Tony Judt, el extraordinario historiador del siglo XX europeo, hace
el balance de esos cien años en un breve ensayo en el que se refiere a ese periodo como el pasado que todos queremos olvidar. Según él, no queremos saber más de las ideas y de los ideales que movieron ese siglo, que llevaron a terribles guerras y experiencias más que inhumanas. Un síntoma de este rechazo, apunta Judt, es la desaparición de los intelectuales. La noción de “intelectual” surgió en Francia, como una forma despectiva de referirse a los escritores franceses que adoptaron la causa del capitán Dreyfus, quien había sido injustamente encarcelado, acusado de espionaje y de vender al ejército austriaco los planes militares franceses. El proceso contra Dreyfus fue ocasión para que una buena parte de la población en Francia diera rienda suelta a su profundo antisemitismo. Para ejemplificar hasta dónde llegó el encono cabe citar al escritor nacionalista Maurice Barrès, quien escribió: “La culpabilidad de Dreyfus la deduzco de su raza”. Ilustración: Ricardo Figueroa
Para que no haya error, Judt define a los intelectuales de la manera
más directa y sencilla posible. Eran hombres y mujeres del mundo del conocimiento, de las ideas, de las artes y de las letras que tenían un compromiso político, una causa planteada generalmente en términos abstractos y universales, y que participaban en el debate público con el propósito de influir en la opinión pública. Asumieron que su función en la vida era interpretar la realidad, articular los acontecimientos políticos, económicos y sociales en un discurso coherente, con base en alguna idea general, de tal manera que ayudaban a los demás a entender el mundo y su circunstancia. En el periodo entre las dos guerras, en Europa, también contribuyeron a iluminar las trágicas opciones que ofrecía la dura realidad. Muchos pretendieron ser portavoces de la opinión popular. Eran como los tribunos de la plebe en Roma.
En realidad, los intelectuales no siempre cumplieron la misma
función. Según el tipo de gobierno que tenían, la vigencia de la libertad de expresión y las características de su sociedad, los intelectuales eran tribunos de la plebe, consejeros del príncipe, convidados de piedra o floreros, según la aguda categorización de Jesús Silva-Herzog Márquez. Intelectuales emblemáticos en la posguerra fueron Jean Paul Sartre, Simone de Beauvoir, Merleau- Ponty, Albert Camus. Sartre y De Beauvoir construyeron un auténtico imperio de las letras en la Sorbona, desde donde dominaban el debate público y la vida universitaria, y gobernaron sin misericordia para la disidencia o decretaron la exclusión y la ley del hielo contra quienes cuestionaban el dogma sartriano. Le hicieron la vida imposible hasta a Raymond Aron que se vio forzado a dejar esta universidad. Ahora, ¿quién los recuerda? Me atrevo a decir que Simone resultó más memorable que Sartre. El siglo XX mexicano también fue el siglo de los intelectuales, pero fueron más los que fungieron como consejero del príncipe que los que asumieron el papel de tribunos. Así ocurrió porque en la historia de México los letrados han aspirado a dirigir, a asesorar y ya no a representar, aunque en momentos de soberbia desmedida algunos de ellos se han creído vox populi. Los intelectuales también contribuían a la composición del discurso del poder, es decir, a su justificación, a su legitimación retórica. Le ofrecían al poderoso respuestas que él no podía siquiera imaginar.
La presidencia de Luis Echeverría fue un periodo de auge de los
intelectuales consejeros del príncipe, que mira con una sonrisa irónica hacia Tlatelolco, pues el 2 de octubre que marcó a esa plaza en su memoria de piedra tiene grabado el nombre del secretario de Gobernación en 1968: Luis Echeverría, que luego fue uno de los presidentes con más consejeros. En el México autoritario los intelectuales llegaron a tener mucha influencia sobre los hombres y las mujeres del poder, sobre todo en la interpretación de la realidad inmediata. Ningún presidente como Echeverría necesitó del apoyo de los intelectuales. A ninguno tampoco lo cobijaron como a él.
En México también han desaparecido los intelectuales. La
democratización barrió con ellos. Han sido remplazados por los encuestólogos, por universitarios con opinión y por comentaristas de noticias. Su punto de partida no son ideas generales y abstractas, sino realidades tan concretas como el gusto o disgusto de la gente con determinadas políticas en un momento dado; porcentajes de aprobación y medidas de bienestar. Instrumentos, que son más útiles que las ideas porque sirven para ganar elecciones. La condición de privilegio, el acceso al príncipe, que disfrutaron en el pasado tampoco existe más ni en México ni en la Francia que los vio nacer. Hay que preguntarse por qué nunca fueron de especial relevancia política en Estados Unidos y en Inglaterra. Sería un error que quienes hoy leen las estrellas al príncipe intentaran recrear el pasado, porque en el siglo XXI gobernarán más las pasiones que las ideas. Ya empezaron a hacerlo con Donald Trump, Jair Bolsonaro, Boris Johnson, Nicolás Maduro y Viktor Orbán.