascua;
recibí la comunión con mucho gozo y devoción, y permanecí en esta casa hasta el Pentecostés.
Pero como mi otra hermana era la maestra de la segunda clase, exigió que durante su semana
estuviera con ella en esa clase. Gracias a sus modales, tan opuestos a los de su otra hermana, me
relajé en mi anterior piedad. Ya no sentía más ese delicioso y nuevo ardor que había arrebatado
mi corazón en mi primera comunión. ¡Ay!, no duró más que un poco. Mis defectos y mis caídas
pronto se hicieron reiterados y me alejaron del cuidado y obligaciones de la religión. Siendo más
alta de lo normal para una chica de mi edad, y esto redundando a un mayor gusto por parte de mi
madre, ahora se encargaba de arreglarme y de vestirme, de buscarme la compañía de otros, y de
llevarme al extranjero. Tomó un orgullo fuera de lo normal de esa belleza con la que Dios me
había formado para bendecirle y alabarle. Pero yo la pervertí en una fuente de orgullo y vanidad.
Varios pretendientes vinieron a mí, pero como todavía no había cumplido doce años, mi padre no
escuchó ninguna proposición. Me encantaba leer y me encerraba a solas todos los días para leer
sin interrupciones.

Lo que tuvo el efecto de entregarme por completo a Dios, al menos durante algún tiempo, fue el
que un sobrino de mi padre pasara por nuestra casa en una misión hacia Cochin China. Resultó
que en aquel momento yo estaba dando un paseo con mis damas de compañía, cosa que raras
veces hacía. Cuando regresé ya se había marchado. Me contaron acerca de su santidad, y de las
cosas que había dicho. Me tocó tanto que me invadió la tristeza. Lloré el resto del día y de la
noche. A la mañana siguiente, temprano, fui a buscar a mi confesor muy angustiada. Le dije:
“¡Qué, señor padre! ¿Voy a ser la única persona de mi familia que va a perderse? Ay, ayúdeme
en mi salvación”. Se sorprendió en gran manera al verme tan afligida y me consoló lo mejor que
pudo, sin llegar a creerse que fuera tan mala como parecía. En mis tropiezos era dócil, puntual en
la obediencia, cuidadosa de confesarme a menudo. Desde que acudía a él, mi vida era más
regular.
Oh, Dios Tú de amor, ¡cuántas veces has llamado a la puerta de mi corazón! ¡Cuántas veces me
has aterrorizado con simulacros de una muerte repentina! Todos estos sólo dejaron una
impresión pasajera. En breve regresaba otra vez a mis infidelidades. Mas esta vez te llevabas y
raptabas mi corazón. ¡Ay, que pena tenía ahora por haberte desagradado! ¡Qué lamentos, qué
suspiros, qué sollozos! ¿Quién hubiera pensado al verme que mi conversión habría de durar toda
mi vida? ¿Por qué no, mi Dios, tomaste por completo este corazón para Ti, cuando te lo entregué
tan plenamente? O, si fue entonces cuando lo tomaste, ¿por qué lo sublevaste de nuevo? Seguro
que eras lo suficientemente fuerte como para dominarlo, pero quizás Tú, al dejarme a mi aire,
expusiste tu misericordia para que la profundidad de mi iniquidad pudiera servir como trofeo a tu
bondad. Me apliqué de inmediato a todas mis obligaciones. Hice una confesión general con gran
contrición de corazón. Confesé con franqueza y con muchas lágrimas todo lo que sabía. Tanto
cambié que a duras penas me reconocían. Nunca hubiera incurrido de forma voluntaria ni en el
más mínimo desliz. No encontraron nada de qué absolverme cuando me confesaba. Descubrí los
más pequeños defectos y Dios me hizo el favor de capacitarme para conquistarme a mí misma en
muchas cosas. Sólo quedaron algunas trazas de pasión que me dieron algunos problemas para
conquistarlas. Pero tan pronto como daba algún disgusto, por cualquier motivo, incluso a los
empleados domésticos, imploraba su perdón con el propósito de subyugar mi ira y orgullo;
porque la ira es hija del orgullo. Una persona de veras humillada no permite que nada le ponga
furiosa.
12
Al igual que el orgullo es lo último que se muere en el alma, la pasión es lo último destruido en
la conducta externa. Un alma totalmente muerta a sí misma no encuentra furor alguno dentro de
ella. Hay personas que, sobreabundando en gracia y en paz, a la puerta misma de la senda
resignada de la luz y del amor, dicen que hasta allí han llegado. Pero están muy equivocadas al
ver así su condición. Si están dispuestas a examinar de corazón dos cosas, pronto descubrirán
esto. Primero, que si su naturaleza es vivaz, encendida e impulsiva (no estoy hablando de
temperamentos necios), encontrarán que de vez en cuando cometen deslices en los que la
emoción y la angustia juegan su parte. Incluso entonces aquellos deslices son útiles para
humillarles y aniquilarles. (Pero cuando la aniquilación ha sido perfeccionada, toda pasión ha
huido, y ya no son compatibles con este ulterior estado). Se enfrentarán al hecho de que con
frecuencia surge una moción interna a la ira, pero la dulzura de la gracia tira de la soga.
Transgredirían fácilmente si dieran pie de alguna manera a estos indicios. Hay personas que se
consideran muy mansas porque nada les frustra. No es de tales de los que estoy hablando. La
mansedumbre que nunca ha sido puesta a prueba, por lo general sólo es una falsificación.
Aquellas personas que, cuando nadie las molesta, parecen santas, en el momento que son
inquietadas por mano de acontecimientos incómodos, se desperezan en ellos un inusual número
de defectos. Pensaban que estaban muertos, cuando sólo permanecían dormidos porque nada les
hacía despertar.

Continué con mis ejercicios religiosos. Me encerraba todo el día para leer y orar. Di al pobre
todo cuanto tenía, llevando incluso ropa de lino a sus casas. Les enseñé el catecismo, y cuando
mis padres cenaban fuera, les hacía comer conmigo y les servía con gran respeto. Leí las obras
de San Francisco de Sales y la vida de Madame de Chantal. Allí aprendí por primera vez lo que
era la oración mental, y supliqué a mi confesor me enseñara aquella clase de oración. Como no
lo hizo, utilicé de mi propio esfuerzo para practicarla, aunque sin éxito pensé entonces, pues no
era capaz de ejercitar la imaginación; me persuadí a mí misma de que la oración no podía
hacerse sin formar en uno mismo ciertas ideas y razonar mucho. Este escollo no me dio pocos
quebraderos de cabeza, durante bastante tiempo. Era muy diligente y oraba a Dios con fervor
para que me concediera el don de la oración. Todo lo que veía en la vida de Madame de Chantal
me encandilaba. Era tan niña, que pensé que tenía que hacer todo cuanto veía en ella. Todos los
juramentos que hizo ella, yo también hice. Un día leí que se había puesto el nombre de Jesús en
su corazón, obedeciendo al consejo: «Ponme como un sello sobre mi corazón». Para este
propósito había tomado un hierro al rojo vivo, sobre el que estaba grabado el nombre santo. Me
angustié mucho al ver que yo no podía hacer lo mismo. Decidí escribir aquel sagrado y adorable
nombre en letras grandes, sobre papel, y con lazos y una aguja me lo pegué a la piel por cuatro
sitios. En esa posición se quedó durante mucho tiempo. Tras esto, me empeñé en ser monja.
Como el amor que tenía hacia San Francisco de Sales no me permitía pensar en ninguna otra
comunidad, excepto aquella de la que era él fundador, a menudo me iba a rogarle a las monjas de
allí que me recibieran en su convento. Con frecuencia me escabullía de la casa de mi padre y
solicitaba reiteradamente mi admisión en aquel lugar. Aunque era algo que ellas solícitas
anhelaban, siquiera como una ventaja temporal, nunca se atrevieron a dejarme entrar, porque
temían mucho a mi padre, de cuyo afecto hacia mí no eran ajenas. Había en aquella casa una
sobrina de mi padre, a la que debo mucho. La fortuna no había sonreído mucho a su padre. Esto
la había llevado a depender hasta cierto punto del mío, a quien puso al corriente de mis deseos.

Aunque por nada del mundo él hubiera coartado una verdadera vocación, no podía oír hablar de
mis intenciones sin derramar lágrimas. Puesto que en aquel entonces él estaba en el extranjero,
mi prima acudió al confesor para suplicarle que evitara mi marcha al convento. Éste no se
atrevió, empero, a hacerlo abiertamente, por miedo de atraer sobre sí el resentimiento de aquella
comunidad. Yo todavía quería ser monja, e importunaba en demasía a mi madre para que me
llevara a aquella casa. No lo hizo por temor a afligir a mi padre, el cual estaba ausente.

13
Capítulo 5

Tan pronto como llegó mi padre a casa, enfermó de gravedad. Al mismo tiempo, mi madre se
encontraba indispuesta en otra parte de la casa. Estuve a solas con él, dispuesta a prestarle
cualquier tipo de ayuda que pudiera estar en mi mano, y darle toda muestra servicial partiendo
del más sincero afecto. No pongo en duda que mi diligencia le era de mucho agrado. Hice las
tareas más bajas, sin que él se percatara, dedicándoles tiempo cuando los sirvientes no estaban a
mano, con el fin de mortificarme a mí misma, y así como para dar debido honor a lo que dijo
Jesucristo, de que Él no había venido para ser servido, sino para servir. Cuando padre me hacía
leerle, lo hacía con una devoción tan sentida que se sorprendía. Recordé las enseñanzas que mi
hermana me había dado, y las oraciones y alabanzas en voz alta que había aprendido. Ella me
había enseñado a alabarte, oh mi Dios, en todas tus buenas obras. Todo lo que veía me llamaba a
rendirte honra. Si llovía, deseaba que cada gota se volviera amor y alabanzas. Mi corazón se
alimentaba sin darse cuenta de tu amor, y de continuo mi espíritu se quedaba absorto con tu
recuerdo. Parecíame que participaba y afiliaba con todo el bien que se hacía en el mundo, y
hubiera deseado poder unir en uno los corazones de todos los hombres para que todos te amaran.
Este hábito arraigó en mí con tal fuerza, que lo retuve en medio de mis mayores ires y diretes.

No poca ayuda ofreció mi prima al apoyarme en medio de estos buenos sentimientos. Muchas
veces estuve con ella, y la quería, pues cuidó mucho de mí, y me trató con mucha dulzura. Su
fortuna no estaba a la altura de su cuna ni de su virtud, mas hacía con cariño y afecto lo que le
proveía su condición. Mi madre empezó a tener celos, temiendo que amara a mi prima
demasiado bien y a ella misma demasiado poco. Ella, que me había dejado en mis tempranos
años al cuidado de sus criadas, y desde entonces al mío propio, y que sólo exigía que estuviera
en casa. No queriendo ya darse más quebraderos de cabeza, ahora me hacía estar siempre con
ella, y nunca me permitía estar con mi prima salvo a regañadientes. Mi prima cayó enferma. Mi
madre aprovechó aquella ocasión para enviarla a nuestro hogar, lo cual supuso un duro golpe
tanto para mi corazón, como para esa gracia que empezaba a aflorar en mí.

Mi madre era una mujer muy virtuosa. Fue una de las mujeres más caritativas de su época. No
sólo daba de las sobras, sino incluso de las necesidades de la casa. Los necesitados nunca fueron
descuidados. Ni tampoco nunca un desdichado vino a ella sin recibir socorro. Suplía de medios a
los obreros para que continuaran con su trabajo, y a los comerciantes con género para sus
tiendas. Creo que heredé de ella mi caridad y amor para con el pobre. Dios me concedió la
bendición de ser su sucesora en aquel santo ejercicio. No había nadie en la ciudad que no la
alabara por esta virtud. En ocasiones daba hasta el último penique de la casa, aunque tenía una
gran familia que mantener, y sin embargo se mantenía fiel a su fe. Desde siempre, la única
preocupación de mi madre hacia conmigo fue tenerme en casa, lo que en verdad es un punto
esencial para una muchacha. Este hábito de permanecer tanto tiempo puertas adentro, vino a ser
muy útil tras mi casamiento. Habría resultado mejor en el caso de que me hubiera posibilitado
quedarme más tiempo con ella en su propio aposento, bajo una libertad pactada, y si hubiera
preguntado más a menudo en qué parte de la casa me encontraba.

Después de que mi prima me dejara, Dios me otorgó la gracia de perdonar las ofensas de tal buen
talante, que mi confesor estaba sorprendido. Él sabía que algunas damiselas, por envidia, me
difamaban, y que yo hablaba bien de ellas cuando se presentaba la ocasión. Agarré unas fiebres
palúdicas que duraron cuatro meses, durante los cuales sufrí mucho. A lo largo de aquel tiempo
fui capacitada para sufrir con mucha resignación y paciencia. Perseveré en este estado de ánimo
y forma de vida mientras continuaba con la práctica de la oración mental. Más tarde nos fuimos a
pasar algunos días al campo. Mi padre se trajo con nosotros a uno de sus parientes, un joven
caballero de altas esferas.

14
Tenía muchas ganas de casarse conmigo; pero mi padre, teniendo decidido no darme a ningún
familiar cercano por la dificultad de obtener bendiciones religiosas, le rechazó sin alegar por ello
ninguna razón falsa o frívola. Como este joven caballero era muy devoto, y cada día cumplía el
Salve de la Virgen, yo lo recitaba junto a él. Con vistas a disponer del tiempo suficiente para este
menester, dejé a un lado la oración, lo cual supuso para mí la principal vía de entrada de males.
No obstante, retuve durante algún tiempo parte del espíritu de la piedad, pues me iba a buscar a
las pequeñas pastorcillas para instruirlas en sus deberes religiosos. Al no ser alimentado de
oración, este espíritu decayó de forma gradual. Me volví fría para con Dios. Todos mis antiguos
defectos revivieron, a los que sumé una desmesurada vanidad. El amor que empecé a tener por
mí misma extinguió lo que quedaba dentro de mí del amor de Dios. No abandoné por completo
la oración mental sin pedirle permiso a mi confesor. Le dije que me parecía mejor recitar cada
día el Salve de la Virgen que practicar la oración; no tenía tiempo para ambas cosas. No veía yo
que esto era una estratagema del enemigo para alejarme de Dios, para enredarme en las trampas
que había preparado para mí. Disponía de tiempo suficiente para ambas, pues no tenía otra
ocupación que aquello que yo misma me imponía. Mi confesor fue blando con el tema. Al no ser
un hombre de oración, dio su consentimiento en favor de mi propio perjuicio. Oh Dios mío, si se
llegara a conocer el valor de la oración, la gran ventaja obtenida por el alma cuando conversa
contigo, y de qué consecuencia es para su salvación, todo el mundo se aplicaría a ello. Es una
fortaleza en la que el enemigo no puede entrar. La puede atacar, asediar, armar ruido tras sus
murallas; pero mientras permanecemos fieles y mantenemos nuestros puestos, no nos puede
dañar.

Es igualmente un requisito instruir a los niños en que la oración es algo tan necesario como su
salvación. ¡Ay! Desgraciadamente se cree que basta con decirles que hay un Cielo y un Infierno;
que deben esforzarse en evitar el postrero y obtener el primero; sin embargo no se les enseña el
camino más fácil y corto de llegar a Él. El único camino que lleva al Cielo es la oración, una
oración del corazón de la que todo el mundo es capaz, y no los razonamientos, que son los frutos
del estudio; ni el ejercicio de la imaginación, que al llenar la mente de objetos errantes rara vez la
asienta; y en vez de hacer entrar en calor al corazón, por medio del amor hacia Dios, lo dejan frío
y lánguido. Dejad que el pobre venga, dejad que el ignorante y carnal vengan; dejad que los
niños sin razón o conocimiento vengan, dejad que los corazones torpes y duros que no pueden
retener nada vengan a la práctica de la oración, y ellos serán sabios. Y vosotros, grandes, sabios
y ricos, ¿no tenéis un corazón capaz de amar lo que os es en vuestro propio provecho y odiar lo
que os es de destrucción? Amad al bien soberano, odiad todo mal, y seréis verdaderamente
sabios.

Cuándo amáis a alguien, ¿es porque conocéis las razones del amor y sus definiciones? No, por
cierto. Amáis porque vuestro corazón está hecho para amar lo que considera gentil y afable.
Sabéis a ciencia cierta que no hay nada más precioso que Dios en el universo. ¿No sabéis que Él
os ha creado, que ha muerto por vosotros? Mas si estas razones no son suficientes, ¿quién de
vosotros no tiene alguna necesidad, problema, o desgracia? ¿Quién de vosotros no sabe cómo
expresar su mal, y suplicar socorro? Venid, pues, a esta Fuente de todo bien, sin quejarse a
débiles e impotentes criaturas, que no pueden ayudaros; venid a la oración; exponed ante Dios
vuestros problemas, suplicad Su gracia... y por encima de todo, suplicad que podáis amarle.
Nadie se puede eximir a sí mismo de amar, pues nadie puede vivir sin corazón, ni el corazón sin
amor.
¿Por qué han de entretenerse, buscando razones para amar al mismísimo Amor? Amemos sin
razonar sobre ello, y nos veremos a nosotros mismos llenos de amor antes de que los otros sepan
qué razones indujeron a ello. Poned a prueba este amor, y en él seréis más sabios que los más
diestros filósofos. En el amor, como en todo lo demás, la experiencia instruye mejor que el
razonar. Venid pues, bebed de esta fuente de vivas aguas en vez de las rotas cisternas de la
criatura, que lejos de mitigar vuestra sed, sólo tienden a incrementarla de continuo.
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En cuanto bebierais de esta fuente, ya no buscaríais de un lado a otro para poder mitigar vuestra
sed. Pero si la apartáis, ¡ay!, el enemigo está arriba y tú abajo. Él te dará de sus pócimas
envenenadas, que pueden tener un aparente gusto de dulzor, pero de seguro te robarán la vida.
Yo olvidé la fuente de agua viva cuando abandoné la oración. Me volví como una viña expuesta
al pillaje, con los setos echados abajo para que con toda libertad los viajeros la pudieran saquear
y destrozar. Empecé a buscar en la criatura lo que había encontrado en Dios. Él me dejó a mi
aire, porque yo le dejé primero. Fue Su voluntad que permitió que me hundiera en la horrible
fosa, para hacerme sentir la necesidad que tenía de acercarme a Él en oración. Tú has dicho que
destruirás aquellas almas adúlteras que se aparten de Ti. ¡Ay!, su partida es lo que causa su
destrucción, pues, al apartarse de Ti, oh Sol de Justicia, penetran en las regiones de oscuridad y
frialdad de la muerte, de las que nunca se levantarían si Tú no las volvieras a visitar. Si por
medio de tu luz divina no iluminases su oscuridad, y por medio de tu calor vivificador no
deshicieras sus gélidos corazones, y les restauraras a vida, nunca se levantarían. Caí entonces en
el mayor de todos los infortunios. Errante, me alejé más y más de Ti, oh mi Dios, y te retiraste
poco a poco de un corazón que había renegado de Ti. Pero tal es tu bondad, que parecía como si
me hubieras dejado con pesar; y cuando este corazón estaba deseoso de regresar a Ti de nuevo,
¡con qué rapidez viniste a recibirlo! Esta prueba de tu amor y misericordia, habrá de ser para mí
un eterno testimonio de tu bondad y de mi propia ingratitud. A medida que la edad otorgaba
mayor fuerza a la naturaleza, me volví aún más apasionada de lo que nunca había sido. Con
frecuencia era culpable de mentir. Sentía mi corazón corrupto y vano. La chispa de gracia divina
casi estaba extinta dentro de mí, y caí en un estado de indiferencia y falta de devoción, a pesar de
que guardaba las apariencias.

Las pautas de comportamiento que había adquirido en la iglesia me hacían aparentar ser mejor de
lo que era. La vanidad, que había sido excluida de mi corazón, volvía ahora a ocupar su lugar
correspondiente. Empecé a pasar gran parte de mi tiempo ante un espejo. Encontré tanto placer
en mirarme a mí misma, que pensaba que los demás estaban en su derecho de hacer lo mismo.
En vez de hacer uso de este exterior, que Dios me había dado para poder amarle todavía más,
sólo se convirtió para mí en los recursos de una vana complacencia. Todo en mi persona me
parecía bello, pero no llegaba a ver que ocultaba bajo sí un alma contaminada. Esto me hizo tan
vana interiormente, que dudo que alguien me haya nunca superado en ello. Había una falsa
modestia en mi conducta externa que podía engañar al mundo entero. La gran estima que tenía
por mí misma me hizo encontrar faltas en todo aquel que era de mi propio sexo. No tenía ojos
más que para ver mis propias buenas cualidades y para descubrir los defectos de otros. Escondía
de mí misma mis propias faltas, o si advertía alguna, para mí parecía poco en comparación con
otras. Las excusaba, e incluso me las pintaba a mí misma como perfecciones. Fuera cual fuera la
idea que me hiciera de otros, o de mí misma, era errónea. Hasta tal extremo me gustaba leer,
particularmente romances, que me pasaba días y noches enteras enfrascadas en ellos. Algunas
veces el día rompía mientras yo seguía leyendo, hasta el punto que durante un tiempo casi perdí
el hábito del sueño. Siempre estaba impaciente de llegar al final del libro con la esperanza de
encontrar algo que satisficiera un anhelo y ansia que hallaba dentro de mí. Mi sed de lectura no
hacía más que aumentar a medida que leía. Los libros son extrañas invenciones que destruyen a
la juventud. Aunque no causaran más daño que la pérdida de precioso tiempo, ¿no es ya
demasiado? No me contuve, sino que más bien me animaba a leerlos con el pretexto falaz de que
le enseñaban a uno a hablar bien. Mientras tanto, fluyendo en el seno tu abundante misericordia,
oh Dios mío, de cuando en cuando venías a buscarme, y ciertamente llamabas a la puerta de mi
corazón. A menudo me traspasaba la más aguda tristeza y derramaba abundancia de lágrimas.
Me angustiaba ver que mi condición era muy diferente de la que lograba obtener cuando estaba
en tu sacra presencia; mas mis lágrimas no tenían fruto y mi pena era en vano. No era capaz de
salir por mí misma de este miserable estado. Habría deseado que una mano tan caritativa como
poderosa me hubiera extraído de allí, pues yo misma no tenía el poder necesario.

16
Si hubiese tenido algún amigo que hubiera examinado la causa de este mal, y me hubiese hecho
recurrir de nuevo a la oración, que era el único medio de alivio, todo habría ido bien. Estaba,
como el profeta, en un profundo abismo de lodo del cual no podía escapar. Me topé con
reprimendas por estar en él, pero nadie tuvo la suficiente amabilidad de extender un brazo y
sacarme. Y cuando trataba de salir mediante vanos esfuerzos, sólo me hundía más, y cada fallida
tentativa únicamente me hacía ver mi propia impotencia y me dejaba más afligida.

Oh, cuanta compasión hacia los pecadores me ha dado esta triste experiencia. Me ha enseñado
por qué tan pocos de ellos emergen de este miserable estado en el que han caído. ¡Aquellos que
lo ven lo único que hacen es rasgarse las vestiduras ante la desordenada existencia de estas
criaturas, y les asustan con amenazas de un futuro castigo! Estos gritos y amenazas al principio
surten cierto efecto, y los afectados hacen uso de alguna débil intentona tras su libertad, mas,
después de haber experimentado su insuficiencia, se abaten poco a poco en su destino, y pierden
el coraje de volver a intentarlo. Todo cuanto el hombre pueda decirles después es perder el
tiempo, aunque uno les estuviera predicando sin cesar. Alguno busca alivio y va corriendo a
confesarse, cuando el único remedio de verdad para liberarse consiste en la oración, con el fin de
presentarse ante Dios como un criminal e implorarle fuerzas para sacarle de este estado.
Entonces pronto serían cambiados, y serían sacados del lodo y del fango. Pero el diablo ha
persuadido falsamente a los doctos y sabios de esta era de que, para poder orar, primero es
necesario estar perfectamente convertido. De aquí que la gente desista, y de aquí que apenas
haya alguna conversión que sea duradera. El diablo sólo se pone de uñas con la oración y con
aquellos que la ejercitan, pues sabe que es el único y verdadero recurso que puede arrebatarle su
presa. Nos deja que padezcamos todas las austeridades que queramos. Él no persigue a los que
las disfrutan ni a los que las practican. Pero tan pronto aquel entra en la vida espiritual, una vida
de oración, que ha de prepararse para extrañas cruces. Todas las formas de persecución y
desprecio de este mundo están reservadas para esa vida. Miserable era la condición a la que me
vi reducida a través de mis infidelidades, y poca la ayuda que recibía por parte de mi confesor,
mas no dejé por ello de decir en voz alta mis oraciones todos los días, de confesarme con
bastante frecuencia, y de participar en la comunión casi cada quincena. A veces me iba a la
iglesia a llorar, y rezarle a la Bendita Virgen para obtener mi conversión. Me encantaba oír a
cualquiera hablar de Dios, y nunca me cansaba de esta conversación.

Cuando mi padre hablaba de Él, me extasiaba de gozo, y cuando él y mi madre iban a alguna
peregrinación y tenían que levantarse temprano, bien no me iba a la cama la noche de antes, o
bien pagaba a las muchachas para que me levantaran temprano. En esas ocasiones la
conversación de mi padre siempre versaba sobre asuntos divinos, que me concedían el mayor de
los placeres, y prefería aquel tema a ningún otro. A pesar de tener tantas faltas, también amaba al
pobre y era caritativa. Cuán extraño le puede parecer esto a algunos, y cuán difícil es reconciliar
cosas tan opuestas.

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Capitulo 6

Más tarde nos vinimos a París, donde mi vanidad aumentó. No había ocasión desperdiciada para
hacerme parecer privilegiada. Era lo suficientemente echada para adelante como para lucirme y
exhibir mi orgullo, haciendo un desfile de esta vana belleza. Quería ser amada por todos y no
amar a nadie. Se me ofrecieron varias ofertas de matrimonios aparentemente ventajosos, mas no
queriendo Dios que me perdiera, no permitió que los acontecimientos se desenvolvieran. Mi
padre aún encontraba impedimentos que mi muy sabio Creador levantó para mi salvación. Si me
hubiera casado con cualquiera de estas personas, habría sido muy puesta a la vista, y mi vanidad
habría tenido los medios para extenderse.
Había una persona que me había estado pretendiendo en matrimonio durante varios años. Mi
padre, por razones de familia, siempre le había rechazado. Su manera de comportarse se oponía a
mi vanidad. El miedo de que pudiera dejar mi país junto a la acomodada situación de este
caballero, indujo a mi padre, a pesar de su propia reticencia y la de mi madre, a prometerme a él.
Esto se hizo sin consultarme. Me hicieron firmar los estatutos de matrimonio sin permitirme
saber lo que era. Me agradaba la idea del matrimonio, ilusionándome con la esperanza de
conseguir así una completa libertad, y librarme del maltrato que provenía de mi madre. Dios lo
dispuso todo de forma muy diferente. La condición en la que me encontré más adelante frustró
mis esperanzas. Pensando como yo pensaba que el matrimonio era algo agradable, después de
estar prometida e incluso mucho después de mi casamiento, me pasé todo el tiempo en una
extrema confusión, debido a dos causas. La primera, mi pudor natural que no perdí. Era muy
reservada para con los hombres.

La otra, mi vanidad. Aunque el marido que me fue entregado era una unión más ventajosa de lo
que me merecía, no le consideré así. Era mucho más apetecible la apariencia que daban los
demás que anteriormente se me habían ofrecido en matrimonio. Su alta posición me habría
puesto a la vista. Cualquier cosa que no halagara mi vanidad, para mí era insoportable. Sin
embargo, esta misma vanidad era, yo creo, de cierto provecho; me impidió caer en cosas que son
la ruina de muchas familias. No habría hecho nada que a los ojos del mundo me pudiera haber
hecho culpable. Como era recatada en la iglesia, no acostumbraba irme al extranjero sin mi
madre, y la reputación de nuestra casa era grande, podía pasar por una persona virtuosa. No vi a
mi electo esposo hasta que estuve en París, dos o tres días antes de nuestra boda. Tras la firma de
mi contrato nupcial, las misas declararon que mi matrimonio estaba en la voluntad de Dios.
Deseaba al menos que se hiciera de esta forma. Oh, mi Dios, cuán grande fue tu bondad al ser
paciente conmigo en aquella hora, y permitirme orar con tanta valentía como si hubiera sido uno
de tus amigos, yo que me había rebelado contra Ti como si hubiera sido tu peor enemigo. El
gozo por nuestras nupcias se generalizó a lo largo y ancho de nuestra villa. En medio de este
regocijo general, nadie estaba triste mas que yo.

De lo deprimida que estaba, no podía reírme como los demás; ni siquiera comer. No conocía la
causa. Era un pequeño bocado que Dios me había dado a probar acerca de lo que habría de
acontecerme. El recuerdo del deseo que tenía de ser monja se abalanzó con ímpetu. Todos lo que
vinieron a felicitarme el día después no podían resistirse a animarme. Lloraba amargamente.
Respondía: “¡Ay! Me hubiera gustado tanto ser monja; ¿Entonces, por qué estoy casada? ¿Por
medio de qué fatalidad me ha sobrevenido este cambio tan radical?” No acababa de llegar a casa
de mi nuevo esposo cuando me dio la sensación que para mí sería una casa de luto. Me vi
obligada a cambiar mi conducta. Su forma de vida era muy diferente a la que se llevaba en casa
de mi padre. Mi suegra, que había sido viuda por largo tiempo, no reparaba más que la
economía. En casa de mi padre vivían de una manera noble y con gran elegancia. Pero allí mi
marido y mi suegra tachaban de orgullo a lo que yo llamaba cortesía. Este cambio me sorprendió
muchísimo, y más aún cuando mi vanidad deseaba aumentar en vez de disminuir.
18
Para cuando me casé tenía poco más de quince años. Mi sorpresa se hizo mayúscula cuando vi
que tenía que perder lo que había adquirido con tanto esmero. En casa de mi padre se nos
obligaba a comportarnos de una manera fina y elegante, a hablar con propiedad. Todo lo que yo
decía allí se aplaudía. Aquí nunca se me escuchaba lo que decía, salvo para contradecirme y
encontrar faltas. Si hablaba bien, decían que era para aleccionarlos. Si alguna pregunta se
enunciaba en casa de mi padre, él mismo me animaba a hablar con libertad. Aquí, cuando
hablaba de mis sentimientos, decían que era para entrar en disputa. Me hacían callar de forma
abrupta y vergonzosa, y me reprendían de la mañana a la noche. Habría tenido cierta dificultad
en relatarle a usted ciertos asuntos – cosa que no se podía llevar a cabo sin que la caridad
resultase dañada – si no me hubiera impedido omitir ni uno sólo de ellos. Le pido que no mire a
las cosas del lado de la criatura, cosa que haría que estas personas aparentaran ser peor de lo que
eran en realidad. Mi suegra tenía virtud y mi marido tenía religión, y no vicio alguno. Es un
requisito insalvable mirarlo todo desde el lado que Dios se encuentra. Él permitió que estas cosas
sucedieran sólo con vistas a mi salvación y porque no quería que me perdiese. Y por otro lado
tenía tanto orgullo que si hubiera recibido un trato distinto, allí me habría quedado, y quizás no
me hubiera vuelto a Dios, como me vi impulsada a hacer debido a la opresión de multitud de
cruces. Mi suegra concibió un deseo tal de ponerse en todo en contra mía, que, para fastidiarme,
me hacía desempeñar los oficios más humillantes. Su temperamento era una cosa tan particular
que, al no haberlo tratado nunca en su juventud, a duras penas era capaz de convivir con nadie.
No decía nada más que oraciones vocales, pero ella no veía este defecto, y si lo veía, y no era
capaz de apartarse de los poderes que son propios a la oración, no terminaba de sacarle el mejor
provecho. Era una pena, pues tenía tanto mérito como sensatez. Me convertí en la víctima de sus
malos humores. Toda su ocupación consistía en frustrarme e inspirar un similar sentir a su hijo.
Los dos hacían que personas que me debían el respeto como su superiora se pusieran por encima
de mí. Mi madre, que tenía un gran sentido del honor, no podía soportarlo. Cuando lo oyó por
boca de otros (pues yo no le dije nada), me reñía creyéndose que lo hacía porque no sabía cómo
mantener mi rango y no tenía temple. No me atrevía a contárselo, pero casi estaba dispuesta a
morirme por las agonías de la pena y la continua tribulación. Lo que lo agravaba todo era el
recuerdo de personas que se me habían declarado; lo diferente de su forma de ser y de su manera
de comportarse, el amor que tenían hacia mí, lo agradables y finos que eran.

En vez de tratarla conforme a su posición natural como mujer que era del dueño y señor de la
casa, la humillaban y dejaban que la servidumbre – pues ella no se quejaba – la tratara del mismo
modo. Todo esto hizo que mi carga resultara insoportable. Mi suegra me reconvenía con relación
a mi familia y me hablaba sin parar en perjuicio de mi propio padre y de mi propia madre. Nunca
fui a verles, pero a mi regreso tuve que lidiar con algunos discursos amargos. Mi madre se quejó
de que no iba a verla lo suficiente. Dijo que no la quería, y que estaba enajenada de mi familia
por estar demasiado apegada a mi marido. Lo que aumentó mis cruces fue que mi madre le
relatara a mi suegra las tribulaciones que yo le había causado desde mi infancia. Entonces me
reprochaban diciendo que al venir al mundo tomé el lugar del que había de venir, y que yo era un
espíritu maligno. Mi marido me obligaba a permanecer todo el día en la habitación de mi suegra,
sin libertad alguna para retirarme a mi propia estancia. Ella hablaba en contra mío para mitigar el
afecto y estima que algunos me profesaban. Me amargaba con las afrentas más groseras delante
de la compañía más elegante. Esto no tuvo el efecto que ella buscaba; cuanto más pacientemente
me veían soportarlo tanta más estima me tenía. Encontró el secreto de cómo extinguir mi
vivacidad y hacerme parecer estúpida. Una de mis antiguas relaciones apenas me reconoció.
Aquellos que no me habían visto anteriormente decían: “¿Es esta la persona que es famosa por
su abundancia de ingenio? No puede decir ni dos palabras. Es un mueble magnífico”. Aún no
había cumplido dieciséis años. Tan intimidada estaba que no me atrevía a salir sin mi suegra, y
en su presencia no podía ni hablar. Tanto miedo tenía, que no sabía ni lo que decía. Para
completar mi aflicción, me obsequiaron con una doncella de compañía que estaba de acuerdo
con ellos en todo. Me vigilaba como una institutriz.
19
Yo soportaba con paciencia la mayoría de estos males, que no había forma de evitar. Sin
embargo, a veces dejaba que alguna apresurada respuesta se me escapara, para mí una verdadera
fuente de dolorosas cruces. Cuando salía afuera, los lacayos tenían órdenes de dar cuentas de
todo lo que hiciera. Fue entonces que empecé a comer del pan de las tristezas y a mezclar
lágrimas en mi bebida. En la mesa ellos siempre hacían algo para llenarme de confusión. No
podía reprimir las lágrimas. No tenía a nadie en quién confiar que pudiera compartir mi aflicción
y ayudarme a sobrellevarla. Al compartir parte de ello con mi madre, sólo conseguía cargarme de
más cruces a la espalda. Decidí no tener confidente. No provenía de una crueldad natural el que
mi marido me tratara así; me amaba apasionadamente, pero era sanguíneo y precipitado, y mi
suegra no paraba de irritarle quejándose de mí. Fue en una condición tan deplorable, oh Dios
mío, que empecé a percibir la necesidad que tenía de tu auxilio. Porque esta situación era
peligrosa para mí. En el extranjero no hacía sino encontrarme con admiradores, de esos que me
adulaban para mi propio daño. Era de temer que en una edad tan tierna, en medio de todas las
extrañas cruces domésticas que tenía que sobrellevar, me descarriara.

Pero Tú, en tu bondad y en tu amor, hiciste que las cosas salieran por peteneras. A golpes cada
vez más fuertes me atrajiste a Ti, y por tus cruces conseguiste lo que nunca consiguieron tus
cuidados. Pensándolo mejor, creo que hiciste uso de mi propio orgullo natural para mantenerme
en los límites de mi territorio. Sabía que una mujer de honor nunca debía levantar sospechas a su
marido. Era tan prudente que con frecuencia me excedía, hasta el punto de rehusar dar mi mano
al que de forma cortés me ofrecía la suya. Me sucedió una anécdota – aventura podría decirse –
por llevar demasiado lejos mi prudencia que podría haber sido mi ruina, cuando las cosas se
interpretaron de forma contraria a su intención. Mi marido era sensible a mi inocencia y a la
falsedad de las insinuaciones de mi suegra. Estas pesadas cruces me hicieron volver a Dios.
Empecé a lamentarme por los pecados de mi juventud. Desde que me había casado no había
cometido ninguno voluntariamente. Pero todavía tenía algunos sentimientos de vanidad que yo
no deseaba, aunque mis problemas ahora los equilibraban. Lo que es más, muchos de ellos me
parecían mi merecido postre bajo la poca luz que entonces tenía. No estaba iluminada para
penetrar en la esencia de mi vanidad, pues sólo fijaba mis pensamientos en su apariencia. Traté
de enmendar mi vida con la penitencia y una confesión general, la más concienzuda que nunca
he hecho. Dejé a un lado la lectura de novelas románticas hacia las que últimamente había tenido
tanto apego. Aunque poco antes de mi matrimonio aquello se había enfriado por la lectura del
Evangelio, desde ese entonces me vi tan afectada, y tanta verdad había descubierto en ellos, que
perdí la paciencia con los demás libros.

Las novelas me parecían ahora llenas de mentira y engaño. Ahora incluso desechaba libros
indiferentes para poder tener sólo los que eran de provecho. Retomé la práctica de la oración y
me propuse no volver a ofender a Dios. Sentía que Su amor recobraba gradualmente posición en
mi corazón y desterraba a cualquier otro. Sin embargo, aún tenía una vanidad y auto
complacencia intolerable, que han sido mi más grave y obstinado pecado. Mis cruces se
multiplicaron. Lo que más me dolía era que mi suegra, no contenta con los amargos discursos
que profería contra mí, tanto en público como en privado, estallaba de ira sobre las más pequeñas
nimiedades, y a duras penas se calmaba durante al menos dos semanas. Usaba parte de mi
tiempo para lamentarme, cuando podía estar a solas, y mi pena se hacía más amarga cada día que
pasaba. Algunas veces no me podía contener cuando las muchachas, sirvientas mías que me
debían sumisión, me maltrataban. Hacía lo que podía para someter a mi carácter, que no poco
trabajo me ha supuesto. Tan tremendos golpes perjudicaron a tal punto la viveza de mi
naturaleza que me volví como un cordero recién trasquilado. Oraba a nuestro Señor para que me
asistiera, y Él fue mi refugio. Como mi edad difería de las de ellos (pues mi marido tenía
veintidós años más que yo), vi con claridad que no había posibilidad de cambiar sus
temperamentos, que habían arraigado con los años. Cualquier cosa que dijera era ofensivo, sin
exceptuar aquello de lo que otros se habrían agradado.
20
Un día que estaba sola, unos seis meses después de mi matrimonio, sobrecargada de pena y en
desaliento, incluso me vi tentada a cortarme la lengua para así no irritar más a aquellos que se
tomaban con ira y resentimiento cada palabra que yo pronunciaba. Mas Tú, oh Dios, me paraste
en seco y me mostraste mi necedad. Oraba sin parar, y tan simple e ignorante era yo, que llegué
incluso a querer volverme sorda. Aunque conozco el lenguaje de la cruz, nunca he encontrado
una tan difícil de soportar que el estar en una contrariedad perpetua sin relajarse uno de hacer
todo cuanto puede para agradar, y sin éxito ver que aun los mismos medios destinados a
complacer, ofenden. Estar obligado a permanecer con tales personas en el más severo
confinamiento, de la mañana a la noche, sin atreverse nunca uno a dejarles, es algo muy difícil.
He visto que las grandes cruces sobrecogen, y ahogan toda mansedumbre. Una contrariedad tan
constante irrita y provocan amargura en el corazón. Tiene un efecto tan extraño, que requiere los
más profundos esfuerzos de dominio propio, para no estallar en ira y enojo. Mi condición en el
matrimonio era más parecida a la de un esclavo que a la de una persona libre. Cuatro meses
después de mi casamiento, me di cuenta que mi marido tenía la gota. Este mal originó muchas
cruces internas y externas. El primer año tuvo dos ataques de gota, de seis semanas cada uno.
Los achaques eran tan fuertes, que no salía de su habitación, ni de su cama. Por lo normal
guardaba cama durante varios meses. Aunque era tan joven le atendía con gran esmero. No dejé
de esforzarme al máximo en la realización de mi tarea. ¡Ay!, todo esto no me hizo ganar
amistades.

No tenía el consuelo de saber si lo que hacía tenía el visto bueno. Me negaba a mí misma de toda
inocente distracción para seguir al lado de mi marido. Cualquier cosa que se me ocurría que le
podía agradar, eso hacía. Unas veces se callaba y me dejaba hacer, y entonces me consideraba
muy dichosa. Pero otras parecía que no me podía soportar. Mis amigos más directos decían con
sorna que tenía una edad ideal para ser enfermera de un inválido, y que era vergonzoso que
otorgara tanto valor a mis talentos. Yo respondía: “Puesto que tengo un marido, debo participar
tanto en sus circunstancias dolorosas como en las agradables”. A pesar de esto, mi madre, en vez
de compadecerme, me reprendía con acritud por mi diligencia hacia mi marido. Pero, oh mi
Dios, cuán diferentes eran tus pensamientos de los suyos... ¡cuán diferente era el exterior a lo que
estaba ocurriendo en el interior! Mi marido tenía aquella debilidad de que cuando alguien le
decía algo en contra mío, al instante montaba en cólera. Era la guía de la providencia sobre mí,
pues él era un hombre cabal y me amaba mucho. Cuando yo enfermaba, no había quien le
consolara. Pienso que si no hubiera sido por mi suegra, y por la muchacha de quien he hablado,
habría sido muy feliz junto a él. La mayoría de los hombres tienen sus rabietas y sentires, y es el
deber de una mujer razonable sobrellevarles de forma pacífica sin irritarlos más mediante
groseras réplicas. En tu bondad Tú has ordenado estas cosas, oh Dios mío, y de tal manera, que
desde entonces he visto que era necesario para hacer morir mi vanidosa y altiva naturaleza. Yo
misma nunca habría tenido el poder para destruirla si Tú no lo hubieras llevado a cabo bajo una
administración excelentísima de la sabiduría de tu providencia.

Oraba con gran fervor para recibir paciencia; no obstante, se me escapaban ciertas salidas de mi
natural vivacidad, y vencían mi determinación de permanecer en silencio. Sin duda esto fue
permitido para que mi amor propio no se nutriera de mi paciencia. Incluso un desliz momentáneo
me causaba meses de humillación, reproche, y tristeza, y propiciaban nuevas cruces.

21
Capitulo 7

Durante el primer año todavía era presumida. Algunas veces mentía para excusarme ante mi
marido y mi suegra. Me sentía extrañamente intimidada por ellos. A veces me ponía furiosa,
pues su conducta daba la impresión de ser muy irracional, y en especial su aprobación del trato
más irritante que me daba la chica que me servía. Para mi suegra, su edad y posición hacían más
tolerable su conducta. Mas Tú, oh mi Dios, abriste mis ojos para ver las cosas desde una luz muy
distinta. Argumentos en Ti encontré para sufrir, que antes nunca había encontrado en la criatura.
Después vi con claridad y reflexioné con gozo que este comportamiento, tan irracional como
pudiera parecer y tan mortificante como era, resultaba ser muy necesario para mí. Si se me
hubiera aplaudido aquí como en casa de mi padre habría madurado de una forma
intolerablemente orgullosa. Tenía un defecto común a los de nuestro sexo; no podía oír que una
mujer fuera elogiada sin que encontrara un defecto con el que mitigar el bien que de ella se
decía. Esta falta continuó durante mucho tiempo, y era el fruto de un orgullo grave y maligno. El
encomiar a quién sea de una forma extravagante proviene de una fuente similar. Justo antes del
nacimiento de mi primer hijo tuvieron a bien el tomar grandes cuidados de mí. Hasta cierto punto
mis cruces se debilitaron. En efecto, estaba tan enferma que era suficiente como para incitar la
compasión del más indiferente. Tenían tal deseo de tener niños que heredasen sus fortunas, que
estaban continuamente atemorizados de que por ventura me hiciera daño. Pero cuando el
momento del parto se acercaba, esta ternura y cuidados amainaron. En una ocasión, por haberme
tratado mi suegra de una manera muy crispante, tuve la mala idea de fingir un cólico, para
alarmarles en alguna medida; pero como observé que este pequeño artificio les había infligido
mucho sufrimiento, les dije que ya estaba mejor. No hay criatura que pudiera estar más cargada
de enfermedades de lo que yo estaba. Aparte de continuas náuseas, tenía una falta de apetito tan
peculiar que, exceptuando alguna fruta, no podía soportar el ver la comida. Sufría de continuo
desfallecimientos e intensos dolores.

Mi debilidad perduró hasta mucho después de mi parto. En realidad había suficiente para
ejercitar la paciencia, y gracias a nuestro Señor le pude ofrecer mis sufrimientos. Agarré unas
fiebres que me dejaron tan débil, que durante varias semanas apenas podía soportar que se me
moviera o se hiciera mi cama. Cuando empecé a recuperarme, mi pecho sufrió un absceso de pus
que se vio obligado a salir por dos sitios, lo cual me causó mucho dolor. Pero aun así todos
aquellos males sólo me parecieron sombra de las verdaderas dificultades, las que yo padecía en
la familia y que iban aumentando diariamente. En efecto, la vida era tan tediosa para mí, que
aquellos males que se pensaba eran mortales, no me asustaban. El acontecimiento mejoró mi
aspecto, y consecuentemente sirvió para aumentar mi vanidad. Estaba contenta de dar pie a
expresiones de consideración hacia mí. Me iba a los lugares de paseo públicos (aunque en raras
ocasiones) y en las calles le arrancaba la máscara a mi vanidad. Me quitaba los guantes para lucir
mis manos. ¿Podría existir una insensatez mayor? Después de caer en estas debilidades una vez
en casa solía llorar amargamente. No obstante, cuando la ocasión se presentaba, volvía a caer en
ellas. Mi marido tuvo pérdidas económicas considerables. Esto me costó cruces desconocidas, no
que a mí me importaran las pérdidas, sino que yo parecía ser el blanco de todos los malos
humores de la familia. ¡Con qué placer sacrificaba las bendiciones temporales! ¡Cuán a menudo
me sentía dispuesta a tener que pedir el pan por limosna si Dios lo hubiera ordenado de ese
modo! Pero no había quien consolara a mi suegra. Ella me instaba a orar a Dios por estas cosas.
Para mí eso era totalmente imposible Oh mi más querido Señor, a Ti nunca te pude orar acerca
del mundo o de las cosas de aquel, ni mancillar mi consagrado remitir a tu majestad con el lodo
de la tierra. No; prefiero renunciar a todo ello, y a cualquier otra cosa, por causa de tu amor, y
por el goce de tu presencia en ese reino que no es de este mundo. Me sacrifiqué a Ti por
completo, aun suplicándote con fervor que dejaras a nuestra familia en la mendicidad, antes de
que consintieras el ofenderte.

22
Excusaba a mi suegra en mi propia mente, diciéndome a mí misma: “Si me hubiera esmerado en
arañar de aquí y rascar de allá con vistas a ahorrar, no estaría tan indiferente ante tanta pérdida.
Disfruto lo que nada me costó, y cosecho lo que no he sembrado”. Pero todos estos pensamientos
no podían hacerme sensible de nuestras pérdidas. Incluso llegué a concebir la feliz idea de
mudarnos al hospital. No había condición que me pareciera pobre y miserable y que no hubiera
de ver con buenos ojos al compararla con las continuas persecuciones domésticas que padecía.
Mi padre, que me amaba tiernamente, y que yo honraba más allá de lo que se puede expresar, no
sabía nada de ello. Así lo permitió Dios para que también él estuviera descontento conmigo
durante algún tiempo. Mi madre le decía continuamente que yo era una criatura desagradecida,
y que en vez de mostrar alguna consideración hacia ellos, destinaba todas mis miradas a la
familia de mi marido. Las apariencias estaban contra mí. Yo no iba a verles con la frecuencia que
debía. Ellos no sabían de la cautividad en que me encontraba, y que estaba obligada a soportar
por defenderles. Estas quejas por parte de mi madre, y una situación trivial que surgió,
disminuyeron un poco el cariñoso apego que mi padre tenía hacia mí; pero no duró mucho
tiempo. Mi suegra me reprochaba diciendo: “No nos habían sobrevenido aflicciones hasta que tú
llegaste a casa. Todos los infortunios llegaron contigo”. Por otro lado mi madre quería que me
manifestase en indignación contra mi marido, cosa a la que nunca me pude someter. Seguimos
enfrentándonos con pérdida tras pérdida, pues el rey retenía una parte considerable de nuestras
rentas, y además perdíamos grandes sumas de dinero a causa del L’Hotel du Ville. No podía
tener paz o descanso en tan grandes desgracias. No tenía a ningún mortal que me consolara o que
me aconsejara. Mi hermana, la que me había educado, había dejado esta vida. Murió dos meses
antes de mi matrimonio. No tenía a nadie más como confidente. Quiero decir que siento mucha
repugnancia al decir tantas cosas de mi suegra.

No tengo dudas acerca de que mi propia indiscreción, mi capricho, y las esporádicas salidas de
un carácter acalorado, atrajeron muchas de las cruces sobre mí. Aunque tenía eso que el mundo
llama paciencia, no tenía mucho apego ni tampoco amor por la cruz. Su conducta hacia mí, que
tan irrazonable parecía, no se debería examinar con los ojos del mundo. Deberíamos mirar más
alto y entonces ver que fue dirigida por la Providencia para mi eterno provecho. Ahora arreglaba
mi pelo de la forma más modesta, nunca lo llevaba pintado, y con el propósito de subyugar la
vanidad que aún me tenía en posesión, rara vez miraba al espejo. Mi lectura se redujo a libros
estrictamente devocionales de autores como Tomás de Kempis y San Francisco de Sales. Los
leía en voz alta para bien de los sirvientes mientras la doncella de compañía arreglaba mi pelo.
Soportaba ser vestida como a ella le apetecía, lo cual me libró de muchos problemas. Esto se
llevó consigo las ocasiones que mi vanidad solía aprovechar para ejercitarse. No sabía cómo,
pero todas las cosas referentes al vestir, siempre me parecían bien. Si algunos días en particular
quería estar más guapa, era peor. Estaba mejor cuando más indiferente era en cuanto al vestir. En
cuántas ocasiones he ido a la iglesia, no tanto a alabar a Dios como para ser vista. Otras mujeres
celosas de mí afirmaban que me pintaba; se lo decían a mi confesor, que me reprendía por ello a
pesar de que yo le aseguraba que era inocente. A menudo hablaba yo en mi propia alabanza y
buscaba exaltarme a mí misma menospreciando a otros. No obstante, estas faltas cesaron poco a
poco; pues mucho lo lamentaba tras haberlas cometido.

Con frecuencia me examinaba muy estrictamente a mí misma, escribiendo mis defectos de una
semana a otra, y de un mes a otro, para ver cuánto había mejorado o me había reformado. ¡Ay!
Esta labor, aunque cansina, era de poca utilidad, porque confiaba en mis propios esfuerzos. En
verdad deseaba reformarme, pero mis buenos deseos eran débiles y lánguidos. En una ocasión la
ausencia de mi marido fue tan larga, y mis cruces y tribulaciones en casa tan grandes, que me
decidí allegarme a él. Mi suegra se opuso fuertemente. Gracias a la intervención de mi padre y su
insistencia, esta vez ella me dejó ir. A mi llegar me encontré con que casi había muerto. Estaba
muy cambiado como consecuencia de las preocupaciones y de las tribulaciones.

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No pudo terminar sus asuntos, por estar privado de libertad para atenderlos, y permanecía oculto
en el Hotel du Longueville, donde Madame de Longueville fue en extremo atenta conmigo. Yo
llegué abiertamente, y él le tenía pavor al hecho de que pudiera delatarle. Airadamente me instó
a que regresara a casa. El amor y mi larga ausencia se sobrepusieron a cualquier otro argumento,
y pronto se calmó y consintió que me quedara con él. Me retuvo ocho días sin dejar que me
alejara de su vista. Temiendo los efectos de un confinamiento tan cerrado sobre mi constitución,
me rogó que saliera y diera un paseo por el jardín. Allí conocí a Madame de Longueville, que
dejó patente una gran alegría por encontrarse conmigo. No puedo expresar en su totalidad la
amabilidad que hallé en esta casa. Todos los empleados me servían de forma ejemplar, y me
admiraban a causa de mi apariencia y mi conducta externa. No obstante, estuve muy en guardia
ante una atención excesiva. Nunca entablé diálogo con hombre alguno mientras estaba sola. No
admitía a ninguno en mi carruaje, ni siquiera a mis parientes, a menos que mi marido estuviese
dentro. No había ni una norma de discreción que yo no observara debidamente para evitar dar
sospechas a mi marido, u ofrecer a otros un objeto de calumnia. Todo el mundo estudiaba cómo
contribuir a entretenerme o cómo hacerme un favor. Exteriormente todo parecía agradable. Los
disgustos habían superado y contrariado tanto a mi marido que siempre había algo que yo tenía
que sobrellevar. En ocasiones amenazaba con tirar la cena por la ventana. Yo decía que si lo
hacía, iba a causar a mi voraz apetito un daño irreversible. Le hacía reír y yo reía con él. Antes
de aquello, la melancolía se había impuesto a todos mis esfuerzos y al amor que él tenía hacia
mí. Dios me armó tanto de paciencia como de gracia para no contestarle de mala manera.

El diablo, que intentaba guiarme hacia alguna ofensa, se veía obligado a retirarse confuso a
través del camino abierto por el insigne socorro de aquella gracia. Amaba a mi Dios y no estaba
dispuesta a desagradarle, y estaba entristecida interiormente por culpa de esa vanidad, que
todavía me veía incapaz de erradicar. Las angustias internas, junto a las opresivas cruces con las
que a diario me tenía que encontrar, a la larga acabaron por enfermarme. Como no tenía ganas de
causar molestias en el Hotel du Longueville, hice que me trasladaran a otra parte de la casa. La
enfermedad resultó ser violenta y tediosa, hasta tal punto que los médicos tuvieron en poco mi
vida. El sacerdote, un hombre piadoso, parecía enteramente satisfecho con el estado de mi
conciencia. Dijo que “moriría como un santo”. Pero mis pecados estaban demasiado presentes y
dolían demasiado a mi corazón como para tener tal presunción. A medianoche me administraron
la extremaunción, pues en cualquier momento esperaban mi partida. Fue una escena de angustia
general entre la familia y entre todos aquellos que me conocían. No había nadie indiferente a mi
muerte salvo yo misma. La contemplaba sin temor, y era insensible a su aproximación. A mi
marido no le pasaba precisamente lo mismo. No había quien le pudiera consolar al ver que no
había esperanzas. En el momento en que empezaba a recuperarme, a pesar de todo su amor,
reaparecía su acostumbrada irritabilidad. Me recuperé casi milagrosamente y para mí este
trastorno resultó ser de gran bendición. Aparte de una gran paciencia bajo fuertes dolores, sirvió
para instruirme mucho en mi visión del vacío de todas las cosas terrenales. Me desprendió de mí
misma y me dio un nuevo coraje para poder enfrentar el dolor mejor de lo que lo había hecho.

El amor de Dios reunió fuerzas en mi corazón, y en mí surgió un deseo de agradarle y serle fiel
en mi condición. Coseché algunos otros beneficios que no necesito relatar. Todavía tuve que
arrastrar seis meses de una lenta fiebre. Se pensaba que su fin sería la muerte. Tu tiempo para
llevarme a Ti, oh Dios mío, aún no había llegado. Tus designios sobre mí eran muy diferentes a
las expectativas de aquellos que me rodeaban; tu resolución sería hacer de mí el objeto de tu
misericordia y la víctima de tu justicia.

24
Capítulo 8

Tras mucho languidecer, finalmente retomé mi salud primitiva. Por aquel entonces mi querida
madre dejaba esta vida con gran paz de conciencia. Aparte de sus buenas cualidades, había sido
especialmente caritativa para con el pobre. Esta virtud, tan aceptable para Dios, agradóse éste en
empezar a recompensar aún en esta vida. Aunque no estuvo más de veinticuatro horas enferma,
se relajó y se puso en perfecta paz y sosiego con relación a todo lo que era querido y cercano a
ella en este mundo. Ahora me aplicaba yo a mis deberes, sin dejar nunca de practicar el de la
oración dos veces al día. Me vigilaba para no dejar nunca de subyugar a mi espíritu. Iba a visitar
al pobre a su casa, y le socorría en su aflicción. Hice todo el bien (acorde con mi entendimiento)
del que tenía conciencia. Tú, oh mi Dios, aumentaste mi paciencia y mi amor en la misma
medida que mis sufrimientos. No lamenté las ventajas temporales con las que mi madre hizo
mayor honor a mi hermano que a mí. Sin embargo, se abalanzaron sobre mí por causa de ellas,
como con todo lo demás. También tuve por algún tiempo una intensa fiebre. En realidad no te
servía con ese fervor que poco después Tú me otorgaste. Pues aún habría estado contenta de
reconciliar tu amor con mi propio amor y con el de la criatura. Lamentablemente, siempre me
encontraba a alguien que me quería, y a quien no podía abstenerme de agradar. No era que yo les
amara, sino que era el amor que yo me tenía hacia mí misma. Una dama, una exiliada, llegó a
casa de mi padre. Él le ofreció un aposento que ella aceptó, y se quedó durante mucho tiempo.
Era ella persona de verdadera piedad y devoción interior. Tenía una gran estima hacia mí, porque
yo deseaba amar a Dios. Comentaba que yo tenía las virtudes de una vida activa y bulliciosa,
pero todavía no había obtenido la simpleza de oración que ella experimentaba. De vez en cuando
me dejaba caer algunas palabras sobre ese tema. Como mi tiempo aún no había llegado, no la
entendía. Su ejemplo me instruía más que sus palabras. Observaba en su semblante algo que
denotaba un gran disfrute de la presencia de Dios. Con poco éxito lo intenté obtener mediante el
penoso ejercicio de una estudiada reflexión y pensamiento. Quería tener por mis propios
esfuerzos lo que sólo podía adquirir cesando todo esfuerzo.

El sobrino de mi padre, sobre el cual he hecho alguna mención anteriormente, había regresado de
Conchin China para hacerse cargo de algunos sacerdotes en Europa. Estaba radiante de alegría
de volverle a ver, y me acordé del bien que me había hecho. La dama mencionada no estaba
menos contenta que yo. Se entendieron entre sí inmediatamente y conversaron en un lenguaje
espiritual. La virtud de esta excelsa relación me hechizó. Admiraba su inagotable oración sin ser
capaz de comprenderla. Procuraba meditar y pensar en Dios sin descanso, murmurar y proferir
oraciones. Con todo mi duro esfuerzo, no pude obtener lo que Dios me dio a la larga, y que sólo
se puede experimentar en simplicidad. Mi primo hizo cuanto pudo para unirme con mayor fuerza
a Dios. Cultivó un gran afecto hacia mí. La pureza que veía en mí en relación con la corrupción
de la época, la repugnancia del pecado en una etapa de la vida donde otros empiezan a saborear
sus placeres – no había cumplido todavía dieciocho años –, le hizo ser muy tierno conmigo.
Ingenuamente me iba a quejarme a él de mis defectos. Éstos los veía yo claramente. Me animaba
y exhortaba para que me mantuviera en pie, y para que perseverara en mis dignos empeños. De
buen grado me habría introducido hacia una forma más simple de oración, pero todavía no estaba
preparada para ello. Creo que sus oraciones tenían mayor efecto que sus palabras. Tan pronto se
hubo marchado de la casa de mi padre, Tú, oh Divino Amor, manifestaste tu favor. El deseo que
tenía yo de agradarte, las lágrimas que derramaba, los múltiples dolores que experimentaba, los
trabajos que sostenía, y el poco fruto que de ellos cosechaba, te movieron en compasión. Éste era
el estado de mi alma cuando tu bondad, dejando atrás toda mi vileza e infidelidad, y abundando
en la misma medida que mi miseria, concedióme en un instante lo que todos mis esfuerzos jamás
lograron alcanzar. Viéndome Tú remar con ahínco y duro trabajo, el aliento de tu divino actuar
se puso a mi favor, y me llevó viento en popa sobre este mar de aflicción. A menudo le había
hablado a mi confesor sobre la gran ansiedad que me daba el no poder meditar, ni emplear mi
imaginación con el propósito de orar.
25
Los temas de oración demasiado extensos no me eran de utilidad. Aquellos que eran cortos y
concisos se me ajustaban mejor. Al fin Dios permitió que una persona muy religiosa, de la orden
de los Franciscanos, pasara por la morada de mi padre. Había dispuesto ir por un camino más
corto, pero un poder secreto cambió sus planes. Entendió que había algo que él tenía que hacer, y
pensó que Dios le había llamado para la conversión de un hombre de cierta distinción en ese
país por el que ahora se veía obligado a pasar. Su labor acabó siendo infructífera. Era la
conquista de mi alma lo que se había fraguado. En cuanto hubo llegado se fue a ver a mi padre,
quien se regocijó por su venida. Por aquel entonces yo estaba a punto de dar a luz a mi segundo
hijo, y mi padre estaba terriblemente enfermo, a la espera de que muriera. Me habían ocultado su
enfermedad durante algún tiempo. Una persona indiscreta me lo dijo bruscamente. Al momento
me levanté, débil como estaba, y me fui a verle, pues me había sobrevenido una peligrosa
enfermedad. Mi padre se repuso lo suficiente, aunque no por completo, para darme nuevas
muestras de su cariño. Le comenté el fuerte deseo que tenía de amar a Dios, y de mi gran tristeza
por no ser capaz de hacerlo con todo mi ser. Pensaría que no podría darme una señal más sólida
de su amor que procurando ponerme en contacto con este respetable hombre. Me dijo lo que
sabía de él, y me instó que fuera a verle lo antes posible. Al principio estuve reticente de hacerlo,
atenta de observar las reglas de la más estricta prudencia. No obstante, los repetidos ruegos de mi
padre tuvieron para mí el peso de un mandato positivo. Pensé que ningún mal había en ello, pues
sólo lo hacía en obediencia a él. Me llevé conmigo a un familiar femenino. Al principio parecía
un poco confuso, ya que era reservado con las mujeres. Como hacía poco que acababa de salir de
una soledad que había durado cinco años, se sorprendió de que fuera yo la primera persona en
dirigirse a él. Durante un rato no dijo ni una palabra. Yo no sabía a qué atribuir su silencio. No
vacilé en empezar a hablar con él, y contarle en pocas palabras mis dificultades en cuanto a la
oración. Al instante replicó: “Esto se debe, Madame, a que busca por fuera lo que tiene por
dentro. Acostúmbrese a buscar a Dios en su corazón, y allí lo encontrará”.

Aunque no menciona el nacimiento de un tercer hijo, que resultó ser una niña, debemos
mencionar el suceso, porque más adelante se echa en falta este pequeño detalle. Habiendo dicho
estas palabras, me dejó. Para mí fueron como la quemazón de una flecha que penetraba a través
de mi corazón. Sentí una herida muy profunda, una herida tan deliciosa que no deseaba se
curase. Estas palabras trajeron a mi corazón lo que había estado buscando durante tantos años.
Mejor dicho, me hicieron descubrir lo que allí había, y que no había disfrutado por no saberlo.
Oh mi Señor, Tú estabas en mi corazón, y sólo demandabas un simple giro de mi mente hacia el
interior para hacerme sensible a tu presencia. ¡Oh, Infinita Bondad! Cómo corría yo de aquí para
allá para buscarte y mi vida me era una carga, cuando mi felicidad estaba en mi interior. Era
pobre en medio de riquezas, a punto de perecer de hambre junto a una mesa aderezada a rebosar,
y en medio de una fiesta perenne. Oh belleza de antaño y presente; ¿por qué te he conocido tan
tarde? ¡Ay! Te buscaba donde no estabas, y no te buscaba dónde estabas. Era por la falta de
conocimiento de estas palabras de tu evangelio: «El reino de Dios no vendrá con advertencia....
El reino de Dios está dentro de vosotros (o entre vosotros)». Era esto lo que ahora
experimentaba. Tú te convertiste en mi Rey, y mi corazón en tu reino, donde supremo Tú
reinabas y llevabas a cabo toda tu bendita voluntad. Le dije a este hombre que no sabía lo que me
había hecho, que mi corazón había cambiado bastante, que Dios estaba allí. Me había dado una
experiencia de Su presencia en mi alma; no por pensamiento o ejercicio mental alguno, sino
como algo poseído de verdad de la forma más dulce. Experimenté estas palabras de los Cánticos
(Cantares de Salomón): «Tu nombre es como perfume derramado; por el olor de tu suave
perfume las jóvenes se enamoran de ti». Sentía en mi alma una unción que, como un saludable
bálsamo, sanaba al momento todas mis heridas. No dormí en toda esa noche pues tu amor, oh mi
Dios, fluía en mí como un delicioso aceite, y quemaba como un fuego que parecía devorar todo
cuanto quedaba del yo. Fui alterada tan repentinamente que apenas me reconocía a mí misma o
lo era por otros. Ya no veía por ninguna parte aquellos problemáticos defectos y reticencias.
Desaparecieron consumidos como broza en un gran incendio.
26
Ahora estaba deseosa de que el instrumento utilizado en esto pudiera convertirse en mi director
espiritual, con preferencia a cualquier otro. Este buen padre no pudo consentir sin renuedo el
tomar la responsabilidad de mi guía, a pesar de ver consumado un cambio tan sorprendente bajo
la mano de Dios. Varias razones le indujeron a excusarse. Lo primero, mi persona; en segundo
lugar, mi juventud, pues sólo tenía diecinueve años. Por último, una promesa que le había hecho
a Dios por no fiarse de sí mismo, de nunca tomar sobre sí la guía de nadie de nuestro sexo, a
menos que Dios, por medio de alguna providencia en particular, le hubiera de poner en tal
situación. No obstante, a causa de mi sincera y repetida solicitud de que fuera mi director
espiritual, me dijo que oraría a Dios y me suplicó que hiciera yo lo mismo. Mientras estaba en
oración, se le dijo: “No temas tal responsabilidad; ella es cónyuge mía”. Cuando esto llegó a mis
oídos me afectó mucho. “¡Un monstruo de iniquidad tan horrible – me decía a mí misma – que
tanto ha hecho para ofender a mi Dios abusando de sus favores y correspondiéndoles con
ingratitud, es declarado ahora ser su cónyuge!” Después de esto accedió a mi petición.

