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C ONVERSAR
Ilustrado por
Loly & Bernardilla
www.lolybernardilla.cl
lolybernardilla@gmail.com
ISBN 956-246-105-X
www.mecoeymans.cl
mecoeymans@mi.cl
MARIA EUGENIA COEYMANS A.
C UENTOS C ONVERSAR
para
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LADYBIRD Y SUS LUNARES
Pero, Ladybird era pretenciosa y creía que el cariño estaba dado por la belleza y que los
seres bellos eran los más amados y amables.
Empezó entonces a sentirse incómoda con los lunares de su espalda, pues creía que la
afeaban, y de tanto pensar y pensar decidió un día que quería borrárselos.
Y así fue.
-Sin los lunares negros, seré linda y mis hijos me querrán más –se dijo a sí misma.
-Por favor, tengo que salir y me gustaría que cuides a tus hermanos. ¿Lo harás,
verdad?
Y partió volando de su jacarandá – zum-zum-, y pasó por un roble – zum- zum-, y siguió
por una acacio hasta llegar al verde prado en la colina donde vivía el doctor Escarabajo, su
médico, a quién rogó:
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- ¡ Ay! doctor, borre estos lunares que me afean. Me gustaría ser linda para que mis
hijos me quieran más.
- Pero, Ladybird, te ves hermosa tal como eres. No hagas tal. Quédate así.
- ¡ Ay , no doctor! Quítemelos, por favor.
- Bueno, Ladybird, si insistes... anda donde doña Cuncuna que sabe borrar cosas con
sus patitas.
Y voló nuevamente , –zum-zum. Pasó por el trigal maduro, siguió por el sauce, y luego
llegó al campo de margaritas donde vivía doña Cuncuna.
-Señora Cuncuna, ¡por favor!, borre estos lunares que me afean. Me gustaría ser linda
para que mis hijos me quieran más.
-Pero, Ladybird, te ves hermosa como eres, ¡déjalos como están! Sin ellos no parecerás
chinita.
-¡Ay!, no, doña Cuncuna, no me gustan. Quiero mi espalda entera roja como un rubí, y
esos lunares la afean. ¡Hágalo por favor!
-Bien, ya que insistes tanto, te ayudaré.
Y con sus muchas patitas le hizo –brr-brr-brr-, -brr-brr-brr-, y borró los lunares.
Quedó su espalda lisa, toda roja como ella quería. Parecía un rubí.
-¡Gracias doña Cuncuna!, muchas gracias. Y muy contenta se fue volando de regreso a
casa.
Pasó por el campo de margaritas, divisó el sauce y -zum-zum- sobrevoló el trigal. De
allí siguió de largo por el prado de la colina. Se detuvo en el acacio a tomar aliento y luego
-zum-zum- pasó de largo por el roble hasta llegar al jacarandá.
Allí golpeó la puerta de su casa:
-Toc-toc, toc-toc.
-¿Quién es? –preguntó su hija.
-Soy yo, mamá.
Sus hijos abrieron la puerta, pero al verla exclamaron:
-¡No!, tú no eres mamá. Mamá es linda y no fea como tú. Ella tiene unos lindos
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lunares en su espalda y tú no tienes nada. Ándate, no te queremos.
Ladybird bajó su cabeza, escondió sus alas y se fue muy triste. Ya no tenía ánimo para
volar ni caminar de tanta pena. Bajó de su jacarandá y se alejó por el pasto. No veía por
donde andaba, ni con quienes se cruzaba. De pronto, una voz le dijo:
-¡Qué triste te ves, Ladybird! Algo te ha pasado...
Era Pedro Pablo Pérez Pereira, pintor portugués.
-¡Ay, Pedro Pablo! –suspiró Ladybird. Para ser más hermosa me borré los lunares de
la espalda. Pensé que así mis hijos me iban a querer más. Pero no me reconocieron y me
echaron de casa. ¡No sé que hacer! Tengo tanta pena. Y se puso a llorar.
Al verla así, Pedro Pablo sugirió:
-¡Tengo una idea! En mi taller hay pintura que no se borra y yo podría, si quieres,
pintar tus lunares como los tenías antes.
-¿Lo crees tu posible? –preguntó Ladybird.
-Por cierto –replicó Pedro Pablo. Vamos, así los pintaré pronto.
-Pszp-pszp-pszp- se oía el pincel mientras Pedro Pablo pintaba hasta terminar su tarea.
-¡Gracias! Muchas gracias –dijo Ladybird, muy contenta, e inició su vuelo de regreso a
casa.
-Zum-zum, zum-zum... Iba muy rápido y no se dio cuenta cómo llegó al jacarandá.
-Toc-toc, toc-toc –golpeó la puerta.
-¿Quién es? –preguntaron sus hijos.
-Soy yo, mamá –contestó Ladybird. Y ellos abrieron la puerta, la vieron, la besaron y
abrazaron.
-¡Mamá! No sabes lo que pasó –gritaron todos. Vino una chinita muy fea, con la
espalda entera roja y dijo que eras tú. Pero no la dejamos entrar porque nos dio susto y
cerramos rápido la puerta. ¡Mamá! te queremos tanto. Eres tan linda con tus lunares.
No te vayas más, quédate siempre con nosotros.
Ladybird sonrió y desplegó sus alas para abrazarlos.
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EL ANILLO ABRIDOR
E staba tumbado a la orilla del camino. Pasaron varios transeúntes de largo. Ninguno
se detuvo a ver qué le ocurría al anciano de encorvada espalda y rostro triste. Sólo el joven
príncipe frenó su caballo y se apeó para socorrerlo. Sacó agua de un arroyo cercano y se
la dio a beber. Luego le ayudó a incorporarse y tomándolo del brazo caminó con él hasta
su casa, ubicada cerca de ese lugar. Al llegar allí, el anciano ya más repuesto, le dijo:
-¡Joven! Has tenido compasión de mí. No sé quién eres ni adónde vas. Pero tu corazón
es noble y bueno. Quiero regalarte este anillo. ¡Recíbelo, por favor! Tú sabrás hacer buen
uso de él.
-Guárdalo y cuídalo, por favor. Este es un anillo-abridor. Abre todo lo que toca.
-Gracias, abuelo. Haré lo que pueda por darle el mejor uso posible.
Problemas no faltaban pero él, en conjunto con los habitantes de su reino, intentó
resolverlos de modo que quedaran todos satisfechos. Mas de pronto, aparecieron curiosas
peticiones que hicieron recordar al monarca el regalo del anciano.
La caja donde se guardaba el tesoro real, y con él las monedas necesarias para pagar el
trigo del reino, estaba cerrada y el tesorero había extraviado la llave. La buscaron por todos
lados sin poder encontrarla. Intentaron abrir la caja sin ella. ¡Todo fue en vano!
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El trigo se agotaba en el reino y no era posible encargar más pues no había cómo
pagarlo. Arriesgaban una gran hambruna y nadie se atrevía a decírselo al rey por miedo a
un enojo suyo, pese a que él jamás dio motivo para tales temores.
La situación se hizo tan crítica que el Primer Ministro se vio obligado a revelar lo que
ocurría.
-Majestad -le dijo. Tenemos un grave problema. Hace varios días se extravió la llave
del tesoro real y no podemos comprar trigo.
-Veamos qué puedo hacer... ¡Vamos ya! ¡Rápido!- urgió el rey mientras cogía su anillo.
Se acercaron al tesoro real y el monarca, con cuidado y discreción, tocó la puerta con
él. Esta se abrió al instante.
Pasó un tiempo y surgió un nuevo problema. Se extraviaron las llaves de las puertas
de la ciudad y nadie podía entrar o salir de ella. Hicieron muchos intentos por abrirlas y,
nuevamente, ¡todo fue en vano! Con temor decidieron comunicárselo al monarca:
-Vamos pronto. Veamos si puedo hacer algo –murmuró el rey, mientras partía con
ligereza rumbo a las puertas.
Como la vez anterior, apenas su anillo las tocó, se abrieron de par en par.
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hacía planes para apoderárselo, pero el rey lo mantenía en su mano y nunca se separaba de
él.
-¡Qué actitud tan extraña tiene el Primer Ministro! No despega su mirada de mi anillo
y pareciera que lo ambiciona. ¡Sí!, sus ojos son de ambición y su corazón está cerrado a
cualquier otra cosa.
Llegó la noche. Mientras el rey dormía, unos pasos sigilosos se acercaron a la orilla de
su lecho. Una mano se estiró en silencio y avanzó hacia el monarca... Sin embargo, éste
abrió los ojos, y el Primer Ministro, asustado, intentó arrebatarle el anillo por la fuerza.
En el forcejeo, el rey con su brazo empujó el pecho del Ministro y, sin darse cuenta,
con su anillo lo tocó, medio a medio, justo en el corazón. Al instante, el Primer Ministro
exclamó:
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TRANCOLARGO
D esde el instante mismo en que nació se irguió para mirar el mundo. Quiso verlo
todo desde el comienzo y con todo se admiró.
Trancolargo era, en ese momento, un potrillo overo blanco con manchas café, de patas
largas y ojos grandes y saltones. Le encantaba la leche materna y la tomaba a cada rato.
Pero su curiosidad lo hizo un día alejarse, más de la cuenta, del lado de sus padres.
-¡Qué caballos tan raros, gordos y con cachos! Aunque sus manchas se parecen a las
mías...
Quiso conversar con una de ellas. Se acercó, y al hablarle obtuvo sólo por respuesta
un muú-muú.
Las moras que encontró al lado de un estero le encantaron y estuvo comiendo largo
rato.
-Las piedras molestan, pero el agua fría ¡qué rica es! –exclamó.
Unas ovejas que pastaban al otro lado, lo miraron sorprendidas de verlo chapotear tanto
rato y se acercaron curiosas a la orilla.
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-¡Buenas!- saludó Trancolargo. Las invito a caminar por el arroyo. Gozarán haciéndolo.
Sus trancos lo llevaron a una viña con dos perros guardianes a la entrada. Los miró con
recelo pues ladraban con furor.
-Unos dicen muú-muú, otros beé-beé, y ahora guau-guau, y con ninguno puedo
conversar. Seguiré mi camino hasta dar con alguien que quiera hablar conmigo.
-¡Estos seres, sí que son raros! Los otros al menos tenían cuatro patas. Estos tienen
sólo dos y están cubiertos con ropa muy extraña. Les hablaré a ver si les entiendo...
Y por respuesta obtuvo un concierto de voces en que se entremezclaban los cuá-cuá con
los cocorococó y pío-pío.
Sus padres, entretanto, se sentían cada vez más inquietos por la prolongada ausencia de
Trancolargo. Decidieron buscarlo.
Pasaron junto a las vacas y preguntaron por él. Ellas con un gesto de la cabeza
mostraron
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por dónde había ido y les dijeron muú-muú.
Atravesaron el arroyo, y a las ovejas que empezaban a dormitar les preguntaron también
por su hijo.
Siguieron hasta allí. Los perros ladraban y con un enérgico guau-guau los alejaron por
el único camino posible hacia el corral. En el corral preguntaron a las aves si habían visto
pasar a Trancolargo y, todas juntas, dirigiendo sus miradas hacia el sendero por donde el
potrillo se alejó, respondieron con una sinfonía de voces cuá-cuá, cocorocó, pío-pío.
Muy pronto lo encontraron echado junto a un sauce, ojeroso, cansado y con susto.
Ellos se acercaron a hacerle cariño, primero con sus patas, luego con la cola y finalmente
mamá le ofreció su tibia leche. Luego, dando un gran suspiro de alivio se durmió.
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LA OVEJITA
L legó la época de la esquila y todas las ovejas de Diego fueron peladas. Como hacía
mucho calor ellas se pusieron contentas.
Pompón Amarillo, en cambio, sintió frío, y durante el día no hizo más que saltar para
entrar en calor.
Al anochecer, Diego con su flauta las llamaba, y ellas corrían a su lado; luego las contaba
para ver que estuviesen todas. Pero el día de la esquila faltó una. Diego miró a un lado y a
otro para ver cuál sería y no vio a Pompón Amarillo.
Como buen pastor, Diego dejó a las restantes ovejas juntas y partió a buscarla. Miró
por aquí, miró por allá, y nada.
-He perdido una oveja y voy en su búsqueda. ¡No sé qué ha podido ocurrirle!
