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En el alma de París siempre ha existido una necesidad vanguardista en el arte. Desde ser el
centro del Ars Nova hasta ser la residencia de Franz Liszt y Frédéric Chopin, París había
permitido ser el hogar de las nuevas corrientes y nuevos desarrollos en el arte. Y en el ocaso
del Romanticismo, a puertas del siglo XX, no iba a ser una excepción. En Alemania y Austria la
influencia de Wagner, reflejada en Mahler y Strauss, sería la semilla para que compositores
como Schönberg desarrollaran una corriente propia que desembocará en el Expresionismo
musical. En esa necesidad de los franceses de dar respuesta a los alemanes aparecería en
1871 La’ Société Nationale de Musique, conformada por Camile Saint-Saëns, Emmanuel
Chabrier y Gabriel Fauré, que sería crucial en el desarrollo de la música francesa. En este
contexto un joven compositor sería el responsable de establecer el nuevo curso de la música
francesa: Claude Debussy.
Estudiante del Conservatorio de París, Debussy demostró desde joven tener una visión
innovadora en el desarrollo de la música. Su llegada al reconocimiento en 1884 con el Prix de
Rome le permitiría ese mismo año encontrarse con Franz Liszt el cual le enseñaría partituras
de la obra de Palestrina y le empezaría a dar forma al lenguaje de Debussy. Sumado a esto la
influencia directa de Fauré y Mussorgsky, los cantos gregorianos y la música de la Isla de Java
en la Exposición Universal de París en 1899 terminarían de configurar el lenguaje del
compositor. Agotados ya los recuerdos de la tonalidad y el avistamiento de pensamientos
atonales, Debussy decide no explorar la música desde adentro de su lenguaje sino que opta
por enriquecerla por medios externos. Las escalas modales del Medioevo y Renacimiento, la
escalas simétricas como la escala de tonos enteros, pentatónicas y la estructuras cuartales en
acordes se volverían el pilar de la composición de Debussy.
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Paul Verlaine (1869) Clair de Lune