Nada me resultaba más fácil que la oración. Las horas pasaban como minutos, en tanto que
apenas podía hacer nada más que orar. El fervor de mi amor no me daba tregua. Era una oración
de regocijo y posesión, carente de toda imaginación calenturienta y de forzadas reflexiones; era
una oración de la voluntad, no de la cabeza. La realidad de Dios era tan grande, tan pura, tan sin
mezcla y sin interrupción, que atraía y absorbía el poder de mi alma hacia una profunda
recolección desprovista de un actuar o un disertar. No veía nada delante mío salvo a Jesucristo.
Todo lo demás sobraba con vistas de amar a lo sumo, sin que hubiera ningún motivo o razones
egoístas para ello. La voluntad absorbió a los otros dos, el entendimiento y la memoria, hacia sí
mismo, y los concentró en el AMOR; no era que no sobrevivieran, sino que sus operaciones de
alguna forma eran imperceptibles y pasivas. Ya no eran retardadas o detenidas por la
multiplicidad, sino que fueron recolectadas y unidas en una sola cosa. De la misma manera que
el despertar del sol no extingue las estrellas, sino que las supera y absorbe en el fulgor de su
gloria incomparable.

Capítulo 9

Fue esta la oración con la que de repente me vi favorecida de lo alto, una oración muy por
encima de éxtasis, levitaciones o visiones. Todos estos dones son menos puros, y más sujetos a
ilusión o engaño por parte del enemigo. Las visiones se sitúan en los poderes inferiores del alma,
y no son capaces de producir verdadera unión. El alma no debe depender ni hacer demasiado
hincapié en ellos, ni retrasarse por culpa suya; no son más que favores y dones. Sólo el Dador
debe ser nuestro objeto y nuestra meta. Tales son de los que Pablo dice: «Y no es maravilla,
porque el mismo Satanás se transfigura en ángel de luz» (II Cor:11:14); que por lo general
corresponde al caso de aquellos que se han encariñado con las visiones, y les dan un énfasis
inusual; por lo tanto éstas son aptas para transmitirle al alma vanidad, o por lo menos de
impedirle que sólo a Dios atienda en humildad. El éxtasis surge de un deleite consciente. Podrían
llegar a calificarse como una especie de sensualidad espiritual, donde el alma se deja llevar
demasiado lejos, por la dulzura que en ellos encuentra, y se va deteriorando imperceptiblemente.
El astuto enemigo presenta tales elevaciones interiores y arrebatamientos como cebos para
atrapar el alma, para llenarla de vanidad y amor propio, para fijar su estima y atención en los
dones de Dios, y para impedirle seguir a Jesucristo por la senda de la renuncia y muerte a todas
las cosas. En cuanto al discernir de voces interiores, también están sujetas a ilusión; el enemigo
las puede moldear y tergiversar. O si éstas provienen de un ángel bueno (pues Dios nunca habla
así) puede que las malentendamos y malinterpretemos. Se dicen de una manera divina, pero
nosotros las interpretamos de una forma humana y carnal. Pero la palabra directa de Dios no
tiene tono ni articulación. Es muda, silenciosa, e inefable. Es Jesucristo mismo, la Palabra
imprescindible y real que en el centro del alma dispuesta a recibirle, no cesa ni un momento en
su palpitante, fructífero y divino obrar.
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¡Oh, Palabra hecha carne cuyo silencio es elocuencia inexpresable!, Tú nunca puedes ser
malinterpretado o malentendido. Te convertiste en vida de nuestra vida, y alma de nuestra alma.
Cuán infinitamente por encima está tu lenguaje de la farfulla propia del humano y finito
articular. Tu adorable poder, eficaz sin igual en el alma que lo ha recibido, se comunica a otros a
través de ella. Como una semilla divina, fructifica para vida eterna. Las revelaciones de lo que ha
de venir también son muy peligrosas. El Diablo puede tergiversarlas, como antaño hizo en los
templos paganos, donde pronunciaba oráculos. Con frecuencia levantan ideas falsas, vanas
esperanzas, y frívolas expectativas. Arrebatan la mente con eventos futuros, le impiden morir al
yo, y le evitan seguir a Jesucristo en su pobreza, abnegación, y muerte. Algo muy distinto es la
revelación de Jesucristo, hecha al alma cuando la eterna Palabra se comunica (Gál 1:16) Nos
hace nuevas criaturas, hechas nuevas en Él. Esta revelación es la que el Maligno no puede
falsificar. De aquí procede el único vehículo seguro del éxtasis que es llevado a cabo sólo
mediante la fe, y que incluso muere a los dones de Dios. Mientras el alma continúe apoyándose
en dones, no está renunciando por completo a sí misma. Sin llegar nunca a entrar en Dios, el
alma pierde el verdadero disfrute del dador, a cambio de estar apegada a los dones. De cierto es
ésta una pérdida inenarrable.

A no ser que dejara ir a mi mente tras estos dones y me privara a mí misma de tu amor, oh Dios
mío, Tú te agradabas en sujetarme en una continua adherencia a Ti solamente. Las almas así
dirigidas toman el camino más corto. Han de esperar grandes sufrimientos, sobre todo si son
fuertes en la fe, en la mortificación, y en la muerte a todo excepto a Dios. Un amor puro y
desinteresado, y una intensa vehemencia en buscar el sólo fomento de tu interés, fueron las
disposiciones que Tú implantaste en mí, y aun el ferviente deseo de sufrir por Ti. La cruz, que
sólo en resignación había arrastrado hasta aquí, se había vuelto mi deleite y el especial objeto de
mi júbilo.

Capítulo 10

Llena de felicidad, escribí una relación del maravilloso cambio operado en mí a aquel buen padre
que había sido el instrumento utilizado para ello. Esto le llenó tanto de gozo como de sorpresa.
Oh mi Dios, ¡qué penitencias me indujo a padecer el amor al sufrimiento! Me veía empujada a
privarme de las más inocentes satisfacciones. Se me negaba todo lo que pudiera complacer a mi
gusto y yo me agenciaba de todo lo que pudiera mortificarle y disgustarle. Mi apetito, que había
sido en extremo delicado, fue conquistado a tal punto que a duras penas era capaz de preferir una
cosa a otra. Vendé llagas y heridas repugnantes, y ofrecía remedios al enfermo. Cuando me
introduje por primera vez en esta clase de trabajo, sólo fui capaz de soportarlo con el máximo de
los esfuerzos. En cuanto cesó mi aversión, y pude sobrellevar las cosas más ofensivas, se me
abrieron otros canales en los que emplearme. Porque no hacía nada por mí misma, sino que me
dejé ser totalmente gobernada por mi Soberano. Cuando aquel buen padre me preguntó cómo
amaba yo a Dios, respondí: “Mucho más que el más apasionado amante a su amada”; decía que
incluso esta comparación no era apropiada, pues el amor de la criatura nunca podría obtener esto
en toda su fuerza ni en toda su profundidad. Este amor de Dios ocupaba mi corazón con tanta
constancia y fuerza, que no podía pensar en ninguna otra cosa. De hecho, no consideraba que
hubiera nada más que fuera digno de mis pensamientos. El buen padre mencionado era un
excelente predicador. Le rogaron que predicara en la parroquia a la que yo pertenecía. Cuando
llegué estaba tan fuertemente absorbida en Dios, que no podía abrir los ojos, ni oír nada de lo
que él decía. Vi que tu Palabra, oh Dios mío, dejó su estampa en mi corazón, y tenía allí su
efecto, sin la mediación de palabras y sin que se les prestara ninguna atención. Y de esta manera
lo he visto desde entonces, pero después de una forma diferente, según los diferentes grados y
estadíos por los que he pasado. Fui establecida con tal profundidad en el espíritu interno de la
oración, que apenas podía ya pronunciar rezo vocal alguno. Esta inmersión en Dios absorbió
todas las cosas en Él.
28
Aunque amaba con ternura a ciertos santos como San Pedro, San Pablo, Santa María Magdalena,
o Santa Teresa, no me podía hacer imágenes de ellos, ni invocar a ninguno de ellos más que a
Dios. Unas pocas semanas después de haber recibido aquella herida interior del corazón que
había iniciado mi cambio, se acogió la fiesta de la Bendita Virgen en el convento donde aquel
buen padre era mi guía espiritual. Fui por la mañana a recibir las indulgencias y me sorprendí
mucho cuando llegué allí y vi que no podía intentarlo, aunque estuve más de cinco horas en la
iglesia. Estaba atravesada por un dardo de puro amor tan real, que era incapaz de hacer un
resumen con indulgencias del dolor causado por mis pecados. “Oh mi Amor – gemía –, estoy
dispuesta a sufrir por Ti No encuentro placer más que sufriendo por Ti Las indulgencias puede
que sean buenas para aquellos que no conocen el valor de los sufrimientos, que escogen que tu
justicia divina no sea satisfecha; almas mercenarias que no tienen el mismo temor a desagradarte
que a los dolores anexos al pecado”. Sin embargo, por miedo de estar equivocada y cometer la
falta de no recibir las indulgencias, porque no había oído de nadie que estuviera antes en una
senda así, volví de nuevo para tratar de recibirlas; pero en vano. Sin saber qué hacer, me resigné
a mí misma a nuestro Señor. Cuando regresé a casa, escribí al buen padre, que había extraído
parte de su sermón de lo que yo le había escrito con anterioridad, recitándolo textualmente como
yo se lo había escrito. Me desprendí entonces de toda compañía, le dije adiós para siempre a todo
juego y diversión, danzas, paseos de poco provecho, y fiestas placenteras. Durante dos años
había dejado de arreglarme el pelo. Me favorecía, y mi marido lo aprobaba.

Ahora mi único placer era arañar algunos momentos para estar a solas contigo, ¡Tú que eres mi
único Amor! Cualquier otro placer me resultaba un sacrificio. No perdía tu presencia, que me era
suministrada por medio de una inyección continua, no como yo lo había imaginado, por un
esfuerzo de la mente o por la fuerza del pensamiento cuando uno medita en Dios, sino en la
voluntad, donde saboreaba con inefable dulzura el goce del objeto amado. En una feliz
experiencia supe que el alma fue creada para disfrutar a su Dios. La unión de nuestra voluntad
con la Suya sujeta al alma a Dios, la conforma a Su buen placer, y hace que nuestra propia
voluntad poco a poco muera. Por último, arrastrando consigo a los otros poderes* por medio de
la caridad con la que es llena, hace que éstos se reencuentren gradualmente en el Centro, y allí se
pierda lo referente a sus propias obras y naturaleza. Esta pérdida se denomina la aniquilación de
las potencias. Aunque en sí mismas aún subsisten, sin embargo a nosotros nos parecen
aniquiladas, en la misma medida que la caridad está llenando e inflamando. Esto se vuelve tan
fuerte, como grados hay destinados a vencer todas las actividades de la voluntad del hombre, con
el fin de sujetarla a la que es de Dios. Cuando el alma es dócil y deja ser purificada y vaciada de
todo aquello que es suyo, que es contrario a la voluntad de Dios, se ve a sí misma poco a poco
desprendida de toda emoción propia y puesta en santa indiferencia, sin anhelar nada más que lo
que Dios desea. Esto nunca se puede llevar a cabo mediante la actividad de nuestra propia
voluntad, aunque de continuo se empleara en actos de resignación. Éstos, aunque virtuosos, hasta
ahora no han consistido en nada más que en las acciones de cada uno, y han hecho que la
voluntad subsista en una multiplicidad, en una especie de categoría separada o una disimilitud de
Dios.

Cuando la voluntad de la criatura se somete por completo a la del creador, sufriendo de forma
libre y voluntaria, y cediendo sólo a la voluntad divina (en esto consiste su absoluta sumisión)
por el hecho de soportar el ser totalmente vencida y destruida por las obras del amor, esto hace
que la voluntad se absorba en el yo, se consuma en la de Dios, y se purifique de toda
intolerancia, disimilitud, y egoísmo. Santa Teresa también se refería a las potencias o poderes
del alma como aquellos elementos en nosotros que deben ser subyugados y sujetados a la
voluntad divina. Estos tres poderes son la VOLUNTAD del hombre, su ENTENDIMIENTO
(con el que razonamos), y la MEMORIA (con la que recordamos). Debemos notar que la
voluntad es el soberano de las potencias, como más adelante se nos explica.

29
Como comentario, resaltar que el conocimiento de todas estas cosas no va a crear ese corazón
que es conforme al de Dios, pero si que nos permite ver los elementos en los que el Espíritu
Santo está interesado cuando está trabajando en nosotros. El caso es el mismo en cuanto a las
otras dos potencias. Por medio de la caridad, las otras dos virtudes teológicas, la fe y la
esperanza, llegan a escena. La fe se aferra con firmeza al entendimiento para obligarle a rechazar
todo razonamiento, revelaciones personales, y figuraciones particulares, aun sublimes. Esto
demuestra sobradamente cuanto discrepa de esto las visiones, revelaciones y éxtasis, e impiden
al alma estar perdida en Dios. Aunque por medio de éstas el alma parece estar perdida en Él
durante algún momento pasajero, no es, sin embargo, una verdadera pérdida, porque el alma que
está perdida por completo en Dios, ya no vuelve a encontrarse de nuevo a sí misma. La fe, pues,
hace que el alma pierda toda nítida luz con el propósito de situarla bajo su pura luz propia.

La memoria, asimismo, se encuentra con que todas sus pequeñas actividades son vencidas por
etapas, y se ve a sí misma asimilada por la esperanza. Por último, todas las potencias se unen y
disuelven en el amor puro. Éste las abarca y atrae hacia sí mismo por medio de su propio
soberano, la VOLUNTAD. La voluntad es el soberano de las potencias, y la caridad la reina de
las virtudes, la cual las une a todas ellas en sí misma. Este encuentro así realizado, se denomina
unión central o unidad. Por medio de la voluntad y el amor, todos los elementos (voluntad,
entendimiento y memoria) se unen en el centro del alma a Dios, que es nuestro fin último. Según
San Juan: «...el que permanece en amor, permanece en Dios, y Dios en él». (1 Juan 4:16) Esta
unión de mi voluntad a la tuya, oh mi Dios, y esta inefable presencia, era algo tan dulce y
poderoso, que me vi obligada a rendirme a su delicioso poder, poder que era estricto y severo
para con mis más insignificantes defectos.

Capítulo 11

Mis sentidos (como he descrito) eran de continuo mortificados, y estaban bajo una perpetua
restricción. Para conquistarlos totalmente, es necesario negarles la mínima relajación, hasta que
la victoria sea completada. Podemos ver que aquellos que se contentan practicando grandes
austeridades externas, al satisfacer a sus sentidos en lo que se dice ser inocente y necesario,
permanecen eternamente sin ser subyugados. Las austeridades, aun severas, no conquistarán a
los sentidos. Para destruir su poder, la herramienta más efectiva es, por lo general, negarles lo
que desean, y perseverar en esto hasta el punto en que se mantienen sin deseos o repugnancias.
Si mientras dura la guerra nos aventuramos a concederles cualquier relajamiento, estamos
actuando como aquellos que, con el pretexto de fortalecer a un hombre que estaba condenado a
morir de hambre, le ofrecían de vez en cuando algún alimento. En realidad esto prolongaría sus
tormentos, y pospondría su muerte. Pasa lo mismo con la muerte de los sentidos y las potencias,
el entendimiento y la propia voluntad. Si no erradicamos toda traza del yo que haya subsistido en
aquellos, les estamos apoyando para vivir una vida agonizante hasta el final. Este estado y su
acabóse son claramente expuestos por Pablo. Él habla de llevar en el cuerpo la muerte de
Jesucristo (II Cor 4:10). No obstante, para evitar el que hubiéramos de asentarnos aquí, distingue
completamente esto del estado de estar muerto y tener nuestra vida escondida con Cristo en
Dios. Sólo por medio de una muerte total al yo podemos estar perdidos en Dios.

Aquel que así está muerto no tiene ya más necesidad de mortificación. En él se lleva a cabo el
propio fin de la mortificación, y todo es hecho nuevo. Es un error infeliz para aquellas buenas
almas, que habiendo llegado a la conquista de los sentidos corporales, mediante esta continua y
constante mortificación, todavía hayan de seguir apegadas al ejercicio de ésta. Deberían más bien
olvidarse de ella y permanecer en indiferencia, aceptando por igual tanto lo bueno como lo malo,
lo dulce y lo amargo, y volcar toda su atención a una labor de mayor importancia; es decir, la
mortificación de la mente y la propia voluntad.

30
Deberían empezar por desprenderse de toda actividad del yo, lo cual nunca se puede hacer sin la
más profunda oración; no hay perfeccionamiento más allá de la muerte de los sentidos sin una
profunda recolección, al tiempo que una mortificación. En realidad, la recolección es el principal
medio por el que obtenemos una conquista de los sentidos. Nos desprende y separa de aquellos,
y mina dulcemente la causa misma de la que deriva su influencia sobre nosotros. Cuanto más
aumentabas Tú mi amor y mi paciencia, oh mi Señor, menos treguas tenía yo con las más
opresivas cruces, aunque el amor las hiciera fácil de soportar. Pobres almas vosotras, que os
agotáis con tribulaciones innecesarias; si buscareis a Dios en vuestros corazones, pronto habría
un fin para todos vuestras molestias. El aumento de las cruces llegaría a la par de vuestro deleite.
Al principio, el amor sediento de mortificación me indujo a buscar e inventar varias clases de
aquellas. Es sorprendente que tan pronto como la amargura de cualquier nueva clase de
mortificación se había agotado, se me señalaba otra diferente y era guiada interiormente a ser su
sombra. El amor divino alumbró tanto mi corazón, y tanto escudriñó sus manantiales secretos,
que los más diminutos defectos quedaban al descubierto. Cuando estaba a punto de hablar, algo
incorrecto se me dejaba ver, y me veía forzada al silencio. Si permanecía callada, enseguida se
descubrían defectos. En toda acción había algo defectuoso... en mis mortificaciones, mis
penitencias, mis dádivas, mis retiros, tenía yo falla. Cuando caminaba, veía que había algo
incorrecto; si de alguna forma hablaba yo en mi propio favor, veía orgullo. Si me decía a mí
misma: “Ay, no hablaré más”, aquí estaba el yo. Si era abierta y alegre, me condenaba. El puro
amor siempre encontraba algo sobre lo que recriminarme, y tenía el celo de que nada pasara
inadvertido. No era que yo fuera particularmente atenta conmigo misma, pues sólo con recelo me
podía mirar a mí misma. Mi atención hacia Dios, mediante un apego de mi voluntad a la suya, no
cesaba. Yo esperaba continuamente en Él, y Él cuidaba de mí sin cesar, y de tal manera me
guiaba Él así por su providencia, que me olvidé de todas las cosas. No sabía como expresarle a
nadie lo que sentía. Tan perdida estaba hacia mí misma, que a duras penas podía incurrir en
examinarme. Cuando lo intentaba, todas las ideas sobre mí misma desaparecían de inmediato.
Me veía a mí misma atareada con mi ÚNICO OBJETO y no podía hacer una distinción de mis
ideas. Fui absorbida en una paz inexpresable; veía a través del ojo de la fe que era Dios el que así
me poseía al completo, pero para nada razonaba sobre ello. No obstante, no debe suponerse que
aquel amor divino se resignaba a que mis faltas quedaran sin castigo.

¡Oh Señor! Con que rigor castigas a los más fieles, a los más tiernos y más amados de entre tus
hijos. No estoy diciendo que Él lo haga de una forma externa, pues esto sería inadecuado para
tratar con los defectos más sutiles en un alma que Dios está a punto de purificar radicalmente.
Los castigos que se pueda infligir a sí misma, más que otra cosa, son gratificantes y refrescantes.
En realidad, la manera en la que Él disciplina a sus elegidos debe sentirse, o mejor dicho, es
imposible de concebir de lo terrible que es. En mi intento de explicarla, sería ininteligible,
excepto para las almas experimentadas. Es una quemazón interna, un fuego secreto enviado por
Dios para purgar y expulsar el defecto, y que origina un dolor extremo, hasta que se completa
esta purificación. Es como una articulación dislocada, que es un tormento incesante hasta que el
hueso se vuelve a colocar en su sitio. Este dolor es tan agudo, que el alma haría cualquier cosa
para satisfacer a Dios en cuanto al defecto, y preferiría ser hecha pedazos antes que soportar el
tormento. A veces el alma corre a otros, y abre su estado para poder encontrar consuelo. Al hacer
esto ella frustra los designios de Dios hacia ella. Es de vital consecuencia saber qué uso se hace
de la aflicción. Todo el avance espiritual de uno depende de ello. En estas estaciones de angustia
interna, oscuridad y luto, deberíamos cooperar con Dios, soportar esta tortura consumidora hasta
sus últimas consecuencias (mientras continúa) sin intentar incrementarla o mitigarla;
sobrellevarla pasivamente sin buscar satisfacer a Dios por nada que podamos hacer por nosotros
mismos. Mantenerse pasivo en un tiempo así es extremadamente difícil, y requiere gran firmeza
y coraje. Conocí a algunos que nunca llegaron más adelante en el proceso espiritual porque se
impacientaban y buscaban medios de consuelo.

31
Capítulo 12

El trato de mi marido y de mi suegra, aunque riguroso e insultante, lo sobrellevaba ahora en


silencio. No daba contestaciones, y esto no me resultaba tan difícil, pues la grandeza de mi
ocupación interior, y lo que sucedía por dentro, me hacían insensible a todo lo demás. Había
momentos cuando me dejaban sola. Entonces no podía reprimir las lágrimas. Hice para ellos las
tareas más bajas para humillarme a mí misma. Todo esto no ganó su favor. Cuando se
enfurecían, aunque no podía ver que yo les hubiera dado pie a ello, no dejaba por ello de pedirles
perdón, incluso a la muchacha de la que he hablado. Había mucho dolor que yo misma tenía que
superar, hasta el final. Debido a este mismo dolor, ella se volvió más y más insolente; me
reprochaba con cosas que deberían haberla ruborizado y llenado de vergüenza. Como veía que ya
no la contradecía ni resistía en nada, procedió a tratarme peor. Y cuando le pedía que se
disculpara, triunfaba diciendo: “Sabía muy bien que yo tenía razón”. Su arrogancia alcanzó cotas
que yo no hubiera usado ni con el esclavo más mezquino. Un día, mientras ella me estaba
vistiendo, me empujó rudamente y me habló con insolencia. Yo dije: “No es mi intención querer
responderte, pues en nada me dañas, a no ser que actuaras de esta forma ante personas que se
ofendieran por ello. Y lo que es más, por el hecho de que soy tu señora, seguro que Dios se ha
ofendido contigo”. En aquel mismo instante me dejó, y corrió como una desquiciada a buscar a
mi marido, diciéndole que no se quedaría por más tiempo de lo mal que la trataba, que yo la
odiaba por los cuidados que le ofrecía a mi marido en sus continuas indisposiciones, y que yo no
quería que le prestara ningún servicio. Como mi marido era muy precipitado, se enardeció al oír
aquellas palabras. Me acabé de vestir a solas. Desde que ella me había dejado no me había
atrevido a llamar a otra muchacha; ella no habría permitido que ninguna otra muchacha se me
acercara. Vi a mi marido acercarse como un león; nunca se había enfurecido tanto como
entonces. Pensé que me iba a golpear; esperé al golpe con serenidad; amenazó con su muleta en
vilo; pensé que me iba a tirar al suelo. Manteniéndome fuertemente unida a Dios, encaré la
situación sin temor. No me golpeó porque estaba lo suficientemente en sus cabales como para
ver lo indigno que sería. En su furor me la lanzó. Aterrizó cerca de mí, mas no me tocó. Entonces
se desahogó en un lenguaje como si yo hubiera sido un mendigo, o la más infame de las
criaturas. Guardé un profundo silencio, estando recogida en el Señor.

Mientras tanto la muchacha entró. Cuando la vio, su cólera se encendió aún más. Me mantuve
próxima a Dios, como una víctima dispuesta a sufrir lo que quiera que Él permitiese. Mi marido
me ordenó que le suplicara perdón, lo cual hice con presteza, y con esto se apaciguó. Me fui a mi
gabinete y, tan pronto como llegué a él, mi Director divino me movió a hacer un regalo a esta
muchacha, con el fin de recompensarla por la cruz que me había causado. Se quedó un tanto
perpleja, pero su corazón era demasiado duro para ser conquistado.
A menudo actuaba así por las numerosas oportunidades que ella me daba. Tenía ella una singular
destreza atendiendo al enfermo. Mi marido, enfermizo casi de continuo, no permitía que ninguna
otra persona le administrara cuidados. Tenía una gran consideración hacia ella. Era astuta; ante él
me profesaba un extraordinario respeto. Si le dirigía una palabra cuando él no estaba presente,
aun de la forma más afable, y ella oía que se acercaba, gritaba con todas sus fuerzas que era
infeliz. Actuaba como alguien que estuviera muy afligido, con lo que, sin informarse por su
cuenta de la verdad, él estaba irritado conmigo, al igual que mi suegra. Los reveses que yo
misma le daba a mi orgullo y a mi desasosegada naturaleza eran tan grandes que ya no podía
resistir por más tiempo. Debido a ello estaba bastante cansada. En ocasiones parecía como si
estuviera rasgada por dentro, y a menudo he caído enferma por la lucha. Esta muchacha no podía
evitar el manifestar su indignación contra mí incluso ante personas de distinción que venían a
verme. Si guardaba silencio, mayor ofensa se tomaba con ello, y decía entonces que la
despreciaba. Me menospreciaba y se quejaba a todo el mundo. Todo esto redundó en mi honor y
en su propia desgracia. Mi reputación estaba tan asentada que, debido a mi modestia externa, mi
devoción, y las grandes obras de caridad que hacía, nada podía hacerla tambalear.
32
En ocasiones salía corriendo a la calle profiriendo gritos contra mí. Una vez exclamó: “¿Verdad
que soy muy infeliz por tener una señora así?” La gente se reunió a su alrededor para saber lo
que le había hecho; sin saber que decir, respondió que no le había hablado en todo el día. Se
volvieron riendo, y dijeron: “Entonces no te habrá hecho mucho daño”. Me quedo sorprendida
ante la ceguera de los confesores, y ante el hecho de que permitan que sus penitentes les oculten
buena parte de la verdad. El confesor de esta muchacha la hacía pasar por un santo. Estaba
presente cuando lo dijo. Yo no dije nada; pues el amor no me permitía hablar de mis problemas.
Habría de consagrárselos todos a Dios por medio de un profundo silencio. Mi marido estaba de
mal humor por causa de mi devoción. “¡Qué! – Decía –, amas tanto a Dios que a mí ya no me
quieres más”. Así de poco comprendía él que el verdadero amor conyugal es aquel que el mismo
Señor levanta en el corazón que le ama. Oh, Tú que eres puro y santo, imprimiste en mí desde el
principio tal amor hacia la castidad, que no había nada en el mundo que no hubiera sufrido con el
fin de poseerla y preservarla. Me esforcé en estar de acuerdo en todo con mi marido y en
agradarle en todo cuanto pudiera pedir de mí. Dios me dio tal pureza de alma en aquel tiempo,
que no llegaba a tener ni un mal pensamiento. A veces mi marido me decía: “Uno ve claramente
que tú nunca pierdes la presencia de Dios”.

El mundo, al ver que le abandonaba, me perseguía y me hacía quedar en ridículo. Yo era su


juguete y el objeto de sus fábulas. No podía soportar que una mujer, de apenas veinte años de
edad, hubiera de presentar batalla contra él, y vencer. Mi suegra se puso del lado del mundo, y
me acusaba de no hacer cosas que en el fondo le habrían ofendido en gran manera si las hubiera
hecho. De la poca comunión – menos de lo recomendable – que tenía con la criatura, me
encontraba como uno que está perdido, y solo. Parecía que experimentaba aquellas palabras de
Pablo: «Y ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí». Sus operaciones eran tan poderosas, tan
dulces, y tan secretas en su conjunto, que no podía expresarlas. Nos fuimos al centro del país por
algún asunto de negocios. ¡Oh! ¡Qué inefable comunión experimenté allí en recogimiento
espiritual! Para la oración era insaciable. Me levantaba a las cuatro de la mañana a orar. Me
desplazaba muy lejos para irme a la iglesia, que estaba situada de tal modo que el carruaje no
podía acceder a ella. Había un abrupto cerro para bajar y otro para subir. Todo aquello no me
costaba ningún esfuerzo; tenía tal anhelo de encontrarme con Dios como mi único bien posible,
que por su parte tuvo la gracia suficiente como para dar de sí mismo a su pobre criatura, y con
este propósito llegar incluso a hacer milagros visibles. Los que veían la vida que llevaba, tan
diferente a la de las mujeres del mundo, decían que era una necia. Lo atribuían a la estupidez. A
veces decían: “¿Qué quiere decir todo esto? Algunos creen que esta dama tiene muchas
aptitudes, pero no parece que ninguna de ellas salga a relucir”. Si estaba en compañía de alguien,
a menudo no podía hablar de lo atareada que estaba en el interior, tan a solas con el Señor que
llegaba al punto de no atender a nada más. Si alguien a mi lado hablaba, yo no oía nada.
Normalmente llevaba a alguien conmigo para que esto no ocurriera. Me atareaba con alguna cosa
para esconder tras esa apariencia el verdadero empleo de mi corazón. Cuando estaba sola, la
tarea se me iba de las manos. Quise persuadir a un familiar de mi marido de que practicara la
oración. Ella pensó que era una estúpida por privarme de todos los entretenimientos de la época.
Mas el Señor abrió sus ojos, para hacer que los despreciara. Hubiera deseado enseñar a todo el
planeta el amor de Dios, y pensaba que sólo dependía de ellos el sentir lo que yo sentía. El Señor
utilizó mi forma de pensar para ganar muchas almas para Él.

El buen padre del que he hablado, el que fue el instrumento de mi conversión, me puso en
contacto con Genevieve Granger, priora de los Benedictinos, uno de los más grandes siervos de
Dios de su tiempo. Ella me fue de gran ayuda. Mi confesor, que anteriormente le había dicho a
todo el mundo que era una santa, cuando tan llena estaba de miserias, y tan lejos de la condición
a la cual el Señor en su misericordia ahora me había traído, al ver que había puesto mi confianza
en el padre mencionado, y que me había abierto paso a un camino que le era desconocido, se
declaró abiertamente en contra mío. Los monjes de su orden me persiguieron mucho.
33
Incluso predicaron en público contra mí como si fuera una persona sujeta a delirios mentales.
Los estados espirituales van acompañados de gracias diversas, y entre éstas podemos situar a los
deleites, sentires y desmayos. No obstante, estos dones no dependen de nuestra fuerza o nuestro
anhelo de ellos. Son regalos divinos y, como tales, tienen la peculiaridad de poder desaparecer.
Mi marido y suegra, que hasta entonces se habían mantenido indiferentes en cuanto a este
confesor, se unieron a él y me ordenaron dejar la oración y el ejercicio de la piedad; cosa que no
pude hacer. En mi interior se mantenía una conversación muy diferente de aquella que
transcurría por fuera. Hacía cuanto podía para evitar que se manifestara, pero no podía. La
presencia de un Maestro tan grande se manifestaba por sí misma, aun en mi rostro. Aquello le
dolía a mi marido, porque algunas veces me lo dijo. Yo hacía cuanto podía para evitar que se
notara, mas no era capaz de ocultarla por completo. Estaba tan ocupada interiormente que no
sabía lo que comía. Hacía como si comiera diferentes tipos de carne, aunque no tomaba ninguna.
Esta profunda atención interior me hizo soportar no poder oír ni ver apenas nada. Todavía seguía
haciendo uso de muchas austeridades y duras mortificaciones; no disminuyeron en lo más
mínimo la frescura de mi rostro. Con frecuencia sufría graves ataques de enfermedad y no tenía
ningún consuelo en la vida, salvo la práctica de la oración, y ver a la Madre Granger. ¡A qué
precio los tuve que pagar, especialmente lo primero! ¿Es esto estimar la cruz como yo debía?
¿No debería decir que la oración me era recompensada con la cruz, y la cruz con la oración?
¡Dones inseparables unidos a mi corazón y a mi vida! Cuándo tu luz eterna amaneció en mi
alma, ¡con qué perfección me reconcilió contigo, y te hizo a Ti el objeto de mi amor! Desde el
momento en que te recibí nunca me he visto libre de la cruz, ni tampoco parece que estuve
privada de oración... aunque por largo tiempo pensé que lo estaba, cosa que aumentaba en
sobremanera mis aflicciones.

En un principio mi confesor dirigió sus esfuerzos a ponerme trabas en la práctica de la oración, y


a impedir que viera a la Madre Granger. Incitó violentamente a mi marido y a mi suegra para que
me impidieran orar. El método que eligieron fue observarme de la mañana a la noche. No me
atrevía a salir de la habitación de mi suegra, ni de la cabecera de la cama de mi marido. A veces
me llevaba mi trabajo a la ventana para con el pretexto de ver mejor aliviarme en un instante de
reposo. Venían a observarme muy de cerca para ver si estaba orando en vez de trabajar. Si,
mientras mi marido y mi suegra jugaban a las cartas, yo me volvía hacia el fuego, se quedaban
mirando a ver si continuaba con mi trabajo o cerraba los ojos. Si observaban que los cerraba, se
enfurecían contra mí durante varias horas. Lo que es más extraño es que, cuando mi marido salía
afuera, los pocos días en los que gozaba de salud, no me permitía orar en su ausencia. Me
señalaba mi trabajo y algunas veces, al momento de haberse ido, volvía de inmediato, y si me
encontraba en oración se ponía furioso. En vano decía: “En verdad, señor, ¿qué importa lo que
haga cuando esté usted ausente, si no dejo de atenderos cuando estáis presente?” Aquello no le
satisfacía; insistía en que ya no debía orar más, fuera en su ausencia o en su presencia. Creo que
no existe un tormento igual al de ser empujado fervientemente a un retiro interior, y que no esté
en tu propia mano el que uno pueda retirarse. Oh Dios mío, la guerra que iniciaron para
impedirme amarte no hizo más que aumentar mi amor. Mientras ellos se afanaban en evitar que
me dirigiera a Ti, Tú me atrajiste a un silencio inefable. Cuanto más se esforzaban en separarme
de Ti, más Tú me unías a Ti. La llama de tu amor estaba encendida, y se mantenía encendida por
medio de cuanto se estaba haciendo para extinguirla. Con bastante frecuencia, y conforme a su
deseo, jugaba al piquet con mi marido. En momentos tales estaba atraída interiormente con más
fuerza que si hubiera estado en la iglesia. A duras penas era capaz de contener el fuego que ardía
en mi alma, y que tiene todo el fervor de lo que los hombres llaman amor, pero nada de su
impetuosidad. Cuanto más ardiente, más pacífico era. Este fuego se avivaba con ayuda de todo lo
que se hacía para intentar suprimirlo. Y el espíritu de la oración se alimentaba y fortalecía en
base a los esfuerzos y artimañas de los que ellos se valían para privarme del mayor tiempo
posible para practicarlo. Amaba sin tomar en consideración un motivo o razón para amar. No
pasaba nada en mi cabeza, pero mucho pasaba en los más recónditos lugares de mi alma.
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No pensaba acerca de ninguna recompensa, don, o favor que Él pudiera otorgar o que yo pudiera
recibir. El mismo Buen amado era el único objeto que atraía a mi corazón. No podía contemplar
sus atributos. De otra cosa no sabía, salvo de amar y de sufrir. La ignorancia en persona hecha de
cierto más sabia que ninguna ciencia de los entendidos, pues el propio Jesucristo crucificado me
enseñó bien y me hizo enamorarme de su santa cruz. Entonces hubiera deseado morir, con el fin
de estar unida inseparablemente con Aquel que atraía de una forma tan poderosa mi corazón.
Como todo esto estaba ocurriendo en la voluntad, y la imaginación y el entendimiento estaban
absorbidos en aquella, no sabía qué decir, pues nunca había oído o leído de tal estado como el
que estaba experimentando. Me aterrorizaba la posibilidad de que fuera un engaño e ilusión y
temía que todo aquello no fuera correcto, pues antes de esto no había oído hablar nada sobre los
tratos de Dios en las almas. Sólo había leído a San Francisco de Sales, a Tomás de Kempis, El
Combate Espiritual, y Las Sagradas Escrituras. Era más bien ajena a aquellos libros espirituales
donde se describen estados así. Ahora todos aquellos entretenimientos y placeres tan apreciados
y estimados me parecían aburridos e insípidos. Me preguntaba cómo era posible que alguna vez
los hubiera disfrutado. Y desde entonces en realidad nunca pude encontrar ninguna satisfacción o
diversión aparte de Dios. Algunas veces he sido lo suficientemente infiel como para encontrarlas.
No me sorprendía de que los mártires dieran su vida por Jesucristo. Pensaba que eran dichosos
por ello y suspiraba por el privilegio de sufrir por Él. Tanto estimaba la cruz, que de lo mucho
que mi corazón la anhelaba, mi mayor problema era la falta de sufrimiento. Este respeto y estima
por la cruz aumentaba de continuo. Después de haber perdido el deleite y el placer de la
presencia de Dios, al igual que la cruz nunca llegó a abandonarme, así tampoco el amor y la
estima hacia ella. En realidad siempre ha sido mi fiel compañera, mutando y agravándose a la
par de los cambios y disposiciones de mi estado interior. ¡Oh bendita cruz!, desde que me rendí a
mi divino y crucificado Maestro, nunca me has dejado. Todavía espero que nunca me hayas de
abandonar. Tanto anhelaba yo la cruz, que me empeñé por todos los medios en sentir con el
mayor rigor el dolor de cada mortificación. Esto sólo sirvió para despertar mi deseo de sufrir y
mostrarme que Dios es el único que puede preparar y enviar cruces apropiadas para un alma que
está sedienta de participar de Sus sufrimientos, y de conformarse a su muerte. En la misma
medida en que aumentaba mi estado de oración, mi deseo de sufrir se hacía más y más fuerte, al
tiempo que se me venía encima el abrumador peso de las más duras cruces. La peculiaridad que
tiene esta oración del corazón es la de otorgar una fe poderosa. La mía no tenía límites, al igual
que mi resignación hacia Dios, mi confianza en Él, y mi amor para con su voluntad y para con la
administración de su providencia sobre mí. Antes era medrosa, pero ahora no tenía miedo a nada.
Es en un caso así que uno siente la eficacia de estas palabras: «Mi yugo es fácil, y mi carga
ligera» (Mt 11:30).

Capítulo 13

En aquel entonces recibí un deseo secreto que consistía en estar totalmente consagrada a lo que
Dios dispusiera, fuera lo que fuera. Decía: “¿Qué me podrías pedir que con gusto no hubiera de
ofrecerte? Oh, no me deseches”. La cruz y las humillaciones tomaban en mi mente formas
teñidas del más horrible colorido, pero esto no me hizo claudicar. Me rendí por completo a su
voluntad, y en realidad parece ser que nuestro Señor aceptó mi sacrificio, pues su divina
providencia me facilitó oportunidades y ocasiones para ponerlo a prueba. Me encontré con
problemas para pronunciar oraciones que antaño acostumbraba a repetir. En el momento en que
abría mis labios para pronunciarlas, el amor de Dios me asía con fuerza. Me sumergía en un
profundo silencio y una paz que no puede expresarse. Lo intentaba con vehemencia, pero era en
vano. Empezaba una y otra vez, pero no podía seguir. Nunca antes había oído de un estado así, y
no sabía qué hacer. Mi incapacidad aumentaba porque mi amor por el Señor se hacía más y más
fuerte, violento y poderoso. Se instauró en mí una oración continua, privada del sonido de las
palabras. A mí me parecía que era la oración de nuestro propio Señor Jesucristo; una oración del
Verbo, hecha a través del espíritu.
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Según San Pablo «... pues qué hemos de pedir como conviene, no lo sabemos; sino que el mismo
Espíritu intercede por nosotros con gemidos indecibles...» (Rom 8:26-27) Mis cruces domésticas
continuaban. Se me impedía ver o incluso escribir a la señora Granger. Asistir a la misa divina o
el hecho de recibir los sacramentos, eran fuente de amargas ofensas. La única distracción que me
quedaba era visitar y atender al pobre y enfermo, y prestarles los servicios más humillantes. Mi
tiempo de oración empezaba a ser demasiado angustioso. Me obligaba a mí misma a seguir en
ello, aun privada de toda comodidad y consuelo. Cuando no estaba ocupada en él, sentía un
deseo ardiente y lo anhelaba. Sufría una angustia inefable en mi mente, e intentaba por todos los
medios infligirme las mayores austeridades corporales para mitigarla y eludirla, pero en vano. Ya
no encontraba aquel vigor revitalizante que hasta entonces me había conducido con tanta
ligereza. Me veía a mí misma como esas jóvenes esposas a las que tanto les cuesta dejar a un
lado su amor propio y apoyar a sus maridos cuando marchan a la guerra. Volví a caer en una
vana complacencia y aprecio hacia mí misma. Mi propensión al orgullo y a la vanidad, que
parecía estar bastante muerta mientras estaba tan llena del amor de Dios, ahora volvía a exhibirse
y me causaba serias molestias. Esto hizo que lamentara la belleza exterior de mi persona, y que
orara sin cesar a Dios que me quitara aquel obstáculo y me hiciera fea. Habría deseado estar
sorda, ciega y muda, para que nada pudiera distraerme de mi amor por Dios.

Me dispuse para salir a un viaje que entonces tuvimos que hacer; me parecía más que nunca a
aquellas lámparas que emiten una luz centelleante cuando están a punto de extinguirse. ¡Ay,
cuántas trampas se tendieron en mi camino! Me las encontraba a cada paso. Llegué a cometer
infidelidades por mi falta de atención. Oh mi Señor, ¡con qué rigor las castigaste! Una
insignificante mirada era contada como pecado. ¡Cuántas lágrimas me costaron estas faltas
involuntarias, cometidas con un mínimo apoyo por mi parte e incluso contra mi propia voluntad!
Sabías que tu rigor, desencadenado tras mis deslices, no era el motivo de las lágrimas que
derramaba. ¡Con qué placer hubiera soportado la más rigurosa de las severidades con tal de
haber sido sanada de mi infidelidad! ¡A qué castigo más severo no me condenaba yo a mí
misma! A veces me tratabas como un padre que se compadece de su hijo y cuida de él después
de que ha cometido sus involuntarias faltas. ¡Cuán a menudo me hiciste percatarme de tu amor
hacia mí sin tener en cuenta mis culpas! Era la dulzura de este amor después de mis caídas lo que
originaba mi mayor dolor; pues cuanto mayor era la amistad y dulzura que me tendía tu amor,
tanto menos podía consolarme por haberme apartado ni siquiera un tanto de Ti. Cuando por falta
de atención permitía que se me escapara algo, te encontraba ya preparado para recibirme.
Cuantas veces he clamado: “¡Oh mi Señor! ¿Es posible que tengas tanta gracia con alguien que
vomita tantas ofensas como yo, y seas tan magnánimo con mis defectos; tan propicio hacia uno
que se ha apartado de Ti mediante vanas complacencias y un indigno afecto hacia frívolos
objetos? Pero en el momento que me doy la vuelta y regreso a Ti, te encuentro esperando, con
los brazos abiertos preparado para recibirme. ¡Oh pecador, pecador! ¿Tienes acaso alguna razón
para quejarte de Dios? Si aún queda algo de justicia en ti, confiesa la verdad y admite que se
debe a ti el hecho de que estabas equivocado; que por haberle dejado desobedeciste su llamada.
Cuando regresas, Él está preparado para recibirte; si no regresas, Él utiliza los motivos más
atractivos para ganarte. Pero haces oídos sordos a su voz; no le escuchas. Dices que no está
hablando contigo, aunque Él llama con fuerte voz. Por lo tanto te quejas porque cada día te
rebelas y cada día le prestas menos atención a la voz. Cuando estuve en París, y el clero me vio
tan joven, se quedaron asombrados. Aquellos a los que revelé lo que me estaba pasando me
dijeron, que nunca podría agradecer lo suficiente a Dios la gracia que me había otorgado; que si
me diera cuenta de ello me maravillaría; y que si no me mantenía fiel, habría de ser la criatura
más desagradecida de todas. Algunos decían que nunca habían conocido a ninguna mujer que
Dios hubiera mantenido tan cerca de Él, y en una pureza de conciencia tan grande. Creo que lo
que lo hizo así era el continuo cuidado que tenías de mí, oh mi Dios, haciéndome sentir tu
presencia de la misma manera en la que Tú nos habías prometido en tu Evangelio:

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«Si alguno me ama, mi palabra guardará. Y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos
nuestra morada con él» (Juan 14:23). Era la continua experiencia de tu presencia la que me
salvaguardaba. Me volví plenamente convencida de lo que el profeta dijo: «...si Jehová no
guardare la ciudad, en vano vela la guardia» (Salmos 127:1). Tú, oh mi amor, eras mi fiel
guardián, quien defendía mi corazón de cualquier clase de enemigo, evitando las más diminutas
faltas, o corrigiéndolas cuando el buen ánimo ocasionaba su incursión. ¡Pero ay!, cuando dejabas
de cuidar de mí, o cuando permitías que fuera a mi aire, ¡cuán débil era yo, y con qué facilidad
mis enemigos prevalecían sobre mí! Que otros atribuyan su victoria a su fidelidad. En cuanto a
mí, nunca se la imputaré a nada más que a tu cuidado paternal. He experimentado con demasiada
frecuencia, a costa mía, lo que sería sin Ti, como para presumir en lo más mínimo de mis propias
cuitas. A Ti es, y sólo a Ti, a quien lo debo todo, oh mi Libertador, y por ello estar en deuda
contigo me produce un gozo infinito.

Mientras estuve en París, me relajé e hice muchas cosas que no debería haber hecho. Sabía del
muy profundo afecto que algunos tenían hacia mí, y les consentía expresarlo sin el debido
control por mi parte. También caí en otras faltas, como llevar mi cuello demasiado al
descubierto, aunque ni mucho menos como otras lo llevaban. Vi con claridad que era demasiado
negligente, y aquello era mi tormento. Busqué por todas partes a Aquel que en lo secreto había
encendido mi corazón. Pero, ¡ay!, apenas nadie le conocía. Sollozaba yo: “Oh Tú, el que mucho
ama mi alma, si hubieras estado cerca de mí no me hubieran acaecido estos desastres”. Cuando
digo que así le hablaba no es más que para hacerme entender. En realidad todo sucedía casi en
silencio, puesto que no podía hablar. Mi corazón poseía el lenguaje del Verbo, que habla sin
cesar en los lugares más recónditos del alma. ¡Oh idioma sagrado! ¡Sólo con la experiencia se
puede entender! Que nadie piense que es un lenguaje yermo y árido, o mera consecuencia de la
imaginación. Nada más lejos de la realidad; es la expresión silenciosa del Verbo en el alma.
Como nunca deja de hablar, nunca deja de obrar. Si la gente llegara alguna vez a conocer las
intervenciones de Dios en almas completamente resignadas a su guía, se llenarían de perplejidad
y reverente admiración.

Me percataba de que estaba dentro de lo posible que la pureza de mi estado pudiera mancillarse
por un excesivo comercio con las criaturas, por lo que me di prisa en terminar lo que me retenía
en París, con el fin de regresar de nuevo al campo. “Verdad es, oh mi Señor, que sentía que me
habías dado fuerzas suficientes como para evitar toda ocasión de mal... pero cuando me había
rendido hasta el punto de meterme en él, me encontraba con que no podía resistir las vanas
complacencias y buen número de otras debilidades en las que me atrapaba”. El dolor que sentía
tras mis faltas era inexpresable. No era una angustia que se levantara de ninguna idea
preconcebida o concepto alguno, ni de un motivo en particular o cariño hacia algo..., sino una
especie de fuego devorador que no se detenía hasta que la falta era consumida y el alma era
purificada. Era un destierro de mi alma de la presencia de su Amado. No podía acceder a Él, ni
tampoco podía tener descanso alguno fuera de Él. No sabía qué hacer. Era como la paloma fuera
del arca, que al no encontrar descanso para la planta de sus pies, se vio obligada a regresar al
arca; mas, viendo que la ventana estaba cerrada, sólo pudo revolotear por los alrededores.
Mientras tanto, por medio de una infidelidad que siempre me hará culpable, me esforzaba por
encontrar alguna satisfacción por fuera, mas no pude. Esto sirvió para convencerme de mi
estupidez y de la vanidad de esos placeres que dicen ser inocentes. Cuando me dejaba convencer
para probarlos, sentía una fuerte repulsa que, junto a un remordimiento por causa de la
transgresión, cambiaba mi baile en lamento. “Oh, Padre mío – decía yo –, esto no eres Tú, y nada
más aparte de Ti puede dar un placer sólido y consistente”. Un día, sujeta a infidelidad y
complacencia, me fui a dar un paseo a uno de los parques públicos, más por un exceso de
vanidad de exhibirme que por disfrutar del lugar. ¡Oh, mi Señor! ¿Cómo me hiciste ser
consciente de esta falta?

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Pero lejos de castigarme por permitirme tomar parte del juego, lo hiciste en el hecho de tenerme
tan cerca de Ti que no podía prestar atención a nada más que a mi falta y a tu desagrado.
Después de esto fui invitada junto a otras damas a una fiesta en Saint Cloud. Con vanidad y
poniendo algo de mi parte, accedí y fui. El evento fue espléndido; ellas, que eran consideradas
prudentes a los ojos del mundo, lo pudieron disfrutar. Yo estaba llena de amargura. No pude
comer de nada, no pude disfrutar de nada. ¡Oh, qué lágrimas! Durante más de tres meses mi
Amado retiró su favorable presencia, y no podía ver más que a un Dios enfadado. En aquella
ocasión, y en otro viaje que hice con mi marido a Touraine, fui como esos animales que van de
camino al matadero. En los días indicados la gente les adornaba con flores y plantas, y eran
llevados a la ciudad a ritmo de charanga antes de matarlos. En el crepúsculo de su caída, está
débil belleza brilló con un nuevo fulgor, para en breve extinguirse. Poco después me vi afectada
por la viruela. Un día, mientras iba de camino a la iglesia acompañada por un lacayo, un hombre
pobre me salió al paso. Fui a darle limosna; me dio las gracias pero la rehusó, y entonces me
empezó a hablar de una forma maravillosa acerca de Dios y de las cosas divinas. Me mostró todo
lo que había en mi corazón, mi amor hacia Dios, mi caridad, mi excesivo apego a mi belleza, y
todos mis defectos; me dijo que no era suficiente con evitar el Infierno, sino que el Señor
requería de mí la pureza más profunda y la perfección más absoluta. Mi corazón asentía a sus
reprensiones. Le escuche en silencio y con respeto; sus palabras penetraron a través de mi alma.
Cuando llegué a la iglesia me desvanecí. Nunca he vuelto a ver a ese hombre desde entonces.

Capítulo 14

Mientras mi marido disfrutaba de un paréntesis de sus casi continuos achaques, se propuso ir a


Orleans y después a Touraine. En este viaje mi vanidad entregó su último destello. Recibí
abundancia de visitas y aprobaciones. ¡Mas qué claro veía yo la estupidez de los hombres que
tanto se dejan llevar por la vana belleza! Me disgustaba su actitud, pero no aquello que lo
causaba, aunque algunas veces ardía por ser librada de ello. El continuo enfrentamiento entre la
naturaleza y la gracia me valió de no poca aflicción. La naturaleza se agradaba con el aplauso
público; la gracia hacía que me diera espanto. Lo que aumentaba la tentación era que estimaban
virtud en mí, unida a la juventud y a la belleza. No sabían que la virtud sólo puede encontrarse en
Dios y en su salvaguardia, y que todo lo débil estaba en mí misma. Iba en busca de confesores,
para acusarme a mí misma de mis caídas, y para llorar mis deslices. Fueron profundamente
insensibles a mi dolor. Admiraban lo que Dios condenaba. Tenían por virtud lo que a mí me
parecía detestable a Sus ojos. Lejos de medir mis faltas con la vara de Sus gracias, sólo
consideraban lo que era, en comparación con lo que podría haber sido. De ahí que, en vez de
culparme, sólo hinchaban mi orgullo. Me justificaban en aquello en lo que Él me reprendía, o
bien consideraban como si de un pequeño defecto se tratase, lo que había en mí que para Él, de
quien he recibido tan insignes misericordias, era de gran desagrado. La hediondez del pecado no
ha de medirse únicamente por su naturaleza, sino también por el estado en que se encuentra la
persona que los comete. La más mínima infidelidad de una esposa es de mayor injuria para su
marido, que otras muchísimo más graves en su servidumbre. Les mencioné los problemas en que
me había visto envuelta por no haber cubierto por completo mi cuello. Estaba tapado mucho más
que la mayoría de las mujeres de mi época. Me aseguraron que iba vestida de forma muy
recatada. Como a mi marido le gustaba mi forma de vestir no podía haber nada de malo en ello.
Mi Director interior me enseñó más bien lo contrario. A mi edad no tenía el suficiente coraje
como para seguirle a Él, y vestirme de una manera diferente a los demás. Mi vanidad me llenaba
de pretextos aparentemente justos para luego seguir patrones de moda. ¡Si los pastores supieran
el daño que hacen realzando la vanidad femenina, serían más severos contra ella! Si sólo hubiera
encontrado una persona lo suficientemente honesta para tratar conmigo, no habría seguido
adelante. Pero mi vanidad, poniéndose de parte de la opinión declarada de todos los demás, me
indujo a pensar que estaban en lo cierto, y que mis propios escrúpulos eran pura fantasía. En este
viaje nos topamos con accidentes que bastarían para haber aterrorizado a cualquiera.
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Aunque la naturaleza corrupta prevalecía hasta donde acabo de mencionar, no obstante mi
resignación a Dios era tan fuerte, que no tuve miedo, incluso cuando aparentemente no había
posibilidad de escape. En una ocasión nos metimos por un estrecho paso y, hasta que no
habíamos avanzado lo suficiente como para mirar atrás, no nos dimos cuenta de que el camino
estaba socavado por el río Loira, que fluía por debajo, y que todo el peralte de la carretera se
había caído al río, de tal manera que en algunos sitios los lacayos se habían visto obligados a
levantar un lado del carruaje. Todos cuanto me rodeaban estaban aterrorizados a más no poder,
pero Dios me mantuvo en perfecta tranquilidad. Me regocijaba por dentro ante la perspectiva de
perder mi vida por una singular torna de su providencia. Cuando regresé, fui a ver a la señora
Granger, a la que relaté cómo me había ido mientras había estado fuera. Me alentó y fortaleció
para que persiguiera mi primigenia intención. Me aconsejó cubrirme el cuello, y desde entonces,
a pesar de su singularidad, lo he hecho.

El Señor, que tanto había alargado el merecido castigo de una serie de infidelidades tal, ahora
empezaba a castigarme por el abuso de su gracia. En ocasiones quise retirarme a un convento, y
lo consideraba legítimo. Veía dónde era débil, y que mis faltas eran siempre de la misma
naturaleza. Deseaba esconderme en alguna gruta, o ser confinada en alguna terrorífica prisión,
antes que disfrutar de una libertad por la cual sufría tanto. El amor divino me atraía con
delicadeza al interior, y la vanidad me sacaba a rastras al exterior. A causa de la contienda mi
corazón estaba arrendado a medias, pues no me entregaba por completo ni a uno ni a otro. Le
suplicaba a mi Dios que me privara del poder para desagradarle, y gemía: “¿No eres Tú
suficientemente fuerte como para erradicar esta injusta duplicidad de mi corazón?” Pues mi
vanidad irrumpía cuando se presentaba la oportunidad; aunque yo volvía de nuevo a Dios con
presteza. Él, en vez de rechazarme o reprenderme, a menudo me recibía con los brazos abiertos,
y me daba fresco testimonio de su amor. Este me empujaba a dolorosas meditaciones sobre mi
ofensa. Aunque esta miserable vanidad todavía era muy palpable, mi amor hacia Dios era tal
que, después de mis ires y diretes, hubiera escogido su vara antes que sus cuidados. Estimaba
más sus intereses que los míos propios, y deseaba que Él mismo me ajusticiara conforme a mis
fechorías. Mi corazón rebosaba de profunda pena y amor. Tenía un aguijón en vivo por haber
ofendido a aquel que tan profusamente mostraba su gracia sobre mí. No es de extrañar que
aquellos que no conozcan a Dios le ofendan con su pecado; pero que un corazón que le amaba
más a Él que a sí mismo y que tanto experimentaba su amor, fuera seducido por propensiones
que detesta, es un martirio cruel.

Oh Señor, cuando sentía con mayor fuerza tu presencia, y tu amor, decía que cuán
maravillosamente habías depositado tus favores en una criatura tan desgraciada, una criatura que
sólo te correspondía con ingratitud. Pues si alguien lee esta vida con detenimiento, verá que de
parte de Dios no hay sino bondad, misericordia y amor, y por mi parte nada más que debilidad,
pecado e infidelidad. No tengo nada de qué gloriarme más que de mis dolencias y mi indignidad,
pues en el eterno enlace matrimonial que has hecho conmigo, lo único que llevaba encima era
debilidad, pecado y miseria.
¡Cuánto me regocijo de debértelo todo a Ti, y de que Tú honres a mi corazón con una visión de
los tesoros y riquezas sin límites de tu gracia y de tu amor! Has tratado conmigo como si un
espléndido rey se hubiera de casar con una pobre esclava, olvidara su esclavitud, le diera todos
los adornos que necesitara para que fuera agradable a sus ojos, y la perdonara libremente de
todas sus faltas y feas cualidades que su ignorancia y mala educación le habían otorgado.

Tú has hecho que este sea mi caso. Mi pobreza se ha convertido en mi riqueza, y en lo extremo
de mi debilidad he hallado mi fuerza. ¡Oh, si alguno supiera de qué confusión se llena el alma
con los favores indulgentes de Dios después de que ha incurrido en sus faltas! Tal alma desearía
con todas sus fuerzas que la justicia divina fuera satisfecha. Compuse versos y algunas canciones
para lamentarme. Practicaba austeridades, pero no satisfacían a mi corazón. Eran como esas
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gotas de agua que sólo sirven para avivar el fuego. Cuando le echo un vistazo a Dios, y a mí
misma, me veo obligada a gemir: “¡Oh, admirable conducta del Amor para con un miserable
desagradecido! Qué horrible ingratitud ante una bondad sin igual”. Buena parte de mi vida ha
sido sólo una mezcla de cosas tan opuestas, que bastaría para que me hundiera en la tumba que
se encuentra entre la profunda pena y el amor.

Capitulo 15

Al llegar a casa me encontré a mi marido con la gota, y con sus otras dolencias. Mi hija pequeña
estaba enferma, y al borde de la muerte a causa de la viruela; mi hijo mayor también se contagió;
y era de una especie tan maligna, que le había dejado tan desfigurado como antes había sido
hermoso. En cuanto percibí que la viruela estaba en casa, no dudé que habría de contagiarme. La
señora Granger me aconsejó que me fuera si me era posible. Mi padre se ofreció para llevarme a
casa, junto a mi segundo hijo, al que yo amaba tiernamente. Mi suegra no lo permitiría.
Persuadió a mi marido de que era inútil, y mandó llamar a un médico que la secundó en ello,
diciendo que, si era propensa a la viruela, de igual modo me infestaría allí que lejos del lugar.
Diría que, en aquella ocasión ella resultó ser como un segundo Jefté, y que nos sacrificó a
ambos, aunque inocentemente. Si hubiera sabido lo que había de suceder a continuación, no
dudo que hubiera actuado de otra forma.
Toda la ciudad se conmocionó por este asunto. Todo el mundo le imploró que me sacara de la
casa, y clamaban que era cruel que fuera expuesta de aquella manera.
También me atacaron a mí, creyéndose que no estaba dispuesta a irme. No había mencionado
que ella era tan contraria a ello. En aquel entonces no tenía más remedio que sacrificarme a la
divina Providencia. Aunque me hubiesen sacado de allí sin tener en cuenta la opinión contraria
de mi suegra, yo no lo hubiera aceptado sin su consentimiento; pues a mí me parecía que su
resistencia era un designio del Cielo. Continuaba en este espíritu de sacrificio a Dios, esperando
de un instante a otro en completa resignación, cualquier cosa que a Él le agradara ordenar. No
puedo expresar cuánto sufría la naturaleza. Era como aquel que ve una muerte determinada y un
fácil remedio para ella, sin ser capaz de evitar lo primero, o intentar lo postrero. La preocupación
que tenía por mí no era mayor de la que sentía por mi segundo hijo. Mi suegra adoraba tanto al
mayor, que el resto de nosotros ignorábamos al pequeño. No obstante, estoy convencida de que
si hubiera sabido que éste habría de morir a causa de la viruela, hubiera actuado de una forma
diferente a como lo hizo. Dios utiliza las criaturas y sus inclinaciones naturales para llevar a cabo
sus designios. Cuando veo en una criatura un comportamiento que parece irrazonable y
mortificante, subo un escalón, y les contemplo como instrumentos de la misericordia y la justicia
de Dios. Su justicia está llena de misericordia. Le dije a mi marido que tenía mal el estómago, y
que estaba cogiendo la viruela. Dijo que sólo eran imaginaciones mías. Le dejé ver a la señora
Granger la situación en que me encontraba. Como ella tenía un corazón tierno, el trato que yo
recibía le afectaba, y me animó a rendirme al Señor. Al no encontrar la naturaleza recurso alguno
donde aferrarse, por fin accedió a hacer el sacrificio que mi espíritu ya había hecho. El trastorno
ganaba terreno a pasos agigantados. Fui presa de tremendos escalofríos, y de dolores tanto en mi
cabeza como en mi estómago. Todavía no se creían que estaba enferma. En cuestión de horas
avanzó tanto que pensaron que mi vida corría peligro. También me vi afectada por una
hinchazón en mis pulmones, y los remedios de un trastorno eran perjudiciales para el otro. El
médico favorito de mi suegra no estaba en la ciudad, ni tampoco el cirujano residente. Otro
cirujano dijo que debía ser sangrada, pero en aquel momento mi suegra no lo permitió. Estaba al
borde de la muerte por falta de una debida asistencia. Mi marido, al no estar capacitado para
verme, me dejó por completo en manos de su madre.

Ella no permitía que ningún otro médico salvo el suyo propio me prescribiera, pero aunque sólo
estaba a un día de camino, no mandó llamarle. Ante esta extrema situación yo no abrí mi boca.
Esperaba la vida o la muerte de la mano de Dios, sin manifestar la menor inquietud. La paz que
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disfrutaba por dentro, en función de esa perfecta resignación, en la que Dios me conservaba por
su gracia, era tan grande, que me hizo olvidarme de mí misma en medio de trastornos opresivos.
La protección del Señor fue verdaderamente maravillosa. Cuán a menudo he sido puesta al
límite, aunque Él nunca ha dejado de socorrerme cuando más desesperadas parecían las cosas.
Así le agradó a Él, que un diestro cirujano que ya me había atendido anteriormente, al pasar por
nuestra casa, preguntara por mí. Le dijeron que estaba terriblemente enferma. Se apeó
inmediatamente y pasó a verme. Nunca había visto yo antes a un hombre tan sorprendido como
aquel, cuando vio la condición en la que me encontraba. La viruela no había podido brotar, y se
había cebado con tal fuerza en mi nariz, que estaba casi negruzca. Pensó que había existido
gangrena y que se iba a caer. Mis ojos estaban como dos trozos de carbón; pero yo no estaba
alarmada. En aquel entonces podría haberlo sacrificado todo, y estaba agradada de que Dios se
vengara en aquella cara que me había traicionado en tantas infidelidades. Además, se puso tan
alterado que se fue a la habitación de mi suegra, y le dijo que era de lo más vergonzoso dejarme
morir de aquella forma, por falta de una purga sanguínea. Pero como ella aún se oponía
duramente a ello, en breve le dijo muy llanamente que no lo consentiría hasta que llegara el
doctor. Se puso tan furioso al ver que me abandonaban así y que no iban a buscar al doctor, que
reconvino a mi suegra de la forma más severa. Pero todo fue en vano. Se presentó otra vez ante
mí y dijo: “Si quieres, yo te sangraré, y salvaré tu vida”. Alargué mi brazo hacia él, y a pesar de
estar extremadamente hinchado, me sangró en un momento. Mi suegra se puso fuera de sí, roja
de ira. Al instante brotó la viruela. Mandó que se me volviera a sangrar por la tarde, pero ella no
lo consintió.
Temiendo disgustar a mi suegra, y bajo una resignación total a las manos de Dios, no le retuve.
Hago un mayor hincapié mostrando qué ventajas conlleva el resignar a Dios tu propio yo sin
reservas. Aunque aparentemente Él nos deja durante un tiempo para probar y ejercitar nuestra fe,
nunca nos falla cuando más acuciante es nuestra necesidad de Él. Puede uno decir con la
escritura: «Es Dios el que nos tendió a las puertas de la muerte, y nos resucitó de nuevo». El
amoratamiento e hinchazón de mi nariz desaparecieron y creo que, si me hubieran seguido
purgando, hubiera estado bastante bien. Por falta de ello volví a empeorar. El mal se abalanzó
sobre mis ojos y los inflamó con un dolor tan intenso, que pensé que iba a perderlos. Tuve
intensos dolores durante tres semanas, a lo largo de las cuales no pude dormir mucho. No podía
cerrar mis ojos, de lo llenos que estaban de viruela, ni tampoco abrirlos a causa del dolor. Mis
encías, paladar y garganta también estaban tan llenos de pústulas, que no podía tragar caldo ni
alimentarme sin sufrir en extremo. Todo mi cuerpo parecía leproso. Todo el que me veía decía
que nunca había visto un espectáculo tan espantoso. Pero en cuanto a mi alma, Dios me mantenía
bajo un contentamiento que no puede expresarse. La esperanza de conseguir su libertad, en la
pérdida de esa belleza que tan a menudo me había traído bajo un yugo, me hizo sentir tan
satisfecha y tan unida a Dios, que no habría intercambiado mi condición al príncipe más feliz de
la tierra. Todo el mundo pensó que no habría nada en el mundo que pudiera consolarme. Varios
expresaron su simpatía hacia mi triste condición, o al menos así la juzgaban entonces.

Reposaba en el secreto relente de un gozo inefable, en esta total privación de aquello que había
sido un cepo para mi orgullo, y para las pasiones del hombre. Alababa a Dios en abisal silencio.
Nunca nadie oyó quejas por mi parte, por mis dolores, o por la pérdida que ahora enfrentaba. Lo
único que decía era, que me regocijaba, y estaba tremendamente agradecida por la libertad
interior que había adquirido gracias a ello; pero interpretaron esto como un gran crimen. Mi
confesor, que antes había estado descontento conmigo, vino a verme. Me preguntó si no sentía
haber tenido la viruela; tras escuchar mi respuesta, ahora me acusaba de orgullo. Mi segundo
hijito agarró la infección el mismo día que yo, y murió por falta de cuidados. En realidad este
golpe me llegó al corazón, pero aun así, sacando fuerzas de mi flaqueza, le ofrecí en sacrificio, y
le dije a Dios lo que Job decía: «Tú me lo diste, y tú me lo quitaste; bendito sea tu santo
nombre». El espíritu de sacrificio me asió con tal fuerza, que, aunque amaba a este niño con
dulzura, no derramé ni una sola lágrima al oír de su muerte. El día que fue enterrado, el médico
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me hizo llegar la noticia de que no habían puesto lápida sobre su tumba, porque mi niña pequeña
no tardaría más de dos días en acompañarle. Mi hijo mayor aún no estaba fuera de peligro, por lo
que me vi despojada al unísono de todos mis hijos, mi marido estaba indispuesto, y yo misma en
gran manera. El Señor no se llevó en aquel entonces a mi pequeña hijita. Prolongó su vida
algunos años.