Pedro le respondió:
-He visto algo sorprendente hoy: una oveja pequeña, pelada entera y con un pompón
amarillo al cuello, que salta y salta. Yo diría que tenía frío...
-Esa es mi oveja -replicó Diego. ¡Se llama Pompón Amarillo! ¡Dime! ¿dónde está?
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Diego llegó a la loma y vio la vega. Divisó en un rincón, donde aún llegaba un rayo
de sol, a Pompón Amarillo. Saltaba de un lado a otro. Fue a su encuentro, la tomó en sus
brazos y sacándose el chaleco de lana se lo puso encima. Sólo dos patas quedaron cubiertas
con las mangas, y la cabeza asomaba por el cuello.
El pastor la llevó así, envuelta y abrazada, hasta donde quedaron las demás ovejas. Estas,
al ver a Pompón Amarillo con el chaleco de Diego, se miraron unas a otras diciéndose:
-¿Y qué le pasa que se pone la ropa de Diego? Si hace calor y es tan rico estar sin la capa
de lana gruesa...
Pasaron los días, y Diego, en las mañanas al salir el sol, le sacaba el chaleco a la ovejita;
pero al atardecer, antes de dejarla en el corral, volvía a ponérselo y ella saltaba a su lado
entusiasmada.
Vino finalmente el otoño, y Pompón Amarillo tuvo su chaleco propio. Se cubrió entera
de lana blanca, muy gruesa y abrigadora y se sintió feliz pues ya no necesitaba el chaleco de
Diego que, a veces, se le enredaba entre las patas.
Llegó otra vez el día de la esquila y todas las ovejas enfilaron para entregar su lana y estar
frescas pues el calor del verano ya se hacía sentir.
La buscó por distintas partes hasta dar con Pompón Amarillo, escondida en un rincón.
¡No quería moverse!
-Tú eres distinta a las demás ovejas y yo te quiero así. Te quedarás con tu lana y en lugar
de salir a pastar con el resto, te harás cargo de este prado y lo mantendrás corto disfrutando
de su hierba y de la sombra de sus árboles. En las tardes pasaré a verte, y tú vendrás a mí
corriendo al oír el sonido de mi flauta, pues sabes que me sentiré contento al verte feliz.
Y cada atardecer se encontraban Diego y Pompón Amarillo quien nunca más sintió
frío.
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ALAS DORADAS
-Un niño como tú, llamado también Juan, dormía plácidamente una noche cuando de
pronto empezó a soñar. Soñó que montaba un hermoso corcel blanco con alas doradas.
Estando ya sobre él dijo:
Y Alas Doradas lo llevó en un largo recorrido por el Reino de la Realidad. Allí vio
que había cosas bellas como las verdes praderas de octubre y las blancas olas del mar. Vio
personas valiosas, como Pedro, aquel niño pobre que compartía su trozo de pan con su
vecino, tan pobre como él. Y también vio a Fidel arar la tierra para sembrar el trigo que da
pan, y a Rosa lavar la ropa de sus hijos, y a Susana preparar la empanada dominical.
Pero también vio a Luis tirar piedras al zorzal, y a Marcos sacar las uvas de Manuel, y a
Sofía romper la muñeca de Soledad. Y vio también dolor en los enfermos, y tristeza en las
madres cuyos hijos habían ido a la guerra. Y vio la guerra y quiso escapar...
-¡No más dolor! Quiero paz. ¡No más odio! Quiero amor. Y Juan dijo a Alas
Doradas:
Al instante el corcel alado voló hasta llegar a un alto muro que separaba el Reino de la
Fantasía del Reino de la Realidad.
Al llegar allí, y antes de entrar, Juan vio como todas sus ropas se transformaban en una
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túnica blanca con botones, cinturón y botas doradas. Sobrevolaron así el muro. Y Juan
¿qué vio? Toda la maravilla imaginable: el palacio de Cenicienta con su príncipe amado.
Más allá el de Aurora, la Bella Durmiente; la mina de piedras preciosas de los Siete En-
anitos y Blanca Nieves cocinándoles sonriente una tarta de fresas.
Pasaron también sobre la laguna donde vive Cisne, quien fuera el Patito Feo. A su
lado, la pequeña Sirenita tomaba sol alegremente. Cerca de ese lugar, se encontraba el
jardín del Gigante Egoísta, donde unos niños jugaban y cogían flores cantando y riendo.
Todo parecía dicha allí, pero a lo lejos se divisaban las oscuras nubes que permanentemente
amenazaban esa felicidad. En medio de ellas vivía Brunilda, la bruja, y Brutus, un ogro con
quien planeaba perturbar la paz y alegría de los demás.
-¿Es que no todo es felicidad aquí? -dijo Juan al ver los nubarrones. ¿Dónde podré
encontrarla completa?
Voló y voló y voló hasta llegar a la cumbre del más alto cerro. Desde allí, mirando
hacia un lado, se veía el Reino de la Fantasía, y mirando hacia el otro se dominaba el Reino
de la Realidad.
Al dirigir sus ojos a lo alto, Juan vio una gran Luz, brillante como mil soles mientras
sentía que encontraba la paz. Así supo que la felicidad está en Dios y que Dios es Amor.
-Has hecho bien en mostrar a Juan todo esto. Ahora él sabrá qué hacer hasta que vuelva
de nuevo. Llévalo de regreso a casa.
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LOS TRES PUENTES
Pablo, Andrés y Juan, al acercarse al río, se sorprendieron: sobre él, había tres puentes,
uno de piedra, otro de madera y un puente colgante.
-¡Miren ahora! -gritó Juan. Cada uno tiene un cartel. ¡Veamos qué dice!
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Y Juan:
Conversaron un rato viendo qué hacer, y al final cada uno escogió el puente que más le
gustaba. Quedaron de encontrarse tres horas más tarde en ese mismo lugar.
Era un paisaje relajador y el andar se hacía fácil. Al final del Parque Florido encontró
una casa de madera como las de cuento, donde una joven le ofreció chocolate caliente con
torta de moras y pasteles. Gozó con todo eso y estuvo muy contento con su elección.
El sabor casero de todas esas cosas le recordó su hogar y Campo Sembrado le encantó.
También estuvo muy contento con su elección.
Juan, entre tanto, se apresuró a atravesar el puente colgante. Villa Aventura le parecía
un destino desconocido, y eso le hacía sentir inquietud, pero decidió continuar. Al otro
lado encontró una verdadera selva, toda enmarañada. Inició con dificultad su andar, y
fue abriéndose camino doblando las ramas y corriendo las grandes hojas que le impedían
avanzar.
Se oía a lo lejos ruido de animales y el sonido de las copas de los árboles mecidas por
el viento. Sintió miedo, pero su decisión estaba tomada, y avanzó cada vez un poco más.
La emoción que tenía era grande, escuchaba cada latido de su corazón, y se sentía fuerte y
orgulloso por continuar a pesar de las dificultades.
Cuando estaba ya muy cansado encontró un claro, y dentro de él, un gran árbol con una
casa de troncos en su copa. Intrigado, subió y encontró allí un indígena que lo invitó a
entrar. Le ofreció los manjares propios de la selva: fresas silvestres, plátanos y castañas de
cajú. Disfrutó mucho comiéndolos, así como con el rato pasado en Villa Aventura y estuvo
muy feliz con su elección.
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Pasaron las tres horas y los amigos se re-encontraron a la salida de los puentes. Cada
uno relató la experiencia vivida y escuchó con entusiasmo la de sus compañeros. Al
terminar, Pablo comentó:
-Hicimos la mejor de las elecciones al escoger cada uno su propio camino. El puente
de piedra y Parque Florido fueron lo mejor para mí. Me gusta andar en lo firme, seguro y
bello, sabiendo por donde voy y hacia donde llegar.
-Y para mí, el puente de madera -agregó Andrés. Me gusta ver variar el paisaje mientras
camino, pero sintiendo que en él todo me resulta familiar y conocido como los trigales
maduros o una vieja casa de campo.
-El puente colgante resultó ser lo mejor para mí -terció Juan. Me gustan las emociones,
y en Villa Aventura, como todo era nuevo y desconocido para mí, las viví intensamente.
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UN DÍA DE INVIERNO
S e acercaba el invierno y todos los pájaros de la región buscaban anidar para protegerse
del frío. El pájaro rojo también quería hacerlo. Las hojas del árbol donde estaba su nido
empezaban a caer y temía dejar a sus crías sin protección. Voló de un árbol a otro, pero
todos los que tenían follaje estaban ocupados.
Juntó distintas ramas con las que hizo un abrigado nido. Las dos más frondosas lo
cubrían del sol y del frío.
Todos los días salía a buscarles alimento y lo depositaba en el nido donde los pequeños
lo comían. Aún no sabían volar ni valerse por sí mismos.
Llegó el invierno, la lluvia y luego la nieve que cubrió todas las hojas del árbol. La rama
en que estaba el nido se quebró y cayó al suelo.
El pájaro rojo los cubría con sus alas, pero también empezaba a flaquear.
Un día Andrés regresaba de clases, cuando escuchó un ruido junto al árbol de su jardín.
Se detuvo, miró a un lado y otro hasta que descubrió los pequeños pájaros con su nido roto,
empapados y tiritando. Los cogió y los llevó a su casa donde le pidió a su madre un lugar
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para cuidarlos.
-¡Colócalos junto a la cocina! ¡Así tendrán más calor y se secarán! -dijo ella. Andrés así
lo hizo y juntó migas de pan para alimentarlos.
Pasó el tiempo y los pajaritos crecieron. Llegó el primer día de sol de primavera.
Andrés amaba a los pájaros y deseaba estar con ellos. Pero se dio cuenta que querían volar.
Los colocó en la ventana y los puso en libertad. Sentía pena, pues pensó que no los vería
más y se fue al colegio caminando tristemente.
Cuando regresó a casa, su alegría fue inmensa pues encontró a sus amados pajarillos
parados en la ventana de la cocina trinando a más y mejor.
-¡Han vuelto mamá! ¡Han vuelto! -gritaba en medio de su alegría. Y ellos fueron y
vinieron por los árboles y jardines, pero cada tarde volvían donde Andrés quién les había
dado un hogar.
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LA NUBE JUGUETONA
A l mirarla de lejos, parecía algodón o mejor dicho, merengue, o tal vez espuma. Era
una nube blanca, muy blanca, que se destacaba sobre el cielo azul, de un azul profundo,
propio del aire limpio.
Se parecía mucho a las otras nubes que viajaban con ella. Pero ésta era muy juguetona.
Había nacido de la evaporación del agua de los lagos del Sur, y en esa misma región se
quedó a vivir. Su mayor entretención, mientras iba de un lugar a otro, consistía en cambiar
de forma y lo más rápidamente posible.
-Voy a ser un cordero, para aquellos niños que juegan en la playa -decía. Y al punto se
oían las voces infantiles:
Como a ella le gustaba mucho jugar, al oírlos cambiaba su forma a la de un león. Los
niños volvían a gritar:
-¡Ahora parece un león! - y ella, muy entretenida con su juego, decidía darse forma de
perro, luego de oso, y a continuación, de elefante, y seguía así hasta aburrirse.
Todas las nubes del lugar se redondeaban para parecer pequeñas bolas y empezaban a
chocar unas con otras. Con cada choque se producía un relámpago que iluminaba una gran
extensión de cielo y tierra, y un trueno cuyo ruido se oía un rato después.
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Se entretenían con el espectáculo de luz y sonido. Mucho más todavía si era de noche,
pues jugaban a descubrir lo que había bajo ellas.
-¡Y el granero de don Pascual! -agregaba otra. Y ¿han visto el velero de Rafael? -
preguntaba una tercera.
Un día, mientras se divertían así, la nube juguetona nuevamente quiso hacer algo
distinto. Le pidió al viento:
Y el viento la llevó a través de lagos y volcanes, mares y montañas, hacia tierras más
cálidas.
Allí, los rayos del sol cayeron sobre ella quemándola y presintió que se acercaba su fin.
Se oscureció. Luego se derritió y los campos fueron regados con su fresca lluvia.
Escuchó a las flores de un macetero, exclamar gozosas:
-¡Gracias a Dios, al fin esta lluvia bendita! –escuchó decir a don Pancho el campesino,
quien creía sus cosechas perdidas por la sequía. Y su corazón se alegró aún más por el bien
hecho.
