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Capítulo 4

Los cinco perros murieron el mismo día hace seis años, en una calurosa tarde de julio. El
sol estaba en su punto en un día feriado por lo que Ma Bille les ordenó a sus hijos que
bañaran a los animales. Después de bañarlos los ataron en los barrotes de la veranda para
que no se revolcaran en el jardín y volvieran a ensuciarse. La mamá estaba en la sala
cosiendo los uniformes escolares y escuchando a Boba Erekosima en la radio FM cuando
Nimi entró llorando y le dije que Coffee estaba sufriendo. Salió a ver qué pasaba. En el
intento por liberarse, los perros habían enredado sus cadenas y se encontraban amontonados
en un charco de agua con pelo y mierda de perro en una esquina de la veranda. Ellos
gemían y aullaban, tiraban de sus cadenas, se veían abatidos. Estaban plagados de moscas.
Ma Bille les pidió a sus hijos que desenredaran las cadenas y limpiaran el desorden, pero
incluso después de que lavaron el lugar con desinfectante Izal las moscas seguían ahí. Los
perros se sacudieron ferozmente, lanzaron mordidas al aire y agacharon la cabeza, pero
ellas volaban alrededor y los volvían a atormentar con sus zumbidos. En un último esfuerzo
exasperado, Ma Bille fue a buscar una lata de insecticida Baygon a su recamara y roció el
piso y las paredes y las moscas y los perros. Los insectos cayeron del aire, los caninos se
tumbaron aliviados, Nimi se secó las lágrimas y Ma Bille volvió a la sala para escuchar su
programa de radio. Diez minutos después los perros comenzaron a aullar y no cesaron hasta
que se estiraron en todos los rincones del patio, con sus pelajes embarrados de diarrea,
sangre y vómito, y con sus hocicos cerrados con un gruñido de muerte.

Fue el peor momento de su vida: la culpa, el dolor, el montón de desastres. Dos días
después, sólo dos días después de que ella matara a los perros, el Sr. Bille sufrió un paro
cardiaco fulminante. No hubo tiempo para obtener su perdón ni para sacarlo del silencio en
el que se sumió después de que explotó de rabia cuando se enteró de la muerte de los
perros. Una mañana se levantó y se fue a trabajar sin responder a los saludos de Ma Bille y
sin comer su almuerzo, y en la tarde ya estaba muerto.

Sus hijos pensaron que ella no sobreviviría. La catástrofe que colapsó el mundo de Ma Bille
expuso la fuerza de sus muchachos. Permanecieron a su lado en su hora más oscura pese a
estar asustados por la intensidad del luto de su madre, suplicándole, consolándola,
instándole que se contuviera mientras se revolcaba en la cama y la golpeaba con sus puños,
mientras vomitaba cuando las lágrimas ya no salían de sus ojos, mientras se atormentaba
por la culpa abrazando su dolor junto con sus almohadas y dándole la espalda a la vida, la
esperanza, al autocontrol. Ellos intentaron tranquilizarla con sentido común y amor. Le
recordaban las veces que los médicos le advirtieron a su padre que dejara de fumar y tomar,
y que modificara sus hábitos alimenticios; le dijeron a ella: la muerte de los perros no
importa, la muerte de los perros no importa, la muerte de los perros no importa, la muerte
de los perros no importa, hasta que, un día, la muerte de los perros dejaron de importar. La
peor cosa que le pudo pasar a ella le mostró lo mejor que tenía.

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