Por fin llegó el médico de mi suegra, para cuando ya no me podía prestar mucha ayuda. Cuando
vio la extraña hinchazón en mis ojos, me sangró varias veces; pero era demasiado tarde. Aquellas
purgas que tanto hubieran servido al principio, ahora no hacían más que debilitarme. Ni siquiera
podían sangrarme en el estado que estaba salvo con la mayor de las dificultades. Mis brazos
estaban tan hinchados que el cirujano se vio obligado a llevar la navaja a gran profundidad. Lo
que es más; la purga fuera de su tiempo hubiera podido causar mi muerte. Esto, confieso, lo
hubiera visto con muy buenos ojos. Miraba la muerte como la mayor bendición para mí. No
obstante, vi con claridad que de ella nada podía esperar, y que en vez de vérmelas con un suceso
tan deseable, debía prepararme para soportar las pruebas de la vida.

Después de que mi hijo mayor se pusiera mejor, se levantó y entró en mi habitación. Me


sorprendí del cambio tan extraordinario que había tenido lugar en él. Su rostro, hacía poco tan
liso y bello, se había vuelto como un trozo de burda piedra, toda llena de surcos. Aquello me dio
la curiosidad de verme a mí misma. Me sentí horrorizada, pues observé que Dios había dispuesto
el sacrificio en toda su plenitud.
Algunas cosas empeoraron debido a la oposición de mi suegra, y me causaron serias cruces.
Ellos dieron el golpe de gracia a la cara de mi hijo. No obstante, mi corazón estaba firme en
Dios, y se iba fortaleciendo con la cantidad y la crudeza de mis sufrimientos. Era como una
víctima que de continuo se ofrendaba sobre el altar, a AQUEL que fue el primero en sacrificarse
por amor. «¿Qué pagaré a Jehová por todos sus beneficios para conmigo? Tomaré la copa de la
salvación, e invocaré el nombre de Jehová». Oh mi Dios, en verdad puedo decir que estas
palabras han sido el deleite de mi corazón, y que han hecho mella en mí a lo largo de toda mi
vida; pues he sido colmada de continuo con tus bendiciones y tu cruz. Mi atractivo primordial,
aparte de sufrir por Ti, ha sido rendirme sin resistencia, interior y exteriormente, a todas tus
decisiones divinas. Estos dones con los que me he visto favorecida desde un principio, han
continuado y se han ido multiplicando hasta el día de hoy. Tú mismo has guiado mis continuas
cruces y me has conducido por sendas impenetrables a todos excepto a Ti. Me enviaron pomadas
para reponer mi cutis y para rellenar las marcas hundidas que había dejado la viruela. Había visto
resultados espectaculares en otros, por lo que al principio tuve ganas de probarla. Sin embargo,
celosa de la obra de Dios, no lo consentí.

Había una voz en mi corazón que decía: “Si hubiera querido que permanecieras hermosa, te
habría dejado como estabas”. Por tanto, me vi obligada a rechazar todo remedio, y salir a tomar
el aire, lo cual empeoraba las marcas; exponerme en la calle cuando el carmesí de la viruela
estaba en su cenit, para que mi humillación venciera donde yo había exaltado a mi orgullo. Mi
marido se quedó en cama casi todo el tiempo, y usó bien su indisposición. Lo único que, al haber
perdido aquello que antes le había dado tanto placer cuando me miraba, se volvió mucho más
susceptible ante los comentarios que cualquiera hiciera en contra mío. Como consecuencia de
esto, las personas que le hablaban en mi propio perjuicio, al ver que ahora se les prestaba una
mayor atención, hablaban más a menudo y con mayor descaro. Tú eras el único, oh Dios mío,
que para mí no cambiaba. Multiplicabas mis gracias interiores en la misma medida que
aumentabas mis cruces exteriores.

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Capítulo 16

Mi doncella se hacía cada día más altiva. Viendo que sus reprimendas y sus enérgicas protestas
no me atormentaban, pensó que, si podía impedir que fuera a la comunión, me daría la mayor de
todas las tribulaciones. No estaba equivocada, oh divino Cónyuge de las almas puras, pues la
única satisfacción de mi vida era recibirte y honrarte. Lo daba todo, lo más exquisito que poseía,
para vestir las iglesias de mobiliario ornamental, y contribuía hasta el límite de mis posibilidades
para conseguirles bandejas y cálices de plata. “Oh, Amor mío – clamaba –, ¡déjame ser tu
víctima! No escatimes nada en aniquilarme”. Sentía un inexpresable anhelo de ser más rebajada
y de volverme, por así decirlo, nada. Esta muchacha supo entonces de mi cariño hacia el santo
sacramento en el que, cuando podía tener la suficiente libertad para ello, me pasaba varias horas
de rodillas. Se le ocurrió vigilarme diariamente. Cuando descubría que me iba allá, corría a
decírselo a mi suegra y a mi marido. No necesitaban mucho más para disgustarse. Sus
improperios duraban todo el día. Si se me escapaba una palabra en mi propia defensa, era
suficiente para que dijeran que era culpable de sacrilegio y de pisotear toda devoción. Si no les
daba respuesta alguna, aumentaban su indignación, y decían las cosas más crispantes que se les
pudiera ocurrir. Si caía enferma, cosa que a menudo ocurría, aprovechaban la ocasión para ir a
discutir conmigo a la cama, diciendo que mi comunión y mis oraciones eran lo que me hacía
enfermar. ¡Hablaban como si nada pudiera hacerme enfermar, salvo mi devoción por Ti, oh
Amado mío!

Santa Misa
Un día la muchacha me dijo que iba escribirle una carta a mi director espiritual para conseguir
que él mismo me impidiera ir a la comunión. Cuando no obtuvo ninguna respuesta, gritó tan
fuerte como pudo que la trataba como un trapo y que la despreciaba. Cuando me iba a atender los
rezos (aunque me había preocupado de arreglar todo lo concerniente a la casa), se iba corriendo a
decir a mi marido que me marchaba y que no había dejado nada en orden. Cuando regresaba a
casa, su enojo caía sobre mí con toda su furia. Hacían oídos sordos a mis explicaciones, diciendo
que eran “una sarta de mentiras”. Mi suegra le persuadía a mi marido de que yo dejaba que todo
se fuera a pique. Si ella no se encargaba de las cosas acabaría arruinado. Él se lo creía, y yo lo
soportaba todo con paciencia, tratando de cumplir con mis obligaciones lo mejor que podía. Lo
que más me costaba era no saber qué curso tomar; pues cuando organizaba algo sin ella, se
quejaba de que no le mostraba respeto, que hacía las cosas por mi cuenta y riesgo, y que siempre
acababan de la peor forma posible. Después mandaba que se hicieran al contrario. Si le
consultaba qué, o cómo quería hacer algo, decía que la empujaba a tener que encargarse y
preocuparse de todo. Oh mi Dios, a duras penas conocía descanso alguno salvo el que encontraba
en el amor a tu voluntad y en la sumisión a tus designios, por muy rigurosos que pudieran ser.
Vigilaban sin tregua mis palabras y acciones para poder hallar motivos contra mí. Me reprendían
todo el día, repitiendo continuamente y machacando una y otra vez las mismas cosas, incluso
delante de los sirvientes. ¡Cuán a menudo veía borroso el almuerzo por lágrimas que ellos
interpretaban como las criminales del mundo! Decían que estaba condenada; como si las
lágrimas fueran a abrir el Infierno para mí, cuando seguramente era mucho más probable que lo
apagaran. Si citaba algo que hubiera escuchado, me hacían que tomara buena nota de la verdad
que encerraba. Si guardaba silencio, me tachaban de desprecio y perversión; si sabía algo y no lo
decía, aquello era un crimen; si lo comentaba, decían que yo lo había maquinado. Algunas veces
me atormentaban sucesivamente durante varios días, sin darme ningún respiro. Las muchachas
decían: “Hazte la enferma para que puedas respirar un poco”. No daba contestación alguna. El
amor de Dios me poseía de una manera tan íntima, que no me permitía buscar alivio por una
palabra, o siquiera por una mirada.

No se está compadeciendo de sí misma. Es una simple muestra del buen humor de esta dama. A
veces me decía a mí misma:
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“Oh, si tuviera a alguien que se percatara de mí, o con el que pudiera desahogarme..., ¡de que
alivio me sería!” Mas no se me concedió. No obstante, si me veía libre por unos días de la cruz
exterior, ello me angustiaba tremendamente, y de cierto era un castigo más difícil de soportar que
las pruebas más severas. Comprendí entonces lo que dice Santa Teresa: “Déjame sufrir, o morir”.
Pues esta ausencia de la cruz me dolía tanto, que languidecía deseando que volviera. Pero tan
pronto se concedía este ferviente anhelo, y la endita cruz reaparecía otra vez, lo hacía tan pesada
y fatigosamente que, por muy raro que parezca, se hacía casi insoportable. Aunque amaba a mi
padre a lo sumo, y él me amaba tiernamente, nunca le hablé de mis sufrimientos. Uno de mis
familiares, que me quería mucho, percibió el poco tacto que usaban conmigo. Me hablaron muy
toscamente delante suya. Estaba muy molesto, y se lo comentó a mi padre, añadiendo que me
hacía pasar por tonta. Poco después fui a ver a mi padre que, en contra de lo que acostumbraba
hacer, me reprendió con dureza por “dejarles que te traten así, sin decir nada en defensa propia”.
Respondí que si sabían lo que me decía mi marido, para mí aquello ya suponía suficiente
desconcierto, sin que hubiera necesidad de acarrearme uno mayor con contestaciones; que si no
se daban cuenta de ello, no debía por eso hacer yo que se supiera, ni exhibir las debilidades de mi
marido; que permaneciendo en silencio detenía todas las disputas, mientras que por mis
contestaciones pudiera causar el que continuaran y aumentaran. Mi padre respondió que hacía
bien, y que debía seguir actuando como Dios me hubiera de inspirar. Y después de eso, nunca
más volvió a hablarme acerca de ello. Siempre estaban hablando en contra de mi padre, en contra
mis familiares, y en contra de todos aquellos a los que más estimaba.
Esto me hacía más daño que todo lo que pudieran decir contra mí misma. No podía evitar
defenderles, y hacía mal en ello; pues cualquier cosa que dijera sólo servía para provocarles. Si
alguien se quejaba de mi padre o de mis familiares, siempre tenía razón. Si cualquiera, con el que
previamente hubieran estado a mal, hablaba en contra suya, enseguida se ponían a su lado. Si
alguien mostraba amistad hacia mí, ese no era bienvenido. Una conocida de mi familia a la que
yo amaba mucho por su piedad, vino a verme, y abiertamente le señalaron la puerta de salida. La
trataron de una forma tal que se vio obligada a irse, cosa que me causó no poca desazón. Cuando
venía alguna persona distinguida, hablaban en contra mía; incluso lo hacían con aquellos que no
me conocían, cosa que les sorprendía. Mas al verme se compadecían de mí. No importaba lo que
dijeran en contra de mí; fuera lo que fuera, el amor no me permitía justificarme. No hablé con mi
marido acerca de lo que mi suegra o la muchacha me hacían, salvo el primer año, cuando el
poder de Dios no me había tocado lo suficiente para sufrir. Mi suegra y mi marido reñían a
menudo. Entonces hallaba yo gracia ante sus ojos, y a mí me exponían sus mutuas quejas. Nunca
le dije a ninguno lo que había dicho el otro. Y aunque, humanamente hablando, me hubiera sido
beneficioso aprovecharme de oportunidades así, nunca las usé para quejarme de ninguno de los
dos. No, ni mucho menos; sino que no descansaba hasta que les hubiera reconciliado. Decía a
cada cual muchas cosas buenas del otro, cosa que volvía a hacerles otra vez amigos. Sabía por
reiterada experiencia que habría de pagar caro su reencuentro. Apenas se habían reconciliado que
se unían de nuevo en mi contra. Con la misma frecuencia con que me olvidaba de las cosas
exteriores que eran de poca trascendencia, de igual modo estaba yo intensamente atareada con
las cosas interiores.

Mi marido era nervioso, y la falta de atención a menudo le irritaba. Yo paseaba por el jardín sin
fijarme en nada. Cuando mi marido, que no podía ir allí, me preguntaba sobre él, yo no sabía
que decir, y debido a ello se enfadaba. Volvía allí adrede para percatarme de todo, y así poder
contarle, pero una vez allí no se me pasaba por la cabeza que tuviera que mirar. Un día fui diez
veces para ir a ver y luego contárselo, pero luego se me olvidaba. No obstante, cuando sí que me
acordaba de mirar, me ponía muy contenta. Mas entonces sucedía que no me preguntaban nada
sobre las flores. Todas mis cruces me hubieran parecido pequeñas, si hubiera podido tener
libertad para orar, y para estar a solas, con el fin de satisfacer la atracción interior que sentía.
Pero me obligaban a permanecer en su presencia, con una sujeción tal que a duras penas se
puede llegar a concebir.
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Mi marido miraba su reloj, si alguna vez se me concedía permiso para orar, para ver si me
pasaba más de media hora. Si me excedía, se ponía muy molesto. Algunas veces yo decía:
“Concédeme una hora para distraerme y emplearme como yo desee”. Aunque me la hubiera
concedido para otros entretenimientos, para la oración no. Confieso que la falta de experiencia
me causó muchos problemas. A menudo he dado pie de ese modo a que me hicieran sufrir. ¿Pues
no debería haber visto mi cautividad como un fenómeno de la voluntad de Dios, haberme
contentado, y haberla hecho mi único deseo y oración? Pero a menudo caía de nuevo en la
ansiedad de querer conseguir tiempo para la oración, lo cual no agradaba a mi marido. Esas
faltas eran más frecuentes al principio. En adelante oré a Dios en su propio retiro, en el templo
de mi corazón, y no volví a salir más.

Capítulo 17

Nos fuimos a vivir a la campiña y allí cometí muchas faltas. Pensaba que las podía cometer
entonces porque mi marido se entretenía con la construcción, aunque si me alejaba de él se ponía
descontento. En un momento dado, mientras estaba hablando sin parar con los obreros, adoptaba
esta actitud. Yo me plantaba en una esquina, y me llevaba allí mi trabajo, aunque apenas podía
hacer nada, por causa de una fuerza de atracción que hacía que el trabajo se me cayera de las
manos. Me pasaba horas enteras así, sin ser capaz de abrir mis ojos ni saber lo que estaba
pasando; sin embargo, no había nada que deseara ni de lo que tuviera miedo. En todo lugar
encontraba mi propio centro, pues en todo lugar encontraba a Dios. Ahora mi corazón no era
capaz de desear más que lo que ya tenía. Esta disposición extinguía todos sus deseos; y a veces
me decía a mí misma: “¿Qué es lo que quieres? ¿Qué es lo que temes?” Me sorprendía al
comprobar en la experiencia que no tenía nada que temer. Fuera cual fuera el lugar en que me
encontrara, ese era mi lugar apropiado. Como por lo general no se me concedía tiempo para orar
más que con dificultades, y no me permitían levantarme hasta las siete en punto, me levantaba
con sigilo a las cuatro, y de rodillas en la cama, deseaba no ofender a mi marido y procurar por
todos los medios ser puntual y asidua en todo. Pero esto pronto afectó a mi salud y le hizo daño a
mis ojos, que todavía estaban debilitados. No hacía más de ocho meses que había tenido la
viruela. Esta pérdida de sueño trajo una dura prueba sobre mí. Incluso mis horas de sueño se
vieron muy alteradas por miedo de no levantarme a tiempo. Sin darme cuenta me quedaba
profundamente dormida durante mis oraciones. En la media hora que tenía después de cenar, a
pesar de sentirme bastante despejada, el sopor podía conmigo. Trataba de remediar esto
mediante las más duras aflicciones corporales, pero en vano. Parece ser que el vocablo usado
habla de una zona no muy alejada de su lugar de residencia habitual. Como aún no habíamos
construido la capilla, y nos encontrábamos lejos de cualquier iglesia, no podía acudir a los rezos
ni a las ceremonias sin el permiso de mi marido. Era muy reacio a permitírmelo, salvo en
Domingos y festivos. No podía irme en el carruaje, con lo que me vi forzada a usar ciertas
estratagemas, y conseguir que la misa religiosa se diera a una hora muy temprana de la mañana,
a la que, débil como estaba, a pie me esforzaba en llegar medio tambaleándome. Estaba a un
cuarto de legua* de distancia (1’4 Km.). Dios obraba verdaderamente maravillas para mí. Por lo
general, cuando me iba por las mañanas a los rezos, mi marido no se levantaba hasta que yo
había regresado. Muchas veces, en el momento de salir, el tiempo estaba tan nublado, que la
muchacha que llevaba conmigo me decía que no podría salir; o que si lo hacía, me calaría hasta
los huesos. Le contestaba con mi acostumbrada confianza, “Dios nos asistirá”. Normalmente
llegaba a la capilla sin mojarme. Una vez allí la lluvia arreciaba sin perdón. Al regresar, paraba.
Cuando llegaba a casa, empezaba de nuevo con furia renovada. Durante los años que he actuado
de esta manera nunca me he visto traicionada por mi buena fe. Cuando estaba en el pueblo y no
podía encontrar a nadie, me sorprendía ver que venían a preguntarme sacerdotes si quería recibir
la comunión, y que si lo deseaba, ellos me la ofrecerían. No tenía intenciones de rehusar las
oportunidades que Tú mismo me ofrecías; pues no tengo dudas de que eras Tú el que los
inspiraba a que me lo propusieran.
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Antes de habérmelas arreglado para tener divinos oficios en la capilla que he mencionado, con
frecuencia me despertaba de repente con un fuerte impulso de ir a los rezos. Mi doncella decía:
“Pero, Madame, se va a cansar en vano. No habrá misa”. Pues aquella capilla aún no tenía
atención regular. Me iba llena de fe y al llegar les encontraba a punto de empezar. Si pudiera
enumerar en detalle las extraordinarias providencias que fueron dadas a mi favor en aquel
tiempo, habría suficiente como para llenar tomos enteros.

Una legua es equivalente a 5’6 Km. aproximadamente. Del inglés “town”. Debería ser un pueblo
bastante grande. Cuando quería escribir a la Madre Granger, o saber algo de ella, a menudo
sentía una fuerte tendencia a dirigirme a la puerta, para entonces encontrarme allí a un mensajero
con una carta suya. Este es sólo un pequeño ejemplo de este tipo de continuas providencias.
Cuando me era posible verla, cosa que sólo era posible en el mejor de los casos, ella era la única
persona con la que me sentía libre para abrir mi corazón, y esto gracias a la ayuda de la
providencia, porque me estaba prohibido por mi confesor y por mi marido. Puse una confianza
absoluta en la Madre Granger. No le ocultaba nada en cuanto a aflicciones o pecados. Ya no
practicaba ninguna austeridad, salvo las que ella estaba dispuesta a permitirme. Poco podía
entonces contar de mi estado interior, pues no sabía cómo expresarme, era muy ignorante en esas
cuestiones, y nunca había leído o escuchado nada acerca de ellas. Un día, cuando pensaban que
iba a ver a mi padre, me fui corriendo a ver a la Madre Granger. Se supo, y aquello me costó una
cruz. Tal era su cólera contra mí, que hasta parecía mentira. Incluso mantener correspondencia
con ella llegaba a ser tremendamente difícil. Aborrecí profundamente la mentira, y por ello
prohibí a los lacayos que dijeran ninguna. Cuando les veían, les preguntaban a donde se dirigían,
y si llevaban alguna carta. Mi suegra se colocaba en un estrecho corredor por el que
necesariamente tenían que pasar aquellos que fueran a salir. Les preguntaba adónde iban y qué
llevaban. Algunas veces que me iba a pie a ver a los Benedictinos, obligaba a llevar calzado de
repuesto para que por el barro no se dieran cuenta de que había estado lejos. No me atrevía a ir
sola, y los que me atendían tenían órdenes de decir todos los lugares a los que yo iba. Y si
llegaban a saber que no cumplían con su deber, eran disciplinados o bien despedidos. Mi marido
y mi suegra siempre estaban arremetiendo contra aquella buena mujer, aunque en realidad la
apreciaban.

Algunas veces yo le dejaba ver mis quejas, y ella respondía: “¿Cómo habrías de tú contentarles,
cuando yo misma he intentado sin éxito todo cuanto estaba en mi mano durante veinte años?”
Porque mi suegra tenía a dos hijas bajo su tutela, y siempre tenía algo que decir en relación con
todo lo que tuviera que ver con ellas. Pero la cruz que más sentía era que pusieran a mi propio
hijo en contra mía. Le infundían un desprecio tal hacia mí, que no podía verle sin sentir un
tremendo sufrimiento. Cuando estaba en mi habitación con alguno de mis amigos, le enviaban a
escuchar lo que decíamos. Al ver que esto les agradaba, inventaba cientos de cosas que contarles.
Si le sorprendía mintiendo, como a menudo hacía, me reconvenía diciendo: “Mi abuela dice que
tú has sido una mentirosa más grande que yo”. Yo contestaba: “Por eso yo sé lo feo que es ese
vicio y lo difícil que es no hacerlo; y por esta razón no permitiré que sufras igual que yo”. Me
decía cosas muy ofensivas. Como veía el miedo que yo tenía hacia su abuela y su padre, si
durante su ausencia le corregía en cualquier cosa, me reconvenía de forma insultante. Decía que
era ahora cuando le quería mangonear, porque no estaban allí. A ellos todo esto les parecía bien.
Un día lo llevaron a ver a mi padre, y delante suya empezó a hablar alocadamente mal de mí,
como solía hacer con su abuela. Pero allí no se encontró con la misma recompensa. Hizo que a
mi padre se le saltaran las lágrimas. Padre se allegó a nuestra casa para hacerles ver su deseo de
que el niño fuera corregido. Le prometieron que se haría, pero nunca lo hicieron. Yo estaba
seriamente preocupada y temerosa de las consecuencias de una educación tan pésima. Se lo
comenté a la Madre Granger, que decía que, puesto que no lo podía remediar, lo debía soportar y
dejar todo en manos de Dios. Este niño sería mi cruz. Otra de las mayores cruces, era la
dificultad que tenía en atender a mi marido.
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Yo sabía que no le agradaba que no estuviera con él; pero cuando estaba con él, nunca expresaba
complacencia alguna. Al contrario, menospreciaba con desdén cualquier función que yo
desempeñara. Me ponía las cosas tan difíciles en todo, que algunas veces temblaba cuando me
acercaba a él. No hacía nada a su gusto; y cuando no le atendía, se enfadaba. Le había tomado tal
manía a la sopa, que no soportaba ni verla. Aquellos que se la ofrecían se llevaban una ruda
bienvenida. Ni su madre ni ninguno de los sirvientes se la llevaban. No había nadie más que yo
que no rechazara ese trabajo. Se la traía y dejaba que pasara su enfado; después trataba de
convencerle de alguna buena manera para que se la tomara. Le decía: “Que me reprendan varias
veces al día antes que soportar el verte sufrir por no traerte lo que Dios manda”. Algunas veces
se la tomaba; otras la empujaba a un lado. Cuando estaba de buen humor y yo traía algo que era
de su gusto, entonces mi suegra me lo arrancaba de las manos y ella misma lo llevaba. Como
pensaba que no ponía el suficiente cuidado y esmero para satisfacerle, se ponía furioso conmigo
y le expresaba gran agradecimiento a su madre. Usaba toda mi maña y mis ganas para ganar el
favor de mi suegra por medio de mis regalos, mis servicios; mas no alcanzaba el éxito. “¡Oh mi
Dios, cuán amarga y dolorosa sería una vida así si no fuera por Ti! Tú la has endulzado y me has
permitido hacer las paces con ella”. Esta vida dura y mortificante me daba algunos breves
paréntesis. Estos sólo servían para hacer los reveses más agudos y amargos.

Capitulo 18

Unos ocho o nueve meses después de mi recuperación de la viruela, el Padre La Combe pasó por
nuestra casa, y me trajo una carta del Padre de la Motte; él mismo le puso en gran estima ante
mis ojos, y profesó la mayor amistad hacia él. Yo dudaba porque me resistía en gran manera a
entablar nuevas relaciones. Prevalecía el temor de ofender a mi hermano La Combe. Tras una
breve conversación que pude tener con este nuevo sacerdote, ambos insistimos en volver a
vernos en un futuro encuentro. Tuve la sensación de que este hombre amaba a Dios o bien estaba
predispuesto a amarle, y yo deseaba que todo el mundo le amase a Él. Anteriormente Dios ya me
había utilizado en la conversión de tres individuos de su orden. El fuerte deseo que tenía de
verme otra vez le indujo a venir a nuestra casa de campo, que se encontraba a una media legua
(2’8 Km.) de la ciudad. Un pequeño incidente me abrió una vía para poder hablar con él.
Mientras estaba conversando con mi marido, que disfrutaba mucho de su compañía, se puso
malo y se retiró al jardín. Mi marido me instó a ir y ver que era lo que pasaba. Me dijo que había
percibido en mi rostro una profunda comunión y una presencia interna de Dios, que le habían
dado un fuerte deseo de volver a verme. Fue entonces que Dios me ayudó a abrirle la senda
interior del alma, y tanta gracia le pude transmitir a través de este pobre canal espiritual*, que se
marchó hecho casi un hombre nuevo. Conservé un aprecio hacia él, pues me parecía que sería
leal y piadoso con Dios; pero poco me imaginaba yo entonces que habría de verme guiada al
lugar donde él iría a residir.

El canal al que Guyon hace alusión en posteriores expresiones similares es el mismo que vemos
aquí; es decir, el suyo propio. Mi disposición en aquel tiempo era de una oración continua, sin
siquiera saberlo. La presencia de Dios fue otorgada con tal plenitud que parecía ocupar más
espacio que mi propio yo. La sensibilidad subsecuente era, por tanto, tan poderosa, tan
penetrante, que me resultaba irresistible. El amor se llevó de mí toda libertad que me
perteneciera. Otras veces estaba tan seca, que no sentía nada más que el dolor de la ausencia, que
me era tanto más agudo, como previamente palpable me había sido la presencia divina. Ante esta
disyuntiva me olvidaba de todas mis molestias y angustias. Parecía como si nunca las hubiera
experimentado. Cuando el amor se ausentaba, parecía como si nunca fuera a regresar de nuevo.
Pensaba incluso que se había retirado por alguna de mis faltas, y aquello me entristecía en
sobremanera. Si hubiese sabido que era un estado por el que era necesario pasar, no me hubiese
atribulado. Mi fuerte amor hacia Dios me habría hecho las cosas más fáciles. Esta oración tenía
la propiedad de dar un gran amor a lo que Dios dispusiera, junto a una dependencia tan perfecta
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y sublime de Él, que llegaba al punto de no tenerle miedo a nada, fuera peligro, tormenta,
espíritu, o muerte. Suscitaba una gran abstracción del yo y de nuestros propios intereses y
reputación, al tiempo que levantaba un menosprecio total hacia cosas similares... siendo todo
digerido por el aprecio a la voluntad de Dios. En casa se me acusaba de todo aquello que se
hiciera mal, se estropeara, o se rompiera. Al principio sacaba la verdad a la luz, y decía que yo
no había sido. Ellos insistían, y me acusaban de mentir. Entonces ya no contestaba. Asimismo,
iban con todos sus cuentos a todo aquel que viniera a la casa. Sin embargo, cuando más tarde
estaba con estas mismas personas, nunca trataba de sacarles de su engaño. A menudo oía que se
decían tales cosas acerca de mí, delante de mis amigos, que bastaban para hacerles abrigar una
mala opinión. Mi corazón guardaba su morada bajo la tácita conciencia de mi propia inocencia,
sin que me incumbiera si pensaban bien o mal de mí; aparté de mi vista al mundo, a toda
opinión, y a toda censura, y no me importaba nada salvo la amistad de Dios. Si por abrazar a la
infidelidad se me ocurría justificarme en cualquier momento, siempre fracasaba y atraía sobre mí
nuevas cruces, tanto del interior como del exterior. Pero aparte de eso, estaba tan enamorada de
esta amistad, que la mayor de las cruces hubiera sido estar sin ninguna. Cuando la cruz se me
desprendía por un lapso de tiempo cualquiera, me parecía que se debía al mal uso que de ella
había hecho; que mi infidelidad me privaba de tan grande beneficio. Nunca conocía su verdadero
valor hasta que la perdía. Clamaba que se me castigara de cualquier manera, pero que no se
llevaran la cruz de mí. Esta afable cruz volvía a mí tanto más pesada, cuanto más apasionado
fuera mi deseo.

No podía reconciliar dos cosas de lo opuestas que a mí me parecían.


1) El desear la cruz con tanto ardor.
2) El sobrellevarla con tanta dificultad y con tanto dolor.

Desplegando una clase y estilo admirables, Dios sabe muy bien qué hacer para que la cruz sea
más pesada, conforme a la habilidad de la criatura para soportarla. Con esto en mente mi alma
empezó a ser más resignada, a comprender que el estado de ausencia y carencia en lo que
deseaba tanto alcanzar, era con todo más beneficioso que aquel que siempre está rebosando. Este
último alimentaba al amor propio. Si Dios no actuara así, el alma nunca moriría a sí misma. Ese
principio del amor propio es tan sagaz y peligroso, que se aferra a cualquier cosa. Lo que me
producía un mayor malestar, tanto por dentro como por fuera, en este tiempo de oscuridad y
crucifixión, era una inconcebible tendencia a apresurarme y acelerarme. Cuando se me escapaba
alguna respuesta un tanto acalorada (lo cual no servía ni un tanto para humillarme) decían que
“había caído en mortal pecado”. Me era muy necesario un trato no menos riguroso que éste. Era
tan orgullosa, pasional, y de un carácter de natural desbaratador, que siempre quería llevar las
cosas a mi manera, pensando que mis porqués eran mejores que los de otros. Si hubieras
desviado, oh Dios mío, los golpes de tu martillo, nunca habría sido conformada a tu voluntad,
para luego poder ser un instrumento de tu uso; pues era grotescamente presumida. Los aplausos
me hacían inaguantable. Colmaba a mis amigos de alabanzas, y acusaba a otros sin motivo. Pero
cuanto más criminal he sido, mayor deuda tengo contigo, y tanto menor es el bien que me puedo
atribuir a mí misma. ¡Qué ciego es el hombre que imputa a otros la santidad que Dios les da!
Creo, mi Dios, que bajo tu gracia has tenido hijos que realmente se debían mucho a su propia
fidelidad. En cuanto a mí, todo te lo debo a Ti; me glorío en confesarlo; no me lo puedo atribuir
a mí misma ni por asomo. Me aplicaba mucho en actos de caridad. Tan grande era mi ternura
para con el pobre, que quería suplir todas sus necesidades. No podía ver su necesidad sin
reprocharme a mí misma por la abundancia que yo disfrutaba. Me privaba de cuanto podía con el
fin de ayudarles. Se distribuía lo mejor de mi mesa. Había pobres donde yo vivía que no
participaban de mi abundancia. Parecía como si Tú me hubieras hecho la única persona dadivosa
del lugar, pues al ser rechazados por otros, venían a mí. Gemía: “Es tu hacienda; yo sólo soy el
contable. Debo repartirlo conforme a tu voluntad”.

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Encontré medios de aliviarles sin darme a conocer, porque tenía a alguien que administraba mis
limosnas en privado. Cuando había familias que se avergonzaban de aceptarlas así, se las
enviaba como si saldara una deuda que tuviera pendiente con ellos. Vestía a los que estaban
desnudos, y hacía que enseñaran a las chicas jóvenes cómo ganarse el sustento, sobre todo
aquellas que eran bien parecidas; con el fin de que al estar empleadas, y tener de qué vivir, no se
vieran bajo la tentación de echarse a perder. Dios me utilizó para rescatar a algunos de sus
desordenadas vidas. Iba a visitar al enfermo, a consolarle, a arreglar su lecho. Aplicaba
ungüentos, vendaba sus heridas, enterraba a sus muertos. Suplía en privado a comerciantes y
artesanos para mantener sus tiendas. Mi corazón estaba abierto de par en par hacia mis
semejantes afligidos. La verdad es que pocos podrían llevar la caridad mucho más allá del punto
que nuestro Señor me permitió acariciar, conforme a mi estado, mientras estuve casada y hasta el
día de hoy. Para purificarme al máximo de la mezcla que yo pudiera formar entre sus dones y mi
amor propio, Él me daba períodos internos de prueba que eran muy duros. Empecé a
experimentar un peso insoportable que provenía de esa misma piedad que previamente me había
resultado tan fácil y agradable; no consistía en que no la amara con pasión, sino que me veía falta
en la noble práctica de ella. Cuanto más la amaba, tanto más me esforzaba en adquirir aquello en
lo que fracasaba. Pero ¡ay!, parecía como si de continuo me dominase lo que se oponía a ello. En
realidad, mi corazón estaba distante de todos los placeres sensuales. Durante estos años pasados
a mí me ha parecido que mi mente ha estado tan desprendida y tan ausente del cuerpo, que hago
las cosas como si yo no las hiciera. Si me alimento o me pongo cómoda, lo hago con tal
ausencia, o separación, que yo misma me asombro, acompañada de una total mortificación del
entusiasmo ligado a las sensaciones parejas a toda actividad natural.

Capitulo 19

Volviendo a mi historia, la viruela había dañado tanto uno de mis ojos, que se temía que fuera a
perderlo. La glándula al borde de mi ojo estaba dañada. De cuando en cuando surgía una pústula
entre la nariz y el ojo, que me causaba un gran dolor hasta que era sajada. Hinchaba toda mi
cabeza a tal grado que ni siquiera podía soportar una almohada. El menor sonido era una agonía
para mí, aunque a veces armaban un gran revuelo en mi alcoba. Sin embargo, esto supuso una
etapa preciosa para mí, por dos razones. La primera, porque me dejaban sola en la cama, donde
tenía retraimiento espiritual sin molestias; la otra, porque respondía al deseo que tenía de sufrir...
un deseo tan grande que todas las austeridades del cuerpo habrían sido como una gota de agua
tratando de sofocar un fuego tan grande. En verdad las severidades y rigores que entonces
practicaba eran extremos, mas no apaciguaban este apetito de la cruz. Sólo Tú, oh Salvador
Crucificado, eres el que puedes hacer que la cruz sea eficaz para la muerte del yo. Que otros se
alborocen en su salud y alegría, en sus grandezas y placeres, todos míseros cielos temporales; en
cuanto a mí, todos mis deseos se desviaron por otra senda, al camino silencioso de sufrir por
Cristo, y el ser unida a Él, mediante la mortificación de todo lo que de natural había en mí, para
que estando muerta a mis sentidos, apetitos, y voluntad, pudiera vivir por completo en Él.
Conseguí que me dejaran ir a París para la cura de mi ojo; y, sin embargo, se debía más bien al
deseo que yo tenía de ver a Monseñor Bertot, un hombre de una profunda experiencia a quien la
Madre Granger me había asignado hacía poco como mi guía espiritual. Fui a despedirme de mi
padre, que me abrazó con especial ternura, sin llegar a imaginar entonces que aquel sería nuestro
último adiós.

París era ahora un lugar del que no había que temer como en tiempos pasados. El gentío sólo
servía para atraerme a un profundo recogimiento, y el ruido de las calles avivaba mi oración
interior. Vi a Monseñor Bertot, que no me fue de gran ayuda, aunque me la habría prestado si
hubiese tenido yo entonces la capacidad de poder explicarme. Aunque deseaba de todo corazón
no ocultarle nada, Dios me estaba estrechando tanto hacia Él, que a duras penas llegué a decir
algo.
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En el momento que le estaba hablando, todo se desvanecía de mi mente, por lo tanto no pude
recordar más que unos cuantos defectos. Como le veía de muy tarde en tarde, y no se me
quedaba nada en la memoria, y como no leía nada que se asemejara a mi situación, no sabía
cómo explicarme. Además, lo único que quería sacar a la luz era el mal que estaba en mí. Por
consiguiente, Monseñor Bertot nunca me llegó a conocer, siquiera hasta su muerte. Esto me era
de gran utilidad, al despojarme de todo apoyo, y hacerme realmente morir a mí misma. Me fui a
pasar los diez días desde la Ascensión al Pentecostés a una abadía a cuatro leguas de París, cuya
abadesa tenía una especial amistad hacia mí. Mi unión con Dios parecía aquí ser más profunda y
más continuada, haciéndose cada vez más sencilla, al tiempo que más íntima y cercana.

Semana santa.
Un día me levanté de repente a las cuatro de la mañana, con una fuerte impresión en mi mente de
que mi padre estaba muerto. Al mismo tiempo mi alma se encontraba en una gran satisfacción;
sin embargo, mi amor por él llenaba a ésta de tristeza y a mi cuerpo de debilidad. Bajo los golpes
y los problemas diarios que me acaecían, mi voluntad estaba tan supeditada a la tuya, oh mi
Dios, que parecía estar totalmente unida a Ti. Parecía como si, en realidad, no hubiera en mí más
voluntad que la tuya. La mía había desaparecido, y no había quedado con vida ningún deseo,
tendencia, o inclinación, excepto lo que sirviera para alcanzar ese preciso objeto que más te
agradaba a Ti, fuera lo que fuera. Si tenía voluntad, lo era en unión a la tuya, como dos laúdes
bien afinados en concierto. El que no se toca vierte el mismo sonido que aquel que se toca; no es
más que un mismo y único sonido, una excelsa harmonía. Es esta unión de la voluntad la que
establece una paz perfecta. No obstante, aunque mi propia voluntad estaba muerta, desde
entonces he podido comprobar, a través de los insólitos estados por los que he sido obligada a
pasar, cuánto tenía aún que costarme el tenerla perdida por completo. ¡Cuántas almas hay que
piensan que tienen su voluntad a punto de ser perdida cuando todavía andan muy lejos de ello! Si
se toparan con varias pruebas, verían que aún subsiste. ¿Quién hay que nada deseé para sí
mismo, sea cosa alguna de cierto interés, o riquezas, honor, placer, comodidad o libertad? Aquel
que en su mente cree estar desprendido de todos estos objetos, poseyéndolos, pronto se daría
cuenta de su apego hacia ellos si fuera despojado de los que poseyera. Si se encontraran a lo
largo de toda una generación tres personas tan muertas a todo, como para estar completamente
resignados a la providencia sin acepciones de ninguna clase, bien podrían verse como un
prodigio de la gracia. Por la tarde, mientras estuve con la abadesa, le dije que tenía fuertes
presentimientos sobre la muerte de mi padre. En realidad apenas podía hablar, de lo afectada que
estaba interiormente. En aquel momento alguien vino a decirle que la solicitaban en el salón. Era
un mensajero que había llegado apresurado, con una nota de mi marido de que mi padre estaba
enfermo. Y como después supe, sólo agonizó durante doce horas. Por lo tanto, para entonces él
ya había muerto. Dijo la abadesa al regresar: “Aquí hay una carta de tu marido, quien ha escrito
que tu padre se ha puesto terriblemente enfermo”. Yo le dije: “Está muerto; no tengo ninguna
duda acerca de ello”.

Envié inmediatamente a alguien a París para alquilar un carruaje, con el fin de llegar lo antes
posible; el mío me esperaba a medio camino*. Partí a las nueve en punto de la noche. Decían que
“iba a acabar conmigo misma”. No llevaba a ningún conocido conmigo, pues había enviado a mi
doncella a París para allí ponerlo todo en orden. Como me alojaba en casa religiosa, no se me
pasó por la cabeza la idea de retener a un lacayo conmigo. La abadesa me dijo que ya que creía
que mi padre estaba muerto, sería muy irreflexivo por mi parte exponer mi persona, y arriesgar
mi vida de esa manera. A duras penas podían pasar los carruajes por el camino que iba a tomar,
pues no estaba rodado. Yo respondí que mi imperioso deber era asistir a mi padre, y que no debía
eximirme de ello basándome en una aprensión infundada. Por tanto me fui sola, abandonada en
las manos de la providencia, y con personas desconocidas. Mi debilidad era tan grande, que
apenas podía conservar mi sitio en el carruaje. A menudo me veía forzada a apearme como
consecuencia de peligrosos obstáculos en el camino.
50
Por esta senda, alrededor de media noche, me vi obligada a cruzar un bosque famoso por sus
asesinos y ladrones. El más intrépido le tenía pavor; sin embargo, mi resignación dejaba poco
espacio para pensar en ello. ¡De qué temores y molestias se libra un alma resignada! Me
encontraba completamente sola, a unas cinco leguas de mi propia morada, cuando me encontré a
mi confesor, aquel que previamente se había puesto en contra mía, junto a uno de mis familiares,
esperándome. El dulce consuelo que había disfrutado mientras estaba sola, ahora se interrumpía.
Mi confesor, ignorante de mi estado, me coartó totalmente. Mi tristeza era de una naturaleza tal
que no pude verter ni una lágrima. Y me avergoncé de oír lo que ya tan bien sabía sin dar
ninguna señal externa de dolor. La profunda paz interior que disfrutaba radiaba en mi rostro. La
condición en la que me encontraba no me permitía hablar, o hacer las cosas que se esperarían de
una persona piadosa. Nada podía hacer sino amar y permanecer en silencio.

Puede que la propia carta indicara que la estaban esperando, aunque es probable que fuera el
suyo propio. Por el contexto del original, la segunda posibilidad es más probable. Al llegar a mi
hogar me encontré con que mi padre ya estaba enterrado a causa del tremendo calor. Eran las
diez de la noche. Todos llevaban hábito de luto. Había viajado treinta millas en un día y una
noche. Como estaba muy débil, enseguida me pusieron en cama sin tomar alimento alguno. Más
o menos a las dos de la mañana mi marido se levantó, y saliendo de mi aposento, regresó al
momento, gritando con todas sus fuerzas: “¡¡Mi hija está muerta!!” Era mi única hija, tan amada
como en verdad encantadora. Gozaba de tantas gracias y dones, tanto corporales como
racionales, que uno tenía que ser insensible para no haberla amado. Le fue otorgada una
extraordinaria porción de amor por Dios. Con frecuencia se la veía orando por las esquinas. Tan
pronto como percibía que yo estaba en oración, venía y se unía a mí. Si descubría que lo había
estado haciendo sin ella, lloraba amargamente y se lamentaba: “Ah, mamá, tú oras pero yo no”.
Cuando estábamos solas y veía mis ojos cerrados, susurraba: “¿Estás dormida?” Después
protestaba: “¡Ah no, estás orando a nuestro querido Jesús!” Poniéndose de rodillas ante mí
también empezaba a orar. Fue azotada varias veces por su abuela, porque decía que no tendría
otro marido más que a nuestro Señor. Nunca pudo obligarla a que dijera lo contrario. Era
inocente y modesta como un angelito; hacendosa y entrante, y con todo muy bonita. Su padre la
adoraba y a mí me era muy querida, mucho más por las cualidades de su juicio que por las de su
preciosa apariencia. La tenía como mi único consuelo en todo el mundo. Ella tenía tanto afecto
por mí, como aversión y desprecio me desplegaba su hermano. Murió de una hemorragia
impropia. ¿Pero qué diré? Murió a manos de aquel que se complació, razones sabias tendría, en
despojarme de todo. Ahora sólo me quedaba el hijo de mis dolores. Se enfermó y estuvo al borde
de la muerte, pero se recuperó a través de la oración de la Madre Granger, quien era ahora mi
único consuelo después de Dios. Lloré tanto por mi hija como por mi padre.

Sólo pude decir: “Tú, oh Señor, me la diste; te complace llevártela de nuevo, porque tuya era”.
En cuanto a mi padre, de tantos era conocida su virtud, que más bien debería guardar silencio,
antes que comentar el tema. Su dependencia de Dios, su fe, y su paciencia, eran maravillosos
Ambos murieron en julio de 1672. En lo sucesivo las cruces no se me perdonaron, y aunque
había tenido abundancia de ellas hasta la fecha, sólo habían sido las sombras de las que en lo
sucesivo me he visto obligada a acarrear. En este matrimonio espiritual sólo reivindicaba mi dote
en forma de cruces, azotes, persecuciones, oprobios, bajezas y una nada absoluta del yo, todo lo
cual a través de su gran bondad, y con fines sabios como he podido comprobar, Dios se ha
complacido en conceder y dispensar. Un día, estando muy angustiada por la inclemencia de las
cruces internas y externas, me metí en mi cuarto para dar rienda suelta a mi dolor. Monseñor
Bertot se me vino a la mente junto a este deseo: “¡Oh, que sea sensible a lo que yo sufro!”
Aunque escribía muy raramente, y con gran pesar, no obstante, me escribió una carta con fecha
de ese mismo día acerca de la cruz. Fue la más delicada y alentadora que nunca me escribiera
sobre ese tema.

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A veces mi espíritu estaba tan oprimido con constantes cruces, las cuales apenas me daban algún
descanso, que cuando estaba a solas mis ojos miraban a todas partes, por ver si podían encontrar
algo que procurara algún alivio. Una palabra, un suspiro, un sentir, o el saber que alguien
participaba de mi profunda pena, hubiera servido de algún consuelo. No se me concedió todo
aquello, ni siquiera alzar la vista al Cielo, o realizar queja alguna. El amor me tenía entonces tan
apegado a él, que éste dejaría que esta miserable naturaleza pereciera, sin tenderle ningún sostén
o alimento. ¡Oh, mi querido Señor! Empero le otorgabas Tú a mi alma una ayuda victoriosa, que
la hacía triunfar sobre todas las debilidades de la naturaleza, y blandiste tu cuchillo para
sacrificarla sin perdón. Y aun así esta naturaleza tan perversa, tan llena de ardides para salvar su
vida, al fin tomó el camino de nutrirse de su propio desconsuelo, de su fidelidad bajo una
opresión tan continua e intensa. Intentaba ocultar el valor que le daba. Mas tus ojos eran
demasiado penetrantes como para no detectar la sutileza. Por lo tanto, Tú, oh mi Pastor,
cambiaste tu manera de actuar hacia ello. Algunas veces tu vara y tu cayado le infundían aliento;
o lo que es lo mismo: tu comportamiento unas veces tan cruciforme como otras cariñoso; pero el
único propósito era el de reducirla hasta las últimas consecuencias, como de aquí en adelante
descubriré.

Capítulo 20

Una dama de alcurnia a la que algunas veces visitaba, tomó una peculiar simpatía hacia mí,
porque (como se complacía diciendo) mi persona y mis modales eran agradables. Decía que
observaba en mí algo extraordinario y fuera de lo normal. Creo que era la atracción interior de
mi alma que se reflejaba en mi rostro. Un día, un distinguido caballero le dijo a la tía de mi
marido: “Vi a aquella dama, tu sobrina; y es muy evidente que vive en la presencia de Dios”. Me
sorprendí con esto, pues poco me hubiera pensado que una persona como él pudiera saber lo que
era tener a Dios con una presencia tal. Esta dama de alcurnia empezó a ser tocada por un sentir
de Dios. Una vez que me quiso llevar al teatro, me negué a ir (nunca iba a los teatros) con el
pretexto de las continuas dolencias de mi marido. Me presionó muchísimo, diciendo que su
enfermedad no debía impedirme tener alguna distracción, y que no tenía edad para quedarme
aislada con enfermos como si fuera una enfermera. Le di mis razones. Entonces se percató de
que se debía más bien a un principio piadoso que a los males de mi marido. Insistiendo en saber
qué pensaba yo de los teatros, le dije que los desaprobaba por completo, y en especial si se
trataba de una mujer Cristiana. Y como estaba mucho más avanzada en años que yo, lo que le
dije entonces hizo tal mella en su mente, que no volvió a ir jamás. En una ocasión, estando yo
con ella y con otra dama que le tenía cariño al coloquio y que había leído a “los padres”, se
pusieron a hablar mucho acerca de Dios. Esta dama hablaba muy sabiamente de Él. Yo apenas
dije nada, estando internamente absorbida al silencio y atribulada con esta conversación acerca
de Dios. Mi amistad vino a verme al día siguiente. Tanto había tocado el Señor su corazón, que
ya no podía aguantar por más tiempo. Achaqué esto a algo que la otra dama había dicho, pero
ella me dijo: “Tu silencio llevaba algo consigo que me traspasó hasta lo profundo de mi alma.
No me pude enterar de lo que decía la otra dama”. Empezamos a hablar con un corazón abierto.
Fue entonces cuando Dios dejó huellas imborrables de su Gracia en su alma, y ella siguió
estando tan sedienta de Él, que a duras penas accedía a conversar de cualquier otro tema. Para
que pudiera ser completamente suya, Él la privó de un marido de lo más cariñoso. La visitó con
cruces tan severas, y al mismo tiempo derramaba su gracia con tanta abundancia en su corazón,
que pronto Él se volvió allí el único dueño y señor. Tras la muerte de su marido, y la pérdida de
la mayor parte de su fortuna, se fue a vivir a cuatro leguas de nuestra casa, a una pequeña finca
que le quedaba. Obtuvo el beneplácito de mi marido para que me fuera a pasar una semana con
ella, con el fin de consolarla. Dios le dio a través de mí todo lo que necesitaba. Tenía una gran
comprensión de las cosas, pero se sorprendía de oírme expresarle cosas tan por encima de mi
capacidad natural. Yo también me debería haber sorprendido.

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Era Dios quien me daba el don a causa de ella, difuminando un torrente de gracia dentro de su
alma, sin tener en cuenta la bajeza del canal que a Él le agradaba usar. Desde aquel entonces su
alma ha sido el templo del Santo Espíritu, y nuestros corazones han sido indisolublemente
unidos. Mi marido y yo hicimos un pequeño viaje junto, en el cual mi resignación y mi humildad
fueron ejercitadas, pero de lo poderosa que era la influencia de la gracia divina, sin ningún
esfuerzo o limitación por mi parte. Por poco nos ahogamos todos en un río. El resto de la
asustada compañía se lanzó en un desesperado intento fuera del carruaje, que se estaba
hundiendo en arenas movedizas. Yo continuaba tan ocupada interiormente, que en ningún
momento me percaté del peligro. Dios me libró de ello sin que yo pensara en evitarlo. De haberlo
Él permitido, me habría puesto muy contenta si me hubiera ahogado. Puede que se diga que “me
precipité”. Creo que sí que lo hice; pero preferiría antes perecer confiando en Dios que escapar
dependiendo de mí misma. ¿Qué es lo que quiero decir? No pereceremos* a menos que haya una
falta de confianza en Él. Mi propio placer ha de estar sujeto en todo a Él. Esto me hace
contentarme en mis miserias, las cuales soportaría durante toda mi vida, en un estado de
resignación hacia Él, antes que darles fin en dependencia de mí misma. Sin embargo, no
aconsejaría a otros que actuasen así, a menos que se encontraran en la misma disposición en que
la yo me encontraba.
En franca relación con las palabras de Pedro cuando, medio ahogándose, pidió socorro al
Maestro que caminaba sobre las aguas. (Mt 14:30) Como los males de mi marido aumentaban a
diario, decidió irse a Saint Reine. Parecía muy ansioso de que sólo yo estuviera junto a él, y un
día me dijo: “Si nunca me hablaran en contra tuya, yo estaría más tranquilo, y tú serías más
feliz”. En este viaje yo incurrí en muchas faltas de amor propio y egoísmo. Me volví como un
pobre caminante que hubiera perdido su senda por la noche y no pudiera encontrar ni senda, ni
camino, ni rastro alguno. Mi marido, en su regreso de Saint Reine, pasó por St. Edm. Al no tener
ahora más niños que mi hijo primogénito, que a menudo llamaba a las puertas del hades, deseaba
fervientemente tener herederos y oraba de todo corazón por ello. Dios concedió su deseo, y me
dio un segundo hijo. Como pasaban semanas sin que nadie se atreviese a hablar conmigo, debido
a mi gran debilidad, fue un tiempo de retiro espiritual y de silencio. Trataba de compensarme a
mí misma por la pérdida de tiempo que había estado manteniendo con otros, orándote a Ti, oh mi
Dios, y continuando a solas contigo. Podría decir que Dios hizo presa nueva de mí y que no me
abandonó.

Era un tiempo de un gozo continuo sin interrupciones; y como había estado experimentando
muchas complicaciones y debilidades interiores, fue como una vida nueva. Era como si ya
estuviese en la dicha sublime. ¡Qué caro me costaría esta feliz hora, puesto que sólo era un
preparativo hacia una privación total de consuelo durante varios años, vacíos de todo apoyo, o
esperanzas de que regresara! Empezó con la muerte de la señora Granger, que había sido mi
único consuelo después de Dios. Antes de mi regreso de Saint Reine oí que había muerto.
Cuando recibí estas noticias, confieso que fue el golpe más duro que nunca he sentido. Pensé que
si hubiera estado a su lado en su muerte, podría haber hablado con ella y haber recibido sus
últimas instrucciones. Dios lo había dispuesto todo de tal manera que me vi privada de su ayuda
en casi todas mis pérdidas, para así poder hacer los golpes más dolorosos. Algunos meses antes
de su muerte, se me mostró que, aunque no podía llegar a verla sino con fatigas, y sufriendo por
ello, aún suponía una ayuda y apoyo para mí. El Señor me hizo saber que sería por mi bien el
verme privada de ella. Pero cuando ella murió yo no pensaba así. Fue en medio de ese período de
prueba en el que mis pasos se estancaron, que me fue arrebatada de mi lado. Aquella que me
hubiese podido ayudar en mi arduo y solitario caminar, cercada como estaba por precipicios y
enredada en espinos y brezos. ¡Adorable proceder de Dios! No debe existir guía para la persona
a la que Tú estés internando en las regiones de la oscuridad y la muerte, ni consejero para el
hombre a quien te has propuesto destruir, (esto es, hacerle morir por completo a sí mismo). Tras
haberme salvado con tanta misericordia, tras haberme guiado de la mano en escabrosas veredas,
parece que te concentrabas en destruirme.
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Huelga decir que Tú sólo salvas para destruir, y no buscas la oveja perdida sino para hacer que se
pierda aún más; que Tú te complaces en construir lo que está en ruinas, y en derruir lo que está
construido. Habrás de derribar el templo construido por esfuerzos humanos, con tanto esmero y
laboriosidad, como si se fuera a erigir de forma milagrosa una divina estructura, una casa no
hecha por manos, eterna en los Cielos. ¡Secretos de la incomprensible sabiduría de Dios,
inescrutables para todos excepto para Él! El hombre, formado en unos cuantos días, quiere
adentrarse en ella y ponerle límites. ¿Quién entendió la mente del Señor, o quién llegó a ser su
consejero? ¿Es una sabiduría que sólo ha conocerse a través de una muerte a todo, y de la entera
pérdida del yo? Ahora mi hermano de sangre mostraba abiertamente su odio hacia mí. Se casó en
Orleans y mi marido tuvo la delicadeza de asistir a su enlace, pues no se encontraba en un estado
de salud muy bueno; los caminos en mal estado y tan cubiertos de nieve que pudimos haber
volcado perfectamente doce o quince veces. Pero lejos de mostrarse agradecido por su cortesía,
mi hermano discutió con Él más que nunca, y sin ningún fundamento. Yo era la puntilla de los
resentimientos de ambos. Mientras estuve en Orleans, me encontré con alguien por el que en
aquel momento tenía gran consideración, y me lancé a hablarle de cosas espirituales con
demasiada libertad, pensando que hacía bien, pero después sentí remordimiento por ello. ¡Cuán a
menudo confundimos la naturaleza con la gracia! Cuando tal atrevimiento provenga únicamente
de Dios, uno ha de estar muerto al yo. Mi hermano me trataba con el más profundo desprecio.

No obstante, mi mente estaba tan totalmente cautivada interiormente que, aunque estuvimos en
mucho mayor peligro en el camino de vuelta que a la ida, no pensaba ni por un instante en mí
misma, sino siempre en mi marido. Viendo que el carruaje se escoraba peligrosamente, yo decía:
“No temas, se va a volcar de mi lado; a ti no te hará daño”. Creo que si todos hubieran perecido,
no me hubiera inquietado. Mi paz era tan profunda que nada podía hacerla tambalear. Si estos
tiempos continuaran, seríamos demasiado fuertes. Ahora ya empezaban a venir muy de cuando
en cuando, y eran seguidos por largas y tediosas privaciones. Desde aquella época mi hermano a
cambiado a mejor, y se ha vuelto a Dios, pero nunca se ha acercado a mí. Ha sido un permiso
particular de Dios, y la guía de su providencia sobre mi alma, lo que ha hecho posible que él y
otras personas religiosas, al perseguirme, pensaran que estaban rindiendo gloria a Dios, y que en
ello hacían obras de justicia. Verdaderamente, sería justo que todas las criaturas me traicionaran,
y se declararan en contra de quien tantas veces le ha sido infiel a Dios, y se ha puesto del lado de
su enemigo. Después de esto se produjo un hecho muy desconcertante. A mí me causó muchas
cruces, y no parecía estar dirigido a ningún otro fin. Cierta persona concibió tanto rencor contra
mi marido, que estaba resuelto a arruinarle si fuera posible. No encontró otra manera de
intentarlo que entrando en pacto privado con mi hermano. Adquirió potestad para demandar, en
el nombre del hermano del rey, doscientos mil luises que pretendía hacer ver que yo y mi
hermano le debíamos. Mi hermano firmó los procesos judiciales bajo la seguridad que le dieron
de que él no pagaría nada. Creo que su juventud le hizo meterse en lo que no entendía. Este
asunto disgustó tanto a mi marido, que tengo razones para creer que acortó sus días. Estaba tan
enfadado conmigo (aunque yo era inocente), que no podía hablarme sin ponerse furioso. No me
daba vela en aquel entierro, y yo no sabía de que iba el tema. En el cenit de su ira, me dijo que
no se mezclaría en ello, sino que me daría mi parte y que ya viviera yo como pudiera. Por otro
lado, mi hermano no movía un dedo, ni permitía que se hiciese nada al respecto. El día del juicio,
después de orar, me sentí fuertemente impelida a ir a ver a los jueces. Fui socorrida de lo alto, a
tal punto de descubrir y desenmarañar todas las vueltas y trucos de este asunto sin saber cómo
había sido capaz de hacerlo. El primer magistrado estaba tan sorprendido de ver el asunto tan
distinto de lo que previamente se había imaginado, que él mismo me exhortó a que fuera a los
otros magistrados, y especialmente al fiscal, que en aquel momento se dirigía al tribunal. Estaba
bastante mal informado del tema. Dios me capacitó para manifestar la verdad bajo una luz tan
clara, y dio tal poder a mis palabras, que el fiscal me agradeció haber podido llegado de una
forma tan oportuna para desenmascarar el engaño y para poder corregirle. Me aseguró que si no
hubiera hecho esto, el caso se habría perdido.
54
Como vieron la falsedad en cada punto, hubieran condenado al demandante a correr con los
gastos, si no hubiese sido un príncipe poderoso el que había plasmado su nombre en tal intriga.
Con el fin de salvaguardar el honor del príncipe nos ordenaron pagarle cincuenta coronas. Por la
presente, los doscientos mil luises se vieron reducidos a sólo ciento cincuenta. Mi marido estaba
tremendamente satisfecho con lo que había hecho. Mi hermano estaba tan indignado conmigo,
como si le hubiera causado una gran pérdida. De esta manera, con esta sencillez y de un
plumazo, finalizó un asunto que en un principio había parecido tan gravoso e inquietante.

Capítulo 21

Por aquel entonces caí en un estado de privación total que duró casi siete años. Parecía verme a
mí misma arrojada al suelo como Nabuconodosor, para vivir entre las bestias; un estado
deplorable, pero del mayor provecho para mí, por el uso que la sabiduría divina hizo de él. Este
estado de vacío, tinieblas, e impotencia, llegó más lejos que cualquier prueba con la que nunca
me hubiera topado. Desde entonces he experimentado que, cuando la oración del corazón da la
impresión de ser más seca y estéril, no es inútil ni se ofrece en vano. Dios nos da lo que más nos
conviene, y no lo que disfrutamos o deseamos más. Si las personas llegaran a convencerse sólo
de esta verdad, estarían lejos de esas quejas que duran toda su vida. Causando muerte en
nosotros Él nos procura la vida; pues toda nuestra felicidad, espiritual, temporal y eterna,
consiste en resignarnos a Dios, dejándole a Él hacer en nosotros y de nosotros como a Él le
agrade, y con tanta mayor sumisión cuanto menos nos gusten las cosas. Mediante esta pura
dependencia en su Espíritu, todo nos es dado de forma admirable. Nuestra propia debilidad, en u
mano, resulta ser una fuente de humillación. Si el alma fuese fiel en abandonarse a la mano de
Dios, doblegándose a todas sus intervenciones, fueran gratificantes o mortificantes, soportando
ser guiada de un instante a otro de su mano, y ser aniquilada por los golpes de su Providencia sin
quejarse, ni desear nada más que lo que tiene; pronto llegaría a la experiencia de la verdad
eterna, aunque quizá no conociese enseguida las formas y métodos por lo que Dios la condujo
allí. Las personas quieren dirigir a Dios en vez de resignarse a ser dirigidos por Él. Quieren
mostrarle un camino en vez de seguir pasivamente aquel al que Él les guía. De ahí que muchas
almas, llamadas a disfrutar de Dios mismo, y no meramente de sus dones, malgasten toda su vida
corriendo en pos de pequeños consuelos, alimentándose de ellos... sólo reposando y haciendo
que toda su felicidad radique allí.

Si mis cadenas y mi encarcelamiento te afligen de alguna manera, rezo que puedan servir para
encaminarte a no buscar nada más que a Dios por sí mismo, y nunca desear poseerle mas que a
través de la muerte de todos tus yoes; nunca buscar el ser algo en los caminos del espíritu, sino
escoger el entrar en la más profunda nada. Adolecía de un conflicto interno que de continuo me
atormentaba... dos poderes que parecían tener igual fuerza parecían pugnar por el dominio dentro
de mí. En una mano tenía el deseo de agradarte, oh Dios mío, el temor de ofenderte, y una
continua tendencia de todas mis potestades hacia Ti; en la otra, la visión de todas mis
corrupciones interiores, la depravación de mi corazón, y la continua escalada y rebelión del yo.
¡Cuántos ríos de lágrimas! ; ¡qué desconsuelos me han ocasionado! “¿¡Es posible – gemía – que
haya recibido tantas gracias y favores de Dios sólo para perderlos; que le haya amado con tanta
pasión sólo para estar eternamente privada de Él; que sus beneficios sólo hayan producido
ingratitud; que su fidelidad sea correspondida con infidelidad; que mi corazón haya sido vaciado
de toda criatura y objeto creado y lleno de su bendita presencia y amor, para que ahora se
encuentre totalmente falto de poder divino y solamente lleno de divagaciones y objetos
creados!?” Ahora ya no podía orar como antaño. El Cielo parecía estar cerrado para mí, y hacía
bien en creerlo. No pude conseguir consuelo alguno ni hacer ninguna queja, ni tenía criatura
alguna en la tierra a quien pudiera acudir. Me vi a mí misma desarraigada de todas las criaturas
sin encontrar el cobijo de un refugio en ninguna parte.

55
Ya no podía practicar con facilidad ninguna virtud. “¡Ay! – decía yo –, ¿será posible que este
corazón, antaño todo enardecido, ahora haya de volverse como el hielo?” A menudo llegaba a
pensar que todas las criaturas se habían unido contra mí. Encorvada bajo el peso de pecados
pasados, y una multitud de nuevos, no podía creer que Dios me fuera a perdonar nunca, sino que
me veía a mí misma como una víctima asignada al Infierno. Me hubiera encantado hacer uso de
penitencias, oraciones, peregrinaciones, o votos. Pero aun así, cualquier cosa que probaba como
remedio sólo parecía intensificar la enfermedad. Pudiera decir que las lágrimas eran mi bebida, y
la tristeza mi comida. Sentía en mí misma un dolor tal, que nunca podría hacérselo entender a
nadie, salvo a quienes lo han experimentado. Tenía dentro de mí un verdugo que me torturaba
sin descanso. Incluso cuando iba a la iglesia, allí no me encontraba a gusto. No podía prestar
atención a los sermones; ya no me eran de ninguna utilidad ni me procuraban alimento alguno.
Apenas entendía o comprendía nada de lo dicho, ni del tema expuesto en cuestión.

Capítulo 22

Según se iba acercando mi marido a su fin, sus infecciones no daban tregua. Tan pronto como se
recuperaba de una, caía en otra. Soportó fuertes dolores con mucha paciencia, ofrendándoselos a
Dios y haciendo buen uso de ellos. Sin embargo, su ira para conmigo se intensificaba, porque le
atiborraron de historias y cuentos acerca de mí, y todos los que le rodeaban no hacían más que
sacarle de quicio. Se hizo muy susceptible ante tales ideas, pues sus dolores le hacían estar más
propenso al enfado. En aquella época, en algunas ocasiones, la doncella que solía atormentarme
se compadecía de mí. Venía a verme tan pronto como entraba en mi cuarto, y decía: “Vete a ver
a mi señor para que tu suegra no hable más en contra tuya”. Yo aparentaba ignorarlo todo, pero
él no podía ocultar su desagrado, y ni siquiera me dejaba estar cerca de él. Al mismo tiempo mi
suegra no tenía ninguna cortapisa. Todos los que venían a casa eran testigos de las continuas
regañinas que me veía obligada a soportar, y que soportaba con mucha paciencia a pesar de estar
en la condición que he mencionado. Habiendo terminado mi marido, poco antes de su muerte, la
construcción de la capilla en el campo, donde pasábamos parte del verano, tuve la comodidad de
escuchar rezos cada día, y de asistir a la comunión. Sin atreverse a hacerlo abiertamente, todos
los días el sacerdote me admitía en privado para tomarla. Solemnizaron la dedicación de esta
pequeña capilla. De repente me sentí prendida interiormente, cosa que duró más de cinco horas,
durante todo el tiempo de la ceremonia, que fue cuando nuestro Señor me consagró de nuevo a
Él. Ahora me veía a mí misma como un templo consagrado en la tierra, y por toda la eternidad.
Me dije a mí misma (refiriéndome tanto a uno como a otro): “¡Que este templo nunca sea
profanado; que las alabanzas de Dios sean entonadas allí por siempre!” A mí me pareció en
aquel momento como si mi ruego se hubiera concedido. Pero pronto todo esto me fue arrebatado
y no me quedó ni un sólo recuerdo para consolarme.

Cuando estaba en esta casa de campo, que sólo era un pequeño lugar de retiro antes de que la
capilla fuera construida, me retiraba a los bosques y a las cavernas para orar. ¡Cuántas veces aquí
Dios me ha guardado de peligrosas y ponzoñosas bestias! A veces, sin darme cuenta, me
arrodillaba sobre serpientes que abundaban por allí; mas huían sin hacerme ningún daño. En una
ocasión sucedió que estaba sola en un bosquecillo en el que había un toro desquiciado; mas él
mismo se dio a la fuga. Si pudiera rememorar todas las providencias de Dios a mi favor, se
mostrarían como algo maravilloso. En realidad eran tan frecuentes y continuas, que no puedo
sino asombrarme ante ellas. Dios les hace un préstamo eterno a aquellos que no tienen nada con
qué pagarle. Si asomara en la criatura fidelidad o paciencia alguna, Él es el único que lo da. Si
por un momento deja Él de ayudar, si aparentemente me deja en mis propias manos, yo dejo de
ser fuerte, y me veo a mí misma más débil que ninguna otra criatura. Si mis miserias muestran lo
que soy, sus favores muestran lo que Él es, y la extrema necesidad en la que me encuentro de
depender siempre de Él.