Bebieron su agua derramada, flores, árboles y plantas que dan fruto, hasta saciar la gran
sed que tenían. La nube, cuyo corazón aún seguía latiendo, alcanzó a ver todo eso, y antes
de ir a dar a un arroyo, se alegró mucho, pues Dios la recibiría contento.
El agua caída en el arroyo fue a dar a un río que la llevó a un inmenso lago azul, desde
donde se evaporó formando nuevas nubes, hijas de la nube juguetona. Su vida se prolongó
en ellas, quienes también alimentarían con su agua fresca los seres vivos que pueblan la
Tierra. Sin embargo, ninguna salió tan juguetona como la nube de este cuento.
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EL CARACOL SIN CASA
M amá Caracola y papá Caracol muy contentos se preparaban para el pronto nacimiento
de su hijo.
-¿Será caracolito? ¿Será caracolita? -se preguntaron, mientras arreglaban la cuna para
recibirlo.
El día anhelado llegó. Nació Caracolito. Era muy bello y amoroso, pero no tenía
caparazón. ¡Había nacido sin casa!
Sus padres lo cuidaron mucho. Cuando salían de paseo, lo llevaban dentro de sus
propias conchas. Así fue, hasta el día en que Caracolito, ya adulto, quiso vivir la vida por
su cuenta.
Al llegar a la playa, descubrió una con forma de tirabuzón. Entró en ella y las olas lo
llevaron al fondo del mar.
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-¡Arriba entonces! -le dijo con entusiasmo el caballo de mar. Pero antes, haré un
recorrido por el fondo. Así te llevarás un buen recuerdo.
El pequeño caracol gozó con todo: algas marinas, corales, rocas, arena fina de un color
rosado oscuro, peces grandes y peces pequeños, de distintos colores. Moluscos, pulpos,
sirenas, estrellas y soles de mar. Finalmente, su amigo lo dejó sobre las olas, y las mismas
que lo habían llevado mar adentro lo depositaron sobre la arena.
Había allí muchas conchitas de distintas formas y tamaños. Decidió probarlas, a ver si
alguna le servía de casa.
Entró primero en una de macha. La encontró muy lisa. Una de almeja le pareció
resbalosa. Luego entró en una de erizo: la sintió muy áspera. Intentó en una de loco. Le
gustó lo blanca y linda que era por dentro, pero por su tamaño tan grande se sentía flotar.
-No me sirven machas, almejas, erizos, ni locos -pensó. ¿Dónde encontraré una casa?
Pasó un caracol por su lado. En su aflicción, sintió deseos de quitarle la casa. Iba a
hacerlo cuando una voz interior le dijo que no. Decidió entonces alejarse rápidamente de
la costa.
A pocos pasos, había unas docas que refrescaron su caminar y, luego, encontró un
jardín muy cuidado: azaleas, petunias, azucenas, ilusiones, claveles, lirios, rosas pequeñas de
distintos colores, anémonas y otras flores crecían y daban un aspecto encantador al lugar.
Y, en medio de todo ese esplendor, una caracola caminaba hacia él. Con mucha lentitud.
A su paso dejaba una huella húmeda sobre la tierra. ¡Tenía la casa más hermosa que pudiera
imaginar! Tal como él la deseaba: tamaño justo y forma soñada.
-Caracolita, ¿dónde puedo encontrar una casa como la tuya? ¡Me siento tan mal sin tener
un lugar donde vivir!
La caracola respondió:
-Yo nací con ella; siempre he vivido aquí. Pero no me gusta estar tan sola y tú, si quieres,
podrías hacerme compañía. Hay lugar para los dos...
El caracol se emocionó. Le encantó la caracolita y pensó que sería maravilloso vivir con
ella.
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Prepararon una linda fiesta en el campo de lirios, rodeado de árboles, y celebraron, junto
a muchos insectos y habitantes del lugar, una hermosa boda.
Pasó el tiempo. Nacieron varios caracoles y, todos ellos, venían con su casa propia. Sólo
el caracol de este cuento había nacido sin ella.
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LA CAMPANA DE BRONCE
D urante muchos años el Estrella del Sur, un barco antiguo -de aquellos que usaban
campana para anunciar su presencia en los océanos y su llegada a los puertos- viajó por los
mares del mundo, llevando y trayendo pasajeros y mercancías. A bordo suyo cumplía su
tarea una gran campana de bronce.
Ella se sentía muy orgullosa y parecía dar sones más claros y armónicos cuando estaba
recién lustrada.
-Talán-talán, talán-talán...
-Talán-talán, talán-talán...
Pasó el tiempo entre ires y venires. De pronto, una gran tormenta en medio del Pacífico,
una neblina tremenda y el barco encalló.
Sus pasajeros y tripulantes pudieron llegar a salvo a la costa, pero el Estrella del Sur
quedó perdido para siempre.
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-Talán-talaaan, talaaan-, cada vez más largo, hasta que se silenció por completo.
Durante casi un siglo, el barco permaneció abandonado entre los corales, todo cubierto
de algas. De su campana nadie se acordó.
Un buen día, unos buzos buscando novedades para llevar a tierra descubrieron el
Estrella del Sur. Rescataron de él objetos valiosos: cofres, baúles, muebles de maderas
preciosas y, entre otros, la campana de bronce, verde por el paso del tiempo.
-Cerca de la viña donde trabaja mi padre, hay una pequeña capilla rural sin campana.
Allí quedaría bien.
Llegaron un día con ella al lugar llamado Los Quillayes. Los campesinos, sus mujeres y
niños, estaban reunidos para la misa dominical.
Luego, entre varios hombres, la subieron al campanario donde empezó a sonar como
aplaudiendo por estar al aire, libre, suelta.
-Talán-talán -débil al principio y luego, -talán-talán, talán, -con mucho más fuerza.
Así, domingo a domingo, llamaba a los campesinos y sus familias para avisarles que
la misa iba a comenzar. Permaneció arriba mirando, con alegría, todo el campo bajo ella:
árboles cargados de fruta madura; trigales verdes, ora dorados; viñas repletas de uva negra
y rosada.
Pasó el tiempo. Cambiaron las estaciones y, con la llegada del otoño, empezó a sentir
nostalgia, a tener anhelos. Deseaba amar, servir, más allá de la sola misa dominical y ¡no
veía cómo!
De repente, a lo lejos, al lado de la viña, divisó unos resplandores amarillo rojizos nunca
vistos.
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-¿Qué es eso? -se preguntó. ¡Fuego! Parece fuego... Debo avisar enseguida. ¿Cómo
hacerlo si no sé sonar sola? ¡Dios mío! ¡Que venga alguien!
En esto, llegó jadeante junto a ella Alejandro, un niño del lugar, quien colgándose de su
cordel, la hizo sonar con furor:
-¿Por qué sonará tanto la campana? -exclamaron alarmados los lugareños. Y la fuerza
de su sonido los hizo acudir a su lado.
Y los labradores y sus mujeres, con palas, hachas y guadañas, corrieron a apagar el
incendio. Hicieron con rapidez un cortafuego. Esto impidió que ardiese la viña, algunas
casas y el bosque de pinos y quillayes.
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EL TROMPO DE NAVIDAD
C ecilia era muy pequeña cuando lo conoció. El trompo tenía un pie de acero sobre
una base de goma y un mango para darle cuerda. En cuanto giraba, se oía Noche de Paz.
Sobre su cubierta tenía dibujado un pesebre de Belén: María, el Niño y San José. Un
desfile de pastores con ovejas, otros animales y frutos para el Recién Nacido. También se
acercaban los Reyes en actitud de adoración con oro, incienso y mirra.
Durante su niñez, las Navidades fueron animadas con el baile y sonido del trompo. Ella,
sus padres y hermanos permanecían en muda contemplación. Cada Nochebuena fue así.
Pero, un día, el trompo se extravió. Nadie supo cómo, ni adónde fue a dar. ¡Qué pena
tuvo Cecilia!
Pasó el tiempo. Se casó y tuvo un solo hijo: Rodrigo. Lo amó con toda su alma. Pero,
cerca de Navidad, empezaban las peticiones del niño. Las vitrinas exhibían juguetes que
atraían su atención. El se ponía exigente. ¡Quería tenerlo todo!
Sus padres intentaron darle gusto: podían hacerlo. Cuando Rodrigo tuvo diez años su
papá quedó sin trabajo y no pudieron dar respuesta a sus deseos.
Ese año, sus padres le explicaron a Rodrigo que sería una Navidad distinta, que estarían
juntos como de costumbre, pero no habría regalos como en ocasiones anteriores. Su
situación económica no lo permitía.
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Rodrigo creyó a medias:
Y cada vez que pudo, volvió a plantear sus exigencias. Ellos, entre uno y otro trabajo
temporal, ahorraron dinero para comprarle un regalo. Pero, no alcanzaba para lo que él
pedía.
Y éste contestó:
-Es un trompo muy antiguo, señora. Verá usted, está en perfecto estado, escuche su
música.
-Es más de lo que tenemos, no podemos llevarlo... Gracias de todas maneras –dijo la
mujer, con sus ojos llenos de lágrimas a punto de caer.
-Muchas gracias, señor, muchas gracias. ¡Qué feliz estará nuestro hijo! ¡Feliz Navidad!
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Ya en casa prepararon el Nacimiento como de costumbre. Envolvieron el trompo con
mucho cuidado. ¡Quedó convertido en un precioso paquete de regalo!
Rodrigo lo abrió con entusiasmo. Esperaba encontrar algo de lo que había pedido. Y
vio el trompo. Junto con su desilusión, le pareció que el tiempo se detenía y creyó soñar.
Cada personaje caminó con un regalo en sus brazos para el Recién Nacido. Un pastor
llevaba una oveja muy lanuda sobre sus hombros; otro, una ovejita recién nacida y, un
tercero, una cabra. Los demás portaban cestos de frutas, verduras y grano seco para
alimentarlo. Todos llevaban algo. También los Reyes.
-¿Qué puedo hacer? No tengo nada en mis manos, no tengo mucho en mi corazón.
¿Qué puedo ofrecer al Niño?
Y de tanto pensar, descubrió que podía ofrecerle algo. Al menos, una promesa. Llegó
su turno. Se acercó al Recién Nacido y le dijo:
- Vine con las manos y mi corazón vacíos. Pero, al ver a los pastores y reyes ofreciéndote
lo que tenían, me transformé. ¿Puedo ofrecerte, como regalo pascual, mi deseo de ser
mejor y hacer lo imposible para lograrlo?
El Niño lo miró sonriente, le guiñó un ojo y levantó sus brazos como para abrazarlo...
En ese momento, Rodrigo abrió sus ojos. Miró las caras de sus padres, quienes aún
no sabían si le habría gustado o no el trompo. Lo tomó, le dio cuerda con mucha fuerza
y durante largo rato escuchó como hipnotizado su música. Luego, corrió y los abrazó
diciéndoles:
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LA PALMERA LLOVIDA
U na lejana isla, habitada por una tribu de aborígenes, tenía un clima seco, sin lluvias
a lo largo de todo el año. Sólo recibían la brisa marina que soplaba en las mañanas y
al atardecer. El agua la sacaban de una vertiente ubicada en lo alto de una colina. Se
alimentaban de peces y mariscos, algas marinas, dátiles y cocos. Estos últimos eran frutos
dados por las numerosas palmeras que había a lo largo de todas las playas isleñas.
Las casas eran hechas de corteza de árboles, troncos y ramas. Vivían con sencillez y eran
felices en su rutina diaria.
Sucedió un día algo insólito. Una de las palmeras empezó a crecer, cada vez más, y a
sobrepasar las restantes. Creció y creció sin que nadie comprendiese qué ocurría.
Las palmeras no pueden trasladarse de lugar; sólo pueden arquearse a un lado u otro,
y ella tenía un anhelo muy grande en su corazón de palmera: quería ver y sentir la lluvia.
Había oído a los pájaros, que a veces anidaban en su copa, lo delicioso que era sentir correr
el agua por sus plumas. Quería sentir lo mismo en sus hojas, en su tronco, en sus frutos.
