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Apareció cuando tenía doce años, una tarde mientras caminaba por el parque,

comenzó a seguirme como una sombra, sigiloso y precavido, conforme crecía yo su


tamaño también lo hacía. De pronto, mientras desayunaba lo miré a los ojos y me
di cuenta de que se había vuelto enorme. Sobre su cabeza resplandecían dos
cuernos pequeños pero afilados y su cuerpo estaba cubierto de pelo oscuro como
la noche. Su tamaño era tan grande que sobrepasaba mi propia altura y en vez notar
su presencia por medio del sonido de sus pasos, ahora podía ver su sombra sobre
mí. Lo llamé “Feroz”.

Para ese tiempo ya me había acostumbrada a su compañía, algunas veces


incluso le daba de comer algo de las sobras que quedaban en la casa. Cuando
sentía frío o miedo por el exterior Feroz me abrasaba. Era cálido y sus gruñidos, los
únicos sonidos que emitía, me arrullaban como a un bebé. Después de tanto tiempo
viviendo en conjunto con él, logré tomarle cierto cariño, se convirtió en el lugar al
que siempre quería volver; sin embargo, poco a poco me di cuenta de que sobre mi
pie se había formado un grillete, así que, por más que quisiera alejarme, nuestros
pies estaban unidos y a donde quiera que fuéramos iríamos juntos.

Aun después noté que yo había dejado de caminar en la dirección que había
elegido, Feroz me había conducido por otro camino, uno donde la oscuridad me
orillaba a tomarlo de la mano para no estar perdida. En un principio me sentía
molesta y asustada, pensaba que aquella criatura intentaba hacerme daño
llevándome por aquel lugar; no obstante, noté que por aquel sendero las estrellas
se observaban con mayor claridad. Su brillo parecía inigualablemente bello e
iluminaba el camino conforme avanzábamos.

De pronto sentía que ya no podía continuar si no me mantenía a su lado, con


sus manos sobre sus hombros, pues cuando no me encontraba así sentía que hasta
la más leve brisa lastimaba mi piel. En una ocasión, mientras miraba la luna, me
detuve y Feroz me soltó abruptamente. Con los rayos del astro mi piel se iluminó y
en ella vi una serie de cortadas y raspones, el pelo de aquel ser, por su firmeza, me
había lacerado. Su labor de protección se había vuelto lastimosa y me había dejado
con heridas que no me permitían alejarme de él.

Tuve que tomar una decisión, continuar a su lado, pero ver más lastimada mi
piel o dejarlo ir, incluso si me sentía desprotegida al principio. Me acerqué
nuevamente a Feroz y le susurre al oído. He aprendido a vivir a tu lado, me has
protegido, pero también me he sentido herida por tu abrazo constante, creo que es
el momento de que separemos nuestros caminos, aunque agradezco haberte
conocido. Aquella criatura, sin emitir ningún rugido, extendió su brazo y saco de mi
bolsillo una llave, después la colocó en el grillete y lo abrió.

Estaba sumamente sorprendida de que conociera el lugar en donde se


encontraba la llave que nos permitiría separarnos, y me desconcertó aún más que
yo no lo supiera. Después Feroz posó su mano sobre mí y poco a poco comenzó a
desvanecerse; sentí que algo de él había quedado en mí, pero no lo reconocía.
Toqué aquel sitio donde aún se percibía su presencia, un pequeño brote sobresalía
de mi cabeza.

Después de que Feroz se había ido comencé a caminar en dirección donde


las estrellas iluminaban. Conforme pasaba los días me di cuenta de que el capullo
sobre mí florecía, se volvía un tulipán amarillo. Cuando creció por completo escuché
al pasar el viento una voz que me decía: “Una semilla siempre hubo en ti, una semilla
siempre hubo en mí, solo la necesitabas regar”. Aquella voz lejana me incitaba a
abrir mis ojos, aunque ya lo estaban. La luz del sol se hacía más fuerte conforme
mis párpados se extendían, hasta que fue inevitable cerrarlos nuevamente.

Ya no estaba en aquellas llanuras por donde solía caminar, una serie de


ramas y flores amarillas me rodeaban. No entendía que pasaba, simplemente
dejaba que la luz enceguecedora recorriera mi piel. Una vez que mis ojos retomaron
la fuerza necesaria los pude abrir. Mis manos ya no eran manos sino alas, mi boca
era un pico pequeño y firme, mi piel se cubría de plumas y mis pies, acortados y con
garras, se estiraban sobre mi barriga. Era un ave, un ave que había soñado por
mucho tiempo ser un humano.
Las hojas de los arboles a mi alrededor se balanceaban como si quisieran
saludarme. Estiré mis alas, un poco adoloridas. Me di cuenta de que la flor que
llevaba en mi cabeza ya no estaba, se había mudado a un lugar en el que era más
necesitada, pues ahora estaba en mi corazón. El aire era liviano, y mi vista era más
clara, sabía hacia donde quería mirar, y los ruidos del exterior se sentían más
lejanos, casi imperceptibles. Mi pecho, hinchado por su interior, rebozaba de
energía y la viveza de mi alma aumentaba con cada inhalación. Mire el exterior
brillante y un día salté de la rama para volar.

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