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Tras doce años y cuatro meses de matrimonio entre las mayores cruces, exceptuando la pobreza
que nunca conocí, aunque mucho lo había anhelado, Dios me sacó de ese estado para darme
cruces todavía más duras y de una naturaleza tal que nunca antes había conocido. Porque si
usted, señor, presta atención a la vida que me ha mandado escribir, observará que mis cruces se
han ido intensificando hasta el día de hoy, quitándose una para dar lugar a otra que la sustituya,
más intensa aún que la primitiva. En medio de las preocupaciones que se me imponían, cuando
decían que “estaba en mortal pecado”, no tenía a nadie en el mundo con quien hablar. Hubiera
deseado tener a alguien como testigo de mi conducta; pero no tenía a ninguno. No tenía ningún
apoyo, ningún confesor, ningún guía espiritual, ningún amigo, ningún consejero. Lo había
perdido todo. Y después de haberme quitado Dios uno tras otro, Él mismo también se apartó. Me
quedé sin ninguna criatura; y para completar mi angustia, parecía haber sido abandonada sin
Dios, que era el único que me podía apoyar en un estado de aflicción tan profundo. La
enfermedad de mi marido se volvía cada día más pertinaz. Supo lo que era la proximidad de la
muerte, e incluso la deseaba de lo opresiva que era su lánguida existencia. En cuanto a sus otros
males, era muy reacio a tomar ninguna clase de alimento; no tomaba nada de lo necesario para
mantener la vida. Sólo yo tenía el valor de hacerle comer lo poco que comía. El doctor le
aconsejó ir a la campiña. Una vez allí, y cuando al principio por unos días pereció mejorar,
repentinamente le sobrevino una complicación de las dolencias. Su paciencia intensificaba su
dolor. Vi con claridad que no viviría por mucho tiempo. Me suponía un gran inconveniente que
mi suegra me mantuviera alejada de él tanto como podía. Le metió en la cabeza un descontento
tal hacia mí, que yo tenía miedo de que se fuera a morir con él.

Me aproveché de un breve lapso de tiempo cuando dio la casualidad que ella no estaba con él, y
acercándome a su cama, me arrodillé y le dije: “Si alguna vez he hecho algo que te haya
disgustado, ruego me perdones; ten por seguro que no lo hice a propósito”. Parecía muy
afectado, y como si acabara de salir de un profundo sueño, me dijo: “soy yo el que te pide
perdón; no era digno de ti”. Después de aquello no sólo se agradaba de verme, sino que me
aconsejaba lo que debía hacer tras su muerte; no depender de las personas en las que entonces
confiaba. Durante ocho días fue muy resignado y paciente. Mandé buscar a París al más diestro
cirujano; pero cuando llegó mi marido estaba muerto. Ningún mortal podría morir de un talante
más Cristiano o con mayor coraje que él, después de haber recibido el sacramento de una manera
verdaderamente edificante. No estuve presente cuando expiró, pues por cariño me hizo que me
retirara. Estuvo más de veinte horas inconsciente y en las agonías de su muerte. Era la mañana
del 21 de julio de 1676, y murió. Al día siguiente entré en mi cuarto, donde se encontraba la
imagen de mi divino esposo, el Señor Jesucristo. Renové mi contrato matrimonial, y le añadí una
cláusula de voto de castidad, con la promesa de hacerlo perpetuo si Monseñor Bertot me lo
permitiera. Después de aquello me sentí llena de gran gozo, algo nuevo para mí, pues por largo
tiempo había estado sumida en la más profunda amargura. Tan pronto como supe que mi marido
había expirado, “oh, Dios mío – gemí –, Tú has roto mis ligaduras y te ofreceré un sacrificio de
alabanza”. Después de aquello permanecí en un profundo silencio, exterior e interior,
sintiéndome bastante seca y sin ningún sostén. No podía ni llorar ni hablar. Mi suegra decía
cosas muy agradables, y debido a ello todo el mundo la elogiaba. Se ofendían ante mi silencio,
el cual imputaban a mi falta de resignación.

Un fraile me dijo que todo el mundo admiraba los bellos actos que mi suegra hacía; pero en
cuanto a mí, no me habían oído decir nada; que tenía que sacrificar mi pérdida a las manos de
Dios. Mas yo no podía articular palabra, y aguantaba como podía. En realidad estaba
agotadísima. A pesar de que hacía poco que había dado a luz a mi hija, atendí y velé a mi marido
las veinticuatro noches antes de su muerte. Tardé más de un año en recuperarme del cansancio,
unido a la gran debilidad y al dolor tanto del cuerpo como de la mente. La tremenda depresión,
sequedad, o imbecilidad en que me encontraba era tal, que no podía decir ni una palabra acerca
de Dios. Me aplastaba de tal manera que a duras penas podía hablar.
57
Sin embargo, en algunos momentos entraba en un contemplar de tu bondad, oh mi Dios. Me
daba perfecta cuenta de que mis cruces no faltarían, porque mi suegra había superado lo de mi
marido. Además, todavía me encontraba atada por haber tenido un hijo tan poco tiempo antes de
la muerte de mi marido, lo cual, evidentemente, pareció ser el efecto de la sabiduría divina; pues
si sólo hubiera tenido a mi hijo mayor, lo hubiera metido en una escuela; yo me hubiera
marchado al convento de los Benedictinos, y así hubiera frustrado todos los designios de Dios
sobre mí. Deseaba mostrar la estima que tenía hacia mi marido preparándole el más espléndido
funeral de mi propio bolsillo. Saldé todas las herencias que había dejado. Mi suegra se opuso con
dureza a todo lo que yo pudiera hacer para proteger mis propios intereses. No tenía a nadie a
quien acudir para recibir consejo o ayuda; pues mi hermano no me brindaría ni la más mínima
asistencia. Yo era ignorante en lo referente a asuntos de negocios; pero Dios, que estaba por
encima de mis talentos naturales, siempre me hizo dar en el clavo en todo aquello que a Él le
agradaba, y me revistió de una inteligencia tan perfecta que tuve éxito. No pasé por alto ni un
detalle, y me sorprendía de que supiera de estos asuntos sin haber aprendido. Solucioné todos
mis papeles y puse en orden mis asuntos sin la ayuda de nadie. Mi marido poseía cantidad de
escritos que habían sido depositados en su mano. Hice un inventario exacto de ellos, y los envié
por separado a sus respectivos dueños, cosa que hubiera sido muy difícil para mí sin el socorro
divino pues, al haber estado enfermo mi marido durante largo tiempo, todo estaba en la mayor
confusión. Esto me hizo ganar la reputación de ser una mujer habilidosa.

Había un asunto de suma importancia. Cierto número de personas, que habían estado lidiando
entre sí legalmente durante varios años, acudieron a mi marido para ajustar sus diferencias.
Aunque no era la ocupación propia de un caballero, acudieron a él porque poseía tanto el
entendimiento como la prudencia necesarios; y como él apreciaba a varios de ellos, accedió.
Había veinte casos acumulados uno encima de otro, y en total había veintidós personas
involucradas que no podían poner fin a sus diferencias, a causa de nuevos incidentes que se
sucedían. Mi propio marido se ocupó de contratar abogados que examinaran sus papeles, pero
murió antes de que pudiera hacer ningún trámite. Tras su muerte les mandé buscar para
devolverles sus papeles; pero no los aceptaron, suplicándome que los revisara e impidiera que se
echaran a perder. A mí me parecía ridículo, por no decir imposible, asumir un asunto de tan
grandes consecuencias y que demandaba una discusión tan larga. No obstante, dependiendo en la
fuerza y sabiduría de Dios, accedí. Me encerré a cal y canto por estos asuntos durante unos
treinta días, sin salir nunca, salvo para ir a misa y hacer mis comidas. Cuando por fin estuvo
preparado el arbitraje, todos lo firmaron sin verlo siquiera. Estaban tan satisfechos, que no se
pudieron abstener de hacer eco de éste por todas partes. Era sólo Dios el que hacía esas cosas;
pues una vez que se pusieron de acuerdo no supe nada de ellos; y si ahora mismo oyera a alguien
hablar de cosas así, a mí me sonaría a Árabe.

Capítulo 23

Siendo ahora una viuda, mis cruces, que uno podría pensar que amainaron, sólo se
encrudecieron. Aquella turbulenta sirvienta que ha menudo he mencionado, en vez de llegar a
templarse más, ahora que ella dependía de mí, se volvió más furiosa que nunca. Había amasado
una buena fortuna en nuestra casa, y aparte yo le adjudiqué una paga anual de por vida por los
servicios que le había prestado a mi marido. Se erguía en vanidad y altivez. Al haberse
acostumbrado a velar tanto por un inválido, se había aficionado a beber vino, para animarse.
Ahora había pasado a ser un hábito. A medida que se iba haciendo cada vez mayor y más débil,
una pequeña cantidad ya le afectaba. Traté de ocultar este defecto, pero llegó a abarcar tanto que
no pudo disimularse. Hablé con su confesor acerca de ello, para que intentara, con delicadeza y
tacto, rescatarla de ello; pero en vez de aprovecharse del consejo de su director espiritual, se
indignó mucho conmigo. Mi suegra, que apenas podía soportar el vicio de la ebriedad, y a
menudo me había hablado de ello, ahora se ponía de su lado y a mí me reprochaba.
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Cuando llegaba cualquier visita, esta extraña criatura gritaba con todas sus fuerzas que la había
ultrajado, le había hecho volverse loca, y era la causa de su condenación, al tiempo que yo
misma había tomado el mismo camino. Pero Dios me dio una paciencia sin límites. Yo sólo
respondía a todas sus pasionales invectivas con mansedumbre y ternura, ofreciéndole además
toda prueba posible de mi afecto. Si cualquier otra doncella venía a atenderme, ella la echaba con
rabia, chillando que yo la odiaba por el afecto con que había servido a mi marido. Cuando no le
apetecía venir, me veía obligada a servirme yo; y cuando venía, era para reprenderme y armar
jaleo. Cuando me encontraba muy mal, como a menudo ocurría, esta muchacha parecía estar
desesperada. De ahí que pensara que provenía de Ti, oh Señor, el que todo esto me acaeciera. Sin
tu permiso, apenas hubiera sido ella capaz de sostener una conducta tan incomprensible. No
parecía ser consciente de ninguna falla, sino que siempre creía estar haciendo lo correcto. Todos
aquellos de los que te has valido para hacerme sufrir, pensaban que al hacerlo te estaban
prestando un servicio. Antes de la muerte de mi marido, me fui a París con el propósito de ver a
Monseñor Bertot, que me había sido de muy poca ayuda como director espiritual.
Desconociendo mi estado, y siendo yo incapaz de contárselo, se hartó de la responsabilidad.
Finalmente renunció a ella, y me escribió para que tomara otro guía. Yo no tenía duda de que
Dios le había revelado mi malvado estado; y esta deserción hacia mí parecía ser una clara prueba
de mi admonición. Esto sucedió cuando mi marido aún vivía.

Pero ahora mis renovadas propuestas, y su simpatía hacia mí a causa de la muerte de mi marido,
lograron convencerle de asumir de nuevo mi tutela espiritual, que todavía me resultaba de muy
poco provecho. Me desplacé otra vez a París para verle. Mientras estuve allí, le visité doce o
quince veces, sin ser capaz de decirle nada acerca de mi condición. Lo que en realidad le dije era
que deseaba que algún párroco educara a mi hijo, para librarle de sus malos hábitos y de la
errónea imagen que se había formado de mí. Encontró a uno para mí, de quien él había oído
hablar muy bien. Me fui a un retiro espiritual con Monseñor Bertot y Madame de C.* En todo
aquel tiempo no habló conmigo más de un cuarto de hora como mucho. Al ver que no le decía
nada, porque en realidad no sabía qué decir, y como yo no había hablado con él de los favores
que Dios me había concedido (no por un deseo de ocultárselos, sino porque el Señor no me
permitía hacerlo, pues entonces me había puesto únicamente bajo los designios de la muerte),
por tanto sólo les hablaba a los que a él le parecían más maduros en la gracia. Me dejaba a un
lado como alguien con quien no se pudiera hacer nada. Dios le ocultó tan bien la disposición de
mi alma, con el fin de hacerme sufrir, que quiso enviarme de vuelta a casa, pensando que no
tenía el espíritu de oración, y que la Señora Granger se había equivocado cuando le dijo que lo
tenía. Hacía lo que podía por obedecerle, pero era totalmente imposible. En medio de esta
disyuntiva yo estaba descontenta conmigo misma, porque creía en Monseñor Bertot en vez de
creer en mi experiencia. A lo largo de todo este retiro, mi instinto, al que sólo podía percibir
gracias a la propia resistencia que yo le prestaba, permaneció en silencio y en desnudez racional.

El original sólo escribe la inicial del nombre. Pudiera ser que se refiera a Madame de Chantal,
cuyos libros habían sido previamente leídos por Jeanne Guyón, aunque parece más lógico que se
refiera a Marie de Rabutin–Chantal, marquesa de Sévigné (1626-1696), escritora francesa nacida
en París que a los 18 años contrajo matrimonio con un aristócrata francés, el marqués Henri de
Sévigné, quien perdió la vida en un duelo. Gozó de la amistad de muchas personalidades
distinguidas y hoy es conocida ante todo por sus Cartas (más de 1.500), dirigidas a su hija, así
como a otros parientes y amigos. En ellas ofrecía una crónica espontánea y minuciosa de la vida
de la corte y la alta sociedad francesa en el siglo XVII.

Al tener mi mente en ese estado, temía estar desobedeciendo las órdenes de mi director
espiritual; me hacía pensar que me había apartado de la gracia. Me mantuve en un estado de
vacío total, contenta con mi pobre y bajo nivel de oración, sin envidiar el alto nivel de los otros,
del que yo misma me consideraba indigna.
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Sin embargo, deseaba mucho hacer la voluntad de Dios, y agradarle, pero perdí toda esperanza
de alcanzar alguna vez aquella codiciada meta. Allí donde yo residía vivía, y había vivido,
alguien cuya doctrina se cuestionaba. Ostentaba una posición respetable en la iglesia, cosa que
me exigía tener siempre una deferencia hacia él. Entendiendo hasta que punto era reacia a todo
aquel que estaba bajo sospecha de una fe poco sana, y sabiendo que yo gozaba de cierto crédito
en el lugar, trató con todas sus fuerzas de inmiscuirme en sus sentimientos. Yo le contestaba con
tanta clarividencia y fortaleza, que se quedaba sin habla. Esto acentuó su deseo de ganarme para
él, y para lograrlo se acentuó también su deseo de contraer amistad conmigo. Siguió
importunándome durante dos años y medio. Como era muy educado, y de un carácter servicial, y
era muy versado, no desconfié de él. Incluso llegué a concebir esperanzas en torno a su
conversión, en lo cual estaba equivocada. Entonces dejé de allegarme a él. Vino a preguntarme
por qué ya no podía verme. En aquella época era tan servicial para con mi marido enfermo, y
estaba siendo tan atento con él, que no le podía evitar, aunque pensaba que la forma mejor y más
breve de hacerlo sería rompiendo toda relación con él, cosa que hice tras la muerte de mi marido.
Monseñor Bertot no me permitió hacerlo antes. Cuando se dio cuenta de que ahora no podía
sostener esta relación, él y su grupo levantaron fuertes persecuciones contra mí.

Estos caballeros tenían en aquella época un método, por el cual podían saber rápidamente quién
pertenecía a su grupo, y quién estaba en contra. Se enviaron entre sí unas circulares, por medio
de las cuales, en poco tiempo, me empezaban a menospreciar por todas partes de una forma muy
extraña. Pero esto no me causó muchos problemas. Estaba contenta de mi nueva libertad, con la
intención de no volver jamás a intimar con ninguna persona con la que luego me costara tanto
trabajo romper relaciones. Esta incapacidad en la que ahora me encontraba, de hacer aquellas
obras externas de caridad que había hecho con anterioridad, le sirvió de pretexto a esta persona
para publicar que fue gracias a él que previamente las había hecho. Deseando apuntarse el mérito
de lo que sólo Dios, mediante su gracia, me permitió hacer, llegó incluso a predicar
públicamente en contra de mí, como alguien que había sido un patrón ejemplar para la ciudad,
pero que ahora se había convertido en un escándalo para ella. En algunas ocasiones predicaba
cosas muy ofensivas. Aunque yo estaba presente en esos sermones, y bastaban para hacerme
bajar la cabeza en confusión, pues ofendían a todos aquellos que los escuchaban, mi corazón no
podía ser abatido. Llevaba en mí misma mi propia condenación más allá de lo que las palabras
pueden expresar. Pensaba que me merecía sin duda alguna peores cosas de las que él pudiera
decir acerca de mí, y que, si los hombres me conocieran de verdad, me pisotearían bajo sus pies.
Por lo tanto mi reputación fue echada por tierra a través de la empresa de este párroco. Consiguió
que todos los que pasaban por personas piadosas declararan contra mí. Yo pensaba que él y los
demás estaban en su derecho y, por tanto, lo sobrellevé todo con calma. Confundida como un
criminal que no se atreve a levantar la vista, consideraba la virtud de otros con respeto. No veía
falta alguna en otros ni virtud alguna en mí. Cuando ocurría que alguien me elogiaba, aquello era
como si me hubieran arreado un duro golpe, y me decía a mí misma: “Poco saben de mis
miserias, y del estado en que me he abatido”. Cuando alguno me culpaba, yo lo afirmaba como
algo correcto y justo. Había veces que la naturaleza quería escapar de una condición tan abyecta,
pero no podía encontrar ninguna salida.

Si trataba de tener una apariencia externa de rectitud, practicando alguna cosa buena, mi corazón
me reprendía en secreto de ser culpable de hipocresía, queriendo aparentar lo que no era; y Dios
no permitió que aquello tuviera éxito. ¡Oh, sobresalientes son las cruces de la Providencia!
Todas las demás cruces no tienen ningún valor. A menudo me encontraba muy enferma y en
peligro de muerte, y no sabía cómo prepararme para ella. Varias personas piadosas, que habían
tenido contacto conmigo anteriormente, me escribieron en relación con lo que aquellos
caballeros difundían sobre mí. No me intenté justificar a mí misma, aunque me sabía inocente de
las cosas que ellos me acusaban. Estando un día en la mayor angustia y desolación, abrí el Nuevo

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Testamento en estas palabras: «Bástate mi gracia, porque mi poder se perfecciona en tu
debilidad». Por algún tiempo eso me alivió un poco.

Capitulo 24

El Señor se llevó de mí toda la sensibilidad que tenía hacia las criaturas, y hacia las cosas
creadas, de repente, como si uno se quitase un albornoz. Después de esto no había en mí la más
mínima caridad para nadie. Aunque Él me había hecho ese favor, por el que nunca estaré lo
suficientemente agradecida, yo, no obstante, no estaba más conforme ni menos confusa por ello.
Mi Dios parecía estar tan distante y descontento conmigo, que lo único que allí quedaba era el
dolor de haber perdido su bendita presencia por culpa de mi falta. La paulatina pérdida de mi
reputación, acabó por tocar lo íntimo de mi corazón, aunque no me era permitido justificarme o
compadecerme de mí misma. Al verme cada vez más impotente para realizar cualquier clase de
obra externa, y al no poder ir a ver al pobre, ni quedarme en la iglesia, ni practicar la oración; al
hacerme cada vez más fría hacia Dios, en la misma medida en que era más consciente de mi
desviado caminar, tanto más desolada estaba yo ante mis propios ojos y ante los de otros. Hubo
algunos caballeros de muy buena consideración que se me propusieron en matrimonio, e incluso
personas que según los principios de honorabilidad no deberían de haber pensado en mí. Se
presentaron justo en lo más profundo de mi devastación interior y exterior. Al principio los vi
como un medio para salir de la angustia en la que me encontraba. Pero menoscabando en aquel
entonces mis dolores de cuerpo y mente, a mí me daba la impresión de que si un rey se hubiera
presentado ante mí, le habría rechazado con placer, para mostrarte, oh Dios mío, que con todas
mis miserias estaba decidida a ser sólo tuya.

Si no me hubieras aceptado, al menos tendría el consuelo de haberte sido fiel hasta el límite de
mis fuerzas. Pues lo referente a mi estado interior, nunca se lo mencioné a nadie. Nunca hablé
acerca de ello, ni siquiera con los pretendientes, aunque mi suegra decía que si no me casaba era
porque nadie me quería. Me bastaba con que Tú, oh mi Dios, supieras que te los sacrificaba a Ti
(sin decir ni media a nadie), aunque había alguien en especial cuya buena cuna y sus afables
cualidades externas podían haber tentado tanto mi vanidad como mi inclinación. Oh, si tan sólo
pudiera haber tenido la esperanza de volverme agradable a Ti, tal esperanza hubiera sido como
pasar del Infierno al Cielo. Tan lejos estaba yo de atreverme siquiera a esperarlo, que por
perderte temía que a este océano de aflicción le pudiera secundar una miseria interminable. Ni
siquiera me atrevía a concebir el deseo de disfrutar de Ti; sólo deseaba no ofenderte. Estuve
durante cinco o seis semanas casi en las últimas. No podía tomar ninguna clase de alimento. Una
sola cucharada de caldo me daba mareos. Mi voz estaba tan apagada, que, cuando acercaban sus
oídos a mi boca, a duras penas entendían mis palabras. No podía ver esperanza alguna de
salvación, aunque no me hubiera importado morir. Tenía la fuerte impresión de que cuanto más
viviera, más pecaría. De los dos, pensé en escoger el infierno antes que el pecado. Todo el bien,
que Dios me hizo que hiciera, ahora me parecía malvado o lleno de defectos. Todas mis
oraciones, penitencias, dádivas y actos de caridad, parecían levantarse contra mí, y acentuar mi
condenación. Pensaba que por parte de Dios, de mí misma, y de todas las criaturas, aparecía una
condenación general – mi conciencia daba testimonio contra mí – que no podía apaciguar.
Aunque parezca mentira, los pecados de mi juventud no me afligieron en aquel entonces nada en
absoluto. Ninguno se levantó en juicio contra mí, pero parecía que había un testimonio universal
en contra de todo el bien que había hecho, y en contra de todo pensamiento malvado que hubiera
albergado. Si acudía a confesores, nada podía decirles sobre mi condición. Si se lo hubiera
podido decir, no me habrían entendido. Hubieran considerado como eminentes virtudes lo que,
oh mi Dios, tus castos y puros ojos rechazaban como infidelidad. Fue entonces que sentí la
verdad que encerraba lo que Tú has dicho, en cuanto que Tú juzgaste nuestra rectitud y nuestra
justicia. ¡Oh, cuán puro eres! ¿Quién lo puede llegar a comprender?

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Fue entonces cuando me puse a mirar por todos lados para ver por qué camino me habría de
llegar el socorro; mas mi socorro no podía venir de ninguna otra parte sino del que hizo los
Cielos y la tierra. Al descubrir que no había lugar seguro, ni salud espiritual en mí, entré en una
secreta complacencia y en un descanso interior, que residía en el hecho de no encontrar dentro de
mí bien alguno en el que pudiera apoyarme, o del que pudiera jactarme en pro de mi salvación.
Cuanto más cercana parecía mi destrucción, tanto más me encontraba en Dios Mismo, en el que
aumentaban mi confianza y mi esperanza, a pesar de que Él parecía estar justamente irritado
conmigo. Me parecía que tenía en Jesucristo toda aquello que faltaba en mí. ¡Oh, vosotros
hombres firmes y rectos! Admirad tanto como queráis las excelencias que hayáis hecho para la
gloria de Dios. ¡En cuanto a mí, sólo me glorío de mis padecimientos, pues tales me han hecho
digna de un Salvador tal! Todas mis tribulaciones, junto a la pérdida de mi reputación, que aún
no era tan grande como más tarde llegué a saber (sólo en parte), me dejaron tan incapacitada para
comer, que parecía increíble que me mantuviera con vida. En cuatro días comía lo que una sola
comida muy moderada. De pura debilidad, me vi obligada a guardar cama, pues mi cuerpo ya no
era capaz de soportar la carga que le había sido impuesta. Si se me hubiera pasado por la cabeza,
o hubiera sabido u oído, que había existido alguna vez un estado como el mío, me hubiera sido
de gran alivio. Mi propio dolor me parecía ser pecado. Los libros espirituales, cuando trataba de
leerlos, sólo contribuían a intensificarlo.

No veía en mí misma ninguno de aquellos estados que ellos clasificaban. No llegaba a


comprenderlos. Y cuando trataban con el dolor de ciertos estados, lejos estaba yo de atribuirme
ninguno de ellos. Me decía a mí misma: “Estas personas sienten el dolor resultante del obrar
divino; pero en cuanto a mí, yo peco, y lo único que siento es mi propio estado de maldad”.
Hubiera deseado separar el pecado de la confusión que acarrea el pecado, y en caso de que no
hubiera ofendido a Dios, todo me hubiera resultado más llevadero. Me complace presentarle a
usted un leve esbozo de mis últimos sufrimientos, porque en su principio he omitido muchas
infidelidades, habiendo tenido un ferviente apego a cosas, vana complacencia, y tediosas e
infructíferas conversaciones; además, el amor propio y la naturaleza hicieron de ello una especie
de necesidad primordial. Pero a medida que me aproximaba al final de esto último, no hubiera
sido capaz de llevar una conversación muy humana del todo, ni tampoco nada que se le parezca.

Capítulo 25

La primera persona religiosa que Dios usó para atraerme a Él, a la que había estado escribiendo
(según su propio deseo) de vez en cuando, me envió una carta cuando yo estaba en lo más
profundo de mi angustia, diciendo que no quería que le escribiera más, expresando su rechazo a
todo cuanto viniera de mí, y haciendo ver que estaba contrariando mucho a Dios. Un padre
Jesuita, que había tenido un gran afecto hacia mí, me escribió en términos similares. No cabe
duda de que fue bajo tu beneplácito que hubieron de ayudar a completar mi destrucción. Les di
las gracias por las muestras de su caridad, y me encomendé a sus oraciones. Entonces me
importaba tan poco el ser censurada por todo el mundo, incluso por los más grandes santos, que
en poco aumentó mi tribulación. El sufrimiento por estar desagradando a Dios, y la fuerte
inclinación que yo sentía hacia todo tipo de faltas, me causaban el dolor más agudo y lacerante.
Me he acostumbrado desde el principio a la sequedad y a la privación. Incluso lo prefería al
estado de abundancia, porque sabía que debía buscar a Dios por encima de todo. Aun desde los
primeros pasos, tenía un instinto en las partes más recónditas de mi alma de pasar por alto toda
suerte de cosas, cualesquiera que fuesen, y de permitir que los dones corrieran tras el Dador.
Pero en esta ocasión mi espíritu y mis sentidos fueron golpeados de tal manera, con tu permiso,
oh mi Señor, complaciéndote en destruirme sin misericordia alguna, que cuanto más lejos
llegaba, más me parecía todo un pecado; incluso las cruces ya no se me aparecían como tal, sino
como faltas auténticas. Pensaba que me las echaba encima yo misma por mis imprudentes
palabras y acciones.
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Era como esos quienes, mirando a través de un cristal tintado, creen ver todo lo demás del mismo
color con el que aquel está emborronado. Si hubiera sido capaz de hacer obras externas como
antaño, o hacer penitencia por mi maldad, me habría aliviado. Se me prohibió hacer lo último,
aunque me volví tan medrosa, y sentía tal debilidad en mí, que me hubiera parecido imposible
realizarlas. Las miraba con horror, por lo débil e incapaz que ahora me veía a mí misma de hacer
algo por el estilo. Omito muchas cosas, tanto de las providencias del Señor para conmigo, como
de los escabrosos senderos por los que me vi forzada a transitar. Mas como únicamente dispongo
de una visión general, sólo las dejo a los cuidados del Señor. Más tarde, al ser olvidada por mi
director espiritual, la frialdad que he comentado por parte de las personas que eran guiadas por
Él, ya no me ocasionó más tribulación, y en realidad tampoco el distanciamiento de todas las
criaturas, debido a mi humillación interior. Mi hermano también se aunó con aquellos que me
vituperaban, aunque no les conociera de nada. Creo que fue el Señor quien llevó las cosas de esta
manera, pues mi hermano está completamente convencido, e indudablemente pensaba, que hacía
bien al actuar de esta forma. Me vi obligada a atender ciertos asuntos en una ciudad donde vivían
algunos familiares cercanos por parte de mi suegra. ¡Hasta qué punto vi que las cosas habían
cambiado! Cuando había estado antes allí, me habían atendido de la forma más elegante y
lisonjera, pugnando por agasajarme en cada casa por la que pasaba. Ahora me trataban con sumo
desprecio, diciendo que lo hacían en venganza por lo que yo hacía sufrir a su familiar. Como vi
que la cosa llegaba demasiado lejos, y que a pesar de todos mis cuidados y esfuerzos para
complacerla, no había sido capaz de lograrlo, me decidí a dejar las cosas claras con ella. Le dije
que había rumores de que yo la trataba muy mal, aunque me concienciaba de ofrecerle todas las
señas posibles de mi afecto.

Si el rumor era cierto, le pedí me permitiera apartarme de ella; pues yo no quería quedarme para
hacerla sufrir, sino para todo lo contrario. Respondió muy fríamente que “podía hacer lo que
quisiera, pues, aunque no había hablado de ello, había decidido vivir alejada de mí”. Esto me
daba limpiamente carta blanca, y pensé en tomar en privado mis medidas al respecto con el fin
de retirarme. Debido a que, desde mi viudez, no había hecho ninguna visita excepto aquellas
obligadas bajo necesidad imperiosa, o la estricta caridad, había muchos ánimos descontentos,
que se asociaron con ella en contra mío. El Señor requirió de mí un inviolable secreto en torno a
todas mis tribulaciones, tanto exteriores como interiores. Nada hay que haga morir tanto a la
naturaleza, como el no encontrar apoyo ni consuelo. Al poco tiempo me vi obligada a irme, a
mitad del invierno, con mis hijos y el ama de cría de mi hija. Por aquel entonces no había
ninguna casa vacía en la ciudad, así que los Benedictinos me ofrecieron un aposento en la suya.
Ahora me encontraba en un gran apuro; por un lado temiendo que podría estar eludiendo la cruz,
y por otro pensando que era irrazonable imponer mi estancia a alguien a quien sólo le resultaba
doloroso. Aparte de lo que he relatado de su comportamiento, que todavía seguía siendo así,
cuando me iba a la campiña a tomar algún descanso se quejaba de que la dejaba sola. Si le
rogaba que viniera acá, no venía. Si le decía que no me atrevía a decirle que viniera, por miedo a
incomodarla por el cambio de cama, ella contestaba que sólo eran excusas, porque la realidad era
que yo no quería que fuera, y que sólo me iba para estar lejos de ella. Cuando llegaba a mis oídos
que no estaba contenta con que yo estuviera en la campiña, regresaba a la ciudad. Después, no
podía soportar hablar conmigo, o verme.

Yo la abordaba sin aparentar darme cuenta de cómo se lo tomaba. En vez de contestarme, volvía
la cabeza para otro lado. A menudo le enviaba mi carruaje, rogándole que viniera y pasara un día
en el campo. Ella lo devolvía vacío, sin respuesta alguna. Si me pasaba algunos días allí sin
enviarlo, se quejaba a voz en cuello. En breve, todo cuanto hiciera le amargaba, pues Dios lo
permitía. En el fondo tenía buen corazón, pero era afligida por un desasosegado carácter. Y yo
no dejo de sentirme muy obligada hacia ella. Estando junto a ella el día de Navidad, le dije con
mucho afecto: “Madre, en este día nació el Rey de paz con el propósito de traernos a ella; le
deseo toda la paz del mundo en Su nombre”.
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Creo que eso la tocó, aunque ella no dejaba que se viera. El párroco, con el que ya me había
encontrado en mi hogar paterno, lejos de fortalecerme y confortarme, no hacía más que
debilitarme y afligirme, diciéndome que no debía tolerar ciertas cosas. Yo no tenía suficiente
crédito como para despedir a ninguno de los empleados domésticos, por muy culpable o
deficiente que fuera. En el momento en que se amonestaba a cualquiera de ellos con la
expulsión, ella se ponía de su lado, y todos sus amigos interferían en ello. Cuando estaba a punto
de marcharme, uno de los amigos de mi suegra, un hombre de valía, que siempre me había
tenido aprecio, habiendo oído acerca de mi marcha, aunque sin atreverse a mostrarlo, tenía
mucho miedo de que dejara la ciudad, pues la remoción de mis dádivas, pensaba él, supondría
una considerable pérdida para la región. Decidió hablar con mi suegra de la forma más sosegada,
pues la conocía. Después de hablar con ella, dijo ésta que no me echaba, pero que si me iba, no
me lo impediría. Después de esto vino a verme, y rogóme que fuera y que le pidiera alguna
excusa con el fin de contentarla. Le dije que “estaba dispuesta a pedirle cientos de ellas, aunque
no sabía de qué tenía que disculparme; que lo hacía continuamente con todas las cosas, y esto la
incomodaba. Pero que ese no era el problema, pues yo no me quejaba de ella, mas no me parecía
conveniente seguir allí si la estaba incomodando; que sólo lo hacía para contribuir a su
bienestar”. No obstante, vino conmigo hasta su habitación. Entonces le rogué me disculpara si
alguna vez la había disgustado en algo, que nunca había sido mi intención hacerlo; le rogaba,
ante este caballero, que era amigo suyo, que me dijera en qué la había llegado a ofender.

Dios permitió que ella declarara la verdad en presencia suya. Dijo que “no era ella persona que
pudiera soportar el ser ofendida; que no tenía queja alguna contra mí excepto que yo no la
amaba, y que deseaba que se muriera”. Yo le contesté que “estos pensamientos estaban lejos de
mi corazón, tan lejos, que me gozaría de que, por medio de mis mejores cuitas y atenciones, sus
días fueran prolongados; que mi afecto era real, pero ella nunca llegaría a creérselo por muchos
testimonios que yo pudiera ofrecerle, siempre cuando siguiera escuchando a los que hablaban en
contra mía; que tenía a su lado una doncella, quien, lejos de mostrarme ningún respeto, me
trataba fatal, hasta el punto de llegar a empujarme cuando ella quería pasar. Lo había hecho en la
iglesia, obligándome a cederle el paso con la misma violencia que desprecio, varias veces; que
también me exasperaba con sus palabras en mi habitación: nunca me había quejado de ello, pues
un carácter así algún día podría darle problemas”. Ella se puso del lado de la muchacha. Sin
embargo nos abrazamos y así se quedó todo. Poco después, esta doncella, mientras yo estaba en
la campiña, al no tenerme a mí para dar rienda suelta a sus disgustos, se comportó con mi suegra
de tal manera, que ésta no lo pudo soportar. La puso de inmediato puertas afuera. Aquí tengo que
decir en favor de mi suegra que ella tenía tanta virtud como juicio, y salvando ciertos defectos a
los que las personas que no practican oración son propensas, tenía buenas cualidades. Puede que
yo le diera tribulaciones sin quererlo, y ella a mí sin saberlo. Espero que lo que escribo no sea
visto por nadie que pudiera ofenderse con ello, o quienes quizás no estén en condición de ver
estos asuntos en Dios.

Aquel caballero que me había tratado tan mal, por haber roto mis relaciones con él, tenía entre
sus penitentes alguien que, por cuestiones que le sobrevinieron a su marido, se vio obligada a
salir del país. Él mismo fue acusado de las mismas cosas de las que tan injusta y abundantemente
me había acusado a mí, e incluso de cosas mucho peores, y con mayor excitación y revuelo.
Aunque conocía bien todo esto, Dios me concedió el favor de no hacer nunca de su caída el tema
de mi conversación. Por el contrario, cuando alguien me hablaba acerca de ello, le compadecía, y
decía cuanto podía para restar importancia a su caso. Y Dios dirigía tan bien mi corazón, que éste
nunca accedió a entrar en un vano gozo por verle vencido, y oprimido, a través de ese tipo de
maldades que tan afanado había estado intentando traer sobre mí. Aunque sabía que mi suegra
estaba al tanto de todo esto, nunca hablé de ello, ni de los tristes malentendidos que este
caballero había causado a una familia en particular.

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Capitulo 26

Un día, cuando mi marido aún vivía, sobrecargada por la tristeza y sin saber qué hacer, me
surgió el deseo de hablar con una persona de distinción y mérito que se desplazaba a menudo a la
campiña. Escribí una carta para solicitar entrevista con él, pues buscaba su instrucción y consejo.
Pero pronto después sentí un remordimiento; esta voz habló en mi corazón: “Qué... ¿quieres
alivio y buscas desprenderte de mi yugo?” En ese momento envié de inmediato una nota
rogándole que me disculpara, añadiendo que lo
que había escrito provenía tan sólo del amor propio, no de una necesidad imperiosa; que como él
sabía lo que era serle fiel a Dios, yo esperaba que no desaprobara que obrara con esta sencillez
Cristiana.
Sin embargo se sintió ofendido, lo cual me sorprendió mucho, pues había concebido una idea
elevada de su virtud. Virtud tenía, pero aquella que está llena de la vida y actividades de la
naturaleza, y un tanto ajena a los senderos de la mortificación y la muerte.
Tú, oh mi Dios, has sido mi pastor aun en estas sendas, pues con gran admiración lo he
comprobado después de que quedaran atrás. Bendito sea tu nombre por siempre. Me veo
obligada a llevar este testimonio a pies de tu bondad.
Antes de continuar con mi narración, debo añadir un comentario de algo que el Señor me hizo
ver para reconciliarme con el camino por el cual, en su bondad, Él se complació guiarme; y esto
es, que esta oscura senda es la que con mayor seguridad mortificará el alma, pues no deja sitio
alguno que se pueda utilizar como punto de apoyo. A pesar de que en sí no tiene ninguna
aplicación hacia ningún estado en particular con Jesucristo, no obstante, durante su puesta en
escena, esta misma senda se ve a sí misma ataviada con todas las disposiciones divinas. El alma
impura y egoísta, por la presente es purificada, como oro en el horno. Antes era llena de su
propio juicio y su propia voluntad, mas ahora es obediente como un niño y no encuentra en sí
ninguna otra voluntad. Antes hubiera entrado en duelo por una menudencia; ahora se rinde al
momento, no con reticencia y sudores por estar practicando la virtud, mas como si fuera algo
natural. Sus propios vicios se disipan. Esta criatura antaño tan vana, ahora nada ama sino
pobreza, bajeza, y humillación. Antes, prefería estar por encima de todo el mundo; ahora, que
todo el mundo esté sobre ella, mostrando una caridad sin límites hacia su prójimo, sobrellevando
sus faltas y debilidades, con el propósito de atraerle con el amor, cosa que antes no podía hacer
sino con el uso de grandes esfuerzos y sujeciones. La furia del lobo se transforma en la
mansedumbre del cordero.
A lo largo de todo el tiempo que yo experimentaba mis miserias y mis profundas tribulaciones,
no buscaba con desesperación dulces visiones o recreos. No quería ver ni conocer nada más que
a Jesucristo. Mi alcoba era mi única distracción. Incluso cuando sucedía que la reina se
encontraba cerca de mí, a la que no había visto nunca, y a la que tenía bastantes ganas de ver,
nunca lo hice; aunque me hubiera bastado con abrir mis ojos y echar una leve ojeada para
encontrarla. Me deleitaba en oír a otros cantar; pero una vez estuve cuatro días con una persona
cuya voz se consideraba como una de las más hermosas del mundo, sin llegar nunca a pedirle
que cantara; cosa que la sorprendió, pues sabía bien que, conociendo su nombre, debía conocer
el sublime encanto de su voz. No obstante incurría en algunas infidelidades, preguntando a otros
lo que decían de mí, y de qué me inculpaban. Me encontré con alguien que me lo contó todo.
Aunque no lo aparentaba en absoluto, sólo servía para mortificarme. Me daba cuenta de que mi
yo aún estaba muy despierto.
Nunca seré capaz de expresar la cuantía de mis miserias. Han sido tan vastamente superadas por
los favores de Dios, y han sido a tal punto digeridas por éstos, que ya no puedo contemplarlas.
Una de las cosas que me produjo mayor tribulación durante los siete años mencionados,
especialmente los cinco últimos, consistía en unos extraños desvaríos de mi imaginación que no
me daban tregua. Mis sentidos les hacían compañía. Ya no podía cerrar mis ojos en la iglesia. De
esta forma, al dejar abiertas todas las puertas y avenidas, era como una viña expuesta; porque los
setos que el padre de familia había plantado habían sido arrancados.
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Veía a todos cuantos salían o entraban, y todo cuanto estaba pasando en la iglesia. Pues la misma
fuerza que me había atraído interiormente al recogimiento, parecía como si ahora me empujara
hacia la disipación.
Cargada de miserias, encorvada bajo el peso de opresiones, y aplastada bajo las continuas cruces,
no se me ocurría otra cosa más que habría de terminar así mis días. No quedaba en mí ni la más
mínima esperanza de llegar a salir alguna vez a la superficie. Además, pensé que había perdido
la gracia para siempre, y la salvación de la cual nos hace ésta merecedores; pero al menos
anhelaba hacer por Dios cuanto pudiera, aunque temiese que nunca le llegara a amar.
Contemplando el dichoso estado del que me había visto caer, deseaba servirle con gratitud,
aunque me veía a mí misma como una víctima condenada para la destrucción. En ocasiones, la
visión de ese dichoso período hacía que surgieran secretos deseos en mi corazón de volverlo a
recuperar. De inmediato era rechazada y lanzada de nuevo a lo
profundo del abismo; juzgábame estar en un estado propio de almas infieles.
Parecíame, Dios mío, como si hubiera de estar eternamente desechada de tu considerar, y del de
todas las criaturas. De forma gradual mi situación dejó de ser dolorosa. Llegué incluso a hacerme
insensible a ella, y mi insensibilidad parecía ser como el endurecimiento final de mi depravación.
Mi frialdad me reflejaba la imagen de una frialdad mortal. Así era en realidad, oh mi Dios, pues
de esta forma moría al yo, con el fin de poder vivir por completo en Ti, y en tu precioso amor.
Retomando mi historia, uno de mis sirvientes quiso hacerse Barnabita
*. Escribí acerca de ello al Padre de la Motte. Me respondió diciendo que debía dirigirme al
Padre La Combe, quien por aquel entonces era el superior de los Barnabitas de Tolón
*. Aquello me obligó a escribirle. Siempre había guardado un respeto y estima personal hacia él,
como alguien que está bajo la gracia. Estaba contenta por esta oportunidad de encomendarme a
sus oraciones. Le escribí acerca de mi caída de la gracia de Dios, que había devuelto sus favores
con la más terrible ingratitud; que era miserable, y un individuo digno de compasión; que lejos
de haber avanzado hacia Dios, Él se había vuelto algo completamente desconocido para mí. Él
respondió como si hubiera comprendido totalmente, gracias a una luz sobrenatural, la terrible
descripción que le había dado de mí misma.
* Clérigo de la congregación de San Pablo que dio principio a sus ejercicios en la iglesia de San
Bernabé de Milán.
* Ciudad situada cerca de Génova al sudeste de Francia, en la provincia de Provenza. El
manuscrito original reza “Tonon”. Se ha optado la traducción por Tolón, única ciudad de la que
hemos podido hallar información relevante.
En medio de mis miserias, Génova se me vino a la mente, y de una forma un tan peculiar que me
causó mucho temor. “¡Qué! – dije yo –, “¿habré de entrar en un exceso tal de impiedad que, para
completar mi depravación, voy a abandonar la fe mediante la apostasía? (Los habitantes de
Génova eran por lo general Protestantes Calvinistas) ¿Tendré entonces que dejar esa iglesia, por
la que entregaría mil veces mi vida? O, ¿habré de alejarme de aquella fe que desearía fuera
sellada aun junto a mi sangre?”

Tenía tal desconfianza de mí misma, que no me atrevía a esperar nada, pero tenía miles de
razones por las que temer. No obstante, la carta que había recibido del Padre La Combe, en la
cual me daba detalles de su actual disposición, una carta de alguna manera similar a la mía, tuvo
un efecto tal, que restauró la paz y la calma a mi mente.
Interiormente me sentía unida a él, como si fuera una persona muy fiel a la gracia de Dios.
Después se me apareció en un sueño una mujer bajando del Cielo, para decirme que Dios me
requería en Génova.
Unos ocho o diez días antes del día de Santa Magdalena, en el año 1680, se me ocurrió la idea de
escribirle al Padre La Combe, y pedirle que si había recibido mi carta antes de ese día, orara en
particular por mí. Todo se dispuso de tal manera que, totalmente en contra de lo que yo esperaba,
recibió mi carta la víspera de Santa Magdalena, y mientras oraba al día siguiente por mí, se le
dijo, tres veces seguidas, con mucho poder: “Ambos habitaréis en un único y mismo lugar”. Él se
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sorprendió mucho, pues antaño nunca había recibido palabras interiores. Creo, oh mi Dios, que
esto se ha visto confirmado, más que en ningún cobijo temporal, principalmente en nuestro sentir
interior y experiencia, en las mismas cruciformes desventuras que nos han acaecido a ambos, y
en Ti mismo, que eres nuestra morada.

CAPITULO 27

En aquel feliz día de Santa Magdalena mi alma fue liberada por completo de todos sus
quebrantos. Desde la llegada de la primera carta del Padre La Combe, ya había empezado a
recuperar una vida nueva. En aquel entonces era como la de un muerto que es levantado de entre
éstos, más aún sin desatarse de sus prendas mortuorias. En este día estaba, por así decirlo, en
perfecta vida, y fui puesta en completa libertad. Me encontraba a mí misma tan por encima de la
naturaleza, como antes había estado abatida bajo su peso. Me encontraba inexplicablemente
rebosante de gozo por ver que el que pensaba haber perdido para siempre, regresaba de nuevo a
mí en inefable magnificencia y pureza. Fue entonces cuando, oh Dios, en Ti encontré de nuevo
todo de cuanto había sido privada, de una forma inefable, junto a nuevas virtudes; la paz que
ahora poseía era toda santa, celestial e inexpresable. Todo lo que había disfrutado antes sólo era
una paz, un don de Dios, mas ahora recibía y poseía al Dios de paz. Sin embargo, el recuerdo de
mis pasadas miserias aún traía temor sobre mí, evitando así que la naturaleza encontrara forma
de tomar para sí parte alguna en todo ello. Tan pronto como yo quisiera ver o probar alguna
cosa*, el siempre avizor Espíritu lo frustraba y repelía. Lejos estaba yo de elevarme, o de
atribuirme a mí misma nada que tuviera que ver con este estado. Mi experiencia me hacía
sensible de lo que yo era en realidad.
Esperaba haber disfrutado de este feliz estado durante algún tiempo, pero poco me imaginaba yo
que mi presente felicidad hubiera de ser tan grande e inmutable.
* La naturaleza tratando de expresarse.
Si uno pudiera juzgar un bien por la tribulación que lo precede, permito que el mío se juzgue por
las tristezas que había padecido antes de obtenerlo. El apóstol Pablo nos dice que «los
padecimientos del tiempo presente no son dignos de comparar con la gloria que pronto nos ha de
ser revelada». ¡Cuán cierto es esto en cuanto a esta vida! Más valía un día en esta felicidad que
años de sufrimientos. En verdad que en aquel momento merecía la pena todo por lo que había
pasado, a pesar de que aún entonces no era más que el amanecer.
Me fue restaurada una alacridad por hacer el bien, mayor que nunca.
Todo me parecía bastante libre y natural. Al principio esta libertad no se extendía mucho; pero, a
medida que yo avanzaba, se hacía más y más grande. Tuve la oportunidad de ver a Monseñor
Bertot durante unos instantes, y le dije que creía que mi estado había cambiado bastante. Él, que
parecía estar atendiendo a otra cosa, contestó que “no”. Yo le creí; porque la gracia me enseñó a
anteponer el juicio de otros, y creerles a ellos antes que a mis propias opiniones y experiencia.
Esto no me supuso ninguna clase de problema.
Cualquier estado me parecía totalmente indiferente con tal de tener el favor de Dios. Sentía una
especie de bienaventuranza creciendo cada día en mí. Hice toda clase de bien, sin egoísmo o
premeditación.
Cuando quiera que se presentara a mi mente un pensamiento que se encaminaba hacia mí misma,
era de inmediato rechazado, como si hubiera en el alma una cortina que se echara por delante de
él. Mi imaginación era llevada a tal sujeción, que ahora eso me daba pocos problemas. Me
maravillaba ante la limpieza de mi mente y la pureza
de todo mi corazón.
Recibí una carta del Padre LaCombe en la que escribía que Dios le había mostrado que tenía
grandes planes respecto a mí. “Así sean – me dije entonces a mí misma –, sea de justicia o de
misericordia, para mí todo es por igual”. Aún llevaba a Génova en lo profundo del corazón; pero
no dije nada de ello a nadie, esperando que Dios me pusiera al tanto de su todopoderosa
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voluntad, y temiendo que alguna estratagema del Diablo se ocultara en ello y tendiera a alejarme
de mi lugar señalado, o me arrebatara de mi condición. Cuanto más veía yo mi propia miseria,
mi incapacidad, y mi vacío, más claro parecía que me hacían más adecuada a los designios de
Dios, cualesquiera que fueran. “Oh, mi Señor – decía –, toma al débil y al miserable para hacer
tus obras, para que puedas recibir Tú toda la gloria y el hombre no se pueda atribuir parte alguna
de ellas. Si hubieras de escoger a una persona ilustre y de gran talento, uno pudiera atribuirle
algo; pero si Tú me tomas a mí, quedará patente que sólo Tú eres el Autor de cualquier bien que
haya de ser manifiesto”.
Continué en quietud en mi espíritu, dejando que Dios se encargara de todo el tema, contenta de
que si hubiera de requerir algo de mí, Él me proveería de los medios para llevarlo a cabo.
Esperaba preparada y totalmente dispuesta para ejecutar sus mandatos, cuando quiera que los
expusiera, aunque tuviera que entregar mi propia vida. Me vi liberada de todas las cruces.
Reanudé mis cuidados hacia los enfermos y el vendaje de heridas, y Dios me dio a sanar las que
eran de mayor urgencia. Cuando los cirujanos ya no podían hacer más, entonces Dios me hacía
curarlas.
¡Oh, el gozo que me acompañaba por todo lugar, siempre allí aquel que me había unido a sí
mismo, en su propia inmensidad e infinita grandeza! Oh, cómo experimenté lo que Él dijo en el
Evangelio por boca de los cuatro evangelistas, y por uno de ellos en dos ocasiones: «Porque el
que quiera salvar su vida la perderá, y el que pierda su vida por causa de mí la hallará».
Cuando había perdido todo punto de apoyo existente, e incluso aquellos que son divinos, fue
entonces que me vi felizmente impulsada a zambullirme en lo puramente divino, a través de
aquellas mismas cosas que parecían alejarme de ello cada vez más. Al perder todos los dones,
junto a todos sus puntos de apoyo, encontré al Dador. Al perder el sentido y la percepción de Ti
en mí... vi que para encontrarte, mi Dios, me había perdido de Ti mismo, a través de tu propia
inmutabilidad*. Oh, pobres criaturas, que os pasáis todo vuestro tiempo alimentándoos de los
dones de Dios, y en ello pensáis ser los más felices y favorecidos.

Traducción literal: te hallé, oh Dios mío, para no volverte ya más a perder en Ti mismo, en tu
propia inmutabilidad.
¡Cuánto os compadezco si os quedáis ahí, lejos aún del verdadero descanso, y cejáis en seguir
adelante hacia Dios Mismo, mediante la pérdida de aquellos apreciados dones en los que ahora
os deleitáis! ¡Cuántos se pasan toda su vida así, y tienen un alto concepto de sí mismos! Más hay
otros que, llamados por Dios a morir a sí mismos, pasan todo su tiempo en una vida moribunda,
en agonías internas, sin llegar nunca a entrar en Dios mediante la muerte y una pérdida total del
yo, pues siempre están dispuestos a retener algo con pretextos verosímiles, y así nunca se
entregan por completo a todo lo que abarcan los designios de Dios. Nunca disfrutan de Dios en
toda su plenitud; lo cual es una pérdida que a duras penas se puede llegar a comprender en esta
vida.
Oh mi Señor, ¡qué felicidad llegaba a paladear y disfrutar en mi soledad, junto a mi pequeña
familia, donde nada interrumpía mi tranquilidad! Como residía en el campo, y la corta edad de
mis hijos no requería de mis muchas atenciones, por estar en buenas manos, me retiraba buena
parte del día a un bosque. Pasé tantos días de felicidad como meses de tristeza había tenido. Tú,
oh mi Dios, hiciste conmigo como con tu siervo Job, devolviéndome doble de lo que habías
tomado, y librándome de todas mis cruces. Me diste una facilidad maravillosa para satisfacer a
todo el mundo. Ahora lo más sorprendente era que mi suegra, que siempre se había estado
quejando de mí, sin que yo hiciera nada fuera de lo que estaba acostumbrada para complacerla,
declaraba que nadie podría estar más satisfecho conmigo que ella misma. Aquellos que antaño
me habían menospreciado más, dejaban ahora ver su tristeza por ello y se deshacían en elogios
conmigo. Mi reputación se afianzó, en la misma medida que antes parecía perdida. Me mantenía
en una paz completa, por fuera y por dentro. Me parecía como si mi alma se hubiera convertido
en la Nueva Jerusalén de la que habla el Apocalipsis, como una novia preparada para su marido
y donde ya no hay más tristeza, ni sollozos.
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Conservaba una indiferencia total hacia todo lo de aquí, una unión tan grande con la voluntad de
Dios, que mi propia voluntad parecía estar completamente extraviada. Otra voluntad había
tomado el lugar de la original, y por ello mi alma no podía decidirse hacia un lado u otro, sino
que sólo se alimentaba de las providencias diarias de Dios. Ésta ahora había encontrado una
voluntad del todo divina, pero tan sencilla y natural que se veía a sí misma infinitamente más
libre de lo que nunca había estado por su cuenta.
Estas disposiciones han perdurado, y se han fortalecido aún más, y se han ido perfeccionado
hasta este mismo instante. Ni siquiera prefería una cosa a otra, sino que estaba contenta con lo
que acaeciera. Si alguien en la casa me preguntaba “¿Quieres esto, o aquello?”, me sorprendía
ver entonces que no había quedado en mí nada que pudiese desear o elegir*. Era conmigo como
si todo lo relacionado con asuntos de escasa importancia se hubiera esfumado, y un poder más
alto hubiera tomado su lugar, y lo llenara por completo. Incluso no llegaba a percibir aquella
alma que antaño Él hubiera guiado con su vara y su cayado, pues ahora sólo se aparecía Él,
habiéndole cedido mi alma su lugar. A mí me parecía como si ésta hubiera sido transferida a su
Dios, toda entera y de un sólo golpe, para llegar a ser una sola cosa con Él; igual que una gotita
de agua, al ser echada al mar, recibe las cualidades del mar. ¡Oh, unión de uniones, demandada
por Dios a los hombres por medio de Jesucristo y merecida gracias a Él! ¡Cuán fuerte es esto en
un alma que se adentra y se extravía en su Dios! Tras la consumación de esta divina unión, el
alma permanece escondida con Cristo en Dios. Esta feliz pérdida no es como aquellas de
condición pasajera que el éxtasis produce, que son más bien una absorción que una unión,
porque posteriormente el alma se ve de nuevo a sí misma con todas sus disposiciones
características. Ella siente aquí que se cumple aquella oración... Juan 17:21: «para que todos sean
uno; como tú, oh padre,
en mí, y yo en ti, que también ellos sean uno en nosotros». (Versión 1960)
* Nota traductor: no se nos está diciendo que se comportaba “como un zombie”, sino que
simplemente no tenía preferencias. Todo le era por igual. Esto no quiere decir que no tomara
decisiones, y que si tenía que tomar café, por ejemplo, no decidiera echarle más o menos azúcar.
No. Se está hablando de una disposición interna del corazón que para ella era tan real como la
vida misma. De hecho, esta disposición parece que no puede ser otra cosa que la mismísima base
necesaria en el Cristiano para los dones del espíritu mencionados por Pablo en la epístola a los
Gálatas... gozo, paz, paciencia...

Capitulo 28

Me tuve que desplazar a París por ciertos asuntos. Una vez allí, me adentré en una iglesia, que
estaba muy oscura, y me acerqué al primer confesor que encontré, que no conocía de nada, ni he
vuelto a ver desde entonces. Hice una simple y breve confesión; pero no dirigí ni una sola
palabra al propio confesor. Me sorprendió diciendo: “No sé si es usted doncella, esposa o viuda;
mas siento un fuerte impulso interior a exhortarle a que haga lo que el Señor le ha hecho saber,
eso que Él requiere de usted. No tengo nada más que decir”. Yo le respondí: “Padre, soy una
viuda que tiene niños pequeños. ¿Qué más podría Dios requerir de mí, sino cuidarlos
debidamente en su educación?” Él contestó: “Nada sé acerca de esto. Usted sabe que si Dios se
le ha manifestado, es que requiere algo de usted; no hay nada en el mundo que debiera impedirle
hacer su voluntad. Uno puede que tenga que dejar a sus propios hijos para hacer eso”. Esto me
sorprendió mucho. Sin embargo, no le dije nada de lo que sentía sobre Génova. Sumisa, me
dispuse a dejarlo todo, si el Señor me lo requería. No lo miraba como un bien al que yo aspirara,
o como una virtud que esperaba adquirir, o como algo extraordinario, o como un acto que se
mereciera alguna recompensa por parte de Dios; sino que sólo me entregué para ser guiada por la
senda de mi cometido, cualquiera que pudiera ser, sin sentir ninguna diferencia entre mi propia
voluntad y la voluntad de Dios en mí.
En esta disposición vivía yo con mi familia en la mayor serenidad, hasta que a uno de mis
amigos le surgió un gran deseo de partir en una misión a Siam.
69
Vivía a veinte leguas de mi casa.
Cuando estaba a punto de hacer una promesa hacia este empeño, se vio detenido, y algo le
impulsó a venir y hablar conmigo. Vino de inmediato, y como tenía algún reparo en dejarme ver
sus intenciones, se fue a leer salmos y oraciones a mi capilla, esperando que Dios se contentara
con su voto. Mientras estaba atareado con el servicio divino en mi auditorio, de nuevo algo le
detuvo. Abandonó la capilla y vino a hablar conmigo. Entonces me contó sus intenciones.
Aunque no pensaba decirle nada positivo, tuve una impresión en mi alma de relatarle mi caso, y
la idea que había tenido durante largo tiempo acerca de Génova. Le conté el sueño que había
tenido, que a mí me parecía sobrenatural. Cuando terminé, sentí un fuerte impulso de decirle:
“Debes ir a Siam; y también has de ayudarme en este asunto. Es con este fin que Dios te ha
enviado aquí; quiero que me des tu consejo”. Tres días después, habiendo considerado el tema y
habiendo consultado al Señor en ello, me dijo que creía que debía irme allí; mas que para tener
una mayor certeza, sería necesario ver
al Obispo de Génova. Si a él le parecía bien mi plan, sería una señal de que era del Señor; si no,
tendría que olvidarlo. Estuve de acuerdo con su sentir. Entonces se ofreció ir a Annecy, para
hablar con el Obispo, y para ponerme al corriente de todo. Como era un hombre avanzado en
años, estábamos deliberando de qué manera podría hacer un viaje tan largo, cuando llegaron dos
viajeros que nos dijeron que el Obispo estaba en París. Esto a mí me pareció una extraordinaria
providencia. Me aconsejó escribir al Padre LaCombe y encomendar el tema a sus oraciones, pues
residía en aquel territorio.
Más tarde pudo hablar con el obispo en París. Se me presentó la oportunidad de desplazarme allí,
y yo también hablé con él.
Le dije que mi plan era adentrarme en la región, y emplear allí mis fondos para levantar una
fundación, con vistas a todos aquellos que estuvieran de verdad dispuestos a servir a Dios, y
entregarse a Él sin reservas; y que muchos de los siervos del Señor me había animado a ir hacia
allí. Al Obispo le pareció bien el plan. Dijo que los Nuevos Católicos se iban a establecer en
Gex, cerca de Génova, y que aquello era algo de la providencia. Yo le contesté que no tenía
vocación hacia Gex, sino hacia Génova. Dijo que desde allí podría desplazarme sin problemas a
esa ciudad.
Pensé que esto era un camino que la Providencia había abierto para hacer este viaje con los
mínimos inconvenientes. Como todavía no sabía a ciencia cierta nada de lo que el Señor habría
de hacer por medio de mi mano, no deseaba oponerme en nada. “¿Quién sabe – decía yo – si la
voluntad de Dios sólo consiste en que haya de contribuir a este asentamiento?” Me fui a ver a la
priora de los Nuevos Católicos de París. Parecía estar muy contenta, y me aseguró que con gusto
estaría de mi lado. Como ella es una gran sierva de Dios, esto me sirvió de confirmación.
Cuando podía reflexionar un poco, cosa rara, pensaba que Dios la escogería a ella por su virtud,
y a mí por mis bienes terrenales.

Cuando inadvertidamente me miraba a mí misma, no podía pensar que Dios haría uso de mí;
pero cuando veía las cosas en Dios, entonces percibía que cuanto menos era yo, tanto más
encajaba en sus designios. Ya que no veía en mí nada extraordinario, y me veía en el más bajo
nivel de perfección, y me imaginaba que designios excepcionales requerían un excepcional grado
de inspiración, esto me hacía dudar y temer engaño. No era que tenía miedo de algo, con relación
a mi perfección y salvación, pues se habían remitido a Dios; sino que tenía miedo de no hacer su
voluntad por ser demasiado apasionada y precipitada en hacerla. Fui a consultar al Padre Claude
Martin. En aquel tiempo no me dio una respuesta definitiva, exigiendo tiempo para poder orar
sobre ello; diciendo que me escribiría con lo que a él le pareciera ser la voluntad de Dios para
conmigo.
Me costó trabajo llegar a hablar con Monseñor Bertot, bien por su difícil acceso, bien porque
sabía hasta qué punto condenaba él las cosas extraordinarias, o fuera del uso normal. Como era
mi guía espiritual, me sometía, en contra de mi propia visión y juicio, a lo que él dijera, echando
a un lado mis propias experiencias cuando el deber me pedía creer y obedecer.
70
Pensé, sin embargo, que en una cuestión de esta importancia debía dirigirme a él, y antes escoger
su sentir sobre el tema al de cualquier otro, persuadida de que me diría la voluntad de Dios de
una forma infalible. Fui entonces a él, y me dijo que mi designio era de Dios, y que había tenido
un sentir dado por Dios durante un tiempo atrás, de que requería algo de mí. Por lo tanto volví a
casa para ponerlo todo en orden. Amaba mucho a mis hijos y me encantaba estar con ellos, pero
lo resigné todo a Dios para seguir su voluntad.
Cuando regresé de París, me puse en las manos de Dios, resuelta a no tomar ningún paso, bien
fuera hacer que el asunto saliera adelante o fracasara, o bien que avanzara o retrocediera, sino
moverme sencillamente al compás que Él gustara marcar. Tuve misteriosos sueños que no
presagiaban sino tribulaciones, persecuciones y desgracias. Mi corazón se sometía a lo que
quiera que a Dios le agradara disponer. Tuve uno que fue muy elocuente.
Mientras estaba atareada en algún deber necesario, vi cerca de mí un pequeño animal que
aparentaba estar muerto. Me dio la impresión de que este animal era la envidia de algunas
personas, que parecían estar muertas por algún tiempo. Lo levanté, y como vi que intentaba por
todos los medios de morderme, y que se estaba haciendo más grande, lo tiré lejos. De inmediato
vi que había llenado mis dedos de púas puntiagudas como agujas. Me allegué a alguien que yo
conocía para que me las sacara; sin embargo, las metió más hacia dentro, y me dejó así, hasta
que un caritativo sacerdote de gran mérito (cuyo rostro aún sigue conmigo, y nunca le he llegado
a ver, aunque creo que antes de morir lo haré) alzó este animal con un par de tenazas. En el
momento en que lo tenía agarrando con fuerza, aquellas afiladas púas se cayeron por sí mismas.
Vi que había entrado fácilmente en un lugar que previamente parecía inaccesible.
Y a pesar de que el barro me llegaba a la cintura, yendo de camino a una iglesia desierta, logré
abrirme camino a ella sin llegar a ensuciarme nada. Más adelante será fácil ver lo que esto quería
decir.
Sin duda le sorprenderá a usted el ver que yo, que hago tan poca mención de cosas
extraordinarias, relate sueños. Lo hago por dos razones; en primer lugar a causa de la fidelidad,
por haber prometido no omitir nada de lo que pudiera hacer memoria; en segundo lugar, porque
es el método del que Dios hace uso para comunicarse con almas que son fieles, para darles
atisbos de cosas por venir que les conciernan. De este modo los sueños misteriosos se pueden
encontrar en muchos lugares de las santas Escrituras.
Tienen unas singulares características, como: 1. Dejan constancia de que son misteriosos, y que
tendrán su efecto a su debido tiempo.
2. Raramente se disipan de la memoria, aunque uno olvide todos los demás.
3. Intensifican la certeza de su verdad cada vez que uno piensa en ellos.
4. Normalmente dejan una especie de unción, un sentir divino o una sensación cuando uno se
despierta.
Recibí cartas de diversas personas religiosas, algunas de las cuales vivían lejos de donde yo
vivía, y parte resultado de contactos personales entre estas mismas personas, impulsando mi
puesta en marcha al servicio de Dios, y algunos de ellos mencionando a Génova en particular,
todo de una forma tal que llegó a sorprenderme. Uno de ellos dio a entender que allí habría de
llevar la cruz y ser perseguida; y otro de ellos que sería ojos para el ciego, pies para el cojo, y
brazos para el tullido.
El párroco, o capellán, al que pertenecía mi casa, tenía gran temor de que estuviera bajo falsas
ilusiones. Lo que en aquel entonces me fue de gran confirmación era que el Padre Claude
Martin, al que he mencionado hace poco, me escribió que, tras muchas oraciones, el Señor le
había dado a conocer que me requería en Génova, y que habría de sacrificárselo todo a Él de
forma libre y voluntaria. Yo le respondí que quizás el Señor no requería nada de mí salvo cierta
cantidad de dinero para ayudar a fundar una institución que iba a ser establecida allí. Respondió
que el Señor le había hecho saber que no quería mis bienes terrenales, sino mi propia persona.
Justo al mismo tiempo que esta carta, recibí una del Padre La Combe, diciéndome que el Señor
le había dado a él, al igual que a varios de sus buenos y fieles siervos y siervas, una convicción
de que Él me quería en Génova.
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Los firmantes de estas dos cartas vivían a más de ciento cincuenta leguas de distancia uno del
otro; pero ambos escribieron lo mismo. No podía sino estar un tanto perpleja de recibir al mismo
tiempo dos cartas exactamente iguales, de dos personas viviendo tan lejos una de la otra.
En el momento en que me convencí totalmente de que se trataba de la voluntad de Dios, y veía
que no había nada en la tierra capaz de detenerme, mi alma llevaba en sí cierto dolor en tener que
dejar a mis hijos. Y mientras pensaba en esto una duda se aferró a mi mente. ¡Oh Señor mío! Si
me hubiera amparado en mí misma, o en las criaturas, me habría rebelado; «He aquí que tú
confías en Egipto, en ese bastón de caña cascada, que a cualquiera que se apoye sobre ella, le
entrará por la mano y se la atravesará». Pero confiando sólo en Ti, ¿qué habría de temer?
Entonces me decidí a ir, a pesar de las censuras de los que no entienden lo que es ser un siervo
del Señor, y lo que conlleva recibir y obedecer sus mandatos. Creía firmemente que Él, en su
Providencia, dispondría de los medios necesarios para la educación de mis hijos. Por niveles lo
puse todo en orden, siendo el Señor mi única guía.