Por eso, decidió estirarse hasta alcanzar las nubes que, ocasionalmente, pasaban de largo
por la isla. Su tronco, sus ramas y frutos, sintieron un calor quemante a medida que subía
y se cercaba más al sol. Los cocos cambiaron su color café por uno dorado luminoso:
parecían pequeños soles. Las ramas se tornaron rojizas y también el tronco.
Un niño, al ver aquello, corrió a dar aviso a los demás miembros de la tribu. Todos
abandonaron sus quehaceres, la pesca, limpieza del lugar y recolección de dátiles, y corrieron
junto a la palmera. Hicieron una ronda a su alrededor y se quedaron contemplando
estáticos el espectáculo.
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Cuando la palmera llegó a la altura en que viajan las nubes, se encontró con una pequeña,
muy blanca y espesa. Le dijo:
-Nube, nube, deja caer tu lluvia sobre mí, para sentir su frescor.
Y ella respondió:
-No soy nube de lluvia, soy nube de nieve, no puedo hacerlo. Espera que venga otra...
Pasó un rato y una nueva nube llegó junto a la palmera. Esta repitió su frase:
-Nube, nube, deja caer tu lluvia sobre mí, para sentir su frescor.
Y ella respondió:
-No soy nube de lluvia, soy nube de granizo, no puedo hacerlo. Espera otra...
Una tercera nube, muy pequeña, hizo su aparición. Tenía color gris y estaba algo
sombría. Al verla, la palmera repitió su frase:
-Nube, nube, deja caer tu lluvia sobre mí, para sentir su frescor.
Y ella respondió:
-Mucho me gustaría hacerlo, pero me esperan en Valle Dorado, donde hay una gran
sequía y pueden perderse las cosechas. Perdona, no puedo quedarme contigo. Espera que
venga una nube de lluvia imprevista.
Vio venir, de repente, una nube redonda. Era de color gris oscuro, aún más pequeña
que la anterior. Pasó sobre la palmera, cansada de tanto esperar, quien repitió su ruego:
-Nube, nube, deja caer tu lluvia sobre mí, para sentir su frescor.
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La nube se detuvo. Pareció mirarla desde arriba. Pareció que se iba. Y de pronto...
empezó a dejar caer agua fresca. Se mojaron primero las hojas, luego las ramas. Siguió el
tronco y también los cocos. Los asombrados isleños, cantando y bailando, recibieron el
agua con gran alegría y alborozo. ¡Jamás habían visto la lluvia ni sentido sus gotas!
La nube se deshizo entera. Los habitantes de la isla llenaron cuanto cántaro, tinaja,
vasija y jarro tenían para recoger toda el agua que caía. Quedó así la nube guardada en ellos
y su agua se mantuvo fresca por largo tiempo.
La palmera, entretanto, se encogió hasta llegar al tamaño de sus compañeras. Quedó del
mismo porte, pero... de nuevo pasó algo extraño. Los cocos que habían recogido la luz del
sol y parecían pequeños soles permanecieron así. Brillando. Lanzando luz. Los isleños no
podían creer lo que veían. Uno de los jóvenes quiso tener para sí uno y lo sacó: el coco al
instante se apagó. Nadie quiso repetir lo mismo. La palmera había logrado atraer lluvia y
su recompensa eran frutos dorados como pequeños soles.
Desde ese día se sientan en torno a ella, al caer la tarde, todos los ancianos de la tribu y
cuentan cuentos, leyendas y anécdotas a los más jóvenes.
Sin duda, una de las favoritas es la leyenda de la palmera llovida, la de frutos como el
sol.
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EL PEZ NARANJA DE ALETAS PLATEADAS
T enía Ignacio una pecera con un pez de color naranja y aletas y cola plateada. Día
a día lo alimentaba y le cambiaba el agua. Lo quería mucho y en verdad se preocupaba de
él. Se quedaba largo rato mirándolo nadar en redondo o detenerse a mirar hacia afuera.
Un día vio muchas burbujas en la superficie del agua y a su pez moviendo la boca como
diciendo algo. Trató de adivinar qué sería y comprendió lo que decía.
Ignacio se apenó mucho, porque le gustaba tener el pez en su pieza. Pero decidió que
era mejor darle un espacio más grande.
Cogió su pecera y fue a la plaza, donde había una pileta grande con agua; pero no había
peces. Lo depositó allí con suavidad y vio como se alejaba moviendo la cola en señal de
contento.
Cada día iba a la plaza y se detenía a mirar a su pez. Le llevaba alimento, y él se acercaba
reconociéndolo.
Entonces pidió a su padre que le regalase, sí podía, otro pez, pues el suyo se sentía
sólo.
Su padre le trajo uno pequeño, azul, con cola y aletas verdes; y cuando lo recibió,
Ignacio corrió con él a la plaza.
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-¡Pececito, pececito! ¡Ven aquí! -lo llamó-. Te tengo compañía...
Y echó al agua a su nuevo amigo, quien fue al encuentro del pez naranja.
Subían y bajaban dentro de la pileta, juntos los dos. Parecían contentos acompañados.
Ignacio siguió visitándolos y llevándoles comida. Se veían cada día más grandes y la
pileta parecía pequeña para ellos. El niño se dio cuenta de eso cuando vio las burbujas que
le indicaban que su pez quería decirle algo.
Ignacio se entristeció mucho. Él pensaba que los peces eran felices, y no lo eran. Creía
que su cariño y cuidados bastaban, y no era así. Él quería a sus peces.
-¿Qué hacer?
Repentinamente recordó que al día siguiente iría de paseo con sus padres y hermanos
al campo. Allí estaba el río, lleno de espacio y agua. Llevaría a los peces en su pecera y
los entregaría al río. Este se encargaría de alimentarlos y darles un hogar amplio y a su
gusto.
-¡Adiós, pececitos! ¡Adiós! -les dijo. Y, desde un rincón de la arena los echó al agua.
Junto a ellos cayó también una lágrima suya.
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EL CHANCHITO ALCANCÍA
E ra sólo un montón de arcilla igual a tantos otros. Poco a poco, las manos diestras y
curtidas de la alfarera le dieron forma. Primero una pelota, luego aparecieron cuatro patas,
y enseguida un cuerpo del cual salió una cabeza ancha de cerdo y un tronco regordete que
hablaba de comidas ricas. Las orejas paradas y la cola entera enroscada.
-¡Sólo faltan los ojos, que en éste serán hundidos -pensó doña Luisa- y estará listo el
chanchito! ¡Claro que si lo ahueco servirá de alcancía!
-Le haré un corte pequeño en el lomo y de ahí al horno hasta que quede bien cocido,
duro y firme.
Cuando estuvo listo, lo puso junto a otros cerdos de greda, a la espera de alguien que
quisiera comprarlo.
Era domingo y la calle principal de Pomaire se veía invadida por turistas que buscaban
distintos objetos típicos del lugar. Cada artesano exponía sus obras y eran admiradas y
compradas por muchos.
Esa tarde, el local de doña Luisa estaba atestado de gente que decía:
-Déme esa cocinilla; por favor, los ceniceros bien envueltos para que no se quiebren;
quiero el macetero grande y un par pequeño.
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-¡Quiero ese chanchito, el de los ojos hundidos!
-Señora, llévelo no más. Su hijo lo eligió entre muchos, y quiero que sea de él.
Así lo hizo. Y José, cada vez que sus padres le daban alguna moneda, la depositaba
en su alcancía. Pasó el tiempo y a José le dieron ganas de comprar algo con el dinero allí
guardado.
José iba a hacerlo cuando vio sus ojos. Lo miraron como diciendo:
-¿Me vas a cambiar por unos pocos caramelos que te durarán sólo un rato? Tú, que
me elegiste entre tantos otros... ¿le harás caso a tus amigos cuando en el fondo no quieres
hacerlo?
- Quiero a mi chanchito; no estoy dispuesto a herirlo porque sí. Me duele que mis
amigos no comprendan.
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-No. No le haré nada. Jugaremos con lo que tenemos y comeremos lo que hay. Pero
caramelos a cambio de él ¡eso no!
Volvieron a pasar los días y las monedas dentro del cerdo aumentaron.
Una tarde, José jugaba en el jardín de su casa y tocó el timbre una mujer afligida y pobre
con su pequeño hijo en brazos.
José pensó:
-¡Anda, ahora sí que vale la pena! Mi vida por la de ese niño enfermo me hará feliz. ¡No
temas regalarme! Así seremos felices los tres: tú, me quisiste y me regalaste con amor; yo,
tuve cariño contigo y mi vida fue valiosa; y el niño enfermo, podrá sanarse.
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EL AVE IMPERIAL Y LA FUENTE CANTARINA
El canto del Ave Imperial y del agua de la Fuente Cantarina alegraba al pueblo entero
que en los atardeceres de verano acudía a escucharlos. También al rey y otros habitantes.
Una tarde, tras una larga sequía, la Fuente Cantarina se secó y no pudo cantar más. En
el silencio, el pequeño pájaro enmudeció...
Le llevaron semillas y gusanos en un intento por volver a hacerla trinar. Nada dio
resultado.
El rey mandó llamar a los habitantes de su reino y a otros de más allá. A todos pedía
hacer cantar al Ave Imperial. Ni piruetas, ni cantos, ni bufones tuvieron éxito.
Poco a poco, también el rey se entristeció, la reina y las princesas. Y todos los habitantes
callaron.
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La sequía continuaba. El río traía un hilo de agua. El sol ardía fuerte. Las praderas
amarillearon en primavera y en los árboles se secaron los primeros brotes.
En su aflicción, pidieron al Padre Dios agua fresca. Pasó un día, otro más...y al tercero
llovió y llovió.
El río bajó correntoso. La fuente del palacio se llenó de agua y volvió a cantar. Al oírla
el Ave Imperial trinó con más fuerza que nunca y el rey decidió dejarla en libertad.
Corrió el ave a la fuente y bebió de ella. Y ante los ojos de todo el pueblo se convirtió
en un joven príncipe y del agua emergió una hermosa doncella encantados desde niños.
Se amaron como lo habían hecho antes, y en el reino apareció la alegría para siempre.
Reverdecieron las praderas, los árboles se llenaron de brotes nuevos y el río volvió a
cantar.
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COIPORO
Durante el día trabajan, aún los pequeños, buscando hierbas para alimentarse, y
totora para tener bien protegida su madriguera. Cuando se pone el sol se reúnen a comer
y conversar.
Una noche de luna llena, mientras están así, escuchan unos pasos fuertes y pesados. No
saben qué puede ser. Se asoman y descubren unos cazadores.
-¡Pronto, a casa! -grita papá Coipo. Y todos se esconden muy rápido. Pero un cazador
da alcance a Coiporo, el menor de todos, llamado así por su hermosa piel dorada, y lo
encierra en un morral. El pequeño llora y se queja:
El cazador, sin oír sus lamentos, regresa con él a su casa. Allí, al verlo tan chico, decide
encerrarlo por un tiempo en una jaula de alambre con barrotes de madera. Queda solo,
con un poco de agua a su lado. Se siente muy infeliz en ese lugar. ¡Cómo echa de menos
su pantano! ¡Cómo anhela estar con sus padres!
No puede hacerlo.
Pasa el tiempo y Coiporo se aflige cada vez más. Entretanto, mamá y papá Coipo, junto
a sus otros hijos lo buscan por todas partes.
Caminan y caminan, siguiendo, a la luz de la luna, el rastro de las pisadas del cazador.
Aquél se pierde al llegar al estero. Sin embargo, al otro lado hay un camino de hombres,
Corren por él presintiendo algo. Llegan, finalmente, a una gran casona de campo, color
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azul colonial con tejas rojas, y con un gran parque junto a ella.
-¿Estará Coiporo aquí? –dicen, mientras buscan y buscan entre unos matorrales.
-¡Mm-mm! ; ¡mm-mm!...
-Vengan, vengan - llama papá Coipo-. Tenemos que echar abajo ese barrote.
Y juntos, roen, roen, con sus afilados dientes. Están en eso, cuando ven unas botas
pesadas que se acercan tranqueando fuerte. Huyen. Su tarea queda a medio hacer y
Coiporo llora más fuerte.
-¡Mm-mm! ; ¡mm-mm!...
Rápido, lo siguen para no perder su rastro esta vez. Avanzan escondidos entre unos
arbustos y lo ven llegar a un gran parque, donde juegan varias personas. Sentada en una
hamaca, está una mujer.
-¡Qué animal más lindo! Pero, ¡qué precioso! ¡cómo brilla su piel, parece de oro! -
exclama ella-. Al fin podré tener mi abrigo de coipo. ¡Mira qué suavidad! ¡qué belleza!
-¡Ah! Tendrás que esperar, porque está muy pequeño. No está listo aún. Hay que
dejarlo crecer, si no, rinde realmente poco. Además, necesitamos encontrar muchos otros.
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-Bueno, bueno. Cuídalo y aliméntalo. Quiero tener un lindo abrigo. ¡Qué piel dorada
más linda! -agrega ella.
Los padres de Coiporo, muy asustados por la suerte de su hijo, respiran con alivio:
-Al menos lo van a dejar aquí un tiempo y no lo dañarán todavía. Por ahora, lo van a
alimentar bien – murmura mamá Coipo, agazapada en el follaje de las plantas.
El cazador toma nuevamente la jaula y la lleva de regreso a su lugar inicial. Allí, la deja,
sin escuchar los lamentos de Coiporo.
Algo se acerca.
¿Quién es?
Es el señor gato que viene con feroces intenciones. Se acerca a la jaula. Da vuelta
por un lado; da vuelta por otro. Quiere meter dentro sus garras. Felizmente, la malla de
alambre es fina y sus patas no caben. Insiste una vez más.
Coiporo se destapa un ojo y mira. Luego, se tapa los dos para no ver nada.
Entre uno y otro zarpazo, la jaula se cae. Pasa un rato. El gato se aburre y aleja.
Los Coipos que observaron todo, se acercan corriendo a auxiliar a su hijo. Después de
varios forcejeos logran poner de pie la jaula y continúan su tarea de roer con más apuro
aún.
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-Rac, rac, raac, raaac...
Abren la malla.
Luego, parten corriendo, a todo lo que dan sus pequeñas patas, por el camino de los
hombres; atraviesan el estero y llegan al pantano donde está su hogar.
-El cazador ya sabe donde estamos, de modo que regresará. Debemos ir a buscar otro
refugio -dice al amanecer papá Coipo.
Caminan horas y horas. Finalmente, descubren un arroyo, claro, claro, lejos de toda casa
y de todo hombre. Allí deciden quedarse a vivir su vida de coipos.
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EL VIEJO VIOLÍN
A veces, en las noches, se acostaba en el regazo paterno y dormía al compás de los sones
de la Pastoral de Beethoven. Sentía la música con todo su ser y sólo anhelaba dedicarse a
ella.
Estudió con entusiasmo y quiso crear su propia música. Tenía mucha facilidad para
hacerlo y en clases lo demostraba. Soñaba con los sonidos de su creación musical. ¡Pero,
no tenía un instrumento dónde interpretarla y eso lo apenaba mucho!
Sabía Daniel que eso no era posible... Tarareaba su melodía “tan-tarán, tantán, tantarán
tantán, tintín”. Sus padres lo escuchaban desde lejos, sin poder responder su deseo.
-¿Qué podríamos hacer para que Daniel tenga un instrumento musical? -preguntó José
a Mariana su mujer, una noche, mientras el niño dormía.
-Recuerdo las noches de invierno cuando el abuelo tocaba su violín después de comida
y, junto al fuego de la chimenea en brazos de mi padre, le oíamos largo rato... ¿Sospechas
tú qué habrá sido de ese violín?
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recordando mejores momentos.
-¡Parece que te gusta poco estar aquí llenándote de telarañas! -comentó la polvera-. Y tú,
¿qué crees que fui yo? También estuve en manos importantes. La princesa Sofía me llevó
a su primer baile. Me abrió y se miró en mi espejo.
-¡Verdad!, ¡Verdad! Aún se nota que eres de gran calidad y estoy seguro que estarías a
tono en cualquier fiesta de la época actual. Pero, ¡aquí yacemos abandonados! -suspiró el
violín.
-Hace mucho tiempo que no lo veo. Imagino que debe haber quedado en el desván
-reflexionó ella-. Estaba con sus cuerdas rotas y medio desarmado la última vez que lo vi.
Si ustedes quieren, vamos a verlo.
Subieron. Buscaron por todos lados entre los distintos objetos dejados allí durante
largo tiempo. Había algunos cuadros de señoras emperifolladas y caballeros de larga barba.
Sus marcos estaban medio rotos y el polvo había tapado los detalles de la pintura. Algunos
muebles hablaban de mejores tiempos cuando, seguramente, eran parte importante de
algún salón, pero los tiradores rotos y patas quebradas le habían dado paso al olvido.
-¡José, ven aquí! -llamó Mariana-. Aquí está el violín del abuelo y, mira, ¡qué polvera más
preciosa!
-¡Creo que a pesar del estado en que se encuentra servirá! Veré la forma de arreglarlo
yo mismo y dárselo de sorpresa a Daniel.
-Puedes quedarte con ella. Te gusta tanto. No sé a quién perteneció, pero estoy
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segura que estará mejor contigo que en este lugar.
Luego, bajaron los tres. Mariana llevaba la polvera entre sus manos y José el violín en
las suyas.
Pasaron varios días antes que José terminara de reparar el violín. Trabajaba en él a
escondidas por las noches cuando su hijo dormía. Lo limpió, cambió sus cuerdas y lo hizo
sonar. El sonido fue desgarrador. ¡Estaba desafinado!
Con mucha paciencia ajustó cada cuerda hasta que el sonido le dejó satisfecho. ¡Por fin,
el violín estaba listo para su hijo!
Esa noche mientras conversaban junto al calor de la chimenea, José susurró a Daniel:
Y por detrás del sillón en que estaban sentados hizo aparecer el viejo violín. Se veía
reluciente, sin la capa de polvo y con sus cuerdas nuevas recién puestas y afinadas.
Daniel saltó de su asiento y mudo de impresión lo tomó entre sus manos. Lo puso en
su hombro y empezó a tocar...
La música sonó con timidez al comienzo. Poco a poco el sonido crecía e inundaba la
pieza. Era su música, aquélla con la que mucho había soñado y que tantas veces tarareó.
Ligera, contagiosa. A veces fuerte, a veces suave. Cálida, profunda. Era su música... Y con
los ojos agradeció a sus padres.
¿Y el violín? Se entregó por entero para responder a las manos y al corazón del joven
músico. Quería ser el instrumento que Daniel necesitaba. Interpretar lo que él quisiese
transmitir.
-¡Ciertamente, no es Paganini! Pero, ¡con qué amor me toma! -pensó el violín-. Estoy
seguro que nuestra música llegará a los corazones de quienes nos escuchen.
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LA LUCIÉRNAGA VIAJERA
P ara Maripaz las noches carecían de encanto. Su temor a la oscuridad le hacía difícil
dormir.
Cuando su mamá apagaba la luz de su pieza -luego de rezar con ella y darle las buenas
noches-, Maripaz veía todo negro. Le daba miedo y pedía:
Una noche su mamá no pudo acompañarla, pues debió cuidar a su hermano enfermo.
Maripaz se dio cuenta que tendría que estar sola y se quedó bien tapada con los ojos muy
cerrados tratando de dormirse. Pero mientras más trataba, más le costaba. Su temor iba en
aumento y estaba a punto de llorar...
-¿Será una cigarra? -se preguntó-. ¿O más bien una abeja, o un zancudo?
El ruido -bzss-bzss- se repitió, y junto a él, Maripaz descubrió una luz pequeña como
farol que daba vueltas por su habitación.
En ese instante adivinó de qué se trataba: era una luciérnaga que había entrado a su
dormitorio.
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La luciérnaga dio vueltas e iluminó la imagen de la Virgen, que miraba a Maripaz, luego
a Sofía, su muñeca con los ojos completamente abiertos, y también a su perro Guardián
que vigilaba alerta.
La niña percibió que estaba acompañada y podía dormir tranquila, y dio gracias a la
luciérnaga por habérselo mostrado.
Volvió a dormirse, y esta vez, más tranquila y contenta que la vez anterior.
Su mamá le dio las buenas noches, después de rezar con ella, y apagó la luz. Maripaz
empezó a mirar y esperar, ahora sin temor ni susto.
- Tenías miedo a la oscuridad porque te creías sola, y ahora descubriste que tienes
compañía. Están junto a ti la Virgen, tu Madre, y su Hijo a quienes rezas todos los días.
Están también Sofía y Guardián, y tus demás juguetes. Todo eso lo viste con tus ojos, pero
cuando los tengas cerrados, usa los ojos de tu imaginación y te sentirás más acompañada y
feliz. Te dejo pues seguiré mi viaje. Soy la Luciérnaga Viajera y visitaré otros niños. Adiós,
adión y que duermas feliz.
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SALTINA, LA VICUÑA INQUIETA
S altina, una inquieta vicuña, nació en los bofedales de un lago cordillerano, reserva
natural de animales silvestres. Allí, conviven en armonía y libertad, llamas, vicuñas,
alpacas, guanacos; parinas, vizcachas y taguas gigantes. Corretean con alegría en busca de
agua, y pastan largos ratos cada día. La naturaleza es generosa con ellos: les regala todo lo
necesario para crecer y desarrollarse bien.
Un día de sol, con el cielo muy azul y una que otra nube blanca, Francisco, un niño de
diez años va con su padre a orilla del lago. Goza contemplando la fauna a los pies de los
cerros cubiertos de nieve.
El aire en ese lugar está enrarecido por la falta de oxígeno debido a la altura, y se hace
más difícil respirar. Pese a ello, Francisco corre tras los animales. Cuando se cansa, se
detiene a inspirar con calma y reanuda sus carreras.
Busca coirón, el alimento preferido por las vicuñas y empieza a ofrecérselo a una de
ellas: Saltina. Al comienzo lo rechaza. Se mueve a brincos de un lado para otro. Se acerca,
lo mira, y vuelve a alejarse. Unos segundos más tarde regresa a su lado con un enorme salto
que casi bota al niño, y recibe de sus manos el codiciado coirón.
Francisco acaricia su cuello. Siente la suavidad de su pelaje. Ella, abre y cierra sus
enormes ojos de largas pestañas. Él, corre hacia su padre y la vicuña lo sigue al trote.
Al fin suplica:
-Por favor, papá. Quiero llevarla conmigo. Ella me quiere. Mírala cómo me sigue.
Llevémosla a casa y la cuido en el jardín. Cuando tú vengas al lago, consigues alimento y
la tenemos como animal regalón.
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Y corre otro poco con Saltina tras él.
El papá, al ver el cariño entre la vicuña y su hijo, acepta la proposición. Pide permiso
a los encargados de la reserva para llevarla por un tiempo y probar si se acostumbra con
ellos.
Francisco, desde la mañana siguiente va, cada vez que puede, a jugar con su nueva amiga
quien recibe el alimento de sus manos y parece contenta junto a él. Pero, las respuestas
alegres del principio se distancian. Bosteza y bosteza, mirándolo con sus grandes ojos
como pidiendo algo.
El niño le dice:
-Saltina, Saltina. ¿Es que ya no quieres estar conmigo?, ¿por qué te pones así?
Y le ofrece agua.
Ella la rechaza.
El niño insiste:
-Saltina, Saltina. ¿Qué te falta? Tienes agua. Tienes coirón, tienes un techo. Me tienes
a mí. ¿Qué más quieres? Come por favor...
Y le ofrece alimento.
-Tendría que devolverla al lago. Pero, yo la quiero aquí. Tiene que acostumbrarse...
-Saltina, Saltina. Por favor, come. Así te podrás quedar conmigo. Vamos a jugar los
dos. Yo te hago compañía. Por favor, vicuñita...
La vicuña no reacciona. No responde. Sólo permanece echada, sin moverse, con sus
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ojos apagados, ya sin brillo.
Rápido, van a dejarla. Apenas llegan, la vicuña salta y corre al encuentro de los demás
animales. Va y viene con mucha agilidad y alegría. Ha vuelto a ser la vicuña inquieta del
comienzo.
Pasa el tiempo. Un día va de nuevo al lago. Al ver tantos guanacos, alpacas, llamas, y
vicuñas, Francisco piensa:
-¡Saltina, Saltina!
Acaricia su piel y la abraza. Luego, ella corre libremente por los bofedales.
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LA VELETA DE LOS VIENTOS
S oplaba el viento del Norte y el gallito, veleta de los vientos, parado sobre la chimenea
de una casa de ladrillos, se movía hacia un lado.