Capitulo 29
Si por un lado la Providencia asignaba mi renuncia a todas las cosas, por el otro parecía
endurecer mis cadenas, y hacía más reprochable mi ruptura. Nadie podría recibir mayores señas
de afecto de su propia madre que aquellas que por aquel entonces recibía yo por parte de mi
suegra. Aun la enfermedad más insignificante que me acaecía le afectaba mucho. Decía que
veneraba mi virtud. Creo que lo que contribuyó un buen tanto a este cambio, fue que había oído
que tres personas me habían ofrecido su mano, y que los había rechazado, aunque su fortuna y
posición eran bastante superior a las mías. Se acordó de cómo me había reconvenido duramente
sobre este tema, y de que yo no le había contestado ni una palabra, y de ahí podría haber pensado
que había estado en mi mano el haberme casado en beneficio propio. Empezaba a temer que un
trato tan riguroso, como el suyo había sido para conmigo, me pudiera incitar a librarme ahora de
su tiranía usando los mismos medios, con honor, y era susceptible al daño que ello pudiera
ocasionar a mis hijos. Así que ahora era muy cariñosa conmigo en cualquier situación.
Caí terriblemente enferma. Pensaba que Dios había aceptado mi voluntad de sacrificárselo todo a
Él, y que lo exigía con mi propia vida. Durante esta enfermedad, mi suegra no se apartó de mi
lecho; sus muchas lágrimas probaron la sinceridad de su afecto. Aquello me afectó mucho, y creí
amarla como a mi verdadera madre. ¿Cómo podía, pues, dejarla ahora, siendo tan anciana? La
doncella que hasta entonces había sido mi plaga, concibió una insólita amistad hacia mí.
Me loaba en todo lugar, encomiando mi virtud a lo más alto, y me servía con extraordinario
respeto. Me suplicó perdón por todo lo que me había hecho sufrir, y tras mi partida se moría de
pena.
Había un sacerdote de mérito, un hombre espiritual, que se había hundido por la tentación de
querer asumir un empleo que yo sentía que Dios no le había llamado a hacer. Temiendo que
pudiera ser una trampa para él, le aconsejé en contra de ello. Él prometió que no lo haría, pero lo
aceptó. Después me esquivó, contribuyó a calumniarme, se apartó poco a poco de la gracia, y
murió poco después.
Había una monja en un monasterio, al que yo solía ir a menudo, que había entrado en un estado
de purificación, y todos los que estaban en la casa lo veían como una distracción. La encerraron
bajo llave y todos el que iba a verla lo denominaba delirio o melancolía. Yo sabía que era
persona devota, y solicité verla. En el momento en que me acerqué a ella, sentí una impresión de
que lo que buscaba era pureza. Le rogué a la Superiora que no la encerraran, ni que se permitiera
que la gente la viera, sino que me la confiara a mi cuidado.
Yo esperaba que las cosas cambiaran. Descubrí que su mayor pena era que la tomaran por tonta.
Le aconsejé que sufriera el estado de insensatez, pues Jesucristo había estado dispuesto a
soportarlo ante Herodes. Este sacrificio la tranquilizó de inmediato. Pero como Dios deseaba
purificar su alma, la separó de todas esas cosas por las que antes había tenido el mayor de los
apegos. Al fin, después de haber padecido con paciencia sus sufrimientos, su Superiora me
escribió que yo tenía razón, y que ahora ella había salido de ese estado de abatimiento, con una
72
pureza mayor que nunca. En aquel entonces el Señor sólo me dio a conocer a mí su estado. Este
fue el génesis del don de discernir espíritus, que luego recibí en mayor medida.
El último invierno antes de que dejara la casa fue uno de los más largos y duros en varios años
(1680). A éste le siguió un tiempo de terrible escasez, que para mí vino a ser una oportunidad de
ejercitar la caridad. Mi suegra se unió conmigo de corazón, y a mí me parecía tan cambiada, que
no podía sino sorprenderme y gozarme por ello. Distribuíamos en casa noventa y seis docenas de
hogazas de pan cada semana, pero las dádivas hacia los tímidos era mucho mayores.
Mantenía empleados a muchachos y muchachas. El Señor trajo tal bendición a mis limosnas, que
no veía que mi familia perdiera nada por ello. Antes de la muerte de mi marido, mi suegra le dijo
que le arruinaría con mis obras de beneficencia, aunque él mismo era tan caritativo que, un muy
querido año, cuando era joven, repartió una suma considerable. Ella se lo repitió tanto, que me
mandó tomar nota de todo el dinero que invertía, de la parte que ponía para los gastos de la casa,
y de todo lo que compraba, para así poder juzgar mejor lo que daba al pobre. Esta nueva
obligación de la que me hicieron responsable me parecía muy ruda, pues durante más de once
años que habíamos estado casados, nunca antes me habían pedido algo así. Lo que más me
preocupaba era el temor de que no me quedara suficiente para dar a los que lo necesitaban. Sin
embargo, me sometí a ello, sin retener nada en ninguna área de mis limosnas. En realidad no
anotaba ninguna de mis ofrendas, aunque mi relación de gastos
cuadraba con exactitud. Me quedaba muy perpleja y sorprendida, y lo consideraba una de las
maravillas de la Providencia. Vi con claridad, oh mi Señor, que lo que me hacía ser más
desprendida con aquello que yo creía que era Tuyo, y no mío, sencillamente provenía de tus
arcas. ¡Oh, si sólo supiéramos hasta qué punto la caridad, en vez de malgastar o disminuir los
bienes del donante, los bendice, aumenta y multiplica copiosamente! Cuánto inútil despilfarro
hay en el mundo, cosas que, usadas adecuadamente, supondrían cuantiosa ayuda para la
subsistencia del pobre, y serían restituidas con abundancia y ampliamente recompensadas a las
familias de aquellos que las dieran.
En el tiempo de mis mayores pruebas, algunos años después de la muerte de mi marido (pues
comenzaron tres años antes de mi viudez, y duraron cuatro años más), vino un día a decirme mi
lacayo (yo estaba entonces en la campiña) que había un pobre soldado en la carretera que se
estaba muriendo. Hice que lo llevaran adentro, y mandé que se le preparara un lugar separado,
donde lo mantuve más de una quincena. Su dolencia era una herida infectada que había tomado
en el ejército. Era tan nauseabunda que, aunque la servidumbre se inclinaba a la caridad, nadie
podía soportar acercársele. Yo misma fui a supurarle sus venas. Pero nunca había hecho algo tan
difícil. A menudo tenía que esforzarme durante un cuarto de hora seguida sin parar. Parecía
como si mi propio corazón se me fuese a salir; mas nunca desistí. Algunas veces tenía a gente
pobre en mi casa para vendar sus llagas purulentas; pero nunca me había visto ante algo tan
terrible como esto. El pobre hombre, después de haberle hecho recibir el sacramento, murió.
Lo que ahora me daba no pocas preocupaciones era el cariño que le tenía a mis hijos, en especial
a mi hijo más pequeño,* a quien tenía razones de peso para amar. Vi que tendía al bien; todo
parecía estar a favor de las esperanzas que había depositado en él. Pensé que se corría un gran
riesgo abandonándole a la educación de otro.
Planeaba llevar a mi hija conmigo, aunque en aquel entonces estaba enferma de una muy
impertinente fiebre. No obstante, la Providencia se complació en disponer las cosas de forma tal
que se recuperó rápidamente.
Guyón sólo tenía dos hijos; el mayor, y la niña que tuvo poco antes de que muriera su marido.
Sin embargo, aquí parece tener otro niño, que estaría situado en medio.
Consultando otras fuentes, parece ser que tenía tres hijos en total, aunque existe la posibilidad de
que la traducción original del francés al inglés, de donde se ha traducido este manuscrito, sea
errónea. La única referencia a un posible tercer niño es la distinción entre un hijo varón más
joven y otro mayor, distinción que continúa en la segunda parte, aunque se hace de una forma
poco clara. Puede que este hijo fuera adoptado.

73
Las cuerdas con las que el Señor me aferraba fuertemente a su lado, eran infinitamente más
recias que aquellas de carne y sangre.
Las leyes de mi sagrado matrimonio me obligaron a dejarlo todo, con el propósito de seguir a mi
esposo a cualquier lugar desde el que Él me llamara.
Aunque a menudo titubeaba, y dudé mucho antes de irme, tras mi marcha nunca dudé que fuera
su voluntad; y aunque los hombres, que sólo juzgan las cosas conforme al éxito que aparentan
tener, han aprovechado la ocasión brindada por mis desgracias y sufrimientos para juzgar mi
llamado y para tacharlo de error, ilusión, e imaginación, ha sido esa misma persecución, y la
multitud de extrañas cruces que ha traído sobre mí (de las cuales este encarcelamiento que ahora
sufro es una) lo que me ha afianzado en la certeza de su verdad y validez.
Estoy más convencida que nunca de que la resignación con la que he llevado todas las cosas ha
sido hecha en una obediencia pura a la voluntad divina.
El evangelio da efectiva muestra en este punto de su propia verdad, pues ha prometido a aquellos
que lo dejen todo por amor al Señor «reciba cien veces más ahora en este tiempo..., con
persecuciones también». ¿Y no he tenido yo infinitamente más de cien veces, en una posesión
tan absoluta como la que mi Señor ha tomado de mí; en esa inconmovible firmeza que me ha
sido otorgada en medio de mis sufrimientos, manteniendo perfecta quietud en medio de una
furiosa tempestad que me arrecia por todos lados; en un gozo inefable, expansión, y libertad de
los que disfruto en la más rotunda y rigurosa cautividad? No quiero que mi prisión haya de
terminar antes del tiempo señalado. Amo mis cadenas. Todo me es por igual, pues no tengo una
voluntad que sea mía, sino el amor puro y la voluntad perfecta de aquel que me posee. En verdad
que mis sentidos no se deleitan en tales cosas, sino que mi corazón está separado de ellas.
Mi perseverancia no es mía, sino de aquel que es mi vida; así que puedo decir con el apóstol: «y
ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí». Es en Él en quien vivo, me muevo, y tengo mi
existir.

Volviendo al tema, debo decir que no era en sí tan reacia a hacer el viaje con los Nuevos
Católicos, como al hecho de unirme a ellos, pues no tenía ningún interés en ello, aunque
intentaba encontrarlo.
En realidad anhelaba contribuir a la conversión de almas errantes, y Dios me utilizó para
convertir a varias familias antes de mi partida, una de las cuales se componía de once o doce
personas. Por otro lado, el Padre LaCombe me había escrito diciéndome que aprovechara esta
oportunidad para poder salir, pero no me dijo si había de unirme a ellos o no. De este modo la
Providencia de Dios era la única que lo ordenaba todo, a la cual me resignaba sin reservas; y esto
es lo que impidió que me uniera a ellos.
Un día, al reflexionar humanamente en esta empresa mía, vi que mi fe se tambaleaba, debilitada
por un temor de que pudiera ser que estuviera equivocada, un temor ciego que se vio
incrementado por la visita de un párroco, que me dijo que era un plan imprudente y muy mal
aconsejado. Encontrándome un tanto desanimada, abrí la Biblia, y me vi ante este pasaje de
Isaías: «No temas, gusanito de Jacob; vosotros, los poquitos de Israel. Yo soy tu socorro, dice
Jehovah, tu Redentor, el Santo de Israel». (Isa.41:14) y cerca de ello: «Porque yo, Jehovah, soy
tu Dios que te toma fuertemente de tu mano derecha y te dice: 'No temas; yo te ayudo'».
Ya tenía pues el valor suficiente para ir, pero no terminaba de convencerme de que fuera igual de
bueno asentarme con los Nuevos Católicos. No obstante, era necesario ver a la Hermana Garnier,
su superiora en París, con el fin de llegar juntas a un acuerdo. Pero no podía irme a París, pues
ese viaje me hubiera impedido tomar otro que tenía que hacer. Entonces ella, aun muy
indispuesta, se decidió a venir y visitarme. ¡De qué forma tan maravillosa, oh mi Dios,
encaminaste Tú las cosas a través de tu Providencia, para hacer que todo se allegara a tu
voluntad! Cada día veía nuevos milagros que, o bien me sorprendían, o aún más me
confirmaban; pues con una bondad paternal cuidaste incluso de las cosas más pequeñas.

74
Cuando estaba ya dispuesta y a punto de partir, cayó enferma. Y Tú permitiste que las cosas
salieran así, para poder dar yo cobijo a una persona que entretanto hizo un viaje para venir a
verme, y que si no lo habría descubierto todo. Ocurrió que como esta persona me había puesto al
tanto del día en que pretendía salir de viaje, viendo yo que ese día era excesivamente caluroso y
sofocante, pensé que a una persona a la que cuidaban con tanto esmero en su casa no le
permitirían de ningún modo comenzar su viaje (en realidad este fue el caso, como después ella
misma me dijo), con lo que oré al Señor para que se complaciera en levantar un aire para
moderar el sofocante calor. No había terminado de orar, cuando repentinamente se levantó un
aire tan refrescante que me sorprendí, y el viento no cesó durante todo su viaje.
Pocos días después, tras la marcha de esta persona, fui al encuentro de la Hermana Garnier y la
llevé a mi casa de campo, de forma que nadie la vio ni la llegó a reconocer*. Lo que me
resultaba un tanto embarazoso era que dos de mis sirvientes la conocieran.
Pero como en aquel entonces yo andaba tras la conversión de una dama, pensaron que era debido
a esto que la había mandado llamar, y que era necesario guardarlo en secreto para evitar que esta
otra dama se hubiera de arrepentir de venir. Coincidimos con esta dama, y aunque yo no sabía
nada acerca de temas controvertidos y delicados, Dios me respaldó tanto que no dejé de contestar
a todas las objeciones de esta dama, y resolver todas sus dudas, a tal punto que no pudo hacer
otra cosa que entregarse a Dios por completo. A pesar de que la hermana Garnier retenía una
buena porción de gracia y entendimiento natural, sus palabras en esta alma no tuvieron el mismo
efecto que aquellas con las que Dios me revistió, como ella misma me aseguró. Ni siquiera podía
resistirse a hablar de ello.
Despertóme el deseo interior de pedirle su testimonio de parte de Dios, como prueba de Su santa
voluntad para conmigo. Pero Él no se agradó de concederlo en ese momento, complaciéndose de
que hubiera de partir sola, sin más seguridad que su divina Providencia estaba dirigiendo todas
las cosas. La Hermana Garnier no me dejó saber su opinión hasta cuatro días después. Entonces
me dijo que no me acompañaría. Ante esto me sorprendí aún más, pues me había convencido a
mí misma de que Dios concedería a su virtud lo que habría rehusado conceder a mis deméritos.
Además, las razones que me dio me parecieron ser meramente humanas, y desprovistas de gracia
sobrenatural. Esto me hizo dudar un poco; entonces, armándome de un nuevo coraje y valor,
mediante la resignación de todo mi ser, le dije: “Puesto que no es por usted que me voy allí,
aunque no me acompañe, no dejaré por eso de ir”. Esto la sorprendió, como ella misma me hizo
saber; pues ella pensaba que, dada su negativa, yo renunciaría a mi propósito de ir.

* Este punto del texto no está muy claro; la única explicación posible era que había tal rechazo
por parte de los practicantes católicos hacia las nuevas corrientes religiosas más liberales, que
Guyón intentó evitar por todos los medios que se supiera la llegada a su propia casa de una
superiora de los Nuevos Católicos, rama un tanto “Protestante” y “Calvinista”, términos,
esperamos todos, desprovistos de las connotaciones presentes en aquel siglo.
Lo puse todo en regla, y firmé el contrato de asociación con ellos que consideré apropiado. No
había acabado de hacerlo, que sentí una gran conmoción y desasosiego en mi mente. Le comenté
a ella mi angustia, y que no tenía ninguna duda de que el Señor me demandaba en Génova, y
que, sin embargo, no me había hecho ver que hubiera de pertenecer a su congregación. Quiso
disponer de algún tiempo hasta después de las oraciones y la comunión, y entonces me diría lo
que ella creía que el Señor iba a requerir de mí.
Y así fue. Él la guió en contra de sus intereses y preferencias. Fue entonces que me dijo que no
debía adherirme a ella, que ese no era el plan del Señor; que sólo debía acompañar a sus
hermanas, y que cuando estuviera allí, el Padre LaCombe (cuya carta había ella leído) me haría
ver la voluntad divina. Al instante me adentré en este sentir, y mi alma recuperó entonces el
dulzor de la paz interior.
Mi primer pensamiento había sido (antes de oír que los Nuevos Católicos iban a Gex) ir
directamente a Génova.

75
En aquel entonces allí había Católicos en servicio; de cualquier forma podría haber alquilado una
pequeña habitación sin armar ningún ruido, sin dejarme conocer al principio; y como sabía
preparar toda clase de ungüentos para sanar heridas y en especial el mal del rey, que proliferaba
en aquel lugar, y por el que yo tenía una cura muy segura, esperaba así ser capaz de insinuarme
con relativa facilidad, y también a través de las caridades que hubiera podido ejercer con el fin
de ganarme a muchas personas. No dudo que, si hubiera seguido este impulso, las cosas habrían
salido mejor. Pero yo creía que debía acatar el sentir del Obispo en vez del mío propio. ¿Qué
estoy diciendo? ¿No ha tenido tu Palabra eterna, oh mi Señor, su efecto y su cumplimiento en
mí? El hombre habla como hombre; pero cuando contemplamos las cosas en el Señor, las vemos
bajo otra luz. Sí, mi Señor, tu designio no era entregar Génova a mis cuidados, palabras u obras,
sino a mis sufrimientos; pues cuanto más veo que las cosas parecen no tener esperanza, tanto
más confío en que la conversión de esa ciudad sea por un camino que sólo Tú conoces*.
* (Este es otro de los puntos interesantes de esta biografía. Hemos visto anteriormente (Cap. XII)
que sentir cierto tipo de cosas no depende de uno mismo. Aquí vemos que el llamado de Guyón
hacia la conversión de Génova, no era tal. Génova habría de ser utilizada para quebrantar más
aún a la autora, no para que fuera la “gran obra” de Dios. Esto amplía en gran medida la visión
del amor de Dios hacia sus ovejas, un Dios que busca su perfeccionamiento)
Desde aquel entonces, el Padre La Combe me ha dicho en varias ocasiones que tuvo un fuerte
impulso de escribirme para que no me uniera a los Nuevos Católicos. Creía que no era la
voluntad del Señor para conmigo; pero se abstuvo de hacerlo. En cuanto a mi guía espiritual,
Monseñor Bertot, murió cuatro meses antes de mi partida.
Tuve ciertos presentimientos sobre su muerte, y me dio la impresión de que me había legado una
porción de su espíritu para poder ayudar a sus hijos.
Me vi presa de un miedo de que la confirmación que había sentido sobre el tema de Génova, al
haber invertido tanto a favor de los Nuevos Católicos, en detrimento de lo que había proyectado
en cuanto a aquella, era una estratagema de la naturaleza, a quien no le gusta que la desnuden.
Escribí a la Hermana Garnier para poder firmar un contrato acorde con mi primer
memorándum*. Dios me permitió cometer esta falta para que pudiera apreciar en todo lo posible
su protección sobre mí.
* Es decir, asociarse con ellos para que, yendo en contra de lo que ella deseaba realmente (ir a
Génova directamente), su naturaleza, no se aprovechara y la engañara. En la Parte II de la
biografía, ante un notario, se dio cuenta del error y no firmó el contrato de asociación.

76
SEGUNDA
PARTE

77
CAPITULO 1

Partí en una extraña renunciación, y en una gran simpleza, sin apenas saber por qué dar
razón tenía qué dejar de esa forma a mi familia, a la que amaba tiernamente, sin tener ninguna
garantía que me confirmara, sino creyendo incluso en contra de la propia esperanza. Me allegué
a los Nuevos Católicos de París, donde la Providencia obró para salvaguardarme. Mandaron
buscar al notario que había preparado el contrato de asociación. Cuando éste me lo leyó, sentí tal
repugnancia, que no pude soportar escucharlo hasta el final, mucho menos firmarlo. El notario se
sorprendió mucho, y su sorpresa fue mayor cuando la Hermana Garnier entró y le dijo que no
había necesidad de ningún contrato de asociación. Asistida de lo alto, fui capacitada para poner
mis asuntos en muy buen orden, y escribir diversas cartas por la inspiración del Espíritu de Dios,
y no por la mía. Esto era algo que nunca antes había experimentado. Me fue otorgado en aquel
entonces sólo como un génesis, y en el transcurso del tiempo me ha sido concedido en una
perfección mucho mayor.

Tenía dos empleados domésticos de los cuales era muy difícil desprenderme, pues no
tenía intención de llevármelos conmigo. Si los hubiera dejado habrían hecho mención de mi
partida, y hubiera sido perseguida. Lo fui cuando se supo. Pero Dios lo dispuso de tal forma que
quisieron acompañarme, aunque no me fueron de ninguna utilidad, y poco después regresaron a
Francia. Sólo llevé conmigo a mi hija y a dos doncellas para servirnos. Aunque había reservado
asientos en un carruaje de línea, partimos en una embarcación por el río para evitar, si me
buscaban en el carruaje, que pudieran encontrarme. Fui a Melun para aguardar allí su llegada.

Fue sorprendente que en esta embarcación la niña no pudiera evitar hacer cruces,
empleando a una persona para que le cortara juncos con ese propósito. Entonces puso alrededor
y por encima de mí unas trescientas de ellas. La dejé hacer, e interiormente percibí que no
carecía de significado. Sentí una certeza interior de que me iba a topar con abundante aflicción, y
que esta niña estaba sembrando la cruz que habría de cosechar.

La Hermana Garnier, viendo que no podían evitar que me cubriera de cruces, me dijo:
“Lo que esa niña hace parece que tiene un significado.” Volviéndose a la pequeña, dijo: “Dame
también a mí algunas cruces, pequeñuela.” “No ¾replicó¾, todas ellas son para mi querida
madre.”
En breve le dio una para detener su importunismo, y después siguió poniendo más sobre
mí; a continuación pidió que le alcanzaran algunas flores del río que flotaban sobre el agua, y me
dijo: “Tras la cruz, serás coronada.” Admiré todo ello en silencio, y me ofrecí al puro amor de
Dios, como una víctima, libre y dispuesta a ser sacrificada para Él. Poco tiempo antes de mi
partida una amiga personal, una verdadera sierva de Dios, me dio a conocer una visión que había
tenido en relación conmigo. Vio que mi corazón estaba asediado por todas partes de espinos, que
a nuestro Señor aquello le agradaba y que, aunque los espinos parecían desgarrarlo, en vez de
ello sólo conseguían embellecerlo más y fortalecer la aprobación del Señor.

En Corbeil, (una pequeña ciudad a orillas del Sena, situada a dieciséis millas al sur de
París) tuve un encuentro con el sacerdote que al principio Dios había usado tan poderosamente
para atraerme a su Amor. Le pareció bien mi plan de dejarlo todo por el Señor; sin embargo,
pensaba que no congeniaría mucho con los Nuevos Católicos. Me contó algo acerca de ellos para
hacerme ver que nuestra forma de movernos era incompatible. Me advirtió que no les dejara ver
que caminaba por la senda interior. Si lo hacía, no debía esperar de ellos más que persecución.
Pero es inútil tratar de esconderse cuando a Dios le parece mejor que suframos, y cuando nuestra
voluntad está profundamente resignada a Él, y ha pasado por completo a ser de Su propiedad.

78
Mientras estuve en París les entregué a los Nuevos Católicos todo el dinero que tenía. No
guardé ni un solo penique para mí misma, regocijándome de ser pobre al ejemplo de Jesucristo.
Partí de casa con nueve mil luises. A través de mi donativo no había apartado nada para mí, y por
contrato les había prestado seis mil, por lo que estos seis mil fueron devueltos a mis hijos y a mí
no me correspondió nada. No me molesta; la pobreza, procurada de esta manera, constituye mi
riqueza. El resto se lo entregué intacto a las hermanas que iban con nosotras, para sufragar sus
gastos de viaje y la compra de mobiliario. No me quedé más que con mis ropas, que puse a
disposición de todas las demás. No tenía cofre con llave, ni bolsa o monedero. Me había llevado
conmigo poca ropa por miedo a que desconfiaran de mi partida. Si me hubiera empeñado en
traerme todos mis ropajes me habrían descubierto.

Mis perseguidores no pasaron por alto que había salido de casa con grandes sumas de
dinero, que había malgastado imprudentemente, entregándoselas a los amigos del Padre La
Combe. Falso, pues no contaba ni con un solo penique. Al llegar a Annecy nos encontramos con
un pobre que pedía limosnas. Como no tenía nada más, le di los botones de las mangas. En otra
ocasión le di a un mendigo un pequeño anillo sin adornos, en el nombre de Jesucristo. Lo había
llevado como símbolo de mi matrimonio con Él.

Hicimos una fugaz visita a Melun, donde dejé a la Hermana Garnier. Proseguí el viaje
con las otras hermanas, a las que no conocía de nada. El viaje en los carruajes era muy cansado;
no concilié el sueño siquiera en un viaje tan largo como aquel. Mi hija, una niña muy delicada,
de sólo cinco años de edad, apenas pudo. Soportamos grandes fatigas sin llegar a enfermar por el
camino. Mi niña no se inquietó ni en una sola ocasión, aunque sólo podía acostarse tres horas al
día. En cualquier otra situación sólo la mitad de esta fatiga, o incluso la mera falta de descanso,
me hubiera supuesto entrar en un grave estado de salud. Sólo Dios sabe los sacrificios que me
indujo a realizar, así como el gozo que mi corazón experimentaba al ofrecérselo todo a Él. Si
tuviera reinos e imperios, creo que los entregaría con un gozo aún mayor para darle las mayores
muestras de mi amor. Tan pronto como llegamos a la posada, me dirigí a la iglesia del lugar y
permanecí allí hasta la hora de cenar. En el carruaje, mi divino Señor se comunicaba conmigo, y
en mí, de una forma que los demás no podían comprender, y en verdad no percibían. La alegría
que reflejaba en medio de los mayores peligros les animaba. Incluso cantaba himnos de gozo al
verme a mí misma desprendida de las riquezas, los honores y los enredos del mundo. Así era
como Dios nos protegía.
Él era para nosotros como “columna de nube para guiarlos por el camino, y de noche una
columna de fuego para alumbrarles.” Pasamos por encima de un bache muy peligroso entre
Lyons y Chamberry. Nuestro carruaje se rompió en el momento en que lo dejamos atrás. Si
hubiera ocurrido un poco antes, habríamos perecido.

Llegamos a Annecy en la víspera del Día de la Magdalena del año 1681. Al día siguiente
el Obispo de Génova se encargó del servicio divino, que se llevó a cabo junto a la tumba de San
Francisco de Sales. Allí renové mi matrimonio espiritual con mi Redentor, como acostumbraba a
hacer cada año en ese día en concreto. También sentí en aquel lugar un dulce recuerdo de ese
santo, al cual me ha unido el Señor de una forma singular. Digo unido, porque según mi parecer
el alma que permanece en Dios es unida a los santos, y tanto más en la misma medida en que
estos se han conformado a Su imagen. Una unión que en ocasiones le agrada a Dios volver a
revivir tras la muerte del santo, con un despertar en el interior del alma para gloria Suya. En tales
momentos los santos que han partido se hacen más íntimamente presentes en Dios; y este revivir
es como si fuera una santa relación de amigo a amigo, en Aquel que a todos une con lazo
inmortal.

Ese día dejamos Annecy atrás, y al día siguiente atendimos los rezos en Génova.
Experimenté un gran gozo durante la comunión. Me parecía como si Dios me uniera con mayor
79
fuerza consigo mismo. Allí le rogué en pro de la conversión de toda aquella muchedumbre. Ya
anochecía cuando, esa misma tarde, llegamos a Gex, donde lo único que encontramos fueron
paredes desnudas. El Obispo de Génova me había asegurado que la casa estaba amueblada; sin
duda que así lo creía. Nos alojamos en casa de las hermanas de la caridad, que tuvieron la
amabilidad de cedernos sus lechos.

Sufría mucho pensando en mi hija, quien visiblemente había perdido peso. Anhelaba en
gran medida ponerla en manos de las Ursulinas de Tonon. Mi corazón estaba tan dolido que no
podía evitar llorar en secreto por ella. Al día siguiente mencioné, “Me gustaría llevar a mi hija a
Tonon, y dejarla allí hasta que podamos acomodarnos.” Se opusieron a ello violentamente, y de
un talante que parecía ser muy áspero, y también desagradecido a la vista del esquelético
cuerpecito. Reparé en la niña como en una víctima a la que había sacrificado imprudentemente.
Escribí al Padre La Combe suplicándole que viniera a verme, para juntos poder llegar a una
conclusión al respecto. En mi conciencia no podía seguir reteniéndola en este lugar. Pasaron
algunos días sin recibir ninguna respuesta. Mientras tanto me resigné a la voluntad de Dios, tanto
si llegaba mi socorro, o no.

CAPITULO 2

Nuestro Señor se apiadó del lamentable estado de mi hija, y lo dispuso todo de tal forma que el
Obispo de Génova escribió al Padre La Combe con el fin de que se apresurara tanto como le
fuera posible para venir a vernos, y para consolarnos. En el momento en que vi a aquel padre me
sorprendí al sentir una gracia interior, que podría denominar “comunicación”, como nunca antes
había experimentado con ninguna otra persona. Sentía una influencia de la gracia que prevenía
de él y llegaba a mí, a través de los recesos más internos del alma; volvía de mí de nuevo a él, de
tal manera que él sentía el mismo efecto. Como un lazo de gracia, originaba un flujo y un reflujo,
esparciéndose en el divino e invisible océano. Esta unión es pura y santa, que sólo Dios produce,
y que todavía ha subsistido, e incluso se ha visto incrementada. Es una unión exenta de toda
debilidad y de todo interés propio. Hace que aquellos que por ella son bendecidos se regocijen al
verse a sí mismos, y también a los que son amados, cargados de angustias y aflicciones – una
unión que no requiere la presencia del cuerpo. En ciertas ocasiones la ausencia no se hace más
ausente, ni la presencia más presente; una unión desconocida para los hombres, excepto para los
que han de experimentarlo.
Sólo puede experimentarse entre aquellas almas que están unidas a Dios. Como yo nunca
había sentido previamente este tipo de unión con nadie, en aquel entonces me pareció algo
bastante novedoso. No tenía dudas de que prevenía de Dios; lejos de apartar los pensamientos de
Él, tendía a acercarlos más hacia Él. Disipó todos mis dolores y me estableció en una paz
absoluta. En un principio Dios le dio una gran apertura de corazón hacia mí. Me relató las
misericordias de las que Dios se había valido con él, y algunas experiencias sobrenaturales que al
principio me causaron cierto temor. Sospechaba que había cierto grado de ilusión mental,
especialmente en lo que concernía a su forma de hablar del futuro; pero poco me imaginaba yo
que Dios me usaría para sacarle de ese estado y llevarle al de la fe desnuda. Mas la gracia, que
fluía desde su interior a mi alma, disipó aquellos temores. Me daba cuenta de que hacía gala de
una humildad fuera de lo común.

Lejos de regodearse en los dones que generosamente Dios le había otorgado, o en su


profundo conocimiento y saber, no había otra persona que tuviera una opinión más baja de sí
misma que él. En cuanto a mi hija, me dijo que lo mejor que podía hacer era llevarla a Tonon,
lugar que él pensaba era muy adecuado para ella. En cuanto a mí, después de haberle
mencionado mi desacuerdo con la forma de vida de los Nuevos Católicos, me dijo que, a la
larga, no le parecía que mi lugar habría de estar entre ellos.

80
Lo mejor que podía hacer era quedarme allí, libre de cualquier tipo de atadura, hasta que
Dios, por la guía de su Providencia, me hiciera saber cómo habría de disponer de mí, y atrajera
mi mente al lugar al cual me hubiese de mudar. Ya había empezado a levantarme a medianoche
con regularidad con el propósito de orar. Me levantaba con estas palabras que repentinamente
venía a mi mente, “Está escrito acerca de mí, haré tu voluntad, oh mi Dios.” A esto le
acompañaba la más pura, penetrante e intensa medida de gracia que nunca haya experimentado.
Aunque el estado de mi alma ya permanecía en novedad de vida, esta nueva vida no habitaba aún
en esa inmutabilidad en la que se ha mantenido desde aquel entonces.

Era una vida que comenzaba y un día que florecía, un día que se va abriendo hasta que
alcanza su cenit en el cielo; un día al que nunca le precede la noche; una vida que ya no teme a la
muerte, ni siquiera cuando ha de rozar su frío manto; puesto que ha sufrido la primera muerte,
nunca más será herida por la segunda. A partir de la medianoche seguí postrada en mis rodillas
hasta las cuatro de la mañana, en dulce comunión con Dios, y también hice lo mismo la noche
ulterior.

Al día siguiente, tras los rezos, el Padre La Combe me dijo que tenía una grandísima
certeza de que yo era una piedra que Dios había dispuesto para los cimientos de un gran edificio.
No sabía más de ese edificio de lo que yo misma sabía. Por lo tanto, sea de la manera que haya
de ser, tanto si Su divina Majestad habrá de hacer uso de mí en esta vida, por designios que sólo
Él conoce, o hará de mí una de las piedras de la nueva Jerusalén celestial, me parece a mí que esa
piedra no puede pulirse más que a golpe de martillo. Nuestro Señor le ha otorgado a esta alma
mía las cualidades de la piedra, firmeza, resignación, insensibilidad, y la capacidad de soportar la
tribulación bajo la acción de Su mano. Me llevé a mi pequeña hija a las Ursulinas de Tonon. La
niña le tomó mucho cariño al Padre La Combe, y decía, “Es un buen padre, es de Dios.” Aquí
encontré a un ermitaño, al que llamaba Anselmo. Era una persona de la más excelsa santidad,
santidad rara vez vista ya hacía tiempo. Era natural de Génova; milagrosamente, Dios le había
sacado de allí a los doce años. Con diecinueve había tomado el hábito de eremita de la orden de
San Agustín. Él y otro ermitaño vivían solos en una pequeña ermita, donde no veían a nadie
salvo a los que iban a visitar la capilla.

Había vivido doce años en esta cabaña, sin comer otra cosa que legumbres con sal, y
algunas veces aceite. Tres veces a la semana se alimentaba de pan y agua. Nunca bebía vino, y
por lo general sólo almorzaba una vez cada veinticuatro horas.
Su camisa consistía en una áspera piel, y dormía en el suelo. Vivía en un continuo estado
de oración, y en la mayor humildad. Dios había obrado a través de él muchas señales. Este buen
ermitaño tenía fuertes convicciones en cuanto al designio de Dios para el Padre La Combe y para
mí. Sin embargo, al mismo tiempo Dios le mostró que nos esperaban angustias insólitas por
delante; que ambos estábamos destinados al socorro de almas. No encontré lugar apropiado, al
contrario de lo que esperaba, para mi hija en Tonon. Me vi a mí misma como Abraham, cuando
iba a sacrificar a su hijo. El Padre La Combe dijo, “¡Bienvenida, hija de Abraham!.” Las
muchachitas del convento, a las que enseñaban en la doctrina católica para hacer de ellas futuros
practicantes, estaban todas mezcladas y habían contraído hábitos perniciosos. No pensé que sería
bueno dejarla allí. El idioma del país, en el que casi nadie entendía el francés, y la comida, que
ella no digería adecuadamente por ser muy diferente a la nuestra, eran grandes pruebas. Se
despertó toda mi ternura, y me vi a mí misma como su destructor. Experimenté lo que Agar
padeció cuando apartó de sí a su hijo Ismael en el desierto para que no tuviera que ver cómo
moría. Pensé que si me había aventurado a exponerme, al menos debería haber guardado a mi
hija. La pérdida de su educación, y aún de su vida, me parecía inevitable. Todo se mostraba
opaco en lo concerniente a ella.

81
Por su disposición natural y buenas cualidades, podría suscitar admiración si se la
educara en Francia, y hubiera sido muy probable que obtuviera proposiciones de matrimonio con
las que nunca habría esperado encontrarse en este pobre país; en el cual, por otro lado, aún si
llegara a recuperarse, nunca encajaría en nada. Aquí no podía comer de lo que se le ofrecía. Todo
su sustento consistía en un poco de un desagradable y mal recibido caldo que le obligaba a
tomarse contra su voluntad. Parecía un segundo Abraham, blandiendo el cuchillo para horadarla.
Nuestro Señor quiso que la sacrificara, sin recibir consuelo alguno y llena de tristeza; un tiempo
oscuro aquel en el que desahogué el golpe final. Él me hizo ver, por un lado la pena de su abuela
si llegara a ella la noticia de su muerte, la cual imputaría al hecho de arrebatársela de su lado; por
otro lado el duro reproche, que se extendería a toda la familia. Los dones naturales con los que
había sido dotada eran ahora flechas intencionadas que me desgarraban.

Creo que Dios lo dispuso así con el fin de purificarme de un excesivo apego humano que
aún había en mí. Tras mi regreso de las Ursulinas de Tonon, cambiaron su dieta, y le dieron lo
que era apropiado; en breve se recuperó.

CAPITULO 3

Tan pronto como se supo en Francia que me había marchado, se levantó un clamor
generalizado. El Padre La Mothe me escribió y me dijo que todas las personas piadosas y de
entendimiento se unían en censurarme. Para alarmarme todavía más, me informó de que mi
suegra, en cuyas manos había depositado a mi hijo pequeño y el sustento económico de mis
hijos, había caído en un estado mental infantil. Pero esto era falso.

Respondí a todas estas terribles cartas según me iba guiando el Espíritu. Mis respuestas
parecieron ser muy prudentes, y esas violentas exclamaciones pronto se tornaron en aplausos.
Dio la impresión de que el Padre La Mothe cambió sus censuras en estimas; mas no duró mucho
tiempo. El interés propio volvió a echarle atrás; se sentía defraudado en su esperanza de recibir
una pensión, que esperaba yo le hubiese impuesto. La Hermana Garnier, sean cuales fueran sus
razones, cambió de parecer y se declaró en contra mía.

Dormía y comía poco. La comida que se nos ofrecía estaba podrida y llena de gusanos
debido a lo caluroso del ambiente y al largo tiempo que permanecía en la despensa. Lo que antes
habría considerado con la mayor muestra de aborrecimiento, ahora se convertía en mi única
forma de alimento. Sin embargo, todo se me hacía fácil.
En Dios encontré, sin exagerar, todo lo que había perdido por Él. Ese Espíritu, que en una
ocasión pensé había perdido a causa de mi extraña estupidez, me fue devuelto con ventajas
inconcebibles. Me sorprendía de mí misma. Vi que no había nada para lo que no sirviera o en lo
que no tuviera éxito. Los que me observaban decían que tenía una capacidad prodigiosa. Yo bien
sabía que mi capacidad era escasa, pero en Dios mi Espíritu había recibido una cualidad que
nunca antes había tenido. Creí experimentar parte del estado en que los apóstoles se encontraban
después de que hubieran recibido el Espíritu Santo.

Sabía, comprendía, entendía, fui capacitada para hacer todo lo necesario. Poseía toda
clase de buena cosa y nada me faltaba. Cuando Jesucristo, la eterna sabiduría, es formado en el
alma, tras la muerte del primer Adán, aquella se encuentra con que toda cosa buena le es
comunicada en Él. Algún tiempo después de mi llegada a Gex, el Obispo de Génova vino a
vernos. Tan convencido y afectado estaba que no pudo evitar explayarse. Me abrió su corazón
acerca de las cosas que Dios le había demandado en su vida. Me confesó sus propias
desviaciones e infidelidades. Cada vez que le hablaba hacía eco de lo que yo le decía, y
reconocía en ello la verdad. De cierto que era el Espíritu de la Verdad el que me inspiraba a
hablarle, sin el cual no sería más que una bobalicona.
82
Pero tan pronto como ciertas personas hablaban con él, personas que buscaban su propia
preeminencia y el único bien que podían ofrecer provenía de ellas mismas, era lo suficientemente
débil como para dejarse vencer por falsas imitaciones de la verdad. Esta debilidad ha evitado que
hiciera todo el bien que de otra forma podría haber hecho.

Tras hablar con él dijo que tenía en mente la idea de asignarme al Padre La Combe como
mi guía espiritual; dejó ver que era un hombre iluminado por Dios, que entendía bien el camino
interno, y tenía un singular don para traer paz a las almas. Mucho me alegré cuando el Obispo le
escogió, reconociendo por ello su autoridad y también la gracia que ya parecía haberme
transmitido mediante una unión y efusión de vida y amor. Las fatigas que soportaba y los
desvelos que sufría pensando en mi hija, me sumergieron en una violenta enfermedad secundada
por tremendos dolores. A juicio de los doctores mi vida corría peligro, sin embargo, las
hermanas de la casa me tuvieron bastante desatendida, en especial la encargada de la casa. Era
tan mísera que no me proporcionaba lo necesario para sobrevivir. Yo no contaba ni con un solo
penique al que aferrarme, pues no había apartado nada para mí.

Aparte de esto, recibían todo el dinero que se me enviaba desde Francia, una suma
considerable. Practiqué la pobreza, y estuve necesitada incluso entre aquellos a los que había
dado todo. Como estaba tan enferma, escribieron al Padre La Combe solicitándole que me
visitara. Al oír de mi lamentable condición, hasta tal punto le movió la compasión que caminó
durante toda la noche. No viajaba de otra manera, tratando de imitar, como en todo lo demás, a
nuestro Señor Jesucristo.

En el momento en que entró en la casa mis dolores remitieron; cuando hubo orado y me
bendijo, imponiendo su mano sobre mi cabeza, sané por completo para gran asombro de los
médicos, que no estuvieron dispuestos a reconocer el milagro. Estas hermanas me aconsejaron
volver al lado de mi hija. El Padre La Combe regresó conmigo. De camino se levantó en el Lago
una fuerte tormenta que me mareó mucho, y parecía igualmente zarandear los sentidos del barco.

Mas la mano de la Providencia se puso claramente de nuestro lado, hasta el punto que los
marineros y pasajeros se percataron de ello. Veían al Padre La Combe como un santo. Llegamos
a Tonon, donde me sentí tan buenamente recuperada que, en vez de hacer y usar los remedios
que tenía intención de preparar, mantuve un retiro espiritual de 12 días.
Aquí hice votos de perpetua castidad, pobreza y obediencia, prometiendo obedecer a lo
que creyese ser la voluntad de Dios, a la iglesia, y honrar a Jesucristo de la forma que a Él le
agradara. En esta época descubrí que tenía la perfecta pureza del amor hacia el Señor, sin
reserva, división, o forma alguna de interés propio. Pobreza perfecta, por la total privación de
todo lo que era mío, interna y externamente.

Perfecta obediencia a la voluntad del Señor, sumisión a la iglesia, y honor a Jesucristo al


amarle sólo a Él, cuyo efecto se dejó ver en poco tiempo. Cuando por la pérdida de nosotros
mismos entramos en el Señor, nuestra voluntad se hace una sola cosa con la Suya, según la
oración de Cristo, “para que todos sean uno; como tú, oh Padre, en mí, y yo en ti, que también
ellos sean uno en nosotros... (Juan 17:21)”. Oh, pero entonces he aquí que la voluntad es hecha
pura maravilla, primeramente por ser transformada en la voluntad del Señor, lo cual es el mayor
de los milagros, y también por obrar maravillas en Él. Como el que desea en el alma es el Señor,
ese deseo tiene su efecto. Apenas la voluntad desea y el deseo se convierte en realidad.

Mas algunos pueden decir, entonces, ¿por qué se han de soportar tantas opresiones? Si
tienen tal poder, ¿por qué estas almas no se liberan de aquellas? Respondemos que si tuvieran
voluntad para hacer algo parecido en contra de la divina providencia, esa sería la voluntad de la
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carne, o la voluntad del hombre, y no la voluntad de Dios. (Juan 1:13) (“Los cuales no son
engendrados de sangre, ni de voluntad de carne, ni de voluntad de varón, sino de Dios.”)

Por lo general me levantaba a medianoche, despertándome a la hora adecuada; pero si


daba cuerda a mi despertador no solía despertarme a tiempo. Veía que el Señor ejercía el cuidado
de un padre y un esposo sobre mí. Cuando sufría cualquier indisposición, y mi cuerpo requería
descanso, Él no me despertaba; pero en ocasiones así sentía aún en mi sueño una singular
posesión de Él. Han transcurrido algunos años durante los cuales únicamente he dormido como
una especie de sueño a medias; mas mi alma velaba cada vez más en pos del Señor, en tanto que
el sueño parecía querer captar toda mi atención. El Señor también hizo saber a muchas personas
que me asignaría para ser madre de una gran muchedumbre, pero una muchedumbre simple y
sencilla como un niño. Interpretaron estas palabras divinas de forma literal y pensaron que se
referían a alguna congregación o institución. No obstante, a mí me daba la impresión de que las
gentes a quienes al Señor le agradaría alcanzase para Él, y para las que yo sería como una madre,
a través de su bondad, habrían de abrigar hacia mí el mismo lazo afectivo que los niños tienen
hacia sus padres, aunque un lazo mucho más fuerte y profundo; Él me daría todo lo que
necesitaran con el fin de conducirles al camino por el que Él les guiaría, como ya mostraré.

CAPITULO 4

En lo que a mí respecta, omitiría voluntariamente lo que voy a narrar a continuación si


alguna porción de ello proviniera de mí, y también por la dificultad de expresarme y por el hecho
de que pocas almas son capaces de entender caminos divinos de los que tan poco se sabe, y tan
poco se comprende. Yo misma nunca he leído nada similar. Diré algo de la disposición interior
en la que me encontraba entonces, y creo que el tiempo empleado se verá compensado si tiene
utilidad para aquellos de vosotros que desean formar parte del número de mis niños; a aquellos
que ya son mis niños les es útil para dejar que Dios se glorifique a Su manera, y no a la suya. Si
hubiera algo que no comprendiera, que mueran a sí mismos. Les será mucho más fácil aprender
por la experiencia que por cualquier cosa que yo pudiese decir; la expresión nunca puede
igualarse a la experiencia.

Tras haber salido del estado de prueba del que he hecho mención, vi que había purificado
mi alma en vez de ennegrecerla como había temido. Poseía a Dios de una forma tan pura, y tan
inmensa, que nada podría igualarse.
En cuanto a los pensamientos o deseos, todo estaba tan limpio, tan desnudo, tan perdido
en la divinidad, que el alma no tenía movimiento egoísta alguno, por muy delicado o plausible
que fuera; tanto las potencias de la mente como los propios sentidos estaban maravillosamente
purificados.

A veces me sorprendía de no encontrar ni un solo pensamiento egoísta. La imaginación,


antaño tan inquieta, ya no me causaba problemas. Ya no sufría desconcierto o molestas
reflexiones. La voluntad, estando totalmente muerta a todos sus apetitos, se había quedado
desprovista de toda inclinación humana, tanto natural como espiritual, y sólo se inclinaba a lo
que fuera que a Dios le agradara, y de la forma que Él gustase. Esta grandeza o amplitud, que no
está restringida por nada, por muy simple o llano que pueda ser, aumenta cada día. Al compartir
mi alma de las cualidades de su Esposo, también parece compartir de Su inmensidad. Mi oración
se encontraba en una apertura y sencillez inconcebibles.

Era nacida, por así decirlo, de lo alto, fuera de mí misma. Creo que a Dios le agradó
bendecirme con esta experiencia. Al principio de la nueva vida Él me hizo comprender, para bien
de otras almas, la simpleza y conveniencia de este pasar del alma a Dios. Cuando iba a
confesarme, sentía tal inmersión del alma en Él que a duras penas podía hablar.
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Esta ascensión del espíritu, desde el cual Dios atrae al alma tan poderosamente, no hacia
sus más íntimos recesos, sino hacia Sí Mismo, no toma lugar hasta después de la muerte del yo.
De hecho, el alma sale de sí misma para entrar en su objeto divino. Yo lo denomino muerte, o lo
que es lo mismo, un pasar de una cosa a otra. De cierto que es una dichosa pascua para el alma, y
su entrada en la tierra prometida. El espíritu, creado para ser unido a su Origen divino,
experimenta una tendencia tan poderosa hacia Él, que si no fuera detenido por un milagro
continuo, esta movilidad característica suya haría que el cuerpo le siguiera, a causa de su
impetuosidad y noble ascensión.

Pero Dios le ha otorgado un cuerpo terrestre como contrapeso. Por lo tanto este espíritu,
creado para ser unido a su Origen, sin medio o intersticio alguno, sintiéndose atraído por su
objeto divino, tiende hacia éste con una violencia extrema; de un talante tal que sigue
ardientemente en pos de Dios, el cual anula por un tiempo el poder del cuerpo para retener al
espíritu. Cuando no está lo suficientemente purificado para pasar a Dios, vuelve de forma
gradual a sí mismo; a medida que el cuerpo retoma sus propias cualidades, el espíritu también
vuelve a la tierra. Los santos que han sido más perfeccionados han avanzado en esa dirección,
hasta el punto de que el cuerpo quedase casi anulado. Algunos han obtenido esto al final de sus
vidas, haciéndose sencillos y puros como los otros, porque entonces tuvieron en realidad y
permanencia lo que al principio sólo tenían como arrebatos pasajeros, que concluían cuando el
cuerpo prevalecía o dominaba.

Por tanto, es verdad que el alma, muriendo a sí misma, entra en su Objeto divino. Esto es
lo que experimenté entonces. Vi que, cuanto más lejos llegaba, tanto más se perdía mi espíritu en
su Soberano, quien le atraía más y más a Sí Mismo. Al principio a Él le agradó que supiera esto
por el bien de otros, y no por el mío propio. De cierto que atrajo mi alma más y más a Sí Mismo
hasta que ésta se perdió de vista, y no podía ya percibirse a sí misma. Esto es al principio
semejante a perderse en Él. Al igual que uno puede ver un río al desembocar en el océano,
perderse en él, distinguiéndose durante cierto tiempo sus aguas de las aguas del mar, hasta que
de forma gradual se transforma en el propio mar y posee todas sus cualidades, así se perdió mi
alma en Dios, quien le comunicaba Sus cualidades, habiéndola apartado de todo lo suyo. Su vida
es de una sencillez inconcebible, no conocida ni comprendida por aquellos que todavía están
encerrados en sí mismos o que sólo viven para ellos mismos.

El gozo que un alma así posee en su Dios es tan grande, que experimenta la verdad de
esas palabras del real profeta, “Todos los que están en ti, oh Señor, son como un pueblo
cautivado por el gozo.” Parece que las palabras de nuestro Señor se dirigieran a un alma así,
“Nadie os quitará vuestro gozo. (Juan 16:22)” Es como si se zambullera en un río de paz. Su
oración es continua. Nada puede evitar que ore a Dios, o que le ame. Afirma holgadamente estas
palabras del Cantar de los Cantares, “Yo dormía, pero mi corazón velaba”; pues puede ver que
aún el propio sueño no le impide orar. ¡Oh, inefable felicidad! ¿Quién podría haber pensado
alguna vez que un alma que parecía encontrarse en la más absoluta miseria, hubiera de hallar una
felicidad similar a esta? Oh, feliz pobreza, feliz pérdida, feliz falta de todo, que otorga nada
menos que al mismo Dios en Su propia inmensidad, ya no más circunspecto al limitado alcance
de la criatura, sino siempre atrayéndola hacia fuera, para sumergirla por completo en Su propia
esencia divina.

Es entonces cuando el alma sabe que todos los estados consistentes en agradables
visiones, trances, éxtasis y raptos, son más bien obstáculos; no son de utilidad para este estado,
muy por encima de aquellos otros; porque el estado que tiene apoyos, conlleva dolor en
perderlos; no puede llegar aquí sin tal pérdida. En esto se confirman las palabras de un
experimentado santo, “Cuando no poseía nada mediante el amor propio – decía él –, todo me era
85
dado sin buscarlo.” ¡Oh, feliz muerte del grano de trigo, que le hace rendir al ciento por uno! Por
tanto, el alma está tan pasiva, tan igualmente dispuesta a recibir de la mano de Dios bien o mal,
que llega a ser sorprendente. Recibe uno u otro sin emociones egoístas, permitiendo que fluyan y
desaparezcan como han venido. Se marchan como si nunca nos tocaran.

Al término de mi retiro con las Ursulinas de Tonon regresé a Gex pasando por Génova y,
no habiendo encontrado ningún otro medio de transporte, un huésped francés me prestó un
caballo. Como no sabía montar, puse algunas trabas; pero al asegurarme que era un caballo muy
dócil, me aventuré a montarlo. Se encontraba allí una especie de herrero que, observándome con
una mirada salvajemente demacrada, le dio un palmetazo al caballo por detrás justo cuando
acababa de montarme en él, lo cual le hizo dar un salto. Me tiró al suelo con tal fuerza que
pensaron me había matado. Caí sobre mi sien. Me rompí la mandíbula y dos dientes.

Fui socorrida por una mano invisible y en poco tiempo monté lo mejor que pude en otro
caballo, y un hombre que me acompañaba a mi lado, me mantenía erguida. Una vez que
llegamos a Gex mis familiares me dejaron tranquila. En París habían oído hablar de mi milagrosa
curación; allí levantó un gran revuelo. Después de eso me escribieron muchas personas con fama
de santidad. Recibí correspondencia de Mademoiselle De Lamoignon y de otra joven, a la que
tanto tocó mi respuesta que me envió cien monedas de oro para la comunidad, y aparte me hizo
saber que cuando necesitáramos dinero, sólo con escribirle ella me enviaría todo cuanto quisiera.
En París hablaron acerca de publicar un relato del sacrificio que había hecho, incluyendo el
milagro de mi repentina recuperación. No sé qué lo impidió; pero tal es la inconstancia de la
criatura que este viaje, en aquel entonces fuente de tanto aplauso, ha servido de pretexto para la
extraña condena que desde entonces ha recaído sobre mí.

CAPITULO 5

Mis amistades cercanas no mostraron ningún anhelo por mi retorno. La primera cosa que
me propusieron, un mes después de mi llegada a Gex, no sólo era dejar mi protección, sino poner
sobre toda mi propiedad a mis niños y reservar una anualidad para mí.

Esta proposición, viniendo de personas que no miraban nada más que su propio interés, a
alguno puedo haberle parecido muy antipática; pero yo no era ninguno de los reyes magos. No
tenía ningún amigo para aconsejarme.
No sabía de nadie a quien pudiera consultar sobre la manera de formalizar la situación,
cuando era libre y realmente deseosa de hacerlo. Me pareció que ahora tenía los medios de lograr
el sumo deseo que tenía de ser conformada a Jesús Cristo, pobre, desnudo, y despojado de todo.

Me enviaron un contrato para ejecutar, que había sido redactado bajo su inspección, y yo
inocentemente lo firmé, no percibiendo algunas cláusulas que se insertaron en el mismo.

Expresando, que cuando mis niños muriesen, no debo heredar nada de mi propia
propiedad, sino que debe revolver a mis parientes. Había muchas otras cosas que parecían estar
igualmente en mi desventaja. Sin embargo, lo que me habían reservado a mí era suficiente para
sostenerme en este lugar; todavía apenas era suficiente para hacerlo en otros lugares. Entonces
dejé mi propiedad con más alegría, por ser a consecuencia de esto conformada a Jesús Cristo,
que podrían tener ellos me preguntaba. Es algo de lo que nunca me he arrepentido, ni tenía
ninguna inquietud sobre ello. ¡Qué placer perder todo por el Señor! El amor a la pobreza, así
contraído, es el reino de la tranquilidad.

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Me olvidé mencionar que acabar en mi miserable estado de privación, cuando
precisamente estaba preparada para entrar en la novedad de vida, nuestro Señor me iluminó tan
claramente para ver que las cruces exteriores vinieron de Él, que no podía albergar resentimiento
contra las personas que me las procuraron. Al contrario, sentía ternura y compasión por ellas, y
tenía más dolor por las aflicciones que inocentemente les causé, que por cualquiera de las que
ellos habían apilado sobre mí. Vi que estas personas eran temerosas del Señor, cuando me
oprimían tanto, era porque no lo conocían. Vi Su mano en esto, y sentía el dolor que ellos
sufrieron, por los disgustos de sus humores. Es difícil concebir la ternura que el Señor me dio
para ellos, y el deseo que he tenido, con suma sinceridad, de procurarles toda clase de ventajas.

Después del accidente que me ocurrió (caída del caballo) del que maravillosamente me
recuperé pronto, el Diablo empezó a declararse mí enemigo más abiertamente, escapándose esto
fue monstruoso. Una noche, cuando yo menos pensaba en él, algo muy monstruoso y espantoso
se presentó. Parecía una especie de cara formada por una tenue luz azulada. No sé si la llama
misma compuso esa cara horrible o apariencia; porque era confusa y pasó rápidamente, que yo
no pude discernirla. Mi alma descansó en su situación de calma y convicción, y después no
apareció nunca más de esa manera. Cuando me levanté a medianoche para orar, oí ruidos
espantosos en mi cámara y después de que me hube acostado todavía fue peor. Mi cama a
menudo se agitaba durante un cuarto de hora, y se rompieron todas las cortinas.

Todas las mañanas mientras esto continuó, aparecían desgarradas y hechas añicos, a pesar
de todo no sentí miedo. Me levanté y encendí mi vela en una lámpara que guardaba en mi cuarto,
porque la había tomado de la oficina del sacristán y cuidaba de despertar a las hermanas a la hora
de levantarlas, sin haber fallado ni una vez por mis indisposiciones, siempre siendo la primera en
todas las observancias. Hice uso de mi pequeña luz para examinar el cuarto y las cortinas, al
mismo tiempo el ruido era más fuerte. Cuando él vio que no estaba asustada, él se marchó
súbitamente, y no me atacó nunca más personalmente. Pero revolvió a hombres despiertos contra
mí, y en eso tuvo mucho más éxito que con él; porque los halló dispuestos para hacerme lo que
les incitó, celosamente, ya que ellos contaban con una cosa buena para hacerme el peor de los
daños.

Una de las hermanas que yo había traído conmigo, una muchacha muy bonita, contrajo
una intimidad con un eclesiástico, quien tenía autoridad en este lugar. Al principio él le inspiró
una aversión por mí, estando bien seguro que si ella confiaba en mí, yo debía aconsejarle que no
sufriera sus visitas tan frecuentemente.
Emprendía un retiro religioso. Ese eclesiástico estaba deseoso y la inducía que lo hiciera,
para ganarse su entera confianza, lo que también habría servido como una capa a sus frecuentes
visitas. El Obispo de Génova había asignado al Padre La Combe como director de nuestra casa.
Cuando él viniera para hacer retiros, yo deseé que ella le esperara. Cuando me hube ganado parte
de su estima, ella sometió incluso su inclinación contra lo que habría hecho bajo este
eclesiástico. Empecé a hablar con ella sobre el tema de la oración interior, y la dirigí en la
práctica de este deber.

Nuestro Señor le dio tal derrame de bendición que esta muchacha se dio a Dios bien en
serio, y con todo su corazón, y el retiro la convenció completamente. Entonces se volvió más
reservada, guardándose de este eclesiástico, lo que le molestó sumamente.

Se enfureció contra el Padre La Combe y conmigo. Esto demostró la fuente de las


persecuciones que después me ocurrieron. El ruido en mi cámara puede que tuviera que ver con
él, acabó cuando esto comenzó. Este eclesiástico empezó a hablar privadamente de mí con
mucho desprecio. Lo supe, pero no le di ninguna importancia. Allí vino cierto fraile a verlo,
quién odiaba mortalmente al Padre La Combe, a causa de su formalidad.
87
Éstos se combinaron para obligarme a que dejara la casa, para poder hacerse los amos de
ella. Todas las maldades que pudieron inventar las usaron con ese propósito.

Mi forma de vida era tal, que en la casa no me entrometí en ningún asunto, dejando a las
hermanas disponer de las temporalidades como quisieron. Poco después mi ingreso recibí mil
ochocientas libras, que una señora amiga mía, me prestó para completar nuestro mobiliario, se
las devolví cuando renuncié a mi finca. Esta suma la recibieron, además de lo que anteriormente
les había dado. A veces hablaba un poco a aquellos que se retiraron allí para volverse católicos.
Nuestro Señor favoreció con tanta bendición lo que les dije, que algunas, quienes no sabían antes
qué hacer, llegaron a ser mujeres sensatas, sólidas, y ejemplares en piedad.

Vi abundantes cruces de las que probablemente muchas caerían sobre mí. Al mismo
tiempo me vinieron estas palabras, “El cual por el gozo puesto delante de él sufrió la cruz.” Heb.
12:2. Yo me postré durante mucho tiempo con mi cara en tierra, deseando seriamente recibir
todos sus golpes. ¡Oh, El que no escatimó nada a su propio hijo! No pudiendo encontrar a
ninguno excepto a Él digno de Ti, y aun encontraste en Él los corazones que son Tuyos.

Unos días después de mi llegada a Gex, vi en un sagrado y misterioso sueño (porque


como tal yo lo distinguí muy bien) al Padre La Combe atado a una cruz enorme, desnudada de la
misma manera como ellos pintan a nuestro Salvador. Vi alrededor de él una muchedumbre
espantosa, que me llenó de confusión, y arrojaban sobre mí la ignominia de su castigo. Él parecía
tener la mayor parte del dolor, pero yo más reproches que él. Después he visto esto totalmente
cumplido.

El eclesiástico puso de su parte a una de nuestras hermanas que era camarera de la casa y
poco después la priora. Yo estaba muy delicada, la buena disposición que tenía no le daban
fuerzas a mi cuerpo. Tenía a dos criadas para servirme; sin embargo, cuando la comunidad tenía
necesidad de una de ellas para la cocina, y la otra para asistir a la puerta y para otras ocasiones,
yo las dejaba, no pensando que les permitirían algunas veces servirme. Además de esto, aun les
permití recibir todos mis ingresos, habiendo recibido ya mi primera mitad de la anualidad de este
año. A pesar de todo no permitieron a ninguna de mis sirvientas, hacer algo para mí. Me
obligaron a que barriera la iglesia que era muy grande por mi oficio de sacristán, y no permitían
que nadie me ayudara. Tuve varias veces desmayos encima de la escoba y me veía forzada a
descansar en las esquinas.
Esto me obligó a rogarles, que el barrido lo hicieran algunas de las fuertes muchachas de
la campiña que pudieran soportarlo, los Nuevos Católicos, por fin tuvieron la caridad de
consentir. Lo que más me avergonzó fue el que yo nunca había lavado. Me obligaron ahora a que
lavara toda la ropa blanca de la sacristía. Tomé a una de mis sirvientas para ayudarme, porque
intentándolo lo había hecho torpemente. Estas hermanas la halaron por los brazos fuera de mi
cámara, diciéndola que debía hacer su propio trabajo. Les permití calladamente pasar, sin poner
ninguna objeción. La otra buena hermana, la muchacha que escuetamente mencioné, creció más
ferviente. Por la práctica de la oración en su dedicación al Señor, llegó a ser más cariñosa y
simpática conmigo. Esto irritó a este eclesiástico. Después de todos sus impotentes esfuerzos
aquí, se marchó a Annecy para sembrar discordia, y hacer más daño al Padre La Combe.

CAPITULO 6

Fue directamente al Obispo de Génova, quien hasta entonces había manifestado mucha
estima y bondad por mí. Lo persuadió, que sería apropiado afianzarme en esa casa, para
obligarme a que dejara el ingreso anual que había reservado para mí; comprometerme a ello,
haciéndome priora.

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Él había ganado semejante influencia sobre el Obispo, que la gente del país lo llamaron el
Pequeño Obispo. Él lo atrajo para que aceptara sinceramente y con celo esta proposición, para
llevarla adelante a cualquier precio.

El eclesiástico, hasta ahora había llevado adelante su plan, y estaba inflado con su éxito,
ya no se guardó en ninguna medida con respecto a mí. Empezó con causar que todas las cartas
que envié, y las que iban dirigidas a mí, fueran retenidas. Eso era para al tenerlas en su poder,
cambiar a su placer las mentes de los demás, y que yo sin poder conocerlo, ni para defenderme,
ni dar o enviar a mis amigos cualquier cuenta de la forma en la que fui tratada. Una de las
sirvientas que había traído quería volver. Ella no podía tener ningún descanso en este lugar, la
otra que se quedó estaba débil, demasiado ocupada para ayudarme en algo. Como el Padre La
Combe iba a venir pronto, pensé que él ablandaría el espíritu violento de este hombre, y que me
daría el consejo apropiado.

Entretanto me propusieron la asociación, y el puesto de priora. Contesté, acerca del


asociación que era imposible para mí, puesto que mi vocación estaba en otra parte. Y no podía
ser con regularidad la priora, hasta después de pasar el noviciado, en el que todas teníamos que
servir dos años antes de comprometerse.

Cuando debería haber hecho tanto, debería ver cómo Dios me inspiraría. La priora
contestó muy ásperamente, que si yo los dejara alguna vez que era mejor para mí hacerlo
inmediatamente. Todavía no ofrecí retirarme, pero continuaba a pesar de eso actuando como de
costumbre. Yo vi el cielo que gradualmente se nublaba recogiendo tormentas en cada lado. La
priora entonces afectando un aire más apacible. Me aseguró, que tenía deseo, así como yo, de ir a
Génova; que no debía comprometerme, pero sólo le prometí llevarla conmigo, si yo fuera allá.
Fingió poner una gran confianza en mí, y profesó una gran estima por mí.

Cuando soy muy libre, y no tengo nada más que honradez, yo le permití que supiera que
no sentía ninguna atracción por la forma de vida de los Nuevos católicos, por causa de sus
intrigas. Varias cosas no me agradaron, porque quería que fueran rectos en todo. Significó que
ella no consintió a tales cosas, sino porque ese eclesiástico le dijo que ello era necesario para dar
crédito a la casa en partes distantes y obtener caridades de París. Contesté que sí caminamos
rectamente delante de Dios nunca nos faltaría. Él haría pronto milagros por nosotros. Le comenté
que cuando, en lugar de sinceridad, se recurre al artificio, la caridad se vuelve fría, y la misma
queda callada. Es Dios solo quién inspira la caridad; ¿cómo, entonces, va a ser atraída con
fingimientos?
Poco después, el Padre La Combe vino a causa de los retiros. Ésta era la tercera y última
vez que vino a Gex. La priora, después de que había estado maniobrando un buen trato conmigo,
le había escrito una larga carta antes de su venida, y recibió su respuesta, que me mostró, ahora
fue a preguntarle si algún día se uniría a mí en Génova. Él contestó con su honradez habitual,
“Nuestro Señor me ha hecho saber que usted nunca se establecerá en Génova.” Poco después ella
murió. Cuando profirió esta declaración, parecía enfurecida contra él y conmigo. Ella fue
directamente a ese eclesiástico que estaba en un cuarto en la casa de las sirvientas; y juntos
tomaron sus medidas, obligarme a comprometerme o retirarme. Ellos pensaron que yo me
comprometería antes que retirarme, y miraron mis cartas.