-¡Parece que va a llover de nuevo! –se quejaban sus moradores, cansados, porque había
llovido mucho.
Soplaba el viento del Sur y el gallito se movía hacia otro lado. Las mismas personas
decían a coro:
-Veo siempre los mismos paisajes: el lago y los bosques, el volcán, la cordillera, el
pueblo. Es una linda vista, los techos colorados la alegran más. Pero, ¿qué hago parado en
esta chimenea, si soy un gallo? Gallo soy y gallo quiero ser.
¡No podía creer lo que estaba viviendo! ; ¡ni podía creer lo que estaba viendo! Sobrevoló
bosques, lagos y praderas; valles, pueblos y ciudades y gozó con el paisaje variado que veía
desde lo alto. Nunca antes había viajado y esta experiencia le gustó mucho, a pesar de los
sustos que pasó en su veloz recorrido.
-¡Cielos!, ¡vamos a chocar con esa torre de alta tensión! –gritó. Y sintió cosquillas
y escalofríos cuando pasó casi rozándola. El viento lo subió más alto y el gallito dijo:
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-Me da vértigo tanta altura, quiero ir más bajo.
El mismo viento lo bajó y al pasar por un pueblo rural, casi se estrelló con el campanario
de la iglesia.
-¡Un poco más de cuidado! –pidió, y desde ese instante su portador lo llevó sólo a través
de potreros, a escasa altura, para que el gallito se sintiera contento y sin miedo.
-¡Pobres! –pensó. Están fijos a la carreta y obligados a ir solamente donde los lleven.
Un poco más allá, vio una trilladora, que hacía ruido sobre los trigales maduros.
-¡Esa parece que sabe por dónde tiene que ir! –exclamó. Y, ¡cómo corta! No quisiera
que me confundiese con el trigo...
-Ellos parecen muy contentos; me gustaría ser su amigo –suspiró. Pero, ¡gallo soy y
gallo quiero ser! Buscaré el lugar donde están las aves...
En esto iba pensando, cuando sobrevoló una granja llena de animales domésticos y aves
de corral.
-¡Allí están!, ¡Allí están! –gritó nuevamente al viento. ¡Por favor! Déjame aquí.
El viento detuvo su andar con mucha suavidad y lo hizo aterrizar junto a unas gallinas
que picoteaban el suelo, buscando comida. Ellas lo miraron y preguntaron:
-¿Quién eres?
El gallito respondió:
-Soy la veleta de los vientos, pero nací gallo, y gallo quiero ser.
-Pero tú eres entero de metal. ¿Cómo podrías ser un gallo como los demás? –le
preguntaron.
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-Si alguien me ama como gallo, a pesar de ser de metal, me cubriré de plumas y viviré
como tal.
Una gallina blanca, que miraba desde lejos esta escena, sintió que se tocaba su corazón
con las palabras del gallito. Se acercó tímidamente a él para hacerle cariño con las alas sobre
su fría cabeza, mientras le decía:
Al punto, empezaron a salirle plumas al gallo: unas blancas, otras negras, otras doradas,
rojas y azules. Sus alas y cola lucían estos colores en su máximo esplendor, y repentinamente
entonó un alto y dulce quiquiriquí; aleteó con entusiasmo, y se acerco a la gallina blanca a la
cual él también había entregado su corazón.
Desde entonces, muchos en el Sur se preguntan, ¿qué habrá ocurrido con la veleta de los
vientos?, sin sospechar que ahora es un gallo de verdad con gallina y polluelos.
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GASPAR EL GANSO
G aspar nació ganso. Con dos patas, alas y pico de ganso. Era hermoso. Muy blanco
y de plumaje suave. Inició su vida caminando de un lado a otro junto a sus padres y
hermanos en busca de comida: pequeñas lombrices y granos. Tomaba agua del estero que
corría frente a su casa y de vez en cuando intentaba volar como veía hacerlo a aquellas aves
que pasaban trinando cada mañana.
Todo iba bien hasta el día en que su mamá lo invitó a nadar con sus hermanos. Vio el
agua y sintió un fuerte tiritón. La había paladeado tantas veces y le gustaba su frescor. Pero
sentirla sobre su cuerpo era otra cosa.
Uno a uno entraron al agua los pequeños gansos y nadaron guiados por la corriente. Se
deslizaban con suavidad y sus patas los impulsaron aún más. Fue un placer para todos.
Los juncos en el agua se mecían animándolo a entrar. Varios peces saltaban para
alentarlo. Don Sapo Cantador desde una piedra entonó:
Lejos de entusiasmarse con estas invitaciones, el pequeño se paralogizó aún más. Sus
plumas se pusieron rígidas y sus patas se anclaron al suelo.
Las gallinas, a pesar de no saber nadar, cacarearon con fuerza. El gallo dio un gran
quiquiriquí.
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Los pavos alzaron el cuello para demostrar superioridad. Los gansos chicos saltaron
al agua y lo salpicaron.
Al ver tanta demostración en contra, a mamá ganso empezó a latirle más a prisa su
corazón mientras sus ojos brillaban humedecidos por las lágrimas. No quería obligarlo.
No deseaba dejarlo vencerse por el miedo.
Gaspar apretaba sus alas contra su cuerpo mientras sus ojos permanecían cerrados. Un
extraño ruido le hizo abrirlos. Miró al cielo buscando ayuda. Era una bandada de pájaros
blancos. Garzas, muchas garzas. Más nada podían hacer por él.
Escuchó un nuevo ruido de muchas voces. Volaba en sentido contrario una multitud de
loros, verdes, muy verdes. Tampoco podían hacer nada.
De pronto, a lo lejos divisó un punto sobre el cielo azul. Se agrandó poco a poco. Era
un ave. ¡Qué elegancia de vuelo! Parecía ganso. Sí, era un ganso grande de plumas blancas
sobre su cuerpo y unas negras sobre su cabeza.
Aterrizó junto a Gaspar y le abrazó. Miró desafiante a los pavos, gallo, gallinas y gansos.
También a don Sapo Cantador quién de susto se puso a croar fuera de hora.
-Sube sobre mi espalda. Yo te llevaré al agua. Afírmate bien con tus patas y deja sueltas
tus alas.
Su papá entró al agua y a Gaspar se le mojaron las patas. Dio un tiritón por el frío, pero
este pronto pasó. Le pareció que la temperatura del agua era igual a la suya. Se relajó. Sus
patas se aflojaron del cuerpo de su padre y las movió acompasadamente. Sin darse cuenta
se soltó por completo.
Sintió el agua en su pecho; también en sus alas. Miró a su padre quien graznó para él.
Avanzó solo por el agua. Su madre lo esperaba entre los juncos quienes lo recibieron con
una gran reverencia mientras algunos peces saltaban de gusto.
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EL PINO DE NAVIDAD
Por eso don Arturo, el jardinero, tenía algunos preparados especialmente para la ocasión.
Eran cuatro pinos azules, de crecimiento lento con ramas que crecen y se arrastran por el
suelo.
Cada día don Arturo limpiaba las malezas, los regaba al amanecer y cuando se ponía el
sol. Se mantenían frescos y sanos.
-Cuando crezcan, ustedes irán a decorar algún lindo jardín. Acompañarán a Jesús en
Navidad y tendrán una familia que los cuide como yo, porque estaré viejo para hacerlo.
El tiempo pasó y tres de ellos se convirtieron en hermosos ejemplares, listos para ser
trasplantados a terreno definitivo.
Uno en cambio, era de naturaleza más débil y enfermiza. Don Arturo lo protegía del sol
con una sombrilla y le daba vitaminas. Aún así, crecía poco. Seguía bastante más pequeño
que sus hermanos y éstos se reían de él:
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-Apunta hacia arriba, empínate a ver si nos alcanzas.
Y el pino se inclinaba y empequeñecía con los comentarios. Tanto bajó sus ramas,
que una arrastrada por el suelo se quebró. Primero tuvo un fuerte tiritón y luego un ruido,
¡crash!
-¡Vaya! ¡Vaya! ¡Qué lástima pinito! ¡Cómo estás herido! Veré si puedo ayudarte...
Con cuidado cogió la rama para unirla al tronco, pero no pudo. Pesaba mucho y no había
como mantenerla adherida. La retiró y aplicó una resina para cubrir la parte desgarrada.
- Es tan pequeño y con una rama rota... Dejémoslo tranquilo. Alguien se compadecerá
de él.
Ese año, don Arturo preparó la exhibición de su trabajo de tanto tiempo. Puso en hilera
los tres pinos grandes y un poco más atrás, el pequeño.
-Creo que seré el primero en ser elegido porque mi color brilla más -anunció uno.
-Se equivocan. Seré yo, porque mi punta está más recta -agregó el tercero.
-Buenos días -dijo Don Arturo. Estos tres pinos son muy especiales. Tienen varios
años, y ni la lluvia ni el calor los ha dañado. Observe sus ramas, su altura, su señorío.
La señora comentó:
-Son maravillosos, lo felicito . Los tres pinos irguieron sus hojas y estiraron aún más su
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tronco. -Pero valen más de lo que puedo pagar. Muchas gracias.
Llegó un señor muy elegante quien revisó uno a uno los pinos y se mostró muy
interesado, pero luego dijo:
-Me gustan mucho. Pero son aún pequeños para lo que deseo.
Vino luego una familia con tres niños que corrían de un lado a otro, mientras sus padres
examinaban los árboles.
-Nos gustan mucho, pero son muy grandes para nuestro terreno ¿no tiene alguno más
pequeño?
Don Arturo titubeó un poco. Recordó el pino dañado y dudaba si mostrarlo. Finalmente
dijo:
-¡Éste mamá! ¡Éste sí que es lindo! Mira, tiene el espacio justo bajo sus ramas para
colocar el Nacimiento.
-Lo veo muy débil. No creo que dure otra temporada. Yo quiero uno que esté con
nosotros largo tiempo.
-Señora, es pequeño y parece delicado. Pero tiene ya varios años y si los niños lo
quieren estoy seguro que se fortalecerá. Llévelo... Yo se los regalo.
El pequeño árbol sintió que su punta se estiraba y sus ramas se erguían en un intento
de abrazarlos a todos.
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KANGU PERDIDO
K angu es un pequeño canguro. Tan pequeño que aún vive en la bolsa marsupial de su
madre. Desde allí contempla el mundo y empieza a conocer la realidad. Va junto a Mamá
Canguro en todos sus andares, en pos de agua y comida y se siente caliente y feliz.
Un día, Kangu amaneció muy inquieto y quiso asomarse un poco más para ver mejor.
En ese mismo instante Mamá Canguro dio un gran salto. El cangurito cayó al suelo y quedó
tendido, sin que ella se diese cuenta.
-¡Ay! ¡ay! ¡ay! –se quejó. Pero los saltos habían alejado a su madre y no pudo oírlo.
No obtuvo respuesta.
Decidió regresar por donde había venido. En su camino encontró a Conejo Goloso y
le preguntó por su hijo.
Siguieron juntos Mamá Canguro y Conejo Goloso. Bajo un árbol descansaba Ratón
Alado. Le preguntaron por el pequeño.
-¿Dónde estará mi hijo? –preguntaba Mamá Canguro a las flores que encontraba a su
paso. Y las flores permanecían en silencio.
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-¿Dónde estará mi hijo? –insistía a los árboles. Y los árboles movían sus ramas sin
conocer respuesta.
Un poco más allá, de un hoyo salió Topo Cola de Pez y le contaron lo que sucedía.
Así continuaron el camino Mamá Canguro, Conejo Goloso, Ratón Alado y Topo Cola
de Pez. Iban mirando cuidadosamente de un lado para otro mientras gritaban a coro:
-¡Kangu!, ¡Kangu!
-Por los túneles iré más rápido- se dijo y, con los oídos alertas, avanzaba asomándose de
vez en cuando.
Entretanto, Kangu, muy asustado comenzó a explorar el lugar donde había caído.
Encontró unos brotes de pasto fresco que mordisqueó para disminuir su miedo. Intentó
avanzar por el camino que seguía su madre dando pequeños saltos, como había visto
hacerlo a ella. Sus saltos aún eran torpes, y tropezaba a cada brinco.
Decidió entonces caminar con sus cuatro patas. Sin embargo, como las delanteras eran
mucho más pequeñas que las traseras, avanzaba con gran lentitud.
Y como iba agachado mirando el suelo, no vio un tronco que sobresalía de un árbol
contra el cual se golpeó con fuerza.
-¿Quién se queja tanto? –dijo con voz grave Ardilla Ronca. Ella vivía en ese árbol.
-Soy yo, Kangu. Me pegué y estoy perdido. ¡No sé dónde está mamá! –sollozó el
pequeño canguro.
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Y juntos comenzaron a caminar. Anochecía ya y se desataba una tormenta.
-¡Brrr! ¡Brrr! ¡Brrrr!... ¡Truenos y rayos! ¡Rayos y truenos! Y Kangu con Ardilla Ronca
no encontraban a Mamá Canguro... Y no sabían dónde guarecerse.
Kangu era muy grande para entrar en la casa de la ardilla y ella no quería dejarlo solo
afuera.
La serpiente se dio vuelta hacia ellos... Un nuevo relámpago iluminó la noche y junto al
trueno surgió Mangosta Lista dispuesta a enfrentarla. Al verla aparecer, tan de improviso
y tan decidida, la serpiente se alejó presurosa por donde había venido.
Topo Cola de Pez, entretanto, escuchó un sonido extraño y se asomó a ver: era la
serpiente que huía veloz.
-Mangosta Lista vive cerca de aquí. Le preguntaré si ha visto a Kangu –murmuró. Iba
camino a su casa cuando un relámpago iluminó el árbol de Ardilla Ronca.
Allí, Topo Cola de Pez vio por fin a Kangu junto a sus amigas, quienes se preguntaban
cómo ubicar a Mamá Canguro.
-Kangu, Kangu. ¡Qué bueno encontrarte! Te hemos buscado tanto... Quédate aquí
mientras aviso a tu madre.
Y Topo Cola de Pez se sumergió bajo tierra y corrió a dar la buena noticia.
Un rato más tarde llegaron, polvorientos y cansados, Mamá Canguro y sus compañeros,
felices de encontrar a cangurito.
Al ver a su madre, Kangu, sin decir una sola palabra saltó dentro de la bolsa y se quedó
sumergido en ella sin querer asomarse. Sentía sólo el rico calor de Mamá Canguro y sus
patas haciéndole cariño, mientras la escuchaba invitar a Conejo Goloso, Ratón Alado, Topo
Cola de Pez, Ardilla Ronca y Mangosta Lista a una fiesta para celebrar el encuentro, entre
truenos y relámpagos.
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LA TORTUGA MARINA
E l sol estaba alto, la arena caliente, los niños jugaban en la playa, las olas bañaban sus
pies. Suavemente, por entre ellos, asomó su cabeza Ana, la tortuga marina.
Sus ojazos enormes se abrían y cerraban con dificultad; su cuerpo avanzaba apenas. De
cuando en cuando su boca se abría en fuertes bostezos. Se veía cansada y con sueño.
-¡Tiene sueño! ¡Ja! ¡Ja! ¡Qué ridículo: una tortuga con sueño!
Y ella se entristeció mucho y unas lágrimas de tortuga salieron por sus ojos.
-¡Pobre tortuga! -pensó. Todos se burlan de ella y no se dan cuenta cómo se siente.
Se acercó tímidamente, y Ana, al verlo tan cerca, levantó su cabeza y lo miró. Le pareció
distinto y sintió que la comprendía.
-¿Sabes? -le dijo. Hace tiempo que no puedo dormir. Allá abajo, en el fondo del
mar, todo estaba oscuro y aburrido, pero por las noches dormía tranquilamente. Un día
llegaron las anguilas, con su luz y alegría, pues se ven los corales, las algas, las estrellas
marinas y soles, los delfines y otros peces, las rocas y el agua transparente. Pero, las
anguilas no se apagan nunca, y cuando quiero dormir, porque ya es muy tarde, todo sigue
igual de iluminado y no puedo hacerlo. Por eso, cuando vengo a la playa a tomar sol, estoy
tan cansada...
-¿Cómo ayudarla? -pensaba. Su lugar es el mar y allí tiene que poder dormir...
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De repente, una luz, una idea en su pequeña cabeza. ¿Y si con mi papá le hiciéramos
unos anteojos oscuros? Tal vez podrían servirle...
Pasó sus manos por sobre la cabeza de Ana y la midió con ellas.
-¡Hasta otro día! -se despidió. Veré con papá si te conseguimos algo para que puedas
dormir.
-¡Verás, papá! Con unos anteojos oscuros ella sí podría dormir. Su cabeza es como de
este porte -y le mostraba sus manos juntas. ¿Cómo podríamos hacerle unos anteojos?
-Nanito -respondió con cariño su padre- entre los dos haremos lo posible. ¿Qué te
parece si unimos un hilo de cobre con un par de láminas transparentes de tu juego de
filminas? Hay algunas oscuras que podrían servir si les damos la forma de los ojos de
Ana...
Cuando estuvieron listos, Nanito corrió con ellos a la playa, pero no vio a la tortuga.
Y miraba para todos lados. Su cara reflejaba inquietud y pena. Corrió hacia la roca de
los erizos y la encontró tendida al sol.
-Ahora, ¡a dormir!
Ana no podía creerlo. Ahora podría seguir gozando con la luz de las anguilas y al mismo
tiempo dormir cuando lo deseara... ¡con sólo ponerse sus anteojos!
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EL SECRETO DE LA CAJA BLANCA
A buelita Alicia era, como todas las abuelitas de mi tiempo, muy, muy querendona;
aficionada al piano, naipes, tejidos y cosas ricas para comer. También a los sueños y
fantasías, recuerdos e ilusiones. Pero, de ella les hablaré más en otra ocasión. Hoy quiero
contarles de su colección de cajas.
Eran muchas cajas. Unas grandes y otras muy pequeñas; unas ovaladas, otras redondas
y cuadradas. Las había de plata, bronce y cobre, madera, mármol y paja. También de
cartón, malaquita, marfil, porcelana y lata.
-Esta de marfil me la trajo tío Federico cuando regresó de Africa. Esta de madera me la
regaló Roberto. La hizo con sus propias manos. ¡Mira su lindo tallado! Y esta musical...
¡Escucha! Me la dio tu padre; la compró con sus primeros ahorros.
-Y esta abuelita ¿de dónde viene? –pregunté, intrigada por una caja blanca, pequeña, lisa,
suave, brillante que descansaba abierta sobre un piano de cola.
-¡Ah! Esa es una cajita nunca vista querida... La he guardado todos estos años para ti.
Tienes edad suficiente para descubrir...
-Descubrir su misterio, mi niña. La blanca caja se cierra únicamente para guardar algo
muy especial. Y lo devuelve sólo a quién lo merece...
-¿Sólo a quién lo merece? ¡Qué extraño! ¿Y qué será eso tan especial abuelita?
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-Gracias por guardarla para mí. Me encanta abuelita. ¡Ya descubriré qué guardar en
ella!
Como ya era tarde, le di un beso de despedida y me fui con la caja entre mis manos. La
miraba y miraba. De un lado; de otro. Pero ella no entregaba su secreto.
Esa noche me quedé despierta largo, largo, rato. Escuché cantar un grillo y pensé:
-Si pudiese, su canto yo guardaría. Y también el croar de las ranas; y el ruido de los
árboles movidos por el viento y el crujir de sus ramas. Y el abrazo tierno de un amigo y la
sonrisa fácil de un niño. Sí, también guardaría el calor de unos leños encendidos y la brisa
fresca del mar...
Y en mis sueños eché todo dentro de ella: rayos de sol, nubes de tormenta, neblinas
matinales, otoños intensos. Cerros plateados, bosques desnudos, fríos tremendos. También
sapos rojos, flautas silentes, anillos cuadrados, flores silvestres. Y la caja permanecía
abierta.
Al despertar la encontré enredada entre las sábanas, tal como estaba en mis sueños,
aguardando algo.
La miré y la miré y mientras contemplaba intuí algo que provenía de mis sueños locos
de la noche anterior.
Y a medida que la intuición cobraba vida, yo misma me animaba. Sentí un suave calor
en todo mi cuerpo y una rica sensación de alegría inundó mi ser.
Abrí de nuevo la caja y presentí que la única manera de conservar esa alegría era soplar
dentro de ella. Soplé y soplé. De pronto, se cerró sola y descubrí, ¡por fin!, que yo no estaba
equivocada. Ese era su secreto: la blanca caja sólo guardaba alegría.
Pasaron los días. Muchas veces me sentí triste, pero pronto recordaba mi caja. La abría
y recuperaba la alegría: salía desde dentro con olor a rosa fresca. Y si estaba alegre, soplaba
dentro de ella. Así tenía guardada alegría para tiempos nuevos.
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Junto a mis amigos, jugábamos largas horas en nuestras tardes de invierno, abriendo y
cerrando, soplando y riendo.
Pregunté a mis padres y hermanos si habían visto la blanca caja, pero ninguno de ellos
sospechaba dónde podría estar. Hicimos una minuciosa revisión de la casa. En ninguna
parte apareció.
Tardé mucho esa noche en dormirme, entre lágrima y lágrima, suspiro y suspiro.
Mientras tanto en su hogar, uno de mis amigos, Alberto, quien había tomado la caja -
seducido por sus deseos de estar siempre alegre, pues era un niño triste y melancólico- se
encerró en su habitación a contemplarla.
Su corazón latía aprisa por la rápida carrera con ella desde mi casa. Un poco más
calmado, abrió lentamente la caja. Intentó aspirar su conocido aroma a rosa fresca.
Cerró sus ojos y aspiró: aroma a miel, aroma a flor, flor de anís; aroma a corteza de
árbol joven, hoja de árbol seco, tronco de árbol viejo. Sintió oleadas de alegría, oleadas de
pena intensa. Aspiró un poco más. Aroma de mar y algas nuevas... ¡aroma de pescado
seco, bacalao y ajenjo!
Volvió a insistir. Más alegría y pena intensa. Entre llanto y risa, risa y llanto se
durmió.
El día siguiente llegó nublado, oscuro, tormentoso, como nublada oscura y tormentosa
estaba mi alma. También la de mis amigos. Y Alberto.
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Pasaron varios días. No recuerdo cuantos. Cinco, seis, tal vez...
Estábamos reunidos bajo un árbol cuando llegó el hermano menor de Alberto, cantando
y riendo feliz, a contarnos algo: había encontrado entre sus juegos ¡una caja abierta, blanca,
lisa, brillante!...
Alberto se puso pálido. Abría y cerraba sus ojos en un incesante parpadeo. Se levantó;
caminó unos cuantos pasos... Luego, nos miró detenidamente y habló:
-Sí. Yo fui. Yo tomé tu caja. Pero no la quiero más. Llevo noches y días de pesadilla.
Río y lloro y soy muy infeliz...
Recuerdo que lo miramos y vimos tal pesar en su rostro, que sólo nos nació darle un
abrazo y partir con él a buscar la perdida caja
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AÑUPIE
O curre en el desierto cada cinco a diez años. Basta una sola lluvia sobre él para que
el despertar se realice. Millones y millones de semillas, guardadas en la aridez despliegan
su fuerza gracias a la humedad que traspasa la tierra.
Muchas semillas de añañucas blancas brotaron al unísono. Desde lejos, parecían una
flor gigante de pétalos extendidos. De cerca, cada una sorprendía por la liviandad de sus
tallos, la ligereza de sus pétalos, la cadencia caribeña de sus movimientos. Sólo una, aparecía
distinta: Añupie.
Estuvo enterrada como semilla, bajo una pequeña piedra varios años. Hubo entretanto,
algunas floraciones, que despertaron a sus vecinas. Pero la humedad no llegó a ella. Se
necesitaban varios días de lluvia, y torrentosa, para alcanzarla. Y eso, sucedía una sola vez
cada siglo.
Ese año, llovió más que la lluvia del quinquenio o decenio. Más que la lluvia del Gran
Aguacero, como el Año del Aluvión; pero no hubo aluvión. Sólo cayó agua, abundante
y fresca sobre arenas, piedras y rocas. Se deslizó por entre ellas y llegó a la semilla: ésta
la esperaba anhelante. La absorbió con tal intensidad, que empezó a desperezarse. Sintió
crecer sus brazos. Y éstos, recién nacidos se aferraron a lo más firme y seguro que había a
su alrededor: una pequeña piedra. Se aferraban con tal fuerza, que la traspasaron. La piedra
se estremeció. Hubo un sacudón y empezó a estirarse, mientras los brazos habiéndola
traspasado seguían su curso a través de ella, rumbo al cielo azul.