Con un plan para tenderle una trampa, le rogó al Padre La Combe Padre que predicara. Él
lo hizo sobre este texto, “hermosa es la hija del rey en su morada.” Ese eclesiástico que estaba
presente con su confidente, dijo que se predicó contra él, y que estaba lleno de errores. Él
preparó ocho proposiciones, e insertó en ellas cosas que no había predicado, ajustándolo tan
malévolamente como pudo, entonces los envió a uno de sus amigos en Roma, para hacerlo

89
examinar por la Sagrada Congregación, y por la Inquisición. Sin embargo, lo había resumido
muy malamente, y en Roma se pronunciaron a favor.

Después de haber sido tratado por él de esta manera, ultrajándole con los oprobios y
términos más ofensivos, el Padre, con mucha suavidad y humildad, le dijo que se iba a Annecy
acerca de unos asuntos del convento. Si él tenía algo que escribir al Obispo de Génova, cuidaría
su carta. Él deseó entonces que esperara un rato, mientras iba a escribir. El buen Padre tuvo la
paciencia de esperarle por más de tres horas, sin tener noticias de él; aunque él lo había tratado
sumamente mal, hasta ahora ya que le robo una carta que le había dado para ese ermitaño tan
digno que he mencionado.

Oyendo que no se había ido, sino que todavía estaba en la iglesia, fui a él, y le rogué que
enviara a ver si los paquetes de los otros estaban listos. Se pasó el día, ahora se vería obligado a
alojarse por el camino. Cuando el mensajero llegó, encontró al sirviente del eclesiástico en el
lomo del caballo, le ordenó ir a toda velocidad, para estar en Annecy antes que el Padre.

Entonces le dio por respuesta, que no tenía ninguna carta para enviar por medio de él.
Esto fue ideado así, para que pudiera ganar tiempo para predisponer al Obispo para sus
propósitos. El Padre La Combe partió entonces para Annecy, y a su llegada halló la
predisposición del Obispo, de muy mal humor. Ésta fue la esencia del discurso OBISPO--Usted
debe comprometer absolutamente a esta dama para dar lo que tiene a la casa de Gex, y hacerla
priora de ella. F. LA COMBE--Mi señor, usted sabe lo que se ha dicho de su vocación, tanto en
París como en este país. Por consiguiente, no creo que se comprometa; ni existe allí ninguna
probabilidad que, después de dejarla todos, en la esperanza de entrar en Génova, deba
comprometerse en otra parte, y a causa de esto no poder lograr los planes de Dios respecto a ella.

Ella ha ofrecido quedarse con esas hermanas como una pensionista. Si la guardan como a
tal, permanecerá con ellos; si no, ella resuelve retirarse en algún convento, hasta que Dios
disponga de otra manera. OBISPO—conozco todo eso; pero igualmente sé que ella es también
muy obediente, que, si usted se lo ordena, ciertamente lo hará.

F. LA COMBE--es por esa razón, mi señor que uno ha de ser muy cauto en las órdenes
que se le den. ¿Puedo inducir a una dama extranjera, quien para toda su subsistencia, tiene una
mísera pensión que ha reservado para ella, que la de en favor de una casa que no se ha
establecido todavía, y quizás nunca lo será?
¿Si la casa tiene que fracasar, es que se mantendrá, porque esa señora viva allí? ¿y si va al
hospital? Y de hecho esta casa no estará mucho tiempo en uso, desde que no hay ningún
protestante en ninguna parte de Francia cerca de ella.

OBISPO--Estas razones no son buenas para nada. Si usted no la hace cumplir lo que he
dicho, le degradaré y lo suspenderé. Esta manera de hablar sorprendió un poco al Padre. Pues él
entiende bastante bien las reglas de suspensión que no se ejecutan en tales cosas. Él contestó:
“Mi señor, estoy listo, no sólo para sufrir la suspensión, sino incluso la muerte, en lugar de hacer
algo contra mi conciencia.”

Habiendo dicho esto, se retiró. Directamente me envió este informe por un expreso, con
el fin que yo pudiera tomar las medidas apropiadas. No tenía ningún otro rumbo que coger salvo
el retirarme en un convento. Recibí una carta informándome que la monja a quien yo había
confiado a mi hija se había puesto enferma, y deseaba que yo fuera con ella por algún tiempo.
Les mostré esta carta a las hermanas de nuestra casa, diciéndoles que yo tenía en mente ir; por si
ellos dejaran de perseguirme, y dejaran al Padre La Combe en paz, yo volvería en cuanto la
señora de mi hija estuviera recuperada.
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En cambio, me persiguieron más violentamente, escribieron a París contra mí, retuvieron
todas mis cartas, y enviaron libelos contra mí alrededor del país.

Al día siguiente de mi llegada a Tonon, el Padre La Combe partió hacia el valle de Aoust,
para predicar allí en Cuaresma. Él había venido a despedirse de mí, y me dijo que debía ir de allí
a Roma, y quizás no volvería, ya que sus superiores podrían retenerlo allí; que sentía dejarme en
un país extraño, sin socorro, y perseguida por todos. Contesté, “Mi padre, no me da dolor; yo uso
las criaturas para Dios, y por Su orden. A través de Su misericordia, yo estoy muy bien sin ellos,
cuando Él los retira. Estoy muy contenta de no verlo nunca, y de morar bajo la persecución, si tal
es Su voluntad.” Dijo que se iba muy satisfecho por verme en tal disposición, y entonces partió.
En cuanto volví con las Ursulinas, un sacerdote muy viejo y pío, que por veinte años no había
salido de su soledad, vino a buscarme. Me dijo que tuvo una visión relativa a mí; que había visto
a una mujer en un barco en el lago; y que el Obispo de Génova, con algunos de sus sacerdotes,
ejercían todos sus esfuerzos para hundir el barco en que ella estaba, y ahogarla; aquella visión
continuó sobre dos horas, con dolor de espíritu; que a veces parecía como que si esta mujer
realmente se ahogó, durante algún tiempo ella ciertamente desapareció; pero después aparecía de
nuevo, y lista para escapar del peligro, mientras el Obispo nunca cesó de perseguirla. Esta mujer
asimismo estaba siempre en calma; pero nunca se vio completamente libre de él. De donde yo
concluyo, agregó él, que el Obispo la perseguirá sin intermisión.

Tenía una amiga íntima, esposa de ese gobernador de quien he hecho alguna mención.
Cuando vio que yo había renunciado a todo por Dios, tenía un ardiente deseo de seguirme. Con
diligencia hizo disponer de todos sus efectos y resolvió sus asuntos para venir a mí; pero cuando
oyó hablar de la persecución, ella se descorazonó para venir a un lugar, donde pensaba que me
obligarían a retirarme. Poco después murió.

CAPITULO 7

Después de que el Padre La Combe se fue, la persecución levantada contra mí se puso


más violenta. Pero el Obispo de Génova todavía me mostró un poco de cortesía, también para
intentar si pudiera prevalecer en mí para hacer lo que él deseaba, mientras sondeaba fuera cómo
pasaron los asuntos en Francia, y perjudicar las mentes de las personas de allí contra mí,
impidiéndome recibir las cartas que me enviaban. El eclesiástico y su familia tenían veintidós
cartas interceptadas, abiertas, en su mesa. Había una en la que se me envió un poder del abogado
para firmarlo, de consecuencia inmediata.
Se vieron obligados a ponerlo bajo otro sobre, y me lo enviaron. El obispo escribió al
Padre La Mothe, y no tuvo dificultad para ponerlo de su parte. Él estaba disgustado conmigo por
dos motivos. Primero, que no había establecido para él una pensión, cuando lo esperaba, y ya me
lo dijo muy bruscamente varias veces. Segundo, no seguí su consejo en todo. Él declaró
enseguida contra mí. El obispo le hizo su confidente. Era él quién profirió y extendió las noticias
en el extranjero sobre mí. Imaginaron, como se supuso, que anularía la donación que había
hecho, si volviera; que, teniendo el apoyo de amigos en Francia, yo encontraría los medios de
romperlo; pero en eso estaban muy equivocados. No tenía pensado en amar ninguna cosa sino la
pobreza de Jesús Cristo. Durante algún tiempo todavía, el Padre actuó con cautela hacia mí. Él
me escribió algunas cartas, que él dirigió al Obispo de Génova, y ellos estaban de acuerdo de
este modo, que fue la única persona de quien recibí alguna carta a las que yo contesté con
respuestas muy conmovedoras. Él, en lugar de estar emocionado con ellas, sólo se volvió más
irritado contra mí.

El obispo continuó tratándome con muestras de respeto; sin embargo, al mismo tiempo
escribió a muchas personas en París, como lo hizo también a las hermanas de la casa, y a todas
esas personas piadosas que me habían escrito cartas, para predisponerlos tanto como fuese
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posible en contra mía. Para evitar el reproche que naturalmente caería sobre ellos por haber
tratado tan indignamente a una persona que ha dejado todo para consagrarse al servicio de esa
diócesis. Después de que yo hube hecho esto, y no estando en situación de volver a Francia, me
trataron sumamente mal respecto a todo. Pocas historias falsas o fabulosas quedaban,
probablemente para ganar algún crédito, que ellos no inventaran para hacerme llorar. A mi lado
no tenía ninguna forma de hacer que la verdad fuera conocida en Francia, nuestro Señor me
inspiró para sufrir todo de buena gana, sin justificarse; para que en mi caso nada se oyera sino
condenación, sin ninguna vindicación.

Yo estaba en este convento, y había visto al Padre La Combe nada más de lo que he
mencionado; a pesar de todo ellos no dejaron de propagar, de los dos de él y de mí, las historias
más escandalosas; tan absolutamente falsas como algo pudiera ser, porque él estaba entonces a
ciento cincuenta leguas de mí.

Por algún tiempo fui ignorante de esto. Cuando supe que todas las cartas se me
mantuvieron escondidas, dejé de preguntarme porque no recibía ninguna. Viví en esta casa con
mi hija pequeña en un reposo dulce, que fue un gran favor de la Providencia. Mi hija se había
olvidado de su francés, y entre las muchachas pequeñas de las montañas había adquirido una
mirada salvaje y modales desagradables. Su ingenio, sentido y juicio, eran de hecho
sorprendente, y su disposición sumamente buena.

Tenía sólo algunos pequeños ataques de terquedad, que había sido causados, por ciertas
contrariedades a destiempo, carantoñas mal aplicadas, y por falta de colaboración en la manera
apropiada de su educación. Pero el Señor proveyó respecto a ella. Durante este tiempo mi mente
fue mantenida en calma y resignada a Dios.

Después esa hermana tan buena casi continuamente me interrumpía; yo contesté a todo lo
que deseó de mí, ambas fuera de condescendencia, desde un principio la había obedecido como
un niño. Cuando estaba en mi apartamento, sin ningún otro director que nuestro Señor por Su
Espíritu, en cuanto uno de mis niños pequeños viniera a golpear a mi puerta, él me requirió que
admitiera la interrupción. Él me mostró que no son las acciones de ellos mismos lo que le agrada,
sino la obediencia lista constantemente a cada descubrimiento de Su voluntad, incluso en las
cosas diminutas, con tal flexibilidad, como para no apegarse a nada, sino en quietud para volver
con Él a su llamada.
Mi alma era entonces, pensé, como una hoja, o una pluma que el viento mueve siempre
de la manera que le agrada y el Señor nunca soportarán que un alma tan dependiente, y dedicada
a Él, sea engañada.

La mayoría de los hombres me parecen muy injustos, cuando prontamente se entregan a


otro hombre, y les parece que eso es prudente. Ellos confían en hombres que no son nada, y
audazmente dicen, “tal persona no puede engañar.” Pero si uno habla totalmente de un alma
entregada a Dios que lo sigue fielmente, gritaran en alto, “Esa persona se engaña con su
entrega.” ¡Oh, el Amor divino! ¿No das Tú como quieres toda fuerza, fidelidad, amor, o
sabiduría, para dirigir a los que confían en Ti que son Tus hijos más queridos? He visto hombres
descaradamente decir, “Sígame, y usted no se desviará.” ¡Qué triste es que esos hombres se
desviaran por su presunción! Cuánto antes debería irme de quién tendría miedo que me llevara a
conclusiones erróneas; no confiando en sus conocimientos ni experiencia, ¡sólo dependería de
Dios!
Nuestro Señor me mostró, en un sueño, dos maneras por las que las almas dirigen su
curso, bajo la figura de dos gotas de agua. La una aparecía ante mí de una belleza incomparable,
brillo y pureza; la otra también brillaba, sin embargo, llena de pequeñas rayas; ambas buenas
para apagar la sed; la anterior completamente agradable, pero la última no era tan perfectamente
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agradable. Por la anterior se representa el camino de la fe pura y desnuda que agrada al Esposo
mucho, es tan pura, así limpia de todo amor al ego. El camino de las emociones o dones no es
así; sin embargo, es por el que muchas almas ilustradas caminan, y al que ellos habían atraído al
Padre La Combe. Pero Dios me mostró, que Él me había dado, atraerme a uno más puro y
perfecto. Hablé ante las hermanas, estando él presente, del camino de fe, cuánto más glorioso era
a Dios, y ventajoso para el alma, que todos esos regalos, emociones y convicciones, que en la
vida nos causan vivir para el ego. Esto las descorazonó al principio y a él también. Yo vi que
estaban dolidos, desde que me lo confesaron. No dije nada más en ese tiempo. Pero, como él es
una persona de gran humildad, me pidió que desarrollara lo que había querido decirle.

Le dije una parte de mi sueño de las dos gotas de agua; todavía, él no entraba entonces en
lo que dije, el tiempo para él todavía no había llegado. Cuando vino a Gex, fue para hacer los
retiros. Le dije ciertas circunstancias de un tiempo pasado; él recordó que fue el tiempo más
extraordinario un toque con el que el Señor lo favoreció, que realmente se agobió con contrición.

Esto le dio tal renovación interior que, se retiró a orar, en un estado de ánimo muy
ardiente, estaba repleto de alegría, y poseído de una poderosa emoción que lo hizo entrar dentro
de lo que yo le había dicho del camino de fe. Revelo estas cosas, cuando vienen a mi memoria,
sin llevarlas en orden.

Después de Pascua, en 1682, el obispo vino a Tonon. Tuve ocasión para hablarle, lo que
yo había hecho, nuestro Señor de tal modo agudizó mis palabras que parecieron convencerle
completamente. Pero aquellas personas lo habían influido antes de venir. Entonces me presionó
muchísimo para que volviera a Gex y tomara el puesto de Priora. Le di las razones contra esto.

Entonces apelé a él, como obispo, deseando que tuviera cuidado de no considerar nada
más que a Dios en lo que debía decirme. Él se quedó confuso; y entonces me dijo, “Desde que
me habla de semejante manera, yo no puedo aconsejarle. No está por nosotros ir contra nuestras
vocaciones; sino servir, ore usted, por esta casa.”

Yo le prometí hacerlo. Había recibido mi pensión, y les envié cien monedas de oro,
planeando hacer lo mismo mientras yo estuviera en la diócesis. El obispo me dijo, “yo amo al
Padre La Combe. Él es un verdadero siervo de Dios y me ha dicho muchas cosas que me
forzaron a que asintiera porque las sentía dentro de mí.
Pero,” agregó, “cuando digo así, me dicen que estoy equivocado, y que antes de que
pasen seis meses andaré disparatado.” Él me dijo, “que aprobó a las monjas que habían estado
bajo el cuidado y la instrucción del Padre La Combe, encontrándolas completamente ascendidas
por lo que había oído hablar de ellas.” Entonces aproveché la ocasión para decirle “que todo
debería consultarlo él mismo en su interior, siguiendo inmediatamente las instrucciones allí
recibidas, y no a otros.” Estuvo de acuerdo con lo que dije, y reconoció que era correcto; a pesar
de todo nada más regresar, tan grande era su debilidad que retomó sus posturas anteriores.

Envió al mismo eclesiástico a que me dijera que yo debía comprometerme en Gex; que
era su sentimiento. Contesté, que estaba decidida a seguir el consejo que él me había dado,
cuando me había hablado como de Dios, desde ahora ellos sólo hablaban como hombres.

CAPITULO 8

Mi alma estaba en un estado de completa resignación y muy satisfecha, en medio


tempestades tan violentas. Esas personas vinieron a contarme un centenar de cuentos
extravagantes contra el Padre La Combe. Lo que más me dijeron fue en su contra, entonces más
estima yo sentía por él.
93
Les contesté, “Quizás nunca lo veré de nuevo, pero me alegraré de que alguna vez se le
haga justicia. No es él quien me impide comprometerme en Gex. Sólo es porque sé que no es mi
vocación.” Me preguntaron, “¿Quién podría saberlo mejor que el obispo?” Más allá me dijeron,
“que estaba bajo un engaño, y que mis afirmaciones no eran buenas para nada.” Esto no me
produjo ninguna inquietud, habiendo remitido la aflicción que requerían a Dios, y de demandar
lo que Él requiera, sea de la manera que Él lo demande.

Un alma en este estado no busca nada para sí misma, sino todo para Dios. Algunos dirían,
“¿Qué, hace, entonces esta alma?” Se deja ser dirigida por las providencias y vivencias de Dios.

Exteriormente, su vida parece bastante común; interiormente, se resigna totalmente a la


voluntad divina. La mayoría de las cosas parecen adversas, y aún desesperadas, está en la mayor
calma, a pesar de la molestia y dolor de los sentidos y de las criaturas que, durante algún tiempo
después de la nueva vida, levantan algunas nubes y obstrucciones, como he significado ya. Pero
cuando el alma ha pasado enteramente dentro del interior de su Ser original, todas estas cosas
nunca más causan ninguna separación o división. Ella no haya más de esas impurezas que
vinieron de buscar por sí mismo, de actuar de una manera humana, de una palabra no medida, de
cualquier emoción acalorada o avidez, lo que causó tal niebla, como entonces podrían prevenir o
remediar nada, habiendo experimentado tan a menudo sus propios esfuerzos, sería inútil, e
incluso perjudicial, cuanto más haga a pesar de eso, más y más la mancha. En tal caso no hay
ningún otro camino o medio de remediarlo, sino esperando hasta que el Sol de Rectitud disipe
esas nieblas. El trabajo entero de purificación sólo viene de Dios. Después esta conducta llega a
ser natural; entonces el alma puede decir con el profeta real, “Aunque un ejército acampe contra
mí, no temerá mi corazón; aunque contra mí se levante guerra, yo estaré confiado [en él]” Para
entonces, aunque asalten por cada lado, continúa firme como una roca. No teniendo ningún
deseo sino tener la vista puesta en lo que Dios ordene, él es quién lo puede, alto o bajo, grande o
pequeño, dulce o amargo, honor, riqueza, vida, o cualquier otro objeto, ¿puede agitar su paz?

Es verdad, nuestra naturaleza es tan astuta que se introduce a través de todo; una visión
egoísta es como el basilisco, destruye. Estos procesos son adaptados al estado del alma, vayan
conducidos por luces, regalos, o éxtasis, o por la destrucción completa del ego en el camino de la
fe desnuda. Ambos estados se hallan en el apóstol Pablo. Nos dice, “Y para que la grandeza de
las revelaciones no me exaltase desmedidamente, me fue dado un aguijón en mi carne, un
mensajero de Satanás que me abofetee, para que no me enaltezca sobremanera.” Él oró tres
veces, y se le dijo,
“Bástate mi gracia; porque mi poder se perfecciona en la debilidad.” Experimentó
también otro estado cuando se expresó así, “¡Miserable de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo
de muerte?” A lo que replica, “Gracias doy a Dios, por Jesucristo Señor nuestro.” Es Él quién
vence a la muerte en nosotros a través de Su propia vida. Entonces no hay nunca más un aguijón
de muerte o espina en la carne capaz de dañar o producir dolor.

Al principio de hecho, y después durante un tiempo bastante largo, el alma que ve esta
naturaleza desea tomar alguna parte en sus procesos; entonces su fidelidad consiste en detenerla,
sin permitirle la menor indulgencia, hasta que deja todo para seguir con Dios en pureza cuando
viene de Él.

Hasta que el alma esté en este estado, siempre lo manchará, por su propia mezcla, la
operación de Dios; es semejante a esos riachuelos que acortan la corrupción de los lugares a
través de los que pasan, pero, fluyendo en un lugar puro, entonces permanecen en la pureza de su
fuente. A menos que Dios a través de la experiencia, haga conocer Su guía al alma, esta nunca
podrá comprenderlo.

94
¡Oh, si las almas tuvieran el valor suficiente para resignarse a la obra de purificación, sin
tener ninguna débil e imprudente piedad en sí mismos, que noble, rápido y feliz progreso podrían
hacer! Pero a poco de dejar tierra. Si ellos avanzan unos pasos, en cuanto el mar se embravece
son abatidos; lanzaran el ancla, y a menudo desisten de la prosecución del viaje. Cosas así
trastornan como resultado del interés egoísta y causan amor al yo. Ello es consecuencia no de no
mirar demasiado el propio estado de uno, no perder valor, no permitirse el lujo de alimentar el
amor propio que está tan profundamente arraigado, es por ello que su imperio no se demuele
fácilmente. A menudo la idea que un hombre falsamente concibe de la grandeza de su avance en
la experiencia divina, le hace querer ser visto y conocido por los hombres, y querer ver la muy
misma perfección en los demás. Concibe ideas demasiado bajas de otros, y demasiado altas de su
propio estado.

Entonces se convierte en un dolor para él conversar con personas demasiado humanas;


considerando que, un alma en verdad humillada y resignada conversaría más bien con el peor,
por mandato de la Providencia, que con el mejor, según su propia opción; sólo queriendo ver o
hablar a cualquiera según dirija la Providencia, Conociendo bien que todo junto, lejos de
ayudarle, sólo le dañará, o por lo menos resulta muy estéril para él.

¿Qué, entonces, proporciona a esta alma este estado de gozo absoluto? No lo sabe, ni lo
quiere saber, nada sino que Dios lo llama. Aquí dentro disfruta del gozo divino, después de una
manera abrumadora, inmensa, e independiente de eventos exteriores; más satisfechos en su
humillación, y con la oposición de todas las criaturas, por mandato de la Providencia, que está
sobre el trono de su propia opción.

Es aquí cuando la vida apostólica empieza. ¿Pero quién alcanzará plenamente ese estado?
Muy pocos, de hecho, hasta donde yo puedo comprender. Hay una manera de luces, regalos y
gracias, una vida santa en que a la criatura todo le parece admirable. Cuando esta vida es más
clara, tanto más es estimada, por lo menos, aunque no tiene la más pura luz. Las almas que
caminan en el otro sendero a menudo la conocen muy poco, por un largo periodo de tiempo,
cuando estaba con él mismo Jesús Cristo, hasta los últimos años de Su vida. ¡Oh, si pudiera
expresar lo que yo concibo de este estado! Pero sólo puedo tartamudear sobre eso.

CAPITULO 9
Siendo cuanto he dicho con las Ursulinas en Tonon, después de haber hablado al Obispo
de Génova, y viendo cómo él cambió, en el momento en cuanto otros lo convencieron, le escribí
a él y al Padre La Mothe pero todos mis esfuerzos eran inútiles. Es más me esforcé para servirles
en algunos asuntos, es más el eclesiástico trató de confundirlos, por lo tanto dejé de
entrometerme.

Un día me dijeron que el eclesiástico se había ganado a la buena muchacha a quien


amorosamente quise. Tenía tan fuerte deseo por su perfección, lo que me había costado mucho.
No debo de haber sentido la muerte de un niño tanto como su pérdida; al mismo tiempo me
dijeron cómo impedirlo, pero esa forma humana de obrar era repugnante a mi sentir interior;
estas palabras se levantaron en mi corazón, “Si el Señor no edifica la casa.”

Y de hecho Él proveyó en esto, impidiéndola rendirse a este hombre engañoso, después


de una manera admirable, frustró los planes de él y sus socios. Como hacía mucho tiempo que no
estaba con ella, todavía parecía vacilante y temerosa; ¡pero oh, la bondad infinita de Dios, para
conservar sin nuestra ayuda eso que sin Él nosotros perderíamos inevitablemente! No me separé
de ella hasta que se volvió inamovible.

95
En cuanto a mí, allí raramente pasó un día sin que me trataran con nuevos insultos; sus
ataques sobre mí vinieron de improviso. Los Nuevos católicos, por instigación del Obispo de
Génova, el eclesiástico, y las hermanas en Gex, avivaron a todas las personas de piedad en contra
mía. No me preocupaba por mí. Si lo estaba absolutamente, a causa del Padre La Combe quien
ellos difamó vilmente, aunque él estaba ausente. Aprovecharon su ausencia, para desprestigiar
todo lo bueno que había hecho en el país, sus misiones y obras pías que eran inconcebiblemente
grandes. Al principio estaba muy dispuesta a vindicarlo, pensando en hacerle justicia. No lo hice
en absoluto por mí; y nuestro Señor me mostró que yo debía cesar de hacerlo por él, dejando que
sea aniquilado completamente; porque desde entonces se le llevaría a una gloria mayor, que la
que tenía por su propia reputación.

Todos los días inventaban alguna calumnia nueva. Ningún tipo de estratagema, o recurso
malévolo en su poder, que ellos omitieran. Vinieron a sorprenderme y a pillarme en mis
palabras; pero Dios me guardó tan bien, que con eso sólo descubrieron su propia malevolencia.
Yo no tenía consuelo de las criaturas. La que estaba al cuidado de mi hija se comportaba
bruscamente conmigo. Tal son las personas que sólo se guían a sí mismas por sus talentos y
emociones. Cuando no ven que tienen éxito, y como sólo miran por su éxito, y no están
dispuestos a tener la afrenta de que se opine que sus pretensiones son inciertas, y sujetas a error,
ellos buscan apoyos. En cuanto a mí que no pretendía nada, deseaba que todos tuvieran éxito en
lo bueno, ya que todos tendían a la auto-aniquilación. Por otro lado, la sirvienta que había traído,
y quién se quedó conmigo, cansada fuera se creció.

Queriendo volverse de nuevo, me aturdía con sus quejas, frustrándome y reprendiéndome


de la mañana a la noche, echándome en cara que yo estaba sobrando, y viniendo a un lugar
donde yo no era buena para nada. Me obligaron a que soportara todo su malhumor y el clamor de
su lengua. Mi propio hermano, el Padre La Mothe, me escribió para decirme que era rebelde a mi
obispo, quedándome en su diócesis solo para causarle dolor. De hecho, vi que no tenía nada que
hacer aquí, mucho más cuando el obispo estaba en mi contra. Hice lo que pude para ganar su
buena voluntad, pero esto era imposible sobre cualquier término de la asociación que me
demandaba, yo sabía que mi deber era no hacerlo. Esto, unido a la pobre educación de mi hija,
afectaba a mi corazón. Cuando cualquier vislumbre de esperanza aparecía, pronto desaparecía; y
saqué fuerzas para combatir la desesperación.
Durante este tiempo el Padre La Combe estaba en Roma, donde fue recibido con mucho
honor, y su doctrina fue estimada muy favorablemente, tanto que la Sagrada Congregación tomó
con agrado sus opiniones sobre algunos puntos doctrinales que los hallaron tan justos, y tan
claros, que los siguieron. Entretanto la hermana no tenía ningún cuidado de mi hija; cuando yo
cuidaba de ella se disgustaba. Yo no era capaz, por ningún medio, para persuadirla que me
prometiera que intentaría impedir que adquiriera malos hábitos. Todavía, esperaba que el Padre

La Combe, a su vuelta, pondría todo en orden, y renovara mi consuelo. Sin embargo, lo


puse todo en manos de Dios. Sobre julio de 1682, mi hermana que era una Ursulina, consiguió
permiso para venir. Ella trajo a una sirvienta consigo que era muy eficaz. Mi hermana ayudaba
en la educación de mi hija, pero tenía frecuentes roces con sus tutores--trabajé en vano por poner
paz. Por algunos casos que me encontré en este lugar, vi claramente que no son los grandes
dones los que santifican, a menos que se acompañen con una profunda humildad; que la muerte a
todo es infinitamente más beneficiosa; Por esta razón uno que pensaba estar en la cúspide de la
perfección, pero ha descubierto después, por las pruebas que le han sucedido, que estaba todavía
muy lejos de ella. ¡O, mi Dios, cuan verdad es que nosotros podemos tener regalos de Ti, y
todavía ser muy imperfectos, y llenos de nosotros mismos! ¡Cuán estrecha es la puerta que lleva
a una vida en Dios!

96
¡Qué pequeño debes ser para atravesarla, ello no será nada más sino por la muerte del
ego! ¡Pero cuando la hemos atravesado, qué amplitud encontramos! David dijo, (Salmo 18:19)
“Me sacó a lugar espacioso.” Y ello fue a través de la humillación y negación que él fue
conducido allá.

El Padre La Combe, a su llegada, vino a verme: La primera cosa que dijo fue sobre sus
propias debilidades, y que yo debía volver. Agregó, “que todo parecía oscuro, y no había
ninguna probabilidad de que Dios hiciera uso de mí en este país.” El Obispo de Génova escribió
al Padre La Mothe para hacerme volver; él escribió de acuerdo conmigo. La primera Cuaresma
que pasé con las Ursulinas, tenía un dolor muy grande en los ojos; tan inaguantable como el que
tuve anteriormente entre el ojo y la nariz, volvió a mí en tres ocasiones. El aire malo, y la nociva
habitación en la que estaba, contribuyeron a esto. Mi cabeza estaba terriblemente inflamada, pero
mi alegría interior era grande. Era extraño ver a tantas criaturas buenas, que no me conocían,
amarme y compadecerse de mí; todo el resto se enfureció contra mí, y la mayoría de ellos por
informes completamente falsos, Nadie me conocía, por eso me odiaban así. Para aumentar
todavía más la oleada de aflicción, mi hija cayó enferma y era probable que muriese; había pocas
esperanzas de su recuperación, cuando su señora también cayó enferma. Mi alma, abandonando
todo a Dios, continuó descansando en una habitación silenciosa y tranquila. ¡Oh, Principal y
objeto único de mi amor! ¿Nunca habrá ninguna otra recompensa por los pequeños servicios que
nosotros hagamos, o por las muestras de fidelidad que nosotros Te demos, que este seguro estado
sobre las vicisitudes en el mundo, ¿no es bastante? Los sentidos en realidad están a veces listos
para ponerse en marcha al lado, y huir corriendo como los haraganes; pero cada problema vuela
de delante del alma que está segura completamente en Dios. Hablando de un estado seguro, yo
no quiero decir que uno nunca puede decaer o caer, eso sólo estando en Cielo. Lo llamo
seguridad permanente, comparado con los estados que lo han precedido, qué estaban llenos de
vicisitudes y variaciones. No excluyo un estado de sufrimiento de los sentidos, o el resurgir de
impurezas superficiales, que permanecían alejadas, y que uno puede comparar al refinado, pero
el oro se empaña.

No tiene necesidad de ser purificado en el fuego, habiendo sufrido esa operación; pero
necesita únicamente ser bruñido. Así parecía ser conmigo en ese tiempo.

CAPITULO 10

Mi hija tenia la viruela. Mandaron por un médico de Génova, quien la examinó por
encima. El Padre La Combe entró entonces para visitarla, y orar con ella. Le dio su bendición;
poco después ella maravillosamente se recuperó. La persecución de los Nuevos católicos contra
mí continuó y aumentó; todavía, por todo aquello, no deje de hacerles todo el bien que pude. La
señora de mi hija vino a menudo a conversar conmigo, pero mucha imperfección aparecía en sus
discursos, aunque estaba en asuntos religiosos. El Padre La Combe reguló muchas cosas con
respecto a mi hija lo que molestó a su señora mucho, por lo que su amistad anterior se convirtió
en frialdad. Ella tenía gracia, pero sufría con frecuencia su naturaleza predominante. Le dije mi
pensamiento sobre sus faltas, cuando fui dirigida interiormente para hacerlo; pero, sin embargo,
en ese momento, Dios la iluminó para ver la verdad de lo que dije, y ella ha sido más
comprensiva desde entonces, todavía en cambio su frialdad hacia mí permanecía en ella. Los
debates entre ella y mi hermana aumentaron siendo más agrios y violentos. Mi hija que sólo tenía
seis años y medio, por sus pequeñas habilidades encontró una manera de agradar a ambas,
haciendo sus ejercicios dos veces, primero con la una, y luego con la otra que no continuó
mucho; como su señora, generalmente la descuidaba, haciendo cosas a un tiempo, y dejándolas a
otro, ella quedó reducida para aprender lo que mi hermana y yo la enseñábamos.

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De hecho la invariabilidad de mi hermana era excesiva, que, sin gran gracia, era duro
simpatizar uno mismo con ella; a pesar de todo me parecía que se superaba en muchas cosas.
Anteriormente, apenas podía soportar sus modales; pero desde que yo he amado todo en Dios,
quien me ha dado una gran facilidad para llevar las faltas de mi vecino, con buena voluntad para
agradar y complacer a todos y tal compasión por sus calamidades o dolores como yo nunca tuve
antes.

No tengo dificultad para ser condescendiente con personas imperfectas; debería


golpearme con violencia en secreto si fracasé en eso; pero con almas de gracia yo no puedo
soportar esta manera de humana actuación, ni sufrir conversaciones largas y frecuentes. Es una
cosa de la que pocos son capaces. Algunas personas religiosas dicen que estas conversaciones
son de gran provecho. Yo creo que puede ser verdad para algunos, pero no para todos; porque
hay allí un punto que ello hace daño, sobre todo cuando es de nuestra propia elección; la
inclinación humana lo corrompe todo. Las mismas cosas que serían provechosas, cuando Dios,
por Su Espíritu, conduce a ellas, se vuelven completamente de otra manera, cuando nosotros
mismos entramos en ellas. Esto me parece a mí tan claro, que prefiero estar un día entero con la
peor de las personas, en obediencia a Dios, antes de estar una hora con el mejor, sólo de mi
propia elección y preferencia.

El orden de la divina providencia causa el total gobierno y conducta del alma


completamente consagrada a Dios. Mientras se da fielmente despierta a ello, hará todas las cosas
correctas y bien, y tendrá todo lo que quiere, sin su propio cuidado; porque Dios en quien confía,
le hace en cada momento hacer lo que Él requiere, y facilita las ocasiones apropiadas para ello.
Dios ama lo que es de Su propio orden, y de Su propia voluntad, no según la idea del hombre
meramente racional o incluso ilustrado; porque Él esconde a estas personas de los ojos de otros
para mantenerlos en esa pureza oculta para Sí mismo.

Pero cuando sucede que las tales almas cometen alguna falta; porque no son fieles,
rindiéndose a ellas mismas en el momento presente. A menudo demasiado empeñadas en algo, o
deseando ser más fieles, ellas resbalan en muchas faltas que no puede ninguno prever ni evitar.
¿Entonces abandona Dios las almas que confían en Él? Ciertamente no. Antes preferiría Él
realizar un milagro para impedir que cayeran, si se resignaran bastante a Él. Puede estar
designado en lo que respecta a la voluntad general, y a pesar de todo fallar acerca del momento
presente. Estando fuera del orden de Dios, se caen. Renuevan tales caídas mientras continúen
fuera de ese orden divino.
Cuando vuelven a él, todo va correcto y bien. Ciertamente si las tales almas fueran lo
bastante fieles, no permitiría en ningún momento que resbalaran del orden de Dios, de este modo
no caerían. Esto me parece tan claro como el día. Como un hueso dislocado fuera del sitio en el
que la economía de la sabiduría divina lo había fijado, produce incesante dolor hasta que es
restaurado a su estado apropiado, así muchos problemas en la vida vienen del alma que no mora
en su lugar, y no estando satisfecha con el orden de Dios, y lo que se le proporciona en cada
instante. Si los hombres supieran este secreto debidamente, estarían todos totalmente contentos y
satisfechos. ¡Pero ay! En lugar de estar satisfechos con lo que tienen, están deseando lo que no
tienen; mientras que el alma que entra en la luz divina empieza a estar en paraíso. ¿Es qué eso
hace el paraíso? ¡Es el orden de Dios quien da a todos los santos infinito contentamiento, aunque
muy desigual en gloria! ¿De dónde viene él que tantas personas pobres indigentes estén tan
contentas, y que príncipes y potentados que abundan en exceso, son tan miserables e infelices?
Es porque el hombre que no está satisfecho con lo que él tiene, nunca estará sin pedir deseos; y
quién es presa de un deseo insatisfecho, nunca puede estar satisfecho.

Todas las almas tienen más o menos deseos fuertes y ardientes, excepto aquellos cuya
voluntad está perdida en la voluntad de Dios.
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Algunos tienen deseos buenos, así como sufrir martirio por Dios; otros tienen sed por la
salvación de su vecino, y algunos suspiran por ver a Dios en gloria. Todo esto es excelente. Pero
él que descansa en la voluntad divina, aunque puede estar exento de todos estos deseos, está
infinitamente más contento, y glorifica a Dios más. Se escribe acerca de Jesús Cristo, cuando
echó fuera del templo a aquellos que lo profanaron. “El celo de tu casa me consume.” Juan 2:17.
Estaba en aquel momento en el orden de Dios, que estas palabras tuvieran su efecto. ¿Cuántas
veces había estado Jesús Cristo en el templo sin semejante conducta? ¿No dice Él de vez en
cuando, que no ha llegado Su hora todavía?

CAPITULO 11

Después de que el Padre La Combe volvió de Roma, fue bien aceptado, deparando
testimonios de vida y doctrina, realizó sus funciones de predicar y confesar como de costumbre.

Le di cuenta de lo que había hecho y sufrido en su ausencia, y del cuidado que Dios había
tenido de todas mis preocupaciones. Vi su providencia incesantemente extendida hasta en las
más pequeñas cosas. Después de haber estado varios meses sin tener ninguna noticia de mis
papeles, cuando algunos me presionaron para que escribiera, y censurando mi abandono, una
mano invisible me detuvo; mi paz y confianza eran grandes. Recibí en casa una carta del
eclesiástico, en la que me informó que tenía órdenes para venir a verme, y traer mis papeles. Yo
había enviado a París por un bulto bastante considerable de cosas para mi hija. Oí que se habían
perdido en el lago, y no tenía ninguna noticia más acerca de ello.

No me preocupé; siempre pensé que se encontrarían. El hombre que se había encargado


de ellos hizo una búsqueda después de un mes, por todo el contorno, sin oír ninguna noticia. Al
cabo de tres meses me los trajeron, habían sido encontrados en la casa de un hombre pobre que
no los había abierto, ni supieron quién los llevó allí. Una vez había enviado por todo el dinero
que era para servirme durante todo el año; la persona que había estado para recibir el dinero en
efectivo por la factura de intercambio, había puesto el dinero en dos bolsas en el lomo del
caballo, se olvidó que estaban allí, y dio el caballo a un muchacho pequeño para que lo llevara.
El dinero se cayó del caballo en medio del mercado de Génova. En ese momento yo llegué,
viniendo por el otro lado, y estando bajando de mi litera, la primera cosa que encontré fue mi
dinero. Lo que era sorprendente, una gran multitud estaba en este lugar y ninguno lo había
percibido. Muchas cosas semejantes me han ayudado. Estas historias bastarían para mostrar la
continua protección de Dios.

El Obispo de Génova continuó persiguiéndome. Cuando él escribía, lo hacía con cortesía


y agradecimiento por mis caridades en Gex; mientras al mismo tiempo les dijo a otros que “no di
nada a esa comunidad.” Escribió contra mí a las Ursulinas con quien yo viví, encargándoles que
me impidieran tener cualquier reunión con el Padre La Combe. El superior de la casa, un hombre
de mérito, y la priora, así como la comunidad, estaban tan irritados con esto, que no pudieron
abstenerse de declarárselo a él. Él se excusó entonces con un pretendido respeto, diciendo, que él
no lo quiso decir de esa manera. Le escribieron a él que “yo no veía al Padre sino en el
confesionario, y no en reuniones; que eran muy edificados moralmente por mí, que se sentían
felices teniéndome, y lo estimaban como un gran favor de Dios.” Lo que dijeron afuera de pura
caridad no estaba agradando al Obispo, viendo que todos me amaban en esta casa, dijo, que yo
me gané a todos y que él deseaba que yo estuviera fuera de la diócesis. Aunque conocí todo esto,
y estas buenas hermanas estaban teniendo problemas por esto, yo no tenía ningún problema a
causa de la tranquila casa en la que estaba. La voluntad de Dios me concedió que todo me diera
igual. Las criaturas, sin embargo, aparecen irrazonables o apasionadas, no estando en cuanto a
ellos mismos sino en Dios; una fe habitual causa que todo sea visto en Dios sin distinción.

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Así, cuando veo pobres almas de este modo alteradas por discursos al viento, tan
intranquilas por explicaciones, tengo compasión de ellas.

Ellas tienen razones, yo sé, qué el amor a sí mismo causa que parezca muy justo. Para
aliviarme un poco deseé que el Padre La Combe me permitiera un retiro de la fatiga de la
continua conversación. Entonces me permití ser consumida por amor a lo largo de todo el día.
También yo percibí la cualidad de una madre espiritual; a pesar de que el Señor me lo dio yo no
lo puedo expresar para la perfección de almas. Esto no podría esconderlo del Padre La Combe.
Me parecía como si entrara en los huecos más interiores de su corazón. Nuestro Señor me mostró
que él era Su sirviente, escogido entre mil, singularmente para honrarlo; pero que Él lo llevaría a
través de la muerte total, y la completa destrucción del viejo hombre. Él me haría contribuir a eso
y sería el instrumento que le causaría el caminar en el camino por donde Él me había llevado
primero; para que yo pudiera estar en condición de dirigir a otros, decirles el camino a través del
que he pasado. El Señor nos tendría que conformarnos, y llegar a ser ambos uno en Él; aunque
mi alma estaba ahora más avanzada, todavía debe dar un día un paso más allá de ella misma, con
un audaz y rápido vuelo. Dios sabe con qué alegría vería a mis niños espirituales superar a su
madre.

En este retiro sentía una fuerte propensión para escribir, pero me resistí hasta que caí
enferma. No tenía nada acerca de que escribir, ni una idea para comenzar. Era un impulso divino,
con tal plenitud de gracia que era difícil de contener. Abrí esta disposición mía al Padre La
Combe. Él contestó que tenía un fuerte impulso para ordenarme que escribiera, pero no se había
atrevido hacerlo todavía, a causa de mi debilidad. Le dije, que “la debilidad era el efecto de mi
resistencia,” y yo creí que lo haría, mientras escribiera, me retiraría de nuevo. Preguntó, “¿Pero
sobre qué escribirá?”

Contesté, “no lo sé, ni lo deseo saber, dejándole la dirección completamente a Dios.” Él


me pidió que lo hiciera así. Al tomar la pluma no sabía ni la primera palabra que escribiría;
cuando empecé, el contenido indicado fluyó copiosamente, no, impetuosamente. Conforme iba
escribiendo me sentía aliviada y crecí mejor. Escribí un tratado entero sobre el camino interior de
fe, bajo la comparación de torrentes, o de arroyos y ríos.

En la forma, en que Dios dirigía al Padre La Combe ahora, era muy diferente de lo que él
había caminado anteriormente (toda la luz, conocimiento, ardor, convicción, sentimiento) ahora

Al pobre, bajo el despreciado camino de fe, y de desnudez; encontró muy difícil


someterse a ello. ¿Quién podría expresar lo que le ha costado a mi corazón antes de que él se
formara según la voluntad de Dios?

Entretanto, la posesión que el Señor tenía de mi alma llegó a ser cada día más fuerte,
hasta tal punto que pasé días enteros sin poder pronunciar una palabra. Se agradó hacerme pasar
el Señor totalmente en Él por una transformación interior completa. Él se hizo el amo absoluto
de mi corazón cada vez más, a tal grado como para no dejarme un movimiento propio. Este
estado no me impedía de dignarse a mi hermana, y a los otros en la casa. No obstante, las cosas
inútiles con las que se distraían no podían interesarme. Eso fue lo que me indujo a pedir la
licencia para hacer un retiro, para permitirme a mi misma ser poseída por Él, quién me sostiene
tan estrechamente a Él mismo después de una manera inefable.

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CAPITULO 12

Tenía en aquel tiempo un ardiente deseo por la perfección del Padre La Combe, y para
verle completamente muerto a sí mismo, que pudiera desearle todas las cruces y aflicciones
imaginables, que pudieran conducirle a este gran y bendito fin.

Siempre que él fuera infiel, o mirara cosas a cualquier otra luz que la verdadera--para
atender a esta muerte del ego--yo misma me sentía atormentada, cuanto tenía hasta entonces me
era tan indiferente, lo que me sorprendió muchísimo. Hice mi ruego al Señor; Él graciosamente
me alentó, a ambos en este sometimiento y en completa dependencia a Él mismo qué Él me dio,
que era semejante a un niño recién nacido.

Mi hermana me había traído una sirvienta quien Dios le complació darme para formarla
según Su voluntad, no sin alguna crucifixión para mí. Creo que esto es indiscutible, que nuestro
Señor me dará cualquier persona no sin darles recursos para hacerme sufrir, si ello es con el
propósito de atraerme a una vida espiritual, o para no dejarme nunca sin la cruz. Ella era una
persona a quien el Señor había conferido gracias muy singulares. Tenía una alta reputación en el
país, donde pasaba por una santa. Nuestro Señor me la trajo, para permitirle ver la diferencia
entre la santidad concebida y comprendida en esos dones de los que ella fue dotada, y que son
obtenidos por nuestra total destrucción, incluso por la pérdida de esos mismos dones, y de todo
lo que nos suscitara la estima de los hombres. Nuestro Señor le había dado la misma dependencia
en mí, como la que yo tenía con respecto al Padre La Combe.

Esta muchacha cayó gravemente enferma. Estaba dispuesta para darle toda la ayuda que
pudiera, pero me encontré que no tenía nada que hacer para ordenar su enfermedad corporal, o la
disposición de su mente; se hizo todo lo que dije. Entonces aprendí lo que era ordenar por la
Palabra, y obedecer por la Palabra. Estaba igualmente Jesús Cristo ordenando en mí y
obedeciendo.

Ella, sin embargo, continuó enferma por algunos días. Un día, después de la cena, fui
movida para decirle, “Levántate y no estés más tiempo enferma.” Ella se levantó y se curó. Las
monjas estaban muy sorprendidas. Ellas no supieron nada de lo que había pasado, pero la vieron
caminar, quién por la mañana parecía estar en las últimas. Ellos atribuyeron su desorden a una
viva imaginación.

Yo lo he experimentado varias veces, y sentido en mí misma, cuánto respeta Dios la


libertad del hombre, incluso demandando su libre asentimiento; por cuando dije, “se sana,” o,
“Sea libre de sus problemas,” si tales personas asintieron, la Palabra fue eficaz, y fueron sanados.
Si dudaron, o resistieron, aunque bajo pretextos justos, diciendo, “me sanaré cuando
quiera Dios, no me sanaré hasta que Él lo desee”; o, a modo de desesperación, “no puedo
sanarme; yo no dejaré mi condición,” entonces la Palabra no tenía efecto. Sentí en mi misma que
la virtud divina se retiró en mí. Yo experimenté lo que nuestro Señor dijo, cuando la mujer
afligida con el flujo de sangre lo tocó. ¿Preguntó Él al instante, “Quién es el que me ha tocado?”
¿Los apóstoles dijeron, “Maestro, la multitud te aprieta y oprime, y dices: ¿Quién me ha
tocado?” Él contestó, “porque yo he conocido que ha salido poder de mí” (Lucas 8:45,46). Jesús
Cristo había causado esa virtud de curación para fluir, a través de mí, por medio de Su Palabra.
Cuando esa virtud no encontraba una correspondencia en el sujeto, yo sentía que esto cerraba su
fuente. Eso me dio algunos sufrimientos. Yo debía estarlo, cuando era, disgustado por esas
personas; pero cuando no había resistencia, sino un pleno asentimiento, esta virtud divina tenía
su efecto pleno. La virtud curativa tiene tanto poder sobre las cosas inanimadas, sin embargo, la
menor cosa en el hombre lo refrena, o lo detiene completamente.

101
Había una monja buena muy afligida y bajo una violenta tentación. Ella fue a declarar su
caso a una hermana de quien pensaba que era muy espiritual, y en una condición capaz de
ayudarla. Pero lejos de encontrar socorro, ella se descorazonó mucho y se hundió. La otra la
despreció y la rechazó, tratándola con desprecio y rigor, dijo, “no se acerque a mí, después que
usted es de esa manera.” Esta pobre muchacha, en un dolor espantoso, vino a mí creyéndose
deshecha a causa de lo que la hermana le había dicho. Yo la consolé y nuestro Señor la alivió
inmediatamente. Pero no pude abstenerme de decirle que ciertamente la otra sería castigada, y
entraría en un estado peor que el suyo. La hermana que la había tratado de tal manera también
vino a mí, muy satisfecha de ella misma por lo que había hecho, diciendo, que aborrecía que
semejantes cosas tentasen a criaturas. En cuanto a ella, ella era la prueba contra semejante clase
de tentaciones, y que nunca tenía un pensamiento malo.” Yo le dije, “Mi hermana, por la amistad
que tengo por usted yo le deseo el dolor de ella a quién le habló, e incluso uno todavía más
violento.”

Contestó orgullosamente, “Si usted fuera a preguntarle a Dios sobre mí, y yo le pregunto
a Él lo contrario, creo que yo oiré menos que en cuanto usted.” Contesté con gran firmeza, “Si es
que yo pregunto sólo por mis propios intereses, no se oirá; pero si sólo es por los de Dios, y
suyos también, oiré más pronto que usted, y usted lo sabe.” Esa misma noche ella cayó en una
tentación tan violenta que una igual raramente ha sido conocida. Fue entonces que tuvo una
amplia ocasión para reconocer su propia debilidad, y como estaría sin gracia. Concibió al
principio un violento odio por mí, diciendo que era la causa de su dolor. Pero la sirvió, como
hizo el barro para iluminar a quién hubo nacido ciego. Ella vio pronto muy bien lo que la había
llevado a su terrible estado.

Caí enferma en extremo. Esta enfermedad resultó un medio para cubrir los grandes
misterios que agradaron a Dios operar en mí. Nunca en mi vida tuve una enfermedad más rara, o
de persistencia más larga en su exceso. Varias veces vi en sueños al Padre La Mothe que
levantaba persecuciones contra mí. Nuestro Señor me permitió saber que esto sería, y que el
Padre La Combe me desampararía en el tiempo de persecución. Le escribí, y esto lo inquietó
grandemente. Él pensaba que su corazón estaba unido a la voluntad de Dios y muy deseoso de
servirme, para admitir tal deserción; a pesar de todo después ello ha resultado ser muy verdadero.
Estaba ahora para predicar durante la Cuaresma, y era tan seguido, que vinieron cinco
sociedades, para pasar varios días por el beneficio de su ministerio. Oí que él estaba tan enfermo
que se pensaba que moría. Oré al Señor para que restaurara su salud, y le permitiera predicarles a
las personas, que estaban anhelando oírlo. Mi oración fue oída, y se recuperó pronto, y reasumió
sus labores pías.

Durante esta extraña enfermedad que duró más de seis meses, el Señor gradualmente me
enseñó que había otra manera de conversar entre las almas totalmente Suyas, que por palabras.
Tú hiciste que fuera concebida, O divina Palabra, quien como Tú destreza siempre hablando y
operando en un alma, aunque en eso Tú aparezcas en profundo silencio; de este modo hay
también una manera de comunicación en sus criaturas, en un inefable silencio.

Oí un idioma entonces que antes había sido desconocido para mí. Percibí gradualmente,
cuando el Padre La Combe entró, que no podría hablar más. Allí se formó en mi alma el mismo
tipo de silencio hacia él, como se formó en él con respecto a Dios. Yo comprendí que a Dios le
complació mostrarme que los hombres pueden en esta vida aprender el idioma de los ángeles.
Fui reducida gradualmente para sólo hablarle en silencio. Fue entonces que nosotros nos
entendimos en Dios, después de esto de una manera indecible y divina. Nuestros corazones
hablaban uno al otro, comunicando una gracia que ninguna palabra puede expresar. Estábamos
como en un nuevo país, para ambos para él y para mí; pero tan divino, que no puedo describirlo.
102
Al principio esto se hizo de una manera tan perceptible, es decir, Dios nos introdujo con
Él de una manera tan pura y tan dulcemente que pasamos horas en este silencio profundo,
siempre comunicativo, sin poder proferir una palabra. Fue por esto que aprendimos, por nuestra
propia experiencia, los funcionamientos de la Palabra celestial para conducir almas en unidad
con sí mismo, y a qué pureza puede llegar uno en esta vida.

Se me dio para comunicar este camino a otras almas buenas, pero con esta diferencia: No
hacía nada más que comunicarle la gracia con la que ellos estaban llenos, mientras acerca de mí,
en este sagrado silencio que infundía en ellos una extraordinaria fuerza y gracia; pero yo no
recibí nada de ellos; considerando que con el Padre La Combe había un fluir y retorno de
comunicación de gracia que él recibía de mí, y yo de él, en la más gran pureza.

Durante esta larga enfermedad el amor de Dios, y de Él solo, constituyó mi entera


ocupación, parecía tan totalmente perdida en Él, ya que en absoluto tenía ninguna mira de mí
misma. Pareció como si mi corazón nunca saliera de ese océano divino, habiendo sido arrastrada
hacia el interior de él a través de profundas humillaciones. ¡Oh, feliz pérdida, que es la
consumación de la felicidad, aunque opere a través de cruces y a través de muertes! Jesús vivía
entonces en mí y ya no vivía yo más. Estas palabras se imprimieron en mí, como un estado real
en el que yo debía entrar, (Mateo. 8:20) “Las zorras tienen guaridas, y las aves del cielo nidos;
mas el Hijo del Hombre no tiene dónde recostar su cabeza.” Esto lo he experimentado en todas
su extensión, no teniendo ninguna morada segura, sin ningún refugio entre los amigos que
estaban avergonzados de mí, y abiertamente renunciaban de mí, cuando estaba universalmente
desacreditada; ni entre mis relaciones, la mayoría de ellos se declararon mis adversarios, y eran
mis más grandes perseguidores; mientras otros me miraban con desprecio e indignación. Podría
decir como David, “Por ti he soportado ofensas; mi cara se ha cubierto de vergüenza; ¡soy como
un extraño y desconocido para mis propios hermanos!... Oprobio de los hombres, y despreciado
del pueblo.”

Él me mostró a todo el mundo furioso contra mí, sin nadie atreviéndose a presentarse a
favor mío y me aseguró en el silencio inefable de Su Palabra eterna, que Él me daría inmenso
número de niños, que yo debería traer adelante por medio de la cruz. Yo dejé ello a Él para hacer
conmigo lo que sea que Él quiera, estimando todo mi interés en ser puesta completamente en Su
voluntad divina. Él me concedió ver cómo el Diablo iba a avivar una ultrajante persecución
contra la oración, sin embargo, esto comprobaría la fuente de la misma oración, o más bien los
medios que Dios haría usar para verificar esta. Él me dio ver más lejos cómo Él me guiaría en el
desierto, donde Él haría que fuera alimentada durante un tiempo. Las alas, que me llevarían allá,
era la rendición total de mi ego a Su voluntad santa. Pienso que estoy en la actualidad en ese
desierto, separada del mundo entero en mi encarcelamiento.
Veo ya cumplido en parte lo que se me mostró entonces. ¿Podré expresar alguna vez las
misericordias que mi Dios me ha otorgado? No; ellas deben permanecer siempre en Él mismo,
siendo de una naturaleza que no puede describirse, a causa de su pureza e inmensidad.

A menudo estaba con toda la apariencia de estar a punto de morir. Caí con violentas
convulsiones y dolores que duraron mucho tiempo. El Padre La Combe me administró el
sacramento, la Priora de las Ursulinas estaba deseando que lo hiciera. Yo estaba satisfecha de
morir, como lo estaba él también en la esperanza de mi partida. Para, estar unidos en Dios
después de una manera tan pura, y tan espiritual, que la muerte no podría separarnos. Al
contrario nos habría unido más estrechamente. El Padre La Combe que estaba sobre sus rodillas
al lado de mi cama, comentando el cambio de mi semblante, y cómo se marchitaron mis ojos,
parecía listo para dejarme, cuando Dios lo inspiró para levantar sus manos, y con voz fuerte que
fue oída por todos que estaban en mi cuarto, en ese momento casi lleno, ordenando a la muerte
para que abandonara a su presa. Al instante pareció ser detenida.
103
Así se agradó Dios el levantarme de nuevo maravillosamente; todavía durante mucho tiempo
continué sumamente débil, durante todo esto, nuestro Señor me dio nuevos testimonios de Su
amor.

¡Cuántas veces se agradó Él para hacer uso de Su sirviente para restaurarme a la vida, cuando
casi estaba a punto de expirar!

Cuando vieron que mi enfermedad y dolor no acabó completamente, juzgaron que el aire del
lago en el que el convento estaba situado, era muy perjudicial a mi constitución. Llegaron a la
conclusión que sería necesario para mí mudarme. Durante mi indisposición, nuestro Señor puso
en el corazón del Padre La Combe establecer un hospital en este lugar para las personas pobres
que sufrían enfermedades, también instituyó un comité o congregación de señoras para
suministrarles, tal que no podrían dejarlos sus familias e ir al hospital con los medios de
subsistencia durante su enfermedad, después de la manera de Francia, no ha habido ninguna
institución de este tipo todavía en ese país. Con mucho gusto entré en ella; y sin ningún otro
fondo que la Providencia y algunas habitaciones inútiles que un señor del pueblo nos dio, lo
empezamos. Lo dedicamos al santo Niño y Él se agradó de proporcionar las primeras camas con
mi pensión. Él dio tal bendición, que otras personas se nos unieron en esta caridad.

En poco tiempo había casi doce camas y tres personas de gran piedad entregadas a este hospital
para servirlo, quiénes, sin ningún sueldo, se consagraron al servicio de los pacientes pobres. Les
proporcioné los ungüentos y medicinas, que se dieron gratuitamente a las personas pobres de la
ciudad a medida que las necesitaban. Estas señoras buenas eran tan cordiales en la causa, que a
través de su caridad, y los cuidados de las mujeres jóvenes, este hospital estaba muy bien
mantenido y servido. Estas señoras se asociaron también para asistir a los enfermos que no
podían ir al hospital. Les di algunas pequeñas normas como las que había observado cuando
estuve en Francia que ellas siguieron con ternura y amor.

Todos estas pequeñas cosas que costaron menos que poco, y qué debió todo su éxito a la
bendición que Dios les dio, nos trajo nuevas persecuciones. El Obispo de Génova se ofendió más
que nunca conmigo, sobre todo en vista que estos pequeños asuntos me hicieron ser querida.
Dijo que me gané a todos. Abiertamente declaró, “que no podía soportarme en su diócesis,”
aunque no había hecho nada más que bien, o mejor dicho Dios por mí. Él extendió la
persecución a esas buenas mujeres religiosas que habían sido mis ayudantes. La priora en
particular soportó buena parte, aunque no duró mucho. Cuando me obligaron a mudarme, a causa
del aire, después de haber estado allí alrededor de dos años y medio, entonces estuvieron más en
paz y tranquilidad.

Por otro lado, mi hermana estaba muy cansada de esta casa; y como la estación de las lluvias se
acercaba, entonces aprovecharon la ocasión para enviarla lejos con la sirvienta que traje
conmigo, quién me había importunado sumamente durante mi enfermedad. Yo sólo la guardé,
quien la Providencia me la había enviado por medio de mi hermana. Alguna vez he pensado que
Dios sólo había ordenado el viaje de mi hermana para traérmela, como una escogida de Él y
apropiada para causarme el estado que era Su voluntad que soportara.

Mientras estaba todavía indispuesta, las Ursulinas, con el Obispo de Verceil, rogó seriamente al
Padre-general de los Barnabitas, que buscara entre los religiosos, un hombre de mérito, piedad y
conocimiento en quien pudiera confiar, y servirlo para una prebenda y como consejero. Al
principio puso sus ojos en el Padre La Combe; todavía antes de comprometerse absolutamente
con él, el obispo le dijo, que le escribía, para saber si tenía alguna objeción. El Padre La Combe
contestó que no tenía ningún otro deseo que obedecerlo, y que podía ordenárselo cuando lo
creyera mejor.
104
Él me dio cuenta de esto, y que íbamos a ser separados completamente. Me alegraba de hallar
que nuestro Señor lo emplearía, bajo un obispo que lo conocía, y probablemente le haría justicia.
Todavía estuvo algún tiempo antes de marcharse, arreglando algunos asuntos.

CAPITULO 13

Entonces me marché de las Ursulinas y ellas buscaron una casa para mí alejada del lago. Había
una que se encontraba vacía qué tenía la apariencia de ser muy pobre. No tenía chimenea sino en
la cocina, a través de la cuál era obligado pasar. Tomé a mi hija conmigo y dejé el cuarto más
grande para ella y la sirvienta que estaba a su cuidado. Me alojé en un pequeño agujero sobre la
paja que subí por la escalera de mano. Cuando no teníamos otro mobiliario que nuestras camas,
muy poco atractivo y feo, traje unas sillas de paja y algunas mercancías holandesas de barro y de
madera. Nunca disfrute de más satisfacción que en este pequeño agujero, que parecía muy
conformado al estado de Jesús Cristo.

Se me antojó todo mejor en madera que puesto sobre un plato. Puse todas mis provisiones,
esperando quedarme allí un largo tiempo; pero el Diablo no me dejó mucho tiempo en tan dulce
paz.
Sería difícil para mí decir las persecuciones que se revolvieron contra mí. Arrojaron piedras a
mis ventanas que cayeron a mis pies. Había arreglado mi pequeño jardín. Entraron por la noche,
lo arrancaron todo, derribaron el árbol, y lo destrozaron todo, como si hubiera sido asolado por
soldados. Vinieron a injuriarme a la puerta a lo largo de toda la noche, haciendo tal estrépito
como si fueran a abrirla rompiéndola. Estas personas han dicho después que persona fue quien
les encargó semejante trabajo.
Sin embargo de vez en cuando continué con mis caridades en Gex, no era al menos perseguida
por ello. Ellos le ofrecieron un mandamiento a una persona para compeler al Padre La Combe
para que se quedara en Tonon, pensando que él sería por otra parte un apoyo para mí en la
persecución, pero lo previnimos. No supe entonces los planes de Dios, y que Él me sacaría
pronto de ese solitario y pobre lugar, en el que disfruté de una dulce y sólida satisfacción, a pesar
de los improperios. Me creía más feliz aquí que cualquier soberano sobe la tierra. Era para mí
como un nido y un lugar de reposo, que a Cristo le plació que estuviera como Él. El Diablo,
como dije, irritó a mis perseguidores. Enviaron para decirme que deseaban que saliera de la
diócesis. Todo lo bueno qué el Señor me había causado hacer en ella fue condenado, más que los
más grandes crímenes. Crímenes que ellos toleraban, excepto a mí que no podían soportarme.
Todos esto aunque nunca tuve ninguna culpa, no se arrepintieron, me habían abandonado todos;
no que yo no estuviere segura de haber hecho la voluntad de Dios en eso. Semejante convicción
habría sido demasiada para mí.
Pero yo ni podría ver ni podría considerar nada, recibiendo todo por igual de la mano de Dios
que dirigió y o dispuso de estas cruces para mí en justicia o en misericordia. La Marquesa de
Prunai, hermana del jefe de la Secretaria de Estado de su Alteza Real (el Duque de Saboya) y su
primer ministro, había enviado un correo urgente desde Turín, en el tiempo de mi enfermedad,
invitándome a que fuera a residir con ella; y para hacerme saber que, “siendo tan perseguida en
esta diócesis, debía encontrar asilo con ella; que durante ese tiempo las cosas podrían
desarrollarse mejor; que cuando ellos tuvieran buena disposición ella volvería conmigo y me
pondría en contacto con un amigo mío de París que también estaba deseando venir a trabajar allí,
según la voluntad de Dios,” no estaba en ese momento en condiciones de realizar lo que ella
deseaba y esperé continuar con las Ursulinas hasta que las cosas cambiaran. Entonces ella no me
escribió sobre eso nunca más. Esta dama era de una extraordinaria piedad, que se había apartado
del esplendor y ruido de la Corte, por la satisfacción más silenciosa de una vida retirada, para
entregarse a Dios. Con una porción eminente de dones naturales, ha continuado viuda veintidós
años; se ha negado a todas las ofertas de matrimonio para consagrarse completamente a nuestro
Señor sin ninguna reserva.
105
Cuando ella supo que me habían obligado a salir de las Ursulinas, todavía sin saber nada de la
manera en que fui tratada, que ella procuró en una carta obligar al Padre La Combe a que fuera a
pasar algunas semanas a Turín, por su propio beneficio, y para llevarme con él allá, donde
hallaría refugio. Todo esto lo hizo desconociéndolo nosotros. Cuando nos dijo después que, una
fuerza superior la movió hacerlo, sin saber la causa. Si ella hubiera reflexionado a propósito en
ello, siendo una dama prudente, probablemente no lo habría hecho; porque las persecuciones que
el Obispo de Génova nos procuró en ese lugar, le costaron más que unas pocas humillaciones.
Nuestro Señor le permitió perseguirme, después de una manera sorprendente, en todos los
lugares en que he estado, sin darme ningún descanso. Yo nunca le hice ningún daño, sino al
contrario, habría dejado mi vida por el bien de su diócesis.

Como esto quedaba fuera de cualquier plan por nuestra parte, nosotros, sin vacilar, creímos que
era la voluntad de Dios; y pensamos que podrían ser los medios fijados por Él para sacarnos del
reproche y persecución bajo los que estábamos trabajando, viéndome perseguida en un lado,
deseé irme a otro. Se concluyó que el Padre La Combe debía llevarme a Turín, y que él debería ir
desde allí a Verceil. Junto a él, tomé conmigo a un hombre religioso de mérito que había
enseñado teología por catorce años, para quitarle a nuestros enemigos todo motivo de calumnia.
También tomé conmigo a un muchacho que me había traído de Francia. Ellos tomaron caballos,
y contraté un carruaje para mi hija, mi camarera y yo. Pero todas las precauciones son inútiles,
cuando Dios permite que sean frustradas. Nuestros adversarios escribieron inmediatamente a
París. Circularon cien historias ridículas sobre esta jornada; se actuaron comedias sobre ella,
inventaron cosas a placer, y tan falsas como nada en el mundo pudiera ser. Fue mi hermano, el
Padre de La Mothe, quien tan activamente estaba profiriendo todas estas cosas. Si hubiera creído
que fue verdad, por caridad debería haberlo ocultado; mucho más, siendo tan falso. Dijeron que
me fui completamente sola con el Padre La Combe, paseándose por el país, de provincia a
provincia, con tales fábulas, tan débiles y malas que resultaban incoherentes y mal montadas.
Sufrimos todo con paciencia, sin vindicarnos, ni profiriendo ninguna queja. Apenas habíamos
llegado a Turín, el Obispo de Génova escribió contra nosotros. Cuando no podía perseguirnos de
otra manera, lo hacía por cartas. El Padre La Combe se quedó en Verceil, y yo quedé en Turín,
con la Marquesa de Prunai. ¡Pero con qué cruces era atacada yo en mi propia familia, del Obispo
de Génova, de los Barnabitas, y de un inmenso número de personas, además! Mi hijo mayor vino
a buscarme a la muerte de mi suegra, lo que fue un aumento de mis problemas. Después de que
habíamos oído todas sus cuentas de las cosas y cómo habían hecho las ventas de todos los
muebles, escogieron tutores, y liquidaron cada artículo, sin consultarme. Parecía ser allí
completamente inútil. No se juzgó apropiado para mí volver, considerado el rigor de la estación.