La piedra, se estilizó e hizo suyos esos largos brazos. Junto a ellos creció, manteniendo
su base adherida al suelo con las raíces de añañuca. Ya no era piedra. Ya no era añañuca.
Era Añupie, Flor de Centenario.
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Sopló un viento suave. Añupie no se movió. Sólo se agitaron sus pétalos. Su largo
tallo de piedra permaneció estático. Sopló un viento fuerte. Añupie permaneció igual,
salvo uno que otro pétalo arrastrados por él.
Añupie sintió dolor en sus amputados brazos y replegó su cabeza amarilla hacia el
interior de su tallo. Con la fuerza del miedo traspasó su cuerpo de piedra y llegó a las raíces.
Bebió agua en su reencuentro con ellas y allí se quedó, dormida, con varias semillas más a
la espera de un nuevo aguacero. Ojalá antes del próximo Centenio.
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GAN
G an, un elefante blanco de hermosos colmillos de marfil, vivía junto a mamá elefanta
y su hijo.
Su hogar quedaba en un lugar muy seco y árido. Esto le obligaba a recorrer todos los
días largas distancias para buscar agua, al igual que los demás animales del lugar.
Gan era muy grande y de mucho peso. Andaba a pasos lentos y avanzaba poco.
Algunos animales, al verlo pasar en sus diarias caminatas al arroyo, se reían y burlaban
de él:
Y juntos aceleraban su marcha dejando atrás a Gan, quien, mientras los oía, bajaba
sus orejas para escuchar menos las risas y las burlas. Sus ojos se humedecían pero, sin
responder, seguía empecinado en busca del vital líquido.
Día a día, a pesar de todo, repetía sus viajes pues sin agua, él y su familia no podían
vivir.
Una noche, muy cansado, de vuelta ya en casa, se durmió. Y empezó a soñar. Soñó que
era una mariposa y volaba rumbo al arroyo sin ser notada siquiera por los otros animales.
Llegó muy rápido a él. Tomó toda el agua que pudo y, dejando atrás a la gacela, al tigre, al
mono y la cebra, regresó a su hogar. Quiso dar de beber a su hijo, pero había olvidado en
su entusiasmo que éste era elefante y la gota que traía era lo mismo que nada para él.
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Gan revoloteó frente a los ojos de su hijo. El no lo reconoció. Revoloteó mucho rato
más, pero todo fue en vano.
-¿Qué hacer? –suspiraba, mientras veía que su pequeño elefante se moría de sed. Y,
entre suspiro y suspiro, se despertó.
Levantó su trompa... y ahí estaba. Levantó una pata..., levantó la otra... y las reconoció
como propias.
Partió entonces hacia el arroyo y, a su paso, escuchó de nuevo las voces de los demás
animales con sus burlas y risas:
Pero esta vez no le importó. Tomó agua tranquilo y satisfecho regresó a su hogar.
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EL PEQUEÑO GIRASOL
E se año don José quiso tener su propio aceite virgen. Decían que era más saludable
y sano, y muy bueno para sus añosos males y decidió plantar girasoles para hacerlo.
Preparó la tierra, esparció semillas y durante varios meses las cuidó. Cada mañana
sacaba malezas, limpiaba el surco del agua y regaba las nacientes plantas.
Girasolito en cambio, casi no recibía los rayos solares y perdía el ritmo de la vida propia
de un girasol. Solamente al atardecer, cuando la sombra del ciprés se alargaba hacia otro
lado sentía un poco de tibieza y se despedía inclinando su frágil cabeza antes de dormir.
Un día muy temprano, doña Rana Ramona, quien vivía cerca, le preguntó:
Y él contestó:
Un poco más tarde don Queltehue Tronador pasó por su lado y al verlo dijo:
Y él contestó:
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Y doña Rana Ramona, don Queltehue Tronador y doña Abeja Zumbona fueron a
visitar a don José.
Como se acercaba el tiempo de cosecha, don José se aprontaba a tener maravilla para su
aceite. Al escuchar a doña Rana Ramona, don Queltehue Tronador y doña Abeja Zumbona
corrió a ver sus plantas.
Encontró a Girasolito bajo la sombra del ciprés. Se veía pálido y débil. Su semilla aún
no maduraba.
Allí, temprano, llegaban los rayos del sol y entraban en su habitación. Tendría aire
puro, estaría cerca de él y se sentiría acompañado. Luego, bañó su tallo y hojas para
desempolvarlo y librarlo de impurezas. Le dio abundante agua fresca para sus raíces y de
vez en cuando, algún tónico especial. Día a día lo acariciaba animándolo a crecer.
Lentamente empezó a erguirse. Sus colores se hicieron más nítidos y fuertes e inició el
rito milenario alrededor del sol, de saludo al Creador y su creación.
Don José, doña Rana Ramona, don Queltehue Tronador y doña Abeja Zumbona
fueron a visitarlo. Encontraron sus hojas tersas y brillantes, sus semillas grandes y duras,
sus pétalos suaves y perfumados.
-Haz hecho un trabajo maravilloso, hija mía –proclamó oon José. Las semillas de
Girasolito, ahora Girasol, las guardaremos para la próxima temporada y tendremos sólo
plantas hijas suyas. Haré el mejor aceite virgen de la región.
Al oír esto, Girasol se estremeció. Inclinó su cabeza hacía Cecilia y ella lo besó. Doña
Rana Ramona se puso a croar, don Queltehue Tronador a batir alas y doña Abeja Zumbona
a zumbar.
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LA JOVEN DE LA TORRE
E n lo más alto de una torre a orillas del río, hace mucho, mucho tiempo en un lejano
reino vivía Sofía, una hermosa joven de larga y negra cabellera y ojos oscuros y brillantes.
Su padre regresaba por las noches luego de trabajar la tierra. Ella lo esperaba con una sopa
caliente y pan recién horneado, y lana hilada lista para tejer. Pasaba sus días afanada pero
añoraba más compañía.
El río contestó:
El viento respondió:
La lluvia susurró:
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-Me esperan mis hijos... me espera mi nido... me espera la montaña... -fueron las
respuestas.
Pero el río al pasar frente al castillo donde estaba el príncipe heredero le dijo:
Y el príncipe decidió remontar el río en una pequeña canoa. Remó con fuerzas.
Atravesó rápidos y más rápidos. En uno de ellos su pequeña embarcación volcó. Todo
mojado logró alcanzarla y continúo con un sólo pensamiento fijo en el corazón:
Aceleró su rumbo. Ramas de árboles hirieron su rostro y brazos. Cansado ya, divisó un
remanso y, frente a él, la torre donde vivía Sofía.
-Vine río arriba a conocerte. Ahora, quiero casarme y llevarte conmigo. Y ella bajó
corriendo de la torre a su encuentro.
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EL GRAN TÉMPANO
E l Stella Maris, un pequeño bergantín con las velas desplegadas, exploraba el sur
del largo y angosto país. Los fiordos cubiertos de vegetación se adentraban en el mar y
formaban canales de distintos anchos por dónde navegaba sigiloso para no espantar la
fauna silvestre: loros tricahue, delfines, martín pescadores, morsas. El follaje caía en el agua
y con el sol se reproducía cómo en un espejo en los días de mar calmo.
La corriente lo acerca a la nave. Los tripulantes corren a verlo y a través del hielo
descubren la figura de una doncella dormida. Uno de ellos más intrépido que los demás,
Domingo, llamado así porque nació ese día de la semana, saltó con una picota y comenzó
a perforarlo. Avanzaba poco a pesar de sus esfuerzos.
El movimiento del agua, agitada cada vez más con el viento lo hizo perder el equilibrio
y cayó sumergiéndose al fondo. Sus compañeros al verlo hundirse se lanzaron con salvavidas
y cuerdas para asirlo. Estaban a punto de cogerlo cuando se hundió nuevamente. Habían
pasado algunos segundos y el tiempo para salvarlo era corto por el frío.
De repente, asoma una mano y Jonás el más viejo de a bordo lo coge y eleva. Lo
secan y abrigan con mantas tibias y le dan a beber café caliente para reanimarlo. Pasado un
rato los colores vuelven a su cara y quiere regresar al témpano de la desconocida joven.
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Con el oleaje aquél se alejó de la embarcación y lo ven ir a la deriva hacia la desembocadura
de la laguna. Domingo le pide al capitán alcanzarlo. En su retina permanece la imagen de
la joven desconocida. Su corazón late a prisa y solo desea liberarla. No sabe quién es. No
sabe cómo fue a dar allí. Sólo sabe que desea rescatarla, qué va a rescatarla.
El capitán al ver la decisión en los ojos del joven da orden de partir a prisa tras el
témpano. Acercarse a él sin desestabilizarlo es dura tarea para todos. Pero al fin lo logran.
Esta vez, se unen a Domingo otros marineros con picotas dispuestos a liberar a la joven.
Después de largo rato, se acercan a ella. Con cuidado cavan las últimas capas y aparece el
congelado rostro ante sus ojos: Domingo cree morir de tanto amor al verla. La levantan
en brazos y la elevan hacia la nave. Está vestida con una túnica blanca de lana y su pelo
negro cae sobre los hombros. La depositan con suavidad sobre unas mantas y Domingo al
contemplar la morena tez pálida sin vida, lloró. Lloró largamente.
Las lágrimas tibias bañaron el cuerpo de la joven y éste entró en calor. El femenino
rostro empezó a adquirir un color rosáceo. Finalmente, bañaron su rostro y cayeron sobre
los ojos.
En ese instante, se abrieron y miró a Domingo inclinado sobre ella. La cara viril del
joven, sus ojos pardos brillantes, la piel curtida por el sol, le dieron paz y lenta, lentamente,
intentó incorporarse. Estaba muy débil pero él la cogió con sus brazos afirmándola. La
sentó en un asiento blando, mientras los marineros del Stella Maris preparaban un caldo
tibio de pescado para la desconocida de los hielos.
Llegó la noche y por vez primera en ese largo viaje el cielo se cubrió de estrellas y al
día siguiente las nubes cedieron el paso al sol.
La joven aún no hablaba pero sonreía a Domingo quién buceó mariscos frescos
para ella y trajo de tierra añañucas para formar una corona que en el atardecer colocó en la
cabeza de su amada.
Pasó el tiempo y ella pudo contar que se llamaba Iaga. Era la hija menor del cacique
de un gran poblado a orillas de un río. Un atardecer vino una gran avalancha. Sólo recordaba
haber sido arrastrada por las aguas y luego, despertada por las lágrimas de Domingo.
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El joven, intrépido como los de su edad, decidió buscar la aldea natal de Iaga. Junto
a ella fueron tierra adentro. El Stella Maris los esperaría tres meses. Llevaron pescado
ahumado, nueces y pasas para alimentarse, sal y fósforos para preparar comida.
El camino era arduo. Decidieron ir por el costado del gran glaciar, a la espera de
ubicar el poblado. Día tras día tenían la esperanza de encontrar algo pero sólo vieron hielos
eternos y uno que otro labrador. Nadie sabía de la aldea. Al fin, avistaron un poblado más
grande y numeroso. Al llegar, Yaga preguntó en su idioma natal al más anciano.
-¿Conoce la aldea del Cacique de los Hielos?
El anciano respondió:
- Hace muchos, muchos años, tal vez siglos o milenos que vino el gran aluvión.
Se llevó todo el poblado, animales y personas y no se salvó nadie. Dice la leyenda que
la hija menor del Cacique viviría en el hielo para contar la historia de su pueblo a otras
generaciones y sólo despertaría de su largo sueño con el baño tibio de lágrimas de quien
la amase con sólo verla. Pero, ¡es una leyenda y nada más...!
Iaga y Domingo se miraron a los ojos, se abrazaron y se quedaron allí para siempre
a narrar la historia de su pueblo a las nuevas generaciones.
Cuentan que en la Laguna del Gran Glaciar cada vez que los barcos se acercan y cae
un témpano buscan en él otra doncella de los hielos.
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