La Marquesa de Prunai, quien había estado tan calurosamente deseosa de mi compañía, viendo
mis grandes cruces y reproches, parecía fríamente conmigo.
Mi simplicidad infantil, que era el estado en qué Dios en ese momento me guardó, pasó para ella
por estupidez. Pero cuando la cuestión era ayudar a alguien, o sobre algo que Dios requería de
mí, Él me dio, con la debilidad de un niño, señales evidentes de fuerza divina. Su corazón estuvo
completamente cerrado a mí todo el tiempo que estuve allí. Nuestro Señor, sin embargo, me hizo
predecir eventos que debían suceder, qué desde ese momento se han cumplido realmente,
también de ella acerca de su hija, y del virtuoso eclesiástico que vivió en su casa. Ella no falló,
por fin, concibió más amistad por mí, viendo entonces que Cristo estaba en mí. Fue la fuerza del
amor a sí misma, y el miedo al reproche, lo que había cerrado su corazón. Es más, ella pensó que
su estado era más avanzado de lo que en realidad era, a causa de estar sin pruebas; pero pronto
vio por experiencia que yo le había dicho la verdad. Se vio obligada por razones de familia dejar
Turín, e irse a vivir a su propiedad. Me solicitó que fuera con ella, pero la educación de mi hija
no lo permitió. Quedarme en Turín sin ella me pareció impropio, porque, había vivido muy
apartada en este lugar, y no hice ningún conocimiento en él. No supe la manera de volver.

106
El Obispo de Verceil, donde el Padre La Combe estaba, complacientemente me escribió,
rogándome formalmente que fuera, prometiéndome su protección, y asegurándome su estima,
agregando, “que él me miraría a mí como a su propia hermana; que deseaba sumamente tenerme
allí.” Fue su propia hermana, una de mis amigas particulares la que le había escrito sobre mí,
como también hizo con un señor francés, conocido suyo. Pero un punto de honor me mantuvo
alejado de ello. Yo no habría podido decir que no había ido detrás del Padre La Combe, y que
sólo había venido a Turín con el propósito de ir a Verceil. Él también tenía que guardar su
reputación que era la causa que él no pudiera aceptar mi ida allá, sin embargo, se molestó el
Obispo por ello. Si nosotros hubiéramos creído que era la voluntad de Dios, ambos habríamos
pasado por encima de estas consideraciones. Dios nos guardó a ambos en tan gran dependencia
sobre Sus mandatos, que Él no nos permitió el saber fuera de ellos; pero el momento divino de
Su providencia determinó todo. Esto probó y fue de gran servicio al Padre La Combe que había
caminado mucho tiempo en convicciones, muriendo a ellas y a Él mismo. Dios por un efecto de
Su bondad, que él podría de este modo morirse sin ninguna reserva, tomando entonces todo de
él.

Durante todo el tiempo de mi estancia en Turín, nuestro Señor me otorgó grandes favores. Me
encontraba a mi misma cada día más transformada en Él, y tenía constantemente más
conocimiento del estado de las almas, sin haberme equivocado o engañado nunca en eso, aunque
algunos estaban deseando persuadirme para que pensara lo contrario. Me había costado mucho
esfuerzo a mi misma el tener solo en cuenta las opiniones, que me causaban un dolor no
pequeño. Cuando decía, o escribía al Padre La Combe sobre el estado de algunas almas, que le
parecían a él más perfectas y avanzadas que el conocimiento dado a mí de ellas, lo atribuyó a
orgullo. Él estaba enfadado conmigo, y predispuesto en contra de mis afirmaciones. No tenía
ninguna inquietud a causa de que me estimara menos, porque yo no estaba en condición de
pensar si me estimaba o no. Él no podría reconciliar mi complaciente obediencia en la mayoría
de las cosas, con tan extraordinaria firmeza, que en ciertos casos le parecería como delictivo. Él
admitió la desconfianza de mi gracia; él no estaba todavía suficientemente confirmado en su
camino, ni lo comprendió debidamente, es que no dependía de ningún sabio el que yo sea de una
manera u otra. Si yo tuviera semejante poder me debería haber adaptado yo misma a lo que él
dijo, ahorrándome las cruces que mi firmeza me causó. O, por lo menos, habría disimulado mis
verdaderos sentimientos diestramente. Pero no podía hacer nada. Era todo para morir por él,
estaba de tal manera en semejante necesidad, que no podía abstenerme de decirle las cosas, así
como nuestro Señor me dirigió decírselas. En esto él me había dado una fidelidad inviolable
hasta el final. Ninguna cruz o dolores me han hecho alguna vez faltar ni un momento en eso.
Entonces estas cosas que le parecían a él ser la fuerte predisposición de una opinión presumida,
lo hicieron variar en contra mía. Sin embargo, no lo mostró abiertamente, al contrario intentó
ocultarlo de mí; todavía por muy distante o lejano que él estuviese de mí, yo no podría ignorarlo.
Por qué lo sentía en el espíritu, y más o menos, cuando la oposición era más fuerte o más débil;
en cuanto se aplacó o acabó, mi dolor, ocasionado por eso, cesó. Él también, por su parte,
experimentó lo mismo. Él me ha dicho y ha escrito muchas veces sobre esto, “Cuando yo estoy
de pie bien con Dios, encuentro que yo estoy bien con usted. Cuando yo estoy por otra parte con
Él, me encuentro entonces que estoy así también con usted.” Así él vio claramente que cuando
Dios lo recibió, siempre estaba uniéndolo a mí, como si Él no aceptara nada de él sino en esta
unión.

Mientras estaba en Turín, una viuda que era una buena sierva de Dios, todo en el brillo de la
sensibilidad, vino a él a confesarse. Ella profirió cosas maravillosas de su estado. Yo estaba
entonces en el otro lado del confesionario. Él me dijo, “Él se había encontrado con un alma
rendida a Dios; que era ella quién estaba presente; que fue edificado moralmente muchísimo por
ella; que él estaba lejos de encontrar alguna semejanza en mí; que yo no operé nada más que
muerte en su alma.”
107
Al principio me regocijé de que se hubiera encontrado con semejante alma santa. Siempre me da
gran alegría al ver a mi Dios glorificado. Cuando volvía, el Señor me mostró claramente el
estado de esa alma, como sólo un principio de devoción mezclado con afecto y un poco de
silencio, llenado con una nueva sensación. Esto y más, cuando esto estaba fijo ante mí, me vi
obligada a escribirle. En su primera lectura de mi carta él descubrió el sello de la verdad en ella;
pero poco después, dejando entrar de nuevo sus viejas reflexiones, vio todo lo que le escribí en la
luz del orgullo. Él todavía tenía en su mente las reglas ordinarias de la humildad, concebidas y
comprendidas después de nuestra manera. Acerca de mí, me abandone a mi misma siendo
llevada como un niño que se le dice y lo hace, sin distinción alguna en lo que hace y lo que le
dicen que haga. Yo me dejé llevar donde quiera que agrade a mi celestial Padre, alto o bajo; todo
era igualmente bueno para mí.

Me escribió, diciendo que, en su primera lectura de mi carta aparecía algo de verdad; pero que al
leerla de nuevo, encontró que estaba llena de orgullo, y de la preferencia de mis propios
discernimientos al de otros. Algún tiempo después él estaba más iluminado con respecto al
estado en el que me encontraba. Entonces dijo, “continúe creyendo como usted ha hecho; yo la
animo y la exhorto para que lo haga.” Algún tiempo después descubrió sobradamente, por la
forma de actuar de esa persona que estaba muy lejos de lo que él había pensado. Yo doy esto
como sólo un ejemplo. Podría dar otros muchos, pero este puede bastar.

CAPITULO 14

Una noche en un sueño nuestro Señor me mostró, que purificaría también a la sirvienta que Él
me había dado, haciendo que verdaderamente entrara en la muerte de su ego. Libremente me
dispuse para sufrir por ella, como hice por el Padre La Combe. Como resistió a Dios mucho más
que él, y estaba mucho más bajo el poder del amor al yo, tenía que ser más purificada. Lo que no
podía tolerar en ella fue su consideración por sí misma. Vi claramente que el diablo sólo puede
herirnos si nosotros retenemos algún cariño por este ego corrupto. Esta visión era de Dios. Él me
dio el discernimiento de espíritus, quienes aceptarían siempre lo que es de Él, o desecharían lo
que no es; no por ningún método común de juzgar, no por ninguna información exterior, sino por
un principio interior que es exclusivamente un don Suyo. Es necesario mencionar aquí que las
almas que están todavía en sí mismas, el grado de cualquier luz y ardor que han logrado, son
inhábiles para ello. A menudo piensan que tienen este discernimiento, cuando no es ninguna otra
cosa que simpatía o antipatía por naturaleza. Nuestro Señor destruyó en mí toda clase de
antipatía natural. El alma debe ser muy pura, y dependiente solo de Dios, que todas estas cosas
pueden experimentarse en Él. A medida que esta sirvienta se purificaba interiormente, se reducía
mi dolor, hasta que el Señor me permitió saber que su estado iba a ser cambiado, lo qué
afortunadamente pronto sucedió. En comparación del dolor interior por las almas, las
persecuciones exteriores, aunque siempre tan violentas, escaso dolor me dio alguna.
El Obispo de Génova escribió a diferentes personas. Escribió en mi favor ya que pensaba me
mostrarían sus cartas, y completamente lo contrario en las cartas que pensaba que yo nunca
vería. Fue ordenado de este modo que estas personas, se mostrasen sus cartas entre sí, se golpeó
con indignación al verse en tan vergonzosa duplicidad. Me enviaron esas cartas para que pudiera
tomar las precauciones apropiadas. Las guardé dos años, y entonces los quemé, para no herir al
prelado. La batería más fuerte que levantó contra mí fue la que él hizo con el Secretario de
Estado, que mantenía ese puesto junto con el hermano de la Marquesa de Prunai. Usó todos los
esfuerzos imaginables para volverme odiosa. Él empleó a ciertos abades para ese propósito,
puesto que, aunque yo parecía muy poco en el extranjero, yo era bien conocida por la
descripción que este obispo había dado de mí. Esto no causó tanta impresión como habría hecho,
si él hubiera aparecido con una luz mejor en la Corte.

108
Algunas cartas suyas, qué su alteza real encontró después de la muerte de la princesa, escritas
por él en su contra, y el efecto sobre la princesa, que en lugar de hacer algún caso de lo que ahora
escribía contra mí, ella me mostró gran respeto. Me envió su petición para que fuera a verla. De
acuerdo atendí a su petición. Me aseguró su protección, y que se alegraba de que estuviera en sus
dominios.

Agradó a Dios hacer uso de mí aquí para la conversión de dos o tres eclesiásticos. Pero tuve
muchos padecimientos por sus repugnancias y muchas infidelidades --uno quien me había
difamado grandemente-- y aun después de su conversión se volvió a sus antiguas andanzas. Dios
en su gracia finalmente lo restauró. Cuando estaba indecisa si debía exponer a mi hija a la Visita
de Turín, o tomar otra decisión; fui sumamente sorprendida, en el momento que menos me lo
esperaba, ver al Padre La Combe llegar de Verceil. Él me dijo que debía volver a París sin
ningún retraso. Era por la tarde, y dijo, “salga la próxima mañana.” Yo confieso que estas
noticias súbitas me sobresaltaron. Era para mí un sacrificio doble el volver a un lugar donde ellos
me habían hecho llorar tanto; también respecto a una familia que me despreciaba, y a quiénes
representaba mi viaje, causado por pura necesidad, como una decisión voluntaria, conseguido a
través de las ataduras humanas. Mirándome entonces dispuso para marcharse, sin ofrecerme una
sola palabra en respuesta, con mi hija y mi sirvienta, sin nadie para guiarnos y asistirnos. El
Padre La Combe había resuelto no acompañarme, no tanto como para no pasar las montañas. El
Obispo de Génova había escrito por todos los lados que yo me hube marchado a Turín para
correr detrás de él. Pero el Padre Provincial, que era un hombre de calidad, y bien informado de
la virtud del Padre La Combe, le dijo, que era impropio e inseguro arriesgarnos en estas
montañas, sin una persona de conocimiento; y más cuando yo tenía a mi hija pequeña conmigo.
Por eso le mandó que me acompañara. El Padre La Combe me confesó que él era algo renuente
para hacerlo, y sólo por obediencia, y por el peligro al que yo habría estado expuesta, le hizo
superar esto. Él sólo iba a acompañarme hasta Grenoble, y luego volvería a Turín. Yo me marché
entonces, mirando para París, para allí sufrir cualquier cosa cruces y juicios si infringir ello
agradara a Dios.

Lo que me hizo venir por Grenoble fue el deseo que tenía de pasarme dos o tres días con una
señora, sierva eminente de Dios, y una de mis amigas. Estando allí el Padre La Combe y esa
señora me hablaron para que no fuera más lejos. Dios se glorificaría en mí y por mí en ese lugar.
Él retornó a Verceil, y me abandoné como un niño para ser dirigida por la Providencia. Esta
dama me llevó a la casa de una viuda buena, no habiendo alojamientos en la posada. Cuando me
pidieron que me quedara en Grenoble, residí en su casa. Puse a mi hija en un convento, y resolví
el emplear todo este tiempo renunciando a mí misma para ser poseída en soledad por Él quién es
el Soberano absoluto de mi alma. Yo no hice ninguna visita en este lugar; ninguna tuve en
cualquiera de los otros lugares donde había estado. Quedé muy sorprendida cuando, unos días
después de mi llegada, vinieron a verme allí varias personas que hicieron profesión de una
devoción singular a Dios. Percibí inmediatamente un don que Él me había dado, de administrar a
cada uno según convenía a sus estados. Me sentí investida, de repente, con el estado apostólico.
Eras Tú, O mi Dios, quien realizó todas estas cosas; algunos de ellos me enviaron a otros.
Venían en tal exceso que, generalmente de seis de la mañana hasta las ocho de la tarde, estaba
dedicada a hablarles del Señor. Las gentes acudían de todos los lados, lejanos y cercanos, frailes,
sacerdotes, hombres del mundo, sirvientas, esposas, viudas, todos vinieron uno tras otro. El
Señor me proveyó con lo que era pertinente y satisfactorio para todos ellos, después de una
manera maravillosa, sin ninguna parte de mi estudio o meditación sobre esto. Nada estaba
escondido de mí sobre su estado interior, y de lo que pasaba dentro de ellos. Aquí, O mi Dios, Tú
concebiste un número infinito de conquistas sólo conocido por ti Ellos fueron instantáneamente
dotados con una facilidad maravillosa para la oración. Dios confirió abundantemente sobre ellos
Su gracia, y forjó cambios maravillosos en ellos. Las almas más avanzadas encontraron, cuando
conmigo, en silencio, una gracia comunicada a ellos que ninguno podía comprender, ni dejar de
109
admirar. Los otros encontraron una unción en mis palabras, y que operaron en ellos lo que les
dije. Frailes de órdenes diferentes, y sacerdotes de mérito, vinieron a verme a quien nuestro
Señor concedió muy grandes favores, como de hecho Él hizo a todos, sin excepción a quienes
vinieron con sinceridad.
Una cosa era sorprendente; no tenía una sílaba para decirles a los que sólo venían a vigilar mis
palabras, para criticarlas. Incluso cuando intentaba hablarles, sentía que no podía, y que Dios no
me haría hacerlo. Algunos de ellos de regreso decían, “La gente es necia al venir a ver a esa
señora. Ella no puede hablar.” Otros de ellos me trataron como si fuera sólo una simple tonta.
Después de que ellos me dejaran allí, vino uno y dijo, “yo no pude conseguir venir acá lo
bastante pronto para advertirla que no hablara con esas personas; ellos vienen de cierto, para
probar en que pueden cogerla para atacarla.” Yo le contesté, “Nuestro Señor lo ha impedido en
su caridad; porque no pude decirles una palabra.”

Sentí que lo que hablaba fluía de la fuente, y que era sólo el instrumento de Él, quién me hacia
hablar. En medio de este aplauso general, nuestro Señor me hizo comprender lo que era el estado
apostólico, con el que Él me había honrado, ese darse uno mismo en ayuda de las almas, en la
pureza de Su Espíritu, era exponerse uno mismo a las persecuciones más crueles. Estas mismas
palabras se imprimieron en mi corazón: “El renunciar a nosotros mismos para servir a nuestro
prójimo es sacrificarnos nosotros mismos a un ahorcamiento.” Tal como ahora proclaman,
‘Bendito es él que viene en el nombre del Señor,’ clamarán pronto, ‘¡Fuera, fuera, crucifícale!.’”
Cuando uno de mis amigos hablaba de la estima general que las personas tenían por mí, le dije,
“Observe lo que le digo ahora, que oirá salir maldiciones de las mismas bocas que en el presente
pronuncian bendiciones.” Nuestro Señor me hizo comprender que yo debo ser conformada a Él
en todos Sus estados; y que, si Él hubiera continuado en una vida privada con Sus padres, Él
nunca habría sido crucificado; que, cuando Él renunció a cualquiera de Sus siervos por la
crucifixión, Él se empleaba tanto así en el ministerio y servicio de sus vecinos. Es seguro que
todas las almas empleadas aquí para destinación apostólica por Dios, y quién está de verdad en el
estado apostólico, está para sufrir sumamente. Yo no hablo de aquéllos que se pusieron ellos
mismos en esto, quiénes, no siendo llamados por Dios de una forma singular, y no poseyendo
nada de la gracia del apostolado, no tengan ninguna de sus cruces; sino sólo aquéllos quiénes se
han rendido ellos mismos a Dios sin ninguna reserva, y quiénes están dispuestos con todo su
corazón a ser expuestos, para Su causa, a sufrimientos sin ninguna mitigación.

CAPITULO 15

Entre tan gran numero de almas buenas, de las cuales nuestro Señor atrajo a muchas por mí,
algunas se me dieron sólo como plantas para cultivar. Supe su estado, pero no tenía esa unión
próxima, o autoridad sobre ellos, qué yo tenía sobre otros. Fue entonces que comprendí la
verdadera maternidad más allá de lo que había hecho antes; para aquéllos del último tipo me
fueron dados como hijos, de los que algunos eran fieles. Yo supe que serían así; se unieron
estrechamente a mí en pura caridad.
Otros eran infieles; yo supe de éstos que algunos nunca volverían de su infidelidad, y ellos se
asían de mí. Algunos, después de resbalarse a un lado, fueron recuperados. Ambos me costaron
mucho dolor y dolor interior, cuando, por falta de valor para morir a ellos mismos, abandonaron
el propósito; y abandonaron los buenos principios con que ellos habían sido favorecidos. Nuestro
Señor, entre las multitudes que lo siguieron en la tierra, tuvo pocos hijos verdaderos. Entonces Él
dijo a Su Padre, “Aquellos los que me diste, yo los guardé, y ninguno de ellos se perdió, sino el
hijo de perdición,” mostrando que Él no perdió a ninguno de Sus apóstoles, o discípulos que
estuvieron a su lado, aunque ellos a veces dieran pasos falsos. Entre los frailes que vinieron a
verme, había una Orden quienes descubrieron los efectos buenos de la gracia más que ninguna
otra.

110
Algunos de esa misma orden estaban antes de esto, en un pequeño pueblo donde el Padre La
Combe estaba ejercitando su misión, habían actuado con un celo falso, y violento persiguiendo a
todas las almas buenas que sinceramente se habían dedicado a Dios, acosándolos después de tal
manera que no puede concebirse. Quemaron todos sus libros que trataban del silencio y la
oración interior, negándoles la absolución a los que estaban en la práctica de esto,
conduciéndolos a la consternación, y casi a la desesperación, los tales habían llevado vidas malas
anteriormente, pero se reformaron ahora, y se mantenían en gracia por medio de la oración,
volviéndose limpios y sin culpa en su conducta. Estos frailes habían procedido a tales excesos de
celo salvaje a causa del aumento una sedición en ese pueblo, en que un padre del oratorio, una
persona de distinción y mérito, fue golpeado con un palo al aire libre en plena calle, porque
oraba improvisadamente por las tardes, y los domingos hacía una ferviente y corta oración, a la
que inconscientemente se habituaron a usar y practicar estas almas buenas con gusto.
Nunca tuve tanto consuelo a medida que veía en este pequeño pueblo tantas almas pías, que con
una emulación celestial rindieron sus corazones completamente a Dios. Había muchachas de
doce o trece años de edad, que aplicadamente proseguían con su trabajo casi a lo largo de todo el
día, en silencio, y en sus empleos disfrutaban de una comunión con Dios, habiendo adquirido un
hábito fijo. Como estas muchachas eran pobres, ellas se ponían juntas dos y dos, tal que pudieran
leer a las otras que no podían. Uno vio allí la inocencia de los Cristianos primitivos reavivada.
Había en ese pueblo una lavandera pobre que tenía cinco niños, y un marido paralítico, lisiado
del brazo derecho, y todavía estaba peor de su mente disparatada que del cuerpo.

Tenía pocas fuerzas en la izquierda excepto para pegarla. Esta pobre mujer soportó esto con toda
la mansedumbre y paciencia de un ángel, mientras ella con su trabajo mantenía a él y a sus cinco
niños. Tenía un maravilloso don de oración, en medio de su gran sufrimiento y pobreza extrema,
conservaba la presencia de Dios, y tranquilidad de mente. Había también un tendero, y uno que
hacía cerraduras, muy conmovidos de Dios. Éstos eran amigos íntimos. A veces uno y a veces el
otro le leían a esta lavandera; y se sorprendieron al hallar que fue instruida por el Señor Mismo
en todo lo que la leyeron, y hablaban admirablemente de esto. Esos frailes enviaron por esta
mujer, y la amenazaron mucho si ella no abandonaba la oración, diciéndola que orar era sólo
para los clérigos, y que ella era muy descarada al practicarla. Ella contestó, que “Cristo había
ordenado a todos que orasen,” que Él había dicho, “Mirad, velad y orad; ...Y lo que a vosotros
digo, a todos lo digo” (Marcos 13:33, 37), sin especificar sacerdotes o frailes; que sin la oración
ella no podría soportar sus cruces y pobreza; que anteriormente había vivido sin esta, y entonces
era muy mala; que desde que había estado en el ejercicio de la oración, ella había amado a Dios
con toda su alma; así que abandonar la oración era renunciar a su salvación, cosa que ella no
podría hacer. Agregó que ellos podrían tomar a veinte personas que nunca hubiesen practicado la
oración, y veinte de los que la practicaban. Entonces, les dijo, “Infórmense ustedes mismos de
las vidas de ambas clases, y verán si todavía tienen alguna razón para clamar contra la oración.”
Palabras como estas, de semejante mujer, uno pensaría que los podría haber convencido
totalmente; pero en lugar de eso, esto sólo los irritó más. Aseguraron que no tendría absolución
hasta que les prometiera desistir de la oración.

Dijo que eso no dependía de ella, y que Cristo es dueño de lo que Él comunica a Sus criaturas, y
de hacer con ello como a Él le agrade. Ellos se negaron a su absolución; y después de poner entre
rejas a un sastre bueno que sirvió a Dios con todo su corazón, ellos pidieron todos los libros sin
excepción, que trataran sobre la oración que fueran llevados a ellos. Los quemaron con sus
propias manos en la plaza pública. Estaban muy exaltados con su actuación; pero todo el pueblo
al poco se levantó en un alboroto. Los hombres principales fueron al Obispo de Génova, y se
quejaron de los escándalos de estos nuevos misioneros, tan diferentes de los otros. Hablando del
Padre La Combe que había estado allí antes que ellos en su misión, dijeron que éstos parecían
como si les enviaran para que destruyeran todo lo bueno que él había hecho. El obispo fue
111
obligado a venir él mismo a ese pueblo, y allí al subir al púlpito, protestaba que él no tenía
ninguna parte en esto, y que estos padres habían llevado su celo demasiado lejos. Los frailes, por
otro lado declararon, que ellos habían hecho todo lo que hicieron, siguiendo las órdenes que les
habían dado. Había también en Tonon mujeres jóvenes que se habían retirado juntas, siendo
lugareños pobres, para ganarse mejor su sustento y servir Dios. Una de ellas de vez en cuando
leía, mientras las otras estaban trabajando, y ninguna salía sin pedir permiso a la mayor. Tejían
cintas, o hilaban, el fuerte apoyaba al débil. Ellos separaron a estas muchachas pobres, y otros al
lado de ellos, en varios pueblos, y las empujaron fuera de la iglesia. Fueron los frailes de esta
misma orden de quienes nuestro Señor hizo uso para establecer la oración en (yo no sé cómo)
muchos lugares. En los lugares donde fueron, llevaron cien veces más libros de oración que
aquéllos que sus hermanos habían quemado. La mano de Dios aparecía a mí maravillosamente
en estas cosas. Un día cuando estaba enferma, un hermano que tenía habilidad curando
enfermedades, vino para una colecta caritativa, pero oyendo que estaba enferma, entró para
verme, y me dio las medicinas apropiadas para mi enfermedad. Entramos en una conversación
que reavivó en él el amor que tenía por Dios, reconociendo que había estado demasiado ahogado
por sus ocupaciones. Le hice comprender que no había ningún empleo que le estorbara del Dios
amoroso, y de estar ocupado dentro de él mismo. Prontamente me creyó, cuando él ya tenía una
buena porción de piedad, y de una disposición interior. Nuestro Señor confirió en él muchos
favores, y le dio ser uno de mis niños verdaderos.

Vi en este tiempo, mejor dicho experimentado la razón sobre la que Dios rechaza a los pecadores
de Su seno. Toda la causa del rechazo de Dios está en la voluntad del pecador. Si esta se
sometiere, por muy horrible que él sea, Dios lo purifica en su amor, y lo recibe en su gracia; pero
mientras la voluntad se rebela, el rechazo continúa. Por falta de capacidad que cambie su
inclinación, él no debe cometer el pecado al que él es inclinado, todavía nunca puede ser
admitido en la gracia hasta que la causa cesa, que es esta voluntad mala, rebelde a la ley divina.
Si aquella es una vez sometida, Dios entonces quita totalmente los efectos del pecado, que
manchan el alma, lavando la deshonra que él había contraído. Si ese pecador muere en el tiempo
que su voluntad es rebelde y vuelta hacia el pecado, como muere fija para siempre la disposición
del alma, y la causa de su impureza está siempre subsistiendo, semejante alma nunca puede ser
recibida en Dios. Su rechazo debe ser eterno, como hay absoluta oposición entre la pureza
esencial y la impureza esencial. Y como esta alma, de su propia naturaleza necesariamente tiende
a su propio centro, ella está rechazando continuamente al Señor, por causa de su impureza,
subsiste no sólo en los efectos, sino en su causa. Es de la misma forma en esta vida. Esta causa,
mientras subsiste, impide absolutamente a la gracia de Dios para operar en el alma. Pero si el
pecador viene a morir verdaderamente arrepentido, entonces la causa, que es la voluntad mala,
siendo quitada, allí queda solamente el efecto o la impureza causada por esta. Él está entonces en
una condición de ser purificado. Dios en su infinita misericordia ha proporcionado un lavado de
amor y de justicia, un lavado doloroso de hecho, para purificar a esta alma. Y en la medida que
la suciedad es mayor o menor, así es el dolor; pero cuando la causa es totalmente quitada, el
dolor cesa completamente. Las almas, son recibidas en gracia, en cuanto la causa del pecado
cesa; pero ellos no pasan dentro del mismo Señor, hasta que todos sus efectos son quitados
lavándolos.
Si ellos no tienen valor para permitir que Él, dentro de Su propia dirección y voluntad, los
purifique y limpie completamente, ellos nunca entraran dentro de la pura divinidad en esta vida.
El Señor solicita constantemente que esta voluntad deje de ser rebelde, y no ahorra nada por Su
parte para este buen fin. La voluntad es libre, todavía la gracia sigue a pesar de eso. En cuanto la
voluntad cesa de rebelarse, encuentra la gracia a la puerta, preparada para introducir sus
beneficios indecibles. ¡Oh, la bondad del Señor y la bajeza del pecador, cada uno de ellos
asombra cuando es claramente visto! Antes de que yo llegara a Grenoble, la señora, mi amiga,
vio en un sueño que nuestro Señor me dio un número infinito de niños todos vestidos
igualmente, llevando sobre sus hábitos las marcas del candor y la inocencia.
112
Pensó que venía a cuidar de los niños del hospital. Pero en cuanto me lo dijo, discerní que ese no
era el significado del sueño; sino que nuestro Señor me daría, por una plenitud de frutos
espirituales, un gran número de niños; que ellos no serían mis verdaderos niños, sino en
simplicidad, candor e inocencia. Tan grande es la aversión que tengo al artificio y al fingimiento.

CAPITULO 16

El médico de quien he hablado, estaba dispuesto a abrirme su corazón. Nuestro Señor le dio a
través de mí todo lo que era necesario para él; aunque dispuesto para la vida espiritual, todavía
necesitaba de valor y fidelidad, él no había avanzado a su debido tiempo en ello.

Tenía oportunidad para traerme a algunos de sus compañeros que eran frailes; y el Señor tomó
sostenimiento de todos ellos. Esto fue al mismo tiempo, que los otros de la misma orden estaban
haciendo todos los estragos que he mencionado, oponiéndose con todas sus fuerzas al Espíritu
Santo del Señor. No podía sino admirar al ver cómo el Señor estaba satisfecho de hacer
enmendar los daños y perjuicios anteriores, derramando Su Espíritu en abundancia sobre estos
hombres, mientras los otros estaban trabajando vehementemente contra esto, haciendo todo lo
que podían para destruir su dominio y eficacia de sus compañeros mortales. Pero esas almas
buenas en lugar de estar temblando por las persecuciones, crecieron más fuertes por ellas. El
Superior, y maestro de los novicios del convento en que este doctor estaba, declaró contra mí, sin
conocerme. Ellos estaban dañados y desazonados por una mujer, cuando dijeron, que debería ser,
por tanto, de una congregación religiosa, y por eso buscaban tanto después. Mirando las cosas
como cuando estaban dentro de ellos mismos, y no cuando ellos estaban en el Señor, que hacían
cualquier cosa para agradarle a Él, ellos despreciaban el don que se alojaba en tan mal
instrumento, en lugar de estimar al Señor y Su gracia. Todavía este buen hermano finalmente
consiguió que el superior viniera a verme, y me dio las gracias por bien qué él dijo que había
hecho. Nuestro Señor lo quiso así, que él encontrara algo en mi conversación que le alcanzó y
tuviera cabida en él. Por fin fue atraído completamente. Él fue, quién algún tiempo después,
siendo visitante, repartió tal cantidad de esos libros, comprados a su propio cargo, lo que los
otros habían intentado destruir completamente. ¡Oh, cuan maravillosa destreza la Tuya, mi Dios!
¡En todos Tus caminos cuan sabio, en todo lo que Tú diriges cuan lleno de amor! ¡Qué bien Tú
puedes frustrar toda la falsa sabiduría de los hombres, y triunfar encima de sus vanas
pretensiones! Había en este noviciado muchos novicios. El mayor de ellos estaba muy
intranquilo sobre su vocación, tanto que él no sabía qué hacer. Tan grande era su problema que
ni podía leer, estudiar, orar, ni apenas hacer cualquiera de sus deberes. Su compañero me lo trajo.
Hablamos juntos por un rato, y el Señor me reveló la causa de su desorden y su remedio. Yo se
lo dije; y él empezó a practicar oración, incluso de corazón. Tuvo maravillosamente un súbito
cambio, y el Señor lo favoreció sumamente. Cuando le hablé la gracia obraba en su corazón, y su
alma lo absorbía dentro, como hace la tierra reseca con la lluvia suave. Él se sentía aliviado de su
dolor antes de salir del cuarto. Él entonces prontamente, alegremente, y perfectamente realizaba
todos sus ejercicios, que antes hacía con repugnancia y aversión. Él ahora estudiaba y oraba
fácilmente, y cumplía todos sus deberes, de semejante manera, que era desconocida para él
mismo y para los otros. Lo que le asombró más fue un don extraordinario para la oración.
Él vio que allí le fue dado prontamente lo que antes nunca pudo tener, cualquier cosa penosa la
tomaba para él. Esto avivaba el don que era el principio que lo hacía actuar, le fue otorgada
gracia para sus trabajos, y una fruición interior de la gracia de Dios, que lo conducía a todo lo
bueno. Gradualmente me trajo a todos los novicios, todos con quienes compartió los efectos de la
gracia, aunque diferentemente, según sus temperamentos diferentes. Nunca hubo allí un
noviciado más floreciente. El maestro y el superior no podían abstenerse de admirar tan gran
cambio en sus novicios, aunque ellos no supieran la causa de él. Un día, cuando ellos estaban
hablando de esto al recolector, porque lo estimaban mucho a causa de su virtud, él dijo, “Mis
padres, si ustedes me permitieran, yo les diré la razón de esto.
113
Es la dama contra quien usted ha exclamado tanto sin conocerla, quien Dios ha hecho usar para
todo esto.” Estaban muy sorprendidos; y ambos, el maestro aunque de edad avanzada, y su
superior, entonces humildemente se sometieron para practicar oración, después de la manera
enseñada por un pequeño libro, que el Señor me inspiró escribir, y del que les diré más de ahora
en adelante. Cosecharon tal beneficio de él, que el superior me dijo, “realmente yo he llegado a
ser un hombre nuevo. No podía practicar la oración antes, porque mi facultad del razonamiento
estaba crecida embotándome y extenuándome; pero ahora yo lo hago tan a menudo como yo
quiero, con facilidad, con muchos frutos, y una sensación bastante diferente de la presencia de
Dios.”

Y el maestro dijo, “yo he sido fraile estos cuarenta años, y puedo decir en verdad que nunca supe
orar; no he tenido nunca un conocimiento o saborear de Dios, como he hecho desde que leí ese
pequeño libro.” Se ganaron muchos otros para Dios, quienes parecían que eran mis niños. Él me
dio tres frailes famosos, de una orden por la que yo he sido, y todavía soy, muy perseguida. Él
también me hizo de utilidad a un gran número de monjas, de mujeres jóvenes virtuosas, e incluso
hombres del mundo; entre los demás un hombre joven de calidad, que había abandonado la
orden de los caballeros de Malta, para tomar la del sacerdocio. Estaba relacionado con un obispo
próximo, que tenía otros planes de promoción para él. Había sido muy favorecido por el Señor, y
es constante en la oración. No podría describir el gran número de almas que se me dieron
entonces, también sirvientas, como esposas, sacerdotes y frailes. Pero había tres curas, un
canónigo, y un gran-párroco que me fueron dados más particularmente. Había un sacerdote por
quien sufrí mucho, por su no-disposición para morir a sí mismo, amándose demasiado. Con triste
pesar le vi deteriorarse, cayéndose fuera. En cuanto a los otros hay algunos de ellos quiénes han
continuado firmes e inamovibles, y algunos quienes la tempestad ha agitado un poco, pero no los
ha desgarrado muy lejos. Aunque éstos comienzan a un lado, todavía ellos aun así vuelven. Pero
aquellos que son arrebatados bastante lejos no vuelven más. Me fue dada una verdadera hija, de
quien nuestro Señor hizo uso para ganar muchos otros para Él. Estaba en un estado extraño de
muerte cuando la vi por primera vez, y por mí Él le dio vida y paz. Ella después, cayó
gravemente enferma. Los doctores dijeron que se moriría; pero yo tenía una convicción de lo
contrario, y que Dios haría uso de ella para ganar almas, como él ha hecho. Había confinada en
un monasterio una mujer joven en un estado de distracción. La vi, supe su caso, y que no era lo
que ellos pensaban que era. En cuanto la hube hablado se recuperó. Pero a la priora no le gustó
que yo le dijera lo que pensaba de esto, porque la persona que la había traído allá era su amigo.
Ellas la acosaron más que antes, y la volvieron atrás de nuevo dentro de su distracción. Una
hermana de otro monasterio había estado por ocho años en una melancolía profunda, permanente
para cualquiera. Su director la aumentó, practicando remedios contrarios para su desorden.
Nunca había estado en ese monasterio; por mí no iba a tales lugares, a menos que se me pidiera,
cuando no pensaba que fuera correcto el entrometerse, sino dejándome a mí misma para ser
conducida por la Providencia. Quedé muy sorprendida que a las ocho de la noche vinieran a por
mí de parte de la priora. Esto fue en los días largos de verano, y estando cerca, fui. Me encontré
con una hermana que me contó su caso. Había llegado hasta tal extremo, que no viendo ningún
remedio para ella, había tomado un cuchillo para matarse. El cuchillo cayó de su mano, y una
persona que fue a verla le aconsejó que hablara conmigo.
Nuestro Señor me hizo saber desde el principio de que se trataba; y que Él le requirió el
renunciar a ella misma para Él, en lugar de resistirse a Él como lo había estado haciendo durante
ocho años. Yo era el instrumento para dirigirla a tal renuncia, entrando enseguida en una paz
paradisíaca; todos sus dolores y problemas fueron instantáneamente desterrados; y nunca
volvieron de nuevo. Tiene más capacidad que cualquiera en el convento. Ella estaba en el
presente tan cambiada, que era la admiración de la comunidad entera. Nuestro Señor le dio un
don muy grande de oración y Su continua presencia, con una facultad y prontitud para todo. Una
sirvienta también, quién la había preocupado por veintidós años, se entregó de sus problemas.

114
Eso produjo una estrecha amistad entre la priora y yo, como el cambio maravilloso y la paz de
esta hermana la sorprendió, habiéndola visto tan a menudo en su terrible dolor. También estreché
otros lazos semejantes en este monasterio, donde hay almas bajo la mirada especial del Señor,
quienes Él dirigen hacia Él mismo por los medios que Él se había agradado escoger para hacerlo.
Fui movida especialmente a leer las Santas Escrituras. Cuando empecé fui impelida para escribir
el pasaje, e instantáneamente me era dada su explicación, qué yo también escribí, siguiendo con
expedición inconcebible, luz que estaba siendo vertida sobre mí de semejante manera,
encontrando que tenía en mí los tesoros latentes de la sabiduría y el conocimiento, que yo no
había conocido todavía. Antes de escribir, no sabía lo que iba a escribir. Y después de que lo
había escrito, no recordaba nada de lo que había escrito; ni podía hacer uso de ninguna parte de
esto para la ayuda de las almas. El Señor me dio, en el momento que les hablaba (sin ningún
estudio o reflexión mía) todo lo que era necesario para ellos. Así el Señor me hizo seguir con una
explicación del santo sentido interno de las Escrituras. No tenía ningún otro libro sino la Biblia,
ni nunca hice uso de ninguno sino de ese, e incluso no buscaba ninguno. Cuando, para escritos
del Antiguo Testamento, yo hice uso de pasajes del Nuevo, para apoyar lo que yo había dicho,
estaban sin buscarlos, se me dieron junto con la explicación; y para los escritos en el Nuevo
Testamento, en eso hacía uso de pasajes del Antiguo, ellos me fueron dados de igual manera sin
que yo buscara algo. Tenía poco tiempo para escribir sino en la noche, permitiéndome solamente
una o dos horas para dormir. El Señor me hizo escribir con tanta pureza, que era obligada a
dejarlo o a empezar de nuevo, cuando era del agrado de Él ordenarlo. Cuando escribía de día, a
menudo de repente interrumpida, dejaba una palabra inacabada, y Él me daba después lo que a
Él agradó. Si yo diera forma a la reflexión yo era castigada por ello, y no podía continuar.
Todavía a veces no estaba debidamente atenta al Espíritu divino, pensando que hacía bien en
continuar cuando tenía tiempo, incluso sin sentir Su impulso inmediato o iluminadora influencia,
de donde es fácil de ver algunos lugares claros y consistentes, y otros que no tienen ningún gusto
ni unción; tal es la diferencia del Espíritu de Dios del espíritu humano y natural. Aunque se
quedan lo mismo que los escribí, todavía estoy lista, si ordenase, ajustarlos según mi luz
presente.

¿No hiciste Tú, O mi Dios, volverme de cientos de caminos, para probar si era sin ninguna
reserva, a través de cada tipo de prueba, o si yo no tenía todavía un poco de interés por mí
misma? Mi alma se puso de buena gana demasiado flexible por el presente a cada
descubrimiento de la voluntad divina, y cualquier clase de humillaciones venidas a mí para
contrapesar los favores de Señor, hasta todo, alto o bajo, me daba igual a mí. Pienso que el Señor
actúa con Sus más queridos amigos como el mar con sus olas. A veces los empuja contra las
rocas donde se rompen en pedazos, a veces los hace rodar sobre la arena, o los golpea en el
fango, entonces al instante los vuelve a tomar en las profundidades de su propio pecho, donde
ellos están absortos con la misma rapidez que ellos fueron arrojados primero. Incluso en medio
de lo bueno, de lejos la mayor parte sólo son almas de misericordia; ciertamente eso está bien;
pero al tener que ver con la justicia divina, oh, ¡Cuán poco común y todavía cuán grande! La
misericordia es distribuida toda a favor de la criatura, pero la justicia destruye todo de la criatura,
sin escatimar nada. La dama, quien era mi amiga particular, empezó a concebir un poco de celos
por el aplauso que me dieron, Dios así lo permitió para purificar más su alma, a través de esta
debilidad, y el dolor que la causó.
También algunos confesores empezaron a estar intranquilos, diciendo que “no era asunto mío el
invadir su provincia, y entrometerme en la ayuda de las almas; que había algunos de los
penitentes que tenían un gran afecto por mí.” Era fácil para mí observar la diferencia entre esos
confesores que, en su dirección de las almas, no buscan otra cosa sino a Dios, y aquellos quienes
buscan para ellos mismos. El primero vino a verme, y se regocijó grandemente por la gracia de
Dios otorgada sobre sus penitentes, sin fijar su atención sobre el instrumento. Los otros, al
contrario, intentaron clandestinamente avivar al pueblo en contra mía.

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Vi que ellos estarían en el derecho de oponérseme, si yo me hubiera entrometido por mí misma;
pero yo no podía hacer nada más sino lo que el Señor me hizo hacer. A la vez vinieron allí
algunos para disputar y oponérseme. Vinieron dos frailes, uno de ellos un hombre de profundos
conocimientos y un gran predicador. Vinieron separadamente, después de haber estudiado varia
cosas difíciles para proponerme a mí. Aunque eran materias fuera de mi alcance, el Señor me
hizo contestar tan justamente como si las hubiera estudiado toda mi vida; después de que les
hablé como Él me inspiró. Se fueron no sólo convencidos y satisfechos, sino afectados con el
amor de Dios. Yo todavía continué escribiendo con una rapidez prodigiosa; apenas la mano
podía seguir tan rápidamente como dictaba el Espíritu. Durante el desarrollo completo de tan
largo trabajo nunca alteré mi manera, ni hice uso de ningún otro libro que la propia Biblia. Los
copistas, por mucha diligencia que pusieran, no podían copiar en cinco días lo que yo escribí en
una noche. Lo que sea es bueno si ello viene sólo de Dios. Cualquier cosa es por otra parte de mí
misma; yo quiero decir de la mezcla que he hecho, sin prestar atención debidamente a él, de mi
propia impureza con su pura y casta doctrina. Por el día apenas tenía tiempo para comer, a causa
del gran número de personas que venían en muchedumbre a mí. Yo escribí los cánticos en un día
y medio, y recibí varias visitas, además.

Aquí puedo agregar a lo que he dicho sobre mis escritos, ocurrió que alguien mezquino hizo
perder una parte considerable del libro de Jueces. Deseándose dar ese libro completo, escribí los
lugares perdidos de nuevo. Después cuando las personas trataban de salir de la casa, fueron
encontrados. Se hallaron mis explicaciones anteriores y las últimas, al compararlas, fue probado
que coincidían perfectamente la una y la otra, lo qué sorprendió mucho a personas de
conocimiento y mérito, quiénes atestiguaron la verdad de esto. Allí vino a verme un consejero
del parlamento, sirviente de Dios, que encontrando en mi mesa un folleto sobre la oración, que
había escrito mucho tiempo antes, deseó que se lo prestara. Lo había leído y le gustó mucho, se
lo prestó a algunos amigos a quienes pensó que podría serle de ayuda. Todos quisieron copias de
él. Él resolvió, por consiguiente, imprimirlo. Se empezó la impresión, y dadas las aprobaciones
apropiadas para esto. Ellos me pidieron que escribiera un prólogo, que hice, y así fue ese
pequeño libro impreso. Este consejero era uno de mis amigos íntimos, y un modelo de piedad. El
libro ya ha pasado de las cinco o seis ediciones; y nuestro Señor le ha dado una bendición muy
grande. Esos frailes buenos tomaron mil quinientos de ellos. El diablo se enfureció tanto contra
mí a causa de la conquista que Dios hizo por mí, que yo estaba segura que él iba a levantar
contra mí una violenta persecución. Todos los que no me dieron ningún problema. Permítales
levantarse contra mí alguna vez en persecuciones desconocidas. Yo sé que todo sirve para la
gloria de mi Dios.

CAPITULO 17

¡Una muchacha pobre de gran sencillez, que ganaba su sustento con su trabajo, y fue favorecida
interiormente por el Señor, vino toda afligida a mí, y dijo, “Oh mi madre, qué cosas más extrañas
he visto!” Pregunté lo que eran, “Ay” dijo ella, “la he visto como un cordero en medio de una
inmensa bandada de lobos furiosos. He visto una multitud espantosa de personas de todas los
rangos y togas, de todas las edades, sexos y condiciones, sacerdotes, frailes, hombres casados,
sirvientas y esposas, con picas, alabardas y blandiendo espadas, todos ávidos para su destrucción
inmediata.
Usted lo permitió sola sin conmocionarse, sin sorprenderse y sin ofrecer ninguna forma para
defenderse así misma. Miré por todos los lados para ver si alguien vendría a ayudarla y
defenderla; pero no vi a ninguno.” Algunos días después, aquellos, quiénes por envidia estaban
levantando privadamente baterías contra mí, estallando más adelante. Los libelos empezaron a
extenderse. Personas envidiosas escribieron contra mí, sin conocerme. Dijeron que yo era una
hechicera, que era por un poder mágico que yo atraía a las almas, que todo en mí era diabólico;
que si yo hice caridades, era porque yo acuñé, y aplacé dinero falso, con muchas otras
116
imputaciones graves, igualmente falsas, infundadas y absurdas. Como la tempestad aumentaba
cada día, algunos de mis amigos me aconsejaron que me retirara, pero antes de que mencione mi
salida de Grenoble, debo decir algo más de mi estado mientras estuve aquí. Parecíome que todo
lo que nuestro Señor me hizo hacer por las almas, estaría en unión con Jesús Cristo. En esta
unión divina mis palabras, tenían un efecto maravilloso, incluso para la formación de Jesús
Cristo en las almas de otros. No era ninguna sabia capaz por mí misma para decir las cosas que
dije. Él me dirigió y me hizo decir lo que Él quiso, como a Él le agradó. A algunos no se me
permitió hablarles ni una palabra; y a otros allí fluía adelante como si fuera un diluvio de gracia,
y, sin embargo, este puro amor no admitía ninguna superfluidad, o una manera de vacío
entretenimiento. Cuando se hicieron preguntas, a la que una respuesta sería inútil, esto no me era
dado. Era lo mismo con respecto a como nuestro Señor tuvo agrado para conducirlos a través de
la muerte de ellos mismos, y quién venia a buscar por consuelo humano. No tenía nada para ellos
sino lo que era puramente necesario, y no podía proceder más allá. Podía hablar al menos sólo de
cosas indiferentes, en tal libertad como Dios permite satisfacer a todos, y para no ser insociable o
desagradable a nadie; pero de Su propia palabra, Él, Él mismo es el dispensador de ella. ¡Oh, si
los predicadores fueran debidamente cuidadosos para hablar sólo en ese espíritu qué frutos
traerían delante de las vidas de sus oidores! Con mis verdaderos niños podía comunicarme mejor
en silencio, en el idioma espiritual de la Palabra divina.

Tenía el consuelo algún tiempo antes de oír a uno leer en San Agustín una conversación que él
tenía con su madre. Él se queja de la necesidad de volver de ese idioma celestial de las palabras.
Yo a veces dije, “Oh, mi Amor, dame corazones bastante grandes para recibir y contener la
plenitud dada en mí.” Como de esta manera, cuando la Virgen Santa se acercó a Elizabeth, un
intercambio maravilloso se mantuvo entre Jesús Cristo y San Juan Bautista, quien después de
esto no manifestó ninguna avidez para venir a ver a Cristo, sino fue llamado para retirarse en el
desierto, para recibir semejantes comunicaciones con la más gran plenitud. Cuando él vino a
predicar arrepentimiento allá, él dijo, no que él era la Palabra, sino sólo una Voz que fue enviada
para hacer camino, o abrir un pasaje en los corazones de las personas para Cristo la Palabra. Él
sólo bautizó con agua, porque era su función; porque, como el agua escapándose fuera no deja
nada, así hace la Voz cuando ella ha pasado. Pero no la Palabra bautizada con el Espíritu Santo,
porque Él mismo la imprime sobre las almas, y se comunica con ellas. No se observa que Jesús
Cristo dijera alguna cosa durante la parte desconocida de Su vida, aunque es verdad que ninguna
de Sus palabras se perderá. Oh Amor, si todo lo que Tú has dicho y operado en silencio fuese
escrito, pienso que en el mundo entero no cabrían los libros que se habrían de escribir.
Juan 21:25. Todo lo que experimenté se me mostró en la Santa Escritura. Vi con admiración que
no pasó nada dentro de mi alma que no estuviera en Jesús Cristo y en las Santas Escrituras. Debo
pasar por encima de muchas cosas en silencio, porque no pueden expresarse. Si fueran
expresadas no se podrían entender o comprender. A menudo sentía mucho que el Padre La
Combe, no estuviese afianzado todavía en su estado de muerte interior, sino que a menudo
ascendía y caía alternativamente. Sentía que el Padre La Combe era un vaso elegido, quien Dios
había escogido para llevar Su nombre entre los Gentiles, y que Él le mostraría cuánto debe sufrir
por ese nombre. Un mundo carnal juzga carnalmente, e imputa al apego humano lo que es de la
más pura gracia. Si se rompe esta unión por cualquier desviación, mientras más pura y
perfeccionada es ella, sentirá más dolor; la separación del alma de Dios por el pecado, es peor
que la del cuerpo por la muerte.
De mí misma puedo decir que tenía una dependencia incesante en Dios, en cada estado; mi alma
estaba siempre dispuesta para obedecer cada sugerencia de Su Espíritu. Pensé que no puede
haber nada en el mundo que Él pudiera requerir de mí, que yo no me diera prontamente y con
placer. No tenía ningún interés para mí misma. Cuando Dios requiere algo de esta miserable
nada, no encuentro ninguna resistencia salida de mí para hacer Su voluntad, por muy rigurosa
que esta puede parecer. Si hay un corazón en el mundo de quien su habilidad eres Tú solo, y
absoluto amo, el mío parece ser uno de esa clase.
117
Tu voluntad, por más rigurosa que sea, es su vida y su placer. Para reasumir el hilo de mi
historia, el Obispo del Almoner de Grenoble me persuadió para ir por algún tiempo a Marsella,
hasta que la tormenta pasase. Me dijo que me recibirían bien allí, que es su tierra nativa, y que
muchas personas de mérito estaban allí. Le escribí al Padre La Combe para su consentimiento.
Prontamente lo dio. Podría haber ido a Verceil; porque el Obispo de Verceil me había escrito
cartas muy complacientes, presionándome seriamente para ir. Pero un respeto humano, y miedo
de permitir dar un pretexto a mis enemigos, eso me dio una aversión extrema. Juntamente, la
Marquesa de Prunai, quien, desde mi marcha, había sido más iluminada por su propia
experiencia, habiéndose encontrado con parte de las cosas, que pensé le ocurrirían, había
concebido por mí una amistad muy fuerte y una unión íntima de espíritu, de tal manera que
nunca dos hermanas podrían estar más unidas que nosotras.

Ella estaba sumamente deseosa de que volviera con ella, como yo le había prometido
anteriormente. Pero yo no podía resolver esto, para que no se pudiese pensar que yo estaba
persiguiendo al Padre La Combe. No había dado ningún motivo a nadie para acusarme de
cualquier atadura indirecta a él; por cuanto dependía de mí no continuar con él, yo no lo hice. El
Obispo de Génova no había dejado de escribir contra mí a Grenoble, como lo había hecho a otros
lugares. Su sobrino había ido de casa en casa para que me despreciaran. Todos esto me era 90
indiferente; y no dejé de hacer en su diócesis todo el bien que pude. Yo igualmente le escribía de
una manera respetuosa; pero su corazón estaba demasiado cerrado para ceder a algo. Antes de
salir de Grenoble, aquella muchacha buena de la que he hablado vino a mí llorando, y me dijo
que me iba, y que se lo oculté, porque aunque yo no se lo hiciera saber a nadie; pero que el
Diablo estaría ante mí en todos los lugares que yo fuera; que iba a un pueblo, donde al poco de
llegar, antes él levantará a todo el pueblo contra mí, y me haría todo el daño que pudiera. Lo que
me había obligado a ocultar mi partida, fue mi miedo de ser cargada con visitas, y testimonios de
amistad de numerosas personas buenas, que tenían un gran afecto por mí. Embarqué entonces en
el Rhone, con mi sirvienta y una mujer joven de Grenoble quien el Señor ha favorecido mucho a
través de mí. El Obispo del Almoner de Grenoble también me acompañó, con otro eclesiástico
muy digno. Nosotros nos encontramos con muchos accidentes alarmantes y preservaciones
maravillosas; pero esos peligrosos instantes, que espantaban a los otros, lejos de alarmarme,
aumentaron mi paz. Se asombró mucho el Obispo del Almoner de Grenoble. Él estaba
desesperado de miedo, cuando el barco chocó contra una roca, y se abrió del golpe. En su
emoción mirándome atentamente, observó que yo no cambié mi semblante, o moví mis cejas,
conservando toda mi tranquilidad. Yo no hice tanto como sentir las primeras emociones de
sorpresa, que es natural a todos en esas ocasiones, cuando ellas no dependen de nosotros
mismos. Lo qué causaba mi paz en tales peligros que aterraban a otros, era mi resignación a
Dios, y porque la muerte es mucho más agradable para mí que la vida, si tal fuese Su voluntad, a
la que deseo estar siempre pacientemente sumisa.

Un hombre de calidad, sirviente de Dios, y uno de mis amigos íntimos me había dado una carta
para un caballero de Malta que era muy devoto, y a quien he estimado desde que lo he conocido,
como un hombre quien nuestro Señor designó para servir a la orden de Malta grandemente, y ser
su ornamento y sostén por su vida santa. Le había dicho que pensaba que debería ir allá, y que
Dios haría con toda seguridad uso de él para difundir un espíritu de piedad en muchos de los
caballeros. De hecho se ha ido a Malta, donde pronto se le dieron los primeros lugares.
Este hombre de calidad les envió mi pequeño libro de oración impreso en Grenoble. Tenía un
capellán muy contrario al camino espiritual. Tomó este libro, y condenándolo enseguida, fue a
avivar una parte del pueblo, y entre el resto una pandilla de hombres que se llamaban los setenta
y dos discípulos de San Cyran. Llegué a Marsella a las diez de la mañana, y esa misma tarde
todo era ruido contra mí. Algunos fueron a hablar al obispo, diciéndole que, a causa de ese libro,
era necesario desterrarme de la ciudad. Ellos le dieron el libro que él examinó como una de sus
prebendas.
118
A él le gustó mucho. Mandó por Monsieur Malaval y un padre Recolector, quién supo que había
venido a verme un poco después de mi llegada, para inquirir de ellos donde tenía su origen ese
gran tumulto, que de hecho no tenía otro efecto en mí que hacerme sonreír, viendo cumplido tan
pronto lo que aquella mujer joven me había predicho. Monsieur Malaval y aquel padre bueno le
dijeron lo que ellos pensaban de mí al obispo; después de que él testificó su gran malestar por los
insultos que me hicieron. Me obligaron a que fuera a verlo. Él me recibió con un respeto
extraordinario, y pidió mi perdón para lo que había pasado; deseó que yo me quedara en
Marsella, y me aseguró que él me protegería. Él incluso preguntó dónde me alojaba, para que
pudiera venir a verme.

Al día siguiente el Obispo del Almoner de Grenoble fue a verlo, con ese otro sacerdote que había
venido con nosotros. El Obispo de Marsella testificó de nuevo a ellos su dolor por los insultos
que recibí sin ninguna causa; y les dijo, que era usual para esas personas insultar a todos los no
eran de su sentir, que le habían insultado incluso a él. No estando satisfechos con eso. Me
escribieron las cartas más ofensivas posible, aunque al mismo tiempo no me conocían. Aprendí
que nuestro Señor estaba empezando en serio a quitar de mí cada lugar de morada; y vinieron
esas palabras a mi mente, “Las zorras tienen guaridas, y las aves del cielo nidos; mas el Hijo del
Hombre no tiene dónde recostar su cabeza.” En el corto tiempo de mi estancia en Marsella, fui el
instrumento para ayudar a algunas almas buenas, y entre otros a un eclesiástico, quien hasta
entonces era desconocido para mí. Después de haber cumplido su acción de gracias en la iglesia,
viéndome salir, me siguió hasta la casa en la que me alojaba. Entonces me dijo que el Señor lo
había inspirado a dirigirse a mí, para abrirme su estado interior. Lo hizo con tanta sencillez como
humildad, y el Señor le dio a través de mí todo lo que era necesario para él, de donde se llenó de
alegría, agradecimiento y reconocimiento a Dios. Aunque había muchas personas espirituales
allí, e incluso entre sus amigos íntimos, él nunca había sido movido para abrir su corazón a
ninguno de ellos. Era sirviente de Dios, y favorecido por Él con un singular don de oración.

Durante los ocho días que estuve en Marsella, vi muchas almas buenas allí. A través de todas mis
persecuciones, nuestro Señor siempre daba algún buen golpe de Su justa mano, y ese eclesiástico
bueno se entregó de una ansiedad de mente, que lo había afligido mucho por años. Después de
que hube dejado Grenoble, aquellos que me odiaron, sin conocerme, propagaron libelos contra
mí. Una mujer para quien yo tenía gran amor, y a quien incluso la libré de un compromiso que
había continuado durante varios años, y contribuyó a que ella desechara a la persona a quien
había sido atada, sufrió su mente por reasumir su cariño por tan pernicioso compromiso. Se
enfureció violentamente contra mí por haberlo roto. Aunque yo estaba libre de haber hecho algún
gasto para procurar su libertad, a pesar de eso fue al Obispo de Grenoble, para decirle que yo la
había aconsejado hacer un acto de injusticia. Entonces fue de confesor a confesor, repitiendo la
misma historia, para animarlos contra mí. Cuando eran demasiado susceptibles de los prejuicios
infundidos, el fuego se encendió pronto en todas partes. No había ninguno excepto aquellos que
me conocieron, y quiénes amaban a Dios, que se pusieron de mi parte. Ellos se unieron más
estrechamente a mí en simpatía a través de mi persecución. Habría sido muy fácil para mí
destruir la calumnia, también con el Obispo de Grenoble. Sólo necesitaba decir quién era la
persona, y mostrar los frutos de su desorden. No podía declarar a la persona culpable, sin hacer
saber al mismo tiempo el otro quién había sido su cómplice, quien ahora, siendo tocado por Dios,
estaba muy arrepentido, pensé que era mejor para mí sufrir y estar callada.
Había un hombre muy pío que conocía toda su historia, de principio a fin, quién escribió a ella,
que si no se retractaba de sus mentiras, publicaría la historia de su mala vida, para hacer conocer
su gran iniquidad y mi inocencia. Continuó algún tiempo en su malicia, escribiendo que yo era
una hechicera, con muchas otras falsedades. Algún tiempo después tenía un cruel remordimiento
de conciencia a cuenta de esto, que escribió al obispo y los otros para retractarse de lo que había
dicho. Ella indujo a uno para escribirme, para informarme que estaba en desesperación por lo
que había hecho; que Dios la había castigado. Después de estas retractaciones el griterío bajó, el
119
obispo se desengañó, y desde ese tiempo ha mostrado una gran consideración por mí. Esta
criatura llegó a decir, entre otras cosas, que yo causaba que se me rindiera culto; también otras
tonterías sin precedentes. De Marsella no supe cómo o adonde debería ir después. No vi ninguna
probabilidad de quedarme o de volver a Grenoble, donde había dejado a mi hija en un convento.
El Padre La Combe me había escrito para decirme que pensaba que yo no debía ir a París.
Igualmente sentí una fuerte repugnancia a la idea de irme, lo que me hizo pensar que todavía no
era el tiempo para esto. Una mañana me sentí interiormente presionada para ir a alguna parte.

Tomé un transporte para ir a ver a la Marquesa de Prunai, que pensé era, el refugio más
honorable para mí en la condición presente. Pensé que podría pasar a través de Niza en mi
camino a su morada, como algunos me habían asegurado que se podía. Pero cuando llegué a
Niza, quedé muy sorprendida al saber que el transporte no podía pasar la montaña. No sabía qué
hacer, ni de qué manera volver, sola, desamparada de todos, y no sabiendo lo que Dios requería
de mí. Mi confusión y cruces parecían aumentar. Me vi a mí misma, sin refugio o retiro, vagando
como un vagabundo. Todos los mercaderes, quienes vi en sus tiendas, me parecían felices,
teniendo una morada propia donde retirarse. Nada en el mundo me pareció más duro que esta
vida errante, para quien naturalmente ama la decencia y el decoro. Cuando estaba en esta
incertidumbre, no sabiendo qué curso tomar, uno vino a decirme que el próximo día salía una
balandra que iba en un día a Genoa; y que si la cogiera, desembarcaría en Savona, de donde
podrían llevarme a la casa de la Marquesa de Prunai. A lo que consentí, cuando no me podía
proporcionar ningún otro camino. Tenía algo de alegría a embarcar en el mar. Me dije, “Si yo
soy la escoria de la tierra, el desprecio y desecho de la naturaleza, voy ahora a embarcar en el
elemento que sobre todos los otros es el más traicionero; sí es el gusto del Señor hundirme en las
olas, será mío el perecer en ellas.” Allí vino una tempestad en un lugar peligroso para un barco
pequeño; y los marineros eran algo malos. La irritación de las olas le dio una satisfacción a mi
mente. Me agradé pensando que esas olas rebeldes podrían suministrarme probablemente una
tumba. Quizá yo llevé el punto demasiado lejos en el placer que tomé, a verme a mí misma
vencida y a merced de las aguas. Aquellos que estaban conmigo, se dieron cuenta de mi
intrepidez, pero no sabían la causa de ella. Yo pedí ser puesta en algún pequeño agujero de una
piedra, para vivir allí separada de todas las criaturas. Me imaginaba a mí misma, que en alguna
isla desierta habrían terminado todas mis desgracias, y me pondré en una condición de hacer Tú
voluntad indefectiblemente. Tú me designaste una prisión lejos diferente a la de la roca, y
realmente otro destierro que el de la isla desierta. Tú me reservaste para ser golpeada por olas
más encrespadas que aquéllas del mar. Las calumnias demostraron ser las olas tenaces, a las que
sería expuesta, para ser azotada y sería sacudida por ellos sin misericordia. Por la tempestad
fuimos retenidos, y en lugar de un corto viaje de un día a Genoa, estuvimos once días para
hacerlo. ¡Cuán pacífico estaba mi corazón en medio de tan violenta agitación! No pudimos tomar
tierra en Savona. Nos obligaron a que siguiéramos a Genoa. Nosotros llegamos allí a comienzos
de la semana antes de Pascua.

Mientras estuve allí me vi obligada a soportar los insultos de los habitantes, causado por el
resentimiento que tenían en contra de Francia debido a los estragos de un bombardeo reciente. El
Dux se había marchado reciénteme te de la ciudad, y se había llevado con él todos los carruajes.
Yo no podía conseguir uno, y me vi obligada a quedarme varios días con gastos excesivos.
Las personas allí nos demandaban sumas exorbitantes, y tanto por cada persona, como habría
costado comer a una compañía en el mejor sitio de París. Me quedaba poco dinero, pero mi
provisión en la Providencia no podría agotarse. Yo rogué con la más gran seriedad por un
carruaje a cualquier precio, para pasar la fiesta de Pascua en la casa de la Marquesa de Prunai.
Estaba entonces dentro los de tres días de Pascua. Apenas podía conseguir que me entendieran.
A fuerza de suplicar, me trajeron a la larga un coche lamentable con mulas cojas, diciéndome
que me llevarían prontamente a Verceil que estaba a sólo dos días de viaje, pero exigieron una
suma enorme.
120
Ellos no se comprometían a llevarme a la casa de la Marquesa de Prunai, cuando ellos no sabían
dónde estaba situada su propiedad. Esto era para mí una fuerte mortificación; porque estaba con
mucho deseo de ir a Verceil; no obstante la proximidad de Pascua; y falta de dinero, en un país
donde usaron todo tipo de extorsión y tiranía, no me dejó ninguna opción. Estaba bajo una
absoluta necesidad de acceder a ser llevada así a Verceil.

Así la Providencia me llevó a donde yo no creía. Nuestro arriero era uno de los hombres más
brutales; y para un aumento de mi aflicción, había mandado a Verceil al eclesiástico que nos
acompañó, para prevenir su sorpresa al verme allí, después de que yo había protestado contra la
ida. Ese eclesiástico fue tratado muy groseramente en el camino, por el odio que ellos mostraban
a Francia. Le hicieron ir parte del camino a pie, por eso que, aunque él salió el día antes que yo,
llegó allí pronto, tan sólo unas horas antes que yo. En cuanto al compañero que nos dirigió,
viendo que tenía sólo mujeres bajo su cuidado, nos trató de la manera más insolente y rústica.
Pasamos por un bosque infestado de ladrones. El arriero tuvo miedo, y nos dijo, que, si nos
encontráramos con cualquiera de ellos en el camino, seriamos asesinados. No perdonaban a
nadie. Escasamente había proferido estas palabras, cuando allí aparecían cuatro hombres bien
armados. ¡Ellos nos detuvieron inmediatamente! El hombre se asustó extremadamente. Hice una
ligera inclinación de mi cabeza, con una sonrisa, porque yo no tenía miedo, y estaba resignada
tan completamente a la Providencia, que me era igual morir de esta manera o de cualquier otra;
en el mar, o por manos de ladrones. Cuando los peligros eran más manifiestos, entonces era mi
fe más fuerte, así como mi intrepidez, siendo incapaz de desear nada más que lo que debiera
suceder, si ser golpeada contra las rocas, ahogada, o matada de cualquier otra manera; todo en la
voluntad de Dios era igual a mí. Las personas que me llevaban o asistían dijeron que nunca
habían visto un valor semejante al mío; para los peligros más alarmantes, y en el momento
cuando la muerte parecía más cierta, eran aquéllos que parecían agradarme el más. ¿No era tú
placer, O mi Dios que me guardabas en cada peligro inminente, y me evitó caer al precipicio, en
el momento de resbalar sobre estos vertiginosos picos? Era más fácil yo estaba en la vida, que
aceptaba sólo porque Te agradó dármela, y Tú tomaste gran cuidado para preservármela. Allí
parecía una emulación mutua entre nosotros, por mi parte resignarme, y por la suya mantenerla.
Los ladrones adelantaron entonces al coche; pero tan pronto los saludé, Dios les hizo cambiar su
plan. Dándose empujones uno al otro, como si fuera, para impedir que alguno de ellos nos
hiciera algún daño; me saludaron respetuosamente, y, con un aire de compasión, inusual en tal
clase de personas, se retiraron. Me golpeó inmediatamente el corazón con una convicción plena
y clara que era un golpe de Su justa mano, que tenía otros planes sobre mí, que sufrir el morir
por mano de ladrones. Es Su soberano poder quien quita todo de Sus amantes consagrados; y
destruye sus vidas con todo lo que es del ego sin piedad ni escatimando nada.

El arriero, viéndome asistida sólo con dos mujeres jóvenes, pensando que él podría tratarme
como quisiera, quizás esperando sacar dinero de mí. En lugar de llevarme a la posada, me llevó a
un molino, en que había una mujer. Pero había una sola habitación con varias camas, en la que
los molineros y arrieros estaban juntos. Me obligaron a que me quedara en esa habitación. Le
dije al arriero que yo no era una persona para quedarme en semejante lugar y quise obligarlo a
que me llevara a la posada. No quiso hacer nada de esto.

Me vi obligada a salir a pie, a las diez de la noche, llevando una parte de mi ropa, y me di una
buena caminata de más de un cuarto de legua en la oscuridad, en un lugar extraño, no
conociendo el camino, cruzando un extremo del bosque infestado de ladrones, procurando llegar
a la posada. Aquel tipo, viéndonos apartándonos del lugar, donde había querido que me alojara,
gritaba detrás de nosotras de una forma muy insultante. Soporte mi humillación alegremente,
pero no sin sentirlo. Pero la voluntad de Dios y mi abandono a ella me facilitó todo. Fuimos bien
recibidos en la posada; y las personas buenas de allí hicieron lo mejor en su poder para nuestra
recuperación de la fatiga que habíamos sufrido.
121
Nos aseguraron que el lugar del que habíamos salido era muy peligroso. A la mañana siguiente
nos vimos obligadas a volver a pie al carruaje, por que aquel no nos lo traería. Por el contrario,
nos obsequió con una lluvia de nuevos insultos. Consumando su baja conducta, me vendió al
correo, con lo que me obligaron a que fuera el resto del camino en un asiento del correo en lugar
de un carruaje. En este furgón llegué a Alejandría, un pueblo de la frontera, sujeto a España, en
el lado del Milanese. Nuestro conductor nos llevó, según su costumbre, a la casa del correo. Me
asombré mucho cuando vi a la propietaria que salía no para recibirle, sino para oponerse a su
entrada. Ella había oído que había mujeres en el furgón, y tomándonos por una clase diferente de
mujeres de las que éramos, protestó contra nuestra entrada. Por otro lado, el conductor estaba
determinado a forzar su entrada a pesar de ella.

Su disputa subió a tal altura que un gran número de los funcionarios de la guarnición, con una
chusma, acudieron al ruido, quienes se sorprendían del humor impar de la mujer negándose a
alojarnos. Con seriedad rogué al correo para que nos llevara a otra casa, pero no lo hizo; estaba
obstinadamente empeñado en conseguir su propósito. Aseguró a la propietaria que éramos
personas de honor y mucha piedad; que apreció por lo que había visto. Por fin, la obligó a que
viniera a vernos a fuerza de insistentes súplicas. En cuanto ella nos hubo mirado, actuó como los
ladrones habían hecho; cedió enseguida y nos admitió. Nada más apearme del furgón, que ella
dijo, “enciérrense bien en esa habitación, y no se muevan, que mi hijo no puede saber que usted
está aquí; en cuanto lo sepa, querrá matarla.” Lo dijo con tanta fuerza, como también lo hizo con
la sirvienta y la doncella, que, si la muerte no tuviera tantos encantos para mí, debería haber
estado lista para morirme de miedo. Las dos pobres muchachas conmigo estaban bajo temores
espantosos. Cuando alguien se movía, o venía a abrir la puerta, ellas pensaban que venían a
matarlas. Para abreviar continuaron en una ansiedad terrible, entre la vida y muerte, hasta el día
siguiente, cuando supimos que el joven había jurado matar a cualquier mujer que se alojara en la
casa. Unos días antes, hubo un desgraciado evento, que parece haberlo arruinado; una mujer de
mala vida estando allí privadamente, asesinó a un hombre estimado por algunos, lo que había
costado a la casa una pesada multa; y él estaba asustado de que vinieran personas semejantes, no
sin razón.

CAPITULO 18

Después de estas aventuras y otras que sería tedioso recitar, llegué a Verceil. Fui a la posada,
donde fui mal recibida. Envié por el Padre La Combe, que pensé ya se había enterado de mi
venida, por el eclesiástico que antes le había enviado, y quién sería de tanto servicio para mí.
Este eclesiástico estuvo sólo un momento durante mi llegada. ¡Cuánto mejor en el camino si
debo ser pasajera, si lo tuviera conmigo! Porque en ese país miraban a las señoras, acompañadas
con eclesiásticos, con veneración, como personas de honor y piedad. El Padre La Combe entró
en una extraña agitación a mi llegada, Dios así lo permitió. Él dijo que todos pensarían que yo
vine tras él, y que dañaría su reputación, que en ese país era muy alta. No tenía el menor dolor
para irme. Sólo era la necesidad qué me había obligado a que me sometiera a tan desagradable
labor. El padre me recibió con frialdad, y de tal manera como para permitirme ver
suficientemente sus sentimientos, y de hecho reduplicó mi dolor.
Le pregunté si requería que me volviera, agregando, que si lo hiciera, “me marcharía en ese
momento no obstante, de estar agobiada y agotada, ambas con cansancio y ayunos.” Dijo que no
sabía cómo el Obispo de Verceil tomaría mi llegada, después de que había entregado todas sus
expectativas a él, y después que hacía mucho tiempo, y así obstinadamente, se negó a las
serviciales ofertas que me había hecho; desde entonces ya no expresó ningún deseo de verme.

Entonces me parecía como si fuera rechazada de la faz de la tierra, sin poder hallar ningún
refugio, y como si todas las criaturas se hubieren combinado para aplastarme.

122
Pasé esa noche sin dormir, no sabiendo qué curso me vería obligada a tomar, siendo perseguida
por mis enemigos, y objeto de desgracia para mis amigos. Cuando se supo en la posada, que era
conocida del Padre La Combe, me trataron con más respeto y bondad. Ellos lo estimaban como
un santo. El padre no supo como decirle al obispo de mi llegada, y sentí su dolor más que si
fuera mío propio. En cuanto aquel Prelado supo que hube llegado, envió a su sobrina que me
tomó en su carruaje, y me llevó a su casa. Estas cosas fueron arregladas fuera de toda ceremonia;
y el obispo, no habiéndome visto todavía, no supe qué pensar en una jornada tan inesperada,
después de que me había negado tres veces, aunque él envió expresos con el propósito de
traerme. Él estaba de mal humor conmigo. No obstante, cuando se informó que mi plan no era
quedarme en Verceil, sino ir a la casa de la Marquesa de Prunai, dio órdenes para que se me
tratara bien. No podría verme hasta que el domingo de Pascua hubiese terminado. Él ofició toda
la víspera y todo ese día. Después de que acabara, entró en un coche en la casa de su sobrina para
verme. A pesar de que él apenas entendía francés no mejor que yo el italiano, estaba muy
satisfecho con la conversación que tuvo conmigo. Parecía tener tanto favor por mí como
indiferencia antes.

Él concibió mientras una fuerte amistad por mí como si yo hubiera sido su hermana; y su único
placer, en medio de sus incesantes ocupaciones, era venir y pasar media hora conmigo hablando
de Dios. Le escribió al Obispo de Marsella para agradecerle el haberme protegido allí en las
persecuciones. Le escribió al Obispo de Grenoble; y no omitió nada para manifestar su
consideración por mí. Ahora parecía pensar exclusivamente en hallar los medios para detenerme
en su diócesis. Él no quería oír hablar de mi vida para ver a la Marquesa de Prunai. Al contrario,
la escribió para que viniese y se estableciera conmigo en su diócesis. Le envió al Padre La
Combe, con el propósito de exhortarla a venir; asegurándola que nos uniría a todos para hacer
una congregación. La Marquesa participó prontamente en ello, y así como su hija. Ellas habrían
venido con el Padre La Combe, pero la Marquesa estaba enferma. El obispo era activo y serio
buscando y estableciendo una sociedad con nosotros, y encontró varias personas pías y algunas
señoras jóvenes muy devotas, que estaban preparadas para venir a unírsenos. Pero no era la
voluntad de Dios el organizarme así, sino para crucificarme todavía más. La fatiga del viaje me
hizo enfermar. También la muchacha que traje de Grenoble cayó enferma. Sus amistades, que
eran codiciosas interpretaron en sus cabezas que, si muriese a mi servicio, yo conseguiría que
ella hiciera un testamento a mi favor.

Estaban muy equivocados. Lejos de desear la propiedad de otros, me había desprendido de la


mía. Su hermano, preso de este temor, vino con toda rapidez; la primera cosa sobre la que habló,
aunque la encontró recuperada, fue de hacer un testamento. Eso hizo un gran ruido en Verceil.
Quería que ella volviera con él, pero ella se negó. Le aconsejé que hiciera lo que su hermano
deseaba. Él contrajo amistad con algunos de los funcionarios de la guarnición, a quienes contó
historias ridículas, como que yo quería usar a su hermana mal. Él aparentaba que ella era una
persona de calidad. Ellos departieron de lo que me asustaba,--que yo vine detrás del Padre La
Combe. Ellos incluso lo acosaban para que les contara sobre mí. Se perturbó mucho el obispo,
pero no podía remediarlo. La amistad que tenía conmigo se incrementaba cada día; porque, como
él amaba a Dios, así lo hacía con todos aquellos quienes consideraba que deseaban amar a Dios.
Cuando me vio tan indispuesta, vino a verme con asiduidad y caridad, cuando sus ocupaciones le
dejaba tiempo libre. Me hizo pequeños regalos de frutas y otras cosas.
Tenían celos de su amistad. Dijeron que yo había venido a arruinarlo, y para que se llevara su
dinero a Francia, lo que estaba muy lejos de mis pensamientos. El obispo pacientemente soportó
estas afrentas, esperando a pesar de eso mantenerme en su diócesis, puesto que debía
recuperarme. El Padre La Combe era la prebenda del obispo y su confesor. Él le tenía mucha
estima. Dios hizo uso de él para convertir algunos de los funcionarios y soldados, quienes, de ser
hombres de vidas escandalosas, se volvieron modelos de piedad. En ese lugar todo estaba
mezclado con cruces, pero se ganaron almas para Dios.
123
Había algunos de sus frailes, que, después de su ejemplo, estaban avanzando hacia la perfección.
Yo no entendía su idioma ni ellos el mío, el Señor nos hizo entendernos el uno al otro en aquello
concerniente con Su servicio. El Rector de los Jesuitas tomó su tiempo, cuando el Padre La
Combe se hubo marchado del pueblo, para probarme, como él dijo. Él había estudiado materias
teológicas, que yo no entendía. Propuso varias preguntas. El Señor me inspiró contestarle de
semejante manera, que se marchó sorprendido y satisfecho. Él no podía abstenerse de hablar de
ello. Los Barnabitas de París, o mejor dicho al Padre de la Mothe se le metió en la cabeza el
intentar traer al Padre La Combe para que predicase en París. Él escribió al Padre-general sobre
eso, porque ellos no tenían ninguno en París para apoyar su convento, que su iglesia estaba
desierta; que era una pena el dejar a semejante hombre como el Padre La Combe en un lugar
donde él sólo viciaba su idioma. Era necesario hacer que sus finos talentos aparecieran en París,
donde él no podía llevar la carga de la casa, si no le dieran un ayudante de tal calificación y
experiencia. ¿Quién no habría pensado que todo esto era sincero? El Obispo de Verceil, que era
muy amigo del Padre-general, teniendo aviso de eso, se opuso, y contestó que estaría haciéndole
el mayor daño al quitarle un hombre que le era tan sumamente útil, y en un momento cuando
tenía mucha necesidad de él.

El Padre-general de los Barnabitas no aceptaría la demanda del Padre de la Mothe, por miedo de
ofender al Obispo de Verceil. Acerca de mí, mi indisposición aumentó. El aire, de allí que es
muy malo, me causaba una tos incesante, con frecuentes apariciones de fiebre. Empeoré tanto
que llegué a pensar que no podría superarlo. Se afligió el Obispo al verme así, pero, habiendo
consultado a los médicos, le aseguraron que el aire del lugar era mortal para mí, después de lo
cual me dijo, “prefiero más bien tenerla viva, aunque distante de mí, que verla morirse aquí.”
Abandonó su plan de establecer su congregación, porque mi amiga no se establecería allí sin mí.
La señora de Génova no podía dejar su propia ciudad fácilmente, donde era respetada. La
Genovesa suplicó el instalar allí lo que el Obispo de Verceil había querido que ella preparara.
Casi era una congregación como la de la Señora de Miramion. Cuando el Obispo propuso esto la
primera vez, sin embargo, según parecía, tuve un presentimiento de que no tendría éxito, y que
no era lo que nuestro Señor requería de mí, aunque yo me rendí sumisamente a tan buena
propuesta, sólo fue por reconocer los muchos favores especiales de este prelado. Estaba segura
que el Señor me haría conocer bien cómo prevenir lo que Él quisiera requerir ahora de mí. Como
este prelado bueno vio que debía resignarse a dejarme ir, me dijo, “Usted está dispuesta para
estar en la diócesis de Génova, y allí ellos la perseguirán y la rechazaran; yo, quién la tendría con
mucho gusto, no puedo retenerla.” Le escribió al Padre La Mothe diciéndole que debía irme en
primavera, en cuanto el tiempo lo permitiera. Él sentía verse obligado a dejarme ir. Todavía aun
esperaba retener al Padre La Combe, que probablemente podría haber estado, de no recibir la
noticia de la muerte del Padre-general dando esto otro giro.

Aquí fue cuando escribí sobre el Apocalipsis, y que allí se me dio una certeza mayor de todas las
persecuciones de los sirvientes más fieles de Dios. Aquí también fui fuertemente movida para
escribir a la Señora De Ch------. Lo hice con gran sencillez; y lo que escribí fue como los
primeros cimientos de lo que el Señor requería de ella, habiéndose agradado de hacer uso de mí
para ayudarla a conducirla en Sus caminos, siendo una persona a quien yo estoy muy unida, y
por ella a otros. El amigo del Obispo de Verceil, el Padre-general de los Barnabitas, partió de
esta vida.
Tan pronto hubo muerto, el Padre de La Mothe escribió al Vicario general que ahora ocupaba su
puesto hasta que otro fuera elegido, renovando su demanda para tener al Padre La Combe como
ayudante. El padre, oyendo que me obligaban a causa de mi indisposición a volver a Francia, le
envió una orden al Padre La Combe para volver a París, y para acompañarme en mi viaje, así de
este modo al hacerlo se le dispensaría en su convento en París, ya pobre, por los gastos de tan
largo viaje. El Padre La Combe, quien no se tragó el veneno que había bajo esta justa opinión,
consintió eso; sabiendo que era mi costumbre el tener algún eclesiástico conmigo cuando
124
viajaba. El Padre La Combe se marchó doce días antes que yo, para llevar a cabo algunos
negocios, y esperarme para pasar a través de las montañas, ya que en ese lugar era donde yo
tenía la mayor necesidad de una escolta. Me puse en camino por Cuaresma, el tiempo entonces
era bueno. Fue una separación triste para el Obispo. Me dio lastima de él; estaba muy afectado
de perdernos a ambos, al Padre La Combe y a mí. Hizo que me acompañaran hasta Turín,
costeándolo de su propio dinero, dándome un señor y uno de sus eclesiásticos para
acompañarme. En cuanto se tomó la resolución de que el Padre La Combe debía acompañarme,
el Padre La Mothe informó por todas partes “que le habían obligado a hacerlo, para hacerle
volver a Francia.” Él se extendió sobre el apego que yo tenía por el Padre La Combe, fingiendo
tener lástima de mí. En esto todo el mundo dijo que debía de ponerme bajo la dirección del Padre
de La Mothe. Mientras tanto él falsamente palió la malignidad de su corazón, escribiendo cartas
llenas de estima al Padre La Combe, y algunas a mí llenas de ternura, “deseando traerse a su
estimada hermana, y servirla en sus enfermedades, y en las penalidades de tan largo viaje; que él
conmovido, se sentía obligado a ello por su cariño”; con muchas otras cosas de igual naturaleza.

No podía atreverme a partir sin ir a ver a mi buena amiga, la Marquesa de Prunai, a pesar de la
dificultad de los caminos. Hice que me llevaran, siendo casi imposible ir por otro sitio a causa de
las montañas. Estaba sumamente alegre al verme llegar. Nada podría ser más cordial que lo que
pasó entre nosotras. Fue entonces que reconoció que todo lo que le dije había sucedido. Un
eclesiástico bueno, que vive con ella, me dijo lo mismo. Nosotros hicimos ungüentos y escayolas
juntos, y le di el secreto de mis remedios, yo la animé, y, por tanto, el Padre La Combe hizo, para
establecer un hospital en ese lugar; qué se hizo mientras nosotros estábamos allí. Contribuí con
mi óbolo a ello, qué ha sido siempre bendición a todos los hospitales, que se han establecido
alguna vez confiando en la Providencia. Creo que me he olvidado de decir, que el Señor había
hecho uso de mí para establecer uno cerca de Grenoble, que subsiste sin ningún otro fondo que
los proporcionados por la Providencia. Mis enemigos hicieron uso de eso después para
calumniarme, diciendo que yo había gastado la riqueza de mis hijos estableciendo hospitales,
aunque, lejos de gastar nada de su riqueza, yo les había dado incluso de la mía. Todos esos
hospitales sólo se han establecido con los fondos de la Providencia divina que es inagotable.
Pero de manera que ello ha sido ordenado para mi bien, que todo lo que nuestro Señor me ha
hecho hacer para Su gloria se ha convertido algunas veces en cruces para mí.

Tan pronto como se determinó que debía irme a Francia, el Señor me hizo saber, que era para
tener las mayores cruces que alguna vez tuve. El Padre La Combe tenía el mismo sentir. Me
alentó a que me resignara a la voluntad divina, y para convertirme en una víctima ofrecida
libremente para nuevos sacrificios. También me escribió, “¿Si no fuese una cosa muy gloriosa
para Dios, si Él nos hiciera servir en esa gran ciudad, para espectáculo a los ángeles y a los
hombres?” Me retiré con un espíritu de sacrificio, para ofrecerme a mi misma para los nuevos
tipos de castigos, si agradaba a mi estimado Señor. A lo largo del camino algo dentro de mí
repetía las mismas palabras de San. Pablo: “Ahora, he aquí, ligado yo en espíritu, voy a
Jerusalén, sin saber lo que allá me ha de acontecer; salvo que el Espíritu Santo por todas las
ciudades me da testimonio, diciendo que me esperan prisiones y tribulaciones. Pero de ninguna
cosa hago caso, ni estimo preciosa mi vida para mí mismo, con tal que acabe mi carrera con
gozo.” (Hechos 20:22,23,24.) No podía abstenerme de testificarlo a mis amigos más íntimos, que
intentaron con ahínco el persuadirme para detenerme, y que no siguiera.
Estaban todos deseosos de contribuir con una porción de lo que tenían, para que me asentara allí,
y evitar mi llegada a París. Pero hallé mi deber proseguir mi camino, y sacrificarme a mi misma
por Él quién primero se sacrificó por mí. En Chamberry vimos al Padre La Mothe, que iba a la
elección de un Padre-general. Sin embargo, él afectó una apariencia de amistad, no era difícil
descubrir que sus pensamientos eran diferentes de sus palabras, y que había concebido planes
oscuros contra nosotros. Hablo no de sus intenciones, sino para obedecer la orden que se me ha
dado de no omitir nada. Necesariamente me veré obligada a menudo a hablar de él.
125
Desearía con todo mi corazón si estuviera en mi poder suprimir lo que tengo que decir de él. Si
lo que ha hecho solo fuera respecto a mí, enterraría de buena gana todo; pero pienso que me debo
a la verdad, y a la inocencia del Padre La Combe, tan cruelmente perseguido, y gravemente
aplastado tanto tiempo, por horribles calumnias, por un encarcelamiento de varios años, que con
toda probabilidad durará mientras viva. Sin embargo, el Padre La Mothe puede parecer acusado
excesivamente en lo que digo de él, yo protesto solemnemente, y en la presencia de Dios que
paso por alto, y en silencio por muchas de sus malas acciones.

CAPITULO 19

Apenas hube llegado a París, cuando prontamente descubrí los negros planes preparados contra
el Padre La Combe y contra mí. El Padre La Mothe que dirigía toda la tragedia, disimulaba
diestramente, según su costumbre; adulándome en mi cara, mientras que con entusiasmo
procuraba dañarme a mis espaldas. Él y sus confederados querían, por su propio interés,
persuadirme para ir a Montargis (mi lugar de nacimiento), esperando, por eso, conseguir la
protección de mis hijos, y disponer de mi persona y efectos. Todas las persecuciones del Padre
La Mothe, y mi familia han sido motivadas por su parte mirando a su interés; aquellos que han
saltado de rabia y venganza contra el Padre La Combe, porque él, como mi director, no me
obligó a hacer lo que querían; además de por celos. Puedo entrar en largos detalles sobre esto,
suficientes para convencer a todo el mundo; pero los suprimo, para evitar alargarme. Sólo diré,
que amenazaron con privarme de lo poco que había reservado para mí. A esto sólo contesté, que
no recurriría a la ley, si ellos estuvieran resueltos a quitarme lo poco que me había quedado
(poco de hecho en comparación con lo que había dado) renunciaría a ello completamente por
ellos; siendo bastante libre y deseosa no sólo para ser pobre, sino para estar incluso en la más
extrema necesidad, en imitación de nuestro Señor Jesucristo. Llegué a París en la víspera de la
Magdalena, en 1686, exactamente cinco años después de mi salida de esa ciudad. Después de
que llegó el Padre La Combe, pronto fue seguido y muy aplaudido. Percibí algo de envidia por
esto en el Padre La Mothe, pero no pensé que se llevarían estas cuestiones tan lejos como han
sido llevadas. La mayor parte de los Barnabitas de París, y su vecindario, se unieron contra el
Padre La Combe, inducidos por varias causas particularmente relacionadas con su orden. Pero
todas sus calumnias y malas intenciones fueron derribadas por la sencilla piedad que manifestó,
y la bondad de sus obras de las qué se beneficiaron multitudes. Había depositado una pequeña
suma de dinero en sus manos (con el consentimiento de su superior), entregada para el ingreso de
una monja. Pensé para mi misma, que en conciencia estaba obligada a hacerlo. Ella se había ido
de los Nuevos católicos, por medio de mí. Era esa joven a quien mencioné antes, quien el
sacerdote de Gex quiso ganarse. Cuando es bonita, aunque muy prudente, siempre continuó allí a
causa del temor, cuando tal se expone uno en el mundo. La Mothe quería tener ese dinero, y
expresó a La Combe que, si él no me hiciera dárselo para una pared, que tenía que reconstruir en
su convento, le haría padecer por esto. Pero este último, quién siempre es honrado, contestó que
él no podía en conciencia aconsejarme que hiciera otra cosa, pero que yo ya me había resuelto,
en favor de esa joven. De ahí que él y el provincial anhelaran ardientemente satisfacer sus deseos
de venganza. Emplearon todos sus pensamientos en los medios para efectuarlos. Un hombre muy
malo que fue empleado para ese propósito, escribió libelos difamatorios, declarando que las
proposiciones de Molinos, que había estado los dos últimos años en Francia, era el parecer del
Padre La Combe.

Se extendieron estos libelos por todas partes en la comunidad. El Padre La Mothe el provincial,
actuando como personas muy afectadas a la iglesia, los llevaron al oficial, o juez de la corte
eclesiástica, quien se incorporó al oscuro plan. Ellos se los mostraron al Arzobispo, diciendo,
“que ello estaba fuera de su celo, y que estaban sumamente afligidos por que uno de su
hermandad fuese un hereje, y como tal execrable.”

126
También me condujeron a mí, pero más moderadamente, diciendo que el Padre La Combe casi
siempre estaba en mi casa, lo que era falso. Apenas podría verlo en absoluto excepto en el
confesionario, y entonces durante un tiempo muy corto. Diversas cosas igualmente falsas las
esparcieron libremente involucrándonos a nosotros dos. Ellos mismos acordaron llevar una cosa
más allá, probablemente para favorecer su conspiración. Supieron que había estado en Marsella,
y pensando que tenían un buen fundamento para una nueva calumnia. Falsificaron una carta de
una persona en Marsella (yo oí que era del Obispo) dirigida al Arzobispo de París, o a su oficial,
en la que ellos escribieron el escándalo más abominable. El Padre La Mothe vino para intentar
arrastrarme a su trampa, y hacerme decir, en la presencia de las personas que había traído, que yo
había estado en Marsella con el Padre La Combe. “Hay,” dijo él, “informes escandalosos contra
usted, enviados por el Obispo de Marsella. Usted ha caído allí en un gran escándalo con el Padre
La Combe. Hay bastantes evidencias de ello.” Contesté con una sonrisa, “La calumnia se inventa
bien; pero habría sido apropiado saber primero si el Padre La Combe había estado en Marsella,
porque yo no creo que haya estado nunca en su vida. Mientras yo estaba allí, el Padre La Combe
estaba trabajando en Verceil.” Estaba perplejo y se fue, diciendo, “está dando testimonio de su
verdadero ser.” Fue inmediatamente a preguntarle al Padre La Combe si él no hubiera estado en
Marsella. Aseguró que él nunca había estado allí. Ellos se toparon con la decepción. Entonces
propagaron que no era Marsella sino Seisel. Ahora Seisel es un lugar en el que nunca he estado,
y no hay ningún obispo allí.

Usaron todas las estratagemas imaginables para aterrarme con amenazas, falsificando cartas, y
crónicas dirigidas contra mí, acusándome de enseñar doctrinas erróneas, y de vivir una vida
mala, e instándome a que huyera del país para escapar a las consecuencias de las denuncias.
Fracasando en todo esto, a la larga La Mothe se quitó la máscara, y me dijo en la iglesia, ante La
Combe, “es ahora, mi hermana que usted debe pensar en huir, usted está acusada con crímenes
de tintes profundos.” No me conmoví lo más mínimo, sino contesté con mi tranquilidad usual,
“Si soy culpable de tales crímenes no pueden castigarme severamente; porque no huiré o saldré
de esta manera. He hecho una profesión abierta a mi misma de consagración completa a Dios. Si
he hecho cosas ofensivas a Él, quien yo desearía que ambos amaran, y causar que fuera amado
por el mundo entero, incluso a costa de mi vida, si mi castigo fuera un ejemplo al mundo; pero si
soy inocente, para mí huir, no es la manera para que mi inocencia sea creída.” Se hicieron
esfuerzos similares para derribar al Padre La Combe. Tergiversaron groseramente las palabras de
él al rey, y procuraron una orden para su arresto y encarcelamiento en la Bastilla. Aunque en su
proceso apareció completamente inocente, y no podían encontrar nada después de lo cual
justificar una condenación, todavía le hicieron creer al rey que era un hombre peligroso en temas
de religión. Él estaba entonces encerrado en una segura fortaleza de la Bastilla de por vida; pero
cuando sus enemigos oyeron que el capitán de esa fortaleza lo apreciaba, y lo trataba
bondadosamente, ellos lo cambiaron a un lugar mucho peor. Dios que mira todo, premiará a cada
hombre según sus obras. Yo sé por una comunicación interior que él está muy bien satisfecho, y
totalmente resignado a Dios. La Mothe ahora se esforzaba más que nunca para inducirme a huir,
asegurándome que, si me fuera a Montargis, estaría fuera de todo problema; pero que si no lo
hiciera, pagaría por ello. Él insistió en que lo tomara como mi director, lo que yo no podía
aceptar. Me desacreditó dondequiera que fue, y escribió a sus hermanos para que hicieran lo
mismo. Ellos me enviaron cartas muy injuriosas, asegurándome que, si no me pusiera bajo su
dirección, sería deshecha. Todavía tengo las cartas conmigo.
Un padre me deseó en este caso hacer de la necesidad virtud. No, algunos me aconsejaron que
fingiera ponerme bajo su dirección, y engañarlo. Aborrecí la idea del engaño.
Soporté todo con la más gran tranquilidad, sin tener ninguna preocupación por justificarme o
defenderme, dejándoselo completamente a Dios, el ordenar como le agradase sobre mí. Aquí
menciono que se agradó misericordiosamente aumentar la paz de mi alma, mientras todos
parecían gritar contra mí, y mirándome como una criatura infame, excepto esos pocos que me
conocían bien por una cercana unión de espíritu.
127
En la iglesia yo oí a las personas detrás de mí exclamar contra mí, e incluso unos sacerdotes
diciendo que era necesario expulsarme de la iglesia. Me abandoné a mi misma a Dios sin
reservas, estando preparada del todo para soportar los sufrimientos más rigurosos y torturas, si
tal era Su voluntad. Nunca hice ninguna petición por el Padre La Combe o por mí, aunque
cargada con eso entre otras cosas. Le deberé todo a Dios, no tengo dependencia de ninguna
criatura. Yo no diría que nadie sino Dios habían hecho a Abraham rico. Génesis 14:23. Perder
todo por Él es mi mejor ganancia; y ganar todo sin Él sería mi peor pérdida. Aunque en este
momento un grito general se levantó contra mí, Dios no dejó de hacer uso de mí para ganar
muchas almas para Él. En lo más furioso de la persecución contra mí, más niños se me dieron, en
quienes el Señor confirió grandes favores a través de Su sierva.

Uno no debe juzgar a los sirvientes de Dios por lo que dicen sus enemigos, ni por ser perseguido
bajo las calumnias sin ningún recurso. Jesús Cristo expiró bajo dolores. Dios usa ello para guiar
a Sus más queridos sirvientes, para hacerlos conforme a Su Hijo, en quien Él siempre se agrada.
Pero pocos sitúan esa conformidad donde ha de ser. No está en dolores voluntarios o
austeridades, sino en aquellos que se sufren en la vida en una sumisión conforme a la voluntad
de Dios, en una renuncia completa de nuestros egos, al extremo que Dios pueda ser nuestro todo
en todo, dirigiéndonos según Sus parecer, y no por el nuestro, qué generalmente está opuesto al
Suyo. Toda perfección consiste en estar en completa conformidad con Jesús Cristo, no en las
cosas brillantes que los hombres estiman. Sólo se verá en la eternidad quienes son los verdaderos
amigos de Dios. Nada Le agrada sino Jesús Cristo, y aquellos quienes llevan Su marca o
carácter. Me presionaban continuamente para que huyera, aunque el Arzobispo había hablado
conmigo, y me rogó que no dejara París. Pero ellos quisieron dar la apariencia de criminalidad a
mí y al Padre La Combe por mi fuga. No sabían como hacerme caer en las manos del oficial. Si
ellos me acusaran de crímenes, debe ser ante otros jueces. Cualquier otro juez habría visto mi
inocencia; el que da falso testimonio habría corrido el riesgo de ser penado por ello.
Continuamente difundían historias de crímenes horribles; pero el oficial me aseguró que no había
oído mencionar ninguna. Él estaba asustado, que debería retirarme fuera de su jurisdicción.
Entonces hicieron creer al rey “que era una hereje que mantenía una correspondencia literaria
con Molinos (yo, que nunca supe que había un Molinos en el mundo, hasta que la Gaceta me
habló de él) que yo había escrito un libro peligroso; y que con esos informes sería necesario
emitir una orden para ponerme en un convento, para que puedan examinarme. Yo era una
persona peligrosa, que sería apropiado encerrarme con llave, para no permitirme ningún trato con
ninguno; ya que continuamente sostuve asambleas,” lo qué era completamente falso. Para apoyar
esta calumnia mi letra fue falsificada, y se falsificó una carta como mía, significando, que tenía
“grandes planes, pero temía que resultaran abortados, por el encarcelamiento del Padre La
Combe, por que razón había dejado de mantener asambleas en mi casa, porque estaba siendo
vigilada estrechamente; pero que las mantendría en las casas de otras personas.” Esta carta
falsificada se la mostraron al rey, y sobre esto se dio una orden para mi encarcelamiento. Esta
orden se tendría que haber ejecutado dos meses antes, pero había caído muy enferma. Tenía
dolores inconcebibles y fiebre. Algunos pensaron que tenía una inflamación en mi cabeza. El
dolor que sufrí durante cinco semanas me hizo delirar. Tenía también un dolor en el pecho y una
violenta tos. Dos veces recibí el santo sacramento, cuando se pensaban que yo estaba expirando.
Una de mis amigas había informado al Padre La Mothe, (no conociendo que fue su mano, la que
encarceló al Padre La Combe) que me había enviado un certificado de la inquisición en favor del
Padre La Combe, habiendo oído que su poseedor lo había perdido. Esto contestó muy bien a
propósito; porque habían hecho creer al rey que él había huido de la inquisición; pero esto le
mostró lo contrario.
Entonces el Padre La Mothe vino a mí, cuando estaba con un dolor excesivo, simulando todo el
afecto y ternura que pudo, y diciéndome “que el asunto del Padre La Combe estaba yendo muy
bien, que estaba listo para salir de prisión con honor, que estaba muy alegre por ello. Si él tuviera
sólo este certificado, sería liberado pronto. Démelo entonces,” dijo él, “y será soltado
128
inmediatamente.” Al principio yo hice una objeción para hacerlo. “¡Cómo! dijo él, quiere usted
ser la causa que arruine al pobre Padre La Combe, teniendo en su poder el salvarlo, y
causándonos esta aflicción, por que desea usted tenerla en sus manos.” Cedí, pidiendo que fuera
traído y se lo entregué. Pero él lo hizo desaparecer, y extendió que estaba perdido. Nunca
conseguimos que lo devolviera. El Embajador de la Corte de Turín me envió un mensajero por
este certificado, destinado para servir al Padre La Combe. Lo remití al Padre La Mothe. El
mensajero fue a él y se lo pidió. Negó que yo se lo hubiera dado, diciendo, “Su cerebro se
desordena lo qué le hace imaginarlo.” El hombre regresó a mí y me dijo su respuesta. Las
personas en mi cámara fueron testigos de que se lo había dado. A pesar de todo no significó
nada; no podía recuperarlo de sus manos; sino al contrario, me insultó, y también hizo que lo
hicieran otros, aunque yo estaba tan débil que parecía estar a las mismas puertas de la muerte.
Me dijeron que sólo esperaban por mi recuperación para arrojarme en prisión. Él hizo creer a sus
hermanos que yo había tratado de enfermar. Me escribieron, que era por mis crímenes que yo
sufrí; y que debo ponerme bajo el mando del Padre La Mothe, por otra parte debo arrepentirme;
que estaba loca y debía ser atada; y que era un monstruo de orgullo, puesto que yo no sufriría el
ser dirigida por el Padre La Mothe. Cosas así eran mi fiesta diaria en mi dolor extremo;
abandonada por mis amigos, y oprimida por mis enemigos; aquellos se avergonzaban de mí, por
las calumnias que fraguaron y diligentemente propagaban; esto último les permitió perseguirme;
bajo todo guardé silencio, abandonándome al Señor.

No había ningún género de infamia, error, hechicería, o sacrilegio de los que no me acusaran. En
cuanto pudieron me llevaron a la iglesia en una silla, se me dijo que tenía la prebenda de hablar.
(Era una trampa concertada entre el Padre La Mothe y el Canónigo del convento donde me
hospedaba). Le hablé con mucha sencillez, y aprobó lo que dije. Todavía, dos días después de
que propagaran que yo había proferido muchas cosas, y acusado a muchas personas; y por esto
ellos procuraban el destierro de varias personas con quienes estaban disgustados, personas
quienes yo nunca había visto, o de quienes nunca oí. Eran hombres de honor. Se desterró a uno
de ellos, porque dijo que mi pequeño libro es bueno. Es notable que ellos no dicen nada a
aquellos que prefijaron sus aprobaciones, y que, lejos de condenar el libro, se reimprimió desde
que yo he estado en prisión, y los anuncios de él han sido hechos en el palacio del Arzobispo, y
por París. Con respecto a otros, cuando ellos encuentran faltas en sus libros, condenan los libros
y dejan a la persona en libertad; pero en cuanto a mí, mi libro es aceptado, vendido y difundido,
mientras yo soy mantenida prisionera. El mismo día que esos señores fueron desterrados, yo
recibí una carta sellada, una orden lacrada para trasladarme al Convento de la Visitación de
Santa María, en un suburbio de San, Antoine. Lo recibí con una tranquilidad que sorprendió al
portador sumamente. No podía abstenerse de expresarlo, habiendo visto el dolor extremo de
aquellos que sólo fueron desterrados. Él estaba tan emocionado con esto como para derramar
lágrimas. Y aunque su orden era llevarme inmediatamente, no tuvo miedo de confiar en mí, sino
que me dejó todo el día, solicitando el trasladarme a Santa, María por la tarde. En ese día muchos
de mis amigos vinieron a verme, y me encontraron muy animada, lo que sorprendió a todos los
que conocían mi caso. No podía estar de pie, estaba muy débil, teniendo fiebre todas las noches,
y hacía solo una quincena desde que se pensaban que yo estaba expirando. Imaginé que ellos me
dejarían a mi hija y a la criada para servirme.

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CAPITULO 20

El 29 de enero de 1688, yo fui a Santa María. Allí me hicieron saber que no podía tener a mi hija
ni una criada para servirme, sino que debía ser encerrada con llave sola en una cámara. De hecho
conmovió mi corazón cuando me quitaron a mi hija. Ellos no le permitirían estar en esa casa, ni
que alguien me trajera alguna noticia de ella. Me obligaron entonces a que sacrificara a mi hija,
como si ella no fuera mía nunca más. Las personas de la casa estaban predispuestas con tan
espantosos informes de mí, que me miraban con horror. Para mi carcelero ellos designaron
especialmente a una monja que, ellos pensaron, me trataría con gran rigor, y no se equivocaron
en eso. Me preguntaron quién era ahora mi confesor. Yo lo nombré; pero le embargó tal miedo
que lo negó; aunque yo podía presentar a muchas personas que me habían visto en su
confesionario. Entonces dijeron que me habían cogido en una mentira; yo no era de fiar. Mis
amistades dijeron entonces que ellas no me conocían, y otros estaban en libertad para inventar
historias, y decir toda clase de mal sobre mí. La mujer, nombrada como mi guardián, fue ganada
por mis enemigos, para atormentarme como un hereje, una fanática, una chiflada y una hipócrita.
Solo Dios sabe lo que ella me hizo sufrir. Cuando ella buscó sorprenderme en mis palabras, los
miré, para ser más exacto por ellos; pero me fue peor por esto. Hice empeorar más las cosas y les
di más ventajas sobre mí, junto a los problemas de mi propia mente por esto. Me abandoné a mí
misma a como estaba, y resolví que, aunque esta mujer me llevaría al patíbulo, por los informes
falsos que estaba llevando continuamente a la priora, que yo me resignaría simplemente a mi
porción; así que yo re-entré en mi condición anterior. Monsieur Charon el Oficial, y un Doctor
de la Sorbona, vinieron cuatro veces para examinarme. Nuestro Señor me hizo el favor que Él
prometió a Sus apóstoles, para hacerme contestar mucho mejor que si yo hubiera estudiado.
Lucas 21:14,15. Me dijeron, si yo me hubiera explicado, como lo hice ahora, en el libro titulado,
Método Corto y Fácil de Oración, yo no estaría ahora aquí.

Mi último examen trataba sobre una carta falsa, que leyeron y me permitieron verla. Les dije que
la letra no era en ninguna manera parecida a la mía. Dijeron que era sólo una copia; que tenían el
original en casa. Yo deseé verlo, pero no podía obtenerlo. Les dije que nunca lo escribí, ni
conocía a la persona a quien estaba dirigida; pero apenas tomaron alguna reseña de lo que dije.
Después de que esta carta fue leída, el oficial se volvió a mí y dijo, “ve, señora, que después de
semejante carta había suficiente base para encarcelarla.” “Sí, señor,” dije yo, “si la hubiera
escrito.” Les mostré sus falsedades e inconsistencias, pero todo en vano. Pasaron dos meses, y
tratada peor y peor, antes de que alguno de ellos viniera de nuevo a verme. Hasta entonces
siempre tuve alguna esperanza de que, viendo mi inocencia, me harían justicia; pero ahora vi que
no querían hallarme inocente, sino hacerme parecer culpable. El oficial llegó solo la siguiente
vez, y me dijo, “no debe hablar más de la carta falsa; que no era nada.” “¡Cómo nada!,” dije yo,
“¡falsificar la escritura de una persona, y hacerle aparecer como un enemigo al Estado!” Él
contestó, “Nosotros buscaremos al autor de ello.” “El autor,” dije yo, “no es otro que el
Escribano Gautier.” Entonces demandó donde estaban los papeles qué yo escribí sobre las
Escrituras. Yo le dije, “se los dejaré cuando estuviera fuera de prisión; mas no estaba dispuesta a
decir con quien los había alojado.” Proponed en vuestros corazones no pensar antes cómo habéis
de responder en vuestra defensa; porque yo os daré palabra y sabiduría, la cual no podrán resistir
ni contradecir todos los que se opongan. (Lucas 21:14,15.) Tres o cuatro días antes de Pascua
ocurrió de nuevo, con el doctor, y se preparó un proceso verbal contra mí por rebelión, no
dejándoles los papeles. Entonces pusieron en sus manos copias de mis escritos; porque yo no
tenía los originales. No sé dónde los han puesto aquellos que los recibieron de mí; pero estoy
firme en la fe que se guardaron todos, a pesar de la tormenta. La priora le preguntó al oficial
cómo iba mi asunto. Él dijo, muy bien, y que yo sería puesta en libertad pronto; esto llegó a ser
el decir general; pero yo tenía un presentimiento de lo contrario. Tenía una satisfacción
inexpresable y alegría sufriendo, y siendo un prisionero. El encierro de mi cuerpo me hizo
disfrutar mejor la libertad de mi mente.
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El día de San José fue para mí un día memorable; por entonces mi estado tenía más del Cielo que
de la tierra, más allá de lo que cualquier expresión pueda alcanzar. Esto fue seguido, cuando era,
con una suspensión de cada favor que entonces disfrutada, una dispensación de nuevos
sufrimientos. Me obligaron a que me sacrificara nuevamente, y beber las mismas heces del
amargo trago. Nunca tuve ningún resentimiento contra mis perseguidores, aunque conocía bien,
su espíritu y sus acciones. Jesús Cristo y los santos vieron a sus perseguidores, y al mismo
tiempo sabían que no podían tener poder excepto si no les fuera dado de lo alto. Juan 19:11*.
Amando los golpes que Dios da, uno no puede odiar la mano que Él utiliza para golpear.

* Respondió Jesús: Ninguna autoridad tendrías contra mí, si no te fuese dada de arriba; por tanto,
el que a ti me ha entregado, mayor pecado tiene. (Juan 19:11.) Unos días después, vino el oficial,
para decirme que me daba la libertad de la clausura, eso es, salir y entrar del convento. Ahora
estaban muy afanados en instar a mi hija para que consintiera a un matrimonio, que de haber
tenido lugar, habría sido su ruina. Al lograr lo aquí mencionado, la habían puesto en relación con
el señor con quien ellos querían que se casara. Toda mi confianza estaba en Dios, que Él no les
permitiría lograrlo, cuando aquel hombre no tenía ninguna tintura de Cristiandad, habiendo
abandonado sus principios y moral. Para inducirme a dejarles a mi hija me prometieron una
inmediata puesta en libertad de la prisión y de todos los cargos bajo los que estaba acusada. Pero
si me negara a ello, me amenazaron con encarcelarme de por vida y con muerte en el cadalso. A
pesar de todas sus promesas e intimidaciones, me negué persistentemente.

Poco después, el oficial y el doctor vinieron a decirle a la priora que tenía que encerrarme con
llave. Ella les manifestó que la cámara en la que yo estaba, era pequeña, teniendo una apertura a
la luz y al aire, sólo a un lado a través del cual el sol brillaba a lo largo de todo el día, y siendo el
mes de julio, pronto causará mi muerte. Ellos no hicieron ningún caso. Ella preguntó por qué
debía encerrarme con llave. Ellos dijeron que había cometido cosas horribles en su convento,
incluso dentro del último mes, y había escandalizado a las monjas. Ella protestó en contra, y les
aseguró que la comunidad entera había recibido gran edificación de mí, y no podía sino admirar
mi paciencia y moderación. Pero todo era en vano. La pobre mujer no podía refrenar las
lágrimas, ante una declaración tan lejos de la verdad. Entonces enviaron por mí, y me dijo, que
había hecho cosas viles en el último mes. ¿Pregunté qué cosas? No me las dirían. Dije entonces
que sufriría tanto tiempo y tanto como quisiera Dios; que se empezó este asunto con
falsificaciones en contra mía, y así continuaba. Que Dios era testigo de todo. El doctor me dijo,
que tomar a Dios por testigo en semejante cosa era un crimen. No contesté, nada en el mundo
podría impedirme recurrir a Dios. Estaba entonces encerrada más estrechamente que al principio,
hasta que estuviera absolutamente a punto de morir, caí con una violenta fiebre, y casi me
ahogué con el encierro del lugar, y no me permitieron ninguna asistencia.

En el tiempo de la ley antigua, había algunos de los mártires de Señor que sufrieron por afirmar y
confiar en el verdadero Dios. En la iglesia primitiva de Cristo los mártires vertieron su sangre,
por mantener la verdad de Jesús Cristo crucificado. Ahora hay mártires del Espíritu Santo,
quienes sufren por su dependencia en Él, por mantener Su reino en las almas, y por ser víctimas
de la voluntad Divina. Es este Espíritu que será derramado sobre toda carne, como dice el profeta
Joel. Los mártires de Jesús Cristo han sido mártires gloriosos, habiendo bebido Él la confusión
de ese martirio; pero los mártires del Espíritu Santo son mártires de reproche e ignominia. El
Diablo nunca más puede ejercer su poder contra su fe o creencia, pero ataca directamente el
dominio del Espíritu Santo, oponiéndose a Su movimiento celestial en las almas, y descargando
su odio en los cuerpos de aquellos cuyas mentes no puede herir. Oh, Santo Espíritu, un Espíritu
de amor, permíteme estar siempre sometida a Tú voluntad, y, como una hoja se mueve antes del
viento, así permíteme que sea movida por Tu Divino soplo. Como el viento impetuoso rompe
todo lo que se le resiste, así rompe a todos los que se oponen a Tu imperio.

131
Aunque me han obligado a que describa el procedimiento de aquellos que me persiguen, no lo he
hecho con resentimiento, ya que los amo en mi corazón, y he orado por ellos, dejando a Dios el
cuidado de defenderme, y abandonándome a sus manos, sin hacer ningún movimiento de mi
misma para ello. He aprehendido y creído que Dios me haría escribir todo sinceramente, que Su
nombre pueda glorificarse; que las cosas hechas en secreto contra Sus sirvientes un día serán
publicadas desde los tejados; por más que ellos se esfuercen por ocultarlas de los ojos de los
hombres, es más la voluntad de Dios a Su propio tiempo hará todo manifiesto. El 22 de agosto de
1688, se pensó que yo estaba para salir de prisión, y todo parecía tender a ello. Pero el Señor me
dio un sentido de que lejos de estar deseosos por liberarme, ellos estaban tendiendo solamente
nuevas trampas para dañarme más eficazmente, y hacer al Padre La Mothe conocido por el rey, y
estimado por él. En el día mencionado que era mi cumpleaños, tenía cuarenta años, me desperté
bajo una impresión de Jesús Cristo en agonía, viendo el consejo de los judíos contra Él. Supe
que nadie sino Dios podría sacarme de prisión, y estaba satisfecha porque Él lo haría un día por
Su justa mano, aunque ignorante de la manera, y dejándoselo totalmente a Él. En el orden de la
Providencia Divina mi caso se puso ante la Señora de Maintenon, quien llegó a estar
profundamente interesada en los relatos que le dieron de mis sufrimientos, y a la larga procuró
mí liberación. Unos días después tuve mi primera entrevista con el Abad Fenelon. Saliendo de
Santa María me retiré en la comunidad de Mad. Miramion, donde guardé cama por una fiebre
tres meses, y tenía una pústula en mi ojo. Todavía en este tiempo me acusaban de salir
continuamente fuera, manteniendo asambleas sospechosas, junto con otras falsedades
infundadas. En esta casa se casó mi hija con Mons. L. Nicolás Fouquet, Conde de Vaux. Me
trasladé a la casa de mi hija, a causa de su gran juventud, viví con ella dos años y medio. Incluso
allí mis enemigos siempre estaban fraguando una cosa tras otra contra mí. Entonces quise
retirarme muy en secreto, al convento de los Benedictinos en Montargis, (mi lugar de
nacimiento) pero fue descubierto, y ambos amigos y enemigos juntamente lo previnieron.

La familia en la que mi hija se casó eran unos de los numerosos amigos del Abad Fenelon, tuve
la oportunidad de verlo a menudo en nuestra casa. Tuvimos algunas conversaciones sobre el
tema de la vida espiritual, en las que hizo varias objeciones a mis experiencias. Le contesté con
mi sencillez usual, cuando me encontré, que lo convencí. Como el asunto de Molinos en ese
momento hizo un gran ruido, se recelaba de las cosas poco claras, y los términos usados por
escritores místicos se refutaban. Pero le expuse todo tan claramente, y resolví plenamente todas
sus objeciones, que nadie más entendió plenamente mis sentimientos que él; lo qué desde
entonces ha sido el fundamento de la persecución que ha sufrido. Sus respuestas al Obispo de
Meaux muestran esto evidentemente a todos los que las han leído. Entonces tomé una pequeña
casa privada, para seguir la disposición que tenía para la jubilación; donde a veces tenía el placer
de ver a mi familia y a unos pocos amigos. Ciertas señoras jóvenes de San Cyr. Habían
informado a Mad. Maintenon, que encontraron en mi conversación algo que las atrajo a Dios,
ella me alentó a que continuara instruyéndolas. Por el gran cambio en algunas de ellas con
quienes antes no estaba muy contenta, ella halló que no tenía ninguna razón para arrepentirse de
esto. Ella me trató entonces con mucho respeto; y durante tres años después, mientras esto duró,
recibí de ella toda señal de estima y confianza. Pero esa misma cosa después me trajo la más
severa persecución. La entrada libre que tenía en la casa, y la confianza que algunas señoras
jóvenes de la Corte, distinguidas por su rango y piedad, depositaban en mí, les inquietó a las
personas que me habían perseguido. Los directores se ofendieron por ello, y con el pretexto de
los problemas que tuve unos años antes, comprometieron al Obispo de Chartres, Superior de San
Cyr, para presentar a Mad. Maintenon que, por mi conducta particular, perturbé el orden de la
casa; así que se unieron las mujeres jóvenes a mí, y a lo que les dije, que ya no escuchaban a sus
superiores. Así que no fui nunca más a San Cyr. Contesté a las damas jóvenes que me
escribieron, sólo por cartas no cerradas para que pasaran a través de las manos de Mad.
Maintenon. Poco después caí enferma. Los médicos, después de intentar en vano el método usual
de cura, pidieron que me arreglara con las aguas de Borbónico.
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Mi sirviente había sido inducido para darme algún veneno. Después de tomarlo, sufrí tan
intensos dolores que, sin pronto socorro, debería haber muerto en unas horas. El hombre huyó
inmediatamente, y nunca lo he visto desde entonces. Cuando estaba tomando Borbónico, las
aguas que vomité quemaban como el alcohol de vino. No tenía ninguna idea de estar siendo
envenenada, hasta los médicos del Borbónico me aseguraron esto. Las aguas tenían sino un
efecto pequeño. Lo padecí durante siete años. Dios me guardó en tal disposición de sacrificio,
que estaba completamente resignada para sufrir todo, y recibir de Su mano todo lo que pudiera
acontecerme, ya que para mí presentar alguna clase de vindicación por mí misma, sería como
golpear al aire. Cuando el Señor consiente en hacer que cualquiera sufra, Él incluso permite que
las personas más virtuosas sean fácilmente cegadas para con ellos; y confesaría que la
persecución de los malos es más que pequeña, cuando la comparamos con la de los sirvientes de
la iglesia, engañados y animados con un celo que piensan derecho. Estos eran ahora muchos, por
los artificios de que hicieron uso, que aprovecharon grandemente respecto a mí. Fui representada
a ellos en una luz odiosa, como una criatura extraña. Desde entonces, por eso, debo, O mi Señor,
estar en conformidad a Ti, para agradarte; pongo más valor en mi humillación, y sobre verme
condenada de todos, que si me viera en la cúspide del honor en el mundo. ¡Qué a menudo he
dicho, incluso en el amargor de mi corazón, que debo tener más miedo de un reproche de mi
conciencia, que del grito y condenación de todos los hombres!

CAPITULO 21

En este tiempo conocí por primera vez al Obispo de Meaux. Fui presentada por un amigo íntimo,
el Duque de Chevreuse. Le di la historia anterior de mi vida, y confesó, que había encontrado en
esta tal unción que raramente encontraba en otros libros, y que se había pasado tres días
leyéndolo, con una impresión de la presencia de Dios en su mente todo ese tiempo. Le propuse al
obispo que examinara todos mis escritos, lo que le llevó cuatro o cinco meses, y entonces
aumentaron sus objeciones; a las que di respuesta. De su desconocimiento con los caminos
interiores, no podía aclararle todas las dificultades que halló en ellos. Él confesó que
investigando en las historias eclesiásticas de edades pasadas, podemos ver que Dios a veces ha
hecho uso de hombres comunes, y de mujeres para instruir, y edificar moralmente, para ayudar a
las almas en su progreso a la perfección. Pienso que una de las razones de Dios para actuar así,
es que la gloria no se le puede atribuir a nadie, sino a Él solo. Para este propósito, Él ha escogido
las cosas débiles de este mundo, para confundir a los que son poderosos. 1Cor. 1:27*.
* “Sino que lo necio del mundo escogió Dios, para avergonzar a los sabios; y lo débil del mundo
escogió Dios, para avergonzar a lo fuerte.” (1ª Corintios 1:27.)
Celoso de las atribuciones que los hombres pagan a otros hombres, que solamente son debidas a
Él, Él ha hecho una paradoja de tales personas, que Él solo pueda tener la gloria de Sus propias
obras. Oro a Dios, con todo mi corazón, para que me aplaste del todo pronto, con la destrucción
más terrible, que sufrir el tomar el menor honor para mí, de algo que Él se agradó hacer por mí
para el bien de otros. Yo soy sólo una pobre nada. Dios es todopoderoso. Él se deleita en obrar, y
ejercer Su poder por la mera nada. La primera vez que escribí una historia sobre mí misma, fue
muy corta. En ella había particularizado mis faltas y pecados, y dije poco de los favores de Dios.
Me pidieron que la quemara, para escribir otra, y en esta no omitir nada y de este modo remarcar
lo que me había sucedido. Lo hice. Es un crimen el publicar secretos del Rey; pero es una cosa
buena declarar los favores del Señor nuestro Dios, y magnificar Sus misericordias.

Como el grito contra mí se hizo más violento, y la Señora Maintenon fue movida para declarar
contra mí, yo le envié recado a través del Duque de Beauvilliers, rogándole la cita con las
personas apropiadas para examinar mi vida y doctrinas, ofreciendo retirarme en cualquier prisión
hasta que fuera completamente exculpada. Se rechazó mi propuesta. En el entretanto, uno de mis
amigos más íntimos y partidarios, Mons. Fouquet, fue llamado por la muerte. Yo sentí su pérdida
muy profundamente, pero me regocijé en su felicidad.
133
Él era un verdadero sirviente de Dios. Decidí retirarme fuera de manera que no ofendiera a
nadie, les escribí a algunos de mis amigos, y los di un último adiós; no sabiendo si saldría airosa
de la indisposición que entonces tenía, que había sido una fiebre constante durante los últimos
cuarenta días, o me recuperaría de esta. Referente a la Condesa de G. y la Duquesa de M.,
escribí, “Cuando estas damas y otras estaban en las vanidades del mundo, cuando se iban de
juerga, y algunas de ellas estaban en el camino de arruinar a sus familias por el juego, y la
profusión de gastos en vestidos, nadie se levantó para decir algo contra esto; ellos lo sufrieron
calladamente. Pero cuando han roto y se han apartado de todo esto, entonces ellos claman contra
mí, como si yo las hubiera estropeado. Si las hubiera llevado de la piedad al lujo, no harían tal
grito. La Duquesa de M. entregándose a Dios, consideró el obligarse ella misma a dejar la corte,
que era para ella como una peligrosa piedra, para dedicar su tiempo a la educación de sus niños y
al cuidado de su familia que, hasta entonces, había abandonado. Suplico a ustedes, por tanto, que
recojan todos los informes que puedan contra mí; si soy hallada culpable de las cosas que ellos
me acusan, he de ser castigada más que cualquier otro, desde que Dios me ha llevado a conocerlo
y amarlo, y estoy bien segura que no hay ninguna comunión entre Cristo y Belial.” Les envié mis
dos pequeños libros impresos, con mis comentarios sobre las Santas Escrituras. También, por
encargo suyo, escribí una obra para facilitar su examen, y ahorrarles tanto tiempo y esfuerzo
como pude, que fue el recopilar un gran número de pasajes de escritores aceptados, que
mostraron la conformidad de mis escritos con aquellos usados por los escritores santos. Hice que
fueran transcritos a mano, cuando lo hube escrito para enviárselos a los tres comisionados.
También, como se presentó la ocasión, aclaré los lugares dudosos y oscuros. Lo había escrito en
un tiempo cuando los asuntos de Molinos no habían estallado, usé poca precaución expresando
mis pensamientos, no imaginando que alguna vez se tomarían en un sentido malo. Este trabajo
fue titulado, ‘LAS JUSTIFICACIONES’. Lo redacte en cincuenta días, y pareció muy suficiente
para aclarar la materia.

Pero el Obispo de Meaux nunca toleró que fuera leído. ¿Después de todo los exámenes, y no
encontrando nada contra mí, quién no habría pensado que me dejarían descansar en paz? Por otra
parte, mi inocencia aparecía completamente, lo que más hicieron, quiénes habían emprendido el
convertirme en criminal, fue poner todos los resortes en movimiento para conseguirlo. Ofrecí al
Obispo de Meaux ir a pasar algún tiempo en cualquier comunidad dentro de su diócesis, donde
podría enterarse mejor conmigo. Me propuso la de Santa María de Meaux, que acepté; pero
entrando en la profundidad del invierno estuve a punto de perecer en la nieve, el coche entró en
la nieve, deteniéndose cuatro horas, casi enterrándose en ella, en una profunda hondonada. Abrí
la puerta con ayuda de una sirvienta. Nos sentamos en la nieve, resignada a la misericordia de
Dios, esperando nada más que la muerte. Nunca tuve más tranquilidad de mente, aunque helada
y empapada por la nieve, que se derretía sobre nosotros. Ocasiones como estas muestran si nos
resignamos completamente a Dios o no. Esta pobre muchacha y yo estábamos con nuestras
mentes en calma, en un estado de completa resignación, aunque seguras de morir si pasábamos la
noche allí, y no viendo ninguna probabilidad de que alguien viniera a socorrernos. Al fondo
surgieron unos carromatos, que con dificultad nos arrastraron a través de la nieve. El obispo,
cuando oyó hablar de esto, se asombró, y no tuvo poca complacencia de pensar que había
arriesgado así mi vida para obedecerlo puntualmente. Todavía después lo denunció como
artificio e hipocresía. Hubo tiempos de hecho cuando encontré mi naturaleza sobrecargada; pero
el amor de Dios y Su gracia dio dulzura a la peor de mis amarguras. Su mano invisible me
apoyó; sino me habría hundido bajo tantas pruebas. A veces me dije, “todas tusondas y tus olas
han pasado sobre mí.” (Salmo 42:7). “Entesó su arco, y me puso como blanco para la saeta. Hizo
entrar en mis entrañas las saetas de su aljaba.” (Lam. 3:12,13).

134
Me pareció como si todo el mundo pensara que estaba en el derecho de tratarme mal, y
haciéndolo prestar servicio a Dios. Entonces comprendí que era la misma manera en la que Jesús
Cristo sufrió. Él fue contado con los inicuos, (Marcos 15:28.)
Él fue condenado por el pontífice soberano, sacerdotes principales, doctores de la ley, y jueces
delegados por los romanos, quienes se valoraron ellos mismos para hacer justicia. ¡Felices los
que sufriendo por la voluntad de Dios bajo todas las circunstancias que guste, tienen una relación
cercana a los sufrimientos de Jesús Cristo! Seis semanas después de mi llegada a Meaux, estaba
con una fiebre incesante, no habiéndome recuperado de mi indisposición, cuando fui aguardada
por el obispo, quien me forzaba a firmar, que yo no creía la Palabra encarnado, (o Cristo
manifestado en carne). Le contesté, que “por la gracia de Dios, sé sufrir, incluso la muerte, pero
no cómo para firmar tal falsedad.” Algunas de las monjas que oyeron por casualidad esta
conversación, y percibiendo los sentimientos del obispo, se unieron con la Priora, dando
testimonio, no sólo de mi buena conducta, sino de su creencia en la solidez de mi fe.

El obispo algunos días después, me trajo una confesión de fe, y una demanda para someter mis
libros a la iglesia, que yo podía firmar, prometiendo darme un certificado que había preparado.
En mi sumisa entrega lo firmé, él, a pesar de su promesa, se negó a darme el certificado. Algún
tiempo después, él se esforzaba para hacerme firmar su carta pastoral, y reconocer que yo había
caído en los errores, que puso allí acusándome, y hizo muchas demandas de mí de naturaleza
absurda e irrazonable, amenazándome con esas persecuciones que después soporté, en caso de
incumplimiento. Sin embargo, continué resuelta negándome a poner mi nombre a falsedades. A
la larga, después de que había permanecido aproximadamente seis meses en Meaux, él me dio el
certificado. Resultando que Mad. Maintenon desaprobó el certificado que él había concedido,
entonces quiso darme otro en lugar de este. Mi negativa para entregar el primer certificado lo
enfureció, y cuando entendí que ellos pensaban continuar la situación con suma violencia, “pensé
que aunque me resignara a cualquier cosa podrían atacar, por lo que debía tomar medidas
prudentes para evitar la amenazante tormenta.” Se me ofrecieron muchos lugares de refugio;
pero no era libre en mi mente el aceptarlo de cualquiera, ni para avergonzar a nadie, ni involucrar
en problemas a mis amigos y a mi familia, a quienes podrían atribuir mi huida. Tomé la
resolución de continuar en París, de vivir allí en algún lugar privado con mis sirvientas que eran
leales y convencidas, y esconderme de la vista del mundo. Continué así durante cinco o seis
meses. Pasaba el día solo leyendo, orando a Dios, y trabajando. Pero el 27 de diciembre de 1695,
fui arrestada, aunque sumamente indispuesta en ese momento, y conducida a Vincennes. Estuve
tres días bajo la custodia de Mons. des Grez, que me había arrestado; porque el rey no
consentiría que fuera puesta en prisión; diciendo varias veces sobre esto, que un convento era
suficiente. Lo engañaron aun con calumnias más fuertes. Me pintaron ante sus ojos, con colores
tan negros, que le hicieron vacilar en su bondad y equidad. Entonces consintió en que fuera
llevada a Vincennes. No hablaré de esa persecución tan larga que ha hecho tanto ruido, por una
serie de diez años, los encarcelamientos, en toda clase de prisiones, y de un destierro casi tan
largo, que todavía no acabó, a través de cruces, calumnias, y todas las clases de sufrimientos
imaginables. Hay hechos demasiado odiosos por parte de diversas personas, que la caridad me
induce cubrir. He soportado mucho tiempo el penoso languidecer en prisión, y enfermedades
opresivas y dolorosas sin alivio. Yo también he estado interiormente bajo grandes desolaciones
por varios meses, en tal grado que solo podía decir estas palabras, “¡Dios mío, Dios mío!, ¿por
qué me has desamparado?” Todas las criaturas parecían estar contra mí.

Entonces me puse a mi misma en el lado de Dios, contra mí misma. Quizás algunos se


sorprenderán a mi rechazo a dar los detalles de las más grandes y más fuertes cruces de mi vida,
después de que he relatado aquéllas que eran menores. Pensé apropiado decir algo de las cruces
de mi juventud, mostrar la crucifixión que Dios mantuvo sobre mí.

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Pensé que estaba obligada a relatarles ciertos hechos, para manifestar su falsedad, y la conducta
de aquellos por quienes ocurrieron, y los autores de esas persecuciones de las que yo he sido sólo
el objeto accidental, cuando sólo fui perseguida para involucrar a personas de gran mérito;
quienes, estando fuera de su alcance, ellos, por consiguiente, no podían atacarlos personalmente,
sino confundiendo sus asuntos con los míos.

Pienso que le debía esto a la religión, a la piedad, a mis amigos, a mi familia, y a mí misma.
Mientras estaba prisionera en Vincennes, y Monsieur De La Reine me examinó, yo pasé mi
tiempo en gran paz, contenta de pasar el resto de mi vida allí, si tal era la voluntad de Dios. Yo
canté canciones de alegría que la sirvienta que me atendía aprendió de memoria, tan rápido como
yo las hice. ¡Nosotras cantamos juntas el te alabo, O mi Dios! Las piedras de mi prisión parecían
mis ojos semejantes a rubíes; las estimaba más que toda la brillantez ostentosa de un mundo
vano. Mi corazón estaba lleno de esa alegría que Usted otorga a aquellos que Te aman, en medio
de sus más grandes cruces.

¡Cuándo las cosa llegaron a situaciones límite, estando entonces en la Bastilla, dije, “O, mi Dios,
si Te agradó exhibirme para servir de un nuevo espectáculo a los hombres y a los ángeles, Tú
santa voluntad se hará!”

DICIEMBRE, 1709.
Aquí dejó su narrativa, aunque vivió
una vida jubilada sobre siete años
después de esta fecha. Lo que ella
ha escrito sólo lo hizo en obediencia
a las órdenes de su director. Murió
el 9 de junio de 1717, en BLOIS, en
su Septuagésimo año.

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